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La verdad como acontecimiento

Ignace de la Potterie *

El concepto de "verdad" siempre ha sido indagado por la filosofía,


pero, ¿qué es, pues, la verdad para los cristianos? ¿Es un
acontecimiento [como se aprecia en el Nuevo Testamento] o un
principio de razón [como lo pensó la filosofía moderna]? De la Potterie
encuentra en Luigi Giussani estas palabras iluminadoras: «La
categoría de acontecimiento es, pues, capital para definir qué es el
cristianismo (el cristianismo se reduce totalmente a esta categoría): el
cristianismo es un acontecimiento». En efecto, para el cristianismo, la
pregunta ya no es "¿qué es la verdad?" sino "¿Quién es la verdad?".
De esto se derivan cuestiones prácticas, pues si se deja de percibir el
cristianismo como acontecimiento, se cae en lo que Juan Pablo I
explicó: «El verdadero drama de la Iglesia a la que le gusta llamarse
moderna [el verdadero drama de los cristianos que quieren ser
modernos] es el intento de corregir el estupor del acontecimiento de
Cristo con reglas». Este es el punto: la eterna tentación es la de reducir
el cristianismo a una ética, un código de reglas, una doctrina (esto es,
algo racionalista). Pero no es ni una ni otra cosa: es un acontecimiento
histórico.

En La religión dentro de los límites de la mera


razón, Immanuel Kant hace un parangón entre dos tipos
de religión: una basada en el acontecimiento, y otra
basada en la razón. Concluye diciendo: «Una fe histórica,
basada simplemente en los hechos, no se les puede
comunicar a todos, no puede extender su influencia más
allá del límite de tiempo y de lugar a que pueden llegar las
noticias que permitan emitir un juicio sobre su
credibilidad». Un acontecimiento, pues, limitado en el
tiempo y en el espacio sólo tendría importancia para
quienes estuvieron presentes. Para Kant, que piensa que
conocemos sólo los fenómenos, un hombre puede estar
convencido de un acontecimiento sólo habiendo asistido al
mismo.

De modo que una religión basada en un acontecimiento, a


dos mil años de distancia, no puede ser una religión
universal. Lessingformula el mismo principio de la manera
siguiente: «Verdades históricas fortuitas nunca pueden ser
una prueba para las verdades necesarias de razón; el
puente con que se quiere construir una verdad eterna
sobre un hecho histórico es un salto. Estamos ante el
«principio fundamental de la Ilustración» en palabras
de Hans Urs von Balthasar.

¿Qué es, pues, la verdad para los cristianos? ¿Es un


acontecimiento o un principio de razón?

Interroguemos a la revelación cristiana. En toda la historia


humana, y en todas las religiones del mundo, el judeo-
cristianismo es la única religión de base histórica. Hagamos
dos parangones. El fundamento de las religiones místicas
orientales, por ejemplo, es más bien la experiencia directa
de lo absoluto, la visión de un profeta o la comunicación de
una visión de este tipo. Para el Islam, el Corán es un libro
caído del cielo. El cristianismo no: la Biblia no es un libro
caído del cielo. Es un libro que cuenta una serie de
acontecimientos reales en una historia de la salvación, que
va de los comienzos a la escatología. Así pues, algo que
nunca está de más repetir en cada ocasión es que la
religión cristiana se interesa por la historia.

San Juan, en el prólogo (versículo 14) dice: «Verbum caro


factum est» (el Verbo se hizo carne); y en el versículo 17:
«gratia et ventas per Jesum Christum facta est [en
griego έγένετο]». Es decir, literalmente: la gracia de la
verdad aconteció (un acontecimiento histórico) en
Jesucristo. De manera que la verdad es un acontecimiento,
pero un acontecimiento que revela algo. Es desconcertante
que la mayor parte de los cristianos, incluidos los teólogos
y biblistas, no sepan que existe una noción de verdad
específicamente cristiana. Nunca se plantean la pregunta
de si los cristianos poseemos un concepto específicamente
nuestro, bíblico, de verdad. Intentemos dar una especie de
definición: la verdad, según la Biblia, según san Juan, es la
revelación del proyecto salvífico de Dios en la historia, una
revelación contada por el texto bíblico. No es un principio
de razón, sino un acontecimiento de revelación que se
"concentra" en Jesucristo. Para la Biblia la verdad es la
revelación del proyecto salvífico de Dios, de su intención
salvífica, que acontece en la historia; son acontecimientos
históricos que revelan lo que Dios quiso para nosotros,
para nuestra salvación.

A alguien no le ha gustado la conclusión de mi libro sobre


la verdad en san Juan. Me preguntaba yo si la noción
bíblica de verdad siguió viva después del momento
apostólico. Investigué en tres direcciones: la liturgia de la
Iglesia, algunos Padres (los menos platónicos), y todo
el Dezinger [es decir, del libro que recoge todos los
documentos del Magisterio de la Iglesia a través de su
historia] para el magisterio de la Iglesia. Y descubrí que en
la liturgia cristiana existe una noción de ventad que no es
la de Aristóteles.

La noción bíblica y cristiana de verdad no es ni la de


Aristóteles ni la de Santo Tomás de Aquino; es otra
cosa: procede del Antiguo Testamento y se concentra en el
acontecimiento de Jesucristo. El cristianismo, pues, es sin
lugar a duda un acontecimiento revelador, el
acontecimiento de Jesucristo.

Ahora bien, esto es precisamente lo que hallamos en unos


apuntes de monseñor Luigi Giussani publicados por
30Días (número 62), cuyo título era: En camino.

Giussani, en la página 37, dice: «La categoría


de acontecimiento es, pues, capital, tanto para el
conocimiento del yo como para cualquier otro tipo de
conocimiento. Pero sobre todo, y es lo que ahora nos
interesa, acontecimiento es la única categoría capaz de
definir qué es el cristianismo (el cristianismo se reduce
totalmente a esta categoría): el cristianismo es
un acontecimiento». ¡Exacto! Jesús no dice "yo soy Dios".
Me habría gustado decirte a quien se ha quejado de mi
libro: no hay más que ver cómo comenta santo Tomás de
Aquino el versículo 14, 6 del Evangelio de san Juan: «Ego
sum vía veritas et vita» (Yo soy el camino, la verdad y la
vida). Escribe santo Tomás: «Jesus est via secundum
humanitatem suam, veritas et vita secundum divinitatem
suam» (Jesús es camino según su humanidad, verdad y
vida según su divinidad). Es un hermoso resumen de san
Agustín. Pero ambos, desde el punto de vista propiamente
bíblico, por lo menos inexactos.
La pregunta es: ¿Quién es verdad? ¿Dios en sí mismo o «el
hombre Cristo Jesús» (1 Tm 2,5)? Tras 40 páginas de
análisis exegético de ese versículo (Jn 14, 6) tuve que
concluir: es el hombre Jesucristo la verdad; pero
obviamente no como acontecimiento puramente
fenoménico sin profundidad. El acontecimiento contiene un
misterio, toda una profundidad. Reducir el cristianismo a
doctrina teológica o metafísica (Dios es verdad) es
platonismo.

San Juan nunca dice: Dios es verdad. ¡Pero lo es!, replican


todos. Yo también diría que lo es; pero según otras
categorías de pensamiento. En cambio, en la lengua de
Juan, Dios en sí mismo no es verdad; Dios no es un
acontecimiento de la historia. Está "encima", en la
trascendencia absoluta. En cambio, un acontecimiento está
en la historia.

Ahora bien, la pregunta primordial que yo planteo es:


¿quién es verdad, quién? ¿El hombre Jesucristo o el Verbo
en Dios? Es el hombre Jesucristo, que es el Hijo que vino
de junto al Padre; es decir: el hombre Jesucristo en tanto
en cuanto revela su misterio de Hijo unigénito del Padre.
Todo está basado en la Encarnación.

«Por que la Ley fue dada por Moisés [esto es el Antiguo


Testamento], la gracia y la verdad se hicieron realidad
[έγένετο, he aquí el acontecimiento] en Jesucristo» (Jn
1,17): es el acontecimiento de Jesucristo, el
acontecimiento de la plenitud de la revelación en aquel
hombre.

Me parece bastante significativo que esto no exista en las


otras religiones. Y, para confirmar el punto de vista
cristiano, encuentro en esos apuntes de monseñor
Giussani, en la página 37 (y comprendo perfectamente su
entusiasmo), esta bella frase de Juan Pablo I: «El
verdadero drama de la Iglesia a la que le gusta llamarse
moderna [el verdadero drama de los cristianos que quieren
ser modernos] es el intento de corregir el estupor del
acontecimiento de Cristo con reglas». Este es el punto: la
eterna tentación es la de reducir el cristianismo a una
ética, un código de reglas, una doctrina (esto es algo
racionalista). No es ni una ni otra cosa: es un
acontecimiento histórico, pero un acontecimiento
revelador. Por ello no es ni siquiera historicismo: éste sería
el otro peligro, el peligro inverso.

Todo esto parece tan elemental que me sorprende que no


acabe de entenderse. Reflexionemos sobre este hermoso
apotegma de un Padre del desierto sobre el acontecimiento
de Jesucristo como verdad: "Aquel que persevera en la
memoria de Jesús, aquel está en la verdad".
_________________

* Sacerdote belga, es profesor emérito del Pontificio Instituto Bíblico


de Roma. Es un reconocido especialista en Sagrada Escritura y
autor de numerosos estudios especializados y trabajos de
divulgación. Participó como perito en el Concilio Vaticano II. Entre
sus obras traducidas al castellano se cuentan La verdad de
Jesús; María en el Misterio de la Alianza; La Sagrada Escritura y el
Vaticano II; entre otras.

Fuente: Revista Internacional 30Días en la Iglesia y el mundo, Año VII, No. 65,
1993

El conocimiento de la verdad

Mariano Artigas

Sumario

1. La crisis de la verdad.- 2. El sentido de la ciencia: la


búsqueda de la verdad.- 3. La verdad científica.- 4. La
ciencia al servicio de la verdad.- 5. La fe ayuda a la
ciencia.- 6. Funcionalismo y pragmatismo.- 7. El
relativismo.- 8. El cientifismo.- 9. Racionalidad científica,
saber metafísico y fe cristiana.

Uno de los problemas principales que encontramos en la


actualidad es la desconfianza en el valor del conocimiento
humano. Sin duda, nuestro conocimiento es muy limitado;
pero, con frecuencia, se interpreta esa limitación como si
nunca pudiéramos estar seguros acerca de nada. Ese
escepticismo suele aplicarse, sobre todo, a las verdades
morales y religiosas, que se interpretan, de acuerdo con
una postura relativista, como si fueran completamente
subjetivas y nunca fuera posible llegar a conclusiones
ciertas.

Es grande el interés de la Iglesia en defender que podemos


alcanzar conocimientos verdaderos, tal como lo afirma el
Papa Juan Pablo II: «Para la Iglesia, nada es más
fundamental que conocer la verdad y proclamarla. El
porvenir de la cultura depende de esto. Lo recordaba
recientemente a las Universidades católicas en la
Constitución apostólica "Ex Corde Ecclesiae" (1990, n.4):
"Nuestra época tiene una urgente necesidad de esta forma
de servicio desinteresado que consiste en proclamar el
sentido de la verdad, valor fundamental sin el cual perecen
la libertad, la justicia y la dignidad del hombre". Tal es la
misión primera de la Iglesia, porque es la sierva de Aquél
que se ha proclamado el Camino, la Verdad y la Vida. La
Iglesia hace constantemente de abogada del hombre,
capaz de acoger toda la verdad. También anima la
investigación que explora todos los órdenes de verdades,
convencida de que todos convergen para la gloria del único
Creador, que es Él mismo la Verdad suprema y la luz de
todos los hombres, los de ayer y de hoy y del mañana»
(1).

Juan Pablo II ha dedicado la encíclica Fides et ratio a


defender la capacidad humana de conocer la verdad, y a
afrontar las dificultades que el conocimiento de la verdad
encuentra en nuestra época (2).

1. La crisis de la verdad
El problema de la verdad no es nuevo. Siempre se han
planteado dificultades acerca de la objetividad de la
verdad, tomando ocasión, por ejemplo, de la disparidad de
modos de ver las cosas que existen en las diferentes
sociedades e incluso dentro de cada sociedad, y de los
cambios que se dan, a veces, en las opiniones y creencias
en las diferentes épocas.

Pero también existen factores propios de cada época. En la


actualidad, entre los factores más influyentes se cuentan
los relacionados con las ciencias naturales. El gran avance
que estas ciencias han experimentado en la época moderna
ha suscitado no pocos problemas, porque no existe un
acuerdo generalizado sobre el valor de los conocimientos
que proporcionan.

Estos problemas se remontan al nacimiento de la ciencia


experimental moderna en el siglo XVII. Se trató de una
verdadera revolución conceptual y práctica, porque esa
ciencia era realmente nueva: aunque se apoyaba en los
trabajos realizados durante siglos, respondía a un método
que nunca se había aplicado de modo sistemático y que se
diferenciaba claramente de los enfoques que hasta
entonces se habían utilizado para estudiar la naturaleza.

Así se explica el desafortunado proceso a Galileo. De


hecho, Galileo no sufrió ninguna pena física y el progreso
científico no se interrumpió, pero el proceso puso de
manifiesto que, tanto por parte de Galileo como de sus
jueces, no se comprendía bien el método y el alcance de la
nueva ciencia. Posteriormente, la situación fue cada vez
peor; el mismo Newton, uno de los más grandes científicos
de la historia, expuso en su principal obra unas reflexiones
bastante confusas acerca del método científico, y en
adelante, la ciencia progresó siempre mucho más deprisa
que la comprensión de su significado y alcance.

Muchos piensan que las ciencias sólo proporcionan modelos


que siempre están sujetos a cambios, sin llegar nunca a
conclusiones verdaderas. A la vez, la ciencia experimental
suele considerarse como el conocimiento más fiable que
poseemos, porque sus modelos pueden someterse a
control experimental y a demostraciones intersubjetivas
que son independientes de las creencias personales. Al
combinar estas ideas, se concluye que, si no podemos
alcanzar verdades definitivas en las ciencias, que son
consideradas como el mejor conocimiento de que
disponemos, mucho menos se alcanzarán en otros ámbitos,
como la filosofía y la religión, en los que influyen
notablemente los factores personales y sociales.

Ante esta situación, algunos reaccionan criticando las


pretensiones de la ciencia, para dejar terreno libre a la fe;
subrayan, por ejemplo, que los conocimientos científicos
siempre son conjeturales, y que sólo en la fe encontramos
certezas. Sin embargo, este camino no parece ser el más
apropiado. En efecto, la fe se apoya en la razón, y si se
minusvalora la razón, es fácil que la fe quede también
dañada. Sin duda, las ciencias no pueden resolver todos los
problemas y es importante mostrar sus límites, pero esto
nada tiene que ver con rebajar los verdaderos logros
científicos y la capacidad racional que los hace posibles.

2. El sentido de la ciencia: la búsqueda de la verdad

El Papa Juan Pablo II subraya que el objetivo de la ciencia


es la búsqueda de la verdad: «La investigación de la
verdad es la tarea de la ciencia fundamental (...). La
ciencia pura es un bien, digno de ser muy amado, ya que
es conocimiento y, por tanto, perfección del hombre en su
inteligencia. Incluso antes de sus aplicaciones técnicas,
debe ser honrada por sí misma, como una parte integrante
de la cultura. La ciencia fundamental es un bien universal,
que todo pueblo debe poder cultivar en plena libertad con
respecto a cualquier forma de servidumbre internacional o
de colonialismo intelectual» (3).

Se dice que un conocimiento es verdadero cuando expresa


las cosas tal como son en la realidad. Por tanto, la verdad
no puede ser objeto de manipulación, no depende de los
gustos o intereses: las cosas son como son, y nuestro
conocimiento sólo es verdadero si se ajusta a la realidad.
Puede decirse, en consecuencia, que la verdad tiene sus
derechos propios, y Juan Pablo II lo dice con palabras
expresivas y claras, hablando en concreto de la verdad
científica: «Al igual que todas las demás verdades, la
verdad científica no tiene que rendir cuentas más que a sí
misma y a la Verdad suprema que es Dios, creador del
hombre y de todas las cosas» (4).

La ciencia tiene un doble compromiso. Por una parte, el


compromiso teórico de buscar la verdad: «La ciencia sirve
a la verdad, y la verdad al hombre, y el hombre refleja
como una imagen (cfr. Gen. I, 27) la Verdad eterna y
trascendente que es Dios» (5). Y por otra, el compromiso
práctico de buscar, en sus aplicaciones, el servicio al
hombre: «No hay ningún motivo para ver nuestra cultura
técnica y científica como algo contrario al mundo creado
por Dios. Es evidente que el conocimiento científico puede
ser utilizado tanto para el bien como para el mal. Quien
investiga sobre los efectos del veneno podrá emplear ese
conocimiento bien para salvar o bien para matar. Pero
debe estar perfectamente claro el punto de referencia al
que debemos mirar para distinguir el bien del mal. La
ciencia técnica, orientada a la transformación del
mundo, se justifica por su servicio al hombre y a la
humanidad» (6). Además, el sentido práctico de las
aplicaciones científicas no es ajeno a la verdad, porque el
éxito de esas aplicaciones se fundamenta en la verdad del
conocimiento teórico.

En definitiva, la verdad ocupa un lugar central en la vida


humana, y la ciencia es un camino privilegiado para buscar
y encontrar la verdad.

3. La verdad científica

Las dificultades de la verdad científica se comprenden si


tenemos en cuenta que, en muchas ramas de la ciencia
experimental, se utilizan modelos abstractos y conceptos
matemáticos que no son una simple traducción o fotografía
de la realidad. Además, el método experimental exige que
se adopten estipulaciones que no vienen determinadas por
la naturaleza misma de las cosas. A todo ello se debe
añadir que, desde el punto de vista de la lógica, no siempre
es fácil conseguir demostraciones concluyentes.

Sin embargo, en muchos casos se consiguen conocimientos


verdaderos. Se trata, sin duda, de una verdad contextual y
parcial, porque depende del lenguaje utilizado (los
conceptos propios de cada teoría) y siempre está abierta a
ulteriores precisiones. Pero esta verdad puede ser, a la vez,
auténtica. En las ciencias encontramos una situación
semejante a la que se da en otras áreas. Por ejemplo, el
resultado de un encuentro deportivo es un hecho
indudable, aunque muchos aspectos relacionados con el
encuentro sean menos ciertos, opinables o muy difíciles de
conocer; algo semejante sucede en las ciencias: los nuevos
conocimientos solucionan unos problemas pero abren otros
nuevos, y no conocemos todo con el mismo grado de
certeza.

A veces, se supone que el conocimiento sólo sería


verdadero si pudiésemos demostrar su verdad mediante la
pura lógica y de modo absolutamente cierto. Pero podemos
alcanzar muchos conocimientos auténticos mediante
pruebas que, si bien no son demostraciones puramente
lógicas, son, sin embargo, suficientemente convincentes.
Que el conocimiento sea limitado, parcial y perfectible no
significa que siempre sea hipotético o conjetural.

Cuando se insiste en el carácter conjetural del


conocimiento, lo que con frecuencia se pretende es
subrayar que se debe adoptar una actitud abierta a
posteriores precisiones o rectificaciones, evitando un
dogmatismo cerril que puede impedir el ulterior progreso.
Pero esta actitud racional, siempre dispuesta a matizar qué
es lo que verdaderamente sabemos y la forma de
expresarlo, nada tiene que ver con una actitud crítica a
ultranza que niega la posibilidad de alcanzar conocimientos
verdaderos o de saber que los poseemos.

4. La ciencia al servicio de la verdad

Sin descender a detalles específicos de filosofía de la


ciencia, Juan Pablo II afirma la estrecha conexión entre la
ciencia y la verdad, y subraya la continuidad de las
enseñanzas de los Papas acerca de esta cuestión: «Me
siento plenamente solidario con mi predecesor Pío XI y con
los que le han sucedido en la Cátedra de Pedro, que invitó
a los miembros de la Academia Pontificia de Ciencias y, con
ellos, a todos los científicos, a hacer "progresar cada vez
más noble e intensamente las ciencias, sin pedirles nada
más; y ello porque en esta meta excelente y en este
trabajo noble consiste la misión de servir a la verdad": Pío
XI, In multis solaciis, 28.X.1936: AAS, 28 (1936), p. 424»
(7).

La ciencia es un camino para avanzar hacia la verdad, y


posee, por tanto, una peculiar bondad. Así lo afirma Juan
Pablo II: «La ciencia, en sí misma, es buena, toda vez que
significa conocimiento del mundo, que es bueno, creado y
mirado por el Creador con satisfacción, según dice el libro
del Génesis: "Dios vio todo lo que había hecho, y era
bueno" (Gen. I, 31). Me gusta mucho este primer capítulo
del Génesis. El pecado original no ha alterado por completo
esta bondad primitiva. El conocimiento humano del mundo
es un modo de participar en la ciencia del Creador.
Constituye, pues, un primer nivel en la semejanza del
hombre con Dios; un acto de respeto hacia Él, puesto que
todo lo que descubrimos rinde un homenaje a la Verdad
primera» (8).

Ciencia y fe responden a dos perspectivas diferentes, pero


se complementan. El cultivo de una auténtica mentalidad
científica significa apertura a la verdad, búsqueda sincera y
objetiva, esfuerzo para distinguir la verdad del error. Así se
explica que «cuando los científicos avanzan con humildad
en su investigación de los secretos de la naturaleza, la
mano de Dios los conduce hacia las alturas del espíritu»
(9).

5. La fe ayuda a la ciencia

El positivismo del siglo XIX, y sus nuevas formas en el siglo


XX, presentan a la religión como un obstáculo para el
progreso científico, como si la ciencia implicara una actitud
incompatible con las verdades de la fe. Para sostener esta
tesis, con frecuencia se magnifica el caso de Galileo,
prescindiendo del rigor histórico y de las circunstancias que
permiten comprenderlo; además, se presenta ese caso
como si fuese el exponente de una constante pugna entre
la ciencia y la fe, lo cual no es cierto.
Por el contrario, muchos especialistas reconocen que, de
hecho, la fe cristiana contribuyó al nacimiento y
consolidación de la ciencia experimental moderna. De
hecho, el nacimiento de la ciencia moderna se produjo en
una Europa que había sido impregnada, durante siglos, por
el cristianismo, y que poseía una cultura en la cual
desempeñaba un papel importante la doctrina de la
creación.

«La fe no ofrece recursos a la investigación científica como


tal, pero anima al científico a proseguir su investigación
sabiendo que encuentra en la naturaleza la presencia del
Creador» (10). Los pioneros de la nueva ciencia, en torno
al siglo XVII, creían en la existencia de un Dios personal
creador que, siendo infinitamente inteligente y bueno, ha
creado el mundo para hacer participar su perfección a las
criaturas. Estaban convencidos, por ese motivo, de que el
mundo posee un orden natural y racional, que, además,
puede ser investigado por el hombre, creado por Dios a su
imagen y semejanza. Estas convicciones desempeñaron un
papel importante en el nacimiento de la nueva ciencia,
cuando hacía falta un gran empeño para levantar un
edificio del que apenas existían pequeños fragmentos. Por
el contrario, no es difícil advertir que las cosmovisiones de
tipo panteísta, o politeísta, o fatalista, muy abundantes en
la antigüedad, no eran favorables para la consolidación de
la ciencia experimental.

6. Funcionalismo y pragmatismo

Las objeciones contra la verdad no suelen provenir de la


ciencia misma, sino de interpretaciones poco acertadas de
sus métodos y resultados.

Así, con frecuencia, se intenta explicar la ciencia


prescindiendo de la verdad, como si el principal o el único
valor de la ciencia fuese la capacidad de dominar la
naturaleza, o sea, el éxito de sus aplicaciones técnicas.
Juan Pablo II afirma al respecto: «Si la ciencia es
entendida fundamentalmente como "ciencia técnica", se la
puede concebir como la búsqueda de un sistema que
conduzca a un éxito técnico. Aquello que conduce al éxito
vale como "conocimiento" (...). El concepto de verdad
resulta superfluo; a veces se prescinde expresamente de
él. La razón misma aparecerá finalmente como simple
función o como instrumento de un ser cuya existencia
encontraría su sentido fuera del ámbito del conocimiento y
de la ciencia, tal vez en el simple hecho de vivir. Nuestra
cultura está impregnada en todos sus sectores de una
ciencia que procede de una perspectiva funcional» (11).

La perspectiva funcionalista, que prescinde de la verdad, se


encuentra relacionada con el pragmatismo, que, a veces,
se denomina instrumentalismo: el conocimiento en general,
y la ciencia en particular, tendrían únicamente un valor
práctico, que consistiría en hacer posible la previsión y el
dominio de las acciones.

Sin duda, nuestras acciones se basan sobre el


conocimiento y, en este sentido, todos somos pragmatistas
e instrumentalistas: buscamos el conocimiento como base
de nuestras acciones. Los equívocos surgen cuando se
niega la posibilidad de alcanzar la verdad o simplemente se
prescinde de ella, reduciendo el valor del conocimiento a su
utilidad práctica en función de intereses que no pueden
justificarse apelando a la verdad.

Juan Pablo II advierte que «Nuestra cultura está


impregnada en todos los campos por una noción de ciencia
ampliamente funcional, según la cual lo decisivo es el éxito
técnico. El hecho de ser técnicamente capaz de producir un
resultado determinado es considerado por muchos como
motivo suficiente para no tener que plantearse ulteriores
cuestiones acerca de la legitimidad del proceso que
conduce a ese resultado, o incluso acerca de la legitimidad
del resultado en sí mismo. Claramente, tal perspectiva no
deja lugar para un valor ético supremo ni incluso para la
misma noción de verdad» (12). Las consecuencias de esta
situación son muy negativas, porque se priva a la moral de
su base, y se justifican las acciones recurriendo al criterio
de un éxito práctico ajeno a las exigencias de la verdad
objetiva. Se comprende que el Magisterio de la Iglesia haya
debido exponer amplia y profundamente, en nuestra
época, cuáles son los fundamentos de la moral cristiana,
basada en criterios objetivos que entran en crisis cuando se
adoptan doctrinas funcionalistas, pragmatistas o
relativistas.

7. El relativismo

Estrechamente relacionado con el funcionalismo, el


relativismo considera que no existe una verdad objetiva, o
al menos que no podemos alcanzarla: sólo existirían
verdades relativas a los sujetos o grupos, dependientes de
las condiciones particulares de su existencia. En sus
versiones más radicales, el relativismo prescinde también
de la noción misma de verdad.

Ciertamente, nuestro acceso a la verdad está condicionado


por circunstancias personales y sociales. Además, la
realidad es, en muchos casos, compleja, y es preciso tener
en cuenta diferentes perspectivas para poder representarla
de modo fidedigno. Sin embargo, tenemos la capacidad de
advertir esos condicionamientos y, por tanto, de matizar
nuestras afirmaciones teniendo en cuenta nuestros límites.
Si no se reconoce la posibilidad de alcanzar conocimientos
verdaderos, no sería posible discusión alguna: ni siquiera
tendría sentido enunciar las tesis del relativismo.

Para sostener el relativismo, con frecuencia se recurre a


una pretendida base científica, que vendría proporcionada
por dos teorías físicas: la teoría de la relatividad, y la
mecánica cuántica. La teoría de la relatividad significaría
supuestamente el abandono, por parte de la ciencia física
fundamental, de la pretensión de alcanzar conocimientos
absolutos: todo dependería de los puntos de vista
subjetivos. Y el principio de indeterminación de la física
cuántica significaría la imposibilidad de alcanzar
conocimientos precisos y ciertos.

Sin embargo, ambas pretensiones se basan en equívocos.


La teoría de la relatividad subraya la necesidad de tener en
cuenta el marco de referencia en el que se observan y
miden los fenómenos físicos; pero, una vez fijado ese
marco, los cálculos y mediciones tienen valores precisos.
Además, la teoría contiene expresiones que son invariantes
para cualquier sistema de referencia. Por su parte, el
principio de indeterminación afirma que existen unos
límites en la precisión de las mediciones, cuando se intenta
medir a la vez determinadas magnitudes; pero cada una de
ellas puede medirse por separado con gran precisión, y, en
cualquier caso, la existencia de límites en nuestro
conocimiento no significa, en modo alguno, que no
podamos alcanzar la verdad: sólo significa que la verdad de
nuestro conocimiento es contextual y parcial, pero al
mismo tiempo puede ser auténtica.

8. El cientifismo

Las dificultades en torno a la verdad provienen, en buena


parte, de doctrinas cientifistas, según las cuales las
ciencias naturales serían el único modo válido de conocer la
realidad, o al menos, el modelo que debería imitar
cualquier pretensión de conocimiento. Pero esa tesis no
puede ser probada por ninguna ciencia concreta, y por
tanto, el cientifismo es contradictorio: afirma lo mismo que
prohíbe.

En la actualidad suele reconocerse, al menos en el ámbito


de los especialistas, que la ciencia natural, aunque sea muy
importante y represente el único camino para conocer con
detalle los procesos naturales, no es el único conocimiento
válido. La realidad es compleja, y existen diferentes niveles
de problemas que deben ser abordados de acuerdo con
perspectivas adecuadas. Ninguna perspectiva particular
agota la realidad.

Las ciencias naturales delimitan de modo preciso el ámbito


de sus objetos, construyen modelos cuya validez intentan
comprobar mediante experimentos, y de este modo
consiguen muchos conocimientos válidos acerca de la
naturaleza material. Al adoptar esa perspectiva, se asegura
un estudio riguroso, pero al mismo tiempo se dejan fuera
muchos otros problemas: por ejemplo, los que se refieren
al significado de la naturaleza y de la vida humana.

No se trata de poner límites a las ciencias de modo


arbitrario; simplemente, la ciencia experimental no puede
estudiar las dimensiones de la realidad que no puedan ser
sometidas, de algún modo, al control experimental, o sea,
a experimentos repetibles. Se ha comparado esta situación
con la de un pescador que utilizase, en el mar, redes cuya
malla estuviera formada por cuadrados de un metro de
lado; si ese pescador, incluso después de emplear grandes
esfuerzos y obtener buenos resultados en la pesca,
afirmase que en el mar no existen peces que midan menos
de un metro, habría que recordarle que su conclusión es
falsa: en efecto, aunque existieran muchísimos, no podría
atraparlos con su red.

Existen problemas que no pueden ser tratados con los


métodos de las ciencias naturales. Por ejemplo, las
investigaciones científicas sobre los orígenes de los seres
naturales tienen gran interés, pero ello se debe, en buena
parte, a que suelen mezclarse con «una cuestión de otro
orden, y que supera el dominio propio de las ciencias
naturales. No se trata sólo de saber cuándo y cómo ha
surgido materialmente el cosmos, ni cuándo apareció el
hombre, sino más bien de descubrir cuál es el sentido de
tal origen: si está gobernado por el azar, un destino ciego,
una necesidad anónima, o bien por un Ser trascendente,
inteligente y bueno, llamado Dios. Y si el mundo procede
de la sabiduría y de la bondad de Dios, ¿por qué existe el
mal?, ¿de dónde viene?, ¿quién es responsable de él?,
¿dónde está la posibilidad de liberarse del mal?» (13).

9. Racionalidad científica, saber metafísico y fe


cristiana

La ciencia experimental goza de una autonomía propia, y


sus resultados deben ser valorados utilizando los cánones
científicos. Pero esa ciencia no es independiente de otras
perspectivas. Puede afirmarse, por ejemplo, que se apoya
en unos supuestos filosóficos, tales como el realismo
ontológico y gnoseológico: la existencia de un orden
natural y la capacidad humana para conocerlo. Sin esos
supuestos, la ciencia no podría existir y ni siquiera tendría
sentido; pero el estudio de tales supuestos es una tarea
filosófica, ya que exige adoptar una perspectiva diferente
de la científica.

La filosofía se apoya, en parte, sobre los conocimientos


adquiridos a través de las ciencias, y aporta, sobre todo en
el nivel de la metafísica, un saber que llega a los principios
más generales de la realidad y al significado de la vida. «La
ciencia sola es incapaz de proporcionar una respuesta
completa al problema del significado básico de la vida y
actividad humanas. Ese significado se revela cuando la
razón, yendo más allá de los datos físicos, usa métodos
metafísicos para alcanzar la contemplación de las "causas
finales" y ahí descubre las explicaciones supremas que
pueden arrojar luz sobre los sucesos humanos y darles
sentido» (14).

La reflexión filosófica es necesaria para conseguir una


síntesis de los saberes, superando la fragmentación de la
cultura, tan característica de nuestra época. Existe el
peligro de quedarse con una gran cantidad de
conocimientos especializados, pero sin una síntesis que
permita encontrar su sentido. La perspectiva filosófica
contempla los problemas en sus raíces, y se encuentra en
condiciones de proponer una síntesis integradora de las
diferentes perspectivas parciales.

En esa tarea integradora y de descubrir el sentido, la


filosofía recibe una gran ayuda de la fe cristiana, que posee
las respuestas a los principales interrogantes de la vida
humana. La teología reflexiona sobre la fe y, ayudada por
la filosofía, considera todos los problemas a la luz de los
planes de Dios. «La búsqueda de un significado
fundamental es complicada por naturaleza y está expuesta
al peligro del error, y el hombre permanecería a menudo
buscando a tientas en la oscuridad si no fuera por la ayuda
de la luz de la fe» (15).

El cristiano tiene una gran tarea por delante, para


conseguir integrar los diferentes aspectos de su vida
personal y para proponer soluciones que sirvan también a
otras personas e incluso a la entera sociedad. Refiriéndose
a la crisis ideológica de nuestra época, Juan Pablo II
afirma: «Esa crisis común afecta igualmente al científico
creyente. Tendrá que preguntarse por el espíritu y la
orientación en que él mismo desarrolla su ciencia. Tendrá
que proponerse, inmediata o mediatamente, la tarea de
revisar continuamente el método y la finalidad de la ciencia
bajo el aspecto del problema relativo al sentido de las
cosas. Todos nosotros somos responsables de esta cultura
y se nos exige nuestra colaboración para que la crisis sea
superada. En esta situación, la Iglesia no aconseja
prudencia y precaución, sino valor y decisión. Ninguna
razón hay para no ponerse de parte de la verdad o para
adoptar ante ella una actitud de temor. La verdad y todo lo
que es verdadero constituye un gran bien, al que nosotros
debemos tender con amor y alegría. La ciencia es también
un camino hacia lo verdadero, pues en ella se desarrolla la
razón, esa razón dada por Dios que, por su propia
naturaleza, no está determinada hacia el error, sino hacia
la verdad del conocimiento» (16).

Notas

(1) Juan Pablo II, Discurso a la Academia Pontificia de


Ciencias, 29.X.1990: Insegnamenti, XIII, 2 (1990), p. 964.

(2) Véase: Mariano Artigas, "El diálogo ciencia-fe en la


encíclica Fides et ratio", Anuario Filosófico, 32 (1999), pp.
611-639.

(3) Juan Pablo II, Discurso a la Academia Pontificia de


Ciencias, 10.XI.1979, n. 2: Insegnamenti, II, 2 (1979), p.
1108. En ese texto, el Papa habla de «ciencia
fundamental» o «ciencia pura» para designar el
conocimiento científico, distinguiéndola de lo que más
adelante denomina «ciencia aplicada», que se refiere a las
aplicaciones tecnológicas.

(4) Ibid.

(5) Juan Pablo II, Discurso a un grupo de premios Nobel,


22.XII.1980, n. 2: Insegnamenti, III, 2 (1980), pp. 1781.

(6) Juan Pablo II, Discurso a científicos y estudiantes en la


Catedral de Colonia, n. 4, 15.XI.1980: Insegnamenti, III, 2
(1980), p. 1206.

(7) Juan Pablo II, Discurso a la Academia Pontificia de


Ciencias, 10.XI.1979, n. 1: Insegnamenti, II, 2 (1979), pp.
1107-1108.
(8) Juan Pablo II, Discurso a la "European Physical
Society", 31.III.1979: Insegnamenti, II, 1 (1979), pp. 748.

(9) Ibid., p. 750.

(10) Ibid.

(11) Juan Pablo II, Discurso a científicos y estudiantes en


la Catedral de Colonia, n. 3, 15.XI.1980: Insegnamenti, III,
2 (1980), p. 1204.

(12) Juan Pablo II, Discurso a un grupo de premios Nobel,


22.XII.1980, n. 3: Insegnamenti, III, 2 (1980), p. 1782.

(13) Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 283-284.

(14) Juan Pablo II, Discurso a un grupo de premios Nobel,


22.XII.1980, n. 3: Insegnamenti, III, 2 (1980), pp. 1782-
1783.

(15) Ibid., p. 1783.

(16) Juan Pablo II, Discurso a científicos y estudiantes en


la Catedral de Colonia, nn. 3-4, 15.XI.1980: Insegnamenti,
III, 2 (1980), p. 1205-1206

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