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EL CREYENTE

ANTE
LA CIENCIA

Manuel Carreira
Manuel M.a Carreira

EL CREYENTE
ANTE

LA CIENCIA

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Cuadernos BAC
M anuel M .a Carreira V erez
es profesor de Filosofía de la Ciencia en la
Universidad Pontificia Comillas (Madrid) y en
el Departamento de Física de la Universidad
John Carroll (Cleveland, Estados Unidos).

© Biblioteca de Autores Cristianos, de La Editorial Católica, S.A. Madrid 1982


Mateo Inurria, 15. Madrid-16
Depósito legal M-27.421-1982
ISBN 84-220-1061-5
Imprime: Mateu Cromo. S.A. Pinto (Madrid)
La literatura popular de nuestra época y las ideas presentadas en
los medios de comunicación (revistas, radio, TV) nos dan una
impresión casi contradictoria de la actitud intelectual de la gente de
cultura media. Por una parte se estima la ciencia, entendida casi
exclusivamente como el estudio de la materia (física, química,
biología). Por otra se insiste en presentar como válido, aunque
debatible, lo a-científico, en todas sus formas, desde la puerilidad de
la astrología del horóscopo diario en los periódicos hasta las
afirmaciones más solemnes del ocultismo, las «filosofías» orientales y
las innumerables formas de conocimiento cósmico más o menos
ritualizadas. Y dentro de este campo se incluye la fe religiosa. El
diluvio constante de imágenes y opiniones, de afirmaciones tajantes
de los «maestros» más diversos y la atmósfera de «mesa redonda»,
en que se discute todo sin aclarar apenas nada, lleva consigo una
atmósfera de relativismo intelectual, en que todo parece tener igual
valor y nada es definitivamente cierto. Ni la misma ciencia experi­
mental se libra de esta acción corrosiva: sus datos mejor comproba­
dos se desechan sin vacilar cuando se oponen a otras ideas más
atrayentes. Y en el campo de lo no experimentable, en la filosofía y
teología se considera casi axiomático que o no hay verdad fija o es
imposible distinguirla entre tantas opiniones.
Así se forma una actitud de desprecio y rechazo de todo lo que se
afirme como verdadero e inmutable: la fe «dogmática» (que llega a
nombrarse así con significado peyorativo). Nada es definitivamente
cierto ni nadie puede considerarse en posesión de verdad alguna. Y se
convierte en virtud de tolerancia y apertura humana al decir que
todas las religiones son de igual valor si llevan a igual proceder social
y a mutuo respeto y ayuda entre los hombres. Como casi todo
engaño, también éste se basa en la formulación inexacta de proble­
mas reales o ficticios y en respuestas parciales a ellos. Es necesario
entender correctamente cuál es el ámbito de aplicación de la ciencia y
cuál el de la fe; distinguir sus métodos propios y la certeza que
pueden producir; buscar los límites de cada una en problemas que se
extienden a ambos campos y, sobre todo, distinguir de las teorías,
opiniones o formulaciones pasajeras lo que es parte cierta de la
ciencia o el dogma.
A este fin se dirigen estas páginas. Al escribirlas tengo gratamente
presente el recuerdo de dos grandes científicos y creyentes, con cuyo
trato me honré durante mis años de estudio para obtener el doctora­
do en física: el doctor Karl Herzfeld, físico eminente, que abrazó la
fe católica a partir del judaísmp y la vivió hasta su muerte con
una sinceridad y profundidad que siempre admiré. Y el doctor Clyde
Cowan, codescubridor del neutrino y director de mi tesis, cuyo
entusiasmo por la armonía entre ciencia y fe se manifestaba con toda
naturalidad en sus interesantísimas charlas y en su diario dejar el
laboratorio para asistir a misa en una iglesia cercana. Ambos
maestros y amigos, ya en la vida eterna que tan firmemente espera­
ban, son prueba real de que, si poca ciencia aparta de Dios, mucha
lleva a El.

F uentes del conocimiento humano

Sólo el hombre, entre todos los seres vivientes de la Tierra, conoce


su propio conocer: «sabe que sabe». Esta consciencia y autorrefle-
xión es la base de nuestra capacidad de desarrollarnos como perso­
nas, de actuar libre y responsablemente y de confrontar conocimien­
tos diversos para alcanzar una síntesis verdaderamente personal. No
es nuestro conocer el de un fichero inerte, ni tampoco el de un
ordenador electrónico, simple almacén de datos. El conocimiento
consciente es lo más valioso que tenemos, y la persona que no puede
ejercitar esta función no vive realmente una existencia plenamente
humana.
Al nacer, según el dicho aristotélico, nuestro entendimiento es
como un papel en blanco. Tal vez los datos más recientes de la
psicología experimental nos lleven a modificar ligeramente esta
afirmación: es muy probable que ya antes de nacer se registren
impresiones más o menos concretas de los datos sensoriales. Pero
aún no hay consciencia: el niño reacciona a los estímulos de la luz, el
sonido, el calor, el contacto de una forma aparentemente idéntica a
la que se observa en animales recién nacidos. Los estímulos externos
de los primeros meses y años van llenando rápidamente las hojas en
blanco del cerebro y la mente infantil, y la misma actividad de ese
conocimiento primitivo favorece la mayor capacidad subsiguiente. El
cerebro crece en número de neuronas y en riqueza de conexiones
entre ellas; la inteligencia se despierta y pronto alcanza la expresión
de identidad y espontaneidad propia: el niño se sabe persona, YO.
Y con el constante refuerzo de esta autonomía en clesarrollo va el
hambre de conocer más y más: la curiosidad insaciable, el deseo
instintivo de llenar el vacío inicial y tener cada vez mayor fondo de
datos, de experiencias, de respuestas al infinito interrogante que es el
mundo en que nos encontramos. «Nada hay en el entendimiento que
no haya llegado a él por los sentidos». El dicho bien conocido de la
filosofía tradicional sigue en pie, avalado por la ciencia más moder­
na. No se dan en nosotros «memorias raciales», ni conocimientos
innatos, ni sabidurías mágicas, de origen desconocido. Cuantos
casos se han querido presentar como prueba de alguna de estas
fuentes esotéricas de conocimiento, se han visto rechazadas por el
examen imparcial de la ciencia. Aun sin negar de forma absoluta su
posibilidad teórica, la actitud natural que exige pruebas de toda
afirmación contraria a la experiencia común nos lleva a considerar
como única fuente cierta de nuestro conocimiento la actividad
sensorial, bien como ventana por la que nos ponemos en contacto
con la realidad externa, bien como medio de hacer nuestro el
conocimiento obtenido por los que nos rodean.
En un proceso incesante, que durará toda la vida, nuestro entendi­
miento nos enriquece con tres tipos de actividad: la asimilación de
datos sensoriales propios; la incorporación de datos e ideas recibidos
por testimonio ajeno, y la reflexión sobre el contenido de estas dos
fuentes. A la primera actividad corresponde más estrictamente lo que
llamamos conocer por propia experiencia; a la segunda, conocer por
fe; a la tercera, conocer por raciocinio propio. Nadie puede dejar de
utilizar, en mayor o menor grado, todos estos métodos, según lo
permite o exige la naturaleza del conocimiento que se busca y su
relación al individuo que conoce.

La propia experiencia, fuente de conocimiento


Nada hay tan ineludiblemente convincente como el ver y palpar
algo. Contra el testimonio de los sentidos se estrellan todos los
raciocinios y todos los testimonios adversos.
Tal vez sea ésta la característica más obvia y positiva del conoci­
miento sensible. Se presenta como inmediato, personal, intuitiva­
mente cierto y satisfactorio. Creo que todos sentimos simpatía por el
apóstol Felipe cuando interrumpe un largo discurso de sublime
teología con la interpelación directa a Cristo: «Señor, muéstranos al
Padre, y con eso basta». También San Juan, en el comienzo de su
primera carta, insiste en la base sensible, experimental, de su mensa­
je: «Lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y
palparon nuestras manos tocando al Verbo de vida ... lo que hemos
visto y oído, os lo anunciamos a vosotros». Y el último argumento
de Santo Tomás, ante el entusiasmo de los que anunciaban la
resurrección de Cristo: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos
y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado, no
creeré».
Entre los sentidos, la vista es por excelencia el camino principal del
conocer, y «ver» se hace sinónimo en todas las lenguas de «conocer»
y entender. Tal vez más del 90 por 100 de nuestro conocimiento del
mundo sea adquirido por las impresiones visuales. Aun así, la
experiencia más irrefutable es la del tacto: palpar algo es dejarlo
fuera de toda duda, aunque se confiese que a veces «la vista engaña».
¿Qué valor tienen estos datos de la experiencia sensible ante un
examen crítico? ¿Qué ámbito de conocimiento es realmente alcanza-
ble por medio de nuestra propia experiencia?
Lo primero que se hace notar es la incomunicabilidad de nuestra
sensación. Lo que yo veo o palpo tiene valor irrefutable para mí,
pero no para otro. No puedo transmitir a nadie esa convicción
directa de mi experiencia. Todavía más inquietante: no puedo saber
si lo que yo percibo es lo mismo que otros sienten ante el mismo
estímulo. Si veo el cielo azul, no puedo en modo alguno comparar mi
sensación de «azul» con la de otro observador. Ni puedo saber
nunca si lo que todos llamamos áspero, o frío, o duro, o pesado, o
ruidoso, o dulce es percibido por los demás como lo es por mí. Muy
pronto establecemos una correspondencia de lenguaje a los diversos
estímulos, y así todos decimos que el hielo es frío y duro, pero nadie
puede hacer suya la sensación de otro para comparar el efecto de un
mismo estímulo en las diversas consciencias.
Tampoco es posible dar una valoración exacta de una sensación:
no son cuantíficables. No es posible decir que un sonido es un 25 por
100 más intenso que otro, o que una sustancia tiene dureza o
temperatura mayor o menor en una proporción exacta. Por esta
razón, aun las ciencias puramente experimentales exigen el uso de
algún instrumento «impersonal» para obtener datos fiables y numé­
ricos. Mientras la descripción de la naturaleza se limita a lo que nos
da directamente la sensación, sólo puede obtenerse un conocimiento
cualitativo, y la ciencia no puede desarrollarse.
Desde un tercer punto de vista, nuestros sentidos se muestran
como muy limitados. Si se nos preguntase acerca de la concepción
del mundo que se forma un daltónico (que no distingue el color rojo
del verde), ¿la consideraríamos verdadera? Menos válida aún nos
parecería la del que no percibe color alguno, y todavía menos la de
un ciego de nacimiento. En mayor o menor grado, todas estas
condiciones patológicas nos limitan en lo que podemos conocer, y,
en ese sentido, deforman lo que conocemos. Es una sorpresa un
tanto humillante el que la ciencia moderna nos descubra fallos
semejantes en la actividad de todos nuestros órganos, aunque se
encuentren en perfecto estado. El mundo sonoro de un perro o un
murciélago vibra con ultrasonidos totalmente indetectables para
nosotros. Mientras que, en pleno vigor juvenil, el oído humano
reacciona a vibraciones entre los 20 y los 20.000 ciclos por segundo,
el perro oye perfectamente 30.000 y aún más. Otros animales oyen
infrasonidos (por debajo de 20 ciclos), y así se explica el desasosiego
de muchos animales domésticos y salvajes poco antes de que se
produzca un terremoto: vibraciones de baja frecuencia preceden a
la sacudida sísmica.
Con experimentos muy sencillos se puede comprobar que las
abejas ven el ultravioleta, un «color» totalmente indetectable e
inimaginable para nosotros. Ciertas especies de serpientes ven el
infrarrojo, igualmente inexistente para nuestros ojos. Tampoco po­
demos darnos cuenta de la polarización de la luz, una propiedad que
las abejas utilizan para orientarse con respecto al sol, aun en días
nublados,..
El sentido del olfato apenas nos parece contribuir a nuestro
conocimiento del mundo que nos rodea. Sin embargo, un perro vive
en un entorno primariamente olfativo, en que cada objeto y cada
situación es sobre todo un estímulo nasal. Ante su propia foto,
proyectada en una pantalla, un perro no reacciona porque no huele.
En cambio, podrá rastrear el camino seguido por una liebre, o por su
amo, aun horas después de haberlo recorrido. Algunas mariposas
detectan la presencia de otra de su especie ja varios kilómetros de
distancia!
Si en todos estos ejemplos tenemos que confesar que nuestro
conocimiento sensible es muy limitado, simplemente porque otros
seres vivos nos aventajan en cada sentido, más todavía subraya
nuestra limitación el saber que hay otros estímulos que simplemente
desconocemos por completo y que sólo podemos detectar mediante
aparatos muy recientes. No podemos saber qué siente un pez que
encuentra su presa por variaciones de su campo electromagnético;
sin contacto alguno, reacciona de distinta forma ante un trozo de
hierro y ante un imán, o ante un hilo de cobre y un aislante. Ni
podemos sentir las ondas de radio o TV, los rayos X y gamma, las
partículas emitidas por cuerpos radiactivos. Nuestra «ventana» de
los sentidos, por la cual nos asomamos al mundo, no es más que una
rendija muy estrecha que sólo nos permite reaccionar a una parte
muy limitada de la actividad física que nos rodea.
La descripción del mundo basada tan sólo en lo que podemos
percibir por los sentidos posiblemente sea tan parcial e inexacta
como la descripción del elefante en la fábula de los ciegos, que
solamente pueden tocar o la trompa, o la cola, o una pata.
Más importante todavía, como freno a la afirmación espontánea
de que el conocimiento por experiencia propia es la mejor base de
certeza, es la constatación de su inexactitud en lo que percibimos. La
solidez de un bloque de hierro o mármol es sólo aparente: la ciencia
nos demuestra que casi todo su volumen es vacío. De no ser por las
fuerzas electromagnéticas de repulsión, los cuerpos podrían pasar a
través de paredes «sólidas». Las mismas partículas atómicas, que
consideramos como la parte «maciza» en ese enjambre esponjoso
que es la materia, muy probablemente no tienen diámetro real; son
puntos sin dimensiones, y la física moderna nos indica que no hay
límite a la compresibilidad de la materia. Es parte normal de la
astrofísica el describir situaciones en que la densidad de un astro
llega hasta los mil millones de toneladas por centímetro cúbico.
Estos y otros ejemplos semejantes subrayan la imprecisión de los
datos sensoriales. Nos dan una descripción superficial, utilitaria, de
la realidad de la materia. Necesitamos de los sentidos para llenar el
vacío del entendimiento cuando nacemos, y necesitamos siempre de
los sentidos como canales de entrada para nuevos datos, pero
tenemos que darnos cuenta de que el mundo es mucho más rico y
complejo que lo que los sentidos muestran; incluso que, en su
verdadera estructura, es muy distinto de lo que percibimos.

El propio raciocinio, fuente de conocimiento

Para completar la presentación de lo que es más directamente


actividad cognoscitiva propia, pensemos en el papel del raciocinio.
Sobre los datos de los sentidos construimos nuestras ideas. Procesos
de abstracción, analogía, deducción e inducción llevan espontánea­
mente a formar esquemas interpretativos, generalizaciones, intuicio­
nes de relación entre elementos aparentemente dispares. Así se
desarrolla el conocimiento intelectual abstracto y exclusivamente
humano. Mientras que nuestros sentidos son esencialmente comunes
con los de los animales que nos rodean, el entendimiento capaz de
raciocinio abstracto es peculiar al hombre, definido desde la anti­
güedad como «animal racional», homo sapiens.
El desarrollo de nuestra capacidad discursiva es todavía un
misterio. Se entra en los primeros esfuerzos del niño, que ya dice por
qué quiere algo o hace algo. Se manifiesta en las preguntas incesan­
tes a los mayores, para conocer razones de normas de conducta, de
restricciones o acciones cuyo significado se escapa a la simple
observación. Y cuanto más se ejercita, más penetrante se vuelve la
inteligencia, hasta llegar al asombroso desarrollo de la matemática y
la física teórica, o a la creación de belleza literaria o musical.
El grado de certeza de todo este conocimiento racional varía
enormemente según su conexión con los datos básicos y el proceso
más o menos inmediato de las conclusiones. La certeza suma se da
en raciocinios lógico-matemáticos, en que la comprensión de los
conceptos lleva consigo necesariamente la verdad de los enunciados.
«Dos y dos son cuatro», «El todo es mayor que sus partes», son
afirmaciones que tienen absoluta certeza en todo tiempo y para toda
persona que conozca el significado de las palabras. Como es obvio, no
se trata de que todos los hombres usen los mismos vocablos-sonidos,
sino de que todos estén de acuerdo en la conclusión una vez que
se haya conseguido un lenguaje común. Todo el desarrollo de la
geometría euclidiana, de la matemática pura, es una demostración
impresionante de la capacidad de la mente humana para alcanzar
conocimientos ciertos por puro raciocinio lógico, partiendo de datos
que se afirman o aceptan como postulados razonables. Tal es la
fuerza de esta evidencia, que se convierte en prototipo de convicción:
«¡Estoy tan seguro de ello como de que dos y dos son cuatro!»
En el campo de la lógica y la filosofía, el desarrollo del raciocinio
es igualmente cierto en sus comienzos, pero no en las ramificaciones
más finas. Se dan sofismas: afirmaciones con toda la evidencia
aparente de la lógica, pero que llevan a resultados absurdos. Se dan
dilemas que desembocan en callejones sin salida, porque ambas
posiciones contradictorias parecen tener consecuencias inaceptables.
Se requiere mucho conocimiento y mucha madurez intelectual para
confesar, como hacía el gran filósofo Suárez, que hay muy pocas
afirmaciones de las que podamos tener completa certeza. Muestra de
ello es la abundancia casi caótica de opiniones filosóficas en todos
los campos, que lleva a muchos a la convicción derrotista de que la
filosofía es pura lucubración subjetiva, sin verdad ni falsedad com­
probable.
Las ciencias de la materia, aunque tienen que desarrollarse tam­
bién a base de raciocinios más o menos claros, buscan siempre un
refrendo experimental que sirve de piedra de toque. En toda ciencia
de este tipo se excluye por principio lo que no es experimentable.
Toda construcción teórica tiene que basarse en datos comprobados,
con sus límites conocidos de exactitud y aplicabilidad. Luego debe
llevar a predicciones concretas, comprobables asimismo por observa­
ción o experimentación. Lo que no se ajuste a tales normas no es
ciencia, aunque no por ello deje necesariamente de ser verdad.
Es muy importante que nos demos cuenta de cuál es el valor del
conocimiento científico y cuáles son sus limitaciones. Tiene valor lo
que se observa, como acervo de datos que extiende y completa lo que
nos dan los sentidos en su ejercicio normal de la actividad cognosci­
tiva. Pero, además de los datos, la ciencia tiene que buscar conexio­
nes, explicaciones, estructuras que los hagan inteligibles. Y estas
explicaciones —«teorías»— son más ciertas cuanto más datos
engloban y predicen con éxito, pero nunca se toman como definitivas
en todos sus detalles. Siempre cabe la posibilidad y la esperanza de
una síntesis más profunda y completa. Tal vez el caso más típico de
este desarrollo científico lo presenta la concepción de la gravedad
según Newton y su refinamiento por Einstein, que realmente cambia
por completo el punto de vista en que se basa la explicación, pero
incorpora en sus resultados todos los datos bien comprobados en
que se basó Newton.
Es digno de mencionar explícitamente que todo el esfuerzo cientí­
fico se basa en una doble convicción no demostrable científicamente:
que el mundo extramental existe y no es caótico, y que la mente
humana puede descubrir en él un orden inteligible. Esto, que parece
tan obvio, era causa de admiración constante para Einstein: «¡Lo
más incomprensible del Universo es que es comprensible!» «Allí
estaba ese mundo enorme que existe independientemente de nosotros
los hombres y que se nos presenta como un gran acertijo eterno, al
menos en parte accesible para nuestro estudio».
Tal vez aquí encontremos la raíz histórica de que la ciencia se haya
desarrollado en la cultura occidental, greco-cristiana, y no en las
grandes culturas orientales. Como vemos todavía en sus formas
contemporáneas, las filosofías orientales desdibujan la realidad, con
tendencia a fundir el entendimiento consciente con el mundo exter­
no, a reunir lo contradictorio en una unidad superior no-racional, a
buscar ciclos en lugar de avances lógicos. Con tal actitud, conscien­
te o subconsciente, el trabajo científico en sentido moderno es im­
posible.
Además de lo dicho sobre la certeza y el método científico,
debemos subrayar sus límites. Sólo lo experimentable, al menos en
principio, puede ser objeto de ciencia, en el sentido técnico de esta
palabra. Y dentro de lo experimentable, lo que se puede medir y
expresar cuantitativamente por cualquier observador. Por eso no es
objeto de la ciencia «otro universo», que, por definición, no tiene
ningún contacto con nosotros. Ni lo es tampoco la experiencia
propia e incomunicable de una alegría, ni toda la trama ético-moral
de las relaciones humanas, ni los valores estéticos. Tampoco puede
ser objeto del método científico la pregunta sobre finalidad o razón
de ser. Y, sin embargo, todos estos campos no sólo son legítimos,
sino incluso los de mayor importancia para el hombre. La ciencia de
la materia sólo nos dice cómo ocurren las cosas y su concatenación
factual, nunca por qué o para qué o qué valor tienen.
Se le preguntó a Einstein si pensaba que toda la realidad podría
ser expresable en términos científicos. Einstein contestó: «Sí, podría
ser, pero no tendría sentido. Sería como intentar representar la
Novena Sinfonía de Beethoven como una curva de presión del aire».
O en las palabras de Cari F. von Weizsácker, describiendo en
términos físicos el acto de contemplar una manzana roja y darla a un
niño: «En ninguna parte de esta descripción se menciona el placer del
niño ni mi placer en su placer». Y a continuación: «... oigo los
sonidos: ‘la manzana es roja’. No hay nada en esta frase que indique
que intenta expresar un conjunto de hechos y que esos hechos son
verdaderos. Nada se ha dicho del acto de juicio, que puede compren­
der una serie de hechos de acuerdo con la verdad». Hablando de la
relación entre las características del Universo y la existencia de vida
consciente, J. A. Wheeler se pregunta algo que es difícilmente
cuantificable: «¿Ha tenido que adaptarse el Universo desde sus
primeros días a los futuros requisitos para la vida y la muerte? Hasta
que comprendamos por dónde va la respuesta verdadera en este
campo, podemos estar de acuerdo en que no sabemos ni la primera
verdad acerca del Universo». Y poco después, en una especie de
invocación poética a Copérnico: «Recuérdanos cada día el mayor
misterio de todos: por qué existe algo más bien que nada».
Incluso en su propio campo, el científico moderno se da cuenta,
con humildad, de lo parcial y tentativo que es nuestro conocimiento.
Dice E. P. Wigner: «En contenido y utilidad, el conocimiento
científico es una fracción infinitesimal del conocimiento natural».
Y Einstein, ya cerca de sus últimos años: «Una cosa que he apren­
dido en una larga vida: que toda nuestra ciencia, contrapuesta a la
realidad, es primitiva y pueril, y aun así, es la cosa más preciosa que
tenemos». De su propio trabajo y su certeza, añadía en una carta:
«Pensará que miro el trabajo de toda mi vida con una tranquila
satisfacción. Pero, mirando las cosas de cerca, son muy distintas. No
hay un solo concepto del que tenga la convicción de que se
mantendrá firme, y me siento con dudas de si estoy, en general, en el
camino correcto... Yo no pretendo tener razón... Sólo quiero saber si
tengo razón».
Podríamos aducir muchos más testimonios de los científicos más
eminentes, que son los que más cuenta se dan de las limitaciones de
su conocimiento. Aunque este esfuerzo de la inteligencia por com­
prender y ahondar más allá de los datos de los sentidos es lo más
noble y digno del hombre como ser racional, ¡qué pocas cosas
podemos decir que conocemos con certeza como fruto del propio
raciocinio! ¡Qué pocas veces podemos estar orgullosos de una nueva
idea, realmente fruto de nuestro esfuerzo, que verdaderamente añada
algo valioso y cierto al conocimiento humano!

Conocimiento indirecto: el testimonio ajeno

Hasta este momento hemos descrito la propia actividad como


fuente de conocimiento sensorial o racional. Pero, aunque este
acervo de datos y su elaboración directa sea nuestro orgullo más
legítimo y la fuente de certeza más satisfactoria, es de un ámbito muy
restringido. En realidad, casi todo lo que sabemos lo sabemos
porque nos lo han dicho otros.
Comenzando con las respuestas de los padres y maestros, a las
innumerables preguntas del niño, nos ponemos en comunicación con
el gran tesoro de experiencia y cultura de toda la humanidad.
Cuanto se ha hecho y aprendido en milenios nos sirve de base sobre
la que construir. Precisamente por esto el hombre avanza; como decía
Newton: «Si he alcanzado a ver más lejos es porque me apoyé sobre
los hombros de los gigantes que me precedieron». Nadie tiene que
reinventar el lenguaje, la escritura, el álgebra... En unos breves años
adquirimos la sabiduría de siglos, contrastada y purificada por miles
y miles de datos, comprobaciones y discusiones llevadas a cabo por
las inteligencias más eminentes.
Todo el ámbito de la historia, los hechos ya pasados, se nos hace
asequible por testimonio ajeno, ya que el pasado es inobservable
directamente. Todo lo factual es también, por su misma naturaleza,
indemostrable por raciocinio teórico. Pensemos en cuanto conocemos
de orden geográfico, histórico, concreto: o lo sabemos por experien­
cia directa, o por experiencia ajena, comunicada por testimonio
escrito u oral.
Sobre esta trama de confianza en lo que nos dicen otros se basa
casi toda nuestra actividad. Pero el que no haya prueba lógica o
experiencia propia no significa que no haya certeza. La existencia de
la Antártida o del Everest la aceptamos, con certeza, sin otra base
que el testimonio ajeno, la fe humana. Nadie duda de hechos
históricos, como la batalla de Waterloo, aunque sea imposible
demostrarla por un proceso mental de evidencia matemática. Incluso
cosas tan personales como la identidad propia y de nuestros padres
dependen de la certeza que proporciona el testimonio acorde de
testigos dignos de crédito, por su capacidad mental y su honradez.
En un mundo ideal, donde no hubiese deficiencias de observación,
ni errores de raciocinio, ni prejuicios o preferencias inconscientes, ni
falsedad interesada, el testimonio humano sería siempre fiable y
cierto. La realidad es muy distinta. Aun testigos presenciales de un
simple hecho que no les afecta (por ejemplo, un accidente de
automóvil) difieren drásticamente en su descripción de lo que vieron.
Si se une el propio interés, se dan versiones contradictorias (por
ejemplo, de una falta en un partido de fútbol), aun con total
sinceridad. No en vano exigen todos los tribunales de justicia que se
examinen los testigos para encontrar discrepancias, intereses, fallos
de observación, etc.
Aun con todas las condiciones necesarias, el testimonio ajeno
nunca nos da la satisfacción interna de lo que conocemos por
actividad propia, sensorial o racional. Nunca se percibe esa claridad
de la evidencia lógico-matemática. Es posible inferir con certeza, pero
no demostrar los hechos concretos, y lo mismo se aplica a lo que
otros nos comunican. Incluso es digna de tener en cuenta la distin­
ción entre inferencia cierta y demostración cuando tratamos de
objetos del mundo físico que no son directamente perceptibles, como
las partículas de la física moderna.
Ante la absoluta necesidad de aceptar el conocimiento por fe
humana como condición necesaria para el avance cultural, el último
fundamento en que nos apoyamos es la calidad del testigo y su
acuerdo con otros testigos igualmente fiables. Los expertos en cada
campo son dignos de crédito, al menos si no tienen intereses o
pasiones que desvirtúen su testimonio. Así sucede cuando aceptamos
por fe humana lo que dicen los científicos en el tema en que son
autoridades reconocidas como tales. La palabra de un Einstein en
física o de un Ramón y Cajal en fisiología del cerebro son base
suficiente para que una persona normal tenga certeza racional aun
de lo que se opone a sus convicciones más intuitivas.
Si una serie de datos históricos o geográficos se encuentra siempre
en todos los libros que se manejan en niveles profesionales, sólo un
escepticismo absurdo puede poner en duda su veracidad. No caemos
ahora en el peligro infantil de tomar como cierto cuanto aparece
impreso, sobre todo en periódicos y revistas sin refrendo profesional
en cada campo, ni tampoco en el absoluto magister dixit («lo dijo el
maestro») de tiempos pasados. Aun así, aceptamos la estructura casi
vacía de la materia, la existencia de neutrinos sin masa ni diámetro,
la curvatura del espacio hacia una cuarta dimensión por el testimo­
nio de los físicos modernos, cuyo consenso no tiene explicación
lógica sin una objetividad cierta de lo que nos dicen.
Aquí llegamos al extremo más sorprendente: creemos que las cosas
son como nos dice la ciencia, aun contra el testimonio de los sentidos, y
cuando lo que se nos dice resulta totalmente inimaginable. Tal es la
fuerza persuasiva de testimonios concordes y fiables. Un posible
desvío de la certeza basada en el testimonio concorde se encontraría
en buscar en una especie de consenso democrático el criterio de
verdad. En lo humano, es legítimo buscar la mayoría para decidir
cursos de acción que no se imponen por sí mismos, debido a
responsabilidades ético-morales. Pero la convicción de la mayoría,
por aplastante que ésta sea, no es jamás criterio de verdad, ni cuando
se trata de hechos ni cuando se trata de ideas. Durante siglos, la
forma de la Tierra se consideró plana, y apenas alguna voz se alzó en
favor de su esfericidad. Sin embargo, la Tierra es redonda, y ninguna
votación puede cambiar este hecho. Se cuenta que en un estado de
Norteamérica, durante el siglo pasado, se intentó legislar que el valor
de 7r fuese exactamente 3, en lugar de 3,141592, para facilitar las
operaciones matemáticas en las escuelas. Ni que decir tiene que ese
valor resulta de dividir la longitud de la circunferencia por su
diámetro, y jamás se obtiene 3, sin más. No sólo en un país terrestre,
sino en todo el Universo en que se estudie la geometría plana, el
cociente será siempre 3,141592...
Otro caso histórico de un esfuerzo inútil por doblegar la verdad
factual a los prejuicios de diversos grupos lo encontramos en las
reacciones a la teoría de la relatividad. Tanto en la Alemania nazi
como en la Rusia soviética se denunció a la teoría de Einstein como
un tipo de ciencia «judía», incompatible con la mentalidad aria o
marxista. En ambos casos, físicos de prestigio se vieron obligados a
hacer declaraciones en tal sentido, probablemente a sabiendas del
suicidio intelectual que suponía el cerrarse a una de las concepciones
más geniales en la historia de la ciencia. Todavía se leen a veces
diatribas contra la ciencia capitalista o de cualquier otro signo, como
si la naturaleza tuviese distintas leyes según el matiz político o la
conveniencia estatal de quienes la observan.
No es, pues, el testimonio humano una fuente de evidencia y
certeza del mismo orden que la propia experiencia y el raciocinio.
Sólo sirve para constatar hechos, no ideas. Sólo tiene el valor de los
testigos: de su propia fiabilidad, basada en conocimiento y honradez.
Pero, dentro de tales límites, es ésta la fuente de conocimiento más
amplia y rica, y a ella debemos casi todo lo que sabemos y lo que
utilizamos como base de nuestro proceder. El hombre es un ser
social también en este sentido; aun el mismo desarrollo orgánico del
cerebro exige la comunicación constante con nuestros semejantes.

La fe como base de la religión


Dentro del apartado que nos ocupa, del conocimiento derivado
del testimonio ajeno, entra la mayor parte del contenido conceptual
de las religiones monoteístas de Occidente. En el judaismo, cristianis­
mo e islamismo se presentan cuerpos de doctrina aceptados como
ciertos no por su comprobación experimental o raciocinio lógico,
sino por fe en un testimonio verídico. Tal situación implica dos
facetas muy distintas: por una parte, la realidad de comunicaciones
sobrenaturales, por las cuales Dios manifiesta al hombre verdades
que éste desconocía. Por otra, la existencia histórica de testigos
fiables, que nos comunican a su vez el hecho y el contenido de la
revelación divina, bien por tradiciones orales, bien por textos que se
consideran sagrados e inmutables.
Dejando a un lado el problema, más bien artificial, de la posibili­
dad de tal revelación (que queda resuelto en cuanto se parte de la
existencia de un Dios inteligente, creador del hombre), lo que tiene
que establecerse con certeza suficiente es que la revelación de hecho
se ha producido y que su mensaje se transmite fielmente. Si esto
puede hacerse con una inferencia cierta (no demostración lógico-
matemática ni comprobación experimental, ambas inaplicables a
hechos pasados), el conocimiento obtenido por revelación gozará de
la máxima certeza posible, por apoyarse en el testigo de máxima
autoridad: Dios mismo. Ninguna clase de ignorancia o limitación ni
prejuicio o falta de objetividad u honradez pueden desvirtuar el valor
de su testimonio. Ante aquel que todo lo conoce y que es la misma
Verdad, el hombre puede y debe, sin perder nada de su dignidad
racional, creer con absoluta firmeza cuanto se le comunique, por
incomprensible que sea.
En cuanto al contenido mismo de la revelación, puede esperarse
que se refiera a Dios mismo y a nuestras relaciones con El, no a
temas científicos ni otros campos que están a nuestro alcance. La
revelación no debe suplantar el esfuerzo humano por conocer el
Universo; debe suplir nuestra incapacidad esencial para conocer a
Dios en su mismo Ser y sus planes para nosotros. Este carácter
trascendente de la revelación religiosa, que tiene por objeto algo
humanamente inalcanzable, lleva consigo la probabilidad de que se
den problemas de expresión. No es posible explicar la física nuclear
en el lenguaje de una clase de párvulos, ni debemos esperar que lo
que Dios es y hace sea expresable totalmente en lenguaje humano.
De ahí nace la necesidad de interpretar la revelación en su forma
histórica, de tal modo que la fe requerida no sea fe en expresiones
humanas parciales, sino en el mensaje que encierran. En principio,
toda forma de comunicar ideas: narraciones, símbolos, ejemplos,
acciones significativas, cantos poéticos, puede servir de vehículo apto
para la revelación. Sería imprudente y miope el querer entender toda
esa variedad de formas como una sola, la formulación árida y
precisa de un libro de texto.
También es de esperar, en toda lógica, que las verdades reveladas,
aun después de todas las explicaciones, resulten incomprensibles por
manifestar algo que excede nuestra experiencia e imaginación. Pero
si tenemos que renunciar a una imagen satisfactoria al hablar de la
materia (recordemos lo dicho acerca de partículas sin masa ni
dimensiones o de espacios curvos), mucho más debemos aceptar que
lo que se nos dice de Dios sea inimaginable. El único límite,
impuesto por la misma esencia de todo lo real, es el principio de
contradicción: no es posible que algo sea y no sea al mismo tiempo y
bajo el mismo respecto. Lo contradictorio no puede ser real ni
puede, por tanto, ser parte de una revelación divina. Es la misma
razón que nos obliga a afirmar que, aun siendo Dios omnipotente,
no puede hacer que exista otro Dios, que sería automáticamente
Dios y no-Dios, por ser creado. Esto, tan evidente, se interpreta
como limitación teológica arbitraria cuando algún científico se pone
a discutir, sin base alguna, excepto sus prejuicios, ¡los llamados fallos
de la religión!
Resumiendo lo dicho hasta aquí, la adquisición de conocimientos
por fe divina es posible siempre que haya certeza humana de que se
dio la revelación y que su contenido se transmitió sin alterarlo. De
estas dos condiciones no puede ser prueba la misma revelación. Es
necesario partir de fe humana (histórica) para alcanzar la fe divina.
Y esa fe humana tiene que ser satisfecha no con demostraciones
evidentes (que no son aplicables a hechos), sino con razones de
inferencia normalmente satisfactoria. Para concretar más: una exi­
gencia de certeza lógico-matemática es irrealizable, pero una convic­
ción semejante a la que se requiere en un juicio criminal es posible y
necesaria. Una vez alcanzada, y bien sentado el hecho de la revela­
ción y su integridad, se da certeza absoluta con fe divina, apoyada
en la autoridad infinita de Dios, sobre el contenido del mensaje re­
velado.
El asentimiento por el que se acepta la revelación no evita el
desasosiego intelectual que acompaña la falta de claridad, de eviden­
cia propia, en lo que se cree. Creer sin entender no es nunca
agradable ni en física moderna ni en teología. Pero este desasosiego
es una reacción natural, aun en lo que sabemos más cierto, cuando se
exige un proceder contra nuestros instintos. Incluso después de ver
ante nosotros un estadio enorme, con pistas perfectamente lisas, sin
posible obstáculo, ¡qué difícil nos sería lanzarnos a correr a toda
velocidad con los ojos vendados! Nuestros instintos nos exigen ver
para correr; de forma semejante, nos exigen entender para asentir.
Y en esta dificultad radica también el mérito humilde de la fe reli­
giosa: creemos aun sin entender, porque el testimonio de Dios nos
basta.
Finalmente, si hemos alcanzado la certeza de que ha habido una
revelación divina y de que su contenido religioso es interpretado
fielmente, nuestro asentimiento será inmutable. No hay lugar para
cambios ni correcciones a lo dicho por Dios. Necesariamente será la
revelación una serie de dogmas, sin posible alteración ni por racioci­
nio humano ni por consenso mayoritario. Negar esta firmeza dog­
mática es negar la revelación misma como fuente de conocimiento y
considerar lo religioso como un simple esfuerzo humano, siempre
cambiante. La mejor refutación de que una religión se proclame
como revelada será el que acepte la relatividad completa de su
doctrina.
Es verdad que el mensaje revelado debe transmitirse por canales
humanos, que siempre son imperfectos y falibles. Por eso la revela­
ción aparecerá como provisional o mudable, a no ser que incluya una
garantía divina de firmeza. Tal es el caso de la revelación cristiana
presentada por la Iglesia católica. No se apoya simplemente en las
Sagradas Escrituras, que, como mera colección de escritos, no tienen
propia garantía de autenticidad ni verdad. Se apoya en la comunidad
apostólica que recibió la revelación de Cristo y la promesa de
asistencia divina para su transmisión. La Iglesia primitiva, antes de
escribirse los evangelios, sirvió de fuente humana de certeza para el
hecho de la revelación y de intérprete auténtico para su contenido.
Esa Iglesia reconoció algunos escritos como fieles presentaciones del
mensaje cristiano, mientras rechazó a otros como apócrifos por
falsearlo. Esta misma Iglesia, iluminada por el Espíritu Santo, es
todavía hoy el único depositario e intérprete cierto de la revelación,
ya completa. Sería absurdo aceptar como verdad la Escritura negan­
do al mismo tiempo el magisterio eclesial, que es la última base del
valor de esa misma Escritura como revelación divina.
Hemos establecido brevemente la necesidad y características de los
tres canales por los que adquirimos conocimiento. Y hemos prestado
especial atención a la fe humana y divina como medio para salvar las
limitaciones de cada esfuerzo individual: podemos enriquecernos con
todo lo que otros hombres han conseguido aprender durante mile­
nios, e incluso podemos alcanzar conocimientos que superan la
capacidad de todo entendimiento creado si éstos son comunicados a
la humanidad por Dios. Tal es, por ejemplo, el saber que hay tres
personas en una sola naturaleza divina, o el saber que el hombre está
llamado a contemplar a Dios directamente en su gloria.
De estos temas, ni puede decir nada la ciencia experimental ni
puede alcanzar comprensión completa el raciocinio filosófico o aun
teológico. Son simplemente objeto de nuestra fe, jamás podrán ser
cuestionados por ningún tipo de ciencia humana sin que ésta
traspase sus fronteras y su metodología propia.
Hay, en cambio, otras afirmaciones dogmáticas que rozan los
campos de la astrofísica, la biología, las ciencias de la materia en
general. Tales son las enseñanzas de la Iglesia sobre el origen del
Universo por creación divina, la existencia y creación del alma
humana, la supervivencia del hombre, en alma y cuerpo, después de
la muerte. Aquí se han dado y se dan polémicas desde los datos y
teorías científicas, contrapuestas a formulaciones o interpretaciones
de la revelación. Sin volver sobre el tristemente célebre caso de
Galileo, todavía puede sentirse un cierto posible antagonismo entre
ciencia y fe. Creo que vale la pena presentar cuáles son las posiciones
que nuestra época permite tomar a un cristiano, con el sentimiento
gozoso de que nunca ha estado tan de acuerdo el conocimiento
científico más exacto con nuestros dogmas.

Existencia de Dios

Aunque con poca frecuencia, todavía se encuentran frases des­


pectivas, con relación a la existencia de Dios, en algunos autores
científicos. No vale la pena detenerse en algo tan pueril y absurdo
como el comentario del astronauta ruso que quiso congraciarse con
el ateísmo oficial de su Gobierno afirmando que, viajando en su
órbita a 100 kilómetros de altura, no había visto a Dios..., como si
esperase encontrarlo a bordo de otro Sputnik. Sólo una persona
totalmente sin cultura religiosa podría dejar de reírse con pena ante
tal falta de seriedad y lógica. /
Otras afirmaciones de ateísmo muestran también que el Dios que
se niega es una caricatura que el autor piensa corresponde al Dios
bíblico, concebido antropomórficamente como un anciano iracundo
y caprichoso, divinidad tribal de unos nómadas israelitas. Nuestra fe
comienza con las palabras solemnes: «Creo en un solo Dios, Padre
todopoderoso, Creador del cielo y tierra, de todo lo visible y lo
invisible». Tal descripción de la divinidad la distingue inmediata­
mente de cuantos «dioses» han sido propuestos en las mitologías de
diversas culturas: superhombres con rivalidades mutuas, nacidos de
la materia y parte de ella. El Dios cristiano se revela como único,
creador de todo cuanto existe, eterno, no-material, inmutable. A su
actividad se atribuye cuanto hay de positivo en el Universo y a su
inteligencia y bondad infinitas se recurre como razón explicativa del
orden y finalidad que se entrevé en el cosmos. Dios, como ser
infinito distinto de la materia y superior a ella, automáticamente
queda fuera del ámbito de las ciencias experimentales. Ni pueden
éstas encontrarlo con sus aparatos ni vale lógicamente el tomar la
ausencia de prueba como prueba de ausencia. Como tampoco es
posible dar prueba experimental de una cosa tan importante como la
intención con que nosotros hacemos algo; ya hemos indicado que la
ciencia explica cómo funciona la naturaleza, pero no por qué o para
qué. Es, consecuentemente, imposible el que haya oposición entre
ciencia y fe acerca de la existencia de Dios. La ciencia no tiene nada
que decir, ni en pro ni en contra, mientras se mantenga dentro de sus
límites de objeto y método.
Por su parte, la fe no debe usar el concepto de Dios como
respuesta científica que cubre nuestra ignorancia en lo que es
experimentable. No es legítimo hablar de actividad divina para
explicar el rayo, como en las mitologías primitivas, ni para explicar
la sucesión de las estaciones o del día y la noche. Con razón se ha
reprochado una actitud incompatible con la ciencia a ese espíritu
primitivo que parecía concebir a la materia como totalmente inerte,
sin leyes ni proceder propio. Tal es el trasfondo de esas «explicacio­
nes» religiosas en que se busca la actividad explícita de los dioses
para todo lo que ocurre en la naturaleza. Si el Universo fuese así, no
podría esperarse regularidad alguna ni verdadero conocimiento de la
materia.
No es lo mismo concebir a la naturaleza como inerte que admitir
la posibilidad de una intervención extraordinaria de la divinidad: el
milagro. Quien niegue a Dios el poder intervenir en el Universo, con
el pretexto de que sería imposible la ciencia, hace una extrapolación
exorbitada de aceptar excepciones a negar toda regla. La actitud
animista primitiva negaba la regularidad esencial de la materia; la
actitud cristiana la afirma, pero admite la libertad del Creador para
intervenir en forma excepcional. Porque se admite la regularidad, la
ciencia es posible; pero nunca puede ser una atadura para Dios.
Volviendo a la idea de Dios como explicación demasiado fácil de
fenómenos naturales, dice C. F. von Weizsácker: «Cuando Newton
explicó las leyes de Kepler en términos de la mecánica, se sostuvo
que el funcionamiento del sistema planetario había sido ya explicado
en términos profanos, por así decir, y se presentó la pregunta extraña
de si esta visión del mundo dejaba algún puesto para Dios» ... «Un
hueco en el conocimiento se convirtió en un argumento para la
existencia de Dios. Esta es probablemente la peor forma posible de
k probar la existencia de Dios. Porque los huecos en nuestro conoci­
miento suelen llenarse, y Dios no es una tapadera provisional».
¿Quiere decir esto que no hay nada en el mundo que nos lleve a
encontrar a Dios como su explicación? Conviene matizar la respues-
* ta. Dios no se encuentra como un eslabón más de una cadena de
explicaciones físicas. El no será ni una ley física más general ni una
fuerza material más profunda. No puede entrar en las categorías de
la física, la química, la biología. Estas ciencias deben buscar y
comprobar experimentalmente todo cuanto la mente humana puede
preguntarse respecto al funcionamiento de la materia, desde la
última partícula elemental hasta la estructura del Universo. En
cambio, Dios podrá aparecer como única razón suficiente cuando
nos preguntemos por qué existe el Universo, qué finalidad puede
hacer inteligible su desarrollo, qué responde en la realidad a nuestros
anhelos de superación, inmortalidad, felicidad. Todas estas pregun­
tas se salen de las ciencias naturales, pero son tan espontáneas e
importantes como las preguntas científicas. El ignorarlas o negarse a
estudiarlas es restringir arbitrariamente el ámbito intelectual. No
puede reducirse el Universo a simple física.
Por esta razón decía Einstein: «Si la religión sin ciencia es ciega, la
ciencia sin religión cojea». Nos hacen falta todos los puntos de vista,
todas las aportaciones de diversos campos, para obtener una síntesis
completa de lo que es el Universo y nuestro papel en él. Y nada es
tan básico a este esfuerzo como conseguir entender por qué y para
qué existe el cosmos y nosotros mismos; con las palabras ya citadas
de J. A. Wheeler: «¿Por qué existe algo en lugar de nada?» En el caso
de Einstein, su deseo de comprender el Universo en todos sus niveles
se refleja también en expresiones semejantes: «Yo quiero saber cómo
Dios creó este mundo. No me interesa este fenómeno o el otro, el
espectro de este elemento o de aquel. Quiero saber sus pensamientos;
, lo demás son detalles».
En ténninos más generales escribe W. Heisenberg: «Aunque estoy
convencido ahora de que la verdad científicá es inexpugnable en su
propio campo, nunca me ha sido posible el descartar el contenido del
' pensamiento religioso como simplemente parte de una fase pasada
de moda en la consciencia de la humanidad, una parte a la que de
ahora en adelante debemos renunciar». No es ésta una actitud
excepcional en nuestro tiempo. Cuando más se profundiza en el
estudio científico, más se siente la presencia de un ser superior, capaz
de producir tanta belleza. Citando a C. F. von Weizsácker: «... el
primer sorbo de la copa del conocimiento nos. separa de Dios, pero
en el fondo de la copa Dios espera a los que le buscan».
No es la existencia de Dios una valla contra el desarrollo científi­
co, ni pide la religión que la ciencia se ponga a su servicio para
probar que Dios existe. Ambas posturas se han dado históricamente
con resultados negativos tanto para la ciencia como para la fe. En
los altercados más o menos agrios sobre el tema, la posición religiosa
puede parecer más débil, porque se admite que el científico hable de
religión (¡todo el mundo se cree un experto en religión y en política!),
pero no que el teólogo hable' de ciencia. La posición correcta es de
mutuo respeto y de circunscribirse al propio terreno. Así no hay
conflicto, y la presencia en todos los campos de la ciencia de
hombres eminentes que profesan su fe sin rebozo es prueba viviente
de que ambas formas de conocimiento se complementan y ayudan.

El origen del Universo

Entre los temas fronterizos, con implicaciones científicas y religio­


sas, tal vez sea el origen del Universo el más concreto y analizable
desde ambos puntos de vista. Y es precisamente el desarrollo
científico moderno el que lo pone en primer plano. Podríamos decir,
en líneas generales, que el siglo xix desarrolló una astronomía
basada en la aceptación implícita o explícita de un universo eterno e
infinito, esencialmente inmutable. La pregunta sobre su origen se
relegaba a la categoría del mito más o menos simbólico. No ayudaba
a superar esta actitud la concepción estrecha de la Biblia como libro
totalmente factual, sin lugar a símbolos o estructuras literarias. La
insistencia de muchos expositores del Génesis en el significado literal
de los seis días de la creación y en las cronologías que daban al
mundo una edad de unos cuatro mil años estaban claramente en
contradicción con nuevos datos geológicos que exigían millones de
años para la formación de rocas terrestres. Se desarrolló, en conse­
cuencia, una doble postura irreconciliable: por un lado, creación por
actividad divina de un mundo ya estructurado desde su comienzo,
con edades comparables a la historia humana. Por el otro, ün mundo
eterno, increado, que tiene en sí mismo las causas de su desarrollo y
que con sus leyes produce soles, planetas, etc.
Hacia finales del siglo xix y comienzos del xx, las posiciones
comenzaron a evolucionar en un sentido convergente. Los estudios
bíblicos subrayaron la importancia de distinguir el mensaje religioso
de las formas literarias usadas en los libros sagrados: narración
histórica, parábolas, poesía, sistematización artificial, etc. El relato
del Génesis se vio como una presentación esquemática de cuanto hay
en el mundo, como debido a la acción de Dios; no un intento de
enseñar astrofísica, sino una afirmación religiosa contra las doctrinas
de otros pueblos orientales que daban primacía al mundo y contra­
ponían al dios-ordenador (no creador) otros dioses rivales y destruc­
tores. El autor bíblico usa imágenes de su vida para indicar que todo
está hecho con sabiduría y orden, que se refleja en los sucesivos
pasos por los que se completa la creación. El mensaje total es sencillo
y sublime: Dios es la única fuente de existencia. Nada se resiste a su
poder, y todo está hecho y ordenado por El con sabiduría y amor.
Por su parte, la astronomía se vio obligada a considerar aparentes
paradojas que resultan de la infinitud y eternidad del Universo. La
llamada «paradoja de Olbers» deducía, por leyes físicas de propaga­
ción de la luz, que un Universo eterno e infinito, con un número
infinito de estrellas, debería presentar un cielo nocturno tan brillante
como la superficie del sol. No habría espacio oscuro entre estrella y
estrella; la vida sería imposible. Otra forma, todavía más apremiante,
de la paradoja llegaba a la conclusión de que un mundo con una
cantidad infinita de materia daría lugar en cualquier punto a un
potencial gravitatorio infinito y a fuerzas gravitatorias infinitas o
nulas. Tales consecuencias, en flagrante contradicción con los he­
chos, parecían inevitables. Pero también parecía imposible concebir
un mundo finito en un espacio limitado.
Con respecto a la edad del Universo, se presentaba el problema de
su evolución. Las estrellas (incluido el Sol) producen energía por la
transformación del hidrógeno en helio, y del helio en carbono,
oxígeno y los demás elementos. De ser el Universo eterno, ya se
habría agotado el hidrógeno, mientras que el uso del espectroscopio
nos permite comprobar que todavía el 90 por 100 de todos los
átomos del Universo es hidrógeno. Parece que debemos aceptar la
idea de que la edad cósmica es relativamente corta; el Universo es
tan joven, que apenas ha usado una pequeña parte de su combustible
nuclear. Es veidad que las edades geológicas y estelares se miden en
miles de millones de años, totalmente inimaginables para nosotros,
pero quedaba la conclusión sorprendente de que la edad del Univer­
so puede ser del mismo orden que la duración típica de una estrella,
como el Sol.
En 1916 Einstein propuso su genial teoría de la relatividad
generalizada, cuyas consecuencias cosmológicas se formularon en el
decenio siguiente. La idea más nueva y difícil de aceptar fue la de que
la masa curva del espacio que la rodea permitió concebir un universo
finito pero ilimitado, en un modo semejante (en una dimensión más) a
la superficie terrestre, también finita pero sin bordes (sin límites). Así
se resolvían las paradojas de la luminosidad del cielo nocturno y de la
fuerza gravitatoria. Todavía supuso Einstein que el Universo sería
estático y eterno, y llegó a modificar artificialmente sus ecuaciones
para evitar el resultado a que conducían naturalmente: un Universo
evolutivo.
Poco tiempo después, los estudios de E. Hubble con el gran
telescopio de Monte Wilson (en California) introdujeron como
hecho experimental la expansión del Universo, tal vez la sacudida
más violenta de la ciencia moderna. Las ecuaciones de Einstein,
devueltas a su lógica forma original, describían exactamente lo que
se observaba: un Universo evolutivo, cuyo comienzo podía encon­
trarse en el momento en que toda la masa de las galaxias se
encontraba en un punto.
Después de varios reajustes de distancias y velocidad galácticas, se
ha llegado a la descripción actual del cosmos: un espacio finito, en
que se observan aproximadamente 100.000 millones de galaxias
dentro de un radio de unos 15.000 millones de años-luz (año-luz =
distancia recorrida por la luz en un año, equivalente a unos diez
billones de kilómetros). Todas estas galaxias comenzaron a separarse
como resultado de una gran explosión, hace unos 18.000 millones de
años. La explosión marca el comienzo del Universo como sistema
físico observable y regido por leyes que explican su evolución
posterior: es el momento de la creación, entendiendo esta palabra en
un sentido técnico de límite de lo cognoscible.
La reacción ante tal concepto del Universo y su origen ha sido
intensa. Los físicos se consideran frustrados en su deseo de siempre
preguntar más allá, por etapas previas y situaciones que expliquen lo
que luego se observa. La gran explosión pone una barrera a tal
esfuerzo: si hubo una época anterior, no queda ningún rastro de ella.
Los filósofos y teólogos vieron en estas ideas la justificación científi­
ca de una creación divina. Y astrónomos empeñados en evitar toda
hipótesis que llevase a un comienzo temporal intentaron presentar
otras explicaciones compatibles con la expansión actual, pero dentro
de un mundo inmutable en gran escala, eterno e infinito.
Hoyle, Gold y Bondi son los tres nombres asociados con la
hipótesis del Universo estacionario, contrapuesto al evolutivo de la
gran explosión. Según ellos, el Universo tiene siempre el mismo
aspecto y la misma composición; no hubo momento inicial ni
creación hace miles de millones de años. En cambio, para mantener
constante la densidad y la abundancia de hidrógeno mientras las
estrellas evolucionan y las galaxias se separan, se ven obligados a
introducir la creación continua de nuevos átomos. Y aquí sí que tiene
que utilizarse la palabra «creación» en su sentido estricto: comenzar
a existir, producción de la nada. Queriendo evitar un comienzo (que
en toda lógica lleva a la idea de Dios Creador), se encuentran estos
autores rodeados de creaciones parciales, pero que filosóficamente
son tan imposibles de explicar sin un Creador omnipotente como la
creación total en un principio único. Donde no hay nada, solamente
un poder infinito y una sabiduría infinita pueden hacer que exista
algo.
En 1965, los radio-astrónomos americanos Penzias y Wilson
detectaron, sin proponérselo, un fondo de ondas de radio que llena
todo el espacio. Exactamente esa «estática» universal había sido
predicha como resultado de la gran explosión por G. Gamow.
Nuevas medidas de distancias de quasars (núcleos super-luminosos
de galaxias primitivas), y de abundancia de helio y deuterio, confir­
maron independientemente la misma teoría: el Universo, de acuerdo
con todos los datos de nuestra ciencia, comenzó su evolución hace
unos 18.000 millones de años. Antes, no podemos saber nada. Más
exactamente, según la manera de concebir el espacio y el tiempo en la
teoría de la relatividad, no hubo «antes». El espacio y el tiempo son
propiedades de la materia, y no puede hablarse de ellos sino cuando
la materia existe.
Ante tal concepción, podemos sentirnos inclinados a pensar que la
ciencia ha demostrado la existencia de Dios Creador. Pero recorde­
mos los límites y métodos científicos: sólo lo experimentable es
objeto de las ciencias de la materia. No hay ninguna ecuación ni ley
física que presente en uno de sus términos a un Creador inmaterial;
no es posible llegar a él sin salimos de la ciencia. Pero sí es posible y
lógico ver que una vez que la ciencia llega a ese punto cero, todavía
queda una pregunta legítima más allá de la física, en la meta-física:
¿cuál es la causa de que el Universo comience a existir? Y a esa
pregunta, o no se le da una contestación (con lo que no se resuelve
nada), o se tiene que admitir un Creador.
Un astrónomo que trabaja para la NASA, V. R. Jastrow, ha
publicado recientemente un libro con el título Dios y los astrónomos.
Aunque se confiesa agnóstico, escribe: «En el momento actual
parece que la ciencia nunca podrá levantar la cortina del misterio de
la creación». Para el científico que ha vivido con la fe en el poder de
la razón, el libro termina como una pesadilla. Ha escalado las
montañas de la ignorancia; está a punto de conquistar la cima más
elevada; cuando se remonta sobre la última roca, le saluda un grupo
de teólogos que están sentados allí desde hace siglos.
¿Qué alternativa científica puede ofrecerse? Hablando con propie­
dad, ninguna. Es posible especular acerca de una fase previa de
contracción, que llevaría a la gran explosión con que comienza
nuestra ciencia. Pero el postular algo inobservable, aun en principio,
viola las normas de la actividad científica. Si esa fase de contracción
fuese eterna, se encuentran toda clase de absurdas matemáticas. Si
fue limitada, o se busca una creación a su comienzo, o hay que
postular un Universo cíclico, con períodos alternos de expansión y
contracción. Nada hay en la física moderna que permita prever una
expansión si la materia sufre el colapso gravitatorio a partir de una
situación difusa. Y es posible también calcular que la distribución
actual de energía impide un número infinito de ciclos previos. De
cualquier manera se llega a un comienzo, y tras él, a la creación.
Es triste constatar que los prejuicios de algunos autores científicos
les obcecan en este punto hasta extremos pueriles: «¿De dónde viene
Dios? Si respondemos que Dios es infinitamente antiguo, o presente
simultáneamente en todas las épocas, no hemos resuelto nada»...
Excepto, podemos contestar, que ese Dios no es material, ni muta­
ble, ni sujeto a las leyes físicas de un Universo en evolución. Por
tanto, aun desde un punto de vista estrictamente científico, el
concepto de tiempo no puede aplicarse a El. Y la comparación
se muestra como una falta total de profundidad filosófica y aun
científica.
También indica un desconocimiento de la naturaleza de la ciencia
el objetar que la creación es inadmisible porque hay una ley física
que dice que en el Universo «nada se crea y nada se destruye». En
primer lugar, la ley física supone la existencia de la materia, pero no
puede decir nada sobre su origen. Ni es tampoco la ley física una
norma impuesta por los científicos, sino simplemente la constatación
del modo de proceder de la materia. Esta ley describe lo que ocurre
en todas las reacciones físico-químicas: antes de la reacción existe
exactamente la misma cantidad de masa-energía que después de la
reacción. Ningún esfuerzo nuestro ni reacción natural puede crear ni
aniquilar nada; sólo transformarlo. La creación, aun de un solo
átomo, exige un poder infinito, exige la acción de Dios.
¡Qué bien encajan con la ciencia moderna las palabras del Génesis:
«En un principio creó Dios el cielo y la tierra»!

El fin del Universo

Como el origen, también el fin del Universo cae naturalmente


fuera de lo experimentable. Incluso nos encontramos con un cambio
de sentido en las palabras: si «origen» llega a significar «creación»
aun para la ciencia moderna, la palabra fin no significa aniquilación
(dejar de existir), sino, en forma más restringida, la cesación de
actividad física. Será el fin de la evolución del cosmos, llevada a las
últimas consecuencias de las leyes físicas.
Nada hay en la fe que nos indique la duración futura de la
materia; el «fin de los tiempos», «fin del mundo», que se menciona en
la Escriturares solamente el fin de la vida humana. Y ésta puede ser
muy efímera a escala cósmica. Ni influye en la evolución de los
astros el que el hombre desaparezca del mundo viviente. Sin embar­
go, unido a este tema del fin del Universo, entendido como estado
último, se encuentra el problema de la finalidad, la razón de ser de
todo cuanto existe, y especialmente de la Tierra y el hombre. ¿Por
qué y para qué existe la creación? ¿Qué razón suficiente puede
aducirse para su enorme riqueza de galaxias y soles, para las etapas
de miles de millones de años de su evolución? ¿Tiene sentido el
Universo? Es interesante comprobar que estas preguntas, totalmente
ajenas a las ciencias experimentales, son hoy objeto de artículos en
revistas de astronomía y física. Autores de gran prestigio discuten
las características del mundo material en relación al hombre, como
cumbre consciente de su desarrollo. Esta actitud — el principio
antrópico— no es aceptada umversalmente, pero se estudia como
digna de respeto y de análisis.
El futuro del Universo.—Trataremos primero del futuro del Uni­
verso. En líneas generales, las leyes físicas predicen el agotamiento de
fuentes de energía en las estrellas y de los gases interestelares de los
que pueden formarse nuevas generaciones de soles. Inexorablemente,
el hidrógeno se va transformando en elementos más pesados, y cada
estrella deja parte de su masa en astros superdensos, oscuros y fríos.
Las galaxias tendrán cada vez menos estrellas activas, hasta que en
un tiempo del orden de un billón de años, ya todo el universo será
una colección de astros muertos, todavía girando inútilmente en sus
órbitas, mientras las galaxias continúan su fuga alejándose cada vez
más unas de otras.
¿Continuará indefinidamente la expansión? No hay todavía una
respuesta cierta, pero cada vez más los astrónomos se inclinan a dar
una respuesta afirmativa. El Universo parece tener solamente el 10
por 100 de la masa necesaria para que las fuerzas gravitatorias
frenen y paren la expansión. Así como un cohete espacial se escapa
definitivamente de la Tierra si se lanza verticalmente con una
velocidad superior a los 11 kilómetros por segundo (velocidad de
escape), las galaxias se alejan á una velocidad superior a la de escape
para la masa conocida en el cosmos. Y cada vez parece menos
probable que exista, escondida a nuestros instrumentos, el 90 por
100 que todavía no se ha encontrado.
Si nos preguntamos qué ocurrirá una vez que se apaguen las
estrellas, la física nos da respuestas en escalas de tiempo tan
enormes, que la duración del Universo hasta ese momento resulta
insignificante. En una cifra de años que se escribe con la unidad
seguida de 30 ceros, la mayor parte de la masa del Universo estará
condensada en «agujeros negros», cuya atracción gravitatoria impide
que aun la luz pueda escaparse de su interior. Por un fenómeno
conocido como «efecto de túnel», estos agujeros negros, terminan por
evaporarse, y en una escala de años escrita como la unidad seguida
de 100 ceros, la materia y energía del cosmos será simplemente un
fondo difuso de partículas y radiación débilísima, en un espacio
vacío, oscuro y frío. Podría decirse que eso es el fin, en cuanto a
actividad física se refiere.
De encontrarse la cantidad de masa necesaria para frenar la
expansión, el futuro es más dramático, pero igualmente pesimista.
Dentro de unos 40.000 millones de años, las galaxias se habrán
frenado, y comenzarán a caerse hacia un centro común. Allí se
aplastarían unas contra otras, deshaciendo estrellas, planetas y hasta
los mismos átomos. Todo quedaría en un enorme agujero negro
dentro de unos 120.000 millones de años. Sería el fin de todas las
estructuras conseguidas durante la evolución cósmica, el volver a un
caos irreversible. Porque ninguna ley física conocida permite un
rebote y un nuevo ciclo. Y, como decíamos antes, si hubiese ciclos,
no podrían darse indefinidamente, pues la energía se disipa en parte
en cada expansión y no se recupera en la contracción.
De cualquier manera, la astrofísica predice como cierta la destruc­
ción de cuanto hay de orden y estructuración de la materia. No sólo
no es eterno el Universo, sino que va hacia su muerte. Es esto algo
que produce verdaderas crisis de angustia para quienes ven en la
materia la única realidad. Se opone especialmente la ciencia a los
dogmas marxistas de una materia en continua superación: no es así
como la describe la física y astronomía más de acuerdo con todos los
datos experimentales.
Sentido del Universo.— Si se acaba el Universo y se destruyen
todos los logros de su evolución, ¿qué sentido tiene su existencia?
Parece de una futilidad trágica el que la naturaleza se desarrolle
dando tantas maravillas como observamos para luego deshacer
todo una vez más. Incluso en un universo cíclico, ¿qué puede
pensarse más sin sentido que un eterno hacer y deshacer las mismas
estructuras? El deseo natural de encontrar una razón satisfactoria de
lo que existe exige una respuesta menos cínica y desesperada que
decir que el Universo no tiene sentido. Y aquí es donde entran como
nuevos factores el sentido de finalidad y los datos de la fe.
Desde el punto de vista puramente natural, el principio antrópico,
antes mencionado, busca una relación entre la estructura y evolución
del Universo y la existencia de la vida inteligente, de la consciencia,
al menos aquí en la Tierra. Una serie de relaciones numéricas
propuestas por Dirac hace unos cincuenta años parecían indicar que
los valores de las fuerzas fundamentales del cosmos podrían depen­
der de su masa y de su edad. Hace unos veinte años, Dicke amplió
esta posible dependencia en el sentido de que sólo en un Universo
con características muy peculiares sería posible la vida inteligente.
Y, más recientemente, J. A. Wheeler ha propuesto una serie de
«coincidencias» que no parecen necesarias en el cosmos para que
exista, pero sí para que el hombre pueda aparecer en un planeta como
la Tierra.
El estudio detallado de los argumentos nos exigiría una discusión
muy técnica de las estructuras biológicas, la evolución estelar y
planetaria, las reacciones nucleares, etc. Sin entrar en todos estos
detalles, será suficiente apuntar las consecuencias a que llegan estos
autores: si la masa del Universo fuese apreciablemente mayor o
menor de lo que es, la vida consciente sería imposible. Lo mismo
puede aplicarse a las propiedades de las partículas elementales, la
intensidad relativa de las diversas fuerzas, la distancia de la Tierra al
Sol, su masa y composición, etc. Cuando se analizan las consecuen­
cias de variaciones relativamente pequeñas en estos parámetros, el
resultado es que la vida consciente sería imposible. Resumiendo este
punto de vista, dice Wheeler: «¿Por qué es el Universo como es?
¡Porque nosotros existimos!»
De esta posición a la idea de finalidad, no hay más que un paso. Si
el Universo pudo haber sido de infinidad de maneras distintas y
exigió un «ajuste cuidadoso» (Wheeler) para que se diesen las
condiciones necesarias para el hombre, parece lógico ver en ese ajuste
el plan de un Creador inteligente, que prepara su creación para que
culmine en el hombre, hecho a su imagen y semejanza. Así se
justifica la existencia de la materia, de su evolución multimilenaria,
de la enorme riqueza de astros que observamos a nuestro alrededor.
Todo ha sido necesario para que aparezca el hombre; no un derroche
inútil.
Aun así, quedaría la falta de sentido más profunda si dijésemos
que también el hombre, obra maestra y justificación del Universo,
terminaría por desaparecer, sin dejar rastro ni de su persona ni de sus
obras más admirables. Tal es el vacío absurdo de quienes piensan
que el hombre no es sino materia, y con la materia se destruye en el
final previsto por la ciencia.
La fe nos da una respuesta más coherente. Ni es el hombre pura
materia ni va a desaparecer con ella. Aparte de razones científicas de
gran peso, que dan una base legítima para admitir la existencia del
espíritu humano, la fe cristiana nos enseña que el hombre es
esencialmente superior a la materia, aun en los animales más
desarrollados. La consciencia, la racionalidad, la espontaneidad
libre, no se sujetan a leyes físico-químicas ni son medibles o
intercambiables con energías del mundo material. Hay un proceder
esencialmente distinto, que exige una raíz también distinta de la
materia.
Se habla a veces de la «inteligencia» de un ordenador electrónico,
pero este uso de la palabra es aún más inexacto que cuando se aplica
al proceder de un perro. La inteligencia propiamente dicha no puede
darse sin espontaneidad y libertad: ningún ordenador electrónico
muestra jamás iniciativa para solucionar un problema, ni sabe si la
respuesta obtenida en sus cálculos tiene valor alguno, ni encuentra
sentido en las operaciones.
Solamente el hombre puede, con sus programas, iniciar una serie
de computaciones, y puede interpretar luego los resultados. Aunque
funcione a gran velocidad y en forma invisible, la corriente eléctrica
en los transistores de los circuitos electrónicos no es más inteligente
que la corriente de agua en una serie de tuberías y válvulas, o que las
ruedas dentadas, de una máquina de calcular de hace cincuenta
años.
Por eso es también absurdo atribuir inteligencia al cerebro como
órgano material. Sus neuronas funcionan como los transistores, con
minúsculas corrientes eléctricas en las ramificaciones que enlazan las
células nerviosas entre sí. Toda su actividad se reduce, finalmente, a
un paso de señal o su bloqueo, como en el ordenador electrónico. El
que esa señal lleve consigo la luz de una intuición matemática, el
gozo de una creación artística o literaria, la profundidad de una
teoría física, es algo totalmente nuevo y distinto de la materia. Tan
distinto como el chorro ciego de electrones que cae sobre la capa
fosforescente de una pantalla de TV es distinto de la imagen que se
observa y de su contenido informativo y emocional.
En las palabras del gran físico E. P. Wigner, «uno tiene razón para
admirarse de que el materialismo, la doctrina de que la vida
(consciente) puede explicarse por combinaciones sofisticadas de leyes
físico-químicas, haya podido ser aceptado durante tanto tiempo por
la mayoría de los científicos». Ahora bien, si el materialismo es
insuficiente y la inteligencia humana exige una explicación supra-
material, es perfectamente lógico aceptar la posibilidad de que el
espíritu humano no se destruya ni desaparezca aunque se destruyan
las estructuras materiales. Este es el sentido de la inmortalidad,
siempre entrevista y anhelada por el hombre, y afirmada por nuestra
fe. Aun la muerte propia no es el fin de nuestra existencia; ni es el fin
de la actividad física del Universo la total destrucción de lo que le
dio sentido, la vida consciente.
Así se obtiene una respuesta total a la pregunta acuciante: ¿para
qué todo esto? El Universo está hecho para el hombre, y el hombre
para Dios. No sólo no hay contradicción entre ciencia y fe, sino que
mutuamente se ayudan y complementan.

El origen del hombre

Para terminar esta breve exposición de temas en que ciencia y fe se


enfrentan con problemas comunes, será útil añadir algunas conside­
raciones más específicamente dirigidas a la peculiar naturaleza del
hombre, parte del mundo físico y biológico, pero parte también de
otra esfera superior, la del espíritu.
El hombre, según la ciencia, aparece claramente emparentado con
la materia de todos los vivientes terrestres. Los mismos átomos,
regidos por las mismas leyes físico-químicas, se encuentran en una
bacteria, un insecto, una flor, y también en nuestro cuerpo. Todavía
no es posible a la paleontología explicar el origen de la vida en la
tierra. Generaciones de estrellas sintetizaron el carbono, el oxígeno,
el calcio, el nitrógeno... necesarios para las moléculas biológicas.
Esta ceniza de estrellas, concentrada en un planeta donde la grave­
dad pudo retener una atmósfera no corrosiva y la temperatura
permitió el agua en estado liquido, comenzó a reaccionar según las
leyes de la química para dar lugar a moléculas complejas. No
sabemos cuándo o cómo se dio el paso a una estructura tan rica que
fue capaz de reproducirse. Ni hay ley conocida que explique por qué
esa estructura tenía ya la espontaneidad y tendencia a la propia
conservación que es característica de todo ser viviente.
A fines del siglo xix se formuló como antagónica a la existencia de
Dios la idea de «generación espontánea». Nada más ilógico: la
generación espontánea lo será solamente si la materia ha sido creada
con las propiedades y tendencias necesarias para organizarse en un
ser viviente. Dios no debe buscarse como un agente inmediato, a
cada paso interviniendo para suplir deficiencias de su obra; ya Santo
Tomás admitía que la orden del Génesis: «produzca la tierra toda
clase de seres vivientes», implicaba que la materia inerte, en circuns­
tancias apropiadas, daría lugar a seres vivientes capaces de evolución
posterior.
La teoría de la evolución de Darwin propone un mecanismo de
cómo se da el paso de una forma viviente a otra por el juego de
factores naturales: las mutaciones genéticas y la adaptación al medio
ambiente. Como teoría científica experimental, no puede tratar de lo
que es indetectable: una finalidad y dirección posible en la evolución.
Ni pueden resolverse, con los pocos datos de fósiles siempre escasos,
los problemas concretos de la formación de órganos tan complejos y
especializados como la estructura interna del oído o algunos sistemas
de defensa que se encuentran aun en insectos y otros animales
inferiores. En realidad, hay tantas lagunas en los datos de la
evolución terrestre, que pocas veces es posible dar más que la idea
general de que los organismos más antiguos son menos complejos
y variados que sus sucesores más modernos. Dentro de esta unidad y
variedad de la vida, el hombre aparece muy tarde, y muy distinto
aun de los primates. Hay la semejanza de estructuras y de composi­
ción bioquímica que implica un parentesco con el resto de las formas
vivientes. Al mismo tiempo, hay diversidad, aun en lp corporal, que
no puede salvarse con certeza. No sabemos cuál es la línea genealógi­
ca que culmina en el organismo humano.
Pero aun si esta laguna se colmase, queda fuera de lo demostrable
la aparición del espíritu. Solamente la presencia de herramientas,
fuego, pinturas, son clara prueba de una inteligencia que nos separa
del resto del mundo viviente. Tal inteligencia, fruto y manifestación
del espíritu no-material, no puede ser resultado simplemente de la
evolución de la materia, ni hay en absoluto ninguna razón científica
que lo exija o apoye. Si la fe nos dice que el alma humana tiene que
comenzar a existir por creación directa de Dios, la ciencia no puede
contradecirla.
No sabemos en qué momento comenzó a existir el hombre, pero sí
podemos decir que en épocas remotas ya hay pruebas impresionan-
tes de inteligencia, capacidad artística, sentimientos religiosos. El
hombre es el único que se preocupa por dar sepultura a sus
semejantes, indicio claro de una actitud religiosa unida a la persua­
sión de alguna forma de supervivencia. Tumbas con ofrendas se
encuentran en los estratos más primitivos, que tienen las pruebas de
inteligencia constituidas por herramientas de piedra. No tenemos
derecho a pensar que estos antepasados nuestros eran menos inteli­
gentes que nosotros: el arte rupestre de Altamira y los monumentos
megalíticos de todos los continentes atestiguan la capacidad intelec­
tual y genio artístico de la humanidad hace quince mil o veinte mil
años. Remontarnos más lejos es muy difícil y discutible con los datos
actuales.
Fisiológicamente, el hombre no ha evolucionado desde entonces.
Su inteligencia le permite acomodarse a los ambientes más diversos,
desde las zonas árticas a los desiertos tropicales, utilizando el
vestido, la habitación adecuada. Así se libra de la necesidad de
cambiar su organismo o perecer, causa de la presión evolutiva en el
resto de los seres vivientes.
Tampoco tenemos indicio alguno de que se dé una evolución hacia
un «super-hombre» futuro en el sentido biológico o intelectual.
Aunque por la mayor estructuración social y los avances técnicos el
hombre sea cada vez más capaz de beneficiarse de la cultura total y
de desarrollar sus potencialidades, cada individuo al nacer es hoy
exactamente lo mismo que era en la Edad de Piedra, y probable­
mente será lo mismo en el futuro.
De estas extrapolaciones nada nos dice tampoco la fe. Será natural
pensar, dentro de la revelación cristiana, que Jesucristo es la cumbre
y prototipo perfecto de la humanidad. Y que nuestro desarrollo
futuro es, precisamente, el llegar a ser más y más como El, primero
aquí en la Tierra, por la aceptación de su doctrina y la imitación de
su vida; después de nuestra muerte, para participar también en su
resurrección.

El futuro de la humanidad

Y éste es el último punto en que ciencia y fe, lejos de oponerse, nos


dan hoy razones poderosas para encontrar armonía. La resurrección
de Cristo se nos propone en la fe cristiana como el ejemplo y raíz de
nuestra propia resurrección. Y aunque no sabemos cómo será ese
nuevo modo de vida, la enseñanza constante de la Iglesia, desde los
apóstoles hasta nuestros días, insiste en decirnos que en la vida
futura seremos verdaderos hombres con alma y cuerpo, espíritu y
materia. La misma materia de este mundo de las ciencias experimen­
tales será salvada del colapso final del Universo precisamente por
haber entrado a formar parte del mundo del espíritu y aun de Dios,
en nuestros cuerpos y en el cuerpo de Cristo, Dios hecho hombre.
Tal tipo de vida, después de la resurrección, queda por siempre fuera
de los datos de las ciencias, y nada pueden decir éstas ni en pro ni en
contra. Es posible, sin embargo, esclarecer un posible conflicto entre
la idea de materia y el comportamiento que la Sagrada Escritura
atribuye al cuerpo resucitado. Leemos en los evangelios que Cristo
resucita y entra en un recinto cerrado sin abrir las puertas. Que
aparece y desaparece instantáneamente, y parece desplazarse en
forma invisible a cualquier distancia. Y, al mismo tiempo, que tiene
un cuerpo tangible, que Santo Tomás ve y palpa. Que puede comer
con sus discípulos y lo hace varias veces. Como El mismo dice, no es
«un fantasma, que no tiene carne y hueso», como El tiene.
¿Puede ser verdadera materia la que se mueve sin obstáculos a
través de paredes sólidas? ¿La materia que no necesita esfuerzo para
trasladarse, la que es impasible e inmortal?
Al hablar de las limitaciones de nuestros sentidos, indicábamos
cómo los objetos más sólidos y macizos no son apenas más que vacío
para la física moderna. Sabemos que es posible comprimir la materia
hasta densidades de más de mil millones de toneladas por centímetro
cúbico. En realidad, no hay límite a tal compresión en un agujero
negro.
Nos dice también la física que las partículas más elementales son
probablemente puntiformes, con radio cero. Ni se tocan jamás entre
sí: la apariencia de solidez e impenetrabilidad se debe tan sólo a las
fuerzas de repulsión. Nada hay de contradictorio en que un cuerpo
pase a través de otro sin que choquen ni se confundan sus partículas.
También vislumbra la física la posibilidad de cambios de lugar
instantáneos. Una partícula nuclear puede «salir» de un recinto
cerrado y aparecer fuera de él, sin gasto de energía y sin pasar por el
medio. En este «efecto de túnel» se basan muchos aparatos electróni­
cos de uso diario. Y en el caso de objetos macroscópicos, la teoría de
la relatividad parece llevar a la conclusión de que pueden darse
«túneles» entre agujeros negros, de tal modo que serían posibles
viajes instantáneos de millones de kilómetros sin pasar nunca por
las posiciones intermedias.
Aun la misma necesidad de estar en un lugar parece discutible a la
luz de la física contemporánea. Las partículas elementales se difrac­
tan, como si pudiesen pasar a la vez por dos orificios distintos. Y se
admite que la materia puede quedar «fuera del espacio y del tiempo»
dentro de un agujero negro. En tales circunstancias, queda también
fuera del alcance de toda alteración, pues las leyes físicas exigen el
entorno espacio-temporal para actuar.
Si así es la materia en nuestros laboratorios, tan incomprensible y
tan flexible, ¿qué lógica podrá negar el poder de Dios para darle tales
propiedades cuando la eleva al nivel del espíritu? No seamos tímidos
en admitir que Dios puede hacer mucho más que nosotros podemos
imaginar o comprender. «Ni ojo vio ni oído oyó, ni puede caber en el
entendimiento humano lo que Dios tiene reservado para los que le
aman», según la frase de San Pablo.
Este es, pues, el mensaje de la fe, perfectamente compatible con la
ciencia más estricta. Dios Creador nos ha dado la existencia y la
inteligencia para encontrarle y adorarle en sus obras. El ha querido,
además, manifestarnos su naturaleza y amor, revelándose por medio
de sus profetas y, sobre todo, por su Hijo. En El, en Jesucristo, nos
da también el modelo de cuanto tiene reservado para el hombre y el
camino para conseguirlo. Cristo, cumbre de la creación, es el fin
supremo hacia el cual se dirige todo el Universo, para que en El todo
encuentre su razón de ser y su culminación, y así lleguen las criaturas
a participar de la misma vida de Dios.

NOTA BIBLIOGRAFICA

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1979). Selección de citas por K enneth B recher .
Es necesario entender correctamente cuál es el
ámbito de aplicación de la ciencia y cuál el de la
fe; distinguir sus métodos propios y la certeza
que pueden producir; buscar los límites de cada
una en problemas que se extienden a ambos
campos y, sobre todo, distinguir de las teorías,
opiniones o formulaciones pasajeras lo que es
parte cierta de la ciencia o el dogma.
A este fin se dirigen estas páginas. Al escribirlas
tengo gratamente presente el recuerdo de dos
grandes científicos y creyentes, con cuyo trato
me honré durante mis años de estudio para
obtener el doctorado en física: el doctor Karl
Herzfeld, físico eminente, que abrazó la fe cató­
lica a partir del judaismo y la vivió hasta su
muerte con una sinceridad y profundidad que
siempre admiré. Y el doctor Clyde Cowan, co-
descubridor del neutrino y director de mi tesis,
cuyo entusiasmo por la armonía entre ciencia y
fe se manifestaba con toda naturalidad en sus
interesantísimas charlas y en su diario dejar el
laboratorio para asistir a misa en una iglesia
cercana. Ambos maestros y amigos, ya en la
vida eterna que tan firmemente esperaban, son
prueba real de que, si poca ciencia aparta de
Dios, mucha lleva a El.

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