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La parábola del Evangelio de Lucas es seguida por tres dichos que la interpretan y la
complementan. En conjunto, se trata de una enseñanza de Jesús sobre un tema común: el discípulo ante
los bienes y las riquezas. Me fijo solamente en el último versículo: “Ningún siervo puede servir a dos
señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del
segundo. No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13)
El contenido es muy claro y muy tajante. El discípulo de Jesús está ante dos caminos y debe elegir
uno: o Dios o el dinero. En verdad, el texto griego original no tiene la palabra “dinero”, sino “mamonas”,
una palabra algo extraña, que probablemente tiene la misma raíz de la palabra hebrea “amen” y significa
por tanto “algo en lo que se confía”. De aquí que algunos la traduzcan con “dinero” y otros con “riquezas”,
“posesiones”, etc. El sentido del dicho se hace entonces aún más claro: no podemos poner nuestra
confianza en Dios y, a la vez, en las posesiones. Una cosa excluye la otra.
El papa Francisco comenta este versículo así: “mientras haya una Iglesia que ponga la esperanza
en las riquezas, Jesús no está allí. Es una ONG de beneficencia o de cultura, pero no es la Iglesia de Jesús.
La pobreza está al centro del Evangelio” (del documental del 2018 El papa Francisco: un hombre de
palabra). Jesús vivió de manera pobre y comprendió su misión como “proclamar la Buena Noticia a los
pobres”. Al mismo tiempo, denunció los peligros de las riquezas que seducen y esclavizan al hombre.
Exclamó “¡Ay de vosotros, los ricos!” (Lc 6,24), siendo bien consciente de que el apego a las posesiones
destruye las relaciones con nuestros hermanos, nos vuelve egoístas y nos arruina la vida.
Esta sentencia nos lleva automáticamente a examinarnos. ¿En qué o en quién ponemos nuestra
confianza? También: ¿a qué señor servimos: a Dios o al dinero? ¿Qué buscamos y qué deseamos con todas
nuestras fuerzas?