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NADIE PUEDE SABERLO

Enrique Bunster

PERSONAJES

DOMÍNGUEZ (Periodista)

GONZÁLEZ (Cristóbal Colón)

GUTIÉRREZ (Doctor)

SRA. GALLINATO

RODRÍGUEZ

MARTÍNEZ

Una salita de recibo con muebles de mimbre y adornada con sobriedad. Al fondo: puerta a la izquierda,
ventana a la derecha, ambas sobre una galería, con vista a un jardín.
Al levantarse el telón aparece DOMÍNGUEZ de pie, sombrero en mano, actitud de visitante. Es un hombrecito
pequeño y feble, cuya inseguridad y timidez resaltan a simple vista.
A poco entra GUTIÉRREZ, muy culto, y cambian ambos una venia.

GUTIÉRREZ. — ¿El señor DOMÍNGUEZ?


DOMÍNGUEZ. — Servidor de usted (se dan la mano).
GUTIÉRREZ. — Soy el doctor GUTIÉRREZ. ¿Ha esperado usted mucho?
DOMÍNGUEZ. — ¡Oh! nada, acabo de llegar.
GUTIÉRREZ. — Tenemos a esta hora tanto que hacer... Claro, cuando me han anunciado a un periodista...
DOMÍNGUEZ. — Muy amable, señor. Supongo que no habré llegado a destiempo.
GUTIÉRREZ. — Llega usted a tiempo y está en su casa.
DOMÍNGUEZ. — ¡Muchísimas gracias!
GUTIÉRREZ. — Pero siéntese usted señor DOMÍNGUEZ. (Se instalan en dos sillas). ¿De manera, pues,
que desea conocer las intimidades de nuestra Clínica?...
DOMÍNGUEZ. — Exactamente. Quiero ilustrar a mis lectores acerca de cómo se vive en las llamadas "casas
de locos".
GUTIÉRREZ. — Hará usted una información curiosísima. Una casa de locos siempre es una caja de
sorpresas... Se lo digo también como una advertencia. Porque las extravagancias y
disparates con que se va a encontrar aquí podrían producirle una impresión demasiado
fuerte...
DOMÍNGUEZ. — Estoy prevenido... ¿Va usted, pues, a presentarme a sus enfermos?
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GUTIÉRREZ. — Por supuesto. Su entrevista sería incompleta si no se basase en el conocimiento personal
de los recluidos.
DOMÍNGUEZ. — Muy bien me parece... (Inquieto). Sólo que no hay entre ellos alguno...

GUTIÉRREZ. — (Sonriendo) ¿Quiere usted decir peligroso, loco furioso?... No, no tenemos sino enfermos
inofensivos, simples chifla-dos... Claro está que uno nunca puede fiarse mucho de esta
gente...
DOMÍNGUEZ. — (Incómodo)i Ah!... de modo que puede darse el caso... de que... uno de ellos...
GUTIÉRREZ. — No, no, no hay nada que temer.
DOMÍNGUEZ. — Pero llegado el caso de que alguno se enfurezca, doctor...
GUTIÉRREZ. — ¡Ah!, eso es algo serio. Porque la rabia en los locos alcanza proporciones tremendas,
convirtiéndose los enfermos en Hércules, ¿sabe?, capaces de estrangularlo a usted con
una mano. (DOMÍNGUEZ se lleva la mano a la garganta asustadísimo). Es horrible. Hace
años una de las recluidas, muchacha de 21 años de edad, mató en esa forma al cuidador
del establecimiento.
DOMÍNGUEZ.- (Impresionado) ¡Oh! Doctor... Caramba, ¿eh?... Yo no sabía esto...
GUTIÉRREZ. — No está de más que lo sepa, señor. Pero no se impresione usted.
DOMÍNGUEZ. — (Muy incómodo) ¡Oh!, no, doctor, no me impresiono nada... Es decir, casi nada...
GUTIÉRREZ. — No hay que tenerles miedo. Y para que aprenda usted cuan inocentes son en el fondo, voy
a relatarle algunas de sus excentricidades. (DOMÍNGUEZ saca libreta y lápiz). Así no se
asustará cuando los tenga delante.
DOMÍNGUEZ.- No me asustaré. ¡No faltaba más!
GUTIÉRREZ. — Uno de los casos más simpáticos es el de "Cristóbal Colón"... tenemos aquí a Cristóbal
Colón (risa de DOMÍNGUEZ). Es un caso de manía tranquila, siempre que no se tenga la
mala idea de contradecirlo... Pasa este hombre encerrado en su cuarto... rodeado de cartas
e instrumentos, trazando la ruta de su barco... De pronto, descubre "América"... América es
el jardín. Entonces arma Colón un escándalo que pone la casa en conmoción... Al día
siguiente se olvida del magno suceso, y vuelve a descubrir el nuevo mundo. Y en esto está
desde hace nueve años.
DOMÍNGUEZ. — ¡Nueve años! (Risa nerviosa).
GUTIÉRREZ. — Hay casos más raros todavía. Por ejemplo: el de la señora que pone huevos...
DOMÍNGUEZ. — ¿Qué pone qué?
GUTIÉRREZ. — Huevos.
DOMÍNGUEZ. — Huevos. (Silencio). ¿Cómo es eso?
GUTIÉRREZ. — Hay aquí una señora que pone huevos.
DOMÍNGUEZ. — Una gallina, querrá usted decir.
GUTIÉRREZ. — Una señora. Si fuera gallina, no tendría gracia. (Pausa).
DOMÍNGUEZ. — (Confuso) Doctor, no comprendo esto.

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GUTIÉRREZ. — Pues yo, como médico, tampoco acierto a explicármelo. Sólo hay una evidencia hasta
ahora: la señora pone huevos.
DOMÍNGUEZ. — Esos huevos los sacará ella del gallinero, ¿no es cierto?
GUTIÉRREZ. — No, señor. Aquí no hay gallinero.
DOMÍNGUEZ. — Los huevos salen, entonces...
GUTIÉRREZ. — ¡...! de adentro de la señora. (Silencio).
DOMÍNGUEZ. — Doctor, ¿usted lo cree? ¿Lo cree firmemente?
GUTIÉRREZ. — Mientras no se pruebe que los huevos proceden de otra parte, la ciencia, en principio, debe
admitir la posibilidad de que sea la señora quien los evacúa.
DOMÍNGUEZ. — Pero, permítame; no se ha examinado a la señora en el momento de...
GUTIÉRREZ. — No, no ha sido posible. Es una señora muy digna, y por nada aceptaría que la
sorprendiéramos en un trance como éste... No en balde se ha trastornado: su enfermedad
invade el campo de la Biología, de la Patología y de la Avicultura. Si me lo permite, voy a
hacérselo conocer en sus pormenores.
DOMÍNGUEZ. — ¡Desde luego, doctor!
GUTIÉRREZ.- (Se pone de pie) Empezaré por enseñarle el "Diario Íntimo" de la señora, documento que le
permitirá apreciar su extraña personalidad (confidencialmente). Este diario íntimo cayó en
mis manos por una circunstancia fortuita, y lo conservo en mi archí.... Con su permiso.
(Sale, dejando a DOMÍNGUEZ atontado).
DOMÍNGUEZ. — Una señora que pone huevos... (Echa en tomo mira-das de temor). A dónde he venido a
caer (afligido). Yo no quería venir, pero se les puso que había de ser yo, precisamente yo,
sabiendo que estas cosas me dan miedo... (Entra González, muy correcto, deteniéndose al
ver a DOMÍNGUEZ)
GONZÁLEZ. — Buenas tardes...
DOMÍNGUEZ. — (Pónese rápidamente de pie) Buenas tardes, cómo está, señor.
GONZÁLEZ. — ¿Está usted., esperando a alguien?
DOMÍNGUEZ.- Sí, al señor GUTIÉRREZ.
GONZÁLEZ. — ¡Ah! ¿Y han ido ya a llamarlo?
DOMÍNGUEZ. — Estaba aquí conmigo, y acaba de salir.
GONZÁLEZ. — Eso sí.
DOMÍNGUEZ. — Le estoy haciendo un reportaje al doctor.
GONZÁLEZ. — ¿Al doctor?... (Ladea la cabeza). ¿A qué doctor?
DOMÍNGUEZ. — Pues, al doctor GUTIÉRREZ. (González lo mira con fijeza, luego suelta la risa). ¿Eh?...
¿Por qué se ríe usted...? (González ríe más alto). ¿Por qué se ríe?
GONZÁLEZ. — Excúseme, señor. Es que no es para menos.
DOMÍNGUEZ. — ¿Qué le pasa a usted?
GONZÁLEZ. — A mí, nada. Es a usted a quien le ha pasado... un chasco.

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DOMÍNGUEZ. — Explíquese.
GONZÁLEZ. — Es muy sencillo: que el señor GUTIÉRREZ, no es doctor ni cosa que se parezca.
DOMÍNGUEZ. — ¡Cómo!
GONZÁLEZ. — Lo que oye. Se cree doctor, pero no lo es. Es un enfermo mental, un chiflado.
DOMÍNGUEZ. — (Atónito da un paso atrás) ¡No!...
GONZÁLEZ. — Es un pobre loco. Su locura consiste en creerse, precisamente, doctor de locos.
DOMÍNGUEZ. — (Se toma la cabeza) ¡Loco!...
GONZÁLEZ. — Está recluido desde hace tres años.
DOMÍNGUEZ. — ¡Dios!... Pero si hemos estado hablando, y todo lo que dijo fue perfectamente cuerdo.
GONZÁLEZ. — Señor, los locos a menudos se conducen con cordura... así como los cuerdos con
frecuencia actúan como locos. No se sabe dónde está la línea divisoria entre la razón y la
locura. (DOMÍNGUEZ se deja caer en una silla). Hay que andarse con cuidado...
DOMÍNGUEZ. — Cómo iba a suponerlo, cómo iba a creer...
GONZÁLEZ. — Terrible cosa es ésta. Un loco dice: "Soy doctor" y na-die en el mundo podría convencerlo
de lo contrario.
DOMÍNGUEZ. — Sí, sí...
GONZÁLEZ. — ¿Lo comprende en toda su profundidad?... ¿Verdad que es trágico?... Pues de aquí
deducimos que nadie puede saber si es cuerdo o loco. Nadie absolutamente. Y así la
humanidad entera puede haberse vuelto loca sin que nadie lo sepa. Usted por ejemplo,
¿qué es?
DOMÍNGUEZ. — ¿Yo? Soy periodista.
GONZÁLEZ. — ¿Periodista?
DOMÍNGUEZ.- Sí.
GONZÁLEZ. — ¿Está seguro?
DOMÍNGUEZ.- (Molesto) ¿Seguro? Me gano la vida en esto.
GONZÁLEZ. — ¿Sí?... Pero ¿y si no fuera así?... Imagínese por un instante que sólo fuera una ilusión
suya.
DOMÍNGUEZ. — (Nervioso) No comprendo... Yo soy el que soy. Me parece que no cabe ilusión.
GONZÁLEZ. — ¡Cuidado!... Nadie puede estar seguro de lo que es. El pobre GUTIÉRREZ acaba de
demostrárselo...
DOMÍNGUEZ. — Esa teoría... ¿Van a decirme a mí que no soy periodista?
GONZÁLEZ. — (Sonríe) Bueno... no está mal que uno crea en algo. Incluso es hermoso creer, estar seguro
de alguna cosa...
DOMÍNGUEZ. — Así como usted lo estará seguramente.
GONZÁLEZ. — Por supuesto. ¡Qué duda cabe!
DOMÍNGUEZ. — ¿Qué es usted, pues, o qué cree ser?

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GONZÁLEZ. — (Seco) Yo no creo ser esto o lo otro: yo soy el que soy y nada más.
DOMÍNGUEZ. — ¿Quién es, pues?
GONZÁLEZ.- (Sorprendido) ¿Cómo? ¿No lo sabe?... ¡Ignorante! (Solemne). ¡Soy Cristóbal Colón!
(Domínguez se pone de pie de un salto y queda inmóvil, mortalmente pálido, la boca abierta; retrocede hasta
la puerta temblando y sin despegar los ojos de Cristóbal Colón Este acaba de irritarse y lo interpela).
GONZÁLEZ.- ¡Soy Cristóbal Colón! ¿Por qué me mira así? (Silencio). ¿Por qué me mira así? (Avanza
con lentitud). ¡Hable usted!
DOMÍNGUEZ. — (Desfallecido) ¡Oh!, no se moleste usted... Excúseme.
GONZÁLEZ. — (Fiero) Me parece que no tengo nada de raro para que me mire de esa manera.
DOMÍNGUEZ. — ¡Oh!, nada, señor... señor Colón... por el contrario... (Trata de sonreír).
GONZÁLEZ. — Se diría que yo le inspiro miedo. Esto es estúpido. Me irrita.
DOMÍNGUEZ. — De ninguna manera, don Cristóbal... Me inspira admiración... y simpatía...
GONZÁLEZ. — ¿Me toma quizás por un impostor?
DOMÍNGUEZ. — Por Dios, cómo voy a creer eso, si yo, yo lo conocí a usted por retratos...
GONZÁLEZ. — ¿Por retratos?
DOMÍNGUEZ. — Sí... su retrato es popularísimo... En el correo lo ven-den hasta por veinte centavos.
GONZÁLEZ. — ¡Ah!, las estampillas... Está bueno... (Los dos se van tranquilizando). Sí, salgo bien en los
sellos.
DOMÍNGUEZ. — De modo que no he dudado que usted fuese usted.
GONZÁLEZ. — ¡Ah! Eso está bien. Ahora veo que es un hombre cuerdo. ¡Deme su mano! (Se saludan).
DOMÍNGUEZ. — Domínguez, para servirle.
GONZÁLEZ. — Cristóbal Colón. Es una felicidad que nos hayamos puesto de acuerdo.
DOMÍNGUEZ. — Una felicidad, señor... sobre todo para mí. El malentendido se debió a una impresión
pasajera. Como usted acaba de decir que nadie puede saber por sí mismo si sus
facultades están al revés o al derecho, yo tuve una idea fugaz. "¿No será —pensé que yo
estoy loco y que creo tener delante a Cristóbal Colón?..." "¿O no será — pensé — luego
que el loco es él, es decir usted, y que se cree Cristóbal Colón?"...
GONZÁLEZ.- ¡Ah! no... ¡Ah! no...
DOMÍNGUEZ.- (Rápido) Naturalmente fue un pensamiento fugaz.
GONZÁLEZ. — (Excitándose de nuevo) ¡Ah! no, señor. ¡Ah! no.
DOMÍNGUEZ. — Claro está, fue una actitud literaria...
GONZÁLEZ. — Es que yo no aguanto actitudes literarias, caballero.
DOMÍNGUEZ. — Esta actitud se basaba en su propia teoría...
GONZÁLEZ. — (Furioso) Es que mi teoría rige para los demás, únicamente para los demás. Sólo un loco
podría ponerlo en duda. (Fuera de si). ¡Y al que tal hiciera, al que se atreviera tan sólo a
insinuarlo, yo lo aplasto, yo lo aniquilo! (Coge una silla). Agarro una silla señor, y se la

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disparo a la cabeza. (Con la silla en alto sigue a Domínguez, que retrocede aterrorizado):
¡Lo hago pedazos! ¡Lo borro!
DOMÍNGUEZ.- Cálmese, cálmese, por favor.
GONZÁLEZ. — Esto es lo que hago: lo pulverizo.
DOMÍNGUEZ. — Sí, sí, tiene toda la razón, pero cálmese. No se excite.
GONZÁLEZ. — (Reportándose) Lo aplasto, lo hago viruta.
DOMÍNGUEZ. — Serénese. No se haga mala sangre... siéntese, ¿quiere? Le hará bien descansar.
(González se sienta en el sofá con la silla entre las manos). Mejor siéntese en la silla...
(González obedece. Parecen los dos muy cansados).
GONZÁLEZ. — Y qué calor hace. Me he sobreexcitado... Voy a abrir la ventana.
DOMÍNGUEZ.- No se moleste. Yo se la abriré. (Va y abre la ventana, dejando a la vista el jardín).
GONZÁLEZ. — ¿Se ve algo?
DOMÍNGUEZ. — Sí se ve.
GONZÁLEZ. — (Da un brinco en la silla) ¿Qué es lo que se ve?...
DOMÍNGUEZ. — (Indeciso) Se ve...
GONZÁLEZ. — ¡Dígame que es lo que se ve! ¿Indicios de tierra?...
DOMÍNGUEZ. — ¡No! (Da miradas de terror).
GONZÁLEZ. — (Se levanta) ¿Un punto en el horizonte?
DOMÍNGUEZ. — ¡No! ¡Nada de eso! (González trata de ir a la ventana; Domínguez lo ataja).
GONZÁLEZ, - ¿Nada más?
DOMÍNGUEZ. — ¡Nada más!
GONZÁLEZ. — ¡Cuidado con engañarme!
DOMÍNGUEZ. — ¿Por qué he de engañarle?... Todos deseamos llegar pronto.
GONZÁLEZ. — (Se siente fatigado) Llegar... Yo mismo empiezo a dudar.
DOMÍNGUEZ. — ¡Valor! La Historia dice que llegaremos.
GONZÁLEZ. — Esos canallas me tienen amenazado: si en tres días no estamos en las Indias, emprenden
el regreso, o me ahorcarán...
DOMÍNGUEZ. — Lo hacen de puro ignorantes, no saben que el 12 de octubre debe descubrirse América.
GONZÁLEZ. — ¿América?... ¡Yo voy a las Indias! (Se para indignado). ¡Usted quiere engañarme! ¡Déjeme
mirar!... (Trata de llegar a la ventana, Domínguez se le interpone). ¡Déjeme mirar!
DOMÍNGUEZ. — (Angustiado, forcejeando) ¡A las Indias quise decir! ¡Qué América ni ocho cuartos! (Hacia
adentro, en voz baja). ¡Qué venga alguien a ayudarme!
GONZÁLEZ, — ¡A mí no me engaña nadie!
DOMÍNGUEZ. — No lo engaño. (En voz baja). ¡Socorro! (A González). No trato de engañarlo. (En voz baja
hacia adentro). ¡Ayúdenme! (Forcejeando, entra la SRA. GALLINATO, dama voluminosa y
de aspecto respetable, que parece acudir a los gritos de González).
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SRA. GALLINATO. — Tranquilícese. Almirante. No se excite.
GONZÁLEZ. — ¿Comprende usted señora, lo que esto significa para mí?
SRA. GALLINATO. — ¡Cómo no he de comprenderlo!
GONZÁLEZ. — ¡Tengo tres días de plazo!... Ya van transcurridos dos.
SRA. GALLINATO. — Y bien, todavía queda uno.
DOMÍNGUEZ. — ¡Gracias, señora! No sabe del apuro que me saca.
SRA. GALLINATO. — Tenga calma, Almirante. ¿Qué va a decir la tripulación?
GONZÁLEZ. — No me importa el qué dirán, sólo quiero desquitarme de esos granujas demostrándoles que
la tierra es redonda y un poco achatada en los polos.
SRA. GALLINATO. — Claro que es un poco achatada.
GONZÁLEZ. — Si no se los demuestro, el achatado voy a ser yo.
SRA. GALLINATO: — Ya los achatará usted a ellos. Pero no se incomode. ¿Quiere que lo lleve a su
camarote? Allá podrá descansar acostadito.
GONZÁLEZ. — En fin, señora, obedezco.
SRA. GALLINATO. — Vamos allá (salen la señora y González y en el pasillo se oye la voz de éste).
GONZÁLEZ. — ¡Qué inmenso día será aquél, señora! No sé si podré resistir ese júbilo.
DOMÍNGUEZ. — (Con aspavientos) ¡A dónde he venido a caer! ... Yo me voy a volver loco; me voy a
contagiar. (Angustiado) Por algo no quería venir. Es que sospechaba lo que iba a
suceder... (Con resolución). Me voy a ir. Renuncio a todo. (Vuelve la Sra. Gallinato).
SRA. GALLINATO. — (Con humor) ¡Por Dios, señor que escena acaban de darle!
DOMÍNGUEZ. — (Sarcástico) ¡Si no llega usted a tiempo, ese desaforado descubre un continente!
SRA. GALLINATO. —Hay días en que lo descubre hasta tres veces.
DOMÍNGUEZ. — Me voy, si me quedo un minuto más, pierdo la cabeza.
SRA. GALLINATO. — ¿No le han atendido a usted?
DOMÍNGUEZ. — ¡Si me atienden los locos!
SRA. GALLINATO. —Es lo que pasa, ¿no? Como los enfermos andan sueltos por la casa...
DOMÍNGUEZ. — Bonito sistema.
SRA. GALLINATO. — ¿No se hizo anunciar al médico jefe? ¿Por qué no pasa a su oficina?
DOMÍNGUEZ. — No, ya he visto bastante. Ya sé lo que es una casa de locos.
SRA. GALLINATO. — Si me permite una pregunta, ¿a qué ha venido usted aquí?... (Vuelve a entrar
González completamente tranquilo. Domínguez se asusta al verlo).
GONZÁLEZ. — Perdonen. ¿Hay un diario de la mañana?
SRA. GALLINATO. — Sí, aquí hay uno, don Cristóbal. (Se lo da).
GONZÁLEZ. — Gracias, quería saber de la guerra chino-japonesa... valientes chinos, ¿eh? (Se tiende en el
suelo cuan largo es y se enfrasca en la lectura, olvidado de cuanto ocurre a su alrededor).

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DOMÍNGUEZ. — ¿Me decía, señora?
SRA. GALLINATO. — ¡Ah pues, sí, hay algo de mucho interés para la prensa! Nadie lo ha revelado todavía.
DOMÍNGUEZ. — ¿De qué se trata?
SRA. GALLINATO. — Vea usted (Saca un huevo y se lo da).
DOMÍNGUEZ. — ¿Qué es esto?
SRA. GALLINATO. — Un huevo.
DOMÍNGUEZ. — (Temblando) ¿De gallina, naturalmente?
SRA. GALLINATO. —No; es mío. Yo pongo huevos.
DOMÍNGUEZ. — (La mira con terror) Señora, tome. (Quiere de-volvérselo).
SRA. GALLINATO.- No, no, es para usted. Se lo regalo.
DOMÍNGUEZ. — Señora, no. Por favor, tómelo usted.
SRA. GALLINATO. — Guárdeselo. Yo tengo otros para mí. Ahora estoy muy ponedora.
DOMÍNGUEZ. — ¡Señora! ¡Por Dios! ¡Tome su huevo!
SRA. GALLINATO. — ¿Es que le tiene miedo?
DOMÍNGUEZ- ¡Sí! ¡Mucho miedo! ¡Si llega a romperse que va a salir de adentro!
SRA. GALLINATO. —Pues, ¿qué quiere usted que salga?
DOMÍNGUEZ.- Sabe Dios lo que saldría... ¡Un pollo!... o un niño...
SRA. GALLINATO. — (Digna) Un niño en ningún caso. Soy una señora muy señora.
DOMÍNGUEZ. — Señora, tome su huevo. Qué hago yo con él. Por favor, señora, tómelo.
SRA. GALLINATO. — (Seca) Bien, si me lo desprecia... (Recobra su huevo). Creí encontrar en usted un alma
comprensiva. Me he equivocado.
DOMÍNGUEZ. — Señora, yo...
SRA. GALLINATO. —En tal caso, ha llegado usted muy a tiempo a la Clínica.
DOMÍNGUEZ. — ¡Oh!, señora, por el contrario. Cuando yo llegué aquí estaba perfectamente sano. Es la
clínica la que me ha hecho mal.
SRA. GALLINATO. —De todos modos, me temo que ya no le dejan salir.
DOMÍNGUEZ. — ¡Señora, no!... ¡Sólo esto faltaba! Yo vengo de fuera... ¡Yo soy de fuera!
SRA. GALLINATO. —Señor, todos los que estamos aquí adentro éramos de fuera... Entrar en esta casa es
fácil, salir ya es muy difícil... Yo intenté salir una vez y aunque maté al cuidador, no logré
escapar.
DOMÍNGUEZ. — (Perplejo) ¿Usted mató... al cuidador...?
SRA. GALLINATO. — Sí, lo estrangulé. (DOMÍNGUEZ retrocede).
DOMÍNGUEZ. — ¿De manera... que era usted... la niña aquella... de 21 años...?
SRA. GALLINATO.- ¿Conocía usted mi historia?,.. Pues, yo soy esa niña. En aquella época tenía
efectivamente 21 años. Ahora tengo 22. (DOMÍNGUEZ cae sentado en una silla). Sin
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embargo, ya lo ve: no me he lamentado ni me he vuelto loca como usted. El médico
reconoce que soy una persona normal, y por añadidura, muy distinguida... el hecho de que
haya muerto a mi esposo, no prueba nada...
DOMÍNGUEZ.- ¿También mató a su esposo?
SRA. GALLINATO. —En un rapto de ternura, lo asfixié. (DOMÍNGUEZ se enjuga el sudor). Soy una buena
mujer, aunque mal comprendida. Lo único que suele sacarme de quicio, es la maldad de
las gentes. (Acercándose). Y en esta casa hay gente mala. (Confidencialmente). Roban.
Hace poco desapareció misteriosamente de mi dormitorio, mi diario íntimo.
DOMÍNGUEZ— (Con un sobresalto) ¿Su diario íntimo...?
SRA. GALLINATO. —Sí, era un tesoro para mí, y me lo Robaron (Iracunda). Desde entonces busco al
culpable. ¡Cuando haya dado con él, sabrá el bellaco quién es la SRA. GALLINATO!
DOMÍNGUEZ. — (De una pieza) ¿Va usted... a... estrangularlo?
SRA. GALLINATO. — Hay preguntas que están de más, señor.
DOMÍNGUEZ. — (Tiembla en su asiento) Aquí se va a armar una riña muy grande. (Entra alegremente
GUTIÉRREZ con unos papeles de-bajo del brazo).
GUTIÉRREZ. — Se me había traspapelado el diario íntimo. (DOMÍNGUEZ se para de un salto).
SRA. GALLINATO (Se adelanta). — Señor GUTIÉRREZ. (Al verla, éste se detiene turulato). ¿Qué ha dicho
usted si no he oído mal...?
GUTIÉRREZ.- SRA. GALLINATO...
DOMÍNGUEZ. — (Aparte) ¡Oh, Dios!...
SRA. GALLINATO. — De modo, señor GUTIÉRREZ, que... era usted., entonces, quien lo había sustraído,
usted que tan amablemente se ofrecía para ayudarme a buscarlo... De modo que usted ha
leído mi diario, se le ha impuesto de mis secretos de mujer y de señora...
GUTIÉRREZ.- (Temblando) SRA. GALLINATO... Permítame usted con la humildad y el respeto más
profundo.
SRA. GALLINATO. —GUTIÉRREZ, si cree en Dios, elévele su última plegaria.
DOMÍNGUEZ. — (Casi llorando) Pobre GUTIÉRREZ, pobre muchacho.
GUTIÉRREZ. — SRA. GALLINATO... Señora María de la Luz Gallinato...
DOMÍNGUEZ. — (Sollozando) Pobre muchacho.
SRA. GALLINATO. —GUTIÉRREZ, todo ha terminado. Lamento que sea un amigo mío el que debo suprimir,
pero ha querido el destino que ese amigo sea un malandrín.
DOMÍNGUEZ. — (Llorando) El pobre enfermito. Cómo pudiera ayudarlo.
SRA. GALLINATO. —Rece usted... ¡De rodillas...! Tiene un minuto de tiempo...
GUTIÉRREZ. — Señora... (Se arrodilla y vacila). Señora, yo...
SRA. GALLINATO. — ¡Rece usted! ¡Y que Dios se apiade de su alma negra!
DOMÍNGUEZ.- (Histéricamente) Pobre joven... y tan simpático que era...

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GUTIÉRREZ (Con repentina inspiración). — ¡Señora...! le voy a decir la verdad. Le confesaré todo. (Se
levanta enardecido). Querría callármelo, pero no estoy dispuesto a sucumbir por culpa de
otro; señora, no fui yo quien hizo el robo.
SRA. GALLINATO.- ¿No...? ¿Quién fue, entonces?
GUTIÉRREZ.- (Patético) ¡Ese! (Apunta a Domínguez). ¡Ese! (Domínguez salta hada atrás lanzando un
alarido).
SRA. GALLINATO. — ¡Ah...! ¡El señor periodista...!
GUTIÉRREZ. — ¡Sí! ¡Él fue!
DOMÍNGUEZ. — ¡Señora...! ¡Yo no he sido!
GUTIÉRREZ. — (Feroz) ¿Lo va a negar ahora el miserable?
DOMÍNGUEZ. — ¡Pero, por Dios, qué es esto...! (Se parapeta detrás de un mueble) Señora, yo no fui... ¡Por
esta cruz que yo no fui...! ¡Yo no he estado aquí antes...!
GUTIÉRREZ. — ¡Miente! ¡Por eso es de la prensa...! Ha venido señora, para robarle su diario íntimo y
¡publicarlo!
SRA. GALLINATO.- ¡Horror! ¡Iba a publicarlo!
DOMÍNGUEZ.- ¡No!
GUTIÉRREZ. — ¡Sí! Pero yo he desbaratado sus planes, y aquí están sus papeles, señora, que le devuelvo
intactos. (Se los da).
DOMÍNGUEZ. — ¡Créame, señora, que soy en absoluto inocente; estoy cayendo de la luna!
GUTIÉRREZ. — ¿Lo oye usted...? de la luna... Sólo un lunático puede hablar así.
SRA. GALLINATO. —Sí, desde que le vi tuve la impresión de que no estaba en su sano juicio. Por lo demás,
él mismo declaró que su cerebro no funcionaba bien... pero esto no es un atenuante,
periodista, hay que morir.
DOMÍNGUEZ.- Esto no es posible. Yo declaro por mi honor. ¡Soy inocente!
SRA. GALLINATO. — El señor GUTIÉRREZ me merece entera confianza. Es un amigo, y una mujer jamás
se engaña respecto a un amigo. El corazón femenino jamás se equivoca.
DOMÍNGUEZ. — Esto no es verosímil. Aquí hay un error. Un malentendido.
SRA. GALLINATO. — El error consistía en creerlo a usted un hombre honorable, no siendo más que un follón
mentecato.
GUTIÉRREZ. — Eso es: follón. Y para que lo conozca mejor, señora, le diré lo que dijo de usted. La llamó
"Globo Cautivo".
SRA. GALLINATO. — (Escandalizada) ¡"Globo Cautivo"!
DOMÍNGUEZ. — ¡Eso no es verdad! ¡No es verdad!
GUTIÉRREZ. — Me dijo también: "Habrá que verla en paños menores. Cuando se esté desvistiendo sería
grandioso mirarla por el ojo de la llave", eso dijo.
SRA. GALLINATO. — ¡Oh! ¡Dios mío...!
DOMÍNGUEZ. — Señora, cómo puedo convencerla de que esto es una falsedad inicua. Ese hombre me
levanta una calumnia. Me atrevo a decirle: ¡es un loco!
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SRA. GALLINATO. — Le creo a él, le creo a él.
DOMÍNGUEZ — (Para sí) ¡Qué desesperación! ¡Quién tuviera elocuencia o revólver!
SRA. GALLINATO. —La hora última ha sonado. Señor GUTIÉRREZ, téngame los papeles. (Se los da). El
huevo también.
DOMÍNGUEZ. — Esto es un atentado. Ni la locura de ustedes lo justifica. Yo huiré. (Trata de alcanzar la
puerta, pero GUTIÉRREZ le cierra el paso. Corre hacia la ventana y se le interpone la
señora). ¡Gritaré! ¡Pediré auxilio!
GUTIÉRREZ. — Cuando acudan, será tarde, granuja, morirás estrangulado, la muerte más atroz, lenta,
angustiosa, horrible. ¡Cómo gozaré viéndola! (Se soba las manos con deleite).
DOMÍNGUEZ. — ¡Es un complot! ¡Un asesinato! ¡Me defenderé, lucharé!
SRA. GALLINATO. — ¡Es inútil! (Empieza a acercársele). Inútil, periodista.
DOMÍNGUEZ.- (En el paroxismo del terror) ¡Lucharé en defensa de mi vida! (Retrocede). ¡No me cogerán!
(Corre perseguido por la señora) ¡Me batiré, SRA. GALLINATO! ¡Se lo prevengo a usted!
(Salta sobre el sofá). ¡Puesto que usted me ataca, me batiré! (Se saca la blusa y se sube
las mangas) ¡Abajo la chaqueta!
SRA. GALLINATO (Se detiene). — ¡Oh...! ¿Se va a desnudar?
DOMÍNGUEZ. — (Enardeciéndose) ¡Voy a pelear! ¡Ustedes lo han querido! ¡Habrá escándalo, acaso habrá
sangre! (Se quita el chaleco) ¡Abajo el chaleco! ¡Yo no tengo miedo!
SRA. GALLINATO. —Se está desnudando... está furioso...
GUTIÉRREZ. — Es un indecente. ¿Olvida que ella es una dama?
SRA. GALLINATO. — (Escandalizada)¡No puedo ver a un hombre en paños menores!
DOMÍNGUEZ. — ¿No...?
SRA. GALLINATO. — ¡Soy una señora!
DOMÍNGUEZ. — ¡Oh...! (Iluminado) ¿De modo que si me desnudara completamente...?
SRA. GALLINATO. — ¡Horror...!
DOMÍNGUEZ. — ¿Huiría usted?
SRA. GALLINATO. — ¡Dios mío! Por cierto que huiría.
DOMÍNGUEZ. — ¡Ah! ¡Estoy salvado! ¡Abajo los pantalones! (Empieza a sacárselos) ¡Estoy salvado! ¡Me
salvo!
SRA. GALLINATO.- (Espantada) ¡Qué está haciendo usted!
DOMÍNGUEZ. — Me estoy desnudando en defensa de mi vida. (Queda en camisa y calzoncillos).
SRA. GALLINATO. — ¡No, por favor...!
DOMÍNGUEZ. — Verá usted un hombre desnudo. Completamente desnudo.
SRA. GALLINATO. — (Se cubre el rostro) ¡No! ¡Por piedad!
DOMÍNGUEZ. — ¿Qué quiere? Es mi única defensa. ¡Abajo la camisa! (Empieza a sacarse la camisa).
SRA. GALLINATO. — ¡Oh! ¡Yo huyo! ¡Mi religión me lo prescribe! (Sale corriendo).

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DOMÍNGUEZ. — iAh! ¡Huye!... es necesario perseguirla para alejar el peligro... (Sale persiguiéndola seguido
a su vez por GUTIÉRREZ. Se arma en los pasillos un barullo espantoso de gritos, carreras
y muebles derribados, destacándose las voces de los tres personajes. A poco llegan
Rodríguez y MARTÍNEZ alomadísimos, trayendo este último una camisa de fuerza).
RODRÍGUEZ. — ¿Qué es esto? (A González) ¿Qué ha ocurrido?
GONZÁLEZ. — ¿Eh...?
RODRÍGUEZ. — ¿Qué pasa? ¿Quiénes están peleando?
GONZÁLEZ. — Los japoneses con los chinos. (Sigue leyendo tranquila-mente. Vuelve la señora
horrorizada y exhausta).
SRA. GALLINATO. — ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Señores! (Cae en brazos de Martínez. Entran DOMÍNGUEZ y
GUTIÉRREZ como dos trombas. DOMÍNGUEZ está frenético, tiembla, da saltitos y hace
extraños gestos y muecas. Esta agitación suya irá en aumento hasta el final).
RODRÍGUEZ. — ¡Caballeros! ¿Qué es esto?
GUTIÉRREZ. — ¡Amárrenlo! ¡Está loco furioso!
DOMÍNGUEZ. — ¡Oh, no! El señor exagera... Lo que ha pasado...
RODRÍGUEZ. — Cálmese, se lo ruego.
DOMÍNGUEZ. — Sí ya estoy calmado, de lo más calmado.
GUTIÉRREZ. — Escandalizó a la señora. Es un loco exhibicionista.
DOMÍNGUEZ. — Han querido asesinarme, señor, y tuve que defenderme.
GUTIÉRREZ. — Qué manera de defenderse: desnudándose.
DOMÍNGUEZ. — Cada uno se defiende como puede.
RODRÍGUEZ. — Tranquilícese, señor Domínguez. Tenga calma.
GUTIÉRREZ. — Es un loco peligroso. Miren cómo se mueve.
RODRÍGUEZ. — ¡Oh, no! Lo que no está bien es que permanezca con tan poca ropa. Señor Martínez,
póngale algún abrigo al caballero...
DOMÍNGUEZ.- (A Rodríguez) Yo me llamo Domínguez, señor.
RODRÍGUEZ. — Mucho gusto... mi nombre es Rodríguez.
DOMÍNGUEZ.- Comprendo que le he dado una escena, pero hágase usted cargo. Me amenazaron de
muerte, me asustaron, me pusieron nervioso... yo soy muy nervioso... Pero que abrigadora
es esta camisa...
GUTIÉRREZ. — (Maligno) Las mangas no más le quedan un poco largas...
DOMÍNGUEZ. — Yo había venido, señor Director, a hacerle un reportaje... Por desgracia, veo que hemos
empezado mal.
GUTIÉRREZ. — (Sádico) Hemos terminado mal diría yo.
RODRÍGUEZ.- ¡Oh por qué! Tendré el mayor gusto.
DOMÍNGUEZ. — Le agradezco mucho... lo malo es que estoy tan nervioso. No sé lo que tengo. (Le
sobreviene un salto de Sambito). Ahora, de repente, me dan ganas de reír y de bailar...

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RODRÍGUEZ. — Eso es propio de los jóvenes.
DOMÍNGUEZ. — ¡Ganas de reír y de bailar! (Riendo da unos pasos de danza clásica) Así... ¡qué delicioso
es!...
RODRÍGUEZ. — Ya bailará, no se impaciente.
DOMÍNGUEZ. — ¡Qué bueno es usted! ¡Me da permiso para bailar!
RODRÍGUEZ. — Me esperará en mi oficina y allí hablaremos.
DOMÍNGUEZ. — Sí, hablaremos, pero en francés, ¿verdad?
RODRÍGUEZ.- Sí, en francés.
DOMÍNGUEZ. — Es tan musical ese idioma. Se puede bailar al compás de sus sonidos. (Da unos pasos
cantando) "La vie est belle; un peu d'amour, un peu d'amour; un peu de haine et puis
bonjour..." (Sale a paso de danza repitiendo los versos, seguido de Martínez).
RODRÍGUEZ. — ¡Pobre muchacho!
GONZÁLEZ.- (Desde el suelo) ¡Infeliz, no creía que yo era Colón! ¡Ja, ja, ja!...
RODRIGUEZ. — Su caso es muy triste; se cree periodista y anda entrevistando a todo el mundo. Su madre
me lo trajo esta mañana.
GUTIÉRREZ. — ¿Se "cree" periodista? ¿Entonces, es verdad que estaba loco desde antes de venir aquí?
RODRÍGUEZ. — Desde mucho antes. Sólo que su locura había sido tranquila hasta ahora. Está recluido
desde esta mañana.
GONZÁLEZ. — ¿Cómo dijo usted que se llamaba?
RODRÍGUEZ — DOMÍNGUEZ, de una familia muy conocida.
SRA. GALLINATO (Desde el suelo). — ¿Familia conocida?... ¿DOMÍNGUEZ qué más es él?...
(Sale y vuelve a entrar en escena)
SRA. GALLINATO.- ¡Oh!... Con la impresión he puesto otros dos huevos. (Los saca) Le obsequiaré uno a
usted, señor Director... (Se los da).
RODRÍGUEZ— Muchas gracias, SRA. GALLINATO. Me gustan mucho sus huevos, son muy nutritivos.
SRA. GALLINATO. — (Coqueta) ¿Verdad?... Estoy orgullosa de que mis huevos se los coma el Director.
RODRÍGUEZ. — Ya sabe usted que son mi plato favorito. Este me lo voy a comer a la "cocotte" (Se va
Rodríguez a lapa de GUTIÉRREZ).
SRA. GALLINATO. — ¡Oh!... buen provecho, señor Director... Buen provecho, ¿eh? (Le hace gentiles señas,
mientras González sigue leyendo impertérrito).

TELÓN

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