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Las mujeres, motor de la economía mundial

Todo este recorrido sociocultural del siglo xx nos permite afirmar que las reivindicaciones de las
mujeres nos han conducido a otro tipo de sociedades. Pero eso no quiere decir que todo esté
conseguido. Actualmente, si tenemos en cuenta los datos de la economía mundial, la riqueza del
mundo pertenece mayoritariamente a los hombres. Sólo el 1% de las propiedades que existen en
el planeta es de las mujeres. Y es que aunque legalmente la posesión sea de los hombres, el
trabajo es de las mujeres. Ellas son el motor de la economía familiar y local: venden en los
mercados, hacen trabajos extras para el mantenimiento de las familias, distribuyen el dinero
adecuadamente y lo invierten en pequeños negocios de subsistencia. Pero ni las propiedades ni las
pequeñas riquezas que consiguen para la familia están a su nombre. Y cuando se producen
terribles acontecimientos como los desastres naturales, se destruyen las viviendas, se pierden los
ahorros, desaparece el sustento de cada día… ellas lo pierden todo, son las más directamente
afectadas. Se quedan sin nada. Las posibilidades de que los hogares encabezados por mujeres
sean más pobres que lo sean los hogares encabezados por hombres son mayores en la mayoría de
los países. La desprotección social y jurídica afecta directamente a esta tendencia. El porcentaje de
hogares encabezados por mujeres aumentó en todo el mundo a partir del decenio de 1980. En
Europa Occidental, por ejemplo, creció del 24% en 1980 al 31% en 1990. En el mundo de los países
en desarrollo, oscila entre menos del 20% en algunos países meridionales y del Sudeste Asiático y
casi el 50% en algunos países africanos y del Caribe. Según el último informe sobre la situación
laboral de las mujeres en España del Consejo Económico y Social (2017) [1], el 81% de las familias
españolas mono parentales (10,3% de total de familias) tiene como cabeza de familia a una mujer
que se hace cargo del núcleo familiar de forma individual. La feminización de la pobreza no deriva
tanto de la incapacidad para entrar en una relación salarial (desempleo, enfermedad o vejez),
como de la “dependencia afectivo económica” de las mujeres [2]. La desprotección a las mujeres,
en situaciones de cambio en la vida familiar como las rupturas, la viudedad, la crianza de los hijos
menores, son la causa de la pobreza y no sólo la renta o la relación con el empleo. Se trata de un
trabajo dirigido al sostenimiento de la vida, pero no valorado e incluso estigmatizado e
invisibilizado. Al encontrarse en profunda transformación la familia tradicional, caracterizada por
la división del trabajo, el reparto de roles sociales en lo doméstico y la estabilidad emocional y
demográfca, las mujeres aparecen como posibles víctimas de la sociedad: han perdido la seguridad
tradicional del matrimonio y de la familia sin entrar en igualdad de condiciones en el mercado de
trabajo. Aún más, dejando de lado el mayor desempleo, precariedad, temporalidad y bajos salarios
que sufren las mujeres, en ningún caso tienen una situación de partida igual a los hombres: deben
ocuparse de los hijos, a menudo de otros familiares (mayores o con determinados niveles de
dependencia) y seguir supliendo la “producción doméstica” no remunerada. En España la franja de
mujeres entre 55 y 65 años son las proveedoras de cuidados a la población dependiente, un grupo
de mujeres que no está muy integrado en el mercado laboral. Cuando ellas sean dependientes,
¿quién las cuidará? ¿La siguiente franja de edad de mujeres? ¿Deberán abandonar sus empleos en
los que están en un porcentaje mayor y precarizar su situación? La división trabajo/cuidados
favorece una doble discriminación: son trabajadoras discriminadas en trabajos de baja cualifcación
o temporales, y socialmente, al no recibir apoyos, se las discrimina de otros bienes sociales
(tiempo, espacio, formación, autonomía, etc.). Y esta situación nos lleva a la siguiente: muchas
mujeres, activas o inactivas, además de ser pobres, pueden ser fácilmente marginadas o excluidas
al carecer de los bienes que se consideran capital humano. Doblemente pobres, por lo tanto, con
pobreza antigua (por no trabajar o ser mal pagados sus empleos) y pobreza nueva (exclusión de
los bienes de la cultura, la integración en redes, aprovechamiento del tiempo personal, el
prestigio, la autorrealización personal, etc.). Ningún país ha alcanzado la igualdad salarial entre
hombres y mujeres y, a pesar de la creciente incorporación de las mujeres al mercado laboral, en
general lo han hecho en empleos peor remunerados y de menor categoría que los hombres. Hay
que añadir que, en el mundo, las mujeres absorben entre dos y diez veces más trabajo de cuidados
no remunerado que los hombres (Informe sobre Desarrollo Humano 2015 [3]). El valor de este
trabajo para la economía mundial asciende a 10 billones de dólares anuales, una cifra equivalente
a más de una octava parte del PIB mundial, y superior a los PIB de la India, Japón y Brasil juntos.
Las mujeres asumen una responsabilidad desmedida de este trabajo, lo cual reduce el tiempo de
que disponen para ir a la escuela o ganarse la vida. El Foro Económico Mundial [4] ha advertido de
que las mayores desigualdades entre hombres y mujeres se dan en los ámbitos de la economía y la
salud. De hecho, en lugar de mejorar, en 2016 la desigualdad de género en la economía ha
retrocedido a niveles de 2008. Al ritmo actual, harán falta 170 años en que hombres y mujeres
alcancen el mismo índice de ocupación, reciban el mismo salario por el mismo trabajo y tengan
igual acceso a los puestos directivos. Las mujeres son el motor del mundo, pero en una
precariedad y en un sobreesfuerzo que pone su vida en riesgo. Si como se propuso para la huelga
de cuidados del 8 de marzo de 2018, las mujeres dejaran de hacer sus tareas, el mundo se pararía.
Por tanto también se pone en riesgo la vida humana en general. La economía necesita ser revisada
profundamente para tener otra mirada hacia la producción de riqueza, para que no esté centrada
en los beneficios económicos, sino en los beneficios vitales y sociales de la persona. Es ahí donde
las mujeres pueden aportar su experiencia liderar cambios hacia el cuidado social.

Extracto del articulo de Belen Brezmes y Silvia Martínez

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