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Tema XI.

La verdadera religiosidad y la vida de


infancia.
La piedad infantil y la piedad familiar. La fe infantil. La
esperanza infantil. La caridad infantil. El sufrimiento en
los niños.

El niño en el Arca de Noé

Hemos visto que el despertar religioso llega cuando debe, cuando el


niño se está preguntando por el sentido del mundo y preparando para crecer
rápidamente en todos los aspectos importantes de su existencia. Y también
hemos indicado que uno de los peores enemigos de la religiosidad infantil,
y de la religiosidad adulta, es la falsa religiosidad. Pero, ¿cómo conseguir
no extraviarse en tema tan importante?
En el evangelio de S. Mateo aparecen estas palabras del Señor: “…
no es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda ni uno
sólo de estos pequeños”(Mt. 18,14). Los padres deben tomarlas muy en
serio porque de ellos depende, en gran medida, que sus hijos (que antes que
nada son hijos de Dios) no equivoquen el camino. Aunque hay que advertir,
ya desde ahora, que no deben culparse sin han puesto los medios necesarios
para favorecer el desarrollo integral del niño. En el caso de familias
cristianas, los padres saben que por el sacramento del Bautismo los niños
reciben la ayuda más poderosa para no perderse: la gracia santificante. Esta
incluye las virtudes sobrenaturales de la fe, la esperanza y la caridad, que
influirán decisivamente para el desarrollo completo de su personalidad.
Estudiaremos, brevemente, cada una en el despertar religioso del niño,
después de situarlo en el ámbito familiar.

La piedad infantil y la piedad familiar.

Hay que empezar por decir que la familia es el lugar privilegiado


para que los niños aprendan a ser verdaderamente piadosos.
La primera definición de piedad que recoge el diccionario de la
R.A.E. es: “Virtud que inspira, por el amor a Dios, tierna devoción a las
cosas santas, y, por el amor al prójimo, actos de amor y compasión”. Y la
segunda acepción señala: “Amor entrañable que consagramos a los
padres”
Se trata, pues, de una virtud que corresponde al hombre en cuanto
hijo. La virtud que facilita al niño dar la respuesta adecuada a su Padre y a
sus padres. Al referirnos, en el segundo tema, a la relación entre el primer y
cuarto mandamiento escribíamos estas palabras: “El orden de los
mandamientos, obviamente, es el adecuado, y sitúa el amor a Dios como el
primero y más importante; pero en el desarrollo del niño, el amor a los
padres antecede temporalmente al amor a Dios. Esto es así, naturalmente,
porque el niño tardará un tiempo antes de conocer a Dios y poder dirigirse
a Él como Padre. Sin embargo, conviene precisar; porque en esos primeros
años, los padres son los representantes de Dios para el niño y, por tanto,
el cauce por el que el niño se pone en contacto con Él.”
Dios, nos explicó de modos distintos Juan Pablo II, es familia: Padre,
Hijo y Espíritu Santo. Una comunidad de amor. De ese modelo surge la
familia humana. El niño se pone en contacto con Dios a través de su padre
y de su madre. Experimenta el amor de ambos entre sí, y se ve a sí mismo
como fruto de ese amor.
Cuando no hay amor entre los padres, el niño sufre un profundo
desconcierto. En una ocasión acudió a mi una madre separada, con un hijo
que aún no había cumplido los 4 años, para pedirme consejo sobre cómo
responder a una pregunta que el pequeño le había hecho en el coche…
-El niño iba callado, como concentrado y serio, y de repente me preguntó:
“mamá, si papá y tu no os queréis, yo ¿por qué he nacido?”
¿Qué se puede decir ante pregunta tan comprometida y dolorosa? En
situaciones semejantes hay que explicarle al niño, haciendo que lo
entienda, que -por supuesto- es fruto del amor de lo padres; que cuando
nació sí que se querían, y que por eso lo seguirán queriendo siempre. Se
puede añadir, dependiendo de las circunstancias, que los mayores, a veces,
no sabemos cuidar el amor entre nosotros. Esto, a su vez, requeriría nuevas
explicaciones que estén al alcance de la comprensión del pequeño.
El niño se acerca a Dios a través de su padre y su madre, hemos
dicho; no conviene olvidar que Dios, en su única esencia, también actúa
con nosotros como padre y madre, según señala la Sagrada Escritura. Esto,
como tendremos ocasión de ver, quedará reflejado en el modo en que el
niño se relaciona con cada una de las personas trinitarias en su despertar
religioso. Intentaremos una aproximación al tema teniendo en cuenta la
“puesta en marcha” en el niño de las tres virtudes teologales, que tiene
infusas en su alma desde el Bautismo. Las virtudes teologales proceden de
Dios y a Dios nos llevan. En este campo no podemos responder a Dios
nada más que con lo que hemos recibido de Él. Pero como padre y madre
tienen un papel primordial en esa “puesta en marcha”, ambos deben
aparecer en escena.

La fe infantil.

En la imagen que encabeza este tema aparece un niño con el arca de


Noé, símbolo de la providencia divina que salva la creación (animales y
hombres) de las aguas del diluvio. Quiere significar que Dios creador no se
arrepiente de su creación, por grande que sea la maldad humana. Esa
maldad proviene siempre del olvido de nuestro origen: somos criaturas y
Dios, nuestro Creador, es a la vez nuestro Padre, porque estamos hechos a
imagen y semejanza suya. Este es el primer contenido de la fe del niño. Se
concreta perfectamente en las palabras iniciales del Credo, que parece
pensadas para el comienzo de la catequesis infantil: Creo en Dios Padre
Todopoderoso.
Por ahí debe empezar nuestra enseñanza, porque por ahí empieza el
interés del niño( en torno a los 4 años):
-¿De dónde ha salido el mundo?
-Lo ha hecho Dios
-¿Y quién ha hecho a Dios?
-A Dios no lo ha hecho nadie.
-¿No le ha ayudado nadie?
-Nadie. Es todopoderoso. ¿Sabes lo que significa?
-Sí. Que lo puede todo. Y, ¿dónde está Dios?
-No lo he visto. Cuando vayamos al cielo lo veremos.
-Y, ¿El nos ve?
-Siempre. Es nuestro Padre y cuida de nosotros.
-¿Por qué no puedo verlo ahora? ¿No lo ha visto nadie?
-A un hombre muy bueno, que se llama San Pablo, Dios le enseñó un
momento el cielo, y parece que se está preparando allí una fiesta muy
grande para nosotros, pero es sorpresa.
-Ah!
La Omnipotencia y Bondad divina se presentan a los ojos del niño en
la figura de su padre. A partir de los tres años, e incluso antes, el niño ve a
su padre como un ser poderoso que le protege de cualquier mal y le guía
para que no se equivoque; si el padre está (y es) asequible, el niño acude a
el con cualquier motivo; le encanta enseñarle sus progresos y hacerle ver
que va creciendo. Al mismo tiempo, se relaciona con gran naturalidad con
el mundo de los animales, sin temores ni precauciones (si no ha tenido
ninguna experiencia negativa) porque le atrae la armonía de toda la
creación. Descubre, sin ningún razonamiento, la bondad de lo creado. Un
Ser todopoderoso y bueno lo fundamenta todo.

La esperanza infantil.

Junto a la consideración de Dios como Padre, a la que llega en gran


medida (aunque no solamente) a través de su padre terreno, el niño
enseguida descubre a la Madre. En el despertar religioso, después ( o
simultáneamente) de la aparición de Dios Padre, debe aparecer María como
Madre. Ciertamente la Virgen aparece como Madre de Jesús, y trae con
Ella a su Hijo. Desde la aparición de la Madre, está presente el Hijo, pero el
niño descubrirá quién es Jesús posteriormente, cuando su capacidad para
adentrarse en el misterio trinitario sea mayor; esto ocurre, habitualmente, al
comienzo de la segunda infancia, en torno a los seis años. Aunque en esto,
como en todo, hay niños precoces. Uno de ellos acudió, de la mano de su
madre, a saludar a San Pío X. Este Romano Pontífice fue el que adelantó,
notablemente, la edad en que los niños podían recibir la Primera
Comunión, fijándola en torno a los siete años, cuando entonces era habitual
hacerla a los doce años, e incluso después. Aquella madre, ferviente
católica inglesa, deseaba que su hijo pudiera recibir al Señor cuanto antes,
y así se lo dijo al Papa. Este se dirigió al niño:
-¿Cuántos años tienes?
-Cuatro, respondió con gran desparpajo.
-Dice tu mamá que quieres recibir a Jesús: ¿es verdad?
-Sí. Tengo muchas ganas de recibirle.
-¿Y quién es Jesús?
-Jesús es Dios.
-¿Y dónde está Jesús?
-En la Eucaristía.
Entonces, Pío X se dirigió a la madre y le dijo:
-Tráigalo mañana, que le daré la Primera Comunión.

Pero volvamos al segundo paso del despertar religioso. Descubriendo


a Dios como Padre y a la Virgen como Madre, el niño se integra con gran
naturalidad en su familia sobrenatural. Se puede decir que en el desarrollo
religioso infantil, se sigue el mismo recorrido que en la historia de la
Salvación: Dios Padre nos presenta a la Madre de su Hijo, la nueva Eva,
que va a dar a luz al Salvador. Este no será meramente Salvador, sino
también Redentor, que para quitar los pecados del mundo se hará uno de
nosotros, y morirá en la cruz. La Virgen será Madre de Dios y Madre
nuestra.
El niño es extraordinariamente sensible al cariño de la madre, al que
corresponde desde su nacimiento; por eso, desde muy pequeño ( a partir del
primer año) puede empezar a tener detalles de cariño con la Virgen.
En una ocasión, un matrimonio con niños pequeños invitó a su casa a
unos amigos. Se encontraban tomando café en la sala de estar situada en la
planta baja; los niños estaban jugando en el sótano. Se oyó un pequeño
alboroto, y que alguno subía la escalera llorando.
-Es Jaime, dijo la madre. Tiene tres años. Su hermana le habrá quitado algo,
y viene a pedir ayuda.
-Parece muy desconsolado, comentaron los amigos.
-No os preocupéis, intervino la madre, ahora se callará.
En efecto, pasados unos instantes se hizo el silencio.
Los amigos miraron con gesto interrogativo a la madre, como preguntando:
¿de dónde sacas ese conocimiento a distancia?
Sin necesidad de que le formularan la pregunta la madre explicó:
-En el descansillo de la escalera hay una imagen de la Virgen; Jaime la
quiere mucho y no pasa por allí sin darle un beso. No puede besar y llorar
al mismo tiempo…

Si antes decíamos que el trato con Dios Padre fundamenta toda la fe


infantil, ahora debemos decir que el trato con la Virgen fundamenta toda la
esperanza cristiana. Durante la vida encontraremos circunstancias difíciles,
que causan desconsuelo. La madre es siempre el lugar al que se vuelve,
porque es el lugar del que se sale. La madre es siempre espera, acogida,
perdón, disculpa, nueva oportunidad. No da nunca a un hijo por perdido,
porque ella nunca lo pierde: de una manera o de otra lo tiene siempre
presente.
La esperanza es la virtud del caminante que debe alcanzar una meta.
La meta del vivir humano no es la muerte , sino una vida que nos
trasciende.
La filosofía del siglo XX ha subrayado la finitud del ser humano.
Heidegger llega a decir que el hombre es un “ser para la muerte”, y Sartre y
Camus han propuesto una interpretación de la existencia que termina en la
nausea y la angustia, porque no hay nada que esperar. Por el contrario, la
virtud teologal de la esperanza, se traduce en una confianza plena y
constante en la Providencia de Dios, que como Padre amoroso cuida de
todas sus criaturas. La manifestación más maravillosa de ese cuidado
amoroso, es habernos dado a su Madre, convirtiéndola así en vida, dulzura
y esperanza nuestra. De igual modo que el niño tiene dos padres, el terreno
y el celestial, y llega al segundo a través del primero, también tiene dos
madres; y, antes de razonar, llega a su Madre celestial a través de su madre
terrena.
El amor infantil.

El paso de la afectividad religiosa al amor, tiene lugar cuando el niño


adquiere la capacidad de entender lo que significa la frase de Jesús: “nadie
tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos”. El niño a
partir de los tres años (se señala esta edad como referencia aproximada),
empieza a identificar, porque así se le puede enseñar, al pequeño Jesús que
ve en brazos de su Madre, dormido y sonriente, con ese otro Jesús grande,
que ve en el crucifijo. Obviamente, no es capaz de entender porqué está allí
muerto; y mucho menos, que lo hayamos matado nosotros. Pero ese
horizonte de un crucificado, sereno y paciente, le va preparando para
entender el amor. Muy pronto se dará cuenta de que, para que mamá y papá
estén contentos, debe hacer las cosas que le dicen; y que para hacerlas
muchas veces hay que esforzarse. Ese esfuerzo es una iniciación
experiencial al sufrimiento a través de las pequeñas cosas que el puede
soportar; y el sufrimiento propio es el camino para descubrir el sufrimiento
de los demás, poder ser compasivos con ellos(compadecerse es padecer-
con) y por tanto ayudar con nuestro cariño a que los otros vivan felices en
medio de las dificultades de esta vida.
Para explicarles la Semana Santa a niños de 5 años, una vez bajé un
crucifijo grande de la pared, lo puse delante de ellos, y les expliqué que
Jesús nos quiere tanto que, desde la cruz, está perdonando y rezando por
todos. Después de la explicación, decidimos acercarnos a darle un beso,
para decirle que nosotros también le queremos mucho, y que queremos
aprender de El a amar a los demás. Como deseaban hacerlo muy bien, me
preguntaron:
-¿Y dónde hay que darle el beso?
-Cada uno donde quiera.
Se pusieron en fila, muy contentos de poder devolverle a Jesús un poco de
su amor; pero observé que dos de ellos abandonaban su puesto para
hacerme una consulta particular. El primero se me acercó al oído y me dijo:
-¿Dónde le dolió más?
Le contesté que muchos dicen que en las muñecas, por ser el lugar donde le
clavaron los clavos. El niño se puso de puntillas y le dio un beso allí.
El segundo, me preguntó:
-Dónde le dio el beso la Virgen, cuando lo bajaron?
Le dije que no lo sabía, pero que seguro que le daría besos en muchos
sitios. El niño repartió besos por distintos sitios, hasta que tuve que decirle
que dejara paso a los demás.

El encuentro con Jesucristo, les abre a la dimensión del amor que, en


esta tierra, no puede separarse del sacrificio si no queremos que quede
reducido a sentimentalismo, como ha señalado Benedicto XVI (“Caritas in
Veritate”, nº 3).
Incluso desde un punto de vista meramente humano, la tolerancia al
sacrificio es fundamental para ser felices en la vida. Intentar evitar todo
esfuerzo a los pequeños, con el buen deseo de “que no sufran”, es un
camino que les conducirá derechamente a la infelicidad si no se rectifica a
tiempo. Se irán haciendo caprichosos, irritables y egoístas. Otras veces, se
les deja hacer lo que quieran para que “no den más la lata”; es el momento
de recordar que la educación de los hijos exige no poco esfuerzo, como lo
exige la realización de cualquier obra de arte.
Aunque nos hayamos detenido en la realidad del sufrimiento, que el
niño descubre al encontrarse con Jesús, y que será una indispensable
referencia para su adecuado desarrollo, hay que tener en cuenta que, al final
de la primera infancia, lo que el niño tiene que hacer, sobre todo, es
disfrutar con Jesús, porque Jesús disfruta con el. Eso significa empezar a
descubrir que el diálogo con el Señor es posible. Dándole algunas nociones
básicas, puede hacerlo estupendamente. Esas nociones se pueden reducir a
explicarle que Jesús nos oye, y que nos habla. Ambas cosas fundamentadas
en pasajes del Nuevo Testamento, donde el mismo Señor lo manifiesta con
toda claridad.
Que Jesús nos oye siempre, no presenta mayor dificultad para ser
aceptado por los niños; pero al preguntarles si les habla, todos dirán que no,
que ellos no oyen nada.
En una ocasión, hablando de esto con los niños de primer curso de
Primaria, les expliqué que no tienen que oír ninguna voz especial; que en
su cabeza aparecen con bastante frecuencia buenas ideas, y que en esas
ideas pueden escuchar la voz silenciosa del Señor.
-¡A ver, todo el mundo en silencio, durante dos minutos, para intentar
descubrir una buena idea en su cabeza!
Agacharon la cabeza y cerraron los ojos, como suelen hacer para
concentrarse, y agotaron en silencio lo que –para ellos- son dos larguísimos
minutos.
-¡Que levanten la mano los que han descubierto una buena idea!
Del grupo de cincuenta, sólo cuatro habían fracasado en su búsqueda. Los
demás, levantaban la mano, estirando mucho el brazo, como para
manifestar la alegría del hallazgo. Algunas de esas ideas, que fueron
exponiendo en voz alta, eran sorprendentemente buenas. Si no se les
advierte, consideran que son sólo suyas, y hay que enseñarles que Jesús
habla a través de la conciencia. Se puede iniciar así el trato con el Espíritu
Santo, el Espíritu que nos envía Jesús para hablarnos de su parte.

El trato con el Espíritu Santo, que es el último en aparecer en la


escena del despertar religioso, es lo más importante para la progresiva
identificación con Cristo.
Es maravilloso comprobar el progreso personal y la madurez
espiritual que puede alcanzar un niño de 7 años, si se le ayuda a
reconocer y a seguir las inspiraciones del Espíritu Santo en su vida
corriente. Se prepara así, de manera inmejorable, a recibir el Sacramento de
la Penitencia, y la Primera Comunión.

El sufrimiento en los niños.

Pronto descubren que el sufrimiento interior, el sufrimiento moral,


proviene del pecado. Con el, causamos daño a los demás y a nosotros
mismos. Saben también que, afortunadamente, Dios nos perdona siempre y,
las demás personas, casi siempre; de sus padres esperan que les perdonen
siempre; y saben que, muchas veces, les perdonan incluso antes de les
pidan perdón, aunque deben pedirlo.
Los niños reflejan mejor que nadie que el sacramento de la Penitencia es el
sacramento de la alegría. Hay múltiples anécdotas que se podrían traer a
colación, pero baste esta, breve y significativa:
Ignacio estaba visiblemente nervioso antes de su primera confesión, así que
me esperé a que terminara para ver cómo había ido la cosa; Ignacio es un
chico estupendo, y le había explicado que lo de los nervios, la primera vez,
era algo lógico y natural. Salía del confesionario tranquilo y con una
sonrisa de oreja a oreja.
-Qué…¿cómo estás?
-¡Tengo ganas de darle abrazos a todo el mundo!

Nos referimos a continuación, no al sufrimiento que viene de dentro,


producido por el pecado, sino al que viene de fuera, producido por motivos
variados: enfermedad, abandono, malos tratos…
Su ingenuidad, sencillez y bondad, junto a la patente ayuda de
gracias sobrenaturales, hace que sea un sufrimiento “limpio”; me refiero a
que en los adultos, frecuentemente, el sufrimiento físico viene “enturbiado”
por la rebeldía, los interrogantes, el derrumbamiento de nuestros proyectos,
la pérdida de la ilusión y la alegría, el encerramiento en nosotros mismos…
Nada de eso aparece en los enfermos pequeños. Aunque no entiendan por
qué están malos, no se rebelan; no se hunden sus proyectos, porque no los
tienen; no pierden la alegría, salvo por carencia de fuerzas; no se encierran
en ellos mismos. Siguen confiando en su padre Dios, como Jesús en la
cruz, y su fe se hace llamativamente fuerte. Se puede “tocar” en ocasiones,
la presencia de la gracia.
Me emocionó leer en el periódico está carta dirigida por su abuela a
un nieto recientemente fallecido:
“Quiero dedicarte estas palabras, pero no quiero escribir desde la
tristeza, sino muy al contrario desde la alegría, porque tu eras eso,
alegría, luz, felicidad, bondad…Doy gracias a Dios por haberte tenido
como nieto, porque desde tu dolor me has enseñado tantas cosas. He
aprendido como se puede vivir la enfermedad con entereza, con
desprendimiento, con generosidad y con esas alegría que tu sólo sabías
transmitir desde aquella habitación del hospital en la que tantas horas
estuviste…Seguro que ahora serás el ángel más alegre del cielo…Para mi
has sido el gran ejemplo a seguir, mi pequeño gran hombre, y has marcado
mi vida. Te prometo que voy a vivir como tu, mi nieto del alma, me has
enseñado.”
Pocos días antes de su muerte, había tenido yo la oportunidad de
estar en esa habitación del hospital aquí aludida, pasando un estupendo rato
con el pequeño Luís. Como siempre que estoy con niños enfermos, sabía
que serían momentos de una gracia especial para mi. Empezamos
bromeando acerca de las mascarillas verdes que llevábamos puestas, pero
pronto empezamos a hablar de los ángeles; fue una conversación que nos
puso a los dos muy contentos, y supongo que a los ángeles también.
De los niños que sufren –como señala acertadamente esta abuela- se
puede aprender a vivir el sufrimiento y el dolor físico de otra manera.
Cambia el sentido de los padecimientos de esta vida, porque se hace
realidad operante y especialmente activa la presencia de Jesús.

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