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Recuerdos Compartidos

Hace un par de días ingresó a la librería en donde trabajo una hermosa mujer. Era alta,
delgada, de piel blanca; vestía chaqueta de cuero, jeans y botas de alta caña. Prácticamente
no pasó del umbral. Y como yo me encontraba sentado junto a la caja registradora, y ella se
quedara observándolo todo desde la puerta con un signo de interrogación en la mirada, me
acerqué a atenderla. Había algo desconcertante en ella. Me miró entonces con una extraña
fijeza y con una sonrisa tenue apenas disimulada por la comisura de los labios; como si con
su actitud expresara que ya nos conocíamos, que tiempo atrás nos habíamos visto en algún
lado; que sólo debía esforzarme en recordar las circunstancias precisas. En vano intenté
capturar su imagen en el empobrecido desván de los recuerdos. Ella tan solo se limitó a decir
hola, y yo, ya que por lo general debo esforzarme para no ser descortés, una vez más apenas
acerté a decir:
–Hola... ¿qué hace aquí? Quiero decir… –Mas no pude encontrar las palabras adecuadas.
–Bueno, es un establecimiento público, ¿verdad?
Y la misma situación de por sí poco habitual hizo asomar una sonrisa a nuestro rostro. Quiso
entonces saber si por acaso teníamos un libro titulado Poesía social cubana. Miré los
anaqueles de poesía, una sección que había ordenado infinidad de veces, de manera que no
tuve que pensarlo dos veces para decir que no lo había, pero que iba a averiguar en el portátil
si el libro era una antología dirigida por alguna institución cultural, a falta de un autor
preciso.
No lo teníamos, le aseguré.
–Ya... ¿Y no tienen de pronto otro libro, titulado Los mejores cuentos, de Michael Ende?
Le dije que sí, le indiqué el precio, y me apresuré a añadir, con un cierto retintín de galán
otoñal, yo, que estoy a punto de cumplir casi sesenta años, que ella me recordaba a alguien
no sabía muy bien de dónde o cuándo, de manera que nuestro honorable establecimiento no
tendría ningún inconveniente en hacerle una pequeña rebaja por concepto de recuerdos
compartidos.
Ella continuó mirándome con la misma sonrisa, como sólo puede mirarnos alguien que
regresa de los confines del tiempo; o como si tuviera acceso a una verdad inaccesible para
mí. Dijo:
–Gracias; tal vez en otra ocasión; es tarde. Antes de irme quiero que sepa que el libro de
poesía cubana sí lo tienen ustedes. No me pregunte cómo lo sé. Pero le diré algo: a veces para
encontrar lo que verdaderamente importa debemos concedernos un tiempo; observar,
buscar con sumo cuidado. Que esté muy bien –Dio la espalda y salió para siempre de la
librería y de mi vida.
A la mañana siguiente, recordé sus palabras, y quizá por esa razón me acerqué de nuevo a la
sección de poesía. Descubrí que en efecto allí estaba el libraco, empotrado entre un ángulo
metálico y la pared, y era como si con su presencia me sacara la lengua desde los anaqueles
más altos. Me dije: Así que estuvo aquí todo el tiempo; ella lo sabía de algún modo, ahora lo
entiendo, pero acaso intentaba que yo me diera la oportunidad de encontrarlo. De modo que
acerqué una escalera, lo tomé, luego limpié la pátina de polvo que recubría su lomo y sus
costados, lijé los bordes de las páginas y decidí adquirirlo. Lo he dejado desde entonces en
mi pequeña biblioteca, dispuesta en la parte superior de los cajones de la ropa, en mi cuarto.
Extraña mujer, suelo decirme, momentos antes de acostarme, justo cuando la lluvia zapatea
en los tejados. En cualquier caso, resulta ya muy claro para mí que tanto el libro como ella
han hecho parte, desde siempre, de un designio y una elección que sólo a los dos nos atañe.
Tal vez un día la encuentre, me digo; y quiero creer que para entonces tendré la ocasión de
obsequiárselo.
Mujer y Niño Contemplando el Horizonte

–Las montañas –dijo la mujer– son azules; y sus siluetas parecieran erizadas debido a las
copas de pino que se recortan contra el cielo.
El niño se quedó meditando.
–¿Y qué hace uno para conocerlas?
–Sólo mirar por las ventanas. Mirarlas –dijo ella. Subió al niño a una butaca y señaló el
horizonte–: ¿Las ves? Ahora es como si estuvieran tristes porque lloviznó en la madrugada.
Pero a veces, si la mañana es radiante, las montañas son verdes.
–Nana, me gustaría hablar con las montañas. ¿Puedo?
–Por supuesto, cariño. Aunque has de saber que solo cuando enmudecen las montañas
despiertan las luces de la ciudad. El color y la claridad de sus voces se funden en el cada vez
más opaco cielo del atardecer; y muy pronto, desaparecen, ocultas bajo el negro disfraz de
la noche. Ssshhh… ¡Silencio! Las montañas duermen.
La mirada de los dos se pierde en lontananza buscando un algo más allá, ese país por
descubrir desdibujado en la distancia.
–Cuando te sientas solo, asómate al balcón. Te aseguro que si imaginas con todo tu ser,
verás allá los árboles, los pájaros en sus nidos; escucharás el susurro del viento en las ramas.
Y para ello debes creer.
El niño abrió unos ojos como platos. Ella sonrió, le acarició la barbilla.
–¿No me crees?
–Sí, Nana –contestó el niño sin parpadear–. Te creo.
Hoy he visto pasar el tranvía

Es el año 1943 y en el reloj de pared son las 6:30 de una vida anterior, eternamente
condenados a mirarnos con curiosidad un momento sólo para desvanecernos luego por los
intersticios de la vida, así como si nada. En aquel tiempo era yo un tinterillo, como se les
llamaba entonces a los abogadillos que ejercían las leyes sin disponer de título. En fin,
recuerdo que cierto día apareciste en el despacho, una dama en la plenitud de los treinta,
vestida de negro, con un bello sombrero y una especie de encaje velándole los ojos, y cuando
dijiste adiós no pude renunciar a mirar la silueta que se alejaba por el pasillo de alfombra
roja. En las semanas siguientes hablamos de asuntos relacionados con no sé qué
transacciones de tu esposo en el exterior. Y en alguna de esas tardes, no sé con qué pretexto,
he preguntado, así como sin querer, si te gustaba la poesía. Tú has citado a José Asunción
Silva, a Rivas Groot; y yo he confesado que también en mis noches de insomnio 'cometía
poemas'. Tú has contestado, muy seria, que aquello era una 'conducta punible'; y los dos
hemos reído hasta las lágrimas. A veces, en mi mente calenturienta de tinterillo de provincia
establecido en Bogotá, suelo armar toda suerte de quimeras. Me pregunto, por ejemplo, qué
sucedería si te raptara. O si te obligara a ver el otro extremo del mundo. 'El otro', digo, porque
tú ya conoces Europa; y yo no conozco siquiera el mar. Así que me refiero a Tahití, a la
Polinesia, a Singapur, al fin del mundo, a uno de esos parajes idílicos, similares acaso a los
que viera Gauguin en ese viaje sin regreso, cuando intentaba asir su verdad más profunda.
Es cierto que los honorarios de un abogado no suelen ser muy altos y que sería preciso
embaucar al bufete. Imagino ya lo titulares de los diarios: Abogado estafa Firma de
Abogados y se fuga con Amante. Dicen, sin embargo, que sólo tenemos una vida, aunque el
padre Antonio anuncie en la misa dominical que siempre habrá una en el cielo para los
elegidos. En cuanto a la mía, ya bordea los cincuenta; así que no quiero despertar un día y
darme cuenta que no tuve una vida. Tus visitas, aceptémoslo, son muy distantes. A veces
pienso que tu imagen más pareciera una pintura de artista colonial o una de esas fotografías
inmóviles a las que interrogas siempre en vano. Hace ya meses que suspendiste cualquier
contacto. Ayer, por la tarde, impulsado por no sé qué propósito decidí cerrar la oficina y
caminar hasta la iglesia de San Diego. Y es así como he visto parejas de casados, he visto
fotógrafos en las plazas de los parques, he visto multitudes consultando a un hombre que
vaticinaba el porvenir mediante un pajarillo que sacaba tarjetitas de una caja de tabacos.
Cada tarjeta contenía un mensaje. He auscultado los rostros y las risas. He auscultado el
cenit, ya que hacía calor, y con un pañuelo me he secado el sudor que afluía hasta mis cejas.
He contemplado, con esperanza primero y con desilusión al cabo, la tierra parduzca. Ya me
disponía a regresar cuando advertí el traqueteo de un tranvía. Lo veo aproximarse por la
curva de la calle. Y curiosamente, por una vez al fin, los vagones parecieran vacíos. Esta vez
eres tú. Ahí estás, sentada en el carricoche, vestida de blanco como si regresaras de una boda
y con un ramillete de rosas en el regazo. Tu mirada se pierde, anhelante, en ese horizonte de
nubes blancas y montañas azules que circundan la ciudad. Es una imagen fugaz que bien
pronto desaparece en la distancia, y no sé cómo explicarlo pero me doy cuenta que ya no
volverás. El anhelo de verte, no obstante, sigue ahí: cada día espero una carta, una llamada,
un mensaje que nunca llegará. Suelo decirme que tal vez un día nos encontremos por azar al
girar en la esquina de la catedral, o cuando dé mi inveterado paseo por la calle de los
artesanos después del almuerzo. Tú simularás no verme; y yo simularé no mirarte. Tal vez
tengas entonces una sonrisa distante para mí, un guiño, un ligero rubor en las mejillas, un
saludo de tu mano, no se sabe; los dos entenderemos y acaso eso baste.
Alicia

Digamos que así se llama y que su signo es sagitario. Digamos que vive al lado, en una casa
prefabricada en cuyo jardín crece con profusión tomate, hinojo, verdolaga. Digamos que está
en segundo grado. Pero no vayamos a mencionar cómo contesta cuando le grito negra
Mariajesú y ella me arroja ladrillos, y yo improviso trinchera para combatir el fuego enemigo
hasta que Alicia grita tacho, tacho, se rinde y bueno… Seamos realistas: Creo que le gusto.
Luego, sentados a la sombra de un palo de mango, Alicia me cuenta de cuando ella y su
familia vivían, antes de trastearse a esta cuadra, en una choza montada sobre pilotes a la
orilla de un rio. Una semana después, me agobia un presagio. Hace tres días ninguno asoma
ni la punta de su negra nariz a la calle. He golpeado a la puerta. Nadie contesta; y con el
silencio entiendo que ya no están, que se han marchado. Tal vez un día, digamos, Alicia será
un bello recuerdo. Por ahora, nada deseo sino escalar el muro de su jardín, hacer añicos la
verdolaga y arrancar los pocos tomates que ya empezaban a madurar, y despanzurrarlos uno
tras otro en su ventana.

Fotografía de Juventud

Cualquier mañana de invierno me encontraré en la estación despidiendo a los amigos de


juventud, mis condiscípulos en el instituto. Estarán allí, ateridos por la nevasca, Alexei,
Liubka, Matvei y el buen Sasha, con sus pellizas oscuras y sus gorras de astracán, un poco
bebidos por el vodka de la noche pasada, pero radiantes ante la inminencia de luchar en las
barricadas y ofrendar sus vidas a la revolución. Abordarán y, tras instalar sus equipajes en
el compartimento, bajada ya la ventanilla, bromearán un rato a mis expensas por mi boda
con Nadia. Garantizarán que, si cambio de parecer, podré alcanzarlos en Tsarskoie-Selo;
incluso en Nóvgorod; aunque insistirán en que debo ser cuidadoso. Matvei reprochará una
vez más mi desdén, esa indiferencia, dirá, de pequeño burgués ante los acontecimientos.
Seguramente eche un vistazo al andén, diga ‘no’ con la cabeza, acaso agregue: ¿Qué será de
ti, Petrushka? Entonces oiremos el clamor de la locomotora, y una fumarola grisácea se
extenderá por encima de los vagones. Luego vendrá el silbato del adiós, las manos que se
agitan, las sonrisas congeladas como en un álbum de viejas fotografías, las zancadas de algún
estudiante chapoteando sobre la nieve al mismo paso del tren; los infinitesimales cambios
de una máquina, fracción a fracción, en cámara lenta, movida en un sueño brumo Hacia la
nada.

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