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Índice
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El crimen de la calle Mayor
1899
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¿Ése era su objetivo? ¿Doce duros?
Pues sí, eso quería yo, es lo que nos hacía falta para
salir adelante. Estábamos en una situación muy
comprometida, sin dinero, sin casa, huyendo de nuestros
padres… No podíamos volver, no contábamos con nada.
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¿Qué voy a contarle? Margarida es un pueblo de
Alicante, tendrá unas treinta familias, poco más. Allí nos
conocemos todos.
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Y los padres de Isabel…
***
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¿Por qué se opuso a que mantuvieran relaciones?
De mayor no se corrigió.
***
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De rostro agraciado, del color moreno pálido del arroz que
se cultiva en las riberas del Turia, y de boca pequeña y
dientes blanquísimos, Isabel Lucas, con su ropa limpia, con
su peinado ahuecado y con su aspecto de timidez que tan mal
se aviene con su sangre fría y maldad en el momento del
crimen, más parece sirvienta de modesta casa burguesa que
se prepara a santificar la fiesta del día, acompañando a su
novio a uno de los bailes populares que se improvisan los
domingos en los Cuatro Caminos, que la mujer sujeta a
gravísima responsabilidad por un horrendo crimen.
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¿Y José, te ha escrito desde la cárcel?
¿Y tú le quieres todavía?
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a mi padre en cuanto encontrara un trabajo digno que nos
permitiera casarnos y establecernos en Madrid.
***
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María Pérez González, para servirle.
Es usted joven.
¿Trabajaba mucho?
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Claro, algunas veces tuve que ir hasta el café o donde
estuviera a darle algún recado. Era como un reloj, siempre
hacía lo mismo. Ya sabe usted que era hombre muy conocido
en Madrid, su sobrino es Tomás Herrero, el dueño de ese
gran almacén de papel de la calle Duque de Rivas. Él no
ganaba tanto dinero como el sobrino pero nunca le faltaba, ya
le digo. Además, no pretendía enriquecerse, le gustaba vivir
bien y tranquilo, por eso propuso lo de la casa a doña Teresa.
Pues a lo que iba, cuando terminaba su trabajo de la mañana
almorzaba y marchaba luego al café de Levante, el de la
Puerta del Sol. Allí se reunía con sus amigos de manera que,
a media tarde, se acercaba al Círculo de la Unión Mercantil.
Cuando empezaba a anochecer tenía tertulia en la librería de
la Cuesta, en la calle Carretas, donde volvía a encontrarse con
los amigos del café y con ellos volvía allí para cenar. Con
todo eso y un rato de charla regresaba poco después de las
doce de la noche y se acostaba inmediatamente. A veces veía
su luz un rato porque se quedaba leyendo pero muchas veces,
como aquella noche, no.
¿José la seguía?
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mano, no pudo acabar con la vida de doña Teresa como
planeaba.
***
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No teníamos dinero; queríamos marcharnos a
Alicante, y no había otro camino por dónde tirar...
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Ya era imposible; cuando escuchamos los gritos,
comprendimos que estábamos perdidos y nos metimos en el
cuarto a esperar que nos prendieran. Había salido todo mal.
¿Para qué íbamos a intentar huir?
***
***
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El crimen de Bellas Vistas
1900
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He llevado una larga vida en la judicatura, joven, he
visto muchas cosas, crímenes, parricidios. He tenido que
presidir tribunales donde se acusaba a madres de haber
matado a sus hijos porque las molestaban, por simple maldad.
Sobre todo hombres que acababan con la vida de sus mujeres
por celos, por falta de dinero, por miseria. Eso es, he visto
mucha miseria en aquellos tribunales que he tenido que
presidir. Pero fíjese usted, el caso de Valentín Huertas no se
me olvida, no se me puede olvidar. Uno de esos crímenes
cuyo objetivo, el robo, está claro, en medio de un vecindario
que lo menos que se puede decir es que era muy poco
recomendable. Pero no resolverlo, leer los periódicos que
criticaban la impunidad de determinados casos, saber que
tienen razón y no poder hacer nada… Los jueces no somos la
policía, somos personas bien formadas, competentes, pero
ves que los medios son tan escasos, que el personal que ha de
ayudarte en las investigaciones es tan limitado… Sí, no se
sorprenda, joven, yo también he abogado largo tiempo por la
profesionalización del cuerpo de vigilantes, por la policía,
que esté integrada por personal bien formado en métodos
modernos, no esos paniaguados que son tan frecuentes,
amigos de amigos, hijos de personas encumbradas con una
inteligencia limitada. No crea que porque sea mayor no me
doy cuenta de los fallos que tiene nuestra administración de
justicia, los frecuentes errores en las investigaciones
policiales. Ahora que estoy jubilado, al menos, puedo decir lo
que se me antoje. Muchos compañeros de la judicatura me
darían la razón. Aunque siempre me han dicho que hablo de
más, lo cierto es que están de acuerdo. Estas cosas tienen que
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cambiar para que los asesinos no queden impunes. No es tan
difícil, pero en el caso de Valentín Huertas, que usted me
pide que cuente en detalle…, ahí se cometieron muchos
errores.
Fíjese que el teniente que llevaba las investigaciones
iniciales fue sancionado por negligencia al cabo del tiempo.
No hizo las pesquisas oportunas, creyó que era un caso más
de los bajos fondos y no interrogó casi a nadie, el trapero
aquel se le escurrió entre las manos. Luego dijo que tenía
problemas familiares, que había pedido el relevo pero no se
lo concedieron ¡paparruchas! Si tienes una obligación la
debes cumplir, te cueste lo que te cueste, y si no, te vas del
cuerpo de policía. Ya ve, muchos de los crímenes que quedan
impunes en Madrid se deben sobre todo a la ignorancia, la
dejadez o la negligencia de los responsables policiales en los
primeros días tras el hecho. Son los días fundamentales, todos
los recuerdos están vivos, los periódicos airean la noticia, hay
inquietud en el barrio, se deslizan comentarios que hay que
recoger, rumores que se deben investigar, preguntas que
hacer y apretar las tuercas a los que quieren escabullirse.
Luego, seis años después de lo sucedido, ¿qué
podíamos hacer? Todos los sospechosos habían borrado su
rastro, las circunstancias de cada uno solo podían estar
confusas, la culpabilidad muy difícil de demostrar. Sí, creo
que tuve entre mis manos a los culpables del asesinato pero
no pude probarlo, había pasado demasiado tiempo, como le
digo, todo se hizo cuesta arriba en la instrucción del sumario.
Ya ve, reabrir el sumario por segunda vez en seis años y aún
habría una tercera seis años después. Realmente, el crimen
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del hombre degollado, como empezaron a llamarlo, o el de
Bellas Vistas, como finalmente lo denominaron en los
periódicos, se arrastró mucho tiempo. Aún mucha gente lo
recuerda en Madrid, puede usted preguntar a otros, se hizo
famoso aunque nadie sabe realmente por qué, quizá porque
simplemente nunca llegó a condenarse a nadie, porque los
culpables escaparon de la acción de la justicia.
El primer aspecto que destacaba fue la personalidad
de la víctima, don Valentín Huertas Gómez. Era un hombre
corpulento, algo irascible, bastante mayor puesto que contaba
69 años pero no era un anciano débil sino todo lo contrario,
según declararon los que lo conocieron. Cuando estuve
examinando las declaraciones iniciales de los vecinos hubo
varias cosas que me llamaron la atención, diversas
contradicciones con la idea que expresaban unos y otros. La
imagen que yo tenía de este hombre se llenó de claroscuros.
Ya sabe que los periódicos exageran muchas veces, también
se copian unos a otros de manera que todos los reporteros
terminan diciendo lo mismo. Lo que resulta bien puede ser
una caricatura, un dibujo incompleto en el que persisten unos
y otros hasta que los lectores se convencen de que la realidad
es así.
Don Valentín era un hombre grande, fibroso, fuerte,
también bastante difícil de tratar. Nació en Badajoz en 1831
aunque eso es lo de menos. Supimos que había ostentado
cargos de responsabilidad en la Administración de Correos de
la isla de Cuba durante muchos años, en un tiempo en que,
aunque difícil por el clima y las enfermedades, no existía el
movimiento de resistencia que hubo luego. Se hacía allí
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mucho dinero si se sabían hacer las cosas, si uno estaba al
lado de los productores de caña, si cerraba los ojos a
determinadas prácticas. Había negocios, muchos de los cuales
dependían de un buen servicio de Correos entre la madre
Patria y la isla.
Don Valentín hizo dinero, creo que mucho dinero.
Cuando le preguntaban por qué esa hosquedad hacia el
mundo que le rodeaba, él comentaba de uno que afirmaba ser
amigo suyo y que le había estafado en un mal negocio 70.000
duros. Fíjese ese dinero, una enormidad. No llegamos a saber
si es que le había engañado, si fue una estafa o bien lo metió
en un negocio dudoso que se fue al traste. Creo más probable
esto último porque, de haber sido una estafa y tal como era su
carácter, no creo que se hubiera quedado con los brazos
cruzados lamentando las pérdidas.
Nadie ponía en duda que era un avaro. Algún vecino
afirmaba que por las noches se le escuchaba en aquella casa
de la calle Castillejos donde vivía solo, haciendo un ruido
metálico. Decían que contaba sus monedas una y otra vez. No
es descartable pero tampoco es probable, habida cuenta que,
como luego se comprobó, la mayoría de sus ahorros los tenía
en billetes, ingresados en el Banco de España, en pagarés…
En otras palabras, las monedas no eran su preferencia. Pero
sobre este detalle, que pudo ser ficticio, los periódicos de
aquel mes de abril de 1900 se lanzaron como buitres para
airearlo una y otra vez. Pasó igual con las gallinas que tenía
el pobre hombre, esos animales a los que dedicaba tanta
atención y que, en principio, fueron señal de su muerte. Se
encontraron en su casa hasta cinco docenas de huevos
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almacenadas. Eso no tiene nada de particular. Lo curioso es
que anotaba en cada uno la fecha de puesta. Un detalle así
animaba en los periódicos para hablar de las rarezas de don
Valentín.
Su carácter avaricioso y excéntrico no lo niego, pero
tampoco me gusta que los reporteros exageren las cosas y
tracen al final, como le digo, una caricatura. Luego le iré
comentando algunas contradicciones en ese sentido y trataré
de explicarle mi versión de los hechos.
Por ejemplo, es cierto lo de la caja de cinc que solía
llevar debajo del brazo. Fue algo sorprendente que los
asesinos la dejaran atrás, que se encontrara simplemente
debajo de su cama. Mucha prisa debían de tener para no
buscarla hasta dar con ella. No eran poca cosa las 31.500
pesetas en billetes que se encontraron dentro. Para los
criminales hubiera sido una fortuna y no se dieron cuenta de
que estaba delante de sus narices. Es extraño, porque esa caja
era famosa de algún modo, estaba asociada a su dueño, que la
paseaba por todos lados por su abierta desconfianza a dejarla
en casa cuando salía. De hecho, uno de los sospechosos,
Ramón Bajacid, conocía perfectamente la costumbre de don
Valentín de llevar su dinero a todas partes en aquella caja de
cinc.
Eso es señal de temor al robo, algo que comentaba en
algunas ocasiones. Se sabía en poder de una importante
cantidad de dinero, una verdadera tentación en aquel barrio al
que por su mala cabeza fue a vivir, nadie sabe por qué. Pero
que era avaro y miserable queda fuera de toda duda. Vestía
como un pordiosero cuando estaba por allí. Se hablaba de que
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lo habían visto por su patio, con las gallinas, desnudo y
cubriéndose con una simple estera, pero ése es un detalle
menor, cada uno en su casa va como quiere. Otra cosa es lo
que se ponía para pasear por Bellas Vistas, cuando saludaba a
algunos vecinos (a otros no) y mostraba su malhumor si lo
detenían o lo interrumpían en sus paseos. Entonces sí iba con
harapos, según afirmaron todos. ¿Por qué vestía tan mal? Uno
puede pensar que trataba de simular su regular fortuna
imitando la forma de vestir de los habitantes del barrio, pero
no es así, porque ni estos se visten tan mal como al parecer lo
hacía él, ni trataba de ocultar su fortuna. Me refirieron la
anécdota de un conocido, que se lo encontró en una taberna
de Tetuán y le preguntó por qué se vestía tan mal. Don
Valentín lo miró iracundo y sacando una cartera que tenía en
un bolsillo le mostró un imponente fajo de billetes diciendo
que a él no le faltaba el dinero para vestir como quisiera, que
allí llevaba más de cincuenta mil pesetas.
Recuerdo haber leído por aquellos días en un
periódico anarquista (ya ve, yo leo de todo), un editorial
ofensivo y de mal gusto, pero que no estaba exento de razón.
Afirmaba (le hablo de memoria) que bien merecido lo tenía
don Valentín porque iba provocando a los pobres de vida
miserable que lo rodeaban en un barrio de mala fama como
Bellas Vistas, al lado de los campos de las dehesas de la villa,
mostrando a todo el mundo su dinero. Al menos, repudiaban
su muerte pero no dejaban de aplaudir el robo que se había
cometido en sus bienes lamentando que no hubiera sido
mayor. Como ve, un mal gusto execrable, pero algo de razón
hay en el tema: ¿por qué fue a vivir a zona tan llena de
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miseria y necesidad? Sus vecinos eran traperos, carreteros,
gente de mal vivir. ¿Se les podía mostrar impunemente esas
señales de riqueza, se podía exhibir el dinero como don
Valentín lo hacía, paseando la caja de cinc, mostrando la
billetera? Luego él, que era hombre rudo y tenaz, al decir de
todos, parecía desafiante, decía que tenía armas de fuego en
casa por si alguien le intentaba robar, pero ya ve usted para lo
que le sirvieron, para nada. Si precisamente su mayor temor,
tal como afirmaba, era que le robaran ¿por qué se fue a vivir
allí? Pues la respuesta puede ser tan simple como que,
después de perder setenta mil duros en aquel mal negocio,
creciera su temor con la jubilación a quedarse sin dinero. Por
eso empezó a ahorrarlo tenazmente, apilarlo, ver cómo crecía.
El motivo de vivir allí podría ser lo económico que resultaba:
tres duros al mes pagaba a la dueña de la manzana, doña
Mercedes Tornero, viuda de un magistrado, sorda la pobre.
Tres duros cuando recibía de pensión veintinueve. Aún así,
dejó de pagar el alquiler durante varios meses, que es algo
que no puede comprender nadie en sus circunstancias, y
cuando supo que doña Mercedes se había dirigido al
procurador para ponerle un pleito le pagó de golpe todos los
meses atrasados obligándola a abonar las costas del
procedimiento comenzado. Eso es avaricia, creo que fue a
vivir a aquel sitio por avaricia, para pagar lo menos posible y
aún le dolía desprenderse de esa cantidad.
Con esa fama de avaro bien merecida, todo se
exageró, los vecinos lo hacían y los reporteros añadían su
granito de arena. Si lee los periódicos de aquel tiempo
comprobará que el cuadro que trazaban era espantoso. Le
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hacían dormir en el suelo teniendo una hermosa cama ¿de
quién procedía una información tan íntima? Por el hecho de
que en su propia casa fuera alguna vez casi sin ropa ya le
hicieron pasar por una fiera que se revolcaba desnudo en la
basura. Decían que en la Nochebuena del último año se había
acercado por allí una sobrina de don Valentín que, al no
encontrarlo en casa, le dejó las señas a doña Mercedes. La
pobre anciana las perdió, pero no hubo más que esperar unos
días para que, a medida que la noticia de la muerte salía en
todos los periódicos, apareciese en el Juzgado esa sobrina
llamada Valentina para hacerse cargo de la herencia, como se
puede imaginar. Pero es que luego resultó que esta muchacha
era hija de uno de los cuatro primos carnales que tenía don
Valentín en Madrid.
Entonces se empezaron a conocer algunas de sus
costumbres, que nadie había señalado hasta entonces. Los
vecinos habían comentado que, en determinadas ocasiones,
este hombre se vestía con mucho cuidado y marchaba a no se
sabía dónde en la capital, volviendo al anochecer del mismo
día. Entonces no iba desnudo ni llevaba la caja de cinc ni
nada. ¿Dónde iba? Pues a visitar a la familia, apareciendo
siempre a la hora de comer y pasando la primera hora de la
tarde enterándose de las circunstancias de cada uno. Imagino
que estos familiares se habrían acostumbrado a las rarezas de
aquel primo que había sido tan importante en Cuba, que tenía
mucho dinero presumiblemente, y había decidido vivir en un
lugar infecto al que no querían acercarse de ninguna manera.
Tan sólo la hija de uno de sus primos, quizá llevada por su
buen corazón, se desplazó hasta Bellas Vistas para comprobar
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dónde vivía su tío y asegurarse de que les avisaran si le
pasaba algo, enfermaba o tenía alguna necesidad. Pero el caso
es que, con toda su avaricia y sus rarezas y manías, don
Valentín era un hombre con familia que con los años, tal vez
con la soledad derivada de no haber fundado su propio hogar
con mujer e hijos, había extremado algunas de esas
excentricidades. De todos modos, es indudable que, viviendo
donde lo hacía, haciendo ostentación del dinero del que era
propietario, arrastrando fama de adinerado entre gente con
tantas necesidades, estaba exponiendo su patrimonio y hasta
su vida, como luego se comprobó.
***
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La casa del crimen es una entre las cuatro en que se
dividía la manzana 3 de la calle Castillejos, todas ellas
propiedad de doña Mercedes Tornero. Están separadas entre
sí por muros de unos dos metros y medio, de forma que el
conjunto de las cuatro se rodea con muros exteriores que ya
alcanzan los tres metros. Una de las viviendas estaba
deshabitada por aquellas fechas, en otra tenía su almacén de
trapos y hierros viejos Mariano Plaza. Fue la mujer de éste,
Josefa López, la que, con ayuda de su marido, se aupó a una
escalera en el muro divisorio de las viviendas y atisbó el patio
del que habían escapado las gallinas. Allí observó, según
manifestó en el sumario que obró luego en mi poder, que
cerca de la puerta de la cocina había una gran mancha de
sangre. Incluso creyó ver un cuerpo, o lo que parecía serlo, en
el mismo lugar.
La noticia se extendió como la pólvora por el barrio,
como es natural, y alguien fue a tropezarse con un guardia
civil que hacía una ronda por las cercanías, contándole lo que
sucedía. Entró en acción el Juzgado, que mandó abrir la
puerta, algo que no pudo hacerse de inmediato porque el
finado la había asegurado, al parecer, con un clavo por
dentro. De manera que el agente Zancalloa se descolgó desde
la vivienda del trapero hasta el patio y, atravesando la casa,
eludiendo el cadáver de don Valentín, consiguió abrir la
puerta desde dentro.
El cadáver del inquilino de la casa, don Valentín
Huertas, se hallaba en la cocina, medio desnudo y con una
profunda herida en el cuello. También se vio, después de
reconocido el cadáver, que tenía otra herida en un costado,
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producida, como la del cuello, por arma blanca. Además,
otras heridas claramente defensivas en las manos señalaban
que había habido algún tipo de lucha, algo esperable en un
sujeto corpulento y pronto a la acción como era el muerto. En
total, como luego se supo tras la autopsia, había once heridas,
no todas hechas con arma blanca, sino también golpes,
tumefacciones… en suma, todo confirmaba que el ladrón o
ladrones le habían infligido una grave herida (quizá la del
cuello, mortal en unos minutos) pero que don Valentín
repelió el ataque y trató de enfrentarse a sus asesinos
mientras tuvo fuerzas. Por cierto, el arma nunca se encontró.
No se llegó siquiera a determinar de qué tipo sería.
Los muebles estaban en completo desorden.
Desparramados por el suelo había una porción de estuches sin
las alhajas. Es casi lo primero que señalaron los informes
policiales, aunque luego se supo que lo que contenían esos
estuches (dos relojes lujosos y un alfiler de corbata de la
misma calidad) estaban empeñados en el Monte de Piedad.
Así que, en realidad, los ladrones revolvieron los estuches y
los tiraron al encontrarlos vacíos.
En las paredes y tejado de la tapia que rodeaba el
corral se encontraron señales evidentes de que por allí habían
huido los ladrones: desconchones, un azulejo quebrado. Al
pie de la tapia izquierda había, vuelto hacia abajo, un lebrillo,
que debió de servir a los criminales para facilitar la huida.
Se observaba además que el reguero de sangre
descubierto a la salida del corral había sido pisado con
intención de borrarlo, algo que revelaba prisas, torpeza. Gotas
de sangre salpicaban el marco de la puerta. Sobre el sofá,
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esparcida y en desorden, toda la ropa del inquilino. El
cadáver se hallaba vestido con unos pantalones viejos (rotos
por el trasero) y una americana de lanilla muy usada,
descolorida y mugrienta.
Tras reconocer el cadáver y tomar nota de lo que
podía observarse, se registró con cierta escrupulosidad los
muebles y efectos de valor, sobre todo. Los baúles y armarios
se encontraban abiertos pero ninguno de ellos presentaba
señales de fractura. Incluso en una maleta encontraron, casi a
la vista, ocho cucharas de plata y otras de metal blanco que
los ladrones se habían dejado, probablemente porque solo les
interesaba el dinero contante y sonante. El descubrimiento
más sorprendente, sin embargo, fue el de la famosa caja de
cinc en la que el finado decía tener sus ahorros. Se encontró
intacta debajo de su cama, con todo su contenido: 31.000
pesetas en billetes de banco, dos de mil y el resto de
quinientas. Además, un talonario de banco donde aparecían
ingresos de cinco mil pesetas. Todo eso se libró de los
ladrones, que debieron centrarse en otras cantidades
repartidas por la casa. Uno de los problemas irresueltos fue el
valorar cuánto se habían llevado, teniendo en cuenta que
nadie conocía realmente las cantidades que guardaba. En la
vecindad se hablaba de que su fortuna estaba en torno a los
trescientos mil duros, pero eso quizá fuera una exageración.
En todo caso, no se hallaron más trazas de dinero depositadas
en bancos ni con pagarés del Tesoro ni nada parecido. Es
posible que los ladrones se llevaran buenos fajos de billetes,
despreciaran las cucharas de plata y no buscaran la caja de
cinc que todo el mundo había visto en manos de don
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Valentín. Es posible que tuvieran prisa y, con la agitación del
asesinato, cogieran alguna cantidad pequeña y huyeran
cuanto antes. Es imposible saber qué sucedió realmente.
Ignoramos si tenía guardadas otras cantidades en escondrijos
aunque, si fuera así ¿los ladrones iban a encontrarlos y no
mirar debajo de la cama? Resulta todo extraño y difícil de
precisar, con más preguntas que respuestas. Tenga en cuenta
que, en la investigación que llevé a cabo seis años después,
uno de los aspectos fundamentales para sospechar de los
individuos que acusé, era su súbito enriquecimiento tras el
crimen.
Sea como sea, la investigación estaba en marcha. Por
el desorden de la casa (que nunca se supo si era lo habitual),
por las maletas y baúles abiertos que se encontraron, por la
fama del fallecido, todo indicaba que era un robo que había
terminado en un asesinato. Los vecinos afirmaron que el año
anterior un hombre había intentado de noche escalar la tapia
de acceso a las viviendas. El mismo trapero Mariano Plaza se
dio cuenta de ello y disparó al aire una escopeta haciendo
huir al que pretendía entrar donde don Valentín. Es de
suponer que al pobre trapero poco le podían robar.
Luego alguien mencionó al perro del finado. Al
parecer, la semana anterior a su muerte, don Valentín
comprobó que su perro babeaba mucho y daba señales de
posible hidrofobia. Lamentándolo mucho, porque le tenía
mucho aprecio (a fin de cuentas, era probablemente su más
fiel compañero), se lo llevó a un descampado y le pegó un
tiro. Tras su asesinato alguien sugirió que el perro podía no
tener la rabia sino haber sido envenenado a fin de que no
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fuera un obstáculo en el robo posterior. Ese hecho era
importante para determinar si se había planeado con tanta
antelación. Tenga en cuenta que fue ese perro precisamente el
que, un año antes, alertó con sus ladridos al trapero sobre la
presencia de un intruso en las tapias. ¿Podía haber sido aquel
un primer intento de robo que salió mal y ahora se preparó el
segundo por el mismo individuo eliminando al perro? Fue
una hipótesis que se barajó durante bastante tiempo,
distrayendo de las sospechas iniciales sobre otros posibles
implicados. Finalmente, se desenterró al perro que
permaneció hasta tres días sobre una tapia antes de que lo
recogieran del Laboratorio forense. Otra señal de esa
negligencia con la que se actuó durante aquella primera
instrucción, no tanto por el juez, el Sr. Méndez, del distrito
Universidad, como por la policía encargada del caso. En fin,
el perro se llevó, como le digo, al laboratorio. Se le extrajo
líquido medular, se le inyectó a conejos, como es el
procedimiento habitual, y a los pocos días empezaron a dar
síntomas de hidrofobia. La pista del perro no llevaba a
ninguna parte, no había sido envenenado.
Cuando se confirmó este hecho, que por otra parte era
secundario en la investigación (o debería haberlo sido), el
Juzgado no sabía qué hacer. Como es usual, cualquier testigo
resultaba detenido por unos días para que se “ablandara” y
pudiera contar al juez algún detalle revelador. Así se hizo,
por ejemplo, con Rafael Bajacid, un valenciano de Alfafar, de
31 años, que trabajaba en una carpintería cercana. Se daba el
caso de que este hombre era uno de los pocos que, no se sabe
por qué motivos, había tenido la confianza de don Valentín.
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Lo visitaba de vez en cuando y hasta llegó a alojarse en su
casa por unos días cuando lo despidieron de su trabajo.
Personaje tan interesante, que debía haber sido testigo del
trasiego de dinero en la vivienda, del nivel de vida de la
víctima, simplemente afirmó su inocencia y que hacía quince
días que no lo veía, desde que había entrado a trabajar en otro
lado. No se comprobó nada, no se averiguó nada más en ese
momento, cometiéndose un error importante. Este Bajacid,
que sería sospechoso un año después justificando reabrir el
sumario, apenas estuvo retenido y se le puso en libertad casi
de inmediato. Ni siquiera se comprobaron sus amplios
antecedentes como delincuente habitual, algo que sí salió a
relucir tiempo después, como le digo.
Cuando Bajacid proclamaba su inocencia, se
dispararon otros rumores por un comentario venido del
mismo barrio. Una semana antes, aproximadamente cuando
la muerte del perro (y entonces su posible envenenamiento
estaba en el candelero), algunos vecinos dijeron haber visto a
dos hombres que parecían apostados cerca de la casa de don
Valentín y que lo observaron cuando salió a pasear. ¿Lo
estaban vigilando para saber sus costumbres? Pero si fuera
así, pienso yo, habrían aprovechado para entrar en su casa
cuando él no estuviera y cometer un robo más sencillo, sin
sangre por medio. ¿Por qué esperar a una tarde o noche en
que el propietario estuviera presente, alguien a quien habría
que eliminar? Se dijo que tal vez los ladrones entraron
escalando las tapias aquella tarde y fueron sorprendidos por
el anciano al volver de la calle. Parece mentira que esa
posibilidad se tuviera realmente en cuenta por lo disparatada
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que resulta: Don Valentín ¿estaba ausente de su domicilio
mientras ellos robaban? ¿y cómo se explicaría entonces que
apareciera vestido con un simple pantalón roto, sin camisa ni
ninguna otra prenda viniendo de la calle? Era descuidado en
el vestir pero no llegaba a tanto. De modo que no, los
ladrones llegaron cuando estaba en casa.
El primer juez se inclinó porque los hechos tuvieran
lugar por la noche, pero yo me inclino porque sucediera por
la tarde. Tenga en cuenta que no se encontró cerilla alguna,
una palmatoria que hubiera estado encendida. Además, si
hubiera tenido lugar por la noche, las gallinas hubieran
permanecido encerradas en el corral y no se pasearían por el
lugar durante tantos días, tal como hacían por las tardes hasta
que las encerraba en el patio. Porque no le dio tiempo a
hacerlo, eso creo que señala la hora de la muerte, por la tarde,
bastante antes de dormir y recoger a sus animales.
Los editoriales empezaban a comentar sobre un nuevo
crimen que quedaba impune en Madrid, como algunos otros
tan conocidos. Espere, tengo un recorte de prensa que guardé
sobre el particular. Es de dos años después. Para entonces el
Juzgado había dado por terminado el sumario (¡tan solo un
mes después del crimen!) y la Audiencia decretó el
sobreseimiento provisional del caso (¡menos de tres meses
después del mismo!). A ver, joven, lea este editorial y podrá
comprobar el ambiente que se respiraba entre los ciudadanos
de Madrid. Es de la Correspondencia de España, déjeme ver,
sí, del nueve de julio de 1902:
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“En poco más de dos años han quedado en la
impunidad varios crímenes, siendo de ellos cinco
los más notables.
D. Valentín Huertas, que habitaba en un hotel del
barrio de Bellas Vistas, aparece asesinado en su
propio domicilio, resultando infructuosas todas
las pesquisas hechas para buscar al autor o
autores del hecho punible.
La infeliz Julia Echevarría es víctima del furor de
un hombre desconocido, que la degolló en un
cuarto bajo de la calle de Santa Brígida, donde la
desgraciada habitaba. Sábense las señas del
asesino, se le busca por todas partes durante unos
días y después se confía su captura a la
casualidad.
El desgraciado cura Mellas paga con la vida sus
excentricidades de enfermo, y queda el criminal
envuelto en las sombras, sin que a descubrirle
basten las diligentes pesquisas del digno juez
instructor, que llegó hasta convertirse en policía
para buscar al asesino.
Un gitano apodado el Chorolito da muerte a un
zapatero. Huye el criminal a la vista de las gentes
y logra burlar la acción de la justicia internándose
en lo que se llama la «manigua».
La célebre Cecilia trae locos a jueces y policías.
Cada inspector y cada agente tiene una pista para
dar con la criminal; por todas partes aparecen
mujeres rubias, altas y desgarbadas; pero no se
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saben los pasos que dio durante el día del crimen
la autora de la muerte de don Manuel Pastor.
Todos estos hechos demuestran la mala
organización de nuestra policía, la falta de una
dirección fija e inteligente que no deje la
persecución de los criminales a las propias
iniciativas de delegados e inspectores, sino que
obedezca a un plan meditado por persona de
reconocida suficiencia.
Mientras así no se haga, en tanto reine el
desbarajuste en estos asuntos y se deje que cada
cual campe por sus respetos en la persecución de
los asesinos, estos se aprovecharán de tal
confusión”.
***
60
Ya había pasado algo más de un año del crimen
cuando el sumario volvió a abrirse, aún en manos del juez Sr.
Méndez. Fue por obra y gracia de dos agentes de policía que
se interesaron por una confidencia que uno de ellos obtuvo en
la prisión de Chinchilla. Allí un preso llamado Felipe Méndez
le dijo a Ángel Santos, un policía del distrito de Palacio, o se
lo dijo a un oficial de prisiones que se lo dijo a Santos, creo
que fue esto último, que sabía quién había matado al Sr.
Valentín. Santos se interesó inmediatamente por un caso que
todavía estaba caliente y muy cercano en la memoria de
Madrid. Como no recibió ayuda alguna de las autoridades se
alió con otro agente amigo suyo, un tal Francisco Visedo, y
se fueron ambos a la prisión de Chinchilla para entrevistarse
con aquel confidente. Por supuesto, el viaje hasta allí se lo
tuvieron que pagar de su propio bolsillo. Ya le digo que no
pocos casos se han cerrado por el celo de algunos policías
antes que por el interés de las autoridades policiales.
Llegados allí el tal Felipe Méndez se ratificó en la
denuncia. Afirmó que el asesino era aquel carpintero llamado
Ramón Bajacid que le he mencionado anteriormente. En vez
del trabajador que pasaba el día en el taller, el amigo de don
Valentín, que lo había alojado en su casa en tiempos de
tribulación, la imagen con la que se había conformado la
policía anteriormente, resultó que era una buena pieza que
había pasado un tiempo tras las rejas.
Méndez y él coincidieron en el penal de Ocaña en
1899, ambos por delitos menores, lesiones en el caso del
primero y robo en el segundo. Además, Bajacid, que algo
sabía de carpintería, entró en la sección correspondiente de la
61
cárcel que dirigía el propio Méndez. Allí trabaron amistad.
Cuando ambos estaban cercanos a cumplir sus condenas,
antes Méndez que Bardají, este último le habló de un golpe
que podían dar juntos cuando salieran. Explicó que en Bellas
Vistas vivía un hombre que él conocía bien porque había
estado en su casa, que tenía una fortuna que podrían
arrebatársela entre los dos. Era necesaria la alianza entre
ambos porque la víctima era un hombre mayor pero fuerte y
de mucho nervio, que uno solo podría no dominarlo. Le
habló, por supuesto, de la famosa caja de cinc que guardaba
miles de pesetas.
Felipe Méndez continuó afirmando que él había
escuchado la propuesta sin decir que sí ni que no. En todo
caso, pudo salir de la cárcel y volver a su domicilio en la
calle Zurita, con la “mala suerte” de ingresar en el penal de
Chinchilla poco después por un “negocio desgraciado”. Fue
como lo describió. En realidad, resultó un intento de robo en
Getafe que salió mal y, con sus antecedentes, le habían caído
cuatro años de condena. Eso sucedía a principios de 1900.
A los pocos días de su ingreso en prisión se presentó
en la calle Zurita Ramón Bajacid, que al fin estaba libre.
Preguntó por él y cuando su madre le dijo que su hijo estaba
en Chinchilla se lo llevaron los demonios. Le dijo a la señora
que tenía una propuesta de trabajo para su hijo pero que éste
era un informal y sujeto poco de fiar. Que si hubiera que
esperar pocos meses él esperaría pero que, con esa condena,
el trabajo ya lo haría él. No dio más detalles y se fue. Tres
meses después alguien saltó la tapia de la casa de don
Valentín, le dio muerte y robó una cantidad desconocida.
62
El Juez Sr. Méndez volvió a traer a Bajacid para que
declarase. Por supuesto, negó toda esa propuesta aunque
afirmó conocer a Méndez del taller en Ocaña. Se convocó a
Méndez, que para entonces había sido trasladado a la Cárcel
Modelo de la capital. Hubo un careo. Este último se ratificó
en su denuncia, Bajacid se indignó negando todo lo que el
otro decía. Aquello debió de ser un diálogo de sordos, cada
uno recitando su papel perfectamente. Eran hombres
bragados en la cárcel y la delincuencia, sabían lo que se
jugaban como incurriesen en debilidad o se mostrasen
atribulados. De modo que debió de haber un conato de
enfrentamiento físico entre ellos que el juez cortó por lo seco
mandándolos separar.
No había más testigos de aquella conversación en la
cárcel de Ocaña. Además, ¿qué motivación podía tener
Méndez para revelarlo a aquellas alturas? El juez sospechó,
con fundamento, que su pretensión era que le enviaran a
Madrid más cerca de su familia, obtener ventajas de las
autoridades de prisión a base de soltar infundios. No sería el
primer caso en que sucedía algo así. Recuerdo algunos casos
de pequeños delincuentes de provincias que, al ser detenidos
por otros delitos, afirmaban haber matado en Madrid a éste o
la otra. Cuando eran trasladados a mi Juzgado decían,
sonriendo hasta con candidez, que ellos no tenían nada que
ver con aquello pero que querían conocer la capital, que
nunca tuvieron las pesetas necesarias para un viaje así y
ahora aprovechaban la oportunidad.
De modo que aquello se resolvió en nada. Búsqueda
de ventajas en presidio, tal vez alguna riña entre ellos mal
63
resuelta que desembocaba en esa denuncia. El juez no tuvo
más remedio, poco después, que cerrar el caso.
Pues bien, en 1905 hubo una reestructuración judicial
en los distritos de Madrid y el caso de don Valentín llegó a
mi Juzgado como uno de esos crímenes antiguos que entran a
formar parte del mito. Por entonces yo era más joven de lo
que me ve ahora, como comprenderá, y deseaba hacer los
mayores méritos posibles ante las autoridades judiciales. Me
tomé el asunto a pecho y estudié el sumario con detalle pero,
indudablemente, si no había algún dato más me era imposible
reabrirlo, de manera que, habiendo observado tantas
deficiencias en la investigación del crimen, me encontraba
atado de pies y manos. Me vi obligado a guardarlo en la caja
donde estaba y confiar que en el futuro apareciese alguna
novedad.
Un año después la hubo, la novedad quiero decir.
Vino en forma de una carta. En ella se relataba con pelos y
señales quiénes habían cometido el crimen, cómo se había
llevado a cabo. Todo encajaba, todo era coherente con datos
que la policía había encontrado en la escena del crimen.
Tuve esa carta entre las manos, estaba garabateada de
cualquier forma pero resultaba legible. La había escrito
alguien con pocas letras pero los nombres aparecían con toda
claridad. Ya tenía la nueva prueba que me permitiría reabrir
el caso, buscar a los culpables. Tenía sus nombres, las
circunstancias del crimen. Ahora solo tenía que enfrentarme a
ellos y sacarles la verdad seis años después de lo sucedido,
cuando todas las pistas se habían enfriado hacía mucho,
cuando los criminales tuvieron tiempo de sobra para borrar
64
sus rastros y preparar todo tipo de coartadas que los
exculparan. Sabía que lo tendría muy difícil pero era mi deber
intentarlo, saber finalmente qué había sucedido aquella tarde
de abril de 1900.
***
65
abriéndose la puerta de repente, apareció aquél en
el dintel.
Lanzó un grito al ver gente que no esperaba, y
entonces mi hermano Mateo se lanzó sobre la
víctima, y con un arma blanca le descargó un
tremendo tajo en el cuello y lo derribó en tierra.
Los demás acudieron entonces, y después de
rematarlo, lo arrastraron dentro de la habitación.
Registraron la casa, y apoderándose de una caja
que contenía dinero y alhajas, huyeron por la
misma puerta por donde entraron”.
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74
El crimen de los Arropieros
1901
75
76
¿Dice que está interesado en el caso de Valentín
Huertas? Aquel extraño anciano cuyo crimen nunca se
resolvió. Bueno, yo de aquello no le puedo informar de
primera mano, incluso usted que ha estudiado el sumario y ha
hablado con el juez encargado sabrá más que yo. Solo supe lo
que se decía en el cuerpo y lo que leí en los periódicos.
Ciertamente, el caso que me correspondió en agosto de 1901
tiene algunos parecidos, pero también muchas diferencias. La
personalidad de la víctima, por ejemplo. Es cierto que
también tenía fama en Carabanchel Bajo de ser adinerado, no
en vano había sido un hombre importante, pero no era nada
extraño en su comportamiento. Los reporteros, que a veces
son algo infames (y perdone, no me refiero a usted
personalmente), le quisieron tachar de excéntrico porque
quiso aprender a tocar la flauta y luego la guitarra cuando ya
tenía una cierta edad. Le diré que al principio los vecinos se
quejaron por sus prácticas musicales, pero luego terminaron
por reconocer que había alcanzado una maestría sorprendente
en alguien tan mayor y al que nadie enseñó a tocar. ¿Eso es
una costumbre rara? A mí me parece admirable el esfuerzo de
don José Vicente ¿qué quiere que le diga?
Es verdad que vivía separado de su mujer, como don
Valentín Huertas, que vivía solo, pero ni iba desnudo por la
casa, ni se paseaba con una caja llena de dinero. Era un
honrado industrial muy apreciado por sus vecinos (no por
todos, una desgracia). Sepa usted que, retirado de la política
como estaba desde hacía muchos años, en su barrio lo
nombraron juez municipal por su experiencia, sus méritos y
porque era un hombre sensato, equilibrado. Luego él
77
renunció al cabo del tiempo, pero ahí queda el hecho como
testimonio de que los vecinos confiaban en él.
Empecemos la historia desde el principio. José
Vicente Augustí Latorre era un hombre de bastante edad por
entonces pero aún en posesión de sus capacidades, era fuerte,
no tenía enfermedades, llevaba su negocio con energía y
seriedad. Fue siempre de ideas avanzadas, republicano, no le
digo más, alcalde de Játiva durante no pocos años cuando era
joven. Con la Revolución, cuando ganaron los suyos y se
proclamó la República (la Gloriosa la llamaron y que acabó
consumiéndose en pocos años), ascendió como la espuma.
Fue diputado provincial por Valencia y, al poco tiempo,
elegido para presidir esta institución. Después gobernador
civil de Murcia, cuando las cantonales, para terminar de
diputado a Cortes, naturalmente por el partido republicano.
Toda una carrera política, como ve, que se fue truncando
cuando llegó la Restauración borbónica y los suyos
terminaron arrinconados en el Parlamento.
De forma algo abrupta, el Sr. José Vicente se vio
apartado, ya sabe que en un partido, cuando las cosas se van
torciendo, hay luchas internas por el poder. No sé bien lo que
pasó, pero quiso alejarse de una actividad que ya no le ofrecía
un futuro y donde su presencia era meramente ornamental.
En el 88 se retiró a la vida privada y eligió Madrid para
residir, después de haber conocido la ciudad cuando era
diputado. De todos modos, quiso escapar del bullicio
ciudadano y eligió el pueblo de Carabanchel Bajo para
residir. Aconsejado por familiares se dedicó al negocio de
granos, luego montó una tienda de comestibles que en 1891
78
traspasó para abrir ese negocio de venta de embutidos que
diez años después, en el momento del crimen, le iba bien.
La casa donde vivía, en la calle Empedrada, era
amplia, con un patio de buen tamaño donde se levantaba un
cobertizo para desalar los cerdos que criaba cerca. Ese
cobertizo será importante en esta historia. El caso es que todo
le iba rodado, el negocio prosperaba, él entendía de lo que
hacía y era un trabajador nato. No vivía de las rentas
precisamente, como le pasaba a don Valentín Huertas, sino de
su negocio, que llevaba con mano firme. También es cierto
que no era tan mayor como la víctima de Bellas Vistas. De
cualquier modo, sin hacer ostentación, se sabía en el pueblo
que don José Vicente era un hombre acaudalado, que
guardaba su dinero en la casa y sabía administrarlo.
Vivía con frugalidad, sin excesos, según parece. Tenía
para cuidar de la casa a una mujer pobre, algo mayor, que se
llamaba Ceferina Fernández, una viuda que procedía de
Alcázar de San Juan (Ciudad Real). Fíjese en este dato, que
fue muy importante en todo aquel asunto. Pues bien, esa
mujer iba dos veces al día hasta la casa, a las siete de la
mañana, para prepararle las comidas del día y sobre las siete
de la tarde, para limpiar y adecentar aquello.
El 25 de agosto de 1901 era sábado. Como luego se
supo, poco antes de las dos de la tarde, el cartero Alejo
Cedrón llegó hasta la casa y encontró abierta la puerta, como
es habitual en un pueblo donde hay confianza entre vecinos.
Llamó al propietario pero, al no recibir respuesta, pensó que
habría salido y dejó la correspondencia encima de un velador
79
cercano a la puerta, sin fijarse en nada más. Pero su
intervención fue importante, como luego le contaré.
Pasaron las horas y llegó Ceferina para limpiar. Al
entrar ya notó que algunos cajones estaban revueltos, con su
contenido en algún caso arrojado al suelo. Se asustó. Vio que
la puerta de acceso al corral estaba cerrada, cosa que nunca
había sucedido. Llamó a don José y nadie respondió, pero su
bastón y sombrero permanecían colgados junto a la puerta.
Como tonta no era supo que algo malo había pasado, así que
salió de nuevo a la calle y comentó con algunas vecinas las
novedades. Luego se acercó a la comandancia donde yo
estaba y nos dijo lo que había visto. Al contarnos la sospecha
de que podría haberle pasado algo fuimos a investigar. De
manera que sí, yo fui el primero que entró en aquella casa, el
que registró lo que allí se encontraba y el que, por desgracia,
encontró el cadáver de su propietario, tal como conté en el
juicio año y medio después.
El comedor, en efecto, estaba revuelto, con cajones
abiertos y prendas por el suelo. En uno de ellos encontré ropa
ensangrentada, como si el asesino hubiera buscado en el
cajón tocando algunas prendas con las manos manchadas.
Ceferina eso no lo había visto, y por poco se desmaya cuando
andábamos buscando pistas del dueño de la casa. En el
dormitorio parecía que no habían tocado nada, tan sólo
observamos la cartera de don José encima de una cómoda y
bien a la vista, pero vacía y sin dinero.
Cuando quisimos acceder a la puerta cerrada que daba
al patio encontramos un arca atravesada en el paso, como si
el asesino o asesinos la hubieran puesto para obstaculizar la
80
entrada o, más bien, porque la arrastraron para examinarla
con comodidad y algo o alguien les interrumpió. Como luego
supimos, la llegada del cartero provocó la huida de los
criminales o, al menos, que detuvieran su búsqueda.
El arca estaba forzada, la cerradura saltada, pero si
había dinero en el interior (Ceferina afirmaba que debía
haberlo porque a él acudía don José para pagarle su soldada),
ya no quedaba nada. Forzamos la puerta de acceso al corral,
la que siempre estaba abierta según la sirvienta, y llegamos
hasta el desaladero de reses. Allí, en el cobertizo, estaba el
cadáver de don José. Según pudimos reconstruir luego,
gracias a los médicos forenses que realizaron la autopsia, su
muerte había sido precedida de una fuerte lucha.
Los cortes en las manos nos decían que el hombre se
había resistido ante la acometida de su asesino, arma blanca
en mano. Por otro lado, los que le atacaron debieron ser al
menos dos: uno lo agarraba por detrás y el otro, el asesino,
blandía la faca o el cuchillo delante de él. Pudimos deducirlo
porque tenía un corte casi horizontal en la cara, no demasiado
profundo, pero que le llegaba desde una mejilla hasta la oreja
del lado contrario. Indudablemente, el criminal quiso
degollarlo pero su víctima, debatiéndose con el cómplice que
lo agarraba por detrás, hizo un movimiento hacia abajo y la
cuchillada dirigida al cuello le atravesó la cara.
El asesino, al ver que no conseguía su propósito,
quiso entonces asegurarse y volvió a acometer a don José
mediante una puñalada certera en la región precordial. Según
los forenses, ésa fue la herida mortal puesto que le perforó un
pulmón y seccionó la aorta descendente. Su muerte fue
81
cuestión de segundos. Una vez consumado el asesinato, los
dos hombres se aprestaron a registrar la casa en busca de
dinero, primero en la cartera que quizá llevaba encima su
víctima, luego en los cajones y finalmente en el arca.
Las evidencias eran claras. El juez de Getafe, don
Dionisio Perales, se hizo cargo de la investigación y nos
mandó enseguida indagar entre los vecinos. Lo que se hace
en estos casos es detener a los que resulten sospechosos a fin
de que pasen una noche en el calabozo y, más colaboradores,
sean interrogados por el juez al día siguiente. En este caso
solo detuvimos a uno, un tal Gregorio Gómez, que vivía en la
casa de al lado de la víctima, un sujeto que nos dijeron tenía
malos antecedentes y había estado por la calle a la hora en
que supuestamente habían matado a don José Vicente.
Para entonces ya era bien de noche y dejamos el resto
de indagaciones para el día siguiente. Por la mañana volví a
la zona y vi a un hombre que paseaba arriba y abajo frente a
la puerta del detenido. Le pregunté quién era y qué hacía allí.
Se puso nervioso al verme y no acertaba a hablar al principio.
Finalmente dijo que se llamaba Felipe Pacheco y que
esperaba a un primo suyo, el Gregorio que teníamos detenido.
Mientras hablábamos levantó un brazo y vi que el codo de su
camisa estaba manchado de sangre. Me alarmé, le dije que él
era el asesino, y se puso a balbucear explicaciones, a cual
menos convincente.
Primero me dijo que esa sangre era de un borrico
suyo, al que había tenido que curar unas mataduras. Luego,
cuando vio que no me convencía y lo iba a detener, cambió
de versión. Dijo que su padre había muerto la semana
82
anterior, que él había llevado el féretro a hombros y que la
sangre del interior había resbalado hasta él.
Como se iba enredando en explicaciones, a cual más
extraña y traída por los pelos, lo conduje hasta el Juzgado y
quedó en custodia hasta que declarara ante el señor juez.
Cuando volví al barrio fue cuando me enteré que a los dos
primos los llamaban los Arropieros, ya sabe, por vender en
otro tiempo arropía, melcocha, miel concentrada, ya veo que
ustedes los jóvenes ignoran algunas palabras antiguas.
Empecé a preguntar a unos y otros, algunos pasaron
también por el Juzgado, yo era el que hacía la labor previa de
localizar a posibles testigos, todo aquel que pudiera interesar
en la investigación. En lo que coincidían los pocos que
pasaron por la zona a la hora en que debieron suceder los
hechos, entre la una y las dos de la tarde concluimos después
de hablar con el cartero, es que los Arropieros estaban por
allí, cargando una carreta de estiércol desde la casa vecina.
Algunos observaron que estaba colocada casi en la puerta de
su vecino don José, de manera que ocultaba cualquier
trasiego que hubiera entre una casa y otra. Llámeme mal
pensado pero, aunque fuera solo un indicio, para mí que era
significativo aunque el Sr. Juez me comentara que algo más
tendríamos que tener para culparlos.
También nos dijeron que la carga de la carreta la
hacían los dos primos con un hombre mayor, Casimiro Rojas,
de sesenta años, al que llamaban Tío Pacitos. Solía trabajar
con ellos en el campo, no le he dicho que los dos primos
vivían juntos, uno casado con Paula Mingo (el Gregorio) y
otro arrejuntado con Josefa Marín (el Felipe). Esta última,
83
fíjese qué casualidad, también era de Alcázar de San Juan.
Pero ese dato no sería relevante hasta un par de días después
del asesinato. Los cuatro vivían de los productos de un campo
que tenían en arriendo a pocas leguas, productos que luego
las dos mujeres vendían por la carretera de Carabanchel. Pues
bien, los Arropieros se encargaban, como es natural, de
cuidar el campo, abonarlo, podar los árboles y demás. De ahí
que estuvieran cargando aquella carretada de estiércol.
Hablamos con el Tío Pacitos y nos confirmó que
había estado ayudando en la carga de dos a dos y media
aproximadamente, que luego se había ido con la mula y el
carro hasta el campo y allí había descargado el abono. Los
primos no lo acompañaron, sino que se quedaron en la calle
Empedrada diciéndole que tenían que reparar unas tejas de su
casa. El caso es que, preguntando entre los jornaleros de
campos vecinos, estos nos comentaron que habían visto llegar
al Tío Pacitos a la hora que decía, pero que los primos se
reunieron con él no antes de las cuatro y media de la tarde.
¿Tanto tiempo para reparar unas tejas? ¿No sería, nos
dijimos, que después de que se fuera el Tío Pacitos
cometieron el asesinato, repartieron el botín o lo enterraron y
luego fueron hasta su campo?
Pero todo seguían siendo indicios no concluyentes.
Los dos del calabozo sostenían (con bastantes nervios, eso sí,
sobre todo el Felipe) que ellos no habían visto nada, que
estuvieron con la carga de la carreta, que arreglaron las tejas
y nada más. Sus mujeres lo confirmaron, primero dijeron que
habían estado junto a sus hombres en esas tareas, luego la
más espabilada (Paula Mingo) afirmó haber estado vendiendo
84
su producto en la carretera. Lo de la otra (Josefa Marín) era
para quedarse perplejo. Estuve presente cuando intentaba
interrogarla el juez y apenas pudimos contener la risa. Ella
estaba muy seria pero como distraída. El juez le preguntó qué
edad tenía y ella dijo que veinticuatro años. Nos miramos
asombrados porque la mujer aparentaba no menos de
cincuenta. Tenga en cuenta que los primos se acercaban
también a esa edad. Pues no contenta con eso, le pregunta el
juez desde cuándo conocía a Felipe y respondió que desde
hacía veinticinco años. El juez, que empezaba a fruncir el
ceño mientras los demás tratábamos de no reírnos, se
impacientó: Pero a ver, señora ¿en qué año nació usted? Y va
Josefa y responde: Dos días después de la feria.
Como comprenderá, a una persona así poco podíamos
sacarle. Parecía tener sus facultades mentales bastante
disminuidas. Supongo que también se sentía impresionada
por estar delante del juez, porque en el juicio, aleccionada por
su abogado, respondió de mejor manera a las preguntas que le
formularon.
En fin, quiero decirle con esto que los retenidos se
contradecían continuamente, cambiando de versión según les
parecía. Paula Mingo ¿había estado con los primos o
vendiendo en la carretera? La sangre en la camisa de Felipe
¿provenía de un borrico o del féretro de su padre? Todo eso
motivaba, claro está, que el juez decidiera seguirlos
reteniendo en el calabozo y, cuando pasaron las 72 horas
preceptivas, abriera un proceso contra ellos. Para entonces,
habíamos tenido un enorme golpe de suerte en las Rozas.
85
***
86
hombre hasta el Juzgado para que quedara en custodia y
poder declarar al día siguiente.
Hasta ahí el suceso no tenía nada que ver con
nosotros, así que no supimos nada de todo ello hasta el día
siguiente. En el cuartel de las Rozas el supuesto negociante
de garbanzos dijo llamarse Francisco Muela y ser natural de
Alcázar de San Juan. Tampoco eso llamó la atención y solo
permitió empezar las primeras averiguaciones pero, como le
digo, nadie sospechaba en Getafe que este hombre pudiera
estar relacionado con el crimen ocurrido en Carabanchel
Bajo.
Su caso salió a la luz al día siguiente, cuando llegó a
los periódicos. Y llegó porque a la mañana, cuando se llevaba
el desayuno a las celdas, este Francisco Muela apareció
ahorcado. Primero lo debía haber intentado con su correa,
pero ésta apareció rota. Entonces cogió su faja e hizo una
lazada. Con ella se colgó y apareció muerto por la mañana.
Un suicidio siempre es algo que llama la atención de la
prensa y por eso airearon su muerte y gracias a eso nos
enteramos en Carabanchel de lo sucedido. El juez empezó a
atar cabos: un hombre con tanto dinero encima y, además,
siendo de Alcázar de San Juan como la sirvienta Ceferina y la
mujer que teníamos presa, Josefa Marín, daba qué pensar.
Lo que fuimos averiguando es que Francisco Muela
estaba casado, su mujer tenía una portería en la calle
Amnistía, pero él era un simple jornalero sin trabajo. Había
estado en su pueblo de Alcázar hasta unos días antes. Le dio
tiempo a ir a su casa, donde la portería, y pedirle a su mujer
cuarenta pesetas que terminaría perdiendo en el juego. El día
87
anterior al crimen estuvo trabajando en la reparación de la
línea del tranvía de Carabanchel, donde le daban un jornal de
entre ocho y nueve reales.
Sin embargo, al decir de sus compañeros, el día en
que murió don José Vicente no fue a trabajar diciendo que
estaba enfermo. Uno de ellos lo vio muy de mañana parado
en una esquina. Fue entonces cuando le dijo que tenía que ir a
un hospital por el Plantío para curarse de no sé qué. Es lo
único que pudo decirnos aquel hombre porque no recordaba
otra cosa.
Y ese hombre que ganaba un jornal de ocho o nueve
reales por su trabajo ¿iba a tener más de cinco mil pesetas en
la faja? La situación era muy sospechosa pero las cosas
fueron encajando cuando Ceferina, la sirvienta, preguntada
sobre si conocía a Francisco Muela, ya que eran del mismo
pueblo, contestó que naturalmente. Al parecer, Muela le
había dirigido una carta a don José Vicente unos meses antes
pidiéndole un surtido de varios kilos de salchichón. A través
de Ceferina, el hombre se fue enterando de los malos
antecedentes de aquel sujeto, tramposo, ladrón incluso, que
había pasado por un penal acusado de hurto. Le dijo a
Ceferina que sólo le daría el surtido de salchichones con el
dinero por delante. Y así debió comunicárselo porque la
mujer recordaba que Francisco Muela llegó hasta la casa
poco después y arregló las cosas para llevarse en un saco el
salchichón que había adquirido.
Mientras tanto, se hallaron pistas y testigos que hacían
dudar al juez de la participación de los Arropieros en el
crimen. A Francisco Muela se le encontraron en las manos
88
diversos cortes de arma blanca, no muy profundos, que
señalaban que había manejado recientemente algún cuchillo.
En el reconocimiento que se efectuó en el corral de la casa de
don José, nos fijamos en la existencia de un pozo que no
parecía tener agua. Por el contrario, el brocal estaba lleno de
telarañas excepto en su parte central, donde se mostraba un
agujero, como si alguien hubiera arrojado algo dentro.
El arma del crimen no se había localizado en toda la
casa. Entonces se nos ocurrió que tal vez el asesino había
arrojado al pozo el cuchillo utilizado para apuñalar a su
víctima. De manera que mandamos explorarlo. Además de
seco, hallamos en su fondo un cuchillo partido en dos
pedazos. Examinados los pedazos los peritos comprobaron
que el mango y la hoja, que se presentaban separados,
correspondían a la misma arma. Además, señalaron que ésta
no fue partida golpeándola con un objeto duro (por ejemplo,
el borde del brocal) sino que se había sostenido con ambas
manos hasta que se partió. El procedimiento es ineficaz
porque puede dejar, como sucedía en las manos del suicida,
pequeños cortes allí donde se agarra la hoja, pero en la
precipitación del momento y el deseo de ocultar el arma bien
podía haberse recurrido a este método.
Luego estaba el testimonio de la muchacha
Concepción Muñoz. Vivía en la casa contigua, de manera que
su ventana daba al corral de don José Vicente. Nos dijo que
estaba aquel día en su habitación y oyó a alguien quejarse,
¡ay, ay! escuchó nada más. Supuso que alguna madre le
estaba dando un cachete a su hijo o cualquier otra cosa.
Luego oyó un gemido pero muy breve y en seguida se hizo el
89
silencio, con lo cual la muchacha siguió a sus cosas.
Interrogada en presencia de su padre, afirmó que esas quejas
las había escuchado entre las once y media y las doce de la
mañana. Aquello no nos cuadraba con la intervención de los
Arropieros que, según nuestra reconstrucción de los hechos y
la hora en que sacaron la carreta del estiércol, debían haber
actuado de una y media a dos, cuando fueron interrumpidos
por el cartero. Si se quiere podrían haber matado a don José a
la un,a pero no antes.
En el Juzgado empezó a cundir la sensación de que
aquellos dos primos no eran trigo limpio pero no eran
responsables de lo sucedido. Todo señalaba, desde luego, a la
intervención de Francisco Muela ¿solo? ¿acompañado por
alguien? Una vecina afirmó haber visto a la víctima llegando
a casa sobre las doce con un hombre de traje claro. ¿Era
Muela, su asesino? Todo encajaría. Para comprobarlo, se
llevó a Ceferina y esta vecina hasta el Escorial, donde tenían
depositado el cadáver del suicida, a fin de que lo
reconocieran. Bien, pues hubo tal confusión entre las
comisarías de Carabanchel y Getafe que, cuando llegamos en
tren con las dos mujeres, hacía media hora que habían
enterrado a Francisco Muela. Solo pudimos enseñarles dos
fotos que habían hecho de aquel hombre. Ceferina lo
reconoció de inmediato pero la otra vecina no, de manera que
nunca tuvimos en claro quién era el hombre del traje claro
que acompañaba a la víctima a la hora en que, según la niña
del vecino, podrían haberlo matado.
En todo caso, los Arropieros estaban nerviosos,
incurrían en contradicciones, pretendían esquivar la acción de
90
la justicia pero seguían ateniéndose a su historia con la
firmeza suficiente como para no encontrar un resquicio por
donde culparlos. Por el barrio se extendió la noticia de que
iban a ser declarados inocentes del crimen y que toda la
responsabilidad recaería sobre Francisco Muela. Y en esto
llegó otro muchacho, Vicente Castán, y cambió todo el curso
de la investigación.
***
92
Recuerdo al chico, bajo, achaparrado, con ojos
vivaces, un pelín descarado (pero en el juicio le vino bien
serlo ante el ataque despiadado de los defensores), sobre todo
seguro de lo que decía, sin moverse una coma de su versión
inicial que nos fue contando. En el juicio no solo siguió
contando lo mismo, sino que lo hizo con una facilidad de
palabra y una calma extraordinarias en alguien tan joven.
Produjo una gran impresión al jurado como nos la produjo a
nosotros cuando llegó con su padre Faustino y su madre
Jerónima.
Vino a decir que aquel día, sobre la una y media,
estaba frente a la puerta de don José arreglando sus
alpargatas. Entonces vio salir de aquella casa primero a las
dos mujeres, que llevaban bultos y paquetes envueltos en la
saya y luego a los dos Arropieros, Felipe y Gregorio. Sostuvo
además que Gregorio tenía todas las manos ensangrentadas y
chorreaba por el suelo. En cuanto a Felipe, tenía un lamparón
en la camisa y el codo manchado también de sangre, tal como
lo vi yo mismo al día siguiente. Al verle observándolos
Felipe le tiró un cantazo diciendo que se fuera, golpe que le
dolió al darle en un pie. Se apartó entonces, pero los volvió a
ver un rato después, cuando lo volvieron a amenazar con
darle un vergajazo y el chico contestó que a su vez él les
pincharía con el palo que llevaba. Un chico de armas tomar…
¡ah! Que tiene usted la declaración que llevó a cabo en el
juicio. Fue una declaración fundamental, ya le digo, los
abogados defensores pretendieron acorralarlo, mostrar que
era un fantasioso y se lo había inventado todo, que no tenía
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criterios morales… Hicieron de todo pero sin éxito. Lea
usted, lea sus contestaciones para hacerse una idea:
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cayó sobre el talego el cuerpo del Sr. Augustí, arrojando
sangre por la cara. Entonces me dio miedo y salí por la puerta
del corral, marchándome a mi casa.
—¿No conocía usted a aquellos dos hombres?
—A ninguno.
—¿Quién le dio la puñalada, su primo o los desconocidos?
—No lo sé; yo, como estaba escogiendo los huesos y
metiéndolos en el saco...
—¿Pero no vio usted separarse el brazo que asestó las
puñaladas?
—No...; yo no vi más que eso. El cuerpo de don José cayó en
seguida.
—¿Y las manchas de sangre de la blusa, la camisa y el
pantalón de usted?
—Se conoce que salpicaron al caer...
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Gregorio, llamado posteriormente, siguió agarrándose
a la versión inicial pero, al comentarle lo dicho por su primo,
se le vio trastornado y hasta con expresión fiera, muy
contrariado. Bajó al calabozo y por la tarde el juez lo volvió a
llamar. Se ve que lo había pensado y estaba dispuesto a
contar su versión, que fue algo sorprendente porque amplió el
número de sospechosos que fueron inmediatamente
detenidos.
En su declaración yo no estuve, así que le voy a decir
lo que a mí me contaron nada más. Al parecer, también
reconoció haber participado en el crimen. Su versión parecía
más elaborada y de acuerdo con los hechos, aunque desde
luego partiendo de la base de que el principal culpable era su
primo Felipe y no él.
Así dijo que se habían reunido en el ventorrillo de un
tal Ramón Méndez, que estaba cerca del campo que tenían
rentado y donde iban con frecuencia. Ramón, además, era
muy amigo de Felipe, incluso cuando murió su padre fue uno
de los que llevaron el ataúd a hombros. Sobre eso, permítame
que le distraiga un poco con una anécdota muy curiosa y que
nos hizo a sonreír a todos durante el juicio.
Cuando ya se sabía que la sangre que manchaba la
camisa de Felipe Pacheco era humana, todo el empeño del
abogado defensor era demostrar que se había producido al
resbalar sangre del padre fallecido desde el ataúd hacia el
exterior, manchando la ropa de su hijo. Aún sostenía Felipe
ese disparate. Pues bien, el fiscal fue llamando uno a uno a
los integrantes de aquel grupo que había portado a hombros
el ataúd, entre ellos Ramón. Éste, durante la instrucción,
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había asegurado que lo dicho por Felipe era cierto, que él
también se había manchado con la sangre que rezumaba del
ataúd. Pues bien, al llegar el juicio, aliviado por no estar entre
los acusados, se desdijo afirmando que él no sabía nada de
aquello porque había sostenido el ataúd por los pies. Pero es
que todos los de aquel grupo dijeron lo mismo. ¡Todos lo
sostuvieron por los pies! Parecía que habían llevado el ataúd
como si fuera una carretilla, dijo el fiscal provocando la risa
del público. Pero ya ve, incluso el amigo muy amigo, no
quería meterse en problemas.
Pero yo le estaba contando la nueva versión de
Gregorio. Según él, Ramón les había presentado a un amigo
suyo llamado Francisco Muela, que conocía a don José y
había estado en su casa. Entonces éste se sentó con ellos y,
tras charlar un rato, fue entrando en harina, proponiéndoles
que, ya que vivían al lado del viejo, se lo cargaran entre todos
y se repartieran el botín que debía de tener guardado en su
casa. A ellos les interesó la propuesta y siguieron perfilando
detalles, con Ramón al tanto de todo lo que hablaban.
¿Sobre Ramón Méndez? No sé por qué lo implicaron
de tal forma, quizá porque es cierto que se reunían allí
muchas veces y porque de esa forma no eran ellos los autores
de la idea. Como le he dicho, Josefa Marín, la querida de
Felipe, era de Alcázar de San Juan, como el Muela. Habiendo
ido yo mismo hasta allí pude enterarme de varias cosas: que
la Ceferina hacía muchos años que faltaba del pueblo y que
las familias de Josefa y de Muela se conocían. Tenga en
cuenta que, aunque el pueblo tenía una mayor importancia
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desde la llegada del tren, aún contaba con once mil habitantes
nada más, allí todo el mundo se conocía.
Lo que saqué en conclusión es que lo más probable
fuera que habían conocido a Francisco Muela a través de
Josefa. Ahora, de quién había sido la idea del robo eso ya no
se lo puedo decir, podría haber sido de cualquiera. Ramón,
cuando estuvo encerrado, perdió todo interés en defender a
Felipe y no hizo más que protestar su inocencia. Admitía que
aquellos primos se reunían en su ventorrillo muy a menudo, a
veces iban solos, otras con desconocidos, él no entraba ni
salía. A la larga el juez se convenció de que no tenía nada que
ver y lo dejó libre.
¿Qué cómo sucedieron las cosas según Gregorio? Sí,
tiene razón, empiezo a hablar y hablar, pero es que hay tantos
cabos en esta historia… La versión era sencilla: él se había
quedado junto a la carreta de estiércol vigilando la puerta
delantera, el Tío Pacitos la trasera, y Felipe y Francisco
habían entrado aparentemente a comprar dos sacos de huesos
a don José Vicente. Hablaron, acordaron el precio y
marcharon al cobertizo para cargar los sacos. Allí, mientras
era el mismo don José el que se agachaba para echar los
codillos, Felipe se le tiró encima y le sujetó los brazos por
detrás, momento que aprovechó Francisco para intentar darle
una tajada al cuello, fallando en el intento porque el hombre
se había desasido en parte de la tenaza de Felipe. Pero éste se
rehízo, volvió a agarrarlo y fue el momento en que Francisco
le dio la puñalada mortal. Así es como se lo contó luego
Felipe en la casa, donde se refugiaron tras huir después de
que el cartero llegara a dejar una carta. Efectivamente, este
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cartero les había interrumpido. Para entonces habían
despojado al cadáver de la cartera y de las más de cinco
pesetas que tenía en ella. Francisco Muela le dijo a Felipe que
el dinero debería llevárselo él porque seguramente la guardia
civil registraría su casa al día siguiente. Eso sí sonaba creíble.
Que intentara estafar a sus compinches, como algunos
sugirieron, era una posibilidad pero remota. A fin de cuentas
conocían por Josefa dónde vivía este hombre y los primos no
eran personas que no se tomaran la venganza por su mano si
se consideraban estafados. En todo caso, quisiera escapar
Francisco con todo el dinero o no, la suerte se le acabó al día
siguiente en las Rozas.
De Ramón ya le he hablado, pero ahora también
implicaban al Tío Pacitos ¿Había intervenido en el crimen,
siquiera como vigilante? Llamado nuevamente Felipe y
confrontado con lo dicho por su primo, admitió que sí, que
Casimiro, el Tío Pacitos, ejerció labores de vigilancia para
prevenir la intervención de otros. Cuando lo llevamos preso
este hombre mayor se derrumbó y dijo que sí, que lo habían
puesto en la puerta, no recordaba cual, mientras le hacían
algo a don José.
¿Fue Francisco el que dio las puñaladas o fue Felipe?
Durante el juicio el asunto fue indiferente. Un conocido del
pueblo de Francisco aseguró que él no podía ser porque era
muy cobarde. Que le iba el robo, el hurto, pero no el
asesinato, pero a saber lo que hace un hombre cuando se
excita y pierde el control. En todo caso, parece más creíble
que el autor de las puñaladas fuera Felipe.
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Como le digo, durante el juicio todos negaron haber
confesado sino a golpes. A mí me llamaron a declarar en
primer lugar como responsable de la investigación por parte
de la Guardia Civil. Les dije que no, naturalmente, y lo
ratificaron mis subordinados. El médico forense que los había
reconocido confirmó que no tenían señales por entonces de
que la confesión se hubiera obtenido con violencia (bueno,
con más violencia de la necesaria).
Cuando subió al estrado el muchacho Castán, con más
aplomo si cabe que un año antes, con los letrados de la
defensa intentando infructuosamente que perdiera los
papeles, la suerte de los acusados estaba echada. Les cayeron
tres penas de muerte que en Semana Santa del año siguiente,
cuando la Adoración de la Cruz, fue remitida por indulto real
a sendas cadenas perpetuas. A las mujeres se las consideró
cómplices, no solo encubridoras, y les cayeron catorce años
que aún seguirán cumpliendo. En fin, una historia con un
final digno de la justicia, una investigación que, no porque yo
haya sido el responsable de la misma, pero se hizo
correctamente. Y alguna dosis de suerte y descuido de los
delincuentes, eso hay que reconocerlo. Pero ahí estaba la
Guardia Civil para aprovechar la oportunidad de que la
verdad saliera a la luz.
Para terminar, le diré una cosa. Yo no sé qué habrá
sido de aquel muchacho Castán. Sé que en Carabanchel hubo
una colecta entre los vecinos para darle estudios, pero creo
que él se reía de esa posibilidad, aunque no le hizo ascos al
dinero. A saber en qué se lo habrá gastado la familia, pero
aquel chico dio ejemplo de colaboración con la justicia, que
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es lo que deberían hacer los madrileños. Bueno, y si va a
escribir todo esto no se olvide de mi nombre, José Blasco del
Toro, teniente de la Guardia Civil, para servirle.
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