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Reflexión

El evangelio de hoy tiene algo de "mágico" y de seductor. Mejor diré, de


"místico", de histórico y de poético a la vez. Trataré de explicarme.

Creo que a todos nos gusta remontarnos a nuestras propias “raíces”: recordar
nuestra infancia, o que nuestros padres nos narren anécdotas y aventuras de
cuando éramos pequeños. A quienes tienen un cierto aire de romanticismo, les
fascina saber cómo, cuándo, dónde y en qué circunstancias se conocieron sus
papás, cómo se enamoraron, cómo fue su noviazgo, su matrimonio, su luna de
miel y cómo fueron llegando los hijos.

Más aún, a los que son más curiosos por naturaleza o tienen cierta vena
poética, les encanta saber cómo eran sus papás de chiquitos, y piden a los
abuelos que les cuenten de esas historias como para poder juguetear y reír con
ellos cuando eran todavía infantes. Y, si se puede ir todavía más lejos -conocer
la vida de los abuelos, de los bisabuelos, de la tierra natal, las costumbres de
entonces, etc.- tanto mejor. Todo este mundo queda como envuelto por una
atmósfera intimista y llena del calor familiar. Por eso alguien ha dicho que
"recordar es como volver a revivir el pasado".

Pues, sin temor a exagerar, yo creo que esto es lo que Lucas logra con sus
narraciones. Nadie mejor que él nos transmite algunos hechos entrañables
sobre la infancia de Jesús -sin duda, recuerdos y narraciones recogidas
directamente de los labios de la Madre, la Santísima Virgen María-. Todavía
hoy, a distancia de dos mil años, tienen toda esa frescura, ese candor y esa
fragancia encantadora que brotan del corazón de una madre. Y, aunque en el
pasaje de hoy no encontramos nada expresamente sobre la infancia del
Salvador, con un poco de intuición podemos trasladarnos, de la mano del
evangelista, a aquellos años maravillosos de la niñez y adolescencia de Jesús, y
llegar con el espíritu hasta su pueblo natal.

"Fue Jesús a Nazaret, donde se había criado –nos cuenta Lucas- entró en la
sinagoga, como era su costumbre los días de sábado, y se puso en pie para
hacer la lectura”. Es sabido que este "médico de almas" escribió su evangelio
hacia el año 65 ó 70 de nuestra era. Eso significa que nos está relatando una
historia ya pasada, pero muy entrañable para él y para la entera comunidad
cristiana de los inicios. ¡Había que conservar por escrito el tesoro de esos
recuerdos tan valiosos para que sirvieran de enseñanza a las futuras
generaciones de cristianos! Pero, además, el evangelista está evocando algo
que había sucedido veinte o veinticinco años atrás, cuando Jesús era todavía
niño o adolescente, y María lo acompañaba a la "escuela" -a la casa del rabino
o a la sinagoga— para que aprendiera a leer y a comprender las Escrituras,
como todo israelita piadoso. ¡Qué sabroso imaginar al Jesús adolescente, al
lado de su Madre, yendo a la sinagoga, allá en Nazaret, en su pueblo natal!
Bueno, pues llegado el momento de su vida pública, vuelve Jesús al lugar
donde se había criado, y vuelve a hacer la lectura, como seguramente ya lo
habría hecho cantidad de veces durante su vida. Y tal vez también su Madre
acudiría, santamente orgullosa -como cualquier madre-, a escuchar a su Hijo a
hacer la lectura y la explicación del texto sagrado. "El Espíritu del Señor está
sobre mí, porque Él me ha ungido -comenzó a leer con voz clara y sonora-. Me
ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos
la libertad, y a los ciegos, la vista; para dar la libertad a los oprimidos; para
anunciar un año de gracia del Señor".

Palabras solemnes del profeta Isaías, promesas de Yahvé a su pueblo. Nos


hablan de la llegada de un Redentor, del Mesías ungido por el Espíritu del Señor
y de su misión: la liberación de Israel. ¿Podemos imaginar la profunda
conmoción interior que experimentaría Jesús en su alma? ¡Estas Escrituras se
referían a Él, por supuesto, y estaban para cumplirse en esos precisos
momentos!... Jesús se sentó. Breves instantes de meditación personal. Sin
duda ponderaba muy bien la solemnidad y la trascendencia histórica del
momento. "Todo el mundo tenía los ojos fijos en Él" -nos refiere el
evangelista—. Y enseguida comenzó a hablarles: "HOY se cumple esta Escritura
que acabáis de oír". ¡Nadie mejor que Él podía explicar estas profecías y nunca
mejor que entonces se aplicaban al pie de la letra!.. "HOY”, hoy se cumplen las
promesas de Yahvé.

Pues también en el "hoy" de nuestra vida de cada día, a través de la Iglesia y


de los sacramentos, se cumplen esas promesas de salvación. Es en los
sacramentos y en la liturgia sagrada -la oración "pública y oficial" de la
Iglesia— en donde esa maravillosa historia pasada se hace "eternamente
presente". En cada Santa Misa, en cada confesión, en cada Eucaristía, en la
celebración de la liturgia se "actualiza" nuestra Redención. No son simples
recuerdos o evocaciones de nuestra memoria o de nuestra fantasía, sino
acontecimientos que vuelven a revivirse y a realizarse en el tiempo como si
estuviesen sucediendo en el momento presente. Dios es eterno y para Él no
hay tiempo ni distancias. Para Él existe sólo el "HOY".

Propósito
¡Ojalá que nuestra fe y nuestro amor nos ayuden a alcanzar los frutos benditos
de la Redención que Cristo nos adquirió con su Pasión, muerte y resurrección, y
que se actualizan en los sacramentos! Si sabemos aprovechar esas gracias,
también hoy nos llega a nosotros la salvación de Jesucristo.

Diálogo con Cristo


Señor, me has dado muchos medios para conocerte: tu Palabra en la Escritura,
los sacramentos, el buen ejemplo de otros cristianos; gracias por ayudarme a
buscarte con fe, esperanza y amor. Dame la gracia de seguirte con sinceridad y
transparencia para cumplir la misión que me has encomendado.

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