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Egipto Romantica

La antigua concepción romántica de Egipto ha cedido paso a una


imagen más completa y exacta del país. Al mismo tiempo que la ciencia
se esmeraba en desvanecer el aura legendaria con que la fantasía de la
posteridad había rodeado a Egipto y su obra, destruyendo así las
ilusiones firmemente arraigadas desde hacía siglos, y nos presentaba a
los egipcios de la antigüedad como eran en realidad, o sea en un todo
semejantes a los demás mortales — y sólo así se concibe que los egipcios,
que dotaban a sus muertos de "moradas eternas", acostumbrasen a
saquear tales moradas poco después de la ceremonia funeraria — la
arqueología ha contribuido, no obstante, a inspirarnos mayor
admiración y más profundo respeto por el genio estético y moral de
aquel gran pueblo. El desciframiento de los jeroglíficos, la reconstitución
de la historia del arte y de la cultura de Egipto no han hecho disminuir
el encanto, la atracción y el misterio del país, sino que, por el contrario,
han contribuido a ponerlos más en evidencia.

No queremos ocultar que en este libro se pretende demostrar, sin lugar


a dudas, que la "Historia antigua" es algo extraordinariamente sugestivo
y apasionante; algo cuya intensidad deja pequeñas las creaciones de la
misma imaginación poética. Precisamente vemos que los mayores
genios de la humanidad se han inspirado siempre en los grandes temas
de la historia, de modo tal que a ésta se debe en gran parte la celebridad
de aquéllos.

Es a partir de la substancia viva de la historia — y no de una simple


colección árida de fechas o de una mera enumeración de los grandes
eventos — que debe orientarse su estudio para revivirla en toda su
intensidad y con provecho para unos y otros. Quien fuere insensible al
dinamismo grandioso que rezuma la historia, jamás logrará entusiasmar
con ella a los demás.

Por regla general el erudito alemán no pretende despertar el entusiasmo


del público hacia su obra, ante el temor de que con ello pudiere poner
en entredicho la facultad soberana de la crítica, puesto que el progreso
de la ciencia reposa, precisamente, en la crítica ejercida sin
contemplaciones.

Raramente coexisten en nosotros un corazón ardiente y una mente fría,


esta mezcla tan alabada por Nietzsche, quien para ella acuñó la
intraducible expresión de "Brausewind und Erlöser", algo así como
"Vehemencia y Serenidad".

Los sabios ingleses y los americanos son más comunicativos, porque


están acostumbrados a la propaganda de sus ideas y saben expresar
llanamente sus conceptos sin por ello desmerecer en lo más mínimo. La
excesiva sobriedad académica puede ser causa de que el gran público
viva al margen de la cuestión y no siempre llegue a comprender bien la
necesidad de ciertas investigaciones. Entre el sabio y el vulgo cabe
tender un puente.

No debe menospreciarse el papel importantísimo que desempeña entre


uno y otro el intermediario científico y consciente de su responsabilidad
en relación con aquellos escrúpulos que se enfrentan con una
especialización exagerada y unilateral.

Los dieciséis capítulos que siguen son el resultado de un cuarto de siglo


de intensas investigaciones sobre el Antiguo Egipto, no sólo
mentalmente en la quietud del gabinete de trabajo, sino también y sobre
todo mediante el contacto directo con la realidad práctica de las
innumerables antigüedades que pasaron por mis manos.

Este libro es el fruto de cuatro inviernos pasados en el Valle del Nilo, en


El Cairo, en el Alto y en el Medio Egipto y de la intimidad adquirida en
el manejo de los documentos y objetos depositados en muchos museos
y en colecciones particulares, aun cuando a veces parezca que tenga
como única finalidad la de distraer al lector.

El que leyere se dará pronto cuenta de cómo el estudio continuo


realizado por el autor no ha disminuido en él la facultad de asombrarse,
lo cual, según Goethe, es el máximo a que el hombre puede aspirar en
este mundo.
Es imposible expresar con palabras cuanto debo a los Institutos
arqueológicos, a los tratados especializados, a tantos eruditos amigos
diseminados en todo el mundo y a los colaboradores benévolos con cuya
ayuda he podido redactar e ilustrar este libro. Sin embargo, no debo
dejar de mencionar cuán útiles me han sido los libros: Mil años a orillas
del Nilo, de W. Schubart: La época de las Pirámides, de H. Junker, y
Cancionero amoroso del antiguo Egipto, de S. Schott.

En principio el arqueólogo no busca oro ni sueña con desenterrar


tesoros. Sus hallazgos, cuando la suerte le sonríe, no le enriquecen a él,
sino al acervo común de la vida cultural de la humanidad. Raramente le
mima el destino, y cuando le halaga suele costarle muy caro. Casi todos
sus objetivos carecen de interés para la gran mayoría de sus
contemporáneos y puede que durante varios lustros, año tras año, no
haga sino desplazar de un sitio para otro masas ingentes de arena y de
escombros, las más de las veces sin provecho alguno y sin resultado
apreciable. Y si un día el milagro esperado se realiza, entonces una gran
responsabilidad le abruma y le oprime como las garras de una arpía, e
inopinadamente debe enfrentarse con tareas superiores a sus fuerzas,
con problemas cuya solución definitiva exigiría el trabajo de toda su
vida. He aquí lo que aniquila su resistencia, estas tareas y estos
problemas, y no la misteriosa maldición de los faraones, ni el veneno
sutil de los insectos míticos de las tumbas antiguas.

El mundo científico no acostumbra a dar demasiada importancia a las


emociones personales de los investigadores, por profundas y agotadoras
que sean.

El verdadero arqueólogo se siente oprimido, como si temiera que le


tomen por un charlatán cuando de improviso se entera de que sus
hallazgos han trascendido al gran público. Howard Carter abrió la
tumba de Tutankamon presa de una emoción "a duras penas
contenible", pero que con todo logró dominar.

Séanos permitido en estas páginas dar rienda suelta a nuestra emoción


ante el milagro que supone el que podamos sorprender al artesano del
paleolítico en su propio taller de antaño, admirar el servicio de mesa del
cortesano de la segunda dinastía egipcia enterrado 2.700 años antes de
Jesucristo, escuchar el susurro de las plegarias de los sacerdotes de las
pirámides y poder contemplar cara a cara a tantos faraones famosos.
Nada hay tan fantástico como la misma realidad.

Se dice que el camino más corto para llegar a uno mismo da la vuelta a
la tierra. Esto debe comprenderse bien. Actualmente puede darse
cómodamente la vuelta al mundo y a pesar de ello regresar
espiritualmente tan pobre como cuando se emprendió el viaje.

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