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El documento resume los principales aspectos de la religiosidad y la vida espiritual de los niños desde una perspectiva católica. En menos de 3 oraciones, describe cómo la familia es el lugar privilegiado para que los niños aprendan sobre la religión, y cómo las virtudes teológicas de la fe, la esperanza y la caridad influyen en su desarrollo espiritual, particularmente a través de las figuras de Dios Padre, la Virgen María y Jesucristo.
El documento resume los principales aspectos de la religiosidad y la vida espiritual de los niños desde una perspectiva católica. En menos de 3 oraciones, describe cómo la familia es el lugar privilegiado para que los niños aprendan sobre la religión, y cómo las virtudes teológicas de la fe, la esperanza y la caridad influyen en su desarrollo espiritual, particularmente a través de las figuras de Dios Padre, la Virgen María y Jesucristo.
El documento resume los principales aspectos de la religiosidad y la vida espiritual de los niños desde una perspectiva católica. En menos de 3 oraciones, describe cómo la familia es el lugar privilegiado para que los niños aprendan sobre la religión, y cómo las virtudes teológicas de la fe, la esperanza y la caridad influyen en su desarrollo espiritual, particularmente a través de las figuras de Dios Padre, la Virgen María y Jesucristo.
infancia. La piedad infantil y la piedad familiar. La fe infantil. La esperanza infantil. La caridad infantil. El sufrimiento en los niños.
El niño en el Arca de Noé
Hemos visto que el despertar religioso llega cuando debe, cuando el
niño se está preguntando por el sentido del mundo y preparando para crecer rápidamente en todos los aspectos importantes de su existencia. Y también hemos indicado que uno de los peores enemigos de la religiosidad infantil, y de la religiosidad adulta, es la falsa religiosidad. Pero, ¿cómo conseguir no extraviarse en tema tan importante? En el evangelio de S. Mateo aparecen estas palabras del Señor: “… no es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda ni uno sólo de estos pequeños”(Mt. 18,14). Los padres deben tomarlas muy en serio porque de ellos depende, en gran medida, que sus hijos (que antes que nada son hijos de Dios) no equivoquen el camino. Aunque hay que advertir, ya desde ahora, que no deben culparse sin han puesto los medios necesarios para favorecer el desarrollo integral del niño. En el caso de familias cristianas, los padres saben que por el sacramento del Bautismo los niños reciben la ayuda más poderosa para no perderse: la gracia santificante. Esta incluye las virtudes sobrenaturales de la fe, la esperanza y la caridad, que influirán decisivamente para el desarrollo completo de su personalidad. Estudiaremos, brevemente, cada una en el despertar religioso del niño, después de situarlo en el ámbito familiar.
La piedad infantil y la piedad familiar.
Hay que empezar por decir que la familia es el lugar privilegiado
para que los niños aprendan a ser verdaderamente piadosos. La primera definición de piedad que recoge el diccionario de la R.A.E. es: “Virtud que inspira, por el amor a Dios, tierna devoción a las cosas santas, y, por el amor al prójimo, actos de amor y compasión”. Y la segunda acepción señala: “Amor entrañable que consagramos a los padres” Se trata, pues, de una virtud que corresponde al hombre en cuanto hijo. La virtud que facilita al niño dar la respuesta adecuada a su Padre y a sus padres. Al referirnos, en el segundo tema, a la relación entre el primer y cuarto mandamiento escribíamos estas palabras: “El orden de los mandamientos, obviamente, es el adecuado, y sitúa el amor a Dios como el primero y más importante; pero en el desarrollo del niño, el amor a los padres antecede temporalmente al amor a Dios. Esto es así, naturalmente, porque el niño tardará un tiempo antes de conocer a Dios y poder dirigirse a Él como Padre. Sin embargo, conviene precisar; porque en esos primeros años, los padres son los representantes de Dios para el niño y, por tanto, el cauce por el que el niño se pone en contacto con Él.” Dios, nos explicó de modos distintos Juan Pablo II, es familia: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Una comunidad de amor. De ese modelo surge la familia humana. El niño se pone en contacto con Dios a través de su padre y de su madre. Experimenta el amor de ambos entre sí, y se ve a sí mismo como fruto de ese amor. Cuando no hay amor entre los padres, el niño sufre un profundo desconcierto. En una ocasión acudió a mi una madre separada, con un hijo que aún no había cumplido los 4 años, para pedirme consejo sobre cómo responder a una pregunta que el pequeño le había hecho en el coche… -El niño iba callado, como concentrado y serio, y de repente me preguntó: “mamá, si papá y tu no os queréis, yo ¿por qué he nacido?” ¿Qué se puede decir ante pregunta tan comprometida y dolorosa? En situaciones semejantes hay que explicarle al niño, haciendo que lo entienda, que -por supuesto- es fruto del amor de lo padres; que cuando nació sí que se querían, y que por eso lo seguirán queriendo siempre. Se puede añadir, dependiendo de las circunstancias, que los mayores, a veces, no sabemos cuidar el amor entre nosotros. Esto, a su vez, requeriría nuevas explicaciones que estén al alcance de la comprensión del pequeño. El niño se acerca a Dios a través de su padre y su madre, hemos dicho; no conviene olvidar que Dios, en su única esencia, también actúa con nosotros como padre y madre, según señala la Sagrada Escritura. Esto, como tendremos ocasión de ver, quedará reflejado en el modo en que el niño se relaciona con cada una de las personas trinitarias en su despertar religioso. Intentaremos una aproximación al tema teniendo en cuenta la “puesta en marcha” en el niño de las tres virtudes teologales, que tiene infusas en su alma desde el Bautismo. Las virtudes teologales proceden de Dios y a Dios nos llevan. En este campo no podemos responder a Dios nada más que con lo que hemos recibido de Él. Pero como padre y madre tienen un papel primordial en esa “puesta en marcha”, ambos deben aparecer en escena.
La fe infantil.
En la imagen que encabeza este tema aparece un niño con el arca de
Noé, símbolo de la providencia divina que salva la creación (animales y hombres) de las aguas del diluvio. Quiere significar que Dios creador no se arrepiente de su creación, por grande que sea la maldad humana. Esa maldad proviene siempre del olvido de nuestro origen: somos criaturas y Dios, nuestro Creador, es a la vez nuestro Padre, porque estamos hechos a imagen y semejanza suya. Este es el primer contenido de la fe del niño. Se concreta perfectamente en las palabras iniciales del Credo, que parece pensadas para el comienzo de la catequesis infantil: Creo en Dios Padre Todopoderoso. Por ahí debe empezar nuestra enseñanza, porque por ahí empieza el interés del niño( en torno a los 4 años): -¿De dónde ha salido el mundo? -Lo ha hecho Dios -¿Y quién ha hecho a Dios? -A Dios no lo ha hecho nadie. -¿No le ha ayudado nadie? -Nadie. Es todopoderoso. ¿Sabes lo que significa? -Sí. Que lo puede todo. Y, ¿dónde está Dios? -No lo he visto. Cuando vayamos al cielo lo veremos. -Y, ¿El nos ve? -Siempre. Es nuestro Padre y cuida de nosotros. -¿Por qué no puedo verlo ahora? ¿No lo ha visto nadie? -A un hombre muy bueno, que se llama San Pablo, Dios le enseñó un momento el cielo, y parece que se está preparando allí una fiesta muy grande para nosotros, pero es sorpresa. -Ah! La Omnipotencia y Bondad divina se presentan a los ojos del niño en la figura de su padre. A partir de los tres años, e incluso antes, el niño ve a su padre como un ser poderoso que le protege de cualquier mal y le guía para que no se equivoque; si el padre está (y es) asequible, el niño acude a el con cualquier motivo; le encanta enseñarle sus progresos y hacerle ver que va creciendo. Al mismo tiempo, se relaciona con gran naturalidad con el mundo de los animales, sin temores ni precauciones (si no ha tenido ninguna experiencia negativa) porque le atrae la armonía de toda la creación. Descubre, sin ningún razonamiento, la bondad de lo creado. Un Ser todopoderoso y bueno lo fundamenta todo.
La esperanza infantil.
Junto a la consideración de Dios como Padre, a la que llega en gran
medida (aunque no solamente) a través de su padre terreno, el niño enseguida descubre a la Madre. En el despertar religioso, después ( o simultáneamente) de la aparición de Dios Padre, debe aparecer María como Madre. Ciertamente la Virgen aparece como Madre de Jesús, y trae con Ella a su Hijo. Desde la aparición de la Madre, está presente el Hijo, pero el niño descubrirá quién es Jesús posteriormente, cuando su capacidad para adentrarse en el misterio trinitario sea mayor; esto ocurre, habitualmente, al comienzo de la segunda infancia, en torno a los seis años. Aunque en esto, como en todo, hay niños precoces. Uno de ellos acudió, de la mano de su madre, a saludar a San Pío X. Este Romano Pontífice fue el que adelantó, notablemente, la edad en que los niños podían recibir la Primera Comunión, fijándola en torno a los siete años, cuando entonces era habitual hacerla a los doce años, e incluso después. Aquella madre, ferviente católica inglesa, deseaba que su hijo pudiera recibir al Señor cuanto antes, y así se lo dijo al Papa. Este se dirigió al niño: -¿Cuántos años tienes? -Cuatro, respondió con gran desparpajo. -Dice tu mamá que quieres recibir a Jesús: ¿es verdad? -Sí. Tengo muchas ganas de recibirle. -¿Y quién es Jesús? -Jesús es Dios. -¿Y dónde está Jesús? -En la Eucaristía. Entonces, Pío X se dirigió a la madre y le dijo: -Tráigalo mañana, que le daré la Primera Comunión.
Pero volvamos al segundo paso del despertar religioso. Descubriendo
a Dios como Padre y a la Virgen como Madre, el niño se integra con gran naturalidad en su familia sobrenatural. Se puede decir que en el desarrollo religioso infantil, se sigue el mismo recorrido que en la historia de la Salvación: Dios Padre nos presenta a la Madre de su Hijo, la nueva Eva, que va a dar a luz al Salvador. Este no será meramente Salvador, sino también Redentor, que para quitar los pecados del mundo se hará uno de nosotros, y morirá en la cruz. La Virgen será Madre de Dios y Madre nuestra. El niño es extraordinariamente sensible al cariño de la madre, al que corresponde desde su nacimiento; por eso, desde muy pequeño ( a partir del primer año) puede empezar a tener detalles de cariño con la Virgen. En una ocasión, un matrimonio con niños pequeños invitó a su casa a unos amigos. Se encontraban tomando café en la sala de estar situada en la planta baja; los niños estaban jugando en el sótano. Se oyó un pequeño alboroto, y que alguno subía la escalera llorando. -Es Jaime, dijo la madre. Tiene tres años. Su hermana le habrá quitado algo, y viene a pedir ayuda. -Parece muy desconsolado, comentaron los amigos. -No os preocupéis, intervino la madre, ahora se callará. En efecto, pasados unos instantes se hizo el silencio. Los amigos miraron con gesto interrogativo a la madre, como preguntando: ¿de dónde sacas ese conocimiento a distancia? Sin necesidad de que le formularan la pregunta la madre explicó: -En el descansillo de la escalera hay una imagen de la Virgen; Jaime la quiere mucho y no pasa por allí sin darle un beso. No puede besar y llorar al mismo tiempo…
Si antes decíamos que el trato con Dios Padre fundamenta toda la fe
infantil, ahora debemos decir que el trato con la Virgen fundamenta toda la esperanza cristiana. Durante la vida encontraremos circunstancias difíciles, que causan desconsuelo. La madre es siempre el lugar al que se vuelve, porque es el lugar del que se sale. La madre es siempre espera, acogida, perdón, disculpa, nueva oportunidad. No da nunca a un hijo por perdido, porque ella nunca lo pierde: de una manera o de otra lo tiene siempre presente. La esperanza es la virtud del caminante que debe alcanzar una meta. La meta del vivir humano no es la muerte , sino una vida que nos trasciende. La filosofía del siglo XX ha subrayado la finitud del ser humano. Heidegger llega a decir que el hombre es un “ser para la muerte”, y Sartre y Camus han propuesto una interpretación de la existencia que termina en la nausea y la angustia, porque no hay nada que esperar. Por el contrario, la virtud teologal de la esperanza, se traduce en una confianza plena y constante en la Providencia de Dios, que como Padre amoroso cuida de todas sus criaturas. La manifestación más maravillosa de ese cuidado amoroso, es habernos dado a su Madre, convirtiéndola así en vida, dulzura y esperanza nuestra. De igual modo que el niño tiene dos padres, el terreno y el celestial, y llega al segundo a través del primero, también tiene dos madres; y, antes de razonar, llega a su Madre celestial a través de su madre terrena. El amor infantil.
El paso de la afectividad religiosa al amor, tiene lugar cuando el niño
adquiere la capacidad de entender lo que significa la frase de Jesús: “nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos”. El niño a partir de los tres años (se señala esta edad como referencia aproximada), empieza a identificar, porque así se le puede enseñar, al pequeño Jesús que ve en brazos de su Madre, dormido y sonriente, con ese otro Jesús grande, que ve en el crucifijo. Obviamente, no es capaz de entender porqué está allí muerto; y mucho menos, que lo hayamos matado nosotros. Pero ese horizonte de un crucificado, sereno y paciente, le va preparando para entender el amor. Muy pronto se dará cuenta de que, para que mamá y papá estén contentos, debe hacer las cosas que le dicen; y que para hacerlas muchas veces hay que esforzarse. Ese esfuerzo es una iniciación experiencial al sufrimiento a través de las pequeñas cosas que el puede soportar; y el sufrimiento propio es el camino para descubrir el sufrimiento de los demás, poder ser compasivos con ellos(compadecerse es padecer- con) y por tanto ayudar con nuestro cariño a que los otros vivan felices en medio de las dificultades de esta vida. Para explicarles la Semana Santa a niños de 5 años, una vez bajé un crucifijo grande de la pared, lo puse delante de ellos, y les expliqué que Jesús nos quiere tanto que, desde la cruz, está perdonando y rezando por todos. Después de la explicación, decidimos acercarnos a darle un beso, para decirle que nosotros también le queremos mucho, y que queremos aprender de El a amar a los demás. Como deseaban hacerlo muy bien, me preguntaron: -¿Y dónde hay que darle el beso? -Cada uno donde quiera. Se pusieron en fila, muy contentos de poder devolverle a Jesús un poco de su amor; pero observé que dos de ellos abandonaban su puesto para hacerme una consulta particular. El primero se me acercó al oído y me dijo: -¿Dónde le dolió más? Le contesté que muchos dicen que en las muñecas, por ser el lugar donde le clavaron los clavos. El niño se puso de puntillas y le dio un beso allí. El segundo, me preguntó: -Dónde le dio el beso la Virgen, cuando lo bajaron? Le dije que no lo sabía, pero que seguro que le daría besos en muchos sitios. El niño repartió besos por distintos sitios, hasta que tuve que decirle que dejara paso a los demás.
El encuentro con Jesucristo, les abre a la dimensión del amor que, en
esta tierra, no puede separarse del sacrificio si no queremos que quede reducido a sentimentalismo, como ha señalado Benedicto XVI (“Caritas in Veritate”, nº 3). Incluso desde un punto de vista meramente humano, la tolerancia al sacrificio es fundamental para ser felices en la vida. Intentar evitar todo esfuerzo a los pequeños, con el buen deseo de “que no sufran”, es un camino que les conducirá derechamente a la infelicidad si no se rectifica a tiempo. Se irán haciendo caprichosos, irritables y egoístas. Otras veces, se les deja hacer lo que quieran para que “no den más la lata”; es el momento de recordar que la educación de los hijos exige no poco esfuerzo, como lo exige la realización de cualquier obra de arte. Aunque nos hayamos detenido en la realidad del sufrimiento, que el niño descubre al encontrarse con Jesús, y que será una indispensable referencia para su adecuado desarrollo, hay que tener en cuenta que, al final de la primera infancia, lo que el niño tiene que hacer, sobre todo, es disfrutar con Jesús, porque Jesús disfruta con el. Eso significa empezar a descubrir que el diálogo con el Señor es posible. Dándole algunas nociones básicas, puede hacerlo estupendamente. Esas nociones se pueden reducir a explicarle que Jesús nos oye, y que nos habla. Ambas cosas fundamentadas en pasajes del Nuevo Testamento, donde el mismo Señor lo manifiesta con toda claridad. Que Jesús nos oye siempre, no presenta mayor dificultad para ser aceptado por los niños; pero al preguntarles si les habla, todos dirán que no, que ellos no oyen nada. En una ocasión, hablando de esto con los niños de primer curso de Primaria, les expliqué que no tienen que oír ninguna voz especial; que en su cabeza aparecen con bastante frecuencia buenas ideas, y que en esas ideas pueden escuchar la voz silenciosa del Señor. -¡A ver, todo el mundo en silencio, durante dos minutos, para intentar descubrir una buena idea en su cabeza! Agacharon la cabeza y cerraron los ojos, como suelen hacer para concentrarse, y agotaron en silencio lo que –para ellos- son dos larguísimos minutos. -¡Que levanten la mano los que han descubierto una buena idea! Del grupo de cincuenta, sólo cuatro habían fracasado en su búsqueda. Los demás, levantaban la mano, estirando mucho el brazo, como para manifestar la alegría del hallazgo. Algunas de esas ideas, que fueron exponiendo en voz alta, eran sorprendentemente buenas. Si no se les advierte, consideran que son sólo suyas, y hay que enseñarles que Jesús habla a través de la conciencia. Se puede iniciar así el trato con el Espíritu Santo, el Espíritu que nos envía Jesús para hablarnos de su parte.
El trato con el Espíritu Santo, que es el último en aparecer en la
escena del despertar religioso, es lo más importante para la progresiva identificación con Cristo. Es maravilloso comprobar el progreso personal y la madurez espiritual que puede alcanzar un niño de 7 años, si se le ayuda a reconocer y a seguir las inspiraciones del Espíritu Santo en su vida corriente. Se prepara así, de manera inmejorable, a recibir el Sacramento de la Penitencia, y la Primera Comunión.
El sufrimiento en los niños.
Pronto descubren que el sufrimiento interior, el sufrimiento moral,
proviene del pecado. Con el, causamos daño a los demás y a nosotros mismos. Saben también que, afortunadamente, Dios nos perdona siempre y, las demás personas, casi siempre; de sus padres esperan que les perdonen siempre; y saben que, muchas veces, les perdonan incluso antes de les pidan perdón, aunque deben pedirlo. Los niños reflejan mejor que nadie que el sacramento de la Penitencia es el sacramento de la alegría. Hay múltiples anécdotas que se podrían traer a colación, pero baste esta, breve y significativa: Ignacio estaba visiblemente nervioso antes de su primera confesión, así que me esperé a que terminara para ver cómo había ido la cosa; Ignacio es un chico estupendo, y le había explicado que lo de los nervios, la primera vez, era algo lógico y natural. Salía del confesionario tranquilo y con una sonrisa de oreja a oreja. -Qué…¿cómo estás? -¡Tengo ganas de darle abrazos a todo el mundo!
Nos referimos a continuación, no al sufrimiento que viene de dentro,
producido por el pecado, sino al que viene de fuera, producido por motivos variados: enfermedad, abandono, malos tratos… Su ingenuidad, sencillez y bondad, junto a la patente ayuda de gracias sobrenaturales, hace que sea un sufrimiento “limpio”; me refiero a que en los adultos, frecuentemente, el sufrimiento físico viene “enturbiado” por la rebeldía, los interrogantes, el derrumbamiento de nuestros proyectos, la pérdida de la ilusión y la alegría, el encerramiento en nosotros mismos… Nada de eso aparece en los enfermos pequeños. Aunque no entiendan por qué están malos, no se rebelan; no se hunden sus proyectos, porque no los tienen; no pierden la alegría, salvo por carencia de fuerzas; no se encierran en ellos mismos. Siguen confiando en su padre Dios, como Jesús en la cruz, y su fe se hace llamativamente fuerte. Se puede “tocar” en ocasiones, la presencia de la gracia. Me emocionó leer en el periódico está carta dirigida por su abuela a un nieto recientemente fallecido: “Quiero dedicarte estas palabras, pero no quiero escribir desde la tristeza, sino muy al contrario desde la alegría, porque tu eras eso, alegría, luz, felicidad, bondad…Doy gracias a Dios por haberte tenido como nieto, porque desde tu dolor me has enseñado tantas cosas. He aprendido como se puede vivir la enfermedad con entereza, con desprendimiento, con generosidad y con esas alegría que tu sólo sabías transmitir desde aquella habitación del hospital en la que tantas horas estuviste…Seguro que ahora serás el ángel más alegre del cielo…Para mi has sido el gran ejemplo a seguir, mi pequeño gran hombre, y has marcado mi vida. Te prometo que voy a vivir como tu, mi nieto del alma, me has enseñado.” Pocos días antes de su muerte, había tenido yo la oportunidad de estar en esa habitación del hospital aquí aludida, pasando un estupendo rato con el pequeño Luís. Como siempre que estoy con niños enfermos, sabía que serían momentos de una gracia especial para mi. Empezamos bromeando acerca de las mascarillas verdes que llevábamos puestas, pero pronto empezamos a hablar de los ángeles; fue una conversación que nos puso a los dos muy contentos, y supongo que a los ángeles también. De los niños que sufren –como señala acertadamente esta abuela- se puede aprender a vivir el sufrimiento y el dolor físico de otra manera. Cambia el sentido de los padecimientos de esta vida, porque se hace realidad operante y especialmente activa la presencia de Jesús.