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El aparato de Golgi

Desde que terminé el bachiller vivo fascinado por El aparato de Golgi, adoro sus formaciones
aplanadas como cisternas, su número cambiante y su localización secundaria. Al principio no era ni
mi parte favorita de la célula ―yo siempre fui muy fan del retículo endoplasmático, un poco por las
esdrújulas y un poco por su condición de aduana nuclear― pero cuando descubrí que, durante
muchos años, la gran mayoría de los científicos había considerado que ni siquiera era real, me hice
Javier Torres 32 de Golgi. Podía sentir como mías su pesadumbre, su contrariedad y su amargura,
propias de un espíritu atormentado: sé lo que se siente cuando te aíslan y te niegan y lo que sucede
cuando pretenden reconocer tu prestigio e indemnizarte y reparar el daño pero ya es demasiado
tarde. En su honor, como homenaje y creyendo sinceramente que su papel en la célula tenía que
ver con la quema de grasas, monté mi primer negocio y le puse su nombre: un gimnasio semicircular
y verdoso que tenía lo último en pesas y sistemas de adelgazamiento. La gente empezó a venir un
poco por curiosidad, les hacía gracia un gimnasio que se llamaba El aparato de Golgi, y luego
funcionó el boca a boca: hacíamos un gran trabajo, ayudábamos a la gente a superar sus problemas
de sobrepeso y, como los herederos no pusieron ninguna traba, empecé a ganar bastante pasta.
Todo iba viento en popa ―teníamos una sauna mitocondrial y un circuito de aguas termales con
desprendimiento epitelial por chorro que eran la envidia de los otros gimnasios menos celulares―,
hasta que conocí al doctor Ricardo Acevedo: cardiólogo, naturista, ególatra, subnormal y asiduo a
las revistas del corazón habida cuenta de que el tamaño de su cartera era inversamente
proporcional al de su capacidad craneal. La primera vez que lo vi, más carne que hueso, me pareció
otro cliente cincuentón con ganas de disimular la edad y la papada. Venía los miércoles por la tarde
enfundado en un chandal Adidas y se pasaba un par de horas deambulando por el gimnasio,
toqueteando aquí y allá los aparatos sin demasiado afán y desnudando con la mirada a las chicas de
aerobic que se fajaban en la sala lisosomial todos los días de cinco a seis. Lo teníamos fichado como
un mirón inofensivo y mientras pagara la mensualidad tampoco pensábamos tomar ninguna Relatos
cortos curiosos sobre la célula 33 determinación como cancelar su cuenta y echarlo a patadas. Sin
embargo, un día de pleno verano se le fue la mano, pasó de la vista al tacto y acabó acosando a
Rosalinda, una de las monitoras de step, arrinconándola contra las taquillas en el vestuario de
mujeres. Al grito pelado de Rosalinda acudieron varios clientes musculosos con intenciones
destructoras y cuando pude llegar ya lo tenían en pelota, boca abajo y bautizando su calva incipiente
con inmersiones consecutivas en la taza del reservado. Tercié, por la buena marcha del negocio,
entre los rocosos defensores y Acevedo el acosador, conseguí que le devolvieran la verticalidad
adecuada y los pantalones de algodón y me dispuse a acompañarlo a la salida mientras le
recomendaba que se peinara un poco y que casi lo mejor era que no volviera por allí, para evitar
engorrosos contactos policiales que ninguno de los dos querríamos promover. Sin embargo, y para
mi asombro, el doctor Ricardo Acevedo me espetó que estaría encantado de atender a la policía,
que quién coño me creía yo que era, que a él no se le echaba de ninguna parte y que, además, yo
era un incompetente de mierda ya que el nombre del gimnasio estaba mal puesto: El aparato de
Golgi, en la célula, no funcionaba para lo que yo creía que funcionaba. Dicho lo cual se fue silbando
calle abajo con las manos en los bolsillos. Me sentía fatal: todo en mí era una farsa, un fraude, una
falacia. Mi vida laboral se cimentaba en un error, nada tenía sentido y daban ganas de encerrarse
en la sauna unas cuantas horas con la temperatura anclada en doscientos grados celsius. Pero antes
del suicidio quise comprobar que el doctor Ricardo Acevedo tenía razón y me mató comprobar que
así era. Además de ser el principal centro de glucosidación celular, y de realizar la síntesis de
esfingomielinas y Javier Torres 34 glucoesfingolípidos, la función básica del aparato de Golgi es
distribuir las moléculas que sintetiza y las que llegan de mi antaño adorado retículo endoplasmático.
Es un centro de reparto, un servicio de paquetería celular, un Correos en miniatura. Mientras
acumulaba metáforas me excité y empecé a vislumbrar que mi vida aún podría tener aún sentido.
Cerré a cal y canto el gimnasio justo después de despedir a todo el mundo, contraté a una cuadrilla
de albañiles para tirar un par de tabiques y transformar la zona de las duchas, compré un toro
mecánico y una decena de estanterías metálicas y fundé la empresa de paquetería El aparato de
Golgi. La gente me dijo que estaba chiflado, que cómo se me ocurría mandar al carajo un negocio
tan próspero así, de la noche a la mañana, pero yo no podía anidar en la mentira, era superior a mis
fuerzas. Y eso que tenían razón: lo que funcionaba como gimnasio apenas lo hace como servicio de
mensajería, los nombres tienen estas cosas a veces, pero no me planteo volverme atrás. Desde que
salí del bachiller vivo fascinado por El aparato de Golgi y así soy muy feliz.

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