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Del robo al asesinato

Carlos Maza Gómez


© Carlos Maza Gómez, 2018
Todos los derechos reservados

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Índice

El crimen de la calle Mayor 1899 …….. 5


El crimen de Bellas Vistas 1900 …….... 41
El crimen de los Arropieros 1901 …….. 75

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El crimen de la calle Mayor

1899

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¿Ése era su objetivo? ¿Doce duros?

Pues sí, eso quería yo, es lo que nos hacía falta para
salir adelante. Estábamos en una situación muy
comprometida, sin dinero, sin casa, huyendo de nuestros
padres… No podíamos volver, no contábamos con nada.

Sereno y tranquilo, con la serenidad de la que tanto han


hablado los periódicos, nos recibió el criminal. En su rostro,
pálido, se advertían huellas del insomnio. Hoy, un año
después del terrible suceso, tiene veinte años, al igual que su
cómplice.
No es el asesino de la calle Mayor una figura repugnante
como han afirmado. Los rasgos de su fisonomía no
denuncian al criminal nato de Lombroso. Es una figura
vulgar, sin relieve ninguno; su mirada sin brillo acusa una
inteligencia poco desarrollada. En el ojo derecho tiene una
nube que le imposibilita la visión.
A las preguntas que le hicimos contestó José Lucas sin
resistencia, casi con agrado, relatando con sencillez las
circunstancias del crimen, sin experimentar la menor
emoción, sin que se turbara su rostro impasible al evocar los
hechos dolorosos. Sólo lloró al hablar de sus padres.

Empecemos por el principio, si le parece. Hábleme de su


pueblo, de su vida allí.

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¿Qué voy a contarle? Margarida es un pueblo de
Alicante, tendrá unas treinta familias, poco más. Allí nos
conocemos todos.

¿Todo el mundo sabía de su relación con Isabel?

¿No van a saberlo? Su casa y la mía han estado


siempre puerta con puerta, nos conocemos desde niños,
cuando jugábamos juntos. Siempre nos hemos querido
mucho.

Pero ella ha tenido otros novios…

Bueno, dos muchachos se interesaron por ella. Isabel


se dejó querer al principio, porque a toda muchacha le gusta
eso, pero no pasó nada más porque siempre me quiso a mí.

Su familia está bien acomodada.

La mía sí, la de Isabel no tanto. Mi padre tiene


campos, allí se produce una cereza muy buena, almendras
que no las probaría usted mejor en su vida. Mi familia incluso
tiene algún olivar. Nunca nos ha faltado de nada. Las tierras
están en la familia desde el padre de mi abuelo, por lo menos.
Mi hermano mayor incluso es el alcalde del pueblo, no le
digo más.

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Y los padres de Isabel…

Bueno, ellos tienen alguna tierra pero no mucha, el


padre ha tenido que trabajar también el campo de otros, para
nosotros ha trabajado más de una vez. Y ya ve, en vez de
estar agradecido, me rechaza.

***

Sr. Lucas. Dice su hija que la ha perdonado.

Así es, sí ¿qué quiere que le diga? Soy padre a fin de


cuentas y mi Isabel siempre ha sido una buena chica.

Pero lo que hizo…

Fue terrible, ya lo sé. Pero todo fue culpa de ese


muchacho, José, un malnacido. La culpa de mi hija es haber
perdido la cabeza por él. Si no fuera por su influencia pongo
de testigo a Dios que mi Isabel no hubiera hecho lo que hizo,
algo inimaginable para todos los que la conocen, ya lo vio
usted en el juicio, lo bien que hablaban de ella, incluso sus
antiguos novios, dos buenos muchachos, ojalá hubiera
escogido a uno de ellos, pero perdió la cabeza, eso es lo que
pasó.

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¿Por qué se opuso a que mantuvieran relaciones?

Mire, yo a la familia la conozco desde siempre. Son


gente honrada, incapaz de hacer daño a nadie. Su padre es un
hombre con posibles, tiene campos, produce y vende mucho,
es de los ricos del pueblo pero no le ve un gesto de orgullo ni
de creerse más importante que nadie. Él y yo nos hemos
tratado muy bien siempre.

Ellos también se opusieron a que Isabel fuera la novia del


chico.

Eso lo entiendo ¿qué quiere que le diga? Yo podía


buscar mi provecho y haber dicho que sí porque aunque el
muchacho sea como es viene de una familia donde no le
habría de faltar nada y mi hija bebía los vientos por él. Pero
yo le dije que no, mi mujer es testigo de que intenté razonar
con ella. Aunque no lo hablara con el padre de José, yo sé
que debía entender mis razones. Bastantes problemas tenía el
hombre con ese hijo.

Pero dígame cuáles fueron sus razones para oponerse.

Ese José iba por mal camino, en el pueblo todo el


mundo lo sabía. Su padre lo llevó a la escuela, como a su hijo
mayor, pero donde éste era aplicado el segundo era un
desastre, un chico sin ganas de estudiar, buscando bronca con
otros muchachos. Ya escuchó al maestro durante el juicio,
cuando dijo aquello de que hacía malamente todo. El hombre
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fue suave por respeto al padre de José, pero lo cierto es que
fue un chico que siempre daba problemas, se escapaba para
no ir a la escuela… Anda que su padre no le dio correazos
para que cambiara pero ¡quiá!

De mayor no se corrigió.

Nada, no cambió nada. Su padre se hartó de llevarlo a


la escuela, incluso el maestro le dijo que lo mejor que podía
hacer era ponerlo a trabajar. Pero si a alguien no le gustaba
trabajar era a él. A los quince años lo mandaba al campo para
que aprendiera y el muchacho desaparecía dos o tres días. Le
había quitado unos duros a su padre en un descuido y se iba
de juerga hasta Planes, no le digo más. Alguna vez tuvo que
ir su hermano con la carreta a recogerlo cuando lo avisaban
de que estaba durmiendo la mona debajo de un árbol. No, no
había nada que hacer con él. Ni quería estudiar ni trabajar.
¿Cómo le iba a dar mi Isabelita a alguien así? La mala cabeza
de esta hija mía es la que la llevó a escaparse.

***

Dice tu padre que perdiste la cabeza por José.

Eso es. No puedo explicarlo de otro modo. Y le diré


una cosa además: después de todo lo que ha pasado, después
de perderme como lo ha hecho ¡aún le quiero con toda el
alma!

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De rostro agraciado, del color moreno pálido del arroz que
se cultiva en las riberas del Turia, y de boca pequeña y
dientes blanquísimos, Isabel Lucas, con su ropa limpia, con
su peinado ahuecado y con su aspecto de timidez que tan mal
se aviene con su sangre fría y maldad en el momento del
crimen, más parece sirvienta de modesta casa burguesa que
se prepara a santificar la fiesta del día, acompañando a su
novio a uno de los bailes populares que se improvisan los
domingos en los Cuatro Caminos, que la mujer sujeta a
gravísima responsabilidad por un horrendo crimen.

Os conocíais desde pequeños.

Sí, vivíamos casa con casa, jugábamos en la calle.


Luego ya fuimos creciendo y yo iba con mis amigas pero
nunca nos perdimos de vista, siempre tenía una buena palabra
para mí, siempre estaba atento. A veces me traía algún regalo
pequeño, algo que había encontrado por ahí, que se le había
encaprichado. Me gustaba hablar con él, estar juntos.

Pero tuviste otros pretendientes.

Ricardo y Casimiro, en el juicio no dijeron más que la


verdad. Me porté bien con ellos, ya ve usted que, aunque les
diera calabazas, hablaron bien de mí. Se me acercaron en los
bailes del pueblo, tonteamos un poco, dimos algún paseo pero
yo de siempre estuve enamorada de José, por eso no me
decidía a corresponder. Ellos se dieron cuenta y no insistieron
pero que me pretendieran tuvo la consecuencia de que José
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espabiló por fin y un día, que se me acercó cuando iba a la
fuente, empezamos a hablar como siempre y, al entrar en una
calle angosta que hay allí me cogió del brazo y me dijo que
siempre me había querido. Me quedé de piedra, incluso me
reí de él, pero me miraba con tanta fijeza que me di cuenta de
que iba en serio y me quedé callada. ¿Y tú? Insistió ¿Y tú?
Bueno, no sé qué me pasó, así tan de repente pero me salió
casi sin querer el decirle: Y yo también. Así nos hicimos
novios.

Luego vinieron los problemas con la familia.

Mi padre se puso como un basilisco cuando se enteró


de que me habían visto paseando con él por todas partes. Ya
sabe que es un pueblo pequeño y resulta imposible guardar
un secreto. Además, yo no quería guardarlo, a mí José
siempre me gustó, le quise desde que era pequeña ¿por qué
tenía que andarme con secretos? Pero las viejas empezaron a
meter cizaña, que si nos habían visto de la mano, que íbamos
hacia el campo, que a saber qué hacíamos solos… Mi padre
no hacía más que gritarme, mi madre llorando, mi hermano
diciendo que era tonta.

Así que empezasteis a veros en secreto.

Salíamos de casa con cualquier excusa, habíamos


acordado vernos en sitios alejados, ir por caminos diferentes.
Pero todo el mundo sabía lo que estaba pasando. Con el
tiempo, ya sabe, llegamos a cierta intimidad, eso no había
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forma de detenerlo. Mis padres, con tal de que no fuera
público, preferían no reñirme. Ya cuando empezaron a
buscarme un novio entre los hijos de otros vecinos de Planes,
amigos suyos, me di cuenta de que nunca se rendirían, que
nunca aceptarían lo nuestro.

Pero ¿tú no te dabas cuenta de que José no tenía ni oficio ni


beneficio?

Yo solo sé que lo he querido siempre con locura.


Además, los hombres cambian cuando tienen
responsabilidades, eso pensaba yo. Si nos hubieran dado una
oportunidad, si no hubiéramos tenido que escapar como lo
hicimos…

Y ahora ¿cómo tienes el ánimo?

¡No puedo tenerlo! Es tanta la pena con que me


castigan; pero, en fin, lo sufro todo por la Pasión y Muerte de
Jesús. No lo siento por mí... Mis pobres padres se morirán
pronto y no volverán a ver a su desdichada hija.

¿Has tenido carta de ellos?

Sí, señor; les escribí un mes después del hecho


pidiéndoles que me perdonasen, y contestaron a mi carta
perdonándome. Desde entonces me han escrito muchas veces
e incluso han venido a verme, aunque no lo merezca.

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¿Y José, te ha escrito desde la cárcel?

También; sí, señor, y me dice que cada vez me quiere


más.

¿Y tú le quieres todavía?

No lo sé. Creo que le odio desde la noche del


crimen... ¡Pero no, señor, le quiero mucho, mucho! Nunca ha
sido malo para mí más que aquel maldito día en que me
perdió para siempre.

***

En el juicio se ha comentado que sabías de la riqueza de


doña Teresa, que averiguaste sus señas antes de escaparos.

Ya digo que ahí nos conocíamos todos, no es algo que


yo buscara saber en especial. Hacía años que doña Teresa
Tomás se había ido del pueblo pero su familia seguía
viviendo allí. Saber que tenía posibles lo sabíamos todos,
porque el cura de nuestra parroquia de Sant Francesc se
encargó de airearlo un domingo, cuando agradeció a esta
señora su donación de una joya para la Virgen del Pilar. Ese
donativo fue muy comentado, había elogios para doña
Teresa, también un poco de envidia, ya sabe, suponías que
estaba en Madrid con todo tipo de lujos. Pero ya le digo, yo
no tuve que averiguar eso, todos lo comentaban. De lo que sí
me enteré es de su dirección en la capital. Para entonces yo
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andaba dándole vueltas a la idea de escaparnos y era bueno
tener a quién recurrir. De hecho, mi primer plan era marchar
a Barcelona, que está más cerca, pero allí no conocíamos a
nadie, no íbamos a encontrar socorro, así que pensé que
mejor en Madrid.

Fuiste a Valencia en primer lugar ¿no?

A Valencia, a una posada llamada de San Antonio. Le


había cogido veinticinco duros a mi padre y ropa a mi
hermano que metimos en un baúl para llevarlo conmigo y que
no pensasen que éramos unos pobres.

A tu hermano le cogiste un revólver también. ¿Pensabas


usarlo?

No, no, de ninguna manera. Al tomarle prestada la


ropa lo encontré y pensé que, yendo por aquí y por allá, a
saber dónde terminaríamos y convenía poder defenderse, no
sé, de que alguien intentara robarnos o atacarnos.

¿Te ha sentado mal que tu familia te haya denunciado por


robo?

Hubiera deseado que no fuera así, de hecho yo cogí


todo aquello considerándolo un préstamo. La ropa la dejé en
el mismo baúl en la estación de Mediodía, no pensaba usarla
más que en caso de apuro, y el dinero trataría de devolvérselo

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a mi padre en cuanto encontrara un trabajo digno que nos
permitiera casarnos y establecernos en Madrid.

Deduzco que tu familia no te ha perdonado, aunque la de


Isabel sí lo haya hecho con ella.

No, no lo ha hecho, ni siquiera después de la condena.


Hubiera esperado un poco de compasión, pero no ha sido
posible. En todo caso, merezco todo lo que me pasa. No quise
que pasara lo que ha pasado pero lo hecho hecho está.

Hablabas del trabajo en la capital. Pasasteis varios días


viviendo con doña Teresa y no buscaste trabajo alguno. De
hecho, dijiste en el juicio que uno de tus objetivos era
encontrar algo para sosteneros gracias a los contactos que
tuviera la señora.

Sí, así es.

Pero no hablasteis con ella de trabajo.

Nos dio vergüenza. Le dije a Isabel que se lo


mencionara pero a ella también le daba vergüenza. La señora
no podía ser más amable con nosotros pero todo se volvía del
revés. Nos habíamos presentado como recién casados, más
que nada para no formar escándalo. Le dijimos que nos
enviaba el cura del pueblo, lo cual no era del todo cierto,
porque las señas me las había dado él pero no le dijimos que
íbamos a ir a Madrid. Como no sabíamos qué decirle
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hablamos de que, tras la boda y estando de luna de miel,
deseábamos hacer unas compras en la capital. Ella, ya le
digo, fue todo amabilidad: nos alojó en una habitación muy
amplia de su casa, nos acompañó para enseñarnos algunos
lugares de Madrid. No teníamos mucho dinero porque, entre
la posada de Valencia y el viaje, los duros de mi padre ya
escaseaban. Incluso le pedimos quince duros en préstamo y
nos los dejó. Le dije que no nos había llegado el dinero del
pueblo, que en cuanto lo enviaran se lo devolvería. No quería
parecer un pobre, un muerto de hambre. El caso es que no me
atreví a pedirle por un trabajo e Isabel tampoco lo hizo.

Entonces ¿cómo pensabais salir de esa situación? ¿Sin


dinero, habiendo dicho que estabais allí solo unos días, sin
que quisierais volver al pueblo?

No sé, yo solo quería doce duros. Con ese dinero nos


hubiéramos apañado un tiempo más, hasta que saliera algo.

Pero ¿por qué no se lo pedisteis de nuevo?

Ya nos había prestado quince ¿cómo le íbamos a pedir


más? Iba a pensar que éramos unos aprovechados.

¿Era mejor matarla?

No sé, yo no sabía qué hacer.

***
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María Pérez González, para servirle.

Es usted joven.

Tengo veintitrés años.

¿Cuánto tiempo llevaba sirviendo en casa de doña Teresa?

Cuatro años. Ya estaba con ella cuando tenía la casa


de huéspedes en el número 19 de la misma calle Mayor, creo
que la abrió cinco años antes y le iba bien, tan bien que
necesitó ayuda y decidió contratarme.

Don Julio Herrero ya estaba allí cuando usted empezó a


trabajar ¿no? Cuéntenos de cómo era él, qué vida llevaba.

Don Julio, según me dijeron, se había separado de su


mujer. Ésta era más joven ¿sabe? Algo pasó entre ellos,
diferencias de carácter, decían. La pena es que, cuando se
separaron el señor dejó lactante una niña que moriría tres
años después. Cuando yo le conocí tenía cincuenta y cuatro
años y en todo el tiempo que serví en casa de doña Teresa
siempre hacía lo mismo.

Pero ¿cómo era?

Un caballero, eso es lo que era, un hombre muy


apreciado allá donde iba. Estuvo unos años en la casa de
huéspedes pero aquello no le iba bien y por ello le propuso a
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doña Teresa un arreglo conveniente para ambos. Ella pondría
casa aparte, de manera que el único inquilino fuera él, que
instalaría allí su bufete. Porque era abogado, supongo que ya
lo sabe, se dedicaba a cosas de testamentos y pleitos que
tenían que ver con eso, familias que se peleaban, cosas así
que él trataba estupendamente porque nadie se quejó de su
oficio. Ganaba dinero pero tenía fama de ser muy honrado y
no extender los pleitos más de lo conveniente, como hacen
otros. Yo me enteraba porque era la encargada de abrir la
puerta a los clientes que se iban y oía sus comentarios.

¿Trabajaba mucho?

Bueno, por la mañana nada más. Además tenía


algunas rentas, pagaba religiosamente a doña Teresa, que
nunca tuvo motivo para quejarse. Los dos se llevaban bien,
para ella fue un descanso atender a un solo cliente que,
además, daba muy pocos problemas y pagaba cuando debía.
En realidad, ella actuaba como un ama de llaves, cosa que a
él le convenía mucho. He leído algunos comentarios en
ciertos periódicos… Le puedo asegurar que él era un
verdadero caballero y ella es bastante mayor, por eso me
necesita para hacer la casa. Entre ellos se llevaban bien pero
nada más.

Si solo trabajaba por las mañanas ¿qué hacía el resto del


día? ¿Lo sabe usted?

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Claro, algunas veces tuve que ir hasta el café o donde
estuviera a darle algún recado. Era como un reloj, siempre
hacía lo mismo. Ya sabe usted que era hombre muy conocido
en Madrid, su sobrino es Tomás Herrero, el dueño de ese
gran almacén de papel de la calle Duque de Rivas. Él no
ganaba tanto dinero como el sobrino pero nunca le faltaba, ya
le digo. Además, no pretendía enriquecerse, le gustaba vivir
bien y tranquilo, por eso propuso lo de la casa a doña Teresa.
Pues a lo que iba, cuando terminaba su trabajo de la mañana
almorzaba y marchaba luego al café de Levante, el de la
Puerta del Sol. Allí se reunía con sus amigos de manera que,
a media tarde, se acercaba al Círculo de la Unión Mercantil.
Cuando empezaba a anochecer tenía tertulia en la librería de
la Cuesta, en la calle Carretas, donde volvía a encontrarse con
los amigos del café y con ellos volvía allí para cenar. Con
todo eso y un rato de charla regresaba poco después de las
doce de la noche y se acostaba inmediatamente. A veces veía
su luz un rato porque se quedaba leyendo pero muchas veces,
como aquella noche, no.

Llegamos a la noche del 26 de enero de 1899 ¿Me puede


contar cómo lo vivió?

¡Ay, con un miedo terrible! ¿Qué le voy a contar? Ya


se lo puede imaginar. Nos acostamos pronto aquella noche.
Estuvimos jugando a cartas con los dos asesinos hasta las
once, el nieto de doña Teresa, Eugenio Moliné, y servidora.
La pareja de “paletos”, como los llamábamos todos cuando
no nos escuchaban, no hacían más que reír. Habían llegado a
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casa… espere que me acuerde…, ocho días antes. Decían que
eran recién casados, que venían a hacer compras pero
siempre estaban a la última pregunta, me pareció a mí. De
todos modos, nadie sospechó nada, parecían una pareja joven,
que se querían y estarían con nosotros apenas unos días antes
de volver al pueblo. De trabajo no hablaron, eso se lo digo
yo, si no mi señora me lo habría comentado. Y de que él
fuera tonto como dijeron en el juicio, nada de nada. Tampoco
es que fuera muy listo ni espabilado pero, en el tiempo en que
lo traté, no dio señal alguna de ser imbécil ni nada, era un
chico normal.

¿Dijeron al principio que se quedarían tanto tiempo?

No, qué va. Eran solo unos pocos días. De hecho


anunciaron que se iban dos días antes pero luego Pepe, el
muchacho, nos comentó que ella estaba mala y no podían
emprender el viaje todavía. ¡Mala! A mí me extrañó que lo
estuviera porque aquel día comió como una desesperada.

¿Y por la noche, la noche del crimen, usted qué vio?

Lo cierto es que yo duermo ligero. Por eso escuché al


señor que llegaba sobre las doce y media y cerraba su puerta.
Me dormí y algo me despertó en medio de la noche. Según he
sabido luego eran como las cuatro de la madrugada. Escuché
algún gemido y a la muchacha que decía bajito: ¡José,
ayúdame! Pensé que alguien se había puesto malo, tal vez la
señora, y me levanté. Don Eugenio, el nieto de la señora,
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duerme en la habitación junto a la mía y, camino del
comedor, lo desperté. Luego seguí hacia donde vi que estaba
la paleta, en la puerta de la habitación de mi señora. Me
asomé tras apartarla y el cuadro que vi fue horrible. El paleto
estaba forcejeando con doña Teresa, que se debatía toda
ensangrentada. Creo que di un grito porque José volvió la
cabeza y yo sentí que iba a por mí. Salí corriendo por el
pasillo y abrí la puerta, que gracias a Dios don Julio había
dejado sin cerrar, y subí como alma que lleva el diablo las
escaleras hasta el ático, donde sabía que dormían los porteros.

¿José la seguía?

Él dijo luego que no pero yo sentí sus pasos por el


pasillo y por la escalera. Yo iba dando gritos, pidiendo ayuda,
y eso debió hacerle retroceder. Leoncia, la portera, me abrió
la puerta y, al verme tan agitada, me preguntó qué pasaba. Yo
le dije que estaban matando a mi señora. Ella bajó a toda
prisa.

Luego ¿han hablado ustedes? ¿Le ha contado lo que vio allí?

Sí, sí. Yo no quería bajar más mientras no viniese la


policía pero ella es mujer de mucho ánimo, no le tiene miedo
a nada y bajó a ver qué pasaba. Luego me ha contado con
detalle todo lo que sucedió. Se encontró a José, que sangraba
entonces de las heridas que se había hecho en la mano, y éste
dijo que alguien había asesinado a don Julio y se había
escapado por el pasillo. Leoncia contestó que se apartara, que
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iba a ver. En esto salió Eugenio, el nieto de la señora, un
chico de solo dieciocho años pero valiente. Al parecer, se les
había enfrentado impidiendo que remataran a su abuela,
como pretendían. Se había hecho con un cuchillo de cocina y
le había dicho al criminal que, si era hombre, fuera a por él y
no a por su abuela. Pero ya le digo, creo que para entonces a
los dos asesinos se les habían acabado los arrestos. Se
limitaron a lavarse las manos ensangrentadas y encerrarse en
su habitación. Leoncia entonces le dijo al muchacho que iba a
buscar al sereno y a los guardias. Y eso fue lo que pasó, al
menos hasta donde yo lo vi.

¿Vio usted a don Julio?

Sí, más tarde, cuando el médico de la Casa de Socorro


hacía la primera cura a la señora y estaba todo lleno de
guardias y alguien del Juzgado del distrito. Entonces me
asomé a la habitación del señor. Aún pensaba que dormía, lo
cual ya me resultaba extraño con tanto alboroto. Estaba
tumbado sobre su lado derecho, como si durmiera. Así le
encontró el asesino y le acuchilló once veces sin necesidad.
Según dijeron los médicos la primera cuchillada le mató
atravesándole el corazón, no hacía falta que se ensañara así
con él. Estaba todo lleno de sangre. Lo único que consuela un
poco es que, según dijeron, no se había enterado de nada.
Pero sí, muerto estaba y bien muerto, pobrecillo. Le acuchilló
tantas veces, dijo el médico durante el juicio, que la hoja se
dobló y eso y por las heridas que se hizo el asesino en la

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mano, no pudo acabar con la vida de doña Teresa como
planeaba.

¿Cree que su propósito era robar?

¿Cuál si no? Y de paso, matarnos a todos.

***

Buenos días, Sr. Landeira. Enhorabuena por su


nombramiento como presidente de la Audiencia de Madrid.

Gracias. Es un honor que tengo que agradecer a S.M.


la Reina.

Su última actuación como fiscal ha sido precisamente el tema


del que queremos preguntarle: el crimen de la calle Mayor,
que tanta expectación ha causado entre el público madrileño.
Hizo usted una exposición de los hechos previa al juicio que
resumía bien su postura y justificaba la pena de muerte que
solicitaba para ambos. ¿Ha cambiado su criterio con lo visto
ante el tribunal y la sentencia posterior?

El Jurado respondió con claridad a todas las preguntas


formuladas por el presidente del tribunal, el juez Sr.
Fernández Loaysa, y no queda más que acatar el veredicto.
En mi opinión, el aspecto inocente y agraciado de la acusada
Isabel Lucas pudo influir en los miembros del mismo.
También es cierto que los testimonios de las personas que la
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han conocido en su pueblo fueron muy positivos pero eso era
de esperar. La culpabilidad de José Lucas era, por otra parte,
incuestionable y él mismo lo reconocía. La apelación de su
abogado, el Sr. Muñoz, a una supuesta locura en el momento
de cometer el crimen era el único argumento que podía aducir
para librarlo del garrote, pero estaba llamado a no prosperar.

Para los lectores ¿podría explicarnos con el detalle


que desee cómo se desarrollaron los hechos que llevaron al
crimen del Sr. Julio Herrero y el asesinato frustrado sobre
doña Teresa Tomás?

Dado que la sentencia ya es definitiva y no se ha


presentado recurso de casación alguno, creo que se deben
explicar los hechos como definitivos aunque me voy a
permitir hacer algunos supuestos sobre ellos. Uno de los
aspectos más sobresalientes en José Lucas es la
premeditación, porque sobre los demás agravantes (alevosía,
nocturnidad, abuso de confianza) no cabe duda alguna. A ver,
el acusado es muy corto de inteligencia, era apreciación en la
que coincidíamos todos. Hubo, sin embargo, algunos de los
médicos forenses, como el Sr. Alonso Martínez, que
defendieron su imbecilidad y, por tanto, su irresponsabilidad
en el crimen. En ese sentido, la declaración del médico Sr.
Escribano, fue reveladora: Lo único que en su concepto se
puede diferenciar en el hombre es el mediano talento
producido por la falta de ejercicio de las facultades morales y
la imbecilidad, caracterizada por la falta de conciencia y la
imperfección del raciocinio. También es muestra de ello
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algunas características físicas, como el excesivo abultamiento
de la cabeza. En ese sentido, el Sr. Escribano hacía notar que
el acusado distinguía entre el bien y el mal y que físicamente
estaba bien conformado, pese al labio inferior tan abultado y
los brazos algo largos respecto al cuerpo. En todo caso, era
plenamente responsable de sus actos, sabía perfectamente que
cometía un acto criminal y planeó, hasta donde le permitieron
sus cortos alcances, todo lo que llevó a cabo.

Hubo hechos que corroboraban esa premeditación y que


usted sacó a la luz durante el juicio.

Así fue. Empecemos con la faca. Dijo que la había


comprado en Albacete para cortar el pan y el chorizo.
Admitámoslo por un momento, aunque no hay prueba alguna
de tal compra. ¿Y el revólver? Huye de la casa familiar por
amor, según dijo, para forzar a las familias a aceptar su
relación, como sostuvo Isabel Lucas. Huye llevándose ropa
que necesitará si la huida es larga, aunque luego la deja en un
baúl en la estación de Mediodía y no la usa. Se marcha
robando dinero a su padre a fin de sostenerse durante su
escapada. ¿Y el revólver? ¿Para qué quiere un revólver si no
es porque prevé cometer algún delito más adelante? Porque
para defenderse le bastaba con la faca, no le hacía falta nada
más. No, a José Lucas, un hombre con antecedentes de mal
estudiante, mal trabajador, que se marchaba de juerga a la
localidad vecina cuando decía que iba al campo de su padre a
trabajar, no se le había ocurrido la idea de llevar una vida
formal y seria, tras su escapada. Su defensa de que
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marchaban a Madrid, a casa de doña Teresa, para “buscar
trabajo en la capital” es una broma y una mentira flagrante.
No pretendía trabajar, ni siquiera le preguntó por ello a la
patrona, su cómplice tampoco lo hizo porque José no quería
trabajar, nunca lo había querido. Sabía que doña Teresa tenía
alhajas, él mismo vio cómo las sacaba el primer día de la
habitación en que se alojaron. Ya conocía su buen nivel de
vida cuando el cura informó agradecido a los feligreses de su
parroquia en el pueblo de la preciada donación de doña
Teresa a la Virgen de Margarida. A la hora de huir se dijo:
Vamos a casa de esta vecina, que es rica y tiene posibles.
Para eso es mejor que me lleve el revólver. Lo que ya fue la
guinda del pastel fue conocer al Sr. Julio Herrero, brillante
abogado, con rentas, y suponer que tenía buenos fondos en su
habitación, como era cierto que los tenía.

Hubo otros detalles…

Cierto, lo que he comentado puede decirse que son


hipótesis creíbles, dados los indicios y el hecho tan
significativo de haberse apoderado del revólver. Lo que
quiero decir con ello es que José Lucas, a pesar de sus cortas
entendederas, tenía claras dos cosas: Que no deseaba trabajar
y ganarse honradamente la vida y que, para lograrlo,
necesitaba delinquir eligiendo como víctima a doña Teresa.
Otro asunto es la responsabilidad de Isabel Lucas, más
dudosa, fuerza es reconocerlo. Su defensor ha querido dar de
ella la imagen de una buena muchacha seducida y loca de
amor por su novio, que ejercía sobre ella una autoridad que
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no cuestionaba y le robaba la voluntad. Durante el juicio
quedó claro que yo no estaba de acuerdo, pero la sentencia
está dictada y ya no se puede cambiar la valoración de lo
sucedido. A ver, ella misma reconoció que dos días antes de
aquella noche su novio le dijo que se estaban quedando sin
dinero, que no tenían dónde ir. Ella también se negó a volver
arrepentida a la casa familiar. De modo que la conclusión de
José no fue la de buscar un trabajo urgentemente, un trabajo
que nunca pretendió tener, sino robar y matar si era preciso a
doña Teresa y don Julio. Isabel admitió que, paseando al lado
del palacio, él le propuso eso con toda claridad. Afirma que
protestó, incluso sostiene que pretendió confesárselo a doña
Teresa, pero que su novio la vigilaba constantemente y no
pudo hacerlo. El Jurado admitió eso, muy bien. Pero yo no
me lo creo. ¿Es que José no tuvo que salir en ningún
momento de esos dos días? ¿Es que Isabel no pudo hablar
privadamente con María, la sirvienta, o con el nieto, para que
comunicase las intenciones de su novio? Hablando con
claridad ¿es que su novio no tuvo que ausentarse para hacer
sus necesidades, momento en que pudo deslizar algunas
palabras de advertencia? Pero no lo hizo. Isabel, con la
complicidad de José, que se ha inculpado siempre de todo, ha
convencido al Jurado de que callaba por temor a él. Bien está.
Es el juego de los tribunales y no tengo mucho más qué decir.

¿Cómo fue el crimen de don Julio Herrero?

Sencillo de describir. Sobre las cuatro de la


madrugada José Lucas se levantó y cogió la faca. Ahí
29
entraron en contradicción porque él afirmó, durante la
instrucción del sumario, que Isabel le había preguntado dónde
iba y él le expresó su intención de callar a su vecino de
habitación. Luego, durante el juicio, ella sostuvo que había
seguido durmiendo, todo con tal de no hacerse responsable
del auténtico crimen, que le hubiera supuesto la pena de
muerte. Lo cierto es que José salió subrepticiamente de la
habitación sin que nadie en la casa se enterase. Aunque lo
negaran durante el juicio afirmando que entró en la
habitación de don Julio a oscuras y que se guio en su
cometido por los ronquidos del durmiente, lo cierto es que se
encontró una palmatoria con manchas de sangre. ¿Por qué fue
así sino porque quería alumbrarse a la hora de cometer el
crimen, a fin de asestar el golpe fatal con toda rapidez? Don
Julio estaba recostado sobre su lado derecho.
Afortunadamente, no debió de enterarse de nada. La primera
cuchillada fue en la zona precordial, interesándole el corazón.
No debió emitir ni un gemido. En la violencia homicida, José
Lucas no estaba convencido de haberle causado una muerte
tan inmediata y siguió acuchillando el cuerpo inerme del
abogado. Once cuchilladas en total y dos errores imprevistos
que condicionaron toda su actividad criminal posterior. En
primer lugar, la punta de la faca se dobló, probablemente al
tropezar con algún hueso de su víctima. Eso le restaría
eficacia al arma posteriormente. Pero el error más grave y
gracias al cual doña Teresa pudo seguir con vida después, es
el hecho de que, en la furia homicida, la mano bañada en
sangre le resbalara del puño de la faca y ésta le hiciera unos
graves cortes en dos dedos de la mano, de los que sangró
30
abundantemente, impidiéndole prácticamente sujetar el arma
a partir de ese momento.

Ahí es donde intervino Isabel Lucas.

En efecto. El Jurado ha sostenido que no conoció el


primer acto criminal de su novio aquella noche, que no estaba
esperando en la puerta de su cuarto a que José hubiera
acabado con la vida de don Julio. Supuestamente, seguía en
la cama, hasta dormida sostenía, sin enterarse de nada. En fin,
poco verosímil según mi apreciación. En todo caso, puesto
que había que continuar su criminal actuación, se vio
obligada a intervenir dadas las profundas heridas que tenía el
criminal en los dedos de la mano. Ahora me van a disculpar
por no continuar el relato –duce levantándose del sillón-, pero
tengo compromisos que no me es posible eludir.

***

¿Qué tal está usted, doña Teresa?

Muy afectada todavía, sobre todo después del juicio,


donde he tenido que revivir todo aquello, no sé cómo pude
hacerlo.

Estuvo a punto de no terminar su declaración.

Fue cuando me dijeron que describiera el


apuñalamiento. Tuve un síncope, tuvieron que reanimarme,
31
pero ya pasó. Ahora estoy más tranquila. El tribunal impone
mucho, además toda esa gente mirándome, el calor que
hacía… Además, la sentencia ya está dada y ahora hay que
recobrar la vida normal, en lo posible.

Los médicos dijeron al principio que se recuperaría, luego se


complicaron las heridas, sobre todo la del cuello, incluso se
temió por su vida.

Todo un mes estuve en cama, con fiebres que en


ocasiones alcanzaron los cuarenta grados. Estuve muy mal,
sí. Gracias a Dios y a la Virgen del Pilar, que me protegieron
y me han permitido salir adelante.

Cuéntenos todo lo que recuerde de aquellos dos, cuándo


llegaron, qué dijeron.

Pues un buen día, como una semana antes de su


crimen, se presentaron en la puerta de mi casa. Eran unos
chicos tan jóvenes, diecinueve años tenían entonces. Me
dijeron que venían de Margarida, que el cura les había dado
mis señas, me dieron recuerdos de mi tía Pascuala, que tanto
me había ayudado de joven. En fin ¿qué podía hacer sino
acogerlos con gusto? Hace años que no iba por el pueblo y
me dieron noticias de muchos de los vecinos, gente amiga
que yo había dejado allí. Me explicaron que estaban recién
casados, que venían a conocer la capital y hacer unas
compras, que serían unos días… Así que les acogí con mucho
gusto. Me daban un poco de lástima. Me acordaba de cuando
32
murió mi pobre hija, de cuánto me hubiera gustado que
creciera y conociera el pueblo de su madre. Y los veía tan
jóvenes, con poco dinero, recién casados. Cualquiera sentiría
igual y les ayudaría, así que les dejé una buena habitación
para que estuvieran el tiempo que necesitasen.

José ¿le pidió ayuda para encontrar un trabajo?

En ningún momento. Si hubiera sido así algo podría


haberme enterado, conozco gente, tiendas donde hace falta
alguna ayuda… Pero no, no parecía que vinieran a eso.

¿Y las alhajas que guardaba usted en ese cuarto?

Ya me preguntaron por eso en el juicio. Las tenía allí,


en un cajón. Desde luego las vieron porque tuve que abrirlo
para sacar ropa limpia. Me pareció más prudente llevármelas
a mi cuarto. Tuvieron que ver que las cogía, sí. En fin, les
enseñé algo de Madrid, hablamos de todo, sobre todo del
pueblo pero también me preguntaron por don Julio, que
parecía un buen hombre, adinerado. Yo les comenté de su
trabajo, que tenía rentas, pero nada más, lo normal.

Cuéntenos de esa noche, si no le afecta demasiado.

No, ya le digo que aquel desmayo fue por el calor y la


impresión. No me ha vuelto a pasar. Pues aquel 26 de enero
no lo puedo olvidar. La pareja había estado jugando a cartas
con mi nieto y la muchacha, parecían pasárselo bien pero a
33
las once, como otras noches, dimos por acabada la velada y
yo me retiré a mi habitación. Me preguntaron si había dejado
echada la llave de la casa, que si la pareja sabía dónde la
tenía. La verdad es que dejé la puerta sin la llave porque el
señor Herrero aún no había llegado. Él solía echarla cuando
venía a casa tarde, pero se ve que aquella noche se olvidó,
algo que quizá le salvó la vida a María, según me han
comentado después.

¿Notó usted que había movimiento en casa sobre las cuatro


de la madrugada?

Si se refiere al momento en que mataron al pobre don


Julio, la verdad es que no. El hombre no se pudo ni defender,
murió en un suspiro, me han dicho. De hecho, el alboroto
surgió en mi habitación y hasta que no llegaron los guardias
nadie se dio cuenta de que el pobrecillo estaba en su cama
con tantas heridas. Yo de lo que me di cuenta es de que
alguien andaba abriendo la puerta de mi habitación así, muy
despacio. Pero me desperté enseguida, tengo el sueño ligero,
y pregunté quién era. ¿Quién anda ahí? dije. Isabel contestó:
Yo, que estoy mala. Se acercó a la cama mientras yo me
espabilaba. Dijo que tenía mucha sed y le di agua de mi
propio vaso. Parecía que se iba, pero al momento volvió, para
mi extrañeza, y se sentó en el borde de la cama. Ahí se fijó en
la puntilla de mi camisa, comentó que era muy bonita e hizo
ademán de cogerla para verla mejor. En realidad lo que hizo
fue apartármela y, sacando un cuchillo, me dio una puñalada
en el cuello. Claro, yo empecé a gritar y a forcejear con ella
34
hasta quitarle el cuchillo. Ella intentó arrebatármelo y, como
no podía, gritó: ¡Pepe, Pepe! Entonces entró él y luchamos,
yo como una loca porque veía que estaba en juego mi vida.
Isabel volvió a gritar: ¡Pepe, dale puñetazos! y me llovieron
por parte de ambos. El criminal aprovechó el momento para
coger el cuchillo y darme una puñalada más pero no
consiguió rematar la faena porque enseguida entró María y,
gritando, se fue corriendo con el muchacho detrás. Todo fue
confusión para mí desde ese momento. Gemía, gritaba, creía
que me estaba muriendo. Escuché a mi nieto, que desafiaba al
asesino, más gente entrando y saliendo, la portera, guardias y
finalmente un médico que llegó rato después. Yo creo que
pensó que estaba muerta, tanta era la sangre que había en la
habitación. Fíjese que he tenido que pintarla para poder
dormir con alguna tranquilidad. De todos modos, cuando me
acuesto a veces me entra un miedo que no consigo conciliar
el sueño. ¿Usted cree que eso me durará mucho tiempo?

No lo sé, doña Teresa.

Y la habitación de don Julio la he tenido que alquilar


de nuevo a un señor muy respetable que no le ha hecho ascos
y eso que sabe toda la historia, como Madrid entero. Ha sido
una suerte encontrarlo y que no parezca impresionarle nada,
pero yo aún…

***

35
No teníamos dinero; queríamos marcharnos a
Alicante, y no había otro camino por dónde tirar...

¿Y no se le ocurrió pedirle dinero al mismo D. Julio?

No se me ocurrió pedirlo. De coger algo en la calle,


me hubieran prendido. Del otro modo pensábamos escapar al
día siguiente.

A doña Teresa, ¿con qué objeto tratasteis de matarla?

Para quitarle las llaves y para que no escribiera al


pueblo y se enterara la familia de que estábamos en Madrid.

¿Sabías que en la casa había dinero?

No sabía qué dinero habría; pero sospechaba que lo


hubiera. Por eso pensamos matar a D. Julio, coger el dinero y
escapar después por la mañana temprano.

¿Cómo dejaste con vida a doña Teresa?

No pude rematarla, porque me dolían las heridas de la


mano; si no la hubiera acabado.

Después de cometer el crimen, ¿cómo no intentasteis


escapar?

36
Ya era imposible; cuando escuchamos los gritos,
comprendimos que estábamos perdidos y nos metimos en el
cuarto a esperar que nos prendieran. Había salido todo mal.
¿Para qué íbamos a intentar huir?

Tu delito tiene un castigo terrible.

Sí, lo sé. El castigo que yo merezco es grande.


Me matarán...

¿No te asusta esa idea?

No tengo miedo a la muerte. Sólo lo siento por 1a


deshonra de mi familia.

***

Antes de jugar aquella noche entré en nuestro cuarto y


vi a Pepe sacar una faca. ¿Para qué es eso? le pregunté. Para
nada, me contestó, no tengas cuidado. Al acostarme no
conocía el proyecto de mi novio. Por la noche me desperté y,
al ver que Pepe no estaba allí me levanté y me estaba
poniendo la falda cuando entró de nuevo en el cuarto, todo
ensangrentado. He matado a don Julio, me dijo ante mi
sorpresa. Nos matarán si no conseguimos escapar mañana,
añadió. Hay que terminar con doña Teresa y yo no puedo, me
he cortado. Yo me negué pero él me puso la faca en la mano
y me empujó hacia el cuarto donde dormía la señora. Ésta se
despertó y preguntó: ¿Qué es eso? Yo le dije que estaba mala
37
y que iba a beber agua. Me acerqué a la cama y, cogiendo el
embozo, le dije: ¡Qué bonita puntilla tiene esa camisa!
Entonces, dejándole el pecho al descubierto, le di un golpe en
el cuello con la faca. Luego me faltó el valor, me dio un
síncope y Pepe tuvo que entrar para darle otra cuchillada.
Después oímos voces y fuimos a nuestro cuarto. Todo está
perdido, dijo Pepe, ¡hágase la voluntad de Dios! y nos
sentamos en una silla y nos dejamos detener por Eugenio, el
nieto de doña Teresa, que fue el primero que entró en la
habitación y nos condujo al comedor.

***

José Lucas, en vísperas del juicio que habría de condenarlo a


muerte dejando en 14 años la pena de reclusión para su
novia, gozaba de una salud a toda prueba, añadiendo que
comía muy bien y dormía mejor.

¿Cuántas horas duerme usted por regla general?

Pues, casi siempre, desde las nueve de la noche hasta


las nueve de la mañana. Duermo sin despertarme en toda la
noche.

Y cuando ha soñado, ¿en qué han consistido sus sueños?

Soñaba que estaba en mi casa de Margarida y que mis


padres me reñían porque no quería trabajar, y otras veces que
me había casado con Isabel y que éramos muy felices.
38
El 6 de abril de 1901, Viernes Santo, un año después del
juicio y más de dos desde el crimen, se celebró en la capilla
de palacio la tradicional ceremonia de Adoración de la Cruz.
Como también era costumbre, S.M. la Reina tuvo a bien
conceder el indulto de la máxima pena a ocho reos. Entre
ellos figuraba José Lucas Cerver, por el crimen cometido en
la calle Mayor. Con él, otro acusado de parricidio y seis más
por robo con homicidio.

39
40
El crimen de Bellas Vistas
1900

41
42
He llevado una larga vida en la judicatura, joven, he
visto muchas cosas, crímenes, parricidios. He tenido que
presidir tribunales donde se acusaba a madres de haber
matado a sus hijos porque las molestaban, por simple maldad.
Sobre todo hombres que acababan con la vida de sus mujeres
por celos, por falta de dinero, por miseria. Eso es, he visto
mucha miseria en aquellos tribunales que he tenido que
presidir. Pero fíjese usted, el caso de Valentín Huertas no se
me olvida, no se me puede olvidar. Uno de esos crímenes
cuyo objetivo, el robo, está claro, en medio de un vecindario
que lo menos que se puede decir es que era muy poco
recomendable. Pero no resolverlo, leer los periódicos que
criticaban la impunidad de determinados casos, saber que
tienen razón y no poder hacer nada… Los jueces no somos la
policía, somos personas bien formadas, competentes, pero
ves que los medios son tan escasos, que el personal que ha de
ayudarte en las investigaciones es tan limitado… Sí, no se
sorprenda, joven, yo también he abogado largo tiempo por la
profesionalización del cuerpo de vigilantes, por la policía,
que esté integrada por personal bien formado en métodos
modernos, no esos paniaguados que son tan frecuentes,
amigos de amigos, hijos de personas encumbradas con una
inteligencia limitada. No crea que porque sea mayor no me
doy cuenta de los fallos que tiene nuestra administración de
justicia, los frecuentes errores en las investigaciones
policiales. Ahora que estoy jubilado, al menos, puedo decir lo
que se me antoje. Muchos compañeros de la judicatura me
darían la razón. Aunque siempre me han dicho que hablo de
más, lo cierto es que están de acuerdo. Estas cosas tienen que
43
cambiar para que los asesinos no queden impunes. No es tan
difícil, pero en el caso de Valentín Huertas, que usted me
pide que cuente en detalle…, ahí se cometieron muchos
errores.
Fíjese que el teniente que llevaba las investigaciones
iniciales fue sancionado por negligencia al cabo del tiempo.
No hizo las pesquisas oportunas, creyó que era un caso más
de los bajos fondos y no interrogó casi a nadie, el trapero
aquel se le escurrió entre las manos. Luego dijo que tenía
problemas familiares, que había pedido el relevo pero no se
lo concedieron ¡paparruchas! Si tienes una obligación la
debes cumplir, te cueste lo que te cueste, y si no, te vas del
cuerpo de policía. Ya ve, muchos de los crímenes que quedan
impunes en Madrid se deben sobre todo a la ignorancia, la
dejadez o la negligencia de los responsables policiales en los
primeros días tras el hecho. Son los días fundamentales, todos
los recuerdos están vivos, los periódicos airean la noticia, hay
inquietud en el barrio, se deslizan comentarios que hay que
recoger, rumores que se deben investigar, preguntas que
hacer y apretar las tuercas a los que quieren escabullirse.
Luego, seis años después de lo sucedido, ¿qué
podíamos hacer? Todos los sospechosos habían borrado su
rastro, las circunstancias de cada uno solo podían estar
confusas, la culpabilidad muy difícil de demostrar. Sí, creo
que tuve entre mis manos a los culpables del asesinato pero
no pude probarlo, había pasado demasiado tiempo, como le
digo, todo se hizo cuesta arriba en la instrucción del sumario.
Ya ve, reabrir el sumario por segunda vez en seis años y aún
habría una tercera seis años después. Realmente, el crimen
44
del hombre degollado, como empezaron a llamarlo, o el de
Bellas Vistas, como finalmente lo denominaron en los
periódicos, se arrastró mucho tiempo. Aún mucha gente lo
recuerda en Madrid, puede usted preguntar a otros, se hizo
famoso aunque nadie sabe realmente por qué, quizá porque
simplemente nunca llegó a condenarse a nadie, porque los
culpables escaparon de la acción de la justicia.
El primer aspecto que destacaba fue la personalidad
de la víctima, don Valentín Huertas Gómez. Era un hombre
corpulento, algo irascible, bastante mayor puesto que contaba
69 años pero no era un anciano débil sino todo lo contrario,
según declararon los que lo conocieron. Cuando estuve
examinando las declaraciones iniciales de los vecinos hubo
varias cosas que me llamaron la atención, diversas
contradicciones con la idea que expresaban unos y otros. La
imagen que yo tenía de este hombre se llenó de claroscuros.
Ya sabe que los periódicos exageran muchas veces, también
se copian unos a otros de manera que todos los reporteros
terminan diciendo lo mismo. Lo que resulta bien puede ser
una caricatura, un dibujo incompleto en el que persisten unos
y otros hasta que los lectores se convencen de que la realidad
es así.
Don Valentín era un hombre grande, fibroso, fuerte,
también bastante difícil de tratar. Nació en Badajoz en 1831
aunque eso es lo de menos. Supimos que había ostentado
cargos de responsabilidad en la Administración de Correos de
la isla de Cuba durante muchos años, en un tiempo en que,
aunque difícil por el clima y las enfermedades, no existía el
movimiento de resistencia que hubo luego. Se hacía allí
45
mucho dinero si se sabían hacer las cosas, si uno estaba al
lado de los productores de caña, si cerraba los ojos a
determinadas prácticas. Había negocios, muchos de los cuales
dependían de un buen servicio de Correos entre la madre
Patria y la isla.
Don Valentín hizo dinero, creo que mucho dinero.
Cuando le preguntaban por qué esa hosquedad hacia el
mundo que le rodeaba, él comentaba de uno que afirmaba ser
amigo suyo y que le había estafado en un mal negocio 70.000
duros. Fíjese ese dinero, una enormidad. No llegamos a saber
si es que le había engañado, si fue una estafa o bien lo metió
en un negocio dudoso que se fue al traste. Creo más probable
esto último porque, de haber sido una estafa y tal como era su
carácter, no creo que se hubiera quedado con los brazos
cruzados lamentando las pérdidas.
Nadie ponía en duda que era un avaro. Algún vecino
afirmaba que por las noches se le escuchaba en aquella casa
de la calle Castillejos donde vivía solo, haciendo un ruido
metálico. Decían que contaba sus monedas una y otra vez. No
es descartable pero tampoco es probable, habida cuenta que,
como luego se comprobó, la mayoría de sus ahorros los tenía
en billetes, ingresados en el Banco de España, en pagarés…
En otras palabras, las monedas no eran su preferencia. Pero
sobre este detalle, que pudo ser ficticio, los periódicos de
aquel mes de abril de 1900 se lanzaron como buitres para
airearlo una y otra vez. Pasó igual con las gallinas que tenía
el pobre hombre, esos animales a los que dedicaba tanta
atención y que, en principio, fueron señal de su muerte. Se
encontraron en su casa hasta cinco docenas de huevos
46
almacenadas. Eso no tiene nada de particular. Lo curioso es
que anotaba en cada uno la fecha de puesta. Un detalle así
animaba en los periódicos para hablar de las rarezas de don
Valentín.
Su carácter avaricioso y excéntrico no lo niego, pero
tampoco me gusta que los reporteros exageren las cosas y
tracen al final, como le digo, una caricatura. Luego le iré
comentando algunas contradicciones en ese sentido y trataré
de explicarle mi versión de los hechos.
Por ejemplo, es cierto lo de la caja de cinc que solía
llevar debajo del brazo. Fue algo sorprendente que los
asesinos la dejaran atrás, que se encontrara simplemente
debajo de su cama. Mucha prisa debían de tener para no
buscarla hasta dar con ella. No eran poca cosa las 31.500
pesetas en billetes que se encontraron dentro. Para los
criminales hubiera sido una fortuna y no se dieron cuenta de
que estaba delante de sus narices. Es extraño, porque esa caja
era famosa de algún modo, estaba asociada a su dueño, que la
paseaba por todos lados por su abierta desconfianza a dejarla
en casa cuando salía. De hecho, uno de los sospechosos,
Ramón Bajacid, conocía perfectamente la costumbre de don
Valentín de llevar su dinero a todas partes en aquella caja de
cinc.
Eso es señal de temor al robo, algo que comentaba en
algunas ocasiones. Se sabía en poder de una importante
cantidad de dinero, una verdadera tentación en aquel barrio al
que por su mala cabeza fue a vivir, nadie sabe por qué. Pero
que era avaro y miserable queda fuera de toda duda. Vestía
como un pordiosero cuando estaba por allí. Se hablaba de que
47
lo habían visto por su patio, con las gallinas, desnudo y
cubriéndose con una simple estera, pero ése es un detalle
menor, cada uno en su casa va como quiere. Otra cosa es lo
que se ponía para pasear por Bellas Vistas, cuando saludaba a
algunos vecinos (a otros no) y mostraba su malhumor si lo
detenían o lo interrumpían en sus paseos. Entonces sí iba con
harapos, según afirmaron todos. ¿Por qué vestía tan mal? Uno
puede pensar que trataba de simular su regular fortuna
imitando la forma de vestir de los habitantes del barrio, pero
no es así, porque ni estos se visten tan mal como al parecer lo
hacía él, ni trataba de ocultar su fortuna. Me refirieron la
anécdota de un conocido, que se lo encontró en una taberna
de Tetuán y le preguntó por qué se vestía tan mal. Don
Valentín lo miró iracundo y sacando una cartera que tenía en
un bolsillo le mostró un imponente fajo de billetes diciendo
que a él no le faltaba el dinero para vestir como quisiera, que
allí llevaba más de cincuenta mil pesetas.
Recuerdo haber leído por aquellos días en un
periódico anarquista (ya ve, yo leo de todo), un editorial
ofensivo y de mal gusto, pero que no estaba exento de razón.
Afirmaba (le hablo de memoria) que bien merecido lo tenía
don Valentín porque iba provocando a los pobres de vida
miserable que lo rodeaban en un barrio de mala fama como
Bellas Vistas, al lado de los campos de las dehesas de la villa,
mostrando a todo el mundo su dinero. Al menos, repudiaban
su muerte pero no dejaban de aplaudir el robo que se había
cometido en sus bienes lamentando que no hubiera sido
mayor. Como ve, un mal gusto execrable, pero algo de razón
hay en el tema: ¿por qué fue a vivir a zona tan llena de
48
miseria y necesidad? Sus vecinos eran traperos, carreteros,
gente de mal vivir. ¿Se les podía mostrar impunemente esas
señales de riqueza, se podía exhibir el dinero como don
Valentín lo hacía, paseando la caja de cinc, mostrando la
billetera? Luego él, que era hombre rudo y tenaz, al decir de
todos, parecía desafiante, decía que tenía armas de fuego en
casa por si alguien le intentaba robar, pero ya ve usted para lo
que le sirvieron, para nada. Si precisamente su mayor temor,
tal como afirmaba, era que le robaran ¿por qué se fue a vivir
allí? Pues la respuesta puede ser tan simple como que,
después de perder setenta mil duros en aquel mal negocio,
creciera su temor con la jubilación a quedarse sin dinero. Por
eso empezó a ahorrarlo tenazmente, apilarlo, ver cómo crecía.
El motivo de vivir allí podría ser lo económico que resultaba:
tres duros al mes pagaba a la dueña de la manzana, doña
Mercedes Tornero, viuda de un magistrado, sorda la pobre.
Tres duros cuando recibía de pensión veintinueve. Aún así,
dejó de pagar el alquiler durante varios meses, que es algo
que no puede comprender nadie en sus circunstancias, y
cuando supo que doña Mercedes se había dirigido al
procurador para ponerle un pleito le pagó de golpe todos los
meses atrasados obligándola a abonar las costas del
procedimiento comenzado. Eso es avaricia, creo que fue a
vivir a aquel sitio por avaricia, para pagar lo menos posible y
aún le dolía desprenderse de esa cantidad.
Con esa fama de avaro bien merecida, todo se
exageró, los vecinos lo hacían y los reporteros añadían su
granito de arena. Si lee los periódicos de aquel tiempo
comprobará que el cuadro que trazaban era espantoso. Le
49
hacían dormir en el suelo teniendo una hermosa cama ¿de
quién procedía una información tan íntima? Por el hecho de
que en su propia casa fuera alguna vez casi sin ropa ya le
hicieron pasar por una fiera que se revolcaba desnudo en la
basura. Decían que en la Nochebuena del último año se había
acercado por allí una sobrina de don Valentín que, al no
encontrarlo en casa, le dejó las señas a doña Mercedes. La
pobre anciana las perdió, pero no hubo más que esperar unos
días para que, a medida que la noticia de la muerte salía en
todos los periódicos, apareciese en el Juzgado esa sobrina
llamada Valentina para hacerse cargo de la herencia, como se
puede imaginar. Pero es que luego resultó que esta muchacha
era hija de uno de los cuatro primos carnales que tenía don
Valentín en Madrid.
Entonces se empezaron a conocer algunas de sus
costumbres, que nadie había señalado hasta entonces. Los
vecinos habían comentado que, en determinadas ocasiones,
este hombre se vestía con mucho cuidado y marchaba a no se
sabía dónde en la capital, volviendo al anochecer del mismo
día. Entonces no iba desnudo ni llevaba la caja de cinc ni
nada. ¿Dónde iba? Pues a visitar a la familia, apareciendo
siempre a la hora de comer y pasando la primera hora de la
tarde enterándose de las circunstancias de cada uno. Imagino
que estos familiares se habrían acostumbrado a las rarezas de
aquel primo que había sido tan importante en Cuba, que tenía
mucho dinero presumiblemente, y había decidido vivir en un
lugar infecto al que no querían acercarse de ninguna manera.
Tan sólo la hija de uno de sus primos, quizá llevada por su
buen corazón, se desplazó hasta Bellas Vistas para comprobar
50
dónde vivía su tío y asegurarse de que les avisaran si le
pasaba algo, enfermaba o tenía alguna necesidad. Pero el caso
es que, con toda su avaricia y sus rarezas y manías, don
Valentín era un hombre con familia que con los años, tal vez
con la soledad derivada de no haber fundado su propio hogar
con mujer e hijos, había extremado algunas de esas
excentricidades. De todos modos, es indudable que, viviendo
donde lo hacía, haciendo ostentación del dinero del que era
propietario, arrastrando fama de adinerado entre gente con
tantas necesidades, estaba exponiendo su patrimonio y hasta
su vida, como luego se comprobó.

***

Se denunció el posible asesinato el domingo 1 de abril


de 1900. Hubo varios hechos que alertaron a los vecinos. En
primer lugar, las gallinas de don Valentín estuvieron sueltas
por los alrededores varios días. Resultaba algo extraño
porque este hombre las cuidaba mucho y las encerraba cada
noche en su patio. Alguien debió comentarlo con otros
vecinos, se hicieron cuentas y nadie lo había visto desde el
martes 27 de marzo por la mañana. No es que se llevara bien
con la gente ni les diera demasiada confianza, a veces ni
saludaba según dijeron, pero cada día solía salir por un
motivo u otro, hacer alguna compra, ir a una taberna de
Tetuán que frecuentaba, pasear por Madrid visitando a sus
parientes. Hablaron unos con otros y se dijeron que tenían
que averiguar qué pasaba con don Valentín.

51
La casa del crimen es una entre las cuatro en que se
dividía la manzana 3 de la calle Castillejos, todas ellas
propiedad de doña Mercedes Tornero. Están separadas entre
sí por muros de unos dos metros y medio, de forma que el
conjunto de las cuatro se rodea con muros exteriores que ya
alcanzan los tres metros. Una de las viviendas estaba
deshabitada por aquellas fechas, en otra tenía su almacén de
trapos y hierros viejos Mariano Plaza. Fue la mujer de éste,
Josefa López, la que, con ayuda de su marido, se aupó a una
escalera en el muro divisorio de las viviendas y atisbó el patio
del que habían escapado las gallinas. Allí observó, según
manifestó en el sumario que obró luego en mi poder, que
cerca de la puerta de la cocina había una gran mancha de
sangre. Incluso creyó ver un cuerpo, o lo que parecía serlo, en
el mismo lugar.
La noticia se extendió como la pólvora por el barrio,
como es natural, y alguien fue a tropezarse con un guardia
civil que hacía una ronda por las cercanías, contándole lo que
sucedía. Entró en acción el Juzgado, que mandó abrir la
puerta, algo que no pudo hacerse de inmediato porque el
finado la había asegurado, al parecer, con un clavo por
dentro. De manera que el agente Zancalloa se descolgó desde
la vivienda del trapero hasta el patio y, atravesando la casa,
eludiendo el cadáver de don Valentín, consiguió abrir la
puerta desde dentro.
El cadáver del inquilino de la casa, don Valentín
Huertas, se hallaba en la cocina, medio desnudo y con una
profunda herida en el cuello. También se vio, después de
reconocido el cadáver, que tenía otra herida en un costado,
52
producida, como la del cuello, por arma blanca. Además,
otras heridas claramente defensivas en las manos señalaban
que había habido algún tipo de lucha, algo esperable en un
sujeto corpulento y pronto a la acción como era el muerto. En
total, como luego se supo tras la autopsia, había once heridas,
no todas hechas con arma blanca, sino también golpes,
tumefacciones… en suma, todo confirmaba que el ladrón o
ladrones le habían infligido una grave herida (quizá la del
cuello, mortal en unos minutos) pero que don Valentín
repelió el ataque y trató de enfrentarse a sus asesinos
mientras tuvo fuerzas. Por cierto, el arma nunca se encontró.
No se llegó siquiera a determinar de qué tipo sería.
Los muebles estaban en completo desorden.
Desparramados por el suelo había una porción de estuches sin
las alhajas. Es casi lo primero que señalaron los informes
policiales, aunque luego se supo que lo que contenían esos
estuches (dos relojes lujosos y un alfiler de corbata de la
misma calidad) estaban empeñados en el Monte de Piedad.
Así que, en realidad, los ladrones revolvieron los estuches y
los tiraron al encontrarlos vacíos.
En las paredes y tejado de la tapia que rodeaba el
corral se encontraron señales evidentes de que por allí habían
huido los ladrones: desconchones, un azulejo quebrado. Al
pie de la tapia izquierda había, vuelto hacia abajo, un lebrillo,
que debió de servir a los criminales para facilitar la huida.
Se observaba además que el reguero de sangre
descubierto a la salida del corral había sido pisado con
intención de borrarlo, algo que revelaba prisas, torpeza. Gotas
de sangre salpicaban el marco de la puerta. Sobre el sofá,
53
esparcida y en desorden, toda la ropa del inquilino. El
cadáver se hallaba vestido con unos pantalones viejos (rotos
por el trasero) y una americana de lanilla muy usada,
descolorida y mugrienta.
Tras reconocer el cadáver y tomar nota de lo que
podía observarse, se registró con cierta escrupulosidad los
muebles y efectos de valor, sobre todo. Los baúles y armarios
se encontraban abiertos pero ninguno de ellos presentaba
señales de fractura. Incluso en una maleta encontraron, casi a
la vista, ocho cucharas de plata y otras de metal blanco que
los ladrones se habían dejado, probablemente porque solo les
interesaba el dinero contante y sonante. El descubrimiento
más sorprendente, sin embargo, fue el de la famosa caja de
cinc en la que el finado decía tener sus ahorros. Se encontró
intacta debajo de su cama, con todo su contenido: 31.000
pesetas en billetes de banco, dos de mil y el resto de
quinientas. Además, un talonario de banco donde aparecían
ingresos de cinco mil pesetas. Todo eso se libró de los
ladrones, que debieron centrarse en otras cantidades
repartidas por la casa. Uno de los problemas irresueltos fue el
valorar cuánto se habían llevado, teniendo en cuenta que
nadie conocía realmente las cantidades que guardaba. En la
vecindad se hablaba de que su fortuna estaba en torno a los
trescientos mil duros, pero eso quizá fuera una exageración.
En todo caso, no se hallaron más trazas de dinero depositadas
en bancos ni con pagarés del Tesoro ni nada parecido. Es
posible que los ladrones se llevaran buenos fajos de billetes,
despreciaran las cucharas de plata y no buscaran la caja de
cinc que todo el mundo había visto en manos de don
54
Valentín. Es posible que tuvieran prisa y, con la agitación del
asesinato, cogieran alguna cantidad pequeña y huyeran
cuanto antes. Es imposible saber qué sucedió realmente.
Ignoramos si tenía guardadas otras cantidades en escondrijos
aunque, si fuera así ¿los ladrones iban a encontrarlos y no
mirar debajo de la cama? Resulta todo extraño y difícil de
precisar, con más preguntas que respuestas. Tenga en cuenta
que, en la investigación que llevé a cabo seis años después,
uno de los aspectos fundamentales para sospechar de los
individuos que acusé, era su súbito enriquecimiento tras el
crimen.
Sea como sea, la investigación estaba en marcha. Por
el desorden de la casa (que nunca se supo si era lo habitual),
por las maletas y baúles abiertos que se encontraron, por la
fama del fallecido, todo indicaba que era un robo que había
terminado en un asesinato. Los vecinos afirmaron que el año
anterior un hombre había intentado de noche escalar la tapia
de acceso a las viviendas. El mismo trapero Mariano Plaza se
dio cuenta de ello y disparó al aire una escopeta haciendo
huir al que pretendía entrar donde don Valentín. Es de
suponer que al pobre trapero poco le podían robar.
Luego alguien mencionó al perro del finado. Al
parecer, la semana anterior a su muerte, don Valentín
comprobó que su perro babeaba mucho y daba señales de
posible hidrofobia. Lamentándolo mucho, porque le tenía
mucho aprecio (a fin de cuentas, era probablemente su más
fiel compañero), se lo llevó a un descampado y le pegó un
tiro. Tras su asesinato alguien sugirió que el perro podía no
tener la rabia sino haber sido envenenado a fin de que no
55
fuera un obstáculo en el robo posterior. Ese hecho era
importante para determinar si se había planeado con tanta
antelación. Tenga en cuenta que fue ese perro precisamente el
que, un año antes, alertó con sus ladridos al trapero sobre la
presencia de un intruso en las tapias. ¿Podía haber sido aquel
un primer intento de robo que salió mal y ahora se preparó el
segundo por el mismo individuo eliminando al perro? Fue
una hipótesis que se barajó durante bastante tiempo,
distrayendo de las sospechas iniciales sobre otros posibles
implicados. Finalmente, se desenterró al perro que
permaneció hasta tres días sobre una tapia antes de que lo
recogieran del Laboratorio forense. Otra señal de esa
negligencia con la que se actuó durante aquella primera
instrucción, no tanto por el juez, el Sr. Méndez, del distrito
Universidad, como por la policía encargada del caso. En fin,
el perro se llevó, como le digo, al laboratorio. Se le extrajo
líquido medular, se le inyectó a conejos, como es el
procedimiento habitual, y a los pocos días empezaron a dar
síntomas de hidrofobia. La pista del perro no llevaba a
ninguna parte, no había sido envenenado.
Cuando se confirmó este hecho, que por otra parte era
secundario en la investigación (o debería haberlo sido), el
Juzgado no sabía qué hacer. Como es usual, cualquier testigo
resultaba detenido por unos días para que se “ablandara” y
pudiera contar al juez algún detalle revelador. Así se hizo,
por ejemplo, con Rafael Bajacid, un valenciano de Alfafar, de
31 años, que trabajaba en una carpintería cercana. Se daba el
caso de que este hombre era uno de los pocos que, no se sabe
por qué motivos, había tenido la confianza de don Valentín.
56
Lo visitaba de vez en cuando y hasta llegó a alojarse en su
casa por unos días cuando lo despidieron de su trabajo.
Personaje tan interesante, que debía haber sido testigo del
trasiego de dinero en la vivienda, del nivel de vida de la
víctima, simplemente afirmó su inocencia y que hacía quince
días que no lo veía, desde que había entrado a trabajar en otro
lado. No se comprobó nada, no se averiguó nada más en ese
momento, cometiéndose un error importante. Este Bajacid,
que sería sospechoso un año después justificando reabrir el
sumario, apenas estuvo retenido y se le puso en libertad casi
de inmediato. Ni siquiera se comprobaron sus amplios
antecedentes como delincuente habitual, algo que sí salió a
relucir tiempo después, como le digo.
Cuando Bajacid proclamaba su inocencia, se
dispararon otros rumores por un comentario venido del
mismo barrio. Una semana antes, aproximadamente cuando
la muerte del perro (y entonces su posible envenenamiento
estaba en el candelero), algunos vecinos dijeron haber visto a
dos hombres que parecían apostados cerca de la casa de don
Valentín y que lo observaron cuando salió a pasear. ¿Lo
estaban vigilando para saber sus costumbres? Pero si fuera
así, pienso yo, habrían aprovechado para entrar en su casa
cuando él no estuviera y cometer un robo más sencillo, sin
sangre por medio. ¿Por qué esperar a una tarde o noche en
que el propietario estuviera presente, alguien a quien habría
que eliminar? Se dijo que tal vez los ladrones entraron
escalando las tapias aquella tarde y fueron sorprendidos por
el anciano al volver de la calle. Parece mentira que esa
posibilidad se tuviera realmente en cuenta por lo disparatada
57
que resulta: Don Valentín ¿estaba ausente de su domicilio
mientras ellos robaban? ¿y cómo se explicaría entonces que
apareciera vestido con un simple pantalón roto, sin camisa ni
ninguna otra prenda viniendo de la calle? Era descuidado en
el vestir pero no llegaba a tanto. De modo que no, los
ladrones llegaron cuando estaba en casa.
El primer juez se inclinó porque los hechos tuvieran
lugar por la noche, pero yo me inclino porque sucediera por
la tarde. Tenga en cuenta que no se encontró cerilla alguna,
una palmatoria que hubiera estado encendida. Además, si
hubiera tenido lugar por la noche, las gallinas hubieran
permanecido encerradas en el corral y no se pasearían por el
lugar durante tantos días, tal como hacían por las tardes hasta
que las encerraba en el patio. Porque no le dio tiempo a
hacerlo, eso creo que señala la hora de la muerte, por la tarde,
bastante antes de dormir y recoger a sus animales.
Los editoriales empezaban a comentar sobre un nuevo
crimen que quedaba impune en Madrid, como algunos otros
tan conocidos. Espere, tengo un recorte de prensa que guardé
sobre el particular. Es de dos años después. Para entonces el
Juzgado había dado por terminado el sumario (¡tan solo un
mes después del crimen!) y la Audiencia decretó el
sobreseimiento provisional del caso (¡menos de tres meses
después del mismo!). A ver, joven, lea este editorial y podrá
comprobar el ambiente que se respiraba entre los ciudadanos
de Madrid. Es de la Correspondencia de España, déjeme ver,
sí, del nueve de julio de 1902:

58
“En poco más de dos años han quedado en la
impunidad varios crímenes, siendo de ellos cinco
los más notables.
D. Valentín Huertas, que habitaba en un hotel del
barrio de Bellas Vistas, aparece asesinado en su
propio domicilio, resultando infructuosas todas
las pesquisas hechas para buscar al autor o
autores del hecho punible.
La infeliz Julia Echevarría es víctima del furor de
un hombre desconocido, que la degolló en un
cuarto bajo de la calle de Santa Brígida, donde la
desgraciada habitaba. Sábense las señas del
asesino, se le busca por todas partes durante unos
días y después se confía su captura a la
casualidad.
El desgraciado cura Mellas paga con la vida sus
excentricidades de enfermo, y queda el criminal
envuelto en las sombras, sin que a descubrirle
basten las diligentes pesquisas del digno juez
instructor, que llegó hasta convertirse en policía
para buscar al asesino.
Un gitano apodado el Chorolito da muerte a un
zapatero. Huye el criminal a la vista de las gentes
y logra burlar la acción de la justicia internándose
en lo que se llama la «manigua».
La célebre Cecilia trae locos a jueces y policías.
Cada inspector y cada agente tiene una pista para
dar con la criminal; por todas partes aparecen
mujeres rubias, altas y desgarbadas; pero no se
59
saben los pasos que dio durante el día del crimen
la autora de la muerte de don Manuel Pastor.
Todos estos hechos demuestran la mala
organización de nuestra policía, la falta de una
dirección fija e inteligente que no deje la
persecución de los criminales a las propias
iniciativas de delegados e inspectores, sino que
obedezca a un plan meditado por persona de
reconocida suficiencia.
Mientras así no se haga, en tanto reine el
desbarajuste en estos asuntos y se deje que cada
cual campe por sus respetos en la persecución de
los asesinos, estos se aprovecharán de tal
confusión”.

Debo reconocer, mal que me pese, que es un editorial


muy acertado, porque eso es lo que pasó exactamente con el
crimen de Bellas Vistas: falta de una idea rectora, de un plan,
cierre rápido de las investigaciones, dejadez en la
consecución de las mismas dejando al albur o al interés
individual de algunos agentes la persecución del delito. La
acusación contra Rafael Bajacid, por ejemplo, algo que
obligó a reabrir el sumario, fue realizada por dos policías que
se pagaron de su propio bolsillo los viajes que tuvieron que
realizar para seguir la pista que obtuvieron por casualidad. Y
no es un caso único en la resolución de casos policiales.

***

60
Ya había pasado algo más de un año del crimen
cuando el sumario volvió a abrirse, aún en manos del juez Sr.
Méndez. Fue por obra y gracia de dos agentes de policía que
se interesaron por una confidencia que uno de ellos obtuvo en
la prisión de Chinchilla. Allí un preso llamado Felipe Méndez
le dijo a Ángel Santos, un policía del distrito de Palacio, o se
lo dijo a un oficial de prisiones que se lo dijo a Santos, creo
que fue esto último, que sabía quién había matado al Sr.
Valentín. Santos se interesó inmediatamente por un caso que
todavía estaba caliente y muy cercano en la memoria de
Madrid. Como no recibió ayuda alguna de las autoridades se
alió con otro agente amigo suyo, un tal Francisco Visedo, y
se fueron ambos a la prisión de Chinchilla para entrevistarse
con aquel confidente. Por supuesto, el viaje hasta allí se lo
tuvieron que pagar de su propio bolsillo. Ya le digo que no
pocos casos se han cerrado por el celo de algunos policías
antes que por el interés de las autoridades policiales.
Llegados allí el tal Felipe Méndez se ratificó en la
denuncia. Afirmó que el asesino era aquel carpintero llamado
Ramón Bajacid que le he mencionado anteriormente. En vez
del trabajador que pasaba el día en el taller, el amigo de don
Valentín, que lo había alojado en su casa en tiempos de
tribulación, la imagen con la que se había conformado la
policía anteriormente, resultó que era una buena pieza que
había pasado un tiempo tras las rejas.
Méndez y él coincidieron en el penal de Ocaña en
1899, ambos por delitos menores, lesiones en el caso del
primero y robo en el segundo. Además, Bajacid, que algo
sabía de carpintería, entró en la sección correspondiente de la
61
cárcel que dirigía el propio Méndez. Allí trabaron amistad.
Cuando ambos estaban cercanos a cumplir sus condenas,
antes Méndez que Bardají, este último le habló de un golpe
que podían dar juntos cuando salieran. Explicó que en Bellas
Vistas vivía un hombre que él conocía bien porque había
estado en su casa, que tenía una fortuna que podrían
arrebatársela entre los dos. Era necesaria la alianza entre
ambos porque la víctima era un hombre mayor pero fuerte y
de mucho nervio, que uno solo podría no dominarlo. Le
habló, por supuesto, de la famosa caja de cinc que guardaba
miles de pesetas.
Felipe Méndez continuó afirmando que él había
escuchado la propuesta sin decir que sí ni que no. En todo
caso, pudo salir de la cárcel y volver a su domicilio en la
calle Zurita, con la “mala suerte” de ingresar en el penal de
Chinchilla poco después por un “negocio desgraciado”. Fue
como lo describió. En realidad, resultó un intento de robo en
Getafe que salió mal y, con sus antecedentes, le habían caído
cuatro años de condena. Eso sucedía a principios de 1900.
A los pocos días de su ingreso en prisión se presentó
en la calle Zurita Ramón Bajacid, que al fin estaba libre.
Preguntó por él y cuando su madre le dijo que su hijo estaba
en Chinchilla se lo llevaron los demonios. Le dijo a la señora
que tenía una propuesta de trabajo para su hijo pero que éste
era un informal y sujeto poco de fiar. Que si hubiera que
esperar pocos meses él esperaría pero que, con esa condena,
el trabajo ya lo haría él. No dio más detalles y se fue. Tres
meses después alguien saltó la tapia de la casa de don
Valentín, le dio muerte y robó una cantidad desconocida.
62
El Juez Sr. Méndez volvió a traer a Bajacid para que
declarase. Por supuesto, negó toda esa propuesta aunque
afirmó conocer a Méndez del taller en Ocaña. Se convocó a
Méndez, que para entonces había sido trasladado a la Cárcel
Modelo de la capital. Hubo un careo. Este último se ratificó
en su denuncia, Bajacid se indignó negando todo lo que el
otro decía. Aquello debió de ser un diálogo de sordos, cada
uno recitando su papel perfectamente. Eran hombres
bragados en la cárcel y la delincuencia, sabían lo que se
jugaban como incurriesen en debilidad o se mostrasen
atribulados. De modo que debió de haber un conato de
enfrentamiento físico entre ellos que el juez cortó por lo seco
mandándolos separar.
No había más testigos de aquella conversación en la
cárcel de Ocaña. Además, ¿qué motivación podía tener
Méndez para revelarlo a aquellas alturas? El juez sospechó,
con fundamento, que su pretensión era que le enviaran a
Madrid más cerca de su familia, obtener ventajas de las
autoridades de prisión a base de soltar infundios. No sería el
primer caso en que sucedía algo así. Recuerdo algunos casos
de pequeños delincuentes de provincias que, al ser detenidos
por otros delitos, afirmaban haber matado en Madrid a éste o
la otra. Cuando eran trasladados a mi Juzgado decían,
sonriendo hasta con candidez, que ellos no tenían nada que
ver con aquello pero que querían conocer la capital, que
nunca tuvieron las pesetas necesarias para un viaje así y
ahora aprovechaban la oportunidad.
De modo que aquello se resolvió en nada. Búsqueda
de ventajas en presidio, tal vez alguna riña entre ellos mal
63
resuelta que desembocaba en esa denuncia. El juez no tuvo
más remedio, poco después, que cerrar el caso.
Pues bien, en 1905 hubo una reestructuración judicial
en los distritos de Madrid y el caso de don Valentín llegó a
mi Juzgado como uno de esos crímenes antiguos que entran a
formar parte del mito. Por entonces yo era más joven de lo
que me ve ahora, como comprenderá, y deseaba hacer los
mayores méritos posibles ante las autoridades judiciales. Me
tomé el asunto a pecho y estudié el sumario con detalle pero,
indudablemente, si no había algún dato más me era imposible
reabrirlo, de manera que, habiendo observado tantas
deficiencias en la investigación del crimen, me encontraba
atado de pies y manos. Me vi obligado a guardarlo en la caja
donde estaba y confiar que en el futuro apareciese alguna
novedad.
Un año después la hubo, la novedad quiero decir.
Vino en forma de una carta. En ella se relataba con pelos y
señales quiénes habían cometido el crimen, cómo se había
llevado a cabo. Todo encajaba, todo era coherente con datos
que la policía había encontrado en la escena del crimen.
Tuve esa carta entre las manos, estaba garabateada de
cualquier forma pero resultaba legible. La había escrito
alguien con pocas letras pero los nombres aparecían con toda
claridad. Ya tenía la nueva prueba que me permitiría reabrir
el caso, buscar a los culpables. Tenía sus nombres, las
circunstancias del crimen. Ahora solo tenía que enfrentarme a
ellos y sacarles la verdad seis años después de lo sucedido,
cuando todas las pistas se habían enfriado hacía mucho,
cuando los criminales tuvieron tiempo de sobra para borrar
64
sus rastros y preparar todo tipo de coartadas que los
exculparan. Sabía que lo tendría muy difícil pero era mi deber
intentarlo, saber finalmente qué había sucedido aquella tarde
de abril de 1900.

***

El nuevo dato llegó en forma de una declaración


escrita que una mujer entregó cierto día al guardia Sr.
Albornoz, que solía rondar por la zona de Bellas Vistas y al
que todo el mundo conocía. Éste, al darse cuenta de la
importancia de lo que allí se decía lo trajo a mi Juzgado.
Tengo una copia entre mis papeles, lo saqué ayer porque
consideraba que hoy era el día adecuado para hablar de él. Sí,
puede usted transcribirlo tal cual lo leí en enero de 1906:

“A las dos de la madrugada del día (aquí la fecha


del crimen) escalaban la tapia de la casa de don
Valentín Huertas, por el patio de la de los
hermanos Plaza, éstos, un tal Manuel Abascal, el
Andaluz, y Mateo.
Subió primero éste, y descendiendo por el lado
opuesto, le siguieron los demás. Sigilosamente
avanzaban hacia la puerta del cuarto de D.
Valentín, cuando, asustadas las gallinas,
comenzaron a cacarear.
Entre todos las espantaron; pero al ruido que
produjeron debió despertarse D. Valentín; pues

65
abriéndose la puerta de repente, apareció aquél en
el dintel.
Lanzó un grito al ver gente que no esperaba, y
entonces mi hermano Mateo se lanzó sobre la
víctima, y con un arma blanca le descargó un
tremendo tajo en el cuello y lo derribó en tierra.
Los demás acudieron entonces, y después de
rematarlo, lo arrastraron dentro de la habitación.
Registraron la casa, y apoderándose de una caja
que contenía dinero y alhajas, huyeron por la
misma puerta por donde entraron”.

Inmediatamente me entrevisté con el cabo Albornoz


para saber quién le había entregado el escrito y confirmar el
nombre del autor. A resultas de eso convoqué a Micaela
Tajadura, que era la mujer a la que me refiero, y ésta no tuvo
inconveniente en contar toda la historia. Afirmó que llevaba
en posesión del escrito algún tiempo pero que su conciencia
no le permitía mantenerlo en secreto, tal como su autor,
cuñado suyo, le había pedido cuando estaba en el hospital
recuperándose de las heridas que le produjo su hermano
Mateo.
Para aclararle mejor las cosas, voy a contarle la
historia desde el principio, antes que la reconstrucción de
estos hechos que tuve que hacer en el Juzgado, yendo de atrás
para delante. El trapero Mariano Plaza vivía con su hermano
pequeño Bonifacio, que le ayudaba en su oficio, básicamente
recoger trapos viejos, cristales rotos y huesos. Muy cerca
tenían su casa dos tíos suyos, hermanos, Mateo y Ramón
66
Díaz, ambos sujetos de cuidado, con diversos antecedentes
penales.
Ramón, al decir de muchos vecinos, era un hombre
infame con juicios de faltas en varios juzgados de Madrid.
Para decirlo más sencillamente, era un bravucón, de esos que
se enfrentan a cualquiera y se dan de bofetadas pero hay que
admitir que poco dado a tirar de faca para dirimir sus peleas.
De ahí que la gente afirmara que, en realidad, era un cobarde
que vivía a costa de su hermano Mateo, al que sometía a
numerosas peticiones de dinero.
Un día éste se hartó negándose a invertir más fondos
para mantener a aquel inútil. Por aquel entonces, a Mateo le
iban bien los negocios. En los tiempos del asesinato de don
Valentín era un trapero que llevaba una vida miserable, al
decir de sus vecinos, con una carreta vieja de la que tiraba un
caballo flaco. Cuando empecé a investigar aquel escrito
disponía de cinco carretas con otros tantos pares de hermosas
mulas, a lo que habría que añadir su adquisición de una buena
casa en la calle San Miguel número 11. Cuando indagamos el
origen de su repentina fortuna desde abril de 1900 su mujer
Mercedes Moragas adujo que había conseguido vender por
esas fechas una casa que tenía en Alcalá de Henares. Como
no me contenté con algo tan vago estuve interrogando a
parientes suyos de aquel pueblo y todos manifestaron que la
mencionada Moragas no había tenido en su vida bienes de
fortuna. Ella, enfrentada a esos testimonios, en vez de
tambalearse en el suyo persistió en su historia (eso sí, sin
prueba documental alguna) afirmando que sus parientes lo
ignoraban todo y que no tenía relación con ellos.
67
Quiero decirle con esto que, además del sospechoso
enriquecimiento de Mateo Díaz, éste disponía de fondos que
su hermano Ramón envidiaba. Si éste había tenido dinero
alguna vez lo había gastado en vicios con prodigalidad, en
vez de invertirlo en su negocio, como hizo Mateo. Por otra
parte, al decir de Ramón ambos compartían el secreto de la
muerte de don Valentín, que Mateo le había contado con
detalle una tarde en un café. De ahí que Ramón le presionara
para obtener dinero periódicamente, con la vaga amenaza de
desvelar ante las autoridades el misterio de aquella muerte.
El caso es que Mateo Díaz se cansó de sostener a un
hermano disoluto y vago, y le negó el dinero de forma
tajante, aconsejándole que no le volviera a pedir nada más.
Ambos hermanos se distanciaron y en el ánimo de Ramón
empezó a surgir la necesidad de una venganza. Después de
cruzar varias palabras y enfrentarse en distintas ocasiones,
Ramón le desafió y Mateo estuvo de acuerdo en ir a un
descampado para dirimir como hombres y de una vez el
enfrentamiento que mantenían. Según afirmó Ramón,
perdedor en la contienda, su hermano sacó una faca y le
apuñaló con ella dos veces al tiempo que le gritaba: “¡Voy a
matarte como a don Valentín!”.
De resultas de las heridas, Ramón Díaz fue llevado al
hospital de la Princesa, donde estuvo ingresado dos meses.
Durante ese tiempo le visitaron en cierta ocasión Eduardo
Luende y Micaela Tajadura, un matrimonio que eran cuñados
suyos. En la cama del hospital el paciente les reveló lo
sucedido en aquel crimen de Bellas Vistas y la
responsabilidad que tanto su hermano Mateo como sus
68
sobrinos Mariano y Bonifacio Plaza habían tenido, junto a
otro hombre, un tabernero amigo de todos ellos, llamado
Manuel Abascal, un personaje de mala catadura y numerosos
antecedentes al que se conocía como “el Andaluz” y “el Tío
de la Tralla”. En su taberna se habían reunido los compinches
para planear el robo y asesinato nocturno de Valentín
Huertas.
Con el tiempo Ramón salió del hospital y olvidó el
tema pero Micaela, tras la muerte de su marido Eduardo
Luende, le había dado vueltas al hecho de disponer de una
información que, si callaba, la convertía en encubridora. De
ahí que buscara al cabo que paseaba por el barrio a menudo
para darle el escrito en cuestión.
Ésa es la historia de aquella carta que llegó a mis
manos. Fuimos a casa de Micaela, los peritos compararon la
letra de su difunto marido con la del escrito y coincidía. Fue
llamado Ramón Díaz al Juzgado y se ratificó en lo que había
declarado en el hospital.
Entonces fue cuando emprendí una indagatoria para
saber cuál era la situación económica de todos los
implicados, entre los que contaba al propio Ramón, al que
mandé a la cárcel no solo por encubrimiento de su familia
sino ante la sospecha de que un conocimiento tan detallado
estaba de acuerdo con su implicación en el crimen. Pues bien,
de Mateo ya le he comentado lo bien que le había ido justo
desde unos meses después del crimen. Pero es que algo
parecido les había sucedido a todos los demás: los sobrinos
Mariano y Bonifacio habían mejorado sensiblemente en su
trapería, ampliando su negocio, y el tabernero Abascal
69
emprendió obras de reforma en la taberna hasta hacerla
grande, bien montada e irreconocible.
¿De dónde había nacido esa regular fortuna en todos
ellos, salvo en Ramón? Ése fue el escollo ante el que el
Juzgado se estrelló una y otra vez. Ya le he comentado el
testimonio de Carmen Moragas, la mujer de Mateo, la
apelación a una casa que nadie recordaba que tuviera pero
que no podían negar categóricamente que pudiera tener como
fruto de una familia venida a menos. Como comprenderá, las
transacciones inmobiliarias no siempre se hacían con papeles
por en medio sino poniendo sobre la mesa billetes y monedas
suficientes, sin que quedara constancia documental de la
venta. En esas condiciones, al Juzgado le era imposible
demostrar que mentía si ella se mantenía firme en su historia,
como hizo.
Aún más difícil era probar nada con los Plaza o el
tabernero. Aducían que habían hecho buenos negocios, que
aprovecharon oportunidades que les brindaron otros, amigos
suyos que reafirmaron lo dicho por ellos. Yo necesitaba
pruebas contundentes. Era sorprendente que uno de los Plaza
tuviera empeñadas en el Monte de Piedad algunas alhajas.
Cuando requerimos saber cuáles eran averiguamos que no
tenían nada que ver con lo arrebatado a don Valentín.
Tuve la esperanza de un testimonio dado por una
peluquera vecina de Mariano Plaza. Afirmó que ella había
visto sobre la cama de su mujer Josefa López, una colcha
idéntica a una que le constaba era propiedad de don Valentín.
Animada por ese testimonio otra vecina sostuvo que se
encontró al matrimonio de Mateo Díaz y Carmen Moragas y
70
ésta lucía un mantón de gran riqueza que nunca le había
conocido y que podría ser también propiedad de la víctima.
Sospeché que estas mujeres recibieron algún tipo de
advertencia o amenaza porque, tras el registro
correspondiente y la confiscación de la colcha mencionada, la
peluquera dijo no poder asegurar que fuera la misma y que,
simplemente, tenía alguna semejanza con la que ella conocía
de don Valentín. Del mantón no quedaba ni rastro en casa de
Mateo y eso permitió afirmar a Moragas que simplemente se
lo habían prestado.
En esas condiciones, sin una sola contradicción, era
imposible continuar con las acusaciones. Si usted me
pregunta le diré que estoy convencido, como entonces lo
estaba, que tenía en el calabozo a los culpables del crimen de
Bellas Vistas. Sin embargo, también sabía que, delante de un
tribunal, saldrían en libertad. Los negocios que les habían
permitido un enriquecimiento coincidente con la muerte de
don Valentín eran completamente opacos. Por mi despacho
pasaron varios amigos suyos, de tan siniestros antecedentes
como ellos, afirmando que habían tenido oportunidades, que
les salieron varios negocios que les dieron ganancias,
transportes inesperados, casas abandonadas a la muerte de sus
propietarios que los herederos vaciaron dándoles los muebles
por cuatro cuartos. Todo imposible de demostrar pero
también de rebatir. En seis años, además, habían podido
cubrir todas las huellas de aquel enriquecimiento súbito e
inesperado, nadie les requirió entonces explicaciones, aunque
parte del vecindario los señalara como culpables de aquel
crimen.
71
Cuando salieron de prisión ya sabía que el caso
quedaría impune. Creo que hice lo que pude para aclararlo,
pero resultaba imposible en las circunstancias que le he
explicado. A medida que pasara más tiempo todavía, ni
siquiera una confesión como la de Ramón, serviría para
probar su culpabilidad. Usted me dirá ¿y qué se hizo con ese
escrito realizado en el hospital? Mateo lo explicó con
facilidad aduciendo el rencor que mantenía su hermano
contra él por la pelea que tuvieron. Incluso llegó más lejos
para sostener que, en el momento del crimen de 1900, tanto
Ramón como él estaban reñidos con sus sobrinos. En esas
condiciones ¿iban a realizar un golpe juntos? Por supuesto,
los sobrinos ratificaron esta historia en la que debían haber
convenido antes de ir al Juzgado. Respecto al tabernero, que
a fin de cuentas no era familia de los demás, se encogió de
hombros y dijo que era cierto que aquellos cuatro se reunían
en su taberna, como tantos otros, pero él no sabía más. Ahí se
cerró el caso.
Sí, hubo acusaciones varios años después pero no
fueron consideradas procedentes ni llevaban a ninguna parte.
Eran líos por la herencia. Ya a finales de 1900, en diciembre
creo recordar, se había comunicado oficialmente el nombre
de los herederos de don Valentín, todos esos primos que le
mencioné al principio. Hubo tiras y aflojas porque el finado
había muerto sin testar y no querían reconocer un derecho
igual para unos que para otros, ya sabe, lo de siempre.
Hasta 1912 no se resolvió todo aquel conflicto entre
ellos, se repartió el dinero existente y se les entregaron los
papeles de su primo. Fue una de sus herederas, Isidora
72
Huertas, la que descubrió un documento donde se certificaba
que el apoderado de los bienes de don Valentín, un tal
Enrique Salazar, había obtenido de su cliente un préstamo
personal de 50.000 pesetas. El hecho en sí es extraño, dada la
avaricia que se le atribuía, todo aquello de ir mal vestido por
no gastar en ropa, no querer ni pagar el alquiler, etc. ¿Y
presta una cantidad tan crecida a su apoderado? Por eso le
digo que la opinión sobre la víctima pudo ser exagerada a
modo de caricatura. El caso es que Isidora no encontró por
ninguna parte constancia de que el préstamo se hubiera
devuelto. Puesta en contacto con Salazar éste afirmó que sí lo
había hecho, aunque no se registrara en ninguna parte. El
pleito se extendió varios meses, un forcejeo entre ambos que
llevó a la mujer a acusar a Salazar del crimen. Sostenía que,
no pudiendo o queriendo devolver aquella cantidad tan
crecida, prefirió asesinar a don Valentín con tal de no pagar
su deuda. La cosa era tan disparatada que el Juzgado (yo ya
no era el titular de ese caso) no lo tuvo en cuenta. Y así
terminó la historia. Como le digo, un nuevo crimen que
quedó impune aunque estoy seguro de que tuve delante de mí
a los asesinos de Bellas Vistas.

73
74
El crimen de los Arropieros

1901

75
76
¿Dice que está interesado en el caso de Valentín
Huertas? Aquel extraño anciano cuyo crimen nunca se
resolvió. Bueno, yo de aquello no le puedo informar de
primera mano, incluso usted que ha estudiado el sumario y ha
hablado con el juez encargado sabrá más que yo. Solo supe lo
que se decía en el cuerpo y lo que leí en los periódicos.
Ciertamente, el caso que me correspondió en agosto de 1901
tiene algunos parecidos, pero también muchas diferencias. La
personalidad de la víctima, por ejemplo. Es cierto que
también tenía fama en Carabanchel Bajo de ser adinerado, no
en vano había sido un hombre importante, pero no era nada
extraño en su comportamiento. Los reporteros, que a veces
son algo infames (y perdone, no me refiero a usted
personalmente), le quisieron tachar de excéntrico porque
quiso aprender a tocar la flauta y luego la guitarra cuando ya
tenía una cierta edad. Le diré que al principio los vecinos se
quejaron por sus prácticas musicales, pero luego terminaron
por reconocer que había alcanzado una maestría sorprendente
en alguien tan mayor y al que nadie enseñó a tocar. ¿Eso es
una costumbre rara? A mí me parece admirable el esfuerzo de
don José Vicente ¿qué quiere que le diga?
Es verdad que vivía separado de su mujer, como don
Valentín Huertas, que vivía solo, pero ni iba desnudo por la
casa, ni se paseaba con una caja llena de dinero. Era un
honrado industrial muy apreciado por sus vecinos (no por
todos, una desgracia). Sepa usted que, retirado de la política
como estaba desde hacía muchos años, en su barrio lo
nombraron juez municipal por su experiencia, sus méritos y
porque era un hombre sensato, equilibrado. Luego él
77
renunció al cabo del tiempo, pero ahí queda el hecho como
testimonio de que los vecinos confiaban en él.
Empecemos la historia desde el principio. José
Vicente Augustí Latorre era un hombre de bastante edad por
entonces pero aún en posesión de sus capacidades, era fuerte,
no tenía enfermedades, llevaba su negocio con energía y
seriedad. Fue siempre de ideas avanzadas, republicano, no le
digo más, alcalde de Játiva durante no pocos años cuando era
joven. Con la Revolución, cuando ganaron los suyos y se
proclamó la República (la Gloriosa la llamaron y que acabó
consumiéndose en pocos años), ascendió como la espuma.
Fue diputado provincial por Valencia y, al poco tiempo,
elegido para presidir esta institución. Después gobernador
civil de Murcia, cuando las cantonales, para terminar de
diputado a Cortes, naturalmente por el partido republicano.
Toda una carrera política, como ve, que se fue truncando
cuando llegó la Restauración borbónica y los suyos
terminaron arrinconados en el Parlamento.
De forma algo abrupta, el Sr. José Vicente se vio
apartado, ya sabe que en un partido, cuando las cosas se van
torciendo, hay luchas internas por el poder. No sé bien lo que
pasó, pero quiso alejarse de una actividad que ya no le ofrecía
un futuro y donde su presencia era meramente ornamental.
En el 88 se retiró a la vida privada y eligió Madrid para
residir, después de haber conocido la ciudad cuando era
diputado. De todos modos, quiso escapar del bullicio
ciudadano y eligió el pueblo de Carabanchel Bajo para
residir. Aconsejado por familiares se dedicó al negocio de
granos, luego montó una tienda de comestibles que en 1891
78
traspasó para abrir ese negocio de venta de embutidos que
diez años después, en el momento del crimen, le iba bien.
La casa donde vivía, en la calle Empedrada, era
amplia, con un patio de buen tamaño donde se levantaba un
cobertizo para desalar los cerdos que criaba cerca. Ese
cobertizo será importante en esta historia. El caso es que todo
le iba rodado, el negocio prosperaba, él entendía de lo que
hacía y era un trabajador nato. No vivía de las rentas
precisamente, como le pasaba a don Valentín Huertas, sino de
su negocio, que llevaba con mano firme. También es cierto
que no era tan mayor como la víctima de Bellas Vistas. De
cualquier modo, sin hacer ostentación, se sabía en el pueblo
que don José Vicente era un hombre acaudalado, que
guardaba su dinero en la casa y sabía administrarlo.
Vivía con frugalidad, sin excesos, según parece. Tenía
para cuidar de la casa a una mujer pobre, algo mayor, que se
llamaba Ceferina Fernández, una viuda que procedía de
Alcázar de San Juan (Ciudad Real). Fíjese en este dato, que
fue muy importante en todo aquel asunto. Pues bien, esa
mujer iba dos veces al día hasta la casa, a las siete de la
mañana, para prepararle las comidas del día y sobre las siete
de la tarde, para limpiar y adecentar aquello.
El 25 de agosto de 1901 era sábado. Como luego se
supo, poco antes de las dos de la tarde, el cartero Alejo
Cedrón llegó hasta la casa y encontró abierta la puerta, como
es habitual en un pueblo donde hay confianza entre vecinos.
Llamó al propietario pero, al no recibir respuesta, pensó que
habría salido y dejó la correspondencia encima de un velador

79
cercano a la puerta, sin fijarse en nada más. Pero su
intervención fue importante, como luego le contaré.
Pasaron las horas y llegó Ceferina para limpiar. Al
entrar ya notó que algunos cajones estaban revueltos, con su
contenido en algún caso arrojado al suelo. Se asustó. Vio que
la puerta de acceso al corral estaba cerrada, cosa que nunca
había sucedido. Llamó a don José y nadie respondió, pero su
bastón y sombrero permanecían colgados junto a la puerta.
Como tonta no era supo que algo malo había pasado, así que
salió de nuevo a la calle y comentó con algunas vecinas las
novedades. Luego se acercó a la comandancia donde yo
estaba y nos dijo lo que había visto. Al contarnos la sospecha
de que podría haberle pasado algo fuimos a investigar. De
manera que sí, yo fui el primero que entró en aquella casa, el
que registró lo que allí se encontraba y el que, por desgracia,
encontró el cadáver de su propietario, tal como conté en el
juicio año y medio después.
El comedor, en efecto, estaba revuelto, con cajones
abiertos y prendas por el suelo. En uno de ellos encontré ropa
ensangrentada, como si el asesino hubiera buscado en el
cajón tocando algunas prendas con las manos manchadas.
Ceferina eso no lo había visto, y por poco se desmaya cuando
andábamos buscando pistas del dueño de la casa. En el
dormitorio parecía que no habían tocado nada, tan sólo
observamos la cartera de don José encima de una cómoda y
bien a la vista, pero vacía y sin dinero.
Cuando quisimos acceder a la puerta cerrada que daba
al patio encontramos un arca atravesada en el paso, como si
el asesino o asesinos la hubieran puesto para obstaculizar la
80
entrada o, más bien, porque la arrastraron para examinarla
con comodidad y algo o alguien les interrumpió. Como luego
supimos, la llegada del cartero provocó la huida de los
criminales o, al menos, que detuvieran su búsqueda.
El arca estaba forzada, la cerradura saltada, pero si
había dinero en el interior (Ceferina afirmaba que debía
haberlo porque a él acudía don José para pagarle su soldada),
ya no quedaba nada. Forzamos la puerta de acceso al corral,
la que siempre estaba abierta según la sirvienta, y llegamos
hasta el desaladero de reses. Allí, en el cobertizo, estaba el
cadáver de don José. Según pudimos reconstruir luego,
gracias a los médicos forenses que realizaron la autopsia, su
muerte había sido precedida de una fuerte lucha.
Los cortes en las manos nos decían que el hombre se
había resistido ante la acometida de su asesino, arma blanca
en mano. Por otro lado, los que le atacaron debieron ser al
menos dos: uno lo agarraba por detrás y el otro, el asesino,
blandía la faca o el cuchillo delante de él. Pudimos deducirlo
porque tenía un corte casi horizontal en la cara, no demasiado
profundo, pero que le llegaba desde una mejilla hasta la oreja
del lado contrario. Indudablemente, el criminal quiso
degollarlo pero su víctima, debatiéndose con el cómplice que
lo agarraba por detrás, hizo un movimiento hacia abajo y la
cuchillada dirigida al cuello le atravesó la cara.
El asesino, al ver que no conseguía su propósito,
quiso entonces asegurarse y volvió a acometer a don José
mediante una puñalada certera en la región precordial. Según
los forenses, ésa fue la herida mortal puesto que le perforó un
pulmón y seccionó la aorta descendente. Su muerte fue
81
cuestión de segundos. Una vez consumado el asesinato, los
dos hombres se aprestaron a registrar la casa en busca de
dinero, primero en la cartera que quizá llevaba encima su
víctima, luego en los cajones y finalmente en el arca.
Las evidencias eran claras. El juez de Getafe, don
Dionisio Perales, se hizo cargo de la investigación y nos
mandó enseguida indagar entre los vecinos. Lo que se hace
en estos casos es detener a los que resulten sospechosos a fin
de que pasen una noche en el calabozo y, más colaboradores,
sean interrogados por el juez al día siguiente. En este caso
solo detuvimos a uno, un tal Gregorio Gómez, que vivía en la
casa de al lado de la víctima, un sujeto que nos dijeron tenía
malos antecedentes y había estado por la calle a la hora en
que supuestamente habían matado a don José Vicente.
Para entonces ya era bien de noche y dejamos el resto
de indagaciones para el día siguiente. Por la mañana volví a
la zona y vi a un hombre que paseaba arriba y abajo frente a
la puerta del detenido. Le pregunté quién era y qué hacía allí.
Se puso nervioso al verme y no acertaba a hablar al principio.
Finalmente dijo que se llamaba Felipe Pacheco y que
esperaba a un primo suyo, el Gregorio que teníamos detenido.
Mientras hablábamos levantó un brazo y vi que el codo de su
camisa estaba manchado de sangre. Me alarmé, le dije que él
era el asesino, y se puso a balbucear explicaciones, a cual
menos convincente.
Primero me dijo que esa sangre era de un borrico
suyo, al que había tenido que curar unas mataduras. Luego,
cuando vio que no me convencía y lo iba a detener, cambió
de versión. Dijo que su padre había muerto la semana
82
anterior, que él había llevado el féretro a hombros y que la
sangre del interior había resbalado hasta él.
Como se iba enredando en explicaciones, a cual más
extraña y traída por los pelos, lo conduje hasta el Juzgado y
quedó en custodia hasta que declarara ante el señor juez.
Cuando volví al barrio fue cuando me enteré que a los dos
primos los llamaban los Arropieros, ya sabe, por vender en
otro tiempo arropía, melcocha, miel concentrada, ya veo que
ustedes los jóvenes ignoran algunas palabras antiguas.
Empecé a preguntar a unos y otros, algunos pasaron
también por el Juzgado, yo era el que hacía la labor previa de
localizar a posibles testigos, todo aquel que pudiera interesar
en la investigación. En lo que coincidían los pocos que
pasaron por la zona a la hora en que debieron suceder los
hechos, entre la una y las dos de la tarde concluimos después
de hablar con el cartero, es que los Arropieros estaban por
allí, cargando una carreta de estiércol desde la casa vecina.
Algunos observaron que estaba colocada casi en la puerta de
su vecino don José, de manera que ocultaba cualquier
trasiego que hubiera entre una casa y otra. Llámeme mal
pensado pero, aunque fuera solo un indicio, para mí que era
significativo aunque el Sr. Juez me comentara que algo más
tendríamos que tener para culparlos.
También nos dijeron que la carga de la carreta la
hacían los dos primos con un hombre mayor, Casimiro Rojas,
de sesenta años, al que llamaban Tío Pacitos. Solía trabajar
con ellos en el campo, no le he dicho que los dos primos
vivían juntos, uno casado con Paula Mingo (el Gregorio) y
otro arrejuntado con Josefa Marín (el Felipe). Esta última,
83
fíjese qué casualidad, también era de Alcázar de San Juan.
Pero ese dato no sería relevante hasta un par de días después
del asesinato. Los cuatro vivían de los productos de un campo
que tenían en arriendo a pocas leguas, productos que luego
las dos mujeres vendían por la carretera de Carabanchel. Pues
bien, los Arropieros se encargaban, como es natural, de
cuidar el campo, abonarlo, podar los árboles y demás. De ahí
que estuvieran cargando aquella carretada de estiércol.
Hablamos con el Tío Pacitos y nos confirmó que
había estado ayudando en la carga de dos a dos y media
aproximadamente, que luego se había ido con la mula y el
carro hasta el campo y allí había descargado el abono. Los
primos no lo acompañaron, sino que se quedaron en la calle
Empedrada diciéndole que tenían que reparar unas tejas de su
casa. El caso es que, preguntando entre los jornaleros de
campos vecinos, estos nos comentaron que habían visto llegar
al Tío Pacitos a la hora que decía, pero que los primos se
reunieron con él no antes de las cuatro y media de la tarde.
¿Tanto tiempo para reparar unas tejas? ¿No sería, nos
dijimos, que después de que se fuera el Tío Pacitos
cometieron el asesinato, repartieron el botín o lo enterraron y
luego fueron hasta su campo?
Pero todo seguían siendo indicios no concluyentes.
Los dos del calabozo sostenían (con bastantes nervios, eso sí,
sobre todo el Felipe) que ellos no habían visto nada, que
estuvieron con la carga de la carreta, que arreglaron las tejas
y nada más. Sus mujeres lo confirmaron, primero dijeron que
habían estado junto a sus hombres en esas tareas, luego la
más espabilada (Paula Mingo) afirmó haber estado vendiendo
84
su producto en la carretera. Lo de la otra (Josefa Marín) era
para quedarse perplejo. Estuve presente cuando intentaba
interrogarla el juez y apenas pudimos contener la risa. Ella
estaba muy seria pero como distraída. El juez le preguntó qué
edad tenía y ella dijo que veinticuatro años. Nos miramos
asombrados porque la mujer aparentaba no menos de
cincuenta. Tenga en cuenta que los primos se acercaban
también a esa edad. Pues no contenta con eso, le pregunta el
juez desde cuándo conocía a Felipe y respondió que desde
hacía veinticinco años. El juez, que empezaba a fruncir el
ceño mientras los demás tratábamos de no reírnos, se
impacientó: Pero a ver, señora ¿en qué año nació usted? Y va
Josefa y responde: Dos días después de la feria.
Como comprenderá, a una persona así poco podíamos
sacarle. Parecía tener sus facultades mentales bastante
disminuidas. Supongo que también se sentía impresionada
por estar delante del juez, porque en el juicio, aleccionada por
su abogado, respondió de mejor manera a las preguntas que le
formularon.
En fin, quiero decirle con esto que los retenidos se
contradecían continuamente, cambiando de versión según les
parecía. Paula Mingo ¿había estado con los primos o
vendiendo en la carretera? La sangre en la camisa de Felipe
¿provenía de un borrico o del féretro de su padre? Todo eso
motivaba, claro está, que el juez decidiera seguirlos
reteniendo en el calabozo y, cuando pasaron las 72 horas
preceptivas, abriera un proceso contra ellos. Para entonces,
habíamos tenido un enorme golpe de suerte en las Rozas.

85
***

En esa zona hay un cuartel de la Guardia Civil, cerca


de la estación de tren del Plantío. Al día siguiente de suceder
el crimen dos números caminaban por allí cuando vieron a un
hombre joven durmiendo junto al camino. Le dieron con el
pie a ver si reaccionaba y el hombre despertó, al parecer muy
desorientado y algo asustado al verse interpelado por dos
guardias. Estos le preguntaron qué hacía allí y, al principio,
según manifestaron, balbuceaba aunque no aparentaba estar
borracho, como habían supuesto.
Finalmente les dijo que era un negociante de
garbanzos y que esperaba el tren para volver a su pueblo
porque le habían robado las dos mulas. Sin embargo, los
guardias se fijaron que desde la faja le asomaban varios fajos
muy gruesos de billetes. Se los hicieron sacar y contaron
5.450 pesetas, una cantidad muy crecida. “Tenía todos los
billetes colocados de mala manera, casi a punto de que se le
cayeran” me dijo mi compañero. “Sospechamos
inmediatamente que ese dinero no tenía un origen honrado
porque aquel hombre vestía como un jornalero, no parecía
negociante ni rico”. Le preguntaron de dónde procedía el
dinero y solo sabía hablar de negocios aunque no decía de
qué ni cuándo ni con quién. Todo eran explicaciones
confusas y atropelladas, de manera que lo llevamos con
nosotros al cuartelillo y desde allí avisamos al Juzgado de
Getafe, por si procedía investigar el origen de ese dinero. A
lo largo de la mañana nos contestaron que llevásemos a ese

86
hombre hasta el Juzgado para que quedara en custodia y
poder declarar al día siguiente.
Hasta ahí el suceso no tenía nada que ver con
nosotros, así que no supimos nada de todo ello hasta el día
siguiente. En el cuartel de las Rozas el supuesto negociante
de garbanzos dijo llamarse Francisco Muela y ser natural de
Alcázar de San Juan. Tampoco eso llamó la atención y solo
permitió empezar las primeras averiguaciones pero, como le
digo, nadie sospechaba en Getafe que este hombre pudiera
estar relacionado con el crimen ocurrido en Carabanchel
Bajo.
Su caso salió a la luz al día siguiente, cuando llegó a
los periódicos. Y llegó porque a la mañana, cuando se llevaba
el desayuno a las celdas, este Francisco Muela apareció
ahorcado. Primero lo debía haber intentado con su correa,
pero ésta apareció rota. Entonces cogió su faja e hizo una
lazada. Con ella se colgó y apareció muerto por la mañana.
Un suicidio siempre es algo que llama la atención de la
prensa y por eso airearon su muerte y gracias a eso nos
enteramos en Carabanchel de lo sucedido. El juez empezó a
atar cabos: un hombre con tanto dinero encima y, además,
siendo de Alcázar de San Juan como la sirvienta Ceferina y la
mujer que teníamos presa, Josefa Marín, daba qué pensar.
Lo que fuimos averiguando es que Francisco Muela
estaba casado, su mujer tenía una portería en la calle
Amnistía, pero él era un simple jornalero sin trabajo. Había
estado en su pueblo de Alcázar hasta unos días antes. Le dio
tiempo a ir a su casa, donde la portería, y pedirle a su mujer
cuarenta pesetas que terminaría perdiendo en el juego. El día
87
anterior al crimen estuvo trabajando en la reparación de la
línea del tranvía de Carabanchel, donde le daban un jornal de
entre ocho y nueve reales.
Sin embargo, al decir de sus compañeros, el día en
que murió don José Vicente no fue a trabajar diciendo que
estaba enfermo. Uno de ellos lo vio muy de mañana parado
en una esquina. Fue entonces cuando le dijo que tenía que ir a
un hospital por el Plantío para curarse de no sé qué. Es lo
único que pudo decirnos aquel hombre porque no recordaba
otra cosa.
Y ese hombre que ganaba un jornal de ocho o nueve
reales por su trabajo ¿iba a tener más de cinco mil pesetas en
la faja? La situación era muy sospechosa pero las cosas
fueron encajando cuando Ceferina, la sirvienta, preguntada
sobre si conocía a Francisco Muela, ya que eran del mismo
pueblo, contestó que naturalmente. Al parecer, Muela le
había dirigido una carta a don José Vicente unos meses antes
pidiéndole un surtido de varios kilos de salchichón. A través
de Ceferina, el hombre se fue enterando de los malos
antecedentes de aquel sujeto, tramposo, ladrón incluso, que
había pasado por un penal acusado de hurto. Le dijo a
Ceferina que sólo le daría el surtido de salchichones con el
dinero por delante. Y así debió comunicárselo porque la
mujer recordaba que Francisco Muela llegó hasta la casa
poco después y arregló las cosas para llevarse en un saco el
salchichón que había adquirido.
Mientras tanto, se hallaron pistas y testigos que hacían
dudar al juez de la participación de los Arropieros en el
crimen. A Francisco Muela se le encontraron en las manos
88
diversos cortes de arma blanca, no muy profundos, que
señalaban que había manejado recientemente algún cuchillo.
En el reconocimiento que se efectuó en el corral de la casa de
don José, nos fijamos en la existencia de un pozo que no
parecía tener agua. Por el contrario, el brocal estaba lleno de
telarañas excepto en su parte central, donde se mostraba un
agujero, como si alguien hubiera arrojado algo dentro.
El arma del crimen no se había localizado en toda la
casa. Entonces se nos ocurrió que tal vez el asesino había
arrojado al pozo el cuchillo utilizado para apuñalar a su
víctima. De manera que mandamos explorarlo. Además de
seco, hallamos en su fondo un cuchillo partido en dos
pedazos. Examinados los pedazos los peritos comprobaron
que el mango y la hoja, que se presentaban separados,
correspondían a la misma arma. Además, señalaron que ésta
no fue partida golpeándola con un objeto duro (por ejemplo,
el borde del brocal) sino que se había sostenido con ambas
manos hasta que se partió. El procedimiento es ineficaz
porque puede dejar, como sucedía en las manos del suicida,
pequeños cortes allí donde se agarra la hoja, pero en la
precipitación del momento y el deseo de ocultar el arma bien
podía haberse recurrido a este método.
Luego estaba el testimonio de la muchacha
Concepción Muñoz. Vivía en la casa contigua, de manera que
su ventana daba al corral de don José Vicente. Nos dijo que
estaba aquel día en su habitación y oyó a alguien quejarse,
¡ay, ay! escuchó nada más. Supuso que alguna madre le
estaba dando un cachete a su hijo o cualquier otra cosa.
Luego oyó un gemido pero muy breve y en seguida se hizo el
89
silencio, con lo cual la muchacha siguió a sus cosas.
Interrogada en presencia de su padre, afirmó que esas quejas
las había escuchado entre las once y media y las doce de la
mañana. Aquello no nos cuadraba con la intervención de los
Arropieros que, según nuestra reconstrucción de los hechos y
la hora en que sacaron la carreta del estiércol, debían haber
actuado de una y media a dos, cuando fueron interrumpidos
por el cartero. Si se quiere podrían haber matado a don José a
la un,a pero no antes.
En el Juzgado empezó a cundir la sensación de que
aquellos dos primos no eran trigo limpio pero no eran
responsables de lo sucedido. Todo señalaba, desde luego, a la
intervención de Francisco Muela ¿solo? ¿acompañado por
alguien? Una vecina afirmó haber visto a la víctima llegando
a casa sobre las doce con un hombre de traje claro. ¿Era
Muela, su asesino? Todo encajaría. Para comprobarlo, se
llevó a Ceferina y esta vecina hasta el Escorial, donde tenían
depositado el cadáver del suicida, a fin de que lo
reconocieran. Bien, pues hubo tal confusión entre las
comisarías de Carabanchel y Getafe que, cuando llegamos en
tren con las dos mujeres, hacía media hora que habían
enterrado a Francisco Muela. Solo pudimos enseñarles dos
fotos que habían hecho de aquel hombre. Ceferina lo
reconoció de inmediato pero la otra vecina no, de manera que
nunca tuvimos en claro quién era el hombre del traje claro
que acompañaba a la víctima a la hora en que, según la niña
del vecino, podrían haberlo matado.
En todo caso, los Arropieros estaban nerviosos,
incurrían en contradicciones, pretendían esquivar la acción de
90
la justicia pero seguían ateniéndose a su historia con la
firmeza suficiente como para no encontrar un resquicio por
donde culparlos. Por el barrio se extendió la noticia de que
iban a ser declarados inocentes del crimen y que toda la
responsabilidad recaería sobre Francisco Muela. Y en esto
llegó otro muchacho, Vicente Castán, y cambió todo el curso
de la investigación.

***

Me hablaba usted de sus conversaciones con el juez


del caso de Bellas Vistas. Ya le digo que lo conocí sin entrar
en detalle, pero lo que se comentó es que la investigación se
realizó mal desde el principio, incluso el inspector encargado
del caso fue reprendido con el tiempo o algo así pasó.
También le confesaré una cosa, no tuvieron suerte como
nosotros la tuvimos. Suerte, estar atentos al descuido de un
delincuente, encontrar el testigo apropiado. Aquí tuvimos
todo eso. Francisco Muela quería huir del lugar para volver a
su pueblo con el dinero del robo. Caminó por la carretera de
las Rozas y preguntó a una señora dónde quedaba la estación
del Plantío. Fue allí y encontró que el tren tardaría varias
horas en pasar, de manera que buscó una sombra y se echó a
dormir sin darse cuenta de que estaba muy cerca del
cuartelillo por donde circulaban números del cuerpo. Si
hubiera llegado el tren poco después, si no se hubiera
quedado dormido donde lo hizo llamando la atención, si
hubiera sido más cuidadoso de guardar bien el dinero que
llevaba encima sin mostrarlo a nadie, tal vez no se hubiera
91
visto implicado de ninguna forma, a no ser que los Arropieros
lo hubieran delatado.
Del mismo modo, si José María Torres, un vecino y
amigo de Felipe Pacheco, no hubiera tenido conflictos por el
riego con Faustino Castán, que además de tener un campo
trabajaba de sereno del barrio, tal vez no hubiéramos sabido
nada más. Cuando estuve preguntando en el barrio ya me
hablaron de aquel conflicto, que debió de ser fuerte. Los
rumores fueron que Felipe el Arropiero le había dicho a su
amigo José María que si Castán le seguía molestando, por
veinticinco duros podía acabar con él. Eso ya me indicó
entonces que Felipe Pacheco era capaz de matar y de hecho,
entre los dos primos, era el de pasado más turbulento,
habiendo estado preso en el penal de San Miguel de los
Reyes.
La amenaza se quedó en eso, una bravuconada tal vez,
el indicio de que tenía valor para asesinar, nada más. Sin
embargo, Castán padre lo supo y andaba apercibido contra él.
Cuando supo que los Arropieros estaban a punto de ser
liberados de cargos llamó a su hijo Vicente y le hizo repetir
con detalle lo que le había contado días antes. Hasta entonces
no había querido implicarlo en la investigación (le sucedió a
más de uno de los testigos, como aquel que dijo que los sacos
encontrados en casa de Felipe no eran suyos, cuando lo eran,
permitiendo que sospecháramos que eran de don José). El
caso es que llevó a su hijo de catorce años a declarar al
Juzgado y aquello cayó sobre la investigación como una
bomba.

92
Recuerdo al chico, bajo, achaparrado, con ojos
vivaces, un pelín descarado (pero en el juicio le vino bien
serlo ante el ataque despiadado de los defensores), sobre todo
seguro de lo que decía, sin moverse una coma de su versión
inicial que nos fue contando. En el juicio no solo siguió
contando lo mismo, sino que lo hizo con una facilidad de
palabra y una calma extraordinarias en alguien tan joven.
Produjo una gran impresión al jurado como nos la produjo a
nosotros cuando llegó con su padre Faustino y su madre
Jerónima.
Vino a decir que aquel día, sobre la una y media,
estaba frente a la puerta de don José arreglando sus
alpargatas. Entonces vio salir de aquella casa primero a las
dos mujeres, que llevaban bultos y paquetes envueltos en la
saya y luego a los dos Arropieros, Felipe y Gregorio. Sostuvo
además que Gregorio tenía todas las manos ensangrentadas y
chorreaba por el suelo. En cuanto a Felipe, tenía un lamparón
en la camisa y el codo manchado también de sangre, tal como
lo vi yo mismo al día siguiente. Al verle observándolos
Felipe le tiró un cantazo diciendo que se fuera, golpe que le
dolió al darle en un pie. Se apartó entonces, pero los volvió a
ver un rato después, cuando lo volvieron a amenazar con
darle un vergajazo y el chico contestó que a su vez él les
pincharía con el palo que llevaba. Un chico de armas tomar…
¡ah! Que tiene usted la declaración que llevó a cabo en el
juicio. Fue una declaración fundamental, ya le digo, los
abogados defensores pretendieron acorralarlo, mostrar que
era un fantasioso y se lo había inventado todo, que no tenía

93
criterios morales… Hicieron de todo pero sin éxito. Lea
usted, lea sus contestaciones para hacerse una idea:

“Señor Torroba: Cuando recibió la herida en el


pie, ¿no echó usted a correr para curarse?
—¿Cómo iba a correr? ¿Con la pata a rastra?
(Aprobación en el público)
Señor Grases: ¿Qué temperamento tiene usted?
(Hilaridad.)
El presidente declara impertinente la pregunta.
El mismo letrado continúa:
¿Le ha visto a usted muchas veces el médico?
—¡Hombre! Cuando, por ejemplo, he tenido el
sarampión... (Risas.)
—¿Es usted rencoroso?
El presidente vuelve a tocar la campanilla y el
público protesta.
Señor Sartou.—¿Tú vas a la escuela?
—No, señor.
—¿Sabes leer?
—Algo.
—¿Y doctrina?
—No me gusta... (Risas y rumores.)
—¿Sabes que es malo mentir?
—Sí, señor”

Sí, así fue, no puedo recordarlo sin reírme. Aquel chico


tenía al público y al jurado totalmente en el bolsillo. Veo que
tiene usted el Heraldo de aquellos días. Lea un poco antes,
94
cuando interrogaron al padre Faustino Castán. Al principio se
reducía a confirmar que su hijo le había dicho todo aquello y
él se vio en la obligación de comunicarlo. No sabía más. Pero
el letrado insistía:

“El Sr. Grases le pregunta:


—¿Qué temperamento tiene su hijo de usted?
—¡Yo qué sé!
—¿Es nervioso? ¿Es linfático?
—Pero, hombre, ¡yo que sé!
—¿Dónde duerme su hijo de usted?
—Pues, ¿dónde ha de dormir? ¡En su cama, y en
su alcoba! (Grandes risas.)
—¿Cuántas alcobas hay en su casa de usted?
—¿Cómo quiere usted que yo le conteste a usted?
¿Qué le importa saberlo? (Más risas.)
Por fin le amonesta el presidente, y el testigo deja
de hacer observaciones”.

Desde luego, los letrados de la defensa no hicieron


una buena labor. Preguntarle estos términos médicos a un
hombre con poca educación en esas ciencias resultaba
ridículo. ¿Nervioso, linfático? El público se identificaba con
aquel hombre de tan pocos estudios, un trabajador, al que el
letrado quería arrinconar mostrándole su superioridad. Todo
con el deseo de invalidar el testimonio del chico, presentarlo
como alguien que quería protagonismo y se inventaba todo su
testimonio para continuar en primer plano. No le digo que no
hubiera algo de eso, el muchacho estaba crecido con el apoyo
95
que observaba en el público. Pero como dijeron los
periódicos, los abogados pretendían mostrar que Vicente
Castán no discernía el bien del mal. Escuchándolo en la
tarima uno pensaba que discernía mejor que los propios
letrados y que si llegase a ser más listo de lo que era,
apañados íbamos.
Tan sólo hubo un momento de duda cuando otro niño
amigo suyo, José María creo que se llamaba, testificó que
Vicente le había contado días después que había visto a los
Arropieros saltar la tapia de don José, de donde pensaba que
eran los criminales. El presidente hizo un careo de los dos
muchachos: Vicente insistía en que le había dicho que
salieron por la puerta, el otro porfiaba en que le había
comentado que por la tapia. No se pusieron de acuerdo pero
finalmente, sea por la puerta o por la tapia, la declaración era
coherente con que los dos primos hubieran intervenido en el
crimen. La culpabilidad de las mujeres era menos evidente
porque había testigos que situaban a Paula Mingo en la
carretera de Carabanchel vendiendo sus productos. Esa
contradicción entre la declaración del muchacho y la de los
otros testigos se solventó por parte del fiscal afirmando que
estos habían visto a la mujer a primera hora de la mañana y el
crimen había sucedido al final de la misma.

***

Puede usted imaginar la sensación que produjo en el


Juzgado la declaración de Vicente Castán, dicha con tanto
detalle y seguridad. Nada mencionó del Tío Pacitos, que por
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entonces no era sospechoso, nada dijo de aquel hombre del
traje claro. Sin embargo, la seguridad de los Arropieros se fue
viniendo abajo, a medida que sabían de esta declaración y
que el juez daba por segura su participación en los hechos.
Habían tenido la esperanza de quedar libres y casi en el
último momento, esa ilusión quedaba hecha trizas.
El momento fundamental fue cuando el juez, en
presencia del fiscal asignado al caso, realizó careos entre el
niño Vicente y todos los acusados. Las escenas fueron muy
llamativas, Gregorio se sobresaltó mucho al ver al muchacho
allí sentado, Felipe no sabía dónde mirar, Josefa se agarraba a
decir que todo era mentira y mentira y mentira, no salía de
allí. Cuando el chico le dijo al juez, con toda frescura: Esta
señora está amilaná o se hace la tonta, Josefa se puso a llorar.
Sin llegar a tal extremo, la seguridad del testigo era
sorprendente, señalando detalles que dejaban a los
sospechosos sin respuesta. El juez, por ejemplo, le dijo:
Fíjese bien, muchacho, en las alpargatas que lleva Felipe.
¿Son las mismas con que usted lo vio aquel día? Quiá, señor,
respondió el zagal, que éstas son negras y aquellas blancas. Y
efectivamente, tenía toda la razón. Se acordaba de detalles
que dejaban a los sospechosos en suspenso, sin saber qué
replicar. Fue muy dramático ver cómo se iban derrumbando
en sus versiones frente a aquel muchacho de solo catorce
años por entonces.
No sé si debía incluir este comentario en su estudio
pero de todos modos, se lo diré. La policía, la guardia civil,
tenemos pocos elementos para demostrar la culpabilidad de
un sospechoso y hacer que cante. A veces me ha pasado que
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alguno se agarraba a una versión que, aunque le pusieses
delante de las narices sus contradicciones y que lo que decía
era imposible, él seguía erre que erre con su historia. Claro, a
veces el único idioma que conocen es el de una buena guantá,
no le digo que no. Eso lo saben ellos y lo sabemos nosotros.
De hecho, los tres varones acusados dijeron en el juicio que
les habíamos arrancado la confesión a golpes, eso es sabido,
cuando han dicho todo lo que tenían que decir en la
instrucción luego solo tienen una forma de desdecirse:
acusarnos de haberlos zurrado, que por temor a que les
siguiéramos pegando dijeron lo que nosotros queríamos.
Bueno, no le digo que no haya casos, sobre todo en pueblos
perdidos, pero aquí en la capital o cerca de ella no, una
bofetada y nada más, para que no se pongan gallitos. Pues lo
que le decía, cuando hay varios sospechosos como en este
caso, si todos se agarrasen a una misma versión el Juzgado
tendría muy difícil probar que estaban mintiendo. Lo que
sucede es que basta que uno reconozca algo para que el
edificio de la mentira se resquebraje ¿me entiende? Entonces
sucede algo curioso y es que cada uno quiere salvarse a costa
de los demás y empiezan a acusarse unos a otros. Por eso es
imprescindible la incomunicación de los detenidos, su
aislamiento, primero para que se ablanden al pasar tantas
horas en el calabozo y segundo, para que no haya terceros
que los pongan de acuerdo y les hagan sostener sus mentiras,
según lo que digan los demás. Pues bien, este caso es de
libro, fue enteramente así en cuando tuvieron aquel careo con
el niño Castán. Y el primero que se derrumbó fue el más
bravucón, ya ve usted, Felipe Pacheco.
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A la mañana siguiente habló conmigo. Me dijo que
quería que viniera el Sr. Romero, que era entonces el juez
municipal de Carabanchel (cargo que don José tuvo con
anterioridad) pero que había sido muchos años diputado
provincial del distrito, en función de lo cual tenía mucho
predicamento entre la clase trabajadora. Cuando le contesté
que para qué quería verlo me susurró que deseaba contar la
verdad de todo aquello, que él había participado en el crimen
pero solo cargando un saco.
Así que, después de que viniera el Sr. Romero, éste lo
convenció de que declarara ante el juez y así lo hizo unas
horas después. Estuve presente, así que le puedo resumir en
cierto modo lo que allí dijo:

—Yo no le maté...-dijo desde el principio- sólo fui para llenar


el saco... No vi nada...; me marché...; a mí me llamaron sólo
para cargar los huesos...
—¿Quién le llamó a usted?
—Mi primo Gregorio... Me dijo que había que ir a casa de
don José para sacar unos codillos que le habían comprado dos
conocidos suyos, a los que no conozco. Entramos, se
ajustaron en el precio y pasaron aquellos hombres con don
José y mi primo... y luego yo...; pero nada más que a llenar el
saco...
Estábamos en la corraliza; yo empecé a meter huesos
escogiendo los mejores, puesto de rodillas y mirando el
montón de codillos. Estando en esto oí un grito de don José
que estaba junto a mí, y al levantar la cabeza para enterarme,

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cayó sobre el talego el cuerpo del Sr. Augustí, arrojando
sangre por la cara. Entonces me dio miedo y salí por la puerta
del corral, marchándome a mi casa.
—¿No conocía usted a aquellos dos hombres?
—A ninguno.
—¿Quién le dio la puñalada, su primo o los desconocidos?
—No lo sé; yo, como estaba escogiendo los huesos y
metiéndolos en el saco...
—¿Pero no vio usted separarse el brazo que asestó las
puñaladas?
—No...; yo no vi más que eso. El cuerpo de don José cayó en
seguida.
—¿Y las manchas de sangre de la blusa, la camisa y el
pantalón de usted?
—Se conoce que salpicaron al caer...

Ésa fue aproximadamente la declaración, según la


recuerdo. Él se agarraba a su idea de que estaba recogiendo
huesos, que llevaba el saco y nada más. Como estaba
agachado tan oportunamente, no vio nada. La responsabilidad
empezaba a recaer sobre Gregorio, que había llevado a
aquellos desconocidos para que mataran (o lo hiciera él
mismo) a la víctima. Todo indicaba, según el forense, que
hubo un forcejeo, una lucha, en su versión Felipe olvidaba
ese detalle, como si la muerte de aquel hombre hubiera sido
poco menos que instantánea. Además ¿para qué recurrir a dos
desconocidos? Bien podría haber hablado de uno, el que
sospechábamos que era Francisco Muela.

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Gregorio, llamado posteriormente, siguió agarrándose
a la versión inicial pero, al comentarle lo dicho por su primo,
se le vio trastornado y hasta con expresión fiera, muy
contrariado. Bajó al calabozo y por la tarde el juez lo volvió a
llamar. Se ve que lo había pensado y estaba dispuesto a
contar su versión, que fue algo sorprendente porque amplió el
número de sospechosos que fueron inmediatamente
detenidos.
En su declaración yo no estuve, así que le voy a decir
lo que a mí me contaron nada más. Al parecer, también
reconoció haber participado en el crimen. Su versión parecía
más elaborada y de acuerdo con los hechos, aunque desde
luego partiendo de la base de que el principal culpable era su
primo Felipe y no él.
Así dijo que se habían reunido en el ventorrillo de un
tal Ramón Méndez, que estaba cerca del campo que tenían
rentado y donde iban con frecuencia. Ramón, además, era
muy amigo de Felipe, incluso cuando murió su padre fue uno
de los que llevaron el ataúd a hombros. Sobre eso, permítame
que le distraiga un poco con una anécdota muy curiosa y que
nos hizo a sonreír a todos durante el juicio.
Cuando ya se sabía que la sangre que manchaba la
camisa de Felipe Pacheco era humana, todo el empeño del
abogado defensor era demostrar que se había producido al
resbalar sangre del padre fallecido desde el ataúd hacia el
exterior, manchando la ropa de su hijo. Aún sostenía Felipe
ese disparate. Pues bien, el fiscal fue llamando uno a uno a
los integrantes de aquel grupo que había portado a hombros
el ataúd, entre ellos Ramón. Éste, durante la instrucción,
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había asegurado que lo dicho por Felipe era cierto, que él
también se había manchado con la sangre que rezumaba del
ataúd. Pues bien, al llegar el juicio, aliviado por no estar entre
los acusados, se desdijo afirmando que él no sabía nada de
aquello porque había sostenido el ataúd por los pies. Pero es
que todos los de aquel grupo dijeron lo mismo. ¡Todos lo
sostuvieron por los pies! Parecía que habían llevado el ataúd
como si fuera una carretilla, dijo el fiscal provocando la risa
del público. Pero ya ve, incluso el amigo muy amigo, no
quería meterse en problemas.
Pero yo le estaba contando la nueva versión de
Gregorio. Según él, Ramón les había presentado a un amigo
suyo llamado Francisco Muela, que conocía a don José y
había estado en su casa. Entonces éste se sentó con ellos y,
tras charlar un rato, fue entrando en harina, proponiéndoles
que, ya que vivían al lado del viejo, se lo cargaran entre todos
y se repartieran el botín que debía de tener guardado en su
casa. A ellos les interesó la propuesta y siguieron perfilando
detalles, con Ramón al tanto de todo lo que hablaban.
¿Sobre Ramón Méndez? No sé por qué lo implicaron
de tal forma, quizá porque es cierto que se reunían allí
muchas veces y porque de esa forma no eran ellos los autores
de la idea. Como le he dicho, Josefa Marín, la querida de
Felipe, era de Alcázar de San Juan, como el Muela. Habiendo
ido yo mismo hasta allí pude enterarme de varias cosas: que
la Ceferina hacía muchos años que faltaba del pueblo y que
las familias de Josefa y de Muela se conocían. Tenga en
cuenta que, aunque el pueblo tenía una mayor importancia

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desde la llegada del tren, aún contaba con once mil habitantes
nada más, allí todo el mundo se conocía.
Lo que saqué en conclusión es que lo más probable
fuera que habían conocido a Francisco Muela a través de
Josefa. Ahora, de quién había sido la idea del robo eso ya no
se lo puedo decir, podría haber sido de cualquiera. Ramón,
cuando estuvo encerrado, perdió todo interés en defender a
Felipe y no hizo más que protestar su inocencia. Admitía que
aquellos primos se reunían en su ventorrillo muy a menudo, a
veces iban solos, otras con desconocidos, él no entraba ni
salía. A la larga el juez se convenció de que no tenía nada que
ver y lo dejó libre.
¿Qué cómo sucedieron las cosas según Gregorio? Sí,
tiene razón, empiezo a hablar y hablar, pero es que hay tantos
cabos en esta historia… La versión era sencilla: él se había
quedado junto a la carreta de estiércol vigilando la puerta
delantera, el Tío Pacitos la trasera, y Felipe y Francisco
habían entrado aparentemente a comprar dos sacos de huesos
a don José Vicente. Hablaron, acordaron el precio y
marcharon al cobertizo para cargar los sacos. Allí, mientras
era el mismo don José el que se agachaba para echar los
codillos, Felipe se le tiró encima y le sujetó los brazos por
detrás, momento que aprovechó Francisco para intentar darle
una tajada al cuello, fallando en el intento porque el hombre
se había desasido en parte de la tenaza de Felipe. Pero éste se
rehízo, volvió a agarrarlo y fue el momento en que Francisco
le dio la puñalada mortal. Así es como se lo contó luego
Felipe en la casa, donde se refugiaron tras huir después de
que el cartero llegara a dejar una carta. Efectivamente, este
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cartero les había interrumpido. Para entonces habían
despojado al cadáver de la cartera y de las más de cinco
pesetas que tenía en ella. Francisco Muela le dijo a Felipe que
el dinero debería llevárselo él porque seguramente la guardia
civil registraría su casa al día siguiente. Eso sí sonaba creíble.
Que intentara estafar a sus compinches, como algunos
sugirieron, era una posibilidad pero remota. A fin de cuentas
conocían por Josefa dónde vivía este hombre y los primos no
eran personas que no se tomaran la venganza por su mano si
se consideraban estafados. En todo caso, quisiera escapar
Francisco con todo el dinero o no, la suerte se le acabó al día
siguiente en las Rozas.
De Ramón ya le he hablado, pero ahora también
implicaban al Tío Pacitos ¿Había intervenido en el crimen,
siquiera como vigilante? Llamado nuevamente Felipe y
confrontado con lo dicho por su primo, admitió que sí, que
Casimiro, el Tío Pacitos, ejerció labores de vigilancia para
prevenir la intervención de otros. Cuando lo llevamos preso
este hombre mayor se derrumbó y dijo que sí, que lo habían
puesto en la puerta, no recordaba cual, mientras le hacían
algo a don José.
¿Fue Francisco el que dio las puñaladas o fue Felipe?
Durante el juicio el asunto fue indiferente. Un conocido del
pueblo de Francisco aseguró que él no podía ser porque era
muy cobarde. Que le iba el robo, el hurto, pero no el
asesinato, pero a saber lo que hace un hombre cuando se
excita y pierde el control. En todo caso, parece más creíble
que el autor de las puñaladas fuera Felipe.

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Como le digo, durante el juicio todos negaron haber
confesado sino a golpes. A mí me llamaron a declarar en
primer lugar como responsable de la investigación por parte
de la Guardia Civil. Les dije que no, naturalmente, y lo
ratificaron mis subordinados. El médico forense que los había
reconocido confirmó que no tenían señales por entonces de
que la confesión se hubiera obtenido con violencia (bueno,
con más violencia de la necesaria).
Cuando subió al estrado el muchacho Castán, con más
aplomo si cabe que un año antes, con los letrados de la
defensa intentando infructuosamente que perdiera los
papeles, la suerte de los acusados estaba echada. Les cayeron
tres penas de muerte que en Semana Santa del año siguiente,
cuando la Adoración de la Cruz, fue remitida por indulto real
a sendas cadenas perpetuas. A las mujeres se las consideró
cómplices, no solo encubridoras, y les cayeron catorce años
que aún seguirán cumpliendo. En fin, una historia con un
final digno de la justicia, una investigación que, no porque yo
haya sido el responsable de la misma, pero se hizo
correctamente. Y alguna dosis de suerte y descuido de los
delincuentes, eso hay que reconocerlo. Pero ahí estaba la
Guardia Civil para aprovechar la oportunidad de que la
verdad saliera a la luz.
Para terminar, le diré una cosa. Yo no sé qué habrá
sido de aquel muchacho Castán. Sé que en Carabanchel hubo
una colecta entre los vecinos para darle estudios, pero creo
que él se reía de esa posibilidad, aunque no le hizo ascos al
dinero. A saber en qué se lo habrá gastado la familia, pero
aquel chico dio ejemplo de colaboración con la justicia, que
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es lo que deberían hacer los madrileños. Bueno, y si va a
escribir todo esto no se olvide de mi nombre, José Blasco del
Toro, teniente de la Guardia Civil, para servirle.

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