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LA COMUNIÓN EN LA ORACIÓN
Introducción
Son numerosas las preguntas que se agolpan en mi mente al comenzar esta circular. Me
encuentro como el joven que en el primer día del retiro se dirigía a nosotros, animadores y
compañeros, resumiendo su situación con estas palabras: “Tengo muchas preguntas pero
ninguna respuesta”. Tres días después, en el momento de separarnos, nos confesaba
lleno de alegría: “Lo encontré: Jesucristo es la única respuesta”.
Hermanos y amigos, cuando escribí la primera circular, en septiembre del año pasado, me
comprometí a dirigirles una segunda para mayo de 2008 sobre el tema de la oración;
alimentaba el deseo de ayudarnos a una vivencia más profunda de la comunión con Dios.
Llegado el momento de cumplir mi promesa, me encuentro como el joven del retiro: lleno
de preguntas. ¿Qué es la oración? ¿Cómo aprender a orar? ¿Cómo motivarnos a orar?
¿Cómo llegar a ser, verdaderamente, hombres de oración?... Debo confesar, además, que
al comenzar a escribir me asalta el miedo, el mismo que inquieta a algunos artistas antes
de iniciar su actuación. Sí, tengo miedo de no llegar a decir algo provechoso. Porque no
se trata sólo de escribir; es importante que lo escrito sirva para algo.
Hay experiencias que son más fáciles de admirar y de contemplar que de entender y
explicar. Y esto sucede incluso en las ciencias profanas. Por ejemplo, ¿cuál es la causa
de la atracción recíproca entre la tierra y la luna? Uno dirá que las fuerzas gravitacionales;
pero otro responderá que nadie puede actuar donde no está presente. ¿Cómo explicar
que entre la tierra y la luna exista una fuerza recíproca de atracción si ninguna de las dos
está en la otra? Hoy sabemos que las ciencias profanas están muy lejos de responder a
todas las preguntas que se pueden plantear en los temas que les son propios. Y sabemos
también que, a medida que pasa el tiempo, sus respuestas pueden ser cada vez más
aproximadas a la verdad, pero nunca alcanzan a expresar la verdad completa.
Si lo anterior es cierto para lo que se puede ver y tocar, lo es mucho más para todo lo que
se refiere a Dios y a la experiencia de Dios. Decía Antoine de Saint-Exupéry que “sólo se
ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”. Como Moisés, sólo podemos
ver la espalda a Dios (cf. Ex 33, 20). Eso quiere decir que por mucho que avancemos en
su conocimiento, siempre será mucho más lo que desconocemos de Él que lo que
sabemos. El misterio es comparable a una atmósfera inagotable, en la que cuanto más
nos adentramos más respiramos un aire puro y limpio.
Dios trasciende la capacidad de comprensión del ser humano; es mucho más de lo que
podemos decir y pensar de Él, como decía San Agustín. Por eso “invita más al silencio
que a la palabra, más a la fe y a la adoración personal que al razonamiento y a la reflexión
1
sobre Él mismo1”. Dios es, ante todo, objeto de fe y de experiencia religiosa. Algo así
sucede también con la naturaleza, con las personas y con muchas de las grandes obras
humanas. Son más objeto de admiración y de contemplación que de razonamiento.
1
MARTÍNEZ DÍEZ, Felicísimo. Avivar la esperanza. Madrid: Ed. San Pablo, 2002, p. 94.
2
BAUER, Benito. En la intimidad con Dios. Barcelona: Herder, 1997, 13ª edición, p. 203.
3
Me inspiro aquí en el libro de Jacques Loew La prière à l’école des grands priants. Paris: Ed. Fayard, 1975.
2
Capítulo I: Oramos con los amigos de Dios
Abrahán
A sus 75 años Abrahán oye la voz de Dios que le pide dejar su país de origen y la casa de
su padre. Yahvé lo ha escogido para ser el favorecido por la promesa y le dice: “Haré de ti
un gran pueblo...” (Gn 12, 2). El hombre reúne a su familia, a sus siervos y rebaños y se
pone en camino hacia una tierra desconocida. Comienza su vida de nómada que durará
muchos años, hasta que la muerte le sobrevenga a una edad muy avanzada. Cuando por
fin llega a Siquem, en la nueva tierra de Canaán, Yahvé se le aparece y le asegura: “Daré
esta tierra a tu descendencia” (Gn 12, 7). Abrahán, agradecido, levanta allí mismo un altar
a Yahvé e invoca su nombre.
La oración de la vida
4
RAHNER, Karl. Prière de notre temps. Paris: Éditions de l’Épi, 1966, p. 70.
3
En nuestra relación con Dios hablamos de su vida y de nuestra vida concreta de todos los
días. Nuestra oración se apoya en la oración de la Iglesia, pero es también una oración
personal, como dice el Papa Benedicto XVI: “Esta oración (la oración activa) puede y
debe surgir sobre todo de nuestro corazón, de nuestras miserias, de nuestras esperanzas,
de nuestras alegrías, de nuestros sufrimientos, de nuestra vergüenza por el pecado así
como de nuestro agradecimiento por el bien recibido 5”.
Abrahán entra en contacto con Dios en su lento caminar de cada día. Para vivir en
“estado de oración” hay que ir despacio, como Abrahán, al paso de sus corderos, de sus
camellos y de su gente. No es fácil orar en la sociedad de la velocidad. Hoy más que
nunca necesitamos de espacios adecuados que favorezcan la privacidad y la intimidad
necesarias para sumergirnos en la oración.
Quienes llevamos más años en la vida religiosa aprendimos a comenzar toda actividad
con alguna breve oración o invocación. Era la manera de vivir en una actitud continua de
oración y de permanecer unidos a Dios en clase, en el estudio, en el trabajo o en el
recreo. Hace no mucho tiempo un joven le decía a un hermano, profesor de matemáticas,
que siempre comenzaba la clase con una oración espontánea: “me gusta su forma de
enseñar las matemáticas, pero lo que más me agrada es la oración con la que comienza
cada clase”.
La persona que vive la experiencia de encuentro con Dios pasa inicialmente por
momentos de luz, de entusiasmo y de gozo. La vida le sonríe, toda la gente le parece
buena, cree tocar el sol con las manos, el futuro se le presenta prometedor. Por otra parte,
se confía totalmente a Dios, está segura de que “quien a Dios tiene nada le falta”, en
palabras de Santa Teresa de Ávila; sabe que Dios es fiel y cumple siempre sus promesas.
Esa fue, sin duda, la experiencia primera de Abrahán.
Pero van pasando los años y las pruebas de la vida despiertan muchos interrogantes. La
duda, el cansancio y la desolación se van apoderando del creyente. La fe se acompaña
de la oscuridad. Quien avanza en el encuentro con Dios entra en la noche, la del
contemplativo, de la que habla S. Juan de la Cruz. Es la fatiga, la angustia y el desánimo
del hombre de Dios y del apóstol. Ha trabajado todo el día, y al final, cansado, tiene que
seguir luchando. Llega un momento en el que quien ama y espera tiene necesidad de
5
RATZINGER, Joseph (SS. BENEDICTO XVI). Jésus de Nazareth. Paris: Ed. Flamarion, 2007, p. 153.
4
señales. El verdadero amor pregunta con frecuencia: “¿es verdad que me amas?” Porque
el amor nunca es totalmente evidente. Y a veces la fe flaquea.
Abrahán habla con Dios para expresarle su perplejidad: ¿me amas todavía?, ¿puedo aún
estar seguro de tu promesa? Y experimenta de nuevo el inmenso amor de Dios,
representado en el fuego que pasa entre los animales ofrecidos en sacrificio. Una nueva
situación, un nuevo acontecimiento, un retiro, una sesión espiritual, un rato de oración en
la capilla, un momento especial de intimidad nos ayudan muchas veces en nuestra vida
cristiana y religiosa a reestablecer la relación de amor, es decir, la alianza con Dios. El
amor sale fortalecido de la prueba. La crisis se resuelve con un encuentro con Dios más
íntimo y fuerte que nunca, que queda profundamente grabado en la memoria y en el
corazón. El hombre de Dios vuelve a vivir el amor primero, animado por un entusiasmo
renovado. El amor renace al amanecer de cada día, la vida vuelve a ser agradable.
Todos los hombres de Dios pasan por días amargos y noches oscuras. Recordemos, por
ejemplo, a Moisés. Después de solicitar al Faraón que deje salir a su pueblo, de la
negativa de éste y de su represión, tiene que soportar ahora las quejas de los suyos: “Tu
nos has hecho odiosos a los ojos del Faraón” (Ex 5, 21). Moisés recibe nuevamente de
Dios la orden de ir donde el Faraón y le replica: “Los Israelitas no me han escuchado,
¿cómo el Faraón me escuchará?” (Ex 6, 12). Pero, como en Abrahán, la fe y la esperanza
hacen que el amor salga fortalecido de la prueba.
En otros casos las dificultades que encontramos para orar no se deben a la oscuridad que
acompaña nuestra disposición permanente de profundo amor a Dios sino que son señal
de nuestra poca fe, de nuestra tibieza y de cierto abandono de la vida espiritual. ¿Cómo
discernir la causa de la aridez? Por la perseverancia. El hombre de Dios persiste siempre
en la oración a pesar de las dificultades; el tibio, muy a menudo, da la espalda a la
oración, incluso antes de haber encontrado obstáculos para la misma. Frente a las
dificultades, pedimos insistentemente al Señor el don de la oración, buscamos los lugares
más adecuados para realizarla y aumentamos el tiempo de la misma.
La oración de intercesión
6
BAUER, Benito. Op. cit., p. 22.
5
Yahvé es el amigo que protege a Abrahán y a los suyos, le aconseja y no tiene secretos
para él. Antes de la destrucción de Sodoma Dios se dice: “¿Ocultaré a Abrahán lo que voy
a hacer?” (Gn 18, 17). Enterado de la intención de Yahvé, Abrahán intercede por la ciudad
utilizando todos los argumentos, la astucia y la gran capacidad de negociación de los
nómadas comerciantes. La aceptación de su pequeñez le da la valentía para negociar con
el Dios misericordioso.
En otro momento de su vida, Abrahán, que se encuentra en tierra extraña, teme que
alguien atente contra su vida con la intención de tomar a Sara como esposa. Por eso la
presenta como hermana suya. Abimelek, que ignora la verdad, la toma para sí y Yahvé,
como advertencia, hace estériles a todas las mujeres de su casa. Entonces Abrahán pide
por Abimelek, por su mujer y sus siervos.
Abrahán “esperando contra toda esperanza” (Rm 4, 18), se dirige a Dios con una oración
llena de convicción y de firme certeza en la que intercede sobre todo por el bien de los
otros. Él tiene siempre el nombre de Dios a flor de labios y lo invoca con frecuencia.
Invocar el Nombre de Dios es provocar la presencia de Dios en el hoy y en el aquí de
nuestra vida, es hacer que el Dios-Amor intervenga siempre en ella.
Al recorrer las páginas de la Sagrada Escritura vemos que los grandes amigos de Dios
son muy cercanos a los otros, se preocupan por aliviar sus sufrimientos, por ayudarlos en
sus necesidades e interceden a Dios por ellos. Si Abrahán ha sido un gran intercesor por
los suyos, lo mismo podemos decir de Moisés. La oración de adoración lo lleva a rogar
por su pueblo; se mantiene en lugar de los suyos ante Dios e introduce él mismo sus
causas ante Él (cf. Ex 18, 19). Moisés ora en lo alto de la montaña con los brazos
extendidos mientras Josué combate a Amaleq en el llano: “Mientras Moisés tenía sus
brazos levantados, Israel era el más fuerte. Cuando los dejaba caer, Amaleq avanzaba”
(Ex 17, 11).
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Por otra parte, Dios no necesita que le pidamos. Él es el Padre bueno que conoce
nuestras necesidades. Somos nosotros quienes necesitamos pedir para tomar conciencia
de que Él es nuestro Salvador, nuestro Señor, quien da sentido a nuestra vida. Somos
nosotros quienes, llenos de gozo al experimentar el amor de Dios, le pedimos a Él que
esté siempre con nosotros. Somos nosotros quienes necesitamos pedir para tomar
conciencia de que no somos Dios ni podemos llegar a ser Dios, de que la finalidad de
nuestra vida no somos nosotros mismos, de que nuestra vocación es ser para Dios y para
los demás.
El 28 de abril del año pasado, respondiendo a la invitación del H. Ivan Turgeon, Provincial
de Canadá, participé en el Encuentro por las vocaciones realizado en Sherbrooke.
Interpreté dicho encuentro como una llamada del Señor a mantener y acrecentar, si cabe,
el compromiso de todos y de cada uno de los hermanos del Instituto en este campo. Al
mismo tiempo, recibí el gran testimonio del interés y del trabajo de tantos hermanos en un
medio donde los frutos no son muy abundantes. Su actitud es un ejemplo para todos:
esperar aunque no haya muchas señales de esperanza, interceder a Dios con
perseverancia y poner de nuestra parte todos los medios para el logro de lo que pedimos.
Yahvé se dirige de nuevo a Abrahán y éste responde: “Heme aquí” (Gn 22,1). Le pide que
sacrifique a su hijo. Abrahán se pone en camino en actitud silenciosa, obediente y dócil.
Su hijo le pregunta por el cordero para el sacrificio. “Dios proveerá” (Gn 22, 8), responde
el padre.
Abrahán es un hombre todo para Dios, capaz de ofrecerle lo que más quiere: su hijo
único, tan deseado y esperado, el hijo prometido que le permitirá seguir presente en la
historia. Al finalizar el dramático episodio, Abrahán renueva su amor a Dios, ofreciéndole
el sacrificio del carnero que encuentra listo. Una vez más, Yahvé le reitera su promesa y
todo comienza de nuevo.
Abrahán, el hombre que habla con Dios, que ha sellado una alianza de amor con El, ama
profundamente a los demás: es solidario con Lot y organiza un numeroso grupo de
guerreros para rescatarlo de su secuestro; es generoso con el rey de Sodoma y rechaza
las propiedades que le quiere regalar; es comprensivo con Sara, ofendida por el desaire
de su esclava Agar; es hospitalario con los viajeros de la encina de Mambré que, en
definitiva, resultan ser el mismo Dios y, después de atenderlos magníficamente en su
tienda, los acompaña por el camino hacia Sodoma; llora a su esposa Sara cuando fallece
a los 127 años y le da una digna sepultura en la cueva de Makpela, en Hebrón; es un
7
hombre que dialoga con sus vecinos para superar los desacuerdos y para intercambiar
favores; respeta los bienes ajenos y paga el precio justo por ellos, incluso aunque se los
ofrezcan como regalo (cf. Gn 23, 7-16).
Esta actitud de Abrahán de ser todo para los demás es la disposición de los verdaderos
amigos de Dios. La encontramos también en Moisés. En su relación de intimidad con
Yahvé, Moisés percibe la llamada a servir al pueblo oprimido: “He visto la miseria de mi
pueblo en Egipto... Ahora vete, yo te envío... yo estaré contigo” (Ex 3, 7.10.12). En dicha
relación ya no hay simplemente un yo y un tú: hay un “nosotros” que es el pueblo. El
hombre de Dios ora así: “Yo amo, lo que tú amas, Señor, tu voluntad es mi voluntad, tus
sentimientos son mis sentimientos, tu pueblo es también mi pueblo y a él quiero consagrar
por entero mi vida”. De esta manera, Moisés llega a una identificación plena con la
voluntad de Dios, haciendo siempre lo que Yahvé quiere, que no es otra cosa que el
servicio a sus hijos.
En mis visitas a África francófona he encontrado hermanos de todas las edades que
llevan una intensa vida de oración, dan un importante testimonio de vida religiosa fraterna
y realizan una extraordinaria misión. Pero quiero resaltar sobre todo el ejemplo de los
viejos misioneros, a quienes deseo rendir un justo y merecido reconocimiento. Estoy
convencido de la importancia de mantener y acrecentar en el momento presente el
espíritu misionero en nuestro Instituto. En gran medida nuestro futuro, como para
Abrahán, está afuera. Respondamos con generosidad a la invitación de Dios: “Sal de tu
tierra”.
Pues bien, en el norte de Camerún, encontré a los hermanos Rosaire Bergeron y Gilbert
Allard. Ellos me perdonarán por atentar contra su humildad. Estoy seguro de que seré
perdonado también por otros muchos hermanos de los que no hablo y que merecen
igualmente un profundo reconocimiento. Que Dios les pague a todos en esta vida con un
regalo cien veces mayor al don de sus vidas ofrecidas generosamente.
El hermano Rosaire tiene 78 años y el hermano Gilbert 72. Todos los martes por la
mañana salen de Mokolo, su lugar de residencia, y se trasladan a Maroua, a unos
ochenta kilómetros de distancia, para dar clases en el Seminario Mayor Interdiocesano.
Los acompañé un martes por la mañana. A las ocho y media comenzaban los cursos y
aproveché para entrar a la clase de cada uno y saludar a los estudiantes. Me sorprendió
gratamente el aprecio sincero que los discípulos manifestaron a sus dos viejos maestros.
En la clase del hermano Rosaire un seminarista pidió la palabra para expresarse más o
menos así: “Quiero manifestarle, Hermano José Ignacio, que estamos muy contentos con
el hermano Rosaire, es una persona extraordinaria y un magnífico maestro y deseamos
que siga siendo nuestro profesor por mucho tiempo”. Yo, para tomarle el pelo, le respondí:
“Veo que estás haciendo méritos para tener una buena nota en filosofía al final del curso”.
Y añadí de inmediato: “Te agradezco tus palabras. Estoy convencido de que las dices con
toda sinceridad”. Bueno, pues para asombrarlos un poco más, les diré que el hermano
Rosaire, a pesar de su edad, tenía ese día siete horas de clase.
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Al ver estos ejemplos, los hermanos mayores y enfermos que no pueden implicarse tan
fuertemente en el apostolado, pueden sentir cierta tristeza y llegar a pensar que es muy
poco su servicio a Dios, a la Iglesia y al Instituto, y que son una carga para los demás. La
Regla de vida nos dice todo lo contrario: “Viviendo su prueba en el abandono y la unión al
Corazón de Jesús que sufre, los hermanos enfermos realizan una misión de gran apoyo
en el Instituto. Llegan a ser motivo de gracia para los hermanos comprometidos en el
apostolado activo, tanto por su serenidad y valor ante la enfermedad como por su oración”
(R 161). Y no puedo pasar sin citar otra frase que encuentro hermosa: “Tenemos
necesidad de ancianos que oran, que sonríen, que aman con un amor desinteresado, que
saben maravillarse; ellos pueden mostrar a los jóvenes que vale la pena vivir, que la nada
no tiene la última palabra7”.
Abrahán pide a su siervo más anciano, a su hombre de confianza, que vaya a la tierra de
sus padres para buscar en su familia una mujer para su hijo Isaac. El siervo le propone
llevar al joven con él porque tiene miedo de que la mujer no quiera seguirlo sin conocer
previamente a su futuro esposo. Abrahán rechaza esta proposición y le dice: ‘Yahvé...
enviará un ángel delante de ti para que tomes de allí una mujer para mi hijo” (Gn 24, 7).
La fe de Abrahán es como algunas clases de madera que, cuanto más tiempo están
dentro del agua, más se endurecen. O como los buenos vinos, tanto mejores cuanto más
añejos. La confianza de Abrahán en Yahvé va en aumento a medida que pasa el tiempo,
hasta que muere a los 175 años para unirse a su parentela, después de haber vivido una
vejez feliz (cf. Gn 25, 8).
Moisés
Al hablar de Moisés recordamos al gran líder que conduce a su pueblo por el desierto,
camino de la libertad, hasta dejarlo a las puertas de la tierra prometida. Es un hombre
fogoso y persistente. Lucha tenazmente contra la dureza del Faraón, contra los
obstáculos de la naturaleza y contra la terquedad y la ceguera de su pueblo. ¿De dónde le
viene todo ese arrojo y dinamismo?
Moisés se encuentra con Yahvé. Lo ve como el “Yo soy”, el Dios de siempre, que no pasa,
que “no se muda”, como diría Santa Teresa de Ávila, que vive por sí mismo, que ha
7
CLEMENT, Olivier e SERR, Jacques. La preghiera del cuore. Milano: Ed. Ancora, 5ª ed., p. 69.
9
creado todo, que da vida y movimiento a todo; es el Dios que todo lo puede, que todo lo
sabe. Es el Dios magnífico, más grande que los antepasados más grandes y más
queridos del pueblo. Es el Dios “de los padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el
Dios de Jacob” (Ex 3, 6). Es el Dios amigo de su pueblo. Es el “YO SOY”.
Todo el libro del Éxodo es un diálogo continuo entre Dios y Moisés. En la tienda del
encuentro, que Moisés coloca a cierta distancia del campamento, “Yahvé hablaba con
Moisés cara a cara como un hombre habla con su amigo” (Ex 33, 11).
Una frase se repite con mucha frecuencia a lo largo del Éxodo: “Yahvé dijo a Moisés”. Es
una muestra de que Moisés está permanentemente a la escucha de Dios. En muchas
ocasiones no habla; responde con su silencio de adoración y de aceptación. Practica
entonces la forma de oración que Jesús recomienda a sus discípulos: “Y al orar, no
charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser
escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de
pedírselo” (Mt 6, 7-8).
La oración en Moisés consiste en escuchar a Dios que le habla como un amigo habla a su
amigo. Este es el momento cumbre de la adoración: ahora Dios se presenta verdadera y
directamente como el Dios de Moisés. Ya no hay barreras ni mediaciones. Es el momento
de la unión más íntima, de la plena unidad, de la adoración total. Es el clímax del
intercambio amoroso reciproco entre el corazón de Dios y el corazón del creyente.
El encuentro con Dios hace que cambiemos nuestra forma de mirar a los demás, que los
veamos como a hermanos. Y que la gente nos vea también de modo distinto, al
sospechar que vivimos interiormente la experiencia de un encuentro inolvidable. Recuerdo
la primera vez que vi de cerca al Papa Juan Pablo II. Fue en el año de 1981. Quedé
impresionado por la serenidad y la paz que se reflejaba en su rostro. Y es que en virtud de
la profunda unidad entre cuerpo y espíritu, la salud y lozanía del espíritu se reflejan en el
espejo corporal.
La oración apostólica
10
El diálogo entre Dios y Moisés versa siempre sobre las vicisitudes por las que el pueblo
atraviesa y lo que se debe hacer para salir de cada dificultad. Moisés pregunta a Yahvé en
su oración cómo resolver los problemas que se le presentan en la realización de su
misión. En otras ocasiones le manifiesta sus limitaciones: “Yo no tengo facilidad para
hablar” (Ex 4,10). Se dirige frecuentemente a Él para desahogarse por las recriminaciones
y exigencias del pueblo, cansado de la marcha y siempre quejumbroso (cf. Ex 5, 22-23;
14, 11-12; 15, 24; 16, 2; 17, 3). Por otra parte, es de resaltar que Moisés escucha mucho
más de lo que habla; escucha y hace lo que Yahvé le pide.
Los Hermanos del Sagrado Corazón somos personas de vida activa. Nuestra oración no
puede ser impersonal ni atemporal ni alejada de la realidad. Como en el caso de Moisés,
nuestra oración parte a menudo de las situaciones que vivimos en nuestra actividad
diaria: los padres que no pueden pagar la pensión de estudios de sus hijos, los buenos
resultados de nuestros alumnos en los exámenes oficiales, el alumno gravemente
enfermo, la educadora que pronto va a contraer matrimonio, las dificultades de los niños y
jóvenes que sufren las consecuencias del deterioro familiar, la culminación de un periodo
de formación y de estudio, la fatiga de mi compañero educador, la celebración del
cumpleaños de un amigo o de un miembro de la familia o de la comunidad, la tristeza de
quien ha perdido a un miembro de su familia, la pérdida de gusto por nuestra vocación y
misión, la paz interior y la alegría, frutos del encuentro con Dios. Como Moisés
dialogamos con Dios sobre todas estas situaciones y escuchamos su Palabra. Como él
transmitimos luego a los otros el mensaje recibido.
En su diálogo franco e incesante, Moisés llega a tal grado de intimidad e identificación con
Yahvé que ya no tiene palabras propias. Cuando habla al Faraón le transmite las mismas
palabras de Yahvé (cf. Ex 5, 1). Lo mismo cuando se dirige al pueblo: “Moisés vino a
contar al pueblo todas las palabras de Yahvé y todas las leyes, y todo el pueblo respondió
a una sola voz: ‘todo lo que ha dicho Yahvé lo cumpliremos’” (Ex 24, 3).
La tendencia al poder, es decir, a buscar estar sobre los demás, a la fama, al prestigio, a
aparentar y ser el centro en nuestro medio, nos persigue a lo largo de nuestra vida. Es lo
que los maestros de la ascética llamaban “la soberbia de la vida”. Por esta vía podemos
llegar a un punto en el que ya sólo nos predicamos a nosotros mismos. Sin embargo,
cristiano es quien dice “nosotros” incluso si dice “yo”. El Profeta dice siempre la Palabra
del Otro.
David
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La oración de contrición
Saúl, rey de Israel, no está cumpliendo bien su misión. Dios envía a Samuel a casa de
Jesé, de Belén, para que elija a uno de sus ocho hijos y lo unja como rey. Yahvé, que no
ve las apariencias sino el corazón (cf. 1 S 16, 7), inspira al profeta para que elija a David,
el benjamín. ¿Qué ha visto Dios en el corazón de David? Ha visto sin duda todas las
cualidades que mostrará después en su vida: valentía, nobleza, lealtad, humildad,
contrición sincera, buena disposición para servir al pueblo, gran confianza en Dios (cf. 1 S
17, 37) y oración incesante.
En el segundo libro de Samuel el autor sorprende a David dirigiendo una oración a Yahvé
(cf. 2 S 7, 18-29). En ella reconoce que Yahvé ha sido generoso con él, pues ha hecho
grande su casa y la casa de sus siervos: “no hay nadie como Tú y no hay otro Dios que
Tú” (2 S 7, 22). David reconoce que Yahvé ha querido ser el Dios de Israel para que Israel
sea su pueblo por siempre (cf. 2 S 7, 24) y le pide bendiga “la casa de su servidor para
que permanezca siempre en su presencia” (2 S 7, 29).
Más adelante David confiesa su gran pecado, el asesinato de Urías, el Hitita, para
apropiarse de Betsabé, su esposa. David dice: “He pecado contra Yahvé” (2 S 12, 13). De
acuerdo con la ley de su pueblo, merece la pena de muerte. Pero él es el rey, la autoridad
máxima y, por lo tanto, ninguna otra autoridad humana puede juzgarlo. ¿De qué modo
lavará su pecado si no va a ser sujeto de condena legal? David está convencido de que
sólo Dios puede perdonarlo.
Desde entonces David será reconocido por su oración de contrición. Ésta se origina no en
su mirada hacia sí mismo, hacia su propia fragilidad y pecado, sino esencialmente en su
mirada a Yahvé, su protector y amigo: “Me esperaban en el día de mi desgracia, pero
Yahvé fue para mi un apoyo; Él me ha librado, me ha puesto en camino, me ha salvado
porque me ama” (2 S 22, 19-20).
El orgulloso se enoja consigo mismo por haber pecado. El humilde, por el contrario, siente
un pesar profundo de haber ofendido a Dios, de no haber correspondido con amor al
Amor. En la contrición la persona mira primero a Dios, de quien se siente profundamente
amada, y, después, mirándose a sí misma, toma conciencia de que su pecado constituye
una gran ingratitud; nace entonces en su corazón un arrepentimiento sincero. Tener
contrición es compartir los sentimientos del salmista, el cual comienza por alzar su mirada
al Dios bueno y compasivo: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa
compasión borra mi culpa” (S 51(50), 3). Sigue después la petición de quien se reconoce
pecador: “Lava del todo mi delito, limpia mi pecado” (S 51(50), 4).
12
El camino de expiación es el de la ofrenda interior: “un corazón quebrantado y humillado
tu no lo desprecias, Señor” (S 51(50), 19). El sacrificio que agrada a Dios es la contrición
de corazón acompañada de la humildad y de la confesión. La herencia que David nos ha
dejado es que el verdadero sacrificio a Dios se realiza cuando el hombre se ofrece a sí
mismo todo entero, entregándole su miseria y poniendo en Él toda su esperanza.
13
Capítulo II: Oramos con Jesús y María
En este capítulo presento a Jesús como el gran orante que pide por la humanidad y como
el gran maestro de oración. Además, refuerzo la invitación del Capítulo general a vivir el
encuentro con Dios en la intimidad con Jesús-hermano. Finalmente, presento la oración
de María.
Jesús
Mirando la mar pienso en la infinitud de Dios y en nuestra relación con Él. Van pasando
por mi mente los hombres y mujeres orantes de todos los tiempos. E imagino que sus
oraciones son ríos que desembocaban en ese mar que es Jesucristo, el Hijo de Dios, en
quien se reconcilian Dios y el hombre. Alzando la vista veo a lo lejos el horizonte, donde
se juntan el cielo y la tierra. Allí, en el confín de ese grandioso templo natural, Jesús
presenta al Padre el rico caudal de oraciones que le llega de los cuatro puntos cardinales
y de todos los tiempos. Jesús es el orante, el maestro de oración que transmite fielmente
al Padre la oración de sus hermanos.
¿Qué es lo más original en la oración de Jesús? La novedad está en que Jesús ora al
Padre como un verdadero hijo. Nadie ha tenido ni tendrá una conciencia tan elevada de
ser amado por Dios. Él es plenamente consciente de ser el Amado del Padre, con quien
mantiene un trato muy familiar e íntimo.
8
ALONSO, Severino María. Proyecto personal de vida espiritual. Ejercicios espirituales o ejercitación en el Espíritu.
Fuenlabrada (Madrid): Ed. Publicaciones Claretianas, 1993, p. 170.
14
palpitar un corazón humano; por primera vez un corazón de hombre late con un amor
perfecto hacia los hombres9”.
Jesús está, pues, absolutamente convencido del amor y del cuidado solícito del Padre, se
abandona totalmente a Él e invita a sus discípulos a tener la misma confianza. El Padre
alimenta pródigamente los pájaros del cielo y viste primorosamente los lirios del campo.
Entonces, ¿por qué preocuparse por la comida, por la bebida o por el vestido, como
hacen los paganos? No os inquietéis, “vuestro Padre del cielo sabe que tenéis necesidad
de todo eso” (Mt 6, 32). Jesús, pues, ora con la certeza de que el Padre es el mejor de
todos los padres y da siempre lo mejor a sus hijos: “Si vosotros, que sois malos, sabéis
dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre que está en los cielos las
dará a quienes se las piden” (Mt 7, 11).
Jesús no juzga ni condena a los demás. Por el contrario, ama a todos, los ayuda en sus
necesidades, es comprensivo y perdona. Él es como el Padre y pide a sus discípulos que
tengan la misma disposición: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6,
36).
15
En el monte Tabor la persona de Jesús se transforma maravillosamente en su encuentro
con el Padre y el Espíritu, hasta tal punto que su rostro brilla como el sol y sus vestiduras
son blancas como la nieve. El corazón de Jesús se llena de gozo inmenso al escuchar las
palabras del Padre: “Este es mi Hijo muy amado; escuchadle” (Mt 17, 5; cf. Mc 9, 7; Lc 9,
35). El resplandor del rostro de Moisés al descender de la montaña no es mas que un
pálido reflejo del brillo incomparable del rostro de Jesús. Su identificación con el Padre de
la luz es total. Su amor al Padre es tan grande que ya no se pertenece. El Padre es todo
para Él y Él es todo del Padre.
Decíamos que la oración de Jesús nace de su conciencia profunda de ser hijo. Se trata de
una conciencia total, enteramente confiada, capaz de emerger por encima de toda duda,
aún en los momentos más difíciles de su vida, como la noche de Getsemaní o el día de su
muerte en la cruz.
La noche de Getsemaní (cf. Mt 26, 36-46; Mc 14, 32-42; Lc 22, 39-46) es la noche del
miedo, de la angustia, de la tristeza, pero también del abandono confiado en las manos
del Padre. Jesús sabe que sus enemigos lo buscan para matarlo. Él ama la vida, pero
vislumbra el horror del sufrimiento, así como la inminente y desconocida muerte. ¿Cómo
terminará todo? ¿Su sed de vivir se ahogará para siempre en una muerte sin retorno? Un
sentimiento de pavor se va apoderando de Él a medida que pasa el tiempo. Su ansiedad
crece por momentos. Pero cuanto más grande es el terror más se entrega a su Padre.
La imagen del Padre le reconforta pero, al mismo tiempo, alimenta su tristeza, pues sabe
cómo su propio sufrimiento es doloroso para el Padre. Evidentemente, el Padre no desea
su dolor ni su muerte, así como no los desea a ninguno de sus hijas e hijos, hombres y
mujeres del mundo. Y en esos momentos Jesús, y también el Padre y el Espíritu con Él,
soporta el océano de sufrimiento de la humanidad entera de todos los tiempos. Sufren con
los hambrientos y sedientos de siempre, con los pobres, con los abandonados, con los
enfermos, con los perseguidos, con los destrozados por la guerra, con los jóvenes
esclavos de dependencias que destruyen su vida, con los niños no deseados ni amados.
Por otra parte, Dios padece por todos los hombres y mujeres que no corresponden a su
amor. El Dios-Amor sufre porque no es amado. Pero no sufre tanto por Él sino por sus
queridos hijos e hijas que no lo aman, los pecadores, porque ellos mismos se excluyen
del gozo que tiene preparado a quienes lo aman de verdad.
Creer que Dios sufre con nosotros puede hacernos más fuertes ante la adversidad y el
dolor y conducirnos a vivir la experiencia de la infinita ternura del Padre.
Jesús es desgarrado por una violenta lucha interior ante la inminencia de la condena y de
la muerte. ¿Debe aceptar pasivamente que sobrevengan? ¿O es el momento de hacer
algo extraordinario para doblegar el destino? Es la hora de la tentación. En primer lugar
es, probablemente, la tentación del poder: ¿por qué no utilizar el poder que el Padre le ha
dado para aplastar a los enemigos? Es también, tal vez, la tentación del poseer: ¿por qué,
por ejemplo, no convertir las piedras en oro para pagar con él a sus enemigos y calmar su
ira? Es, quizá, la tentación del placer: ¿por qué no dar marcha atrás, negando todos los
mensajes que hayan podido exasperar a sus enemigos, y dedicarse a una vida placentera
y fácil, sin complicaciones?
16
El sufrimiento aumenta hasta hacerse insoportable. Ya no es un dolor de vida sino un
dolor y una angustia de muerte. El corazón se acelera descontroladamente, un sudor frío
y como de gotas de sangre resbala por todo su cuerpo y cae sobre la tierra (cf. Lc 22, 44).
Un corazón de hombre no puede soportar el dolor del Corazón de Dios.
Cuanto más agudo es su dolor, más se entrega a su Padre. Se dirige a Él, nombrándolo
con la palabra con que los niños llaman tiernamente a su padre: “!Abba, Papá¡; todo es
posible para ti; aparta de mi esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras
Tú” (Mc 14, 36). Incluso en el momento más álgido de su sufrimiento no renuncia a su
condición de ser totalmente hombre y a su voluntad de ser en todo igual a nosotros
menos en el pecado, a su opción de someterse a todas las vicisitudes humanas, sin
excluir el dolor ni la misma muerte.
La tentación arrecia. Por dos veces se levanta para ver qué hacen sus discípulos y los
encuentra dormidos. Una y otra vez suplica al Padre repitiendo las mismas palabras:
“¡Abba, Papá!...” Jesús ama al Padre con un amor infinito, e inmenso es también su amor
a los hijos e hijas del Padre, sus hermanos y hermanas. Movido por su fe total en el
Padre, su confianza absoluta en su amor, y por su amor apasionado a todos sus
hermanos y hermanas, Jesús decide ser fiel a sí mismo y a su misión hasta el final,
aunque tenga que pasar como todos los humanos por el difícil trance de la muerte. Esa es
su decisión y todo lo demás lo deja en manos del Padre, abandonándose totalmente a Él.
Es el fin de la tentación.
Contra lo que pudiera pensarse, Jesús no empieza pidiendo por sí mismo. Es verdad que
dice: “Padre… glorifica a tu Hijo”, es decir, glorifícame, lléname de gloria, de gozo, de
satisfacción, de felicidad. Pero para Jesús, dada su íntima unión al Padre, su gloria y la
gloria del Padre son la misma cosa. Y la gloria del Padre es que sus hijos tengan la vida
17
eterna, es decir el conocimiento del único Dios verdadero. Por eso Jesús pide al Padre la
gracia de ser capaz de darles dicha vida, en cumplimiento de la misión recibida.
En su oración Jesús pide por sus discípulos, por las mujeres y hombres de todos los
tiempos. Pero como buen intercesor comienza por motivar su petición, apoyándola, en
primer lugar, en su actitud para con el Padre, como diciéndole: “Mira, yo me he portado
bien contigo porque te he glorificado, he cumplido la misión que me encomendaste, pues
he dado a conocer tu amor a los hombres que Tú me has dado como hermanos” (cf. Jn
17, 4.6).
En segundo lugar Jesús apoya su súplica en la bondad de los discípulos, pues han creído
que Jesús es la Palabra del Padre, su Hijo enviado al mundo (cf. Jn 17, 7-8). Además, el
Padre debe recordar que los discípulos son sus hijos (cf. Jn 17, 9). Y si son del Padre son
también del Hijo, en virtud del gran amor entre ambos: “Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo
es mío” (Jn 17, 10).
Finalmente Jesús apoya su Intercesión en su profunda unión con los discípulos, quienes
son sus íntimos, sus amigos: “Padre, si me amas a mí, tienes también que amarlos a
ellos. El bien de ellos es mi bien, ellos son mi gloria (cf. Jn 17, 10), su gozo es mi gozo”.
Una vez que Jesús ha motivado bien su petición, la presenta al Padre: “Guarda en tu
nombre a los que me has dado para que sean uno como nosotros” (Jn 17, 11 ; cf. Jn 17,
21-23). Jesús ha venido a este mundo para sellar la alianza de Dios con los hombres en
el amor y para reforzar la unidad de los hombres entre sí. En eso se resume su misión:
“que todos sean uno”, que permanezcan en el amor, al experimentar el gozo de saber que
son hijos amados del Padre (cf. Jn 17, 24.26).
En mis visitas a las comunidades de las diferentes provincias he podido constatar que las
relaciones fraternas, la acogida y la sencillez son casi siempre sobresalientes. Pero
también he observado divisiones y antipatías, que causan decepciones y tristezas. Por
eso, oremos a ejemplo de Jesús para que en todos los lugares y ante todas las personas
demos un testimonio de profunda unidad. El Hermano Policarpo decía al respecto: “Mis
buenos Hermanos, pienso que el único medio que tenéis para ser felices es vivir en
estrecha y perfecta unión. No tengáis todos sino un solo corazón y una sola alma…”
(Carta del 27 de noviembre de 1851 a los HH. de USA, in Positio, p. 313).
Como hemos visto, una peculiaridad de la oración de Jesús es que nace de su inmenso
amor al Padre, un amor sin par que se concreta en un trato muy familiar con Él. Por otra
parte, Jesús no limita su oración a determinadas prácticas de piedad; vive continuamente
en oración, unido al Padre, aun en los momentos de más febril actividad misionera. Más
todavía, se retira a lugares apartados para tener una relación exclusiva y más íntima con
su Padre; pasa muchas noches orando y esto alimenta y revitaliza tan bien su relación
filial que, al día siguiente, se le ve lleno de ardor.
18
La relación de Jesús con sus discípulos durante su vida pública es muy cercana. Ellos
tienen la ocasión de estar junto a su maestro y de apreciar cómo se entretiene con el
Padre de los cielos y cómo habla de Él; también son testigos de su permanente servicio a
todos los que llegan a Él solicitando su ayuda. Ven que su Maestro participa de las
oraciones habituales de todo judío fiel, pero notan que ora al Padre de una forma única,
con un inmenso amor y una indefectible confianza. Por eso le suplican: “Señor,
enséñanos a orar” (Lc 11, 1). La respuesta de Jesús no se hace esperar: “Orad así: Padre
nuestro que estás en los cielos…” (Mt 6, 9-13).
Jesús enseña a orar a sus discípulos como Él ora. Lo primero que le viene a la mente
cuando se dispone a orar es la imagen del Padre. Sobre este particular dice el Papa
Benedicto XVI: “La enseñanza de Jesús no viene de un aprendizaje humano… proviene
del contacto directo con el Padre, del diálogo ‘cara a cara’, de la visión de aquel que está
en ‘el seno del Padre’ (Jn 1, 18) 10”. En este diálogo el Padre le muestra a Jesús su gran
amor y Jesús le expresa el suyo. Su amor ágape lo vive en su oblación total y gratuita al
Padre y a sus hermanos, los hijos del Padre.
Jesús, en su oración, se acuerda mucho más del Padre y de sus hijos que de sí mismo.
Por eso la oración que recomienda a sus discípulos comienza con estas dos palabras:
“Padre nuestro”. Orar no es tanto decir a Dios “Padre mío” sino “Padre nuestro”,
conscientes de que Dios es Padre de todos y de que, por lo tanto, todos somos
hermanos.
El Padre nuestro comienza con Dios y nos conduce después por los caminos del ser
humano. En la segunda parte pedimos por “nosotros”. El cristiano es siempre un “yo” que
se abre al “Tú” divino para formar la comunidad del “nosotros”. Como cristianos, a la vez
que pedimos por nosotros mismos, pedimos por los demás, por la satisfacción de todas
nuestras necesidades resumidas en la petición del pan cotidiano; pedimos, además, para
obtener el perdón de Dios con el fin de vivir en su amor, una de cuyas exigencias es la
disposición para perdonar a quienes nos ofenden.
La oración de Jesús reside en el diálogo que mantiene con su Padre, del que se siente
infinitamente amado, y al que ama con todo su corazón y con todas sus fuerzas. Dicha
oración es la manifestación de un amor tan intenso, que ni uno ni otro lo pueden guardar
para ellos solos. El Padre ama tanto al Hijo que no puede pasar sin decirle cuánto lo ama.
Y lo mismo pasa con el Hijo con respecto al Padre. Ese intercambio de amor es perfecto,
tan perfecto que tiene todas las cualidades, incluso la de existir. Ese intercambio existe y
se llama el Espíritu de Amor.
10
RATZINGER, Joseph. Op. cit., p. 27.
19
Así como la oración de Jesús, nuestra oración nace también de la conciencia de ser los
hijos amados por el Padre y hermanos de Jesús. Y es el Espíritu quien nos da esta
conciencia, como nos dice S. Pablo: “Recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que os
hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar
testimonio de que somos hijos de Dios” (Rm 8, 15-16).
En la oración, todo empieza por el reconocimiento de que Dios es para nosotros Padre-
Madre, más bueno que el mejor de los padres-madres del mundo. Es el Espíritu quien nos
ayuda a conocer el amor de Dios y a orar en espíritu y en verdad. Gracias al Espíritu
podemos dirigir al Padre la oración de nuestro amor que se resume en una frase: “Tú me
amas”. Y gracias a Él podemos también pedirle: “Haz que yo me deje invadir por tu amor”.
Estas son las dos expresiones fundamentales de toda oración. La Regla de Vida nos
confirma que el Espíritu apoya nuestra oración al afirmar que Él: “Nos impulsa a la
confianza, porque Dios es bueno y fiel; a la súplica, porque es el dueño de nuestras vidas.
Nos transforma y traduce ante Dios la oración inexpresada de nuestros corazones” (R
130). Gracias al Espíritu nuestra oración es una parte de la melodía del cielo, el perfume
del incienso que sube hasta el altar de la Trinidad.
El encuentro con Dios requiere una actitud de conversión: “quítate las sandalias” (Ex 3,5),
dice Yahvé a Moisés. El Espíritu nos apoya en este proceso en el cual cada vez vamos
siendo más de Dios, abandonando el egoísmo, el orgullo, la autosuficiencia, la tendencia
a la vida fácil, la inconstancia, el individualismo, la superficialidad, la distracción, el querer
saberlo todo, el meterse en todo, el comentar las faltas y debilidades del prójimo, la falta
de silencio exterior e interior, el activismo y, en general, nuestras imperfecciones y
pecados.
Sabemos que no somos capaces de liberarnos por nosotros mismos de todas estas
esclavitudes y por eso “ponemos nuestra frágil esperanza en la gracia del Espíritu Santo,
siempre activo para unificar nuestra vida y liberarnos de las coacciones que nos impiden
dedicar tiempo para comulgar de corazón a corazón con Jesús en la oración” (Una
peregrinación de esperanza, p. 20).
El camino de la ascesis pasa por la muerte (mortificación) del hombre viejo para que vaya
naciendo en nosotros el hombre nuevo. He puesto la palabra mortificación entre
paréntesis, con cierto temor, porque nos puede recordar prácticas del pasado que hoy no
son aceptables. Pero siempre es necesaria la mortificación bien entendida: decir sí a todo
lo que agrada a Dios, aunque nos cueste; y decir no a lo que no le agrada e incluso a
muchas otras cosas, buenas en sí mismas, que no son necesarias. La mortificación nos
ayuda al desprendimiento de nosotros mismos para abandonarnos confiadamente en los
brazos del Padre.
20
Hermanos, en el comienzo de mi primera circular les decía que quería “subrayar en ella la
necesidad y la urgencia de volver en nuestra vida a lo esencial”. A lo largo de la misma
intentaba mostrar cómo nuestra relación con Dios es algo fundamental en nuestra vida
cristiana y religiosa. Dicha relación la vivimos en el encuentro íntimo con Jesús-Hermano,
que quiere compartir con nosotros la experiencia sublime del amor del Padre y
“transformarnos para una más profunda comunión con los demás” (Una peregrinación de
esperanza, p. 20).
Volver la vida cristiana a lo esencial es reavivar la fe en Jesús y centrar nuestra vida en Él.
La fe es experiencia personal de confianza en el Dios que se nos revela en Jesús. Ahora
bien, Jesús vive sólo para el Padre. Por lo tanto, nosotros vivimos la fe plenamente si
vivimos sólo para Dios, único Señor (cf. Ex 20, 3).
Quienes nos decimos seguidores de Jesús imitamos su forma de ser. Como Él, sabemos
estar con los demás, situándonos a su mismo nivel, y no buscamos estar por encima de
ellos en una posición dominante. Si Dios es un Dios cercano y amigo, nuestras relaciones
no pueden establecerse desde el poder – “yo soy más que tú” –, desde el poseer – “yo
tengo más que tú” – ni del placer egoísta – “tú vales solamente si eres mío” –.
21
En mis visitas a las comunidades repito con frecuencia que, “a ejemplo de Jesús-
Hermano, somos hermanos para estar con los demás, no para estar sobre ellos”. Y este
principio vale tanto para el ejercicio de la autoridad como de la obediencia, así como para
nuestras relaciones con todo tipo de personas. La frase tiene un gran sentido, pues brota
de la más genuina teología y espiritualidad de la comunión y de la encarnación. Quienes
viven de acuerdo con este principio son personas de profunda vida espiritual, fraterna y
apostólica.
Por otra parte, son actitudes propias del orgulloso creerse superior, sobreestimar sus
cualidades y negar sus defectos, buscar la admiración de los demás, ser ambicioso y
querer imponerse siempre sobre los otros. El humilde, por el contrario, es sencillo,
agradecido, se pone al servicio de los otros, reconoce sus cualidades y también sus
defectos. La humildad es la verdad. Y la verdad es que hemos recibido todo lo bueno que
tenemos: “¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué gloriarte,
como si no lo hubieras recibido?” (1 Co 4, 7).
El humilde reconoce que todo lo bueno es don de Dios: “Es Dios quien obra en nosotros
el querer y el obrar” (Flp 2, 13); “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5); “Todo lo puedo
en aquel que me conforta” (Flp 4, 13). El humilde mira a Dios más que a sí mismo, se
abre a la acción de Dios y se abandona a Él. La humildad es condición indispensable de
toda virtud y perfección. Es, sobre todo, la virtud de Jesús: “Aprended de mí, que soy
manso y humilde de corazón y encontraréis la paz para vuestras almas” (Mt 11, 29).
El encuentro íntimo con Jesús hará que nos identifiquemos cada vez más con Él, con sus
sentimientos, con sus actitudes, con sus palabras, con sus acciones, con sus virtudes,
especialmente con la mansedumbre y la humildad. Para llegar a dicho encuentro, el
Capítulo general de 2006 nos invita a “arriesgar la transformación del ritmo trepidante de
nuestra vida, tomando el ‘camino necesario’ de la ascesis para orar ‘en espíritu y en
verdad (Jn 4, 23)’ (R 131; cf. R 133, 139)” (Una peregrinación de esperanza, p. 21).
María
22
Señor, de la mujer humilde y agradecida, de la escucha de la Palabra, de la disponibilidad
total, de la generosidad maternal, de la compasión que reconforta, de la unión con la
Iglesia, de la confianza en Dios, en su bondad, en su poder y en su misericordia.
Para entrar en oración hay que ser pobres de espíritu. Esto significa reconocer la propia
indigencia y fragilidad, ser humilde y manso. Mansa es la persona dócil que se deja guiar
por Dios, que pone su confianza en Él y a Él se abandona.
No es fácil llegar a ser pobres de espíritu. El sueño del pueblo de Israel, confiado en la
protección de Yahvé, era ser una nación grande, numerosa, fuerte, dominadora de los
pueblos vecinos. Pero van pasando los siglos y sucede todo lo contrario: pueblos más
poderosos se van apoderando del país hasta dominarlo del todo. En el año 587 a. de C.,
Nabucodonosor toma Jerusalén, pasa a cuchillo a muchos de sus habitantes, roba sus
tesoros, incendia sus palacios, destruye sus murallas y lleva cautivos a Babilonia a
quienes se salvaron de la muerte.
Algunos judíos del exilio, el pequeño resto, llegan a la conclusión de que la causa de su
desgracia es su propio pecado y piden perdón a Dios: “Nosotros hemos pecado, hemos
sido impíos, hemos cometido injusticia, Señor, Dios nuestro, contra todos tus decretos.
Que tu furor se retire de nosotros, porque hemos quedado bien pocos entre las naciones
en medio de las cuales Tú nos dispersaste” (Ba 2, 12-13). Los desterrados han quedado
sin príncipes ni jefes ni sacerdotes, y sin un templo donde ofrecer sacrificios para expiar
sus pecados (cf. Dn 3, 38). Pero llegan a la convicción de que Dios acoge siempre a
quienes se acercan a Él con “un alma angustiada y un espíritu conmovido” (Ba 3, 1).
La segunda mirada de María es hacia los amigos que Dios protege de generación en
generación: a los que le temen, es decir, a quienes, conocedores de su debilidad, tienen
miedo de dejar de amar a Dios; a los hambrientos, así como también a los pobres, es
decir, a quienes, desposeídos de todo, ponen su tesoro y su esperanza en Dios que los
llena de bienes.
23
María ve a los pobres al mismo tiempo que a los soberbios, a los potentados, a los ricos,
todos tan llenos de sí mismos que no hay en ellos un lugar para Dios. Ellos mismos optan
por otorgarse su propia pobre recompensa y excluirse de las ricas promesas divinas.
“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). Es lo primero que Dios le dice
a María cuando, por medio del Ángel, se pone en comunicación con ella en el momento
de la Anunciación. El gran gozo de María es saberse amada por Dios y por eso exclama
en el Magnificat: “mi espíritu se alegra en Dios mi salvador” (Lc 1, 47). Es su forma de
reconocer todas las maravillas que el Señor ha obrado en ella, su humilde sierva.
La gran lección de María y de todos los pobres de Yahvé es que sólo el pobre, el humilde
y el vacío de sí mismo es capaz de acoger al Dios que sale a su encuentro y de orar en
espíritu y verdad.
María vive su oración con la disposición de hacer siempre la voluntad del Padre. Su
oración es la oración del “fiat” (cf. Lc 1, 38). Ella pertenece a la nueva familia de Dios
formada por quienes “oyen la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8, 21). Su compromiso de
vivir como Dios quiere nace de su relación íntima con Dios: pues ella “conservaba todas
estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19).
Toda la vida de María es un continuo acto de oración. Pero hay un momento sublime y
difícil, el de la Cruz. El Hijo sostiene la oración de la Madre y ésta anima la oración del
Hijo. Su oración surge del corazón desgarrado, del dolor y de la compasión: la pasión del
Hijo es también la pasión de la Madre. Sólo la compasión puede curar el dolor. En María
queda patente el padecer materno de Dios. Sólo en ella llega a su término la imagen de la
cruz, porque ella es la cruz asumida.
Finalmente, María es la madre que sigue orando hoy con todos nosotros, sus hijos, lo
mismo que en los comienzos de la Iglesia: “Todos perseveraban en la oración con un
mismo espíritu en compañía de María, la madre de Jesús” (Hch 1, 14).
24
Capítulo III: Oramos en Iglesia
En las páginas precedentes hemos tenido la oportunidad de dirigir nuestra mirada hacia
Jesús. Hemos visto en Él al gran orante, cuyo espíritu de oración brota de su convicción
segura de ser el Amado del Padre. Lo hemos presentado como nuestro maestro de
oración. Hemos mostrado también a María acompañando la vida y la oración de Jesús.
Jesús no es una persona solitaria. En primer lugar, vive en perfecta unidad con el Padre y
el Espíritu. Además, es la cabeza del Cuerpo místico, cuyos miembros somos todos los
fieles de la Iglesia. Él la ha fundado para continuar su misión real, profética y sacerdotal.
Todos los bautizados participamos de la función sacerdotal: los ministros por el sacerdocio
ministerial y los seglares por el sacerdocio común. La Iglesia continúa ejerciendo la
función sacerdotal de Cristo por la celebración eucarística, la liturgia y la oración. El libro
de los Hechos nos presenta una comunidad cristiana asidua a la oración (cf. Hch 2, 42).
El hecho de que Jesús sea la Cabeza del cuerpo místico de la Iglesia y el portavoz de
nuestra oración al Padre, implica que nuestra oración, hasta la más personal e íntima, no
llega al Padre aislada sino que se une al inmenso río de plegarias que sube hasta Él,
formado por la oración incesante de su Hijo, la de María, su madre y madre nuestra, y la
de todos los amigos de Dios. Oramos en Iglesia y como Iglesia, unidos a Cristo y a la
humanidad entera. Por otra parte, nos llena de confianza el hecho de que Jesús, el Hijo
amado y hermano nuestro, presenta nuestras súplicas al Padre a la vez que intercede por
nosotros.
Cuando voy a realizar un viaje en avión suelo llegar al aeropuerto con una prudente
anticipación. Facturado el equipaje y recibida la tarjeta de embarque, tengo tiempo para
rezar, reflexionar, leer y, si la espera se prolonga, hasta para estudiar inglés. A veces
suelo entrar en alguna librería. Encuentro en las estanterías una gran cantidad de libros
que tratan de explicar cómo la gente puede encontrar el bienestar físico, mental y
espiritual. Los hay de múltiples tamaños y formas.
Pienso que si el mercado ofrece tantos y tan variados libros sobre el bienestar es porque
se venden bien. Y si esto sucede, es porque satisfacen alguna necesidad. ¿Qué busca la
gente en ellos? ¿Responder a sus necesidades materiales? Ciertamente no en los países
25
ricos, en los que los aficionados a esta literatura no carecen nada.¿No será mas bien que
tienen otros deseos profundos que no logran hacer realidad: encontrar el sentido de la
vida, asegurar el bienestar en un futuro siempre incierto, hallar la paz y el amor…? Estos
y otros anhelos expresan la honda sed espiritual del hombre de hoy.
Hace más de cuarenta años el Concilio Vaticano II nos invitaba a centrar nuestra vida en
Dios, quien en su Hijo Jesucristo nos ofrece la única salvación posible: “no se ha dado
otro nombre a los hombres bajo el cielo por el cual puedan ser salvados” (Gaudium et
Spes, 10).
La salvación del hombre es conocer el amor del Padre, que se nos revela en Jesús,
acoger dicho amor y, ayudados por la gracia de su Espíritu, corresponder a sus dones con
un verdadero amor filial. ¿Pero cómo conocer a Jesús? La respuesta es bien sencilla: a
través de la Sagrada Escritura que contiene la Palabra de Dios. San Ambrosio decía que
cuando leemos las Escrituras escuchamos a Cristo.
San Juan escribe: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la
Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no
se hizo nada de cuanto existe” (Jn 1, 1). Todo ha sido creado por la Palabra, es decir, por
el Hijo, imagen perfecta del Padre, y por eso toda la creación, especialmente el hombre,
es un espejo de Dios.
Cuando Dios habla, crea las cosas. En efecto, la Palabra, al nombrar a los diversos seres,
los presenta completos, con todas las cualidades, incluyendo la cualidad de existir: la
Palabra nombra a las cosas y las cosas comienzan a ser. La Palabra no sólo es una
imagen sino auténtica realidad. Por eso se dice que ella es eficaz, es decir, que no vuelve
vacía, sin haber causado efecto (cf. Is 55, 10-11; Gn 1, 1-31).
Cristo hoy, ayer y siempre; este era el lema del gran Jubileo del año 2000. Es decir que
Cristo es “Alfa y Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin” (Ap 22, 13); es el
centro de la historia en el sentido de que todo converge en Él y que Él recapitula en si
todas las cosas. Por eso, insertos en este misterio inconmensurable, es importante que
Cristo sea el centro de nuestras vidas, que esté “en el centro de nuestras motivaciones y
referencias” (R 112).
Puesto que conocemos a Jesús en la Escritura, ella ha de ser para nosotros el libro
espiritual preferido para saciar nuestra hambre espiritual, la de los alumnos,
colaboradores y, en general, la de todas las personas a quienes servimos. En la corriente
26
actual de espiritualidad-mercado se incluyen infinidad de libros con atractivas y bellas
historias de tono moralizante. Los relatos son agradables, pero no sirven por sí mismos
para calmar el hambre espiritual del hombre de hoy. No es malo contar alguna historia
atractiva como enseñanza para la vida. Pero el centro de nuestra reflexión debe ser
siempre alguna frase o algún texto de la Sagrada Escritura. Como los Apóstoles, nosotros
tampoco podemos descuidar ni abandonar la Palabra de Dios (cf. Hch 6, 2).
La lectio divina
En este apartado quiero proponerles una forma de oración de la que todos ustedes han
oído hablar y que muchos conocen y practican. Se trata de la lectio divina.
Aclaro, en primer lugar, que no es algo exclusivo de los monjes sino que pertenece a toda
la Iglesia. La recomiendo muy especialmente porque se centra en la Palabra de Dios, se
practica en la Iglesia desde los primeros tiempos, es tan sencilla que queda al alcance de
todos y puede constituirse en un medio privilegiado para volver a lo esencial de nuestra
vida religiosa: al fundamento cristológico, a la búsqueda de Dios y al trato cada vez más
familiar e íntimo con Él, en una relación amorosa de corazón a corazón. Decía S. Agustín:
“Dios no espera de ti palabras sino tu corazón”.
La lectio divina comprende tres partes principales. Comienza con una introducción en la
que la persona se pone en la presencia de Dios, le agradece por sus dones y pide al
Espíritu Santo su luz y su amor. El cuerpo de la lectio divina consiste en leer y rumiar la
Escritura para meditar, orar y contemplar. Finalmente, el orante continúa la oración en su
vida diaria, en la que encarna la Palabra de Vida. Veamos un poco más de cerca
utilizando la primera persona del singular.
La lectura: leo lentamente el texto una y otra vez para que penetre en mi corazón y se
guarde en mi memoria, y descubro en él las maravillas de Dios y su acción en el pasado.
La meditación: escucho la llamada de Dios que entra en lo más profundo de mi ser y trato
de descubrir su mensaje para mi hoy.
La oración: respondo a Dios que me ha hablado en el dialogo con Él. – Es el coloquio con
Dios que sigue a la lectura y a la meditación de la Palabra.
La contemplación: miro a Dios con los ojos del corazón, disfruto de su presencia y me
dejo fascinar por la grandeza de su amor. – La admiración puede llegar hasta el punto de
quedar sin palabras, de perder la conciencia de mí mismo y la conciencia de orar, en el
abandono total a Dios. Es la fase de los gemidos inefables del Espíritu, anticipo de la
bienaventuranza eterna. La contemplación puede centrarse también en la Virgen María,
en los amigos de Dios y en sus obras.
27
La actuación de la Palabra en la vida: doy testimonio, sirvo al prójimo, realizo buenas
obras. – La lectio divina no es sólo una escuela de oración sino una escuela de vida. Por
su práctica, poco a poco, nuestros pensamientos y sentimientos llegan a ser los de Jesús
y nuestra vida está cada vez más de acuerdo con las bienaventuranzas. Ella nos ayuda a
vivir la verdadera sabiduría que no consiste en la ciencia sino en saber vivir como a Dios
le agrada.
Por último, quiero subrayar que el Rosario es la lectio divina de los humildes (cf. R 138).
En él vamos recorriendo los grandes misterios de Dios que nos han sido revelados por su
Palabra. Y este recorrido lo hacemos acompañados por María, Madre de Jesús, Madre
nuestra y Madre de la Iglesia orante, la mujer contemplativa que guarda en su corazón
todas las maravillas de Dios y que se dirige a Él en unión con todos sus hijos.
La finalidad primera del examen de conciencia no es revisar nuestras faltas sino descubrir
el amor de Dios. Las primeras preguntas del examen podrían ser: ¿De qué manera me ha
mostrado Dios su amor a lo largo del día? ¿En qué momentos lo he sentido
especialmente? ¿Qué es lo que me ha pedido? Al tratar de responder a estas y otras
cuestiones “descubrimos sus misericordiosas bondades, nos percatamos de lo que (el
Señor) espera de nosotros” (R 134). Después le agradecemos al Señor todos sus dones.
Finalmente, “examinamos nuestra fidelidad a su voluntad y nos arrepentimos ante él de
nuestros pecados” (R 134).
El Capítulo general nos propone algunos medios concretos para vivir la dimensión de la
comunión con Dios. Al encomendar al Consejo general la revisión de la Guía de formación
28
del Instituto, dice que ésta “utilizará la Regla de vida y los escritos de Andrés Coindre y del
Hno. Policarpo sobre el tema de la oración esperando poder presentar con un lenguaje
nuevo nuestro carisma propio sobre la oración” (Una peregrinación de esperanza, p. 21).
En mi primera circular hablé de nuestra espiritualidad e intenté presentar los rasgos que la
definen. Son los de una espiritualidad cristiana –la de todos los bautizados- con los
matices específicos que nos diferencian.
Ahora bien, la espiritualidad es la manera de vivir nuestra relación con Dios en los
momentos de oración, propiamente dicha, y en la oración de la vida diaria. Hay, pues, una
estrecha relación entre espiritualidad y oración. En virtud de ella, y puesto que tenemos
una espiritualidad propia, podemos lanzar la hipótesis de que tenemos también un
carisma propio de oración. En los párrafos siguientes explicitaré brevemente dicha
hipótesis.
Por analogía con la espiritualidad, nuestro carisma propio de oración estaría conformado
por los aspectos de la misma que compartimos con los demás orantes de la comunidad
cristiana y por los matices específicos que nos caracterizan. Cuando hablamos de nuestro
carisma no podemos referirnos solamente a lo que es exclusivo nuestro sino también a lo
que compartimos con los demás. Nuestra identidad se configura con nuestro ser cristiano,
con nuestra vida fraterna, con la consagración especial, con la misión y con lo que es
peculiar del Hermano del Sagrado Corazón.
Presento algunos de los requisitos de toda oración cristiana: ser centrada en Cristo,
realizada en compañía de María, inspirada en el pan de la Palabra y en el pan de la
Eucaristía, unida a la de toda la Iglesia. Así debe ser también nuestra oración.
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Conclusión
Al comenzar esta circular les manifestaba mi deseo de que pudiera servir para algo. Me
ha costado tiempo y esfuerzo. Ha exigido de mí estudio, reflexión, y buenos momentos de
oración para sintonizar con la oración de Jesús y la de tantos hombres y mujeres de Dios.
Pero todo ello ha sido una ganancia. Por un lado, he llegado a entender mejor lo que
Teresa de Ávila decía acerca de la oración: “No es otra cosa… que un intercambio de
amistad estando frecuentemente a solas con quien sabemos que nos ama”. Por otro,
estoy más convencido de la necesidad de la oración y más animado a avanzar por el
camino de “orar en espíritu y en verdad”, continuando mi peregrinación de esperanza.
Espero, hermanos, que la lectura, la reflexión y la oración de esta circular les haya servido
y les siga sirviendo. No ha sido pensada para leerla una sola vez ni de un golpe, sino para
orarla y saborearla por partes. Les invito a seguir contemplando a los orantes de todos los
tiempos, a los aquí presentados u otros, y a interiorizar cada una de las situaciones de su
vida, realizando de verdad una lectura orante, unas veces personal y otras comunitaria.
De esta manera iremos llegando a ser cada vez más hombres de Dios. Decía Karl
Rahner: “El cristiano del mañana o será un místico o no será nada”. Como la frase fue
escrita hace bastantes años, somos nosotros “los cristianos del mañana” a quienes él se
refería.
Hace tiempo un joven que deseaba ser hermano me decía: “Hace dos semanas que entré
al aspirantado y todavía no he encontrado a Dios cara a cara”. Le respondí: “yo llevo
muchos años y tampoco he visto su rostro directamente, pero siento todos los días –unos
más intensamente y otros menos- que pasa a mi lado y me deja el perfume de su amor”.
Que María, maestra de oración y madre nuestra, nos ayude, nos ilumine y nos guíe en la
peregrinación que ella y su Hijo hacen con nosotros.
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Preguntas:
(Para el discernimiento personal y comunitario. Ustedes pueden añadir otras que crean
oportunas)
7. …
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