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NUEVAS IDEAS PARA PROBLEMAS VIEJOS

Fundación Venezuela Positiva


Edición No 19- Año 2013

FFFFFEdición Número 19 - Año 2013


El barrio es ciudad
Alejandro Moreno Olmedo.

Introducción.
Me sugieren el tema en pregunta y yo en pregunta lo planteo porque
hasta ahora no ha avanzado hasta llegar a respuesta. Pregunta inquietante
por varias razones. Desde el barrio resulta extraña porque no nos la hacemos.
Sin embargo, decimos por ejemplo, “voy a Caracas”; aunque decimos
también que estamos en Caracas, de lo que no dudamos. Los que viven en
una urbanización no dicen eso. Dicen: “voy al Centro” o” a La Pastora” o
“a Altamira”, pero no: “voy a Caracas” ¿Qué significado implícito permite
esas diversas expresiones? ¿Pertenencia? ¿No pertenencia? ¿Según los casos?
Esta pregunta, por otra parte, se la hacen los que reflexionan desde la
ciudad sean ellos profesionales, urbanistas, arquitectos, sociólogos o gente
común cuando mira hacia la mancha de bloques rojizos que tapizan las
laderas de los cerros. ¿Qué les lleva a hacérsela? También dicen: “Caracas
tiene muchos barrios” o “los barrios de Valencia” ¿Los perciben como parte
de la ciudad? Esa afirmación coexiste con la pregunta.
¿Tiene respuesta esta pregunta? Quizás por el momento no la tiene,
pero puede que algún día la tenga y positiva. Me vienen a la mente las ciudades
de la Edad Media y sus barrios, o arrabales, o burgos. Se formaron
como mercados, primero ocasionales luego estables, fuera de las puertas de
la ciudad allá desde el siglo XI en adelante. La ciudad acabó rodeándolos
con una nueva muralla y así haciéndolos suyos; y tal fue la identificación,
que muchas veces la misma ciudad y sus habitantes terminaron por llamarse
burgos y burgueses. Por ahí anda el nacimiento de la ensalzada y
denostada burguesía. Algo parecido sucedió en las más tradicionales de
nuestras ciudades en cuyas afueras se instalaronel barrio de la Candelaria
o el barrio de la Pastora u otros que tuvieron en viejos tiempos incluso sus
alcaldes de barrio y que luego perdieron el nombre común, barrio, y sólo
conservan el nombre propio: La Candelaria, La Pastora. ¿Por un extraño
pudor?
Lo que ya no me inquieta tanto, porque es una constatación indudable,
es que estoy seguro de que la pregunta está hablando de un problema
muy importante que nuestras ciudades están viviendo. ¿Un problema físico,
geográfico, geológico? Puede ser, pero eso les compete a los urbanistas
y arquitectos. Para mí, es sobre todo un problema humano: psico-social,
cultural, antropológico. Por ahí tienen que ir mis reflexiones tanto como
vecino de barrio cuanto como intelectual comprometido. Es bueno distinguir
para no enredar demasiado las cosas y evitar excesivas complicaciones.
Zapatero a tus zapatos.
II. Qué decimos cuando decimos ciudad.

Ante todo, hay que saber el terreno conceptual que pisamos, en el


que estamos. ¿Qué se concibe como ciudad y qué se concibe como barrio?
Aquí el enredo se pone difícil de desenredar. Para empezar, buscando el
significado ciudad, voy al diccionario, al oficial, claro está: DRAE. Cinco
acepciones de tipo general y varias de tipo particular. Las particulares,
Ciudad Universitaria pongamos, no presentan dificultades en la precisión.
Dos de las generales hacen más al caso: 1. Conjunto de edificios y calles,
regidos por un ayuntamiento, cuya población densa y numerosa se dedica
por lo común a actividades no agrícolas. 2. Lo urbano en oposición a lo
rural. En esta última la redundancia es patente: si urbs, urbe, es ciudad,
lo urbano es ciudadano. La expresión no sólo se muerde la cola sino que
contradice la exigencia de que lo definido no debe entrar en la definición.
Sin embargo, establece una diferencia aparentemente clara entre lo que es
propio de la ciudad y lo que sería del campo. Que se lo digan a Diego de
Losada que fundaba una ciudad en medio del monte y asignaba las tierras
a sus habitantes para que las cultivaran. Ciudad y campo, urbs y rus, entonces,
iban muy de la mano.
En la primera acepción encontramos que parte fundamental del
concepto es la presencia de un “ayuntamiento”. Nosotros preferimos decir
municipio. De todos modos, ayuntamiento, esto es, ajuntamiento, de juntar
gente más que edificios y calles, es bueno para señalar que lo humano es
lo esencial de toda convivencia de vecinos. Ahora bien, ¿cuántas ciudades
están en el ayuntamiento de otra? En Vargas, pongamos por caso, hay un
solo ayuntamiento y varias ciudades o conjuntos urbanos que podemos
considerar como tales. Pero si excluimos lo de ayuntamiento propio, mi barrio es
perfectamente una ciudad: conjunto de edificios, los hay hasta
de cinco pisos; calles tenemos sólo dos (ya es conjunto) pero varios callejones
que pueden ser considerados calles ¿O no son calles la estrechas y
torcidas de la “imperial” Toledo? Nuestra población es bien densa, o sea,
apretujada, no apelotonada, y abundante. No se dice cuánta debe ser la
abundancia, aunque hoy varios consideran que debe estar cerca a o pasar
de diez mil. Esa más o menos es nuestra abundancia. Ahí nadie se dedica
a actividades agrícolas a no ser que el rato que paso sembrando algunos
tomates o el que pasa mi vecino cuidando su maíz en la ladera del cerro,
puedan ser considerados dedicación.
Ante todo, una ciudad es un asentamiento humano. Las gentes que
viven en ella no andan de nómadas recorriendo el espacio y deteniéndose
un día aquí y otro allá. Eso se acabó en la prehistoria, al aparecer el neolítico
y la agricultura, en muchos lugares y hace varios siglos entre nosotros.
Los barrios también están asentados. Se originan en un traspaso de ubicación
pero, si un tiempo fueron precarios, hoy son un asentamiento estable
o lo serán pronto si es que se trata de nuevas invasiones. Sus habitantes se
dedican a muchas cosas pero ciertamente no a la agricultura. No fue fácil.
Las gentes que los formaron llegaron de cerca y de lejos, de las montañas y
las llanuras, de los bosques y las sabanas, de los pueblos y las aldeas, de las
islas y del continente, de las riberas de los ríos y del borde de los desiertos,
de los cuatro puntos cardinales del país. Poco a poco al principio y en avalancha
después, se fueron situando en los límites de las ciudades. Si venían
de oriente en el margen oriental, si venían de occidente en el occidental, si
del norte al norte se ubicaron y al sur si del sur. Algunos se aventuraron a
escudriñar los huecos que la ciudad había dejado sin ocupar por indeseables
y se fueron acomodando a ellos.
Así, las quebradas, los riachuelos, los canales se fueron poblando de
humanidad, perdiendo sus matojos, sus árboles añejos, sus pedregales. Se
llenaron de colores, de voces y de niños. Primero limpiaron y aplanaron
un cuadrado de terreno, clavaron una alta estaca en cada esquina, unas
viejas tablas o unos cartones en cada lado y cubrieron todo con algo impermeable
a la lluvia. Allí se acabañaron. Luego fueron cavando huecos,
llenándolos de concreto y cabillas de los que brotaron columnas, en los
que se asentaron paredes, platabandas y pisos unos sobre otros. Algunos
se conocían entre sí, otros muchos no. Fueron vecinos no sólo por física
cercanía sino por humana relacionalidad venezolana. Donde primero fue
una simple aglomeración de viviendas precarias, nació la vecindad, la comunidad
de convivientes. La llamaron barrio. No fueron más campesinos
pero tampoco ciudadanos.
La ciudad, según se piensa, debe ser un asentamiento grande. Si no,
es un asentamiento urbano pero no una ciudad; será un pueblo. ¿Cuántos
habitantes tiene el barrio José Félix Ribas de Petare? Petare no es un barrio,
como a veces se dice, es un ayuntamiento, un municipio, una ciudad
que tiene muchos barrios. Si los tiene, son de ella. Los barrios de Petare sí
serían ciudad en Petare, pero no la ciudad de Petare. Hay un componente
del concepto, o más bien del imaginario ciudad, no explícito en la definición
del diccionario, quizás implícito en lo de ayuntamiento, que es la exigencia
de organización, orden, régimen, ley, autoridad, cosa que se le suele
negar al barrio. Esta idea de estructuración orgánica y reglamentada de la
convivencia, es esencial a nuestra representación consciente e inconsciente
de la ciudad pues en las ciudades ha surgido la ley. Ellas mismas desde hace
siglos han sido legisladas y algunas se han creado ya según una ley.
La ley de la ciudad, desde los tiempos de la polis griega, ha sido tan
fuerte que se ha impuesto sobre la ley de la naturaleza; de los vínculos de
sangre, por ejemplo. Así, Orestes matará a su madre para obedecer las leyes
de la ciudad aunque eso le lleve a la locura perseguido por las Furias. Para
los griegos clásicos un hombre era un “ser-vivo-de-ciudad”, que no otra
cosa significa el tan traído y llevado “animal político” de Aristóteles. En El
Cíclope, de Eurípides, Ulises pregunta: “¿Pero qué país es éste y quiénes lo
habitan?”, y Sileno le responde: “El monte Etna, el más alto de Sicilia”, a lo
que Ulises replica: “¿Y las murallas y las torres de la ciudad?” La respuesta
de Sileno es muy clara: “No hay; en estas cumbres no habitan hombres”.
Parece que en la cultura occidental, la primera ciudad construida ex
profeso con calles en cuadrícula, en estructura reticular, fue Mileto allá
por el siglo V antes de Cristo. La racionalización del asentamiento, y por
ende de la convivencia, corre pareja con la racionalización del pensamiento
desprendido del mito y convertido en filosofía. Tales, Anaximandro y
Anaxímenes, los milesios, fundan la escuela de Mileto, el nacimiento de
la filosofía en Occidente, y la desarrollan durante todo el siglo anterior.
Razón, orden, ley, regulación y regularidad, quizás desde entonces, si no antes,
están asociadas íntimamente con la representación de ciudad que
late en nuestro inconsciente histórico. Alejandro funda de la misma manera
la ciudad de Alejandría y ya en el Renacimiento, Isabel de Castilla, la
reina Católica, construye así la ciudad de Santa Fe en la vega de Granada
haciéndola sustituir al campamento militar que desapareció en el fuego, y
sobre esa base ordena que sean diseñadas las ciudades de América. La nueva
racionalidad, la renacentista, ya moderna en sus inicios, organiza, como
el Mileto griego, racionalmente la ciudad y el pensamiento.
Los romanos no tenían las ciudades antiguas tan racionalmente cuadriculadas
porque no habían sido fundadas de sana planta pero sí sus campamentos
militares y luego las que se construyeron sobre ellos. En la Edad
Media, la razón se somete a la vida, se instala el orden de lo vital, la necesidad,
la sobrevivencia, poco racional, o de otra racionalidad, por exigencias
del momento histórico cuando las ciudades se tienen que constreñir al
espacio cerrado por murallas que no pueden ser muy largas porque son
costosas en dinero, hombres y trabajo. Cuando la aparición de la pólvora
acaba haciendo inútiles las murallas, reaparece la ciudad en tablero y eso
es lo que hace la reina de Castilla en Santa Fe sobre la falsilla del campamento
heredado de los romanos. La ciudad más que un concepto o una
simple representación es una vivencia que recorre los siglos con una fuerte
densidad humana, imprecisa o muy difícil de precisar como toda vivencia,
pero muy claramente vivida y enraizada en lo más profundo de nuestra
formación cultural, por lo menos en la tradición latina. Otra cosa puede
que haya sido en la tradición nórdica en la que las ciudades son de más
reciente aparición.

II. Qué decimos cuando decimos barrio.

Vayamos ahora a meternos en el otro enredo, el del barrio como


concepto y representación. Ante todo, el diccionario nos dice que proviene
del árabe hispánico bárri y, derivadamente de él, del árabe clásico
barrí, esto es, salvaje (!!!). Además, podríamos pensar que los árabes en
España se encontraron con una palabra, barro, proveniente del celta y no
del latín, sobre la que a lo mejor construyeron su hispánico bárri. ¡Salvaje
y barro! Buen origen. La verdad es que el barro tarda en abandonar aun
hoy nuestros barrios, si es que lo logra hacer y la idea de que somos salvajes
sus habitantes sigue bastante viva. La primera acepción del DRAE
dice: cada una de las partes en que se dividen los pueblos grandes o sus
distritos. O las ciudades, digo yo. En esta definición, el barrio, en general,
es parte de la ciudad o del asentamiento urbano grande. En este sentido,
Catedral, puede ser un barrio de Caracas y de otras de nuestras ciudades.
La segunda acepción, sin embargo, lo saca de la ciudad: arrabal, afueras de
una población. La tercera también: grupo de casas o aldea dependientes de
otra población aunque estén apartadas de ella.
Entre los barrios hay algunos todavía más alejados, moralmente si no
físicamente: los barrios bajos. Nadie nos habla de “ciudades bajas”. Lo bajo
es siempre de barrio. Por excepción, hay barrios altos, no salvajes ni embarrados:
La Recoleta en Buenos Aires, el barrio de Salamanca en Madrid.
En Venezuela los barrios son siempre bajos por muy altos que estén en
cerros casi inaccesibles. Lo llano y lo alto, no de cerro sino de loma, colina
o altura, donde lo simbólico domina a lo físico, son urbanizaciones. En la
ciudad viven los ciudadanos. Entre las cinco acepciones que trae el DRAE
para ciudadano me impresiona la última: hombre bueno. Tiene esto resabios
medievales, persona de cierto abolengo y dignidad manifiesta sobre
todo en su buena condición económica y ejercicio de autoridad, pero por
algo ya entonces se llamaba así a los que habitaban la ciudad y no a los del
campo o de las afueras.
No hay una palabra para nosotros, los que vivimos en barrio. No
tenemos gentilicio. ¿Cómo llamarnos? ¿Barrícolas? ¿Barrieros? Sólo la hay
para los de barrio bajo: barriobajero -- barriotero, ineducado, en Cuba --,
que significa ineducado, desgarrado en el comportamiento o en el hablar,
según el diccionario. Sería el nombre adecuado para ese cincuenta por
ciento de venezolanos que habitamos en barrio, puesto que en Venezuela
todos los barrios son bajos. Fuera de alguna acepción neutra, como el ser
parte de la ciudad, predominan en el imaginario barrio las notas negativas:
salvaje, afueras, bajeza, eso que el diccionario identifica como “cualidad de
bajo”, esto es, ruin o mezquino, vileza de ánimo, de miras, de nacimiento,
condición de inferioridad… y dele. El hombre alto es el ciudadano.
De un tiempo a esta parte, se hace la distinción entre simple habitante o
morador y ciudadano. Sólo éste sería el hombre consciente de sus deberes
y derechos, productivo, participante activo en la vida de la ciudad… hombre
bueno o alto, digamos. En esta dicotomía nosotros seríamos simples
habitantes.
Ello está en el imaginario común de mucha gente y ha salido a flote
de manera muy brutal a raíz del enfrentamiento o polarización política
actual. En dicho imaginario el barrio es el lugar del salvajismo, de la bajeza
moral sobre todo, a parte del lugar donde habitan los que son pobres por
su propia culpa, los violentos armados a los que no les importa la vida de
nadie, los “comedores de mortadela”, frase que, dicha en tono despectivo,
oyeron mis oídos en la voz de un prominente y joven político de oposición.
Aunque el de marras seguramente no lo sabe, pues poco cultos suelen
ser nuestros políticos, eso de distinguir a los hombres de los no-hombres
por la comida es muy viejo. Ulises, en el canto noveno de la Odisea,
tratando de encontrar otros hombres, envía a unos compañeros a ver si hay
en esa tierra “comedores de pan” y en el mismo canto, cuando encuentra
al Cíclope, ve que “no se asemejaba a los hombres, que viven de pan” sino
que “era un monstruo horrible, no parecido al hombre, que se alimenta de
trigo, sino a la cumbre boscosa de las altas montañas”.
Este imaginario no es patrimonio exclusivo de los que votan por la
oposición sino compartido igualmente por los “revolucionarios”, tan amigos
del pueblo ellos y por tanto de sus bajos lugares de habitación, que,
cuando planifican un servicio de salud de calidad muy baja también, lo
llaman “barrio adentro”, expresión en la que palpita el mismo significado
que, por ejemplo, en “selva adentro”, “mar adentro”, “llano adentro”,con
las que expresamos nuestra imaginación de lugares de mucho peligro, salvajes,
buenos para la aventura y que exigen valentía, arrojo y sacrificio en
quienes se adentran en ellos.
Suele decirse que por su boca muere el pez, dando a entender que
quien habla, sin darse cuenta, muchas veces traiciona su propio discurso
y por entre las palabras se le cuela la verdad profunda y oculta del pensamiento
que pretende encubrir. Un prominente político del proceso revolucionario
en marcha afirmaba con mucha convicción y énfasis: “Los habitantes
de los cerros y los barrios están saliendo de allí para vivir en zonas
urbanizadas como Santa Mónica, Prados del Este y El Hatillo”, refiriéndose,
claro está, a ocupaciones, invasiones y nuevas viviendas construidas por
“la revolución”. El dirigente revolucionario, igual que sus archienemigos
los “oligarcas” y “burgueses”, considera que los “barrieros” y “cerreros”
(polisémico el término) no vivimos en “zonas urbanizadas”. ¿Dónde será?
¿En el monte, en zonas rurales? En lugares de todos modos inferiores, quizás
salvajes, primitivos y no propios de hombres. ¿Se dará cuenta de que
con eso enlaza con la tradición griega pues no comemos pan ni vivimos en
ciudades? Como al respecto, sus declaraciones no tienen desperdicio y hacen
al caso, reproduzco algo más: “Ahora nosotros estamos viendo a nuestros
compatriotas de los barrios de Caracas, de Antímano, del Junquito, de
El Valle, de Coche, etc., los vemos viviendo en la avenida Libertador, están
viviendo en Santa Mónica, en Los Chaguaramos (…) el pueblo venezolano
está viviendo en los sitios urbanizados. Antes los tenían marginados,
¡váyanse para la quebrada, váyanse para el cerro!(…) El presidente Hugo
Chávez dijo que en todos los espacios territoriales planos, urbanísticamente
construidos, ahí tiene que vivir el pueblo venezolano; no pueden estar
viviendo marginados allá en las quebradas, en los cerros”. A parte de que
los habitantes de los barrios y cerros son la bicoca del cincuenta por ciento
de nuestra población (¿catorce millones y medio de personas?), problema
no pequeño de reubicación en “espacios territoriales planos urbanísticamente
construidos”, queda bien claro el imaginario “izquierdoso” sobre el
asunto para nada distinto de “derechoso”.

IV. La simbólica del barrio desde la ciudad.


Con ello estoy diciendo que si desde el punto de vista urbanístico el
barrio pudiera ser considerado parte de la ciudad y por tanto ciudad también
él, no lo es desde el punto de vista simbólico según representaciones
y actitudes ampliamente compartidas por tirios y troyanos de modo que
entre ambos, ciudad y barrio, está establecida una frontera que decide no
sólo las percepciones sino, y en consecuencia, también las políticas sociales,
la calidad, cantidad y forma de los servicios y las relaciones concretas
entre unos habitantes y otros.
Los componentes propiamente estructurales de la ciudad, las urbanizaciones
y las divisiones tradicionales de la misma, han sido planificadas
y aceptadas por ella a través de sus autoridades, su ayuntamiento, sus
sistemas económicos o de mercado, sus redes de servicios, aunque en ello
hayan intervenido intereses de grupos privados e individuales y no sólo
públicos y de bien común. De todos modos, no han roto la identidad de
la ciudad sino que la han expandido o reconstruido dentro de un sistema
orgánico de significados. Clásicos, “el Ensanche” de la Barcelona española
y entre nosotros el “23 de enero” en Caracas. Los barrios, en cambio, de alguna
manera le han sido impuestos a la ciudad. No han surgido de ella
sino que han venido de fuera. Unos la han encerrado en un extraño cinturón,
otros han crecido en su interior en los espacios por los que ella nunca
de por sí habría crecido y todo ello de una manera imprevista, a veces con
nocturnidad y alevosía, fuera, de todos modos, de los parámetros de orden
y sistema que ella reconocía como propiamente ciudadanos, los que
desde siglos han estado asociados con la civilización (esta palabra proviene
precisamente decivis, el de la civitas, la ciudad). En origen, los barrios no
son sus hijos, no han nacido de ella y todavía no sabe qué hacer con ellos.
De hecho, la ciudad nunca ha tenido una política de inclusión de los
barrios, de convertirlos en parte suya en el mismo plano de las urbanizaciones.
Los barrios ni siquiera son excrecencias, ni tumores, ni anomalías
de la ciudad. Le han sido impuestos. De hecho sus calles se detienen a la
entrada del barrio, y de ahí parte una maraña de vías que los ciudadanos
dudan en llamar calles. De golpe, una estética que buena o mala tiene una
cierta continuidad, es bruscamente interrumpida por lo feo, lo impresentable.
El agua, que ordinariamente, con altos y bajos, pero con suficiente
constancia y eficiencia circula por tuberías y llega corrientemente a los
hogares, en el barrio se detiene y aunque pueda circular por una cierta red
de tuberías, de hecho no lo hace sino cada diez, quince, veinte días porque
la ciudad no ha integrado de veras esa red a la suya. Podríamos seguir.
Quizás es cuestión de tiempo y a la larga, muy larga, nuestros barrios acabarán
convirtiéndose en partes integrantes, incluidas en la ciudad, como
pudo suceder quizás históricamente con las ya mentadas Candelaria o La
Pastora, en Caracas y en otras poblaciones de nuestro país, para poner un
ejemplo.
Lo grave de esta exclusión es que no es el barrio propiamente el
excluido, lo son sus habitantes que resultan percibidos como venezolanos
más cerca de la barbarie que de la civilización. Sintomáticamente este
tema, “civilización y barbarie”, propio del siglo XIX hispanoamericano,
ha vuelto a estar en la palestra como parte de las explicaciones ideológicas
del actual acontecer político. La simple formulación de la pregunta que
estamos considerando es ya una señal de todo ello.

V. El barrio desde sí ve la ciudad.

¿Y si vemos las cosas al revés, desde el barrio hacia la ciudad? Ante


todo, mi barrio no es un caos. Como distribución del espacio, desde que
entro recorro una calle que viene de la ciudad con la que se conecta pero
también de la que se aleja, una calle que lo atraviesa de arriba abajo y por
la que circulamos los vecinos aunque también lo hagan algunos vehículos.
Una calle así no es una calle de la ciudad actual. No tenemos, y de tanto
no tenerlas ya ni las necesitamos, tampoco aceras. Ella es un eje que da
identidad espacial a nuestro lugar de habitación pero también de convivencia.
De ella parten a derecha e izquierda unos callejones, a manera de
espinazo de pescado, calles más estrechas que distribuyen la mayoría de las
viviendas y tienen su propia lógica, su propio orden. Las escaleras permiten
el acceso que a la calle y a los callejones les resulta imposible. El mapa
del barrio lo tenemos todos en la mente con mayor claridad, creo, que el
de una urbanización sus habitantes simplemente porque sabemos dónde
vive cada cual con el que nos encontramos con mucha frecuencia y nos
representamos claramente el camino para su casa porque lo recorremos a
pie de modo que conocemos todos los huecos del pavimento, todos los colores
de las viviendas, sus rejas, los sonidos de sus parlantes, la música que
les gusta y cómo suenan las voces de cada cual en cada uno de los sitios.
No es un desorden. Claro que no es el orden ciudadano establecido
por la razón moderna y la ley unificadora; es el orden de la vida, de la necesidad
de vivir bien, un bien que es muy propio y distinto del otro bien, es
el orden de la relación humana que nos hace vecinos, comunidad y personas.
Nadie nos organizó. Los “barrieros” se organizaron desde el principio,
desde su llegada y a medida que el espacio se iba ocupando. La circunstancia
de convivencia fue la madre de la organización. Por convivencia y
para mejor convivir se formaron juntas, ajuntamientos, ayuntamientos.
Se llamaron “junta pro mejoras”. Mejoraron calles, escaleras, electricidad,
agua, limpieza. Por organizados, pudieron resistir al desalojo, consiguieron
escuelas, transporte, capilla, alumbrado. Generaron un poder autónomo
que nadie les dio y que no dependió del permiso de nadie. El proceso
puesto en marcha se encaminaba a la autonomía completa de ese poder
comunitario autogenerado, al autogobierno en todo lo propio de la comunidad
de convivencia, ese que en el mundo entero y a lo largo de toda la
historia se ha realizado en la figura del pequeño municipio cualquiera sea el
nombre que haya recibido, un poder de servicio y no de imposición.
Entre nosotros el proceso ha quedado bloqueado.
Las juntas fueron reglamentadas en tiempos del primer Carlos Andrés
y, así, sometidas y desnaturalizadas. Acaban de llegar los consejos comunales
y unas hasta ahora casi invisibles comunas que no sólo detienen el
proceso sino que eliminan toda posibilidad de autonomía presente y futura.
Nuestro espacio está lejos de la mecanización, de la encuadratura rígidamente
estructurada, de la vehiculización atosigadora. Está más cerca de
la humaneza que de la naturaleza, para usar ese bello vocablo que inventó
Ortega y Gasset, gran hacedor de palabras. En el barrio nos sentimos bien,
digan lo que digan los “ciudadanos” y sabemos que somos nosotros, que
nos distinguimos de los del otro barrio porque tenemos nuestro nombre,
nuestro patrón, nuestras fiestas, nuestros malandros, nuestros políticos y
politiqueros, nuestras bodegas, nuestra licorería, nuestra escuela, nuestra
iglesia y nuestras iglesias; nuestros tiroteos también, pero aunque no se
crea, nuestra seguridad, a pesar de ellos, porque nuestros malandros son
nuestros y no se meten con nosotros que somos la trama familiar y social
en la que ellos se mueven y en la única en la que pueden sobrevivir. Se
tirotean entre ellos y ellos, no contra nosotros, y ya sabemos que cuando
hay tiros no se debe uno asomar ni a la puerta ni a la ventana. Nada idílico,
claro. Tenemos nuestros problemas pero los de la ciudad tienen los suyos
también.
¿Esa identidad barrial es también identidad ciudadana? Los viejos
están ahí pero su identidad está en sus pueblos o campos de origen. Ahora
bien, la gran mayoría ya ha nacido dice que en el barrio pero en realidad
ha nacido en la ciudad, en alguna maternidad. Se siente, en nuestro
caso, petareño. ¿Caraqueño? Bueno, quizás caraquistas y magallaneros estén
equilibrados. Entre los viejos predominan los magallaneros, identificación
externa, entre los jóvenes cada vez más los caraquistas, identificación con
la ciudad. La ciudad es el lugar a donde tenemos que ir para el trabajo, el
hospital, el mercado, el Centro Comercial, (el Sambil), el liceo, la universidad
(también hay universitarios y no sólo de las bolivarianas), el cine, la
discoteca… y mucho más. ¿Somos también ciudadanos? De que estamos
en la ciudad, estamos.
VI. Conclusión.
¿Nuestro barrio es ciudad? Después de todo lo dicho, confieso que
no lo sé, pero tampoco me importa mucho saberlo. Claro que quisiera tener
todos los servicios que se tienen en la ciudad, aunque en ella también
haya siempre motivos de queja, pero con el tiempo nos hemos ido acomodando,
de manera que tampoco eso es una tragedia. Bueno sería que
el agua nos llegara permanentemente, que la calle estuviera lisita y sin esas
grietas para que las casas del lado de abajo no tuvieran peligro de caerse
por filtraciones de años siempre que llueve, que las luces de los postes de
la calle no estuvieran siempre quemadas, que las cloacas no se rompieran
con tanta frecuencia, que pudiéramos tener el modo de hacer callar a los
bullangueros que con sus plantas de alta potencia no dejan dormir los fines
de semana y cuando se les ocurre, en fin, que pudiéramos gozar de lo que
se supone es propio de una ciudad. Pero para eso necesitaríamos que la
ciudad (o la sociedad que los ha generado ooc ) nos reconociera como suyos o que
nosotros pudiéramos convertirnosen ciudad. ¿Por qué si no, qué somos? ¿Ni
“seres-vivos-de-ciudad” ni“comedores-de-pan”? ¿No hombres? Claro que nadie
hoy se atreve a decir explícitamente eso. Pero implícitamente, y sirviéndose de las
mejores metáforas, lo dan a entender tanto en referencia a la forma de habitar
como ala forma de comer. Para convertirnos en ciudad por nuestra cuenta lo que
nos falta en realidad es el “ayuntamiento” propio

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