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La comunidad primitiva.

Ludger Schenke
Editorial Sígueme
Salamanca 1999
PRÓLOGO
«Los comienzos suelen ser oscuros. Esto ocurre también con el cristianismo
pospascual. Las escasas noticias de los Hechos de los apóstoles, cuyo valor
documental es indiscutible, no hacen sino aumentar la oscuridad. Pero el
historiador no se conformará con la penumbra sobre una térra incógnita.
Sabe que los inicios contienen siempre en germen la ley del futuro. Por eso
intentará una y otra vez penetrar en la oscuridad sin desanimarse por los
errores cometidos, aunque sean el pan de cada día, y utilizándolos como
acicate. Pero si no sucumbe totalmente a la resignación, se lo debe a la
crítica de los evangelios y en particular al trabajo de la historia de las formas.
Ambas nos permiten atribuir una buena parte de la tradición sinóptica a la
predicación de la comunidad pospascual» (E. Kasemann).
Las exposición que se hace aquí de la evolución histórica y teológica de la
comunidad primitiva no tiene como base los resultados de la investigación
personal del autor. Yo me apoyo en el consenso que creo advertir en la
exégesis histórico-crítica. Soy consciente del riesgo que asumo con ello. No
todos admitirán el consenso crítico que yo percibo; pero estoy seguro de que
no es una quimera. El suelo sobre el que construyo aquí podrá temblar, pero
creo que aguanta. No se han anunciado seísmos en la investigación del
nuevo testamento. Los pequeños temblores que cabe esperar no harán caer
el edificio.
No he buscado en la exposición nuevas ideas sino claridad. He querido
relacionar la historia de los hechos, la historia social y la historia de la
tradición en la comunidad primitiva y presentarlas en un solo volumen. Creí
que esa visión de conjunto era hoy necesaria y urgente para los estudiantes.
Muchos han contribuido a que se haya podido publicar esta obra. Barbara
Daub, Eva Sobar y el estudiante teólogo de fin de carrera Matthias Gortz
trasladaron al ordenador el enrevesado manuscrito. Rainer Feige, titulado en
teología, ha compuesto los elencos bibliográficos y confeccionado los índices
con la señora Sohár. Mis colaboradores científicos Christoph Dahm y
Johannes Neugebauer han leído cuidadosamente, con Matthias Gortz, todo el
manuscrito, lo han enmendado y me han propuesto algunas mejoras. A
todos ellos doy las gracias cordialmente por su colaboración.
1.- LOS COMIENZOS
1. Nota introductoria
Nuestra exposición de la historia de la comunidad primitiva comienza con el
final de la actividad terrena de Jesús. Comienza con la aparición en público
de los discípulos, después de la muerte en cruz de Jesús, para anunciar que
el Crucificado había sido resucitado por Dios y continuar su mensaje.
Pero cabe preguntar si una historia de la comunidad primitiva no incluye
también la actividad del Jesús terreno. Los discípulos siguieron difundiendo
su mensaje después de pascua. Ellos, convocados por Jesús para seguirle,
fueron la célula germinal de la comunidad primitiva. Parece, pues, que el
movimiento fundado por Jesús fue una realidad histórica unitaria y sostenida.
En efecto, la actividad y el mensaje de la comunidad cristiana primitiva
hunden sus raíces en la actividad y el mensaje del propio Jesús. Este había
aparecido en Galilea y en Judea para anunciar la inminencia del reinado de
Dios, que se abría paso ya en sus obras (Lc 11,20). Había recorrido Palestina,
apoyado en la hospitalidad y la amistad de sus fieles, para convocar a todo
Israel a la recepción de la basileia. Ganó numerosos adeptos. La mayoría de
ellos no se movió de su lugar, pero un pequeño grupo acogió la llamada a
apoyarlo en la misión y compartió su vida itinerante abandonando la familia.
Estos dos círculos de seguidores de Jesús conservaron en la memoria y
trasmitieron sus palabras, parábolas y acciones.
La tradición del Jesús terreno con sus parábolas, dichos y exhortaciones
sapienciales, junto con los relatos de sus acciones, continuó después de
pascua. Pero ¿su contenido era idéntico al de la tradición prepascual? ¿no
quedó ésta radicalmente cuestionada con el fracaso de Jesús, y no
experimentó un cambio cualitativo con su resurrección? El que recordaba y
refería después de pascua los dichos y hechos de Jesús lo hacía consciente
de trasmitir palabras y hechos de alguien que había acabado en la cruz, pero
al que Dios había resucitado y confirmado. Por eso, los dichos y hechos de
Jesús no fueron trasmitidos después de pascua como palabras y acciones de
un gran personaje del pasado sino del Jesús que vivía con Dios en virtud de
su resurrección. La tradición de la comunidad cristiana primitiva tuvo como
tema a Jesús resucitado. Las palabras del Jesús terreno eran válidas porque
su autor seguía vivo.
El mensaje de Jesús adquirió un nuevo contenido después de pascua. El
propio Jesús se convirtió en objeto del anuncio cristiano. El anunciador pasó
a ser el anunciado. Jesús había relacionado su persona con el reino de Dios
por él anunciado. También fue consciente de interpretar y anunciar
auténticamente la voluntad de salvación y santificación escatológica de Dios.
Vivía y trasmitía en su mensaje una relación radicalmente nueva y directa
con Dios, y consideró su actividad como el «comienzo» del reino de Dios en
un sentido real y no sólo provisional. Pero Jesús no se había anunciado a sí
mismo ni había mostrado pretensiones mesiánicas, aunque actuó con la
conciencia de ser el último mensajero de Dios.
La situación cambió totalmente en la predicación cristiana primitiva después
de pascua. No era posible la aceptación del mensaje de Jesús después de la
cruz y la resurrección sin reflexionar explícitamente sobre la persona del
mensajero y su significación para la inminente acción salvadora de Dios, y
sin tomar postura ante él. La muerte y la resurrección de Jesús son ahora el
contenido de la predicación cristiana. La predicación de la comunidad
primitiva continuó, pues, el anuncio de Jesús; sus afirmaciones cristológicas
«explícitas» se basan en la «cristología implícita» que comportó la vida de
Jesús; pero el anuncio de Jesús y la predicación de la comunidad pospascual
no guardaban una continuidad estricta.
El carácter del movimiento de Jesús se modificó también después de pascua.
Jesús no se había presentado como mesías y, por eso, tampoco concibió su
movimiento como una comunidad especial dentro de Israel. Su actividad
como último mensajero de Dios se encaminó a la recuperación y conversión
de todo Israel. No pretendió reunir a un «resto santo». Los discípulos
elegidos por él tampoco representaban un resto santo sino que eran
mensajeros para todo Israel. También después de pascua dirigieron su
palabra al conjunto de Israel. Este era invitado a reconocer al mesías Jesús y
sumarse a su comunidad. La comunidad primitiva se presentó pronto como
una comunidad específica que pretendía interpelar a todo Israel y
representarlo, pero era consciente de diferir cada vez más del Israel
incrédulo por su fe en el mesías Jesús y por la esperanza de su pronta
aparición.
Así pues, la continuidad entre el tiempo del Jesús terreno y el tiempo
posterior a pascua es también limitada. Por eso renunciamos a la inclusión
del período prepascual en la exposición de la historia de la comunidad. Esta
renuncia es obligada por razones prácticas y se justifica metodológicamente.
Pero es evidente que la comunidad primitiva y su mensaje se basan en el
movimiento prepascual de Jesús. Hay que reconocer, no obstante, que entre
el movimiento prepascual y el movimiento pos-pascual hay un foso que el
historiador puede salvar lanzando puentes, pero no puede saltarse sin más.

2. Entre la cruz y la pascua


¿Qué repercusiones tuvo la muerte en cruz de Jesús sobre los discípulos? Se
supone generalmente que la fe y la esperanza de los discípulos se vinieron
abajo. La cruz de Jesús sumió a los discípulos —no al propio Jesús— en una
profunda crisis de fe que afectó obviamente a toda su existencia, ya que
ellos habían asumido, además del mensaje de Jesús, su modo de vida. Se
supone que, decepcionados y en actitud de resignación, comenzaron a ver
en Jesús el mayor error de su vida. Tales reflexiones histórico-psicológicas
van encaminadas a mostrar la nula predisposición de los discípulos a admitir
el hecho de la resurrección de Jesús.
Conviene acoger con escepticismo todo intento de confirmar históricamente
las tesis teológicas. La crítica histórica no puede, por su propia naturaleza,
verificar o contradecir los enunciados de fe. Por eso las consideraciones
histórico-psicológicas no pueden en absoluto confirmar hechos soteriológicos
o realidades reveladas. Además, tales apoyos históricos no son seguros, ni
siquiera plausibles. Todo indica que son un constructo especulativo.
Sobre el tiempo intermedio entre la cruz y la pascua poseemos escasos
datos y nada claros. Apenas nos permiten reconstruir el comportamiento
externo de los discípulos después de la muerte de Jesús; pero de su fe y
esperanza en ese período no expresan nada directamente. Por eso queda en
la penumbra la conducta de los discípulos después de la muerte de Jesús. La
tradición habla de su huida en el prendimiento de Jesús (Mc 14, 50; 14,27).
Es probable que abandonaran Jerusalén. Durante su última estancia con
Jesús en la ciudad no habían pernoctado en ella; se retiraban de noche al
monte de los Olivos. Esto es verosímil porque era muy difícil encontrar
alojamiento en Jerusalén durante la pascua, y el monte de los Olivos quedó
incluido por eso, a efectos de culto, en el área de la ciudad. Parece que los
peregrinos pernoctaban en sus jardines y fincas sin infringir la norma de
estar en Jerusalén durante las fiestas. La exposición lucana según la cual los
discípulos, después de la muerte de Jesús, se habían ocultado en una casa
de Jerusalén «por temor a los judíos» y vieron allí al Resucitado, tiene
motivaciones apologéticas y no refleja la realidad histórica.
Pero ¿adonde se dirigieron los discípulos después de la muerte de Jesús? No
lo sabemos. Pudieron haber permanecido en las inmediaciones de Jerusalén;
en el monte de los Olivos, por ejemplo; pero sólo durante los días de la
fiesta. Según la tradición, Jesús había tenido a menudo una acogida amistosa
en Betania (Mc 14,3-9; Jn 11). ¿Se retiraron allí los discípulos para sumarse al
grupo de seguidores de Jesús? ¿se ocultaron en las cuevas de los
alrededores? No lo sabemos. Parece que los discípulos, al menos el grupo de
Pedro, volvieron a Galilea, de donde procedían algunos. Así lo indica, por una
parte, la frase de Marcos 14, 28 en la que Jesús invita a los discípulos a ir a
Galilea y, por otra, las apariciones del Resucitado en esta región. No
sabemos lo que hicieron los discípulos en Galilea ni cuándo se produjo el
encuentro con el Resucitado. La célebre cronología de 1 Cor 15, 3s «al tercer
día» es una fórmula teológica y sólo puede referirse directamente a la
resurrección; nada dice sobre el punto temporal de la primera aparición del
Resucitado.
La reconstrucción de los acontecimientos posteriores a la muerte de Jesús
propuesta por Hans von Campenhausen no es concluyente y apenas aporta
alguna luz. Supone que los discípulos habían permanecido en Jerusalén,
desconcertados, después de la muerte de Jesús. Cuando las mujeres
descubrieron el sepulcro vacío (Mc 16, 1-8), recordaron el «oscuro» vaticinio
de Jesús en Mc 14, 27s y se dirigieron a Galilea «con orden», no en
desbandada, para esperar al Resucitado. Pero ¿por qué fue preciso el
estímulo del sepulcro vacío para que los discípulos hicieran lo dispuesto por
Jesús? ¿y qué hay de oscuro en Mc 14, 27s? La previa estancia en Jerusalén
bajo el signo de la perplejidad no es históricamente necesaria ni probable.
También hay que analizar las premisas de esta tesis: ¿es Mc 14, 27s una
frase de Jesús? Lo cierto es que la referencia a esta frase en Mc 16,7 es
marquiana. Mc 16, 8 afirma expresamente que las mujeres no dijeron sobre
lo vivido junto al sepulcro de Jesús nada que explicara la posterior ignorancia
del «sepulcro vacío» por parte de los discípulos. Von Campenhausen olvida,
en fin, los textos sobre la huida de los discípulos en el prendimiento de Jesús,
aparte de que las idas y venidas de los discípulos entre Jerusalén, Galilea y
de nuevo Jerusalén carecen históricamente de verdadero sentido dentro de
su esquema.
¿Y qué cabe inferir de las escasas noticias sobre el estado de ánimo de los
discípulos de Jesús? ¿es realmente plausible la tesis del desmoronamiento de
su fe? No basta aducir los textos sobre su huida en el arresto de Jesús. Jesús
fue condenado a muerte por Pilato como presunto mesias (Mc 15,28). Su
persona y el movimiento que suscitó quedaron así proscritos como un peligro
estatal. Esto explica la huida de los discípulos aunque los romanos,
probablemente, sólo tuvieron la mira puesta en Jesús y no en sus seguidores.
¿Qué otra cosa iban a hacer los discípulos? Los romanos no hubieran
tolerado una toma de postura pública en favor de Jesús. Pero dejemos estas
especulaciones. El desplome de la fe y la esperanza de los discípulos sería
históricamente plausible si la muerte de Jesús hubiera sido para ellos algo
totalmente inesperado, si la esperanza en la llegada del reino de Dios,
iniciada y promovida por Jesús, hubiera sido tan inmediata y urgente que los
hiciera descartar cualquier idea de un posible martirio de Jesús. Pero los
discípulos habían compartido la esperanza y la fe de Jesús; por eso no podían
discrepar ellos y Jesús en este punto. Si la cruz de Jesús desencadenó la
crisis de fe en los discípulos, se hubiera convertido también en crisis de fe y
esperanza del propio Jesús. No se puede excluir históricamente esta
consecuencia. No es descartable históricamente la posibilidad de que la fe y
la esperanza de Jesús y de los discípulos hubieran entrado en crisis con la
crucifixión. La enigmática frase de Mc 14, 25 nos hace suponer que Jesús
contaba aún con el inicio inmediato del reino de Dios durante su estancia en
Jerusalén y que así lo había comunicado a los discípulos; pero es más
probable que Jesús tuviera siempre presente la posibilidad del martirio. El
fracaso personal no tenía por qué significar para él el fracaso de la basileia,
aunque considerase su vida como comienzo de la misma. ¿O hay que
suponer que la fe de Jesús en la acción inmediata de Dios y su confianza en
la inminencia de la basileia exigían necesariamente que él siguiera con vida
hasta su llegada? Es cierto que Jesús creyó firmemente que participaría en la
basileia a pesar de un posible martirio previo; porque también así cabe
interpretar Mc 14, 25. Tampoco negó esa participación a Juan Bautista, ya
fallecido (Mt 11, 11). La posibilidad de la misma la contempló sin duda en la
resurrección escatológica de los muertos en virtud del poder de Dios. En este
sentido Jesús pudo haber contado también con su resurrección en caso de
morir antes de la llegada definitiva de la basileia.
Todo esto no significa, sin embargo, que Jesús esperase ya una muerte
cruenta de tiempo atrás. Presumiblemente, el martirio no era del todo ajeno
al pensamiento religioso de Jesús y él pudo asociario a la acción escatológica
de Dios. Tenía presente la suerte de Juan Bautista, conocía la de muchos
profetas y justos por la tradición del judaísmo. Posiblemente aceptó ei
martirio en la cena de despedida como destino inexorable y concreto de la
mano de Dios y lo interpretó en Mc 14, 25 como una separación meramente
pasajera de sus discípulos. La futura basileia pondría fin a la separación.
El pensamiento religioso del judaísmo primitivo disponía de las categorías
con las que Jesús pudo entender, hacer comprensible y compaginar su
martirio con su misión y mensaje. Ese pensamiento religioso concibió la idea
del «sufrimiento necesario del justo» y la noción deuteronomística del
profeta'. Ambos modelos fueron aplicados después de pascua para la
interpretación de la muerte de Jesús (cf. cap. 6, § 3). No es improbable que
Jesús estuviera familiarizado con ellos.
Si Jesús consideró el martirio, al menos al final de su actividad, como su
destino concreto, y lo aceptó y comprendió mediante ese modelo acreditado
de religiosidad, otro tanto habrá que decir de los discípulos. ¿O debía Jesús
ocultarles ei destino esperado y sus pensamientos, no iniciarlos en ellos ni
prepararlos? Si esto es así, el derrumbe total de la fe y la esperanza de los
discípulos en la muerte de Jesús no es comprensible.
Podemos dar un paso más: si la fe y la esperanza de los discípulos se
basaran únicamente en Jesús y en su vida, su derrumbe podría parecer
lógico. Pero ¿fue realmente así? ¿no era también Dios el centro de su fe y su
esperanza? El mensaje de Jesús era eminentemente teocéntrico. Su único
interés era Dios y la acción escatológica divina. El relacionar su persona y su
acción con la acción escatológica de Dios no impide ese teocentrismo sino
que lo refuerza. Jesús había comprometido a los discípulos con la causa de
Dios. En la misión encargada por Jesús, ellos anunciaron la acción inminente
de Dios. Es cierto que eran enviados de Jesús, sujetos a su autoridad
profética, y que reconocían la misión especial de Jesús y su revelación por
Dios; pero la fe y esperanza de los discípulos apuntaba sólo indirectamente a
Jesús mismo, y directamente a Dios. ¿Por qué se iba a desplomar esta fe en
la nueva acción escatológica de Dios, que Jesús les había enseñado, por la
muerte del comunicante? La muerte de Jesús significó sin duda un trauma
psíquico, pero difícilmente pudo llevar al derrumbe de la fe de los discípulos.
Quizá Jesús esperó incluso de éstos que después de su martirio llevaran
adelante su mensaje sobre la inminente aparición de la basileia. Sobre la
disposición interna de los discípulos en el lapso temporal entre la cruz y la
resurrección de Jesús sólo caben, pues, estas dos posibilidades: 1. Si la fe y
esperanza de los discípulos se vino abajo en la muerte de Jesús, otro tanto
hay que decir de Jesús. Tal podría ser el caso si Jesús, a pesar de ciertos
signos que apuntaban a su posible martirio, creyó firmemente en la llegada
del reino de Dios en su vida mortal. Aquella esperanza se hubiera quebrado
sin duda ante la muerte atroz de Jesús, para dejar paso a un profundo
desconcierto. Pero este supuesto, no refutable históricamente, no ofrece
ninguna probabilidad. Su dificultad radica en que habría que considerar
entonces todo el relato pospascual de la vida y obra de Jesús como un
ingente escamoteo de la historia. 2. Es más probable que Jesús hubiera
contado con su fracaso personal y su martirio al menos durante la última
estancia en Jerusalén, sin que esto perjudicara la urgencia y la dinámica de
su mensaje sobre la basileia. El y sus discípulos tuvieron presente la suerte
de Juan Bautista, conocían por la tradición el concepto deuteronomístico del
profeta y también ellos compartían el ideal religioso del «sufrimiento de los
justos». Si Jesús contó siempre con la posibilidad de su martirio, pudo
reconocerlo, lo más tarde, en Jerusalén como su destino personal concreto.
Pero es impensable que no hubiera preparado a los discípulos o les hubiera
ocultado su aceptación del esperado destino de la muerte, con fe en Dios y
en su voluntad salvadora. También formó e inició a los discípulos para que
fuesen mensajeros de la basileia. Por eso, su muerte no tenía por qué
significar el derrumbe de esta esperanza, por muy traumática que fuera para
ellos. La huida de Jerusalén puede ser una expresión de este trauma, pero se
puede interpretar también como una medida prudente de autoconservacion
para continuar el mensaje de Jesús en Israel hasta la inminente aparición del
ésjaton.

3. Las apariciones del Resucitado


Sin embargo, los discípulos sólo reanudaron el anuncio de Jesús sobre la
basileia después de producirse los sucesos que ellos interpretaron como
resurrección de Jesús de entre los muertos y como apariciones del
Resucitado.
La resurrección de Jesús, en tanto que acción escatológica de Dios, es un
acontecimiento que trasciende la historia aún inconclusa, y sobre el que no
es posible formular ninguna afirmación histórica. Esto no es ningún
subterfugio del historiador moderno. Los primeros cristianos lo vieron del
mismo modo. Ninguna tradición «narra» la resurrección. Esta figura en la
profesión de fe y en el kerigma. Las apariciones del Resucitado fueron, en
cambio, sucesos intrahistóricos y objeto de testimonio y de relato. Podemos
formular afirmaciones históricas sobre ellas.
No sabemos con certeza cuándo tuvo lugar la primera aparición; pero es
seguro que entre la muerte de Jesús y las apariciones transcurrió un breve
espacio de tiempo. Ya para la fiesta judía de pentecostes, los «doce» estaban
de nuevo en Jerusalen bajo la guía de Simón Cefas y emprendieron allí la
predicación apostólica. Sobre el hecho de las apariciones sabemos también
poco. Los relatos de los evangelios son elaboraciones tardías de tendencia
apologética, salvo el conocido relato de Emaús, Lc 24,13-35 y el de Jn 21, 1-
14, donde se traslucen aún elementos de antiguos relatos de apariciones. El
punto de partida de nuestra reflexión debe ser 1 Cor 15, 3-5 (cf. cap. 14, § 3).
Pablo cita aquí una antigua profesión de fe donde se proclama la muerte y
resurrección de Jesús como hechos salvíficos y se narran las primeras
apariciones del Resucitado.
Pablo emplea para describir las apariciones la expresión «se dejó ver» o «se
hizo visible». Los textos presentan las apariciones como una acción
reveladora objetiva de Dios. Fenomenológicamente puede tratarse de
visiones. Pablo describe así en Gal 1, 15s la aparición que él tuvo del
Resucitado: «Dios se dignó... revelar en mí a su Hijo». El Resucitado elevado
al cielo es revelado por Dios.
La resurrección de Jesús y las apariciones del Resucitado se relacionan
estrechamente entre sí, pero son sucesos diferentes. La resurrección afecta
únicamente a Jesús. En las apariciones, Dios comunicó la resurrección a los
testigos haciéndoles ver al Resucitado. Así quedaba patente que Dios había
dado la razón al Crucificado resucitándolo de la muerte y había actuado ya
en él de modo escatológico.
Aunque la resurrección escape a la investigación histórica, porque expresa
un suceso transhistórico que afecta a Jesús muerto, y aunque la idea de
resurrección sea una conclusión teológica —«la esperada resurrección
general de los muertos se ha anticipado ya en el caso de Jesús»—, lo cierto
es que las apariciones mismas son en sí hechos históricos. Pero, como
cualquier suceso pasado, sólo se pueden conocer mediante el relato y el
testimonio. Los primeros testigos cristianos expresan en el kerigma su firme
creencia de haber visto en las apariciones al Resucitado, y esto en virtud de
una revelación divina, no de una representación propia. No reducen, pues, la
fe en la resurrección a su propia reflexión teológica y a su fe, sino a una
comunicación de Dios. Históricamente no podemos decir más.
La antigua fórmula empleada por Pablo en I Cor 15,3-5, pero también el
propio Pablo (v. 6-8), dan importancia en el recuento de las apariciones a la
sucesión temporal. Según ella, la primera aparición del Resucitado se hizo a
Pedro, y la última, a Pablo. Entre una y otra están las apariciones a los
«doce», a más de 500 discípulos, a Santiago, el hermano del Señor, y sobre
todo, a los «apóstoles». Los relatos de las apariciones en los evangelios no
se corresponden con este orden. No describen la aparición a Pedro ni la
aparición a Santiago, ni hablan de la aparición masiva a los 500 «hermanos».
Esto parece demostrar su origen secundario.

a) La aparición a Simón Cefas


Llama la atención que los evangelios no contengan ningún relato sobre la
aparición a Pedro. Pero esta aparición queda atestiguada en la exclamación
pascual de Lc 24, 34: «Es verdad: ha resucitado el Señor y se ha aparecido a
Simón». Esta exclamación no forma parte del antiguo relato de Emaús. Es
una adición de Lucas. La forma nominal de Simón sugiere su antigüedad.
Junto a 1 Cor 15, 5, el texto conserva el recuerdo de la aparición a Pedro.
Hay dos relatos en los evangelios que cabe considerar, con buenas razones,
como antiguos relatos de apariciones que fueron retrotraídos a la época del
Jesús terreno. Pedro desempeña en ambos el papel principal. Sus
compañeros, en cambio, aparecen como personajes secundarios.
Una vez que la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír el mensaje de
Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret, vio dos barcas juntas a la
orilla: los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes.
Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la retirara un poco de
tierra. Desde la barca, sentado, estuvo enseñando a la gente. Cuando acabó
de hablar, dijo a Simón: «Sácala lago adentro y echad las redes para
pescar». Simón contestó: «Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y
no hemos cogido nada; pero ya que lo dices tú, echaré las redes». Así lo
hicieron, y cogieron tal redada de peces, que reventaba la red. Hicieron
señas a los socios de la otra barca para que vinieran a echarles una mano, se
acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto,
Simón Pedro se echó a los pies de Jesús, diciendo: «Apiádate de mí. Señor,
que soy un pecador». El y sus compañeros se habían quedado pasmados al
ver la redada de peces que habían cogido; '"y lo mismo les pasaba a
Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran socios de Simón. Jesús dijo a
Simón: «No temas: desde ahora serás pescador de hombres». "Ellos sacaron
las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron (Lc 5, 1-11)2.
El relato originario nos habla sólo de Pedro. No refiere su llamada al
seguimiento (como hace Mc 1, 16-20) sino la invitación de Jesús a ser
«pescador de hombres». Todo el relato presupone que Pedro es ya discípulo
(cf. 5, 5.8). Así lo indica también la fórmula «desde ahora» en v. 10b: Pedro
será «pescador de hombres», no sólo en el futuro (así Mc 1,17) sino «desde
ahora». La narración está hecha, pues, desde la perspectiva pospascual y
supone la situación pospascual. Podría ser originariamente un relato de
aparición (cf. Jn 21, 1-14). Narra la misión encomendada a Pedro por el
Resucitado de ser el mensajero de Jesús. Presupone que Pedro, después de la
muerte de Jesús, volvió a Galilea a ejercer su profesión. El reconocimiento de
Pedro de ser un pecador (v. 8b) alude probablemente a sus negaciones en la
pasión (cf. Mc 14, 66-72).
El relato de la transfiguración en Mc 9,2-8 narra en el contexto actual un
suceso de la vida del Jesús terreno; pero es fácil desligarlo del contexto. No
forma parte, originariamente, de 9, I, y los versículos 9, 9s son una
continuación redaccional del evangelista.
Seis días después cogió Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan y subió con ellos
solos a una montaña alta y apartada. Allí se transfiguró delante de ellos: sus
vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no es capaz de
blanquearlos ningún batanero del mundo. 'Se les aparecieron Elias y Moisés
conversando con Jesús. Intervino entonces Pedro y le dijo a Jesús: «Maestro,
viene muy bien que estemos aquí nosotros; podríamos hacer tres chozas:
una para ti, otra para Moisés y otra para Elias». Estaban tan espantados que
no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de
la nube: «Este es mi Hijo, a quien yo quiero, escuchadlo». De pronto, al mirar
alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos.
La fecha introductoria «seis días después», la escena sobre el monte, la
representación de Jesús como un ser celestial (v. 2ss) y, en general, todo el
carácter de la narración, indican que este relato fue en sus orígenes un
relato de aparición. El tema de la metamorfosis de Jesús (v. 2) parece
secundario; se añadió cuando el relato fue retrotraído a la vida de Jesús. El v.
8, al menos 8b, podría ser también secundario. Quizá el relato originario
narraba en este punto la transfiguración de Jesús. El relato originario
describe cómo se manifestó Jesús resucitado a sus discípulos (¿Pedro?) sobre
un monte en su gloria celestial. El blanco es el color de los vestidos celestes
(cf. Mc 16, 5; Jn 20, 12; Hech 1, 10; Barsir 51, 3-12). Junto a Jesús y
subordinados a él se aparecen Moisés y Elias, otros dos habitantes del cielo;
ellos no murieron, según la tradición judía, sino que fueron arrebatados al
cielo. Como se esperaba el retorno de Moisés y Elias en el tiempo final, su
aparición pone de manifiesto el carácter escatológico de la escena. Este
carácter se expresa también en el V. 5; Pedro cree haber comenzado el
tiempo final que unirá el cielo y la tierra.
Jesús es el protagonista: Moisés y Elias hablan con él. La aparición de ambos
avala a Jesús y lo cualifica como personaje escatológico. La voz divina desde
la nube anuncia quién es Jesús: «Hijo de Dios». Este título es aquí, como en
Rom 1, 3s, un título de realeza mesiánica (cf. cap. 6, § 2).
Las dos narraciones sugieren en su redacción original la fase más antigua de
la tradición cristiana primitiva. No consta, obviamente, si uno de ellos o
ambos reflejan la aparición a Pedro, pero es muy presumible.

b) El lugar de las apariciones


De ser ambos relatos antiguos relatos de aparición, se podría dar respuesta
con mayor seguridad a la pregunta por el lugar de las apariciones. Lc 5, 4-11
presupone el regreso de Pedro después de la muerte de Jesús al lago de
Galilea y a su antiguo oficio. El relato sería entonces un fuerte indicio de que
la aparición a Pedro se produjo en Galilea. Mc 9, 2-8 no se contradice con
esto; aunque no sitúa expresamente el monte en Galilea, queda claro que la
escena no tiene lugar en Jerusalén o cerca de ella.
Las fórmulas tradicionales de 1 Cor 15,3-5 y de Pablo (v. 6-8) no se interesan
por el lugar de las apariciones. Lo importante para ellas es a quién se
aparece el Resucitado. Las apariciones legitiman a sus receptores. La
aparición a Santiago, el hermano del Señor, mencionada en 1 Cor 15,7, es
difícilmente situable en Jerusalén, porque allí el único lugar imaginable podía
ser la explanada del templo; pero un fenómeno de masas ocurrido en ella
habría tenido un amplio eco y se habría plasmado con más fuerza en la
tradición. Aunque no podamos decir nada preciso, resulta verosímil que las
primeras apariciones del Resucitado acontecieran fuera de Jerusalén. En
favor de Galilea está el dicho tradicional de Mc 14, 27s, que es recogido en
Mc 16,7. No es descartable, sin embargo, que después del regreso de Pedro
y otros discípulos a Jerusalén se produjeran también allí otras apariciones.

4. El regreso de los discípulos a Jerusalén

a) El papel de Pedro
La primera aparición otorgada a Pedro legitimó a éste como primer discípulo.
Pedro había desempeñado ya un papel destacado en vida de Jesús en el
grupo de discípulos. Pero su puesto preeminente en la comunidad primitiva
lo ocupó por haber sido el primer testigo de la resurrección. Es lo que
expresa 1 Cor 15, 5, que lo llama con su «nombre oficial» Cefas. Esto no
tiene por qué significar que este nombre le fuera impuesto en la primera
aparición, pero sí que llevó este nombre por esa razón.
La aparición del Resucitado debió de suponer para Pedro el giro decisivo de
su vida. Pedro creyó en la misión y el mensaje de Jesús y lo confirmó con el
seguimiento; pero la aparición del Resucitado dio una nueva dimensión a la
fe de Pedro. Esa fe pasó a ser la fe en el Resucitado mismo, a quien Dios
había confirmado a pesar de su muerte ignominiosa y cuyo mensaje sobre la
inminencia del Reino seguía siendo por tanto válido. La aparición de Jesús
resucitado por Dios le hizo ver que había llegado el tiempo final. La esperada
resurrección de los muertos se había producido ya en Jesús. Este vivía ahora
en la gloria del cielo junto a Dios y se disponía a ejercer una función
escarológica. Si el Jesús terreno había entendido ya su acción como el
comienzo del reino de Dios, ahora cabía esperar del Resucitado la realización
definitiva de la basileia. Quizá todo esto quedó claro para Pedro con la
aparición del Resucitado. Lo que Pedro y los discípulos apenas habían podido
vislumbrar en vida de Jesús, se convirtió en certeza con la aparición del
Resucitado: Jesús había sido confirmado por Dios espectacularmente y
constituido en el «mesías/Hijo del hombre» celestial.
Pedro debía dar testimonio de lo que le fue revelado en la primera aparición.
Toda la tradición del cristianismo primitivo afirmó que las apariciones no
fueron meras revelaciones privadas sino a la vez un llamamiento y una
misión de los testigos. Esto es válido también para Pedro. La primera
aparición hizo de él el primer testigo pospascual en favor de Jesús y del valor
de su mensaje. Cabe presumir así que Pedro anunciara entre los seguidores
de Jesús el mensaje de que el Crucificado vivía, y que reuniera a los
discípulos. ¿Qué otra función iba a tener la primera aparición a Pedro? En la
mayoría de las siguientes apariciones del Resucitado que se enumeran en 1
Cor 15, 5ss, Pedro estuvo igualmente presente.
El papel de Pedro en los comienzos de la comunidad primitiva resulta claro
por el antiguo logion tradicional de Lc 22, 31s.
Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo.
Pero yo he pedido por ti para que no pierdas la fe. Y tú, cuando te
arrepientas, afianza a tus hermanos.
Estas palabras dirigidas a Pedro anuncian una grave crisis de los discípulos
de Jesús: Satanás los «cribará» como se criba el trigo para separar el grano
de la paja. En esta crisis muchos serán desleales. Pero Jesús oró por Pedro
para que no desfalleciera su fe. A él encomienda la misión de fortalecer a los
hermanos acosados.
El logion refleja retrospectivamente la situación de los discípulos ante la
pasión de Jesús. Esto se interpreta como una crisis de fe en los discípulos
provocada por Satanás. Pero el texto no dice en modo alguno que todos los
discípulos vayan a flaquear en la fe a excepción de Pedro; tampoco dice que
Simón no será «cribado» por Satanás. El texto expresa más bien su papel
después de pascua. El fortaleció a los hermanos. Posiblemente se hace aquí
referencia a su testimonio pascual, que él dio después de la primera
aparición del Resucitado.
Lc 22,31 no es un dicho del Jesús terreno. ¿Por qué Jesús iba a orar sólo por
Pedro? Es más bien un dicho profético del cristianismo primitivo que fue
pronunciado en nombre del Resucitado. Justifica la función directiva de
Simón Pedro en la comunidad por la oración del Jesús terreno y por el papel
histórico que Simón Pedro desempeñó como primer testigo del Resucitado.

b) La. marcha a Jerusalen


El grupo de discípulos reunido a raíz de la primera aparición, o al menos su
núcleo, los «doce», partió pronto para Jerusalen. Era el lugar donde había
que anunciar, antes que en cualquier otro, la resurrección de Jesús y
proclamar en su nombre la inminencia de la basileia. Allí había que esperar,
antes que en cualquier otro lugar, el inicio de los ésjata. Según las
esperanzas del antiguo testamento y del judaísmo primitivo, Jerusalen sería
el punto central de la revelación escatológica de Dios, adonde afluirían todas
las naciones.
La partida de los discípulos de Jesús para Jerusalén no tenía por qué llamar la
atención; pudo producirse discretamente. Jerusalén era una ciudad de
peregrinos. La afluencia de grandes grupos de peregrinos de todas las zonas
de Palestina y de la diáspora judía era un fenómeno diario y formaba parte
de la imagen de la ciudad. El número de peregrinos excedía en varias veces
del número de residentes habituales, sobre todo en las grandes fiestas
judías. La descripción pentecostal en Hech 2, Iss, con sello lucano, podría
tener un fondo histórico, al menos en la aparición pública de los discípulos
en Jerusalén durante la fiesta de las chozas después del suceso de la cruz,
en su anuncio de la resurrección de Jesús a todo Israel allí congregado y en la
invitación a la conversión ante la inminencia de la basileia.

5. Grupos cristianos en Galilea


La partida de los «doce» para Jerusalén deja un margen de tiempo, aunque
breve, para la actividad de Pedro y los otros discípulos en Galilea. La
aparición pública de los discípulos en Jerusalén no tenía por qué significar el
comienzo de su predicación; su importancia residía en el hecho de
presentarse ante el foro de todo Israel. Cabe presumir que el mensaje de la
resurrección de Jesús por Dios fuera anunciado ya por Pedro y los otros en
Galilea, antes de la marcha de los discípulos a Jerusalén. Si Pedro era el
primer testigo de la resurrección y había reunido de nuevo a los otros
discípulos en nombre de Jesús, esta acción sólo es imaginable como una
misión realizada en Galilea y en Judea. Sólo los discípulos seleccionados por
Jesús habían compartido su vida itinerante. La mayoría de los fieles al Jesús
terreno no habían sido invitados a seguir directamente a Jesús, sino que
permanecían en su lugar habitual. Ellos eran el entorno social donde
pudieron retirarse los discípulos después de la muerte de Jesús. A estos fieles
dispersos en Galilea y en Judea pudo ir dirigida la misión de Pedro después
de la primera aparición. Había que anunciarles a ellos la resurrección de
Jesús, y entre ellos había que buscar a los antiguos compañeros para
«afianzarlos» (Lc 22, 31s). Las apariciones a los «doce», sobre todo a los
«apóstoles», mencionadas por Pablo en 1 Cor 15,5ss, pero especialmente a
más de quinientos hermanos, podrían haber acontecido en esta fase de
constitución de la comunidad primitiva. De esta primera misión de Pedro y
sus compañeros entre los amigos y simpatizantes del Jesús terreno en
Galilea y Judea pudo haberse formado después la expedición de los
discípulos de Jesús que subió a Jerusalén para la fiesta de las chozas. Pero la
fe en Jesús resucitado se había difundido ya antes ampliamente por Galilea y
Judea.
Debemos suponer, pues, que existían en toda Palestina pequeños grupos
dispersos de discípulos de Jesús que constituyeron después de pascua las
primeras comunidades «cristianas». Parece que se trataba generalmente de
«casas», es decir, familias, y en algunos casos quizá también grupos de
familias. Es poco probable que estas células cristianas dispersas
mantuvieran contactos entre sí desde el principio. Por eso no cabe hablar de
una «comunidad primitiva» galilea, ya que esto presupone una cierta unidad
organizativa y teológica. Sin embargo, dadas las cortas distancias
geográficas en Palestina y teniendo en cuenta la actividad de los misioneros
itinerantes, hay que suponer que los contactos de las distintas células
cristianas entre sí y con la naciente comunidad de Jerusalén se produjeron a
hora temprana. Jerusalén se convirtió pronto en punto central de la
«comunidad primitiva». Pero ésta abarcaba, además de la comunidad
jerosolimitana, toda la comunidad de Palestina fiel a Jesús. Hay que dar por
supuesto que no todos los impulsos hacia la formación de una tradición o
hacia la misión de Israel partieron de Jerusalén o fueron dirigidos desde allí.
La comunidad de Jerusalén ocupó el primer rango en el desarrollo de la
teología y la misión cristiana por la relevancia teológica y religiosa de la
ciudad y por las personalidades que actuaron en ella; pero los grupos de
discípulos residentes en Galilea y en el resto de Palestina podrían haber
tenido su propia iniciativa teológica y misionera. Volveremos sobre esto más
abajo (cf. cap. 9); pero debemos abordar antes el proceso ulterior en
Jerusalén.

2.- EL CONTENIDO DE LA PRIMERA PREDICACIÓN


El hecho escatológico de la resurrección del Crucificado significó una
justificación singular e inaudita de la persona y el mensaje de Jesús por parte
de Dios. Jesús había anunciado la inminencia del reinado escatológico de
Dios, incluso el comienzo del Reino en sus propias obras. La resurrección de
Jesús fue la confirmación divina irrefutable de este mensaje de Jesús. Jesús
fue realmente el último mensajero de Dios. No había que esperar ya a
ningún otro profeta; no faltaba ningún otro mensaje de Dios. Lo próximo
sería la acción directa de Dios en la instauración de su Reino.
Con las apariciones, los testigos se sintieron mensajeros de Jesús y
anunciadores de su causa. Ellos debían y querían comunicar el mensaje de
Jesús y su llamada a la conversión escatológica a un Israel obstinado que
rechazó al último profeta de Dios. Aún quedaba un plazo para la conversión.
Si Dios se pronuncia en favor de Jesús crucificado, el que quiera pertenecer
al reino de Dios debe pronunciarse también ahora por él y su mensaje. Pedro
y los «doce» se presentaron así en Jerusalén como mensajeros de Jesús y
recordaron de nuevo a Israel su mensaje, al tiempo que anunciaban su
resurrección.
Es cierto que también la comunidad de Qumrán siguió honrando al «maestro
de justicia», después de su muerte, como profeta enviado por Dios, y vivió
con arreglo a sus enseñanzas. También los discípulos de Juan Bautista
consideraron a éste, a pesar de su ejecución, como un mensajero
escatológico de Dios y continuaron su obra. Pero ninguno de estos grupos,
que sepamos, anunció públicamente a todo Israel con el inaudito valor de los
discípulos de Jesús el mensaje y la persona de la figura profética honrada por
ellos como última palabra y oferta de salvación insoslayable.

1. La «fórmula de contraste»
Una de las fórmulas más antiguas del anuncio cristiano primitivo, quizá la
más antigua, nos ha llegado en los discursos de los apóstoles en los Hechos
(2, 14-36; 3, 12-25; 4, 8-12; 5, 29-32; 10, 34-43; 13, 16-41)'. Estos discursos
no reproducen literalmente las palabras de los apóstoles sino que son
composiciones de Lucas; pero contienen fórmulas consagradas. Hech 4, 10b
incluye una de esas fórmulas:
...Jesús, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de la muerte.
La fórmula está en acusativo; requiere, pues, una oración antecedente.
Probablemente comenzaba con la frase «Os anunciamos a Jesús...». El
contexto vital de la fórmula fue quizá el anuncio misionero más antiguo de la
comunidad jerosolimitana sobre Jesús. Hace responsables a los oyentes de la
crucifixión de Jesús; ellos habían rechazado a Jesús. Afirma que Dios
respondió a ese rechazo con la resurrección de Jesús; y contradice el juicio
de los judíos sobre el Crucificado (cf. Dt 21, 22). Dios rehabilitó y justificó al
Crucificado resucitándolo. El oyente es invitado ahora a aceptar el juicio de
Dios. La fórmula es, pues, anuncio y llamada a la conversión al mismo
tiempo.
No contiene aún ningún título cristológico, y esto es una prueba de su
antigüedad. Reivindica a Jesús al atestiguar la acción de Dios en él,
resucitándolo. Sólo dice que el Jesús crucificado no permaneció en la muerte
como un maldito sino que fue arrancado de ella por la acción escatológica de
Dios en la resurrección; pero ya esto lo rehabilita definitivamente. Jesús vive
como «justo» cerca de Dios. La fórmula dice de él lo que nunca se puede
decir de ningún otro ser humano. Dios actuó en él como en ningún otro. El
texto no expresa aún para qué lo resucitó Dios, pero queda abierto en esa
dirección. La resurrección de Jesús lleva consigo su elevación a Dios; además
de justificar al Jesús terreno y su mensaje, afirma implícitamente que a Jesús
le fue otorgada una función celestial.

2. La reanudación del anuncio de Jesús


El mensaje de la resurrección de Jesús no fue el único contenido de la
predicación de los discípulos. La rehabilitación del Crucificado por parte de
Dios legitimó definitivamente el mensaje del Jesús terreno. Por eso era
preciso proclamarlo de nuevo y con urgencia a todo Israel.
«Todo el contenido de la fe está determinado por las apariciones del
Resucitado. ¿En qué sentido? Obviamente, no en el sentido de que los
cristianos se limitaran en adelante a repetir; 'Jesús ha resucitado'. De otro
modo no se hubiera difundido la enseñanza de Jesús, primero oralmente y
poco después también por escrito. Los cristianos invitan a la penitencia,
como hiciera antes Jesús; predican el perdón de los pecados y la salvación
para los pobres. Emplazan a los oyentes —como a sí mismos— ante la
próxima llegada del reino de Dios. Si se Juzga su doctrina en un plano formal,
puede parecer la doctrina de una sec-,ta judía de orientación escatológica
que insta a una radical obediencia a Dios; pero nociones como la espera
escatológica y la obediencia adquieren un significado nuevo a través de la
profesión de fe 'Cristo ha resucitado'» (Conzelmann, Geschichte, 30).
Pero no estaba nada claro en un principio cuál era el «nuevo significado»
pospascual de la fe de los discípulos. Comenzó entonces un proceso de
reflexión que cabe reconstruir en líneas generales a través de la historia de
la tradición. Los discípulos se atuvieron estrictamente, en un principio, al
mensaje del propio Jesús. Esto se constata en el antiguo relato de aparición
Mc 9, 2-8, donde Dios mismo confirma el mensaje de Jesús como su propia
palabra escatológica: «Escuchadlo».
El contenido de la primera predicación pospascual de los discípulos coincidió
con el contenido del mensaje de Jesús. En el curso de nuestra exposición
veremos cómo la persona de Jesús, su muerte, su resurrección y su
significación soteriológica van ocupando paulatinamente la reflexión
teológica. Pero esto no significa que esos temas suplantaran la predicación
propia de Jesús, aunque la idea de basileia se va desvaneciendo en la
tradición primitiva. En realidad, toda la predicación apostólica se puede
entender como un desarrollo cristológico del anuncio de Jesús sobre el Reino.

a) Continuidad entre el anuncio prepascual y el pospascual


En una perspectiva histórica, los discípulos continuaron después de pascua
la actividad de predicación misionera que ya habían realizado por encargo de
Jesús antes de pascua. Jesús había anunciado su mensaje a todo Israel; lo
había difundido en misión itinerante en las ciudades, aldeas y poblados.
Quiso restaurar con su actividad el antiguo pueblo de las doce tribus en la
basileia de Dios próxima a llegar, recorriendo los lugares donde habitaban
los israelitas. Su intención era congregar y renovar a todo Israel y no una
comunidad residual de justos y piadosos. En este sentido, él no distinguió
entre «justos» y «pecadores». Todo Israel tenía la posibilidad, en una última
iniciativa de Dios, de participar en la basileia final. Dios estaba dispuesto a
perdonar todos los pecados sin condiciones previas. También el pecador
podía experimentar en Israel, aquí y ahora, la bondad del Dios que perdona;
también él era invitado al reino futuro si acogía la llamada de Jesús y se
comprometía al fiel cumplimiento de la voluntad de Dios, es decir, si dejaba
de ser pecador. En esto difería Jesús del movimiento penitencial de los
esenios, que sometían a un noviciado de varios años a todo el que quisiera
ingresar en su comunidad. Difería también de los fariseos de su tiempo, que
sólo garantizaban la posibilidad de salvación al fiel cumplidor de la tora.
Jesús no examinaba quién había vivido religiosamente y quién
pecaminosamente antes de ofrecerle la nueva iniciativa salvadora de Dios.
La razón última de ello hay que verla en su teocentrismo y en su idea de la
santidad absoluta de Dios, ante la que todo hombre es pecador. En esto
coincidía con Juan Bautista; pero a diferencia de él, Jesús no invitó a Israel a
llevar una vida ascética en el desierto, sino que buscó a la gente en su
situación concreta y en la vida cotidiana, y comenzó a vivir con ellos la
nueva comunión de la basileia divina.
Este programa exigía unos colaboradores. Por eso convocó Jesús a unos
discípulos que compartieron con él la vida itinerante y la acción misionera.
Las tradiciones del nuevo testamento sobre actividad misionera (cf. Mc 6, 7-
13; Mt 10, 1-15, Lc 10, 1-12) arrancan en lo esencial de Jesús. Este envió a
los discípulos a anunciar su mensaje, y los formó y preparó espiritualmente
con este fin. Los discípulos no fueron en modo alguno una caterva de ilusos y
fanáticos, como parecen sugerir a veces los evangelios. Tampoco eran
campesinos y pescadores incultos. Eran incultos en cuanto al conocimiento
de la sabiduría y la tora judía; pero en este punto tampoco los aventajaba
Jesús . En el sentido de un pensamiento religioso práctico y de la reflexión
teológica tal como se practicaba en ambientes judíos piadosos, de
orientación escatológica, no eran incultos.
Hay que añadir el «adoctrinamiento» a que los sometió Jesús, aunque no en
la línea de la tradición rabínica posterior. No es probable que Jesús los hiciera
aprender de memoria sus dichos y parábolas. Pero los dichos y las parábolas
no eran simples explicaciones espontáneas. Jesús envolvió su mensaje en
sentencias, metáforas, exhortaciones y relatos cuidadosamente elaborados y
transparentes que pronunciaba, no una sino repetidas veces. Los discípulos
que lo acompañaban y otros oyentes pudieron grabarlos en la memoria y
trasmitirlos. Tales logia y parábolas fueron probablemente punto de partida o
resumen de la predicación de Jesús, así como de los diálogos de reflexión
entre él y sus oyentes, incluidos los discípulos. De ese modo el propio Jesús
preparó a éstos para presentar y trasmitir con libertad su mensaje.
Esto no significa dar pábulo a un optimismo en lo relativo a la historia de la
tradición. El «foso pascual» detectado por la historia de las formas sigue
existiendo. Sólo poseemos el mensaje propio de Jesús en la versión del
anuncio pospascual. La tradición viva es siempre un proceso creativo en el
que influyen el orador y los oyentes dentro de su nueva situación; y la
situación de los discípulos y sus oyentes después de pascua difería
totalmente de la situación existente durante la actividad terrena de Jesús. Su
fe prepascual apareció después de pascua a una nueva luz. Otro tanto hay
que decir de la tradición en la que se expresó esta fe. De ahí que la
predicación pospascual de los discípulos no fuese una simple repetición de
parábolas y logia aprendidos de memoria. La nueva situación creada por ¡a
resurrección de Jesús tuvo que influir en el mensaje llegado de Jesús, tanto
más a medida que pasaba el tiempo. Por eso se impone la actitud de
escepticismo histórico frente a las tradiciones concretas del cristianismo
primitivo, y para el historiador es una virtud irrenunciable. Pero globalmente
y considerando el conjunto de la predicación prepascual de Jesús y de los
discípulos, podemos abrigar un optimismo histórico. La experiencia pascual
no replanteó radicalmente ni reescribió desde cero la predicación prepascual,
de forma que nada podamos saber ya de ella. Podemos considerar, al
contrario, la predicación pos-pascual de los discípulos, con todo derecho
histórico, como una interpretación auténtica de la predicación prepascual de
Jesús. Cabe suponer así, sin poder asegurarlo históricamente en cada caso,
que los logia y las parábolas de la tradición sinóptica se basan en la
predicación prepascual de Jesús y de los discípulos en mayor medida de lo
que ha admitido la investigación de la historia de las formas.
Si esta visión es correcta y los discípulos continuaron después de pascua el
mensaje de Jesús, siempre a la luz de la experiencia pascual, se impone una
consecuencia que es preciso tener en cuenta en los planos histórico y
teológico. Los discípulos estaban ya «autorizados» por el Jesús terreno para
trasmitir su mensaje antes de ser renovada y confirmada esta «autorización»
por el Resucitado. Ellos, con su predicación pos-pascual , cumplen el encargo
del Jesús terreno y del Jesús resucitado al mismo tiempo. Continuaron así la
causa de Jesús, pero ahora como causa de aquel que Dios había confirmado
milagrosamente resucitándolo de la muerte. Fueron legitimados por Dios
mismo como testigos y mensajeros del Resucitado para anunciar el mensaje
de Jesús como palabra salvadora de Dios última y decisiva.

b) El mensaje de Jesús después de pascua


No es éste el lugar para exponer el contenido de la predicación prepascual
de Jesús y de los discípulos en su reanudación pospascual. Sólo podemos
sugerir algunas líneas maestras. Hay que señalar que la predicación
pospascual de los discípulos aplicó las parábolas y logia que llevan el sello de
Jesús.
Así, los discípulos de Jesús aparecieron después de pascua como
predicadores de conversión y de juicio para todo Israel. La conversión tiene
un «de dónde» y un «hacia dónde». El «de dónde» fue el pasado pecaminoso
de Israel que le acarreó el castigo. Al dar muerte al mensajero de Dios y
profeta Jesús, Israel colmó la medida de su constante desobediencia a Dios.
Fue una «generación mala» (Lc 11,29), tan mala como la de sus padres, a la
que tanto denostaba (cf. Mt 23, 29.33). El que no se convierta ahora correrá
la misma suerte que aquellos «pecadores» cuyo final se vio como un castigo
de Dios (cf. Lc 13,1-5). También el «piadoso», también el fariseo pertenecía
al bando de los pecadores. Su autoimagen queda en evidencia en la
parábola de Jesús sobre el «fariseo y el publicano» (Lc 18,9-14), que los
discípulos asumieron después de pascua. Esta parábola rompe el muro que
separaba a los «justos» de los «pecadores». Todos están ante Dios en la
situación del deudor y del pecador. Ay de aquel que condena a otro antes
que Dios haya dictado sentencia. No hay nadie que no deba escuchar la
llamada a la conversión y no necesite del perdón de Dios. Pero ahora Dios ha
dado un plazo para la conversión; quien deje pasar este plazo, sufrirá el
castigo de Dios (Lc 12, 54-56; 13, 6-9).
Conviene recordar que el mensaje propio de Jesús y el de los discípulos
pospascuales coincidieron inicialmente en la llamada a la conversión y a la
penitencia. Había que definir primero la situación de todo Israel ante Dios.
Todos son pecadores y están pendientes del castigo. Nadie cumple la
voluntad de Dios; Israel en su conjunto es culpable ante Dios, y su último
pecado fue el haber rechazado y dado muerte a Jesús, al que Dios ha
ratificado como su último mensajero, resucitándolo.
Pero la conversión tiene también un «hacia dónde». El castigo de Dios no es
la última palabra sobre el pasado de Israel; Dios ha decidido ahora salvar a
todos; quiere instaurar su Reino e imponer su voluntad. Por eso los
discípulos, sucesores de Jesús, se presentan a la vez, después de pascua,
como anunciadores de la voluntad de salvación divina, aplicable a todo
Israel. La nueva salvación de Dios se ofrece a todo israelita, sea «justo» o
«pecador». Así, los discípulos reiteran después de pascua el mensaje de
Jesús: Dios está dispuesto a perdonar sin condiciones; Israel puede obtener
el perdón de Dios si se convierte. La parábola del fariseo y el publicano
muestra cómo Dios justifica aquí y ahora incondicionalmente al pecador
convertido y cómo el hombre se convierte a Dios. La conversión consiste en
la sincera autocondena del pecador y en su petición de misericordia a Dios:
«Dios mío, ten compasión de este pecador». La predicación pospascual de
los discípulos en su recepción de las parábolas de Jesús, muestra cómo Dios
salva incluso a aquel que no puede presentarle ninguna «obra» buena (cf. Mt
20, 1-15; Lc 15, 11-32).
Para referirse a la nueva salvación de Dios que actúa ya en el presente y que
aparecerá definitivamente en el próximo futuro, los discípulos pospascuales
emplean, como Jesús mismo, la palabra simbólica «reino de Dios». Dios es
rey y quiere hacer una manifestación de su realeza en un próximo futuro
instaurando su soberanía. La decisión ya está tomada en el cielo. Satanás ha
caído de lo alto como un rayo (Lc 10, 18). La basileia comenzó ya en los
exorcismos de Jesús contra los demonios que recoge la predicación
pospascual (Lc 11, 20). La resurrección del Crucificado y las apariciones del
Resucitado muestran asimismo que la salvación ha comenzado y se llevará a
cabo en breve. Ahora se instaura la comunidad del futuro, ahora se reúnen
los participantes en el reino de Dios.
Los discípulos de Jesús hacen suyos en su predicación pos-pascual los logia y
las parábolas con los que Jesús había anunciado el reino de Dios. El había
iniciado la basileia en su vida. Los comienzos son aún modestos e
irrelevantes; pero pronto acabarán en el reinado universal de Dios (Mc 4, 3-
8.26-29.30-32). El «pequeño rebaño» de los discípulos y de aquellos que
siguen su mensaje tiene la promesa del reino de Dios (Lc 12, 32); pero la
basileia está abierta a todo Israel si acoge la llamada de los discípulos a la
conversión.
Los oyentes de la predicación pospascual de los discípulos son dichosos
porque están viviendo lo que tanto desearon muchos reyes y profetas de
Israel (Mt 11, 5s; Lc 10, 23s). Las bienaventuranzas cobran una resonancia
especial en la predicación pospascual porque ya ha comenzado la salvación.
El mensaje pospascual de los discípulos repite las célebres bienaventuranzas
de Jesús (Lc 6, 20b-21)3:
Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino.
Dichosos los que pasáis hambre, porque quedaréis saciados.
Dichosos los que lloráis, porque vais a reír.
Esas bienaventuranzas', que prometen incondicional mente la salvación
divina como liberación de todo mal a los necesitados, a los pobres, a los que
pasan hambre y a los que lloran, tiene sin duda su origen en Jesús mismo. La
predicación pascual les otorgó desde el principio igual importancia y función
que tenían en la predicación de Jesús, como demuestran las ampliaciones y
modificaciones añadidas muy pronto. Las ampliaciones y modificaciones
adaptan esas promesas a la nueva situación de los oyentes.
Las «bienaventuranzas» forman una unidad. La oración antecedente es
aclarada por el paralelismo consiguiente. El texto llama dichosos a los
«pobres»; se refiere a pobres reales cuya existencia se caracteriza por el
hambre y las lágrimas. Ensalza a estos pobres porque les pertenece el reino
de Dios. En él quedarán saciados y reirán. Dios mismo cambiará la situación
actual en el banquete escatológico. «Dios les consolará, les saciará, tendrá
misericordia de ellos, les llamará hijos suyos. El les dará la tierra como
heredad, él les manifestará su rostro: en favor de ellos él va a establecer su
Reino. Y este Reino está cerca» (Bornkamm, Jesús, 82).
Detrás de las «bienaventuranzas» florece la esperanza. No consuelan con un
más allá mejor que llegará más tarde, sino que son un anuncio profetice de
la salvación inminente, ya iniciada.
En la predicación pospascual, todas las «bienaventuranzas» se pronuncian
para los miembros de la comunidad y les prometen proféticamente la
salvación como verdaderos pobres.
«El reino de Dios se promete como un acontecimiento futuro (los
hambrientos saciarán su hambre), pero es también una realidad presente,
porque se pueden sentir sus efectos. Tratemos de imaginar la situación de
los primitivos seguidores de Jesús según se refleja en esta tradición
primitiva. Ciertos judíos pobres de Palestina se agruparon, quizá ya en vida
de Jesús, quizá también más tarde, como seguidores o partidarios suyos.
Aquellos judíos consideraban su situación de pobreza, que los condenaba al
hambre, al llanto y a la enfermedad, como un escándalo a los ojos de Dios.
Aquella vida miserable no podía tener su origen en Dios. Dios decide acabar
con el desorden. Dios reinará y entonces el hambre y los padecimientos de la
pobreza se habrán acabado de una vez. Los adictos a Jesús eran sin duda
pobres y transmitieron la buena noticia a los demás pobres. Ya la mera
existencia de aquella esperanza cambió muchas cosas. Se producen
milagros. No cabe duda de que en el movimiento en torno a Jesús se curaba
a las personas y que éstas interpretaron los milagros como el comienzo de la
era definitiva» (Schottroff-Stegemann, 45s).
Las «binaventuranzas» se proclamaban quizá en la comunidad primitiva
dentro del contexto de la celebración bautismal. Aquí se anunciaba la
salvación, muy concretamente, a los nuevos miembros de la comunidad de
Jesús. La salvación comienza también en la vida de la comunidad; dentro de
ésta, todos sacian el hambre en la mesa común de cada día, donde se vive el
júbilo escatológico. Es posible que tales comidas fueran tambien el contexto
de las bienaventuranzas; por ejemplo, como alocución al bendecir la mesa
(cf. cap. 5, § 2e).
Otro tema de la predicación pospascual de los discípulos es la salvación
como una oferta incondicional de Dios. Se exige para ello la aceptación
sincera de la basileia. A ello hacen referencia en forma expresiva las dos
bellas parábolas del «tesoro del campo» y de la «piedra preciosa» (Mt 13,
44-46), pero también la parábola un tanto problemática del «administrador
infiel» (Lc 16,1-9). El oyente debe tomar como ejemplo de su actitud la
decisión radical de los protagonistas de estas parábolas.
La disposición de Dios al perdón, puesta de relieve en la predicación del
Reino, exige del hombre el mismo comportamiento para con el prójimo. Esto
lo ilustra gráficamente la parábola del criado inmisericorde (Mt 18, 13-34).
Quien ha sentido la misericordia de Dios debe ser misericordioso.
«El criado que no perdona a su compañero (v. 30) ha faltado a este deber de
practicar la misericordia; ha pedido misericordia, pero no la ha otorgado. La
misericordia no penetró en él, no lo cambió, no se hizo realidad en él. Por eso
se encuentra al final en el mismo punto donde había comenzado: fuera del
proceso de la misericordia, en el orden del derecho y, en consecuencia,
prisionero de su culpa (cf. v. 34 con V. 24s)» (Merklein, 121).
La parábola del gran banquete (Lc 14, 16-24) subraya la urgencia y la
inaplazabilidad de la decisión ante la inminencia del Reino. Quien no acepta
ahora la invitación a la basileia, quedará fuera. El que quiera participar,
deberá esforzarse en entrar por la puerta estrecha (Lc 13, 24); de lo
contrario será demasiado tarde (Lc 13, 25; cf. Lc 16, 16).
La conciencia escatológica del pequeño grupo de los discípulos pospascuales
de Jesús, con su misión y su proclamación del Reino, se refleja en el logion Lc
12, 32:
No temas, pequeño rebaño,
que es decisión de vuestro Padre daros el reino.
Los discípulos de Jesús predicaron imbuidos del espíritu de esta promesa.
¿No iban a temer ante el destino de Jesús, ante la resistencia de los
estamentos dirigentes de Israel al mensaje, ante la oposición de una gran
parte de Israel a la conversión? El exiguo número de los seguidores de Jesús
y su escaso éxito ¿no descalificaban su mensaje sobre el reinado de Dios ya
en vías de realización? Contra estas dudas y objeciones se dirigen las
«parábolas de contraste». Sobresale la parábola del «sembrador confiado»
(Mc 4, 4-8): así como un labrador siembra con la confianza puesta en una
ubérrima cosecha, así los mensajeros del reino de Dios actúan con la certeza
de que su mensaje tendrá gran éxito al final, frente a las apariencias y a
pesar de todas las resistencias y pérdidas (4, 13-20).
La misma seguridad irradia la breve parábola de la «simiente que crece
espontáneamente» (Mc 4, 26-29). El labrador no puede aportar nada a la
nascencia y el crecimiento de la planta. La cosecha llega
«automáticamente». Así traerá Dios su reinado sin más colaboración de los
mensajeros. Estos han de esparcir la simiente. El comienzo humilde no los
descalifica a ellos ni su mensaje; el final, el reinado de Dios, será grandioso.
Como la semilla más pequeña, el grano de mostaza, se convierte en un gran
arbusto, como un puñado de levadura hace fermentar toda la harina, con la
misma seguridad, de los humildes comienzos del presente brotará la
salvación universal del reino de Dios (Mc 4, 30-32; Mt 13, 33). El movimiento
congregacional de Jesús y su continuación por el grupo pospascual de
discípulos son realmente el comienzo del reino de Dios. Su aparición
definitiva es inminente y llegará a ser inmensamente grande.
Jesús era ya consciente de estar iniciando el Reino en su actividad pública. El
poder de Satanás estaba ya vencido (Lc 10, 18; Lc 11, 20). El grupo
pospascual de discípulos compartió esta visión de Jesús en su predicación.
Trasmitió los logia de Jesús y remite con ellos a la acción del Jesús terreno.
Pronto apoyó su anuncio con narraciones y relatos elaborados que reflejan la
acción exorcista y curativa de Jesús. Es probable que al grupo pospascual de
discípulos acompañaran desde el principio fenómenos de exorcismo y
carisma. La tradición posterior nos muestra a Pedro y a otros apóstoles
exorcizando y realizando milagros. La comunidad primitiva consideró estas
acciones como obra del Espíritu de Dios, el don característico del tiempo
final, que gracias a su influjo era ya tiempo de salvación. Lo que había
comenzado con Jesús, continuaba con la comunidad primitiva. El reino de
Dios se manifestaba con fuerza también en la acción de los mensajeros de
Jesús, y el reino de Satanás seguía en retirada con ellos. Se había quebrado
el dominio del pecado y la muerte. El Dios de Jesús estaba a las puertas
perdonando y salvando. Los discípulos eran conscientes de ser mensajeros
de este Dios, enviados por el Resucitado.
Esto no significa que la salvación se haya consumado. La resurrección de
Jesús y el Espíritu de Jesús actuando mediante los discípulos en exorcismos y
curaciones eran sólo la prenda de la consumación, todavía por llegar. Pero su
día era inminente. El tiempo para las decisiones era breve. El que escuchaba
a los mensajeros y acogía su mensaje había entendido correctamente los
signos del tiempo.
Hemos detectado el hecho de la reanudación del anuncio de Jesús sobre el
Reino por parte de la comunidad pospascual. No tenemos testimonios
directos de ello; pero la historia de las parábolas y logia de Jesús no permiten
inferir otra conclusión. La fuente Q y el evangelio de Marcos son testigos de
que el anuncio de Jesús sobre la basileia fue también en época posterior
objeto de la predicación cristiana primitiva. Pero junto a esta predicación se
formó pronto una rica cristología. Surgieron numerosas tradiciones sobre
Jesús. Sin embargo, estas reflexiones cristológicas deben verse en función
del anuncio del Reino. Ya Jesús había relacionado su persona con el suceso
del Reino anunciado por él. Esto obligó tanto más a la comunidad primitiva a
reflexionar después de pascua sobre el puesto de Jesús en el acontecimiento
de salvación escatológica. Cuando Pablo, en fin, describe la salvación
iniciada por Jesús como revelación de la «justicia de Dios» y como
justíficación del pecador, esto puede considerarse también como
continuación, en otras categorías conceptuales, del mensaje del Reino
anunciado por Jesús y por la comunidad primitiva.

3.- LOS OYENTES DEL MENSAJE DE JESÚS


1. Un judaísmo plural
¿Tuvo éxito la predicación de los discípulos? No lo sabemos con certeza, pero
podemos presumirlo. A raíz del anuncio pos-pascual de los discípulos hubo
conversiones en masa, según refieren los Hechos (Hech 2,41.47; 4,4; 5, 14;
6,7). Aunque sus indicaciones numéricas son probablemente demasiado
elevadas, lo sustancial del hecho no parece nada inverosímil.
Sobre el éxito de la predicación de Jesús tampoco sabemos nada concreto,
obviamente; pero tampoco sobre su fracaso, como se supone a menudo. No
sabemos el número de personas que acogieron su mensaje en Israel. No
podemos calibrar su éxito o fracaso por el grupo reducido de los que seguían
directamente a Jesús. Dado que Jesús quería ganar a todo Israel para la
causa del reino de Dios, no pudo haber condicionado la aceptación de su
mensaje a la práctica concreta de su vida itinerante. Sólo invitó a este modo
de vida a aquellos que debían ayudarlo en su misión dentro de Israel. Hay
también textos sobre el rechazo del mensaje de Jesús por personas o grupos,
como los fariseos y los saduceos, o por la mayoría de los habitantes de una
localidad (cf. Mt 11, 16-19; Mc 6, 4; Mt 11, 21-24). El éxito de la predicación
de Jesús puede parecer modesto a la luz del proyecto de Jesús sobre el
rescate de todo Israel; pero esto no significa que la misión de Jesús fuera
escasamente eficaz.
Esta conclusión sería también poco plausible históricamente. La muerte
cruenta en Jerusalén indica ya que Jesús estaba clasificado como «peligroso»
por los dirigentes político-religiosos del país; y la causa de ello era su
influencia en las masas. Así lo estimó también Herodes Antipas, a cuya
jurisdicción pertenecía (Lc 13, 31-33). El tetrarca había hecho ya ejecutar a
Juan Bautista por recelos políticos (cf. Josefo, Ant 18, 2). Pero más importante
que este dato de la vida de Jesús es el hecho de que su mensaje cayó en un
campo abonado.
Muchos elementos del mensaje de Jesús y de sus discípulos pospascuales no
resultaban nuevos para las gentes de Israel. Muchos compartían el juicio de
Jesús sobre la «generación malvada y pecadora». Grandes movimientos
penitenciales de orientación escatológica habían marcado el pensamiento
religioso desde la época del destierro. Esos movimientos seguían actuando
en los numerosos grupos y sectas, comunidades y cenáculos religiosos del
judaísmo en tiempo de Jesús y de la comunidad primitiva. Muchos israelitas
esperaban con Jesús la llegada del reinado de Dios; el antiguo testamento
había hablado repetidamente de la realeza de Dios, los últimos profetas
habían anunciado su aparición para un futuro próximo y los movimientos
escatológicos esperaban su llegada inminente. Muchas personas «piadosas»
mantenían viva la esperanza de que Dios gobernara pronto el mundo. Las
opiniones discrepaban sólo a la hora de concretar el cuándo y el cómo. Fue
casi general, sobre todo en las masas del pueblo, la esperanza en una era de
salvación instaurada por Dios destinada a sustituir la era presente. Antes de
ese acontecimiento, Dios juzgará a todos sus enemigos paganos y a todos
los pecadores e impíos de Israel. Sólo saldrá absuelto en el juicio quien haya
observado fielmente la voluntad de Dios consignada en la tora. Estos
«justos» heredarán la tierra para entrar en una vida feliz con Dios que no
tendrá fin. Para este tiempo final se esperaba también la resurrección de los
muertos y el don del Espíritu santo. Los personajes mesiánicos
desempeñarían un papel relevante en los acontecimientos finales; la
esperanza escatológica no era, pues, homogénea sino muy variada.
Pero la cuestión era saber quién participaría en la salvación, si todo Israel o
sólo un «resto santo». Esta pregunta era general y preocupaba a muchos.
Porque algunas respuestas eran aterradoras. Sólo quien tomase en serio
toda la tora podía superar el juicio. Esa observancia radical de la tora se
podía expresar abrazando la secta de los esenios o la comunidad de los
fariseos o recibiendo el bautismo penitencial de Juan Bautista. La adhesión a
estos grupos y movimientos decidía el grupo de los elegidos para la
salvación final. A todos los demás, los que quedaban «fuera», les esperaba la
condena en el juicio. Pero ¿cuántos podían cumplir esa condición radical? ¿no
estaba la mayoría irremediablemente condenada?
Muchas personas alimentaban ideas y expectativas escatológicas en Israel.
Ese pensamiento era inculcado por gente piadosa y docta, por sacerdotes,
levitas y letrados que predicaban e instruían en el servicio religioso de las
sinagogas. Los «relatos de la infancia» (Lc 1-2) nos muestran muy
bellamente el ambiente espiritual donde florecían las esperanzas
escatológicas.
Los personajes proféticos influían también en el pensamiento y el
sentimiento religioso de las personas. Su representante más conocido es
Juan Bautista; pero no fue el único. Jesús y sus discípulos recibieron sin duda
este tipo de pensamiento escatológico. La teología de Jesús debe entenderse
sobre el trasfondo de la apocalíptica; asumió sus concepciones básicas y las
interpretó con un nuevo e inaudito énfasis. Otro tanto hay que decir de la
predicación pospascual de los discípulos de Jesús.
No todos tenían en Israel una mentalidad acentuadamente escatológica o
apocalíptica. La clase dirigente que era el estamento sacerdotal de Jerusalén
no se distinguía por su actitud escatológica. Sus esperanzas se cifraban en el
templo y en el culto divino. Dios estaba presente en el templo y podía ser
adorado en el culto. Los sacerdotes rechazaban las consideraciones
especulativas sobre el tiempo final. La realeza divina se hacía ya efectiva,
según ellos, con el gobierno intrahistórico de Dios en Israel, con la
constitución teocrática. El Israel congregado en tomo al templo era para ellos
un Estado de Dios cuya ley fundamental era la voluntad divina fijada en la
tora. Había también, obviamente, espíritus «ilustrados», sobre todo en los
ambientes cultos del judaísmo.
Globalmente, reinaba una gran pluralidad de concepciones religiosas y
espirituales en el judaísmo durante el tiempo de Jesús y del grupo de
discípulos pospascuales. No existía aún una ortodoxia judía ni, por tanto, una
heterodoxia.
«No había una doctrina vinculante que resumiera en lo religioso y lo
teológico el judaísmo de toda la época. Había una serie de grupos y
cenáculos que diferían claramente, y a veces sustancialmente, en las más
diversas ideas religiosas. Pero, a pesar de los contrastes, evidentes sobre
todo en el campo político, no se produjeron nunca escisiones radicales. El
caso de los esenios es aleccionador: aunque rechazaban el culto de Jerusalén
como impuro y se apartaban de él, nunca descuidaron el deber de enviar los
dones obligatorios al templo. Así, en medio de su diversidad y dentro de sus
antagonismos —casi todos recababan para sí, por ejemplo, la idea tradicional
de ser el 'resto santo'—, los grupos religiosos se sentían ligados a una
tradición común que impedía la disgregación total. A la pregunta por la
esencia de esa tradición común sólo cabe dar una respuesta: la ley. No hubo
ningún grupo o comunidad del judaísmo tardío que no considerase la tora
como centro de sus ¡deas religiosas. La vinculación a la ley constituía la
unidad del judaísmo, que hacía de él, a los ojos de los extraños, un pueblo
homogéneo» (Rossler, 13).
A pesar de todo, el judaísmo no fue una «sociedad abierta». Los numerosos
grupos y cenáculos solían ver en sus miembros el único «resto santo» de
Israel; sobre todos los otros planeaba el castigo porque no cumplían la
voluntad de Dios tal como era interpretada en cada grupo. De ese modo, la
polémica y la descalificación dominaban la vida religiosa, algo afín a las
disputas confesionales de las Iglesias cristianas. Se excluían mutuamente de
la salvación; pero quedaban excluidas especialmente aquellas capas del
pueblo que por su escasa formación y su indigencia social no podían
ocuparse del estudio de la tora y de su observancia legal (cf. Jn 7, 49). No
tenían la posibilidad de practicar la estricta observancia de los grupos
radicales. ¿Los excluiría Dios por eso de la salvación escatológica?
Intentaremos a continuación esbozar un cuadro de las corrientes y
concepciones del judaísmo en tiempo de Jesús y de la comunidad primitiva.
Los oyentes de Jesús y de los discípulos estaban inmersos en tales corrientes
y concepciones. En el mensaje de Jesús encontraban reflejadas, por una
parte, muchas de sus preocupaciones más hondas y expuestas además en
una interpretación auténtica y fidedigna. Pero los oyentes aportaban por otra
parte su propia religiosidad y sus ideales, sus concepciones teológicas y sus
esperanzas escatológicas cuando se sumaban al movimiento de Jesús. Esos
elementos formaron parte de la reflexión que la comunidad primitiva llevó a
cabo sobre su fe, y marcaron su tradición. Porque el mensaje de Jesús no
sólo fue acogido por el pueblo llano sino también por los expertos religiosos
de los grupos esenios, fariseos y apocalípticos, así como por «helenistas»
cultos.

2. El pueblo llano
El pensamiento y el sentimiento religioso de la gente sencilla apenas ha
dejado huellas literarias; pero aún se percibe su voz en el nuevo testamento.
En las parábolas y discursos de Jesús aparece el pueblo llano y su mundo: los
criados y los jornaleros pobres que se ganaban el sustento en las grandes
haciendas, los publícanos y las prostitutas que ejercían una actividad
despreciada en pecado permanente, los pequeños agricultores autónomos,
pescadores y pastores en constante preocupación por Ja cosecha, la pesca y
Jos pastos; también Jos mendigos, es decir, los enfermos y tullidos que no
podían ganarse el sustento con su trabajo. La mayoría de ellos vivían
agobiados con la preocupación de la comida y el vestido (Lc 12,22). La visita
de un amigo podía ponerlos en apuros (Lc 11, 6ss). En los relatos del nuevo
testamento aparecen enfermos y posesos que habían sucumbido a la presión
de la lucha por la vida con secuelas en el cuerpo y el alma. La gente veía a
diario en tales enfermos y posesos lo peligrosa e incierta que era su vida
pobre. ¿No era aquél un tiempo perverso? ¿no reinaban en él Satanás y los
demonios? ¿dónde estaba la promesa de Yahvé para Israel?
Estas preguntas se formulaban sobre todo ante las circunstancias de poder
político en Israel. En lugar de Dios, a quien correspondía reinar sobre Israel,
dominaba una potencia extranjera. Esta potencia había arrumbado la realeza
sacerdotal asmonea venida a menos, para imponer «reyes extranjeros» en
tierra judía. En tiempo de Jesús y de la comunidad primitiva, Judea estaba
administrada directamente por gobernadores romanos. Los sumos
sacerdotes y el sanedrín tenían al menos ciertos derechos de autogestión;
pero en Galilea y sus zonas septentrionales gobernaban los hijos de Herodes,
Antipas y Filipo, como pequeños príncipes orientales absolutistas. Ninguno
de estos gobiernos tenía legitimad a los ojos de la población judía. «El pueblo
judío no podía sentirse representado por ellos ni 'hacia fuera' ni 'hacia
dentro'» (Ebertz, 116). Su régimen era para ella una servidumbre del pueblo
de Dios, una profanación de la «tierra santa». El cambio constante de la
situación política y de las estructuras administrativas impedía ya contar con
una situación estable.
La pérdida de legitimidad afectaba también al cargo de sumo sacerdote y al
sanedrín, en tanto que estos órganos de autoadministración judía
colaboraban con el gobierno ilegítimo y aparecían en dependencia total de
él. La experiencia de pleno dominio extranjero y de pérdida total de
soberanía, acompañada de una elevada conciencia de elección religiosa, era
especialmente fuerte entre la población judía de Galilea y las regiones de
TransJordania. Esta antigua región de Israel había sido recuperada con la
política de conquistas asmonea. Ahora los territorios estaban de nuevo
segregados de la patria judía y eran regidos por pequeños príncipes
helenístico-orientales.
Estos habían cubierto además el país de nuevas ciudades, para las que
atrajeron a colonos sirios y griegos. La población judía era minoritaria en
estas ciudades. Y con los colonos extranjeros penetraron la religión y la
cultura helenística en el país. Palacios y villas de estilo helenístico, templos
paganos, teatros y anfiteatros presidían la imagen del paisaje y de las
ciudades recién fundadas. La población judía miraba con hostilidad estos
símbolos de dominio extranjero, de cultura foránea y, sobre todo, de religión
pagana; evitaba el contacto con la población pagana y se mantenía alejada
en lo posible de las ciudades y de la actividad económica y cultural.
Pero el comercio se realizaba en las ciudades. Aquí estaban los mercados
donde se ponían a la venta los productos agrarios del país. Aquí vivían las
clases altas, los funcionarios de la administración estatal, comerciantes y
artesanos; y los poderosos terratenientes se hacían construir sus palacios en
las ciudades.
«Los habitantes de las ciudades, de origen y de espíritu helenístico en su
casi totalidad, eran para la población autóctona una nueva casta de
conquistadores extranjeros; y los nativos quedaban condenados a ser una
población sometida, a pesar de toda la política de equilibrio nacional. El
poder autóctono, basado en la posesión del templo y en la administración
autónoma, había quedado roto o vacío en un proceso implacable llevado con
habilidad y astucia. La ciudad gozaba de una administración autónoma. La
población de los alrededores quedó adscrita a las nuevas organizaciones
urbanas y sujeta progresivamente al tributo y la servidumbre. El comercio se
concentró en sus mercados; y en las ciudades residían los numerosos
funcionarios de las nuevas monarquías, que controlaban cada vez más la
vida pública» (Lohmeyer, 26). Mientras la mayoría de la población judía, con
la excepción de Jerusalén, vivía en el campo y lo cultivaba como sus
antepasados, en las ciudades helenísticas recién fundadas surgió una clase
alta que era en su mayoría de origen extranjero. La minoría judía de las
ciudades, contrariamente a la población campesina, se adaptó al entorno
helenístico por razones sociales y económicas. Así pudo diversificarse la
mentalidad en la población judía de Palestina. Los judíos de las ciudades se
iban adaptando a la mentalidad urbana. En la población campesina, en
cambio, predominaban la escisión emocional por la pérdida de identidad
nacional y los sentimientos de impotencia ante un dominio extranjero que
abarcada todos los órdenes de la vida. Ambas situaciones tenían que
repercutir en el pensamiento religioso.
A esto se añadía una postración social extrema. Las nuevas fundaciones de
ciudades, los edificios de representación, el estilo de vida oriental en las
cortes de los príncipes, la codicia desenfrenada de los gobernadores
romanos y de los altos funcionarios, hicieron aumentar la carga fiscal, que
resultó insoportable. Su promedio era del 30 al 40 por ciento como mínimo.
Se sumaban los impuestos religiosos: el diezmo para el mantenimiento del
personal del templo, el tributo anual del templo y la obligación de consumir
anualmente otro «diezmo» en Jerusalén durante la fiesta de pascua.
«La consecuencia de las exacciones fiscales fue, por una parte, el creciente
endeudamiento, que podía llevar a la pérdida de las posesiones o de la
posición social y, en caso extremo, a la venta de los deudores y sus
familiares como esclavos (cf. Mt 18, 23ss), especialmente entre los pequeños
campesinos aún existentes, el antiguo 'núcleo del pueblo' y anterior
'backbone of Palestinian agriculture', ya que su suelo, cultivado por los
miembros de la familia, 'rendía apenas lo mínimo para la subsistencia'. Otra
consecuencia era la creciente concentración latifundista en manos de
aquellos agricultores, terratenientes o especuladores que podían disponer
aún de un excedente de producción y de dinero a pesar de las elevadas
cargas fiscales y esperaban hacer negocio con la creciente escasez de
bienes de otros; por ejemplo, con un préstamo en dinero o en especie a
cambio de una hipoteca sobre el suelo. El pequeño agricultor quedaba así
prisionero entre los grandes latifundistas y los funcionarios del gobierno, que
trabajaban en la misma línea a través del sistema de impuestos. El suelo
podía ser traspasado por insolvencia del deudor, a través de un
procedimiento judicial interpuesto, y pasar a propiedad del acreedor si éste,
ante la mano de obra excedente y, por tanto, barata (Mt 20, 1ss; Lc 16,3), no
estaba interesado por la antigua norma de esclavitud del deudor, todavía
vigente en la 'época de transición'. Esto podía conducir a tal reducción del
suelo que no alcanzara ya a cubrir las necesidades y el mínimo vital del
pequeño oikos; entonces era inevitable la desaparición de la mano de obra
contratada y familiar, que debía buscarse la vida fuera de la casa.
Consecuencia alternativa a la emigración y al desarraigo social era la
dependencia socioeconómica, entablando otra relación laboral — por
ejemplo, como arrendatario o jornalero— con un terrateniente, 'hombre duro'
que siega donde no siembra y recoge donde no esparce' (Mt 25, 24)»
(Ebertz, 157s).
Las parábolas de Jesús dan una imagen realista de las condiciones de vida de
la población campesina judía. Su situación económica era en conjunto mala.
Las parábolas hablan de falta de semilla y de trigo, de hambre y epidemias.
La penuria económica empujaba a los pequeños agricultores al
endeudamiento y la pobreza. Los rebeldes judíos encontraban entre ellos
suficiente personal en estado de desesperación y sin perspectivas de futuro,
dispuesto a pelear por instaurar el gobierno de Dios. Por eso, al comienzo de
la guerra judía, los rebeldes prendieron fuego al archivo urbano de Jerusalén
que guardaba los títulos de deuda «para imposibilitar así el cobro de las
deudas, atraerse a la multitud de deudores e incitar a los pobres a la rebelión
contra los ricos sin que tuvieran nada que temer» (Josefo, Bell 2, 245ss).
La lucha por la subsistencia, a veces desesperada, produjo muchas vidas
fracasadas, muchos enfermos físicos y psíquicos incapaces de resistir la
fuerte presión. Vivían como mendigos y posesos fuera del orden de la
sociedad, obligados a vivir de la generosidad de otros. Muchas personas no
sabían en realidad si al día siguiente tendrían qué comer o un techo donde
cobijarse. El que vivía algo mejor, era consciente de que alguna vez podía
tocarle una suerte parecida.
«No es fácil exagerar la importancia de las preocupaciones por el sustento
diario en aquella época... No era un problema exclusivo de Palestina. Ben-
David calcula: 'Con una ganancia de 200 denarios anuales se podía comprar
en la época de la Misná 2.400 panes. El Jornal de un bracero era de un
denario y tenía, por tanto, un poder de compra de 12 panes; y como podía
trabajar 200 días al año, su jornal cubría las necesidades vitales mínimas. En
una familia de seis miembros, los ingresos mínimos de 200 denarios
alcanzaban para adquirir 400 panes al año por cabeza, es decir, 1.400
calorías diarias. Esta tasa tan baja de calorías se sitúa en el límite inferior de
las necesidades alimentarias de! hombre'. El siguiente proverbio rabínico
expresa muy bien la conciencia de vivir al borde de lo mínimo para subsistir:
'El que hoy tiene pan en su cesto y está pensando en lo que va a comer
mañana es un pusilánime'» (Schottroff-Stegemann, 87s).
En estos medios no se compuso ningún escrito que recogiera los
pensamientos, deseos y esperanzas de aquella gente. Pero todos ellos eran
«hijos de Abrahán» y mantenían en lo posible la alianza de Dios con Israel y
sus preceptos. Oraban en el templo al menos una vez al año y hacían las
ofrendas de la gente humilde. En las sinagogas escuchaban, los sábados, los
mandatos de Yahvé; pero carecían de instrucción, y la alta teología les era
ajena. No podían preocuparse de cuestiones de interpretación de la ley en su
lucha diaria por la supervivencia. No se podían permitir el lujo de preguntar
por la pureza ritual y por el pago de los diezmos de los productos del
mercado. El que apenas podía proveer su propia subsistencia y la de la
familia, tampoco podía hacer una ofrenda barata, porque el género era
posiblemente impuro o faltaban los diezmos por pagar. Menos aún podía
permitirse los costosos procedimientos para la purificación ritual ni pagar los
diezmos de sus provisiones. Sin embargo, también en la mente de estas
personas que luchaban por la supervivencia había una idea de Dios y de su
acción. También en sus corazones latían esperanzas: Dios instauraría
finalmente su reinado en Israel. Esta esperanza se expresa en la plegaria en
el qaddish, por ejemplo:
Ensalzado y santificado sea su nombre excelso en el mundo, que él creó por
su voluntad. Haga venir su reino en vuestra vida y vuestros días pronto y en
un futuro próximo. Decid a esto amén. Su nombre excelso sea aclamado por
siempre jamás... Plenitud de paz y vida haga descender el cielo sobre
nosotros y sobre todo Israel. Decid a esto amén.
Quien hizo la paz en sus alturas nos conceda también paz a nosotros y a
todo Israel. Decid a esto amén.
La predicación de Jesús sintonizó sin duda con estas esperanzas. Las
esperanzas se cumplieron cuando él quebrantó el poder de las fuerzas
demoníacas, prometió a los «pecadores» el perdón gratuito de Dios y
anunció la voluntad salvífica de Dios extensiva a todo Israel y la llegada
inminente de su Reino.
3. Los esenios
Entre los oyentes del mensaje pospascual de los discípulos había también,
sin duda, esenios. Los miembros de esta comunidad vivían en todas partes:
en ei campo, en colonias propias y en barrios urbanos. Jerusalén contaba con
un asentamiento esenio; se conjetura que estaba ubicado en la colina
suroccidental de la ciudad. El número de esenios no era elevado en relación
con la población total. Filón y Josefo los cifran en 4000 personas
aproximadamente. De ellas una parte vivía en poblados recónditos de estilo
monástico, de los que conocemos uno: Chirbet Qumran. Pero hubo
probablemente varios de estos poblados en Palestina.
Los esenios que convivían en Qumran bajo la dirección de sacerdotes
sadoquidas constituían una especie de comunidad monástica. Vivían sin
posesiones y eran al menos temporalmente célibes. Se consideraban un
sacerdocio santo, y practicaban su vida de comunidad como un culto divino.
Los esenios que vivían dispersos en el campo estaban casados y poseían
bienes. También ellos estaban organizados rígidamente en comunidades,
pero sus presidentes no eran generalmente sacerdotes sino laicos. Los
sacerdotes se ocupaban de la interpretación de la tora. En cada comunidad
de diez miembros debía actuar un sacerdote.
Los esenios llamaban la atención por su largo hábito blanco, pero también
por su conducta. Su trato era rígido. En su afán por guardar la pureza cúltica,
rara vez compraban en el mercado o tienda, y nunca lo hacían contra pago
en metálico, sino por trueque. Eran considerados muy religiosos, pero se
sabía poco sobre su comunidad y su fe. Estaban obligados a guardar
celosamente sus secretos. Debían «evitar la discusión con la gente baja y
ocultar las enseñanzas de la ley a la gente profana».
Muchos que admiraban a los esenios por su religiosidad radical, ignoraban
probablemente que eran considerados por ellos como «gente baja y
profana», y despreciados como tales. Los esenios no misionaban ni hacían
proselitismo para su comunidad. Creían que Dios había repartido ya las
«suertes» y que todo el que estuviera del lado de Dios entraría en su
comunidad.
Del Dios del conocimiento procede todo ser y devenir. Antes de que existan,
él les ha fijado todo el plan. Y cuando existen para seguir su destino, hacen
su obra según el plan de Dios, y no hay cambio. En su mano están las leyes
para todo; él creó al hombre para glorificarlo en la tierra y le asignó dos
espíritus para vivir en ella hasta el momento prefijado del retorno. Son los
espíritus de la verdad y la maldad.
En la fuente de la luz está el origen de la verdad, y de la fuente de las
tinieblas procede la maldad. En manos del príncipe de las tinieblas está el
dominio sobre los hijos de la maldad, y por las \ ías de las tinieblas caminan
ellos. A través del ángel de las tinieblas llega el error sobre todos los hijos de
la justicia, y todo su pecado, miseria y culpa, y las malas acciones están bajo
su poder según los designios de Dios, hasta que llegue su tiempo. Todos los
espíritus del ángel de las tinieblas intentan hacer caer a los hijos de la luz.
Pero el Dios de Israel y el ángel de su verdad ayudan a todos los hijos de la
luz. El creó los espíritus de la luz y de las tinieblas, y en ellos fundó toda obra
[y en] su [camino] todo servicio. A uno (de los espíritus) ama Dios
perpetuamente, y en todos sus actos se complace siempre. Del otro se
aparta, y de su consejo, y sus caminos aborrece por siempre... En estos (dos
espíritus) se encuentran las generaciones de todos los hombres, y de sus
esferas participan todas las multitudes en sus generaciones. Por sus caminos
marchan, y toda acción de sus obras acontece en sus esferas conforme al
lote de cada uno, sea mucho o poco, por todos los tiempos. Porque Dios los
puso en partes iguales hasta el último tiempo y determinó la lucha perpetua
entre sus esferas. La verdad aborrece las obras de la maldad, y la maldad
aborrece las obras de la verdad. Fiera lucha hay en todos sus actos, pues no
pueden caminar juntas. Pero Dios, en los misterios de su designio y en su
sabiduría soberana, puso un término a la existencia del mal, y en el tiempo
fijado del retorno lo aniquilará definitivamente. Y entonces brotará la verdad
del mundo para siempre, pues ella fue arrastrada por los caminos de la
impiedad bajo el dominio del mal hasta el momento del juicio establecido.
Entonces Dios con su verdad acrisolará todas las obras del hombre y
purificará a algunos de los hijos de los hombres, destruyendo todo espíritu
de maldad del interior de su carne y purificándolos, mediante el espíritu
santo, de toda obra impía. Y derramará sobre ellos el espíritu de la verdad
como agua lustral (para la purificación) de todos los horrores de la mentira y
de la inmersión en el espíritu inmundo, para instruir a los bien criados en el
conocimiento del futuro y en la verdad de los hijos del cielo, y hacer sabios a
los que son perfectos en conducta. Porque Dios los eligió para la alianza
perpetua, y a ellos pertenece toda la gloria del hombre. Y la maldad no
existirá más, fracasarán todas las obras del mal. Hasta entonces luchan los
espíritus de la verdad y la maldad en el corazón del hombre. Ellos caminan
en sabiduría y en necedad, y conforme a la herencia de verdad y justicia,
una persona aborrece el mal, y conforme a su lote de maldad, obra
impíamente y aleja la verdad. Pues a partes iguales las puso Dios hasta el
tiempo fijado y hasta la nueva creación.
Pero esta idea atroz de una predestinación absoluta del hombre tiene su otra
cara atrayente. Los miembros de la comunidad eran conscientes de haber
sido justificados sin colaboración suya, por la gracia de Dios. Reconocían
haber formado parte de los pecadores e impíos antes de su vida en la
comunidad, y que Dios los había segregado inmerecidamente. Encontramos
en esta comunidad testimonios impresionantes de una gran conciencia de
pecado y de gratitud por la acción salvadora de Dios por pura misericordia.
Te alabo. Señor, porque libraste mi alma de la fosa, y del inframundo del
abismo me elevaste a tu altura perpetua. Camino por vía llana, inescrutable,
y confieso que hay esperanza para aquel que tú formaste del polvo para un
destino eterno. Al espíritu converso purificaste del gran delito para que
ocupe el lugar con el ejército de los santos y entre en comunión con la
sociedad de los hijos del cielo...
yo, formado del lodo, ¿qué soy ya? Amasado con agua, ¿qué valgo ya? ¿y
qué fuerzas tengo ya? Porque estoy en territorio del mal y con los malvados
comparto la misma suerte. El alma de los pobres quedó en gran confusión, la
ruina fatal acompañó mis pasos, cuando todas las trampas de la cueva se
abren, todos los lazos de la impiedad se extienden y la red de los malvados
está sobre el agua.
yo reconozco que no hay justicia en el hombre ni conducta perfecta en el hijo
del hombre. En el Dios altísimo están todas las obras de justicia, pero la
conducta del hombre no es firme, si no es por el espíritu que Dios le insufló
para hacer perfecta la conducta de los hijos de los hombres, para que todos
conozcan sus obras, producto de su fuerza, y la plenitud de su misericordia
sobre todos los hijos de su agrado. Pero yo fui presa de miedo y terror, y
todos mis huesos se rompieron. Mi corazón se derritió como cera ante el
fuego y mis rodillas fluyeron como agua que se precipita por la pendiente.
Pues recordé mis culpas y las infidelidades de mis antepasados, cuando se
alzaron sacrílegos contra tu alianza y malvados contra tu palabra. Dije: Por
mi pecado estoy perdido para tu alianza. Pero ai recordar la fuerza de su
mano y la plenitud de tu misericordia, me enderecé y levanté, y mi espíritu
recobró la firmeza frente a la miseria, pues me apoyé en tu misericordia y en
la plenitud de tu compasión. Porque tú expías el pecado y purificas al
hombre de la culpa con tu justicia. Mas no (lo) haces por el hombre [sino por
tu honor] .
Y reconocí que hay esperanza para aquellos que se convierten del delito y
dejan el pecado... para caminar por la vía de su corazón sin maldad. Fui
consolado ante el alboroto del pueblo y ante el estruendo de los reinos
aliados. Porque sé que levantarás en breve lo que queda vivo en tu pueblo y
un resto de tu herencia, Y los acrisolas para quedar limpios de culpa, pues
todos sus actos existen por tu fidelidad. Y por benevolencia los juzgas con
gran misericordia y gran perdón para instruirlos con las palabras de tu boca
y conforme a la rectitud de tu verdad fijar los en tu designio.
Porque tú asentaste mi espíritu y conoces mis sentimientos, y en mis
tribulaciones me consolaste, y por tus perdones me alegro, y me pesa el
anterior pecado. Y reconocí que hay esperanza por tu misericordia y
perspectivas por la plenitud de tu fuerza desbordante. Porque nadie es justo
en tu juicio y nadie inocente en tu proceso.
En cuanto a mí, mi justificación está en Dios, y en su mano la perfección de
mi conducta y la rectitud de mi corazón, y su justicia borra mi pecado...
Pero yo soy parte de la humanidad perversa, de la muchedumbre de carne
pecadora. Mis pecados, mis transgresiones, mi claudicación, junto a lo
corrompido de mi corazón es parte de la cantidad de sabandijas y de
aquellos que andan en tinieblas. Porque ningún ser humano (determina) su
camino, ningún ser humano dirige su paso; en Dios (está) el juicio, y de su
mano (viene) la conducta perfecta, y por su saber surgió todo. Todo lo que
es, lo dirige conforme a su plan, y nada acontece sin él.
Y si yo vacilo, las pruebas de benevolencia de Dios me ayudan siempre. Y si
tropiezo por la maldad de la carne, mi justificación está siempre en la justicia
de Dios. Con la justicia de su verdad me juzgó y con la riqueza de su bondad
expía todos mis pecados. Con su justicia me limpia de toda impureza del
hombre y del pecado de los hombres, para alabar a Dios por su justicia y al
Altísimo por su majestad (IQS XI, 2-15).
La severidad y la actitud de rechazo hacia todo el que no fuera miembro de
los esenios no obedecían, pues, a la altivez y la autosuficiencia. Se basaban
en la imagen de Dios y en la conciencia de que Dios los salvó al fundar la
comunidad de los esenios. Sólo en esta comunidad se podía alcanzar la
salvación, ya que ella era la «nueva alianza» que Dios había establecido. En
ella se cumplía la voluntad de Dios según la única interpretación correcta. La
comunidad esenia no se consideró un grupo más de Israel; ella era el «resto
santo», la comunión de los preservados por Dios para la salvación
escatológica.
Y ahora escuchad todos los que sabéis de justicia y atended a las obras de
Dios. Porque él discute con toda carne y juzga a todos los que lo desprecian.
Por su infidelidad cuando lo abandonaron, ocultó su rostro a Israel y a su
santuario, y los entregó a la espada. Pero en recuerdo de la alianza con los
antepasados, dejó un resto en Israel y lo libró del exterminio. Y en tiempo de
ira, al cabo de trescientos noventa años, después de ponerlos en manos de
Nabucodonosor, rey de Babilonia, los visitó. E hizo brotar de Israel y de Aarón
la raíz de una planta para que tomara posesión de su tierra y se nutriera de
la fertilidad de su suelo. Y ellos conocieron y reconocieron su sinrazón, que
eran pecadores. Y fueron como ciegos que caminan a tientas, durante veinte
años. Dios observó sus obras, pues lo habían buscado con corazón perfecto,
y les dio al Maestro de Justicia para llevarlos al camino de su corazón. Y
reveló a las generaciones siguientes lo que hará con la última generación, la
comunidad de los renegados, de aquellos que se desviaron del camino (CD I,
1-13).
Por eso fueron culpables los primeros que aceptaron la alianza, y
sucumbieron a la espada por haber abandonado la alianza de Dios y haber
elegido la propia voluntad y pretendido, según la dureza de su corazón, que
cada cual hiciera su voluntad. Pero con todos los que observaron los
preceptos de Dios, con los que restaban de ellos, estableció Dios su alianza
con Israel a perpetuidad, para revelarles cosas ocultas en las que todo Israel
se desvió: les reveló sus santos sábados y sus fiestas solemnes, sus
testimonios justos, los caminos de su verdad y los deseos de su voluntad —
que el hombre debe cumplir para que viva por ellos—. Allí excavaron un pozo
de abundantes aguas; y quien lo desprecia, no vivirá. Pero ellos se
revolcaron en el pecado de los hombres y en caminos de impureza, y dijeron:
esto nos pertenece, sin duda. Pero Dios en sus admirables designios expió su
pecado, olvidó su delito y construyó para ellos una casa firme en Israel,
como nunca existiera desde el principio hasta ahora. Aquellos que fueron
fieles están (destinados a) la vida perpetua, y de ellos es la gloria del
hombre, como Dios decretó por medio del profeta Ezequiel: Los sacerdotes y
los levitas y los hijos de Sadoc, que vigilaron mi santuario cuando los hijos de
Israel se apartaron de mí, ofrecerán grasa y sangre. Los sacerdotes son los
conversos de Israel que han salido de la tierra de Judá; (y los levitas son) los
que se unieron a ellos. Y los hijos de Sadoc son los elegidos de Israel, los
llamados por su nombre, que aparecerán al final de los días (CD III, 10-IV, 4).
Los últimos textos ponen de manifiesto que los esenios procedían del
movimiento de los «piadosos» (jassidim), un movimiento escatológico-radical
de penitencia que en el siglo II a. C. adoptó una forma organizativa fija, pero
que hundía sus raíces en el tiempo inmediatamente posterior al destierro. En
estos medios se formó una especie de «pensamiento eclesial». Ya no
pertenecía al pueblo santo de Dios todo israelita de nacimiento sino aquel
que al entrar, con espíritu de arrepentimiento, en la nueva comunidad de los
«piadosos», profesaba la adhesión a la alianza y a la tora y observaba la
primera mediante el estricto cumplimiento de la segunda. Esta idea de que
Dios sólo otorgará su salvación escatológica a un resto santo fue mantenida
por los esenios hasta el tiempo de Jesús y de la comunidad primitiva. Y no
sólo por ellos. Otros grupos pensaron lo mismo, también los fariseos. Cada
uno de estos grupos se consideraba la plasmación de ese resto santo de
Israel al que iba dirigida la promesa escatológica de Dios. Pero iba destinada
especialmente a los esenios, por cuanto los dones escatológicos de la justicia
de Dios y del Espíritu santo actuaban ya en su comunidad. Mientras otros
grupos luchaban aún por la renovación de Israel, parece que los esenios del
tiempo de Jesús no se presentaban ya como predicadores de penitencia en el
pueblo. Se habían convertido en secta, con la pretensión de ser los únicos
candidatos a la salvación. Admitían la entrada de nuevas personas a su
comunidad y contaban con la defección de miembros del grupo; pero no se
esforzaban ya por una reforma general de todo Israel.
Entre los oyentes de Jesús y de los discípulos había también esenios. En
Hech 6, 7 se dice que un gran ntimero de sacerdotes abrazó la fe de Jesús.
Podría tratarse de sacerdotes «esenios» o de sacerdotes con mentalidad
escatológica, pero en modo alguno de saduceos. Si un esenio se hacía
cristiano, tenía que abandonar su creencia de que Dios había dicho la última
palabra por medio del «Maestro de Justicia» y había establecido ya la nueva
alianza en la comunidad de los esenios. Debía aplicar todo esto a Jesús y su
comunidad; así podía abrirse también él a todo Israel. Pero no tenía por qué
abandonar, como cristiano, su anterior religiosidad y experiencia de Dios,
sino que podía insertarla en la reflexión común de la comunidad cristiana,
especialmente su profunda conciencia de pecado y su convencimiento de la
necesidad de la misericordia y la gracia de Dios incluso para el «justo», así
como su rigor en el cumplimiento de los preceptos de Dios.
Pero un esenio que se hacía cristiano podía aportar también la espera
escatológica específica de los esenios, en particular la esperanza de un
banquete mesiánico en el tiempo final (IQSa II, 11-22). En la fraternidad
cristiana encontraba una comunidad afín en algunos aspectos a la que él
había abandonado. También ella celebraba cenas comunitarias diarias de
orientación escatológica, también ella practicaba una comunicación de
bienes, también ella se consideraba una comunidad escatológica de la
alianza de Dios donde actuaba ya el Espíritu como prenda del tiempo final.
4. Los fariseos
Según el testimonio de los sinópticos, los fariseos eran los verdaderos
oponentes y adversarios de Jesús. Quizá lo fueron también para el
movimiento jesuático pospascual. Pero hay que distinguir. Ellos no
participaron en la ejecución de Jesús, y es muy improbable que hubieran
odiado a Jesús hasta el punto de causarle la muerte. Lo significativo es más
bien ese pequeño episodio donde los fariseos previnieron a Jesús contra las
asechanzas de Herodes (Lc 13, 31 s). Parece también que Jesús se hospedó
en casas de fariseos, como refieren los evangelios. Esto no ocurre entre
enemigos mortales. La situación de la comunidad primitiva se aclara en ese
episodio donde el fariseo Gamaliel aconseja al sanedrín la tolerancia con los
cristianos (Hech 5, 33-39), o en ese otro donde Pablo aprovecha las
tensiones entre saduceos y fariseos para su causa (Hech 23, 6-10). Esto hace
plantear de otro modo la cuestión de la oposición de los fariseos a Jesús o a
la comunidad primitiva. ¿Era una oposición de fondo, a pesar de ciertas
simpatías personales? Los fariseos procedían, como los esenios, del
movimiento paleojudío de los jassidim. Parece que los componentes de sus
grupos eran en su mayoría laicos. De extracción social media, eran
generalmente artesanos, mercaderes o terratenientes. Se comprometían al
estudio de la sagrada Escritura. Esto presuponía un cierto grado de bienestar
para poder adquirir su propio rollo de la tora y tomarse tiempo para el
estudio de la Biblia. Estos «teólogos laicos» invadían así un terreno que
antes fue dominio de los sacerdotes y levitas. Crearon sus propias escuelas
de tora donde hacían formar a sus hijos. Por estas razones, su número era
obviamente escaso. Josefo, fariseo él mismo, da la cifra estimativa de 6.000
fariseos en tiempo de Jesús y de la comunidad primitiva. Diferían de los
esenios por su interpretación de la tora, interpretación que les acarreaba una
dura crítica y fuertes objeciones por parte de los primeros. Eran, a juicio de
éstos, «predicadores de la mentira» y «buscaban tranquilizar» la conciencia.
La interpretación de la tora por los fariseos trataba en realidad de actualizar,
mediante la interpretación, los preceptos apodícticos de la tora, que también
para ellos era la manifestación inequívoca de la voluntad divina, y de
adaptarlos a las nuevas circunstancias. Su interpretación (halajá) fue
cobrando peso junto a la letra de la tora. Adquirió el mismo rango que la tora
fijada por escrito. La halajá trataba de aplicar la tora a la vida cotidiana de
las personas. Los fariseos no se ceñían en este empeño a su propia
comunidad; su preocupación se extendía a todo el pueblo. El pueblo y la
tierra santa debían santificarse con el cumplimiento de la tora.
Los fariseos vivían intensamente la idea de la penitencia. Su rasgo común no
era esa afectación de la que su nombre se hizo sinónimo posteriormente.
¿Con quien te vas a mostrar bondadoso, Dios, sino con aquellos que invocan
al Señor? [El] purificará del pecado al que lo alaba y celebra, porque estamos
avergonzados y sonrojados. ¿Y a quién perdonará los pecados sino a aquellos
que han pecado? Tú bendecirás a los justos; no los castigas por lo que han
pecado, y tu bondad acoge a los pecadores arrepentidos. Tú eres Dios y
nosotros tu pueblo, al que dedicaste tu amor; míranos y apiádate de
nosotros, que somos tuyos, y no apartes de nosotros tu misericordia para
que ellos no nos ataquen. Porque tú elegiste la descendencia de Abrahán
frente a todos los pueblos. Y pusiste tu nombre. Señor, sobre nosotros, y [no
cesará] jamás. Cerraste una alianza con nuestros padres en bien nuestro, y
nosotros esperaremos en ti cuando se convierta nuestra alma. La
misericordia de Dios (sea) sobre la casa de Israel ahora y por siempre (SalSal
9,6-11).
Si mi alma se adormeciera lejos del Señor, casi caería [en profundo sueño];
[si estuviera lejos] de Dios, mi alma estaría casi abocada a la muerte; cerca
(estuvo) de las puertas de la muerte con los pecadores cuando mi alma fue
arrastrada lejos del Señor, el Dios de Israel —si el Señor no me hubiera
ayudado siempre en su misericordia—. El me aguijoneó como (con) espuela
para que estuviera atento; mi salvador y auxiliador me libró en todo instante.
Te doy gracias. Dios, por haberme ayudado y salvado y no haberme contado
entre los pecadores para la perdición. No alejes de mí tu misericordia, Dios,
ni tu recuerdo de mi corazón hasta la muerte (SalSal 16, 1-6)
Estruendo y alboroto bélico llegó a mis oídos, sonar de trompetas que
anunciaba muerte y ruina, el estrépido de un numeroso pueblo como viento
huracanado, como torbellino de fuego impetuoso que barre el desierto. Y
pensé: [«Realmente], Dios [nos] juzgará». Una voz oí en Jerusalén, la ciudad
santa; mi cadera se quebró al oiría; mis rodillas flaquearon, mi corazón se
estremeció, mis huesos temblaron como cera. Dije: «Ellos dirigiran sus
caminos con justicia». Recordé los juicios de Dios desde la creación de cielo y
tierra, tuve a Dios por justo en sus juicios siempre. Dios hizo públicos sus
pecados a la luz del sol, la tierra entera se enteró de los juicios justos de
Dios... Sí, oh Dios, nos mostraste tu juicio en tu justicia, nuestros ojos han
visto tus juicios. Dios. Jusdficaremos siempre tu nombre, porque eres el Dios
de la justicia que gobierna a Israel con disciplina. Vuelve, Dios, tu
misericordia a nosotros y apiádate; reúne lo disperso de Israel con
misericordia y bondad, pues tu fidelidad está con nosotros. Endurecimos la
cerviz, pero tú eres nuestro domador. No nos olvides. Dios nuestro, que los
paganos no nos devoren como si no existiera un salvador. Porque eres
nuestro Dios desde el principio, y a ti se dirige nuestra esperanza. Señor, y
no nos vamos a apartar de ti, porque tus juicios sobre nosotros nos son
favorables. Tu complacencia (reposa) siempre sobre nosotros y nuestros
hijos, Señor, salvador nuestro; nadie nos moverá ya nunca. Alabado sea el
Señor por boca de los piadosos por sus juicios, y el Señor bendiga a Israel
eternamente (SalSal 8, 1-34).
Como Jesús y la comunidad primitiva, los fariseos esperaban también la
revelación final del reinado de Dios. Por eso oraban insistentemente.
Y entonces aparecerá su gloria en toda la creación, y entonces no existirá ya
el diablo, y la tristeza se disipará con él. Entonces se llenarán las manos del
ángel, que está en el lugar supremo, y él se vengará al instante de sus
enemigos. Porque [se alzará] el Celeste de su trono glorioso y saldrá de su
morada santa indignado y colérico por sus hijos. Y la tierra temblará, será
sacudida hasta los confines, y los altos montes se achicarán y estremecerán,
y los malhechores se hundirán. El sol no dará luz y se [tornará en] tiniebla;
[los cuernos de la luna quebrarán] y la luna se transformará en sangre, y la
órbita de las estrellas se extraviará. El mar cederá al abismo, [y] los
manantiales se secarán, y los ríos quedarán petrificados. Porque el Dios
altísimo, el único eterno, se levantará y aparecerá en público para castigar a
los paganos, y aniquilará todos los ídolos. Entonces serás feliz, Israel, y
subirás sobre el cuello y las alas del águila, y así acabarán. Y Dios te elevará
y preparará un trono fijo en el cielo estrellado, en el lugar de su morada. Y
mirarás desde arriba y verás y reconocerás a tus enemigos en tierra y te
alegrarás, y dirás gracias y te entregarás al Creador (AscMoi 10, 1-10).
Para el tiempo final esperaban un rey mesías descendiente de David y la
restauración de Israel como pueblo santo de Dios.
Haced sonar en Sión la trompeta festiva de los santos, anunciad en Jerusalén
el mensaje de los mensajeros de buenas noticias, porque Dios se apiadó de
Israel y los visitó. Sube a lo alto, Jerusalén, y mira a tus hijos reunidos todos
por el Señor de oriente y occidente. Del norte llegan con la alegría de su
Dios, desde las islas ios congrega Dios. Abaja montes en llano para ellos, las
colinas huyen a su entrada, los bosques les dieron sombra a su paso. Dios
hizo brotar toda clase de árboles aromáticos para ellos, para que Israel
pudiera pasar, visitado por la gloria de su Dios. Luce tu esplendor, Jerusalén,
prepara tus vestiduras sagradas, porque Dios prometió la dicha de Israel
para siempre. Haga el Señor lo que dijo sobre Israel y Jerusalén. El Señor
consuele a Israel en nombre de su gloria. La misericordia del Señor (sea)
sobre Israel por siempre (SalSal 11, 1-9).
Tú eres nuestro rey. Señor, siempre y perpetuamente; De ti, oh Dios,
blasonará nuestra alma. ¿Y cuánto dura el hombre en la tierra? A la medida
de su dempo está su esperanza en ella. Pero nosotros esperamos en Dios,
nuestro salvador, porque la fuerza de nuestro Dios va unida a la misericordia,
y la realeza de nuestro Dios va unida siempre al juicio sobre los paganos. Tú,
Señor, elegiste a David rey de Israel, y le juraste, para su descendencia, que
nunca cesaría su realeza. Pero por culpa de nuestros pecados, gentes
pecadoras se alzaron contra nosotros, nos atacaron y expulsaron; [lo que tú
no les habías prometido] eso se llevaron consigo por la fuerza sin ensalzar tu
nombre sublime. Instauraron solemnemente y con soberbia una realeza,
destruyeron el trono de David con fatua arrogancia... Mira, Señor, conforta a
su rey, el hijo de David, cuando decidas. Dios, reinar sobre Israel, tu siervo, y
ármalo de fortaleza para triturar a príncipes injustos y purificar Jerusalén de
pueblos paganos que la aplastaron, para expulsar de la heredad a los
pecadores con sabiduría (y) con justicia y quebrar la arrogancia del pecador
como vajilla de alfarero, para destrozar naciones ilegítimas con la palabra de
su boca, poner en fuga al enemigo con su amenaza, lejos de su presencia, y
castigar a los pecadores por las palabras de su corazón. El reunirá un pueblo
santo, lo gobernará con justicia y juzgará las tribus del pueblo santificado por
el Señor, su Dios; y no permitirá que la injusticia habite ya en medio de ellos.
Nadie que tenga que ver con la maldad convivirá con ellos, porque sabrá que
todos ellos son hijos de su Dios. Y los distribuirá entre las tribus del país, y
ningún extraño ni extranjero habitará más con ellos; gobernará a pueblos y
naciones con la sabiduría de su justicia. Hará que las naciones paganas le
paguen tributo, sujetos a su yugo; glorificará al Señor a los ojos del mundo
entero y purificará Jerusalén santificándola como al principio, de forma que
los paganos vengan desde los confines de la tierra para ver su gloria,
trayendo como ofrendas a sus hijos fatigados, y para ver la gloria del Señor
con la que Dios los glorificó. El es un rey justo, instruido por Dios; y no hay
injusticia entre ellos en sus días, pues todos ellos son santos. Su rey es el
ungido (del Señor]. Porque él no cifrará su esperanza en el caballo, el carro y
el arco, ni acumulará oro o plata para la guerra, ni pondrá (su) esperanza en
la multitud para el día de la guerra. El Señor mismo es rey, la esperanza de
los fuertes (reside) en la esperanza en Dios y él... amedrentará con su
presencia a todas las naciones. Porque él sacudirá la tierra para siempre con
la palabra de su boca y con sabiduría dará gozo al pueblo del Señor y está
limpio de pecado para reinar sobre un gran pueblo, flagelar a príncipes y
exterminar pecadores con el poder de la palabra. No desfallecerá en sus días
junto a su Dios, porque Dios lo fortaleció con espíritu santo y lo hará sabio en
su consejo certero, unido a la fortaleza y la justicia. La bendición del Señor
(estará) con él para confortarlo, y no desfallecerá. Su confianza (está puesta)
en el Señor, ¿y quién podrá con él? Poderoso en sus obras y fuerte con el
temor de Dios, apacentando el rebaño del Señor con fidelidad y justicia, y no
permitirá que (ninguno) de ellos desfallezca en sus campos. Gobernará a
todos sin discriminación y no habrá entre ellos prepotencia que dé lugar a la
opresión. Esta es la majestad del rey de Israel que Dios eligió para ponerlo
sobre la casa de Israel, y regirla. Sus palabras son más acrisoladas que el oro
más puro, en las asambleas juzgará las tribus de un pueblo santificado, sus
palabras son como palabras de santos en medio de pueblos santificados.
Felices quienes vivan en aquellos días para ver en la asamblea de las tribus
la dicha de Israel que Dios traerá. Que Dios venga pronto con su misericordia
a Israel y nos libre de la impureza de enemigos impíos. El Señor mismo es
nuestro rey y lo será siempre (SalSal 17, 1-46).
Los citados Salmos de Salomón, que aparecieron hacia el año 60 a. C,
proceden probablemente de ambientes fariseos. Al leerlos surge espontánea
la pregunta sobre el punto en que residía propiamente la oposición básica y
radical entre Jesús o la comunidad y los fariseos. Su afinidad era mucho
mayor que su diferencia.
Hay, sin embargo, un punto en el que Jesús discrepaba totalmente de los
fariseos. Jesús anunció la oferta de salvación de Dios a todo Israel, incluidos
los pecadores. Jesús consideró inminente el cambio histórico radical y
anunció que se dejaban sentir ya sus efectos en aquel momento. La
salvación de Dios quedaba accesible a todos sin ninguna condición previa.
Los fariseos eran de otra opinión. Israel debía prepararse con la observancia
de la tora y la santificación del pueblo y la tierra a la salvación final de Dios.
Por eso defendían que las normas sobre pureza y santidad sacerdotal debían
cumplirse en la vida diaria y también por los laicos. La mesa de cada israelita
debía ser santa como la mesa de sacrificios en el templo, al igual que la
persona que comía en esa mesa. Su programa era la pureza ritual en casa y
en la mesa, como si uno fuera sacerdote del templo. Ellos se atenían
estrictamente a él y lo preconizaban para todos. El programa incluía el
diezmo de todos los bienes. En caso de duda, los fariseos preferían pagar el
diezmo. Así intentaban prepararse para el encuentro con el Santo.
«No era pura fantasía la pretensión de los fariseos de comportarse como
sacerdotes. Su mensaje antes del año 70 fue que lo santo no era algo
exclusivo del templo. La tierra es santa, el pueblo es santo. Se podía
santificar la vida del pueblo y no sólo el culto del templo. ¿Cómo debía servir
a Dios el pueblo santo? Todos debían santificarse... mediante una conducta
ética y moral. Debían ofrecer el sacrificio de un corazón contrito, como dice
el salmista; debían servir a Dios con sinceridad y amor, como habían exigido
los profetas» (Neusner, 26).
Los fariseos vivían con arreglo a este programa. Hacían propaganda de él.
Vivían en comunidades, pero que parecían ser más bien cooperativas de
producción y comercialización de alimentos sujetos a diezmos y ritualmente
puros, más que comunidades de vida. Probablemente no había entre los
fariseos comidas en común como entre los esenios. Las cooperativas eran
accesibles a todo el que quería ajustar su vida a esa interpretación. Por eso
vivían entre la gente, para difundir el programa con el ejemplo.
Pero este programa ritual enfrentó a los fariseos con Jesús y era incompatible
con la predicación de los discípulos. La objeción principal contra el programa
no era la posibilidad de quedar en mera exterioridad; la objeción principal
era que el programa era presentado como algo necesario. Aquí radicaba el
peligro. En realidad sólo era practicable por un estamento relativamente
pequeño de «expertos». Debían ser además personas acomodadas y cultas.
Las capas empobrecidas de la población rural tenían otras preocupaciones
que las de los manjares ritualmente válidos y el pago de los diezmos de los
víveres adquiridos en el mercado. Eran demasiado ignorantes para conocer y
practicar tales preceptos. De ese modo, el programa fariseo privaba de la
salvación de Dios precisamente a los pobres y los incultos. Pero según el
mensaje de Jesús, la salvación de Dios se prometía también a ellos. Parece
que la labor de Jesús con los fariseos y su disputa con ellos iban
encaminadas a abrirles los ojos y el corazón en favor de sus hermanos
pobres de Israel que no podían observar tales preceptos. ¿No era también
válida para ellos la salvación de Dios? ¿y podía ser el programa ritual de los
fariseos la condición para recibir la salvación de Dios? ¿exigía realmente la
santidad de Dios los trámites rituales del hombre?
Pablo es el ejemplo más ilustre de que hubo fariseos que se dejaron
convencer del mensaje de Jesús y de la predicación de los discípulos
pospascuales. También ellos aportaron una rica tradición y una profunda
religiosidad al entrar en la comunidad cristiana. Como los fariseos eran laicos
religiosamente formados, como leían la Escritura y se ejercitaban en su
interpretación, es posible que los fariseos cristianos ejercieran una gran
influencia en la formación de la tradición de la comunidad primitiva.
5. Otros grupos escatológicos
La variedad de formas del judaísmo en tiempo de Jesús y de la comunidad
primitiva no se agota en los grupos de los esenios y los fariseos. El
movimiento de los jassidim pervivía en numerosos cenáculos y comunidades,
entre los cuales los esenios y los fariseos eran los grupos más nutridos y
significativos. Hubo otros grupos menores que conservaban y trasmitían sin
interrupción algunas concepciones teológicas del más remoto pasado. Es
difícil explicar de otro modo la cantidad y variedad de escritos apocalípticos
del judaísmo primitivo y su agitada prehistoria literaria.
Había grupos que trasmitían la predicación penitencial deuteronomística de
los levitas (Neh 9, 6-37; cf. Dan 9, 4-19). Anunciaban el cambio radical de la
situación de poder y del orden social en un juicio de Dios inminente;
exhortaban a la conversión o animaban a los «piadosos» a perseverar.
Os advertí a vosotros, pecadores, en nombre del Santo que toda vuestra
mala conducta se conoce en el cielo y (vuestras) obras injustas no quedan
ocultas ni encubiertas. Y no penséis en vuestro espíritu ni digáis en vuestro
corazón que no sabéis ni veis (que) toda injusticia queda escrita cada día en
el cielo ante el Altísimo.
Ay de vosotros, necios, pues seréis destruidos por vuestra necedad; y no
escucháis a los sabios y (así) no alcanzaréis el bien. Y ahora sabed que estáis
a punto para el día del exterminio, y no esperéis quedar con vida, pecadores,
porque desapareceréis y moriréis, pues sabed que ya estáis listos para el día
del gran juicio, para el día del mal y de la gran ignominia para vuestro
espíritu.
Ay de vosotros, endurecidos en vuestro corazón, que obráis mal y os nutrís
de sangre; ¿de qué comeréis y beberéis y cómo os saciaréis con las buenas
(cosas)? Porque todas las (cosas) buenas que el Señor, el Altísimo, dio en
abundancia a la tierra no os darán paz.
Ay de vosotros, que preferís la acción injusta: ¿por qué esperáis el bien para
vosotros?...
Ay de vosotros, que cometéis sacrilegios y alabáis y ensalzáis las palabras
engañosas; seréis exterminados y privados de la buena vida.
Ay de vosotros que distorsionáis las palabras veraces y quebrantáis la ley
eterna; ellos se [tienen por intachables], pero serán derribados a tierra.
Ay de vosotros que extendéis el mal a vuestro prójimo, porque seréis
muertos en el infierno.
Ay de vosotros que hacéis una medida de pecado y engaño y producís la
amargura en la tierra, porque de ese modo acabarán con vosotros.
Ay de vosotros que construís casas con el trabajo penoso de otros, y (cuyo)
material de construcción (son) ladrillos y piedras de pecado; os aseguro que
no tendréis paz. Ay de vosotros que despreciáis [la piedra angular] y la
herencia perpetua de vuestros antepasados y seguís el espíritu de idolatría,
porque no tendréis reposo.
Ay de vosotros que practicáis la injusticia y apoyáis la extorsión —matan a su
prójimo hasta el día del gran juicio—; porque vuestra gloria caerá por los
suelos; y él traerá infelicidad a vuestro corazón y provocará su ira, y su
espíritu os liquidará a todos con la espada; y todos los santos y justos
recordarán vuestros pecados.
Ay de vosotros, pecadores, que torturáis a los justos el día de su (gran)
aflicción y los abrasáis con fuego: recibiréis lo merecido.
Ay de vosotros, los duros de corazón, siempre dispuestos a tramar el mal: os
invadirá la angustia y no habrá nadie que os ayude.
Ay de vosotros, pecadores, por el habla de vuestra boca y el obrar de
vuestras manos, que son producto de vuestra impiedad: arderéis en un
incendio entre llamas... Y a vosotros, justos, por aquel que es grande y
soberano en poder, y por su grandeza os conjuro. Porque estoy en el secreto
y he leído las tablas del cielo, y he visto el libro santo, y he encontrado
escrito y consignado en él que todos los bienes y alegría y honor quedan
reservados para vuestros espíritus, que murieron en la justicia, y (que) os
darán toda suerte de bienes en compensación por vuestras penalidades, y
(que) vuestra suerte será mejor que la de los vivos. Los espíritus que
murieron en la justicia vivirán, y sus espíritus se alegrarán y no serán
destruidos, como tampoco su memoria en presencia del Grande por todas las
generaciones. Y ahora no temáis sus insultos' (Henet 98-103).
En estos medios se difundió la idea del destino cruento de los profetas
enviados por Dios: Israel había desoído siempre los requerimientos de Dios, y
rechazado y dado muerte a sus profetas (Neh 9, 26). Los predicadores
apocalípticos de estos grupos se consideraban enviados de Dios (cf. Jub 1,12,
Henet 89, 51). A la luz de la idea del destino cruento de todos los profetas de
Israel interpretaron su propio destino de rechazo y condena.
Otros grupos cultivaban la «religiosidad del pobre» propia del salterio
veterotestamentario. Como «pobres» y «débiles» en el mundo, se sentían
especialmente cercanos a Dios. Su esperanza se cifraba sólo en Yahvé. Aquí
germinó la idea del sufrimiento necesario del justo (cf. cap. 6, § 3): «Muchos
males tiene que sufrir el justo; pero de todos lo librará el Señor» (Sal 34, 20;
cf. 37, 39s; 119,71.87.109.141.143). El normal martirio de un «justo» es
tema de Sab 2, 12-20; 5, 1-7. En Henet 102-104, un grupo apocalíptico aplica
esta idea a su propia situación.
No temáis, almas de los justos, y esperad los que habéis muerto en la
justicia. Y no estéis tristes porque vuestra alma descienda acongojada al
reino de la muerte y vuestro cuerpo no haya encontrado en vida (lo) que
correspondía a vuestra virtud, sino lo merecido el día que os hicisteis
pecadores y el día del juicio y castigo (?). Y cuando vosotros muráis, dirán de
vosotros los pecadores: 'Como morimos nosotros, mueren los justos, ¿y qué
provecho sacaron de sus obras? Mueren como nosotros, en congoja y
tinieblas, ¿y en qué nos aventajan? Desde ahora somos como ellos. ¿Y cómo
se levantarán, y qué verán para siempre? Porque murieron, y desde ahora no
verán la luz jamás'. Os digo, pecadores, que no os basta comer, beber, robar
y pecar, dejar a la gente en cueros, acumular bienes y vivir la buena vida.
Habéis visto el fin de los justos. Ni una mala acción hubo en ellos hasta su
muerte...
No digáis sobre los que fueron honrados y buenos en vida: 'En tiempo de
penuria nos matamos a trabajar, todos los males nos visitaron, pasamos
mucha necesidad, fuimos desollados, quedamos pocos y nuestro espíritu es
débil. Nos liquidaron sin haber encontrado a nadie que nos asistiera siquiera
con la palabra; fuimos torturados y aniquilados, y no esperamos ver más la
vida día a día. Esperábamos ser la cabeza y nos hemos quedado en la cola;
somos presa de los pecadores, y los injustos nos oprimen con su yugo. Nos
dominaron los que nos aborrecían y nos maltrataban; y doblamos la cerviz
ante aquellos que nos odiaban; pero ellos no tuvieron compasión. Intentamos
pasar inadvertidos para huir de ellos y tener tranquilidad, pero no
encontramos un lugar adonde huir y poder salvarnos. Nos quejamos en
nuestra indefensión ante los gobernantes y protestamos contra los que nos
devoraban, pero ellos no atendían nuestra queja ni quisieron oír nuestra voz.
Ayudaron a los que nos robaban y devoraban, y a los que nos diezmaban y
encubrían su delito, y no nos libraban del yugo de los que nos devoraban,
dispersaban y asesinaban, y encubrían el asesinato y no recordaban haber
alzado su mano contra nosotros'. Os juro que los ángeles del cielo se
acuerdan de vosotros ante la majestad del Grande; y vuestros nombres
quedan escritos ante la gloria del Grande. Esperad, porque antes pasasteis la
vergüenza de la desgracia y la necesidad, pero ahora brillaréis como la luz
del cielo, resplandeceréis y la puerta del cielo se abrirá para vosotros. Con
vuestro clamor gritad justicia y ella aparecerá, porque los soberanos piden
cuentas (por) toda vuestra aflicción y por todos los que ayudaron a los que
os despojaban. Esperad y no abandonéis la esperanza, porque tendréis gran
alegría, como los ángeles del cielo. ¿Qué debéis hacer (entonces)? No os
ocultéis el día del gran juicio, que no seréis considerados pecadores; el
castigo perpetuo quedará lejos de vosotros por todas las generaciones, y
ahora no temáis, justos; cuando los pecadores se envalentonan y veis la
suerte que tienen, no os mezcléis con ellos, manteneos lejos de sus
atropellos, porque os juntaréis con los buenos del cielo (Henet 102-104).
Otros grupos practicaban la esperanza escatológica especial de las
«parábolas» de Henet. Estos no cuentan con un personaje divídico sino con
un ser celestial preexistente, «como un hijo de hombre» al que Dios delegó
para al juicio final. Este «Hijo del hombre» aparece estrechamente asociado
a Dios. Esta idea se expresa con categorías como «sabiduría» y «espíritu»
(cf. cap. 6, § 2).
En este contexto hay que recordar también el movimiento iniciado por Juan
Bautista. Juan apareció como predicador escatológico de penitencia en la
región del Jordán e instó a todo Israel a convertirse para escapar al castigo
inminente de Dios. Signo eficaz de salvación era el bautismo que Juan
administraba (Mt 3, 1-12 par). Jesús mismo procedía del movimiento
baptista, lo mismo que una parte de sus discípulos (cf. Jn 1, 35ss). Después
del martirio del Bautista, el movimiento por él iniciado siguió existiendo
como un grupo especial del judaísmo. Luego entró en competencia con la
comunidad primitiva. Después de pascua, muchos discípulos del Bautista
pasaron al movimiento de Jesús, como ocurriera ya en vida de Jesús (cf. cap.
13, § 4).
Hay que tener presente esta pluralidad del judaísmo para hacerse una idea
de la influencia que ejercieron en la comunidad primitiva personas que
accedían a ella como miembros de grupos judíos. Eran personas que
buscaban a Dios, llenas de inquietud religiosa. Su vida se movía por esos
resortes aun en el ámbito cotidiano. En el mensaje de Jesús y de los
discípulos pospascuales encontraron una respuesta a sus preguntas vitales,
respuesta que descalificaba las anteriores como superadas e insuficientes.
Por eso se agregaron. Pero no abandonaron sin más su religiosidad y su
pensamiento, sino que los integraron en el proceso de la primera reflexión
cristiana.

6. Los celotas
Seguramente, todos los oyentes de Jesús y de los discípulos conocían de
algún modo el movimiento y mensaje de los «ceIotas». Es posible que
algunos de los discípulos de Jesús fueran antiguos luchadores de la libertad
(cf. Lc 6, 15s). Su mensaje tenía una formulación simple y directa. Tomaban
realmente en serio, a juicio de muchos, el pensamiento veterotestamentario
y paleojudío-apocalíptico de que Israel no tenía otro rey fuera de Yahvé. Pero
Israel debía colaborar eficazmente para imponer el reinado de Dios en el
mundo. Lo que otros grupos habían «reprimido» con visiones escatológicas y
fantasías apocalípticas, los «celotas» se atrevieron a exigirlo y hacerlo.
Querían emprender la lucha contra el Imperio romano apoyados en la
creencia apocalíptica de que Roma sólo podía ser, en los planes de Dios, la
última de las potencias mundiales hostiles a él, cuya caída ya estaba
decretada por Dios. Después comenzaría el reinado final y perpetuo de Dios
y de Israel. El objetivo de los «fanáticos» era instaurar el dominio de Dios y
de Israel mediante la lucha activa. Dios mismo pondría un final victorioso a
esta guerra. Resucitaría a los mártires caídos en la lucha a una nueva vida;
por eso los «celotas» debían olvidar la propia vida, y lucharon con valor
incomparable y con desprecio de la muerte. Pero esta guerra a gran escala
no existió desde el principio. Los «celotas» tuvieron que preparar el
ambiente y fueron cumpliendo su programa en numerosas acciones cruentas
contra los ejércitos militares y sus colaboradores en el pueblo. Su mensaje
político radical tuvo éxito en la población depauperada. La población urbana
de Jerusalén se mostró, en cambio, reservada por mucho tiempo, hasta que
se vio arrastrada en el comienzo de la guerra judía. Los «celotas» no se
consideraron el «resto santo»; su esperanza escatológica incluía a Israel en
su conjunto, como nación. Por eso esperaban un rey-mesías del linaje de
David bajo cuyo mando Israel alcanzaría el dominio universal como pueblo
santo de Dios.
Jesús y sus discípulos tuvieron que tomar postura ante el programa de los
«celotas». También Jesús había hecho del reinado escatológico de Dios el
punto central de su mensaje, pero con la diferencia de que excluía la guerra
y el terror para acelerar la llegada final de la basileia. Hasta la derrota de los
«celotas» en la guerra judía, los anunciadores del mensaje de Jesús tuvieron
que enfrentarse con las consignas teológico-revolucionarias de estos
luchadores de la libertad. No las repudiaban por motivos políticos sino por
razones teológicas. Proclamaban la paz y el amor a los enemigos (cf. cap.10
y 13, § 3).

7. Judíos helenistas

a) Judíos helenistas en Jerusalén


Ya entre los oyentes del Jesús terreno, y sin duda entre los de los discípulos
después de pascua, había judíos helenísticos que procedían de la diáspora.
Así lo atestiguan los Hechos de los apóstoles en lo relativo a la predicación
pospascual. En lo que se refiere a la predicación de Jesús, cabe suponerlo
como probable. La diáspora judía comenzaba ya en las fronteras de Judea y
Galilea, y hubo judíos helenísticos en las ciudades helenísticas de Palestina.
El judaísmo se extendió ampliamente en los tres últimos siglos precristianos.
La patria judía no podía alimentar a toda su población, y reyes y príncipes
acogieron de buen grado las colonias de emigrantes judíos. Les adjudicaron
algunos barrios urbanos y zonas de asentamiento, con ciertos privilegios y
derechos especiales. En «Babilonia» se había formado ya una importante
colonia judía. Pero los judíos emigraron también a Egipto y Siria, o les habían
propuesto crear colonias en estos países. El setenta por ciento de los 6-8
millones de judíos residían probablemente en el extranjero. Vivían en
comunidades rurales, asentamientos cerrados o barrios urbanos. Pocos de
ellos dominaban ya la lengua de la patria originaria, el arameo o el hebreo. El
griego koiné pasó a ser su lengua materna.
También en Palestina había judíos helenistas. Aquí hablaban griego,
probablemente, junto al arameo, mayor número de judíos de lo que se suele
suponer. En las familias aristocráticas predominaban la educación y el modo
de vida griego. Sus hijos cursaban estudios en el extranjero.
«Jerusalén fue desde la época de los tolomeos una ciudad donde se hablaba
griego, y cada vez más. La sublevación macabea modificó poco las cosas. En
el período neotestamentario entre Herodes y la destrucción el año 70 d. C.
parece, a juzgar por las inscripciones griegas, que una notable minoría
hablaba el griego como lengua materna. La minoría abarcaba, además de los
repatriados de la diáspora, grupos de la aristocracia autóctona. Nos
encontramos así con ese ejemplar que generó siempre los impulsos políticos,
culturales y religiosos más fuertes: el judío que se movía con idéntica
facilidad en los dos ámbitos culturales y lingüísticos: el judío-arameo nativo y
el griego foráneo».
1. «Esto dificulta la diferenciación entre judaísmo palestino y judaísmo
helenístico, que es uno de los principios heurísticos de la ciencia
neotestamentaria, y la hace ya insuficiente. Hay que contar con la
formación, incluso en Palestina, de grupos bilingües, situándose así en la
frontera de dos culturas. Este problema no se plantea sólo para Jerusalén
sino también para Galilea, relacionada siempre con las ciudades fenicias, y
cabe preguntar si el bilingüismo no alcanzó hasta el grupo de discípulos
directos de Jesús. Dos de éstos, Andrés y Felipe, llevaban nombres griegos
(Mc 3, 18), y el hermano de Andrés, Simón Kephas-Petros, emprendió más
tarde largos viajes de misión por la diáspora judía grecoparlante» (Hengel,
Judentum, 149s).
A esto se añade que Jerusalén era una ciudad de peregrinación adonde
afluían para las grandes fiestas cientos de miles de peregrinos del mundo
entero. Era el centro cúltico del judaísmo mundial. Todo judío piadoso,
incluido el de la diáspora, deseaba ir al menos una vez en la vida a la
«ciudad santa» para participar en el culto y rezar a Dios en el templo (cf.
Hech 2, 9s). Había además muchos judíos de la diáspora que regresaban
para instalarse a vivir en Jerusalén.
Parece que el número de tales repatriados era elevado. Así se desprende del
dato de que Jerusalén, en época de la comunidad primitiva, poseía varias
sinagogas de «judíos helenistas». Hech 6, 9 habla de disputas teológicas de
Esteban con miembros de la «sinagoga de los libertos y oriundos de Cirene y
Alejandría» (cf. Hech 2, 5; 24, 12). «La expresión sinagoga, además de
significar el edificio religioso, sugiere aquí, probablemente, que estos judíos
habían formado en Jerusalén asociaciones de compatriotas» (Weiss,
Urchristentum, 120). El número de repatriados de Alejandría y de Cirenaica
tuvo que ser bastante elevado para fundar comunidades sinagogales
propias. Otro tanto hay que decir del número de judíos manumisos, que es el
significado de la expresión «libertos»; se trata de judíos que por
circunstancias bélicas durante los siglos II y I precristianos o por ruina
económica eran vendidos como esclavos; más tarde eran rescatados ellos o
sus hijos, o liberados por amnistía, y se instalaban en Jerusalén. Es probable
que existieran otras comunidades sinagogales de judíos helenistas, además
de las mencionadas. Hech 6, 9 habla de «judíos helenistas» de Cilicia y de
Asia.
La asociación en comunidades sinagogales significa obviamente que estos
judíos helenistas celebraban sus propias reuniones de culto. Leían sin duda la
Escritura en lengua griega, en la traducción del antiguo testamento, la
«Septuaginta», preparada para la diáspora.
Esto arroja alguna luz sobre la situación lingüística en Jerusalén. La lengua
usual de la población nativa era obviamente el arameo, y la lengua religiosa
y cúltica el hebreo. Roma, la potencia de ocupación, hablaba latín y griego
koiné. Los numerosos repatriados de la diáspora que vivían en Jerusalén
hablaban el griego como lengua materna. Había sin duda en la población
nativa y entre los repatriados muchas personas que dominaban tanto el
griego como el arameo. Es posible que muchos judíos de la diáspora
hubieran crecido en un entorno bilingüe; pero no cabe suponer el bilingüismo
entre los judíos helenistas como fenómeno general. En el judaísmo de
Jerusalén había, pues, problemas lingüísticos a pesar de su unidad étnica.
Los judíos helenistas cultivaban una vida espiritual propia en sus sinagogas y
mantenían las ideas y tradiciones religiosas desarrolladas en el «judaísmo
helenístico».
Los motivos del retorno a Jerusalén entre los judíos helenistas procedentes
de la diáspora eran sobre todo de índole religiosa. Las razones económicas y
comerciales apenas contaban, dada la situación apartada de Jerusalén para
el comercio y el tráfico. El único factor económico relevante de Jerusalén era
el templo; pero las empresas artesanales y comerciales necesarias para el
mantenimiento del templo y para la realización de los sacrificios estaban en
manos de la aristocracia sacerdotal. Parece que la atención a las masas de
peregrinos en el aspecto material corría a cargo de empresas artesanales y
de servicios asentadas en Jerusalén. Económica y culturalmente, Jerusalén
no podía ser muy atractiva para los judíos de la diáspora, que habían vivido
en su mayoría en grandes ciudades helenísticas de alto nivel cultural. Lo que
los empujó a Jerusalén fue la tradición religiosa de esta ciudad, sobre todo el
templo con su «lugar santísimo», donde habitaba Yahvé y su shekiná o
«sabiduría». Muchos querían vivir en las cercanías de este lugar sagrado,
estudiar la Escritura y ser sepultados allí. El idealismo sentimental, la
nostalgia de lo sagrado y el celo religioso, especialmente fuertes en tierra
extraña, influían quizá a menudo en la decisión de abandonar la vida en la
diáspora y trasladarse a Jerusalén. Cabe preguntar al menos si las
expectativas piadosas e idealistas respondían siempre a la realidad
encontrada en Jerusalén. «Es posible que las circunstancias de la ciudad
santa fueran para un repatriado tan decepcionantes como lo fue la Roma del
renacimiento para el peregrino Martín Lutero» (Hengel).
El «retorno» a Jerusalén sólo era posible para una pequeña élite religiosa del
judaísmo de la diáspora. Presuponía una posición acomodada o incluso la
posesión de una fortuna, ya que Jerusalén apenas ofrecía posibilidades para
emprender una nueva existencia sin la inversión de un capital propio. El
somero apunte, nada sospechoso, de Mc 15, 21 nos permite entrever algo. El
judío helenista Simón de Cirene, cuyos dos hijos Alejandro y Rufo eran
conocidos de la comunidad primitiva y quizá pertenecían a ella, vuelve el
viernes santo de su campo a Jerusalén. ¿Se había labrado una nueva
existencia con la compra de tierra en Jerusalén? Es posible que la mayoría de
los judíos de la diáspora repatriados a Jerusalén vivieran en una situación
económica asegurada. La construcción de sinagogas propias y la
organización de unos servicios religiosos propios indican también que los
judíos helenistas de Jerusalén eran de un nivel económico elevado. Esto no
excluye que por la muerte del cabeza de familia o por quiebra o ruina se
dieran casos de indigencia entre ellos, sobre todo entre viudas y
supervivientes. Hech 6, 1ss alude a esa indigencia. Volveremos sobre ello
más adelante (cf. cap. 7).

b) El entorno cultural del judaísmo helenístico


El entorno espiritual y social del judaísmo helenístico de la diáspora, que
había marcado básicamente el modo de pensar y sentir de los «repatriados»
a Jerusalén, se caracterizaba por el diálogo constante con la cultura, filosofía
y educación helenísticas. El helenismo se había convertido desde el siglo III
a. C. en un movimiento espiritual y formativo que se extendió a todo el
mundo civilizado. El griego era la lengua universal, y la cultura, filosofía y
educación griega eran el ideal de la cultura, la filosofía y la educación a
secas. La difusión del espíritu y modo de vida helenístico no se detuvo ante
Palestina; pero predominaba aquí, en conjunto, el espíritu paleojudío
conservador y el rechazo del estilo de vida y la filosofía helenísticos. En esto
coincidían especialmente los grupos «piadosos». Evitaban el contacto todo lo
posible.
La situación del judaísmo de la diáspora difería totalmente de la situación de
los judíos de Palestina. Ese judaísmo convivía con la población helenística,
aunque residiera en comunidades propias. Para poder subsistir como grupo
étnico y religioso independiente, sin ser absorbido o relegado a un gueto
total, intentó darse a conocer y hacer comprensible su singularidad al
entorno, y dialogar con el espíritu y el talante vital del helenismo. Las
normas religiosas y étnicas eran bastante onerosas para el individuo, ya que
prohibían los matrimonios mixtos y sólo permitían una participación
restringida en la vida pública. La desconfianza y las suspicacias, también la
mofa y la intolerancia hacia los judíos, fueron la consecuencia. Se sucedieron
los asaltos y agresiones hasta llegar a las matanzas masivas. Por otra parte,
la religión judía despertó un gran interés, sobre todo entre las clases cultas.
Su monoteísmo y la elevada moral resultaban atractivos. La venerable
antigüedad de la sagrada Escritura demostraba la superioridad de la religión
judía. Con su traducción al griego quedó accesible a las personas cultas.
«La conciencia de misión que caracterizó al judaísmo grecoparlante tuvo un
eco positivo en el entorno no judío. Desde la adopción de ciertos usos
llamativos hasta la conversión total, existían las más diversas formas de
acercamiento al judaísmo. Varones no judíos pasaban al judaísmo en gran
número haciéndose circuncidar; mayor aún era el número de mujeres
conversas, ajenas obviamente al rito de la circuncisión. Estos paganos
conversos eran llamados prosélitos, agregados. En Alejandría eran miembros
del pueblo judío con todos sus derechos y deberes, desligados de sus
antiguos vínculos familiares y étnicos. Aunque el móvil para el cambio podía
ser a veces económico o social —se ingresaba en una hermandad extendida
por el mundo y muy unida—, la verdadera irradiación del judaísmo era sin
duda de carácter religioso. Lo que atraía a los helenistas en otras religiones
orientales o también en los misterios griegos, como la adhesión personal a la
divinidad, un apoyo moral y social en la congregación cultual, la esperanza
de liberación de las fuerzas del destino, lo encontraban aquí en mayor
medida. En cuanto a los temerosos de Dios o simpatizantes, parece que eran
más numerosos que los prosélitos en la época de los apóstoles. Su adhesión
a la sinagoga era parcial porque no se sometían a la circuncisión y sólo
observaban determinados preceptos rituales. La adhesión era plena si se
apartaban totalmente de todo culto pagano para servir únicamente al Dios
vivo y verdadero» (Hegermann, Judentum, 349s).
El judaísmo helenístico intentaba demostrar en su diálogo cultural que la ley
de Moisés contenía, por razón de la revelación divina, la ley moral «racional»
universal y que el antiguo testamento anticipó ya toda la sabiduría de los
filósofos paganos, incluso que éstos se habían inspirado en Moisés y en el
antiguo testamento. Esta demostración suponía obviamente una enorme
idealización, simbolización y alegorización. La interpretación alegórica de la
sagrada Escritura se convirtió en el método exegético por excelencia, sobre
todo en Egipto.
«El primer escritor helenístico-judío con formación filosófica que conocemos
es Aristóbulo. Los fragmentos que se conservan de él pertenecen a un
escrito didáctico dirigido a Tolomeo VI (181 hasta 145 a." C). Aristóbulo se
presenta como filósofo y miembro de una escuela filosófica (hairesis), la
escuelade aquellos judíos que seguían la verdadera filosofía de Moisés,
Salomón, etc. Está preocupado por los judíos de la época que se apegan a la
letra e infieren así de los textos de Moisés, erróneamente, nociones míticas y
triviales. Los considera prisioneros de los sabios griegos; porque Pitágoras y
Orfeo aprendieron mucho de Moisés, lo mismo que Sócrates y Platón, que en
opinión de Aristóbulo conocían ya la tora en una antigua traducción al
griego. Puede sorprender que esta afirmación brote de la pluma de un judío
helenista realmente culto; pero hay que tener presente lo que era la filosofía
de la época; tenía un componente religioso cada vez más acentuado y su
contenido principal eran el conocimiento y la adoración de Dios, con una
clara tendencia al monoteísmo; para la mentalidad de un judío, esa filosofía
se orientaba en Moisés; dicho de otro modo, estaba ya determinada en su
mejor parte por Moisés» (Hegermann, Judentum, 341s).

La alegorización ayudó también al judaísmo de la diáspora en sus


dificultades de comprensión y en la observancia de la ley. En especial, los
preceptos referidos al culto no eran practicables lejos del templo e incluso
parecían carecer de sentido. Por eso se investigó el significado espiritual y
moral de esos preceptos. Esto tuvo como consecuencia, muchas veces, el
rechazo u olvido total del sentido literal del precepto y de su práctica. Se
tendía a interiorizar la ley ritual mediante una interpretación alegórica y a
inferir de ella conclusiones sobre la conducta del alma piadosa. El gran
filósofo judío alejandrino Filón, contemporáneo de Jesús y de la comunidad
primitiva, polemiza con esas tendencias del judaísmo helenístico {De migr.
Abr., 87-92), aunque, a juzgar por sus escritos, no aparece impensable para
él «una interiorización radical de todo lo cúltico, eliminando los ritos
externos» (Wenschkewitz, 70). Su argumento simple y axiomático es que el
culto y los preceptos rituales relacionados con él fueron instituidos por Dios,
y por eso son razonables y perfectos.
Su polémica demuestra que en el judaísmo helenístico es posible una
alegorización y espiritualización de los ritos cúlticos de la ley, ya sea para
despojarlos de todo elemento chocante o para evitar las dificultades
prácticas de su observancia lejos del culto en el templo.
Se puede afirmar, resumiendo, que «en lo concerniente al núcleo de la
religión judía, la tora, se produjo un cambio significativo bajo la influencia
helenística, cambio debido en parte a la situación social y jurídica de la
diáspora, sobre todo en torno al derecho de ciudadanía. Desde una óptica
helenística, el orden jurídico procedía de un legislador humano, y constaba
en parte de una venerable tradición (costumbres de los antepasados) y en
parte de una leyes racionales. Se distinguía además entre derecho o usos de
procedencia o trasmisión humana y la ley racional no escrita, que era
considerada como ley divina. La aplicación de estas ideas a la tora tendría
profundas consecuencias a la larga. No sólo peligraba la unidad de la tora al
otorgar un rango superior a la ley racional, que sería sobre todo el decálogo,
sino la autoridad de todos los preceptos y prohibiciones no racionales
quedaba en entredicho, porque no podían entrar sin más en el capítulo
costumbres de los antepasados. Por eso se sintió la necesidad de hacer
plausibles los preceptos en una línea racionalizadora y simbolizante, incluso
a veces alegorizante, para eludir la objeción de observar normas absurdas y
molestas para la convivencia. Pese a todos los esfuerzos simbolísticos, no se
podía evitar una cierta desestima de los preceptos rituales (por su tendencia
al formalismo) después de reconocer un rango especial a los preceptos
racionales. Se mantuvo la praxis, aunque a veces había desviaciones en la
motivación religiosa. La tora pasó a ser en esta línea el nomos, y se acercó
así a la valoración que se hacía de ella en el mundo antiguo y que después,
con Pablo, predominó también en el cristianismo antiguo, debido a su
cristología» (Maier, Geschichte, 86).
También en lo que se refiere al templo y su culto pudo nacer una nueva
esperanza en el judaísmo helenístico. El judío de la diáspora se sentía
estrechamente ligado al templo. Esto se expresaba en el pago del tributo
anual. Seguía vigente el compromiso del judío piadoso de la diáspora de
visitar Jerusalén y el templo al menos una vez en la vida. Pero este anhelo
iba dirigido más al lugar sagrado donde Yahvé manifestaba su presencia que
al culto de sacrificios cruentos que en él se realizaba. Este culto se mantenía
en su forma extema, pero «no por él mismo sino por razón de la autoridad de
la ley. Los preceptos cultuales seguían siendo una parte de la voluntad divina
sublime e inefable, tal como era expresada en la ley. El culto no era ya
fundamento y apoyo de la vida religiosa, sino que era la religiosidad legal la
que apoyaba el culto. Ya el Sirácida, después de presentar la observancia de
los mandamientos, la generosidad y la justicia como el mejor sacrificio que
puede ofrecer el hombre, sólo recomienda el sacrificio con esta condición: No
os presentéis al Señor con las manos vacías: esto es lo que pide la ley (35
[32], 4s). También es auténticamente judía la sentencia de II Hen 45, 3s...: El
Señor Dios no necesita pan, luz, víctimas o becerros; pero así comprueba el
corazón del hombre» (Bousset, 117). La gran mayoría de los judíos
helenísticos no conocía directamente el culto del templo, sino por el estudio
de la sagrada Escritura. Realizaban el culto divino periódico en la sinagoga.
La situación de diáspora hizo surgir un nuevo culto sin sacrificio, sin
sacerdotes y con una actitud más pura y espiritual. Los judíos de la diáspora
de regreso a Jerusalén no renunciaron a esta forma de culto divino. Todo esto
no significa un rechazo general del culto en el templo, pero sí una actitud
crítica hacia ese culto, sobre todo entre los grupos ilustrados del judaísmo
helenístico. Esa actitud era prudente o se reprimía por reverencia a la
voluntad de Dios fijada en la ley, que ordenaba el culto en el templo, y sólo
necesitaba el impulso exterior para manifestarse.
La actitud crítica se refleja también en Filón. Valora más la ofrenda de
perfumes que los sacrificios cruentos. «Afirma que la cantidad mínima de
incienso ofrecida de la mano de una persona piadosa a la divinidad es más
valiosa que mil animales que pueda sacrificar una persona no virtuosa: Yo
digo que si es mucho más valioso el oro que las piedras más preciosas, y si
es mucho más santo el interior del templo que el atrio, así la acción de
gracias expresada en la ofrenda aromática es superior al sacrificio cruento»
(Wenschkewitz). El verdadero templo es para él, por un lado, el «alma
espiritual», donde el sacerdote es el «hombre mismo». Por otro lado, todo el
cosmos aparece en él como templo de Dios, junto al cual existe también un
santuario terreno fabricado con las manos. No menosprecia este santuario
terreno y polemiza con los que, a su juicio, no miran el templo y el culto con
suficiente reverencia; pero se advierte cierta endeblez en la actitud de Filón.
Estima que el culto sacrificial puede «seguir existiendo con su templo y su
estamento sacerdotal, porque está ordenado y dispuesto por Dios... Lo que
mantuvo a Filón ligado al templo y su culto no fue una necesidad resultante
de la esencia de su religiosidad y de su pensamiento, sino un vínculo
tradicional» (Wenschkewitz, 86s).

c) Especulaciones «sapienciales»
El judaísmo helenístico prolongó especulativamente las perspectivas de la
teología sapiencial del antiguo testamento hebreo. En Job 28 aparece por
primera vez, en un grandioso cántico, la «sabiduría» del antiguo testamento.
También aquí es evidente la recepción de un mito foráneo. La «sabiduría»
aparece como un «ser celestial que existe junto a Dios en un lugar fijo, sólo
accesible a Dios» (Fohrer, ThWNT VII, 490). El texto no lo representa como
una fuerza de Dios o hipóstasis personificada, «sino como una cosa que se
busca como las otras cosas (Bodenschátzen: Hi 9, 1-19), fijada localmente
como ellas» (ibid.).
¿De dónde se saca la sabiduría, dónde está el yacimiento de la prudencia?
Se oculta a los ojos de las fieras y se esconde de las aves del cielo. Muerte y
Abismo confiesan: De oídas conocemos su fama. Sólo Dios conoce su
camino, él conoce su yacimiento, pues él contempla los límites del orbe y ve
cuanto hay bajo el cielo. Cuando señaló su peso al viento y definió la medida
de las aguas, cuando impuso su ley a la lluvia y su ruta al relámpago y al
trueno, entonces la vio y la calculó, la escrutó y la asentó (Job 28, 20-27).
«A la sabiduría oculta, cuya figura enigmática se puede constatar aquí por
primera vez, se atribuye un lugar que está más allá de los límites que el
hombre puede franquear. Al lugar corresponde un camino, pero que es
inaccesible al ser humano. La frontera donde está el lugar de la sabiduría es
la del mundo mismo, ya sea el mundo del esquema cielo-tierra-inframundo o
el de los dos reinos de los vivos y los muertos. El mundo, pues, se ha
convertido en la categoría de la limitación humana. Pero esto no agota aún la
intención del poema. A la negación se contrapone una afirmación: Sólo Dios
conoce su camino. Esta frase da respuesta a la pregunta por la sabiduría:
ésta existe. Quizá le es vedada al hombre, pero está en un lugar y tiene su
camino, que Dios conoce perfectamente. Ese Dios es el creador...
Encontramos, pues, en el lenguaje de la mitología la idea de la trascendencia
de Dios. La sabiduría no forma parte del mundo, se encuentra más bien en
Dios o en el acto creador y es inaccesible al hombre... El ocultamiento de la
sabiduría expresa la limitación del hombre que busca; pero el hecho de
conocer a Dios supone la posibilidad de la revelación. Obviamente, la
relación de Dios con el mundo y con el hombre, es decir, el cómo de la
revelación, se concibe de diversos modos» (Mack, 22s).
En el libro de los Proverbios, la «sabiduría» aparece como un ser personal
junto a Dios. Dios no la adquiere sino que la creó antes del resto de la
creación. La «sabiduría» pasa a ser así un ser intermedio entre Dios y el
mundo. La afinidad entre la «sabiduría» y Dios se expresa en su
denominación de «hija amada», «gozo» de Dios. Su referencia al resto de la
creación aparece sugerida por la participación «lúdica» en la creación y por
el gozo que experimenta «estando con los humanos».
El Señor me creó al comienzo de sus caminos,
antes de sus obras, en el tiempo originario,
en tiempo remotísimo, al principio, en el origen de la tierra,
cuando no existían los mares fui engendrada,
antes de los manantiales de las aguas.
Antes que los montes fuesen asentados,
antes que las colinas fui engendrada.
No había hecho aún la tierra ni los campos
ni los primeros terrones del orbe.
Cuando asentó los cielos, allí estaba yo,
cuando trazó un círculo sobre las aguas,
cuando arriba condensó las nubes
e hizo correr las fuentes desde el océano,
cuando ponía un límite al mar,
y las aguas no traspasan su mandato,
cuando asentaba los cimientos de la tierra,
yo estaba junto a él como hija querida.
Yo era su gozo día a día,
todo el tiempo jugaba en su presencia.
Jugaba con la bola de la tierra
y mi gozo era estar con los humanos (Prov 8, 23-31; cf. 4,6-9; 7,4;9, 1-6).
El libro de Jesús Sirá representa el punto culminante de la recepción de las
especulaciones «sapienciales» mitológicas en Palestina. Por una parte,
contempla la «sabiduría» como un ser que preside el resto de la creación
desde los orígenes y, por tanto, preexistente y personal; y relega por otra
parte lo personal en favor de la fe monoteísta en Yahvé. La «sabiduría» es la
medida y el plan de Dios en la creación (1, 1-9), la automanifestación de Dios
(24, 3); y Jesús Sirá puede identificarla con la tora: «Todo esto es el libro de
la alianza del Dios altísimo, la ley que nos dio Moisés como herencia para las
asambleas de Jacob» (24, 23; cf. Bar 3, 37; 4, í). Pero detrás de los
materiales recogidos por Jesús Sirá se entrevén claramente ulteriores
especulaciones «sapienciales».

Toda sabiduría viene del Señor, y con él está por siempre.


La arena de los mares, las gotas de la lluvia,
los días de la eternidad, ¿quién los puede contar?
La altura del cielo, la anchura de la tierra,
la profundidad del abismo, ¿quién la alcanzará?
Antes de todo estaba creada la sabiduría,
la inteligente prudencia desde la eternidad.
La raíz de la sabiduría, ¿a quién fue revelada?,
sus recursos, ¿quién los conoció?
Sólo uno hay sabio, en extremo temible,
el que en su trono está sentado, el Señor.
El la creó, la conoció y la midió,
la derramó sobre todas sus obras.
La repartió entre los hombres desigualmente,
se la dispensó a los que le temen.
El principio de la sabiduría es el temor de Dios,
ya en el seno se crea con el fiel.
Asienta su morada perpetua entre los piadosos,
y se mantiene con su descendencia (Eclo 1,1-15, cf. 14,20-27).
Yo salí de la boca del Altísimo
y cubrí como niebla la tierra.
Yo levanté mi tienda en las alturas,
mi trono era una columna de nube.
Sola recorrí el arco del cielo,
y por la hondura de los abismos paseé.
Las ondas del mar, la tierra entera,
todo pueblo y nación era mí dominio.
Entre todas estas cosas buscaba el reposo,
una heredad en que instalarme.
Entonces me dio orden el creador del universo,
el que me creó dio reposo a mi tienda
y me dijo: «Pon tu tienda en Jacob,
entra en la heredad de Israel».
Antes de los siglos, desde el principio, me creó,
y por los siglos subsistiré.
En la tienda santa, en su presencia, he ejercido el ministerio;
así en Sión me he afirmado,
en la ciudad amada me ha hecho él reposar,
y en Jerusalén se halla mi poder.
He arraigado en un pueblo glorioso,
en la porción del Señor, en su heredad.
Como cedro me he elevado en el Líbano,
como ciprés en el monte Hermón.
Como palmera me he elevado en Engadi,
como plantel de rosas en Jericó,
como olivo crecí en la llanura.
como plátano junto al agua.
Perfumé como cinamomo y espliego
y di aroma como mirra exquisita,
como incienso y ámbar y bálsamo,
como perfume de incienso en el santuario.
Como terebinto extendí mis raíces,
un ramaje bello y frondoso;
como vid hermosa retoñé:
mis flores y frutos son bellos y abundantes.
Venid a mí los que me deseáis
y saciaos de mis frutos;
mi nombre es más dulce que la miel
y mi herencia mejor que los panales.
[Mi memoria se extiende a las más remotas generaciones
El que me come tendrá más hambre [de mí],
el que me bebe tendrá más sed [de mí];
el que me escucha no fracasará,
quien me sirve, no pecará.
[El que me eleva a la luz, tiene vida eterna]» (Eclo 24, 3-22; cf. 51,25s).
G. V. Rad resume muy bellamente la función de los textos sapienciales
reseñados: «Y aquí está el problema: un yo que desde luego no es el propio
de Yahvé, pero que llama a sí a los hombres con sones de ultimátum. ¿Qué
profeta hubiera osado pretender llamar hacia sí a los hombres? ¿y quién,
fuera de Yahvé, puede decir a los hombres: quien a mí me encuentra, la vida
encuentra (Prov 3, 18; 8, 35; 9, 6; Eclo 4, 12)? Aquel que no se abra a tal
llamamiento está perdido. Y finalmente, esa voz salvadora no está a la
disposición del hombre para cuando a él le venga en gana escucharla; puede
perderla por su ligereza y entonces ella rehusará ir a él (Prov 1, 24-27).
Empero en los textos que hemos estudiado no es Yahvé quien habla;
podemos decirlo resueltamente. Y eso resulta desconcertante, pues dichos
textos presentan precisamente la forma estilística de una autorrevelación
divina. Es claro que la cosa es aquí notablemente distinta que en los
profetas, los cuales jamás se dirigen a sus oyentes hablando en primera
persona del singular. El yo profético sólo aparece ocasionalmente y más bien
al margen de sus mensajes cuyo estilo es el de un hablar divino. La novedad
de nuestros textos estriba pues en que en el diálogo entre Yahvé e Israel
interviene un revelador que hasta entonces no había dejado oír su voz. Su
palabra fluye en primera persona y henchida de exigencias; y sin embargo
es más que el mayor de los profetas: es el misterio mismo de la creación.
Según la opinión de los maestros, Yahvé podía servirse, junto a los profetas y
sacerdotes, de otro intermediario totalmente distinto para llegar hasta el
hombre; y es la voz del orden primordial surgida de la creación. El interés
especial de los sabios se sintió atraído por ese mediador de la revelación».
Con el libro Sabiduría de Salomón entramos directamente en el ámbito del
judaísmo helenístico. El proceso de personificación de la «sabiduría» alcanzó
aquí su cima. La sabiduría estaba presente cuando Dios creó el mundo (9, 9).
Está en el secreto de los conocimientos de Dios (8,4). Convive con Dios (8, 3)
y comparte el trono con él (9, 4). Dios es el artífice que fabricó el mundo (13,
1), pero la «sabiduría» es la mediadora de la creación (9, 1). «Casi se
convierte en peligro para la fe ortodoxa en Yahvé» (Zenger, 48). Su origen y
esencia aparecen descritos de modo impresionante en el fragmento hímnico
de Sab 7, 25-8,1.
Es efluvio del poder divino,
emanación purísima de la gloria del Omnipotente;
por eso ninguna sombra cae sobre ella.
Es reflejo de la luz eterna,
espejo nítido de la actividad de Dios,
imagen de su perfección.
Siendo una sola, todo lo puede.
Sin cambiar en nada, renueva el universo,
y entrando en las almas santas de cada generación,
va haciendo amigos de Dios y profetas;
pues Dios ama sólo a quien convive con la sabiduría.
Es más bella que el sol y que todas las constelaciones.
Comparada a la luz del día, sale ganando.
pues a éste lo releva la noche,
mientras que a la sabiduría no la puede el mal.
Alcanza con vigor de extremo a extremo
y gobierna el universo con acierto.
«La sabiduría aparece, pues, aquí caracterizada esencialmente como
reveladora. En este sentido, el conocimiento trasmitido por ella tiene el
carácter de una revelación directa» (Wilckens, ThWNT VII, 500). La
«sabiduría» equivale incluso al «espíritu» de Dios. Están dotados de ella los
«amigos de Dios y los profetas» (7,27). «Partiendo del constante envío de la
sabiduría al mundo y presentándola como inspiración de los piadosos, el
texto describe la historia sagrada desde Adán. La sabiduría es aquí el
instrumento de la acción de Dios que determina la historia de la revelación, y
aparece como el poder que salva a los fieles de todo género de peligros»
(Schimanowski, 77). La «sabiduría» es así «la vertiente de la actividad de
Dios volcada al hombre» (ibid., 81). En el libro de la Sabiduría no figura la
afirmación de que la «sabiduría» haya sido creada por Dios (cf. Prov 8, 22;
Eclo 1, 4); queda claro, no obstante, que «es un ser que procede de Dios y
está subordinado a él» (ibid., 82; cf. 9, 1-4).
Estas reflexiones sobre la «sabiduría» divina continuaron en el judaísmo
helenístico. Así se constata en Aristóbulo y en Filón. Este combina las
especulaciones «sapienciales» con la concepción filosófica de un logos divino
que rige el mundo; pero está claro que recurre al trasfondo mitológico de las
ideas «sapienciales» como mero lenguaje figurado. Para él como para todo el
judaísmo, la «sabiduría» o el logos no es una persona o hipóstasis divina.
«Sabiduría» significa Dios mismo que se manifiesta al mundo como su
creador y revelador. Su trascendencia queda a salvo.
Los grupos apocalípticos especularon también con la «sabiduría». Los
apocalípticos de Henet afirman que la sabiduría no aparece en la historia
presente por el pecado y la maldad del hombre, pero que está con Dios
esperando el tiempo final (Henet 42). La comunidad de los fieles se alimenta
ya ahora de sus fuentes. También es significativo que la «sabiduría»
aparezca estrechamente unida 1 «Hijo del hombre» en el cielo. Es su sujeto y
portador (cf. cap. 6, § 2).
Está claro que la comunidad cristiana primitiva pudo recibir fuertes impulsos
en el encuentro directo con oyentes que procedían del campo del «judaísmo
helenístico». Cabe afirmar que este encuentro facilitó una labor preparatoria
de la reflexión cristológica en la comunidad primitiva. Los judeocristianos
helenistas aportaron ideas y esquemas del judaísmo helenístico a la tradición
cristiana primitiva.

4.- COMPOSICIÓN Y ORGANIZACIÓN DE LA COMUNIDAD PRIMITIVA


1. Libre actividad de los discípulos de Jesús
Lucas narra en Hech 2, 41 un gran éxito obtenido por los discípulos de Jesús
en Jerusaién: 3.000 personas fueron bautizadas después del discurso
pronunciado por Pedro durante la fiesta de pentecostés. La comunidad de
Jerusaién aumentaba día a día (Hech 2,47). Según Hech 4,4, otros 5.000 se
agregaron a la comunidad. Hech 5, 14 añade que se sumó una «multitud» de
hombres y mujeres. Aunque es poco probable que estas cifras
espectaculares sean correctas, no es inverosímil que la predicación de los
discípulos tuviera éxito. Ellos predicaron públicamente, incluso en los
pórticos y atrios del templo. No parece que su predicación desencadenara
conversiones en masa; generalmente eran individuos o familias los que se
agregaban a la comunidad. Un movimiento masivo de carácter mesiánico,
como sugieren los Hechos, hubiera desatado en aquella situación
políticamente tensa una reacción de los romanos y habría quedado reflejado
con más claridad en la tradición de la comunidad primitiva. Pero la
comunidad primitiva se desenvolvió libremente durante bastante tiempo,
contra lo referido en los Hechos. En cualquier caso, la persecución reseñada
en Hech 8, 1-3 afectó sólo a una parte de la comunidad y tuvo sus razones
específicas (cf. cap. 7).
La libre actividad de los discípulos resulta sorprendente, porque Jesús, su
punto de referencia, había sido ajusticiado públicamente algunas semanas
antes en Jerusaién, por intervención conjunta de las autoridades judías y
romanas, como presunto mesías. Hay que tener presente aquí la situación
política concreta. La política romana, bajo la influencia del consejero imperial
Sejano, mostró hasta el año 31 d. C. un carácter marcadamente antijudío.
Jesús fue, posiblemente, una de las víctimas de esta constelación política. El
estamento dirigente de los sacerdotes, ante la actitud antijudía de Roma,
procuraba evitar cualquier riesgo de intervención política o militar de los
romanos. Ellos se deshicieron de Jesús porque el movimiento desencadenado
por él podía provocar una intervención romana. Los seguidores de Jesús
crucificado no representaban, en cambio, ningún peligro político, aunque
anunciaran su resurrección y su constitución como mesías. A los ojos de la
aristocracia sacerdotal, y también de los romanos, el peligroso movimiento
de Jesús se había convertido en un grupo escatológico del judaísmo
políticamente inocuo. Como los saduceos no creían en la resurrección de los
muertos, podían considerar al grupo de seguidores de Jesús como una
facción de apocalípticos ilusos mientras no cuestionaran los fundamentos del
judaísmo: el templo y la ley.
Pero el fenómeno de la comunidad primitiva en libre actividad se explica
también por la inexistencia, en aquella época, de un judaísmo homogéneo.
Sólo después de la catástrofe del año 70 d. C. se formó un «magisterio» judío
que desarrolló una especie de teología académica y disciplinó a los
disidentes teológicos. Se impuso en él una de las varias corrientes
existentes: el fariseísmo. Sólo entonces fueron calificados los «cristianos» de
herejes y quedaron excluidos de la sinagoga. En tiempo de Jesús y de la
comunidad primitiva, el judaísmo estaba fragmentado en numerosas
agrupaciones y cenáculos donde se profesaban las más diversas
concepciones y expectativas, sobre todo en relación con el tiempo final. La
comunidad primitiva, mientras no abandonó el consenso judio básico que era
el reconocimiento de la ley, fue considerada como una forma particular de
judaísmo. Ni la proclamación de Jesús resucitado como mesías ni la ardiente
espera del futuro Reino y de la parusía fueron motivos para miraría con
desconfianza u hostilidad o para perseguirla. Por eso, el relato sumario de
Hech 2, 46s describe sin duda con acierto la situación sociológica de la
comunidad primitiva: ésta vivía como un grupo especial dentro de la
confederación del judaísmo, sin renunciar básicamente a sus fundamentos.

2. La composición de la comunidad primitiva


El relato de los Hechos merece confianza, en todo caso, cuando señala el
éxito de la predicación de los discípulos de Jesús en Jerusalén. El movimiento
fue creciendo. Muchos judíos de todas las capas y grupos sociales se unieron
a ellos. Había sin duda entre ellos muchos «piadosos» pertenecientes a
aquellos cenáculos y círculos que guardaban y cultivaban la religiosidad,
tradición y literatura del judaísmo primitivo. El mensaje de Jesús y de los
discípulos incorporó la preocupación capital de ese judaísmo: la espera de
una acción escatológica de Dios. Con estos «piadosos» entraron en la
reflexión teológica de la comunidad primitiva determinados esquemas e
ideas de la apocalíptica. Parece que, ya antes, el propio Jesús y sus discípulos
conocían perfectamente tales esquemas e ideas; como antiguos discípulos
del Bautista, formaban parte del movimiento apocalíptico, que tuvo
numerosas versiones. Podemos considerar así la comunidad primitiva como
un movimiento escatológico de la apocalíptica judía, y la apocalíptica pasó a
ser «la madre de la teología cristiana» (E. Kásemann).
Un judío de mentalidad apocalíptica que se hiciera cristiano, podía seguir
siendo apocalíptico. Porque la apocalíptica no era una confesión religiosa
sino una forma de pensamiento y de esperanza escatológicos, un esquema
religioso del mundo y de la vida ante una historia universal abocada al ocaso
y al juicio. Cierto que para un apocalíptico cristiano el ésjaton esperado había
comenzado ya en Jesús y se imponía con fuerza en aquel momento. La
expectativa escatológica, antes oscura y ahora clara, se cumplió en la vida y
trayectoria de Jesús. Por eso fue posible interpretar el hecho de Jesús con
categorías y tradiciones apocalípticas. Esta interpretación comenzó pronto
en el joven movimiento de Jesús. De ahí que los primeros teólogos de la
comunidad primitiva procedieran de grupos judíos con mentalidad
apocalíptica que siguieron a Jesús. Ellos repensaron sus tradiciones a la luz
del mensaje y del acontecimiento de Jesús y formularon a partir de esta
reflexión las primeras tesis de cristología primitiva.
Gentes de la comunidad farisea acogieron igualmente el mensaje de Jesús. El
ejemplo más ilustre es Pablo; pero no parece haber sido el único (cf. Hech
15,5). El fariseísmo no comportaba primariamente una creencia común —
coincidente en buena medida con el judaísmo de orientación escatológica—
sino una praxis vital común orientada en una determinada interpretación de
la ley mosaica. Había así fariseos de mentalidad rígidamente apocalíptica,
incluso fanática, y otros que no acentuaban tanto la esperanza escatológica.
El fariseo que se hacía cristiano tampoco tenía por qué dejar de ser fariseo.
Podía seguir profesando su ideal en cuestiones de observancia de la tora.
Muchos conflictos de la época tardía de la comunidad primitiva sólo se
entienden por el hecho histórico de haber existido en su seno cristianos de
observancia farisea. El ideal de los fariseos era el estudio de la sagrada
Escritura y la orientación integral de la vida diaria en la tora. Un fariseo se
distinguía por sus conocimientos de la Escritura y su dedicación a la tora. Los
fariseos conversos al cristianismo introdujeron el estudio fariseo de la
Escritura y la exégesis farisea de la ley en el joven cristianismo.
También hubo «celotas» que se sumaron al movimiento de Jesús. Al menos
un miembro de los «doce» era un antiguo «ceIota» (Lc 6, 15). El
sobrenombre de «hijos del trueno» dado a los Zebedeos Juan y Santiago (Mc
3, 17) podría sugerir también un pasado celota. El mensaje de Jesús sobre la
inminencia del reino de Dios asumió la espera escatológica de los «celotas»,
aunque Jesús desaprobó su actitud de contribuir a la basileia de Dios
mediante la guerra contra Roma. Por eso, los «celotas» que se sumaron al
movimiento de Jesús antes y después de pascua tuvieron que renunciar a
este activismo violento. Ellos no continuaron siendo «celotas»; pero llevaron
sus esperanzas e ideales a la comunidad primitiva, al igual que su
compromiso social en favor de los desposeídos y explotados. En cuanto a los
esenios, algunos de ellos entraron en la comunidad cristiana primitiva, como
queda indicado. Hech 6, 7 refiere que un buen número de sacerdotes
«respondían a la fe». ¿A qué sacerdotes puede aludir el texto? Desde luego
no a representantes de la corriente saducea, que negaban la resurrección
general de los muertos y adoptaban un actitud antiescatológica; carecían de
sensibilidad para el mensaje del reino escatológico y para el anuncio de la
resurrección de Jesús. Se trataría, pues, de sacerdotes con mentalidad
escatológica. Los encontramos en los cenáculos apocalípticos y, sobre todo,
en las comunidades de los esenios. Si existió realmente un poblado esenio
en la colina suroccidental de Jerusalén, cabe pensar en un encuentro de la
comunidad primitiva con esta comunidad.
La conciencia y la praxis de la comunidad primitiva ofrecen analogías y
paralelismos en la comunidad de Qumrán (cf cap. 5) que cabe explicar en
parte por la raíz común del judaísmo escatológico. Sin embargo, ni Jesús ni
los discípulos dependieron directamente de Qumrán o de otras comunidades
esenias. Así, los paralelismos se pueden explicar mejor como una influencia
parcial de ideas y prácticas esenias en la comunidad cristiana. Fueron
aportes de conversos esenios.
Así lo indica también el hecho de que las influencias esenias sobre la
comunidad primitiva fueran aumentando en el curso de la historia y no
disminuyendo, como cabría esperar en caso inverso.
Los esenios que abrazaban el cristianismo eran verdaderos conversos. El ser
miembro de una comunidad excluía la posibilidad de serlo de otra. La
comunidad de los esenios se consideraba ligada a una «nueva alianza» y
tenía conciencia de ser la congregación del «resto santo» de Israel. Su
maestro era el último profeta de Dios. El esenio que se hacía cristiano debía
abandonar su pasado como un error y no podía ya ver en el maestro de
Qumrán a! último mensajero de Dios antes del ésjaton, ni en la comunidad
de Qumrán una comunidad de salvación. Todo eso debía atribuirlo ahora a
Jesús y su comunidad. En este sentido, la relación de la comunidad de Jesús
con la comunidad esenia tuvo que ser siempre dialéctica. La afinidad real y
teológica iba unida a una diferencia y contraste decisivos. Aparte la
importancia que la comunidad primitiva otorgaba a la vida y trayectoria de
Jesús, ambas cosas se expresaron sobre todo en la perspectiva soteriológica
cristiana. Si la comunidad de los esenios se consideró el «resto santo»
exclusivo, el mensaje de Jesús y de sus discípulos iba dirigido a todo Israel y,
progresivamente, a toda la humanidad.
Los discípulos de Jesús, como antes Jesús mismo, no buscaron sólo a los
«piadosos» y «justos» de Israel; no sólo a los versados y ejercitados en la
teoría y la práctica de la tora, sino también a los que no podían contarse
entre los piadosos de Israel. Acogían a todo el que creyera en el mensaje de
Jesús. Lo específico de la comunidad primitiva en formación era la acogida a
personas de todas las capas sociales y ambientes espirituales en una nueva
hermandad; a «pecadores» junto a los «buenos», a pobres y socialmente
desclasados junto a los acaudalados. Pero estas diferencias no regían en ella.
Habían sido superadas por la iniciativa de Dios en Jesús para la salvación de
todo Israel, iniciativa que continuó en la predicación de los discípulos de
Jesús y en su comunidad.
3. Los «helenistas» cristianos
Hemos señalado antes la existencia de corrientes religiosas y espirituales en
el «judaísmo helenístico» de la diáspora (cf. cap. 3, § 7). Es indiscutible que
se produjo una valoración distanciada y crítica del culto en el templo y de
sus ritos. Podemos dejar de lado el alcance de tales tendencias; parece que
se daban más bien en medios «ilustrados» o liberales del «judaísmo
helenístico». Para nosotros es decisivo, no obstante, saber si los «judíos
helenistas», de regreso en Jerusalén, tuvieron contacto con tales ideas y
orientaciones y se guiaron por ellas.
Hay que considerar en general a los que volvían de la diáspora a Jerusalén
como gentes conservadoras y especialmente adictas al culto y a la tora.
Nadie atribuiría una propensión especial a criticar el culto y el templo a quien
afrontase los inconvenientes económicos, psicológicos y físicos que
acarreaba el abandono de su existencia en la diáspora — una existencia,
probablemente, asegurada en lo económico y social — , para trasladarse a
Jerusalén por amor a la ciudad santa y al templo. Si, además, los judíos
jerosolimitanos procedentes de la diáspora venían presumiblemente, en su
mayoría, de ambientes acomodados y cultos del «judaísmo helenístico»,
cabe suponer que conocían al menos las ideas antes reseñadas, aunque no
las compartieran. No es impensable que muchos repatriados a Jerusalén
albergaran sentimientos encontrados. Por una parte profesaban
sinceramente el culto en el templo y sus ritos, mas por otra constataban en
Jerusalén su exterioridad y ausencia de espíritu. Si habían imaginado el
templo, en su idealismo, como lugar santo de la presencia divina, tuvieron
que ver a diario cómo un sacerdocio nada santo utilizaba el templo para su
enriquecimiento personal y para un culto puramente exterior. La sentencia
de Mc 11, 17: «¿No está escrito: mi casa se llamará casa de oración para
todos los pueblos? Pero vosotros la habéis convertido en una cueva de
ladrones», podría expresar los pensamientos y el desencanto de muchos
«judíos helenistas» de Jerusalén. Ese desencanto puede suscitar dos
reacciones: un celo ardiente por el templo y el culto o la distancia crítica
frente a ambos.
Sólo hemos considerado la posibilidad, sin afirmar nada, de que los «judíos
helenistas» de Jerusalén adoptaran una actitud crítica hacia el templo y su
culto o tuvieran que adoptarla por su cultura helenística. Otra posibilidad que
hay que considerar es la de un conflicto de generaciones en el «judaísmo
helenístico» de Jerusalén. Si los repatriados a esta ciudad se mostraron
conservadores y adictos al templo y al culto, quizá no lo fueron tanto sus
hijos. Estos podrían haber adoptado una actitud crítica y liberal. Hay que
contar, en fin, con que durante las fiestas miles de judíos de la diáspora
visitaban Jerusalén y tomaban contacto con los otros judíos de la diáspora
residentes en la ciudad. Ellos, además de informarlos sobre acontecimientos
y procesos políticos o sociales en la diáspora, les aportarían nuevas ideas de
naturaleza teológica y filosófica.
Estas consideraciones no se mueven en el vacío, porque consta
históricamente que los «judíos helenistas» de Jerusalén discutían sobre la
significación teológica del templo y su culto, y sobre el valor de los ritos y
preceptos cultuales. Los Hechos hacen referencia a tales discusiones, donde
al menos un sector, en este debate de «judíos helenistas», pertenecía ya a la
comunidad primitiva.
Los cinco primeros capítulos de los Hechos de los apóstoles dan una imagen
armoniosa de la vida de la comunidad primitiva: los «apóstoles» son sus
guías; la comunidad cristiana crece rápidamente (2, 41; 4,4; 5, 14) y goza de
un gran prestigio entre el pueblo (5, 13). Todos forman «un solo corazón y
una sola alma» (2, 44; 4, 32), y lo tienen todo en común (2, 44s; 4, 32).
Nadie pasa necesidad (4, 34s). La comunidad participa en el culto sacrificial
del templo (2, 46). Su único adversario es la aristocracia sacerdotal de
Jerusalén (saduceos). Un fariseo, por el contrario (Gamaliel: 5, 43ss), aboga
por ellos ante el sanedrín. El cuadro cambia de pronto y radicalmente en
Hech 6: aparecen los «siete» junto a los «doce». Sobre el aumento de la
comunidad se habla en términos vagos y generales (6,1: «al crecer el
número de los discípulos»; 6, 7: «en Jerusalén crecía mucho el número de
discípulos»). Del gran prestigio ante el pueblo se pasó a las fuertes disputas
con gentes de «la sinagoga de los libertos», etc. (6, 9s). Después, la
ejecución de Esteban (6, 11ss; 7, 54-58), persecuciones contra los cristianos
(8, 1), la dispersión y huida de Jerusalén (8,1). Entre los propios cristianos se
forman dos facciones («helenistas»/«hebreos») en disputa. En lugar de la
comunicación de bienes hay una asistencia diaria a los pobres que
«olvidaba» o «descuidaba» a las viudas helenistas. Esteban critica el templo
y la ley (6, 14; 7, 48ss). Los adversarios de los cristianos o de los
«helenistas» pertenecen a sinagogas helenísticas de Jerusalén (cf. 6, 9s).
Este relato divergente se remonta a Lucas y a las fuentes empleadas por él.
A Lucas le interesa ofrecer una imagen armónica de la comunidad primitiva.
Trata de mantener igualmente esta armonía en Hech 6, 1-8, 4; también aquí
se trasluce que la realidad histórica era diferente. Pero dado que Lucas
sometió las fuentes a una amplia elaboración en lo estilístico y en el
contenido, resulta difícil reconstruir exactamente esa realidad histórica.
Analizamos aquí únicamente la sección Hech 6, 1-6. Más adelante (cf. cap. 7)
nos ocuparemos del relato sobre el martirio de Esteban y la huida de los
«helenistas» de Jerusalén (Hech 6, 8-8,3)
En aquellos días, al crecer el número de los discípulos, los helenistas se
quejaron contra los hebreos; decían que en el suministro diario descuidaban
a sus viudas. Los doce convocaron el pleno de los discípulos y les dijeron:
«No está bien que nosotros desatendamos el mensaje de Dios por servir a la
mesa. Por tanto, hermanos, escoged entre vosotros a siete hombres de
buena fama, dotados de espíritu y sabiduría, y los encargaremos de esa
tarea; nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la palabra». La
propuesta les pareció bien a todos, y eligieron a Esteban, hombre dotado de
fe y Espíritu santo; a Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás,
prosélito de Antioquía. Se los presentaron a los apóstoles y ellos,
imponiéndoles las manos, oraron.
El relato de Lucas en Hech 6, 1-6 contiene algunas incoherencias que obligan
a investigar más allá del texto actual. Según Lucas, se produce una disputa
entre diversos grupos de la comunidad que en el fondo es irrelevante y se
puede resolver El «suministro diario» a las viudas «descuida» a las
helenistas. Esto pudo ocurrir porque los «doce» estaban sobrecargados con
la doble tarea de la diakonía y el «anuncio». Por eso se amplía la
organización de la comunidad; los «doce» atenderán en adelante al «servicio
de la palabra»; para el «servicio de la mesa» o asistencia a los pobres se
escogen siete hombres que son investidos por los apóstoles.
Frente a esta versión cabe preguntar por qué eran «descuidadas»
únicamente las viudas helenistas. ¿Vivían ya al margen de la comunidad?
Todos los componentes del grupo de los «siete» llevan nombres griegos y
uno de ellos es prosélito oriundo de Antioquía. ¿Por qué eligieron a
«helenistas» y no un grupo mixto, como hubiera exigido el problema de la
asistencia a los pobres de la comunidad jerosolimitana? Lo que cuentan los
Hechos sobre Esteban y Felipe como representantes de los siete no armoniza
con la misión que se les encomienda en Hech 6, 3s. Esteban no sobresale a
continuación por una obra caritativa especial sino por los grandes
«prodigios» y por la «fuerza del Espíritu». No es «diácono» sino un
predicador cristiano carismático (6, 8ss). De Felipe refiere Hech 8 cosas
parecidas.
La actividad de Esteban aboca, en el curso del relato, en el primer martirio
cristiano y en la primera persecución contra los cristianos. Según Lucas, la
persecución afectó a toda la comunidad (con excepción de los apóstoles);
pero esto no parece coincidir con la realidad histórica. Es significativo que
Lucas se limite a consignar la huida de los «helenistas» fuera de Jerusalén
(Hech 8; 11, 19ss). El cuadro se completa con la persecución de los
cristianos por parte de Pablo. Los Hechos relacionan a éste con el
linchamiento de Esteban, pero ¿a quién persiguió Pablo hasta Damasco? ¿por
qué no arrestó a los apóstoles como dirigentes de la comunidad cristiana?
Según Gal 1, 13s, persiguió a la comunidad por defender las «tradiciones
ancestrales». Descargó, pues, su furor contra aquellos cristianos que habían
roto con las «tradiciones ancestrales» o se habían emancipado de ellas. Pero
esto no lo hicieron todos los judeocristianos de Jerusalén sino únicamente los
«helenistas».
Como hecho histórico podemos inferir del relato lucano la existencia de dos
grupos en la comunidad primitiva desde el principio: los «helenistas» y los
«hebreos». Pero ¿quiénes eran los «helenistas» y los «hebreos»? Los
investigadores coinciden hoy en afirmar que el término «helenistas» no se
refiere a los «griegos» (paganos) que vivían en Jerusalén, pero tampoco a los
judíos que vivían al modo «helenístico», es decir, conforme a la cultura
griega, sino a los judíos cuya lengua materna era el griego. Los «helenistas»
eran, pues, gentes que se habían trasladado de la diáspora a Jerusalén. No
es probable que dominaran el arameo. Y los «hebreos» eran judeocristianos
cuya lengua materna era el arameo. No pocos de ellos hablaban también, sin
duda, el griego como lengua extranjera, sobre todo en Galilea, rodeada de
un territorio de habla griega y donde predominaban las ciudades
helenísticas. Había, pues, diferencias lingüísticas entre los miembros de la
comunidad primitiva, como en el caso de Jerusalén. M. Hengel ve en esto y
no en diferencias dogmáticas la verdadera causa de la formación de dos
grupos o, más exactamente, dos comunidades cristianas independientes en
Jerusalén. La diversidad teológica de ambos grupos sólo derivó en
discrepancias cuando se independizaron ambos, una vez que los
«helenistas» salieron de Jerusalén.
«La diversidad lingüística de la comunidad tenía que llevar necesariamente y
pronto a una división del culto divino, ya que al menos una parte notable de
los helenistas sólo podía seguir a medias o no entendía en absoluto la
celebración de los hebreos en arameo... La oración, el discurso profético, la
exposición de la Escritura y el recuerdo del mensaje de Jesús debían ser
comprensibles a todos, aun contando con la informalidad entusiástica del
servicio divino. Pero dado que, dentro de la comunidad cristiana, lo
constitutivo en un principio era la comunión concreta en el culto divino y no
la organización exterior, la celebración del culto en griego —aun siendo
necesaria y lógica— significaba la constitución de una nueva comunidad en
Jerusalén» (Hengel, ZThK, 177).
Esto tuvo también, forzosamente, unas consecuencias sociológicas. Las dos
facciones o comunidades entraron en cierta relación de competencia. Se
produjeron malentendidos y tensiones entre ellas, en parte por la diversidad
lingüística. Si existió realmente en la comunidad primitiva la asistencia diaria
a los pobres señalada en Hech 6, 1s —el judaísmo conocía sólo una comida
semanal a los pobres—, organizada por los «hebreos», se comprende que
«descuidaran» alguna vez a las viudas helenistas. Es posible que hubiera
reservas por medio, porque los Judeocristianos helenistas comenzaron a
resultar sospechosos a algunos «hebreos». No hay que extremar, sin
embargo, esta argumentación, al menos en la primera época de la
comunidad primitiva de Jerusalén. Más probable es que el «descuido» de las
viudas helenistas fuera consecuencia de la creciente autonomía de la
comunidad «helenística», que hacía también necesaria la reorganización de
los servicios sociales. La comunidad arameoparlante dejó en manos de los
«helenistas», además de la predicación entre los judíos helenistas de
Jerusalén (cf. Hech 6, 9s), la organización de la asistencia social en este
sector. Una razón para hacerlo pudo ser la situación económica
relativamente buena de los judíos helenistas.
Podemos afirmar, como resultado, que la comunidad primitiva de Jerusalén
constaba de una parte arameoparlante y otra grecoparlante. Esta división
era probablemente inevitable por las circunstancias sociológicas de
Jerusalén. No se puede hablar, sin embargo, de dos comunidades en
Jerusalén, aunque las diversidades lingüísticas dificultaban la comunicación y
los «helenistas» hicieron pronto su propio aporte teológico. No hay que
olvidar, con todo, que también la parte «helenista» nació de la predicación
de los discípulos de Jesús, que habían elegido Jerusalén como foro de su
mensaje de conversión para llegar a todo Israel, incluido por tanto el
judaísmo «helenista». Quizá algunos judíos «helenistas» habían pertenecido
al círculo de los discípulos de Jesús que después de pascua intentaron llevar
su mensaje especialmente a los judíos «helenistas» de Jerusalén.
No es fácil exagerar la significación de este grupo «helenista» para el
desarrollo de la comunidad primitiva. Surgieron en él corrientes e ideas
teológicas y cristológicas que abrieron el cristianismo a una misión entre los
paganos. Toda la obra paulina de evangelización es impensable sin este
grupo y su actividad. Los «helenistas» fueron también los que a hora muy
temprana vertieron al griego la tradición de Jesús y abrieron así su mensaje
al mundo antiguo.
«Los helenistas de Jerusalén que ajustaron el mensaje cristiano primitivo (y
la tradición de Jesús) a la forma lingüística griega, fueron en muchos
aspectos creadores de lenguaje. A ellos debemos probablemente la nueva
significación, específicamente cristiana, de ..., etc., o la expresión
lingüísticamente tan enigmática, con artículos determinados, ó ... Cabe
considerar esta actividad traductora, hermenéuticamente relevante y eficaz,
como fruto de la experiencia entusiástica del Espíritu en la comunidad más
antigua. El nuevo mensaje debía ser anunciado también a los judíos
grecoparlantes y a los simpatizantes de Jerusalén, al territorio costero de
Palestina y a las ciudades de Fenicia y Siria, incluso a la diáspora» (Hengel:
Communio, 21s).

4. Organización y dirección de la comunidad primitiva


Sabemos poco sobre formas de organización y estructuras de dirección en la
comunidad primitiva. En el grupo de discípulos pospascuales más antiguo,
que procedía directamente del movimiento de Jesús, parece que las
cuestiones de organización y dirección no revistieron importancia. Otro tanto
cabe decir de los seguidores de Jesús que no participaron en la subida a
Jerusalén sino que permanecieron en sus lugares de origen en Galilea y
Judea. La situación en la ciudad de Jerusalén fue diferente. Sus condiciones
sociológicas influyeron en la comunidad primitiva. Cuando ésta alcanzó un
cierto tamaño, sólo el área del templo con sus pórticos y atrios podía
albergar a toda la comunidad en las asambleas. Los «helenistas» podían
recurrir también a las sinagogas de los judíos «helenistas» de Jerusalén para
reuniones y para el culto divino. Según Hech 2, 46, la comunidad primitiva se
reunía todos los días en las «casas» para la «fracción del pan». Estas
comunidades de mesa acogían sin duda a más personas de las que
componían la comunidad doméstica; pero no parece que pudieran participar
en ellas más de veinte o treinta personas, por razones de espacio. Tuvo que
haber, pues, en la comunidad de Jerusalén numerosas secciones («iglesias
domésticas»). Los «helenistas» formaron grupos propios ya por razones
lingüísticas. Esos encuentros diarios o frecuentes exigían obviamente una
cierta organización o al menos una persona que las dirigiera. Ambas cosas
podían encomendarse a hombres elegidos o al cabeza de familia.
a) Simón Pedro
La figura principal de la comunidad primitiva de Jerusalén era Simón Pedro.
Había sido favorecido con la primera aparición del Resucitado y después
había reunido de nuevo el grupo íntimo de los discípulos de Jesús. A esta
iniciativa de Simón al servicio del Resucitado se refiere el discurso de Pedro
de Lc 22, 31s (cf. cap. 1, § 4). Así resulta comprensible el sobrenombre de
«Roca» {Kepha/Petros). El puesto eminente de Simón en la comunidad
primitiva aparece señalado en Mt 16, 18s.
...Y ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia, y
las «puertas del infierno» no prevalecerán sobre ella. Te daré las «llaves del
reino de los cielos»; lo que «ates» en la tierra quedará «atado» en el cielo, y
lo que «desates» en la tierra quedará «desatado» en el cielo-.
El pasaje hace referencia al sobrenombre de Kepha/Petros que llevaba el
discípulo Simón, distinguido con la primera aparición del Resucitado. El
sobrenombre es expresión del cargo y designa la función de Pedro en la
comunidad primitiva. Se promete a su portador que será el cimiento de la
Iglesia, la nueva y escatológica comunidad de salvación. Ella no será vencida
por las «puertas del infierno» o poderes satánicos. Pedro recibe el poder de
«atar y desatar», es decir, «sólo Pedro... tiene competencia del cielo para
declarar lo que está prohibido y lo que está permitido. El decide con
autoridad celestial en cuestiones de doctrina y praxis correcta» (H. Thyen).
El texto expresa a la vez la propia conciencia de la comunidad (cf. Mt 18, 18).
Ella es la comunidad presente y escatológica de Jesús que resistirá todos los
embates del tiempo final. En ella reunió Dios a su pueblo y lo constituyó en
asamblea de su alianza (cf. cap. 5, § 3). En manos de su representante
supremo están las llaves del Reino esperado. Sólo él da la interpretación
correcta de la tora y decide, por tanto, quién «entra en la basileia». El texto
de Pedro contiene así una aseveración polémica frente a las instancias
docentes judías (cf. Mt 23, 13).
El texto es muy antiguo; pero no es del Jesús terreno. En él habla el
Resucitado por boca de un profeta de la comunidad primitiva. El origen
semita del texto es indudable, como se desprende ya del juego de palabras,
alterado en griego con el cambio de género petros/petra. El material
metafórico del texto («puertas del infierno»; «llaves del reino»), la
terminología «atar/desatar» y los paralelismos de Qumrán (IQH VI, 24s; VIII,
7s) sugieren un entorno judeocristiano como origen.
La frase del v. 19 hace presumir que su contexto real fueron probablemente
los debates sobre la ley en la comunidad. Se reclama aquí para Pedro como
representante supremo de la comunidad la decisión sobre la validez de la
tora dentro de ella.

b) Los «doce»
Pedro no fue el único dirigente de la comunidad de Jerusalén; era el primero
entre los «doce». Es indudable que los «doce» tenían funciones directivas en
la comunidad primitiva de Jerusalén, aunque las ejercieran por breve tiempo.
Mientras estuvieron presentes en Jerusalén, ellos dirigieron la comunidad
colegialmente. Pedro era su «presidente».
El origen de los «doce» es un problema histórico no resuelto aún. ¿Fue
instituido el grupo por el Jesús terreno? Entonces Pedro habría reunido de
nuevo, con la autoridad de la primera aparición, este grupo íntimo de
discípulos de Jesús, que después habría sido confirmado en una aparición
expresa (1 Cor 15, 5). ¿O se trata de un grupo pospascual convocado por
Pedro e instituido y enviado por el Resucitado para anunciar públicamente en
Jerusalén, ante todo Israel, la resurrección de Jesús y su mensaje sobre el
Reino, con el fin de invitar al «pueblo de las doce tribus», Israel, a la
conversión?
No es dudoso que los «doce» ejercieran una función de signo simbólico y
debían manifestar como grupo compacto que la conversión se exigía a todo
Israel y no a un «resto santo». Los «doce» sólo podían ejercer esta función
como grupo. Por eso tuvieron que aparecer y actuar juntos y en común. El
lugar adecuado era Jerusalén, que al menos en los días festivos albergaba a
peregrinos de todas las tribus de Israel. Es improbable, en cambio, que
hubiera existido una misión común de los «doce» fuera de Jerusalén, bien en
vida de Jesús o después de pascua. Los «doce» eran, pues, una institución
ligada a Jerusalén. Si fue Jesús mismo quien la fundó, lo habría hecho con
ocasión de su última estancia en Jerusalén, para mostrar y subrayar sus
intenciones sobre todo Israel.
Es significativo que toda la tradición considere a Judas Iscariote, el «traidor»,
como uno de los «doce». Esto podría sugerir la existencia del grupo en vida
de Jesús. Contra eso cabe objetar que la antigua tradición de 1 Cor 15, 5
habla de la aparición del Resucitado a los «doce», aunque Judas Iscariote no
pertenecía ya al grupo en ese momento, según el relato de los evangelios.
Hech 1, 15-26 ofrece un complemento del grupo de los «doce»: Matías ocupa
por sorteo el puesto de Judas. Este relato se basa probablemente en una
antigua tradición; pero ¿pudo haber ocurrido esta elección antes de la
aparición del Resucitado a los «doce» mencionada en 1 Cor 15, 5? Contra tal
hipótesis cabe señalar que en todas las listas de nombres que poseemos
figura Judas Iscariote y no Matías como miembro del grupo de los doce.
Estamos ante una total oscuridad. Hay que contar al menos con la
posibilidad de que Judas Iscariote perteneciera a los «doce» aun después de
pascua durante cierto tiempo y sólo posteriormente se convirtiera en
apóstata y abandonara la comunidad. Los evangelistas podrían haber
retrotraído esta «traición» de Judas al «Hijo del hombre» y a la comunidad al
momento de la pasión de Jesús. De ese modo, la pregunta por la existencia
del grupo de los doce en vida de Jesús o su constitución después de pascua
tampoco admite una respuesta clara con la referencia a Judas Iscariote. La
interrogación debe quedar abierta. Pero es más probable, a mi juicio, que
este grupo fuera constituido después de pascua y a través de la aparición del
Resucitado (1 Cor 15,5).
El hecho de que el grupo de los «Doce» tuviera un período muy corto de vida
ofrece también grandes dificultades para determinar su función y actividad.
Pablo refiere en Gal 1,18 que en su primera visita a Jerusalén, a los tres años
aproximadamente de la conversión y, por tanto, a los cinco años del punto
temporal aquí en cuestión, sólo se encontró en Jerusalén con Pedro y con
Santiago, el hermano del Señor. Los «doce» no estaban ya presentes en
Jerusalén, por lo visto, como órgano directivo. Catorce años después, Pablo
presentó su evangelio a los dirigentes de Jerusalén en el concilio de los
apóstoles (Gal 2, 1ss). Llama «pilares» a Pedro, Juan y Santiago, el hermano
del Señor (Gal 2, 9). Hay que concluir que los «doce» no ejercían ya función
alguna en la época del concilio de los apóstoles (49 d. C).
Este hecho sólo es explicable aduciendo una razón plausible, externa o
interna, que llevara a la pronta disolución de este grupo. De cara a la
evolución ulterior de la comunidad primitiva de Jerusalén, intentaré dar aquí
una explicación de este difícil problema. Los «doce» encarnaron un programa
y una invitación. La invitación iba dirigida a todo Israel. El programa consistía
en representar al pueblo escatológico de Dios en sus doce tribus. La
invitación fue proclamada en medio de Israel y el programa debía cumplirse
escatológicamente en la ciudad santa. La comunidad primitiva esperó en ella
la llegada del reino de Dios, la aparición del Hijo del hombre y la restauración
definitiva del pueblo de las doce tribus, Israel. Allí, en el centro de Israel, iban
a cumplirse los ésjata y se congregarían el Israel disperso y las naciones de
Dios para participar en la salvación.
Los «doce» como órgano directivo del pueblo de Dios reunido en la
comunidad primitiva se ajustan a tal expectativa; pero la expectativa quedó
rota y desfasada muy pronto por un acontecimiento de gran alcance. Hech 6-
8 describe la muerte de Esteban y la persecución que se desata contra los
«helenistas». El sector helenista de la comunidad jerosolimitana tuvo que
huir de la ciudad. Los «helenistas» refugiados iniciaron la misión en Samaría
y en la diáspora circundante hasta Antioquía. Esta misión centrífuga, que
llevó el mensaje cristiano desde Jerusalén al mundo, tuvo su origen en la
persecución. Significó a la vez una ruptura con la espera escatológica de la
comunidad primitiva, en la que Jerusalén desempeñó un papel
predominante. El grupo de los «doce» tuvo que disolverse. Fue una
necesidad histórica, de la historia profana y la sagrada. La comunidad
jerosolimitana, después del grave suceso de la huida de los «helenistas», fue
abandonando paulatinamente la espera escatológica, centrada
originariamente en Jerusalén. A Pedro lo encontramos pronto evangelizando
en Palestina y en las ciudades costeras. Más tarde, en Antioquía (Gal 2,
11ss). La evangelización posterior de Palestina/Siria por profetas itinerantes
a que hacen referencia otros textos, podría haber sido ocasionada asimismo
por la persecución contra los helenistas. Este nuevo y doble movimiento
misional de la comunidad primitiva podría haber sido la verdadera causa de
que los «doce» abandonaran su «stabilitas loci». No se abandonó con ello la
idea de la campaña de conversión para todo Israel; pero la campaña no se
realizaría en Jerusalén, porque la ciudad y sus dirigentes rehusaban la
conversión y habían perseguido a los mensajeros de Jesús. Por eso hubo que
llevar el mensaje a la parte dispersa de Israel. Cabe suponer que los
miembros del grupo de los «doce» dejaran ahora Jerusalén como mensajeros
de Jesús. Su huella se pierde en la oscuridad, salvo raras excepciones y
noticias dudosas de época posterior.
Pero los «doce» eran en los orígenes los representantes y dirigentes de la
comunidad primitiva de Jerusalén. En su colegio se abordaban los asuntos de
la comunidad; ellos debían tomar las decisiones necesarias en cuestiones de
doctrina y organización. En sus manos estaba la dirección de toda la
comunidad, tanto del sector arameoparlante como del sector «helenista». No
podemos examinar aquí si la comunidad primitiva estaba articulada en doce
departamentos o «tribus», presidido cada uno de ellos por uno de los
«doce», como se ha propuesto. Esto es posible, pero difícil de demostrar.
Los nombres de los «doce» se han conservado en elencos o listas. Hay
cuatro versiones diferentes (Mc 3, 16-19; Lc 6, 14ss; Mt 10, 2ss; Hech 1,
13s). No coinciden en la forma literaria, ni en el contenido, ni en el orden, ni
en los nombres mismos.
Las cuatro versiones se pueden reducir a dos formas básicas: la de Mc 3, 16-
19 y la de la fuente Q, que se trasluce aún detrás de Mt/Lc/Hech. La versión
Q podría tener una mayor originariedad. Ofrece simplemente un catálogo de
nombres; en él se hace constar quiénes pertenecieron al colegio de los
«doce».
Los «doce» ejercieron también una función escatológica como
representantes del «pueblo de las doce tribus». Esta función se les atribuye
en el dicho antiguo Mt 19, 28 par: En verdad os digo [a los que me habéis
seguidol: cuando llegue la nueva forma (del mundo) y el Hijo del hombre se
siente en el trono de su gloria, también vosotros os sentaréis en doce tronos
para juzgar a las doce tribus de Israel.
El logion se refiere al mundo esperado en el ésjaton. Entonces será renovado
el «pueblo de las doce tribus», Israel, y los «doce» juzgarán, es decir,
gobernarán junto con el futuro «Hijo del hombre» las doce tribus de Israel.
El logion no va dirigido a destinatarios ajenos a la comunidad, ni es una
amenaza de castigo a Israel, sino que legitima a los «doce» en su futura
misión escatológica. Con miras a ello son los actuales representantes del
último Israel, que se reúne en la comunidad de Jesús. El logion no contempla
aún una misión pagana; esto, y el hecho de que el grupo de los «doce» se
disolviera pronto, confirman la antigüedad del logion y su procedencia de
Jerusalén. Hoy se admite casi unánimemente que Mt 19, 28 no reproduce
palabras de Jesús. Habla en él un profeta cristiano en nombre del Resucitado.

c) Otros cargos y funcionarios


El relato Hech 6,1-6 nos permite lanzar otra mirada a la organización de la
comunidad primitiva de Jerusalén. Describe la investidura de los «siete».
Hemos señalado ya antes que este relato suscita dudas y contiene
incoherencias históricas, y es sin duda producto de una elaboración literaria
de Lucas. No está claro, por ejemplo, por qué el grupo de los «siete» incluía
únicamente a judeocristianos «helenistas» si su tarea fue realmente el alivio
de los «doce» en el servicio de la «mesa». Entonces se esperaría un grupo
mixto. En el curso ulterior del relato, los «siete» realizan otras tareas muy
diferentes. Esteban, cabeza del grupo, hombre «lleno de fe y de Espíritu
santo», aparece como misionero y predicador taumatúrgico y profetice (Hech
6,8ss). Algo parecido se dice de otros componentes del grupo, una vez que
éste fue expulsado de Jerusalén. Felipe ejerce de misionero carismático en
Samaría, en Gaza y finalmente en Cesárea; Hech 21,8 lo califica de
«evangelista». Hech 11, 19 habla de la actividad evangelizadora de los
hombres del círculo de Esteban en Fenicia, Chipre y Antioquía.
Los «siete» fueron misioneros carismáticos que trabajaron entre los judíos
«helenistas» de Jerusalén. Eran probablemente el órgano directivo de los
judeocristianos «helenistas», formado cuando este sector de la comunidad
hierosolimitana se fue independizando. Las comunidades sinagogales judías
tenían al menos una «presidencia» de siete hombres. No es probable que los
«siete» hicieran competencia a los «doce». No cabe pensar en una
competencia, a la vista del programa escatológico ligado a los «doce». Estos
representaron y dirigieron a toda la comunidad; los «siete» eran dirigentes
de un sector. Sus nombres se ofrecen en listas, como los de los «doce» (Hech
6, 5).
Junto a los «doce» y los «siete», hubo en la comunidad primitiva una serie de
«cargos» y funciones. Los titulares de los mismos nos son desconocidos en
su mayoría. Sólo algunos de ellos salen en el nuevo testamento de la
oscuridad del anonimato y cobran cierto perfil. Hay que mencionar en primer
lugar a los «apóstoles». Pablo deja entender la existencia en Jerusalén de un
cuerpo estable y cerrado de «apóstoles». De él formaban parte Pedro y
Santiago, el hermano del Señor (Gal 1, 19), al igual que los «doce». Parece,
sin embargo, que el cuerpo fue notablemente mayor. Pablo menciona en 1
Cor 15,7 una aparición del Resucitado a «Santiago, y después a todos los
apóstoles».
En realidad no conocemos el número de los «apóstoles». Pero siendo
difícilmente pensable que hubiera distintos rangos y categorías entre los
testigos de apariciones, cabe presumir que los «más de quinientos
hermanos» a los que se apareció el Resucitado (1 Cor 15, 6) fueran
considerados «apóstoles». Entonces se hablaría aquí, en otra tradición, del
mismo suceso que refiere 1 Cor 15,7.
Pablo reivindica para sí la condición de «apóstol» por la aparición vocacional
con que fue favorecido, aunque no perteneció al grupo de discípulos del
Jesús terreno. Por eso sabe que fue una excepción, y el último beneficiario de
las apariciones (1 Cor 15, 8ss). Probablemente su pretensión de formar parte
de los «apóstoles» fue siempre acogida con reservas. De su testimonio cabe
concluir que, salvo en su caso, sólo eran «apóstoles» aquellos testigos de las
apariciones que ya habían seguido al Jesús terreno, o que fuera de Pablo no
hubo ningún testigo de aparición que no hubiera sido discípulo del Jesús
terreno. Sorprende, en todo caso, que nadie del círculo de los «helenistas» y
de los «siete» sea denominado «apóstol».
Si se admite que el grupo de «apóstoles» era tan amplio, su actividad no
pudo limitarse a Jerusaién. Ellos llevaron, después de pascua, ei anuncio de
Jesús sobre el Reino a todo Israel. San tiago, el hermano del Señor,
pertenecía también a los «apóstoles». Según 1 Cor 15, 7, él fue favorecido,
como Pedro, con una aparición individual del Resucitado. No figura aún en
primer plano en Jerusaién. No pertenecía al grupo de los «doce»; pero esto
no permite concluir que sólo tardíamente se encontrara con la comunidad
primitiva de Jerusaién. Después de la expulsión de los «helenistas» de
Jerusaién, Santiago aparece destacado como dirigente del sector postergado
de los judeocristianos de lengua aramea. Es posible que hubiera llevado la
dirección desde el principio en esta parte de la comunidad primitiva, quizá
como presidente del colegio de «apóstoles» jerosolimitanos (cf. 1 Cor 15, 7)
que tenían a su cargo el sector arameoparlante. Santiago y su círculo serían
entonces el contrapunto de Esteban y los «siete», y los «doce» podrían
haber sido el cuerpo supremo de toda la comunidad al que estaban sujetos
tanto Santiago como su círculo, al igual que los «siete».
Una personalidad relevante de la comunidad primitiva de Jerusaién fue José
Bernabé. Procedía de Chipre y era levita (Hech 4, 36); un judío helenista que
hablaba, por tanto, el griego, pero dominaba también el hebreo/arameo por
las funciones que ejercía en el servicio del templo. No pertenecía al círculo
de los «siete», pero estaba bien relacionado con los «helenistas». Se dice de
él que vendió un terreno cerca de Jerusalén y puso el importe a disposición
de la comunidad. Esta referencia parece verídica por su misma sobriedad y
posiblemente era un antiguo recuerdo; además, el destacar la acción de
Bernabé no se contradice con la comunicación de bienes reseñada en Hech
2, 47. Debido a su bilingüismo, Bernabé era sin duda un mediador valioso
entre los dos sectores de la comunidad. Hech 11, 22ss refiere que visitó por
encargo de Jerusalén la comunidad helenístico-judeocristiana de Antioquía
fundada por los «helenistas». Hech 13,11o menciona en primer lugar entre
los componentes del colegio directivo de esta comunidad. Llevó consigo a
Pablo a Antioquía (11,25s) y lo introdujo en la comunidad. Junto con Pablo
emprendió desde Antioquía un viaje de misión en el que bautizaron a
paganos «temerosos de Dios», sin obligarlos a la observancia de la ley
mosaica ni a la circuncisión. En el concilio de los apóstoles del año 48/49 d.
C. representó a la comunidad antioquena y su programa misional en
Jerusalén.
Los Hechos de los apóstoles, así como Pablo, hablan de Bernabé en términos
elogiosos. Por haber participado de modo decisivo en la solución de graves
problemas de la misión pagana (al margen de la ley mosaica), podemos
suponer que destacó en Jerusalén y más tarde en Antioquía como pensador
teológico relevante. No poseemos ningún testimonio escrito sobre él, pero su
teología podría estar incorporada en numerosas tradiciones y fórmulas del
cristianismo primitivo.
Bernabé no fue «apóstol»; sólo por su actividad como enviado de la
comunidad antioquena se le dio el título de tal (Hech 14, 4.14, cf. 13, 1-3).
Pero este concepto de apóstol es diferente al de los «apóstoles» de
Jerusalén. Allí, el apóstol estaba ligado a una aparición del Resucitado. En
Antioquía llamaron «apóstoles» a los enviados por la comunidad. Eran
constituidos misioneros por el Espíritu santo en una asamblea de la
comunidad. Si Bernabé no era «apóstol» en el sentido de los del apostolado
jerosollmitano ni pertenecía a los «doce» ni a los «siete», hay que preguntar
qué función ejerció en Jerusalén. Quizá trabajaba aquí como «profeta» y
maestro. Como tal aparece más tarde entre los dirigentes de la comunidad
antioquena (Hech 13, 1). En su condición de levita poseía una formación
teológica. Dominaba la sagrada Escritura y la tradición paleojudía.
No hubo en la comunidad primitiva un ministerio de «maestro» propiamente
dicho, como tampoco un ministerio de «sacerdote». No tenía por qué
haberlos porque la comunidad primitiva participaba en las funciones
correspondientes del judaísmo. Los «letrados» que se pasaban a la
comunidad cristiana seguían siendo en ésta simplemente «letrados»;
seguían interpretando la Escritura conforme a sus reglas exegéticas y hacían
así una teología. Existía, pues, en la comunidad cristiana la función del
«maestro» (rabbi) sin necesidad de instituirla como ministerio. Sólo más
tarde y en el área pagano-cristiana fue necesaria la institucionalización. En
este sentido, el levita Bernabé fue un «maestro» cristiano en tanto que
teólogo judío. Los sacerdotes que accedían a la fe, seguían siendo
igualmente sacerdotes. Ejercían sus funciones de exposición de la Escritura y
la tora y de enseñanza, que no afectaban al culto del templo propiamente
dicho, pero ahora dentro de la comunidad. Tampoco para esto fue necesario
introducir un ministerio ni función nuevos.
Podemos afirmar, resumiendo, que la comunidad primitiva no creó una
estructura ministerial explícita. Cuando algunas personas ejercían ministerios
y funciones en ella, éstos eran atribuidos a una llamada del Resucitado o a la
acción del Espíritu santo. Ministerios y funciones tenían carácter carismático.
En los comienzos de la comunidad primitiva no se pensó en asegurar la
continuidad de estos ministerios y funciones. No había necesidad de ello,
porque se esperaba el comienzo de los ésjata en plazo próximo. Ni los
«doce» ni los «siete» tuvieron sucesores. Sólo en la segunda generación
cristiana se planteó el problema de unos ministerios organizados y de la
sucesión en los mismos.

5.- LA CONCIENCIA Y EL CULTO DE LA COMUNIDAD PRIMITIVA


1. La conciencia
Las consideraciones anteriores ofrecen algunas respuestas a la pregunta por
la autocomprensión de la comunidad primitiva. El estímulo para su reunión y
constitución fueron los encuentros de discípulos individuales de Jesús y de
grupos enteros de ellos con el Resucitado. La resurrección de Jesús fue para
ellos el amanecer del tiempo final, en el que acontecería la resurrección
general de los muertos. Por eso Pablo llama a Jesús «primer fruto de los que
duermen» (1 Cor 15, 20). Col 1, 18 y Ap 1,5, «primogénito de los muertos».
La resurrección de Jesús se interpretó como una acción del Espíritu de Dios
santo y santificador (cf. Rom 1,4). Se esperaba la infusión de ese Espíritu
para el tiempo final (Jl 3, 1s).
Las apariciones del Resucitado no fueron mera notificación del acto de Dios
en Jesús; significaron a la vez envío y mandato de sus receptores por el
Resucitado. Pedro, los «doce», Santiago, los «apóstoles», más tarde Pablo,
recibieron de él su misión especial. Pasaron a ser enviados del Resucitado en
Israel o destinados a los paganos. También en las apariciones intervino el
Espíritu de Dios: los testigos lo recibieron y fueron desde entonces
misioneros carismáticos. El Espíritu de Dios habló a través de ellos y obró en
sus actos.
Toda la comunidad primitiva se consideró un don del Resucitado, la asamblea
escatológica de los aspirantes a la basileia. El Elevado guiaba su comunidad
desde el cielo por medio del Espíritu de Dios. La profecía y la taumaturgia
actuaban en ella, éxtasis entusiásticos y la virtud curativa acompañaban su
vida y su predicación. La tradición atribuye facultades carismáticas a otros
muchos, además de los testigos de la resurrección. Una buena parte de la
tradición sinóptica sería impensable sin la existencia de todo un estamento
de profetas carismáticos a través de los cuales hablaba el Resucitado (cf.
cap. 9). El relato pentecostal de Hech 2 dibuja sin duda con acierto la imagen
de la comunidad primitiva.
«Los primeros días, semanas y meses después de pascua, los discípulos no
se podían considerar como una agrupación quietista con experiencias
esotéricas y místicas; habría que comparar sus vivencias con la violencia de
una explosión que hace saltar convencionalismos tradicionales y seguridades
burguesas. Irrumpió aquí una nueva experiencia, inaudita, que trascendía
radicalmente la cotidianidad de los pescadores, campesinos y artesanos
palestinenses. Se vivía en la certeza entusiástica del cielo abierto y del reino
de Dios incipiente. No en vano estuvieron ligadas las apariciones del
Resucitado a la experiencia escatológica del Espíritu, que era comparada a la
fuerza del fuego celestial. Esto significa, a la vez, que la primera comunidad
pospascual de Jesús recién formada entendía estos sucesos como el
comienzo del fin del mundo y el amanecer del reinado de Dios» (Hengel,
142).
La comunidad primitiva creyó y difundió el mensaje de Jesús sobre la
inminencia del reino de Dios. Relacionó la persona de Jesús con la
proximidad del Reino (cf. Lc 11,20), cuya plenitud definitiva se acercaba sin
pausa. La comunidad primitiva se mantuvo firme en esta visión. La
resurrección de Jesús confirmaba que la basileia se había realizado
inicialmente en su persona y sus obras. La ausencia de Jesús sólo podía ser
pasajera. Al realizarse la basileia se uniría de nuevo a los discípulos (Mc 14,
25). Pero en este intervalo, los discípulos debían invitar a todo Israel a la
conversión.
El plazo era breve y concluiría pronto con el retorno de Jesús como
«Mesías/Hijo del hombre». Entonces él sería el juez y decidiría sobre el
ingreso en el Reino. La realización de la basileia iba unida, pues, después de
pascua a la parusía de Jesús y al juicio final. Es verdad que la basileia
actuaba ya en el presente, en las obras admirables del Espíritu de Dios. Así,
el presente se podía entender en cierto sentido como inicio del tiempo final.
Pero faltaba su consumación. El presente era el tiempo inmediatamente
anterior a la consumación, el último período de la historia. La comunidad
primitiva podía considerarse realmente como heredera del Reino ya
instaurado. Sólo ella era la escogida por Dios para recibir la basileia.

a) La espera escatológica
La espera escatológica de la comunidad primitiva fue una auténtica espera
del futuro; pero este futuro era tan inminente que podían sentirse sus
efectos, que determinaban el presente.
El «nuevo tiempo» futuro se había infiltrado ya en el «antiguo». El tiempo
antiguo pasó, el nuevo había comenzado. El fin y el principio de uno y otro
tiempo se solapaban. Junto a la dimensión temporal aparecía la dimensión
espacial. El Resucitado había sido ya constituido mesías en el cielo. Pero el
Elevado estaba listo para salvar y juzgar, y para consumar la basileia de
Dios. En el presente, determinado así por el futuro, se iba a decidir lo que el
futuro traería a cada uno, salvación o perdición. El presente era un tiempo de
opción, un plazo para la conversión y la acogida de la salvación inminente.
La nota característica de la comunidad primitiva era, pues, una espera
inmediata y tensa de la salvación definitiva. Esta salvación se produciría, al
igual que en Jesús, como una entrada en la gloria, pero unida ahora a la
espera de la «parusía» del Elevado. La expectativa era real y concreta. La
generación presente iba a asistir a las postrimerías del mundo (Mc 13,30).
Semanas o meses, pocos años a lo sumo, eran el espacio de tiempo que
calculaba la comunidad primitiva (cf. cap. 12, § 1).
Encontramos esta espera en muchas tradiciones. Sólo en el horizonte de ella
se pueden entender las promesas de las «bienaventuranzas». La suerte de
«los pobres, los que tienen hambre, los que lloran» cambiará radicalmente
en un futuro próximo. La subida de los discípulos de Jesús a Jerusalén y su
predicación allí están definidas por la espera escatológica. También la
actividad de los misioneros carismáticos en Israel. Los mensajeros de Jesús
no acabarán su misión en las ciudades antes de que comience el final (Mt 10,
23). Pero pronto se vería que continuaban los fallecimientos; no todos los de
la presente generación asistirán, pues, en vida al comienzo de la basileia.
Esta experiencia se expresa en Mc 9, 1; pero el logion muestra que los
miembros de la comunidad primitiva no contaban generalmente con la
muerte personal antes de la salvación definitiva (cf. ínfrá). La espera
escatológica no fue sólo un fenómeno de los primeros años. Pablo la
mantuvo a lo largo de su vida; a partir de ahí se explica su infatigable tarea
misionera. También él hubo de plantearse el problema de los cristianos que
fallecían, y resolver la cuestión teológica de la participación de los difuntos
en la parusía (1 Tes 4, 13ss; cf. cap. 12, § 1 y 14, § 4).
La espera escatológica de la comunidad primitiva no fue un fenómeno
singular. En el curso de la historia de la apocalíptica paleojudía, durante más
de doscientos años, hubo épocas de tensa espera. En tiempo de Jesús y de la
comunidad primitiva la encontramos en Juan Bautista y en los «celotas»;
igualmente en la comunidad de Qumrán. Aquí —como en la comunidad
cristiana— se afirma, aun perseverando en la espera, que la salvación ha
comenzado ya en la propia comunidad. Sus miembros habían recibido ya los
bienes definitivos de la justicia otorgada por Dios y del Espíritu santo. La
espera inmediata, la experiencia del perdón gratuito y del Espíritu dinámico
de Dios hermanan, pues, la comunidad primitiva con Qumrán. Pero la
proximidad del ésjaton alcanza su grado máximo en la comunidad cristiana.
La resurrección y elevación de Jesús le indican que el final de los tiempos se
ha producido realmente. La salvación definitiva es inminente. La comunidad
primitiva es, pues, sin duda un grupo apocalíptico.
Esta actitud de la comunidad primitiva ¿significó un retroceso frente a la
«escatología» de Jesús? ¿puede afirmarse que la comunidad primitiva
«reapocaliptizó» esa escatología? ¿no había superado y trascendido Jesús la
apocalíptica? ¿llegó la apocalíptica a redefinir y marcar el pensamiento de la
comunidad primitiva, hasta convertirse en «madre de la teología cristiana»?
Tal es la opinión de Kásemann: «Es verdad que Jesús partió del mensaje del
Bautista, de carácter apocalíptico; pero su propia predicación no estuvo
impregnada fundamentalmente por la apocalíptica: lo que anunció fue la
inmediatez del Dios cercano. El que había dado aquel paso no podía, a mi
juicio, haber esperado la venida del Hijo del hombre, la restauración del
pueblo de las doce tribus en el reino mesiánico y la parusía que estaba
vinculada a este hecho, para realizar la experiencia de la proximidad de Dios.
Verse obligado a conjugar esta espera y esta experiencia significaría para mí
volverlo todo incomprensible. En mi opinión el problema histórico y
hermenéutico no se vuelve lleno de sentido ni apasionante más que cuando
uno se da cuenta de que la pascua y la recepción del Espíritu permitieron a
la cristiandad primitiva responder a la predicación de Jesús sobre el Dios
cercano con una apocalíptica renovada y en cierto modo reemplazarla...
Como no es posible verdaderamente definir la predicación de Jesús como
una teología, la apocalíptica se ha convertido en la madre de toda la teología
cristiana» (Kásemann, 211).
Todo depende, obviamente, de si Jesús anunció o no del modo expuesto por
Kásemann «la inmediatez del Dios cercano» y de si tal anuncio es un
argumento contra la apocalíptica. ¿No hay que considerar justamente como
el motor más íntimo de toda apocalíptica el colocar al hombre ante Dios de
forma que lo reconozca como Señor del futuro y del presente, como el Dios
cercano y acercante, e invitarlo ante esta cercanía de Dios a la decisión, a la
conversión y a una vida acorde con la santidad de Dios? ¿qué otra cosa hizo
Juan Bautista? ¿no resultó ser Jesús, con su anuncio, el auténtico heredero
del pensamiento apocalíptico? Jesús concibió el reino de Dios como algo
inexistente, cuyo comienzo marcaba él con su vida, pero cuya consumación
había que esperarla de un futuro temporalmente incierto. El hecho de que la
comunidad pospascual añadiera a la inminencia del reino de Dios la
inminencia de la parusía representa simplemente el inicio de su reflexión
cristológica. El acontecimiento de Jesús debía estar estrechamente asociado
al acontecimiento escatológico anunciado por Jesús mismo.
El mérito de E. Kásemann consiste en haber señalado la importancia de la
apocalíptica en la génesis y evolución de la teología cristiana primitiva. No se
equivoca, a mi juicio, en lo que se refiere a la comunidad primitiva, pero sí en
lo concerniente a Jesús. El mensaje de Jesús es apocalíptico en el sentido de
que esperó la realización de la basileia, cuyo inicio marcó él mismo, para un
futuro próximo. Entre la «escatología» de Jesús y la de la comunidad no se
advierte una diferencia cualitativa.
La misma reflexión vale contra P. Hoffmann: «Jesús compartió sin duda la
expectativa apocalíptica de su tiempo; pero lo característico en él es, a mi
juicio, que entendió ya su presente y su acción en él como parte del
acontecimiento final. Jesús estuvo influido decisivamente por la presencia del
ésjaton en el marco de la espera (apocalíptica) del futuro. Lo peculiar de la
espera cristiana primitiva, en cambio, es una re-apocaliptización en cuanto
que ahora, con la conciencia del comienzo del Reino, se espera la llegada
(inminente) del Hijo del hombre, Jesús, y se acentúa así de nuevo el
componente de futuro en la espera apocalíptica. El presente se concibe
ahora como el último período de la historia que precede al final. En el
contexto de esta espera del futuro, la exhortación a la vigilancia, la
afirmación de la incertidumbre del momento de la parusía del Hijo del
hombre o la referencia a su carácter repentino adquieren ahora una función
propia» (Hoifmann, 45s).
No me parece acertado afirmar que Jesús estuvo influido decisivamente por
la «presencia del ésjaton». Hay que distinguir entre sus declaraciones sobre
el comienzo de la basileia en sus obras y sus declaraciones sobre el futuro. El
reino de Dios era para él un acontecer dinámico cuyo comienzo era una
realidad, pero cuyo fina! era un futuro inexistente. No sin razón expresó sus
ideas escatológicas con la metáfora de la siembra. La interpretación del
exorcismo muestra también que relacionó su propia actividad con la llegada
del reino de Dios, en el sentido de que los exorcismos muestran muy
concretamente esa liegada dentro del proceso dinámico, mas no la llegada
en plenitud. Jesús vio sin duda su actividad como el comienzo de la basileia;
era la labor de siembra; pero su consumación y el juicio, en los que Jesús
creyó, no los consideró una realidad presente.
A mi juicio, la escatología dinámica de Jesús pasó intacta a la comunidad
primitiva; pero después de pascua, la persona y la vida de Jesús llegaron a
ser parte integrante de esa escatología. La resurrección y elevación del
Crucificado reforzó en este contexto la afirmación de Jesús sobre el ésjaton
como algo que actuaba ya en el presente; pero la espera de la parusía de
Jesús como «mesías/Hijo del hombre» complementó la propia expectativa de
Jesús sobre la futura consumación del reino de Dios y del juicio divino. La
persona y la obra de Jesús se integraron así, después de pascua, en su
mensaje escatológico en cuanto que él, como Elevado, se convierte en
garante de la basileia presente ya dinámicamente, y como «aquel que
vendrá», en garante de su consumación en el futuro.
b) La conciencia de la comunidad primitiva
La comunidad de Jesús fue considerada desde fuera como un movimiento
concreto del judaísmo, análogo a los otros grupos y cenáculos de la época.
Tenía conciencia de ser la comunidad escatológica de salvación, la heredera,
el pueblo de Dios escatológico. Sólo ella era la comunión de los partícipes en
la basileia. Sus «doce» dirigentes gobernarían en la era de salvación al
pueblo escatológico de las doce tribus, Israel (Mt 19,28; cf. cap. 4, § 4).
Pero la comunidad primitiva no se consideró el «resto santo» de Israel. No
renunció a la esperanza de poder ganar a todo Israel para el reino de Dios.
Era consciente así de ser el inicio del Israel escatológico, todavía
numéricamente exiguo y modesto, que Dios había acogido de nuevo,
perdonándolo, por fidelidad a su alianza.
El tema de la «nueva alianza» (cf. Jer 31, 31) no figuraba en la eclesiología
de la comunidad primitiva; en la historia de la tradición aparece por primera
vez en el texto de la última cena, 1 Cor 11, 24s, donde la muerte de Jesús es
interpretada como sacrificio expiatorio (cf. infra, § 2e). «Nueva alianza»
significa aquí, por lo pronto, la «alianza renovada», la nueva oferta de Dios a
su pueblo de la «antigua» alianza. Dios mostró ahora su fidelidad al Israel
pecador e infiel (Rom 3,25s; cf. cap. 6, § 3). La idea de alianza «nueva»,
universal, extensiva a los paganos, podía encajar aquí con toda lógica; pero
hubo que recorrer para ello un camino bastante largo. De momento sólo
cabe afirmar que la comunidad primitiva se consideró heredera legítima del
pueblo de la antigua alianza.
Esta conciencia se expresó también en la marcha de los discípulos de Jesús
desde Galilea a Jerusalén. Se expresó asimismo en la institución
jerosolimitana de los «doce», que encarnó la pretensión de la comunidad
primitiva de representar y ganar a todo Israel.
«Este desplazamiento demuestra que la comunidad primitiva quiere, como
agrupación de discípulos de Jesús, ser Israel y no otra cosa. No se deja
desviar hacia la condición de una secta galilea. Allí hubieran quedado,
probablemente, sin ser molestados y habrían recuperado, además, el lugar
natal, la patria y el oficio. Pero eso pone de relieve también la otra cara de la
situación: la comunidad primitiva es cada vez más consciente de representar
a Israel. Jerusalén y el templo le pertenecen. Sabe que hay detrás una acción
de Dios que es superior a la liberación de Egipto, aunque aquella liberación
dio vida a Israel. Así, pues, si la permanencia en el templo y en la sinagoga
demuestra que la comunidad primitíva no es una facción revolucionaria sino
que quiere seguir siendo Israel, su instalación en Jerusalén demuestra que se
considera el nuevo Israel, el del tiempo final» (Schweizer, 31).
Los discípulos de Jesús continuaron su campaña de conversión. Su actuación
«en nombre de Jesús» era la última oferta de Dios a su pueblo. Esta oferta
iba dirigida a todo Israel sin condiciones previas. Dios estaba dispuesto a
olvidar el pasado de Israel y a brindar a su pueblo un nuevo futuro salvador
si Israel seguía su llamada.
El que se dejaba convencer por la campaña de conversión, debía tomar
postura, después de pascua, ante la persona y la vida de Jesús. Debía
justificar la acción de Dios con el Crucificado en la resurrección y reconocer a
Jesús como el último mensajero, cuyo mensaje reproducían los discípulos.
Aquí estriban las razones internas de que la comunidad primitiva se
afianzara cada vez más como «comunidad», como «iglesia». Se enfrentaba
como pueblo de Dios escatológico y verdadero a la nación judía histórica.
Aunque la nueva oferta salvadora de Dios valía para todos en Israel, era
imprescindible la decisión del individuo. Porque Israel se había alejado de
Dios colectivamente. Por eso la nueva promesa de Dios sólo era efectiva
para el que estuviera dispuesto a abandonar su pasado culpable y volver a
Dios. Esta exigencia afectaba a todos, incluidos los «piadosos» y «justos».
Como la vida y las obras de Jesús habían alumbrado el acontecimiento
escatológico, todos los otros movimientos de penitencia del judaísmo tenían
que conducir a esta acción escatológica de Dios en Jesús si no querían fallar
en su objetivo. Dios no había hecho la oferta final a su pueblo en Qumrán, ni
en el fariseísmo ni en el movimiento penitencial de Juan Bautista, sino
únicamente en la vida de Jesús de Nazaret. El que deseaba aceptar la oferta
tenía que reconocer a Jesús, rechazado por Israel, pero justificado y elevado
por Dios en la resurrección. La promesa de la nueva salvación valía, pues,
únicamente para aquellos israelitas que hicieran esa profesión de fe. Por eso,
a pesar de su intención de representar al Israel escatológico, la comunidad
primitiva tenía que aparecer desde fuera como una secta mesiánica y un
grupo especial dentro del judaísmo, en el que se ingresaba haciendo una
determinada profesión de fe. Pero la conciencia de la comunidad primitiva
debía evolucionar hasta que ésta se viera como una nueva realidad en la
historia sagrada, como «iglesia» junto a Israel como nación, donde el Israel
fáctico se cerró al mensaje de conversión de Jesús y de sus discípulos.
Faltaba aún un largo trecho para que la comunidad primitiva diera este paso
y llegara a verse como una comunidad segregada del Israel fáctico anterior.
El fracaso definitivo de su misión en Israel, que se iba perfilando lentamente,
y el éxito simultáneo de la misión universal alumbraron paso a paso esta
nueva conciencia. Pero en su época inicial, la comunidad primitiva
permaneció sin duda dentro del judaísmo. Los escritos sagrados, la tora y el
templo judíos eran igualmente patrimonio de la comunidad primitiva. Esta
representaba a Israel como realidad escatológica, era el verdadero pueblo de
Dios en tanto que «asamblea santa de Dios» (qahal Yahve).
«La idea veterotestamentaria de pueblo de Dios constituye por tanto la
imagen normativa de la primerísima escatología. El Espíritu recibido después
de pascua y que realiza milagros caracteriza sin embargo al presente, no ya
como una continuidad meramente histórica, sino como el cumplimiento de la
alianza del antiguo testamento al final de los tiempos, como la irrupción, a la
vez ya visible y todavía oculta, del reino de Dios en la tierra. Por eso son los
apóstoles, pilares de la obra celestial de Dios, y los profetas recientemente
aparecidos, los que dirigen a las comunidades por medio del derecho
celestial. Y los hacen apoyándose en las indicaciones del antiguo testamento
u oponiéndose a la ley judía y a las interpretaciones rabínicas para proclamar
la voluntad de Dios, y manteniéndose de este modo en la alianza mesiánica»
(Kasemann, 225).
La comunidad primitiva adoptó con ia mayor naturalidad los títulos del
pueblo de Dios en el antiguo testamento y se los aplicó a sí misma y a sus
miembros. Pablo se refiere a la comunidad de Jerusalén con la denominación
«los santos» (Rom 15, 25s.31; 1 Cor 8, 4; 9, 1.12). Los primeros cristianos se
atribuyeron este calificativo. No eran «santos» en virtud de méritos
especiales sino porque habían seguido a Jesús, y Dios mismo los había hecho
herederos del Reino con el envío del Espíritu. Parece que la comunidad
primitiva se aplicó también el calificativo de «los elegidos». Lo encontramos
en Mc 13,20.22.27 como designación de sus miembros. Esta
autodenominación implica la conciencia de representar al pueblo
escatológico de Dios.
La comunidad primitiva había adoptado también a hora temprana el nombre
de ekklesia (de Dios) (cf. Mc 16, 18; 18, 18). Pablo confiesa haber perseguido
a la ekklesia de Dios (Flp 3,6; Gal 1, 13; 1 Cor 15,9). «Ekklesia de Dios» es la
traducción del nombre hebreo qahal Yahve con el que Israel es designado en
el antiguo testamento como pueblo de Dios congregado para el culto. Si la
comunidad primitiva se aplicaba este nombre, el hecho demuestra su
conciencia de ser la asamblea de los herederos de la salvación y, al mismo
tiempo, su pretensión de convocar a todo Israel a esta asamblea. El empleo
del nombre «ekklesia de Dios» no indica de suyo un distanciamiento de la
comunidad primitiva respecto al Israel fáctico. Más bien, a la inversa, ese
nombre invita a Israel a congregarse como pueblo de Dios renovado en la
comunidad primitiva. Por eso cabe hablar también, en sentido enfático, de
«ekklesia de Jesús» (Mt 16, 18). La comunidad primitiva es la congregación
de los herederos de la salvación de Dios convocados por el mesías Jesús.
Pero cabe preguntar si la elección del término griego ekklesia como
traducción de qahal Yahve no implica ya la idea de un distanciamiento frente
al Israel concreto. Parece seguro que los «helenistas» vertieran la
denominación hebrea o aramea por ekklesia. Los «helenistas» aplicaron
también este término a la sección de la comunidad primitiva de Jerusalén
representada por ellos. Es lo que sugiere el uso lingüístico en Pablo, que sólo
persiguió a los «helenistas» y no a toda la comunidad primitiva. El término
ekklesia designaba primariamente en el griego profano la asamblea
legisladora de los ciudadanos de una polis en el agora, y designó al final todo
género de asamblea popular. La versión de los Setenta empleó este término
para traducir el qahal hebreo. Sin embargo, su uso lingüístico no es
homogéneo, porque qahal se puede traducir también por «sinagoga». La
cuestión es saber si el empleo homogéneo del término ekklesia por los
«helenistas» supone un pensamiento programático, expresión de un
distanciamiento consciente frente al Israel reacio a la conversión. La elección
de este término no se puede explicar sólo por el uso lingüístico de los
Setenta, porque entonces cabe preguntar por qué los «helenistas»
renunciaron a llamarse «sinagoga».
«Pero la nota distintiva y el núcleo teológico de la sinagoga es su relación
con la ley en la dimensión teológica y ética. Sin la ley no habría sinagoga (cf.
Lev r 11). La sinagoga es también escuela, centro docente, casa de oración,
albergue y consistorio de la comunidad judía; pero es sobre todo la casa de
la ley, el lugar de la tora y de la halajál Por eso pasó a ser con razón el
símbolo de la religión judía, basada en la ley y en la tradición, sin que haya
necesidad de distinguir aquí entre Palestina y la diáspora. Para el judaísmo
rabínico como para el helenístico, la institución sinagogal se relaciona y
coincide con el nómos y la paradoois» (Schrage, 196).
Hemos señalado ya (cf. cap. 4, § 3), y lo mostraremos más ampliamente, que
dentro del grupo de los «helenistas se criticó abiertamente, a hora muy
temprana, la interpretación de la ley y el culto del templo en el judaísmo.
Para ellos, el acontecimiento de Jesús, entendido en línea escatológica,
implicaba una ruptura con el «antiguo» Israel y la apertura a algo totalmente
nuevo. Ellos pudieron desarrollar el tema de la «nueva alianza» de un modo
teológicamente eficaz (1 Cor 11,24s). Pudieron entender el acontecimiento
de Jesús como una revelación que superaba la revelación sinaítica. Este
nuevo enfoque crítico podría haber encontrado una primera expresión en el
término ekklesia, expresión que afirmaba igualmente una discontinuidad
respecto al «antiguo Israel».
«Parece, en cualquier caso, que estos helenistas, con su crítica a la ley y su
misión entre los paganos al margen de cautelas legalistas, fueron los autores
de la elección del término ekklesia, y más cuando no se sabe de ningún otro
que pudiera hacerlo antes de Pablo... Pero aquí, entre los helenistas, se
produjo la opción por el término ékklesia, y esta elección no fue motívada
por intereses sacro-históricos ni por la conciencia de una continuidad y
solidaridad con Israel, sino por la conciencia de una discontinuidad frente a
un pasado caracterizado por la ley» (Schrage, 199s).
La comunidad primitiva se aplicó muy pronto la imagen de un edificio sólido
o del templo. Mt 16, 18 recurre a la idea de que la ekklesia Jesu es una
estructura firme, santa y espiritual, levantada sobre la «roca» Simón (cf. cap.
4, § 4). Los poderes del infierno no pueden ocuparla. Al trasfondo está la
vieja imagen de la «casa de Israel», así como la idea de un templo hecho de
personas vivas, imagen utilizada también en Qumrán (cf. IQS VIII,4-10; IQH
VI, 26; IQflor 1,2-7). Cuando Mc 12, lOs califica al Resucitado de «piedra
angular» (cf. Sal 118,22), hay en el fondo, probablemente, la expectativa de
un templo escatológico, expectativa que nació en Is 28, 16 e influyó en
Henet 90,28s; 91, 13; 93,7; Jub 1, 17; 4Qflor 1,3ss. Mc 14,58 llama a la
comunidad templo nuevo y espiritual construido por el Resucitado. Se
esperaba la aparición de un templo «celestial» para el tiempo final (TestLeví
5,1; Sab 9, 8). Esta expectativa se cumplió en el «templo» vivo de la
comunidad. Los «helenistas» cristianos hicieron suya esta idea (1 Cor 3, 16)
y concluyeron de ella que el templo de Jerusalén y su culto habían tocado a
su fin (cf. cap. 7, § 4). La idea late asimismo detrás de la imagen de los tres
«pilares» que fue aplicada más tarde a los dirigentes de la comunidad
primitiva (cf. Gal 2, 9). El templo es el lugar de la presencia de Dios entre los
hombres y de su adoración verdadera. Ambas cosas quiso expresar la
comunidad primitiva al aplicarse a sí misma la imagen del templo.

2. La vida en la comunidad a) Reuniones domésticas

a) Reuniones domésticas
Consciente de ser la comunidad escatológica de Dios y del mesías Jesús, la
comunidad primitiva se reunía «en las casas», según Hech 2, 46, para el
culto diario. Hemos señalado antes que la comunidad primitiva de Jerusalén,
probablemente, se fragmentó por razones prácticas en comunidades
domésticas. También es probable que los «helenistas» organizaran sus
propias asambleas domésticas desde el principio. No sabemos el número ni
las dimensiones de tales comunidades domésticas en Jerusalén. Lo segundo
dependería sobre todo del espacio interior de las casas disponibles. Pero
Jerusalén, como ciudad de peregrinación, estaba preparada para dar acogida
a grandes grupos de comensales. Por eso cabe presumir que los cristianos
disponían también de salas para sus celebraciones. A esto hace referencia el
breve relato de Mc 14, 12-16:
El primer día [de los ázimos], cuando se sacrificaba el cordero pascual [le
dicen sus discípulos: ¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos
para que comas el cordero de pascua? Entonces] envía a dos de sus
discípulos y les dice: «Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre
llevando un cántaro de agua; seguidle, y allí donde entre, decid al dueño de
la casa: El Maestro dice: ¿dónde está mi sala, donde pueda comer la pascua
con mis discípulos?. El os enseñará en el piso superior una sala grande, ya
dispuesta y preparada; haced allí los preparativos para nosotros». Los
discípulos salieron, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y
prepararon la pascua.
El interés de este episodio narrado conforme a un esquema fijo (cf. Mc 11,
Iss; 1 Sam 10, Iss) reside en la sala donde Jesús celebró la cena pascual con
sus discípulos. Jesús con su presciencia carismático-milagrosa encarga a los
dos discípulos buscar y preparar esa sala. La sala adquiere un carácter
sagrado con las circunstancias especiales de su «elección». La comunidad
primitiva en cuyo seno se trasmitió esta leyenda conocía aún la sala donde
Jesús había cenado con sus discípulos, la hizo objeto de veneración y la
utilizó quizá como lugar de reuniones (cf. Hech 1, 13).
No parece que el templo hubiera desempeñado un papel importante en la
vida de la comunidad primitiva. Esta utilizó su recinto para fines de asamblea
comunitaria y de predicación (Hech 3, 1); pero las reuniones cultuales
celebradas «en las casas» corroboran la importancia meramente secundaria
del templo. Es obvio que como lugar de oración y de culto en el judaísmo, el
templo no perdió importancia para los miembros de la comunidad; así, los
seguidores de Jesús podrían haber participado con regularidad,
individualmente, en la oración del templo y en el culto sacrificial (Hech 2,46);
en este sentido pudieron ser decisivos los vínculos tradicionales con formas
de religiosidad judía; pero no se comprendería la génesis de un culto
cristiano independiente del culto en el templo si la oración y el culto en el
templo hubieran sido los pilares en la vida de la comunidad primitiva. Quizá
ésta mantuvo con el templo y su culto una relación similar a la de los esenios
de Qumrán, que no rechazaban el templo y su culto, sino que se
consideraban sus verdaderos dueños. No participaban en su culto, y lo
repudiaban por impuro e ineficaz, al estar oficiado por un sacerdocio no
santo. La comunidad primitiva podría haber tenido una actitud análoga hacia
el templo; el culto allí rendido era totalmente ineficaz para expiar el pasado
pecaminoso de Israel. Dios había vinculado su nueva promesa de salvación a
la acción de Jesús. Es cierto que la actitud de distancia ante el culto
sacrificial tenía ya una larga tradición en el judaísmo primitivo; pero éste no
había hecho una crítica radical del templo y el culto, y se limitó
generalmente a adoptar una reserva escatológica contra un culto impuro (cf.
cap. 7, § 3).

b) La comunicación de bienes
La vida de la comunidad primitiva no se ciñó a los encuentros diarios «en las
casas». Tales encuentros eran más bien la expresión suprema de una
comunión de vida más amplia que mantenían los primeros cristianos.
Formaban una verdadera comunión de «hermanas» y «hermanos» que
recorrían juntos el «nuevo camino» (Hech 9, 2) abierto por Jesús con su
mensaje y su enseñanza. Lucas describió la comunión de vida de la
comunidad primitiva en dos breves apuntes.
4...Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común, vendían sus
posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad
de cada uno. Acudían al templo todos los días con perseverancia y con un
mismo espíritu, partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría
y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el
pueblo; y día tras día el Señor iba agregando al grupo a los que querían
salvarse (Hech 2,44-47).
La multitud de los creyentes eran un solo corazón y una sola alma: nadie
consideraba suyo lo que poseía sino que lo tenían todo en común. Los
apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucha
eficacia, y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ningún
necesitado, pues todos los que poseían campos o casas los vendían, llevaban
el dinero y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno
según su necesidad (Hech 4, 32-35).
Es indudable que ambos sumarios diseñan una imagen idealizada de la vida
común en la comunidad primitiva. Lucas presenta la comunidad como
realización de las utopías sociales, frecuentes en la filosofía antigua, de una
comunidad ideal. Ya las incoherencias existentes en la exposición muestran
que Lucas hizo algo más que narrar simplemente la realidad histórica. Los
dos apuntes no se limitan a contar que aquellos miembros de la comunidad
primitiva que poseían bienes y tierras los vendían y ponían el importe «a los
pies» de los apóstoles. Entonces cabría esperar que todos los miembros de la
comunidad fueran atendidos en igual medida. Pero el texto dice que el
importe era distribuido «a cada uno según su necesidad» (2,45; 4, 35).
Después de las acciones de venta y donación seguía habiendo personas
«necesitadas» y personas que no dependían de estas ayudas. La afirmación
de que «nadie pasaba necesidad» en la comunidad es, pues, resultado de
una acción tendente a la compensación de las diferencias sociales en la
comunidad, y no la situación reinante en ella desde el principio.
Cuando Lucas añade que la comunidad se reunía a diario en las «casas» para
la «fracción del pan» (2, 46), hay que preguntar a quién pertenecían estas
casas. La respuesta más plausible es quizá que siguió habiendo en la
comunidad «propietarios de casas» que ponían a disposición sus viviendas
para el uso común. Algunos de ellos debieron ser gente muy acomodada al
poder ofrecer comidas a grupos mayores. Así lo sugiere también Hech 12,
12, que menciona la «casa de María», que incluía hasta un patio. Su
propietaria no la había vendido, por lo visto; la utilizaba para una familia
numerosa que disponía al menos de una sirvienta (12, 13), y la puso a
disposición de la comunidad como lugar de reunión.
Hech 4, 32 apunta a lo mismo. El texto indica que seguía habiendo
«propietarios» en la comunidad que ofrecían a todos el uso de sus bienes. No
se aferraban a la propiedad sino que la ponían a disposición de los otros;
pero tampoco la vendían para depositar el producto en una caja común, sino
que hacían partícipes de ella a otros.
Los apuntes elaborados por Lucas en los dos sumarios no hacen suponer,
pues —contra la tendencia lucana—, que lo normal en la comunidad
primitiva fuese transformar los bienes en dinero para vivir todos de una caja
común. Pero esos apuntes pueden indicar cómo, en la comunidad primitiva,
se compensaban las diferencias sociales con el amor activo, sobre todo de
los propietarios, de forma que nadie padeciera indigencia. Hech 6, 1-6, en
cambio, describe un caso de equilibrio social malogrado. Se habla aquí de un
fallo en la asistencia diaria a los necesitados. Las viudas pobres de los
«helenistas» eran desatendidas en la asistencia diaria. Esta situación se
enmendó con la institución de los «siete», según Lucas (cf. cap. 7). El fallo no
se hubiera producido dentro de esa comunicación de bienes ideal que
describe Lucas en Hech 2 y 4. De ahí que la referencia a las viudas
desatendidas no sea nada sospechosa; muestra, por un lado, cómo regulaba
la comunidad primitiva el equilibrio social; los propietarios asistían a los
necesitados. Pero la organización tenía fallos, según 6, 1-6. Esa referencia
pone en guardia, por otra parte, contra una interpretación literal de los
sumarios. Parece que Lucas tampoco pudo disimular el contraste entre 6, 1-6
y la imagen ideal de los sumarios.
Quiso, probablemente, sentar sobre una base más amplia relatos sueltos
sobre acciones generosas de renuncia de algunos discípulos. El sabía que
Pedro y los «doce» habían renunciado en efecto a sus bienes y su oficio (Lc
5,11). Pedro no tenía «oro ni plata» (Hech 3,6). Lucas sabe también que José
Bernabé «tenía un campo y lo vendió; llevó el importe y lo puso a disposición
de los apóstoles» (Hech 4, 36s). Este apunte tampoco es sospechoso
históricamente. Rinde honor a Bernabé mencionando, tiempo después, este
ejemplo de renuncia desinteresada a los bienes. Pero esto indica también
que su acción no fue considerada como un deber obvio de aquellos que
poseían tierras o casas. Bernabé se sumó con esta renuncia a aquellos
misioneros itinerantes que se consagraban al anuncio de Jesús, libres de
toda posesión personal. Lucas intenta expresar, pues, en los dos sumarios
que Bernabé no fue el único en dar este paso radical. Estaban también Pedro
y los «doce», los «siete» y, sobre todo, el gran número de misioneros
itinerantes que trabajaban fuera de Jerusalén (cf. cap. 10).
Estas reflexiones arrojan alguna luz sobre el oscuro y difícil relato de Hech 5,
1-11.
Un hombre llamado Ananías vendió una propiedad de acuerdo con su mujer
Safira y, a sabiendas de ella, retuvo parte del precio y puso el resto a
disposición de los apóstoles. Pedro le dijo: «Ananías, ¿cómo es que Satanás
se te ha metido dentro? ¿Por qué has mentido al Espíritu santo reservándote
parte del precio de la finca? ¿no podías tenerla para ti sin venderla? Y si la
vendiste, ¿no eras dueño de quedarte con el dinero? ¿cómo se te ha ocurrido
hacer eso? No has mentido a los hombres sino a Dios». A estas palabras
Ananías cayó al suelo y expiró, y todos los que se enteraban quedaban
sobrecogidos. Fueron los jóvenes, lo amortajaron y lo llevaron a enterrar.
Unas tres horas más tarde entró su mujer, que ignoraba lo que había pasado.
Pedro le preguntó: «Dime, ¿habéis vendido la finca por tanto?». Ella
respondió: «Sí, en eso». Pedro le repuso: «¿Cómo os habéis puesto de
acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor? Mira, los que han
enterrado a tu marido están ya pisando el umbral para llevarte a ti». En el
acto cayó a sus pies y expiró. Al entrar los jóvenes la hallaron muerta y la
llevaron a enterrar junto a su marido. Toda la comunidad quedó espantada, y
lo mismo todos los que se enteraron.
Es evidente que la pareja hizo algo especial y no algo obligatorio para todos
al vender su propiedad y poner el precio «a los pies de los apóstoles». Pedro
declara expresamente en v. 4 que no tenían obligación de hacerlo. Podían
haber retenido la propiedad o el precio. ¿Por qué decidieron no obstante
renunciar a la posesión y en qué consistió la falta? ¿quiso Ananías, de
acuerdo con su mujer, consagrarse totalmente al servicio de la predicación y
hacerse misionero itinerante? No era óbice el hecho de estar casado. Otros
misioneros llevaban consigo a sus esposas en los viajes de misión (1 Cor
9,5). La culpa de ambos consistió entonces en haber hecho la renuncia a
medias y no radicalmente. Intentaron así engañar al Espíritu de Dios. Esta
interpretación daría un perfil más claro a los «jóvenes» mencionados en
Hech 5,6.10, ¿Se trata de discípulos de Jesús que con una renuncia radical a
los bienes abrazaban el seguimiento «perfecto» de Jesús (cf. Mc 10, 17-22),
mantenían en su condición de mensajeros itinerantes una relación especial
con el Elevado y eran «portadores del Espíritu»?
No es posible dar respuesta a estas preguntas. El relato Hech 5,1-11
muestra, en todo caso, que la venta de las posesiones no la realizaban todos
los miembros de la comunidad primitiva ni se exigía a todos. Era la
excepción, aunque quizá más frecuente de lo que puedan demostrar
«históricamente» los textos de Lucas. En este sentido Lucas amplió con
razón los datos aislados que tuvo a mano (cf. 4, 36s; 5, l-11).
Podemos afirmar, resumiendo, que la solidaridad social de la comunidad
primitiva descrita por Lucas en los dos sumarios se dio efectivamente,
aunque no se ajustara en la forma y la organización al tipo ideal que él
esboza. La comunidad contaba sin duda con miembros que poseían casas,
tierra y capital. Ellos no eran «desposeídos». Ofrecían sus casas como
lugares de reunión y contribuían con su fortuna a compensar las diferencias
sociales de la comunidad. Pero había también propietarios que renunciaban
totalmente a los bienes o a la herencia, la vendían y entregaban el precio.
Probablemente, estos discípulos de Jesús se ponían así al servicio especial de
la predicación cristiana como misioneros itinerantes. Es posible que esto
diera origen de hecho a una especie de «caja común» que servía para
compensar los desequilibrios en la comunidad, absorber ciertos casos de
indigencia y de endeudamiento, rescate, etc. y, quizá, financiar tareas de la
comunidad como la compra de lugares de entierro. En cualquier caso, no
parece que el capital de donaciones de la comunidad primitiva hubiera sido
nunca excesivo. La comunidad era sin duda pobre en el sentido real de la
palabra. El concilio de los apóstoles (48/49 d. C.) decidió organizar una
«colecta» para remediar un estado de hambre y de grandes dificultades
económicas en Palestina y en Jerusalén, un amplio programa de ayuda en el
que participaron las comunidades paganocristianas de Pablo.
Los esenios conocieron igualmente una vida comunitaria organizada a la que
contribuía cada miembro con sus bienes. También aquí podemos distinguir
dos modos de aportación. Los miembros de poblados esenios dispersos por
todo el país, si estaban casados, tenían sus propiedades y bienes de fortuna
(CD IX, 14ss.22). Poseían casas (CD XI, 7-11) y campos, y hasta ocupaban a
esclavos y jornaleros (CD XI, 12; XII, 10). Pero hacían aportes mensuales a
una caja común que era administrada por un «interventor» (CD XIV, 12-16).
El que era acogido en la comunidad debía declarar sus bienes de fortuna. Las
declaraciones falsas eran castigadas (CD XIV, 20s). La caja comunitaria debía
ayudar a los indigentes. «Hay que ayudar con ella a los huérfanos, también a
los necesitados y pobres, y al anciano [que agoniza], y al hombre que carece
de patria, al que es deportado a un pueblo extranjero y a la doncella que no
tiene a nadie que la rescate...» (CD XIV, 14ss).
Esta praxis podría haber fecundado la comunión de vida y de bienes en la
comunidad primitiva. También en Jerusalén existió un poblado esenio con el
que podría haber entrado en contacto la comunidad primitiva. Y hemos visto
ya que entre los cristianos neoconversos había algunos esenios.
En Qumrán, en cambio, regía una norma más radical. El que deseaba
ingresar en esta «comunidad monástica» debía entregar sus propiedades o
su fortuna a la comunidad. Tras un «noviciado» de un año, el candidato debía
«entregar sus posesiones e ingresos en manos del hombre que administra
los ingresos de todos». Este administrador debía llevar la «contabilidad»,
«pero no puede hacer gastos en nombre de la comunidad» (IQS VI, 19s). En
caso de ser rechazado el candidato después del segundo año de noviciado,
podía recuperar los bienes entregados provisionalmente. Sólo después de la
admisión definitiva en la comunidad pasaban sus bienes a ser propiedad de
la comunidad. Los informes falsos no deliberados sobre los bienes de fortuna
eran castigados con la exclusión de la vida comunitaria y con la reducción de
la ración alimenticia durante un año (1 QS VI, 24s). La declaración falsa
deliberada, para la que no consta ninguna sanción, era castigada sin duda
con la exclusión total de la comunidad.
No parece probable que esta praxis de la comunidad de Qumrán constituya
la base de la renuncia radical a los bienes en la comunidad primitiva ni que
explique, concretamente, la condena de Ananías y Safira (Hech 5, 1-11). La
renuncia radical a los bienes practicada en la comunidad primitiva no era
obligatoria sino voluntaria. Es posible que se inspirase en el ejemplo del
Jesús terreno y de su grupo de discípulos. Sólo quien seguía radicalmente
este estilo de vida después de pascua y deseaba consagrarse plenamente al
anuncio de Jesús tenía la obligación de seguir el estilo de vida de los
discípulos del Jesús terreno. Debía renunciar a sus bienes, ahora en favor de
la comunidad pos-pascual de Jesús, y entraba así, como mensajero
«entusiasta», al «servicio» del «Elevado».

c) La forma de los encuentros «en las casas»


Sabemos poco sobre el contenido de los encuentros diarios de los discípulos
de Jesús «en las casas». Consta que hacían una comida en común (cf. infra, §
2e). Parece obvio que orasen también juntos. Cabe suponer asimismo que en
estos encuentros se leían y comentaban los «escritos sagrados», se
regulaban cuestiones de praxis vital y de halajá de la tora (cf. Mt 18, 18) y
había un margen para reflexiones teológicas y cristológicas. Las reuniones
sirvieron, pues, también para el desarrollo y cultivo de una tradición. No es
fácil que el orden de las reuniones y sus distintos elementos fueran
uniformes. Los formularios litúrgicos aparecieron más tarde. Las reuniones se
caracterizaron más bien por la libre acción del Espíritu de Dios. Se
distinguían por el uso del lenguaje extático y profético.
«Sólo así se entiende la aparición de numerosos logia pronunciados en
nombre del Elevado y en primera persona de singular, que la comunidad
pudo equiparar indistintamente a las palabras prepascuales del Señor; y sólo
así se comprende el régimen carismático de la comunidad en su época
inicial» (Hahn, 42).
La tónica de las reuniones era el entusiasmo escatológico. Aquí cobraba
conciencia la comunidad primitiva de su elección como comunidad
escatológica y anticipaba «con alegría» (Hech 2,46) el comienzo inminente
del tiempo final.
Aunque sepamos poco sobre estas reuniones, no es de creer que fueran
totalmente informales. Así lo indican ya las consideraciones sociológicas
generales que cabe hacer. El mero encuentro «en las casas» exigía un
mínimo de organización. Otro tanto hay que decir de su carácter de ágape
comunitario, destinado a satisfacer la necesidad de nutrición. Este ágape
común se ajustaba a un determinado rito, como indica ya su denominación
de «fracción del pan». Al menos uno de la comunidad doméstica debía
presidir la mesa e iniciar la comida partiendo el pan y distribuyéndolo. Este
rito iba acompañado de la bendición correspondiente, como en la mesa
judía. La interpretación de la Escritura y la enseñanza de la tora exigían
igualmente la guarda de ciertas estructuras. Si asistía un letrado, experto en
la Escritura, se le atribuía de modo espontáneo la autoridad correspondiente.
Aunque debamos contar con la libre acción de Dios en estas reuniones y
hubiera margen en ellas a los efectos extático-proféticos, hubo que
establecer, justamente por eso, unos criterios de orden objetivos. La palabra
prof ética debía ser entendida por todos y debía armonizar con otros
discursos; las contradicciones debían resolverse mediante la reflexión y la
interpretación. Aquí pueden radicar los inicios de diversas funciones y
servicios en la comunidad primitiva, aunque no cabe hablar de «ministerios»
en un principio.
La comparación con la comunidad de los esenios resulta también aquí
instructiva. Ella se articulaba igualmente en pequeñas unidades que se
reunían para las comidas sacro-litúrgicas en común. Las reuniones eran
dirigidas por un presidente (cf. IQS VL 2-13; IQSa). En ellas se interpretaba la
«sagrada Escritura» y se hacía la halajá de la tora. Para ello debía haber en
la reunión —que constaba de diez varones como mínimo— un sacerdote
conocedor de la Escritura, que no era idéntico al «presidente» (CD XH, 23ss).
Las reuniones de la comunidad primitiva ofrecían probablemente una
estructura similar. Hemos señalado antes que algunos fariseos y esenios
expertos en Escritura se agregaron a la comunidad de Jesús. Reunían al
menos las condiciones para actuar en las asambleas como exegetas y
teólogos.
En esta primera época de la comunidad primitiva hay que suponer la
existencia de una pluralidad de formas y contenidos en las reuniones. Quizá
esto haga comprensible la pluralidad que se advierte en la cristología
primitiva y en la tradición del cristianismo primitivo. El carácter de las
reuniones comunitarias «en las casas» dependía asimismo de las personas
concretas que asistían a ellas y de su diferente fondo cultural y espiritual. Es
posible que en una comunidad predominara la exégesis farisea y que en otra
el pensamiento apocalíptico diera el tono y guiara la reflexión. En las casas
de los «helenistas» predominarían las tradiciones del judaísmo helenístico.
Al orar en común durante las reuniones, la comunidad primitiva tenía
presente la promesa de Mt 18, 19-20:
Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo
que fuera lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. porque donde
están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
La promesa (v. 19) es válida para la petición en común. La oración en común
es escuchada siempre. Pues cuando la comunidad de discípulos de Jesús, por
mínima que sea, se reúne «en su nombre», allí está el Elevado en medio de
ellos. El versículo 20 es la versión cristiana de una sentencia judía: «Cuando
dos se sientan juntos para ocuparse de la tora, la shekiná (= Dios) está entre
ellos» (Abot, 3, 2). El mesías celestial ocupa aquí el lugar de la shekiná: él
mismo es el mediador en las peticiones de sus discípulos a Dios. El
Resucitado habla aquí por boca de un profeta cristiano-primitivo. La afinidad
con Abot, 3, 2 indica que el logion nació en la comunidad arameoparlante. El
logion expresa un distanciamiento respecto a la idea judía del culto divino,
«ya que aparece, por una parte, la presencia del Resucitado en lugar de la
presencia cultual de Dios en el templo, y se incumple, por otra, la cifra
mínima de diez personas necesaria para todo culto judío» (Hahn, 42).
De los formularios de oración de la comunidad primitiva conocemos sólo el
«Padrenuestro». Es posible que la «Plegaria de las dieciocho peticiones»
fuera utilizada en la oración común, al menos temporalmente, por la
comunidad primitiva. Salvo la duodécima petición, añadida tardíamente, esta
plegaria no contenía nada que no pudieran rezar también los cristianos, ya
que era sobre todo una plegaria de la esperanza mesiánica. Pero el
«Padrenuestro» (Lc 11, 2-4)3 fue desde el principio la oración principal de los
cristianos. Lo confirma Pablo cuando caracteriza a los cristianos por su
invocación de Dios como Abba (Rom 8, 15s; Gal 4, 6).
Cuando oréis, decid:
Padre, santificado sea tu nombre,
venga tu reino,
danos hoy el pan para mañana
y perdónanos nuestra deuda,
que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe,
y no nos dejes caer en tentación.
La oración va dirigida al Dios de Israel. Es simple y escueta. Evita
retrospecciones históricas y calificativos altisonantes. Los orantes pueden
llamar a Dios Abba; se trata de lenguaje familiar, pero no necesariamente
infantil. Los orantes se presentan ante Dios como hijos e hijas, no como
«subditos». El está próximo y bien dispuesto. Por eso no necesitan emplear
en su interpelación un lenguaje sumiso y rendido.
Las dos primeras peticiones son paralelas en lo formal y en el contenido. Se
implora en ellas la llegada del reino de Dios: «venga tu reino» tiene sin duda
un sentido escatológico. La basileia es un don del futuro próximo. Con ella
impondrá Dios su realeza eterna definitivamente. Nótese que esta petición
sigue a «santificado sea tu nombre». Allí donde se «santifica» el nombre de
Dios, se reconoce su reinado y su realeza. ¿Tiene también esta petición un
sentido escatológico? ¿se pide una intervención definitiva de Dios para la
imposición de la santidad de su nombre? ¿o se da a entender que Dios
impondrá ya aquí y ahora, en el presente de los orantes, la santidad de su
nombre? ¿el pasivo es necesariamente un pasivo teológico? El que ora con
esta petición ¿no «santifica» el nombre de Dios y no reconoce su señorío?
Los orantes no dicen «santificamos tu nombre» o «cuidaremos de que sea
santificado». Más bien se pide a Dios que tome las riendas en sus manos.
Dios cuidará de que los hombres santifiquen su nombre, de que acaten su
señorío, y esto significa en definitiva que cumplan su voluntad. Aunque la
llegada del Reino sea un asunto de Dios y deba ser implorada como un
suceso escatológico, no se excluye en modo alguno la cooperación del
hombre. Cuando los hombres santifican desde ahora el nombre de Dios,
reconocen su soberanía y cumplen su voluntad, la basileia de Dios existe ya
de modo incoativo y oculto.
Las dos primeras peticiones son paralelas a la oración judía del qaddish (cf.
cap. 3, § 2). Esta oración se recitaba ya probablemente en tiempo de Jesús
en el servicio de la sinagoga. El «Padrenuestro» aparece, pues, como una
oración «judía»: la actitud específica de Jesús y de la comunidad primitiva
aparece formulada en el horizonte conceptual del judaísmo.
Esta actitud específica se expresa en las peticiones referidas a la primera
persona de plural. El sentido de la primera petición en «nosotros» es dudoso,
y objeto de discusión, porque el adjetivo epiousios figura en este único texto
y con significado incierto. Deriva probablemente de e epiousa («el día que
viene»: «mañana»). La petición es entonces: «danos hoy el pan para
mañana».
J. Jeremías entiende también esta petición en sentido escatológico. Aventura
como equivalente arameo mahar, que puede significar tanto «mañana»
como «futuro». El «pan futuro» que se pide para «hoy» sería el pan que se
comerá en el banquete escatológico (cf. Mc 14, 25; Mt 8, 11is; Lc 22, 30). La
petición de pan en el «Padrenuestro» implora el comienzo inmediato («hoy»)
del banquete escatológico. Esta interpretación es posible; veremos más
adelante que la comunidad primitiva realizaba su «fracción del pan»
comunitaria en ambiente de espera y como anticipo simbólico del banquete
escatológico. La interpretación, no obstante, es improbable, habida cuenta
de que vincula el «Padrenuestro» a la situación del alimento diario. Parece
que la oración de la comunidad primitiva tiene de hecho este contexto vital,
pero es problemático trasponer esto al Jesús terreno.
Hay otra interpretación más plausible: la petición de pan para mañana
«corresponde a una situación de agobio social en la que se vive con la
preocupación del alimento para el día siguiente. El pan como medio nutritivo
más importante puede traducirse por alimento, como pars pro toto en la
mentalidad semita... Cabe pensar, por ejemplo, en la situación de un
jornalero que no sabe si al día siguiente va a encontrar trabajo para poder
vivir él con su familia. La expresión pan del mañana incluye una restricción:
se pide la supervivencia, no riquezas» (U. Luz, El evangelio según san Mateo
I, Salamanca 1993, 485s). Con la petición de pan, los orantes cumplen
realmente la exhortación de Jesús a no dejarse dominar de la preocupación
por el alimento diario (cf. Lc 12, 22ss; cf. cap. 10, § 3). Su única preocupación
debe ser el reino de Dios, como se expresa en las dos primeras peticiones.
La segunda petición en «nosotros» se resiste a una interpretación
escatológica. El segundo miembro de la proposición asocia el perdón de Dios
al perdón recíproco de los orantes ya realizado previamente. Esto es
extremadamente significativo a nivel real y a nivel teológico. Los orantes
saben que no pueden obtener el perdón de Dios si ellos mismos no están
dispuestos a perdonar (cf. Mc 11, 25; Mt 18, 23-35). Los orantes declaran
haberse perdonado mutuamente. Así pueden pedir a Dios aquí y ahora el
perdón de los pecados. Tampoco es fácil entender en sentido escatológico la
tercera petición en «nosotros». La «tentación» no es la tribulación del tiempo
final; aquí se expresa más bien la preocupación de los orantes de no poder
resistir al pecado en el momento de la tentación. Ellos no viven aún en el
Reino y pueden perder de nuevo el perdón de Dios antes implorado, debido
al comportamiento inmisericorde con el prójimo. Por eso piden la
conservación y perfeccionamiento de su estado actual ante Dios, expresado
en la petición anterior. En este sentido la petición tiene una dimensión
escatológica y reconduce el pensamiento a las dos peticiones introductorias.
Pablo (1 Cor 16, 22s) y la Didajé {10,6) nos han trasmitido una breve
exclamación orante: maranatha. Ap 22, 20s la ofrece en traducción griega:
ergo kyrie jesou. La exclamación es aquí claramente imperativa. «Ven, Señor
Jesús». La versión aramea maranatha se puede traducir también: «Nuestro
Señor ha venido».
¿Qué sentido es el original? En 1 Cor 16,22s y Did 10,6 la expresión
maranatha figura en el contexto de la eucaristía. El contexto exige
inequívocamente, al menos en Did 10,6, el sentido imperativo. 1 Cor 11, 26b;
Mc 14, 25 nos muestran que la comunidad primitiva celebraba sus cenas
comunitarias a la espera de la venida de Jesús. Por eso es totalmente
improbable que maranatha pretenda afirmar la presencia del Elevado en la
eucaristía. Debe entenderse más bien como petición de la pronta parusía de
Jesús.
Maranatha es, pues, una invocación, pero no va dirigida a Dios sino al Jesús
elevado al cielo. Esto no significa que el Resucitado fuese adorado ya como
«persona divina»; pero muestra que la comunidad primitiva le atribuyó una
función mayestática en el cielo que él ya desempeñaba al ser elevado y que
se refería a la comunidad terrena de sus confesantes. Estos lo invocan como
mare (Señor) o como maraña (nuestro Señor). El tratamiento de mare
(contrariamente a adonai, con el que la sinagoga judía sustituía el
tetragrama YHV) no expresaba originariamente ningún matiz religioso. Es un
título profano de cortesía, reservado especialmente a altos funcionarios.
Quizá se aplicaba ya al Jesús terreno (cf. Mt 8, 8; Mc 7,28). Al menos la
comunidad primitiva se lo aplicó a hora muy temprana, como demuestran
expresiones como «hermano del Señor» y «palabras del Señor». Si la
comunidad primitiva se dirigió al Jesús elevado con el tratamiento de mare o
maraña y le imploró la pronta parusía, mare o maraña se había convertido en
un título cristológico.
El Elevado es el punto de referencia de la comunidad. El la dirige desde el
cielo por medio del Espíritu santo y de los profetas que actúan y hablan «en
su nombre». Por eso la comunidad puede invocarlo en la oración. Ella espera
en breve su parusía. Cuando se haya unido a él, comenzará la basileia
definitivamente. Todo esto significa que el Elevado y la comunidad están
correlacionados. El la representa ahora junto al trono de Dios. La comunidad
reunida en oración sabe que tiene un valedor celestial en el Elevado.
La invocación maranatha pertenece a la comunidad primitiva
arameoparlante. Expresa su conciencia escatológica y su tensa espera. Su
contexto vital parecen ser las reuniones comunitarias donde los cristianos
anticipaban con nostalgia la unión con su «Señor» y anhelaban su parusía.
Esto no excluye la idea de que Jesús llegue también como juez; pero su
función de juez no afecta a la comunidad misma sino a aquellos que no lo
reconocieron (cf. Lc 12, 8s).

d) La interpretación de la Escritura en la comunidad


primitiva
La comunidad primitiva hizo suyos con toda naturalidad los «escritos
sagrados» de Israel. No poseía aún escritos propios. Cuando se redactaron
las primeras tradiciones litúrgicas en la comunidad primitiva, como la
historia de la pasión o himnos y fórmulas de profesión de fe, no sustituyeron
a los «escritos sagrados» sino que fueron agregados a ellos. Hay que tener
en cuenta, de cualquier modo, que en la época de la comunidad primitiva no
existía aún el canon de la «sagrada Escritura» dentro del judaísmo. Por eso la
comunidad pudo considerar escritos sagrados algunos libros que no serían
recogidos en el futuro canon judío; por ejemplo, el Henet con sus parábolas
(cf. cap. 3).
En las asambleas de la comunidad primitiva, los «escritos sagrados» eran
leídos e interpretados en una exégesis actualizadora. No sólo los libros de los
profetas, sino también los Salmos, el Deuteronomio y los libros sapienciales
eran considerados como proféticos. Sus «vaticinios» tenían cumplimiento en
el presente. Dado que la comunidad primitiva entendió la actividad de Jesús,
su resurrección y su propio presente guiado por el Espíritu como el comienzo
del ésjaton, podía interpretar los «escritos sagrados» como predicciones de
estos acontecimientos. La Escritura hablaba de Jesús, de su actividad y
destino, y del acontecer final iniciado por él.
Esta interpretación «escatológica» actualizante de la Escritura no era
posible, obviamente, sin forzar los textos. El acontecimiento escatológico
constituyó el horizonte para la comprensión de la Escritura. Se estudiaba el
texto de cara a este horizonte; se creyó que hablaba de «Cristo», aunque no
en sentido literal. Todo el antiguo testamento formaba el marco de referencia
para la reflexión teológica y cristológica, ahora iniciada, de la comunidad
primitiva. Se leían e interpretaban constantemente los distintos pasajes de
los «escritos sagrados» a la luz del acontecimiento de Jesús. Toda la tradición
cristológica de la comunidad primitiva que se forma a continuación es, en
definitiva, una interpretación docta del antiguo testamento y de otros
«escritos sagrados» del judaísmo primitivo. «La madre de toda teología es la
interpretación de la Escritura en el cristianismo primitivo» (Schürmann, 125).
Qumrán hizo una aplicación actualizante similar de los escritos del antiguo
testamento. Esta comunidad escatológica, que se consideraba la «nueva
alianza», interpretó la Escritura como la comunidad primitiva: la Escritura se
había cumplido en la comunidad esenia y en su historia. También Qumrán
entendió los Salmos como anuncios proféticos (cf. 4QpPs 37). Los escritos
qumránicos contienen recopilaciones de escritos veterotestamentarios
importantes (4QTest; 4Qflor). Se supone desde hace tiempo que el
cristianismo primitivo llevó a cabo recopilaciones similares. Los escritos de
Qumrán hacen más probable su existencia, aunque quizá no aparecieran aún
en el período más antiguo de la comunidad primitiva y fuesen elaboradas
progresivamente. Pero ya Pablo podría haber utilizado tales recopilaciones.
La comunidad primitiva encontró en los «escritos sagrados» referencias a la
resurrección de Jesús y a su investidura en el cielo como «mesías/Hijo del
hombre». Eso la ayudó a entender la acción oculta y el destino oscuro del
Jesús mortal. La Escritura le aclaró también su propio presente y futuro
escatológicos. La tremenda experiencia de la comunidad primitiva posterior,
al ver que la mayoría del pueblo judío rehusaba obstinadamente el anuncio
de los mensajeros de Jesús, estaba también vaticinada en la Escritura.
Citamos a continuación algunos textos del antiguo testamento que
desempeñaron sin duda un papel significativo en la génesis de la tradición
de la comunidad, ya que son citados con mayor o menor claridad o
frecuencia. Fue importante el vaticinio sobre la llegada, al final de los
tiempos, de un profeta como Moisés, vaticinio que aparece formulado en Dt
18, 15.18s. El relato de Mc 9,2-8 parece una verdadera paráfrasis de este
texto (cf. cap. 1).
Un profeta de los tuyos, de tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor, tu
Dios; a él le escucharéis... Suscitaré un profeta de entre tus hermanos como
tú. Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande (Dt 18,
15.18s).
La comunidad primitiva encontró anunciada en varios textos la resurrección
y ascensión de Jesús y su constitución como mesías celestial.
Por eso se me alegra el corazón y gozan mis entrañas, y mi carne descansa
serena, porque no me entregarás a la muerte ni dejarás al que te es fiel
conocer la fosa.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me colmarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha (Sal 16, 9-11).
Voy a proclamar el decreto del Señor:
El me ha dicho: «Tú eres mi hijo,
yo te he engendrado hoy.
Pídemelo: te daré en herencia las naciones;
en posesión, la tierra hasta sus confines;
los gobernarás con cetro de hierro,
los quebrarás como jarro de loza» (Sal 2, 7-9).
Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha, que voy a hacer
de tus enemigos estrado de tus pies».
Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.
«Tuyo es el principado el día de tu poder,
(cuando apareces) en esplendor sagrado;
te di a luz
como a rocío del seno de la aurora».
El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: «Tú eres
sacerdote eterno según el rito de Melquisedec» (Sal 110).
Aquel día el justo estará en pie sin temor
delante de los que lo afligieron y despreciaron sus trabajos.
Al verlo, se estremecerán de pavor,
atónitos ante la salvación imprevista;
dirán entre sí, arrepentidos, entre sollozos de angustia:
«Este es aquel de quien un día nos reímos
con coplas injuriosas, nosotros insensatos;
su vida nos parecía una locura, y su muerte una deshonra.
Ahora lo cuentan entre los hijos de Dios
y comparte la herencia de los santos (Sab 5, 1-5).
Escuchad cantos de victoria en las tiendas de los justos:
«La diestra del Señor hace proezas,
la diestra del Señor se exalta,
la diestra del Señor hace proezas».
No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor.
Me escarmentó, me escarmentó el Señor,
pero no me entregó a la muerte.
Abridme las puertas del triunfo
y entraré para dar gracias al Señor:
Esta es la puerta del Señor; sólo los justos entran aquí.
Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación.
La piedra que desecharon los constructores
es ahora la piedra angular:
es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente.
Este es el día en que actuó el Señor:
¡exultemos y gocémonos en él!...
2Bendito el que viene en nombre del Señor,
os bendecimos desde la casa del Señor;
el Señor es Dios: él nos ilumina.
Ordenad una procesión con ramos hasta los ángulos del altar.
Tú eres mi Dios, te doy gracias; Dios mío, yo te ensalzo (Sal
118, 15-24.26-28).
La comunidad primitiva buscó también explicaciones en los escritos
proféticos del antiguo testamento, especialmente en los salmos, para la
muerte de Jesús en la cruz como un delincuente, una muerte incomprensible
a primera vista. Recurrió a la idea tópica del necesario «sufrimiento de los
justos» expuesta en Sal 34, 20: «El justo tiene que sufrir mucho, pero de
todo lo libra el Señor». Los salmos que contienen este tipo de ideas
influyeron en el relato más antiguo de la pasión que circuló en la comunidad
primitiva (cf. cap. 6, § 3).
Dios mío. Dios, ¿por qué me has abandonado?
No te alcanzan mis clamores ni el rugido de mis palabras;
Dios mío, de día te grito y no respondes;
de noche, y no me haces caso...
Pero yo soy un gusano, no un hombre,
vergüenza de la gente, desprecio del pueblo;
al verme se burlan de mí,
hacen visajes, menean la cabeza:
«Acudió al Señor, que lo ponga a salvo,
que lo libre si tanto lo quiere». ...
Me acorrala una jauría de mastines,
me cerca una banda de malhechores,
me taladran las manos y los pies.
Pueden contar todos mis huesos;
ellos me observan y me miran.
Se reparten mi ropa, se sortean mi túnica.
Pero tú. Señor, no te quedes lejos;
fuerza mía, ven corriendo a auxiliarme;
libra mi v ida de la espada,
mi único bien de la saña del mastín;
sálvame de las fauces del león;
a este pobre, de los cuernos del búfalo (Sal 22, 1-9.16-22).
Piedad, Señor, que estoy en peligro:
se consumen de pena mis ojos,
mi garganta y mi vientre;
mi vida se gasta en la congoja,
mis años en los gemidos;
mi vigor decae con la aflicción,
mis huesos se consumen.
Soy la burla de todos mis enemigos,
la irrisión de mis vecinos,
el espanto de mis conocidos:
me ven por la calle y escapan de mí.
Me han olvidado como a un muerto,
soy un cacharro inútil.
Oigo a muchos motejarme: «Pájaro de mal agüero»,
se conjuran contra mí y traman quitarme la vida (Sal 31,10-14).
Yo dije: «Señor, ten misericordia,
sáname, porque he pecado contra ti».
Mis enemigos me maldicen:
«¡Cuándo se morirá y se acabará su apellido!».
El que viene a verme habla con fingimiento.
Mis adversarios se reúnen a murmurar contra mí,
hacen cálculos siniestros:
«Padece un mal sin remedio,
se acostó para no levantarse».
Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba,
y que compartía mi pan, es el primero en traicionarme (Sal 41,
5-10).
Por ti he aguantado afrentas,
la vergüenza cubrió mi rostro.
Soy un extraño para mis hermanos,
un extranjero para los hijos de mi padre...
Estás viendo mi afrenta, mi vergüenza y mi deshonra,
a tu vista están los que me acosan.
La afrenta me destroza el corazón y desfallezco.
Espero compasión, y no la hay;
consoladores, y no los encuentro.
En mi comida echaron veneno,
para mi sed me dieron vinagre (Sal 69, 8-10.20-22).
Acechemos al justo, que nos resulta incómodo:
se opone a nuestras acciones,
nos echa en cara las faltas contra la ley,
nos reprende las faltas contra la educación que nos dieron;
declara que conoce a Dios
y dice que él es hijo del Señor;
se ha vuelto acusador de nuestras convicciones,
sólo verlo da fastidio;
lleva una vida disdnta de los demás
y va por un camino aparte;
nos considera de mala ley
y se aparta de nuestras sendas como si contaminasen;
proclama dichoso el destino del justo
y se gloría de tener por padre a Dios.
Vamos a ver si es verdad lo que dice,
comprobando cómo es su muerte;
si el justo ese es hijo de Dios, él lo auxiliará
y lo arrancará de las manos de sus enemigos.
Lo someteremos a tormentos despiadados
para apreciar su paciencia y comprobar su temple;
lo condenaremos a muerte ignominiosa,
pues dice que hay quien mira por él (Sab 2, 12-20).
Yo no me resistí ni me eché atrás;
ofrecí la espalda a los que me apaleaban,
las mejillas a los que mesaban mi barba;
no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos (Is 50, 6-7).
Parece que la comunidad primitiva tuvo presente igualmente desde el
principio el canto del siervo de Dios doliente; pero sorprende que el relato
más antiguo de la pasión en la comunidad primitiva no haga referencia al
mismo. Es indudable, sin embargo, que ejerció influencia en la tradición y en
el credo más antiguos, aunque no en su versión hebrea —que tendría una
extraña y enigmática historia efectual en el judaísmo tardío— sino en la
versión de los Setenta. Podrían haber sido «helenistas» los primeros en
apropiarse este texto para elaborar desde él una nueva idea soteriológica de
la muerte de Jesús.
Fue despreciado y evitado de los hombres,
varón de dolores acostumbrado a sufrimientos,
ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado.
El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores;
nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado;
pero él fue traspasado por (LXX: 6iá) nuestras rebeliones,
triturado a causa de nuestros pecados-
Nuestro castigo saludable cayó sobre él,
sus cicatrices nos curaron.
Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino,
y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes.
Maltratado, se humillaba y no abría la boca:
como cordero llevado al matadero,
como oveja ante el esquilador,
enmudecía y no abría la boca.
Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron,
¿quién meditó en su destino?
Lo arrancaron de la tierra de los vivos,
por los pecados de su pueblo lo hirieron de muerte.
Le dieron sepultura con los malvados
y una tumba con los malhechores,
aunque no había cometido crímenes
ni hubo engaño en su boca.
Pero el Señor se complació en su [siervo] triturado,
salvó al que entregara su vida como expiación;
verá su descendencia, prolongará sus años;
el plan del Señor se logrará por su medio.
Después de tanto soportar, ve la luz.
Se sacia de conocimiento.
Mi siervo, el justo, justifica a muchos,
carga con la culpa de ellos.
Por eso lo haré participar entre los grandes,
y con los poderosos compartirá el botín,
porque entregó su vida a la muerte
y fue contado entre los criminales.
Porque cargó con los pecados de muchos e intercedió por los culpables (Is
53, 3-12).
Los grandes vaticinios sobre una era de salvación mesiánica contenidos en el
libro de Isaías movieron a la comunidad primitiva a modelar la imagen de su
mesías Jesús y de su acción pasada y futura, y a concebir la propia elección
como un nuevo Israel.
El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz intensa;
habitaban tierra de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría,
aumentaste el gozo;
se gozan en tu presencia, como gozan al segar,
como se alegran al repartirse el botín. Porque la vara del opresor, el yugo
de su carga,
el bastón de su hombro los quebrantaste
como el día de Madián.
Porque la bota que pisa con estrépito
y la capa empapada en sangre
serán combustible, pasto del fuego.
Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado:
lleva al hombro el principado, y es su nombre
Maravilla de Consejero, Dios guerrero.
Padre perpetuo, Príncipe de la paz.
Para dilatar el principado, con una paz sin límites,
sobre el trono de David y sobre su reino.
Para sostenerlo y consolidarlo con la justicia y el derecho,
desde ahora y por siempre.
El celo del Señor de los ejércitos lo realizará (Is 9, 1-6).
Saldrá un renuevo del tocón de Jesé,
y de su raíz brotará un vástago.
Sobre él se posará el espíritu del Señor;
espíritu de prudencia y sabiduría,
espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de conocimiento y temor de Dios.
No juzgará por apariencia ni sentenciará sólo de oídas
juzgará a los pobres con justicia,
con rectitud a los desamparados...
Aquel día la raíz de Jesé se erguirá
como enseña de los pueblos:
la buscarán las naciones y será gloriosa su morada.
Aquel día el Señor tenderá otra vez su mano
para rescatar al resto de su pueblo:
los que queden en Asirla y Egipto,
en Pairos y en Cus y en Elam
y en Senaar y en Jamat y en las islas.
Izará una enseña para las naciones,
para reunir a los dispersos de Israel,
y congregará a los desperdigados de Judá
de los cuatro extremos del orbe (Is U, 1-4.10-12).
Mirad a mi siervo, a quien sostengo;
mi elegido, a quien prefiero.
Sobre él he puesto mi espíritu,
para que traiga el derecho a las naciones.
No gritará, no clamará, no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará,
el pabilo vacilante no lo apagará.
Promoverá fielmente el derecho,
no vacilará ni se quebrará
hasta implantar el derecho en la tierra,
y sus leyes que esperan las islas.
Así dice el Señor Dios, que creó y desplegó el cielo,
consolidó la tierra con su vegetación,
dio el respiro al pueblo que la habita
y el aliento a los que se mueven en ella.
Yo, el Señor, te he llamado para la justicia,
te he cogido de la mano,
te he formado y te he hecho
alianza de un pueblo, luz de las naciones.
Para que abras los ojos de los ciegos,
saques a los cautivos de la prisión
y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas (Is 42, 1-7).
El Espíritu de Dios, el Señor, está sobre mí,
porque el Señor me ha ungido.
Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren,
para vendar los corazones desgarrados,
para proclamar el año de gracia del Señor,
el día del desquite de nuestro Dios;
para consolar a los afligidos,
los afligidos de Sión...
Porque yo, el Señor, amo la justicia,
detesto la rapiña y el crimen.
Les daré su salario fielmente
y haré con ellos un pacto perpetuo.
Su estirpe será célebre entre las naciones,
y sus vastagos entre los pueblos.
Los que los vean reconocerán
que son la estirpe que bendijo el Señor (Is 61, 1-3.8-9).
Los textos sapienciales citados en el capítulo 3, § 7 desempeñaron también
un papel importante en la reflexión cristológica de la comunidad primitiva.
Otros vaticinios del antiguo testamento se cumplían ahora en la comunidad.
Actuó en ella el espíritu de Dios prometido en Jl 3, 1-2 para el tiempo final; la
comunidad se consideró representante de la «nueva alianza» prometida en
Jer 31, 31-34.
Después derramaré mi espíritu sobre todos: vuestros hijos e hijas
profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, vuestros jóvenes verán
visiones. También sobre nuestros siervos y siervas derramaré mi espíritu
aquel día (Jl 3, 1-2)
Mirad que llegan días—oráculo del Señor—
en que haré una alianza nueva con Israel y con Judá:
no será como la alianza que hice con sus padres
cuando los agarré de la mano para sacarlos de Egipto;
la alianza que ellos quebrantaron y yo mantuve
—oráculo del Señor—;
así será la alianza que haré con Israel
en aquel tiempo futuro —oráculo del Señor—:
Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón,
yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo;
ya no tendrán que enseñarse unos a otros, mutuamente,
diciendo: «Tienes que conocer al Señor»,
porque todos, grandes y pequeños, me conocerán
—oráculo del Señor—,
pues yo perdono sus culpas
y olvido sus pecados (Jer 31, 31-34).
La esperanza de la comunidad primitiva de Jerusalén estuvo centrada en la
peregrinación escatológica de las naciones:
Al final de los tiempos estará firme
el monte de la casa del Señor,
en la cima de los montes,
encumbrado sobre las montañas.
Hacia él confluirán las naciones,
caminarán pueblos numerosos.
Dirán: Venid, subamos al monte del Señor,
a la casa del Dios de Jacob:
él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas,
porque de Sión saldrá la ley; de Jerusalén, la palabra del Señor.
Será el arbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos.
De las espadas forjarán arados; de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo,
no se adiestrarán para la guerra (Is 2, 2-4).
Al final de los tiempos estará firme
el monte de la casa del Señor,
en la cima de los montes,
encumbrado sobre las montañas.
Hacia él confluirán las naciones,
caminarán pueblos numerosos;
dirán: Venid, subamos al monte del Señor,
a la casa del Dios de Jacob;
él nos instruirá en sus caminos
y marcharemos por sus sendas;
porque de Sión saldrá la ley;
de Jerusalén, la palabra del Señor.
Será el arbitro de numerosos pueblos,
el juez de poderosas naciones [hasta lo más lejano].
De las espadas forjarán arados;
de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo,
ni se adiestrarán para la guerra.
Se sentará cada uno bajo su parra y su higuera,
sin sobresaltos —lo ha dicho el Señor de los ejércitos—.
Todos los pueblos caminan invocando a su Dios,
nosotros caminamos invocando siempre
al Señor, nuestro Dios (Miq 4, 1-5)
¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz;
la gloria del Señor amanece sobre ti!
Mira: las tinieblas cubren la tierra; la oscuridad, los pueblos;
pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti;
y caminarán los pueblos a tu luz,
los reyes al resplandor de tu aurora.
Echa una mirada en torno, mira:
todos esos se han reunido, vienen a ti;
tus hijos llegan de lejos, a tus hijas las traen en brazos.
Entonces lo verás, radiante de alegría;
tu corazón se asombrará, se ensanchará,
cuando vuelquen sobre ti los tesoros del mar
y te traigan las riquezas de los pueblos (Is 60,1-5; cf. Is 62; Zac
2, 15;8,20ss).
La comunidad primitiva encontró también una explicación en el antiguo
testamento para esa respuesta negativa, ya bastante clara, de una mayoría
del pueblo judío a la última llamada a la conversión. Recurrió para ello a
ideas consabidas de los vates deuteronomísticos.
Voy a cantar en nombre de mi amigo
un canto de amor a su viña:
Mi amigo tenía una viña en fértil collado.
La entrecavó, la descantó y plantó buenas cepas;
construyó en medio una atalaya y cavó un lagar.
Y esperó que diese uvas, pero dio agrazones.
Pues ahora, habitantes de Jerusalén, hombres de Judá,
por favor, sed jueces entre mí y mi viña.
¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?
¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones?
Pues ahora os diré a vosotros lo que voy a hacer con mi viña:
quitar su valla para que sirva de pasto,
derruir su cerca para que la pisoteen.
La dejaré arrasada: no la podarán ni la escardarán,
crecerán zarzas y cardos;
prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella.
La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel,
son los hombres de Judá, su plantel preferido.
Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos;
esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos (Is 5, 1-7).
¡Sordos, escuchad y oíd; ciegos, mirad y ved:
¿Quién es ciego sino mi siervo,
quién es sordo sino el mensajero que envío?
¿Quién es ciego como mi enviado,
quién es sordo como el siervo del Señor?
Miras mucho sin sacar nada,
con los oídos abiertos no te enterabas (Is 42, 18-20).
Yo ofrecía respuesta a los que no preguntaban,
salía al encuentro de los que no me buscaban;
decía: «Aquí estoy, aquí estoy».
Tenía mis manos extendidas todo el día
hacia un pueblo rebelde
que andaba por mal camino, siguiendo sus antojos,
pueblo que me provocaba en la cara, continuamente...
por eso, así dice el Señor:
Mirad: mis siervos comerán, y vosotros pasaréis hambre;
mirad: mis siervos beberán, y vosotros tendréis sed;
mirad: mis siervos estarán alegres, y vosotros avergonzados;
mirad: mis siervos cantarán de puro contento,
y vosotros gritaréis de dolor
y aullaréis con el corazón desgarrado (Is 65, 1-3.13-I4a).
Hemos hecho una selección, un poco al azar, de textos del antiguo
testamento que interesaron especialmente a la comunidad primitiva y la
movieron a formar una tradición propia. A lo largo de nuestras
investigaciones aparecerán otros muchos textos y tradiciones judías que
dieron materia de reflexión a la comunidad primitiva. Señalemos aquí
únicamente la gran atención que prestó la comunidad primitiva a los
«escritos sagrados». Se ocupaba de ellos, sobre todo, en las reuniones. Quizá
surgió pronto un grupo de «letrados» y «maestros» cristianos capacitados
por su formación para interpretar la acción salvífica de Dios a través de los
«escritos sagrados». Podrían haber accedido a la comunidad de Jesús desde
medios apocalípticos, fariseos o esenios, y haber aportado, junto a su
pensamiento académico, las tradiciones y esquemas teológicos de esos
círculos. No hay por qué imaginarlos como meros «exegetas» o
«dogmáticos». Habrían participado también en el carisma profético de la
comunidad primitiva. A través de ellos se desarrollaron quizá las primeras
tradiciones y símbolos de fe que serían la célula germinal de una teología en
la comunidad primitiva. Cabe incluir sin duda a algunas personalidades
conocidas en este grupo: José Bernabé, Esteban y los «helenistas»; pero la
mayoría de ellos nos son desconocidos.

e) El ágape comunitario
El elemento más importante de las reuniones comunitarias «en las casas»
era el ágape fraternal. Era una verdadera comida para satisfacer el hambre
y, en consonancia con las circunstancias de la época, era a menudo la única
comida del día. Esta costumbre perduraba aún en la comunidad
paganocristiana de Corinto. Pero hubo notables abusos, que Pablo censura
ásperamente (cf. 1 Cor 11). Aunque los encuentros de la comunidad
primitiva eran celebraciones religiosas, «sirvieron también desde el principio
—en la línea del precepto del amor recíproco— para que comieran los pobres
y necesitados, los huérfanos y las viudas. La primera obra de amor cristiano
se basó en la comida» (Lohmeyer, 82). Pero el ágape diario no se agotaba en
la mera finalidad de satisfacer el hambre. «Es una reunión de los discípulos
de Jesús como tales; por eso, no es una comida más, sino que posee un
carácter ideal; es expresión de las creencias religiosas y éticas comunes». El
carácter específico del ágape se expresa también en su nombre. Hech 2, 42
lo denomina «fracción del pan». Es cierto que con este rito de partir el pan
iniciaba la comida el padre de familia judío; pero ninguna comida judía
recibía el nombre de este rito. Ahora bien, el término «fracción del pan»
adquiere también relevancia en el episodio de la multiplicación de los panes
(Mc 6, 41) y en el relato de Emaús (Lc 24, 30s). En el primer caso, la idea de
escasez de alimentos va asociada a este rito; en el segundo, el rito se
convierte en signo distintivo del Resucitado. Los dos relatos sugieren que
este rito tenía una importancia especial en los ágapes comunitarios; lo cual
hace comprensible su denominación de «fracción del pan».
El pasaje de 1 Cor 11 nos da una idea de lo que eran aquellas comidas.
Probablemente, los comensales llevaban ya aderezados, según las
posibilidades de cada uno, los manjares que después eran consumidos en
común. Los pobres e indigentes se alimentaban de lo que sobraba a los
miembros ricos de la asamblea. De ese modo se cumplía en estas reuniones
la bienaventuranza de Jesús: «Dichosos los que pasan hambre, porque serán
saciados. Dichosos los que lloran, porque se alegrarán».
Uno de los problemas debatidos en la exégesis neotestamentaria es si el
ágape comunitario del cristianismo primitivo derivó directamente de la
«última cena» y si evocaba desde el principio y en todas partes la muerte
cruenta de Jesús, como suponen las dos tradiciones de 1 Cor 11,23-26 y Mc
14,22-24. En estrecha relación con este problema aparece el de cómo
interpretó Jesús mismo la «última cena» con sus discípulos y si la relacionó
con su muerte. Es indudable que Jesús, durante su estancia en Jerusalén con
los discípulos, celebró una última cena común. Esta cena se caracterizó por
la espera en la llegada inminente del reino de Dios, tal como se expresa en
el logion Mc 14, 25. Posiblemente, Jesús contó con la posibilidad real de
morir antes de la aparición de la basileia y se lo comunicó a los discípulos
con motivo de esta cena. Podría haber utilizado el rito de la «fracción del
pan» para comenzar la cena con el fin de representar simbólicamente su
muerte próxima. Sin embargo, no podemos reconstruir el sentido exacto de
esa posible acción de Jesús ni las palabras pronunciadas que quizá la
acompañaron. El relato de la institución (Mc 14, 22-24) no arroja ninguna luz
a este respecto; es un relato tardío dentro de la historia de la tradición. Pablo
refiere una tradición anterior en 1 Cor 11, 23-25, pero la conoció en Damasco
o en Antioquía, donde no pudo tener su origen. Los «helenistas» de Jerusalén
pudieron haberla llevado a Damasco o a Antioquía. Sin embargo, esto
permite inferir conclusiones únicamente sobre la noción de la cena
comunitaria entre los «helenistas», ya que los dos sectores de «hebreos» y
«helenistas» tuvieron un proceso teológico diferente (cf. cap. 6 y 7). Resulta
así incierto, quizá bastante dudoso, que 1 Cor 11, 23-25 refleje la idea de las
celebraciones eucarísticas que regía en toda la comunidad primitiva. De ser
así, no se podría explicar —en su génesis ni en su vigencia— el tipo especial
de cena eucarística recogido en la Didajé (9, 1-10, 6) y que fue corriente en
las comunidades judeocristianas posteriores. Encontramos aún aquí
elementos que determinaron las celebraciones litúrgicas de la comunidad
primitiva más antigua: el talante escatológico y la expectativa ante una
parusía próxima de Jesús (Did 10, 6), el término «fracción del pan» (Did 14,
1) y el carácter de comida destinada a satisfacer las necesidades nutritivas
(Did 10, 1). La invocación maranatha ponía fin en ambos modelos a la
celebración eucarística. La Didajé «no hace referencia alguna a un memorial
de la muerte de Jesús, a su cuerpo y sangre de la alianza ni al recuerdo de la
última cena en la noche de la entrega. Tenemos así un tipo de cena del Señor
al margen de la tradición conservada en Me y en Pablo» (Lietzmann). Esta
eucaristía sólo se puede explicar, en el plano de la historia de la tradición, si
se remonta a los primeros orígenes y quedó intacta ante otros procesos en la
historia de la teología.
En realidad podemos suponer el motivo de que la cena comunitaria de la
comunidad primitiva fuese del mismo género que la celebración eucarística
descrita en Did 9, 1-10, 6. Para esa cena se reunía la comunidad de salvación
final en un ambiente de entusiasmo escatológico (Hech 2, 46). La invocación
maranatha ponía fin a las celebraciones. Los celebrantes anticipaban el
banquete mesiánico esperado para el tiempo final. De ese modo
sintonizaban con la actitud de Jesús en su última cena con los discípulos.
También esta cena tuvo un carácter escatológico (Mc 14, 25). Pero la
comunidad primitiva no se limitó a continuar con sus ágapes diarios esta
última cena de Jesús con los discípulos, sino que evocaba también las otras
comidas con el Jesús terreno, donde éste había anticipado la comensalidad
del reino futuro. El relato de la «multiplicación de los panes» (Mc 6, 34-44)
hace referencia a tales comidas en vida de Jesús; pero su contexto vital es el
ágape común del cristianismo primitivo.
Al desembarcar vio Jesús mucha gente, le dio lástima de ellos porque
andaban como ovejas sin pastor [y se puso a enseñarles con calma].
Avanzada ya la tarde, se acercaron sus discípulos a decirle: «Estamos en
despoblado y ya es muy tarde. Despídelos, que vayan a los cortijos y aldeas
de alrededor y se compren de comer. [El les replicó: «Dadles vosotros de
comer»] Le preguntaron: «¿Vamos a comprar doscientos denarios de pan
para darles de comer?». El les dijo: «¿Cuántos panes tenéis?». Cuando lo
averiguaron, dijeron: «Cinco, y además dos peces». Les dijo que la gente se
echara en el verde formando grupos. Se acostaron en corros de ciento y de
cincuenta. 40-41 tomando él los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada
al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos
para que los sirvieran. Repartió también los peces entre todos. Comieron
todos hasta quedar satisfechos, y recogieron doce cestos de sobras de pan y
pescado. Comieron cinco mil hombres.
El relato sigue formalmente el modelo de la leyenda de Elíseo en 2 Re 4, 42-
44. Coincide con ella en la estructura y en numerosos detalles. El milagro es
muy superior al de 2 Re 4, 42-44, como indican los datos numéricos. Jesús
supera en poder a Eliseo, que era considerado el mayor taumaturgo del
antiguo testamento.
El relato contiene otros muchos detalles narrativos que no pueden derivar de
2 Re 4, 42-44, pero sí del resto del antiguo testamento y de ideas del
judaísmo primitivo. El v. 34, que menciona la «compasión» de Jesús por el
pueblo, evoca pasajes del antiguo testamento que asocian la misericordia de
Dios con la nutrición humana (cf Os 13, 4-6; Sal 107, 4-9; 78, 18-23; Dt 8, 1-
5.16). El v. 34 aplica a Jesús la imagen de pastor de la multitud. En el antiguo
testamento. Dios es el pastor de su pueblo (Sal 23); su solicitud pastoral
incluye la provisión de alimentos. En esta línea, el tema del pastor aparece
muchas veces unido al alimento milagroso del maná en el desierto (Os 13, 4-
6; Sal 78, 18-32.52). Pero Dios constituyó también a Moisés o a David como
pastores del pueblo (Núm 27, 15-17; Sal 78, 70-72). En el tiempo final él
mismo conducirá y apacentará a su pueblo falto de pastor (Ez 34, 6.11-14), y
hará del mesías el pastor definitivo (Ez 34, 23-31). La mención del lugar
«despoblado» en v. 35 hace recordar la alimentación de Israel en el desierto
(Ex 16). La mención del «verde» en v. 39 se relaciona con el tema del pastor
y podría ser un eco directo de Sal 23, 2. La distribución de la multitud en
grupos de cincuenta y de ciento para comer (v. 39s) recuerda el sistema de
gobierno durante el período del éxodo (Ex 18, 13ss). El judaísmo de la época
imaginaba esta distribución en la mesa del banquete mesiánico, y la
comunidad de Qumrán la hizo ya efectiva en sus refecciones (cf. IQSa Is; IQS
2, 21s; 1QM4, 3ss).
El relato de la multiplicación de los panes rebosa, pues, de alusiones al
Éxodo y al esperado banquete escatológico del mesías. El relato subraya la
superioridad del milagro de Jesús sobre los grandes milagros del profeta
Eliseo.
En la narración late la esperanza judía de que Dios envíe al final de los
tiempos un salvador con las características de Moisés (Dt 18, 15-18),
superior a todos los profetas. De este «mesías con función mosaica» se
esperaba un nuevo éxodo y la reedición de sus prodigios (Barsir 29, 8). Un
texto judío dice: «Como el primer libertador (Moisés) hizo descender el
maná, porque está escrito: 'Mirad, os haré llover pan del cielo', así el último
salvador hará bajar el maná, pues está escrito: 'habrá pan de trigo en la
tierra'» (Qoh r 1, 28). Sobre el trasfondo de esta expectativa, el relato de la
multiplicación de los panes da a entender que en la actividad de Jesús se
cumplieron las expectativas de salvación de Israel. Jesús es ese pastor
escatológico de Israel que Dios iba a enviar. El dio de comer al pueblo en el
desierto como hiciera Moisés durante el éxodo. Llevó ya a cabo el banquete
escatológico del mesías. Es el «nuevo Moisés» esperado, el mesías, superior
a todos los profetas.
El relato deja entrever la propia conciencia y la praxis de la comunidad en la
que surge. La comunidad se considera a sí misma como la comunidad
mesiánica en celebración convival. El banquete mesiánico iniciado con la
multiplicación de los panes en el desierto aparece sugerido también en los
«doce cestos» de las sobras mencionados al final del relato (v. 44). Los «doce
cestos» remiten al momento presente de la comunidad narradora. Ella vive
ahora de las sobras que Jesús puso a su disposición. El acontecer de Jesús
continúa en sus celebraciones convivales, donde los miembros de la
comunidad comparten sus «provisiones» y todos quedan satisfechos.
El relato tiene su contexto vital en las reuniones diarias de la comunidad
primitiva. El episodio se contaba aquí para hacer presente el acontecimiento
de Jesús e interpretar el ágape de los discípulos de Jesús reunidos. Pero
orientaba a la vez la mirada de la comunidad hacia el banquete escatológico,
aún por llegar, en el reino de Dios.
La tradición pascual más antigua nos muestra la actitud de la comunidad
primitiva cuando se reunía para la «fracción del pan». El relato de aparición
que subyace en Jn 21, 1-14 describe cómo el Resucitado mismo reanudó la
anterior comunión convival con los discípulos. Les sirvió pan y pescado,
como en la multiplicación de los panes.
Conviene mencionar también el antiguo relato sobre la aparición del
Resucitado en Lc 24, 13-35.
Cerca ya de la aldea adonde iban, hizo ademán de seguir adelante; pero
ellos le insistieron diciendo: «Quédate con nosotros, que está atardeciendo y
el día ya va de caída». El entró para quedarse. Recostado a la mesa con
ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo ofreció. Entonces
se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció. Entonces
comentaron: «¿No nos ardía el corazón mientras nos hablaba por el camino
[explicándonos las Escrituras]?». Y levantándose al momento, se volvieron a
Jerusalén.
El relato se puede considerar como una leyenda cultual: el Resucitado mismo
inicia a los discípulos en el «rito» de la cena del Señor. Recuerda en forma
intuitiva que el Resucitado está presente, al «partir el pan», en medio de la
comunidad celebrante.
La cena comunitaria quedó integrada en la conciencia escatológica general
de la comunidad primitiva: desde que Jesús emprendió su actividad,
comenzó el ésjaton y estaba misteriosamente presente en la acción de Jesús;
pero faltaba su consumación. La comunidad realizaba esta escatología
esperada en el ágape comunitario de cada día. En él se evocaba la obra de
Jesús. El Jesús elevado al cielo está misteriosamente presente en el ágape.
Este es a la vez una anticipación del futuro banquete escatológico en el
Reino. Por eso celebra la cena con alegría escatológica; pero no es aún el
banquete definitivo; éste es esperado para un futuro próximo.
Tal reserva se podría expresar con la renuncia al vino. Ni los relatos de
multiplicación de los panes ni el relato de Emaús mencionan la copa de vino.
El logion Mc 14,25 podría sugerir que la comunidad primitiva había
renunciado al vino, al menos parcial y temporalmente, como ingrediente de
sus comidas.
Os aseguro que ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que lo
beba, pero nuevo, en el reino de Dios.
El logion no puede ser continuación originaria de 14,22-24. Quizá es
fragmento de un relato perdido de la cena (cf. Lc 22, 15-18). Tiene
características semitas. Jesús promete en él al grupo de discípulos una
comensalidad nueva y definitiva en el reino de Dios. Hasta entonces no
beberá más del «fruto de la vid». El logion viene a respaldar, posiblemente,
la praxis de determinados sectores de la comunidad primitiva de renunciar al
vino en sus ágapes hasta la consumación de la basileia. En la Iglesia antigua
encontramos aún comunidades y cenáculos que celebraban la «eucaristía»
sin vino.
En la comunidad primitiva de Jerusalén germinó, probablemente en medios
helenísticos, otra concepción de la cena comunitaria. Los «helenistas» fueron
los primeros en reflexionar sobre el significado soteriológico de la muerte en
cruz de Jesús y en interpretarla con categorías de la teología de la alianza e
ideas del sacrificio expiatorio (cf. cap. 6, § 3). Al concebir la muerte en cruz
de Jesús como sacrificio expiatorio que alcanza el perdón de los pecados y la
renovación de la alianza, la celebración comunitaria de la cena pasa a ser el
lugar donde los comensales comparten «sacramentalmente» este fruto de la
muerte de Jesús. Esta nueva concepción pudo tener como soporte el hecho
de que la celebración del ágape se realizaba siempre en memoria de la
última cena de Jesús antes de su muerte, donde Jesús podría haberse
referido a su martirio. Ahora se tenía presente únicamente la «última cena»
de Jesús; fue interpretada como una «fundación» de Jesús (1 Cor 11, 23.26).
La celebración de la comunidad repetía esa «última cena» en memoria de la
muerte de Jesús. Ello no reducía el entusiasmo escatológico, como se
desprende claramente de la «perspectiva escatológica» de 1 Cor 11,26.
El desarrollo de este nuevo concepto del ágape comunitario se produjo en
paralelo con la cristología. A medida que se entendió la muerte de Jesús
como lugar de expiación de los pecados y como renovación de la alianza rota
por la infidelidad de Israel, pudo abrirse camino el nuevo concepto de ágape
comunitario. Pero este concepto no existía al comienzo de la evolución. Lo
que había al principio era la praxis de la comunidad de reunirse como
comunidad del futuro reino para el ágape diario en común, que tenía un
carácter escatológico y anticipaba el banquete del tiempo final. La
comunidad tenía presente a la vez la comensalidad de los discípulos con
Jesús durante su actividad terrena. La última cena de Jesús quedaba incluida
en esta mirada retrospectiva, siempre como el ágape postrero en una praxis
vital más amplia del movimiento prepascual de Jesús. Pero el ágape
comunitario de sentido escatológico daba margen para otra interpretación
que acompañó a la interpretación de la persona y la actividad de Jesús
continuada después de pascua.
De otro modo sería históricamente incomprensible la praxis del ágape en la
comunidad primitiva, dado que los ágapes comunitarios escatológicos antes
reseñados se practicaron desde el principio y constan aún en la Didajé,
habría que suponer que la comunidad primitiva celebró paralelamente,
desde el principio, otra cena de significado sacramental. ¿Es plausible esto
históricamente para una misma comunidad? Por eso H. Lietzmann, que
propuso la tesis de los dos tipos de ágape en el cristianismo primitivo, los
atribuyó a comunidades diferentes: la judeocristiana y la helenística. Su tesis
debe modificarse hoy en el sentido de que el ágape escatológico evolucionó,
con la adición de nuevas categorías conceptuales, hacia la «cena
eucarística» entendida en sentido sacramental, probablemente en la propia
comunidad de Jerusalén o al menos entre los judeocristianos helenistas. Pero
éstos retuvieron básicamente la orientación escatológica de la cena (1 Cor
11,26).
Sólo podemos utilizar con reservas, en este punto, los dos «relatos
institucionales» (Mc 14, 22-24 y I Cor 11, 23-26). Es seguro que el relato del
evangelio de Marcos no procede de la comunidad de Jerusalén, aunque
algunos lo siguen defendiendo hoy con vehemencia. Debe considerarse, a la
luz de la historia de la tradición, como un relato tardío. Es el texto de la
anamnesis que acompañaba las celebraciones eucarísticas de la comunidad
marquiana. Es evidente la influencia de la praxis litúrgica. El texto invita a los
participantes en la celebración comunitaria a «tomar» (Xáexe) como los
discípulos el pan interpretado como cuerpo de Jesús. Invita a beber del cáliz
ofrecido por Jesús aun antes de interpretar su contenido. Detrás de ambos
textos se trasluce el rito que la comunidad lleva a cabo. Las dos frases
interpretativas se corresponden conforme a la ley de paralelismo litúrgico:
touto estin to soma mou / touto estin to aima mou. Se interpreta el pan y el
contenido de la copa, o sea, el vino. El pan es el cuerpo de Jesús; el vino, su
sangre, que es «sangre de la alianza» (Ex 24, 8). Pero la «alianza» sellada
con la sangre de Jesús no es en favor de Israel sino, como queda claro en la
frase uper pollon (Is 53?), en favor de «los muchos», es decir, judíos y
paganos. Esta visión de la muerte de Jesús, expresada aquí como fundación
de una alianza universal, constituye una etapa posterior de reflexión. La
formación tardía de este texto queda patente en el hecho de expresar
claramente la invitación —repulsiva para los judíos— a beber la sangre de
Jesús. Pero no se puede afirmar que esta invitación sea impensable en un
entorno judeocristiano y que Mc 14,22-24 apunte por tanto a un ambiente
paganocristiano. En realidad, el evangelio de Marcos va destinado a una
comunidad mixta de cristianos procedentes del judaísmo y del paganismo; y
también Jn 6,53ss exige de lectores judeocristianos beber la sangre del Hijo
del hombre. Hay que suponer, en cambio, que el escándalo de esta
invitación quedaba muy atemperado para los judeocristianos en el marco de
una interpretación cristológica y sacramental del rito eucarístico. En realidad,
lo que se bebe en la cena eucarística no es sangre sino vino.
El «relato de la institución» ofrecido por Pablo en 1 Cor 11, 23-26 es
históricamente más antiguo en todos los aspectos que Mc 14,22-24.
Porque lo mismo que yo recibí del Señor os lo trasmití a vosotros: que el
Señor Jesús, la noche en que iban a entregarlo, cogió un pan, dío gracias, lo
partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced lo
mismo en memoria mía». Después de cenar, hizo igual con la copa, diciendo:
«Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre; cada vez que bebáis,
haced lo mismo en memoria mía». Pues cada vez que coméis de ese pan y
bebéis de esa copa, proclamáis la muerte del Señor, hasta que él vuelva.
Las frases interpretativas no aparecen aquí en paralelismo. La observación
del v. 25a hace ver incluso que cada una de las dos frases tenía una función
autónoma en la celebración y estaba desconectada de la otra. La distribución
del pan y las palabras pronunciadas sobre él introducían la cena; la
distribución de la copa y las palabras pronunciadas sobre ella ponían fin a la
misma. Entre ambas acciones tenía lugar el ágape comunitario para
satisfacer la necesidad de nutrición. Se ha mantenido su connotación
escatológica (11, 26). Las dos frases interpretativas que en la celebración
concreta aparecían separadas por el ágape propiamente dicho, son
comprensibles y tienen perfecto sentido por sí mismas. La frase sobre el pan
(11, 24) interpreta su «partición» en referencia al cuerpo de Jesús entregado
a la muerte en expiación sustitutoria. Aparece aquí la idea de expiación
vicaria. Esta expiación no se entiende aún explícitamente a escala universal;
pero la fórmula de 1 Cor 11, 24 queda abierta sin duda a esta idea y así la
entendió Pablo. Las palabras pronunciadas sobre la copa (11,25b) interpretan
ésta —no su contenido—, que pasa de mano en mano, y la comunidad
creada por ella, como la «nueva alianza» sellada con la sangre de Jesús. Hay
aquí sin duda una referencia a Is 31, 31s. La «nueva alianza» es la alianza
renovada. La muerte de Jesús fue el lugar de esa renovación; él es la víctima
de reconciliación (cf. Rom 3, 25s; cf. cap. 6, § 3). No se trata aquí
originariamente, como en Mc 14,24, de una segunda «alianza» que alcanza a
«los muchos», es decir, a judíos y paganos, sino de la renovación de la
alianza de Dios con su pueblo, aunque la idea de apertura de esta alianza a
los paganos se añadió muy pronto. No falta del todo, sin embargo, la
referencia a la alianza sinaítica (cf. Rom 3,25). También hay que señalar que
la expresión «beber la sangre» no figura en 1 Cor 11,25b.
Pablo mismo interpreta esta tradición en 1 Cor 10, 16 en sentido
eclesiológico: el pan «partido» y consumido en común realiza la comunión
con el soma de Cristo; y el cáliz realiza la participación en la sangre de
Cristo, es decir, en su muerte y su acción, en la «alianza renovada». Es
posible que este concepto estuviera ya asociado antes de Pablo al «relato de
la institución» de 1 Cor 11, 23-26. En la celebración de la cena así entendida
se constituyó la comunidad, posibilitada y fundamentada por la entrega de la
vida por Jesús, como alianza renovada escatológicamente. Al comer el pan y
beber de la copa, la comunidad participa en el cuerpo de Jesús entregado a
la muerte, en su sangre derramada y en aquello que esta muerte produjo
como efecto.
¿Hasta dónde se remonta la tradición de 1 Cor 11,23-26? El propio Pablo
señala que, además de haber introducido ya con su acción misionera en
Corinto esa tradición y la praxis comunitaria realizada conforme a ella, él
mismo la había recibido del Señor (11, 23). El hecho de haberla recibido «del
Señor» no significa que tenga su origen histórico en Jesús. Pablo no conoció a
Jesús. Le llegó la tradición a través de la «iglesia», aunque era considerada
como palabra del Elevado. En realidad, Pablo conoció la tradición en
Antioquía o en Damasco, donde él mismo fue acogido en el seno del
cristianismo (cf, cap. 14). Las dos comunidades estaban relacionadas con los
«helenistas» de Jerusalén. 1 Cor II, 23-26 reproduce la nueva concepción del
ágape comunitario introducida por los «helenistas» en el cristianismo
primitivo. La tradición podría haber surgido, pues, en los medios helenísticos
de Jerusalén. Esto no tiene nada de seguro, pero es indudable que al menos
los temas básicos de la nueva idea de cena comunitaria fueron desarrollados
por los «helenistas» de Jerusalén. Es posible que los ampliaran y fijaran
después en Damasco o en Antioquía.
No es fácil saber si la nueva idea de cena comunitaria influyó también, y
hasta qué punto, en el sector arameoparlante de Jerusalén. La expulsión de
los «helenistas» podría haber producido una fractura que impidiera la
influencia de su concepto de eucaristía en el resto de la comunidad primitiva,
o que al menos la retardara.

f) El bautismo
Parece que el bautismo del cristianismo primitivo fue un acto litúrgico sui
generis. Como se realizaba por inmersión, a ser posible en agua corriente, no
podía realizarse antes o durante la celebración litúrgica diaria de los
cristianos. La comunidad primitiva había tomado la praxis bautismal de Juan
Bautista. Compartía también con éste la noción del carácter y los efectos del
bautismo. Este era considerado un «sacramento» escatológico mediante el
cual el converso que reconocía sus pecados recibía el perdón de ellos. Así se
sentía seguro ante el inminente juicio de Dios. Para la adopción del bautismo
influyó sin duda en la comunidad primitiva el recuerdo de que Jesús mismo
se hizo bautizar por Juan Bautista. Además, una parte del grupo más íntimo
de discípulos de Jesús procedían del movimiento penitencial del Bautista (cf.
Jn 1, 29ss). Probablemente el propio Jesús había practicado, al menos
temporalmente, el bautismo de Juan (cf. Jn 3,22.26;4, 2).
En la comunidad primitiva, el bautismo en cuanto «sacramento» de perdón
de los pecados fue a la vez un rito de iniciación. En el bautismo, realizado
«en nombre de Jesús», el bautizando quedaba confiado al mesías Jesús y era
acogido en la comunidad mesiánica. Por eso el bautismo iba acompañado de
la comunicación del Espíritu santo. Aquí reside la diferencia decisiva entre el
bautismo en la concepción de la comunidad primitiva y el bautismo de Juan.
El bautismo no estuvo ligado en un principio al recuerdo de la muerte de
Jesús (cf. Rom 6, Iss). Esta asociación sólo pudo darse cuando la muerte en
cruz fue interpretada como un sacrificio vicario. El impulso decisivo en esta
dirección lo dieron los «helenistas» (cf. cap. 6, § 3).
Lucas nos trasmitió al final del discurso pentecostal de Pedro una fórmula del
bautismo muy antigua.
[Pedro les contestó]: «Arrepentíos, bautizaos confesando que Jesús es
mesías, para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el don del Espíritu
santo» (Hech 2, 38).
Su antigüedad se desprende ya de su carácter unimembre (cf. 1 Cor 1, 13.15
«en nombre de Jesús»). En el período más antiguo, pues, el bautizando,
mediante la invocación del nombre de Jesús, pasaba a ser propiedad
intransferible del futuro mesías. Queda bajo su protección y es sellado
sacramentalmente de cara al próximo juicio final: sus pecados le son
perdonados. El bautismo era el traspaso del bautizando al futuro mesías. El
bautizando recibe también a través del mesías el don del Espíritu santo.
El bautismo incluía la profesión de fe. Esta profesión de fe aparece en la
glosa secundaria de Hech 8, 37. Es posible que la glosa haya conservado la
antigua tradición, al menos en el v. 37b: «Creo: Jesús es el Hijo de Dios».
Aquí se reconoce a Jesús como mesías (cf. Rom 1, 3s). Heb 4, 14 hace
referencia a esta profesión de fe de los cristianos. Ecos de esta confesión
bautismal hay también en 1 Jn 2, 22; 4, 15; 5,5, pero dirigidos
polémicamente contra los herejes. La profesión de fe de Rom 1, 3s, que
comentaremos ampliamente, podría haber sido una antigua fórmula
pronunciada en el marco de la celebración bautismal (cf. cap. 6, § 2).

6.- LAS CONCEPCIONES CRISTOLOGICAS DE LA COMUNIDAD MAS


ANTIGUA
1. Reflexiones metodológicas

a) ¿Enlace con Jesús?


Jesús no se predicó a sí mismo. Anunció el reino de Dios próximo y
apremiante y convocó a todo Israel a optar por él.
Jesús fue, obviamente, más que un simple mensajero de la basileia. Con su
actividad marcó los comienzos del reino de Dios (Mc 4, 3-8). Lo introdujo con
sus exorcismos (Lc 11, 20). Mediante ellos se realizaba en la tierra el triunfo
contra Satanás consumado ya en el cielo (Lc 10, 18). Por eso Jesús llamó
dichosos a los testigos oculares de su acción (Mt 13, 16s). Vieron lo que
reyes y profetas anhelaron ver. Jesús era consciente de ser más que Salomón
(Lc 11,31), más que el profeta Jonás (Lc 11,32), más que Juan Bautista (Mt
11,11). Era consciente de ser el último y definitivo mensajero de Dios. Su
mensaje fue el mensaje que todo lo decide. Quien lo acogía entraba ya en el
campo dinámico del incipiente reino de Dios.
La aceptación del mensaje de Jesús implicaba, pues, una toma de postura
respecto a Jesús. Quien lo aceptaba no podía rechazar a Jesús. Pero esta
toma de postura respecto a Jesús no fue ni podía ser explícita antes de
pascua. La toma de postura iba implicada en la aceptación de su mensaje y,
por eso, tampoco se expresaba en el reconocimiento de un título cristológico.
Parece que Jesús fue considerado en vida como un personaje profético (Mc 6,
14s; 8,27ss). Quizá las expectativas mesiánicas se centraron en su persona
(Mc 11, 1-10; Jn 6, 15); pero no consta con certeza. Sí consta históricamente
que Jesús fue condenado a morir en cruz por los romanos como presunto
mesías (Mc 15, 26); pero esto significa simplemente que los romanos
consideraron a Jesús como un caudillo «mesiánico» políticamente peligroso,
y no que él pretendiera ser el mesías. De otro modo sería inexplicable que la
idea cristológica más antigua de la comunidad primitiva no fuese «ha llegado
el mesías», sino «Jesús ha sido constituido por Dios, desde su resurrección,
en Hijo de Dios (mesías)» (Rom 1, 3s).
Probablemente, Jesús no habló nunca de esperanza mesiánica. Su mensaje
sobre la basileia no daba margen a un mediador mesiánico. Si Dios mismo
iba a instaurar en breve su realeza sobre Israel, un rey mesiánico de la
estirpe de David no tenía cabida. Jesús coincidía en esto con determinados
grupos del judaísmo de orientación escatológica. También es dudoso que
Jesús compartiera la espera de un «Hijo del hombre» celestial, alimentada en
algunos medios apocalípticos. Es muy improbable que se designara a sí
mismo con la expresión «Hijo del hombre». El «Hijo del hombre» era un ser
celestial con apariencia humana, y su esperada «venida» no se refería en
modo alguno a una aparición terrena, sino que significaba su función
escatológica en representación de Dios. Si Jesús creyó en un «Hijo del
hombre» celestial, tuvo que haber considerado a este «Hijo del hombre»
como un personaje diferente de su persona (cf. Lc 12,8s). Dado que para
Jesús el reino de Dios había comenzado ya, también es improbable que se
aplicara a sí mismo la idea del profeta escatológico esperado para antes del
tiempo final (Dt 18, 15ss; Mal 3, 23s).
Aquí surge el problema con toda claridad. La comunidad primitiva aplicó a
Jesús después de pascua, en un plazo extremadamente breve, las
expectativas mesiánicas y los títulos más variados, reconociéndolo como
«mesías/hijo de Dios», como «Hijo del hombre», como «Señor/Kyrios». ¿Con
qué legitimación, si Jesús mismo no se había atribuido ninguno de estos
títulos? ¿en qué sentido cabe considerar realmente el anuncio cristológico
posterior a pascua como continuación del anuncio de Jesús? ¿o la comunidad
primitiva elaboró un nuevo mensaje al hacer del anunciador de la basileia el
«Cristo anunciado»?
Se ha intentado resolver esta cuestión de la continuidad entre el mensaje
propio de Jesús y el anuncio cristiano primitivo distinguiendo entre una
cristología «implícita» y una cristología «explícita». Este recurso es útil, pero
no hay que abusar de él. Su solución consiste en afirmar que la predicación
pospascual sobre Cristo viene a explicitar su postulado implícito de ser el
último y definitivo mensajero de Dios. Esa predicación reflexiona y declara en
una interpretación pneumática que en el mensaje y en las obras de Jesús se
produce la oferta de salvación escatológica de Dios. No fue el «maestro de
justicia» de Qumrán, ni Juan Bautista o un profeta y salvador esperado para
el tiempo final, sino Jesús, como mensajero definitivo de Dios, quien trajo el
mensaje decisivo de Dios e inició la anunciada salvación de Dios en su vida.
Justamente porque los discípulos, después de la cruz y la resurrección,
trasmitieron el mensaje vivo de Jesús, tuvieron que elaborar una cristología
«explícita». Con ella dejaron claro que la pretensión y el privilegio de Jesús
de ser el mensajero decisivo de Dios, no se transfería a ellos. Ellos se
limitaron a predicar «en nombre de Jesús», como mensajeros suyos. Para
poder difundir el mensaje como mensaje de Jesús, hubo que aclarar
explícitamente la legitimidad de Jesús como último y decisivo mensajero de
Dios.
Hay que prevenir dos malentendidos a este respecto. Primero, no se puede
introducir el esquema de cristología «implícita» y cristología «explícita» en la
conciencia de Jesús. Sería sumamente funesto suponer que Jesús sabía de sí
más de lo que dijo o reveló a sus oyentes o a sus discípulos. Pero, segundo,
la cristología «explícita» no es una mera conclusión lógica del
acontecimiento de Jesús mediante una reflexión humana. En la comunidad
primitiva fue entendida como una interpretación inspirada por el Espíritu; por
tanto, como obra de Dios. La cristología «explícita» presupone la
resurrección como un acto fehaciente y justificante que Dios realizó en el
Jesús crucificado. Así, la cristología «explícita» de la comunidad pospascual
hace referencia a un nuevo acto escatológico de Dios que se suma al
anuncio de Jesús.

b) La resurrección de Jesús como dato cristiano originario


La vida de Jesús acabó sin que llegara el anunciado reino de Dios. ¿Quedó así
descalificado su mensaje? ¿había rechazado Dios sus pretensiones? ¿había
reprobado al Jesús mismo (Dt 21,23)?
Aunque Jesús contó con la posibilidad de una muerte cruenta y no quiso
sustraerse a ella, aunque comprendiera esa muerte a la luz de la profecía
deuteronomística según la cual Israel rechazó siempre y eliminó a los
mensajeros de Dios (cf. Neh 9, 26; Jub 1, 12; Lc 11, 49ss; 13, 32s.34s), y
aunque comunicara esta visión a los discípulos, el hecho de la muerte tuvo
que poner en cuestión sus pretensiones ante la opinión pública.
Los discípulos vieron, sin embargo, en sus encuentros con el Resucitado que
Dios había intervenido en favor del Crucificado. Ellos anunciaron desde el
principio esta intervención escatológica de Dios como resurrección de Jesús
de entre los muertos y como su elevación a Dios. Dios había confirmado el
mensaje y la obra de Jesús confirmando al mensajero; pero no lo había hecho
instaurando definitivamente, después de la muerte de Jesús, el Reino como
salvación y condena. Con ello había dado a Israel un nuevo plazo, el último,
para la conversión.
La resurrección de los muertos era esperada en el judaísmo primitivo para el
tiempo final y se concebía como una intervención justiciera de Dios en favor
de los justos; de ahí que los discípulos, al proclamar la resurrección de Jesús,
anunciaran la realidad del acontecimiento escatológico, aún por llegar. Jesús
fue el único justo que había entrado ya en la esfera de salvación creada por
Dios en el tiempo final. Cuando el pensamiento judío especuló con
personajes santos arrebatados al cielo, quiso significar que tales personajes
quedaban reservados para el tiempo final; el anuncio de la resurrección de
Jesús dice mucho más.
Tras el juicio rehabilitador de Dios sobre Jesús, todo el que aceptaba el
mensaje debía hacer una profesión de fe explícita en el Mensajero. Debía
asentir al testimonio de Dios sobre Jesús. El mensaje de la resurrección
contiene así en germen toda la cristología. En él se dictaba ya sentencia
sobre Jesús, aun sin atribuirle ningún título cristológico. La «fórmula de
contraste» (Hech 4, 10; cf. cap. II.1) contiene en este sentido un mensaje
eminentemente cristológico. Lo que siguió después fue el desarrollo y la
interpretación.
Una vez aclarado esto, no constituye problema la cantidad y diversidad de
títulos y conceptos aplicados posteriormente a Jesús. Se ha dicho que la
pluralidad de títulos y conceptos, y su diversidad en la perspectiva de la
historia de las religiones, permiten concluir la existencia de diversos
esquemas cristológicos en la comunidad primitiva. Distintos grupos o incluso
comunidades de ella habrían elaborado diferentes esquemas cristológicos.
La cristología del «Hijo del hombre» tendría su origen en Galilea; la
cristología del mesías, en Jerusalén; la cristología del Kyrios, en las
comunidades helenistas de Siria. Pero teniendo en cuenta que estos tres
esquemas no agotan ni mucho menos todas las concepciones cristológicas
que constan en la tradición de la comunidad primitiva, queda patente la
endeblez histórica de tales reconstrucciones. En un principio no pudo haber
una pluralidad cristológica ni diversas «confesiones» sino una unidad
diferenciada. Es cierto que hubo en la comunidad primitiva diversas
expectativas sobre el salvador, debido a que sus miembros procedían de los
más diversos ámbitos de vida y agrupaciones del judaísmo. Pero tales
expectativas, aplicadas al Resucitado, no originaron cristologías
yuxtapuestas o antagónicas. Produjeron más bien tesis cristológicas
diferenciadas que se pueden coordinar, porque tenían su centro en Jesús, el
último mensajero confirmado por Dios. Las categorías para la interpretación
de la persona de Jesús existían ya en la tradición del cristianismo primitivo.
Pero la reflexión cristológica de la comunidad primitiva no consistió en
preguntar si Jesús era el mesías, o el «Hijo del hombre», o el profeta
escatológico, o la «sabiduría» encarnada. Ese método de definición habría
generado diversas cristologías más o menos excluyentes; afirmaría un título
cristológico a costa de otro o rechazaría uno frente a otro. Ocurre, sin
embargo, lo contrario: hay muchos intentos de interpretación cristológica en
competencia sin que sus representantes se combatan entre sí.
La reflexión cristológica de la comunidad primitiva siguió otro proceso. No
definió quién era Jesús. Sabía a qué atenerse por su resurrección y elevación.
Lo identificó a través de las expectativas de salvación de la tradición judía.
Su cristología fue una respuesta a preguntas como a qué se refiere la
tradición cuando dice esto o aquello, quién es el mesías esperado, quién el
«Hijo del hombre», quién el «profeta como Moisés» escatológico, quién es la
«sabiduría» misteriosa de la que hablan los escritos sapienciales. La
respuesta era siempre que todas esas expectativas se cumplían en Jesús.
Todo eso es Jesús.
La interpretación, ya señalada (cap. 5, § 2), que la comunidad primitiva hacía
de la Escritura, facilitó esta identificación. La comunidad interpretó
escatológicamente los escritos sagrados; aun los escritos apocalípticos no
recogidos en el canon posterior eran interpretados escatológicamente. Llegó
la hora de su cumplimiento. Tales escritos hablan de Jesús, de su persona y
sus obras, y del momento presente de la comunidad. Esta no absolutizó ni
rechazó a priori ningún título cristológico, ninguna esperanza de salvación.
Todo se cumplía en Jesús. Ahora se entendía correctamente el verdadero
sentido de las promesas y las esperanzas. La dimensión política nacional de
la espera mesiánica judía, por ejemplo, fue rechazada; y la espera del Hijo
del hombre quedó ampliada con la inclusión de la actividad terrena de Jesús.
Un pensamiento especulativo y sistemático pudo comenzar así en la
comunidad primitiva, y pudo establecer nexos y crear relaciones.

c) Resurrección y elevación
No hubo ninguna fase de reflexión cristológica en la comunidad primitiva que
no considerase la resurrección de Jesús, a la vez, como su «elevación» a
Dios. Ambas categorías corrieron parejas desde el principio, aunque cada
una destacaba un aspecto distinto del acontecimiento pascual. La
«resurrección» subrayaba la identidad del Resucitado con el Terreno y el
Crucificado, y la «elevación» significaba el objetivo de la acción de Dios al
resucitar a Jesús.
F. Hahn ha negado que en el período más antiguo de la comunidad primitiva
hubiera existido una idea cualificada de «elevación». Esta idea fue
elaborada, según él, por el judeocristianismo helenístico. En un principio
dominó más bien la idea de que Jesús había sido arrebatado al cielo
mediante la resurrección y que se encontraba allí en una especie de estado
interino o a la espera de ejercer en breve su función escatológica de
«mesías/Hijo del hombre». Hahn apoyó en esta hipótesis toda su exposición
del desarrollo de la cristología en el cristianismo primitivo. Hay que señalar,
sin embargo, que la tradición cristológica del período más antiguo, compleja
y diferenciada sin duda, no cabe en ese esquema. Las tradiciones e ideas de
la comunidad primitiva, que reflejan un concepto cualificado de «elevación»,
existieron también en el sector arameoparlante y son tan antiguas que no
dan tiempo ni margen para la hipótesis de Hahn.
Ascensión o elevación significa en sentido teológico que el Resucitado es
transportado por Dios al cielo; investido allí de una función escatológica,
ejerce ya ahora esta función y aparecerá como titular de ella en la parusía.
Parece que ya las apariciones del Resucitado fueron interpretadas por los
testigos a la luz de la idea de elevación, en cuanto que el Resucitado no fue
presentado por Dios como un objeto pasivo sino como un sujeto activo que
envió a los testigos como mensajeros suyos (cf. cap. 1). En los ágapes
comunitarios, la comunidad primitiva sentía también al Resucitado
misteriosamente presente en medio de ella y le pedía la pronta parusía con
la invocación maranatha (cf. cap. 5, § 2).
«Casi nadie discute que la invocación escatológica maranatha no iba
dirigida, en la comunidad primitiva, a Yahvé sino al Jesús elevado. Esto fue
un paso inaudito desde la perspectiva de las esperanzas judías. A pesar de la
noción apocalíptica de preexistencia del Hijo del hombre, el judaísmo no
llegó a invocarlo ni a pedir su venida. Parece que lo nuevo de la invocación
Ven, Señor nuestro sólo cabe explicarlo desde la novedad de la fe en el
mesías Jesús. La creencia de que Dios, resucitando y elevando al Jesús
ajusticiado como pretendiente a mesías, lo confirmó y consagró en realidad
definitivamente como el mesías, lleva implícita la creencia en la habilitación
del Elevado para la obra escatológica como salvador y juez. Con esta
condición, y sólo con ella, pudo la comunidad primitiva invocar directamente
al Jesús elevado con la súplica Ven, Señor nuestro» (Vógtle, 120s).
La invocación maranatha indica, pues, que el Resucitado ocupaba ya un
puesto mayestático como «señor celestial» de la comunidad. Además de ser
arrebatado al mundo celestial para su nueva aparición, actuaba ya como
Señor de la comunidad. Por eso se le podía pedir ayuda e intercesión. El
actuaba misteriosamente en la predicación y en los prodigios de su
comunidad de discípulos. Por boca de los apóstoles y profetas inspirados por
el Espíritu guiaba la comunidad y le dirigía la palabra.
En la formulación del concepto de elevación de Jesús influyó sobre todo el
Sal 110, 1, que fue entendido ya a hora temprana, en la interpretación
escatológica de la Escritura, como una promesa hecha a Jesús. A su luz se
interpretó la resurrección como una entronización del Resucitado a la
derecha de Dios, como asignación por tanto de un puesto eminente en el
cielo cerca de Dios. La idea de elevación del Resucitado en el cristianismo
primitivo no se basó únicamente en el texto Sal 110,1; pero la idea de
entronización presente en este salmo pudo ser el puente para transferir al
Resucitado los títulos y funciones que el judaísmo primitivo atribuyó a los
personajes de la salvación final.
Una importancia similar tuvieron para la reflexión cristológica sobre el suceso
de la resurrección las promesas del antiguo testamento 2 Sam 7, 14 y Sal 2,
7, cuyo cumplimiento se atribuyó igualmente a Jesús. Estos textos ayudaron
a interpretar la resurrección como una investidura de Jesús en la dignidad
mesiánica (cf. Hech 2, 36).

d) El desarrollo coherente de la cristología


Hay que distinguir con rigor, a la luz de la historia de las religiones y
tradiciones, las ideas y las expectativas escatológicas que subyacen en los
títulos cristológicos. Se formaron en distintos ambientes religiosos del
judaísmo primitivo y fueron adoptadas en sus más diversos grupos, siempre
como expresión de una esperanza específica. Pero ya en el judaísmo,
durante la época de la comunidad primitiva, se había producido una
amalgama de figuras salvadoras que en los orígenes diferían entre sí. El
esperado profeta escatológico podía exhibir rasgos mesiánicos igual que el
«Hijo del hombre». Hay que señalar también que estos diversos personajes
escatológicos nunca actúan yuxtapuestos o juntos en la tradición judía; por
eso no necesitaban poseer unos rasgos individuales para su distinción. Eran
más bien personificaciones de unas esperanzas específicas, con un perfil
propio, pero abiertas a los atributos de otros. No hubo en el judaísmo de la
época una dogmática cerrada sobre el mesías o sobre el Hijo del hombre. No
regían unas ideas o expectativas homogéneas sino una amplia pluralidad.
«Por eso carece de sentido cualquier intento de buscar una definición de las
diversas denominaciones del salvador escatológico y establecer así una
doctrina de las diversas concepciones sobre el mesías» (Balz, 111).
En su reflexión cristológica, la comunidad primitiva dispuso, para expresar la
significación del Resucitado, de un conjunto de representaciones sobre el
salvador; pero ese conjunto de representaciones, históricamente
diferenciado en lo religioso y en lo temático, aparecía ya muy amalgamado y
refundido.
Por eso resulta problemático apoyar la exposición de la cristología cristiano-
primitiva en los títulos transferidos a Jesús, como suele hacerse. Este
procedimiento ofrece la ventaja de un orden sistemático; pero la ventaja
deriva en una carencia. Se pasan por alto los numerosos cortes y cruces de
las expectativas judías de salvación. Más grave aún es que esto dé la
impresión de una enorme variedad y diferenciación en la cristología primitiva
que nunca existió. Es sin duda importante explicar el origen de los títulos y
las ideas a la luz de la historia de las tradiciones y de los temas. Estos fueron
elaborados por cristianos que procedían de los diversos grupos del judaísmo
primitivo. Pero hay que precaverse de construir a partir de ahí la existencia
de grupos de la comunidad primitiva con una cristología en competencia. En
la comunidad primitiva no hubo una «cristología del mesías» o una
«cristología del Hijo del hombre» cerrada, ni unos círculos que vieran a Jesús
únicamente desde las expectativas soteriológicas ligadas al título de
«mesías» o de «Hijo del hombre». Y si los «helenistas» abrieron nuevos
horizontes a la cristología, como veremos, no hay razones para creer que el
resto de la comunidad los rechazara, sino que los adoptara tarde o
temprano.
Hay que recordar a este respecto que la elaboración y desarrollo de la
cristología en la comunidad primitiva se produjo en un lapso de tiempo
asombrosamente breve. Probablemente estaba ya elaborada en sus rasgos
capitales antes aún de que los «helenistas» tuvieran que abandonar
Jerusalén. Hasta la idea de preexistencia de Jesús fue ya esbozada en
Jerusalén, aunque de modo provisional, a la luz de las especulaciones del
judaísmo helenístico sobre la sophia. No hay, pues, un margen de tiempo
suficiente para concebir el desarrollo de la cristología en la comunidad
primitiva en fases sucesivas; por ejemplo, primero la espera apocalíptica
más antigua del «Hijo del hombre», a la que seguiría la fase de «cristología
de la elevación», seguida a su vez de la fase de «cristología de la
preexistencia».
M. Hengel ha insistido en este problema temporal: «Entre la muerte de Jesús
y la cristología plenamente desarrollada que encontramos en los
documentos cristianos más antiguos, que son las cartas paulinas, media un
espacio de tiempo que hay que calificar de asombrosamente breve a la vista
de la evolución producida. Este espacio de tiempo disponible para el
desarrollo cristológico hasta Pablo resulta aún más breve ante un examen
riguroso. La carta más antigua dirigida a la comunidad de Tesalónica —al
comienzo de la actividad de Pablo en Corinto— fue escrita a principios del
año 50 d. C; y la última, dirigida a los romanos, presumiblemente en el
invierno de 56/57 d. C, también desde Corinto. Pero dado que el apóstol no
explica en sus cartas el proceso de sus intuiciones cristológicas
fundamentales y que, además, da por conocidos en la comunidad
destinataria los títulos, fórmulas y concepciones cristológicas por él
utilizados, que se remontan por tanto a su predicación misional —origen de
la fundación de comunidades—, hay que suponer que la cristología paulina
estaba ya plenamente formada en sus puntos esenciales a finales de los
años 40, antes del comienzo de los grandes viajes de misión en occidente.
Esto significa que el desarrollo de la cristología primitiva hasta su
representante conocido más antiguo dispuso de un margen de menos de
veinte años. Esta premura de tiempo en la formación de la tradición
cristológica dentro de la comunidad primitiva se agudiza cuando indagamos,
basados en Gal 1 y 2 —unos 14-16 años atrás—, la conversión de Pablo entre
el año 32 y 34 d. C: ahora son sólo 2-4 años los que nos separan de los
eventos de la muerte y resurrección de Jesús que dieron lugar a la fundación
de la comunidad» (Hengel, en FS Cullmann, 45).
No podemos comprimir, pues, el desarrollo de la cristología en el esquema
de una sucesión temporal y distribuirlo en diversas fases de evolución de la
comunidad primitiva. Hemos visto ya que los comienzos del
judeocristianismo helenístico, con el que Pablo toma contacto más tarde
como misionero y teólogo destacado, se encuentran en Jerusalén. El proceso
del judeocristianismo arameoparlante y el del judeocristianismo helenístico
corren así paralelos en los puntos decisivos. Pese a todas las diferencias de
cultura y mentalidad, ambos sectores de la comunidad no se escindieron
radicalmente en su teología y cristología. Figuras como Bernabé, Felipe, pero
también Pedro y personajes anónimos, son los garantes del intercambio
cultural y teológico producido entre los sectores de la comunidad de
Jerusalén. Tenemos que suponer así, obviamente, que las corrientes y grupos
de la comunidad primitiva de Jerusalén, en su reflexión pneumática, vieron
desde distintos ángulos el acontecimiento salvador. No hubo una teología
académica homogénea ni un magisterio. Pero esto no significa que los
diversos enfoques cristológicos se excluyeran mutuamente.
«Es sumamente improbable que hubiera al principio una serie de cristologías
excluyentes y en competencia, como se afirma hoy a menudo. La comunidad
más antigua hace experimentos cristológicos, si vale la expresión, pero no
con una exclusividad sectaria sino con la disposición de acoger lo nuevo y
enriquecer así la dignidad de Cristo. La pluralidad de los títulos cristológicos
no significó una pluralidad de cristologías excluyentes sino una glorificación
acumulativa de Jesús. Debemos verlos desde la óptica de la pluralidad de
modos de aproximación que caracteriza al pensamiento mítico. Esto es
válido sobre todo para la fase expansiva inicial» (Hengel, en FS Cullmann,
60). Para explicar el desarrollo de la cristología en la comunidad primitiva no
se puede mantener, por tanto, el esquema preferido hasta ahora:
«judeocristianismo / judeocristianismo helenístico / paganocristianismo».
Este esquema hubiera necesitado unas comunidades relativamente aisladas
y unas fases evolutivas muy prolongadas.
Para comprender el desarrollo cristológico enormemente rápido de los
primeros años, M. Hengel señala otros factores. «Hay que mencionar aquí 1.
la separación litúrgica entre los grupos comunitarios de lengua aramea y
lengua griega en Jerusalén, separación que se produjo a hora muy temprana,
hacia 31/32 d. C. 2. Poco después aconteció el asesinato de Esteban y la
disgregación del sector grecoparlante, hacia 32/33. 3. Otra fase comienza
con la conversión de Pablo, hacia 33/34. 4. Casi al mismo tiempo emprenden
la primera misión pagana los helenistas expulsados, primero entre los
semijudíos samaritanos, más tarde en la zona costera palestino-fenicia,
hasta llegar a las metrópolis sirias de Damasco y Antioquía, hacia 33/35.
Estos cuatro o cinco años se caracterizan así por una sucesión
extremadamente rápida de los acontecimientos. Sólo este lapso de tiempo
se puede llamar período prepaulino en sentido propio. La pregunta sería si
esta expansión misionera casi explosiva al comienzo de la historia cristiana
primitiva no es igualmente válida para el desarrollo de la cristología.
Hay muchos indicios para afirmar que estos cuatro o cinco años que median
hasta la conversión de Pablo y el comienzo de la comunidad de Antioquía,
compuesta de judíos y paganos, tuvo a su vez una relevancia muy especial
dentro del marco más amplio de los 18 años aproximadamente que
transcurren hasta el concilio de los apóstoles: el mesías Jesús, que doblegó al
antiguo fariseo y discípulo de rabinos y pasó a ser el único camino de
salvación para todos los hombres, en lugar de la ley mosaica, debió de tener
ya unos perfiles cristológicos claros. Se formuló explícitamente la
significación soteriológica de la muerte de Jesús; además, Gal 1, ]5s sugiere
que el título de «Hijo de Dios» es ya algo obvio y que el principio de
mediación salvífica de Jesucristo posee un marco que alcanza a todos los
seres humanos, es decir, un marco cósmico» (ibd., 61 s). ,

e) Nuestro método
Al indagar en lo que sigue el desarrollo de la cristología, nos fijaremos menos
en los títulos. El desarrollo debe constatarse más bien en las tradiciones
presumiblemente más antiguas del nuevo testamento donde se toma
postura sobre la persona y la función de Jesús. Aquí sólo cabe aplicar muy
limitadamente los criterios de «antes / después», «primario / secundario»,
habida cuenta del breve espacio de tiempo en que se llevó a cabo la
reflexión cristológica. Hay que tener en cuenta lo concerniente a la historia
de las tradiciones. Importa sobre todo indagar el entorno cultural y religioso
donde arraigaron determinadas ideas. Esto puede ser útil para definir el
perfil específico de las intuiciones cristológicas de los «helenistas». Pero esto
no debe inducir a aislar su cristología de la del resto de la comunidad
primitiva o a negar la influencia de sus intuiciones cristológicas en el resto de
ella.

2. Constitución de Jesús en «Hijo del hombre» y en mesías

a) Las esperanzas del judaísmo primitivo


En la época del cristianismo primitivo, el judaísmo no abrigaba una
esperanza mesiánica homogénea, no profesaba un dogma del mesías. Lo
que encontramos es un conjunto de ideas escatológicas y de expectativas
«mesiánicas» que surgieron y fueron trasmitidas con independencia unas de
otras, pero que en el decurso del tiempo se fueron ajustando o entrelazando.
Los diversos ambientes y grupos del judaísmo de orientación escatológica
fomentaron las diferentes expectativas. Estas acompañaron la reflexión
cristológica de la comunidad primitiva e influyeron en ella a través de
representantes que se agregaron al movimiento «mesiánico» de Jesús.
Hay que señalar ante todo que la espera de un salvador para el final de los
tiempos no fue en modo alguno un elemento constitutivo de la escatología
del judaísmo. En diversas tradiciones apocalípticas no hay una figura
«mesiánica», o no parece desempeñar un papel importante (cf. Henet 38,4;
93, 1-10; AscMois 10, 1ss; SalSal 2, 32-37 [cf. cap. 3]). Esto es válido
también para la escatología de Juan Bautista. El anunció la cercanía
inmediata de Dios, el juez supremo; pero Juan fue interpretado más tarde por
sus seguidores en sentido «mesiánico», como el «profeta del final de los
tiempos» augurado en Mal 3,23s. Jesús tampoco esperó ningún salvador
«mesiánico», sino que anunció la llegada inminente de Dios para instaurar el
Reino.
En determinados ambientes, y en conexión con Dt 18, 15.18, esperaban a un
«profeta como Moisés», y en otros, tomando pie de Mal 3, 23s, aguardaban
el retorno de Elias arrebatado al cielo. Ésta espera escatológica de un profeta
escatológico para el tiempo final subyace también en los textos de 1 Mac
4,46; 14,41; expresan con ella sus reservas contra las pretensiones de los
macabeos o los asmoneos. En la escatología de los samaritanos, el «profeta
como Moisés» es la figura dominante; en Qumrán, el profeta escatológico
aparece junto a los dos mesías correspondientes a Aarón y a Israel (IQS 9,
11; 4QTest 5-8).
Qumrán espera, pues, a dos mesías: un «mesías de Israel», mesías regio, y
un «mesías de Aarón», mesías sumo sacerdote. El mesías sacerdotal es
superior al mesías regio, que está subordinado a él (IQSa II, 11-21; cf.
TesJudá 21, 2ss). Pero esa espera mesiánica es anterior a Qumrán (cf. Núm
24, 17;Zac 4, llss;TestLeví 4, 2-6; 18,2ss;TestJudá 21, Is; TestRubén 16,8) y
parece que surgió y se mantuvo en círculos de sacerdotes sadoquidas.
La espera de un rey mesías escatológico del linaje de David no fue un
fenómeno predominante en el judaísmo primitivo. Su base
veterotestamentaria es la profecía de Natán en 2 Sam 7, 11-16. En ella, el
vastago de David es adoptado por Dios como «hijo» (v. 14; cf. Sal 89, 4S.20-
38). Esta idea se plasma en el ritual de entronización de la realeza davídica y
se interpreta, enlazando con ideas egipcias, como generación o adopción
divina: «Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado» (Sal 2, 7). La espera
escatológica de un rey mesías descendiente de David se formuló
explícitamente después del destierro (Ag 2, 21ss; Zac 9, 9s) y fue elaborada
en la crisis de la dinastía asmonea, cuando ésta fue rechazada por los
fariseos como usurpadora de la realeza davídica. Después encontró un
pábulo permanente durante el reinado de Herodes el Grande, considerado
como opresión extranjera, y de sus sucesores. Tuvo su expresión clásica en
SalSal 17, próximo a medios fariseos (cf. SaiSal 18,4-9; cf. cap. 3, § 4). El
«mesías» esperado (17, 32) es, según este texto, un rey terreno. Expulsará
de Israel a la realeza extranjera y a los pecadores, pero no por su propia
fuerza militar sino por la mano de Dios (17, 33s). Entonces creará un pueblo
de Dios santo y fiel a la ley, y gobernará ejerciendo por mandato la realeza
que sólo compete a Dios (17, 1-4.46).
En cuanto a la idea de «Hijo del hombre», los textos básicos son Dan 7,9-14
y las parábolas de Henet (46,18,7; 62,5.7.9.14; 63,11; 69, 26-29; 70-71). La
visión de 4 Esd 13, 1-13 procede del siglo 1 d.
C. Se constata en ella la pervivencia y evolución de la idea de Hijo del
hombre en el judaísmo paralelamente a su uso cristiano.
Como ha mostrado K. Miiller, el texto Henet 46, 1-48, 7 debe ser considerado
como una tradición originariamente independiente; constituye, como «visión
fundamental», la pieza histórica más antigua de la idea de «Hijo del
hombre».
Y vi allí a uno que tenía cabeza de anciano, y su cabello era blanco como
lana blanca; junto a él había otro cuya figura tenía la apariencia de un
hombre y su rostro era bondadoso como el de los santos ángeles. Pregunté a
uno de los ángeles, al que iba conmigo y me mostró todos los secretos, por
aquel hijo de hombre, quién era y de dónde procedía, y por qué llegó a
anciano. El me contestó diciendo: «Este es el Hijo del hombre que posee la
justicia y en el que habita la justicia, el que revela todos los tesoros de lo
oculto, pues el Señor de los espíritus lo eligió, y su destino es incomparable
gracias a la justicia que mantiene perpetuamente ante el Señor de los
espíritus. Este Hijo del hombre que tú has visto, levantará a los reyes y los
poderosos de sus lechos y derribará a los fuertes de sus tronos; soltará las
riendas de los fuertes y les romperá los dientes a los pecadores. Derribará a
los reyes de sus tronos y de sus reinos, porque no lo ensalzan ni lo alaban, ni
reconocen con humildad de quién recibieron el reino. El rostro de los fuertes
se contraerá y ellos sentirán vergüenza; las tinieblas serán su morada y los
gusanos su lecho, y no podrán esperar levantarse de su lecho, por no
ensalzar el nombre del Señor de los espíritus. Estos son los que ordenan las
estrellas del cielo, alzan la mano contra el Altísimo, pisan la tierra firme y
habitan en ella; todas sus obras rebosan injusticia, todas sus obras son
injusticia; su poder se apoya en la riqueza, su fe es para los dioses que ellos
hicieron con sus manos y niegan el nombre del Señor de los espíritus.
Persiguen a las familias de la comunidad del Señor y a los fíeles que se
amparan en el nombre del Señor de los espíritus.
En aquellos días la oración de los justos y la sangre de los justos de la tierra
subirán al Señor de los espíritus. En esos días los santos que habitan arriba
en los cielos juntos al unísono van a suplicar, orar, alabar, dar gracias y
ensalzar el nombre del Señor de los espíritus por la sangre de los justos que
fue vertida y por la oración de los justos —que no sea en vano— ante el
Señor de los espíritus, para que se haga justicia en su favor, y su paciencia
no tenga que durar eternamente. En aquellos días vi al Soberano del tiempo
sentado en su trono resplandeciente; los libros de los vivos fueron abiertos
ante él y todo su ejército, que está en los cielos y lo rodea, estaba ante él.
Los corazones de los santos se llenan de alegría porque se alcanzó la cifra de
la justicia y la oración ha sido escuchada y la sangre de los justos es
reclamada ante el Señor de los espíritus. (48) En aquel lugar vi el manantial
de la justicia, que era inagotable, y lo rodeaban muchos manantiales de
sabiduría; todos los sedientos bebieron de ellos y quedaron llenos de
sabiduría y sus moradas estaban entre los justos y santos y elegidos. En
aquel momento fue nombrado aquel Hijo del hombre en presencia del Señor
de los espíritus; su nombre resonó ante el Soberano del tiempo. Antes de ser
creado el sol y los dos signos del zodíaco, antes de ser fabricadas las
estrellas, su nombre fue pronunciado ante el Señor de los espíritus. Será
báculo para los justos, para que se apoyen en él y no caigan; será la luz de
los pueblos y la esperanza de aquellos que tienen el corazón afligido. Los
que moran en tierra firme se arrodillarán ante él y lo adorarán, y alabarán,
ensalzarán y celebrarán el nombre del Señor. Por eso fue elegido y ocultado
ante él, antes de ser creado el eón, y existirá siempre. La sabiduría del Señor
lo reveló a los santos y justos, pues él preservó el destino de los justos,
porque ellos aborrecieron y rechazaron este mundo de injusticia y
aborrecieron todas sus obras y caminos en nombre del Señor de los espíritus
—pues en su nombre— son salvados y él será el vengador de su vida.
El «Hijo del hombre» es en esta tradición un ser preexistente y celestial
«cuya figura tiene la apariencia de hombre» (46, 1). Es portador de la
justicia, lo que sugiere ya su función como juez escatológico (46, 3). Es
descrito como aquel que «revela todos los tesoros de lo oculto» (46, 3).
Según 48,7, estos tesoros son la recompensa aún oculta para los justos. El es
el elegido desde la eternidad por el «Señor de los espíritus» (46, 3), que
aniquilará a los reyes y poderosos de la tierra (46, 4-8) y vengará a los justos
oprimidos por ellos (47, 1-3). Los versículos 48, 2s.6 expresan su
preexistencia antes de la creación. Fue elegido y llamado por el Señor de los
espíritus para ser «apoyo y báculo para los justos, luz de las naciones y
esperanza de los afligidos» (48, 4ss). Su soberanía celestial se expresa en la
adoración que le rendirán todos los seres humanos «que habitan la tierra
firme» y «se arrodillarán ante él y (lo) adorarán» (48, 5).
La visión de Dan 7, 9-14 presenta sólo unas pocas coincidencias con las
parábolas de Henet; las diferencias, en cambio, son considerables. Los textos
de Dan no están escritos en prosa sino que aparecen formulados en lenguaje
métrico; según Dan 7, 13s, el «Hijo del hombre» aparece una vez realizado el
juicio; no es, por tanto, el juez escatológico; las parábolas de Henet no
mencionan la «venida» del Hijo del hombre «entre las nubes del cielo» (Dan
7, 13); falta, en fin, en las parábolas de Henet el traspaso de soberanía sobre
el mundo entero, descrito en Dan 7, 14.
Esto permite concluir con K. Müller que Dan 7, 9-14 y la «visión
fundamental» de las parábolas de Henet son formaciones independientes de
una tradición sobre el «Hijo del hombre» fijada ya por escrito antes de la
redacción final del libro de Daniel el año 164 a. C. Pero el texto Henet 46, 1-
48, 7 ha conservado mejor el sentido original de esta idea de «Hijo del
hombre». Porque en Dan 7 se advierte la tendencia a identificar al misterioso
«Hijo del hombre» con otro ser. Según 7, 18.22.27, el «Hijo del hombre» es el
representante y doble o sombra del «pueblo de los santos del Altísimo».
Cuando a este «Hijo del hombre» se le da un poder y dominio eternos (7,14),
se asume con ello la antigua esperanza nacional de restauración del gran
reino de David. Ese reino eterno del «pueblo de los santos del Altísimo» es
de inminente aparición, en sentir del redactor del libro de Daniel. En el
escenario del cielo se produce ya el traspaso de la soberanía al «Hijo del
hombre» (7, 14), y «hablar de venida del Hijo del hombre entre las nubes del
cielo (Dan 7, 13b) da la impresión de que ha abandonado ya el ámbito de la
trascendencia» (K. Müller). El esperado dominio universal de Israel es, pues,
inminente.
Más lejos aún va, finalmente, el redactor tardío de las parábolas de Henet
que en 48, 10 identifica al «Hijo del hombre» con el «mesías» de carácter
nacional. Y en Henet 70-71, el vidente Henoc arrebatado al cielo es elevado
a la condición de «Hijo del hombre». En todos estos intentos de
identificación, los grupos sapienciales del judaísmo apocalíptico que se
inspiran en Henoc, el sabio y justo del remoto pasado, centran su interés en
la figura misteriosa del «Hijo del hombre». Esto indica el empeño de integrar
esta figura de un salvador y juez celestial preexistente en el resto de las
ideas escatológicas de la época. Es lo que hace también posteriormente el
texto de 4 Esd 13,1-13, donde el «Hijo del hombre» ejerce muchas de las
funciones clásicas del libertador terreno y nacional de Israel: el mesías.
Las especulaciones sobre el «Hijo del hombre» en Henet y en Dan 7,
independientes entre sí, muestran que el judaísmo primitivo se ocupó de la
figura del «Hijo del hombre» en un amplio frente. Es posible incluso que en la
época de la comunidad primitiva circularan en paralelo diversas
concepciones del «Hijo del hombre».

b) La identificación de Jesús con el mesías y el «Hijo del


hombre»
La comunidad primitiva identificó al Resucitado con el mesías esperado de la
estirpe de David y con el «Hijo del hombre»
En cambio, las denominaciones del tercer discurso, Hijo del varón e Hijo de la
descendencia de la madre de los vivientes, son una concreción de la figura
del juez escatológico que delata su indudable origen humano-terrestre... Este
Elegido, contrariamente al Hijo del hombre de 46, 1-47, 4; 48, 2-7, no es un
ser celestial preexistente. No se dice de él que esté junto al Anciano, es
decir, que antes de su aparición permanezca en el cielo cerca de Dios como
juez escatológico. Según 51, 3, no posee la sabiduría por su propia esencia
sino que la recibe del Señor de los espíritus, por el que es también
glorificado. No se puede dudar en serio de que el Elegido encarna un
personaje que es incomparablemente más afín a la imagen del mesías
terreno-nacional del judaísmo que el Hijo del hombre de la visión
fundamental. Teniendo en cuenta, además, que en labios de un judío la
madre de los vivientes sólo puede ser Eva y que sólo se habla de Hijo de la
descendencia de la madre de los vivientes en los contextos del tercer
discurso referidos al esjaton, resulta obvio suponer que se adoptó aquí —
recurriendo, entre otras cosas, al protoevangelio de Gen 3,15— una
interpretación mesiánica del tradicional Hijo de) hombre celestial,
radicalmente diversa, interpretación muy corriente entre los judíos de la
época precristiana (Gen 3, 15, 15, Neofiti I, Fragmententargum, Pseudo-
Jonatán)» (Müller: BZ 16, 167ss), de carácter trascendente. Pudo recurrir a la
aproximación de ambos personajes escatológicos, «Hijo del hombre» y
masías, llevada a cabo ya en el judaísmo. La resurrección fue para ella un
acto que confirió a Jesús su función escatológica. La comunidad primitiva no
quiso definir al Resucitado como el mesías esperado, por una parte, e «Hijo
del hombre» apocalíptico, por otra. Su punto de partida fue más bien la
acción de Dios en la resurrección de Jesús. En virtud de ella, Jesús fue
elevado al cielo, donde vive ahora como ser trascendente, celestial. A él
aplicó la comunidad primitiva las esperanzas de salvación del judaísmo.
Quedaba claro que él era ese misterioso «Hijo del hombre» de la espera
apocalíptica, que él y sólo él era el rey mesiánico en quien Israel tenía
puestas sus esperanzas para el tiempo final.
Cuando la comunidad primitiva distingue entre los títulos, parece querer
asignar al Resucitado diversos papeles. Con la expresión «Hijo del hombre»
define su función futura, su venida para juzgar y salvar a los elegidos. El
título de mesías se prestaba en cambio para describir la función celestial del
Resucitado, su elevación, plenitud de poder y soberanía. El título de «Hijo de
Dios», derivado de Sal 2,7, podía expresar bellamente este aspecto.
No es extraño, por eso, que no encontremos en la tradición
neotestamentaria la afirmación «Jesús es el Hijo del hombre», y que ninguna
tradición hable expresamente de la constitución del Resucitado en «Hijo del
hombre». No cabe esperar, después de lo dicho, una fórmula confesional o
una tradición independiente, aislada, que haga referencia a la idea de «Hijo
del hombre». Cuando se aplica al Resucitado el título mesiánico de «Hijo de
Dios», la expresión puede llevar subyacente la idea de «Hijo del hombre».
Otro tanto vale para el tratamiento «Señor nuestro» {maraña). «Hijo del
hombre» no era, pues, en sentido estricto un título cristológico aplicado por
la comunidad primitiva. Esta recurrió más bien a la idea apocalíptica de «Hijo
del hombre» para definir la función escatológica del Resucitado y Elevado a
Dios.
La expresión «Hijo del hombre» se convierte pronto en la misteriosa
autodenominación del Jesús terreno (Mc 2, 10.28; 7, 34; 9, 58). Tampoco aquí
se trata de un título, sino que suscita la pregunta de quién es este misterioso
Hijo del hombre y de dónde viene. Otra cuestión es cómo fue posible que el
Jesús terreno se dejara llamar «Hijo del hombre» siendo este personaje un
ser celestial preexistente. La aplicación de este nombre al Jesús terreno
presupone ya, probablemente, la idea de preexistencia y la encarnación (cf.
cap. 6, § 4).
La frase más antigua llegada a nosotros sobre el Hijo del hombre es Lc 12, 8s
par.
Si alguien se pronuncia por mí ante los hombres, el Hijo del hombre se
pronunciará por él ante los ángeles de Dios; y si uno me niega ante los
hombres, el Hijo del hombre lo negará ante los ángeles de Dios-.
El contenido y la intención de la sentencia responden a la situación
evangelizadora de la comunidad primitiva. Como queda dicho, la aceptación
de su mensaje después de pascua requería una toma de postura explícita
ante Jesús, en cuyo nombre actuaban los discípulos. Antes de pascua no se
requería esa toma de postura, que aparecía implícita, a lo sumo, en el
asentimiento al mensaje de Jesús. Por eso la sentencia podría ser una
formación pospascual.
La sentencia contiene dos afirmaciones paralelas que anuncian en sentido
promisorio o amenazante una correspondencia entre la adhesión actual de
las personas a Jesús y el comportamiento futuro del «Hijo del hombre» y juez
con ellas. Pero el acento recae en la segunda parte. Porque hay que
caracterizar la sentencia como una fórmula de amenaza. Por la forma,
estamos ante un «precepto de derecho sagrado» (cf. cap. 10, § 1): el que se
pronuncie ahora por Jesús en público, puede contar con que el «Hijo del
hombre», Jesús, se pronuncie por él ante Dios en el juicio final. Si uno
«niega» ahora a Jesús ante los hombres, es decir, si lo rechaza como
mensajero definitivo de Dios o niega ser de los suyos, el «Hijo del hombre»,
Jesús, lo «negará» a él, es decir, lo condenará en el juicio. El «Hijo del
hombre» ejerce aquí, como en Henet 46, 4ss; 47, 4.7, la doble función de
salvador de los suyos (cf. 1 Tes 1, 10) y juez de sus enemigos.
La sentencia procede del judeocristianismo palestino. Su lenguaje sugiere un
entorno semita. Los que pronuncian la sentencia son profetas cristianos. Si
seguimos la tesis de E. Kásemann de que esos profetas ejercían, como
anunciadores de un derecho sagrado, funciones directivas en las
comunidades palestinas fuera de Jerusalén, la sentencia podría haber sido
formulada y utilizada en esa misma área.
Contra lo que se supone a menudo, la sentencia no presupone un estado de
persecución, pero sí indica que el anuncio de la resurrección y elevación de
Jesús chocaba con la incredulidad de las gentes. El logion subraya que no es
posible alcanzar el reino inminente al margen de Jesús. Exige la adhesión
explícita a él; la adhesión es imprescindible. Cuando el Elevado aparezca
como «Hijo del hombre», en su parusía, será demasiado tarde. La sentencia
podría ir dirigida contra la idea de que Dios revelará y legitimará
inequívocamente al mesías en su venida definitiva ante todo Israel. Afirma,
frente a eso, que la revelación ya está hecha ante los testigos de las
apariciones. Por eso la aceptación de su mensaje está ahora ligada a una
toma de postura explícita ante Jesús. Quien no manifiesta esta adhesión aquí
y hoy, encontrará en Jesús al juez escatológico (cf. Lc 11, 29s; cf. cap. 13, §
6). La sentencia contempla, sobre todo, el papel futuro de Jesús. El dictará la
salvación y la perdición en el juicio, pero ambas se deciden ya aquí y ahora.
La sentencia argumenta con la venida inminente del «Hijo del hombre». Sólo
ahora hay tiempo para la conversión y la profesión de fe. Un aplazamiento
de la decisión lleva al rechazo en el juicio. La sentencia se inserta, pues, sin
solución de continuidad en el talante de la comunidad primitiva, que creía
vivir el período inmediatamente anterior al inicio del tiempo de salvación.
En la primera Carta a los tesalonicenses, Pablo emplea al final de la
introducción una antigua fórmula tradicional (1 Tes 1, Qs) que, sin incluir el
título de Hijo del hombre, pertenece al ámbito conceptual del mismo. Pablo
recuerda a los lectores que abandonaron los ídolos para servir al Dios vivo y
verdadero, y aguardar la vuelta desde el cielo de su Hijo —al que resucitó de
la muerte—, Jesús, el que nos libra del castigo que viene.
El fragmento expresa la esperanza de que Jesús vuelva del cielo como «Hijo
de Dios» para librarnos del castigo que viene.
Los temas de la «vuelta desde el cielo» y del castigo futuro muestran que
está al fondo la idea apocalíptica de «Hijo del hombre», pero asociada ya a la
espera del mesías («Hijo de Dios»).
Se admite comúnmente que la expresión tiene su origen en el joven
judeocristianismo. Podría haber surgido en la comunidad primitiva. A Pablo le
llegó probablemente la expresión formal a través de los «helenistas».
Entonces sería una impresionante demostración de la unidad originaria de la
tradición crislológica en la comunidad primitiva.
Es muy dudoso que el contexto vital de la expresión formal fuese la misión
cristiano-primitiva entre los paganos, como han afirmado algunos. En
cualquier caso, el v. 9 no sirve para determinar el contexto vital. Hay que
señalar que la expresión pretende consolar; asegura que la comunidad de
Jesús nada debe temer el día ya próximo del juicio, porque el Juez mismo la
salvará.
En Hech 3, 20s hay también, probablemente, una antigua tradición. Pedro
invita aquí a los oyentes a la conversión y el arrepentimiento, a ver si el
Señor manda los tiempos del consuelo, y os envía el mesías que os estaba
destinado, es decir, a Jesús. El cielo tiene que retenerlo hasta que llegue la
restauración universal que Dios anunció por boca de los santos profetas
antiguos.
Este fragmento tiene un deje arcaico: parece faltar la idea de elevación y
predominar la idea de «rapto». Nada dice sobre una función actual, celestial,
del mesías. El acento recae en los acontecimientos finales.
El párrafo recoge temas que en el antiguo testamento y en el judaísmo
primitivo iban asociados con la tradición de Elias (cf. Mal 3, 23s): Elias, que
fue arrebatado al cielo, volverá antes del tiempo final a «restaurarlo todo»
(cf. Mc 9, 11ss).
Hech 3, 20s cita probablemente una antigua tradición, pese a ciertas
objeciones. La tradición habla en lenguaje apocalíptico del tiempo de
salvación que seguirá a los sufrimientos escatológicos como un bien
definitivo, preparado ya en el cielo (v. 20a); y después, de la parusía (v. 20b):
«Pero la función de Jesús en su retorno es la del rey mesiánico; previamente
es elegido por Dios como tal. También él está preparado en el cielo, al igual
que los bienes de salvación del nuevo mundo, y Dios lo enviará un día»
(Hahn). Hech 3,20s encaja bien en el horizonte conceptual que presenta a
Jesús como el «Hijo del hombre celestial / mesías».
Pero hay que señalar con W. Thüsing que Hech 3, 20s armoniza
perfectamente con la idea de elevación, y que «el Resucitado recibido en el
cielo no aguarda inactivo sino que actúa de cara a la parusía». Tampoco este
antiguo fragmento de tradición excluye la idea de que el Resucitado esté ya
investido de su función escatológica. No hay duda de la identidad del
salvador celestial con el Jesús terreno, pero éste no recibe ningún calificativo
más concreto. El texto sólo contempla el puesto y la función de Jesús desde
su recepción en el cielo.
El salvador que vendrá no es otro, en las tradiciones reseñadas, que el Jesús
terreno, constituido en «mesías/Hijo del hombre» celestial en virtud de la
resurrección. Si el salvador esperado apenas pasó de ser una idea abstracta,
una «figura inaprehensible e indefinida» para la esperanza escatológica del
Judaísmo, para la comunidad primitiva presenta los rasgos de Jesús. «De ese
modo pasó del reino de la fantasía a la realidad. También fue un enorme
paso adelante desde la perspectiva escatológica el hecho de que aquellas
personas no aguardaban ya un mesías sino que sabían quién era» (Weiss,
Urchristentum, 25s). Pueden invocarlo como «Señor nuestro» (marana); en él
tienen a un abogado y salvador ante la inminente transmutación del mundo.
Todo el pensamiento de la primera comunidad iba dirigido a la irrupción del
tiempo final, en el que el Resucitado desempeñaría un papel decisivo. Para
ello había sido investido por Dios en la resurrección. La vida y obra del Jesús
terreno no contó aún apenas en las reflexiones cristológicas. La concepción
más antigua fue que Jesús, después de ser resucitado por Dios, había sido
constituido en «mesías/Hijo del hombre» y actuaba desde el cielo
preparando su retomo. Esta concepción mantiene también Lucas en Hech 2,
36 cuando, apoyado en la tradición más antigua, hace hablar así a Pedro:
«Entérese bien todo Israel de que Dios ha constituido Señor y Mesías al
mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis».
Pablo emplea en Rom 1, 3s una fórmula antigua que expresa esta idea con
claridad. Se puede extraer del contexto y reconstruir con cierta seguridad al
pie de la letra.
[Jesús] que por línea carnal nació de la estirpe de David, por línea del Espíritu
santificador fue constituido [con poder] Hijo de Dios desde su resurrección de
los muertos.
La fórmula consta de dos versos paralelos. El primero caracteriza a Jesús en
su existencia terrena: descendiente de David. El segundo lo define en su
existencia celeste: constituido «Hijo de Dios» desde la resurrección de entre
los muertos. El segundo verso sobrepasa al primero y da la tónica.
El primer verso expresa lo que Jesús fue por nacimiento. Era de la estirpe
davídica, «hijo de David». Cumplió así el requisito del futuro mesías (cf. 2
Sam 7, 11ss; SalSal 17, 21ss). Pero el primer verso no es una confesión
mesiánica; no dice que Jesús sea mesías, «el hijo de David», desde el
nacimiento; se orienta ai segundo verso y añade que Jesús fue designado
mesías, concretamente durante su existencia terrena.
El segundo verso afirma que Jesús fue constituido «Hijo de Dios» desde el
momento de la resurrección. La promesa pendiente en la existencia terrena
de Jesús fue cumplida por Dios. Pero esto significa que Jesús fue investido de
algo que antes no era. La fórmula no implica, pues, una preexistencia de
Jesús. «Hijo de Dios» es aquí un título mesiánico (cf. Sal 2,7; 2 Sam 7, 14;
4Qflor I, 10-12). Dios constituyó a Jesús, designado ya durante su existencia
terrena para esta función, en rey mesías del tiempo final después de
resucitarlo de la muerte. La fórmula distingue dos tramos en la existencia de
Jesús: su existencia terrena y su existencia celestial, y subraya la sucesión
temporal.
La expresión «desde su resurrección de la muerte» indica el momento de la
constitución de Jesús como mesías. No quiere decirse que la «resurrección» y
la «constitución» sean dos actos diversos; son más bien coincidentes. La
resurrección se concibe como elevación; no se coordina aquí, como en la
fórmula de contraste, con la muerte de Jesús sino con la nueva función que
Jesús desempeña ahora.
La existencia terrena de Jesús aparece asimismo cualificada por su nueva
función celestial. Forma una etapa previa, pero el brillo de la dignidad que
Jesús posee desde la resurrección ilumina al Jesús terreno. También su
actividad debe verse y apreciarse a esta luz.
Quizá la fórmula posea un matiz crítico, sobre todo en el primer verso. Al fijar
la resurrección como punto en el que Jesús es constituido rey mesías, y al
considerar al Jesús terreno como mesías «meramente» designado,
despolitiza la expectativa mesiánica. Dios no quiso cumplirla en la esfera
terreno-política. La fórmula se distancia así deliberadamente del mesianismo
político-nacional.
La fórmula podría haber surgido en la comunidad primitiva de Jerusalén. Así
parece sugerirlo el interés por la genealogía de Jesús. El contexto vital fue
probablemente la celebración bautismal. La solemnidad del lenguaje y el
carácter confesional de la fórmula apuntan en esa línea. El bautismo era el
lugar donde la recepción de la «filiación divina» y la recepción del Espíritu se
aunaban también para el cristiano. El acontecimiento de Cristo pasa a ser el
modelo del proceso de salvación realizado en el cristiano a través del
bautismo.

3. Inclusión de la actividad terrena de Jesús en la cristología

a) El destino mortal del mesías Jesús


A partir de Rom 1, 3s quedaba sólo un pequeño paso para ver la persona y la
obra del Jesús terreno a la luz de su dignidad mesiánica. Los discípulos
tenían aún presente la figura carismática de Jesús. Por eso comenzaron
pronto a presentar la actividad terrena de Jesús como obra de salvación
mesiánica. Pero a esto se oponía un hecho que era el argumento de más
peso contra el «mesías» Jesús: su muerte en cruz. Aunque la muerte en cruz
quedó superada fundamentalmente por la resurrección, ésta no prejuzgaba
aún nada sobre el sentido de esa muerte de Jesús. ¿Por qué había ocurrido?
¿formaba parte del plan salvífico de Dios?
La comunidad primitiva no tuvo respuestas desde un principio para estas
preguntas. Las respuestas fueron halladas en una larga reflexión teológica.
Todavía se puede detectar con claridad en la tradición de la comunidad
primitiva el esfuerzo progresivo de ésta en torno al oscuro misterio: por qué
el mesías elegido por Dios fue ajusticiado y murió en la cruz.
Ni la «fórmula de contraste» ni el antiguo enunciado de Rom 1, 3s se
pronuncian sobre el sentido de la muerte de Jesús en la historia de la
salvación. No es fácil comprender, sin embargo, que la comunidad primitiva
no acertara en un principio a situar teológicamente la muerte de Jesús (cf.
cap. 1, § 2). Probablemente la entendió en un primer momento a la luz de la
tradición deuteronomística sobre el final violento de todos los profetas (cf.
Neh 9, 26; Jub 1, 12). Esta antigua visión siguió influyendo en la comunidad
primitiva. Aparece en Lc 11,49; 13, 34; Mc 12, Iss (Mt 22,6); Hech 7, 52; 1 Tes
2, 15. Podría subyacer también en la referencia que hace la «fórmula de
contraste» a la muerte violenta de Jesús. Israel, obstinado, trató a Jesús
como había tratado a todos los profetas y mensajeros de Dios. Se pudo ver
así la muerte de Jesús como un destino derivado «necesariamente» de la
impenitencia de Israel. Pero esta interpretación no atribuye aún un efecto
redentor a la pasión y muerte de Jesús. El relato más antiguo de la pasión,
Mc 14, 32-15, 47, tampoco hace una interpretación soteriológica de ella.
En lo que sigue me apoyo en mi análisis histórico-literario del relato más
antiguo de la pasión. Este relato abarca, a mi juicio, la sección Mc 14, 32-15,
47. Dentro de este texto cabe detectar adiciones secundarias que podrían
deberse a los «helenistas» de la comunidad primitiva de Jerusalén. Son los
fragmentos Mc 14, 57-59; 14, 62b; 15, 6-16a; 15, 29b-31a; 15, 33.38. Aparte
estas adiciones secundarias, el texto muestra una forma e intención
expositiva homogéneas.
Hay que atender sobre todo a los títulos cristológlcos empleados. A la
pregunta del sumo sacerdote confiesa Jesús en 14, 61.62a ser el «Christos, el
Hijo de Dios». Es condenado a muerte con base en esta confesión, es decir,
como pretendido mesías. Paralelo a ese texto está 15, 2; a la pregunta de
Pilato contesta Jesús afirmando que es el «rey de los judíos». En la versión
originaria del relato de la pasión, parece que Pilato condenó a Jesús a morir
en cruz por ese motivo. Los soldados se burlan del «rey de los judíos» (15,
26). El letrero de la cruz señala su delito: «rey de los judíos» (15, 26). Jesús,
pues, fue crucificado como mesías. Los transeúntes ironizaban contra el
Crucificado: «¡El Christos, el rey de Israel!» (15, 32). El centurión, en fin,
reconoce bajo la cruz, una vez muerto Jesús: «Este era hijo de Dios».
También aquí se trasluce el título mesiánico en boca de los paganos.
Jesús es calificado expresamente como «mesías». En boca de los
adversarios, la denominación es obviamente sarcasmo y burla; pero el
creyente sabe que es verdad. Jesús, el condenado y crucificado, es el
«mesías».
¿Cómo puede digerir la comunidad primitiva esta afirmación? Hay que
señalar aquí otra peculiaridad en el relato de la pasión. Este presenta los
sufrimientos y la muerte de Jesús con el tono y el lenguaje de aquellos
salmos que hablan del destino doloroso del justo. Que el justo tiene que
sufrir, era ya un dogma en los ambientes más religiosos del judaísmo
primitivo (Sal 34, 20). Muchas personas piadosas orientaban su vida
conforme a este ideal religioso del «justo doliente».
El relato de la pasión del «mesías» Jesús utiliza reminiscencias e imágenes
de esos salmos sin citarlos expresamente-. El destino de Jesús se contempla
así a la luz de la suerte del «justo doliente». También el «mesías», el justo
por antonomasia, debía sufrir y ser rechazado, como los innumerables justos
que lo precedieron. Su destino de sufrimiento y reprobación respondía, pues,
a la voluntad de Dios. Pero Dios, al resucitar al justo, al «mesías», se
pronunció a su favor (cf. Sab 2, 10-20; 5, 1-5).
El relato de la pasión constituye el primer intento de interpretar y
comprender teológicamente el destino de Jesús. Surgió en la comunidad
primitiva de Jerusalén, temporalmente próxima a los sucesos de la pasión. Su
contexto vital pudo haber sido la celebración religiosa, donde era narrada
esa historia como descripción interpretativa de la pasión y muerte del
«mesías» Jesús.
El relato de la pasión experimentó muy pronto una reelaboración por parte
de los «helenistas» de Jerusalén. Ellos dieron a la narración un sesgo
polémico-apologético y le añadieron nuevos matices cristológicos. La
reelaboración se produjo probablemente durante el proceso de traducción
del original arameo al griego, todavía por tanto en la fase jerosolimitana de
los «helenistas». Así lo indica el hecho de que los nuevos matices aparezcan
aún poco desarrollados en comparación con otras tradiciones posteriores de
los «helenistas».
La tendencia polémico-apologética de la reelaboración se expresa sobre todo
en la escena de Barrabás (15,6-15a), que se agregó tardíamente al episodio
de Pilato. Presenta a éste como víctima de las maquinaciones de unos sumos
sacerdotes que habían entregado a Jesús «por envidia» (15, 10) y
torpedearon la intención de Pilato de soltar a Jesús amotinando al pueblo.
Por la fiesta [de pascua] solía soltarles un preso, el que le pidieran. Estaba en
la cárcel un tal Barrabás, con los sediciosos que habían matado a uno en la
revuelta. La gente subió y empezó a pedir el indulto de costumbre. Pilato les
contestó: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?». Pues sabía que los
sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia; pero los sumos
sacerdotes incitaron a la gente a que dijeran que les soltase a Barrabás.
Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó: «¿Y qué hago con ese que
llamáis rey de los judíos?». A eso gritaron ellos: «¡Crucifícalo!». Pilato les
replicó: «Pero ¿qué mal ha hecho?». Ellos gritaron más y más:
«¡Crucifícalo!». Pilato, queriendo dar satisfacción a la gente, les soltó a
Barrabás, y entregó a Jesús...
Con esta escena se introduce en el relato de la pasión una dura polémica
contra los representantes oficiales del pueblo judío. Ellos rechazaron a Jesús
por odio y envidia e incitaron al pueblo a pedir su crucifixión. Así se recusa
como indigna su pretensión de ser dirigentes legítimos del pueblo de Dios
(cf. Hech 7, 51-53).
Esta polémica contra los dirigentes del pueblo se advierte también en otros
textos interpolados. Los sumos sacerdotes aparecen entre el público que
hace burla del Crucificado (15, 31). Por eso se les anuncia en 14, 62 el juicio
que dictará aquel que ellos han condenado.
Más importantes son para nuestra problemática los matices cristológicos que
agregaron los «helenistas» al relato de la pasión. Ellos interpretaron la
muerte de Jesús como un acontecimiento escatológico donde se decidía la
condena y la salvación. En esta línea apunta el versículo secundario 15, 33.
Hacia la hora sexta toda la tierra quedó en tinieblas hasta la hora nona.
Este versículo puede sugerir la idea veterotestamentaria de que el día del
juicio de Yahvé será un día de tinieblas y duelo (Am 5, 18; Jl 2, 2.10; 3, 4
[LXX]; Sof 1, 15; Is 13, 10). Parece referirse directamente a Am 8,9:
Aquel día —oráculo del Señor- haré ponerse el sol a mediodía y en pleno día
oscureceré la tierra.
La interpolación de 15, 33 indica que en la muerte de Jesús se realizó el
juicio. El modo de esta realización hay que inferirlo de las otras
interpretaciones de los «helenistas».
La idea de juicio reviste asimismo una importancia decisiva en 14,62b.
Anuncia el juicio a los propios jueces de Jesús:
Y veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso (Sal
110,1) y venir entre las nubes del cielo (Dan 7, 13).
Cristológicamente es relevante 14, 62b junto con 14, 61 s, porque Jesús es
calificado aquí como «mesías/Hijo del hombre» en relación con su existencia
terrena, su elevación y su función escatológica. El mesías rechazado por los
jueces terrenos es elevado por Dios «a su derecha» y aparecerá como juez. A
interpelar a los jueces («veréis»), este dicho tiene un carácter amenazante y
debe interpretarse como anuncio del juicio sobre ellos. La intención
polémico-apologética de esta interpolación es clara: Dios exaltará al
Crucificado y lo constituirá juez escatológico que condene a sus adversarios
(Lc 12, 9). El nexo con la idea de juicio expresada en 15,33 es igualmente
claro: con la condena y la muerte de Jesús comienza el juicio a las
autoridades judías.
Que la muerte de Jesús supone escatológicamente condena y salvación, se
expresa asimismo en aquellas interpolaciones que tienen por tema el templo
antiguo y el nuevo. En el tribunal del sanedrín hay un pequeño episodio que
puede ser una interpolación secundaria (14, 57-59): Algunos, levantándose,
atestiguaban en falso diciendo: «Nosotros le hemos oído decir: Yo destruiré
este santuario hecho por hombres, y en tres días construiré otro nuevo, no
edificado por hombres». Pero ni en esto concordaban sus testimonios.
Con este episodio se relaciona más adelante la primera escena sarcástica
bajo la cruz (15, 29b). Los elaboradores del relato de la pasión interpolaron el
episodio de 14, 57-59 y duplicaron la escena sarcástica para insertar el dicho
de Jesús sobre el templo. Es un testimonio de falsos testigos, pero los
redactores no señalan la falsedad del dicho en sí, sino su comprensión e
interpretación errónea por los testigos y jueces (cf. Hech 6,13s). El lector
sabe obviamente que este dicho, bien entendido, es correcto y se cumplió en
el acontecimiento de la cruz y en la resurrección de Jesús.
La muerte de Jesús significó la disolución del «templo construido por
hombres». Es lo que sugiere el desgarro de la cortina del santuario en la
muerte de Jesús (15, 38), otra interpolación secundaria. La muerte de Jesús
constituye el final del culto en el templo. La cortina que velaba el «lugar
santísimo» no ejerce ya ninguna función porque Dios abandonó el templo (cf.
Lc 13,35). Se erige en su lugar, «a los tres días», un nuevo templo «no
construido por hombres»: el templo espiritual de la comunidad de Jesús.
El logion del templo recogido en 14,58 fue acuñado en medios helenistas. La
contraposición «construido por hombres / no construido por hombres»
encuentra su raíz en un entorno helenístico (cf. Hech 7, 48; cf. cap. 7, § 4). El
logion expresa así la idea teológica de los «helenistas» según la cual la
muerte de Jesús fue un hecho escatológico que decide la condena y la
salvación.
Hemos señalado ya (cf. cap. 5, § 2) que los «helenistas» entendieron los
ágapes comunitarios como recuerdo «sacramental» de la muerte de Jesús en
la que Dios estableció la «nueva alianza» (1 Cor 11, 23s). Más adelante
analizaremos la interpretación soteriológica más antigua de la muerte en
cruz, que procede igualmente de los «helenistas» (Rom 3, 24ss). Frente a
estas ideas más evolucionadas, los complementos al relato de la pasión
parecen aún elementales; es posible que surgieran al comienzo de la
reflexión sobre el sentido soteriológico de la muerte de Jesús.
El título de «Hijo del hombre» fue transferido pronto al Jesús terreno. En la
tradición judía primitiva, el «Hijo del hombre» era un personaje
genuinamente celestial. De ahí que sólo pudiera aplicarse el título al Jesús
terreno desde el supuesto de un descenso del «Hijo del hombre», Jesús, de la
esfera celestial a la existencia terrena. Con el traspaso de este título al Jesús
terreno se abrió la puerta a la formación de la cristología de la preexistencia;
pero no vamos a abordar aún esta cuestión (cf. infra, § 4). En Mc 8, 31 hay
una antigua tradición que intenta dar una respuesta a la pregunta sobre la
razón de que el «Hijo del hombre» tenga que padecer y morir.
El Hijo del hombre tenía que padecer mucho [y ser rechazado por los
ancianos, sumos sacerdotes y letrados], ser ejecutado y resucitar a los tres
días.
El dicho habla de la necesidad de la pasión y muerte del «Hijo del hombre».
Se ha afirmado muchas veces que la necesidad del sufrimiento se
fundamenta aquí partiendo de la Escritura; sin embargo, nadie ha remitido a
ningún texto bíblico concreto.
"Dei" es un término técnico de la apocalíptica. El pensamiento apocalíptico
da a entender con él que los sucesos postreros discurren según un plan
prefijado por Dios (cf. Dan 2, 28 LXX; Mc 13, 7.10; Ap 1, 1; 4, 1; 22, 6). El
destino de Jesús aparece, pues, interpretado con categorías apocalípticas;
sufrimiento, muerte y resurrección «a los tres días» eran sucesos necesarios
que debían preceder a la venida final del «Hijo del hombre». Formaban parte
del plan escatológico de Dios. La apocalíptica subraya que antes del ésjaton
habrá una gran tribulación. Esta tribulación comenzó ya con la pasión y
muerte del «Hijo del hombre».
El dicho tradicional identifica al Jesús terreno con el «Hijo del hombre». El
«doliente y ejecutado» es el juez futuro (cf. Mc 14, 62). Mediante su
resurrección «a los tres días» es investido de la función de juez celestial.
El Dei y el término griego «padecer», sin correspondencia real semítica,
hacen suponer que el dicho surgió al menos en una comunidad
grecoparlante. Cabe pensar en la comunidad de los «helenistas» de
Jerusalén. El dicho parece muy antiguo porque no contiene aún una
interpretación soteriológica de la muerte de Jesús. Su contexto vital podría
ser la apologética cristiana primitiva contra los ataques judíos apoyados en
Dt 21, 23. El dicho afirma que el sufrimiento y la muerte responden al plan
escatológico de Dios.
Los «helenistas» avanzaron rápidamente por la vía de una interpretación
soteriológica de la muerte de Jesús. La idea de un efecto salvífico de esa
muerte encontró pronto acogida en su tradición sobre la cena del Señor,
como hemos visto (cf. cap. 5, § 2). Otro testimonio en esta línea es la fórmula
soteriológica Rom 3,24-26 es un documento de fe cristiano-primitivo de la
máxima importancia y repercusión en el desarrollo de la teología de la
comunidad primitiva, citado aquí por Pablo.
El fragmento tradicional utilizado por Pablo podría haber sido de este tenor:
[(Fueron) justificados mediante el rescate en Cristo Jesús] a quien Dios
exhibió públicamente como «señal de expiación» en su sangre en
demostración de su justicia, dejando impunes con su tolerancia los pecados
del pasado.
La fórmula contiene tres afirmaciones teológicas capitales estrechamente
relacionadas entre sí. La expresión introductoria mira al presente de los que
pronuncian esta fórmula de fe. Su estado de «justificados» ante Dios se basa
en el acontecimiento de Cristo. Este acontecimiento es interpretado como el
hecho escatoiógico del «rescate» que llevó a cabo el «mesías» Jesús. El
«rescate» es un presente y no mero objeto de esperanza escatológica. El
segundo verso de la fórmula identifica el acontecimiento redentor
escatoiógico con la muerte del «mesías» en la cruz. Dios mismo llevó a cabo
ahí la acción expiatoria.
Se discute el significado del término «señal de expiación» . Algunos lo han
entendido como adjedvo (cf. 4 Mac 17, 21s) y han propuesto completarlo con
el sustantivo «sacrificio». El sentido sería entonces que Dios llevó a cabo el
«sacrificio expiatorio» en la muerte de Jesús. Pero está en contra el resto de
la fórmula. ¿Se quiere decir que Dios mismo ofreció un sacrificio? O traducen
la expresión, en términos muy generales, por «instrumento de expiación»;
pero esta interpretación resulta insatisfactoria por su «vaguedad abstracta»
(W. Büchsel).
Más antigua que esta interpretación abstracta es la que ve a Cristo
identificado muy concretamente en Rom 3, 25 con el kapporet, el
propiciatorio o placa que cubría el arca de la alianza (cf. Ex 25, 16ss). Este
kapporet es vertido en los Setenta por tó ilasterion, al igual que en Filón y en
Heb 9, 5.
El kapporet adornado con dos querubines era el lugar de la presencia divina
en el templo (Ex 25, 22; Lev 16, 2.13) y de la revelación divina (Ex 25, 22;
Núm 7, 89). El kapporet tenía especial importancia el gran día de la
expiación (cf. Lev 16). El sumo sacerdote lo rociaba dos veces en ese día,
haciendo siete aspersiones cada vez con la sangre de la víctima expiatoria:
«Así hará la expiación por el santuario, por todas las impurezas y delitos de
los israelitas, por todos sus pecados... Hará la expiación por sí mismo, por su
familia y por toda la asamblea de Israel» (Lev 16, 16.17). Por eso el kapporet
era «el santísimo»; constituía el núcleo del servicio ritual del templo, cuyo fin
era purificar a Israel de sus faltas. Yahvé no era el receptor de la expiación
sino que él mismo actuaba expiando a través del sumo sacerdote.
Este rito siguió practicándose aun después de la pérdida del arca de la
alianza. Hacía las veces de kapporet aquel lugar del santísimo donde estuvo
antaño el arca de la alianza («piedra fundamental»).
Si Rom 3, 25 afirma realmente que Jesucristo se identifica con el kapporet, la
fórmula podría aludir al rito decisivo del gran día de la expiación. La fórmula
afirmará entonces, en referencia a Lev 16 y superando este texto, que Dios
mismo «presentó públicamente» a Cristo crucificado como el verdadero
kapporet y llevó a cabo en él, y con su sangre, la expiación definitiva.
Contra esta interpretación se han presentado numerosas objeciones poco
convincentes. En favor de ella hay un argumento basado en la historia de la
tradición. Las adiciones al relato originario de la pasión que señalábamos
antes interpretan la muerte de Jesús como «disolución» del templo antiguo
«construido por hombres» y de su culto (Mc 14, 58; 15, 29.38). El templo
antiguo pierde su función con la muerte de Jesús. Es sustituido por un templo
nuevo, «no construido por hombres», es decir, espiritual. En la muerte de
Jesús se rasgó la cortina del templo (Mc 15,58) que separaba el Santo del
Santísimo y ocultaba el kapporet (cf. Ex 26, 31ss; Lev 16, 12.15). El desgarro
de la cortina del templo significa que no ejerce ya ninguna función. El
Santísimo no necesita ya ser protegido, porque desde la muerte de Jesús no
es el lugar de la presencia de Yahvé ni el lugar de expiación para el perdón
de los pecados de Israel. El antiguo templo perdió sus funciones decisivas.
Estas fueron traspasadas al Crucificado y se cumplieron escatológicamente
en su muerte en cruz. De ser correcta esta interpretación de Mc 14, 58; 15,
38, aparece un nexo estrecho con Rom 3,25. La comprensión de la muerte de
Jesús está aquí en la misma línea. Las funciones del antiguo templo quedan
superadas escatológicamente en la muerte de Jesús. El Crucificado es ahora
el verdadero kapporet donde Dios realizó la expiación. La muerte de Jesús
fue el día de la expiación definitiva. Desde ahora no es necesario un rito de
expiación en el templo.
Una afirmación trimembre constituye el final de la fórmula (v. 25b). Indica el
«objetivo» de la acción expiatoria realizada
en el mesías: Dios ha demostrado concretamente su «fidelidad a la alianza»
perdonando los pecados cometidos contra ella y mostrándose así generoso y
tolerante. Por el v. 25b queda claro que también el v. 24 debe ser entendido
a partir de la idea de alianza. Los profesantes de esta fórmula están
«justificados» porque, a pesar de sus pecados, han entrado de nuevo en la
relación adecuada de alianza. Ellos son el pueblo de Israel renovado.
CD II, 4s; IQS XI, 12ss; 4 Esd 8, 31-36 muestran que también el judaísmo
esperaba la renovación de la alianza por la «fidelidad» de Dios, que otorga el
perdón y la expiación generosa. «Lo que distingue a nuestro texto de la
concepción judía es únicamente su orientación hacia una acción de Dios
única y escatológica. Solamente en la muerte de Jesús es cuando se realiza
realmente lo que la piedad judía espera y pide en su plegaria... Así pues, las
afirmaciones del versículo 24 vuelven a girar en torno al tema de la alianza
renovada. Puede comprenderse entonces la importancia que se atribuye al
momento en que se lleva a cabo la expiación» (Kasemann, 18s).
La comunidad primitiva deja patente en Rom 3, 24s que la muerte en cruz de
Jesús constituyó la renovación escatológica de la alianza gracias a la
generosa fidelidad de Dios. Con el acontecimiento de la cruz, Dios superó
escatológicamente el rito anual de la gran reconciliación en el templo. La
reconciliación no está ya ligada al culto en el templo. El mediador de la
reconciliación es el Crucificado. Mediante él, mediante la fe en el mesías
crucificado y la adhesión a él, el hombre goza de la reconciliación. Se
produce así una apertura radical de la antigua idea de alianza. El
acontecimiento reconciliador producido en la cruz de Jesús no quedó oculto
en el lugar santísimo del templo, sino que fue público. La cruz como medio
de salvación escatológica se abre también a los paganos, al menos
implícitamente. De la interpretación teológica de la muerte de Jesús pudo
derivar consecuentemente la exclusión, en el futuro, de la ley y el templo
como medios de salvación y la apertura de la comunidad primitiva a los
paganos.
La fórmula procede quizá de medios helenísticos. Estos interpretaron la
muerte de Jesús como el final del culto en el templo (cf. Mc 14,58; 15,29b;
15,38). El Resucitado construyó un «templo nuevo». Rom 3, 24 apunta a esta
interpretación: el Crucificado es el verdadero kapporet escatológico donde
Dios realizó públicamente la expiación por los pecados cometidos. El rito
expiatorio del gran día de la reconciliación perdió su función en la muerte de
Jesús; pero los «justificados» mediante la acción expiatoria de Dios se
congregan en la comunidad cristiana como pueblo renovado de la alianza.
El contexto vital del fragmento fue quizá la celebración de la cena del Señor,
ya que es evidente la afinidad de Rom 3,24s con 1 Cor 11, 23s (cf. cap. 5, §
2).

b) La acción terrenal del mesías (oculto)


Una vez que la comunidad primitiva entendió la muerte de Jesús como un
suceso necesario y reconciliador, sólo quedaba un paso para concebir toda la
acción terrena de Jesús como obra mesiánica de salvación. Hubo que
concebir, eso sí, la dignidad mesiánica de Jesús como una dignidad oculta
durante su vida terrena. Sólo desde la resurrección fue Jesús constituido
mesías de modo definitivo y pleno (Rom 1, 3s). Parecía inimaginable, no
obstante, que la dignidad de Jesús no brillara ya durante su vida mortal. Se
podía considerar retrospectivamente toda la vida de Jesús como una acción
mesiánica. Surgieron así numerosos relatos de milagros que narraban hechos
y experiencias del período de la actividad terrena de Jesús a la luz de la fe
pascual (cf. cap. 8). Algunos percibieron en los actos de Jesús su dignidad
mesiánica, pero a la mayoría le pasó inadvertida.
Este planteamiento no necesitaba aún de la idea de preexistencia y
encarnación. Los fragmentos de tradición que vamos a analizar no hacen
ninguna referencia a ella. En un principio sirvió de base, probablemente, un
esquema más simple.
«Influye aquí un modelo veterotestamentario o existe al menos un lugar
paralelo significativo en el antiguo testamento. Como Saúl y David (1 Sam
10, Is; 16, 13) fueron ungidos reyes por el profeta Samuel bastante antes de
ejercer la función real, y como circularon un tiempo entre la gente sin ser
reconocidos como tales, a pesar de sus dotes divinas y de estar apoyados y
fortalecidos milagrosamente por Dios, así ocurrió también con Jesús. El era el
rey oculto de Israel, elegido y consagrado por Dios, pero sin ser reconocido
por el pueblo, o sólo por unos pocos, como los espíritus de los posesos —que
procedían de un mundo superior (Mc 1, 24; 5,7) — , por los discípulos —que
lo conocieron mejor que el pueblo y por eso llegaron a creer antes en él y
recibieron especiales revelaciones (Mc 8,29; 9, Iss)— y por determinadas
personas, como el centurión bajo la cruz (Mc 15, 39), que podrían hacer
sonrojar a los judíos» (Weiss, Urchristentum 88).
La imagen del mesías que da Is 11, 1-5; 42, Is pudo haber influido asimismo
en el planteamiento. El mesías era portador del espíritu de Dios. A la luz de
esos vaticinios, unidos a Is 35, 5-6, se presenta ahora la actividad terrena de
Jesús y aparece su dignidad mesiánica oculta. Analicemos como primera
tradición el relato de Mc 1, (9.) 10-131.
Por aquellos días llegó Jesús desde Nazaret de Galilea, y Juan lo bautizó en el
Jordán]. Y en seguida [mientras salía del agua] vio rasgarse el cielo y al
Espíritu bajar hasta él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: «Tú eres
mi Hijo, a quien quiero, mi predilecto». A continuación, el Espíritu lo empujó
al desierto. Estuvo en el desierto cuarenta días [siendo tentado por Satanás].
Estaba con las fieras y los ángeles le servían.
El relato suscita arduos problemas de historia de la tradición. ¿Nos
encontramos en 1, 1-13 con lo que fue en los orígenes un relato bautismal?
Sorprende la extraña desconexión entre la «visión» y «audición» de Jesús en
v. 10s y el bautismo propiamente dicho. El fenómeno visual y auditivo no se
produce durante el bautismo, como cabría esperar, sino después de él.
Tampoco viene a interpretar el acto bautismal. Aparece como suceso
independiente. ¿Por qué se narra entonces el bautismo de Jesús? ¿y por qué
sólo Jesús ve los fenómenos celestiales? Quizá el bautismo de Jesús no
formase parte del fragmento original, y el v. 9 sea puramente redaccional.
Este juicio se apoya en que los v. 12s continúan directamente los v. 10s. El
Espíritu que desciende sobre Jesús en v. 10 lo empuja al desierto. Los v. 10-
13 constituyen, pues, un bloque narrativo originario.
El fragmento originario 1, 10-13 viene a ser un pequeño compendio de
cristología primitiva. Narra cómo el Espíritu divino descendió del cielo sobre
Jesús, cómo Jesús fue proclamado «Hijo único» por Dios, fue conducido por el
Espíritu santo al desierto y pasó allí el tiempo sagrado de cuarenta días con
las «fieras», y cómo le servían seres celestiales.
El elemento más importante del fragmento es la voz de Dios en V. 11.
Recoge en su primera parte el texto de Sal 2, 7; pero falta la fórmula de
adopción. Jesús es proclamado rey mesiánico. Todos los otros elementos
sirven de apoyo a esta idea central.
La segunda parte de la voz de Dios cita Is 42, 1: Jesús en cuanto mesías es el
siervo de Dios lleno de espíritu. Lo presenta como profeta escatológico con
su permanencia de 40 días en el desierto y con el tema de los «ángeles que
le sirven» (cf. 1 Re 19,4-8). Es el Adán «justo» (cf. Jub 3, 9; TestNeft 8,4).
Es significativo el hecho de que el texto refiera un suceso divino realizado en
Jesús. Intenta describir cómo Jesús fue constituido por Dios en su dignidad
escatológica de mesías. «La leyenda narra la consagración de Jesús como
mesías» (Bultmann). Esta consagración no acontece —como en Rom 1, 3s—
en su resurrección sino durante su actividad terrena. El texto no menciona
un punto temporal, pero cabe suponer que se refiere al comienzo de la vida
pública de Jesús.
El relato podría remontarse (en el original arameo) a la comunidad primitiva
más antigua. Aparece inmerso en un ambiente judío-palestino. Su redacción
griega actual es secundaria. Así lo sugiere, entre otras cosas, el nombre
absoluto tó pneuma; para el pensamiento judío sería inaudito hablar así del
espíritu divino.
La haggadá de la infancia de Mt 2, 1-23 llama ya al recién nacido «rey de los
judíos»; adelanta, por tanto, aún más la mesianidad de Jesús. La tradición es
antigua. Su forma literaria es análoga a las tradiciones judías de infancia
sobre los grandes personajes (Noé, Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés, Sansón,
etc.).
«Estos haggadot de infancia, que para la sensibilidad judía eran parte
integrante de la palabra revelada, nacieron del deseo de proclamar la
importancia extraordinaria del hombre de Dios y de su destino posterior.
Jesús fue considerado por los cristianos como culminación insuperable de
todos los hombres de Dios...; y el cristianismo optó desde el principio por
interpretar la fe en Cristo como cumplimiento de la Escritura. Pero ¿por qué
el cristianismo primitivo de orientación judeocristiana no iba a llegar con el
tiempo a la idea de utilizar la Escritura en toda su dimensión, incluida la
hagiografía haggádica del judaísmo?... Dado el interés por fundamentar la
filiación davídica y, por tanto, la mesianidad de Jesús, no sólo en su
genealogía sino también en su nacimiento en la ciudad de David..., la
existencia de tradiciones del antiguo testamento y del judaísmo sobre la
acción especial de la providencia divina en el nacimiento y la infancia de los
grandes hombres de Dios pudo estimular la reflexión cristiana... y hacerle
concebir un relato como Mt 2» (Vógtle, 30).
La haggadá de infancia venía a decir en su versión original que «Jesús, con
su nacimiento en Belén, cumpliendo la predioción profética, y después, con
su réplica de la persecución y salvación de Moisés... aparecía como el mesías
prometido, como el nuevo Moisés, el segundo Libertador» (Vogtle, 62).
El carácter literario especial de la haggadá de infancia permite concluir que
surgió y se difundió en el judeocristianismo palestino (Belén). Se advierte un
cierto sentimiento antijerosolimitano. Su contexto vital podría haber sido la
reflexión apologética de grupos cristianos desde una base escrituraria.
Es posible que aquellos grupos del cristianismo primitivo que crearon la
fórmula de Rom 1, 3 «nacido por línea carnal de la estirpe de David» y
relataron el nacimiento del niño mesías en la «ciudad de David» (Mt 2)
hubieran querido también demostrar la descendencia davídica efectiva de
Jesús. De ahí que las dos listas genealógicas trasmitidas (Mt 1, 2-17; Lc 3,
23-38) desempeñaran una función importante.
En su versión griega actual, donde se utilizan los nombres de los LXX, los
árboles genealógicos proceden del trabajo de un letrado de la comunidad
helenístico-judeocristiana. Sus raíces llegan hasta Abrahán (Mt) o Adán (Le),
y acentúan así la idea de la elección por Dios (Mt) o de una correspondencia
tipológica Jesús/Adán.
Parece, sin embargo, que las genealogías sólo abarcaban en la versión
originaria hasta David (Mt) o hasta el Zorobabel davídico (Le), y que
expresaban la descendencia natural de Jesús de la estirpe davídi ca. De ese
modo queda respaldado genealógicamente el anuncio cristiano primitivo
sobre Jesús, el «mesías».
La diversidad de los dos árboles genealógicos indica ya que no se trata de
verdaderas tradiciones familiares, aunque hay razones para creer que la
familia de Jesús era consciente de su pertenencia al linaje de David. Nos
encontramos más bien con tradiciones de finalidad teológico-apologética: es
preciso demostrar la filiación davídica de Jesús.
Queda en el aire la cuestión de si los árboles genealógicos sólo pretenden
señalar —como Rom 1, 3s— que Jesús cumplía los requisitos naturales para
su constitución en mesías desde el momento de la resurrección, o si
pretendían anunciar a un Jesús que era mesías desde su nacimiento.
En el fondo, ambas genealogías podrían ser el patrimonio tradicional
palestino más antiguo. Su contexto vital es la prueba escrituraria de la
proclamación de Jesús como «mesías».
Si el Jesús terreno fue considerado alguna vez como «mesías», y su actividad
como mesiánica, es posible que se dejara sentir la necesidad de demostrar
que la dignidad mesiánica de Jesús fue reconocida ya en vida, al menos por
un pequeño grupo de discípulos. Esta parece ser la finalidad de la tradición
sobre el reconocimiento mesiánico que recoge Mc 8, 27-29.
Jesús y sus discípulos salieron para las aldeas de Cesárea de Filipo; por el
camino preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos
le contestaron: «Juan Bautista; otros, que Elias, y otros, que uno de los
profetas». El les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» Pedro tomó la
palabra y dijo: «Tú eres el mesías».
Sólo los discípulos, o Pedro, reconocieron a Jesús como «mesías»; no así el
pueblo. La gente vio únicamente en Jesús a un personaje profético en acción:
Elias redivivo (Mal 3, 23) o uno de los profetas (Dt 18, 15.18). Pero el único
título correcto para Jesús es el de mesías. Quizá el fragmento exprese
también la participación de los discípulos de Jesús, especialmente de Pedro,
en la génesis de la fe mesiánica.
El fragmento es una creación de la comunidad pospascual. Cualquier
reconstrucción de su trasfondo histórico es pura especulación. No parece
suficiente afirmar, como fundamento histórico de la génesis de la tradición,
que los discípulos alimentaron determinadas expectativas sobre Jesús
durante su vida terrena. El fundamento es más bien la fe pospascual en el
mesías, que el fragmento retrotrae cronológicamente al período anterior a
pascua.
El fragmento delata un entorno judeo-palestino. Podría formar parte del
patrimonio de tradiciones más antiguo del cristianismo primitivo. No consta
su origen en Jerusalén. De ser antigua la indicación introductoria del lugar,
cosa probable, el relato podría haber surgido y circulado en grupos galileos y
norpalestinos de la comunidad primitiva.
Proclamar al Jesús terreno como «mesías» a pesar de su fracaso en la cruz,
fue una iniciativa teológica de gran alcance por parte de la comunidad
primitiva. Hoy nos resulta difícil explicar la fortaleza en la fe, la apertura a
una nueva acción de Dios y la disposición a seguir sus designios que
necesitó la comunidad para anunciar al Jesús terreno y crucificado como
«mesías». Esto significó una inversión de todos los valores, el abandono de
todas las ideas religiosas habituales. Como dice Pablo en 1 Cor 1, 23, la
predicación del Crucificado era «un escándalo para los judíos y una necedad
para los paganos».
El gran acto de fe de la comunidad primitiva consistió en saber ver y valorar
positivamente la muerte de Jesús como destino necesario reservado al
«mesías». La comunidad abrió aquí nuevas vías teológicas y abandonó las
sendas trilladas del pensamiento religioso. Comprobó en Jesús y en su
destino que Dios obra y actúa de modo diferente a lo que suponen la
sabiduría y la religiosidad humana. Ella dijo «sí» a este camino de Dios. El
judaísmo no había previsto la idea de la muerte del «mesías»; lo concibió
como el triunfador que llevaría a Israel al dominio definitivo. La comunidad
primitiva renunció a esta fantasía de un reino mesiánico político-nacional al
que todos los pueblos tendrían que servir.
La inclusión de la vida y el destino del Jesús terreno en la reflexión
cristológica fue el complemento teológico necesario de la esperanza que
abrigaba la comunidad primitiva sobre la pronta llegada del «mesías/Hijo del
hombre» elevado al cielo como salvador escatológico. Sin esa esperanza, ella
se hubiera convertido en la secta apocalíptica que sólo esperaba la salvación
del futuro. Pero la reflexión teológica sobre el Jesús terreno y su destino hizo
comprender a la comunidad que Dios había traído ya la salvación en el
«mesías» terreno, Jesús, que la muerte de Jesús poseía ya un carácter
soteriológico. La primera idea arraigó más en la comunidad arameoparlante;
la mayor parte de las tradiciones sobre la actividad mesiánica de Jesús en la
tierra, con obras y palabras, nacieron y fueron difundidas en su seno. En
cambio, la idea de la muerte de Jesús como acontecimiento salvador
germinó en el círculo de los «helenistas» y fue elaborada más tarde hasta el
final en las comunidades helenístico-judeocristianas. Aquí se acuñaron las
fórmulas y credos teológicos que interpretan la muerte de Jesús como
sacrificio expiatorio y como muerte vicaria por los pecados de «todos» (cf.
cap. 14, § 2).

4. Reflexión sobre la preexistencia de Jesús

a) «Hijo del hombre» y «sabiduría», realidades


preexistentes
El traspaso del título y la función de «Hijo del hombre» a Jesús fue de gran
importancia para el desarrollo de la cristología en la comunidad primitiva. El
«Hijo del hombre» fue un «personaje celestial», al menos en una línea de la
tradición apocalíptica. Pertenecía a la corte de Dios. Dice de él Henet 46, 1:
«Junto a él (Dios) había otro cuya figura tenía la apariencia de un hombre y
su rostro era bondadoso como el de los santos ángeles». Y en 48, 3: «Antes
de ser creados el sol y los signos del zodíaco, antes de ser fabricadas las
estrellas del cielo, su nombre fue pronunciado ante el Señor de los espíritus»
(cf. 48, 6). El «Hijo del hombre» existía, pues, ya antes de la creación.
Si la comunidad primitiva extrajo el título de «Hijo del hombre» de esta
tradición apocalíptica, «su traspaso a Jesús significa que éste ocupa un
puesto especial frente ai resto de los hombres, como el Hijo de hombre o
persona cuya patria y ámbito de soberanía está en el cielo y cuyo ser lo
remite también al cielo. La preexistencia está dada, en rigor, con este
nombre; si Jesús es el Hijo del hombre, no sólo debe ser elevado al cielo, sino
que ha de proceder del cielo, donde el vidente ancestral, Henoc, lo
contempló al amparo del Señor de los espíritus (38, 6.7). No se sabe si la
comunidad primitiva extrajo ya, y hasta qué punto, estas conclusiones. Lo
que nosotros afirmamos es tan sólo que la aplicación de este nombre
significativo a Jesús es un paso importante en principio: hay en él una fuerza
impulsora» (Weiss, Urchristentum, 93).
Con el traspaso del título de «Hijo del hombre» a Jesús pudo formarse la
siguiente cadena conceptual: él fue rechazado (cf. Lc 9, 58; 18, 8) y tuvo que
padecer y morir (Mc 8, 31); después de su resurrección fue constituido «Hijo
del hombre»-Juez. Aparecerá como tal en breve. Con el traspaso del título de
«Hijo del hombre» al Jesús terreno se puso de manifiesto, pues,
implícitamente la preexistencia de Jesús.
Hay que señalar además que el «Hijo del hombre» y la «Sabiduría/Sophia»
coexisten en el judaísmo primitivo. El «Hijo del hombre» se manifiesta a los
«santos y justos» por medio de la «sabiduría» (Hen et 48, 7). El «Hijo del
hombre» es portador de la «sabiduría» (49, 3; cf. Is 11, 1-2) y hay «muchas
fuentes de sabiduría» a su alrededor (H. Windisch) (48, 1; cf. 49, 1). Alguien
ha calificado a la Sophia y al «Hijo del hombre» como «intercambiables» (H.
Windisch), o definido incluso al «Hijo del hombre» como Sophia
apocaliptizada y mitologizada (F. Christ). Hay que remitir aquí a esos textos
sapienciales y especulaciones, particularmente del judaísmo helenístico, que
ya hemos utilizado para explicar el origen cultual de los «helenistas» (cf. cap.
3, § 7). En ellos se considera la «sabiduría» como una «persona celestial»
que existía ya antes de la creación del mundo (Prov 8, 22-31; Eclo 24, 3ss;
Sab 9,9). Como el «Hijo del hombre» recibe de Dios poder y gloria eterna
(Henet 49, 2; 49, 4) y revela los secretos ocultos de Dios (46, 3), así la
«sabiduría» es también un «efluvio del poder divino», «emanación de la
gloria del Todopoderoso», «reflejo de la luz eterna», «espejo de la actividad
de Dios» e «imagen de su bondad» (Sab 7, 25ss).
De la «sabiduría» se dice expresamente que descendió del cielo a la tierra
para buscar descanso (Eclo 24, 7). Según Eclo 24, 8-11, Dios le asignó Israel
como «herencia». El templo, el monte Sión y Jerusalén son su sede, donde
ella sirve a Dios. En Henet 42, 1-2 encontramos otra visión, probablemente
más antigua: la «sabiduría» no encontró sitio en la tierra donde poder
habitar; por eso se retira al cielo.
La sabiduría no encontró sitio donde poder habitar cuando tenía una morada
en en los cielos. La sabiduría salió para vivir entre los hijos de los hombres y
no encontró sitio; la sabiduría regresó a su lugar y tomó asiento entre los
ángeles (trad. de Uhlig, ISHRZ)
No consta si esta visión se remonta a un mito antiguo oriental. La
identificación de la «sabiduría» con la tora (Eclo 24, 23; Barsir 4, 1) y su
vinculación a Jerusalén y al templo es, en todo caso, una interpretación
tardía; pero demuestra que también en medios del judaísmo palestino ligado
al templo de Jerusalén se hacían especulaciones sapienciales. Quizá fueron
justamente tales especulaciones las que movieron a muchos judíos
helenistas de la diáspora a trasladarse a Jerusalén. Jerusalén y el templo
como sede de la «sabiduría» debieron de ejercer una gran fuerza de
atracción sobre los judíos helenistas.

b) «Jesús Sophia»
Consta que los «helenistas» cristianos estuvieron influidos por el
pensamiento sapiencial (basta recordar la terminología de Hech 6, 3.10; 7,
10.22). Y precisamente este pensamiento recogía «una gran parte de los
conceptos y representaciones significativos sobre preexistencia cristológica»
(Merklein). Podrían haber sido «helenistas» los que aplicaron a Jesús los
atributos de la «sabiduría». Consideraron y confesaron a Jesiis como
encarnación de la «sabiduría».
«Así nació la idea de la cristología preexistencial y se dieron las posibilidades
básicas de su elaboración posterior, que exigiría tiempo sin duda. La idea de
encarnación de la sabiduría preexistente en Jesús supuso el hallazgo de una
categoría conceptual capaz de articular lo imprevisible e incomprensible en
la actividad y conducta del Jesús terreno. Pero la cristología preexistencial
puede considerarse desde la historia de las religiones y de la tradición como
una transformación de las especulaciones sapienciales del judaísmo
helenístico de Jerusalén, orientadas al templo y a la tora, partiendo de la fe
en el significado soteriológico de la muerte de Jesús» (Merklein, 53s).
Los dos logia de Lc 13, 34-35par y Lc 11,49-51 par son los testimonios más
antiguos de la visión de Jesús como «sabiduría de Dios». Son palabras de
«sabiduría» brotadas de la boca de Jesús (Lc 11,49). Si Jesús podía ser
considerado aún en Lc 11, 49-51 como «mensajero de la sabiduría», Lc 13,
34s lo identifica ya con la «sabiduría» preexistente. Los dos logia presuponen
una situación en que aún cabe referirse a la muerte de Jesús como un
acontecimiento del pasado inmediato. Interpretan su muerte a la luz del
destino trágico de todos los profetas enviados por Dios o por la «Sabiduría» a
Israel, como había denunciado la predicación deuteronomística del juicio.
Israel se cerró siempre a la llamada de Dios o de su «Sabiduría» y rechazó o
liquidó a sus mensajeros. Parece además que ambos logia dan a entender ya
que también los mensajeros de Jesús son rechazados y ejecutados; pero es
improbable que se haga referencia aquí al fracaso definitivo de su misión en
Israel, como ocurría al comienzo de la guerra judía (cf. cap. 13, § 6). Los logia
tuvieron que aparecer mucho antes. Probablemente se reflejan en ellos las
experiencias de los «helenistas» en su misión de Israel. Estos fueron objeto
de una violenta persecución ya poco después de la muerte de Jesús, durante
la cual Esteban fue «lapidado» (Lc 13, 34) y todo el grupo expulsado de
Jerusalén (cf. cap. 7 y 8). Así, varios datos históricos y de historia de la
tradición invitan a atribuir los logia —y la cristologfa de la sophia expresada
en ellos— a los «helenistas».
¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te
envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la clueca a sus
pollitos bajo las alas, pero no habéis querido. Pues mirad, vuestra casa se os
quedará vacía. Y os digo que no me volveréis a ver hasta el día que
exclaméis:-
Bendito el que viene en nombre del Señor (Lc 13, 34s).
(Reconstrucción de D. Zeller).
Jesús es identificado aquí con la «sabiduría» de Dios (cf. Eclo 24, 8ss; Henet
42). Quiso establecerse en Jerusalén y reunir a los hijos de ella; pero la
antigua «asesina de profetas» lo rechazó, como a los profetas y enviados
que lo precedieron. Sólo le espera el castigo. La ciudad y el templo no son ya
lugar de residencia de la «sabiduría» de Dios. Jesús, la «sabiduría»,
desapareció de la ciudad hasta su retorno como «Hijo del hombre/Juez»
celestial.
Al rechazar a «Jesús Sophia», Jerusalén se mostró de nuevo como ciudad de
los asesinos de profetas. Ningún enviado de Dios, ningún profeta fue acogido
y escuchado en ella. Como el logion se formula desde una visión pospascual,
puede reflejar también la experiencia de los discípulos, especialmente de los
«helenistas», con Jerusalén. Jesús hizo aún otra llamada a los hijos de
Jerusalén después de pascua a través de la acción de estos «mensajeros de
la sabiduría». Pero también estos mensajeros fueron rechazados y
«apedreados» por Jerusalén. Por eso, el contexto vital del logion pudo haber
sido la situación de los «helenistas» tras el asesinato de Esteban. Ellos
abandonaron Jerusalén y anunciaron a la ciudad el juicio definitivo con el
retomo del «Hijo del hombre».
La inserción de la muerte de Jesús en el esquema de la imagen
deuteronomística de los profetas sugiere a muchos investigadores una
concepción anterior aún de la muerte de Jesús. Esta no aparece aún
interpretada en sentido soteriológico. «Fue interpretada más bien, partiendo
de la tradición judía, como el destino reservado al mensajero, a cualquier
mensajero de la sabiduría. Se esperaba el castigo en el juicio inminente. En
este horizonte conceptual no se llegó a una interpretación soteriológica de la
muerte de Jesús porque no se vio aún ésta aisladamente, como el caso
particular que necesitaba una interpretación concreta. El destino de Jesús
aparecía en la misma línea que el destino de todos los mensajeros de la
sabiduría, de los profetas anteriores y de los discípulos (enviados por él) que
le sucedieron» (Hoffmann, 188).
Quizá Jesús mismo entendió su muerte cruenta desde este horizonte
interpretativo. La antigua «fórmula de contraste» (cf. cap. 2, § 1) y el relato
de la pasión más antiguo (cf. supra, § 3.1) revelan una comprensión similar
de la muerte de Jesús. El logion de Lc 13, 14s podría resultar forzado en este
contexto, porque la significación positiva de la muerte de Jesús no aparece
en el horizonte de esta imprecación lanzada contra Israel. Concluir del
silencio que no se había producido aún una visión soteriológica de la muerte
de Jesús en el entorno del logion, podría ser una sobreinterpretación del
texto. Los «helenistas» entendieron ya en Jerusalén la muerte de Jesús como
muerte expiatoria; pero simultáneamente con su visión de la muerte de
Jesús hubo otras interpretaciones en la comunidad primitiva (cf. por ejemplo
Mc 8, 31). Tampoco es del todo correcto afirmar que, según Lc 13, 34s, la
muerte de Jesús coincide con el destino de todos los profetas. La muerte de
Jesús colmó la injusticia de Jerusalén, porque en su persona no fue rechazado
un profeta y enviado como los otros, sino el último mensajero de Dios, la
propia «Sabiduría de Dios» que busca una morada en la tierra. Es una
dimensión cualitativamente nueva. Por eso a Jerusalén sólo le resta ahora el
juicio. Este juicio ha comenzado ya con la muerte y elevación de Jesús. Dios
y su «Sabiduría» han abandonado la ciudad y el templo.
El logion de Lc 11, 49-51 par tiene estrecha relación con Lc 13,34s. Al
margen de la valoración del mismo en la historia de la tradición, Jesús
aparece en él —dentro de la tradición de la comunidad primitiva—
identificado, obviamente, con esa «sabiduría» que pronuncia su palabra.
Pero entonces se afirma implícitamente la preexistencia de Jesús. Así como
envió, en cuanto «sabiduría» preexistente, «profetas y apóstoles» a Israel, el
Elevado sigue enviándole mensajeros.
Por algo dijo la sabiduría de Dios: «Les enviaré profetas y apóstoles; a unos
los matarán, a otros los perseguirán», para que a esa generación se le pida
cuenta de la sangre de los profetas derramada desde que empezó el mundo,
[desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías, que pereció entre el altar y el
santuario]. Sí, os lo repito: se le pedirá cuenta a esta generación
(reconstrucción de D. Zeller).
Es difícil atribuir a Jesús esta sentencia condenatoria; se trata de un «dicho
ficticiamente antiquísimo» de la «sabiduría» divina que amenaza cumplirse
en el presente de aquel que lo pronuncia. «Presenta a la generación actual
en su continuidad fáctica y de culpa con el pasado de Israel» (P. Hoffmann).
La culpa de Israel consistió en desoír y repudiar a los mensajeros de la
«sabiduría» enviados a él. Aparece en primer plano el destino de los
enviados por la «sabiduría», por Jesús. Su sangre será vengada y su muerte
expiada en el juicio (cf. Henet 95,7; 98,9).
Los autores del logion podrían haber sido, una vez más, los «helenistas».
Ellos fueron el primer grupo misionero del cristianismo primitivo que sufrió el
rechazo de Israel. Su dirigente Esteban fue «ejecutado», y el grupo mismo
«perseguido» (11, 49). Pero quizá el logion fue complementado
posteriormente si el V. 51a hace referencia a acontecimientos ocurridos
durante la guerra judía (cf. Josefo, Bell., 4, 334ss).
En este contexto hay que contemplar también el complejo de tradiciones de
Lc 7, 31-35par. Predomina aquí la misma óptica que en Lc 11, 49-51: Juan
Bautista y Jesús, el «Hijo del hombre», llegaron como enviados de la
«sabiduría» a Israel (cf. Sab 7,27; 10, 16), pero fueron rechazados. Es
significativo que encontremos en este fragmento, por un lado, una clara
equiparación del Jesús terreno con el «Hijo del hombre» y, por otro, una
equiparación encubierta con la «sabiduría» (v. 34/35).
¿A quién compararé esta generación? ¿a quién se parece? Se parece a unos
niños sentados en la plaza que se gritan unos a otros: «Tocamos la flauta y
no bailáis, cantamos lamentaciones y no lloráis». Porque ha venido Juan
Bautista, que ni comía ni bebía, y dijisteis: «Tiene un demonio dentro»; viene
el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: «Ahí tenéis un comilón y un
borracho, amigo de publícanos y pecadores». Pero la sabiduría de Dios ha
quedado justificada por todos sus hijos.
El fragmento es, en la versión actual, una acusación polémica contra Israel
que se cierra a la acción de Juan y de Jesús, como niño caprichoso que no le
saca gusto a nada. Por eso, a «esta generación» sólo le resta el juicio. Sólo
los «hijos de la sabiduría» que han seguido la llamada del Bautista y del
«Hijo del hombre» escapan al castigo (v. 35). En ellos queda justificada la
«sabiduría». Estos «hijos de la sabiduría» se han reunido en la comunidad
cristiana. Esta comunidad mesiánica es la aspirante a la salvación final.
Cabe citar este fragmento en favor de la identificación de Jesús con la
«sabiduría», aunque la identificación no sea explícita. Se presume que el
texto comporta la reflexión sobre el fracaso definitivo de la misión de la
comunidad judeocristiana en Israel. La recepción del fragmento en la fuente
Q significa en efecto que se reflejan en él las experiencias del grupo Q. Sin
embargo, el fragmento podría haber surgido en círculos helenísticos que,
tras el fracaso de su labor misionera, se alejaron de Jerusalén para incluir a
los samaritanos y paganos en la misión cristiana. Ellos fueron los primeros en
extraer de la experiencia de rechazo de Israel la consecuencia de que el
Israel natural fue sustituido como comunidad de salvación por una «nueva»
comunidad. Entonces, los «hijos de la sabiduría» del v. 35 son, además de los
judeocristianos, los samaritanos y los convertidos del paganismo (cf. cap. 8).
La «parábola de los viñadores» (Mc 12, 1-9) pertenece también a este
contexto. Describe en forma de alegoría la permanente resistencia de los
dirigentes de Israel a los mensajeros de Dios, hasta llegar al rechazo y
homicidio del último mensajero, Jesús, muy superior en dignidad a los
anteriores por ser el «hijo único».
Entonces se puso a hablarles en parábolas: «Un hombre plantó una viña, la
rodeó con una cerca, cavó un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó
a unos labradores y se ausentó. A su tiempo envió un criado para percibir de
los labradores su tanto de la cosecha de uva. Ellos lo agarraron, lo apalearon
y lo despidieron con las manos vacías. Entonces les envió otro criado; a éste
lo descalabraron y lo insultaron. Envió a otro, y a ése lo mataron; y a otros
muchos o los apalearon o los mataron. Todavía le quedaba uno, su hijo
querido, y se lo envió el último, pensando: «A mi hijo lo respetarán». Pero
aquellos labradores se dijeron: «Este es el heredero; vamos, lo matamos y
será nuestra la herencia». Y agarrándolo, lo mataron y lo arrojaron fuera de
la viña. ¿Qué hará el dueño de la viña? Irá a acabar con esos labradores y
dará la viña a otros.
La parábola contiene claramente la idea de preexistencia, ya que el «hijo
único» representa al Hijo de Dios preexistente. Esta idea aparece expuesta a
través del pensamiento sapiencial. A la «sabiduría» se la pudo llamar «hija
de Dios» (Filón). Era obvio así, después de identificar a Jesús con la
«sabiduría», llamarlo «el Hijo». El hecho de que el término «hijo» aparezca
también en el título mesiánico de «Hijo de Dios» y en el título de «Hijo del
hombre», lejos de ser un obstáculo, es un recurso para la especulación. La
parábola se sitúa claramente en el umbral de la misión entre paganos, que
fue emprendida por los «helenistas» después de su salida de Jerusalén. Esto
se infiere de Mc 12, 9: al Israel obstinado y a sus dirigentes se les anuncia la
ruina. La «viña» es traspasada a «otros». Resulta obvio atribuir la parábola a
los «helenistas» de Jerusalén y considerar como contexto vital el castigo con
que este grupo, tras la huida, amenaza a Israel y sus dirigentes por su
resistencia al mensaje.
Los «helenistas» interpretan en la parábola el acontecimiento de Jesús con la
idea deuteronomística del profeta y ven al propio Jesús, a la luz del
pensamiento sapiencial, como «hijo» preexistente. Así pues, las ideas sobre
Jesús, el «hijo», y sobre el «envío del hijo» pueden haber surgido ya en
Jerusalén. Fueron desarrolladas después por el judeocristianismo helenístico
sobre una base más amplia (cf. cap. 14, § 4).
«Lo cierto es que Pablo presupone ya [esas ideas]. No es improbable, por lo
demás, su génesis en la propia Jerusalén si se admite —con M. Hengel— que
la comunidad primitiva arameoparlante profesaba la idea del Hijo mesiánico
de Dios. Esta denominación podría haber sido incluso el catalizador para
articular el envío de Jesús, entendido a la luz de la sabiduría, como envío del
hijo. En cualquier caso, tampoco se trata entonces de una ampliación de la
cristología mesiánica (contra lo que sostiene Hengel), sino de una concreción
del contenido semántico, inmanente e independiente, que ofrece la idea de
preexistencia» (Merklein, 61).
Un logion muy antiguo que identifica a Jesús con la «sabiduría» es también
Mt 11, 27par:
Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el
Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se
lo quiere revelar (reconstrucción de D. Zeller).
El dicho consta de cuatro versos. El primero es el enunciado general. Los
versos 2-4 ejemplifican la afirmación hecha en el primero y determinan así
su sentido. El primer verso no es, pues, un traspaso de todos los poderes a
Jesús; lo que Dios le otorga es el conocimiento del Padre. «Entregar» es aquí
un término tradicional (cf. 1 Cor 15, Iss). «No se trata de un conocimiento
general de Dios sino de estar en el secreto de los planes del Dios, que actúa
escatológicamente, de la llegada de su Reino» (D. Zeller). El segundo verso
dice que sólo el Padre conoce el puesto que ocupa y la tarea que tiene «el
Hijo» en los planes secretos de Dios. Según el tercer verso, nadie está en el
secreto de los planes de Dios salvo «el Hijo» (cf. Henet 46,3). De ahí se sigue
como culminación el cuarto verso: sólo «el Hijo» puede facilitar el
conocimiento del plan de Dios. El es el revelador exclusivo del Padre; pero
sólo trasmite este conocimiento a quien él quiere.
«Cada punto del pensamiento expuesto en v. 27bc puede reconducirse a la
tradición sapiencial (cf. Mt 11, 25): Nadie conoce al Hijo coincide con el
reconocimiento humilde de que nadie conoce la sabiduría (Job 18, 1-22; Eclo
1,6; Bar 3, 15-31; cf. Prov 30, Iss; Ecl 7, 24s); ...sino sólo el Padre se
corresponde con la afirmación de que sólo Dios conoce la sabiduría (Job
28,23-27; Eclo 1,8; Bar 3, 32; 1 Hen 63,2; 84, 3, cf. Prov 8, 22-30; Eclo 1,
1.4.9; 24, 3s.5s.9; Sab 7, 25ss); ...ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo
se ajusta a la idea de que la sabiduría tiene un conocimiento singular de Dios
(Prov 8, 12; Sab 7,25ss; 8,3s.8s; 9,4.9.11, cf. Sab 2,13.16.18 y 7,21; cf. Jn
1,18).
Jesús, el Hijo, aparece aquí inequívocamente como la sabiduría. Jesús sophia
encarna el objeto de conocimiento de que habla el v. 27b, el contenido de lo
que el Padre conoce. El es la sabiduría. Pero Jesús sophia aparece a la vez en
el v. 27c como sujeto de la sabiduría. El Hijo conoce al Padre; es decir, como
Hijo a quien todo se lo entregó el Padre, Jesús sophia, posee un conocimiento
perfecto del Padre. Posee toda toda la gnosis, y el Padre mismo se ofrece en
su sabiduría como objeto de esa gnosis» (Christ, 89).
Jesús es el sujeto que pronuncia el dicho; pero no es el Jesús terreno sino el
Resucitado quien habla aquí de sí mismo. Estamos, pues, ante un
cristologúmenon pospascual. El Resucitado habla a través de un profeta
cristiano-primitivo.
Jesús aparece como «el Hijo» que está en una relación exclusiva con el
Padre. Esta relación especial hace que sólo él y ningún otro sea el revelador
del Padre.
Hay que distinguir estrictamente, en la historia de la tradición, el título de «el
Hijo» y el título de «Hijo de Dios» (Rom 1, 3s). F. Hahn hace derivar el
primero de la propia conciencia del Jesús terreno (recuérdese el Abba
característico de Jesús). Pero ¿puede haber conducido directamente la
relación de Jesús con Dios al título cnstológico «el Hijo»? Es más posible que
el traspaso del título de «Hijo del hombre» al Resucitado hubiera atraído
hacia sí el título de «el Hijo» (Hoffmann). Henet aplica el atributo «Hijo del
hombre» a la «sabiduría». En cualquier caso, sólo a través de categorías
sapienciales fue posible hablar de Jesús como «el Hijo».
El logion significa, en suma, la cualificación de Jesús como revelador
exclusivo de Dios. Pero el cuarto verso deja entender que el dicho tiene
asimismo como finalidad el señalar a determinadas personas o a un grupo
como receptores de la revelación de Jesús y legitimarlos así de manera
especial. Los mensajeros de Jesús se presentan como discípulos de la
«sabiduría» que es Jesús, el único revelador de Dios.
Se ha hecho notar siempre el carácter «joánico» de este logion. Da la
impresión, por el lenguaje y el estilo conceptual, de ser un cuerpo extraño en
la tradición de la fuente Q. Por eso sigue siendo discutida su clasificación en
la historia de las tradiciones. Hay quienes lo consideran un añadido
secundario de una etapa redaccional tardía de la fuente de los logia. Pero
¿en qué tiempo y dónde pudo aparecer el logionl Hay que referido, pese a
muchas oscuridades, a la comunidad primitiva más antigua de Jerusalén. Sus
«helenistas» estaban imbuidos del pensamiento «sapiencial». En su
cristología, Jesús aparece muy pronto como la «sabiduría» en lugar del
«templo» y la «ley». Jesús en cuanto revelador exclusivo del Padre anuncia e
interpreta auténticamente la voluntad de Dios plasmada en la tora (cf. cap.
7).
La atribución histórica del logion a los «helenistas» de Jerusalén puede
explicar tanto su recepción tardía en la fuente Q como su carácter «joánico».
Los evangelizadores de Israel del grupo Q adoptaron más tarde este logion y
lo utilizaron para legitimar su misión ulterior. Pero los «helenistas» lo llevaron
consigo después de su expulsión de Jerusalén. Como habían recibido también
la influencia del cristianismo «joánico» (cf. Jn 4, 37s; cf. cap. 8), podrían
haber trasmitido este logion al cristianismo «joánico» como el punto de
apoyo más antiguo de una cristología «joánica».
Citemos aquí, por último, Mt 11, 28-30:
Venid a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré
descanso. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde
de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es
suave y mi carga ligera.
Jesús habla aquí como «sabiduría» divina. La afinidad de la apelación, en la
forma y el contenido, con los apartados del libro del Sirácida donde la
sabiduría invita a sus discípulos es tan fuerte que algunos han considerado
Mt 11, 28-30 como una «cita» del Eclesiástico o de un «escrito sapiencial»
desconocido, puesta en boca de Jesús (cf. Eclo 6, 23-31; 24, 19-22; 51, 23-
28). Sin embargo, la llamada del Salvador puede ser una tradición original
del cristianismo primitivo. Pertenece al marco de la «cristología sapiencial»
que hemos reseñado. Jesús «es la sabiduría que dice venid a mí. Se presenta
como ley al ofrecerse como yugo y carga, igual que la sabiduría cuando
invita a seguir su ley» (F. Christ; cf. Eclo 24, 23; Bar 4, Is). Es hermeneuta de
la voluntad de Dios; su interpretación de la tora no es un yugo pesado, como
otros halajá (cf. Lc 11, 46). Los «rendidos» y «abrumados» que Jesús convoca
son los oprimidos por el yugo de una halajá contemporánea, como la farisea
por ejemplo.
Los autores del logion no son únicamente los «helenistas». Estos llegaron sin
duda antes y más decididamente que otros a nuevas esferas conceptuales
con la inclusión del pensamiento «sapiencial» en la reflexión teológica; pero
la comunidad arameoparlante vio también en Jesús al revelador definitivo de
la voluntad de Dios (cf. cap. 7, § 2). Parece, pues, más correcto atribuir este
dicho a la comunidad primitiva en su conjunto.
Ponemos fin así a nuestras reflexiones sobre la cristología de la comunidad
primitiva. A pesar del brevísimo lapso de tiempo de 3 a 4 años que media
entre el acontecimiento pascual y la salida de los «helenistas» de Jerusalén,
hemos constatado un desarrollo extremadamente rápido y complejo de los
enfoques y esquemas cristológicos. Muchos elementos tuvieron un proceso
paralelo e independiente entre sí. Muchas de las aparentes incoherencias
son simplemente líneas de reflexión yuxtapuestas. No hubo una cristología
que se limitara a un título soteriológico previamente dado en la tradición del
judaísmo primitivo. Los títulos de «mesías» e «Hijo del hombre» eran
intercambiables; en realidad ilustraban diversos aspectos del acontecimiento
de Cristo o presentaban a Jesús en diferentes funciones. No hubo una
cristología que se centrara únicamente en la llegada inminente del
«mesías/Hijo del hombre». El poder y la autoridad del Resucitado junto a
Dios y su actividad terrena pasada fueron desde el principio dos elementos
de reflexión conjunta en la comunidad primitiva. ¿Quién va a establecer
diferencias, en línea de historia de la tradición, en el espacio de tiempo de
unos pocos años? Algo parecido cabe decir de la idea de preexistencia.
Parece seguro que esta idea fue contemplada ya por los «helenistas» sobre
la base del pensamiento «sapiencial». También es posible que la idea pasara
al sector arameoparlante a través de este mismo pensamiento sapiencial. En
cualquier caso, no consta que los judeocristianos de lengua aramea
rechazaran la idea de preexistencia. Concluimos así señalando que las bases
de toda la cristología estaban ya sentadas en la comunidad primitiva más
antigua de Jerusalén. El resto fue desarrollo.

7.- LA COMUNIDAD PRIMITIVA ANTE LA LEY Y EL TEMPLO


Lucas recoge en Hech 6, 8-8, 1 las discusiones del «helenista» Esteban con
miembros de las sinagogas de los judíos helenistas de Jerusalén, durante las
cuales se produjo la acusación contra Esteban, su condena y su ejecución. El
motivo fue la predicación pública de Esteban, dirigida contra el templo y la
tora (Hech 6, 13s). La intervención judía no se limitó a Esteban sino que
alcanzó, según Lucas, a toda la comunidad, que tuvo que huir de Jerusalén,
«menos los apóstoles» (Hech 8, Is).
Este relato suscita algunos problemas literarios e históricos. Volveremos
sobre ellos más adelante (§ 4). Sólo vamos a tocar aquí un detalle como
punto de partida de nuestras reflexiones. A pesar de lo afirmado en Hech 8,
Is, los afectados por la persecución fueron sólo los «helenistas», no toda la
comunidad. El propio Lucas lo da a entender así en lo que sigue del relato.
Señala por una parte que los (doce) apóstoles permanecieron en Jerusalén y
se refiere, por otra, en 8,4ss; 11, 19s únicamente a «helenistas» huidos.
Surge aquí un problema. La comunidad arameoparlante vivió como una
secta, sin ser molestada, en la federación del judaísmo. Su anuncio
escatológico sobre la inminencia del reino de Dios y su proclama del
Resucitado como mesías no fueron razón, por lo visto, para actuar contra
ellos. Por otra parte, Esteban y los «helenistas» fueron liquidados o
perseguidos por su predicación y en especial por su posición respecto al
templo y a la tora. ¿Adoptaron los «helenistas» y la comunidad primitiva
arameoparlante diferentes posiciones en este punto? Antes de abordar esta
cuestión, conviene hacer algunas indicaciones sobre la significación del
templo y de la «ley» en el judaísmo primitivo.

1. El templo y la ley en el judaísmo primitivo

a) Templo y culto en el templo


Después del exilio, los persas instauraron en Jerusalén y en Judea un Estado
templario de tipo teocrático. Su base fue la tora como «ley fundamental», y
su cometido, la realización del culto divino ordenado en la tora. Los
sacerdotes oficiantes en el templo, con el sumo sacerdote a la cabeza,
además de ser responsables del culto, fueron también por largo tiempo y
reiteradamente los representantes políticos de aquella comunidad judía.
Ellos consideraron la comunidad como un «Estado de Dios» que funcionaba
con arreglo a la voluntad divina. Representaba al «resto de Israel» purificado
en el destierro. Los sacerdotes velaban por el cumplimiento de la «ley»,
sancionaban las transgresiones y hacían los sacrificios expiatorios que
santificaban permanentemente a la comunidad. Según esta concepción, el
reinado de Dios era ya un hecho en esta comunidad. No admitían que se
cuestionara o relativizara el «Estado de Dios», administrado por ellos, desde
unas utopías escatológicas. Procuraban asimismo asegurar la existencia del
templo mediante una hábil política de equilibrio ponderado en las relaciones
de poder. De ahí que en tiempo de Jesús y de la comunidad primitiva
colaborasen con la potencia mundial, Roma, y evitaran cuidadosamente
cualquier provocación de Roma por parte de los fanáticos escatológicos.
Además de asegurar su propia posición de poder, buscaban sobre todo
mantener y estabilizar la comunidad judía idealizada como «Estado de Dios»
y sus manifestaciones cúlticas.
Sin embargo, esta visión de la comunidad judía concreta como un «Estado de
Dios» ya efectivo fue siempre objeto de discusión. Desde la fundación de la
comunidad post-exílica hubo un frente de oposición intrajudía que rechazó, a
la luz de premisas escatológicas, la idea de una teocracia ya realizada. No se
podía afirmar en modo alguno que el reinado de Dios sobre Israel se
manifestara plenamente en el modesto Estado templario de Sión. Los
disidentes concebían ese Estado desde un modelo más perfecto y universal,
y lo consideraban como el final necesario de toda soberanía y poder
profanos. El reinado de Dios pondría fin a las potencias mundiales y
destruiría a todos los enemigos de Dios. Por eso era un puro delirio
considerar el pequeño Estado templario de Judea como realización de la
soberanía universal de Dios, pregonar el culto del templo como el culto puro
rendido a Dios y presentar la comunidad judía, moralmente deficiente en
todos los aspectos, como el pueblo «santo» de Dios. Consideraban impuros
los sacrificios del templo (cf. Henet 89, 73s; 93, 9s). A juicio de estas
personas «piadosas» de la oposición, la misericordia y la humildad eran más
valiosas que los sacrificios cruentos, ya que en la liturgia del cielo no se
ofrecían víctimas de sangre (TestLeví 3, 6). Sin embargo, estos grupos no
hacían una crítica radical del templo y de su culto; simplemente mantenían
contra ambos sus reservas escatológicas, y muchos «piadosos» sentían una
total indiferencia hacia el culto concreto del templo.
Es una circunstancia sumamente significativa, en todo caso, que la reforma
cúltica de Jerusalén llevada a cabo los años 170-167 a. C. no desatara la
rebelión de los «piadosos». La introducción de un nuevo rito y las
modificaciones estructurales del templo no afectaron a los «piadosos»,
probablemente, en el núcleo de su religiosidad. Sólo cuando esta reforma fue
complementada con medidas que prohibían el ejercicio de la religiosidad de
la tora y obligaban a participar en el nuevo culto, estalló la sublevación. Aquí
se constata que el culto del templo, considerado como impuro, no podía ya
satisfacer a los «piadosos». El individuo «piadoso» realizaba el «verdadero»
culto divino, hasta la instauración definitiva de un templo «nuevo», mediante
la perfecta observancia de la tora. Parece que después de la consagración
del macabeo Jonatán como sumo sacerdote (152 a. C.) se produjo un cisma
en el templo: un grupo numeroso de sacerdotes sadoquidas con mentalidad
escatológica abandonó el templo y, tras una huida probablemente larga,
fundó la comunidad monástica de Qumrán a orillas del mar Muerto. Rechazó
el culto del «sacerdote sacrilego» Jonatán y de sus secuaces en Jerusalén,
concibió su comunidad como un templo «espiritual» y su vida comunitaria
como sucedáneo del culto y esperó la creación de un templo nuevo por Dios
en el tiempo final (llQTemplo 29, 9s). No consta si en este templo
continuarían los sacrificios de animales. Parece que no, teniendo en cuenta
que el mesías-sacerdote esperado en Qumrán no ofrecería sacrificios, sino
que sería un estudioso de la ley y un liturgo (IQSb 4, 25ss; cf. TestLeví 2, 10;
4, 2ss).
En los medios fariseos, parece que el culto del templo era también
considerado como impuro desde la escisión de los jassidim; se mantenía,
cuando menos, una fuerte reserva. Esto se desprende ya del hecho de que
los fariseos rechazaran decididamente a los príncipes-sacerdotes asmoneos
y fustigaran duramente su amoralidad (SalSal 2, 3ss; 2, 15ss; 4, 1-5; 8, 7-13;
17, 5s; AscMois 5, 1-6, 1). Quizá la reserva se atenuó en tiempo de Herodes
el Grande y de la soberanía romana porque los sumos sacerdotes legítimos
recuperaron el cargo; pero siguió soterrada y activa. La destrucción del
templo en la guerra judía fue considerada en los medios fariseos como
castigo divino por el culto impuro ofrecido en él. Lo cierto es que la
suspensión del sacrificio en el templo el año 70 d. C. no provocó ninguna
crisis radical de identidad en el judaísmo. Ya con anterioridad, muchos
«piadosos» aceptaban el culto sacrificial concreto únicamente porque Dios lo
había ordenado en la tora.
Hemos indicado ya (cf. cap. 3, § 7) las dificultades que encontraba el
judaísmo helenístico de la diáspora, alejada del santuario central e iniciada
en la crítica filosófica de los mitos y de la religión, ante el culto de sacrificios
cruentos. También Juan Bautista mantuvo una actitud crítica hacia el culto
del templo y le negó cualquier virtualidad para el perdón de los pecados. La
única posibilidad de salvación para Israel ante el tribunal de Dios era, según
él, su bautismo penitencial y el cumplimiento perfecto de la voluntad de
Dios.
Sin embargo, a pesar de las numerosas reservas contra el culto concreto en
el templo, ningún grupo del judaísmo primitivo consideró inválido el culto
ordenado por Dios, ni desfasado el templo. Esperaban su purificación y
renovación escatológica. La destrucción del templo el año 70 d. C. y la
suspensión del culto pudieron ser aceptados como justo castigo de Dios. La
religiosidad personal del judío practicante se había desentendido desde
hacía tiempo del ejercicio del culto en el templo. La vida moral acorde con
los preceptos de Dios era considerada como el verdadero culto que
complacía a Dios. El hecho de que el judaísmo, pese a todas las reservas, no
se apartara radicalmente del templo y su culto, tenía que ver con su
concepto de la tora. La tora era considerada como una unidad de la que no
debía desprenderse ninguna parte. Sólo en el judaísmo helenístico se
empieza a distinguir en la tora entre preceptos más y menos importantes;
pero estas distinciones no iban encaminadas a la abolición de los segundos.
Pretendían establecer prioridades y servir así a la realización concreta de la
vida de la comunidad judia al margen del templo.

b) La ley en el judaísmo primitivo


Todos los grupos judíos se sentían obligados en el judaísmo primitivo a
observar la «ley», que contenía la voluntad de Dios revelada en el Sinaí. Pero
¿cómo se puede definir esta «ley» en el contenido y en lo formal? Recientes
investigaciones sobre la «ley» en el judaísmo primitivo han puesto en
evidencia nuestros escasos conocimientos sobre la «ley» vigente en tiempo
de Jesús y de la comunidad primitiva. Lo que era considerado como «ley» no
se identificaba, en todo caso, simplemente con la tora consignada en el
Pentateuco. Ni la «ley» vigente como base jurídica de la comunidad judía
(«ley fundamental») ni la «ley» reconocida como válida y practicada en los
distintos grupos del judaísmo primitivo coincidían plenamente, en el
contenido o en la extensión, con la tora.
Lo cierto es que no cabe deducir de la tora qué es lo que el judaísmo
primitivo consideraba y reconocía como «ley» de Dios. Hay, por ejemplo,
tradiciones legales que se contradicen con la tora. Entre ellas está la hataja
sabática referida en 1 Mac 2,41, que considera lícito defenderse en sábado.
Esta interpretación no se puede hacer derivar de la torá; es aceptada desde
Josefo hasta hoy y considerada como una interpretación válida (Ant. 14, 63;
Bell. 1, 146), pero en modo alguno era admitida por todos en tiempo de los
macabeos (cf 1 Mac 2, 29-38). Parece que, en la época neotestamentaria,
era rechazada por los esenios.
Hay también tradiciones legales en el judaísmo primitivo que no figuran en la
tora o la sobrepasaban ampliamente. Cabe recordar aquí los grupos
apocalípticos a que hace referencia Henet y para los cuales todo el orden
divino del mundo tenía un carácter obligatorio (cf Hen et 72-82). El ser
humano debía ser justo. Numerosas ordenanzas de la comunidad qumránica
van más allá de la tora y no se pueden fundamentar en ella. La tora no
puede considerarse con seguridad ni siquiera como criterio de
fundamentación para la halajá concreta. La tora por sí sola no basta nunca,
«a juicio de todas las corrientes paleo-judías, para garantizar lo que ella
promete siempre: una vida lograda en el sentido judío auténtico» (K. Müller,
17).
A la tora acompañaba siempre la halajá en todo el judaísmo primitivo, e
incluso se atribuía a la segunda la misma dignidad que a la primera. Tora y
halajá constituían juntas lo que se llamaba «ley» y se practicaba como tal.
Hasta los grupos sacerdotales que velaban por la tora necesitaban de una
halajá para su aplicación cotidiana; pero no conocemos esa halajá concreta
ni su alcance. Nos ha llegado en cambio por fortuna, parcialmente, la halajá
de la comunidad qumránica (cf. IQS; CD; 11QTemplo), asi como la halajá de
circuios apocalípticos afines (cf. Jub). Josefo nos da una visión de la halajá de
su tiempo (Ant. 4); y Filón, de la interpretación de la ley en el judaísmo
alejandrino.
¿Cómo explicar este fenómeno de que el judaísmo primitivo atribuyera a la
halajá el mismo valor, como verdad revelada, que a la tora del Sinaí, siendo
ambas tan distantes en el tiempo y, a veces, de contenido antagónico? K.
MüUer señala que el judaísmo primitivo, en todas sus corrientes, no concebía
la revelación del Sinaí como un hecho único, con preceptos fijados de una
vez por todas. La revelación de la tora aparecía en una estrecha
dependencia del proceso de mediación humana, que permitía la aplicabilidad
de la tora en las circunstancias históricas concretas. En virtud de este
principio teológico, la tora no debía ser entendida en la forma peculiar de sus
inicios con Moisés en el Sinaí, sino que necesitaba de una constante relación
con los tiempos siempre cambiantes y sus exigencias, en forma de tradición,
para que el fiel judío pudiera comprenderla en su verdadero sentido y
observarla. Sólo mediante la condensación de la palabra de Dios en las
infinitas posibilidades de la halajá adquiere la singularidad de la revelación
su permanencia y su capacidad animadora y formativa a través de las
generaciones» (MüUer, 24s).
En el rollo del templo de Qumrán, por ejemplo, «Dios habla a Moisés en
primera persona y le revela así unas leyes, algunas de ellas conocidas en el
Pentateuco, pero desconocidas en su mayoría. La halajá y la tora aparecen
equiparadas. Y no sólo en el rollo del templo y entre los esenios. Hay que
partir del hecho de que, en esta idea fundamental de la revelación, las
coincidencias entre los grupos judíos del judaísmo primitivo eran mayores
que las diferencias» (ibid.).
En esta situación se comprende la lucha encarnizada que se libra en el
judaísmo primitivo en torno a la halajá dentro del texto literal de la tora. La
casta sacerdotal de los saduceos compartía esa noción básica de la
revelación del Sinaí; también ella seguía una determinada halajá. Rechazaba
en cambio la interpretación de los fariseos; otro tanto hacían los esenios de
Qumrán. Los fariseos eran para éstos personas «que buscan lo fácil». Parece
que Juan Bautista rechazó como insuficiente la interpretación y praxis de la
voluntad de Dios en el judaísmo contemporáneo, por no ofrecer a nadie la
posibilidad de salvación ante Dios. Por eso el judaísmo primitivo se esforzó
en encontrar la halajá correcta, y parece que las respuestas fueron tan
numerosas como las diferentes agrupaciones.
Ni siquiera los fariseos eran unánimes a este aspecto antes del año 70 d. C.
Tampoco ellos tenían una noción uniforme de la ley. Diversas corrientes se
enfrentaban, a veces violentamente. Tales corrientes nos son conocidas
como «shammaítas» e «hillelitas», calificativos derivados de sus jefes de
escuela. Los unos eran rigoristas en su halajá; y los otros, una especie de
«fariseos benévolos» que preconizaban la observancia de la ley al alcance de
la mayoría.

c) La actitud de Jesús ante la ley y el templo


No es necesario abordar aquí en concreto la actitud de Jesús ante la ley y el
templo. No parece que se saliera del marco del judaísmo primitivo. Así lo
indican los datos históricos y de historia de la tradición. Es totalmente
improbable —contra lo que suele afirmarse— que Jesús descalificara la tora y
el culto en nombre de una libertad total, quebrantara el sábado en forma
provocativa y atacara expresamente el orden cultual y la tora, los
fundamentos de la comunidad judía. Pero cabe aplicar a Jesús, y en mayor
medida, todo aquello que se constata en el judaísmo primitivo. La autoridad
divina de la tora era sin duda indiscutible para él. Jesús compartió la idea
paleojudía de que la tora requiere interpretación. No abolió la tora sino que
la interpretó auténticamente. Estas constataciones no excluyen que su halajá
sobrepasara la letra de la tora, que a veces no derivase de ella o incluso la
contradijera.
¿Qué otro sentido iban a encontrar los oyentes en la llamada de Jesús que el
de acatar la santa voluntad de Dios, concretamente la voluntad de Dios que
Jesús entendió con una última radicalidad y rigor a la luz de la tora? Cabe
aplicar a Jesús lo que postulaban otros grupos judíos: revelar plenamente el
sentido de la tora y hacerlo viable para la praxis concreta.
Jesús se vio envuelto así, forzosamente, en un debate con representantes de
otros grupos, especialmente con los fariseos. Rechazó sin duda su halajá, al
menos su ampliación de la tora cúltico-ritual a los laicos. Es natural que
hubiera discusiones halákicas entre él y algunos fariseos en tomo a
cuestiones de observancia del sábado o de pureza ritual; pero hay que tener
en cuenta la variedad de posiciones existente entre los fariseos en este
punto. Jesús podría haber adoptado posturas muy diferentes ante diversos
fariseos, en línea más dura y polémica ante representantes de la corriente
rigorista que ante representantes del fariseísmo «blando». Parece que
advirtió a los fariseos sobre el peligro de favorecer con su programa la
formación de una clase religiosa en Israel (cf. cap. 3, § 4).
Parece que los fariseos, a la inversa, criticaron a Jesús el haberse mezclado
con los «impuros» y los «pecadores». Pero esta crítica sólo es comprensible
históricamente si ellos no rechazaron a Jesús categóricamente como
infractor de la ley, sino que lo consideraron en muchos aspectos como «uno
de los suyos». Sólo entonces pudo afectarlos su trato con los «pecadores».
Justamente porque Jesús los tomó en serio, quedaron impresionados por su
conducta antirritual y por su anuncio de salvación a los «pecadores» y los
«impuros». Jesús cuestionó su ideal específico de un Israel ritualmente santo.
Es posible que los debates y discusiones hubieran sido violentos, pero no
rebasaron el marco de las polémicas judías sobre la halajá. Jesús no declaró
abolida la tora ni total ni parcialmente, sino que se mantuvo en el ámbito de
ella. Cuando criticaba, no lo hacía contra la tora misma sino contra su
interpretación y práctica por los diversos grupos del judaísmo. Combatió una
observancia exterior de la tora, el ritualismo y el legalismo. Y exigió un
cumplimiento integral de la voluntad de Dios que escudriñase la intención
del precepto de la tora. Parece que encontró eco, en esta vía, entre algunos
fariseos.
Los debates halákicos con los fariseos no tuvieron relevancia alguna en el
proceso de Jesús. Los fariseos tampoco persiguieron a Jesús desde el
principio con odio y hostilidad mortal. Los duros enfrentamientos narrados
por los evangelios entre Jesús y los fariseos reflejan más bien las tensiones
entre la joven Iglesia cristiana y los rabinos fariseos que después del 70 d. C.
pasaron a ser representantes y guardianes del judaísmo «ortodoxo».
La actitud de Jesús ante el culto de Jerusalén se caracterizó, al parecer, por
las mismas reservas que mantenían muchos «piadosos» de su tiempo. Las
reservas de Jesús tenían un componente escatológico. El culto en el templo
perdería toda su razón de ser en el reino venidero. Ya ahora carecía de
eficacia para el perdón de los pecados. Quizá Jesús expresó estas reservas
en un dicho sobre el templo que no es posible ya reconstruir (cf. Mc 13, 2;
14,58; Jn 2, 19; Hech 6, 14); pero es totalmente improbable que Jesús
exigiera la supresión del culto en el templo o la destrucción de éste, porque
contaba también en este aspecto con la intervención escatológica de Dios.
También es dudoso que su actitud pública ante el templo le acarreara la
muerte. Cuando, 30 años después, un «profeta» estuvo clamando durante
años en Jerusalén, anunciando el «ay» escatológico sobre la ciudad, este
delito le mereció un severo juicio y la pena de la flagelación, mas no la
condena a muerte (cf. Josefo, Bell. 6, 300-309). Es posible que la animosidad
de la jerarquía del templo y del sanedrín hacia Jesús se hubiera exacerbado
en extremo con su actitud ante el templo; pero la acusación contra él ante
Pilato pudo obedecer a un frío cálculo político. El talante antijudío de la
política romana que Sejano, el consejero del emperador, controlaba desde
Roma y cuyo ejecutor in situ era Pilato, no permitía asumir ningún riesgo a
los responsables políticos del judaísmo. Por eso acusaron y condenaron a
Jesús como falso pretendiente a mesías y, en consecuencia, como grave
peligro para el bien común, y lo entregaron a la justicia romana.
«Es menos importante saber si fueron las instancias judías o las romanas las
que tuvieron más motivo para eliminar a Jesús. Lo decisivo es que todas las
instancias interesadas en la paz política y social tenían suficientes motivos
para proceder contra él. Aunque Jesús no era un revolucionario político, su
movimiento pudo haber alcanzado rápidamente una relevancia política. En
cualquier caso, hay que ser cauto a la hora de suponer que sus adversarios
religiosos, en sórdida maniobra, lo denunciaron políticamente, pero que la
verdadera razón del ajusticiamiento fue en realidad su actitud ante la ley»
(Theissen, Wundergeschichten 243, nota 42).
De otro modo no se comprendería históricamente por qué los discípulos de
Jesús permanecieron sin ser molestados en Jerusalén y pudieron continuar su
mensaje. Si la actitud de Jesús ante la «ley» y el templo hubiera sido el
motivo de su condena, los discípulos y la comunidad primitiva habrían sido
vigilados y controlados con más rigor.

d) ¿Retroceso respecto a Jesús?


Esteban y los «helenistas», en cambio, fueron perseguidos, según Hech 6,
11-14, por su actitud ante la ley y el templo. Este hecho se interpreta a
menudo en el sentido de que los «helenistas» siguieron la actitud de Jesús,
mientras que los judeo-cristianos arameos eran «más reservados en la crítica
a la ley, más conservadores, podríamos decir» (Hengel). Esta opinión es en
extremo problemática y late en ella la prevención y hasta el reproche de que
los judeocristianos arameos del primer período no mantuvieron con
coherencia la actitud de Jesús, sino que la abandonaron para regresar al
judaísmo. Pero no hay razón alguna para suponer tal retroceso respecto a
Jesús en la comunidad primitiva aramea.
Cierto que la historia de las «antítesis», del lenguaje polémico o de otros
logia sobre la tora muestra que la posición originaria de Jesús fue alterada
posteriormente. Los añadidos y modificaciones la desactivaron o la anularon;
pero estas tradiciones en su forma primigenia son un material de tradiciones
de toda la comunidad primitiva. Expresan la actitud ante el conjunto de
cuestiones sobre la tora y el culto adoptada por toda la comunidad, que se
guió por la posición de Jesús. Estas tradiciones no se enseñaron, al principio,
únicamente en medios «helenistas». No hay que incurrir aquí en el error de
retrotraer al primer período de la comunidad primitiva el proceso ulterior del
judeocristianismo palestino, y especialmente sus reservas contra el
evangelio sin «ley» de la comunidad helenístico-judeocristiana de Antioquía
y de Pablo.
Debemos partir más bien del supuesto de que la comunidad primitiva de
Jerusalén se mantuvo en la actitud de Jesús ante la tora y la praxis ritual. Del
hecho de que los judeocristianos de habla aramea no fueran afectados por la
persecución referida en Hech 8, 1 no podemos concluir que abandonaran o
rechazaran la actitud de Jesús hacia la tora y el culto. Hay que preguntar
más bien, a la inversa, si los «helenistas» no habían dado ya un paso en
Jerusalén en lo concerniente al valor de la tora y el templo, un paso que los
llevó más allá de la actitud de Jesús y de la comunidad primitiva y los
enfrentó gravemente con el judaísmo, por implicar el rechazo total del culto
en el templo y la revisión de la tora. Abordaremos esta cuestión más
adelante.

2. La tora en la tradición de la comunidad primitiva


Para analizar aquellas tradiciones de las que se desprende la actitud de toda
la comunidad primitiva hacia la tora y la praxis ritual, conviene comenzar por
las «antítesis» (Mt 5, 21-48).
El esquema estructural de estas antítesis es idéntico: El antecedente (tesis)
cita un precepto del decálogo o un precepto de la tora veterotestamentaria.
El consiguiente (antítesis) expresa el propio punto de vista: «Pero yo os
digo».
Observaciones formales permiten una distinción en antítesis «auténticas» e
«inauténticas»:
1. Las «antítesis» 5,21-22; 5,27-28 y 5,33-37 son material propio de Mateo.
Las «antítesis» 5, 31-32; 5, 38-42 y 5,43-47 tienen paralelos en el evangelio
de Lucas y de Marcos, mas no en forma antitética.
2. Las «antítesis» de material propio referidas coinciden en «formular la tesis
a modo de prohibición y en no rechazar esta prohibición, sino superada»
(Bultmann). En las otras «antítesis», la tesis respectiva no enuncia una
prohibición sino un precepto positivo o una concesión (5,31) que después no
es superada sino rechazada y anulada. Las «antítesis» de material propio se
asocian al precepto/prohibición y lo acentúan; no así las otras antítesis.
3. En las «antítesis» de material propio, la antítesis respectiva es
incomprensible sin la tesis. En las otras «antítesis», en cambio, la antítesis es
comprensible aun sin la tesis.
Estas observaciones permiten concluir que las «antítesis» 5, 31-32.38-42.43-
48 son glosas secundarias de las «verdaderas» antítesis 5,21-22.27-28.33-
37. Su forma procede de Mateo, que utilizó sin embargo el antiguo material
de la tradición, como demuestran los paralelismos. Las «verdaderas»
antítesis, en cambio, son premateanas también en la forma y muy antiguas.
Pueden proceder del propio Jesús en el contenido básico; pero fueron
ampliadas y complementadas en el proceso de historia de la tradición, o por
el evangelista.
La fórmula antitética «se dijo... pero yo os digo» tiene analogías en el
judaísmo (cf. Henet 94, 1.3.10; 99, 13, 102, 9; TestRub 1, 7), aunque su
alcance es limitado. Contienen la fórmula «pero yo os digo...», sin que ello
suponga la contraposición a un precepto de la tora. Más lejos van las
doctrinas de rabinos posteriores en las que diversos letrados contraponen
antitéticamente interpretaciones halákicas de un precepto de la tora; pero en
ellas no se contrapone la propia interpretación al precepto de la tora. No
ocurre así en las «antítesis»: el precepto de la tora afectaba a los
«antepasados», y la tradición jesuática se dirige a la comunidad interpelada
con el pronombre «vosotros»; pero las «antítesis» no invalidan el precepto de
la tora impuesto a los «antepasados». Sigue vigente, obviamente, el «no
matarás, no cometerás adulterio, no jurarás en falso». El precepto de la tora
es en realidad ampliado: «no airarse, no mirar con lujuria, no jurar». La
finalidad de las «antítesis» es, pues, subrayar lo realmente expresado en la
tora. Esta no prohíbe sólo el asesinato como agresión llevada al extremo,
sino la agresión misma; no sólo el adulterio como realización del deseo
lujurioso, sino el deseo mismo; no sólo el juramento en falso, sino la falta de
veracidad.
Esto pone en claro que las «antítesis» participan de la idea de revelación
sinaítica que hay que presuponer para todo el judaísmo anterior al año 70 d.
C: un proceso de revelación de la voluntad divina que aún no ha concluido
(cf. suprd). Esto puede expresarse en la posibilidad de considerar y practicar
como «ley» divina básica lo que no tenía ningún punto de apoyo en la tora o
rebasaba su texto literal. Esta interpretación no es exclusiva de Qumrán,
pero se da allí con especial claridad. La comunidad de Qumrán entendió, por
ejemplo, su «rollo del templo» como una «revelación directa de Dios en el
Sinaí» (Luz; cf. llQTemplo 2; 54,6s); y por boca del «Maestro de justicia» nos
ha llagado una formulación análoga a las antítesis neotestamentarias.
Cabe recurrir a las «antítesis», obviamente, para elucidar la cuestión de la
conciencia de Jesús; pero se impone aquí una cautela extrema. Hemos visto
que el principio expresado en las «antítesis» no carece de analogía.
Partiendo de una interpretación del acontecimiento sinaítico abierta a la
continuación de la revelación en el judaísmo primitivo, cabe afirmar quizá
que Jesús «se presentó realmente como superior a Moisés» (Kásemann);
pero ¿qué conclusiones se van a extraer de eso? Es difícil creer que las
«antitesis» fuesen realmente para la sensibilidad judia «una injerencia en
una prerrogativa divina» (Mer-klein), a menos que se considere injerencia
todo intento de proclamar válidamente los preceptos de Dios; pero esto no lo
sostuvieron ni en Qumrán ni en otros grupos del judaísmo primitivo. En ellos,
comenzando por el Deuteronomio, la revelación sinaítica estuvo siempre
abierta a complementos que recababan para sí la validez divina (cf. Jub,
AscMois). Si los rabinos posteriores sólo reconocieron la autoridad de Moisés,
ello podría significar ya un rechazo de la idea de revelación, más abierta, del
judaísmo anterior al 70 d. C.
La comunidad primitiva consideró a Jesús como el Revelador escatológico de
la voluntad de Dios expresada realmente en la tora. Colocó por encima de
Moisés —o, al menos, a su lado— a aquel que Dios había corroborado
mediante la resurrección (Mc 9,2-8; cf. Dt 18, 15.18; Jub 1, 2s). Sus mandatos
eran para ella la continuación auténtica de la revelación del Sinaí.
Veamos ahora las distintas «antítesis».
Habéis oído que se dijo a los antepasados: «No matarás, y si uno mata será
condenado por el tribunal», pues yo os digo: Todo el que trate con ira a su
hermano será condenado por el tribunal; el que lo llame imbécil será
condenado por el Consejo; el que lo llame renegado será condenado al fuego
del quemadero (Mt 5, 21-22)4.
Krisis significa aquí el juicio divino que se realiza a nivel terreno y a nivel
escatológico (cf. V.21). Se podría pensar que 5, 22 regula la conducta
humana en términos casuísticos; pero esta impresión es errónea. Entre las
dos palabras ofensivas raka y moros no hay una diferencia cualitativa; y
tampoco hay, por eso, una progresión en la sorprendente amenaza de v. 22c.
Todo el peso recae en esta amenaza. El que «se limita a» dañar la reputación
del hermano con una ofensa pública, sin liquidarlo, no puede esperar menor
condena, sino el mismo «fuego del quemadero» que el asesino. La sorpresa
del oyente por la secuencia de v. 22a a v. 22b.c está calculada.
Es significativo que la antítesis del v. 21s aparezca formulada como precepto
jurídico. No sólo el mandamiento del decálogo, también la norma
perfeccionadora de Jesús es un imperativo jurídico que formula un derecho
de carácter escatológico. Con arreglo a este ordenamiento jurídico se
efectuará el juicio final inminente. Se promulga aquí en términos vinculantes
el nuevo derecho divino escatológico, que va más allá de la letra de la tora
sinaítica. El orden jurídico revelado a los «antepasados» no había
manifestado aún con suficiente radicalidad la voluntad de Dios en su
verdadera intención. Esto acontece ahora con Jesús.
La advertencia contra la ira y su dura condena se ajustan perfectamente al
judaísmo primitivo.
De la ira se habla con frecuencia en el AT y en los escritos judíos primitivos,
sobre todo en los sapienciales. La regla de la comunidad de Qumrán
prescribe para explosiones de ira contra miembros de la secta que rompen el
fundamento de comunión unas penas concretas (IQS 6, 25-27; 7, 2-5.8s, cf.
5, 25s). Hillel, contemporáneo de Jesús, incorporó para muchos, a diferencia
del colérico Shammai, el ideal del judío manso, paciente, no explosivo. En
textos rabínicos hay doctrinas que consideran la ira en casos extremos como
un delito tan grave que no hay para él castigo humano, sino sólo divino. La
difamación pública del prójimo es un delito que no puede compensarse con
las buenas obras. En la ira, un sabio pierde su sabiduría, de suerte que
incluso Moisés olvidaba la halajá cuando se encolerizaba. En bQid 28a se
transmite una baraita al estilo de una norma jurídica que amenaza a aquel
que llama a su prójimo «esclavo», «bastardo» o «impío» con el anatema,
cuarenta azotes y la venganza.
Más importantes son aún los lugares paralelos que contienen una exégesis
del quinto precepto tan amplia como la de Jesús. De Eliezer ben Hyrkan se ha
transmitido la frase: El que odia a su prójimo pertenece al grupo de los
homicidas. Ya Eclo 34, 21s LXX calificó de asesino a aquel que rehúsa el
sustento a un pobre. Una serie similar a Mt 5, 22 contiene también Hen esl
44, 2s: Si alguien se encoleriza contra una persona sin inferirle daño, le
segará la gran ira del Señor. El que le escupe al rostro a una persona, la
ignominia le segará en el gran juicio del Señor» (U. Luz, El evangelio según
san Mateo I, Salamanca 1993, 355s).
Así, pues, lo realmente nuevo y original no es aquí el contenido sino el modo
de proponerlo: no en forma de parénesis sino de derecho. La sanción que,
según el orden jurídico de los «antepasados», se imponía únicamente para el
asesinato, vale en el derecho divino escatológico revelado por Jesús para la
«ira», es decir, para cualquier agresión verbal contra el prójimo.
La «antítesis» impone una «benevolencia» ilimitada hacia el otro. No se
plantea la cuestión de si la ira contra el hermano es justificada o
injustificada. «Cuando la ira (justificada o no) pone en peligro la amistad
efectiva hacia el semejante, siquiera como posibilidad, el juicio recae ya
sobre la persona» (Mer-klein). La santa voluntad de Dios compromete
totalmente al hombre. Su «interior», sus pensamientos y sus sentimientos,
que un ordenamiento jurídico profano no puede abarcar, son juzgados en el
orden jurídico de Dios.
Habéis oído que se dijo a los antepasados: «No cometerás adulterio». Pues
yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio
con ella en su corazón (Mt 5, 27-28)5.
También aquí cabe aportar abundante material judío como punto de
referencia. Lo decisivo de la «antítesis» es, de nuevo, la imposición de un
derecho divino más radical que la tora de los «antepasados». No se trata de
mera parénesis, de advertir contra la mirada lasciva; se establece que la
mirada lasciva del varón a una mujer casada comete ya el delito de adulterio
prohibido en la tora y por eso es condenada también por Dios en perspectiva
escatológica. La mirada lasciva no es regulable en el derecho profano; pero
la «antítesis» no trata de un orden jurídico terreno sino del derecho
escatológico que Dios quiere imponer y que por eso es ya válido en la
comunidad de los aspirantes a su basileia.
Habéis oído también que se dijo a los antepasados: «No perjurarás [sino que
cumplirás tus votos al Señor]. Pues yo os digo que no juréis en modo alguno
[ni por el cielo, porque es el trono de Dios, ni por la tierra, porque es el
escabel de sus pies, ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran rey. Ni
tampoco jures por tu cabeza, porque ni a uno solo de tus cabellos puedes
hacerlo blanco o negro].
Sea vuestro lenguaje: sí, sí; no, no [lo que pasa de aquí, viene del Maligno]
(Mt 5, 33-37).
La «antítesis» rebasa la prohibición del perjurio al excluir el simple
juramento. El juramento como ratificación solemne de la verdad de una
afirmación presupone que no se puede contar mucho con la veracidad de
alguien si no jura lo que dice. La «antítesis» exige la veracidad en todo
discurso, de forma que el juramento sea superfluo. Se trata de la confianza
que merece la persona en su trato con los demás. «Quien... no va más allá
de las posiciones jurídicas y sólo se siente obligado a la veracidad dentro de
los límites de la tora, debe escuchar a Jesús cuando afirma, con plena
autoridad... que la veracidad debe ser ahora radical, que el sí es realmente
un sí y el no realmente un no, de forma que el juramento está de más»
(Merklein).
«En el judaísmo antiguo, como en Grecia y en el helenismo, el juramento es
una costumbre socialmente admitida. Por otra parte, en la literatura antigua
se aconseja no jurar a la ligera. El judío Filón recomienda especialmente la
mesura en la invocación de Dios como testigo de un juramento. Pero la
prohibición absoluta del juramento sólo se atribuye a Jesús. Su prohibición de
jurar (v. 34a) pone al descubierto la falta de veracidad del ser humano, aun
sin complementarla con la exhortación a ser veraz en el hablar Esto
armoniza con los otros radicalismos éticos de Jesús. Como ellos, este
radicalismo es motivado por el anuncio del inminente reinado de Dios y por
la autoridad escatológica de Jesús. Jesús exige una conversión radical; el que
se abre a la voluntad incondicional y original de Dios, no necesita del
juramento, aunque la tora lo permita» (Strecker, 82).
Pero la «antítesis» no trata únicamente de la veracidad del hombre. Esto no
explicaría suficientemente la prohibición del juramento. El juramento es
prohibido porque toma el nombre de Dios en vano. Y el nombre de Dios debe
ser santificado absolutamente. Cuando el hombre se ve forzado a invocar el
nombre de Dios para demostrar su veracidad, en realidad abusa del nombre
de Dios.
Las tres «antítesis» son imperativos jurídicos en la forma; pero no se trata de
la codificación de un nuevo orden jurídico que sustituya al antiguo. Y esto,
porque los imperativos sólo pretenden ser una muestra de los preceptos de
la tora y concretar con ejemplos cómo la santa voluntad de Dios
compromete radicalmente al hombre. La letra de la tora enseñada a los
«antepasados» podría entenderse como si limitara la voluntad de Dios a
determinadas cosas y limitara la atención al semejante a determinadas
normas y preceptos. Jesús descubre en cambio en las «antítesis», como
verdadera intención de la tora, que el hombre debe entregarse sin límites y
plenamente a las exigencias de Dios y entregarse a los otros. No sólo se
lesiona el derecho de Dios en el asesinato, el adulterio y el perjurio; ya la ira,
la mirada lasciva y la falta de veracidad quebrantan su derecho y no
responden a la santidad exigida por Dios. El derecho de Dios debe alcanzar y
definir al hombre en su núcleo, en sus actitudes y sentimientos.
Queda por plantear la cuestión de la actitud que implican las «antítesis»
respecto a la tora. Esta actitud se describe a veces como una «potenciación
de la tora». Dado que el fenómeno de potenciación de la tora es frecuente
en el judaísmo de la época de Jesús (en Qumrán y en los celotas, por
ejemplo), conviene examinarlo aquí con mayor rigor. La potenciación de la
tora se produjo en el judaísmo de la época a través de la interpretación de la
tora misma, radicalizando y ampliando sus preceptos más allá del mero
sentido literal. El resultado fue una tora radicalizada. En este punto, las
«antítesis» no difieren básicamente de la potenciación judía de la tora que se
produjo en aquella época; pero, como se desprende ya de la forma antitética,
la «autoridad» no les viene de la tora sino del sujeto que habla. Las
«antítesis» aparecen formuladas bajo la autoridad de Jesús, que pretende
revelar la intención de los preceptos impuestos a los «antepasados». No
rechazan ni invalidan la tora. Jesús habla como intérprete auténtico de la
voluntad de Dios plasmada en la tora; abre la antigua literalidad de la tora y
muestra con autoridad su validez vinculante para todos los hombres.
La comunidad primitiva recogió y trasmitió las «antítesis» de Jesús. Tampoco
ella rechazó la tora; se sintió llamada por Jesús a una observancia radical de
ésta, incluida la esfera del pensamiento y la intención. También los
«helenistas» fundamentaron su actitud crítico-progresista en esa tradición de
Jesús. La autoridad de Jesús era para ellos superior a la propia autoridad de
Moisés. Ellos consideraron a Jesús como el Revelador escatológico de Dios,
por encima de todos los portadores de la revelación en el pasado; Jesús era
la sophia misma de Dios (cf. cap.6, § 4).
La misma actitud ante la tora mosaica se desprende claramente de la
«controversia» sobre el divorcio en Mc 10,2-9.
Se acercaron unos fariseos y le preguntaron: «¿Le está permitido a un
hombre repudiar a su mujer?». [Querían ponerlo a prueba. El les replicó:
«¿Qué os ha mandado Moisés?». Contestaron:] «Moisés permitió repudiarla
dándole un acta de divorcio». Jesús les dijo: «Por lo incorregibles que sois
dejó escrito Moisés ese precepto. Pero al principio del mundo Dios los hizo
varón y mujer. Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre, se unirá a
su mujer y serán los dos una sola carne; de modo que ya no son dos sino una
sola carne. Luego lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».
La estructura del fragmento es desaliñada. Cabe preguntar si el fragmento
es original en su redacción actual;
1. Jesús contesta a la pregunta de los fariseos con otra pregunta (v. 3); los
fariseos citan Dt 24, 1-4 como fundamento de la praxis judía sobre el
divorcio. Sólo entonces da Jesús la respuesta decisiva, que se refiere al
precepto de Moisés: lo considera una «concesión» y lo supera desde el orden
de la creación.
2. A la luz de Dt 24, 1-4, la pregunta básica de los fariseos en v. 2 resulta
sorprendente. Para ellos, el precepto mosaico tiene una autoridad
indiscutible: si la tora regula el divorcio, el hombre puede repudiar a su
mujer. A Mateo le pareció esto correcto e insertó en la pregunta de los
fariseos la expresión «por cualquier motivo». Por eso R. Bultmann conjetura
que los v. 3s pertenecían en la versión original al discurso de los adversarios.
La forma originaria de la discusión no iba seguida de la contrapregunta de
Jesús (v. 3), sino que los adversarios incluían en la pregunta la autoridad de
Moisés. La redacción actual de los v. 2-4 fue modificada probablemente por
el evangelista para desenmascarar la mala intención de los adversarios.
Jesús, en su respuesta (v. 5ss), contrapone al precepto mosaico formulado en
la tora para el caso de divorcio la voluntad originaria de Dios en la creación:
Dios creó al hombre como varón y mujer (Gen 1, 27; 2, 24). Quiso que varón
y mujer fueran «un solo cuerpo». Lo que Dios unió, no debe separarlo el
hombre.
Jesús argumenta contra la tora (Dt 24, 1-4) con la tora (Gen I, 27; 2, 24). Se
trata, pues, de un debate escriturario que interpreta auténticamente la
voluntad originaria de Dios. Jesús no suprime ni invalida el precepto de
Moisés; pero lo relativiza. Fue establecido en vista del comportamiento
incorregible de Israel; es, pues, una concreción y no responde a la voluntad
originaria de Dios. La crítica de Jesús no va contra la tora sino contra el
hombre que en su debilidad e insuficiencia no quiere ni puede secundar la
norma de santidad de Dios. Jesús invita a tomar en serio esa exigencia de
santidad de Dios y deja sin efecto la concesión de la tora.
Mc 10, 2-9 es una tradición muy antigua de la comunidad primitiva. Esta hizo
suya la exigencia de Jesús y no admite el divorcio, aun estando permitido en
la tora, porque se opone a la voluntad de Dios en la creación.
Mc 2, 15-17.18.19a.23-28; 7, l-S va especialmente contra la interpretación
farisea de pureza ritual y observancia sabática.
Todas las «polémicas» presentan la misma estructura narrativa:
Se comienza relatando una acción de Jesús o de los discípulos que resulta
escandalosa (para los fariseos).
Contra ella se formula una objeción.
Jesús responde a la objeción con un argumento breve y perentorio, y justifica
el comportamiento como coincidente con la voluntad de Dios. Su respuesta
contiene implícita o explícitamente un matiz polémico y acusatorio: la
interpretación de la tora de los adversarios tergiversa la voluntad de Dios
fijada en la tora. La práctica de Jesús responde a la intención de la voluntad
de Dios y la interpreta auténticamente.
Todos los relatos presentan este esquema en forma más o menos pura. El
esquema justifica la tesis de que todos los relatos son creaciones de la
comunidad. Pero detrás de los fragmentos podría estar el recuerdo concreto
de la palabra y la praxis del Jesús terreno. Los fragmentos podrían haberse
formado a partir de un dicho de Jesús (Bultmann: «escenas ideales»). O
reflejan la conducta efectiva de Jesús.
Los fragmentos aparecieron en la comunidad primitiva jerosolimitana o, al
menos, palestina, a raíz de los debates con los fariseos. No figura en ellos
una crítica radical de la tora ni, concretamente, del precepto sabático. Se
critica más bien una interpretación de la voluntad de Dios que no responde a
su voluntad escatológica ni a sus preceptos. El contexto vital de los
fragmentos es la polémica de la comunidad primitiva con los fariseos sobre
la observancia correcta del sábado y la religiosidad. Es probable, en
principio, que también los «helenistas» utilizaran estas «discusiones» en su
predicación. En este sentido Hech 6, 9s ilustra bien el contexto vital de las
«discusiones».
[Estando Jesús a la mesa en su casa (de Leví), un buen grupo de publícanos
y pecadores estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos. Eran muchos los
que lo seguían]. Los letrados de los fariseos, al ver que comía con publícanos
y pecadores, decían a los discípulos: «¿Por qué come con publícanos y
pecadores?». Jesús lo oyó y les dijo: «No necesitan médico los sanos, sino los
enfermos. No he venido a invitar a los justos, síno a los pecadores» (Mc 2,
15-17).
El comienzo del relato (v. 15) fue elaborado por Marcos para situarlo en el
contexto. La descripción introductoria de la conducta escandalosa de Jesús
está en v. 16a: Jesús se sienta a la mesa con publícanos y pecadores. Esta
conducta de Jesús provoca el escándalo de los fariseos, que por razones de
pureza ritual evitaban todo contacto con publícanos y otros pecadores
públicos, en especial comer con ellos.
La respuesta de Jesús al reproche de los fariseos dirigido a los discípulos
consta de dos logia que en los orígenes podrían haber existido con
independencia de la escena descrita y entre sí. Esto indica que el fragmento
fue ampliado en la tradición oral. La investigación consideró originario unas
veces el v. 17b y otras el v. 17a. Ninguna de las dos respuestas encaja
exactamente en la situación descrita; pero la frase figurada del v. 17a es, en
su laconismo, un argumento contundente e irrefutable, al tiempo que la frase
del v. 17b contiene una reflexión crístológica que contempla
retrospectivamente la actividad de Jesús. Por eso el v. 17a podría tener
mayores visos de originariedad.
La respuesta de Jesús en el v. 17a tiene un matiz polémico. Los fariseos
acusadores desconocen la voluntad de salvación escatológica de Dios, que
quiere darse también a los pecadores y los perdidos. Su voluntad salvífica no
se limita a la élite ritual sino que va dirigida a todo Israel. Al sentarse a la
mesa con recaudadores y descreídos, Jesús expresa la disposición de Dios a
salvar y a perdonar.
El fragmento de la tradición refleja, además del comportamiento de Jesús
con las personas consideradas por los fariseos como «pecadores», el
comportamiento de la comunidad primitiva. Esta siguió anunciando el
mensaje de Jesús sobre la disposición de Dios al perdón incondicional, y a
acoger a «pecadores» en sus filas. La comunidad primitiva rechaza con este
pequeño relato la censura farisea por ese proceder.
Los discípulos de Juan [y los fariseos] estaban de ayuno. Fueron a
preguntarle a Jesús: «¿Por qué, mientras ayunan los discípulos de Juan [y los
discípulos de los fariseos, tus discípulos no ayunan?». Jesús les contestó:
«¿Es que pueden ayunar los amigos del novio [mientras duran las bodas?
Mientras tienen al novio con ellos no pueden ayunar. Llegará el día en que se
lo lleven y entonces, aquel día, ayunarán]» (Mc 2, 18-20).
Se trata de la conducta de los discípulos. Esto podría indicar que el relato
pretende justificar una praxis de la comunidad cristiana primitiva: la de no
ayunar.
La respuesta de Jesús en el v. 19a defiende a los discípulos con un
argumento contundente e irrefutable. La metáfora de los convidados a la
boda, que serían los discípulos, expresa que ahora ha comenzado el tiempo
nupcial. En él no se puede ayunar. Es tiempo de alegría y júbilo. El matiz
polémico del fragmento está en que los discípulos de Juan, como demuestra
su práctica del ayuno, no saben ni reconocen que con Jesús comenzó la era
escatológica.
Siendo el fragmento narrativo una creación pospascual, aunque basada en la
conducta del Jesús terreno, cabe suponer que las razones para que los
discípulos de Jesús no ayunaran seguían siendo válidas para la comunidad
primitiva. Esta no ayunaba, sino que se reunía a diario, «con alegría
escatológica», en la mesa común (cf. cap. 5, § 2).
Un sábado pasaba él por los sembrados, y los discípulos, mientras andaban,
se pusieron a arrancar espigas. -Los fariseos le dijeron: «Oye, ¿cómo hacen
en sábado lo que no está permitido?». [El les replicó: «¿No habéis leído
nunca lo que hizo David, cuando él y sus hombres se vieron faltos y con
hambre? Entró en la casa de Dios, en tiempo del sumo sacerdote Abiatar,
comió de los panes dedicados, que sólo a los sacerdotes les es lícito comer, y
les dio también a sus compañeros]. Y añadió: «El sábado se hizo para el
hombre y no el hombre para el sábado: [así que el Hijo del hombre es señor
también del sábado]» (Mc 2,23-28).
El fragmento refiere que los discípulos arrancan espigas en sábado, por
necesidad (v. 25), y comen los granos extraídos. El reproche que los fariseos
hacen a Jesús en cuanto rabí responsable de sus discípulos juzga esa
conducta como un «trabajo de recolección», que está prohibido en sábado.
Jesús contesta a la acusación con tres argumentos (v. 25s.27.28); la nueva
redacción, superflua, del v. 27 sugiere la posibilidad de que los v. 25-28 sean
ampliaciones secundarias. Lo es sin duda el v. 28. El kaí enfático indica la
probabilidad de que el v. 28 fuera añadido al hacer la recopilación de las
discusiones. El versículo infiere de los debates una consecuencia cristológica:
«El Hijo del hombre es señor del sábado».
Los v. 25s tienen poco que ver con la situación del v. 23; no hacen referencia
directa al problema sabático. Argumentan recordando que David comió unos
manjares prohibidos. O el texto persigue quizá la siguiente conclusión: Si
David y sus acompañantes pudieron comer lícitamente los panes sagrados
porque estaban hambrientos, a los discípulos de Jesús les está permitido al
menos arrancar espigas (para saciar el hambre). Los v. 25s son una adición
de letrados. Se corresponden con el V. 28, que subraya también la autoridad
de Jesús.
La respuesta de Jesús en el v. 27 contiene una toma de postura directa ante
el precepto sabático. Justifica la conduta de los discípulos con un argumento
irrefutable. Esta conducta es acorde con la voluntad divina porque Dios
estableció el sábado por bondad hacia el hombre y no para esclavizarlo. El
hombre debe «descansar» en sábado. Si esta fue la intención del precepto
sabático, su observancia no requiere ninguna casuística. No es necesario ser
«experto» para observar correctamente el sábado. El dicho de Jesús posee
un matiz polémico: lo contrario a la voluntad de Dios no es la conducta de los
discípulos, sino la casuística farisea del sábado.
La comunidad primitiva expresa con este relato sus reservas contra la
casuística y la praxis farisea del sábado, y justifica su halajá con la
interpretación que hizo Jesús de la voluntad de Dios. Así pues, la comunidad
primitiva mitigó la observancia rigurosa del sábado, difundida especialmente
por muchos fariseos, apelando a Jesús. Pero no lo hizo mediante una
casuística blanda, sino indagando la intención del precepto sabático. Que el
sábado «se hizo para el hombre» significa que el hombre puede saber
fácilmente y sin el recurso a expertos lo que hay que hacer y omitir en
sábado. Es significativo que el texto no ponga en cuestión el precepto
sabático. Ataca una falsa observancia del sábado que distorsiona el precepto
de Dios. El relato se mueve plenamente en el marco de los debates del
judaísmo primitivo en torno a la observancia correcta del sábado (cf. Mt
12,5s.11s; Jn 7,21ss). La conclusión es que Jesús mismo y, siguiendo su
ejemplo, la comunidad primitiva observaron básicamente el precepto
sabático. Jesús no lo quebrantó en modo alguno en forma «provocativa»;
pero su halajá sabática difería de la de los fariseos y otros grupos del
judaísmo, y sobre eso versa aquí el debate. La actitud de Jesús fue decisiva
para la comunidad primitiva y fundamentó su práctica. La comunidad
defendió esta práctica en el fragmento tradicional contra las objeciones de
fariseos y otros grupos judíos.
Se acercó a Jesús el grupo de fariseos [con algunos letrados de Jerusalén]. Y
vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin
lavarse las manos... Según eso, los fariseos y letrados preguntaron a Jesús:
«¿Se puede saber por qué comen tus discípulos con manos impuras y no
siguen la tradición de los mayores?». El les contestó: «¡Qué bien profetizó
Isaías de vosotros, hipócritas! Así está escrito: Este pueblo me honra con los
labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan es inútil, porque
la doctrina que enseñan son preceptos humanos. Soltáis el mandamiento de
Dios para aterraros a la tradición de los hombres» (Mc 7, 1-2.5-8).
La ocasión de la pregunta hecha a Jesús se describe en el v. 2. Los discípulos
comen sin purificar previamente las manos mediante abluciones rituales. Los
fariseos, escandalizados, preguntan por qué los discípulos no siguen la
«tradición de los antepasados» .
No existía un precepto de la tora que regulara la purificación ritual de las
manos antes de comer; pero los fariseos sostenían que los preceptos rituales
concernientes al servicio sacerdotal en el templo eran normas de
santificación de la vida diaria válidas para todos. Contra esta halajá va
dirigido el fragmento tradicional.
La respuesta de Jesús es radical y fuertemente polémica. El reproche de
Isaías afecta a los fariseos. La observancia de las normas rituales es un acto
religioso puramente externo. El verdadero culto a Dios brota del hombre
interior. El v. 8 extrae la severa consecuencia: los fariseos sustituyeron el
precepto de Dios por «preceptos humanos».
La postura de Jesús no afecta a la validez de la tora. La disputa versa más
bien sobre normas de carácter ritual que no eran precepto divino vinculante
para todos. Los grupos fariseos les atribuían una obligatoriedad general por
ser parte integrante de la tora; pero tal interpretación no era la
predominante en el judaísmo durante la época de Jesús y de la comunidad
primitiva. La disputa tiene su contexto vital en las controversias de la
comunidad cristiana con los fariseos sobre cuestiones de validez y
obligatoriedad de las normas rituales de la tora referidas al servicio
sacerdotal. Ella, evidentemente, no consideró tales normas como
obligatorias en su propio fuero. No se trataba de la práctica, en sí racional,
de lavarse las manos antes de comer; lo que la comunidad discutía era que
tales prácticas externas y otras semejantes fueran de suyo actos de culto
divino, y su omisión, un incumplimiento de la voluntad de Dios. Para rendir
culto a Dios de corazón no se necesitaba ser experto en cuestiones y normas
rituales.
Considerando en conjunto lo que estas «discusiones» nos dicen sobre la
actitud de la comunidad primitiva ante la ley, cabe afirmar lo siguiente: 1.
Las «discusiones» nunca versan fundamentalmente sobre la validez de la
tora. Lo que ponen en cuestión es la interpretación y aplicación
específicamente farisea de la tora en la vida real. 2. Contra la halajá farisea
se objeta que no responde a la voluntad originaria de Dios. Tampoco es
acorde con la basileia próxima, que acoge también a los «pecadores» e
«impuros». 3. En las «discusiones», la comunidad primitiva remite a Jesús
como intérprete auténtico de la voluntad de Dios expresada en la tora. 4. El
contexto vital de las «discusiones» es la controversia de la comunidad
primitiva con los fariseos y otros grupos judíos (discípulos del Bautista) que
diferían en materia de interpretación de la tora y polemizaban con ella. No se
puede negar el tono polémico de las «discusiones», pero la polémica no era
aún tan aguda como para implicar antagonismos insuperables. Es probable
que las discusiones fueran encaminadas a refutar la posición contraria y
ganar al interlocutor para el seguimiento de Jesús.
«En la tradición primitiva, los fariseos no son aún los representantes del
Judaísmo anticristiano, no son los adversarios de Jesús. Son los interlocutores
Judíos con los que los seguidores de Jesús pueden hablar en serio y de los
que esperan ser comprendidos y tal vez aprobados en sus pretensiones
religiosas. Esta imagen de las relaciones entre el movimiento primitivo en
torno a Jesús y el fariseísmo... tiene a su favor todos los indicios de
autenticidad histórica: los fariseos no eran aún los Jefes del judaísmo e
intentaban, al igual que el movimiento de Jesús, aunque por vías diferentes,
situar desde la perspectiva teológica el estado miserable del presente
histórico de Israel. Esta imagen de los fariseos posee además una
verosimilitud histórica, por cuanto hace ver cómo el recrudecimiento de la
polémica con aquellos pertenece a los estratos tardíos de la tradición
sinóptica. No debemos proyectar esta imagen negatíva de los fariseos a
Palestina y al movimiento primitivo de Jesús» (L. Schottroff-W. Stegemann,
Jesús de Nazaret, esperanza de los pobres, Salamanca 1981, 74s).
3. La actitud de la comunidad primitiva ante el templo
Mt 5,23s presupone que los miembros de la comunidad primitiva
participaban en el culto del templo. Los Hechos refieren que la comunidad
acudía al templo como lugar de oración (cf. Hech 2, 46). Pero ello no excluye
en modo alguno que la comunidad primitiva criticara las circunstancias
concretas del templo. En el relato sobre la «purificación del templo» (Mc 11,
17-18.27-33) la crítica es general; pero este pasaje hace una referencia
expresa a la santidad del templo y subraya su papel de lugar de oración para
todos los pueblos.
Llegaron a Jerusalén, entró en el templo y se puso a echar a los que vendían
y a los que compraban allí, volcando las mesas de los cambistas y los
puestos de los que vendían palomas; y no consentía que nadie transportase
objetos atravesando por el templo. Luego se puso a enseñar diciendo: «¿No
está escrito: Mi casa será casa de oración para todos los pueblos? Pues
vosotros la tenéis convertida en una cueva de bandidos... Y llegaron de
nuevo a Jerusalén, y mientras paseaba por el templo se le acercaron] los
sumos sacerdotes, los soldados y los senadores, y le preguntaron: «¿Con qué
autoridad actúas así? ¿quién te ha dado la autoridad para actuar así?». Jesús
les contestó: «Os voy a hacer una pregunta, contestádmela y os diré con qué
autoridad actúo así. El bautismo de Juan ¿era cosa de Dios o cosa humana?
Contestadme. Ellos razonaban para sus adentros: «Si decimos de Dios, dirá
que entonces por qué no le creímos. Pero si decimos cosa humana... (Tenían
miedo de la gente, porque todo el mundo pensaba que Juan era realmente
un profeta). Y respondieron a Jesús: «No sabemos». Jesús les replicó: «Pues
tampoco os digo yo con qué autoridad actúo así».
La acción de Jesús descrita en v. 15s es interpretada en v. 17. Este dicho
fustiga el mercantilismo que se produce en los pórticos del templo con
motivo del culto sacrificial. Y recuerda, en contraste, el destino del templo
como casa de oración para todos los pueblos.
El V. 17 hace referencia a un universalismo de la salvación escatológica. Este
universalismo no fue ajeno a Jesús ni a la comunidad primitiva (cf. Mt 8, lis).
La esperanza escatológica aguardaba para el tiempo final una «confluencia
de las naciones a Sión» en la que los paganos serían, al menos, «testigos»
de la salvación de Israel (Is 2, 2-4; 25, 6-8; Miq 4, 1-4; Zac 2, 15; Henet 10,
20s; 90, 30; TestBenj 9, 2; TestNeft 8, 3; IQM XII, 13ss; IQH VI, 12). Dentro de
este esquema concibió la comunidad primitiva la participación de los
paganos en la salvación final (cf. cap. 11, § 4). Los «helenistas» compartieron
la crítica que hace este fragmento tradicional a la profanación del templo. La
forma lingüística griega del pasaje se debe probablemente a ellos. Es posible
que los «helenistas» complementaran también la tradición sobre el debate
en torno a la autoridad de Jesús (v. 27-33); estos versículos presentan a los
responsables del culto como hipócritas y perversos, y destacan la ésousía de
Jesús sobre el templo. Pero el fragmento en su versión original debe
atribuirse a toda la comunidad primitiva. Esta comparte como tal la crítica a
la actividad concreta del templo que se expresa en el fragmento.
La intervención de Jesús en el templo narrada en Mc 11, 15ss nos resulta
totalmente oscura en el plano histórico. El escueto relato no permite inferir
ninguna conclusión segura; a lo sumo, conjeturas. Pero si se admite como
históricamente probable que Jesús manifestase de modo tan tajante, junto
con los discípulos, su crítica a la situación del templo, no es verosímil que la
comunidad primitiva abandonara después de pascua la crítica de Jesús, y la
asumieran y ejercieran únicamente los «helenistas».
La hipótesis, expresada a menudo, de que el sector arameo-parlante de la
comunidad primitiva no compartió la crítica de Jesús a la interpretación
farisea de la ley y a la situación del templo, y «desertó» para recuperar por
motivos oportunistas los lazos con el judaísmo, no pasa de ser un prejuicio.
El prejuicio obedece a la posterior actitud de reserva de los judeocristianos
de Jerusalén hacia la misión pagana (al margen de la ley mosaica) de la
comunidad antioquena y de Pablo. Pero la tradición cristiana primitiva indica
inequívocamente que toda la comunidad asumió y practicó la actitud de
Jesús ante la tora y el templo. Esta actitud fue una consecuencia de la
voluntad de salvación y santificación escatológica de Dios anunciada por
Jesús. No implicaba aún ninguna crítica ni rechazo radical de la tora y del
culto en el templo, y era posible y tolerable en el amplio espectro de ideas
religiosas del Judaísmo contemporáneo. Habrá que preguntar incluso si esa
actitud no coincidía a veces con las intenciones de los grupos fariseos. Esto
no excluye las disputas y debates con éstos, tanto por parte de Jesús como
de la comunidad primitiva. Las «discusiones» demuestran más bien que el
enfrentamiento fue real, pero se movió en el plano de una seria controversia
teológica que, sin rehuir la polémica, no atacaba las posiciones básicas del
adversario.

4. La actitud de los «helenistas» ante la tora y el templo


Analicemos ahora Hech 6, 8-8, 1. Refiere que Esteban fue lapidado por sus
ataques al templo y a la ley. La persecución desatada afectó sólo, según la
exposición de Hech, a los «helenistas». Fueron expulsados de Jerusalén. Esto
lleva a preguntar si su actitud hacia el templo y la tora era radicalmente
diferente a la del sector arameoparlante de la comunidad primitiva y dónde
radicaba la diferencia decisiva que llevó a una fuerte persecución de este
grupo por los judíos de Jerusalén. Esta persecución indica que el judaísmo
jerosolimitano conocía la diversidad de concepciones entre los dos grupos
cristianos.
Un primer punto de apoyo para aclarar estos extremos es la acusación
formulada contra Esteban según Hech 6, 13s: Esteban anunciaba la abolición
escatológica del templo y el cambio de los preceptos de Moisés (futuro) por
Jesús. Esta acusación es históricamente plausible a pesar de las
estilizaciones lucanas, e indica que los oyentes judíos percibieron la
predicación cristológica especial de Esteban (y de los «helenistas») como un
ataque blasfemo al templo y a la ley, incluso a Dios y a Moisés (Hech 6, 11).
Venía a ser la abolición del culto en el templo y una modificación de la ley
mosaica por Jesús.
Nos hemos referido antes a estas implicaciones en la cristología de los
«helenistas» (cf. cap. 6, § 4). Hemos atribuido a éstos la interpolación
secundaria de la temática del templo en la historia de la pasión (Mc 14, 58;
15, 38). Mc 14, 58 contrapone la comunidad cristiana, fundada por el
Resucitado «a los tres días» como un templo nuevo, escatológico, al
santuario de Jerusalén. Este santuario perdió en la muerte de Jesús su
función como lugar de la presencia de Dios (Mc 15, 38). El dicho de la
Sabiduría sobre Jerusalén (Lc 13, 34s), atribuible igualmente a los
«helenistas», expresa la misma idea. La identificación de Jesús con la sophia
es un presupuesto de la noción de la ley, radicalmente nueva, de los
«helenistas», como se verá más adelante. La actitud de los «helenistas»
hacia el templo y su culto expiatorio se desprende también del fragmento de
Rom 3, 25s (cf. cap. 6, § 3). El texto presenta la muerte de Jesús como
realización escatológica del rito de reconciliación (Lev 16). En la muerte de
Jesús, Dios reconcilió consigo al Israel pecador y, en su fidelidad, renovó
escatológicamente la alianza (cf 1 Cor 11, 24ss). La consecuencia de esta
interpretación de la muerte de Jesús sólo podía ser que los ritos de
reconciliación en el templo no eran ya necesarios. El culto del templo quedó
abolido en la muerte de Jesús. La comunidad es ahora el lugar donde el
individuo puede participar en la acción reconciliadora que Dios lleva a cabo
definitivamente en la muerte de Jesús.
En lugar del templo «construido por hombres» aparece ahora la nueva
comunidad de salvación (Mc 14,58). Ella es el templo escatológico, nuevo y
espiritual. Esto resulta igualmente claro en la antigua tradición de 1 Cor 3,
16s que cita Pablo. Este principio jurídico podría deberse a los «helenistas».
[¿Habéis olvidado que sois templo de Dios
y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?
Si uno destruye el templo de Dios,
Dios lo destruirá a él,
porque el templo de Dios es santo y ese templo sois vosotros.
Las esperanzas judías sobre un templo nuevo, espiritual y celestial, se
consideran aquí realizadas en la comunidad (cf. Mt 16, 18s; cf. cap.4, § 4). El
templo de Jerusalén pierde así su función.
Estas tradiciones permiten comprender que el judaísmo de Jerusalén viera en
la predicación de Esteban y de los «helenistas» un ataque frontal al templo y
a su culto. Para la mentalidad judía era irrelevante que los «helenistas»
pensaran de modo más matizado en esta cuestión y no cuestionaran
probablemente la santidad del templo como «lugar de oración» para todos
los pueblos (Mc 11, 17). También es posible que admitieran plenamente la
función reconciliadora que se atribuyó al culto sacrificial en la época anterior
a Jesús. El judaísmo de Jerusalén creyó, en cambio, que su predicación
cuestionaba, incluso eliminaba, uno de los fundamentos religiosos de Israel:
el templo y su culto. Este desafío no era ya tolerable.
La actitud de los «helenistas» ante la ley iba estrechamente unida a su
actitud ante el templo y el culto. Si se consideraba que el culto y el rito
habían tocado a su fin con Jesús, era inevitable restar validez, gradualmente,
a la ley ritual concerniente al culto. Parece que los «helenistas» hicieron esta
matización dentro de la tora. El judaísmo, en cambio, concibió generalmente
la tora como una unidad. Esto es válido también para el judaísmo helenístico.
La ley ritual, que era parcialmente inviable en la diáspora, no por eso fue
relegada por ésta, sino trabajosamente espiritualizada (cf. cap. 3, § 7).
Cuando los «helenistas», con su actitud ante el culto del templo, negaron
implícitamente la validez ulterior de los preceptos rituales de la tora, el
judaísmo lo entendió como negación radical del valor eterno de toda la tora.
En cualquier caso, la idea de ley de los «helenistas» no comporta aún la
crítica paulina de la ley. Pablo, partiendo del acontecimiento de Cristo, negó
que la ley hubiera sido nunca un medio para alcanzar la salvación. Tal podría
haber sido la conclusión lógica del enfoque de los «helenistas»; pero es
dudoso que éstos hubieran alcanzado ya esa etapa de reflexión. El célebre
dicho sobre los «violentos» de Lc 16, 16par puede ilustrar la actitud de los
«helenistas» ante la ley.
La ley y los profetas llegaron hasta Juan; desde entonces se anuncia el reino
de Dios y todos se esfuerzan con violencia por entrar en él.
El logion atribuye a la tora un valor limitado en la historia de la salvación que
concluye en la era escatológica inaugurada con Jesús. La misma
periodización histórico-salvífica podría subyacer también en la postura de los
«helenistas» ante el culto del templo: desde la acción expiadora de Dios
realizada en la muerte de Jesús, queda abolido el culto en el templo. La tora
y el templo pierden toda cualidad y significación divina. Cualquier otra
actitud sería difícilmente pensable, aun a nivel histórico y psicológico, dada
la conexión de los «helenistas» con la tradición judía. Ellos afirmaron la
validez limitada de la tora y del templo. Ambos son sustituidos por algo
«nuevo».
De ser históricamente cierta la acusación contra Esteban referida en Hech 6,
14, resulta claro que éste no negó el valor de la tora en términos generales,
sino que anunció un cambio, es decir, una reinterpretación de la tora por
parte de Jesús. Parece que los «helenistas» sobrepasaron la concepción
general del cristianismo primitivo, o que la defendieron con especial énfasis.
Sólo así se explica la reacción de los judíos jerosolimitanos contra Esteban y
los «helenistas». , ,.
Hay que recordar en este punto la cristología sapiencial de los «helenistas»
esbozada más arriba (cf. cap. 6, § 4). La identificación de Jesús con la sophia
preexistente, unida a la interpretación de la muerte de Jesús como sacrificio
expiatorio, debió tener consecuencias para la actitud ante la tora. Porque la
sophia preexistente, asociada al trono de Dios y reveladora del ser divino, se
concebía en el judaísmo contemporáneo en relación con el templo y la tora.
El templo era su morada (Eclo 24, 8-13; la tora, su plasmación terrena (Eclo
24,23; Bar 4,1). Los «helenistas» proclamaban que la «sabiduría» de Dios se
había manifestado en Jesús. Jesús como «sabiduría» no era sólo el revelador
escatológico sino el único garante del conocimiento verdadero de la voluntad
de Dios. El acontecimiento de Jesús fue para ellos la superación de la
revelación sinaítica. Esta no poseía ya un valor inmediato; quedó desfasada
por la revelación escatológica acontecida en Jesús y recibía de ésta todo su
valor.
«La argumentación teológica, sobre todo de los helenistas, tuvo que poseer
por tanto un componente que permitiera una formulación radical de las
consecuencias derivadas del sentido soteriológico de la muerte de Jesús
frente a los medios de salvación judíos, y obligara a adoptar tal formulación.
Este componente hay que buscarlo en el pensamiento del judaísmo
helenístico, que en el caso de los repatriados a Jerusalén, caracterizados por
su amor a la tora y al templo, se interesó sobre todo por una reflexión
sapiencial en torno al templo y a la tora. Esto abrió la posibilidad de articular
la función reveladora y salvadora del templo y de la tora en forma más
general, singular y definitiva. Estas circunstancias harían que el debate sobre
el templo y la tora se moviera en un foro aún más radical de lo que era
corriente en el judaísmo. En este esquema conceptual, la fe en el significado
soteriológico de la muerte de Jesús debía tener profundas repercusiones, ya
que la identificación de la tora con la sabiduría o con la presencia de ésta en
el templo hacía formular de modo tan excluyente y definitivo la función
mediadora de la tora o del templo —por ser una función ya preexistente y,
por tanto, eterna— que no podía permitir una mediación yuxtapuesta o
superpuesta. En este clima no podía plantearse la relación entre el valor
salvífico del templo o de la tora y el valor salvífico de Jesús; o, de plantearse,
tenía que llevar a una confrontación. Si la muerte de Jesús suponía la
salvación definitiva, el lugar de la elección y de la presencia de Dios no era
ya el templo, y la revelación de Dios para la salvación del hombre no era ya
la tora mosaica, sino Jesús mismo y, paradójicamente, en la humillación de
su muerte. La fe en la muerte salvadora de Jesús tuvo que desencadenar la
crisis entre los judíos helenísticos de orientación sapiencial de Jerusalén,
tanto si se profesaba —con la consiguiente relativización crítica de la tora y
el templo— como si se combatía. Ambas cosas ocurrieron entre los judíos
helenistas de Jerusalén» (Merklein, en QD 87, Freiburg 1979, 53).
Los «helenistas» con su predicación dieron, pues, un paso decisivo más allá
de las ideas de Jesús y de la comunidad primitiva sobre la tora y el templo ya
reseñadas. En su lugar apareció el acontecimiento de Jesús, entendido como
revelación escatológica que «anulaba» y «cambiaba» ambas cosas (Hech 6,
14). Ello no significa en modo alguno que los «helenistas» asumieran y
continuaran !a crítica de Jesús a la ley con más fidelidad que la comunidad
arameoparlante. No fue la actitud de Jesús lo que determinó su crítica radical
al culto del templo y a la tora, sino su propia idea específica de la muerte y
resurrección de Jesús como acción expiadora y reveladora final de Dios. Su
actitud crítica ante el templo y la tora no depende, pues, del Jesús terreno,
sino que se funda en su muerte y resurrección.
Es posible que los «helenistas» encontraran escasa comprensión en el sector
arameoparlante de la comunidad primitiva. La evolución intraeclesiai
posterior hace incluso probable que la «cristología» avanzada de los
«helenistas» y las consecuencias derivadas de ella generasen muy pronto
controversias internas y recelos. Quizá la situación descrita en Hech 6, 1ss
en el sentido de que las viudas del sector grecoparlante eran «descuidadas»
en la asistencia social, tuvo su verdadera causa en esas tensiones. En todo
caso, las discrepancias y controversias teológicas cruzarán desde ahora
como un hilo rojo la historia del cristianismo primitivo. Ellas forzaron el
concilio de los apóstoles, se agravaron ante la actividad de Pablo y
suscitaron desconfianzas casi insuperables del judeocristianismo
arameoparlante hacia el judeo-cristianismo helenístico.
El «discurso de Esteban» en Hech 7,2-53 pertenecía también a la tradición
de los «helenistas»; pero tuvo una prehistoria literaria bastante prolongada y
no nació en medios helenísticos. Los «helenistas» asumieron y elaboraron
con él una tradición del judaísmo helenístico.
El discurso nunca fue pronunciado por Esteban, obviamente, en esta forma.
Lucas lo sitúa en el contexto del proceso contra Esteban, interrumpiendo la
secuencia originaria (Hech 6,14s / 7,54ss). Quizá era consciente de que el
discurso pertenecía a la tradición de los «helenistas». En este sentido lo puso
correctamente en boca de Esteban.
El discurso contiene, por una parte, una reflexión sobre la historia sagrada de
Israel. La reflexión adopta un «estilo narrativo sosegado, en forma de
resumen histórico» (A. Weiser). Cita el antiguo testamento en la versión de
los Setenta. Contiene, por otra parte, pasajes de estilo polémico que
culminan en la acusación contra los oyentes (v. 51-53). Esta estructura
incoherente del discurso no permite definir inequívocamente su género
literario y apunta a su prehistoria literaria. Un sumario original de historia
sagrada fue reelaborado con superposiciones secundarias de tipo polémico-
acusatorio hasta convertirlo en un sermón de juicio o de conversión.
La primera parte (v. 2-16) refiere en estilo narrativo sereno la historia de los
patriarcas desde Abrahán a Jacob. La segunda (v. 17-44) aborda el tiempo
del éxodo. En el centro está Moisés, que es presentado como salvador y
mediador. El discurso señala la «belleza celestial» de Moisés (v. 20), su
«sabiduría» y su poder carismático (v. 22). En v. 35-39 llama la atención una
serie de afirmaciones relativamente conexas sobre Moisés que subrayan, de
un lado, su función de libertador y mediador (v. 35b.36.38) y recuerdan, de
otro, la desobediencia de «los antepasados» a él (v. 35a.39). Pero lo principal
es una promesa de Moisés referida a Jesús (cf. 37; cf. Dt 18, 18) y que acaba
de nuevo en la acusación de v. 52.
A aquel mismo Moisés a quien habían rechazado diciéndole: «¿Quién te ha
nombrado jefe y juez nuestro?», lo envió Dios como jefe y libertador, por
medio del ángel que se le apareció en la zarza. El fue quien los sacó,
realizando prodigios y señales en Egipto, en el mar Rojo y en el desierto
durante cuarenta años. Fue Moisés quien dijo a los israelitas: «Dios suscitará
entre vuestros hermanos un profeta como yo». En la asamblea del desierto
fue él mediador entre el ángel que le hablaba en el monte Sinaí y nuestros
padres, y recibió palabras de vida para trasmitírnoslas. Pero nuestros padres
no quisieron escuchado, lo rechazaron; quisieron volver a Egipto.
Las referencias polémico-críticas a la desobediencia de los «padres» (v.
35a.39) y la promesa cristológica (v. 37) se pueden desprender del discurso
sin mengua del sentido. Otro tanto cabe decir de los v. 40-43, ligados
estrechamente a v. 39. En ellos aparece Aarón como contrapunto de Moisés
a propósito de la defección de Israel en el desierto y en conexión con la
crítica profética al culto sacrificial.
Dijeron a Aarón: «Haznos dioses que abran la marcha, pues aquel Moisés que
nos sacó de Egipto no sabemos qué ha sido de él». Entonces se fabricaron
un becerro y ofrecieron sacrificios al ídolo, celebrando fiesta en honor de la
obra de sus manos. Dios les volvió la espalda y los entregó al culto de los
astros, como dice el libro de los profetas; «Casa de Israel, ¿acaso me
ofrecisteis sacrificios y ofrendas en los cuarenta años del desierto? No;
transportasteis la tienda de Moloc y el astro de vuestro dios Refán, imágenes
que os fabricasteis para adorarlas. Pues yo os deportaré más allá de
Babilonia».
La tercera parte del discurso habla de la tienda de la alianza y de la
construcción del templo (v. 44-47). El talante es positivo. La tienda de la
alianza y el templo fueron construidos por orden de Dios. A propósito del
diseño del templo por David, recuerda el favor que éste encontró ante Dios.
Sigue con la construcción del templo por Salomón. Pero el tono cambia
súbitamente en el v. 48 para entrar en una dura polémica: un edificio
construido por hombres no puede ser morada de Dios (v. 49-50).
El Altísimo no habita en edificios construidos por hombres. Dice el profeta:
«Mi trono es el cielo, la tierra es el estrado de mis pies. ¿Qué templo me
construiréis —dice el Señor— o qué lugar para que descanse? ¿no ha hecho
mi mano todo esto?».
En los v. 51-53, los pasajes crítico-polémicos del discurso (v. 35a.37.39.40-
43.48-50) dejan paso a una dura acusación contra los oyentes. Estos no son
mejores que sus padres. Rechazan a los profetas enviados a ellos, los
persiguen y dan muerte. Ejecutaron incluso al «justo» Jesús, anunciado por
Moisés y los profetas. Aunque Moisés les entregó, por mediación de ángeles,
la ley como «palabra de vida» (v. 38), ellos no la observaron y se
comportaron como «obstinados» e «incircuncisos». La acusación culmina en
el reproche de resistir siempre al Espíritu santo.
¡Rebeldes, infieles, incircuncisos de corazón y reacios de oído! Siempre
resistís al Espíritu santo, lo mismo que vuestros padres. ¿Hubo un profeta
que vuestros padres no persiguieran? Ellos mataron a los que anunciaban la
venida del Justo, y a él lo habéis traicionado y asesinado vosotros ahora;
vosotros, que recibisteis la ley por mediación de ángeles y no la habéis
observado.
Es probable que el «discurso de Esteban» haya que atribuirlo en su versión
actual y su tono polémico a los «helenistas». En este sentido cabe utilizarlo
como muestra de la teología específica de éstos y de su debate con Israel.
Por su nexo histórico-tradicional con Hech 7, 51b, el dicho de Mc 3,28spar
podría ser también un fragmento tradicional de los «helenistas».
Os aseguro que todo se les podrá perdonar a los hombres, los pecados y las
blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme contra el
Espíritu santo, no tendrá perdón nunca, y será reo de pecado eterno.
El logion aparece estilizado como «normativa de derecho sagrado» (cf. cap.
10, § 1). A los hombres se les pueden perdonar las blasfemias contra Dios,
mas no las blasfemias contra el Espíritu santo. El dicho va contra aquellos
que no quieren reconocer la predicación autorizada y los prodigios de Jesús y
de sus mensajeros como obra del Espíritu santo de Dios (cf. Lc 11, 20). Son
culpables de un pecado perpetuo.
El trasfondo del dicho condenatorio podría haber sido la experiencia negativa
de los «helenistas»: su misión chocó con la resistencia del auditorio. Era en
realidad una resistencia contra el Espíritu santo, ya que los «helenistas» se
sentían guiados por el Espíritu de Dios. La resistencia sólo se podría entender
como señal de mala voluntad y de obstinación (cf. Did 11,7).
Los «helenistas» fueron los primeros en vivir muy concretamente el fracaso
del mensaje de Jesús ante la resistencia de Israel. El movimiento misionero
de la comunidad primitiva arameoparlante duró, en cambio, más tiempo.
Como el logion anterior figura también en la fuente Q (cf. Mt 12, 32; Lc 12,
10), hay que suponer que el grupo de misioneros carismáticos de Israel que
está detrás de dicha fuente lo asumió más tarde y lo empleó como sentencia
condenatoria cuando comenzaba también a perfilarse el fracaso de su misión
en Israel (cf. cap. 13, § 6).
La predicación de los «helenistas» y sus implicaciones críticas para el culto
del templo y la revelación sinaítica agravaron sin duda las discusiones con el
judaísmo de Jerusalén. Lucas informa de ellos en Hech 6, 8-15; 7, 54—8, 2.
Conviene analizar de cerca este pasaje.
Esteban, lleno de gracia y poder, realizaba grandes prodigios y señales en
medio del pueblo. Unos cuantos de la sinagoga llamada de los libertos,
oriundos de Cirene, Alejandría, Cilicia y Asia, se pusieron a discutir con
Esteban, pero no logrando hacer frente al espíritu con que hablaba,
sobornaron a algunos para que dijeran: «Le hemos oído pronunciar
blasfemias contra Moisés y contra Dios». Alborotaron al pueblo, a los
ancianos y letrados, agarraron a Esteban por sorpresa y lo condujeron al
Consejo. Presentaron testigos falsos que decían; «Este individuo no para de
hablar contra el lugar santo y la ley. Le hemos oído decir que ese Jesús de
Nazaret destruirá este lugar y cambiará las tradiciones que recibimos de
Moisés». Fijaron la vista en Esteban todos los miembros del Consejo, y su
rostro les pareció el de un ángel. (7) [...Oyendo sus palabras] se recomían
por dentro y rechinaban los dientes contra él. Esteban, lleno del Espíritu
santo, fijó la mirada en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la
derecha de Dios, y dijo: «Veo el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie a la
derecha de Dios». Dando un grito estentóreo, se taparon los oídos y, todos a
una, se abalanzaron sobre él; lo empujaron fuera de la ciudad y se pusieron a
apedrearlo. [Los testigos, dejando sus capas a los pies de un hombre joven
llamado Saulo], se pusieron a apedrear a Esteban, que repetía esta
invocación: «Señor Jesús, recibe mi espíritu». Luego, cayendo de rodillas,
lanzó un grito: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado». Y con estas
palabras expiró. [8 Saulo aprobaba la ejecución]. Aquel día se desató una
violenta persecución contra la Iglesia de Jerusalén; todos, menos los
apóstoles, se dispersaron por Judea y Samaria. Unos hombres piadosos
enterraron a Esteban e hicieron gran duelo por él.
La larga sección Hech 6, 1-8,2 es una composición literaria de Lucas, pero
apoyada en una antigua tradición. Hemos señalado ya que el discurso de
Esteban en 7, 2-53 interrumpe el nexo literario original Hech 6, 8-7, 1; 7,
(54)55-8, 3. Pero también otros extremos demuestran que Lucas utilizó aquí
una tradición:
—«Esteban aparece aquí en el centro de la trama y la persecución. Esto no
responde al verdadero cuadro y esquema: los apóstoles... ocupaban hasta
ahora ese puesto» (Haenchen).
—La iniciativa para combatir a la comunidad cristiana no parte, como antes,
de la aristocracia sacerdotal saducea sino de judíos helenísticos de la
diáspora (6, 9s).
—Las señales y prodigios de Estaban (6, 8) no parecen ser un motivo
suficiente de acusación. Lucas dejó de lado el rasgo originario de Esteban
como predicador.
—El relato actual presupone un procedimiento judicial ordinario ante el
sanedrín. Esto se opone tanto al hecho como a la forma de «lapidación» de
Esteban. Por una parte, los judíos no poseían entonces una jurisdicción en
materia de pena capital y, por otra, la lapidación judicial se ejecutaba de otro
modo: el reo era lanzado por un precipicio; si sobrevivía, uno de los jueces
hacía caer una piedra pesada sobre su pecho que le destrozaba el corazón y
los pulmones. Le descripción de Hech 7, 57ss presupone, en cambio, la
muerte por lanzamiento de piedras, un acto de linchamiento por una
multitud enfurecida (cf. Jn 8, 59; 10,31).
La investigación es unánime en atribuir a Lucas la forma actual del relato. El
diseñó el martirio de Esteban apoyándose en la pasión de Jesús. Narra una
sesión ante el sanedrín, presenta a falsos testigos que acusan y pone en
boca de Esteban un largo discurso (Hech 7, 58; 8, 1); pero al hacerlo, Lucas
emplea una fuente sobre el martirio de Esteban que reseñaba primero la
actividad de Esteban, de palabra y obra, entre los judíos helenistas de
Jerusalén (6, 8-10) y después hacía referencia a un tumulto producido entre
los oyentes (6, 11-15) que llevó al linchamiento de Estaban por la multitud
enfurecida (7, 55-59). Una última invocación de Esteban agonizante (7, 59) y
la alusión a su sepelio (8, 2) concluían probablemente el relato. Este
presuponía originariamente que los judíos helenistas de Jerusalén fueron los
responsables de la ejecución de Esteban. Una reconstrucción más rigurosa
de la tradición empleada por Lucas no es ya posible.
Este relato pertenece sin duda al material de tradiciones de los «helenistas».
Estos conservaron en él el recuerdo de la personalidad que fue guía y
protomártir del grupo. La oración de Esteban agonizante (7, 59) muestra que
los «helenistas» invocaban al Señor elevado como kirios.
En la ejecución de Esteban por una multitud enfurecida pudieron intervenir
motivos no religiosos. El templo con su culto llevaba asociados muchos
intereses materiales, ya que era el factor económico más importante de
Jerusalén.
«Casi todos los jerosolimitanos dependían indirectamente del templo:
ganaderos, cambistas, curtidores y zapateros vivían de él. Los peregrinos
llevaban dinero a la ciudad y necesitaban los servicios obligados de la
ciudad. La economía se basaba en el movimiento de los forasteros de
motivación religiosa. Por lo demás no había fuentes importantes de ingresos.
Los alrededores no eran muy feraces. No había industrias. Las grandes vías
comerciales corrían a lo largo de la costa o en la región al este del Jordán. De
todos modos, prejuicios religiosos dificultaron el comercio. Había límite de
importación para los géneros paganos de lujo (Sab 14b; jPes 27d, 54ss; jKeth
32c, 4ss). Tabúes rituales inhibían el comercio ganadero (Ant. 12, 145s).
Incluso la venta de productos agrícolas a los paganos era discutida (CD 12,
8ss). Eran discriminados los oficios activadores del comercio, como arrieros y
camelleros (Quid IV, 14, 2, cf. Aristeas § 114). No había en Jerusalén una
capa social influyente que activara el comercio y fuera capaz de construir,
con su aperturismo al mundo, un contrapeso al etnocentrismo y la xenofobia.
El aristócrata jerosolimitano Josefo expresa esto claramente: No conocemos
el comercio ni el tráfico que éste proporciona (C. Ap. 60). Anteriormente
había estado Jerusalén, al menos como capital, en constante comercio con el
mundo exterior. Pero desde que los romanos se adueñaron del poder, vino a
ser Cesarea la sede de los órganos de la administración estatal. La
importancia religiosa de la ciudad tenía que acentuarse cada vez más. Sin
ésta era Jerusalén incapaz de subsistir. Jerusalén era una ciudad sin bases
ciudadanas. Una parte no insignificante de la población dependía
directamente del templo. El templo pagaba buenos sueldos. Así una vez
hicieron huelga los trabajadores del templo para lograr una subida salarial
del 100% (bJoma 38a). También se pagaba el salario por horas (Ant. 20, 220).
La importancia social del templo como patronal máxima de Jerusalén se
desprende de la obra del templo que duró desde 20/19 a. C. hasta 62/64 d.
C. Herodes contrató al principio 11.000 albañiles (Ant., 11, 390). Al final de la
construcción eran, según Josefo, 18.000 y había que buscar para ellos
puestos de trabajo (Ant., 20, 219s). El aumento de los ocupados es tanto
más asombroso cuanto que los trabajos de ampliación ya se habían
terminado en tiempos de Herodes. ¿Daba ocupación el templo a más
hombres de los estrictamente necesarios? Ya en tiempo de Herodes la obra
del templo tenía carácter de programa de ocupación laboral: podía dar
ocupación a 1.000 sacerdotes pobres y utilizar a precio económico el tesoro
del templo. Además ofrecía el templo ventajas jurídicas a toda la ciudad:
apelando a la santidad de la ciudad, se podía solicitar disminución de
impuestos. Un decreto ficticio del rey sirio Demetrio con amplias exenciones
de impuestos, muestra adonde iban encaminados los deseos de los
Jerosolimitanos (1 Mac 10,25ss). Están atestiguadas dos veces disminuciones
de impuestos para Jerusalén: la primera vez, el legado sirio Vitelio hizo
remisión de los impuestos sobre la venta de las frutas vendidas en el
mercado de Jerusalén (Ant., 18, 90); la segunda vez. Agripa I renunció a un
impuesto sobre la renta que gravaba las casas de Jerusalén (Ant., 12,299).
Estas disminuciones de impuestos manifiestan una preferencia de la ciudad
sobre el campo... un premio por el buen comportamiento político» (Theissen,
Sociología, 5]ss).
La proclama de los «helenistas» sobre la abolición del templo y de su culto
por Jesús pudo suscitar, pues, en muchos judios de Jerusalén temores y
preocupaciones por su futuro económico. Es posible que las ¡deas de los
«helenistas», además de llegar a oídos de los judíos helenísticos, fueran
conocidas de modo genérico e impreciso en toda Jerusalén y
desencadenaran una tensión con motivaciones materiales además de las
religiosas. Desde este trasfondo resulta históricamente verosímil el
linchamiento de Esteban.
El proceder de los judíos jerosolimitanos contra Esteban y los «helenistas»
pudo haber favorecido un cambio en la política romana con los judíos. Hasta
la destitución del influyente consejero imperial Sejano el año 31 d. C, la
política romana mostró una tendencia antijudía. La dura actitud de Pilato
contra los judíos sediciosos se puede explicar por esta tendencia. Después
del año 31 d. C. se produjo un cambio en esa política. El cambio se
materializó el año 32 d. C. en un edicto de Tiberio favorable a los judíos.
Pilato tuvo que adaptarse a este cambio de tendencia y al final fue una
víctima de él. Los romanos tuvieron ahora más en cuenta en su acción
administrativa los sentimientos religiosos y las peculiaridades de los judíos,
para quitar pretextos al movimiento de rebelión. Es posible que la nueva
situación hubiese acelerado el desenlace del conflicto de los «helenistas»
con el judaísmo jerosolimitano. Aunque la ejecución de Estaban no estuvo
amparada por esta constelación política, el peligro de un empeoramiento de
las relaciones o de una investigación legal severa de ese incidente por los
romanos era menor, sobre todo cuando podía atribuirse el asesinato a una
muchedumbre excitada. La expulsión posterior de los «helenistas» de
Jerusalén podría haber sido apoyada por las autoridades romanas. Interesaba
a éstas evitar cualquier ocasión de fanatismo religioso de la población judía
de Jerusalén. Se comprende también así que tolerasen a la comunidad de
lengua aramea. Esto presupone, en cualquier caso, que las autoridades
podían distinguir claramente entre las ideas de la comunidad
arameoparlante y las de los «helenistas», y negociar aparte con los dos
grupos.
Después de la muerte de Esteban, una parte de la comunidad primitiva de
Jerusalén tuvo que abandonar la ciudad en una especie de huida (Hech 8, 1).
Sufrió las consecuencias, sobre todo, el grupo de los «siete», al quedar sin su
cabeza y guía. No podemos saber con certeza hasta qué punto afectó la
persecución a los judeocristianos helenistas en general. En esta situación
tienen su contexto vital las palabras de amenaza contra Jerusalén que
recoge Lc 13, 34s (cf. cap. 6, § 4).

8.- LA MISIÓN DE LOS «HELENISTAS»


No sabemos si era o no numéricamente significativo el grupo al que alcanzó
la «persecución» reseñada en Hech 8, 1. Es seguro que ésta no afectó sólo a
los «siete», sino a todos los que coincidían con ellos en la confesión
cristológica. Ante esta predicación que cuestionaba la ley y el templo, las
autoridades judías no podían permanecer indiferentes. Es muy posible que
los judeocristianos helenísticos sospechosos de «herejía» fueran juzgados
por tribunales judíos, como dice Lucas en Hech 8,3. Pero Saulo/Pablo no
participó en eso, como se desprende de su propio testimonio en Gal 1,13-23:
tres años después de su conversión era aún personalmente desconocido de
los cristianos de Judea y Jerusalén. Difícilmente, por tanto, pudo haber sido
aquí perseguidor de cristianos.
No es probable que los judeocristianos helenísticos se vieran amenazados de
muerte por la persecución. La lapidación de Esteban fue un acto de
linchamiento por una multitud enfurecida. El peligro de sucumbir víctima de
judíos fanáticos existía sin duda; pero la persecución emprendida por las
autoridades judías no parece haber tenido como finalidad la liquidación de
los «helenistas». Tenían las manos atadas en procesos de pena capital y no
podían dictar sentencias de muerte. Es posible, así, que la tortura y, sobre
todo, la expulsión de Jerusalén hubieran sido las principales medidas contra
los «helenistas» sospechosos de herejía.
Muchos «helenistas» se vieron así en la situación de tener que confesar su fe
en Cristo ante el foro de las instancias judiciales judías. El antiguo logion
sobre el Hijo del hombre de Lc 12, 8s (cf. cap. 6, § 2) encuentra un posible
contexto vital en esta situación de testimonio. El relato sobre el martirio de
Esteban (Hech 7, 54-60) se lee como una ilustración de este antiguo logion.
Esteban ve al «Hijo del hombre» a la derecha de Dios, dispuesto a intervenir
como testigo y garante en favor de sus fieles confesantes (7,56).
Cabe afirmar que los «helenistas» de Jerusalén profesaban también una
cristología del «Hijo del hombre», y no sólo sobre la base de Hech 7, 56. El
logion sobre el Hijo del hombre de Mc 14, 62, insertado secundariamente en
el relato más antiguo de la pasión y que combina, como Hech 7, 56, ese
título derivado de la apocalíptica (Dan 7, 13; Henet) con las palabras de Sal
110, 1, procederá también de sus círculos (cf. cap. 6, § 3). Les hemos
atribuido además el logion sobre la necesidad de la pasión, muerte y
resurrección del «Hijo del hombre» (Mc 8, 31) (cf. cap. 6, § 3). Fueron ellos los
que tradujeron bar nasha con la expresión griega empleado como título y
entendido en sentido mesiánico, y fundamentaron así el uso homogéneo en
el nuevo testamento del título cristológico «Hijo del hombre». Ellos
consideraron este título más apropiado que el de «mesías» para expresar su
idea cristológica específica. El «Hijo del hombre» era, según tradición judía,
un ser celestial reservado para el juicio final. Aplicado a Jesús, el título pudo
atraer hacía sí la idea de la preexistencia celestial, su descenso a la esfera
terrena (encarnación) y su regreso al mundo celeste. Si además los
«helenistas» de Jerusalén, como conjeturábamos antes (cf. cap. 6, § 4),
aplicaron a Jesús categorías de la «sabiduría» preexistente, con la que el
«Hijo del hombre» guardaba también estrecha relación, se completa el
cuadro de la fe cristológica profesada por los «helenistas» y de sus
consecuencias para la ley y el templo. La forma de aparición de la
«sabiduría» divina no es ya para ellos la tora (Eclo 24; Bar 4), sino el «Hijo
del hombre», Jesús; ni su sede es el templo, sino la comunidad como
«templo espiritual».
Los logia sapienciales de Mt 11, 16-19; Lc 11, 49ss; 13, 34s (cf. cap. 6, § 4)
podrían tener igualmente su contexto vital en la situación de los «helenistas»
expulsados de Jerusalén. Ellos son sus soportes. Así lo sugiere el hecho de
que el juicio sobre el templo (Lc 13, 35; cf. Mc 15, 38; 14, 62) y la acusación
contra el Israel rebelde y homicida —acusación que debe considerarse como
tradición de los «helenistas»— figuren también en la parte final del «discurso
de Esteban» en Hech 7,48-53 (cf. cap. 7, § 4).
Los Hechos nos indican la dirección que tomaron los «helenistas» en su
huida. Según Hech 11,19s, algunos llegaron «hasta Fenicia, Chipre y
Antioquía», y fundaron en esta ciudad una comunidad cristiana (cf. cap. 14).
Lucas recoge en Hech 8 algunos datos y tradiciones sobre Felipe que nos
presentan a este miembro del círculo de los «siete» evangelizando en
Samaría (8, 5ss), en el territorio costero entre Azoto y Gaza (8, 26.40) y en la
ciudad residencial de Cesarea (8,40; cf. 21, 8s). Según esos pasajes, el
«helenista» Felipe tuvo su campo de misión principalmente en las ciudades
helenísticas de la región costera. Desde Cesarea, la capital de la provincia
romana de Judea/Samaria, parece haber realizado una misión sistemática en
Samarla.
La leyenda de Hech 8, 26-40 lo celebra como (¿primer?) misionero entre
paganos.
El ángel del Señor habló así a Felipe: «Anda, ponte en camino hacia el sur,
por la carretera de Jerusalén a Gaza (la que cruza el desierto)». El se puso en
camino. En esto apareció un eunuco etíope, ministro de Candaces, reina de
Etiopía, intendente del tesoro, que había ido en peregrinación a Jerusalén iba
de vuelta, sentado en su carroza, leyendo al profeta Isaías. El Espíritu dijo a
Felipe: «Acércate y pégate a esa carroza». Felipe se acercó corriendo, le oyó
leer al profeta Isaías y le preguntó: «A ver, ¿entiendes lo que estás
leyendo?». Contestó: «Y ¿cómo voy a entenderlo si nadie me lo explica?». E
invitó a Felipe a subir y sentarse con él. El pasaje de la Escritura que estaba
leyendo era éste: «Como cordero llevado al matadero, como oveja ante el
esquilador, enmudecía y no abría la boca. Lo humillaron, negándole todo
derecho; a sus seguidores, ¿quién podrá enumerarlos? Lo arrancaron de la
tierra de los vivos». El eunuco le preguntó a Felipe: «Por favor, ¿de quién
dice esto el profeta? ¿de sí mismo o de otro?» Felipe tomó la palabra y, a
partir de aquel pasaje, le dio la buena noticia de Jesús. En el viaje llegaron a
un sitio donde había agua, y dijo el eunuco: «Mira, ahí hay agua, ¿qué impide
que yo me bautice?». PDijo Felipe: «Si crees de todo corazón, es posible».
Respondió él: «Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios»]. Mandó parar la
carroza; bajaron los dos al agua, Felipe y el eunuco, y Felipe lo bautizó.
Cuando salieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe. El eunuco
no volvió a verlo, y siguió su viaje lleno de alegría. Felipe fue a parar a Azoto
y fue dando la buena noticia en cada pueblo hasta llegar a Cesarea.
Lucas no aclara en su versión del relato si el intendente del tesoro etíope era
pagano; pero se trata de un supuesto obvio, ya que como eunuco no podía
ser prosélito. Lucas no quiso hacer de Felipe un rival de Pedro (cf. Hech lOs).
El estilo del relato es totalmente legendario. El relato presenta a Felipe como
un carismático guiado por el Espíritu. Felipe es un instrumento de Dios
mediante el cual el primer pagano es llevado a la fe cristiana. También es
significativa en esta pequeña leyenda la aplicación cristológica (¿por primera
vez?) del cántico del siervo de Dios doliente (Is 53).
De Hech 11,20 se desprende claramente que también los restantes
«helenistas» evangelizaron a los paganos después de su expulsión. Pero las
noticias lucanas sobre la misión de los «helenistas» son fragmentarias. Dos
relatos de prodigios del evangelio de Marcos pueden complementarlas. Sus
referencias geográficas deben tomarse en serio. Formalmente son «leyendas
fundacionales», demostrativas de que en Tiro/Fenicia y en Gerasa/Decápolis
hubo a hora muy temprana comunidades cristianas con miembros
procedentes del paganismo. Ambos relatos sitúan los orígenes de estas
comunidades cristianas en Jesús mismo, que extendió —excepcionalmente—
su actividad salvadora a los paganos. Mc 7,24-30 refiere que Jesús sanó a la
hija de una pagana sirofenicia del territorio de Tiro, poseída del demonio. Mc
5, 1-20 narra un exorcismo de Jesús en el territorio pagano de Gerasa; según
Mc 5,19s, el hombre curado acaba siendo misionero de Jesús en zona
pagana. Ambos relatos operan con los conocidos «prejuicios» judíos contra
los paganos, prejuicios que Jesús superó. Ambos califican a Jesús de kirios (7,
28; 5, 19), nombre que anticipa ya el título posterior. En Mc 5, 7 Jesús es
reconocido además, en expresión «pagana», como uios tou zeou ifistou. Los
dos relatos argumentan con la acción curativa de Jesús en favor de los
paganos. Dan a entender así que la misión pagana era discutida en la
comunidad primitiva (cf. cap. 11, § 4). La atribuyen a una iniciativa de Jesús y
la defiendan con su autoridad.
La comunidad de la ciudad costera de Tir fQe fundada probablemente por los
«helenistas» expulsados (cf. Hech 11, 19s). También es posible que Gerasa y
la Decápolis hubieran sido evangelizadas por los «helenistas». Cabe suponer
que las ciudades helenísticas de Galilea y del territorio limítrofe siro-
palestino, como Tiberíades, Cesarea de Filipo, Betsaida, etc., fuesen objetivo
del trabajo misionero de los <helenistas». Aquí coincidieron con los
mensajeros carismático de Jesús, que actuaron sobre todo en el campo, en
las aldeas y poblados, entre la antigua población israelita (cf. cap. 10).
Pcjsiblemente tomaron de éstos la tradición narrativa sobre Jesús y
elementos de la tradición de los logia, tradición que ellos vertieron al griego
y emplearon en su propia labor misionera. Quizá fueron los «helenistas»
quienes trasmitieron a la comunidad rnarquiana establecida en el territorio
siro-fenicio la parte ye la tradición jesuática del cristianismo primitivo que
fue recogida en el evangelio de Marcos.
Es posible asimismo que los «helenistas» perseguidos recalaran en
Damasco. No es impensable que en este ciudad vivieran ya cristianos con
anterioridad; pero la dura persecución de la comunidad cristiana por Pablo
(cf. Gal 1, 13ss; Hech 9) indica que compartían las ideas específicas de los
«helenistas». Muy probablemente, Pablo combatió en Damasco a un grupo
de «helenistas»; parece menos probable, en cambio, que lo hiciera por
encargo de las autoridades de Jerusalén, como refieren los Hechos de los
apóstoles. La influencia del sanedrín jerosolimitano difícilmente podía llegar
hasta Damasco Pablo podría haber procedido contra los «helenistas» de
Damasco por encargo de la gran sinagoga existente en la diáspora de
aquella ciudad (cf. Josefo, Bell., 2,559s). La comunidad de Damasco, influida
y quizá fundada por los «helenistas», pasó a ser después el primer hogar
cristiano de Pablo (Gal 1, 17). Superó, por tanto, la persecución
relativamente indemne. Pablo fue miembro de ella durante tres años
aproximadamente, según su propio testimonio (Gal 1, 17), antes de dirigirse
a Tarso de Cilicia (Gal 1,21). De aquí, Bernabé se lo llevó consigo a Antioquía
(Hech 11, 25s; Gal 2,1). Pablo fue bautizado en Damasco y tomó contacto
con la tradición de Jesús. Su comunidad de «helenistas» y su cristología
fueron el suelo nutricio del que germinó el evangelio de Pablo al margen de
la ley mosaica. El relato sobre la conversión de Pablo en Hech 9, 1-25 podría
proceder de esta comunidad.
La huida de los «helenistas» de Jerusalén permitió la rápida difusión de sus
ideas cristológicas y soteriológicas más allá de las fronteras del territorio
judío de origen. Se supone a menudo que algunos «helenistas» llevaron el
cristianismo hasta Alejandría y Roma. Como no poseemos datos sobre los
comienzos de las comunidades alejandrina y romana, esa hipótesis podría
ser acertada.
Era consecuente, dentro del enfoque teológico de los «helenistas», admitir a
paganos («temerosos de Dios») en la comunidad de procedencia pagana por
medio del bautismo. Si la muerte en cruz de Jesús se entendió como un
sacrificio expiatorio escatológico que sustituía el rito del templo, si esa
muerte fue considerada como sello de una «nueva alianza», si se produjo en
Jesús, sophia de Dios, la proclamación final, la interpretación auténtica de la
voluntad de Dios, entonces la «tora de los antiguos» y la circuncisión no eran
ya signos del nuevo pueblo de Dios.
Lo cierto es que el relato sobre el centurión Comelio de Hech 10, 1-11,18
presenta al primer misionero entre paganos. Pero quizá el relato adquirió
este acento programático a través de la redacción de Lucas. A él se deben
en particular la Justificación de Pedro ante la comunidad jerosolimitana (11,
1-18) y el kerigma de Pedro (10, 34-43). También es Lucas quien interpola la
visión de Pedro en el relato (10, 9b-16; cf. 10, 28); esta visión, que concurre
en el texto con 10, 19s, atañe originariamente al problema de la distinción
ritual entre manjares «puros» e «impuros» y sólo se puede entender, dentro
del relato, en sentido figurado. El relato sigue probablemente una antigua
leyenda local de la comunidad de Cesarea que atribuía el origen de su
cristianismo a la comunidad doméstica del pagano simpatizante Cornelio, a
quien Pedro bautizó por orden de Dios sin exigirle la circuncisión. Pero el
relato no da a entender que Cornelio fuera el primer pagano-cristiano; sí deja
constancia de que también Pedro fue un misionero entre paganos, al menos
en este caso.
La admisión de paganos simpatizantes en la comunidad sin exigirles la
circuncisión —praxis de los «helenistas»— fue de gran importancia histórica
para la comunidad primitiva y para su evolución en «Iglesia». Es posible que
al principio fueran casos aislados (cf. Hech 8,26-37; 10, 1-11, 18); pero
pronto dieron paso a una avalancha (Hech 11,20). ¿Es imaginable que esta
opción fuese casual, improvisada y sin base teológica? Ya el primer bautismo
de paganos, cualquiera que lo administrase, debió de tener un carácter
programático. Además de estar prefigurado en la cristología y la soteriología
de los «helenistas», tuvo que ir precedido de debates teológicos internos y
de opciones colectivas. La misión pagana tampoco era algo obvio para los
«helenistas». Sabían que Dios mismo los había movido a ello. Así lo indican
varios lugares comunes de la tradición que fundamentan la opción de la
misión pagana. El Espíritu de Dios guía a los misioneros (Hech 8, 26ss; 10,
19.44); ya Jesús había hecho llegar su acción salvadora a algunos paganos
(Mc 5,1-20; 7,24-30); el cabeza de la Iglesia, Pedro, bautizó a un pagano sin
exigirle la circuncisión (Hech 10, Iss); de ese modo se justificó también ese
paso con una autoridad externa. Pero fue decisivo para ello que los
«helenistas» considerasen superada la eficacia soteriológica de la ley, de la
circuncisión y del culto en el templo por el acontecimiento de Cristo.
La entrada de los paganos en la nueva comunidad de Dios no incidió sólo en
la circuncisión. Quedaba afectada toda la ley, sobre todo los preceptos
rituales, que trazaban una clara frontera entre judíos y paganos. Cuando
judeocristianos y paganocristianos convivían en una comunidad y
participaban de la misma mesa, hubo que resolver el problema de los
preceptos sobre manjares que dividía a los dos grupos. La distinción legal
entre manjares puros e impuros impedía prácticamente a un judío comer con
un pagano. Había dos soluciones posibles para la convivencia de judeo- y
pagano-cristianos: 1. El paganocristiano observa también las normas rituales
sobre manjares. Fue la solución seguida por el «decreto de los apóstoles»
(Hech 15, 28s), aunque se ignora desde cuándo y en qué ámbito tuvo
vigencia. 2. La distinción legal entre manjares «puros» e «impuros» tampoco
vale para los judeocristianos, al menos en el trato con sus hermanos
cristianos de procedencia pagana. Parece que la comunidad antioquena
defendió esta concepción y que Pedro la compartió temporalmente (Gal 2,
llss).
La segunda posibilidad podría estar contenida en la idea originaria de los
«helenistas» sobre el «cambio de la ley» (cf. Hech 6, 13s), mientras que la
primera vía de solución estuvo motivada por la protesta de judeocristianos
de estricta observancia y fue un compromiso que no pudo durar mucho. Dos
tradiciones apoyan la idea originaria de los «helenistas». Cabe mencionar,
primero, la visión de Pedro en Hech 10, 9-16. En opinión casi unánime de los
comentaristas, esta visión es un cuerpo extraño en el relato actual y fue en
su origen un fragmento suelto. Pedro es favorecido por una revelación que
obliga a anular la distinción entre manjares «puros» e «impuros». La ley
ritual queda así abolida.
[Al día siguiente hacia el mediodía, mientras ellos iban de camino, cerca ya
de la ciudad], subió Pedro a la azotea a orar, pero sintió hambre y quiso
tomar algo. Mientras se lo preparaban, le vino un éxtasis: vio el cielo abierto
y una cosa que bajaba, una especie de toldo enorme que por los cuatro picos
llegó a alcanzar el suelo. Había dentro todo género de cuadrúpedos, reptiles
y pájaros. Una voz le habló: «Anda, Pedro, mata y come». Replicó Pedro: «Ni
pensarlo, Señor; nunca he comido nada profano o impuro». Por segunda vez
le habló una voz: «Lo que Dios ha declarado puro no lo llames tú profano», y
en seguida se llevaron la cosa al cielo.
Junto a la visión de Pedro hay otro fragmento tradicional, detectable detrás
de Mc 7, 14-23. La unidad originaria de la tradición podría constar de 7,
15.18b.l9a.b.20-23.
Nada que entra de fuera puede manchar al hombre; lo que sale de dentro es
lo que mancha al hombre... Nada que entra de fuera puede manchar al
hombre. Porque no entra en el corazón, sino en el vientre, y se echa en la
letrina... Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre, Porque de dentro,
del corazón del hombre, salen las malas ideas: inmoralidad, robos,
homicidios, adulterios, codicias, perversidades, fraudes, desenfreno,
envidias, calumnias, arrogancia, desatino. Todas esas maldades salen de
dentro y manchan al hombre.
El fragmento presenta una estructura y articulación clara: 7, 15 ofrece la
tesis en una paralelismo antitético. El texto 7,18b.l9a.b fundamenta la
primera parte de la tesis, y 7, 20-23 la segunda con un catálogo de vicios. El
fragmento parece en lo formal una disposición legal: determina cómo la
persona se vuelve «impura» y se aleja de la esfera santa de Dios: no por
unos u otros manjares sino por la maldad que brota del interior del hombre y
que se expresa en las obras. El evangelista, con su comentario en versión
positiva (7, 19c), desvela el sentido del fragmento formulado negativamente:
«con esto declaraba puros todos los alimentos».
Encontramos en Mc 7,15ss un dicho concluyente y de gran importancia. «El
que niega que la impureza entra en el hombre desde fuera, descalifica las
premisas y la literalidad de la tora, y la propia autoridad de Moisés»
(Kasemann, Exegetische Versuche und Besinnungen I, 207). Estamos
probablemente ante una «doctrina» teológica de los «helenistas». Pero
ignoramos si esta «doctrina» era conocida en todas las comunidades
fundadas por ellos. Quizá proceda de las comunidades del área sirofenicia,
desde donde pasaría a la tradición marquiana.
Los dos fragmentos muestran que los «helenistas» consideraron abolida o
desfasada la ley ritual, así como todas las disposiciones de la tora
relacionadas con el templo y su culto. No negaron, en cambio, la ley moral.
Trazaron así una línea de separación a través de la tora. El judaísmo por su
parte consideraba la tora como una unidad indisoluble. Aunque distinguía a
veces entre preceptos mayores y preceptos menores o indagaba el núcleo de
la tora, no lo hacía con la intención de declarar irrelevante o anular una parte
de la tora. Este paso lo darían los «helenistas». Con la nueva y universal
iniciativa de Dios en la muerte de Jesús, la tora debía considerarse disuelta
en los preceptos referidos a la «antigua» alianza. Dios mismo los había
modificado (cf. Hech 10, 9-16). Pero Jesús garantizaba la nueva y auténtica
revelación de la santa voluntad de Dios (Mt 11, 27). Esta voluntad hay que
definirla en su núcleo como «amor a Dios y al prójimo».
La idea se expresa claramente en la tradición del doble precepto de Mc
12,28-34 par.
Un letrado [que había oído la discusión y había notado lo bien que
respondía], se acercó y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de
todos?». Respondió Jesús: «El primero es: Escucha, Israel, el Señor nuestro es
el único Señor, amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás
a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos».
el letrado replicó: «Muy bien, Maestro, tienes razón en decir que el Señor es
uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con
todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno
mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». jesús, viendo que
había respondido inteligentemente, le dijo: «No estás lejos del reino de
Dios». [Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas»].
La versión marquiana podría ser más antigua que la versión Q. De Marcos
procede el contexto de los v. 28a.34b. El fragmento tradicional así
enmarcado contiene diversos elementos a la luz de la historia de la tradición.
Los v. 33-34 suenan a comentario a los v. 29-31 y se puede advertir un
desplazamiento de acento. Mientras los v. 29-32 nombran los dos preceptos
de la tora más importantes, el v. 33 resume ambos en un precepto doble y
declara que son la suma de la tora. Por este mandamiento del «amor a Dios
y al prójimo» hay que juzgar toda la tora con sus numerosos preceptos. El
«doble mandamiento» aparece así como punto de referencia para la crítica a
la tora —formulada sobre todo por los «helenistas»— en la comunidad
cristiana primitiva (cf. Rom 13, 8ss).
El pequeño debate concluye con la aprobación de Jesús a la interpretación
del letrado en v. 34a. Por eso es innegable la unidad literaria del fragmento.
La interpretación de v. 32s confirma lo dicho por Jesús. El hecho de que no
sea Jesús mismo sino el escriba inteligente quien hace la glosa
interpretativa, a la que Jesús asiente, podría indicar la conciencia de los
«helenistas» de haber avanzado con su crítica a la tora en la línea de Jesús.
El fragmento sólo resulta comprensible en el entorno del judaísmo
helenístico y procede, en consecuencia, de los «helenlstas». Hay aquí una
noción limitada de la tora que no abarca ya la tora cultual.
Las consecuencias que los «helenistas» extrajeron de su idea de la muerte
en cruz de Jesús, y que dieron origen a una misión pagana al margen de la
ley mosaica, no fueron aceptadas unánimemente, ni mucho menos, por los
judeocristianos de Jerusalén. Aunque no debemos imaginar una larga y
radical controversia entre «helenistas» y judeocristianos de lengua aramea,
el fragmento indica que al menos diversas agrupaciones de la comunidad
arameoparlante combatieron ásperamente la actitud ante la ley y la praxis
misionera de los «helenistas» (cf. cap. 11, § 4). La separación forzosa de los
dos sectores de la comunidad primitiva, la evolución de las ideas específicas
de los «helenistas» fuera de Jerusalén, el hecho de que los judeocristianos
que permanecieron en Jerusalén se vieran obligados por razones de
supervivencia a presentarse como un grupo del judaísmo fiel a la ley y a
distanciarse de los «herejes», amén del creciente número de fariseos
conversos en la comunidad, todos estos factores hicieron que la oposición a
la labor de los «helenistas» o de las comunidades fundadas por ellos fuese a
más en Jerusalén.
Pero también los «helenistas» criticaron desde su cristología más
«evolucionada» determinados enfoques cristológicos del judeocristianismo
palestino. El fragmento de Mc 12, 35-37 podría remitir a esa controversia
intracristiana sobre cuestiones de cristología.
[Mientras enseñaba en el templo, abordó Jesús la cuestión preguntando:]
«¿Cómo dicen los letrados que el masías es hijo de David? David mismo,
movido por el Espíritu santo, dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi
derecha, que voy a hacer de tus enemigos estrado de tus pies. David mismo
lo llama Señor; entonces, ¿de dónde sale que es hijo suyo?». [La gente, que
era mucha, disfrutaba escuchándolo].
Se trata de una argumentación escrituraria que considera cristológicamente
irrelevante la cuestión de la «filiación davídica del mesías». La
caracterización de Cristo como «hijo de David» no puede definir
suficientemente su dignidad. Fue David, como poeta profético e inspirado
por el Espíritu, quien reconoció al mesías, en Sal 110, como «señor suyo».
Antes de ser «hijo de David», el mesías era ya «su Señor».
Dado que la comunidad primitiva pudo afirmar muy pronto, sin discusiones,
la genealogía davídica de Jesús (Rom 1, 3s), el sentido del fragmento no
puede consistir en negar la «filiación davídica» del mesías exigida por la
dogmática judía. Más bien se podría haber formado en ella un frente contra
la sobrevaloración cristológica de la genealogía davídica de Jesús tal como
aparece en el catálogo de Mt 1,2-16 y en algunas secciones de la tradición
sobre la infancia (cf. Mt 2, 1-12; Lc 2,1-20) (cf. cap. 6, § 3). La explicación
más sencilla del fragmento, a la luz de la historia de las tradiciones, es
considerarlo como producto de grupos helenistas o de las comunidades
fundadas por ellos. La base de la argumentación es la interpretación
cristológica de Sal 110, citado casi literalmente según los LXX, y la
superación del título de «hijo de David» por el de kirios?. La idea de la
preexistencia podría estar ya en el trasfondo. Entonces el adverbio poden de
v. 37a cobraría un sentido sorprendente. El mesías/kirios se convierte en
«hijo de David» en virtud de su descenso encarnacionista desde la esfera
celestial.
Los «helenistas» huidos de Jerusalén son el eslabón histórico entre la
comunidad primitiva de Jerusalén y Pablo. Este dio con ellos, no sólo en
Damasco sino también más tarde en Antioquía. Dado que los «helenistas»
evangelizaron toda la región costera siro-palestina, podían haber sido
portadores de la tradición jesuática a las comunidades de Marcos. Pero esto
no agota su actividad misionera. Fueron también probablemente el eslabón
histórico de cara al cristianismo «joánico» (cf. infra), que en época posterior,
aislado del resto de las comunidades palestinas y helenísticas, evolucionó de
modo independiente. Este cristianismo debe también, probablemente,
impulsos esenciales a los «helenistas».
En cualquier caso, es difícil de probar la relación de los «helenistas» con el
cristianismo «joánico» y no se puede ir más allá de una hipótesis. En efecto,
las comunidades «joánicas» estuvieron expuestas a múltiples influencias
judías, sin depender de una única corriente. Además, los escritos de estas
comunidades aparecieron lo más pronto en torno al año 90 d. C. en su
redacción final. Es posible que las comunidades «joánicas» contaran con
numerosos judeocristianos helenistas oriundos de Judea/Jerusalén. El
evangelio de Juan, que fue escrito en un griego de fuerte sabor semita,
demuestra en muchas de sus tradiciones recibidas (milagros, historia de la
pasión) un mejor conocimiento local de Palestina y de Jerusalén que los
sinópticos. Pero encontramos también en la comunidad antiguos discípulos
del Bautista (cf. Jn 1, 19ss); entre ellos, la autoridad más importante de la
comunidad: el «discípulo amado». También hubo en sus comunidades
samaritanos conversos al cristianismo (Jn 4).
Según la muy plausible hipótesis de K. Wengst, las comunidades «joánicas»
de la parte nororiental del Jordán se afincaban en el área de soberanía de
Agripa II, concretamente en las regiones de Gaulanítide, Batanea y
Traconítide. Estas comarcas tenían una población mixta de judíos y paganos
y eran asilo de grupos judíos «heterodoxos». Los discípulos del Bautista
podrían haberse retirado después de la muerte del maestro a esta zona
montañosa y apartada. En cuanto a los miembros samaritanos de la
comunidad, cabe suponer igualmente que hubieran llegado allí desde
Samaría, su lugar de origen. Las comunidades «joánicas», en el curso de la
reorganización farisea del judaísmo tras la caída de Jerusalén el año 70 d. C,
no pudieron permanecer probablemente mucho tiempo y tuvieron que
emigrar, tras fuertes tensiones con la ortodoxia farisea reforzada. Pudieron
establecerse de nuevo en Asia menor. La tradición eclesial posterior
relaciona el cristianismo «joánico» con Efeso.
¿Qué relación tuvieron los «helenistas» con estas comunidades «joánicas»
apartadas? El evangelio de Juan parece dar una respuesta en el oscuro
pasaje de Jn 4, 37s.
Aquí se cumple el refrán: que uno siembra y otro siega. Yo os envié a segar
lo que no habíais labrado; fueron otros los que labraron y vosotros habéis
entrado en su labor.
O. Cullmann conjetura que estos «otros», distintos de los discípulos de Juan,
son los «helenistas», que fueron los primeros en evangelizar Samarla o a
samaritanos. Lo que ellos sembraron, «segaron» más tarde las comunidades
joánicas. Jn 4, 38 podría conservar, pues, la memoria de los comienzos del
cristianismo samaritano, obra de los «helenistas». Por eso, la relación de los
«helenistas» con el cristianismo «joánico» podría haberse producido a través
de los cristianos samaritanos, que se sumaron posteriormente a las
comunidades «joánicas». En cambio, el cristianismo «joánico» en su forma y
composición específica, tal como nos ha llegado en los escritos joánicos,
difícilmente podría proceder de los «helenistas».
El recuerdo de la primera misión en Samaría que aflora en Jn 4, 37s, se da
también en Hech 8, 5-25. La misión del «helenista» Felipe en Samaría,
originariamente independiente de los «doce» de Jerusalén, es corroborada
más tarde por Pedro y Juan, del grupo de los «doce« (8, 14-17). Este relato,
que incluye la problemática conclusión de que el bautismo de Felipe carece
de lo decisivo, el don del Espíritu, procede de Lucas y de su tendencia a
atribuir los impulsos básicos de la misión pagana a Pedro y a los apóstoles de
Jerusalén. Pero quizá Lucas sabía también que, además de los «helenistas»
(Felipe), los representantes de los «doce» evangelizaron también Samaría
(cf. 4, 38). Es posible que intentara dar cuenta de este detalle histórico con
el relato de Hech 8, 5-25.
Se discute si Lucas utilizó en su relato una sola tradición sobre Felipe,
ampliándola, o conoció dos tradiciones independientes. Sorprende que Felipe
desaparezca desde 8, 13 del relato y ocupen su puesto, desde 8, 13, Pedro y
Juan. Sorprende también que el «mago» Simón quede fascinado en 8, 13 por
la facultad taumatúrgica de Felipe, y en 8, 19 pretenda comprar a ambos
apóstoles el don de conferir el Espíritu. Hech 8, 19 se corresponde en esto
claramente con el contexto de 8, 14-18, obra de Lucas. Sin embargo, la
probable solución de estas tensiones narrativas podría ser que Lucas empleó
en 8, 5-25 un antiguo relato sobre la primera misión en Samaría y la
superación de Simón el Mago por Felipe, relato en versión originaria donde
Simón pretendía comprarle a Felipe su facultad taumatúrgica (así Haenchen).
Parece poco probable que 8, 5-25 sea la elaboración de dos relatos sobre
Felipe (como sostiene Conzelmann), y muy improbable que Lucas combine
aquí dos tradiciones paralelas sobre la superación del Mago, primero por
Felipe y después por Pedro (así Hahn).
Parece seguro que el «helenista» Felipe inició, quizá desde Cesarea, una
misión en Samaría. Se produjo aquí un temprano encuentro del joven
cristianismo con los inicios de ciertas concepciones gnósticas, si el Simón
mago histórico fue realmente el «padre de la gnosis». Pero esto último no es
nada seguro, sino sumamente improbable. La misión de los «helenistas»
pudo caer en un suelo fértil entre los samaritanos, que eran étnicamente
israelitas y formaban parte de los «hijos perdidos de la casa de Israel».
También ellos repudiaban el culto en el templo de Jerusalén y adoraban a
Dios en el monte Garizim (Jn 4, 20-24). El santuario estaba destruido desde
hacía más de 150 años, y no existía ya allí el culto sacrificial. La crítica de los
«helenistas» a la tora encajaba también perfectamente entre los
samaritanos, ya que sólo admitían el Pentateuco y rechazaban la halajá
farisea. No esperaban a un mesías regio como figura mesiánica sino un ser
celestial preexistente (Taheb), probablemente al «profeta como Moisés»
prometido en Dt 18, 18s (cf. Hech 7, 37).
Pero también es muy probable una misión entre samaritanos llevada a cabo
por miembros del grupo de los «doce». El responsable de ella fue quizá el
Zebedeo Juan. Formaba parte de ese órgano directivo de los «tres pilares»
que menciona Pablo en Gal 2, 9 y que llevó la dirección de la comunidad
primitiva después de la disolución del grupo de los «doce». Cabe presumir
que dentro de este colegio se hubieran distribuido en cierto modo las
competencias para los judeocristianos. Así, consta que Santiago, el hermano
del Señor, dirigió el judeocristianismo de Jerusalén y de Judea. Pedro, que
aparece en Cesarea y más tarde también en Antioquía, podría haber
representado al judeocristianismo de la diáspora occidental. El tercer «pilar»,
el Zebedeo Juan, podría haberse encargado del judeocristianismo de las
«tribus perdidas de Israel» en Samaría y en el territorio jordano oriental. Los
«tres pilares» dirigían, pues, a toda la Iglesia judeocristiana. Más tarde se les
sumó Pablo como responsable para el paganocristianismo (Gal 2,9).
La breve tradición de Lc 9,51ss relaciona asimismo a los Zebedeo con
Samaría. Su amenaza contra la aldea samaritana impenitente es
desautorizada por Jesús. ¿Hay una alusión a la actividad posterior de los
Zebedeos o de Juan en Samaría? En Lc 10, 30ss y en Lc 17, 11-19 aparece
Jesús defendiendo a los samaritanos y censurando con su ejemplo a los
representantes del «verdadero» judaísmo. Estos fragmentos reflejan, por una
parte, la actitud de Jesús, que no comparte los prejuicios judíos contra los
samaritanos (cf. Jn 4), sino que los combate, e indican, por otra, cómo se
luchó en la comunidad primitiva por lograr una actitud positiva hacia los
samaritanos.
Conviene añadir algunas observaciones sobre la tradición «joánica», que
coincide en algunos aspectos con las ideas que hemos atribuido a los
«helenistas». Dado que la comunidad antioquena fue también una fundación
de los «helenistas», la constatación de un cierto desarrollo paralelo de las
ideas cristológicas en el cristianismo «joánico» cobra un peso especial para
determinar el perfil cristológico de los «helenistas».
Hemos considerado antes (cap. 6, § 4) el logion de Mt 11, 27 como expresión
de la cristología específica de los «helenistas». El logion es a la vez una
fórmula breve de la cristología «joánica» (cf. Jn 3,35; 1, 18;6,45s y passim).
La cristología de la preexistencia fue desarrollada también en forma decisiva
por los «helenistas» (cf. cap. 6, § 4). La identificación de Jesús con el «Hijo
del hombre» celestial y preexistente podría haber sido el punto de partida.
Ese desarrollo se produjo mediante el traspaso de atributos de la «sabiduría»
divina a Jesús. La designación de Jesús como ó uíos es su nota dominante (Jn
3, 35s; 5, 19ss; 6, 40; 8, 30s y passim). El título de «Hijo del hombre» es
aplicado muchas veces al Jesús terreno y lo califica como un ser preexistente
y celestial que, después de su bajada a la tierra, es «elevado» de nuevo al
mundo celestial (Jn 1, 51; 3, 13s; 6, 62; 8, 28; 12, 23; 13, 31 y passim). La
función escatológica del «Hijo del hombre» como juez se expresa sólo en Jn
5, 27 (compárese sin embargo 5, 23s con Mc 13, 24ss; 1 Tes 4, 16s). El título
de Logas (Jn 1, 1) indica que Jesús es identificado en la cristología «joánica»
con la «sabiduría divina».
3. A tenor de las fórmulas e ideas cristológicas citadas por Pablo en sus
cartas, la cristología de la preexistencia de los «helenistas» evolucionó de
modo característico en la comunidad antioquena. La «fórmula del envío» (cf.
cap. 14) reconduce el descenso del «Hijo» preexistente a su «envío» por
Dios. La «fórmula de la entrega» ve el acontecimiento de la cruz, por un
lado, como entrega del Hijo por Dios (Rom 4, 25), y lo describe, por otro,
como «autoentrega» amorosa (Gal 1, 4: ...; 2, 20: ...). De igual modo, las
comunidades «joánicas» describenel acontecimiento de Jesús como «envío»
del «Hijo» por Dios (Jn 3,17.34; 6, 39; 7, 17). Ambas series de ideas podrían
estar ya prefiguradas en la primera tradición de los «helenistas» recogida en
Mc 12, 1-9 (y 8, 31).
4. 1 Cor 8,6b expresa literariamente, por primera vez en Pablo, el concepto
de mediación de Cristo en la creación. Esa mediación le es atribuida a través
de ideas sapienciales del judaísmo primitivo. Pablo no desarrolló
probablemente por su cuenta este concepto cristológico, que procede de la
cristología de la comunidad antioquena (cf. También Col 1, 15ss). En el
mismo entorno histórico de tradiciones se encuentra ese concepto en la
cristología «joánica» (cf. Jn 1,3). Es posible que procediera en los dos campos
de la misma raíz: la «cristología sapiencial», con independencia mutua.
5. Es particularmente significativo que la crítica a la ley y al templo,
característica de los «helenistas», aparezca también en la tradición
«joánica». El dicho sobre el templo de Jerusalén en Mc 14,58 (cf. cap. 6, § 3),
atribuible a los «helenistas», figura bajo nueva expresión en Jn 19. Como
queda indicado, Jn 4, 21ss ofrece la misma visión sobre el relevo
escatológico del templo de Jerusalén que Mc 15, 38; Lc 13, 34s; Hech 7,48s;
1 Cor 3, 16. En el discurso de Esteban se perciben los ecos de ideas
«joánicas». La tipología Moisés-Cristo que presenta el discurso parece
continuar en el evangelio de Juan (Jn 6, 30ss; 1,17; 13ss); la queja por la
desobediencia de Israel a Moisés y a la ley (Hech 7, 35-40.53) tiene un
paralelismo en Jn 7, 19 y subyace en la imagen de Moisés como acusador de
Israel (Jn 5,45). La reducción de la tora a un solo mandamiento de amor a
Dios y al prójimo (Mc 12, 28-34) encuentra un lugar paralelo en el nuevo
precepto de Jesús (Jn 15, lOss).
6. Cabe mencionar otras características que hacen presumir, al menos, la
posibilidad de una mediación histórico-tradicional de los «helenistas».
También el cristianismo «joánico» presenta un universalismo soteriológico
que incluye a los «paganos», basado en la muerte de Jesús (Jn 10, 16; 11,
50ss; 12, 32). Además, algunos logia «joánicos» dependen directamente de
logia sinópticos (Jn 12,25 = Mc 8,35; Jn 12, 26 Mc 8, 34; Jn 13, 16 = Mt 10,
24par; Jn 13, 20 = Mt 10, 40par; Jn 15,18 = Mt 10,22). ¿Fueron los
«helenistas» trasmisores de estos logia? ¿ocurre lo mismo con las metáforas
de «luz/tinieblas», presentes en el cristianismo «joánico» y en la tradición
representada por Pablo, tanto en sentido cristológico (Jn 1,5.9; 8, 12; 12,46;
2 Cor 4,6) como en sentido ético (Jn 3,20s; 12, 35s; 2 Cor 6, 14; 1 Tes 5,5; Ef
5, 8)? ¿pudieron tener una raíz común en la teología de los «helenistas» las
reflexiones independientes sobre la «filiación abrahánica» que leemos Jn 8,
31-41 y Gal 3, 6ss; Rom 3, 11; 4, llss; 9, 7ss? Probablemente, los
«helenistas», después de su expulsión de Jerusalén y desde el supuesto de
unos logia de Jesús auténticos, anunciaron el juicio y subrayaron el contraste
entre el Israel impenitente y los paganos dispuestos al arrepentimiento (cf.
Mt 8, lis; ll,21ss;Lc ll,31s).De este anuncio del juicio forma parte la amenaza
de Mt 3, 7ss contra la seguridad de Israel, basada en la filiación abrahánica,
amenaza que fue asumida como dicho del Bautista en la tradición cristiana.
Estas constataciones, unidas a las referencias de Hech 8 y Jn 4,35ss a la
misión de los «helenistas» en Samaria, permiten dar por segura la relación
de las comunidades «joánicas» con los «helenistas». Esa relación pudo
haberse producido a través de samaritanos conversos que se aproximaron al
cristianismo «joánico» en vías de formación. Pero Felipe no actuó en el
territorio oriental del Jordán; parece que su punto de referencia más estable
fue Cesarea. No sabemos sí otros «helenistas» pertenecieron en forma
continuada al cristianismo «joánico». Ello explicaría de modo satisfactorio la
evolución independiente de la cristología «joánica».

9.- GRUPOS CRISTIANOS FUERA DE Jerusalén


La comunidad primitiva tiene sus orígenes en Galilea. Allí acontecieron las
primeras apariciones del Resucitado (cf. cap. I). Para la fiesta de pentecostés
que siguió a la pascua en que murió Jesús, subieron Pedro y los «doce» a
Jerusalén para anunciar en el centro de Israel el mensaje y proclamar al
Resucitado como «mesías-Hijo del hombre». No participaron todos los
discípulos de Jesús en este viaje, probablemente ni siquiera todos los que
fueron constituidos «apóstoles» y mensajeros suyos en virtud de una
aparición del Resucitado. La mayor parte de los seguidores de Jesús
permanecieron en Galilea, otros en Judea. Vivieron como antes en su entorno
social y profesional, y formaron a nivel local pequeños grupos cristianos o
comunidades domésticas.
Ya Jesús había podido apoyarse en simpatizantes y fieles locales para llevar a
cabo su misión itinerante. Había encontrado acogida en sus «casas» (cf. Mc
1, 29ss; 14, 3ss; Lc 10, 38ss) y fue asistido por ellos en las necesidades
materiales (Lc 8, 2s). «Tales familias simpatizantes fueron el núcleo de las
comunidades locales posteriores» (Theissen, Sociología, 20).
Sabemos poco de las pequeñas comunidades locales. No consta nada seguro
ni sobre su número ni sobre lo que fue la estructura de tales comunidades
locales y domésticas en Galilea y Judea. Su existencia desde el principio y su
acción como fermento del entorno social (cf. Mt 13, 33) están fuera de duda.
Abona también este extremo la circunstancia de que los Hechos de los
apóstoles no hagan referencia a una misión de Galilea ni en el programa
misional (Hech 1,8) ni en la enumeración de las localidades donde se
dispersaron los «helenistas» después de su expulsión. Hech 9,31 presupone
ya la existencia de comunidades cristianas galileas, como también de grupos
de discípulos en Lida y Jafa (Hech 9, 32ss.36ss).
La historia de las formas detecta igualmente la existencia de comunidades
cristianas locales y domésticas en Galilea y Judea. Especialmente las
tradiciones narrativas del nuevo testamento aparecen en muchos casos
como tradiciones locales por sus numerosas referencias a un lugar. Si en el
pasado se creyó generalmente que las indicaciones locales eran adiciones
tardías, la investigación se inclina hoy a considerarlas originales. Incluso
cuando faltan las indicaciones locales o son añadidos secundarios, el color
especial de los relatos demuestra que surgieron en el ambiente campesino
de Galilea o de Judea. Así, las narraciones de Mc 1, 29-31 y Lc 7, 1-10par (cf.
Jn 4,46-53) apuntan a Cafarnaún; quizá también Mc 1, 23-27. La doble
tradición de Mc 8, 21-26; 7, 32-37, a Betsaida. Los relatos de Mc 1, 16-20; 4,
35-41; 6, 45-51; Lc 5, 4-11 (Jn 21, Iss) tienen como escenario el mar de
Galilea y el ambiente de pequeños pescadores. Lc 7, 11-17 está ligado a la
localidad de Naín, Jn 2, 1-12 a Cana. Corazaín (cf. Lc 10, 13s) y Nazaret (Mc
6, Iss) desempeñan un papel negativo en la tradición, al igual que una
ciudad de la Decápolis (Mc 5, 1-20). No está claro si Cesarea de Filipo tiene
que ver con la confesión mesiánica de Pedro en Mc 8, 27-29, pero es posible.
También algunos lugares de Judea revisten importancia en la tradición.
Destaca Betania, donde se sitúan los relatos de Mc 14, 3.9; Lc 10, 38-42; Jn
11. Jericó es escenario de los relatos de Mc 10, 46-52 y Lc 19, 1-10. La
localidad de Emaús se menciona en Lc 24, 13-33. Parece indudable que estos
relatos conservan recuerdos de la actividad de Jesús o de apariciones del
Resucitado en los lugares mencionados y quedaron asociados a ellos. Estas
tradiciones locales nos informan a la vez sobre aquellos adeptos de Jesús
que trasmitieron tales recuerdos; ellos les dieron forma y soporte. Sólo con
posterioridad se desprendieron los fragmentos de sus lugares de origen,
fueron narrados en otros lugares y entraron en el conjunto de la tradición
cristiana primitiva.
Galilea y Judea contaron, pues, con una red de localidades y poblados donde
vivían y trabajaban personas que habían escuchado y asumido el mensaje de
Jesús sobre la llegada del reino de Dios y esperaban su retomo como
«mesías/Hijo del hombre» en virtud del anuncio de su resurrección. Estos
discípulos de Jesús no fueron simples conversos de una misión de Jerusalén
después de pascua, sino que debían su discipulado al Jesús terreno o a
misioneros itinerantes que actuaban en zonas rurales (cf. cap. 10). Jerusalén
era, obviamente, el centro de dirección de estas pequeñas comunidades de
Jesús. Tales comunidades mantenían quizá un escaso contacto entre sí, pero
es impensable que no estuvieran relacionadas con los discípulos de
Jerusalén, ya sea mediante viajes periódicos a la ciudad o a través de
mensajeros de la comunidad jerosolimitana.
Las pequeñas comunidades cristianas locales y domésticas vivían y actuaban
dentro de las estructuras del judaísmo. No contemplaban la posibilidad de
separarse de sus conciudadanos judíos. Tampoco eran «círculos pietistas»
que cultivasen en encuentros esotéricos su fe particular en la inminente
aparición del reino de Dios. Ya el carácter de la tradición jesuática creada y
mantenida en estas comunidades impide extraer tales conclusiones. Esa
tradición, además de contener recuerdos edificantes, era una tradición
misionera. Las comunidades no constaban sólo de cristianos afincados en un
lugar con sus familias, sino igualmente de misioneros proféticos itinerantes
que difundían el mensaje de Jesús. Estos profetas itinerantes que vivían un
seguimiento de Jesús consecuente, desligados de la familia, del lugar natal y
de bienes de fortuna, marcaron de modo especial a los grupos cristianos de
Galilea y Judea. Se presentaban ocasionalmente en las comunidades
dispersas, predicaban y enseñaban antes de partir hacia otro grupo cristiano.
Las comunidades cristianas de Galilea y Judea mostraron desde el principio
un fuerte impulso misionero que se orientó hacia Israel. Estos pequeños
grupos de discípulos eran conscientes de ser la «sal de la tierra», la «luz del
mundo», la «ciudad edificada sobre el monte» (Mt 5, 13ss). No hay que
imaginar una labor misionera organizada. A tenor de esas imágenes, el
mensaje de Jesús y la fe en Cristo irradiaban desde estas comunidades hacia
las aldeas vecinas y hacia lugares y caseríos próximos.
No es probable que el impulso misionero de los grupos galileos de Jesús se
extendiera a las ciudades helenísticas de Galilea y su entorno de población
pagana mayoritaria. Hemos indicado antes que quizá fueron los «helenistas»
quienes emprendieron, después de su expulsión de Jerusalén, la misión entre
los samaritanos, en las ciudades helenísticas de la región costera y en el
campo (cf. cap. 8).
Los discípulos galileos de Jesús eran más bien conservadores en lo cultural y
en lo religioso. Pertenecían en su mayor parte a la población campesina judía
y su lengua materna era el arameo. Como agricultores, pescadores y
pequeños artesanos, pertenecían a la capa social y cultural baja. Era
infrecuente que las personas de formación superior vivieran en poblados y
pequeñas ciudades judías. Apenas había letrados en ellos.
Más aún que los judíos de Judea y Jerusalén tuvo que sufrir la población judía
de Galilea por el hecho de ser una minoría política y culturalmente oprimida
en su propio país. Estaba separada por la semipagana Samaría del país
originario, Judea, con Jerusalén, la ciudad del templo. La rodeaba un anillo de
ciudades helenísticas. En su propio territorio surgían nuevas ciudades que
habitaban gentes ética y religiosamente «extrañas»: Séforis, Tiberíades,
Betsaida. Vivían aquí funcionarios gubernamentales, comerciantes y
militares paganos, así como terratenientes. Los símbolos del paganismo,
templos y estatuas, dominaban la imagen de su ciudad. Ya por eso, las
ciudades se convertían para la población judía en símbolos de la opresión.
De ahí que evitase frecuentarlas en lo posible. A lo largo de las grandes vías
comerciales que cruzaban el país había aduanas y puestos militares de las
potencias extranjeras que dominaban el país de Israel.
La propiedad de la tierra estaba generalmente en manos de unos pocos
terratenientes. Ya Herodes el Grande regalaba tierras a sus favoritos. Sus
sucesores continuaron esta práctica. La financiación de su vida cortesana
oriental, de sus palacios, de sus fundaciones de ciudades y del tributo que
debía pagar a Roma, corría a cargo de los impuestos y aduanas. Esta carga
se hizo insoportable y obligó a un creciente número de personas a vender su
campo de cultivo u otros bienes. La consecuencia fue una depauperación
general de la población. Pero los terratenientes compraban la tierra y
disponían además de un creciente potencial de mano de obra barata. «Al
que tiene, se le dará más, y al que no tiene, se le quitará hasta lo poco que
tiene» (Mc 4, 25). Esta amarga experiencia era compartida por muchos.
Galilea era un país lleno de tensiones sociales y culturales y con un enorme
potencial conflictivo. El movimiento de rebelión judío tuvo aquí sus orígenes.
Guerrilleros galileos habían luchado ya contra Herodes el Grande. Su
organización vivía en la clandestinidad, recibiendo un apoyo constante de la
población oprimida, hasta que Vespasiano, durante la guerra judía, quebró la
resistencia galilea.
Debemos suponer que los discípulos de Galilea quedaron marcados por estos
acontecimientos en su modo de pensar y sentir. Es cierto que siguieron la
llamada de Jesús a la reconciliación y al amor de los enemigos y, conforme a
su ejemplo y mensaje, rechazaron el ideal celota de luchar por el reinado de
Dios mediante la «guerra santa»; pero es difícil imaginar que la iniciativa de
misión en las ciudades helenísticas del entorno hubiera partido de ellos.
Hay que señalar, eso sí, que la situación político-cultural de Galilea
comportaba numerosas posibilidades de contacto y encuentro entre judíos y
paganos.
«Las condiciones geográficas facilitaban los contactos con la vida cultural y
espiritual helenista más allá de Tiberíades y de Séforis. Ciudades helenísticas
rodeaban Galilea como un anillo. Había un animado tráfico, especialmente
entre Galilea y la Decápolis. Hippos, en la ribera suroriental del lago de
Genesaret, y Gadara, poco distante de Hippos, eran centros de formación
helenística» (Riesner, Jesús ais Lehrer, 207).
Tales encuentros podían contribuir a deshacer prejuicios judíos sobre los
paganos, a ver en el pagano a un semejante, a observar concretamente su
religiosidad y su moralidad, que exigían respeto. Permitían revisar ciertas
imágenes hostiles y reconocerlas como tópicos sin fundamento. Muchas
tradiciones del nuevo testamento sugieren este tipo de experiencias (cf. Lc 7,
10par). Hay que añadir el encuentro con paganos que veían con buenos ojos
el judaísmo. La religión judía tenía atractivo para ellos (cf. Lc 7,5). Y el judío
podía considerar al pagano piadoso como un hijo de Dios y no sólo como
enemigo y opresor. Su religiosidad y moralidad podían ser un estímulo para
el judío.
El contacto permanente con el paganismo en el trato diario generó sin duda
en Galilea un entendimiento menos rigorista de las normas de segregación
ritual; además, la influencia de los fariseos era aquí escasa. El miedo al
contacto podía desaparecer con la habituación y los tabúes se deshacían con
más facilidad en ese ambiente. La conducta no ritual de Jesús y su falta de
prejuicios ante los paganos podrían tener en parte esta explicación histórica.
Era un galileo. Cerca de su lugar natal, Nazaret, estaba la ciudad helenística,
semipagana, de Séforis. Su actitud contagió sin duda a los discípulos
galileos. Mas no parece que esa falta de prejuicios y esa praxis no ritual diera
paso de inmediato a una misión en las ciudades helenísticas y entre paganos
piadosos. Las barreras tradicionales entre judíos y paganos no
desaparecieron en modo alguno para los discípulos galileos de Jesús aun
después de pascua. Su actitud ambivalente ante el pagano y su entorno se
expresa de modo elocuente en el relato sobre el «endemoniado de Gerasa»
(Mc 5, 1-20). El relato nació quizá en grupos galileos y se divulgó entre ellos.
Su perspectiva es judía, pero la escena transcurre en tierra pagana. El relato
trata con desprecio al paganismo impuro, contaminado en sepulcros y en
cerdos. Con mal disimulado regodeo narra la caída de la piara por el
precipicio. Pero el hombre curado, antes prototipo del pagano impuro
dominado por los demonios, goza de toda la simpatía del narrador. Pasa a
ser discípulo y mensajero de Jesús (5, 19).
El mensaje de Jesús, así como el anuncio de sus mensajeros después de
pascua, ejercieron un efecto realmente liberador en los seguidores galileos.
Estos se sentían liberados sin lucha revolucionaria y sin que la situación
político-social hubiera cambiado. Pese a toda la negatividad demoníaca de su
mundo y de su vida, podían conocer de nuevo al Dios, Padre amoroso, que
estaba resuelto a dar un giro positivo a su vida, y comenzaba a hacerlo aquí
y ahora. Desde esta fe vivían ya como si la basileia fuese una realidad.
Llevaban en sus comunidades solidarias, y en una servicialidad
desinteresada, una vida sin excesiva preocupación por el pan de cada día. En
ellas, los hambrientos satisfacían el hambre, los tristes se alegraban, los
enfermos eran curados y los extraños acogidos. Se practicaba la convivencia
reconciliada y fraterna. En ese ambiente, el reino anunciado por Jesús no era
una ilusión sino una realidad incipiente que libraba del miedo paralizante a la
existencia, del odio y la rabia contra el destructor poderoso e inhumano de la
vida.
Sin embargo, los discípulos de Jesús seguían constatando en su entorno
hasta qué punto las estructuras políticas y sociales destruían a los
individuos, les quitaban sentido e impulso vital y los convertían en
marginados de la sociedad, bien como revolucionarios ilusos, mendigos
desesperados o enfermos y posesos físicos o psíquicos.
La psique humana tiende a relegar los conflictos sociales a ámbitos
irracionales. Esto ocurre también a los grupos y estamentos o clases. La
consecuencia de ello es la evasión hacia representaciones y
comportamientos irracionales. Florecen las utopías o las ideologías. Estas
poseen ciertos elementos racionales; los cultos, la magia y la creencia en
demonios y brujas se caracterizan, en cambio, por la irracionalidad. La
opresión política y la miseria social se pueden interpretar como efectos de
poderes demoníacos que el individuo no puede contrarrestar. El que se
siente aplastado por el poder romano, tiende a demonizar a los romanos y a
sus aliados. El que es demasiado pobre para poder esperar la curación por la
medicina, puede inclinarse a considerar el arte médico como inútil porque la
enfermedad es efecto de un demonio. El que sufre conflictos internos y
sociales insolubles puede sentirse, junto con su entorno social, como campo
de lucha de poderes demoníacos que lo tienen «poseído».
«Cierto que hay posesión diabólica en todas partes. Pero el movimiento
cristiano primitivo se acompaña de una aparición masiva de este fenómeno,
si hemos de creer a los evangelios y los Hechos. Es como si una ola de
demonismo hubiera azotado el mundo de Palestina. No sólo Jesús cosechó
éxitos como exorcista. Todo el cristianismo primitivo es un movimiento
exorcista, y sus carismáticos y misioneros se sienten exorcistas (Mc 3, 15; Lc
10, 17ss). Lo específico de Ja situación no era el fenómeno de posesión
diabólica, sino su carácter masivo. Una sociedad que expresa sus problemas
en lenguaje mítico puede interpretar su situación, bajo la presión de
determinados grupos, como amenaza diabólica. Los síntomas de posesión
pueden ser objeto de un aprendizaje social. Si se aceptan estos síntomas
como expresión de conflictos insolubles y surge la posibilidad de resolver por
vía de exorcismo los problemas así manifestados, los síntomas pueden
convertirse en lenguaje público que muchos utilizan con éxito. Por eso, al
aumentar el número de exorcistas, suelen aumentar también los casos de
posesión diabólica» (Theissen, Wundergeschichten, 247ss).
Entonces la ayuda y la liberación sólo pueden llegar de fuera, de un milagro.
Los milagros son dominio de Dios o de hombres de Dios carismáticos que
guardan una relación especial con Dios. Los relatos de milagros del
cristianismo primitivo tienen aquí su función social y religiosa. Abordan
concretamente los conflictos internos y sociales, las angustias y
compulsiones de los oyentes, y prometen la salvación por medio de Jesús.
Los propios relatos son ya una forma de solución de conflictos y de
liberación; no sólo remiten a una realidad nueva y liberadora, sino que
suscitan ya esta realidad. Son una promesa eficaz de salvación para aquel
que se abre a su mensaje. G. Theissen los llama con acierto «acciones
simbólicas».
«Los relatos de milagros en el cristianismo primitivo tienen una intención
social; y esta intención no se puede describir mejor que con la fórmula de fe:
tu fe te ha salvado. Prometen liberación, salvación, redención. Mueven a las
personas a ingresar en la comunidad que escapó de la desgracia. A
diferencia de la parénesis, de himnos, formas de culto y cartas —con una
función primariamente intrínseca a la comunidad— , los relatos de milagros
miran hacia fuera. Tienen una intención misionera... Los relatos de milagros
podían sustituir a los milagros» (Theissen, Wundergeschichten, 257).
Los grupos galileos en cuyo seno surgieron los relatos de milagros y eran
narrados con sentido misionero, ya habían superado las experiencias
negativas, y eliminado los miedos y las compulsiones. En ellos no existía ya
el conflicto social entre el pobre y el rico. En su comunión solidaria nadie
debía pasar hambre por falta de capacidad adquisitiva, y ningún enfermo era
desasistido. En sus asambleas, cada uno era acogido como «hermano», y las
crisis de identidad causadas por un profundo distanciamiento en las
relaciones sociales se disolvían por sí solas.
«Porque la enfermedad no era un mero problema físico y económico sino
social. Piénsese en el miedo a la soledad, al abandono por otras personas, a
ser una carga. Los relatos de milagros garantizaban al enfermo sin futuro
que no sería abandonado... aunque llevara muchos años enfermo (Jn 5, 1ss).
Los que en los relatos de milagros solicitan la curación para el enfermo ¿no
eran como miembros de la comunidad que intercedían por el enfermo? ¿no
estaban dispuestos a salvar para ello todos los obstáculos —incluido el
obstáculo de la tendencia a distanciarse del enfermo incurable—? Hay que
ver las terapias desde la perspectiva de la comunidad que las narra, como
acciones simbólicas colectivas destinadas a afrontar el mal y armarse de
fortaleza para salirle al paso en la vida cotidiana con algo más que las meras
acciones simbólicas» (Theissen, Wundergeschichten, 249).
«La mayor parte de los relatos de milagros en el nuevo testamento tiene
como escenario Galilea. Es indudable que este es el punto de partida de la
tradición taumatúrgica» (Theissen, Wundergeschichten, 245). Los relatos
delatan también a veces el medio ambiente rural donde acontecen. Parece
que surgieron en su mayoría en los grupos galileos de discípulos de Jesús y
se difundieron entre ellos.
Los relatos de milagros no se prestan a la reconstrucción histórica de la
actividad de Jesús. En ningún caso cabe concluir directamente del relato, ni
siquiera con probabilidad, un hecho histórico. No obstante, los relatos serían
impensables en la historia de la tradición si la imagen de Jesús como
taumaturgo y exorcista expresada en ellos no fuese histórica. Pero esta
imagen se puede certificar también suficientemente de otro modo. «Es
indudable que Jesús hizo milagros, curó enfermos y arrojó demonios; pero los
relatos de milagros enfatizan y amplifican estos acontecimientos históricos»
(Theissen, Wundergeschichten, 274). Los relatos presentan la actividad y el
significado de Jesús después de pascua y sobre la base de las expectativas
veterotestamentario-judías y del mundo antiguo en general. «Las historias
milagrosas del cristianismo primitivo son acciones simbólicas suscitadas por
el Jesús real donde el personaje histórico aparece sublimado más allá de
todo límite... En el marco de la estructura específica del género literario de
relato maravilloso, Jesús es visto a una nueva luz. Aparece como la figura
milagrosamente sublimada del Jesús histórico» (Theissen,
Wundergeschichten, 279). De ese modo los relatos de milagros son «en su
intención... testimonios de unos hechos únicos del pasado. Tienen una
intención histórica. Son conscientes de la singularidad de los milagros
narrados» (Theissen, Wundergeschichten, 273).
El verdadero interés de los relatos de milagros y su función en la vida de los
grupos galileos de Jesús se puede advertir ya en su estructura. Señalan
generalmente la reacción del público al milagro de Jesús, muchas veces a
través de la aclamación (Mc 2, 12; 1, 27; 4, 41; 7, 37; Lc 7, 16). Es muy
posible que otras aclamaciones fueran sacrificadas por la redacción. Ellas
permiten descubrir directamente la intención de los relatos: «El pueblo que
alaba y los discípulos que hacen profesión de fe esperan que el lector se
coloque a su lado y se sume a la alabanza. Todos los relatos de milagros
pretenden facilitar una toma de postura ante el taumaturgo; interpelan así al
oyente y al lector» (Theissen, Wundergeschichten, 168). «Se trata de mover
a las personas interpeladas a entrar en la comunidad que escapó de la
desgracia» (Theissen, Wundergeschichten, 257).
El contexto vital de los relatos de milagros es, pues, la misión. «Los
contadores de milagros son misioneros activos» (ibid.). Los oyentes son
personas que es preciso ganar para Jesús y para la comunidad. Los relatos
van encaminados a hacerles ver que Jesús es realmente el salvador
definitivo por cuyo medio se están ofreciendo ya los bienes de salvación
esperados.
Theissen estima que los relatos milagrosos no fueron el verdadero contenido
del anuncio misionero, sino que los milagros eran narrados en la «antesala
de la misión», es decir, «antes y después de la aparición de los misioneros
cristiano-primitivos. Ellos creaban ese clima de tensa expectativa sin el que
no hubiera podido aflorar el carisma taumatúrgico» (Theissen,
Wundergeschichten, 260). Fundamenta este juicio haciendo notar que los
propios misioneros cristiano-primitivos eran taumaturgos y por eso no
hubieran podido ser a la vez relatores de milagros. Es seguro que la misión
cristiana primitiva estuvo acompañada de algunos hechos prodigiosos; mas
no parece que éstos fueran la regla, sino la excepción. No todo misionero
itinerante era un taumaturgo. Y el énfasis kerigmático-cristológico de los
relatos de milagros, unido a la sobriedad en la forma narrativa, indica más
bien que muchos de esos relatos no se limitaban a preparar la aparición de
los misioneros itinerantes, sino que fueron directamente objeto de su
predicación.
Encontramos en Mc 1, 29-31 un «simple» relato de curación.
E inmediatamente [al salir de la sinagoga] se fueron a casa de Simón [y de
Andrés, llevando a Santiago y Juan]. La suegra de Simón estaba en cama con
fiebre, y se lo dijeron en seguida.
Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y les
estuvo sirviendo.
El evangelista ha adaptado el relato a su contexto, mencionando junto a
Simón Pedro a los tres discípulos de primera hora (cf. 1, 16-20). El relato
contaba en su versión original cómo Jesús, estando en Cafarnaún, había
curado de la fiebre a la suegra de Simón en casa de éste.
El relato aparece ligado a Cafarnaún y a una verdadera tradición local.
Pretende evocar sin duda un hecho real ligado al Jesús terreno. Su intención
es quizá conferir una dignidad especial a la «casa de Simón» en Cafarnaún.
La casa fue probablemente, después de pascua, el punto de convergencia de
los discípulos que vivían en Cafarnaún.
Los dos relatos de curación en Mc 8, 22-26 y 7, 32-37 persiguen un fin
kerigmático. Se asemejan como dos gemelos en la estructura, el carácter y
la intención. Probablemente formaron pareja en la tradición, concretamente
en el orden sucesivo 8, 22-26; 7, 32-37. El «final coral» de aclamación en 7,
37 fue, en los orígenes, común a las dos curaciones narradas.
Llegaron a Betsaida y le llevaron un ciego pidiéndole que lo tocase.
Cogiéndolo de la mano, lo sacó de la aldea, le escupió en los ojos, le aplicó
las manos y le preguntó si veía algo. El miró y dijo: «Veo la gente; me
parecen árboles que andan». Le aplicó otra vez las manos a los ojos; el
hombre vio del todo; estaba curado y lo divisaba todo con claridad. Jesús lo
mandó a casa [diciéndole: «Ni siquiera entres en la aldea»].
(7) Le presentaron un sordo tartamudo, y le pidieron que le aplicase la mano.
El lo apartó de la gente; a solas con él, le metió los dedos en los oídos y le
tocó la lengua con saliva. Luego, mirando al cielo, suspiró y dijo: Effatá (esto
es: «ábrete»). Inmediatamente se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de
la lengua y hablaba normalmente... En el colmo del asombro decían: «Todo lo
ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
El doble relato enseña que la promesa escatológica de Is 35, 5 se ha
cumplido en la obra de Jesús. Más aún: «Todo lo ha hecho bien». Es un eco
de Gen 1, 31. Jesús, además de revelarse con sus curaciones como portador
de la salvación final, actuaba con la autoridad y fuerza del Dios creador.
La aclamación final extrae consecuencias soteriológicas de la obra de Jesús y
solicita a la vez la adhesión: En la acción de Jesús había comenzado ya el
prometido tiempo final. El contexto vital del doble relato es, pues, la misión
en Israel.
En Mc 5, 21-43, el evangelista entrelaza dos relatos de milagros que en los
orígenes se trasmitieron separadamente.
Insertó el relato sobre la curación de la hemorroisa (5, 25-34) en el relato
sobre la resurrección de la hija de Jairo (5, 21-24.35-43). El segundo narra
cómo Jesús fue llamado en caso extremo a curar a una niña agonizante que,
antes de llegar él a la casa de Jairo, había fallecido. La conexión de ambos
episodios es artificial, como demuestra entre otras cosas la disonancia de las
dos secuencias. El relato de la curación (5, 25-34) indica que Jesús se
encuentra en medio de una multitud que lo apretuja, de forma que se
producen involuntariamente contactos con él (5, 31). En esta situación, la
mujer impura que sufre flujos de sangre puede «procurarse» la curación
tocando secretamente a Jesús. El relato de resurrección alcanza, en cambio,
su ápice dramático en el hecho de que Jesús parece llegar «tarde», a pesar
de darse prisa, para «curar» a la niña enferma. En lugar de la curación, Jesús
lleva a cabo el milagro mucho mayor de la resurrección. Difícilmente
armoniza con esto que la multitud no ceda paso a Jesús a pesar de la
premura del padre, y que Jesús «se demore» de ese modo. En la intención de
Marcos, esto pone de relieve obviamente la superioridad de Jesús.
Jesús pasó de nuevo en barca a la orilla de enfrente y se aglomeró junto a él
mucha gente; él estaba junto al lago]. Se acercó un jefe de sinagoga que se
llamaba Jairo, y al verlo se echó a sus pies rogándole con insistencia: «Mi
niña está a punto de morir; ven a aplicarle las manos para que se cure y
viva». Jesús se fue con él acompañado de mucha gente [que lo apretujaba].
Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años;
aunque muchos médicos la habían hecho sufrir mucho, y se había gastado
todo lo que tenía, en vez de mejorar se había puesto peor. Oyó hablar de
Jesús y, acercándose por detrás entre la gente, le tocó el manto, diciéndose:
«Con que le toque aunque sea la ropa, me curo». Inmediatamente se secó la
fuente de sus hemorragias y notó en su cuerpo que estaba curada de aquel
tormento. Jesús, dándose cuenta de que había salido de él aquella fuerza, se
volvió en seguida en medio de la gente, preguntando: «¿Quién me ha tocado
la ropa?». Los discípulos le contestaron: «¿Estás viendo que la gente te
apretuja y sales preguntando: quién me ha tocado?» El seguía mirando
alrededor para ver quién había sido. La mujer, asustada y temblorosa al
comprender lo que le había pasado, seacercó, se le echó a los pies y le
confesó toda la verdad. El dijo: «Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y sigue
sana de tu tormento». 3[Aún estaba hablando cuando] llegaron de casa del
jefe de sinagoga para decirle: «Tu hija ha muerto. ¿Para qué molestar más al
Maestro?». Pero Jesús, sin hacer caso del recado, le dijo al jefe de sinagoga:
«No temas, ten fe y basta». [No permitió que lo acompañara nadie más que
Pedro, Santiago y su hermano Juan]. Llegaron a casa del jefe de sinagoga y
estuvo contemplando el alboroto de los que lloraban gritando sin parar.
Luego entró y les dijo: «¿Qué alboroto y qué lloros son éstos? La niña no está
muerta, está dormida». Ellos se reían de él, pero él los echó fuera a todos, y
con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes entró donde estaba
la niña. La cogió de la mano y le dijo: Talitha qum (que significa: Muchacha, a
ti te digo, levántate). La niña se levantó inmediatamente y echó a andar,
pues tenía doce años. Quedaron fuera de sí, llenos de estupor. Les [insistió
en que nadie se enterase, y] les dijo que dieran de comer a la niña.
El relato de sanación se abre con la historia de la enfermedad de la mujer. Ha
intentado todos los remedios de los médiCOS. Ha gastado con ellos su
fortuna. Pero no tiene la resignación y desesperanza de una enfermedad
incurable. El poder de Jesús para curar aparece irradiándose. Con solamente
tocar la orla de su vestido se produce la curación. La mujer se consideraba
impura, y por eso busca la sanación a escondidas. No se atreve a tocar
abiertamente a Jesús. Jesús pone al descubierto la curación en secreto. La fe
en la fuerza de Dios en Jesús ha sanado a la mujer.
Las palabras finales que Jesús dirige a la mujer curada abren el relato al
oyente pospascual. El también puede entrar en contacto, mediante la fe, con
la «fuerza divina» de Jesús. Este relato tiene igualmente su contexto vital en
la predicación misional de los mensajeros de Jesús, que va acompañada de
curaciones y milagros realizados «en nombre de Jesús» (cf. Hech 3, 6; 6, 8; 9,
17s; 9, 32-35; 14, 8-10 y otros).
El relato sobre la resurrección de la hija de Jairo está bien contado y posee
dramatismo. Llaman a Jesús para que cure a una enferma y él se encuentra
con una difunta (cf. Jn 11). El oyente comparte la desolación del padre, que
no puede hacer por su hija otra cosa que creer en el poder de Jesús. Esta
situación era sin duda familiar a la mayoría de los oyentes. La muerte
prematura de niños es obviamente una experiencia de la vida humana que
en la antigüedad afectaba a casi todas las familias (cf. 2 Sam 12, 15-23).
Cuando les salen al encuentro personas de la casa de Jairo y anuncian el
fallecimiento de la niña, toda esperanza parece vana. Pero el poder de Jesús
no se detiene ante la muerte; él puede vencerla. Es el salvador escatológico
porque puede resucitar muertos, como Elias (cf 1 Re 17, 17-24).
Este relato cobra su dinámica para el oyente pospascual sobre el trasfondo
del mensaje de la resurrección de Jesús. También hay relatos sobre
resurrecciones llevadas a cabo por sus mensajeros (Hech 9, 36-42; 20, 9-12).
El relato lleva un sello veterotestamentario y delata un ambiente palestino.
Su intención es convencer al oyente de que Jesús es el salvador final que
actuó con la misma fuerza que impulsara antaño a Elias (1 Re 17,24). Su
contexto vital es la predicación pospascual a judíos palestinos.
El relato de curación de Mc 10,46-52 aparece estrechamente ligado a la
ciudad de Jericó.
Llegaron a Jericó; [al salir de la ciudad con sus discípulos y bastante gente],
un mendigo ciego, Bartimeo (el hijo de Timeo) estaba sentado a la vera del
camino. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Jesús, hijo de David,
ten compasión de mí». [Muchos le regañaban para que se callara; pero él
gritaba mucho más: «Hijo de David, ten compasión de mí»]. Jesús se detuvo
y dijo: «Llamadlo». Llamaron al ciego diciéndole: «Animo, levántate, que te
llama». Echó a un lado el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le
dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?». El ciego le contestó: «Maestro, que
vea otra vez». Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado». Al momento recobró
la vista [y lo siguió por el camino].
La vinculación local del relato y su conocimiento del nombre del ciego
indican que hay aquí una tradición local. Su intención es hacer propaganda
en favor de Jesús. Su persona y su obra ocupan el punto central. El ciego le
pide compasión, como se pide a Dios mismo (cf. Sal 6, 2; 9, 13; 40, 5.11;
122, 3). Su obra tiene un carácter escatológico, porque «la curación de
ciegos es un claro signo mesiánico» (Lohmeyer). El narrador tiene en la
mente los vaticinios de Is 29, 18 y 35, 5. A su luz presenta a Jesús como
«mesías» escatológico («hijo de David»). Este calificativo que el ciego
proclama no se puede sofocar (10, 48) y se impondrá.
Precisamente este extremo del relato indica que el contexto vital del mismo
fue la controversia con los judíos sobre el puesto de Jesús en la historia de la
salvación. Así pues, también este fragmento iba destinado en los orígenes a
la misión de Israel. Demuestra además cómo la comunidad primitiva
arameoparlante comenzó muy pronto a ver la actividad terrena de Jesús a la
luz de su dignidad mesiánica, concebida por lo pronto en sentido
escatológico (cf. cap. 6, § 3). En Jesús se cumplen las esperanzas
escatológicas y mesiánicas. La comunidad intenta aproximar a sus oyentes
judíos esta fe en el «mesías» Jesús a través de la narración. En cualquier
caso, es posible que aquí, en Jericó, el ciego curado hubiera ejercido una
acción misionera especial. El conocimiento de su nombre podría sugerirlo.
Analicemos como último relato de curación Mc 2, 1-12.
[Cuando a los pocos días volvió a Cafarnaún, se supo que estaba en casa.
Acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta, y él les anunciaba la
palabra]. Llegaron cuatro llevándole un paralítico y, como no podían meterlo
por causa del gentío, levantaron el techo encima de donde estaba Jesús,
abrieron un boquete y descolgaron la camilla con el paralítico. Viendo Jesús
la fe que tenían, le dijo al paralítico: «Hijo, se te perdonan tus pecados».
Unos letrados que estaban allí sentados razonaban para sus adentros: «¿Por
qué éste habla así? ¿quién puede perdonar pecados más que Dios solo?».
Jesús, dándose cuenta en seguida de cómo razonaban, les dijo: «¿Por qué
razonáis así? ¿qué es más fácil: decirle al paralítico se te perdonan tus
pecados o decirle levántate, carga con tu camilla y echa a andar? Pues para
que sepáis que el Hijo del hombre está autorizado para perdonar pecados en
la tierra... — le dijo al paralítico—. A ti te digo, levántate, carga con tu camilla
y vete a tu casa». Se levantó, cargó en seguida con la camilla y salió a la
vista de todos; todos se quedaron atónitos y alababan a Dios diciendo:
«Nunca hemos visto cosa igual».
La introducción del relato podría ser obra de Marcos en su forma actual.
Enlaza con el contexto y combina el tema de la «enseñanza» de Jesús con su
actividad taumatúrgica. Pero hay que señalar que el relato supone la
presencia de Jesús en una casa y podría haber explicado ya por qué los
porteadores tomaran la insólita vía del techo de la casa para llevar al
enfermo ante Jesús. Marcos echó mano, pues, de estructuras narrativas
preexistentes al formular la introducción. Una delimitación exacta no es ya
posible.
El relato que tuvo a su disposición el evangelista contaba con una tradición
bastante dilatada. Así lo indica ya la descripción incoherente del desmontaje
del techo por los portadores del paralítico (2, 4). Suponen diferentes
estructuras del techo. «Levantar el techo» sugiere un tejado de ladrillo
occidental, «abrir un boquete» sugiere un techo semita de adobe. Es un bello
ejemplo de cómo la tradición surgida en un medio palestino fue trasmitida
más tarde fuera de Palestina y adaptada a los supuestos culturales de los
nuevos oyentes.
También los v. 6-10 deben considerarse como ampliación secundaria del
relato original, más breve. Una indicación segura en este sentido es la
aparición posterior de los letrados en el relato (v. 6), cuya mención
correspondería en rigor a la introducción, así como la ruptura de la
construcción gramatical en v. 10. En cualquier caso, el v. 11 podría ser
continuación directa del v. 5. La versión más antigua del relato, junto a la
introducción no conservada, abarcaba probablemente los V. 3-5.11-12.
El escenario del relato original es sin duda Palestina por su tipismo especial.
Su intención queda clara en la conclusión coral del V. 12b. Pretende hacer
ver, con enfoque misionero y de propaganda, la superioridad y singularidad
de Jesús. No sólo lo presenta como taumaturgo, sino que interpreta con
mayor amplitud teológica su acción salvadora con el anuncio del perdón en
V. 5b. En Jesús se manifiesta la misericordia indulgente de Dios. Su acción,
además de eliminar el sufrimiento del hombre, erradica su causa y la de
todas las negatividades de la existencia humana: el pecado. El relato abre
aquí perspectivas para el oyente. Le anuncia en nombre de Jesús el perdón
de los pecados.
Este relato, como indica la conclusión coral, tiene su contexto vital en la
predicación misional de los mensajeros de Jesús. Es llamada a la conversión
y absolución de los pecados al mismo tiempo. Además de comunicar un
conocimiento de Jesús, recuerda en el núcleo del relato el perdón que ofrece
Jesús a aquel que cree.
Otro relato de resurrección aparece en Lc 7, 11-16.
Después de esto fue a un pueblo llamado Naín, acompañado de sus
discípulos y de mucha gente. Cuando se acercaba a la entrada del pueblo
resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era
viuda; un gentío considerable del pueblo la acompañaba. Al verla el Señor, le
dio lástima de ella y le dijo: «No llores». Acercándose al ataúd, lo tocó (los
que lo llevaban se pararon) y dijo: «¡Joven, a ti te digo, levántate!». El
muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre.
Todos quedaron sobrecogidos y alababan a Dios, diciendo: «Un gran profeta
ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo». La noticia del hecho
se divulgó por todo el país judío y la comarca circundante.
La intención del relato se trasluce en la conclusión coral: Jesús es un gran
profeta y en su acción Dios mismo se acerca a su pueblo. A Elias y Elíseo, los
dos máximos taumaturgos del antiguo testamento, se atribuyeron casos de
resurrección de muertos (cf. 1 Re 17,17-24; 2 Re 4,18-37). El relato debe
verse a la luz de esos textos veterotestamentarios. Así lo indican ya las
coincidencias: el difunto es «hijo de una viuda» y Jesús lo entrega a su madre
después de resucitarlo (1 Re 17, 23). Pero nuestro relato pretende superar el
del antiguo testamento; el muerto es llevado ya a enterrar y Jesús puede
resucitarlo con una sola frase, sin oración expresa ni previas acciones. Jesús
es, pues, superior a Elías y a Eliseo; el único salvador definitivo.
El contexto vital del relato es la predicación misional de la comunidad
galilea, quizá en Naín. Aquí nació y fue divulgada la narración.
Jesús fue también exorcista. «Acreditó» su mensaje liberador en los
fenómenos de posesión diabólica que proliferaban en la sociedad palestina
de su tiempo. Satanás parecía manifestarse en ellos como soberano del
mundo. Al ceder los demonios de Satanás, ocupa su puesto el reino de Dios
(Lc 11,20).
Los relatos pospascuales sobre exorcismos no se limitaban a anunciar la
liberación del poder satánico, sino que la hacían efectiva. Un relato de
exorcismo típico en la estructura y el estilo es Mc 1, 23-27.
Resultó que en aquella sinagoga estaba un hombre poseído por un espíritu
inmundo, y se puso a gritar: «¿Quién te mete a ti en esto, Jesús Nazareno?
¿has venido a destruirnos? Sé quién eres: el Santo de Dios». Jesús le intimó:
«¡Cállate la boca y sal de este hombre!». El Espíritu inmundo lo retorció y,
dando un alarido, salió. Se quedaron todos tan estupefactos que se
preguntaban unos a otros: «¿Qué significa esto? [Un nuevo modo de
enseñar, con autoridad]. Manda hasta a los espíritus inmundos y le
obedecen».
La intención y el contexto vital del relato se desprenden de la conclusión
coral. El oyente es invitado a dar la respuesta. El relato encierra, pues, una
intención proselitista. Se trata de que los oyentes incrédulos se acerquen a
Jesús de Nazaret y confiesen que Jesús es el «Santo» (v. 24; cf. 1 Re 17, 18).
La misma acción ejemplar muestra el poder de Jesús para arrojar demonios.
Estos mismos han reconocido y confirmado que Jesús es el salvador
definitivo que vino de Dios. El poder diabólico toca a su fin.
La pregunta de la conclusión coral abre el relato al oyente. El poder de Jesús
le alcanza también a él. Se le promete a través del relato. Con la adhesión a
Jesús queda seguro y protegido contra los demonios que amenazan la vida
en todas sus dimensiones. Le desaparece el miedo a los demonios que
paraliza a todos. Está liberado. A las personas que no pertenecen aún a la
comunidad y siguen bajo el dominio de las potencias diabólicas, la
comunidad les anuncia a Jesús como el nuevo Señor de la vida. Estamos,
pues, ante un «relato de proselitismo en favor de Cristo».
Un relato de exorcismo de naturaleza peculiar es Mc 5,1-20.
Llegaron a la orilla de enfrente, a la región de los gerasenos. [Apenas
desembarcó, le salió al encuentro desde el cementerio] un hombre poseído
por un espíritu inmundo, que vivía en los sepulcros; ni con cadenas podía ya
nadie sujetarlo; muchas veces lo habían sujetado con grillos y cadenas, pero
él rompía las cadenas y destrozaba los grillos, y nadie podía dominarlo. Se
pasaba el día y la noche en las tumbas y en los montes, gritando e
hiriéndose con piedras. Viendo de lejos a Jesús, echó a correr, se postró ante
él y gritó a voz en cuello: «¿Quién te mete a ti en esto, Jesús, hijo del Dios
altísimo? Te conjuro por Dios a que no me atormentes». Porque Jesús le había
mandado: «Espíritu inmundo, sal de este hombre», también] le preguntó:
«¿Cómo te llamas?». Le respondió: «Me llamo Legión, porque somos
muchos». Le rogaba con insistencia que no los expulsara de aquella
comarca. Había allí cerca una gran piara de cerdos hozando en la falda del
monte. Los espíritus le rogaron: «Déjanos ir y meternos en los cerrdos». El se
lo permitió. Los espíritus inmundos salieron del hombre y se metieron en los
cerdos; y la piara, unos dos mil, se abalanzó [al lago] acantilado abajo [y se
ahogó]. Los porquerizos salieron huyendo y lo contaron por el pueblo y por
los cortijos. La gente fue a ver lo que había pasado. Se acercaron a Jesús y
vieron al endemoniado sentado, vestido y en su juicio, al mismo que había
tenido la legión, y les entró miedo. Los que lo habían visto les refirieron lo
que le había ocurrido al endemoniado y lo de los cerdos. Ellos le rogaban que
se marchase de su país. [Mientras se embarcaba, el endemoniado le rogaba
que lo admitiese en su compañía, pero no se lo consintió y, en cambio, ] le
dijo: «Vete a casa con los tuyos y cuéntales todo lo que el Señor ha hecho
contigo por su misericordia». El hombre se marchó y se puso a proclamar por
la Decápolis lo que Jesús había hecho por él, y todos se admiraban].
El episodio, relatado con viveza, tiene un carácter folclórico, casi de saínete
(cf. Hech 19, 13ss). Se parece en el tono y en los tópicos, más que otros
relatos de prodigios, a historias milagrosas judías y helenísticas. La
descripción detallada de la fiereza y peligrosidad del demonio (cf. Mc 9, 17s)
recurre a ideas populares sobre el lugar de estancia de los demonios. Las
intenciones destructivas del demonio, dirigidas contra el poseso, son
también un lugar común (cf. Mc 9, 22; Filóstrato, Vita Apol. III, 38). Toda la
descripción de la ferocidad del poseso se encamina a presentar a Jesús como
triunfador sobre los demonios. Su simple presencia puede lo que ningún
hombre había logrado antes (v. 6). Es impresionante ver cómo el demonio
adivina en Jesús a otro «más fuerte» ante el que tiene que ceder. Hace aún
un amago de resistencia (cf. 1 Re 17, 18; Mc 1, 24). El tratamiento de «Hijo
del Dios altísimo» expresa su conocimiento sobrenatural de la dignidad de
Jesús. Esto interesa especialmente al oyente. El título de «Dios altísimo»
califica a Dios desde una óptica politeísta y encaja bien en el relato, que
transcurre en territorio pagano. El intento de resistencia del demonio acaba
en un ruego insistente de que no lo expulse del país (pagano). Así reconoce
la autoridad de Jesús.
Jesús pregunta por el nombre del demonio. Este se llama «Legión», y es
también legión. La posesión de una persona por varios demonios era una
idea corriente (cf. Lc 8,2; Mt 12,45). El demonio, consciente de la
superioridad de Jesús, le pide permiso para quedar en la comarca (v. 10) y
trasmigrar a la piara de cerdos (v.12), cuya presencia se indica brevemente
en v. 11.
Jesús otorga la petición. Los demonios pasan a la piara de cerdos, pero los
dos mil animales se precipitan acantilado abajo. El demonio se «estrella». Le
pasó lo que no quería. Tiene que abandonar la comarca.
La estampida de los cerdos permite al narrador introducir testigos del hecho
que hasta ahora sólo se produjo entre Jesús y el poseso. El texto no dice si
los porquerizos observaron de lejos lo ocurrido. Aparecen en v. 14s para
comprobar los resultados: el poseso fiero e indomable está sentado, «en su
juicio» y «vestido». La reacción de los testigos es de miedo. Los acomete el
miedo de los porquerizos en la salida del demonio (v. 14) y está motivado
por el poder del exorcista. Piden a Jesús que abandone su país (cf. Lc 5, 8s).
Este ruego es sorprendente. Los habitantes paganos de la comarca no
aceptaron «entonces» al gran exorcista e «hijo de Dios», Jesús, sino que lo
rechazaron. Pero Jesús y su acción liberadora permanecieron en el país en la
persona del hombre curado. Este recibe el encargo de divulgar lo acontecido
(v. 19).
El relato procede de grupos palestinos de discípulos de Jesús, quizá de
Galilea. Su perspectiva es judía. La comarca pagana de Gerasa aparece
como un país contaminado por demonios y la cría de cerdos. El relato pone
en boca del demonio un título pagano de Dios, y el poseso aparece como
prototipo del paganismo impuro (cf. Is 65, 3-5). El relato no lamenta la
pérdida de la gran piara de los cerdos; parece más bien regodearse en el
suceso.
Los relatores galileos modelaron el argumento e introdujeran en él, a
sabiendas o no, su propia situación sociopolítica; esto se desprende también
de una observación de G. Theissen: «Parece que la agresión contra los
romanos está desplazada a los demonios, como lo muestra el exorcismo en
la orilla gadarena (Mc 5, 1ss): los demonios albergados en la piara de cerdos
se comportan como las fuerzas de ocupación. Hablan latín, se presentan
como legión y tienen, igual que los romanos, un solo deseo: poder quedarse
en el país. Se ahogan en el lago, junto con los cerdos. Esto responde a los
deseos, poco amigables, que albergaba el pueblo judío contra los romanos:
de muy buena gana los hubiera arrojado al mar. La conexión entre soberanía
extranjera y demoníaca es comprensible: con los romanos habían llegado al
país dioses y cultos extranjeros. Se sospechaba que las insignias militares
romanas eran ídolos. Por eso su presencia en la ciudad santa de Jerusalén
inducía a protestas (IQpHab 6, 3ss; Ant. 18,55ss; 18, 121). ídolos era
sinónimo de demonios (Dt 33, 17; Sal 95, 5; Henet 19, 1; Jub 1, 11; 1 Cor 10,
20)» (Sociología, 95).
Hay que señalar también que la agresión se dirige contra los demonios, no
contra los romanos, como exigían los celotas. Se produce un desplazamiento
del objeto de agresión. El relato presenta a los vecinos paganos de los
judeocristianos galileos como objeto y juguete de los poderes diabólicos que
necesitan ser liberados. Dibuja en forma simpática y benevolente al hombre
curado, que como poseso era aún prototipo del pagano. El rechazo de Jesús
por parte de los habitantes del lugar resulta asimismo comprensible a la
vista de los hechos narrados.
La perspectiva del relato queda sin duda abierta a la salvación de los
paganos. Ya el Jesús terreno llevó a cabo una acción liberadora en territorio
pagano. El demonio «Legión» tuvo que abandonar el país ante el mandato de
Jesús. Jesús dejó al hombre curado como mensajero suyo. ¿Intenta el relato
hacer propaganda en favor de la misión pagana iniciada después de pascua?
¿da a entender que esa misión lleva adelante la obra de Jesús? ¿quiere
expresar que Jesús, además de ser el mesías de Israel, es también el
salvador de los paganos y por eso debe ser anunciado a ellos? Entonces el
relato no tendría su contexto vital en la predicación misionera sino en los
debates y controversias de la comunidad primitiva en torno a la misión
pagana emprendida por los «helenistas» (cf. cap. 11, § 4).
Mc 9, 14-29 se funda en un antiguo relato de exorcismo. Aparece cargado de
intenciones secundarias, por lo que sólo cabe conjeturar su forma original. El
episodio actual, donde los discípulos, en ausencia de Jesús, fracasan en un
intento de exorcismo —lo que les merece la reprensión de Jesús y el
posterior aleccionamiento en la casa—, debe atribuirse íntegramente a la
redacción del evangelista. Entonces, el material básico del relato original es
sólo Mc 9, 17-18a.20-27.
De entre la gente le contestó uno: «Maestro, te he traído a mi hijo, que tiene
un espíritu que no le deja hablar; cada vez que lo agarra lo tira al suelo, echa
espumarajos, rechina los dientes y se queda tieso. [He pedido a tus
discípulos que lo echen, y no han podido». El les contestó: «¡Gente sin fe!
¿hasta cuándo tendré que estar con vosotros?, ¿hasta cuándo tendré que
soportaros?]. Traédmelo». Se lo llevaron. En cuanto el espíritu vio a Jesús, se
puso a retorcer al niño; cayó por tierra y rodaba echando espumarajos. Jesús
preguntó al padre: «¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?». Contestó:
«Desde pequeño. Y muchas veces hasta lo ha tirado al fuego y al agua para
acabar con él. Si algo puedes, ten lástima de nosotros y ayúdanos». Jesús le
replicó: «¡Qué es eso de si puedes! Todo es posible para el que tiene fe».
Entonces el padre del muchacho gritó: «¡Creo, ayuda a mi poca fe!». Jesús, al
ver que acudía gente corriendo, increpó al espíritu inmundo, diciéndole:
«Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: Sal de éste y no vuelvas a entrar en
él». Entre gritos y violentas convulsiones salió. El niño se quedó como un
cadáver, de modo que la mayoría decía que estaba muerto. Pero Jesús lo
levantó, cogiéndolo de la mano, y el niño se puso en pie.
El relato describe con gran sensibilidad la desolación del padre con su hijo
enfermo y disminuido, un padre preocupado por la vida y salud del hijo
desde su infancia sin perspectivas de mejora y que se dirige a Jesús
diciendo: «Si algo puedes...».
La respuesta de Jesús: «todo es posible para el que tiene fe», y la súplica
desgarradora del padre: «¡Creo, ayuda a mi poca fe!», abren el relato al
oyente. También él obtendrá la ayuda que el padre recibió. Jesús libra y sana
a su hijo. El padre pasa a ser la figura de identificación para los oyentes.
Cuántos de ellos no estarían en situación parecida, preocupados por la salud
física y psíquica de un familiar. A ellos se les dice con el relato: «La fe en
Jesús ayuda».
El contexto vital del relato es la predicación misional. Aquí se actualizan las
acciones de Jesús. Mediante ellas se produce la liberación y la cura.
Los grupos galileos de Jesús trasmitieron también el relato de salvación de
Mc 4, 35-41.
[Este día], al atardecer, les dijo: «Crucemos a la orilla de enfrente». [Ellos
dejaron a la gente y] se lo llevaron en la barca como estaba; otras barcas lo
acompañaban. Se produjo un fuerte torbellino de viento y las olas se
abalanzaban contra la barca hasta casi llenarla de agua. E1 estaba a popa,
dormido sobre un cabezal. Lo despertaron gritándole: «Maestro, ¿no te
importa que nos hundamos?». Se despertó, increpó al viento y dijo al lago:
«¡Silencio, cállate!». El viento amainó y sobrevino una gran calma. [El les
dijo: ¿Por qué sois tan cobardes? ¿cómo es que no tenéis fe?»]. Les entró un
miedo atroz y se decían unos a otros: «Pero entonces, ¿quién será éste, que
hasta el viento y el agua le obedecen?».
Es aleccionadora una comparación con Mc 1, 23-27. La estructura de ambos
relatos ofrece muchos paralelismos. El apaciguamiento de la tempestad es
también un exorcismo (cf. 4, 39; 1, 25). El viento y el mar son increpados
como potencias hostiles y demoníacas que traen destrucción y muerte (v.
38). No se narra, pues, un «milagro de la naturaleza» sino una lucha a vida o
muerte con fuerzas negativas donde Jesús es el salvador y vencedor. Tienen
que ceder a su palabra imperativa.
El relato expresa que Jesús salva del poder destructor del mar gracias a la
fuerza de Dios. El contexto vital del relato se desprende del v. 41. La
conclusión coral estilística (cf. Mc 1, 27) se dirige al oyente, que debe ver en
el hecho narrado la significación de la persona de Jesús y llegará así a la fe
en Jesús.
Los misioneros cristianos que utilizaron este relato, afrontaban con la
representación de la tempestad y del mar como fuerzas demoníacas —
representación que a nosotros nos resulta extraña y mitológica— la angustia
vital y la impotencia de sus oyentes. El hombre de la antigüedad tardía,
incluso el judío, no miraba su mundo en actitud distante e ilustrada. Se
sentía rodeado de fuerzas y poderes diabólicos. Sobre todo, veía el mar en
su imprevisibilidad como lugar de monstruos y depósito de fuerzas caóticas
mal dominadas que amenazaban destruir la creación. También el individuo
estaba amenazado en su existencia por los demonios y el caos, y todo su
anhelo era verse libre de ellos.
Mc 6, 45-51 ofrece un milagro de salvación con rasgos de epifanía divina.
En seguida obligó a los discípulos a que se embarcaran y se adelantasen a a
orilla de Betsaida [mientras él despedía a Ja gente. Cuando se despidió de
ellos], se retiró al monte a orar. Al anochecer estaba la barca en mitad del
lago y Jesús solo en tierra. Viendo con qué fatiga remaban, porque tenían
viento contrario, fue de madrugada en dirección a ellos andando por el lago,
y estaba para pasados. Ellos, viéndolo andar por el lago, pensaron que era
un fantasma y empezaron a dar gritos, porque todos lo vieron y se
sobresaltaron. Pero él les habló en seguida y les dijo: «Animo, soy yo, no
tengáis miedo». Subió a la barca con ellos y amainó el viento. [Su estupor
llegó al col-
La yuxtaposición forzada de un tema de epifanía (v. 48b.50) y el tema de
salvación (v. 48a.-51) permite ver las diversas etapas de la historia de la
tradición. «El tema original de este relato es... el andar sobre el lago, al que
se añade secundariamente el tema de la tempestad. A consecuencia de ello
resultó incomprensible el v. 48, que contiene al parecer la versión original»
(Bultmann, 231). El relato original culminaba en la autorrevelación de Jesús
caminando sobre el lago y en su palabra reveladora. Los numerosos temas
derivados del antiguo testamento permiten considerar el relato como una
historia de epifanía. Así, en la epifanía veterotestamentaria Dios aparece «en
el monte» (cf. Dt 33, 2; Jue 5, 4s; Hab 3, 3) y abre camino entre las aguas
(Sal 77, 20; cf. Job 9, 8; 38, 16). Jesús queda situado en la esfera de Dios. Un
tema epifánico hay también en V. 48s: «Estaba para pasarlos». Aquí
resuenan textos como Ex 33, 19.22; 34, 5s; 1 Re 19, 11, que narran el
«paso» de Yahvé cerca de Moisés o de Elias. El hecho de que los discípulos
tomaran a Jesús por un «fantasma» podría hacer pensar en un cambio de
figura de Jesús (cf. Mc 9, 3; Lc 24, 15s; Jn 20, 15). Este rasgo debe
considerarse igualmente como tema epifánico, así como la frase consoladora
de Jesús a los discípulos asustados: «No temáis». También es epifánica la
fórmula reveladora: «Soy yo» (cf. Ex 2, 14; Is 43, 1-3.lOs).
El relato se modela, pues, en el estilo de las teofanías del antiguo
testamento y en las apariciones pascuales del nuevo. Difiere de los otros
relatos de milagros, sobre todo, en que Jesús no se manifiesta aquí en un
acontecimiento sino en la frase reveladora «soy yo». Desde la perspectiva de
la historia de los géneros literarios, el relato se puede comparar a lo sumo,
en el marco del nuevo testamento, con la transfiguración en Mc 9,2-8 (cf.
cap. 1) y las epifanías de pascua. Por eso algunos lo han considerado como
una aparición pascual originaria, retrotraída después a la vida de Jesús. Es
posible; pero también cabe entender el relato como efecto de la reflexión
cristológica de la comunidad primitiva, que comenzó muy pronto a presentar
al Jesús terreno a la luz de la fe pascual (cf. cap. 6, § 3). Hay que señalar, en
todo caso, que el tema del caminar sobre el lago en el relato no es simple
manifestación de la existencia celestial de Jesús, como es el caso de los
relatos de aparición donde el Resucitado escapa a las limitaciones del cuerpo
terrenal. El relato habla de un caminar sobre las aguas para presentar a los
oyentes la persona trascendente y la misión de Jesús. El relato tiene, pues,
un carácter propagandístico. Su intención es mostrar la eminencia y dignidad
únicas del mediador Jesús recurriendo a temas de teofanía
veterotestamentaria: Dios se mostró en Jesús como vencedor de las caóticas
«aguas de muerte». Aunque no sea un relato de aparición retrotraído a la
vida de Jesús, procede sin embargo de la experiencia pascual de la
comunidad primitiva. Desde ella habla la creencia de que Jesús superó el
caos y la muerte y es el constituido por Dios en dueño de la vida y la muerte.
El contexto vital del relato podría haber sido aquel entorno donde la
experiencia pascual de la comunidad primitiva continuó realizando su trabajo
de propaganda y misión. El relato surgió ya, probablemente, en las
comunidades cristianas de Galilea. Así lo sugiere también la indicación local
en v. 45, muy ligada al mismo.
Los relatos de milagros son posiblemente una parte fragmentaria de aquella
tradición que surgió y fue trasmitida en los grupos de discípulos galileos y
judíos. Quizá muchas tradiciones que ya hemos reseñado en otros contextos,
nacieron o al menos fueron trasmitidas también aquí. Es el caso, sin duda,
del antiguo «relato de aparición» en Mc 9, 2-8, quizá también del «relato
bautismal» de Mc 1,9-13 y de la confesión de Pedro en Mc 8, 27-29 (cf. cap.
6, § 3). Las «discusiones» podrían haber circulado igualmente fuera de
Jerusalén (cf. cap. 7, § 2), así como la haggadá de la infancia de Mt 1-2, que
quizá fue patrimonio de la comunidad de Belén (cf. cap. 6, § 3).
Pero debemos contar con la posibilidad de que misioneros itinerantes y
cristianos en viaje por Palestina hubieran difundido los relatos sobre Jesús
más allá del estrecho ámbito de su lugar de origen; pero en esos relatos se
trasluce aún la imagen polifacética de las comunidades cristianas existentes
fuera de Jerusalén: las numerosas comunidades domésticas y las pequeñas
comunidades locales que esperaban la parusía de Jesús y el reino de Dios.
No constituían una segunda comunidad primitiva en competencia con
Jerusalén. Esta ciudad seguía siendo el centro de todo el cristianismo de
Palestina; pero lo que acontecía en las pequeñas comunidades cristianas del
país, sobre todo en la lejana Galilea, no podía controlarse en modo alguno
desde Jerusalén. El cristianismo palestino gozaba de una vida rica y múltiple.
Florecían y se desarrollaban en él los más diversos enfoques de reflexión
cristológica. Las formas y estructuras de la vida comunitaria pudieron
evolucionar también de modo diferente, debido a la diversa situación
sociológica de la ciudad y el campo. Así, a diferencia de Jerusalén, el anuncio
misionero en zonas rurales corrió a cargo, desde el principio, de predicadores
itinerantes que iban de cortijo en cortijo, de poblado en poblado, de lugar en
lugar, para anunciar el mensaje de Jesús y su persona a los hombres.
10.- MISIONEROS ITINERANTES EN EL CRISTIANISMO PRIMITIVO
1. La función de los misioneros itinerantes
Sabemos poco sobre estructuras y formas organizativas de los grupos
cristianos fuera de Jerusalén. Pero las consideraciones históricas y
sociológicas permiten avanzar ciertas conclusiones. Los grupos y
comunidades de zonas rurales, de pequeña dimensión en su mayoría, tenían
una estructura diferente a la de la comunidad urbana de Jerusalén. En la
ciudad encontramos a los «doce» como órgano directivo de toda la
comunidad; había además otros órganos de dirección para los dos sectores
de «hebreos» y «helenistas» (cf. cap. 6), con personalidades carismáticas
que difundían el anuncio cristiano, marcaban la tradición y daban orientación
y normas a la comunidad. No parece que existieran órganos directivos
locales en los grupos cristianos de fuera de Jerusalén. Tales grupos solían
tener el carácter de grupos familiares. El grupo mantenía reuniones
periódicas, probablemente en «casa» de un discípulo de Jesús. Parece que al
«padre de familia» le correspondía presidir el ágape y la oración común. El
pronunciaba la fórmula de bendición y partía el pan en la mesa. No parece
que se pueda considerar esta función como un ejercicio de dirección de
aquellos grupos cristianos. ¿Cuáles eran entonces las autoridades dirigentes?
Pueden servir de ayuda ciertas observaciones sobre historia de las formas.
Un buen número de tradiciones del cristianismo primitivo puede tener su
origen en los misioneros itinerantes y proféticos que iban de un lugar a otro,
proclamaban el mensaje del Reino, anunciaban la llegada inminente de Jesús
como Hijo del hombre y urgían a todo Israel a la fe y la conversión. Se
presentaban como mensajeros de Jesús, repetían su mensaje y hablaban en
su nombre. Exorcismos y curaciones acompañaban su misión. Se
hospedaban en las «casas». Encontraban alojamiento y manutención en
familias cristianas de la localidad y participaban en las reuniones. Eran ellos
los que dirigían los grupos cristianos a través del Espíritu de Dios que
hablaba por su boca, mantenían viva la espera de la parusía y prescribían el
modo de vida. Los «principios de derecho sagrado» detectados por
Kásemann hacen referencia a la función directiva de los misioneros
itinerantes en las pequeñas comunidades cristianas de Palestina. Kásemann
parte de la observación de que Pablo emplea principios jurídicos en fórmula
sumaria siempre que se presenta ante la comunidad como dirigente
carismático.
Si uno destruye el templo de Dios,
Dios lo destruirá a él (1 Cor 3, 17).
Si alguien no os reconoce,
tampoco será reconocido (por Dios) (1 Cor 14, 38).
El que no quiera al Señor,
sea anatema. Maranatha (1 Cor 16, 22).
Si alguien os anuncia cosas diferentes de las que recibió (de mí), sea
anatema (Gal 1, 9).
Se trata de principios casuísticos. Así lo indica la introducción «si uno...». Es
corriente que el mismo verbo exprese el delito humano y la sanción divina;
por eso, el derecho que aquí se proclama es la ley del tallón. Pero la sanción
no se produce de inmediato y a nivel intrahistórico sino en el juicio final. Este
juicio es inminente. Se trata, pues, de un derecho escatológico. Esto aparece
subrayado en 1 Cor 16, 22 por el maranatha (cf. cap. 5, § 2).
Lo característico del derecho expresado en estos principios es que, aunque
rige en la comunidad, no lo impone ni sanciona ella. Este derecho no lo
imponen los hombres, ni siquiera en nombre de Dios, sino Dios mismo que
anticipa el juicio inminente. Pero la comunidad conoce por los carismáticos la
norma última que es el juicio escatológico de Dios. Ellos proclaman ya aquí el
derecho de Dios y orientan a los cristianos hacia él. Anticipan así la sentencia
del juez último, para llamar a la penitencia y mostrar el camino que evite la
condena definitiva.
Pablo no fue el único en formular tales «principios de derecho sagrado». Los
utilizó sobre todo como una forma de dirección profética de la comunidad
primitiva. Al menos el texto I Cor 3, 17 podría haber estado ya vigente en
grupos de «helenistas». Pero hay también en la tradición de la comunidad
primitiva principios de estructura similar cuyos exponentes fueron los
misioneros itinerantes. Lc 12, 8s es igualmente un «principio de derecho
sagrado» (cf. cap. 6, § 2).
Si alguien se declara por mí ante los hombres,
el Hijo del hombre se declarará por él ante los ángeles de Dios.
Y si alguien me niega ante los hombres,
será negado ante los ángeles de Dios.
La exhortación profética a la actitud de perdón en Mt 6,14s tiene igualmente
en perspectiva la inminencia del juicio.
Si perdonáis sus culpas a los demás,
también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros.
Pero si no perdonáis a los demás,
tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas.
Otro tanto ocurre con la advertencia de Mt 7, 1spar (cf. Mc 4,24b). Pero aquí
se formula un principio de derecho escatológico.
No juzguéis y no os juzgarán;
porque os van a juzgar como juzguéis vosotros,
y la medida que uséis la usarán con vosotros.
Así pues, los misioneros carismáticos proclamaron e inculcaron el derecho
escatológico de Dios. Su objetivo era cambiar de raíz la conducta de sus
oyentes y enfocarla a la santa voluntad de Dios. La visión del juicio
inminente extremaba la urgencia de la conversión. Un aplazamiento de éste
tiene consecuencias fatales para la persona. Su destino se decide ahora. Al
establecer el comportamiento del hombre como materia del juicio de Dios,
todo el peso recae en ese comportamiento. De eso se trata. Pero la
motivación decisiva para la nueva conducta que exigían los misioneros
itinerantes no era el juicio inminente sino la voluntad divina, que Dios estaba
resuelto a imponer ahora para siempre.
En este sentido «dirigían» los misioneros carismáticos a las pequeñas
comunidades rurales. Examinaban y juzgaban en sus breves estancias la
praxis y el comportamiento de las comunidades y del individuo, y los
enfocaban hacia el derecho divino proclamado por ellos. Su ministerio era
profético: el propio Jesús resucitado y elevado hablaba a través de ellos a sus
seguidores. Había, en cambio, poco que organizar y que administrar. Las
pequeñas comunidades de cristianos no eran comunidades independientes
en sentido sociológico. Vivían aún en la comunión del judaísmo.

2. La figura de los misioneros itinerantes


No sabemos nada cierto sobre el número de misioneros itinerantes. No era
escaso, desde luego. Incluía sin duda a todos los discípulos de Jesús que ya
en vida de éste habían compartido su modo de existencia. Jesús mismo iba
de un lugar a otro como profeta itinerante para hacer que todos los israelitas
ingresaran en el reino de Dios próximo a llegar. Abandonó su familia y
renunció con ello al apoyo social más elemental. Sin residencia fija y sin un
trabajo que le asegurase el sustento, dependía de la hospitalidad de los
simpatizantes. Para afianzar su misión reunió discípulos que compartieran su
modo de vida precario e incierto. Parece ser, sin embargo, que los misioneros
itinerantes de la comunidad primitiva que actuaron en Palestina después de
pascua no eran únicamente aquellos discípulos que habían seguido al Jesús
terreno. Es posible que ya la primera predicación pospascual de Pedro y de
su grupo de Galilea (cf. cap. 1, § 3) ganasen para la causa a otros mensajeros
de Jesús. En 1 Cor 15,6, Pablo hace referencia a una aparición del Resucitado
ante «más de quinientos hermanos». No hay motivo para poner en duda la
historicidad de este dato, al margen de su interpretación. Lo más probable es
que ocurriera en Galilea. Si esta aparición, como las restantes mencionadas
por Pablo, incluyó el envío de los testigos por el Resucitado, podría haber
sido la hora del nacimiento pospascual de los misioneros itinerantes.
Vistos desde fuera, Jesús, sus discípulos y los misioneros itinerantes
cristiano-primitivos eran personas socialmente desarraigadas, de las que
abundaban en el país. La gente los consideraba como marginados de la
sociedad que renunciaban voluntariamente a su seguridad vital, rompían con
los lazos sagrados de la familia y el clan, descuidaban las exigencias
elementales de la piedad con los suyos (Mt 8,22) y vivían a costa de los
demás. Hay un eco de estas apreciaciones en los calificativos de «comilón y
borracho, amigo de publícanos y pecadores» lanzados contra Jesús (Mt 11,
19). La familia de Jesús explicó su forma de vida diciendo que no estaba «en
su sano Juicio» (Mc 3,20ss). Es posible que los discípulos fueran juzgados en
términos parecidos por sus familias o su entorno.
Jesús, sus discípulos y los misioneros itinerantes cristiano-primitivos no
fueron los únicos que adoptaron la vida, social y económicamente precaria,
de los marginados de la sociedad Palestina. Juan Bautista y sus discípulos se
contaron entre ellos, así como los celólas de la resistencia contra Roma, que
actuaban en la clandestinidad. La disposición y hasta necesidad de
abandonar la sociedad era evidente. «El que no estaba contento con su
situación, podía resultar criminal o santo, mendigo o profeta, poseso o
exorcista. Podía pugnar por una nueva identidad del judaísmo o perder
totalmente su identidad y llegar a ser víctima desvalida de demonios. Una
explicación sociológica no puede dar satisfacción de por qué unos elegían
ésta y otros aquella forma vital de desarraigo social. Pero, en tanto que
apunta a la crisis de la sociedad judeo-palestina, puede hacer inteligible la
fuerza de atracción que arrastraba al desarraigo social. Sólo una coerción
absoluta podía impedirlo. Pero es difícil considerar normal su escalada en la
Palestina de entonces. Puesto que halló difusión en toda la sociedad, las
causas tuvieron que estar también en toda la sociedad» (Theissen,
Sociología, 38).
La imagen, forma de vida y actitud de los misioneros carismáticos aparecen
plasmadas de modo impresionante en la «normativa del mensajero». Las
versiones que han llegado a nosotros (Lc 10, 2-12; Mt 9, 37-38; 10,7-16; Mc
6, 8-11; Lc 9, 3-5) tienen una compleja historia literaria y genética-.
Comparten un esquema común: la «normativa» regula primero los
preparativos; siguen las instrucciones sobre el comportamiento de los
misioneros en las casas y en las ciudades; finalmente alecciona para las
ocasiones en que son rechazados.
[La mies es mucha, y los braceros pocos; por eso, rogad al dueño que mande
braceros a su mies. Id; mirad que os mando como corderos entre lobos]. No
(llevéis) dinero, ni bolsa, ni sandalias, ni bastón, y no saludéis a nadie por el
camino. Cuando entréis en una casa, lo primero saludad: «Paz a esta casa».
Si hay allí gente de paz, la paz que les deseáis se posará sobre ellos; si no,
volverá a vosotros. Quedaos en esa casa, comed y bebed de lo que tengan,
que el obrero merece su salario. [No andéis cambiando de casa]. Y cuando
entréis en una ciudad... curad a los enfermos que haya y decid: ya llega el
reino de Dios. Si no os reciben, salid de la ciudad y sacudid el polvo de
vuestros pies. Os digo que el día aquel le será más llevadero a Sodoma que a
esa ciudad.
[Y les dijo: No toméis nada para el camino, ni bastón (de viaje) ni bolsa, ni
pan ni dinero, y nadie tenga dos túnicas»] (reconstrucción según Zeller).
Se trata de instrucciones para misioneros de Palestina que, en la redacción
actual, fueron elaboradas después de pascua.
Pero se remontan a Jesús mismo, al menos en lo sustancial. La «normativa
del mensajero» refleja el modo de actuar los misioneros itinerantes cristiano-
primitivos en Israel. Ellos, en su forma de vida, recorrían los poblados y
lugares de Palestina como mensajeros de Jesús, curaban a los enfermos y
anunciaban la llegada del reino de Dios. Su labor misionera se caracteriza
por la espera escatológica. Es el tiempo de la siega. La hora escatológica ha
sonado. La salvación de Dios comienza ya en las curaciones y en el saludo
de paz de los mensajeros. El pregón de los mensajeros es la última llamada a
Israel. Quien lo desoiga, es condenado.
El fin es tan próximo e inminente que los misioneros no tienen tiempo para
intercambiar largas ceremonias de saludo oriental por el camino. Esta
«descortesía provocativa» de los mensajeros va encaminada a atraer la
atención hacia su mensaje: hay que darse prisa. Se prohíbe expresamente a
los misioneros aprovisionarse para su tarea y procurarse víveres para
situaciones de apuro. Se les prohíbe hasta el bagaje más necesario para el
viaje.
«Un primer acceso a la comprensión de las extrañas instrucciones de la
normativa se alcanza comparándolas con los preparativos de viaje que eran
corrientes en la época, especialmente en Palestina. Según testimonios
helenísticos y judíos, el equipamiento normal incluía el bastón, los zapatos y
la bolsa de viaje. El bastón no le servía al caminante únicamente de apoyo,
sino también y sobre todo de arma —extremo importante para la
comprensión del texto; con él podía defenderse del ataque de animales o
personas—. Los víveres se llevaban generalmente en el saco de provisiones;
se hace mención de cereales tostados, nueces, higos, pan de cebada; los
más acomodados incluían pan de trigo y odres de agua, entre otras cosas. El
equipamiento de viaje incluía también el dinero, que se guardaba en un
talego especial o simplemente en la faja o en el bolsillo interior de la túnica o
de la capa. Quizá era también corriente vestir dos o más túnicas
superpuestas. Cuando Q prohíbe a los mensajeros llevar dinero, bastón,
sandalias, saco de provisiones y una segunda túnica para el viaje, no se
limita a declarar que el mensajero sólo puede llevarse lo más necesario para
el viaje, sino que le prohíbe aun lo que era realmente necesario, lo que
acostumbraba llevar un viajero de aquel país y aquella época» (Hoffmann,
313ss).
Además de su mensaje específico sobre la inminente llegada del reino de
Dios o del juicio, la imagen de los misioneros itinerantes cristiano-primitivos
se caracteriza por la renuncia expresa a la posesión y a la violencia, renuncia
expresa porque es contenido explícito de la normativa. Los misioneros no
pueden llevar consigo ni dinero ni provisiones, ni sandalias ni dos túnicas, ni
bastón de viaje (Mt 10, 10a), aunque dispongan de todo ello. Practican así en
sus vidas la confianza ilimitada en la providencia y protección de Dios que
predican.
«Las normas sobre los preparativos llevaban aparejada una gran inseguridad
y muchas privaciones para los que se comprometían a cumplirías. Parece
que los contemporáneos tuvieron esa impresión del mensajero cuando lo
veían en sus andanzas sin lo necesario para viajar. La renuncia al bastón de
viaje y a las sandalias llamaba especialmente la atención. Caminar sin
bastón significaba ante todo la renuncia al arma más elemental que hasta el
pobre tenía entonces a su disposición. Al presentarse así, manifestaba su
indefensión o, dicho en términos positivos, su disposición a la paz. Caminar a
pie descalzo podía significar para el israelita diferentes cosas: duelo,
penitencia, sanción, pero también una pobreza y miseria general. En
combinación con la renuncia a la bolsa, al saco de provisiones y a dos
túnicas, daría la impresión de una pobreza extrema» (Hoffmann, 324).
Pero ¿de qué vivían los mensajeros de Jesús? Tenían que depender del apoyo
aleatorio de aquellos que acogían el mensaje. Han de entrar en las casas sin
ser invitados y dar el saludo de paz. Este deseo es a la vez promesa efectiva.
Si son acogidos ellos y su mensaje, dejan la paz y la salvación en la casa.
«El saludo de paz tiene un efecto casi mágico; al igual que la fuerza de la
bendición, desciende sobre aquel que está dispuesto a la paz; en caso
contrario, el saludo retorna al mensajero. Es significativo que los mensajeros
no averigüen quién se merece la paz (como en Mateo), sino que han de
entrar en las casas al azar. Si en la casa no hay gente de paz, la paz retorna
a ellos. El saludo de paz es el santo y seña para que los enviados sean
reconocidos como mensajeros del Reino, y también para que ellos mismos
conozcan quién va a acoger su mensaje. Los mensajeros deben permanecer
en las casas de la gente de paz y comer de lo que ellos tienen o les dan. La
instrucción excluye la observancia de normas especiales sobre manjares y la
pretensión de un trato especial; los mensajeros son acogidos de ese modo
en la comunidad doméstica —y éste es quizá el sentido primario de la simple
formulación—. La mesa certifica la comunión existente entre anfitriones y
mensajeros» (Hoffmann, 296s).
Los mensajeros buscaban y reunían, pues, a la «gente de paz». Si daban con
tales personas, ellas debían procurarles el sustento, y no por un sentimiento
caritativo sino en virtud de un derecho divino (cf. Mt 6, 33). Los mensajeros
eran conscientes de gozar del derecho divino de manutención. Dios les daría
el «pan de cada día» (Lc 11,3). El logion de Lc 11, 9s suena a lema para la
«vida mendicante» de los mensajeros itinerantes de Jesús:
Pedid y se os dará, buscad y encontraréis;
llamad y os abrirán;
porque todo el que pide, recibe, el que busca encuentra
y al que llama le abren.
En ocasiones, los misioneros no hallarán acogida y serán expulsados de la
casa o del lugar entre improperios y ofensas. La «normativa del mensajero»
da también instrucciones para este caso. La «paz» que emana de los
mensajeros volverá a ellos —como queda dicho— y la «casa» es condenada.
Los misioneros deben sacudirse de los pies el polvo de los caminos de la
ciudad que los rechaza y romper así todo contacto con ella. En caso de
rechazo, los mensajeros de Jesús pasan a ser anunciadores del juicio. Este se
realizará en breve. El que acoja a los mensajeros escapará al juicio; el que
los rechace correrá peor suerte que los habitantes de Sodoma.
La forma de vida y el mensaje de los misioneros itinerantes implicaba una
actitud respecto a la situación político-social de Palestina, al movimiento
celota y al eco que éste encontraba progresivamente en la población. Sobre
este trasfondo, la renuncia de los mensajeros de Jesús a cualquier género de
violencia y contraviolencia, así como su saludo pacifista y su alistamiento de
la «gente de paz» tuvieron que llamar especialmente la atención.
«La conciencia que tenían los mensajeros de Jesús de ser heraldos de la paz
escatológica se comprende perfectamente en esta situación histórica. La
reunión de la gente de paz se produjo en los decenios anteriores a la guerra
judía; el país se hallaba bajo el dominio de la potencia romana; el
movimiento libertario de los fanáticos iba ganando adeptos; revueltas y
asaltos exigían víctimas mortales y llevaban a ajusticiamientos. En el pueblo
se enfrentaban los partidarios de la revuelta y los seguidores del partido
pacifista en las capas altas y bajas; a veces se producían altercados
sangrientos entre ellos, especialmente en el campo. La lucha iba
acompañada de expectativas apocalípticas de diverso tipo. Si los mensajeros
de que habla Q se comportaban de este modo y ponían énfasis en el saludo
de paz, cabe suponer que se trataba de algo más que una conducta
meramente religiosa... Los mensajeros iban de un lugar a otro, empeñados
en unir a la gente de paz. Curaban a los enfermos y les daban la buena
noticia de la proximidad del Reino, del fin de toda tribulación; pero la
promesa de salvación implicaba la acogida del mensaje de Jesús, el amor a
los enemigos y la misericordia. Esta relación concreta con la situación
histórica de Israel es lo que permite comprender que un comportamiento tan
pacífico de los mensajeros pudiera provocar reacciones tan hostiles en la
población y que el grupo, a la inversa, respondiera a tales reacciones con la
imprecación y la amenaza de condena. Ambos bandos se lo jugaban todo»
(Hoffmann, 31 Os).
La semblanza de los misioneros itinerantes del cristianismo primitivo puede
completarse con otros rasgos. Además de vivir en la inseguridad, vagando
sin patria ni bienes, dejando en manos de Dios la preocupación por la comida
diaria y el lugar para dormir, algunos vivieron célibes. A ellos se refiere el
logion de Mt 19, 12.
Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por
los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el reino de
los cielos. Quien pueda entender, que entienda.
Los misioneros casados abandonaban sus familias. Cabe suponer que
volvieran a ellas periódicamente. Aunque Pablo declara que Pedro y los
«hermanos del Señor» llevaban consigo en los viajes de misión a sus esposas
(1 Cor 9,5), no parece que ocurriera esto cuando las distancias eran cortas,
como en Palestina. Ese dato, sin embargo, muéstra que los misioneros
casados no tenían obligación de abandonar del todo a sus familias.
Los misioneros itinerantes sabían que, aparte su anuncio de la inminencia
del Reino y la llegada del «Hijo del hombre», el Reino se abría paso ya,
incontenible, en sus obras (cf. Lc 11, 20) y que se estaba dictando la
sentencia. La paz que prometía su saludo (Lc 10, 6) era la paz escatológica.
Dios realizaba ya la salvación futura en sus curaciones y exorcismos. El «Hijo
del hombre» ratificaría simplemente en el juicio final la decisión del hombre,
aún incierta (Lc 12, 8s). La conciencia escatológica de los mensajeros de
Jesús se expresa también en el oscuro «dicho sobre la violencia» de Lc 16,
16par, que formaba parte sin duda de su repertorio de sentencias.
La ley y los profetas llegaron hasta Juan; desde entonces el reino de Dios
padece violencia, y los violentos lo arrebatan (rcT construcción según Zeller).
«El Reino, el mensaje y los mensajeros aparecen en una visión global. El
destino del Reino va ligado al de sus mensajeros. Esta identidad entre el
mensajero y lo anunciado en su mensaje permite entender el contenido del
logion. Cuando los adversarios persiguen a los mensajeros y les impiden la
actividad, hacen violencia al Reino mismo, y al apoderarse injustamente —
así hay que traducir posiblemente el matiz especial del segundo enunciado—
de la causa de la basileia confiada por Dios a los mensajeros, se apoderan
del Reino como ladrones. Al fondo de la segunda y difícil frase podría haber,
pues, unas concepciones divergentes sobre el anuncio del Reino y sobre la
autoridad para hacerlo, concepciones que llevan al conflicto con los
adversarios. Tales concepciones divergentes hicieron que la fuente Q
reprochara a los adversarios la usurpación de la causa del Reino» (Hoffmann,
71).
Los mensajeros entendían su presente como el comienzo del tiempo final y
tenían conciencia de ser cooperadores activos en los primeros
acontecimientos escatológicos. Eran los «braceros» de Dios que traían una
gran «cosecha» (Lc 10, 2).
«El logion (debe) entenderse en toda su audacia...: el tiempo final ha
comenzado ya y, con él, el reinado de Dios; y en lugar de los ángeles hay
hombres que traen la cosecha escatológica» (Laufen, 271).
Los misioneros, como jornaleros que son de Dios, merecen su salario (Lc
10,7b). Así se justificó su derecho a la manutención por aquellos a los que
traían el mensaje. Quien los acogía, quien los sustentaba siquiera
mínimamente, podía estar seguro de la recompensa de Dios.
Quien recibe a un profeta por ser profeta, tendrá paga de profeta, y quien
reciba a un justo por ser justo, tendrá paga de justo. Y todo aquel que dé de
beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser
discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa (Mt 10,41s).
Los mensajeros representaban al «Hijo del hombre» y a Dios mismo que
envió a Jesús. Esta inaudita pretensión se expresa en el logion de Lc 10,
lópar, un dicho promisorio para los misioneros itinerantes.
Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí; quien os rechaza a vosotros,
me rechaza a mí; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado.
Aquí habla el Resucitado. Refiere a su persona el comportamiento de los
hombres con sus mensajeros. Estos son sus plenipotenciarios y encargados;
la palabra de ellos es su palabra. «La opción ante el mensaje de ellos tiene,
pues, el mismo peso escatológico que la opción ante Jesús mismo» (Schulz).
El dicho sobre el envío en Lc 10, 3 entra en este contexto: «Mirad que os
envío como corderos entre lobos». Ilumina la situación y la autoconciencia de
los misioneros itinerantes. No hay por qué pensar en una persecución contra
los misioneros. Cierto que el logion adquirió más tarde este sentido bajo la
impresión de un creciente fracaso y de una abierta hostilidad (cf. Lc 10, 10-
15). La intención originaria del dicho es quizá la de advertir a los mensajeros
que también ellos se encontrarían con el rechazo, la burla y el escarnio. Su
forma de vida chocante y el mensaje escatológico desataron reacciones
hostiles en personas que no estaban dispuestas a la conversión. Estas
personas se sintieron amenazadas en su seguridad y modo de vida por los
profetas carismáticos y pudieron reaccionar con agresividad, incluso con
maldad hacia los mensajeros.
3. El mensaje y la tradición de los misioneros itinerantes
Los misioneros del cristianismo primitivo eran conscientes de ser mensajeros
de Jesús en Israel. Además de seguir la forma de vida de Jesús, trasmitieron
su mensaje sobre la cercanía del Reino y demostraron la presencia efectiva
de éste mediante exorcismos y curaciones. Eran conscientes de que el
mensaje de Jesús que ellos repetían no eran palabras de un personaje del
pasado sino de un personaje vivo, exaltado por Dios, que actuaba
eficazmente por medio del Espíritu y volvería en breve como «Hijo del
hombre». El Resucitado hablaba por su boca. El mismo estaba presente en
ellos. La fe prestada a ellos recaía en Jesús, el rechazo de que eran objeto y
la suerte que ellos corrieran redundaban en Jesús mismo (Lc 10, 16).
Esta conciencia de los misioneros itinerantes no era una sobreestima
pretenciosa. Ellos eran mensajeros, nada más. Sólo los autorizaba el
mensaje. Sólo a condición de trasmitir el mensaje de Jesús auténticamente,
es decir, «en nombre de» y «en el espíritu de» Jesús, podían arrogarse una
autoridad, y no por propio derecho. Para los oyentes eran los garantes de la
tradición auténtica de Jesús.
Pero la autenticidad en lo que respecta a los misioneros cristiano-primitivos
no consistió únicamente en repetir fielmente las palabras de Jesús sino
también en adaptarlas a la nueva situación después de pascua e
interpretarlas desde la nueva experiencia. Dilucidar históricamente este
proceso de reinterpretación de la tradición jesuática, distinguir entre las
palabras «auténticas» e «inauténticas» de Jesús, es la tarea y la cruz
permanentes de la crítica histórica.
Los mensajeros carismáticos trasmitieron las palabras del Jesús terreno
cuando éste era ya el Resucitado. Pero pronunciaron también proféticamente
«palabras del Resucitado» que el Jesús terreno no había pronunciado, al
menos en esos términos. Los oyentes no hacían distinción una vez
reconocida la autoridad de los mensajeros como mensajeros de Jesús. Por
eso es improbable que los misioneros presentasen tales «palabras del
Resucitado» como palabras del Jesús terreno. No necesitaban hacer tal
distinción. Por su boca hablaba el Jesús uno e idéntico. La crítica histórica
puede aquí establecer diferencias; no así la fe.
Los misioneros pudieron recabar la autenticidad, además, en otro sentido. No
se limitaron a trasmitir el mensaje de Jesús sino que lo practicaban al tomar
en serio, realizar y vivir sus palabras. Toda su forma de vida, calcada en la
conducta de Jesús, era una predicación.
Cuando indaguemos a continuación otros contenidos de su predicación, no
hay que olvidar esto. Los mensajeros de Jesús hermanaban el anuncio y la
praxis. En este sentido no necesitamos reiterar aquí lo ya comentado sobre
la primera predicación pospascual de los discípulos (cf. cap. 2). El repertorio
de la acción evangelizadora de los misioneros incluía las parábolas de Jesús,
sus bienaventuranzas, sus antítesis y sus dichos sobre el juicio que ya hemos
reseñado. Pero anunciaron además a Jesús como el resucitado y elevado al
cielo, a quien Dios «se lo entregó todo» (Mt 11, 27) y que pronto aparecería
como «Hijo del hombre» para el juicio y la instauración del Reino. Este traería
consigo una inversión de todo lo existente, de todos los valores y sistemas
establecidos. Ese cambio comenzaba ya a producirse. Por eso los misioneros
optaban deliberadamente por los pobres, los hambrientos y afligidos. Por eso
no buscaban a «sabios y entendidos» y anunciaban el mensaje a la «gente
sencilla» (Mt 11, 25).
La situación social y política de Palestina (cf. cap. 3, § 2) fue el marco
concreto de la predicación de los mensajeros de Jesús. En aquella situación
social, caracterizada por la miseria económica y por el odio y la violencia,
anunciaron su mensaje de modo fidedigno, porque vivían pobres e
indefensos y su única preocupación era el reino de Dios. Anunciaron a los
pobres el giro radical de su destino. Pronto reirían, exultarían y quedarían
saciados en el banquete mesiánico (Lc 6,20s). En el marco de las diferencias
sociales en Palestina se comprende que las «bienaventuranzas» fuesen
completadas pronto con las «imprecaciones» (Lc 6, 24s). Estas van dirigidas
contra los ricos que celebraban grandes fiestas en sus casas y dilapidaban su
riqueza. A ellos se anuncia el castigo y la exclusión de la basileia.
¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo! ¡Ay de
vosotros, los saciados, porque vais a pasar hambre! ¡Ay de los que ahora
reís, porque vais a lamentaros y a llorar!
Cabe dudar de que estas amenazas fueran escuchadas por los ricos; pero
corroboraron a los destinatarios de las «bienaventuranzas» en su esperanza
de que Dios produjera en breve un cambio radical de la situación. Idéntica
dureza muestra el pequeño logion de Mc 10, 25:
Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico
entre en el reino de Dios.
El dicho asegura con un rigor angustiante, casi despiadado, que los ricos no
tienen futuro. Ellos no participarán en la basileia. La sentencia no se formula
ni como amenaza ni como exhortación a la conversión. No parece contar con
un cambio en la conciencia de los ricos.
Los misioneros cristiano-primitivos proclamaban a los oyentes lo que ellos
manifestaban y vivían en su existencia.
G. Thelssen defiende la tesis de la existencia en la comunidad primitiva de
un radicalismo ético de los itinerantes, de un «movimiento» que difería
totalmente de otras formas de existencia cristiana, como la de los grupos
sedentarios locales; pero hay que ponerlo en duda. Los misioneros
itinerantes del cristianismo primidvo no constituían una «orden mendicante»,
y tampoco practicaban un cristianismo «alternativo». Eran más bien
representantes y autoridades de ios grupos y comunidades cristianas de
Palestina. Anunciaban su mensaje en nombre del Resucitado y lo vivían
radicalmente. Y pedían tanto a los cristianos «sedentarios» como a los
oyentes no cristianos la misma actitud y existencia escatológica. No
invitaban necesariamente a una vida itinerante. Ellos se distinguían
justamente en esto de los grupos cristianos sedentarios; pero esta existencia
itinerante no era un fin en sí, sino que iba encaminada a la difusión del
mensaje a todo Israel. Los misioneros carismátícos, en su calidad de
mensajeros de Jesús, tenían una misión específica que los diferenciaba del
resto de los cristianos. Ellos no podían encomendar a otros su misión,
invitarlos a ejercería; pero invitaban a todo Israel a convertirse al Dios que
llegaba y a su basileia.
En la situación concreta de muchos en Israel que luchaban
desesperadamente por el mínimo vital, esto significaba dejar sus
preocupaciones en manos de Dios y esperar la llegada del Reino confiados
en la providencia. El «poema exhortatorio» de Mt 6, 25-33 par encarece esta
actitud.
Por eso os digo: no andéis preocupados por vuestra vida, pensando qué vais
a comer o a beber, ni por el cuerpo pensando con qué os vais a vestir. ¿No
vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?
Mirad las aves del cielo: ni siembran ni siegan, ni almacenan; y, sin embargo,
vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que
ellas? [¿Y quién de vosotros, por más que se preocupe, puede añadir un solo
codo a la medida de su vida? Y ¿por qué os agobiáis por el vestido?].
Observad los lirios del campo, cómo crecen, y no trabajan ni hilan. Pero yo os
digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si a
la hierba que hoy está en el campo y mañana se quema en el horno, la viste
Dios así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe?
No andéis, pues, agobiados pensando qué vais a comer o qué vais a beber, o
con qué os vais a vestir. Son los paganos quienes ponen su afán en esas
cosas. Y sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso.
Buscad primero el reino de Dios [y su justicia], y todo eso se os dará por
añadidura.
La construcción es retórica: frente al agobio por la comida y la bebida y por
el vestido (v. 25), el texto invita a preocuparse únicamente por el Reino. Dios
proveerá todo lo demás.
El «poema exhortatorio» invita a los oyentes, en tono profético, a una
despreocupación escatológica basada en la proximidad de la basileia. Toda la
atención debe centrarse en el reino de Dios (cf. Mt 13,44-46). Ante la
inminencia del fin, la seguridad de la propia existencia no es cosa del
hombre sino un don de Dios.
«No es lícito imaginar estas palabras en un trasfondo de ambiente familiar
de paseos dominicales. No se trata de alegrarse con los pajarillos, flores y
prados. Desde estas palabras habla más bien la dureza de la existencia sin
hogar y sin protección, de los carismáticos ambulantes que, libres como
pájaros, recorrían aquellas tierras sin oficio ni beneficio» (Theissen,
Sociología, 18). Los misioneros itinerantes fueron sin duda los exponentes de
esta tradición. Vivieron concretamente con su forma de vida la
«despreocupación» escatológica. Pero ¿creían realmente que esta actitud
sólo se podía vivir y realizar si los cristianos seguían su ejemplo «al margen
de la sociedad»? ¿No vivía ya la mayor parte de sus oyentes «al margen de
la sociedad» aunque fueran «sedentarios»? Las personas «sedentarias»
podían realizar la actitud escatológica si formaban parte de aquella mayoría
que afrontaba el sustento diario y las necesidades más elementales de la
vida como verdadero problema, que eran por tanto económica y
sociológicamente débiles.
Y a los cristianos que poseían algo, les exhortaban al uso correcto de sus
bienes.
No amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que
corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos tesoros en el cielo,
donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y
roben. [Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón] (Mt 6,
19-21).
El texto señala en estilo típicamente sapiencial lo absurdo de acumular
riquezas terrenas (cf. Eclo 29, lOss, por ejemplo). Las telas nobles y las
alhajas no están protegidas de polillas y ladrones; por eso tampoco pueden
dar seguridad a la vida. Frente a la acumulación de tesoros terrenos se
recomienda la acumulación de tesoros en el cielo. Estos son realmente
seguros y dan seguridad.
El logion invita a reorientar la tendencia humana al acaparamiento de la
riqueza ante la inminencia del fin. El hombre encuentra la verdadera
seguridad en los tesoros imperecederos que guarda en el cielo, es decir, en
Dios. El dicho va dirigido a aquellos que tienen ocasión de acumular riqueza:
la gente acomodada. No dice en qué consista el acaparamiento de la
riqueza, pero cabe inferirlo indirectamente. El cristiano favorecido con bienes
de fortuna debe compartir su riqueza con aquellos que luchan por el mínimo
necesario. En esa solidaridad real entre ricos y pobres a la vista de la
basileia, la promesa de la providencia de Dios no es una mera frase. Se invita
aquí a los cristianos acomodados, en el contexto global de la comunión de
vida del cristianismo primitivo, a no buscar la acumulación y el aumento de
sus bienes sino ponerlos a disposición de la comunidad cristiana. Dios les
«abonará en cuenta» esa conducta.
Si el pobre puede extenuarse en la lucha por el mínimo vital, al rico puede
consumirlo la preocupación por incrementar su riqueza. El dicho figurado de
Lc 16, 13par expresa gráficamente y sin concesiones esta situación.
Ningún criado puede servir a dos amos; porque o aborrecerá a uno y querrá
al otro o bien se apegará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios
y al mammón.
El primer aserto evoca un proverbio sapiencial que a continuación es
aplicado al afán de riquezas. Este afán es reprobable porque el mammón
absorbe completamente al que se entrega a él. Quien sirve al dinero no
puede servir a Dios. Esto es válido para los ricos como para los pobres. El
mammón se convierte aquí en antidiós, en demonio. El logion es tan radical
como Mc 10,25. Exige resueltamente la renuncia a todo afán de dinero y
riqueza, en la línea de los misioneros itinerantes. El dicho rige también,
obviamente, para los propios misioneros y previene contra la tentación de
enriquecerse en el servicio de la predicación. Los misioneros itinerantes
llevan la forma de vida de Jesús concretamente y de modo radical.
Semejante existencia «desarraigada» y «asocial» no era posible para todos
los discípulos ni se exigía a todos, pero sí la disposición a practicarla si la
situación lo reclamaba. Todo discípulo debía hacerse a la idea de que el
seguimiento de Jesús podía exigirle la entrega radical y, en su caso, romper
todos los lazos. A este «entrenamiento» hacen referencia las tres escenas
que recoge Lc 9, 57-62par.
Por el camino le dijo uno: «Te seguiré vayas a donde vayas. Señor».
Jesús le respondió: «Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos;
pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza».
A uno le dijo: «Sígueme».
El respondió: «Permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre».
Jesús le replicó: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; [tú vete a
anunciar por ahí el reino de Dios]». Otro le dijo: «Te seguiré, Señor; pero
déjame primero despedirme de mi familia».
Jesús le contestó: «El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale
para el reino de Dios».
Las tres escenas muestran ejemplarmente la radicalidad y determinación
que se pide al discípulo. Este debe mostrarse dispuesto a ser rechazado y
expulsado de su familia y entorno para convertirse en un marginado
«apatrida» de la sociedad. Puede verse así en el trance de tener que
posponer los lazos y deberes familiares. La dura frase de que «los muertos
entierren a sus muertos» supone que la familia del discípulo no está
dispuesta a secundar la llamada de Jesús; pero él se debe por entero al Reino
futuro que llega.
Si tomamos en serio que Jesús está hablando a los que quieren optar por el
seguimiento, esa circunstancia puede sugerir el contexto vital de la
composición. Los nuevos adeptos de Jesús han de saber a qué se
comprometen si quieren seguir su llamada. Así se ejercitan en la seriedad del
seguimiento de Jesús.
Los exponentes de esta parénesis radical del seguimiento fueron los
misioneros carismáticos, que mostraban con su propia vida las exigencias
concretas del seguimiento de Jesús. Quizá las tres escenas sirvieron también
para fundamentar, justificar y defender, incluso en el plano intraeclesial, el
propio estilo de vida, contrario a las normas sociales de la convivencia. No
todos los cristianos podían o querían renunciar tan radicalmente a la familia,
la propiedad y el trabajo como aquellos hombres que, quizá también a juicio
de muchos cristianos sedentarios, iban «demasiado lejos».
El mensaje de Lc 14, 26par presenta asimismo una inquietante radicalidad e
intransigencia.
Quien no odia al padre, a la madre, al hijo y a la hija, no puede ser discípulo
mío (reconstrucción de Zeller).
El dicho exige como condición del discipulado el odio a la propia familia.
Sorprende que no aparezca la esposa entre las personas que hay que odiar
para ser discípulo de Jesús. ¿Cabe concluir de ello que esta exigencia
afectaba únicamente a los misioneros célibes para subrayar el radicalismo
de su ethos específico? Pero se hace mención de los hijos; el texto habla,
pues, a discípulos casados. Se trata más bien de conflictos dentro de una
gran familia, concretamente de conflictos entre generaciones. La fe en Jesús
desencadenó conflictos entre padres e hijos que llevaron a la disolución de
los lazos familiares (cf. Mt 10, 34-36). Pudieron surgir hasta «barreras
confesionales» en las familias; en tal caso, el discípulo debía tomar una
decisión tajante. El dicho previene contra la tentación de poner cortapisas a
la realización del seguimiento de Jesús en consideración a los lazos
familiares. Los misioneros itinerantes del cristianismo primitivo que vivían
radicalmente este seguimiento son también, al parecer, los autores de esa
inquietante advertencia.
Mt 10, 34-36par viene a decir expresamente que la fe en Jesús podía generar
divisiones y odios en las familias y que el discípulo corría peligro de quedar
sin vínculos familiares y desarraigado (cf. Lc 9, 57ss).
No penséis que he venido a sembrar paz en la tierra: no he venido a sembrar
paz, sino espadas. Porque he venido a enemistar «al hombre con su padre, a
la hija con su madre, a la nuera con la suegra. Así que los enemigos de uno
(son) los de su casa» (Miq 7, 6).
Al combinar el v. 34 con la cita de Miqueas, que describe los terrores del
tiempo final, el v. 34 pasa a ser también vaticinio de tribulaciones
apocalípticas. Los conflictos familiares y sociales desatados por hacer
profesión de fe en Jesús se interpretan aquí como tribulaciones previas a las
postrimerías. La idea tradicional era que los días del mesías irían precedidos
de un período de luchas cruentas. Este período ha comenzado. Hay también
un eco de la violencia desatada en Palestina antes de estallar la guerra judía.
El logion refleja, pues, la conciencia de la comunidad palestina de estar
viviendo en vísperas del comienzo del tiempo final. El logion cobra así un
carácter de iluminación y consuelo. Lo que están viviendo los discípulos es
de corta duración y pronto habrá pasado.
Los misioneros itinerantes consolaban de antemano a los que serían
excluidos de sus familias por su adhesión a Jesús. Mc 10, 29-30 promete
premio y reparación.
Os lo aseguro. Nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o
madre o padre, o hijos o tierras, por mí [y por el evangelio] quedará sin
recibir el ciento por uno; [ahora, en este tiempo, casas y hermanos y
hermanas y madre e hijos y tierras —en medio de las persecuciones—, y en
la edad futura vida eterna].
Dada la tensa situación social y político-espiritual de Palestina, siempre
existió la posibilidad de que los cristianos se vieran envueltos en conflictos
sociales a causa de su fe. Los misioneros itinerantes carismáticos estaban
especialmente expuestos desde el principio a hostilidades y ultrajes por su
modo de vida provocativo y «excéntrico». Su evidente indefensión, su
mensaje de paz y el alistamiento de «gente de paz» (cf. Lc 10, 2ss), su lema
de amor a los enemigos y renuncia a la imposición de los propios derechos
(cf. infra), todo esto los indispuso sin duda con los «celotas» y sus
simpatizantes. Por su predicación, acompañada de las obras, fueron
considerados como enemigos de Israel y sospechosos, al menos, de
colaboración «ingenua» con Roma. Los «celotas» no dudaban en reaccionar
incluso con el asesinato. Por otra parte, su mensaje sobre la inminencia de
una inversión radical de todas las situaciones de injusticia y sus invectivas
contra los ricos (Lc 6,24ss) podían alimentar la sospecha de una actitud
revolucionaria. ¿No era un programa revolucionario que los pobres entrasen
en la basileia y los ricos quedaran excluidos de ella? A muchas personas
preocupadas por el bien del Estado y responsables de su orientación podría
incomodarlas escuchar sus discursos. El modo de vida y el mensaje de los
misioneros carismáticos podrían desencadenar, pues, fuertes reacciones,
quizá hasta violencia. Los misioneros podrían pasar por tribunales y procesos
(Lc 12, 8s), castigos e incluso la ejecución. También Pablo sabía algo de esto
(1 Tes 2, 14). La «bienaventuranza» en Lc 6,22s par, que más tarde fue
agregada a las tres «bienaventuranzas» originarias, va dirigida a los así
vejados, denigrados y amenazados.
Dichosos vosotros [...] cuando os insulten y proscriban vuestro nombre como
malo por causa del Hijo del hombre. Alegraos y saltad de gozo, que vuestra
recompensa será grande en el cielo, porque así trataron también a Jos
profetas antes de vosotros.
Esta «bienaventuranza» fue un consuelo eficaz para los discípulos a los que
la fe en el «Hijo del hombre» les acarreó una vida penosa, ofensas y
calumnias. Este destino estaba reservado sobre todo a los misioneros
itinerantes. Al ser así tratados, ellos deben «alegrarse y saltar de gozo» —
anticipar por tanto el comienzo de los postrimerías—, porque recibirán gran
recompensa en la salvación final ya inminente. La invitación a «alegrarse y
saltar de gozo» se justifica además porque los así ultrajados siguen en su
existencia la suerte de los profetas que los precedieron. Intervino aquí la idea
del «destino violento de todos los profetas» que hemos encontrado en
muchas tradiciones de la comunidad primitiva (cf. cap. 6, § 6). Ya Jesús había
interpretado su destino y el del Bautista a la luz de esta idea. También los
«helenistas» adoptaron este esquema para interpretar la muerte de Esteban
y su propia persecución (cf. cap. 7, § 4). Por eso es probable que la
«bienaventuranza» no contemple sólo a los profetas del antiguo testamento
sino que incluya el destino de Jesús, del Bautista y quizá de otros
carismáticos del cristianismo primitivo.
La «bienaventuranza» no es, pues, simplemente un consuelo para cristianos
en conflicto con su entorno, sino especialmente una «parénesis para los
predicadores que actúan en Israel, pero que son rechazados con afrenta y
deshonra» (O. H. Steck), y —así hay que complementarlo— para
«confesores» que son reprimidos por su profesión de fe. Así cabe determinar
su contexto vital con mucha precisión.
Los misioneros itinerantes estaban dispuestos a entregar la vida por su fe;
pero invitaban también a los cristianos sedentarios a mantener la misma
actitud. Con los dos logia de Mt 10, 39par y Lc 14, 27par promovieron esa
disposición al seguimiento de Jesús en total coherencia.
El que encuentre su vida, la perderá,
y el que pierda su vida por mí, la encontrará.
El logion formula una paradoja: asegurar la propia vida significa su pérdida, y
perderla, su salvación.
«La vida no se entiende aquí en sentido general, sino que designa la
existencia concreta de un individuo. Así, la frase tampoco expresará una
verdad empírica general sino una verdad que sólo puede conocerse
existencialmente. Que las cosas sean como dice el logion, sólo se puede
saber creyendo y arriesgando. Si los discípulos quieren conservar su
existencia apartándose de Jesús o cediendo al movimiento hostil —
asegurando la existencia, por tanto—, la perderán. La palabra fije no
adquiere un segundo sentido sino que queda abierta, trascendida; no es ya
absoluta en el sentido de la existencia terrena del ser humano, sino que esta
existencia se sitúa ahora en otras dimensiones: detrás del presente que
acaba y del futuro a punto de acabar está un futuro definitivo... En cualquier
caso, la segunda mitad del logion da una respuesta muy seria a las
cuestiones sobre la salvación de la existencia suscitadas por la primera
parte: hay una salvación que pasa por la pérdida, que trasciende esta
pérdida pero está condicionada por ella» (Dautzenberg).
El dicho arroja luz sobre una situación donde el discípulo o tiene que temer la
pérdida de su existencia terrena concreta o corre peligro de salvar
aparentemente su existencia terreno- concreta renegando de Jesús, y
perecer en consecuencia. El dicho promete, en cambio, la seguridad de la
existencia a aquel que está dispuesto a entregarla haciendo profesión de fe
en Jesús.
El que no toma su cruz y me sigue, no puede ser discípulo mío.
La frase podría ser un dicho auténtico de Jesús. Pero entonces la expresión
«tomar su cruz» (no mi cruz) debe entenderse como metáfora que alude «a
una observación frecuente en las ejecuciones»: «el condenado lleva el
travesaño a través de la multitud que exterioriza su mofa y desprecio»
(Polag). Así, el discípulo de Jesús debe estar dispuesto a sobrellevar la burla
y el menosprecio en el discipulado.
Para la comunidad pospascual, el dicho no tiene ya un sentido figurado, sino
que se concreta a la luz del destino de Jesús. El discípulo debe estar
dispuesto a sufrir en el discipulado el desprecio y la burla, hasta la última
consecuencia de entregar la vida en el seguimiento de aquel que fue
crucificado.
El dicho cobraba una actualidad especial ante los graves conflictos a que se
exponían los cristianos y, sobre todo, los misioneros itinerantes en el
ambiente altamente crispado que precedió a la guerra judía. Acabar en la
cruz como Jesús no era una mera posibilidad, sino que podía convertirse en
amarga realidad.
Los misioneros itinerantes del cristianismo primitivo actuaban indefensos al
renunciar incluso al bastón de viaje como arma más primitiva. Confiaban en
que Dios cuidara, no sólo del sustento diario sino también de su protección.
Dios había tomado por su cuenta la imposición de su derecho y lo
implantaría definitivamente en el esjaton inminente. Entonces haría justicia a
sus «hijos». Ellos no debían preocuparse ya de imponer su propio derecho.
Las exhortaciones recogidas en Mt 5, 39-42par inculcan tal actitud.
No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la
mejilla derecha, vuélvele también la otra. Al que quiera ponerte pleito para
quitarte la túnica, déjale también la capa. [A quien te fuerza a caminar una
milla, acompáñalo dos]. Al que te pide, dale; y al que quiere que le prestes,
no le vuelvas la espalda.
Las cuatro sentencias exigen la renuncia a salvaguardar e imponer el propio
derecho, renuncia materializada en el ejemplo de los malos tratos, los
procesos judiciales en el marco del derecho prendario judío durante la
dominación romana y la simple donación.
Cabe preguntar si los v. 39b.40 eran independientes en los orígenes y fueron
completados secundariamente con el v. 42. Los v. 39b.40 prohíben la
resistencia a las injusticias, y el v. 42 exige la disposición a dar sin previo
cálculo. Pero todas las exigencias tienen en común la renuncia a la
venganza, al propio aseguramiento y a la propia pretensión jurídica.
No se trata, pues, de negar el derecho que le asiste a uno. Los textos no
dicen que el más fuerte tenga derechos y el más débil deba callar. El que es
insultado tiene derecho a una satisfacción y al restablecimiento de su honor.
El pobre a quien quitan la túnica empeñada tiene derecho a su capa libre de
embargo. La obligación de prestación de servicios sólo puede ejercerse
limitadamente. Y no hay una obligación de dar y prestar. Esto es evidente
para aquel que formula estas exigencias; por eso no proclama una moral de
esclavos. Se trata más bien de la renuncia libre y soberana a la venganza y a
la propia posición jurídica ante el agresor y el violento. Se trata de una
generosidad ilimitada incluso hacia aquel que no es amigo y se impone
brutalmente. El fundamento y motivo para tal generosidad es una confianza
ilimitada en Dios, en cuyas manos se deja la imposición del propio derecho.
Partiendo de la inminencia del ésjaton, los misioneros itinerantes dicen a sus
oyentes: no os mezcléis en litigios y procesos; no perdáis tiempo en discutir
sobre vuestros derechos. Perdonad. El Reino está por llegar. Entonces Dios se
hará cargo de vuestra causa e impondrá vuestro derecho.
Con la exhortación sobre el amor a los enemigos en Mt 5, 44-48par
concluimos nuestra exposición del mensaje y la tradición de los misioneros
itinerantes en el cristianismo primitivo.
Esta exhortacióno a no limitar el precepto del amor al prójimo y aplicarlo
incluso al enemigo personal, al adversario y al perseguidor, guarda estrecha
relación con la exhortación a la renuncia a imponer el propio derecho.
La norma de amar al enemigo nunca fue defendida con esa radicalidad en el
judaísmo de la época; pero hay enfoques en esa dirección (cf. TestBenj 4,2s;
TestJos 8, 3; Arist 227). En Qumrán y entre los celotas, en cambio, se
prescribe el odio al «enemigo», por ser «enemigo de Dios»; pero esto último
tiene también sus analogías en el mensaje de Jesús (cf. Lc 14,26).
Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para ser hijos de
vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda
la lluvia sobre justos e injustos. Si queréis sólo a los que os quieren, ¿qué
premio merecéis? ¿no hacen eso mismo los publícanos? Y si no saludáis más
que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿no hacen eso mismo
los paganos? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre
celestial.
El logion invita a amar a los enemigos y orar por los que nos odian, difaman
y maltratan. Enemigo significa, al menos en la versión actual, el enemigo
personal de uno. La enemistad se expresa en las acciones hostiles concretas.
El logion va dirigido, pues, a oyentes que tienen que vivir en un entorno
hostil. Encaja bien en la situación descrita de los misioneros carismáticos y
de los grupos cristianos de Palestina. Ellos y sus comunidades deben cumplir
este postulado radical de amor a los semejantes que los odian. No deben
dejarse llevar del clima de hostilidad, donde el odio genera odio, y la
violencia, contraviolencia.
La invitación a orar por los perseguidores se introdujo, posiblemente, en
adición secundaria cuando comenzaron los ataques y persecuciones contra
los misioneros cristianos y los «confesores de Jesús». En la predicación de
Jesús, el logion iba dirigido a todos e invitaba a dar pruebas de amor activo
al enemigo personal. El amor incluía sin duda al funcionario y al soldado
romano lo mismo que al enemigo religioso si el sujeto entraba en contacto
con ellos. «Amar» no es aquí sentir simpatía o la actitud de «filantropía»
general, sino un comportamiento concreto que se acredita a diario (cf. 5,
46s). En este sentido el logion interpela a individuos, no a grupos o a
Estados.
El precepto del amor a los enemigos va acompañado de la promesa de llegar
a ser «hijos de Dios» (v. 45). Dios es propuesto como modelo: él no deja de
ser bueno con los malos e injustos. También el enemigo de Dios queda
envuelto en la bondad soberana de Dios. Esta fundamentación es
formalmente una promesa escatológica; pero en realidad se cumple ya
ahora. El que ama al enemigo con actos concretos pone en práctica algo de
la bondad de Dios y realiza ya aquí la paz que será una señal del reino
futuro.
«Llegar a ser hijo de Dios significa actuar con una misericordia sin límites,
como Dios Padre. Desaparece aquí la idea de recompensa en el ésjaton
conforme al esquema habitual hacer-pagar. El que es capaz de actuar como
recomienda la exhortación, pertenece al nuevo mundo, lo crea ya en
potencia. La motivación escatológica para alcanzar la filiación divina (Mt 5,
45apar) no debe entenderse, por tanto, exclusivamente como algo futuro,
sino presente-futuro» (Sato, 223).
Una segunda fundamentación en 5, 46s se relaciona con la necesidad de un
signo distintivo de los discípulos. Estos forman una comunidad que no se
comporta como el mundo. Deben practicar lo «extraordinario» y no pueden
orientarse por el esquema simplista amigo-enemigo, que sólo busca ia
armonía con el «hermano» y traba amistad únicamente con los
simpatizantes. Queda así rechazada cualquier noción de clan, cualquier
ideología cerrada.
«Esto significa que aquel grupo de seguidores de Jesús es consciente de su
singularidad (sociológica). Saben que su comportamiento se sale de lo
habitual porque mantienen una actitud positiva frente a personas que no
sólo no pertenecen al mismo grupo (clan, nación, etc.), sino que se muestran
hostiles al seguimiento de Jesús. El amor a los enemigos es un
quebrantamiento de las formas usuales de solidaridad —que se extiende a
un grupo, de cualquier tipo que éste sea, pero no a los enemigos— dando
expresión a una actitud positiva que incluye a todas las personas, en ese
caso a todo Israel» (Schottroff-Stegemann, Jesús de Nazaret, esperanza de
los pobres, 125).
El dicho sobre al amor a los enemigos cobra especial intensidad en el
ambiente de odio que se respiraba en Palestina antes de la guerra judía. El
odio general de grupos religiosos que se combatían y el odio particular de los
«celotas» a los romanos y sus colaboradores judíos afectaban también a los
discípulos. Estos fueron atacados y denigrados por su fe y su mensaje. Es
posible que algunos cristianos sufrieran agresiones físicas e incluso el
martirio. En esta situación tenía una carga especial la exhortación a amar a
los enemigos.
«No se trata aquí de una politización de la tradición Q, sino de tomar en serio
la interdependencia entre religión y política en el pensamiento antiguo y
Judío, o más simplemente, de la dimensión real de la predicación cristiana
primitiva. Si Q trasmite el precepto del amor a los enemigos en forma
enfática, como el precepto máximo de Jesús, y lo ilustra con ejemplos que
delatan una clara referencia a la situación político-social de la época, es
obvio ver también en esa situación el contexto histórico y vital para su
tradición. Dado que los dichos se remontan, al menos en lo fundamental, al
Jesús histórico, los trasmisores están en continuidad histórico-cultural con la
situación y la predicación de Jesús; pero la selección indica su interés
efectivo por esta parte del mensaje. El precepto de Jesús sobre el amor a los
enemigos adquirió sin duda especial relevancia en los decenios que
precedieron a la guerra romano-judía ante el progresivo deterioro de la
situación política después de la muerte de Agripa (44 d. C), bajo los
gobernadores romanos. Esto los motivó —en contraste con los sectores de
población que simpatizaban con el movimiento celota de revuelta— a optar,
en nombre del Hijo del hombre, Jesús, por el amor a los enemigos y el
pacifismo... hasta estar dispuestos a asumir la injusticia y la opresión en aras
de ese amor superior. Si la tradición incluye expresamente el tema del
rechazo de los mensajeros y la persecución de los seguidores de Jesús,
reflejará las experiencias de los trasmisores al difundir ese mensaje. Sólo así
se explica que el insulto y el rechazo afectaran precisamente a aquellos
predicadores itinerantes que, siguiendo a Jesús y a la espera de su llegada
como Hijo del hombre-juez, recorrían el país como ovejas entre lobos»
(Hoffmann, 77s).
Pero no sería correcto ubicar el principio del amor a los enemigos y las otras
exigencias radicales de seguimiento discipular en el ámbito de los
misioneros itinerantes, y considerarlo como expresión del «radicalismo
ético» practicado por estos carismáticos a diferencia de los cristianos
sedentarios, como opina G. Theissen. «El Sitz im Leben original es de gran
importancia para la interpretación del amor a los enemigos y de la renuncia
a la violencia. El cristiano sedentario caía en una dependencia cada vez
mayor al ir cediendo frente a su enemigo. Tiene que contar con
encontrárselo cada día de nuevo. Ceder significa aquí frecuentemente una
invitación a continuar con la explotación y humillación. La renuncia a
presentar oposición aumenta la probabilidad de que se repitan los abusos.
Sin embargo, también ante él está esa gran exigencia de amar a su
enemigo. Puede hacerla realidad de una manera mucho más convincente el
carismático itinerante. Es realmente libre. Puede abandonar el lugar de su
derrota y humillación. Puede contar con que nunca más volverá a
encontrarse con su adversario. Al marcharse, puede salvaguardar su
independencia y su libertad. El precio de esa libertad es una ascesis
rigurosa: una vida al margen del mínimo existencial. Pero la ganancia es
grande. El carismático itinerante hace realidad, también de manera vicaria
en favor de sus amigos en las comunidades locales, aquel amor al enemigo
que une a los hombres con el amor de Dios» (Theissen, La renuncia a la
violencia y el amor al enemigo, 140). Frente a esta visión lúcida hay que
señalar, sin embargo, que los compromisos radicales del seguimiento de
Jesús, cuyos exponentes fueron sin duda los misioneros itinerantes, eran
válidos para todos los discípulos. Así lo indica también el hecho de que ni la
fuente Q ni los evangelios consideren esos compromisos como ética de un
grupo especial. No son reglas monásticas sino obligatorias para todos. Su
obligatoriedad no queda restringida siquiera por la actitud general de espera
escatológica a corto plazo, común a todos los discípulos y que orientaba sin
duda sus vidas. Al desaparecer la expectativa escatológica, los compromisos
no cayeron en desuso; pero hoy requieren una justificación interna.
Los misioneros itinerantes del cristianismo primitivo eran personas fuera de
lo común que en una época de extremas tensiones sociales y de
expectativas escatológicas explosivas anunciaron la inminencia de la basileia
y el fin del eón presente. En unas condiciones de vida que para muchos eran
insostenibles, ese anuncio tenía que llevar a formas de vida extremas. El
trabajo como medio de subsistencia, la adquisición de bienes, la fundación
de una familia, la construcción de una casa, los largos pleitos sobre derechos
propios, todo esto no contaba ya ante la inminencia del Reino. El ascetismo
cuadraba aún menos a los misioneros itinerantes y a su predicación; ellos no
renunciaban a las cosas del mundo por pura abstinencia monacal ni
invitaban a tal renuncia. La espera del final próximo y la confianza en Dios
motivaban su forma de vida. No valía la pena instalarse en las viejas formas
de vida, porque el acontecimiento salvador de Dios, que todo lo trastocaría,
era inminente. Dios cuidaría como Padre amoroso de aquel que apostaba por
este futuro reino. Esto no merma el elevado ethos y la radicalidad del
seguimiento de Jesús de estos misioneros itinerantes cristiano-primitivos;
pero queda claro que las tradiciones y los dichos marcados por estas
condiciones de vida particulares no pueden tener una validez directa para las
gentes de todos los tiempos, deben estudiarse en su núcleo permanente y
de validez general y sólo cabe aplicarlos análogamente a otras situaciones
vitales.
Hemos manifestado ya varias veces nuestra opinión de que los misioneros
itinerantes fueron los exponentes del patrimonio tradicional del cristianismo
primitivo reseñado en este capítulo. En él se expresa su propia conciencia
peculiar y su forma de vida. No obstante, esta tradición no va dirigida
tínicamente al grupo de los misioneros itinerantes. Ellos la proponían
también en las comunidades que estaban bajo sus cuidados.
«Parece que esos misioneros itinerantes difundieron el contenido de los logia
en las comunidades dependientes de ellos; probablemente lo utilizaron
durante las visitas ocasionales en la celebración litúrgica, para animar y
corroborar a los seguidores de Jesús. Pero sólo en estos centros se
elaboraron recopilaciones más amplias que generaron después su propia
tradición. Es posible que algunos profetas que permanecían más tiempo en
esas comunidades (cf. Hech 13, 1) utilizaran ese fondo para contribuir a la
edificación, exhortación y animación (1 Cor 13, 1) de los fieles y añadieran
eventualmente su propio mensaje de revelación. Y es igualmente pensable
que maestros pneumáticos adoptaran las recopilaciones parenéticas para su
tarea catequética; a ellos habría que atribuir entonces, primariamente, la
redacción del material que la crítica de las formas detecta como
heterogéneo, material que pudieron presentar expresamente, mediante
introducciones redaccionales al discurso, como palabra de Jesús» (Zeller,
Mahnsprüche, 198).

11.- LA EVOLUCIÓN DE LA COMUNIDAD JEROSOLIMITANA Y


PALESTINA
1. La situación después de la expulsión de los «helenistas»
Pedro y los «doce» fueron también misioneros itinerantes carismáticos.
Como tales se habían trasladado a Jerusalén para anunciar aquí, en el centro
de Israel, el mensaje de la basileia y su pronta llegada y, en un último
llamamiento, mover a todo Israel a la conversión. Al principio, los «doce»
fueron en Jerusalén unos foráneos que dependían de la acogida y la atención
de los conversos a la fe en Jesús Mesías. Su existencia y forma de vida no
difería de la de los misioneros itinerantes palestinos. Pero las dimensiones y
la estructura social de la ciudad exigieron pronto de sus misioneros otras
formas de vida junto a la actividad evangelizadora en el campo entre una
población dispersa. A ello se sumó la significación escatológica de Jerusalén.
La ciudad era considerada centro de los sucesos escatológicos. Esto
reclamaba una mayor stabilitas loci de los misioneros cristiano-primitivos
que actuaban en ella. Sin embargo, Pedro y los «doce» no perdieron su
carácter básico de misioneros itinerantes. La tradición del cristianismo
primitivo los presenta como tales. Cabe recordar en este sentido, tanto la
antigua tradición petrina en Mt 16,18s (cf. cap. 4, § 4), que encarga a Pedro
imponer en nombre de Dios el derecho del cielo en la tierra, el derecho
divino, como el logion sobre la función escatológica de los «doce» en Mt 19,
28 (cf. cap. 4, § 4). Así lo manifiestan también los breves relatos sobre la
vocación de distintos miembros del círculo de los «doce», Mc 1, 16-20 2, 14.
Pasando junto al lago de Galilea vio a Simón y a su hermano Andrés que
estaban echando una red en el lago, pues eran pescadores. Jesús les dijo:
«Venios conmigo y os haré pescadores de hombres». Inmediatamente
dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de
Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes,
y en seguida los llamó; dejaron a su padre, Zebedeo, en la barca con los
jornaleros y se marcharon con él.
A1 pasar vio a Leví de Alfeo sentado al mostrador de los impuestos y le dijo:
«Sigueme». Se levantó y lo siguió.
Los relatos se distinguen por el ethos de los misioneros itinerantes cristiano-
primitivos: renuncia a los bienes y a la familia (cf. cap. 10, § 2). Sirven de
ilustración a los dichos de seguimiento (Lc 9, 57-62par). Refieren, por
ejemplo, cómo las dos parejas de hermanos Pedro/Andrés y Santiago/Juan,
así como Leví, emprendieron el seguimiento de Jesús renunciando a su
seguridad económica y profesional y rompiendo los lazos familiares. Es
posible que la intención del narrador fuese la de fundamentar
«históricamente» la actividad pospascual de los designados como misioneros
de Jesús y retrotraerla a una llamada y encargo del Jesús terreno. Aparecen
aquí enlazadas la existencia prepascual y la existencia pospascual de los
referidos mensajeros de Jesús. Pero el dicho sobre los pescadores de
hombres de Mc 1, 17 (cf. Lc 5, 10), con significado de futuro, pone en claro
que eso no quita la habilitación específica de los mensajeros de Jesús por el
Resucitado.
La leyenda petrina en Hech 3, 1-10 presenta asimismo a Pedro como
misionero carismático que realiza curaciones «en nombre de Jesús» (cf. Lc
10, 9).
Un día subían Pedro [y Juan] al templo para la oración de la hora nona,
cuando vieron traer a un lisiado de nacimiento. Solían colocarlo todos los
días en la Puerta Hermosa del templo, para que pidiera limosna a los que
entraban. Al ver entrar en el templo a Pedro [y Juan], les pidió limosna. Pedro
[con Juan a su lado] se le quedó mirando y le dijo: [«Míranos». Clavó los ojos
en ellos, esperando que le darían algo. Pedro le dijo]: «Plata y oro no tengo,
lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesús Mesías, el Nazareno, echa a
andar». Agarrándolo de la mano derecha, lo incorporó. En el acto se le
robustecieron las piernas y los tobillos, se puso en pie de un salto, echó a
andar [y entró con ellos en el templo por su pie, dando brincos y alabando a
Dios]. La gente lo vio andar alabando a Dios y, al caer en la cuenta de que
era el mismo que pedía limosna sentado en la Puerta Hermosa, quedaron
estupefactos y desconcertados ante lo sucedido.
Pedro, en fin, es presentado como profeta carismático en Hech 5, l-ll(cf. cap.
5, § 4): dicta la sanción divina contra personas falaces e hipócritas. Su
carisma lo faculta para ver el interior del ser humano. Pedro vela así por la
pureza de la comunidad.
También detrás de Lc 9,51-55 hay una antigua tradición; pero la versión
actual del relato es lucana, y Lucas sustituyó probablemente la respuesta
original de Jesús por el v. 55.
Cuando iba llegando el tiempo de que se lo llevaran, Jesús decidió
irrevocablemente ir a Jerusalén. Envió mensajeros por delante; yendo de
camino entraron en una aldea de Samarla para prepararle alojamiento; pero
se negaron a recibirlo porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y
Juan, discípulos suyos, le propusieron: «Señor, si quieres, decimos que caiga
un rayo y acabe con ellos». El se vovió y les regañó.
El centro del relato lo ocupan los dos Zebedeo, Santiago y Juan, a los que la
lista de los «doce» en Mc 3,16ss da el sobrenombre de «Hijos del trueno».
Quizá la intención originaria de la tradición fue contar cómo recibieron este
apodo. Santiago y Juan aparecen aquí como misioneros carismáticos que
siguen a Jesús. Su reacción a la negativa de alojamiento para Jesús y sus
mensajeros se corresponde con las amenazas e imprecaciones de los
mensajeros ante el rechazo de su mensaje y misión (cf. Lc 10, 10-12.13-15).
El hecho de que Pedro y los «doce» abandonaran su stabilitas loci en
Jerusalén y emprendieran de nuevo la misión itinerante está relacionado con
la expulsión de los «helenistas» de Jerusalén (cf. cap. 4, § 3 y 7, § 4). Así
comenzó un movimiento misional desde Jerusalén como no se había dado
anteriormente (cf. cap. 8). Los misioneros itinerantes recorrían toda
Palestina, pero no rebasaban las fronteras de las comarcas habitadas por
israelitas, y Jerusalén era el centro indiscutido de la nueva comunidad
escatológica de los discípulos. Aquí era esperada, conforme a la promesa
profética, la afluencia escatológica de todas las naciones movida por Dios
mismo (cf. cap. 5, § 2). La expulsión de los «helenistas» de la ciudad supuso
al menos el cuestionamiento, si no la negación, de este esquema. La idea de
la afluencia escatológica de las naciones a Sión fue menguando como idea
rectora, y más cuando el templo como principal lugar expiatorio y sede de la
shekiná o de la «sabiduría» de Dios fue sustituido por Jesús, aun a juicio de la
comunidad jerosolimitana (cf. cap. 6, § 3 y 4). En cualquier caso, la expulsión
y huida de los «helenistas» aceleró el proceso por el que el cristianismo se
fue convirtiendo en un movimiento centrífugo que abarcó toda la ecumene.
De momento interesaba sólo reunir al pueblo de la alianza, Israel, pero
incluyendo a los dispersos en Samarla y en la diáspora. Sin embargo, esto
preparaba a nivel teológico y fáctico el giro de los misioneros cristianos hacia
los paganos, al menos hacia los «temerosos de Dios».
La reorientación histórica y teológica provocada por la disgregación del
grupo de los «helenistas» tuvo notables consecuencias para la comunidad
jerosolimitana. Hay que mencionar en primer lugar la desaparición de los
«doce» en la historia de la comunidad primitiva. Los miembros de este grupo
abandonaron pronto Jerusalén para actuar como misioneros itinerantes. El
rastro de la mayoría de ellos se pierde en la oscuridad. Pedro siguió de
momento en Jerusalén y, junto a él, los hermanos Juan y Santiago; pero se
ausentaban al menos temporalmente de la ciudad, como hace constar Pablo
en Gal 1, 19. En torno al 42 d. C, Santiago el Zebedeo padeció el martirio en
Jerusalén. Tuvo que estar, pues, durante ese período en la ciudad. De Pedro
sabemos más cosas. Emprendió «viajes de visita» desde Jerusalén, en los
que tomó contacto con las otras comunidades cristianas. Su presencia en
Lida, Jope y Cesarea queda documentada expresamente en la tradición
narrativa (Hech 9,32-35; 9,36-43; 10, Iss); pero es posible que las visitas no
se limitaran a estos lugares (cf. Hech 8, 14ss; Gal 2, 9). Pablo atestigua la
presencia de Pedro en Antioquía (Gal 2, 11ss). Probablemente estuvo
también alguna vez en Corinto (1 Cor 1, 12). Durante la persecución de
Agripa I (41-44 d. C.) corrió peligro y abandonó Jerusalén (Hech 12, 1-17);
pero aparece de nuevo allí durante el concilio de los apóstoles (48/49 d. C).
En esta situación cobró mayor relieve en Jerusalén Santiago, el hermano del
Señor (cf. cap. 4, § 4). Se había visto favorecído, como Pedro, por una
aparición individual del Resucitado (1 Cor 15,7). Presumiblemente formó
parte de la comunidad desde el principio y dirigió en Jerusalén el sector
arameoparlante de la misma, quizá en común con un colegio de apóstoles o
presbíteros (cf. Hech 1, 14). El apunte de Hech 12, 17 hace referencia
igualmente a su papel dirigente en Jerusalén. Parece, pues, que ejerció esta
función ya antes de la marcha de Pedro de Jerusalén (cf. Gal 1, 18). Santiago,
como guía de la comunidad compuesta de judeocristianos de lengua aramea
que permanecieron en Jerusalén después de la persecución de los
«helenistas», gozó lógicamente de una gran autoridad en el cristianismo
primitivo. Su personalidad y su adhesión a la tora le merecieron también el
respeto de los judíos de Jerusalén. La tradición le aplica el sobrenombre de
«el Justo». Josefo refiere que su lapidación el año 62 d. C. por orden del sumo
sacerdote Anán provocó entre los judíos piadosos de Jerusalén una fuerte
crítica al sumo sacerdote y una querella ante el gobernador Albino que le
costó a aquél la destitución (Ant. 20, 200ss). El papel relevante del hermano
del Señor como representante del judeocristianismo arameoparlante se
constata asimismo en las discusiones mantenidas con él en los debates
internos en torno a la misión pagana al margen de la circuncisión y en torno
a la validez de la ley. En el concilio de los apóstoles, Santiago ocupó un
puesto relevante junto a Pedro y Juan (cf. Hech 15, 13ss). Su aprobación
significaba mucho para los representantes de la comunidad antioquena,
Pablo y Bernabé. Pablo deja constancia de ello en su informe sobre el concilio
en Gal 2, 1-10 al nombrar a Santiago antes que a Pedro. Sin embargo,
afirmar que Pablo atribuye aquí a Santiago un rango superior al de Pedro,
como se ha supuesto a menudo, es forzar el texto. En Gal 2,9 presenta a
Pedro, Santiago y Juan como los «pilares» de la comunidad. Pablo asumió sin
duda esa expresión. Su significado es oscuro, pero se ajusta a la idea
cristiano-primitiva de la nueva comunidad de salvación como un «edificio» y
«templo espiritual» (cf. Mc 14, 58; Mt 16, 18). La metáfora podría reflejar el
hecho de que, tras la disolución del grupo de los «doce», todo el
judeocristianismo estuvo representado y dirigido por estos «tres pilares». Gal
2,7s afirma expresamente la competencia de Pedro para la misión entre los
judíos, incluidos los de la diáspora. La competencia de Santiago, el hermano
del Señor, para el judeocristianismo de Jerusalén y de la patria judía aparece
documentada históricamente. Juan «cobra figura para nosotros si la tradición
reflejada en los escritos joánicos tiene que ver con él» (Goppelt, 20).
Junto a Santiago, otros miembros de la familia de Jesús tuvieron relevancia
desde el principio en la comunidad primitiva; pero no consta con certeza su
pertenencia a la comunidad de Jerusalén. El breve apunte de Hech 1, 14, que
merece crédito, podría sugerirlo; pero no se puede excluir su regreso a
Galilea. Pablo menciona a «hermanos del Señor» entre los misioneros
itinerantes (1 Cor 9, 5). Ellos desempeñaban aún un importante papel en la
época tardía de la comunidad judeocristiana de Jerusalén. Según Eusebio
(Hist. IV, 22, 4), después del martirio de Santiago, hermano del Señor, un
«primo segundo del Señor», Simeón, fue elegido «obispo de Jerusalén».
Todavía en tiempo de Domiciano (81-96 d. C), miembros de la familia de
Jesús dirigían la Iglesia judeocristiana (Hist. III, 19, 6). De la tradición
neotestamentaria se desprende también que algunos parientes de Jesús
gozaban de prestigio y reclamaban para sí una autoridad; mas no parece que
su pretensión fuera aceptada por todos. Hubo polémica contra ellos y se les
reprochó la negativa a seguir a Jesús en vida de éste (Jn 7, 5) o el haberse
enfrentado a él en forma intransigente (Mc 3, 31-35).
Llegaron su madre y sus hermanos, y desde fuera lo mandaron llamar. Tenía
gente sentada alrededor, y le dijeron: «Oye, tu madre y tus hermanos te
buscan ahí fuera. El les contestó: «¿Quiénes son mi madre y mis
hermanos?». Y paseando la mirada por los que estaban sentados en el corro,
dijo: «Aquí tenéis a mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de
Dios, ése es hermano mío y hermana y madre».
El fragmento da a entender que la relación de parentesco con Jesús no
cuenta realmente en la comunidad. El criterio de pertenencia a la familia
espiritual de Jesús es «hacer la voluntad de Dios».
El énfasis especial del fragmento (cf. v. 32s) hace presumir que, en
consonancia con la tradición, hay que negar la existencia de una
superioridad natural de los «hermanos del Señor» en la comunidad. «Quizá
haya detrás una polémica contra una especie de califato» (Schweizer). Lo
que ya no es posible saber es quién fue el exponente de estas reservas
contra la familia de Jesús.
Con Mc 3,31 -35 guarda afinidad el fragmento de Lc 11,27s.
Mientras él decía estas cosas, una mujer de entre la gente le dijo gritante:
«¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!». Pero él
repuso: «Mejor: ¡Dichosos los que escuchan el mensaje de Dios y lo
cumplen!».
La bienaventuranza expresada en v. 27 es un tema típicamente judío (cf.
Barsir 54, 10; Bill. II, i87s). El v. 28 rechaza esa bienaventuranza basada en
ventajas naturales. No es el parentesco físico con Jesús lo que hay que
ensalzar, sino la escucha y el cumplimiento de la palabra de Dios.
Después de la expulsión de los «helenistas» y la desaparición de los «doce»,
otro colegio pasa a primer plano junto a Santiago: los presbíteros. Hech 11,
30 los menciona por primera vez. Ellos recibieron los donativos de los
antioquenos para la comunidad de Jerusalén. En el concilio de Jerusalén
aparecen como grupo propio junto a los «apóstoles» y son mencionados
como coautores de la misiva a los paganocristianos de Antioquía (15, 23).
¿Quiénes son estos presbíteros y desde cuándo existe este cuerpo? La
respuesta es dudosa. Se trata presumíblemente del cuerpo directivo de la
comunidad residual arameo-parlante de Jerusalén. Santiago habría sido
entonces su jefe y cabeza, como Pedro lo fue de los «doce», Esteban de los
«siete» (Hech 6, Iss) y Bernabé de los «cinco» (Hech 13, Iss). En cualquier
caso, estos órganos colegiales indican que Santiago no dirigía la comunidad
jerosolimitana monocráticamente. Pero entonces el grupo de presbíteros
podría ser tan antiguo como el propio sector arameoparlante de la
comunidad de Jerusalén. Se perfila con más claridad ante nosotros después
que los «helenistas» abandonaron la ciudad y los «doce» se disolvieron como
órgano directivo de toda la comunidad.
Hemos indicado ya (cf. cap. 4, § 4) la posibilidad de que se formase muy
pronto en la comunidad jerosolimitana un estamento de «maestros»
cristianos. Pertenecían a él letrados que se habían formado en las escuelas
sapienciales y legales de Jerusalén antes de hacerse cristianos. Pablo es un
ejemplo ilustre, al igual que el levita Bernabé; pero también eran «maestros»
los discípulos que habían asistido a la «escuela» de Jesús. Era de su
competencia la instrucción teológica y ética de los cristianos, así como el
desarrollo, trasmisión y recogida de la tradición cristiana.
Mt 16, 18s otorga a Pedro el «poder de atar y desatar», es decir, la autoridad
doctrinal en la halajá de la ley. Parece que Santiago, el hermano del Señor,
gozó también de competencia teológica. Esa competencia le fue reconocida
incluso fuera de la comunidad cristiana (Ant. XX, 201). Probablemente su
postura se aproximaba a la de los fariseos moderados. Es posible que su
posición teológica quedase reforzada, quizá radicalizada, por los fariseos
conversos. Así se formó en Jerusalén, después de la salida de los
«helenistas», un Judeocristianismo de estricta fidelidad a la ley.
Posiblemente sólo pudo constituirse un estamento de «maestros» cristianos
en comunidades mayores. El estamento de Jerusalén nos consta por la
situación espiritual de esta «ciudad del templo» con sus escuelas de letrados
y de sabiduría. El de Antioquía, por testimonio de Hech 13,1. Parece que en
las pequeñas comunidades rurales los «maestros» fueron, en cambio,
escasos. Aquí eran los misioneros itinerantes carismáticos los que atendían
tanto al anuncio misional como a la instrucción de los cristianos. Por este
desfase entre las comunidades cristianas urbanas y rurales cabe explicar los
recelos que surgieron pronto frente a los «maestros» cristianos.

2. Formas de organización
La organización y el ordenamiento de las comunidades, especialmente de la
comunidad primitiva de Jerusalén, fueron evolucionando y haciéndose más
complejos. El elemento libre y profetice perdió fuerza al compás de las
circunstancias. Esto se puede constatar en la expresión «atar y desatar» de
Mt 18, 18 (cf. Jn 20, 23), que es una variante tardía del dicho petrino de Mt
16, 18s. La autoridad carismática de Pedro es aquí sustituida por las
facultades de la «comunidad», de la asamblea o del órgano que la
representa. El logion podría reflejar la situación de la comunidad de Jerusalén
después de la partida de Pedro por los años 43/44 d. C.
Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo y todo
lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.
Este dicho pospascual es afín a los principios de derecho escatológico (cf.
cap. 10, § 1) al relacionar el orden jurídico de la comunidad con el tribunal
divino: Dios respalda el derecho impartido por la comunidad. Pero el juicio de
Dios se realiza ya aquí en la tierra mediante la sentencia de la comunidad, y
no sólo en el momento escatológico. En el juicio final, Dios ratificará las
decisiones de la comunidad. Pero ¿qué decisiones?
«Atar y desatar» terminología típicamente judía para expresar, o bien un
dictado en materia de interpretación de la tora o la «excomunión de la
sinagoga» —se emplea aquí, a diferencia de Mt 16, 18s, en el segundo
sentido—. Se trata de la admisión y exclusión de miembros de la comunidad.
En el hecho terreno de la «excomunión» o readmisión eclesial se ejecuta ya
el juicio. Aquí podría tener el dicho su contexto vital. Viene a fundamentar la
facultad que posee la comunidad de imponer una estricta «disciplina
eclesiástica». La terminología y las ideas apuntan a la comunidad primitiva
de Jerusalén.
Mt 18,15-17 presupone también una comunidad organizada que puede dictar
sentencias jurídicas en su asamblea reglamentada.
Si tu hermano te ofende, ve y házselo saber, a solas entre los dos. Si te hace
caso, has ganado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros
dos, para que toda la cuestión quede zanjada apoyándose en dos o tres
testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni
siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano.
Esta fragmento de tradición es sin duda relativamente tardío. En él, la
exhortación sapiencial de Lc 17, 3s se trasmuta en disposición al perdón y
aparece formulada al estilo de una «ordenanza eclesial». El dicho establece
una regla general sobre el modo de proceder la comunidad con un pecador.
La norma prescribe tres instancias. La corrección fraterna debe realizarse
primero a solas entre los dos. Si tiene éxito, el hermano es recuperado para
la comunidad. De lo contrario, el asunto pasa a la siguiente instancia; se
piden explicaciones al hermano ante dos testigos como mínimo. La última
instancia es la comunidad local. Si la amonestación fracasa también en la
asamblea comunitaria, el pecador es excluido de la comunidad (cf. Mt 18,
18). La comunidad no puede tolerar a un pecador impenitente en su seno. El
procedimiento, en cualquier caso, no va encaminado a la excomunión —que
es sólo la última consecuencia- sino a recuperar al hermano perdido.
La terminología y las ideas que subyacen en ella sugieren que el fragmento
tiene su origen en la comunidad palestina, concretamente en una comunidad
de judeocristianos «en que no se había cortado aún el lazo con la comunidad
madre judía» (Trilling, 170). Así lo indica sobre todo la formulación final
«considéralo como un pagano o un publicano». Ya por esta formulación, Mt
18, 15-17 no puede ser un dicho auténtico de Jesús. No consta, obviamente,
si la tradición se formó en la comunidad de Jerusalén.
Encontramos también en la exhortación de Mc 10,42b-45a la imagen de una
comunidad organizada y dotada de un orden donde hay personalidades
dirigentes. Se perfila aquí un nuevo ethos para ella.
Jesús los reunió [a los «doce»] y les dijo: «Sabéis que los que figuran como
jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen; pero no ha
de ser así entre vosotros; al contrario, el que quiera subir, sea servidor
vuestro, y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos, porque tampoco
el Hijo del hombre ha venido para que le sirvan, sino para servir [y para dar
su vida en rescate por muchos»].
El V. 42b expresa una experiencia general: cuando hay soberanos y jefes en
el mundo, dominan y oprimen a la gente; pero en la comunidad cristiana no
debe ocurrir eso. También aquí se necesitan los guías y dirigentes; pero su
tarea consiste precisamente en servir a los demás. Los v. 43s refuerzan este
principio en un paralelismo sinonímico. Un presidente sólo tiene verdadera
grandeza si es servidor de todos. El texto «define de modo concreto lo que
significa ese servicio; no es un servicio en sío servicio a un ideal, ni servicio
al Estado o a Dios...; no es por tanto un servicio que puede degenerar
rápidamente en una forma de dominio. La concreción del siervo o esclavo
con el posesivo vuestro o el genitivo de vosotros o, más en general, de
todos, liga el servicio a los derechos y necesidades de aquellos entre los que
ha de realizarse» (Hoffmann-Eid, 199).
El V. 45a propone a Jesús como modelo de guía de la comunidad. El no vino a
ser servido sino a servir. Concibe la vida terrena del «Hijo del hombre»
celestial como un acto de servicio (cf. Flp 2,6ss).
Mc 10, 42b-45a es una exhortación para dirigentes de comunidad. Cabe
suponer un dicho auténtico de Jesús, a lo sumo, como base de esta sentencia
(cf. Mc 9,35). La versión actual es obra de una comunidad —la de Jerusalén,
posiblemente—.
Mt 23, 8-10 expresa con vigor impresionante las reservas que se mantenían
frente al estamento de maestros cristiano-primitivos.
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar rabbi, pues vuestro maestro es uno
solo y vosotros sois todos hermanos; y no os llaméis «padres» unos a otros
en la tierra, pues vuestro Padre es uno solo, el del cielo; tampoco dejaréis
que os llamen «directores», porque vuestro director es uno solo, el Mesías.
Mt 23,8-10 es, en la forma, una regla de comunidad. La unidad del
fragmento es dudosa. Los v. 8s forman un dicho doble que presenta a Dios
como único maestro y padre. El v. 10 aparece así como una ampliación. R.
Bultmann barrunta en v. 8s un dicho originario de Jesús o una tradición judía
que la comunidad cristiana asumió y reelaboró después. Pero quizá sólo el v.
8 sea el antiguo núcleo de tradición. Se desecha aquí la formación de un
«rabinato» cristiano en la comunidad. La implantación de una autoridad
humana en la comunidad perjudica a la fraternidad (cf. v. 8b). El que reclama
el título honorífico de rabbi o de padre se apropia de algo que está reservado
a Dios.
El fragmento tiene un matiz polémico. Ataca una jerarquía docente cristiana
al estilo del rabinato judío. El trasfondo real podrían ser las conversiones a la
fe cristiana de letrados judíos, especialmente fariseos, que seguían
recabando su título en la comunidad.
Es difícil precisar quiénes eran los que protestaban. No consta si se trata de
profetas carismáticos (Kásemann) que denuncian en nombre de la soberanía
exclusiva de Dios las autoridades humanas en la comunidad, o de
«helenistas» del círculo de Estaban que critican toda tendencia judaizante
(Zimmermann). Conviene señalar que en la comunidad primitiva de
Jerusalén se dio tanto la tendencia a la creación de un «rabinato» cristiano
como la protesta contra ese intento en nombre de Dios.
«El problema de los títulos honoríficos se planteó pronto, cuando los fariseos
y quizá también senadores judíos entraron en contacto con el movimiento
jesuático o se sumaron a él como miembros. En cualquier caso, Pablo no
sería el único "didaskalos", fariseo que encontró la fe en Cristo mediante el
testimonio de la comunidad primitiva; pero, a la inversa, no todos los rabinos
que abrazaron el movimiento de Jesús... llevaron a cabo el giro paulino hacia
el evangelio al margen de la ley mosaica. En todo caso, la tesis de que ya la
comunidad primitiva de los primeros años después de pascua pudo haber
establecido la norma comunitaria de Mt 23, 8s, tiene una base histórica»
(Zimmermann, 186s).

3. El agravamiento de la situación política


No es posible desligar la evolución de la comunidad judeocristiana
jerosolimitana y palestina de la situación política y espiritual del judaísmo
palestino. La situación se caracterizó por una política cambiante de Roma
con los judíos. Esto complicó aún más las tensiones sociales de Palestina.
Ninguna de las fuerzas contendientes sabía lo que iba a durar la situación o
la tendencia política de cada momento. En general, los esfuerzos de los
responsables políticos iban encaminados a controlar la grave situación y
contener el movimiento celota cada vez más ciego, cuya fuerza explosiva
era siempre virulenta en aquella época. Todos los intentos de represión
habían fracasado. A ello se sumaron los graves errores políticos que
exacerbaban en los judíos piadosos el sentimiento escatológico y favorecían
a los «celotas».
El cambio constante del viento político y la crispación que ello producía
afectaban siempre a la comunidad. Esta pasaba por ser un grupo marginal
del judaísmo palestino que llevaba una vida peculiar. Resultaba sospechosa
tanto a la clase sacerdotal dominante como al movimiento celota, por
razones diferentes. Al cambiar las directrices de la política de Roma en
Palestina, los períodos de relativa tranquilidad derivaron también para el
movimiento celota en períodos de repentinas hostilidades.
La muerte de Esteban, un acto de linchamiento de judíos helenistas en
defensa de la ley y el templo, se comprende en una situación donde el
cambio de orientación de la política romana podía exacerbar la conciencia
judía oprimida y el sentimiento nacional. Si el asesinato de Esteban fue obra
de una multitud enfurecida, la expulsión de los «helenistas» de Jerusalén no
se realizó desde luego sin participación de las autoridades judías.
Probablemente la potencia romana de ocupación toleró la agresión a los
«helenistas» para calmar las pasiones desatadas. Por la misma razón
desistió de investigar el asesinato de Esteban. El giro hacia esta política
romana más favorable a los judíos había comenzado el año 31 d. C. con la
caída del consejero imperial Sejano, hostil a los judíos, y con el edicto de
Tiberio destinado a proteger las minorías judías del Imperio contra acciones
hostiles. Al final, como víctima de la nueva línea política cayó también Pilato,
contra el que había numerosas quejas en Roma. Fue destituido el año 36 d.
C. y desterrado. Su sucesor, Marcelo, devolvió los ornamentos del sumo
sacerdote, que antes estaban bajo custodia romana, salvo en las grandes
fiestas judías. La entrega de las insignias del sumo sacerdote reforzó la
posición de éste. Pudieron germinar nuevas esperanzas nacionales y
despertó un nuevo sentimiento de libertad. La situación política parecía
favorable para reprimir elementos sospechosos y subversivos. Como tales
parece que fueron considerados los «helenistas» por su predicación, que
implicaba una actitud crítica hacia la ley y el templo. Calígula (37-41 d. C.)
inició un nuevo cambio en la política romana con los judíos. Su actitud era
decididamente prohelenista. Cabía esperar un retroceso en el movimiento de
autonomía del judaísmo. El sumo sacerdote Jonatán, con ambiciones de
poder político, fue sustituido por el plutócrata Ananías. Este favoreció a la
comunidad primitiva de Jerusalén, que pudo establecer y mantener con
relativa libertad sus contactos con los «helenistas» expulsados y con las
comunidades fundadas por ellos, especialmente en Antioquía. Por eso pudo
despertar sospechas y hostilidad de judíos fervientes y de «celotas», aunque
no se tradujeron de inmediato en hechos durante esta situación política
general. El fanatismo siguió virulento y la actitud prohelenista de la política
romana favoreció su auge. La irritación judía y el celo de los fanáticos
alcanzaron su primer punto de ebullición por una «necedad» política de
Calígula. Los judíos de Jamnia derribaron en 39/40 d. C. un altar erigido en
honor del emperador. Este reaccionó dando orden de levantar una estatua
en el templo de Jerusalén. Las autoridades locales romanas ordenaron con
preocupación la fabricación y el transporte de la estatua. Un estado de
revuelta se apoderó del país; las manifestaciones permanentes y el
abandono de la agricultura fueron la consecuencia. Los braceros y
campesinos que no podían pagar sus deudas acudían en oleadas a las filas
de los guerrilleros celotas. El asesinato del emperador (41 d. C.) impidió la
erección de su estatua en el templo; pero las consecuencias para el país y
para sus relaciones con Roma fueron devastadoras.
Roma intentó salvar lo salvable. El emperador Claudio (41-54 d. C.) buscó un
equilibrio en las tensiones entre los judíos y el resto de la población del
Imperio, especialmente en Alejandría, donde la política prohelenista de su
predecesor había fomentado las acciones violentas contra los judíos (38 d.
C). En Palestina traspasó al rey Agripa I la soberanía sobre Judea/Samaria.
Agripa mantenía de tiempo atrás las mejores relaciones con la corte imperial.
Valido adulador de Calígula, obtuvo como reino la antigua tetrarquía de
Filipo, y el año 40 d. C. la tetrarquía de Antipas (Galilea-Perea). Como
soberano de toda Palestina, Agripa I se mostró especialmente amistoso con
los judíos, reforzó los elementos del judaísmo y observó él mismo la ley
judía. Durante su reinado se produjo el martirio de Santiago Zebedeo (42 d.
C), al que hizo ejecutar a espada (Hech 12, 2). También Pedro corrió peligro y
tuvo que abandonar Jerusalén.
Estas medidas se adoptaron probablemente como advertencia para toda la
comunidad cristiana; pero sólo afectaron directamente a personalidades
especialmente expuestas. No se produjo una persecución general contra los
cristianos —pese a lo insinuado en Hech 12, 1—. Parece que las medidas no
alcanzaron al judeocristianismo estricto de Jerusalén representado por
Santiago, el hermano del Señor.
La muerte repentina de Agripa (44 d. C.) trajo consigo un nuevo período de
tranquilidad para la comunidad primitiva: Pedro pudo actuar de nuevo con
libertad. El 48/49 d. C. se celebró en Jerusalén el concilio de los apóstoles,
convocado para resolver las cuestiones suscitadas por la misión pagana de la
comunidad antioquena al margen de la ley mosaica, que resultaba
escandalosa para los judíos de estricta observancia (cf. cap. 14, § 1). Los
representantes de la comunidad antioquena y los misioneros entre paganos,
Bernabé y Pablo, pudieron viajar a Jerusalén sin novedad. En el séquito de
Pablo llegaba a Jerusalén el pagano incircunciso Tito (Gal 2, 1ss). La
pacificación de Jerusalén y del país estuvo a cargo de los nuevos
gobernadores, Fado y más tarde Alejandro (44-48 d. C), que reprimieron
enérgicamente a los «celotas». A esto se sumó el año 48 d. C. una grave
crisis económica en Palestina, con la consiguiente situación de hambre. El
«concilio de los apóstoles» resolvió que las comunidades extrapalestinas
ayudaran a las comunidades de Jerusalén y Palestina (Gal 2, 10; Hech 11, 27-
30). El resto de la población judía de la ciudad fue socorrida de igual modo
con aportaciones extranjeras. Esta experiencia de saberse dependientes de
la ayuda ajena moderó quizá por algún tiempo el odio a los extranjeros en
Palestina, especialmente en Jerusalén.
Las autoridades romanas estaban decididas a proceder con dureza contra los
«celotas». La situación en el país se fue haciendo más tensa. Los romanos
sofocaban despiadadamente todas las revueltas celotas. La represalia
alcanzó también a la población civil. Hubo provocaciones por parte de los
soldados romanos, lo que irritó profundamente a la población. La violencia
generaba la contraviolencia. La gente sensata de los dos bandos no pudo ya
imponerse, o sus esfuerzos fueron neutralizados por acciones irreflexivas. La
subida al trono imperial de Nerón, declarado grecófilo (54 d. C), fue la señal
para el terror organizado en Palestina contra griegos y romanos. Aparecieron
los temibles «sicarios», hombres jóvenes, amparados en la multitud, que
asesinaban a presuntos enemigos del pueblo judío (Bell. 2, 256s). Trataron
como enemigo a todo sospechoso de mantener contactos con griegos o
romanos, o con el extranjero. Cuando Pablo viajó a Jerusalén hacia el año 58
d. C, se encontró con miles de judeocristianos fieles a la ley que lo miraron
con recelo. Gracias a un aviso secreto escapó de morir asesinado por
«sicarios» (cf. Hech 21ss). En esta situación extrema parece que los
cristianos y las comunidades cristianas de Palestina tuvieron que sufrir
presiones y vejámenes (1 Tes 2,14-16). El año 62 d. C. Santiago, el hermano
del Señor, murió lapidado por una decisión arbitraria del sumo sacerdote
Anán II. Poco antes de estallar la guerra judía el 66 d. C, la comunidad
judeocristiana de lengua aramea abandonó la ciudad de Jerusalén y se dirigió
a Pella, según testigos de la Iglesia antigua.

4. La estrategia cristiana
En esta situación difícil y cambiante tuvieron que vivir los judeocristianos de
Palestina y Jerusalén. Podía ser peligroso para ellos relacionarse con los
«helenistas» expulsados, que se habían distanciado del templo y no admitían
el valor integral de la tora. Parece que se sabía en Jerusalén que estos
«helenistas» predicaban también a los paganos la salvación de Dios y
convivían con ellos sin exigirles la circuncisión. El hecho de que Pedro
estuviera en contacto personal y «oficial» con los «helenistas» y compartiera
básicamente su posición teológica podría haber movido a Agripa I, entre
otras causas, a perseguirlo. El bello relato de Hech 12, 1-19, escrito en un
puro estilo de leyenda «realista» (Dibelius), evoca el peligro que corrió Pedro
y su salvación providencial.
Por aquel entonces, el rey Herodes, con la peor intención, echó mano a
algunos miembros de la Iglesia. Hlzo pasar a cuchillo ir a Santiago, hermano
de Juan, y al ver que esto agradaba a los judíos, procedió a detener también
a Pedro. Era la semana de pascua. Mandó prenderlo y meterlo en la cárcel,
encargando de vigilarlo a cuatro piquetes de cuatro soldados cada uno; tenía
intención de hacerlo comparecer en público pasadas las fiestas de pascua.
Ahora bien, mientras custodiaban a Pedro en la cárcel, la comunidad rezaba
a Dios por él insistentemente. La noche antes de que lo sacara Heredes,
estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, atado con dos cadenas, y
centinelas hacían guardia a la puerta de la cárcel. En esto se presentó el
ángel del Señor, y se iluminó la celda. Dándole unas palmadas en el costado,
despertó a Pedro y le dijo: «Date prisa, levántate». Se le cayeron las cadenas
de las manos, y el ángel añadió: «Ponte el cinturón y las sandalias».
Obedeció, y el ángel le dijo: «Échate la capa y sigueme». Pedro salió detrás,
sin saber si lo que hacía el ángel era real, pues aquello le parecía una visión.
Atravesaron la primera y la segunda guardia, llegaron al portón de hierro que
daba a la calle, y se abrió solo. Salieron, y al final de la calle de pronto lo
dejó el ángel. Pedro recapacitó y dijo: «Pues era verdad: el Señor ha enviado
a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de toda esa expectación
del pueblo judío». Una vez que cayó en la cuenta fue a casa de María, la
madre de Juan Marcos, donde había numerosas personas reunidas orando.
Llamó a la puerta de la calle, y una muchacha de nombre Rosa fue a ver
quién era; al reconocer la voz de Pedro, le dio tanta alegría que, en vez de
abrir, corrió dentro anunciando que Pedro estaba a la puerta. Le dijeron:
«Estás loca». Ella se empeñaba en que sí. Los otros decían: «Será su ángel».
Pedro seguía llamando. Abrieron y, al verlo, quedaron atónitos. Con la mano
les hizo seña de que se callaran, les contó cómo el Señor lo había sacado de
la cárcel y concluyó: «Avisádselo a Santiago y a los hermanos». A
continuación salió y se fue a otro lugar. Al hacerse de día se armó un
alboroto entre los soldados preguntándose qué había sido de Pedro. Herodes
hizo pesquisas, pero no dio con él. Entonces interrogó a los guardias y
mandó ejecutarlos.
La leyenda está narrada magistralmente. No le sobra una palabra y está
llena de tensión. Su contexto vital es la edificación piadosa de la comunidad,
donde se narran las proezas de Dios con sus dirigentes y su salvación
milagrosa de la persecución.
No sabemos los motivos por los que Agripa I hizo ejecutar a Santiago
Zebedeo. Posiblemente éste tuvo que hacer de chivo expiatorio tras la grave
situación surgida cuando Calígula pretendió erigir su estatua en el templo, y
durante la fase de consolidación del reinado de Agripa I.
«Ahora bien, si una sociedad se siente amenazada e insegura, apela casi
siempre a formas tradicionales de conducta, se exaltan manifiestamente las
peculiaridades sacrosantas de la nación, se radicaliza la discriminación
contra todo lo extranjero, se ponen de moda las consignas fanáticas. Es de
suponer también un desarrollo en esta dirección en la sociedad judeo-
palestina en la primera mitad del siglo I d. C. Pero este desarrollo puso
obstáculos a las oportunidades del movimiento de Jesús el cual, con su
crítica al templo y a la ley, entraba en fricciones con la esfera de los tabúes
de la sociedad. Su actitud frente a los extranjeros iba en contra de las
supuestas tendencias discriminatorias. Y es incluso probable que esa actitud
se viera frecuentemente forzada a desempeñar el papel de chivo expiatorio:
la antipatía a los extranjeros pudo trasladarse fácilmente hacia aquellos que
relajaban o incluso transgredían la separación respecto a los extranjeros. Las
tensiones sociales podían manifestarse en la opresión de las minorías. Así
llegó la persecución de Heredes Agripa (41-44 d. C.) que no fue pura
casualidad después de las agitaciones de Alejandría y Palestina. Tampoco es
nada casual que Heredes Agripa convirtiera en enemigos suyos, al mismo
tiempo, a las ciudades helenísticas y a los primeros cristianos (Hech 12,
20ss). Hechos recalca expresamente que la persecución complacía los
deseos de los judíos. ¿No tuvo que haberse dado una necesidad de chivos
expiatorios en el pueblo?» (Theissen, Sociología, 105).
La tradición de Mc 10, 35-40 forma parte de la situación creada por el
martirio de Santiago Zebedeo:
Se le acercaren les hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: «Maestre,
querríamos que hicieras lo que te vamos a pedir». Les preguntó él; «¿Qué
queréis que haga por vosotros?». Contestaron: «Concédenos sentarnos uno a
tu derecha y otro a tu izquierda el día de tu gloria». Jesús les replicó: «No
sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la cepa que yo voy a beber, o ser
bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?». Le
contestaron: «Sí, podemos». Jesús les dijo:
«La copa que yo voy a beber sí la beberéis y también seréis bautizados con
el bautismo con que yo voy a ser bautizado; pero el sentarse a mi derecha o
a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está
preparado».
Los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, ocupan el centro del relato. Piden
a Jesús poder sentarse junto a él, a la derecha y a la izquierda, en su gloria.
En una primera respuesta (v. 38s), Jesús hace depender la satisfacción de
esta demanda de que corran la misma suerte de sufrimiento que él. La
«copa» y el «bautismo» son aquí imágenes del martirio. Jesús anuncia a
ambos el martirio. En una segunda respuesta (v. 40) Jesús rehúsa la
concesión de los puestos honoríficos porque no los da él, sino Dios a aquellos
para los que están reservados. Puede tratarse de un núcleo antiguo dentro
de la tradición. El v. 39 anuncia el martirio de Santiago y de Juan. Sólo
sabemos que este anuncio se cumplió en el caso de Santiago (cf. Hech 12,
2). Quizá estamos ante una antigua tradición jerosolimitana que se formó en
la época de la ejecución de Santiago (42 d. C), a la espera de una
persecución que afectara a los dos Zebedeo, y que les promete un puesto,
como mártires, junto a Jesús en el «cielo» (cf. Mt 19, 28).
De 1 Tes 2, 14-16 se puede desprender que en el curso de los desórdenes de
la época otros cristianos padecieran también el acoso y la persecución. Quizá
se llegó a situaciones en que los cristianos renegaron de su fe en Jesús (cf. Lc
12, 8s). El relato sobre la caída y el arrepentimiento de Pedro en Mc 14, 66-
72 podría haber tenido su contexto vital en esa situación.
[Y mientras] estaba abajo en el patio llegó una criada del sumo sacerdote y,
al ver a Pedro calentándose, se le quedó mirando y le dijo: «También tú
andabas con Jesús de Nazaret». El lo negó diciendo: «¡Ni sé ni entiendo de
qué hablas tú!». Salió fuera, al zaguán, y un gallo cantó. Pero la criada lo vio
y volvió a decir a los allí presentes: «Este es uno de ellos». El lo volvió a
negar. Al poco rato, también los allí presentes empezaron a decirle: «Tú eres
de ellos, pues además eres galileo». Pero él se puso a echar maldiciones y a
jurar: «¡No conozco a ese hombre que decís!». Y en seguida, por segunda
vez, cantó un gallo. Pedro se acordó de las palabras de Jesús: «Antes que el
gallo cante dos veces, me negarás tres», y se echó a llorar.
La construcción tripartita del relato es artificial y busca el efecto de
gradación. Una consideración psicologista es aquí improcedente. El cambio
de lugar indicado en el v. 68 tampoco debe interpretarse en sentido
psicológico sino desde su función en el relato: «da ocasión a que lo
identifique la misma persona» (Linnemann). Pedro es identificado en un
triple aspecto: como alguien que «estaba con Jesús de Nazaret», como uno
«de ellos» y como «galileo». Esto puede sugerir cuál es el contexto vital del
fragmento, ya que la segunda y la tercera nota son aplicables a muchos
miembros de la comunidad pospascual.
El relato no pretende ofrecer una exposición histórica; pero tampoco es
verosímil que el suceso narrado carezca de un fondo histórico. Detrás del
relato podría haber un hecho real, ya que de lo contrario se atribuiría a Pedro
ese grave fallo sin razón alguna.
El relato tiene una intención parenética: el oyente cristiano debe aprender
del ejemplo de Pedro. Como éste, después de la triple negación del Señor, se
arrepintió y se convirtió (v. 72), así debe hacer el cristiano perseguido. El
fragmento podría tener su contexto vital en situaciones en que los miembros
de la comunidad jerosolimitana o palestina eran vejados por su adhesión al
mesías crucificado. El relato anima al cristiano débil y caído a arrepentirse
siguiendo el ejemplo de Pedro. Dos veces (v. 69. 70) llama a Pedro «uno de
ellos»: miembro de la comunidad.
En esta situación Santiago, el «hermano del Señor, fue también, como
dirigente de la comunidad jerosolimitana, garante de su seguridad y
consistencia. Su fidelidad a la ley, reconocida por muchos judíos de
Jerusalén, contribuyó a que la comunidad pudiera vivir y actuar con cierta
libertad a pesar de todos los peligros. Pero Santiago hizo además una
«política eclesial» activa y tomó postura ante las cuestiones teológicas de la
joven comunidad en nombre de un judeocristianismo estricto. Era consciente
sin duda de que «la comunidad judeocristiana de Jerusalén sólo podía
perdurar en un ambiente hostil si se presentaba como ejemplo de fidelidad a
la ley» (Hengel, Geschichts-schreibung, 83). Por eso adoptó una posición
«conservadora», contraria a los «helenistas» avanzados y, más tarde, a
Pablo. Es cierto que no desaprobó básicamente la misión pagana de los
antioquenos; pero todo indica que fue el impulsor del «decreto de los
apóstoles», que ponía notables cortapisas a los cristianos procedentes del
paganismo en la convivencia con los judeocristianos (cf. cap. 14, § 1). Pablo
habla con gran respeto de él, aunque tuvo que constatar a menudo que los
«judaizantes» se amparaban en el nombre de Santiago para torpedear su
misión.
En cualquier caso, la comunidad primitiva judeocristiana tuvo que adoptar
una postura fundamentalmente positiva y sumisa ante la ley y el templo en
medio de la grave situación política de Palestina. Tuvo que procurar que el
resto del judaísmo no pudiera abrigar ninguna duda sobre su fidelidad a la
ley. Los contactos con los «helenistas» expulsados de Jerusalén y con
personas como Pablo podían suscitar, en cambio, graves sospechas contra
los judeocristianos de Jerusalén. Es posible que éstos tuvieran que responder
a preguntas como estas de conciudadanos judíos: «¿Cómo es que tratáis con
esa gente que desprecia la ley y convivís con paganos?». En esta situación
ejerció Santiago una función importante. Tuvo que empeñar toda su
autoridad para que, en aras de la supervivencia de los judeocristianos
palestinos, se evitara en Antioquía y en la misión paulina todo lo que pudiera
perjudicar a los cristianos del país madre. Desde esta perspectiva hay que
interpretar el célebre «incidente de Antioquía», donde Pedro y Bernabé, por
intervención de Santiago, renunciaron a sentarse a la mesa con los
paganocristianos, y que llevó a un distanciamiento de Pablo frente a Bernabé
y a la comunidad antioquena (cf. cap. 14, § 1). No es posible precisar
históricamente si esta intervención de Santiago fue una actitud de fondo o
una simple táctica. Los compromisos mínimos exigidos a los
paganocristianos en el «decreto de los apóstoles» pueden sugerir la segunda
alternativa. El consejo dado a Pablo de que haga un voto y lo cumpla
públicamente (cf. Hech 21, 17-26) muestra que Santiago y la dirección de la
comunidad jerosolimitana sabían cuáles eran las medidas tácticas más
eficaces: había que evitar todo aquello que pudiera inducir a los saduceos
dirigentes o a los «celotas» a proceder contra la comunidad.
Esta actitud se desprende también del breve fragmento tradicional de Mt 17,
24-27, que deja traslucir la relación que mantenía la comunidad primitiva
con el templo.
Cuando llegaron a Cafarnaún, los que cobraban el impuesto del templo se
acercaron a Pedro y le preguntaron: «¿Vuestro maestro no paga el
impuesto?». Contestó: «Sí». Cuando llegó a casa se adelantó Jesús a
preguntarle: «¿Qué te parece, Simón? Los reyes de este mundo, ¿a quiénes
les cobran tributos e impuestos: a los suyos o a los extraños?». Contestó: «A
los extraños». Jesús le dijo: «O sea, que los suyos están exentos. Sin
embargo, para no escandalizarlos, ve al lago y echa el anzuelo; coge el
primer pez que pique, ábrele la boca y encontrarás una moneda; cógela y
págales por mí y por ti».
El fragmento contiene elementos de una discusión, una disputa de escuela y
un relato de milagros. La yuxtaposición de estos elementos de distintos
géneros literarios podría oscurecer la unidad del fragmento; pero teniendo
en cuenta que éste fue compuesto a partir de la problemática de la
comunidad, nada hace sospechar una falta de unidad. El problema básico es
saber la actitud que mantenía la comunidad cristiana primitiva en lo relativo
al pago del impuesto del templo. ¿Se sentía obligada a él?
La respuesta puede darse dialécticamente. En primer lugar, el texto señala
—frente a otros supuestos— que también Jesús abonó el impuesto del
templo. En segundo lugar se hace constar, en estilo de debate académico,
que Jesús y la comunidad están exentos de pagar el impuesto del templo en
su condición de «hijos». Aquí se pone de manifiesto la conciencia
escatológica de la comunidad: en realidad, el templo le pertenece por ser
ella la comunidad escatológica de Dios. La comunidad no está obligada, por
tanto, al impuesto del templo. No obstante, en la tercera parte Jesús resuelve
en forma espectacular el pago del impuesto. La comunidad renuncia
voluntariamente al privilegio que le compete.
El fragmento data sin duda de época temprana. Después del año 70 d. C, el
problema que aquí se aborda no tendría sentido. La tradición muestra que la
comunidad se considera parte integrante del judaísmo. Pretende, por su
condición «filial», tener derecho a disponer del templo. Quizá resuenan aquí
las reservas o hasta la crítica contra la práctica del culto en el templo; pero
el fragmento admite básicamente, como Qumrán, la santidad del templo.
La comunidad judeocristiana de Jerusalén se vio forzada, probablemente, a
tomar postura ante la crítica de los «helenistas». Esta necesitad no procedió
únicamente del resto del judaísmo, con el que la comunidad competía, sino
también de sus propias filas. La comunidad incluía a judíos de estricta
observancia pertenecientes a los grupos «piadosos» y a los letrados de
orientación farisea. O pudo haber controversias con la posición de los
«helenistas» y polémica contra ella. Una idea del debate intra-cristiano nos
ofrecen los logia y principios jurídicos, originariamente sueltos, que Mateo
reunió en Mt 5, 17-20.
No penséis que he venido a derogar la ley o los profetas. No he venido a
derogar sino a dar cumplimiento, aporque os aseguro que no desaparecerá
una i o una tilde de la ley antes que desaparezcan el cielo y la tierra, antes
que se realice todo. Por tanto, el que se salte uno solo de [esos] preceptos
mínimos y lo enseñe así a la gente, será declarado mínimo en el reino de los
cielos. Porque os digo que si vuestra justicia no sobrepasa la de los letrados y
fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.
Hoy se consideran generalmente los v. 17 y 20 como redaccionales. Este
juicio es bastante seguro para el v. 20, y probable para el v. 17. Los v. 18 y
19 no se yuxtaponían en los orígenes; así lo indica el paralelismo de Lc 16,
17, como también el hecho de que el "touton" quede descolgado en el v. 19,
ya que en el v. 18 no se habla de «preceptos mínimos». Entre los v. 18 y 19
hay un enlace secundario mediante el adjetivo mía.
El paralelismo lucano (Lc 16, 17) es más antiguo que Mt 5, 18, dado su
carácter radical y sin restricciones.
Más fácil es que el cielo y la tierra pasen que no que caiga un ápice de la ley.
El logion se refiere con énfasis a la ley en su integridad, a toda su letra y
contenido. Tan firme y sólida como el cielo y la tierra se mantiene la ley
hasta la última tilde.
La frase se formula frente a la alternativa según la cual la ley es
fundamental, pero no en toda su extensión. La frase viene a rechazar esta
alternativa. Toda la ley es válida, y válida absolutamente. No dice que la ley
sea válida hasta un determinado punto temporal (aunque así conste en Lc
16, 16, quizá también en Mt 5,18.
La intencionalidad del dicho permite conocer su contexto vital. El dicho va
dirigido contra una disolución parcial de la ley. Está claro, por tanto, que no
pretende polemizar con adversarios judíos ajenos a la comunidad. Sólo
puede afectar a grupos de ella que critican la ley. Podría tratarse entonces de
una consigna de judeocristianos rígidos contra los «helenistas». El dicho nos
conduce, pues, al centro de una fuerte controversia interna de la comunidad
más antigua.
El logion de Mt 5, 19 formula un «principio de derecho sagrado». Deja
entender que hay personas que «invalidan», es decir, quitan valor
obligatorio, no a toda la ley sino a los «preceptos menores». El dicho toma
posición frente a ellas. No las declara «herejes» sino que reconoce su
condición cristiana, aunque a regañadientes. Estas personas serán
«menores» en el reino de los cielos. Aunque admite con ello básicamente
que la observancia de los «preceptos menores» no es esencial para ser
cristiano, quien los observe será grande ante Dios. Pero ¿cuáles son los
«preceptos menores»?
Esta formulación se refiere probablemente a «los debates cristiano-primitivos
que conocemos por Pablo, pero también por Marcos (7, Iss) y por los Hechos
de los apóstoles. El que cuestionaba la validez de la ley ritual judía podía
considerar los preceptos del culto como preceptos menores. La comunidad
que formuló este logion se encuentra por tanto en el umbral entre el
judeocristianismo y el paganocristianismo. Ella acepta que los cristianos
procedentes del paganismo declaren caducos los preceptos rituales...; pero
se mantiene fiel a la tora. El que elude las normas de la ley ritual judía es
calificado de muy pequeño en el reino de los cielos. La forma superlativa
tiene aquí, como en el v. 19a, el significado de superlativo absoluto. El sujeto
en cuestión no queda excluido del reino de Dios, pero deberá conformarse
con un puesto irrelevante en él, ya que el escalonamiento en el reino de Dios
es una antigua idea rabínica. Esta idea late en algunos pasajes del evangelio
de Marcos (18,4; 11, 11; 19, 28; 20, 23). En lo que se refiere a la tradición
premarquiana hay que decir que la comunidad judeocristiana adopta una
actitud tolerante a tenor del v. 19: no todos los extremos de la ley
veterotestamentaria son vinculantes, y la observancia de la tora puede
restringirse en aras de la unidad de la Iglesia. Judeocristianos y
paganocristianos pueden convivir y practicar la comunión eclesial a pesar de
la diferente valoración de la ley veterotestamentaria. Está claro, no obstante,
que los exponentes de este logion no abandonaron su posición judeocristiana
de fidelidad a la ley» (Strecker, Bergpredigt, 60s).
Es posible que el logion refleje, una vez más, un debate cristiano interno. La
actitud es aquí menos rígida que en Lc 16, 17, porque el texto no declara
que la observancia de los «preceptos menores» sea necesaria para la
salvación; pero el logion aparece formulado desde la perspectiva de un
judeocristianismo fiel a la ley. Quien observa los «preceptos menores» de la
ley es recompensado con un rango superior en la basileia. Mt 5, 19 tiene
asimismo, probablemente, su contexto vital en el debate de los
judeocristianos de Jerusalén con la posición de los «helenistas». Las
posiciones contrarias a los «helenistas» que se expresan en Mt 5, 18 y 5, 19
podrían coexistir en Jerusalén con las otras y ser defendidas por diversas
agrupaciones de la comunidad arameoparlante. La comunidad judeocristiana
de Jerusalén hizo valer igualmente sus reservas y protestas contra la misión
entre samaritanos y paganos «simpatizantes» iniciada por los «helenistas»
después de su expulsión (cf. cap. 8). Pero la postura de los judeocristianos de
Jerusalén tampoco era homogénea en este punto, como se desprende
claramente de la tradición. Pedro compartió más bien el talante de los
«helenistas» (cf. Hech 10s). Parece que la misión pagana al margen de la
circuncisión fue un tema abordado en las conversaciones entre Pedro y Pablo
con motivo de la primera visita de éste a Jerusalén (Gal 1, 18).
Probablemente se llegó ya entonces a un consenso básico de ambos en esta
materia. Quizá fue incluso consultado Santiago, el «hermano del Señor» (Gal
1,9). Este tampoco fue nunca un adversario radical de la misión pagana sin
circuncisión, al margen de lo que pensara sobre la relación histórico-salvífica
entre judeocristianos y paganocristianos. La idea de pueblo de la alianza y
pueblo de Dios, Israel, constituido por la ley y la circuncisión, fue sin duda el
centro de su pensamiento teológico. Santiago podría considerar a los
cristianos procedentes del paganismo como una especie de «marginales» del
nuevo pueblo de Dios, no como miembros de pleno derecho. Quizá ellos
fuesen para él las primicias de esa «afluencia de las naciones» que Dios
mismo pondría en marcha en las postrimerías.
No hay razones, por tanto, para creer que las reservas y la protesta del
judeocristianismo de Jerusalén contra la misión pagana de los «helenistas»
nacieran de un particularismo soteriológico que excluía a los paganos de la
salvación. Los logia Mt 5, 19; 11, 11 muestran, como queda dicho, la
posibilidad de una participación escalonada en la salvación escatológica. En
cualquier caso, la comunidad primitiva sostuvo desde el principio que la
salvación revelada en Jesús, y que llegaría definitivamente en breve, no era
exclusiva para Israel sino que alcanzaba a todos los pueblos. Y la aplicación
del título de «Hijo del hombre» a Jesús indica que ese personaje era
considerado en la tradición apocalíptica como juez último y soberano de
todos los pueblos. También los paganos serían incluidos en el acontecimiento
salvador. Mt 8, 11s puede sugerir la vía por la que esto se va a realizar.
Recogiendo la tradición profética sobre la afluencia final de todas las
naciones a Sión, el texto afirma que «vendrán muchos de oriente y occidente
a sentarse a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en la basileia». Sin
embargo, esta perspectiva universal no impulsaba necesariamente a la
misión activa entre paganos. La salvación de éstos era el último acto del
ésjaton inminente. Dios mismo los atraería una vez congregado Israel por la
acción de los mensajeros de Jesús.
A pesar de este universalismo fundamental de la salvación, la espera de una
escatología inminente de primera hora tampoco cristalizó en una misión
activa entre los paganos. Todo el esfuerzo misionero estuvo encaminado a la
reunión del «pueblo escatológico de las doce tribus, Israel». En esta línea, los
«doce» y los «siete» de Jerusalén evangelizaron a judíos palestinos y de la
diáspora. Los misioneros recorrían el país para anunciar a cada israelita el
mensaje del Reino y la venida del «Hijo del hombre», Jesús. Esta misión
estuvo presidida por la urgencia del tiempo, como se desprende del logion
Mt 10, 23, marcado por la tensa espera, que fue referido más tarde a la
misión en Israel (10, 14) e instruye a los misioneros itinerantes:
Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra, porque os aseguro que no
habréis acabado con las ciudades de Israel antes que vuelva el Hijo del
hombre.
El relato didáctico de Mt 25, 31-46, que escenifica el juicio final
protagonizado por el «Hijo del hombre», indica asimismo cómo se entendía
en los medios judeocristianos la apertura de la salvación futura a los
paganos.
Cuando el Hijo del hombre venga con su esplendor acompañado de todos
sus ángeles, se sentará en su trono real y reunirán ante él a todas las
naciones. El separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de
las cabras, y pondrá a las ovejas a su derecha y a las cabras a su izquierda.
Entonces dirá el rey a los de su derecha: «Venid, benditos de mi Padre;
heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.
Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber,
fui extranjero y me recogisteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y
me visitasteis, estuve en la cárcel y fuisteis a verme». Entonces los justos le
replicarán: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te dimos de comer o con
sed y te dimos de beber? ¿cuándo llegaste como extranjero y te recogimos o
desnudo y te vestimos? ¿cuándo estuviste enfermo o en la cárcel y fuimos a
verte?». Y el rey les contestará: «Os lo aseguro: Cada vez que lo hicisteis con
un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo». Después dirá a
los de su izquierda: «Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado
para e! diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer,
tuve sed y no me disteis de beber, fui extranjero y no me recogisteis, estuve
desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis».
Entonces también éstos replicarán: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o
con sed, o extranjero o desnudo, o enfermo o en la cárcel y no te
asistimos?». Y él les contestará: «Os lo aseguro: Cada vez que dejasteis de
hacerlo con uno de esos más humildes, dejasteis de hacerlo conmigo». Estos
irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna.
La cuestión que se aborda aquí es la del criterio por el que serán juzgados en
el Juicio final los paganos que no reconocen al mesías Jesús porque no lo
conocen. Serán juzgados por su relación con los pobres y necesitados. En
ellos se encuentran con Jesús mismo. El fragmento aborda una cuestión
importante: la antigüedad no conoció (fuera del judaísmo) instituciones de
asistencia social ni la ayuda pública a los pobres y enfermos; sólo iniciativas
individuales. La conducta «humana» del pagano decide su suerte final. El
fragmento no presupone, pues, una misión entre paganos. Por eso tiene su
origen en la comunidad primitiva palestina.
La misión activa entre paganos al margen de la ley judía fue un tema
debatido hasta el «concilio de los apóstoles». Según Hech 15,5, esa misión
fue cuestionada en ella radicalmente por algunos fariseos cristianos. El
acuerdo del concilio referido por Pablo en Gal 2, 9 es probablemente la
conclusión de un fuerte debate entre los judeocristianos de Jerusalén y los
«helenistas» en tomo a la misión pagana (cf. cap. 14, § 1). Huellas de este
debate se advierten aún en el antiguo logion de Mt 15,24: «Me han enviado
sólo para las ovejas descarriadas de Israel». El texto recurre aquí a Jesús
mismo contra la incipiente misión pagana. Los defensores de ella hacen lo
mismo. El breve relato de Mc 7, 24-30 cobra sentido sobre el fondo de tales
debates (cf. cap. 8). Jesús mismo se deja convencer por la palabra de la
mujer pagana que reconoce la primacía de Israel. Jesús, con su acción
salvífica, abrió la misión pagana.
Mt 10, 5b-6 permite calibrar el vigor con que fue contestada en ambientes
judeocristianos de Palestina la misión entre samaritanos y paganos
emprendida por los «helenistas».
No vayáis a tierra de paganos ni entréis en una ciudad de Samaría; mejor es
que vayáis a las ovejas descarriadas de Israel.
Habla aquí un judeocristianismo rígido que se opuso tajantemente, aunque
en vano, a una misión activa más allá de las fronteras de Israel. El logion
prohíbe expresamente la misión entre paganos y samaritanos. La actividad
de los misioneros itinerantes en el cristianismo primitivo debía concentrarse
exclusivamente en Israel. Subyace la idea Judeocristiana de la necesaria
restauración del «pueblo escatológico de las doce tribus». Rechaza la misión
pagana porque se esperaba la afluencia final de las naciones a Sión. El
integrar a los paganos en el Israel del tiempo final es competencia exclusiva
de Dios. Pero detrás del dicho se trasluce que la contestada misión entre
paganos y samaritanos estaba ya en marcha, por obra precisamente de los
«helenistas» expulsados de Jerusalén. Contra ellos polemiza Mt 10, 5b-6.
El dicho figurado y polémico de Mt 7, 62 podría ir dirigido igualmente contra
la misión pagana.
No deis lo sagrado a los perros ni les echéis vuestras perlas a los cerdos, no
sea que las pisoteen, y además se vuelvan y os destrocen.
Esta consigna delata un judeocristianismo marcado por la polémica
antipagana, tremendamente áspera («perros» y «cerdos»), de un judaísmo
rigorista.
Las discusiones sobre la misión pagana y sobre las múltiples consecuencias
derivadas de ella para la convivencia entre judeo- y pagano-cristianos no
remitieron en el transcurso de los años, sino que fueron a más. El «concilio
de los apóstoles» tampoco pudo acabar con ellas. Pablo da fe en sus cartas
de la permanente obstrucción de los «judaizantes» radicales a su labor
misionera. Llevaron a cabo una verdadera antimisión en las comunidades por
él fundadas. Además del propio judaísmo, muchos judeocristianos de
Jerusalén vieron en Pablo a un apóstata al que había que proscribir. Al final
Pablo temió por el futuro de su obra evangelizadora (cf. Rom 15, 30s).
El conflicto interno se agravó sin duda por la situación política extrema de
Palestina y por el creciente recelo contra los judeocristianos por parte de los
«celolas» de la ley y de la pureza del judaísmo.
La misión pagana de los judeocristianos fuera de Palestina y su éxito «tuvo
que tener repercusiones negativas en la situación de los cristianos en el país
de origen del movimiento. Cuanto más claro estaba que el cristianismo
desbordaba los límites del judaísmo y aceptaba también paganos
incircuncisos, menos oportunidades tenía como movimiento intrajudío de
renovación. Porque no se puede reformar ningún grupo y, al mismo tiempo,
cuestionar su identidad: la actividad de los misioneros cristianos entre
gentiles tuvo que entenderse como si tuvieran que equipararse los demás
pueblos con los judíos. Por eso se comprende que la fraternización de judíos
y gentiles en la comunidad de Antioquía fuera observada con recelo por la
comunidad de Jerusalén (Gal 2, Uss)» (Theissen, Sociología, 106).
El judeocristianismo palestino luchó por su existencia en una situación sin
salida. Quedó atrapado entre todos los bandos. Pretendió por una parte
encarnar al «verdadero Israel» y al pueblo de Dios escatológico
permaneciendo fiel a la voluntad de Dios y a las promesas hechas a los
antepasados; pero no podía renunciar, por otra, a la unidad de la Iglesia
compuesta de judíos y paganos por la acción manifiesta del Espíritu de Dios;
y entró en conflicto con los hermanos judíos. En este conflicto quedó
disgregado el judeocristianismo. Su misión en Israel acabó en fracaso. La
comunidad de Jerusalén abandonó la ciudad al comienzo de la guerra judía.
Sus huellas y las del judeocristianismo palestino se pierden en la oscuridad
de la historia. El judeocristianismo aparece más tarde esporádicamente en
grupos heréticos dispersos, pero sin poder influir en la evolución de la
Iglesia.

12.- INSTRUCCIONES Y EXHORTACIONES


Todas las tradiciones de la comunidad primitiva que hemos abordado hasta
ahora tienen una relación directa o indirecta con la práctica. No se limitan a
enseñar un nuevo saber sobre la conducta salvífica de Dios sino que invitan
al cambio de mentalidad y exhortan a obrar en la misma dirección. Llaman al
cumplimiento radical de la voluntad de Dios. La comunidad primitiva se
sintió en este sentido como «familia de Jesús» en la que se cumple la
voluntad de Dios (Mc 3, 31-35). No basta con creer en Jesús; es preciso poner
en práctica sus enseñanzas.
¿Por qué me invocáis: «Señor, Señor», y no hacéis lo que digo? (Lc 6,46).
Jesús aparece aquí como autoridad docente de la comunidad primitiva. Su
interpretación de la voluntad de Dios es decisiva (cf. cap. 7). El que sigue su
enseñanza sale indemne en el juicio final, donde Jesús será juez ejecutor.
Todo aquel que escucha estas palabras mías y las pone por obra se parece al
hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, vino la riada,
soplaron los vientos y arremetieron contra la casa; pero no se hundió, porque
estaba cimentada en la roca (Mt 7, 24-27).
No vamos a comentar de nuevo la enseñanza y la exhortación (cf. cap. 10, §
3). Nos limitaremos a analizar complementariamente aquellas instrucciones
y tradiciones parenéticas que muestran ya una cierta distancia temporal
respecto a los comienzos de la comunidad primitiva, bien porque reflejan e
interpretan la experiencia de la inesperada dilación de la parusía, o porque
contemplan un arraigo duradero de la comunidad en este mundo y
aconsejan en consecuencia.

1. La demora de la parusía
Jesús creyó en la llegada inminente del reino de Dios y comunicó a sus
oyentes esa creencia. La máxima expresión de esta fe fue su convicción de
que el reino de Dios se abría ya paso en sus exorcismos y curaciones y se iba
imponiendo de modo irresistible.
Los discípulos compartieron las ideas de Jesús. La expectativa heredada de él
se acreció aún más después de pascua con las apariciones del Resucitado y
con la acción del Espíritu santo. La resurrección de los muertos y la infusión
del Espíritu eran consideradas en el judaísmo primitivo como obra y don de
Dios para el tiempo final. La comunidad pospascual de los discípulos creyó,
pues, vivir en el tiempo inmediatamente anterior al comienzo del reino de
Dios. Esperaba para un plazo muy breve la llegada del «mesías/Hijo del
hombre», el juicio final y la instauración definitiva del Reino. No conocemos
las ideas concretas que tenía la comunidad primitiva sobre el tiempo final;
pero los «dichos sobre el plazo» (cf. infra) y textos como 1 Tes 4,17 y Jn
21,23 indican que «la primera generación después de la muerte y
resurrección de Jesús no esperaba pasar por la muerte» (Lüdemann, Paulus I,
216).
Sin embargo, el final esperado se fue demorando. La esperanza de la pronta
parusía no se cumplió. Murieron miembros de la comunidad sin haberla
presenciado. Esta experiencia tuvo que suscitar interrogantes y crear
problemas en las comunidades. Un ejemplo de ello es 1 Tes 4, 13-18 (cf. cap.
14, § 4).
No encontramos, sin embargo, ningún indicio de crisis general desatada por
la demora de la parusía. Parece que la comunidad primitiva no vivió el paso
del tiempo como un problema grave. Aunque no se cumplió la esperanza de
un comienzo inmediato de los acontecimientos escatológicos, ella perseveró
en la tensa espera. Todavía encontramos en el Pablo tardío esa espera, y el
evangelio de Marcos la mantiene viva. Hasta las comunidades «joánicas»
estuvieron inmersas en la expectativa escatológica (Jn 16, 16-23). Esta fue
materia constante de reflexión e interpretación. Había que corregir los
malentendidos y desechar las falsas interpretaciones.
La comunidad primitiva podría haber sufrido una crisis si su esperanza
escatológica se hubiera concretado en todos los aspectos. Pero no fue este el
caso, evidentemente. La comunidad era consciente de que sólo Dios y su
Espíritu la guiaban en este sentido. Quizá los discípulos esperaron, con Jesús,
la llegada inmediata de la basileia durante la última estancia en Jerusalén
(Mc 14,25). Pero la muerte de Jesús, las apariciones del Resucitado y la
acción del Espíritu apuntaban en otra dirección. Se abrió un plazo para la
conversión de todo Israel. El plazo era corto, y nadie sabía su término. La
reflexión sobre el acontecimiento de Cristo hizo reparar en otro factor de
demora relacionado con la misión pagana. Esta reflexión tampoco elimina la
espera escatológica. Pablo evangeliza consciente de disponer de poco
tiempo; no obstante, puede diseñar planes a largo plazo en Rom 15, 22-24
sin que debamos suponer en él una crisis escatológica. Es posible que lo que
le ocurrió a Pablo ocurriera igualmente a la comunidad primitiva. El amplio
margen que la tradición otorga al tema de la parusía indica que tuvo gran
actualidad en ella, pero también que la comunidad primitiva supo dominarlo
y traducirlo en parénesis concreta.

a) Predicciones sobre «el plazo»


Comenzaremos analizando las predicciones sobre el plazo que son objeto de
discusión. No sólo dan fe del hecho de la espera escatológica en la
comunidad más antigua, sino que parecen señalar incluso el plazo en que se
producirá el final. De esas predicciones se desprende, sin embargo, que la
comunidad primitiva fue consciente de que el plazo era un tema de
competencia exclusiva de Dios. Hay que mencionar como primer dicho Mt
10, 231;
Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra, porque os aseguro que no
habréis acabado con las ciudades de Israel antes que vuelva el Hijo del
hombre.
El V. 23 es un logion unitario; la expresión "ou me telesete" del v. 23b se
refiere también a la huida de ciudad en ciudad mencionada en V. 23a. Sólo
después de haberse producido la combinación del logion de Q con Mt 10, 14
pudo ser referido el logion a la misión en Israel. En su origen, Mt 10, 23 fue
quizá una frase de consuelo para discípulos perseguidos; éstos deben huir de
una ciudad a otra; mas pueden estar seguros de que antes de haber
recorrido las ciudades de Israel en la huida, aparecerá el «Hijo del hombre».
La persecución será, por tanto, muy breve y la parusía es inminente.
El dicho es muy antiguo. No cuenta en modo alguno con una demora de la
parusía, sino que la aguarda como inminente, y la anuncia así en forma
explícita. No consta si se basa en un dicho auténtico de Jesús. La presente
versión se debe a un profeta cristiano-primitivo que habla en nombre del
Resucitado. El trasfondo es la experiencia negativa de misioneros que en
tierra israelita se encontraron con el rechazo y la persecución (Mt 10, 14). La
referencia a la persecución y el consejo de huir de ciudad en ciudad podrían
hacer pensar que el logion apareció y se difundió entre los «helenistas».
Estos, después de la muerte de Esteban, habían abandonado Jerusalén y
eligieron quizá las ciudades helenísticas de Israel como lugares de refugio
(cf. cap. 8).
Un logion discutido a la luz de la historia de la tradición es Mc 13,30:
Os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda.
El contexto Mc 13, 28-37 es una composición redaccional de materiales
sueltos. La cuestión es saber si 13,30 es también un logion antiguo que el
evangelista insertó aquí. Así parece indicarlo la introducción "amen lego
umin", que lo separa de v. 28s. Parece indicar lo contrario, en cambio, la
referencia de la expresión "tauta panta" al contexto anterior (13, 1-4.5-26),
aunque el logion no tuvo ningún nexo originario con él. Pero ¿se puede
entender esta formulación, incluso en un dicho suelto, como referencia a
sucesos escatológicos? Así lo afirman algunos investigadores, que califican el
dicho de muy antiguo. Su argumento más fuerte es que «esta generación»
sólo puede referirse a la que vivía en aquel momento y no al «pueblo judío»
o, más en general, a una determinada clase de personas. Pero entonces
parece menos probable que este logion de plazo apareciera en época tardía,
cuando la experiencia de la extinción de «esta generación» y del retraso de
la parusia se iba haciendo más inquietante. El logion sería entonces un
testimonio de la espera escatológica en la comunidad más antigua.
Por impresionante que pueda ser este argumento, hay que ponerle un signo
de interrogación. Mc 13, 30 podría ser totalmente redaccional. Como el
evangelio de Marcos mantiene todavía la expectativa escatológica, este v. 30
podría referirse a la generación de Marcos. Quizá éste actualizó un logion
anterior (9, 1, por ejemplo) en el marco de su discurso escatológico.
Mc 9, 1 es, en cambio, un logion muy antiguo:
Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto que
la basileia de Dios (ha) llegado ya con fuerza.
Está claro que el texto presupone la experiencia del retraso escatológico. No
todos, sino sólo algunos asistirán en vida al comienzo del tiempo final. Ante
los fallecimientos que se producían en la comunidad, los cristianos se
preguntaban con an-
siedad si verían efectivamente la parusía y, con ella, la llegada irresistible del
reino de Dios (cf. 1 Tes 4, 13ss). En esta situación, el dicho consuela y
mantiene viva la esperanza: invita a esperar en actitud no paralizante la
pronta llegada del reinado de Dios.
El logion es impensable en labios de Jesús, porque se contradice con su
esperanza escatológica. Sólo algunos de la generación de Jesús verán el
comienzo del final. Estamos, pues, ante un dicho profético a través del cual
el Resucitado habla a la comunidad. Dada la problemática de la parusía que
subyace en el fondo, el logion podría pertenecer a la época tardía de la
comunidad cristiana primitiva.
El logion Mc 13, 32 es de carácter fundamental. El plazo de los
acontecimientos escatológicos se reserva aquí al conocimiento soberano de
Dios. Esto cercena cualquier especulación sobre plazos y cualquier cálculo de
fechas en la comunidad. Ni siquiera el mediador de la revelación, Jesús,
conoce el plazo; de ahí que cualquier afirmación de un saber revelado en
esta materia esté fuera de lugar. Pero el desconocimiento del plazo obliga a
una tensa vigilancia.
En cuanto al día y la hora, nadie los sabe,
ni siquiera los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.
El logion se puede desligar fácilmente del contexto composicional actual y
permite demostrar su singularidad originaria. Es un producto cristiano-
primitivo, ya que el "ó iyos" (cf. Mt 11, 27) es impensable en labios de Jesús.
El dicho se refiere al comienzo del tiempo final. «El día y la hora» son el día
escatológico y la última hora. Nadie, fuera de Dios, conoce su momento (cf.
Zac 14, 7; SalSal 17, 23; 4 Esd 4, 37.51; 6, 6), ni siquiera el «Hijo». La clara
subordinación de Jesús a Dios sugiere una gran antigüedad del logion.
El dicho excluye categóricamente que el hombre pueda conocer el momento
exacto del comienzo escatológico (cf. 1 Tes 5, 1s). De ese modo recoge un
lugar común de la literatura apocalíptica. Delata con ello la influencia
apocalíptica y en modo alguno está contra ella. Es evidente que hubo
especulaciones y cálculos en la comunidad sobre el tiempo final, alimentados
del decepcionante incumplimiento de la parusía. Este logion, por tanto,
presupone también la experiencia del retraso escatológico; pero no toma
posición ante este problema, sino ante sus consecuencias. El locutor, sin
duda un profeta de cristianismo primitivo, se confía paciente al designio de
Dios, que hará despuntar el día de la consumación final en el tiempo fijado.

b) Descripciones de la parusía
La comunidad primitiva, además de compartir las esperanzas escatológicas
del judaísmo, adoptó algunos rasgos de su apocalíptica. El alcance de esta
influencia apocalíptica se puede conjeturar a la luz del «pequeño
apocalipsis» que cabe reconstruir a base de Mc 13. El evangelista pudo
disponer de él como tradición escrita (cf. v. 14) y lo sometió a una
elaboración y ampliación redaccional. Sobre su contenido y amplitud existen
grandes divergencias entre los investigadores. Sólo hay unanimidad en la
atribución de los v. 7-8.14-20.24-27 al contenido del «pequeño apocalipsis».
Cuando oigáis estruendo de batallas y noticias de guerra, no os alarméis; eso
tiene que suceder, pero no es todavía el final. Porque se alzará nación contra
nación y reino contra reino, habrá terremotos en diversos lugares, habrá
hambre; ésos son los primeros dolores... Cuando veáis que la abominación
de la desolación está donde no debe (entiéndelo, lector), entonces los que
estén en Judea, que huyan a la sierra; quien esté en la azotea, que no baje ni
entre en casa a coger nada; quien esté en el campo, que no vuelva por la
capa. Y ¡ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! Pedid que no
caiga en invierno, porque aquellos días serán una angustia como no la ha
habido igual desde que empezó este mundo que Dios creó, ni la habrá nunca
más. Si el Señor no acortara aquellos días, nadie escaparía con vida, pero
por sus elegidos los acortará... Pero en aquellos días, después de aquella
angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas
caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del
hombre sobre las nubes, con gran fuerza y majestad, y enviará a los ángeles
para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra
hasta el extremo del cielo.
Partiendo de este material básico del «apocalipsis» tradicional, cabe decir lo
siguiente sobre su carácter:
Tiene tres partes: Primero indica los signos generales del final inminente (v.
7s). Después menciona en términos esotéricos un suceso execrable ya
iniciado, que supondrá el punto culminante de la tribulación escatológica (v.
14-20). Describe por último los fenómenos cósmicos que precederán a la
venida del «Hijo del hombre», y la llegada del mismo para salvar a los
elegidos (v. 24-27).
Este «apocalipsis» aparece estilizado desde el principio como un discurso de
Jesús (cf. sin embargo la peculiaridad de los v. 6.9.13a.23).
Contiene numerosos lugares comunes y elementos formales apocalípticos.
Aparece relacionado con sucesos históricos concretos (cf. v. 7s) que atañen a
Judea y Jerusalén o al templo (cf. v. 14s). Tales sucesos se interpretan como
preludio de la venida inminente del «Hijo del hombre».
La afinidad con la apocalíptica hizo suponer a R. Bultmann que la
composición textual no es un «apocalipsis» cristiano sino originariamente
judío, que pasó por una reelaboración cristiana. También merece atención la
hipótesis ya antigua, acogida y reforzada por R. Pesch, de que la tradición se
basa en un escrito suelto (cf. v. 14) que circuló en Judea por algún motivo
concreto. Su fondo histórico originario no sería, pues, la guerra judía, sino un
suceso ocurrido entre los inviernos de 39/40 y 40/41, que provocó una alta
tensión apocalíptica en los judios de Palestina y del mundo: el intento de
erigir una estatua al emperador en el templo. El asesinato de Calígula el
24.01.41 impidió esta execración del templo (cf. cap. 11, § 3). «La aparición
del escrito suelto encajaría perfectamente en la tensión de las semanas
comprendidas entre el invierno de 39/40 y el de 40/41» (Pesch). Durante la
Guerra Judía los cristianos habrían recurrido al escrito, actualizándolo.
Ambas hipótesis son insostenibles. El «pequeño apocalipsis» es un
fragmento tradicional de origen cristiano y podría haber aparecido en
Judea/Jerusalén al comienzo de la guerra judía (66 d. C). Ante la situación
política y bélica que se perfila, un profeta cristiano anuncia la inminente
parusía del «Hijo del hombre», Jesús. Su intención es motivar a los cristianos
en la extrema tribulación que se avecina. Los lugares comunes y el estilo se
corresponden con los de la apocalíptica judía. Los sucesos concretos son
interpretados como señales del tiempo final. Pero no se indica un plazo
propiamente dicho (cf. v. 24).
Los V. 7s podrían referirse a la fracasada campaña de Cestio contra Jerusalén
(nov. 66 d. C.) o a la limpieza sistemática de rebeldes llevada a cabo por
Vespasiano en Galilea durante los años siguientes. La oscura expresión
«abominación de la desolación», comprensible sólo para el lector iniciado (v.
14; cf. Dan 8,11; 9,27; 11,31; 12,11; 1 Mac 1, 54), podría referirse a la
profanación del templo por el ejército romano, vaticinada por el vidente.
También es posible que haga referencia a la profanación del templo por los
«celotas», que desde el año 66 d. C. derramaron sangre con acciones
militares en el templo (cf. Josefo, Bell. II, 441,456; IV, 139s, 144ss, 150ss,
163, 242).
El contexto vital del «pequeño apocalipsis» es, pues, la expectativa de la
comunidad cristiana, acentuada por la inminente confrontación militar entre
los romanos y la resistencia judía. La comunidad es consciente de su
segregación del resto del judaísmo. La acción salvadora del «Hijo del
hombre» será únicamente en beneficio de ella, de los «elegidos» (13, 27).
Los judíos que desoigan la llamada a la conversión de los discípulos
perecerán en los cataclismos cósmicos que van a ocurrir en breve. Pero el
«pequeño apocalipsis» no va dirigido sólo a los cristianos de Jerusalén.
Aconseja expresamente la huida a los cristianos que viven en Judea (13, 15).
El «apocalipsis» fue difundido probablemente por escrito (13, 14). Era por
tanto una «hoja volante» cristiana.
Lc 17,23spar señala, igual que Mc 13,26, que la parusía del «Hijo del
hombre» será un acontecimiento cósmico-universal.
Si os dicen: míralo, está en el desierto, no vayáis; mira, está en las
habitaciones, no lo creáis. Porque igual que el fulgor del relámpago brilla de
un extremo a otro del cielo, así ocurrirá con el Hijo del hombre (en su día)
(reconstrucción según Zeller).
Un profeta cristiano advierte aquí a la comunidad que no se deje llevar en su
expectativa por los rumores sobre la presencia del mesías «aquí o allá» (cf.
Mc 13, 21s). Esta advertencia se comprende ante la aparición de presuntos
mesías antes y durante la guerra judía. Cuando el «mesías/Hijo del hombre»
aparezca en la parusía, será tan evidente como un relámpago que brilla de
un confín a otro del horizonte. Todos los temores de perder la parusía y la
adhesión al «mesías/Hijo del hombre» carecen de fundamento.
El contexto vital de esta advertencia profética es el desconcierto de la
comunidad judeocristiana de Palestina ante las especulaciones y rumores
apocalípticos desatados por los sucesos que precedieron y acompañaron a la
guerra judía.
No todos los contemporáneos de la comunidad cristiana compartieron la
actitud de tensa espera. La nobleza sacerdotal saducea rechazaba de plano
la escatología. Los fariseos no compartían sin más la idea de un próximo
apocalipsis. Al menos una facción de este grupo se mostró cada vez más
escéptica a este respecto. Y en el pueblo llano tampoco participaban todos
en la espera apocalíptica. Su actitud es descrita y criticada en Lc 17, 26-
30par.
Lo que pasó en tiempo de Noé pasará también en el tiempo de Hijo del
hombre: comían, bebían y se casaban ellos y ellas hasta el día que Noé entró
en el arca y llegó el diluvio y acabó con todos. Lo mismo sucedió en tiempo
de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, sembraban y construían; pero
el día que Lot salió de Sodoma llovió fuego y azufre del cielo y acabó con
todos. Así sucederá el día que se manifieste el Hijo del hombre
(reconstrucción según Zeller).
El dicho es una advertencia cristiano-primitiva contra la despreocupación y la
impenitencia. No va dirigido contra los miembros de la comunidad que creían
en la inminencia de la parusía, sino contra los judíos incautos y confiados, y
los amenaza con un final semejante al de los contemporáneos de Noé y de
Lot. «El día del Hijo del hombre se presenta como día nefasto que trae la
destrucción: diluvio y fuego» (Polag, 95). La comunidad cristiana, en cambio,
escapará a la condena en el juicio próximo. El contexto vital del dicho es la
predicación de carácter escatológico contra el judaísmo contemporáneo,
poco dispuesto a la conversión.
También Lc 17, 34spar es un dicho conminatorio ante la proximidad de la
parusía:
Esto os digo: Aquella noche estarán dos en una cama, a uno se lo llevarán y
al otro lo dejarán; estarán dos moliendo juntas, a una se la llevarán y a la
otra la dejarán.
El acento recae aquí en la brutal separación que se producirá en
comunidades familiares y de trabajo a la llegada del «Hijo del hombre».
Nadie puede estar seguro de la salvación. Sólo «aquella noche» se
manifestarán las diferencias antes inaparentes. Por eso hay que estar
preparado para no ser de los «dejados» y destinados a perecer.

c) Exhortación a la vigilancia
La experiencia del retraso en la parusía y la incertidumbre de la fecha
aconsejan la vigilancia y la disposición permanentes. El «pequeño
apocalipsis» de Mc 13 tampoco puede leerse como un horario de trenes.
Deja abierto el plazo y exige un estado de alerta para la llegada del «Hijo del
hombre». Otros ejemplos de parénesis de la parusía en el cristianismo
primitivo los encontramos en las parábolas. De ellos podemos inferir cómo la
comunidad primitiva fue tomando conciencia del retraso de la parusía y de
su problemática. Se advierte un «desplazamiento en sentido parenético»:
«La parénesis no contempla en un principio la posibilidad del retraso (Mt 24,
45-51), mientras que más tarde cuenta con esta posibilidad (Mt 25, 1-13)»
(Grasser, 127). Este «desplazamiento» puede ser un indicio para determinar
la antigüedad de las tradiciones.
Pareceos a los que aguardan a que su amo vuelva de la boda para, cuando
llegue, abrirle en cuanto llame. Dichosos esos criados si el amo, al llegar, los
encuentra en vela. [Os aseguro que él se pondrá el delantal, los hará
recostarse y los servirá uno a uno]. Y si llega entrada la noche o incluso de
madrugada y los encuentra así, dichosos ellos (Lc 12, 36-38).
Es como un hombre que se iba al extranjero; Dejó su casa, se la encargó a
sus criados señalándole a cada uno su tarea, y al portero le mandó estar en
vela (Mc 13, 34).
Las dos comparaciones podrían ser variantes de una parábola original de
Jesús que no es posible ya reconstruir.
Mc 13, 34 ha conservado un rasgo originario en el papel especial del portero.
En el resto, la versión de Me da la impresión de algo secundario e inorgánico.
La distribución de competencias a los distintos criados (cf. Mt 25, 14s) encaja
mal en la situación. La orden de estar en vela y el regreso nocturno del amo
no se justifican, ya que el dueño de la casa no vuelve de una boda, como en
Lucas, sino de un viaje. De ahí la improbabilidad de que la versión marquiana
sea la tradición más antigua; podría tratarse incluso de una composición
redaccional de diversos retazos de tradición. La versión lucana es en
conjunto más originaria que la variante de Marcos. En cualquier caso, el V.
37b es una frase alegorizante que rompe el nexo de v. 37a con v. 38 e
introduce el tema del banquete escatológico. El número plural de criados
podría ser también secundario. Este extremo suena a artificial, porque los
criados no pueden abrirle la puerta al amo todos a la vez. Podría ser una
alegorización secundaria de cara a la comunidad cristiana; la parábola
originaria hablaba del portero que debe estar en vela hasta que su amo
vuelva del convite (cf. Mc 13, 34).
El V. 38 expresa directamente la posibilidad del retraso de la parusía, pero
sin darle importancia. La parábola exhorta a la vigilancia para estar en
disposición de recibir al amo cuando vuelva. Afirma la proximidad de su
llegada; precisamente la experiencia del retraso irrelevante en la llegada es
motivo de una intensa vigilancia.
Esto ya lo comprendéis: que si el dueño de la casa supiera a qué hora va a
llegar el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Por eso, estad también
vosotros preparados, pues cuando menos lo penséis llegará el Hijo del
hombre (Lc 12, 39-40par; reconstrucción según Zeller).
J. Jeremías constata una incoherencia entre el dicho figurado y su aplicación:
el dicho figurado amenaza con una desgracia; pero la llegada del «Hijo del
hombre» es para la comunidad un suceso alegre que es esperado con
alborozo. Jeremías considera por eso el dicho figurado como una parábola
admonitoria original de Jesús, parábola destinada a mantener en vela al
oyente ante el inminente cataclismo escatológico. «La parábola del ladrón»
la aplicó la Iglesia primitiva a su nueva situación, que se caracteriza por la
ausencia de la parusía y adquiere así otro acento» (Jeremías).
En la parénesis del cristianismo primitivo, la parábola pasa a ser una llamada
a «estar al acecho», si vale la expresión, para no verse sorprendidos por la
llegada repentina del «Hijo del hombre». Mantiene la espera escatológica;
pero ante la experiencia del retraso de la parusía, insiste en el carácter
repentino de ella. Al emplear la imagen del ladrón (cf. 1 Tes 5, Is), la
parénesis deja traslucir otro cambio de acento: la parusía, además de ser el
gran día del gozo, trae consigo algo inquietante, ya que el «Hijo del hombre»
aparecerá como juez. La pequeña parábola exige, pues, vigilancia, pero
también la disposición a responder en el juicio.
¿Quién es el administrador fiel y cuidadoso a quien el amo va a encargar de
repartir a los sirvientes la ración a sus horas? Dichoso el tal empleado si el
amo al llegar lo encuentra cumpliendo con su obligación. Os aseguro que le
confiará la administración de todos sus bienes. Pero si el tal empleado,
pensando que su amo tardará, empieza a maltratar a los mozos y a las
muchachas, a comer y beber y emborracharse, el día que menos se lo
espera y a la hora que no ha previsto llegará el amo y lo pondrá en la calle,
mandándolo a donde se manda a los que no son fieles (Lc 12,42-46par;
reconstrucción según Zeller).
Este fragmento de tradición alegórico-parenético aborda expresamente el
problema del retraso de la parusía y previene a los dirigentes de la
comunidad contra la tentación de descuidar o pervertir su servicio a la
comunidad en vista de la demora de la parusía. Al mal dirigente de la
comunidad se le amenaza con la llegada súbita e inesperada del Señor y con
el juicio. A pesar de la experiencia de retraso en la parusía, esta parábola
mantiene también la expectativa escatológica.
Es como un hombre que, al irse de viaje, llamó a sus siervos y los dejó
encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos, a otro dos, a otro
uno, según sus capacidades; luego se marchó. El que recibió cinco talentos
fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco; el que recibió dos
hizo lo mismo y ganó otros dos; en cambio, el que recibió uno hizo un hoyo
en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de muchio tiempo volvió
el señor de aquellos siervos y se puso a saldar cuentas con ellos. Se acercó
el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo:
«Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco». Su señor le
respondió: «Muy bien, siervo bueno y fiel. Has sido fiel en lo poco, te pondré
al frente de mucho; pasa a la fiesta de tu señor». Se acercó luego el que
había recibido dos talentos y dijo: «Señor, dos talentos me dejaste; mira, he
ganado otros dos». Su señor le respondió: «Muy bien, siervo bueno y fiel. Has
sido fiel en lo poco, te pondré al frente de mucho; pasa a la fiesta de tu
señor». Finalmente se acercó el que había recibido un talento y dijo: «Señor,
supe que eras hombre duro, que siegas donde no siembras y recoges donde
no esparces; me asusté y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo
tuyo». El señor le replicó: «¡Siervo malo y perezoso! ¿Sabías que siego donde
no siembro y recojo donde no esparzo? Pues entonces debías haber puesto
mi dinero en el banco, para que al volver yo pudiera recobrar lo mío con los
intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez; [porque al que
tiene se le dará hasta que le sobre, y al que no tiene se le quitará hasta lo
que tiene]. Y a ese siervo inútil, echadlo fuera a las tinieblas: [allí será el
llanto y el apretar de dientes]» (Mt 25, 14-30).
No hay por qué abordar aquí la cuestión de si en la narración subyace una
parábola originaria de Jesús (como sostiene Jeremías). La comunidad
primitiva la entendió en sentido alegórico partiendo del hecho del retraso de
la parusía, y la refirió a su situación. Esto queda claro en v. 21.23.30: no
habla ya aquí el señor de las parábolas sino el juez escatológico del mundo.
En esta línea, el viaje del amo en la parábola debe entenderse como una
referencia a la ascensión, y su regreso, como alusión a la parusía. El v. 19
aborda la demora de la parusía, pero el énfasis no está en ella. La parábola
no trata de resolver este problema en sí, sino que busca la parénesis ante el
retraso de la parusía. Nadie puede estar inactivo en la larga ausencia del
Señor, que se supone algo obvio; todos deben «crecer» en la fidelidad al
Señor según sus posibilidades, con los «talentos» prestados por él. La larga
ausencia del amo se entiende como tiempo de prueba para la lealtad de los
siervos. El meollo de la parábola está en el ajuste de cuentas al tercer siervo
(v. 24ss). Quien, como este siervo, no incrementa con el propio trabajo los
dones recibidos, no superará el juicio final. El material metafórico utilizado
en la parábola remite a la comunidad palestinense. Pero el tiempo
prolongado que transcurre hasta la parusía, como algo obvio, y el énfasis
ético inducen a calificar la parábola de relativamente tardía.
Entonces se parecerá el reino de los cielos a diez muchachas que cogieron
sus candiles y salieron a recibir al novio. Cinco eran necias y cinco sensatas.
Las necias, al coger los candiles, se dejaron el aceite; las sensatas, en
cambio, llevaron alcuzas de aceite además de los candiles. Como el novio
tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó gritar.
«¡Que llega el novio, salid a recibirlo!». Se despertaron todas y se pusieron a
despabilar los candiles. Las necias dijeron a las sensatas: «Dadnos de
vuestro aceite, que los candiles se nos apagan». Pero las sensatas
contestaron: «Por si acaso no hay bastante para todas, mejor es que vayáis a
la tienda a comprarlo». Mientras iban a comprarlo llegó el novio; las que
estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la
puerta. Cuando por fin llegaron las otras muchachas, se pusieron a llamar:
«Señor, señor, ábrenos». Pero él respondió: «Os aseguro que no sé quiénes
sois». Por tanto, estad en vela, que no sabéis el día ni la hora (Mt 25, 1-13).
El fragmento no es una parábola auténtica de Jesús sino una alegoría
formada dentro de la comunidad en época tardía. Cada detalle de la misma
se puede explicar por la situación de espera de la parusía en el cristianismo
primitivo.
La alegoría presenta una situación escatológica distinta. Si en Lc 12,42-46par
era aún una necedad creer seriamente en un retraso de la parusía, ahora es
necedad no contar con él. La parábola no es propiamente una exhortación a
la vigilancia —todas las muchachas se durmieron— sino a estar preparados
para la demora. Las necias no fueron sorprendidas, como en Mt 24, 43spar y
24, 45sspar, por la llegada repentina del novio, sino que el largo retraso, no
esperado por ellas, las desconcierta cuando él llega. Por no haber contado
con tan larga demora, las muchachas necias no estaban preparadas al llegar
el novio.
El fragmento exhorta, pues, a contar con un largo tiempo de espera hasta la
parusía, pero sin dejar de estar siempre preparados para ella. Quien no lo
esté, puede oír en la parusía la sentencia del juez «no os conozco».

2. Normas de vida
La parénesis del cristianismo primitivo suele tener una motivación
escatológica. La inminencia de la basileia y la parusía exigen y posibilitan a
la vez una nueva y radical fraternidad humana. Pero se añaden además otras
motivaciones más tradicionales. Los «maestros» de la comunidad primitiva
utilizaron en sus exhortaciones la tradición sapiencial de Israel, como hiciera
antes Jesús. El creciente distanciamiento respecto al judaísmo trae consigo
otros móviles para la conducta y espiritualidad cristiana. El retraso de la
parusía vino a reforzar esta tendencia, ya que la mayoría de los cristianos
mantuvo, a pesar de su orientación escatológica, los antiguos vínculos con la
familia, la vecindad y la comunidad local. Había que ajustarse a las normas
morales de la convivencia humana. A los cristianos se les exige un
cumplimiento más perfecto de la voluntad de Dios revelada, una moralidad y
espiritualidad superiores a las del entorno judío (cf. cap. 13, § 5).
Las tradiciones parenéticas que analizaremos a continuación permiten
conocer, a veces muy claramente, el incremento de las motivaciones en la
praxis cristiana.
El conocimiento de la bondad de Dios reflejada en Jesús capacitó a los
cristianos para la oración confiada. La nueva experiencia de Dios, Padre
amoroso, fue conformando la praxis orante de la comunidad. Era una oración
no ritual, que no necesitaba de formulario ni de muchas palabras; pero debía
ser incesante y tenaz.
Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y os abrirán; porque todo
el que pide recibe, el que busca encuentra y al que llama le abren. O es que
si a uno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le va a ofrecer una piedra? O si le
pide un pescado, ¿le va a ofrecer una serpiente? Pues si vosotros, malos
como sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros niños, ¡cuánto más vuestro
Padre del cielo se las dará a los que se las pidan! (Mt 7,7-11).
La comunidad cristiana primitiva recurrió al dicho auténtico de Jesús (v. 9-11)
en la parénesis sobre la oración. El dicho promete al orante la escucha y el
cumplimiento de su petición. Si ya el padre terreno nunca da a su hijo cosas
malas en lugar de buenas, tanto menos lo hará el Padre celestial. El orante
puede estar seguro de que Dios lo quiere bien, como un padre, y le dará lo
«bueno» cuando se lo pida. «Nada indica que los agada implorados, por
ejemplo, sólo estén en el futuro mesiánico. Los interpelados deben exponer
ante Dios sus necesidades cotidianas, incluidas las materiales» (Zeller)
Suponed que uno de vosotros tiene un amigo que llega a mitad de la noche
diciendo: «Amigo, préstame tres panes, que un amigo mío ha venido de viaje
y no tengo nada que ofrecerle. Y que desde dentro, el otro le responde:
«Déjame en paz; la puerta está ya cerrada, los niños y yo estamos
acostados; no puedo levantarme a dártelos». Os digo que acabará por
levantarse y darle lo que necesita, si no por ser amigos, al menos para
librarse de su importunidad (Lc 11, 5-8).
En una ciudad había un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres.
En la misma ciudad había una viuda que iba a decirle: «Hazme justicia frente
a mi adversario». Por bastante tiempo no quiso, pero después pensó: «Yo no
temo a Dios ni respeto a los hombres; pero esa viuda me está amargando la
vida; le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a
importunarme». [Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto;
pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos si ellos le gritan día y noche? o
¿les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando vuelva
el Hijo del hombre, ¿va a encontrar fe en la tierra?»] (Lc 18, 1-8).
Si ya un amigo perturbado en su sueño escucha siempre el ruego de otro
amigo —aunque no por amistad sino por la insistencia del peticionario—,
¡cuánto más Dios! Y si ya un juez injusto y descreído hace justicia por la
reiteración y tenacidad de la viuda, tanto más Dios. Dios escuchará la
oración asidua y «apremiante» de los suyos. La aplicación secundaria de Lc
18, 6ss hace referencia a la situación de la comunidad, que espera con ansia
el momento de la intervención de Dios a su favor. Cabe preguntar si la
parábola, en la versión actual, invita en general a la oración perseverante o
a la petición específica de la llegada del tiempo final (cf. Lc 11,2).
Cualquier cosa que pidáis en vuestra oración, creed que os la han concedido,
y la obtendréis (Mc 11, 24).
Al orante fiel le promete Dios el cumplimiento seguro de lo que pide. El grado
de certeza depende del grado de confianza. El dicho podría ser una
«respuesta a las dudas de la comunidad pospascual, que había constatado a
veces la inutilidad de sus peticiones» (Zeller).
Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de rezar de pie en las
sinagogas y en las esquinas para exhibirse ante la gente. Ya han cobrado su
paga, os lo aseguro. Tú, en cambio, cuando quieras orar, métete en tu
cuarto, echa la llave y rézale a tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu
Padre, que ve en lo secreto, te recompensará (Mt 6, 5-6).
El fragmento es una instrucción de carácter sapiencial para la oración
privada de los cristianos. Está construido conforme a un esquema fijo (cf.
también 6,2-4; 6,16-18): contrapone la conducta correcta a la conducta
desviada.
Mt 6,5-6 debe interpretarse a la luz de la praxis judía, que incluía la oración
en público para determinados momentos. Considera esa oración en público
como una exhibición religiosa. El cristiano debe orar en privado. Dios ve al
orante en lo recóndito de su cuarto. Promete que la oración oculta será
escuchada.
El dicho ataca los posibles abusos de la práctica judía de la oración y
encarece una nueva actitud. Pero aquí, como en Mt 6, 2-4.16-18, no se critica
directamente la religiosidad judía. El dicho previene contra el peligro que
corren los «piadosos» de hacer de la religiosidad un símbolo de su rango
social. Esta enseñanza sobre la oración apareció en la comunidad palestina,
que competía con otros movimientos reformistas del judaísmo, como el de
los fariseos. Exponentes de estas normas de religiosidad fueron algunos
grupos de maestros sapienciales o rabinos cristiano-primitivos.
El ejemplo del «ayuno» permite detectar el cambio que sufrió la práctica de
la religiosidad cristiana y su motivación por el retraso de la parusía. El
judaísmo del tiempo de Jesús no contaba con unas normas de validez
general sobre el ayuno. El único ayuno general era el del gran día de la
expiación. Algunos grupos de judíos «piadosos» cumplían, sin embargo, unas
normas de ayuno riguroso. El «ayuno entre semana», los lunes y jueves, de
época posterior, se remonta a grupos fariseos (cf. Lc 18,12), que ya en
tiempo de Jesús practicaban una religiosidad especial. Juan Bautista y sus
seguidores observaban un ayuno de motivación escatológica para evitar el
juicio condenatorio de Dios (Mt 11, 18; Mc 2, 18s). Jesús, en cambio, parece
que no practicaba el ayuno (cf. Mt 11,19: «comilón y borracho»). Descartó el
ayuno para sí y para sus seguidores porque era tiempo festivo (Mc 2, 18s; cf.
cap. 7, § 2). Practicó, por tanto, un no-ayuno de motivación escatológica.
La comunidad primitiva tampoco ayunó en un principio. El motivo fue la
conciencia de vivir el comienzo del tiempo salvífico (Mc 2,19). Pronto surgió,
sin embargo, en la comunidad de habla aramea el movimiento opuesto.
Testigo de ello es Mc 2, 20, que amplía secundariamente 2, 19a y aparece ya
anticipado en V. 19b. Mc 2, 19a supone un rechazo absoluto del ayuno por
razones escatológicas: «los invitados a la boda no ayunan». El V. 20, en
cambio, contempla el tiempo pospascual; relativiza la exclusión absoluta del
ayuno que se hace en v. 19a, limitándola al tiempo de Jesús. Sólo el período
del Jesús terreno es tiempo festivo; desde pascua hasta la parusía es tiempo
de ausencia del novio y, por eso, tiempo de ayuno. Los v. 19b.20 indican un
cambio de talante en la comunidad primitiva y en su praxis. Aparece el
ayuno como acto religioso, pero con fundamento cristológico. Mc 2, 20
remite a «aquel día» en que se ayunará. Probablemente la comunidad
practicó el ayuno en día diferente al del resto del judaísmo, concretamente el
viernes.
Cuando ayunéis, no pongáis cara triste como los hipócritas, que desfiguran
su rostro para que la gente vea que ayunan. Ya han cobrado su paga, os lo
aseguro. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la
cara, para no ostentar tu ayuno ante la gente, sino ante tu Padre que está en
lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará (Mt 6, 16-18).
Estamos ante una instrucción sobre el ayuno en el cristianismo primitivo que
tiene presente la praxis de determinados grupos judíos, probablemente los
fariseos. La estructura del fragmento es paralela a la de Mt 6, 2-4.5-6.
Formalmente, pues, estos fragmentos constituyen una unidad. Proceden del
mismo contexto vital: la instrucción sapiencial de la comunidad cristiana por
los «maestros». Contrapone a una práctica del ayuno ostentosa otra actitud
del cristiano. Este debe evitar todo lo que pueda delatar públicamente su
ayuno. En correspondencia con la naturaleza oculta de Dios, el ayuno debe
permanecer oculto. La piedad oculta será recompensada por Dios.
Cuando des limosna, no lo anuncies a toque de trompeta, como hacen los
hipócritas en las sinagogas y en la calle para que la gente los alabe. Ya han
cobrado su paga, os lo aseguro. Tú, en cambio, cuando des limosna, que no
sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna quede
en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará (Mt 6, 2-4).
También en la limosna debe adoptar el cristiano una nueva actitud, sin
buscar el reconocimiento público; ni siquiera la mano derecha debe saber lo
que hace la izquierda. Aparece una vez más la nueva actitud en contraste
con la praxis de los rivales judíos, una praxis presentada sin duda con
exageración polémica, como en los otros casos.
«El donante, por tanto, debe ignorarse a sí mismo como donante. Pero esto
es imposible psicológicamente. Hay que comenzar justamente por esta
imposibilidad. Porque ella obliga a preguntar en qué sentido el donante ha de
ignorarse a sí mismo. Si se le pide que no sepa lo que da, y a quién y para
qué, será una exigencia absurda e irresponsable. Nos aproximaremos más al
sentido del texto entendiendo que se le pide un dar que el donante olvida de
inmediato, porque brota del amor desinteresado y no está al servicio de la
propia satisfacción y prestigio. Pero ante el vigor de la metáfora del v. 3, esta
interpretación parece aún demasiado débil e indefinida. Ese vigor se advierte
interpretando el V. 3 en referencia a una conducta social donde ésta no es fin
de sí misma. No se le prohíbe al donante, desde luego, reflexionar sobre su
acción y razonar el sentido de su donación; pero el v. 3 le prohíbe en
absoluto lo obvio, lo que siempre acecha: buscarse a sí mismo, buscar la
prevalencia y confirmación del propio yo. En esto consiste el olvido de sí
mismo exigido en el v. 3» (Dietzfelbinger, 186).
La severidad en la condena de la práctica religiosa de grupos judíos rivales
(«hipócritas») en el pequeño «catecismo de la comunidad» Mt 6, 2-4.5-6.16-
18, y la evidente «imagen negativa» que éste ofrece de ellos, inclinan a
situar el origen de estos fragmentos en un período de creciente
distanciamiento interno de la comunidad cristiana respecto a la sinagoga
judía. Quizá proceden de los años posteriores al desastre del 70 d. C. y de
una comunidad judeocristiana fuera de Palestina.
El breve «relato didáctico» de Mc 12,41-44 advierte contra el peligro de
pretender medir el «mérito» del donante ante Dios por la cuantía de la
limosna.
Se sentó enfrente de la sala del Tesoro, y observaba cómo la gente iba
echando dinero en el cepillo; muchos ricos echaban en cantidad. Se acercó
una viuda pobre y echó unos cuartos. Llamando a sus discípulos, les dijo:
«Esa viuda, que es pobre, ha echado en el cepillo más que nadie, os lo
aseguro. Porque todos han echado de lo que les sobra, mientras que ella ha
echado de lo que le hace falta, todo lo que tenía para vivir».
El relato es una «escena ideal» donde se expone metafóricamente el
principio general de que la pequeña ofrenda de los pobres es más grata a
Dios que la espléndida de los ricos. Este principio tiene numerosos paralelos
fuera del cristianismo; es, pues, tradicional. La ubicación de la escena en el
templo, «enfrente de la sala del Tesoro», indica que el relato surgió en la
comunidad primitiva arameoparlante de Jerusalén.

3. El ámbito social

a) Exhortación al uso correcto de los bienes (cf. cap. 10)


Hemos expuesto antes la situación socioeconómica de Palestina (cap. 3 y
11). Era agobiante. La miseria y la depauperación de las masas iban en
aumento. Elevadas deudas del Estado, una política fiscal agresiva, la mala
administración, etc. llevaban a la desapropiación y el empobrecimiento. El
hambre amenazaba a muchas personas como efecto de la crisis económica.
Al ello se sumó la extrema carestía que azotó a Palestina y al Imperio oriental
alrededor del año 48 d. C. La miseria empujó a la población rural a alistarse
con los «celotas». La comunidad cristiana fue quizá otro lugar de acogida.
Los cristianos se calificaban a sí mismos de «pobres». El calificativo no
expresaba ningún ideal ni programa, sino la realidad de la comunidad. Los
ricos y bien nutridos, que podían celebrar alegres fiestas, se encontraban
fuera de la comunidad. A ellos se les anuncia la próxima condena en el juicio
(cf. Lc 6,24ss). La expectativa de la basileia, que traería una inversión total
de la situación donde los «últimos» serían los «primeros» (Mc 10, 31), facilitó
a los cristianos la renuncia interna a todo afán de riqueza. Los misioneros
itinerantes, que abandonaban todos sus bienes, defendieron esta actitud.
Los pobres se sentían amparados en la comunión fraterna de los cristianos.
La imagen de la comunidad primitiva jerosolimitana en una comunicación
ideal de bienes que presentan los Hechos de los apóstoles, aunque pueda
estar idealizada, en el fondo responde a la realidad. Las reuniones diarias de
la comunidad no iban encaminadas únicamente al culto divino sino también
a dar de comer a los miembros de la comunidad (cf. cap. 5, § 2). Consta que
algunos miembros acomodados pusieron sus bienes a disposición de todos;
pero no se trata de una condición general impuesta a los cristianos ricos. No
todos eran capaces de hacer esa renuncia, como indica el relato del joven
rico (Mc 10, 17-31); pero era un requisito para el «camino de perfección» (Mt
10, 21). Lo cierto es que hubo también cristianos acomodados. La comunidad
los invita a utilizar su fortuna correctamente, les recuerda los peligros de la
riqueza y los exhorta a dar limosna.
Las tierras de un hombre rico dieron una gran cosecha. El estuvo echando
cálculos: «¿Qué hago? No tengo dónde almacenarla». Y entonces se dijo:
«Voy a hacer lo siguiente: derribaré mis graneros, construiré otros más
grandes y almacenaré allí el grano y las demás provisiones. Luego diré a mi
alma: Amigo, tienes muchos bienes almacenados para muchos años:
túmbate, come, bebe y date la buena vida». Pero Dios le dijo: «Insensato,
esta noche te van a reclamar la vida. Lo que te has preparado, ¿para quién
será?». [2Eso le pasa al que amontona riquezas para sí y para Dios no es
rico] (Lc 12, 16-21).
La parábola, partiendo del ejemplo del rico, previene contra la tentación de
vivir para las riquezas terrenas, olvidando la inminencia del final. No queda
tiempo para disfrutar de los bienes acumulados. La riqueza pierde su sentido
asegurador de la existencia cuando el fin está próximo. La parábola no
censura la acumulación de riquezas sino la actitud funesta de querer
disfrutar de ellas con egoísmo. La inversión de todos los valores es
inminente.
El contexto vital de la parábola en la comunidad primitiva podría ser la
advertencia sobre los peligros de la riqueza. La riqueza puede impedir la
obligada actitud escatológica del hombre.
Pues ¿de qué le sirva al hombre ganar el mundo entero si malogra su vida? Y
¿qué podrá dar para recobrarla? (Mc 8, 36s).
Esta doble sentencia —inspirada en Sal 49,7ss— es también una seria
advertencia sobre los peligros de la riqueza y del afán de lucro. "Psige"
significa aquí «la existencia humana concreta tanto en su vertiente terrena
como en su destino trascendente» (Dautzenberg, 69s).
El centro de gravedad de la doble sentencia está en su primera parte. El v.
37 ejerce la función de fundamentar y aclarar. Su contexto vital es la
parénesis cristiana. La única preocupación del hombre ante la inminencia del
ésjaton debe ser salvar la propia existencia en la basileia. Y eso no se puede
comprar.
En la misma idea abunda el relato del «joven rico».
Estaba él saliendo al camino cuando se le acercó uno corriendo, se le
arrodilló y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar
la vida eterna?». Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es
bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: no mates, no cometas
adulterio, no robes, no des falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y
a tu madre». El declaró: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde joven». A
esto, Jesús se le quedó mirando, le tomó cariño y le dijo: «Una cosa te falta:
vete a vender lo que tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el
cielo; luego, ven y sígueme». A estas palabras, el otro se marchó
entristecido, pues tenia muchas posesiones (Mc 10, 17-22)2.
La unidad del relato 10, 17-22 es objeto de discusión. El fragmento contiene
dos temas que quizá no iban unidos en la versión original:
el seguimiento de Jesús es el camino perfecto para la vida eterna;
la riqueza puede impedir el seguimiento. Sorprende que sólo al final del
relato se haga referencia a las riquezas del joven y se explique su negativa al
seguimiento (v. 22). Además, el v. 21 da impresión de párrafo excesivamente
recargado. Hay cierta tensión entre la exigencia de seguimiento y la
invitación a vender los bienes para distribuir su importe en limosna.
Es posible que 10, 17-22 fuese en su origen un «relato didáctico» destinado
a presentar el seguimiento de Jesús, frente a otras formas de vida del
judaísmo, como el camino perfecto para la salvación. En cualquier caso, el
desenlace negativo del relato podría explicarse ya por las riquezas del joven.
El relato tendría entonces su contexto vital en los debates de la comunidad
palestina con competidores judíos en torno a la forma de vida auténtica: el
seguimiento de Jesús es el camino verdadero y perfecto para alcanzar la vida
eterna. La cuestión de la riqueza sería entonces un tema secundario.
Más tarde, el interés de la comunidad se desplazó justamente a este punto.
El deber de seguimiento y el deber de una total renuncia a los bienes
aparecen estrechamente relacionados (v. 21). El joven se convierte en
ejemplo del obstáculo que supone la riqueza para el seguimiento de Jesús. El
relato viene a ser así un relato didáctico para la comunidad.

b) Exhortación al amor al prójimo (cf. también cap. 10)


La predicación de los misioneros itinerantes del cristianismo primitivo puso
especial énfasis en la exhortación de Jesús a la entrega y amor sin límites al
semejante. Este amor no debía tener barreras, ni detenerse ante el enemigo
personal. El fundamento de posibilidad y la motivación de tal actitud era la
experiencia sapiencial del amor ilimitado de Dios a sus criaturas. El discípulo
debe imitarlo y convertirse así en «hijo de Dios» (Mt 5, 44s). La «regla de
oro» (Mt 7, 12) no motiva, en cambio, el amor por vía escatológica, sino por
vía pragmática. La parénesis cristiano-primitiva no duda tampoco en
establecer el criterio del amor al prójimo en el amor a sí mismo (cf. Mc
12,31). Una nota característica es la universalidad del concepto de «prójimo»
(cf. Mt 5,46s) tal como se expresa en el relato de Jesús sobre el «samaritano
compasivo» en Lc 10, 29-37.
Pero el otro, queriendo justificarse], preguntó a Jesús: «Y ¿quién es mi
prójimo?». Jesús le contestó: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y le
asaltaron unos bandidos; lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon
dejándolo medio muerto. Coincidió que bajaba un sacerdote por aquel
camino; al verlo, dio un rodeo y pasó de largo; lo mismo hizo un levita que
llegó a aquel sitio: al vedo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano,
que iba de viaje, llegó a donde estaba el hombre y, al verlo, le dio lástima; se
acercó a él y le vendó las heridas, echándoles aceite y vino; luego lo montó
en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente
sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: «Cuida de él, y lo que
gastes de más te lo pagaré a la vuelta». ¿Qué te parece? ¿cuál de estos tres
se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». 37 El letrado
contestó: «El que tuvo compasión de él». Jesús le dijo: «Pues anda, haz tú lo
¿Hay un límite en el deber de amar? El relato descarta la pregunta y, con
ella, cualquier limitación. Los representantes del judaísmo en la parábola,
que al parecer defendían una reducción del precepto del amor al estrecho
círculo de los compatriotas y correligionarios, se comportan sin amor y sin
compasión. A ellos se contrapone el representante de una colectividad
aborrecida. Solo él, sin preguntar por los límites del deber de amar, realiza el
verdadero amor al prójimo.
El fragmento de tradición delata un tono polémico. Deja entrever una
comunidad primitiva palestina en disputa con el judaísmo de la época en
torno al precepto de amar. Aquí está su contexto vital.

c) Consuelo de confesores (cf. también cap. 10)


Hay que complementar las tradiciones ya reseñadas con el fragmento de Lc
12, 11spar.
Cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades,
no os preocupéis de cómo os vais a defender o qué vais a decir, porque lo
que hay que decir os lo enseñará el Espíritu santo en aquel momento.
Este dicho consolador para discípulos perseguidos promete que, en caso de
proceso judicial en la sinagoga, el Espíritu santo hablará por boca de los
discípulos. Pueden estar seguros de que Dios tomará partido por ellos. Un
profeta cristiano-primitivo habla aquí en nombre del Resucitado, ya que la
situación sobreentendida en este dicho no es la situación reinante en vida de
Jesús, ni siquiera la de la comunidad primitiva en su primera época, sino la
de un período posterior. Las sinagogas se han convertido en foco de
persecución de la comunidad. El dicho no hace mención de la instancia
judicial última del judaísmo, el sanedrín; por eso es dudoso incluso que tenga
su origen en la comunidad primitiva de Jerusalén.

4. Instrucciones para la vida comunitaria (cf. cap. 11, § 2)


En las comunidades y grupos cristianos hubo también casos de escándalo,
pecado y defección. Tanto más a medida que aumentaba el número de los
cristianos y decrecía la tensión y el fervor de la primera época. No todos los
miembros de la comunidad soportaron la dureza y radicalidad de las
exigencias éticas de Jesús. Hubo que establecer reglamentaciones sobre el
modo de proceder las comunidades con sus propios pecadores. Se constata
cómo los dichos de amenaza y de exhortación, que en un principio se
dirigían hacia fuera o apuntaban a los individuos, derivan en normas
comunitarias. El dicho exhortatorio sobre el perdón sin límites al hermano
cristiano (Lc 17,3s), por ejemplo, pasó a ser la normativa de las diversas
instancias en el trato con un «pecador» dentro de la comunidad (Mt 18, 15-
18) (cf. cap. 11, § 2). Otro tanto se observa en las sentencias que invitan a
superar los «escándalos».
Es inevitable que sucedan escándalos; pero ¡ay del que los provoca! Más le
valdría que le encajaran en el cuello una piedra de molino y lo arrojasen al
mar, antes que escandalizar a uno de estos pequeños (Lc 17, l-2par).
Esta versión antiquísima de un dicho contra los que escandalizan aparece
estilizado como imprecación apocalíptica- (cf. Mc 14, 21b; Lc 6,24-26; Henet
94,6-8; 95,4-7; 96,4-8 y passim). Se cree que el comienzo de las postrimerías
irá precedido de un tiempo de seducción hacia el mal (cf. Lc 11, 46). El logion
es un dicho conminatorio. Su intención apunta hacia fuera. Los que
escandalizan no forman parte de la comunidad. Les espera un juicio de Dios
espantoso:
Y al que escandalice a uno de esos pequeños que creen en mí sería mejor
que le encajaran en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar (Mc 9,
42par).
Este logion podría ser una variante secundaria de Lc 17, Is. Adoptó la forma
de un enunciado jurídico, y con la formulación... va dirigido claramente a la
comunidad cristiana. Detrás del dicho subyace la experiencia de la
comunidad cristiana que ve en sus propias filas la presencia del pecado y la
inducción a él. Unos cristianos caen por la conducta desviada de otros
cristianos. El dicho previene enfáticamente contra la posibilidad de ser
escándalo para los demás. Su contexto vital es, contrariamente a Lc 17, Is, la
parénesis cristiano-primitiva. El cristiano debe tener presente la influencia de
su comportamiento en el hermano cristiano.
Si tu ojo derecho te pone en peligro, sácatelo y tíralo; más te conviene
perder un miembro que ir a parar entero al fuego. Y si tu mano derecha te
pone en peligro, córtatela y tírala; más te conviene perder un miembro que ir
a parar entero al fuego (Mt 5, 29-30).
Si tu mano te escandaliza, córtatela; más te vale entrar manco en la vida
que ir con las dos manos al quemadero, al fuego que no se apaga... Y si tu
pie te pone en peligro, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida que con
los dos pies ser echado al quemadero. Y si tu ojo te pone en peligro,
sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios que ser echado con
los dos ojos al quemadero (Mc 9, 43.45.47par).
Mt 5, 29-30 establece un contraste entre un órgano sensorial o un miembro y
el cuerpo entero; Mc 9, 43ss, en cambio, contrapone un órgano sensorial o
un miembro a los dos órganos o miembros. Ahí se adivina un desplazamiento
de sentido. Si Mt 5, 29-30 exige del individuo una última radicalidad en lo
moral, Mc 9, 43ss por su parte podría referirse a la comunidad. Esta es
contemplada como un cuerpo que consta de distintas partes. Mc 9,43ss es
una exhortación indirecta a apartar mediante una «excomunión» a aquellos
miembros de la comunidad que dan escándalo. Ellos ponen en riesgo la
colectividad.
Cada una de las sentencias tiene su propio contexto vital. Mt 5, 29-30
pertenece a la parénesis del profetismo cristiano-primitivo y exhorta en
lenguaje figurado a una extrema seriedad ante la inminencia de la basileia.
Mc 9, 43ss pertenece al ámbito de la disciplina comunitaria e invita a alejar
al «pecador» para que no perezca toda la comunidad.
Mc 9, 37par es una instrucción sobre la asistencia caritativa a los niños
(huérfanos).
El que acoge a un chiquillo de estos en mi nombre, me acoge a mí; y el que
me acoge a mí, no es a mí a quien acoge, sino al que me ha enviado.
El dicho es una promesa de gratificación: el que acoge y cuida a los niños,
acoge a Jesús y a Dios mismo. No quedará sin recompensa (9,41).
Cabe suponer que este dicho tenga como fundamento la praxis cristiano-
primitiva (y judía) de acoger a niños abandonados. El abandono de niños no
deseados era frecuente en la antigüedad. Podían ocurrir casos de lactantes
depositados a la puerta de las casas cristianas (y judías). Cabe pensar
también, como trasfondo concreto del dicho, en la guerra judía que estalló el
año 66 d. C. Acciones militares contra la población civil, pógromos antijudíos
y la huida podían convertir a los niños en huérfanos. El que se hace cargo de
esos niños por causa de Jesús, sepa que acoge a Jesús mismo. El dicho en su
versión actual es palabra de un profeta cristiano-primitivo. Si se refiere a la
asistencia social de niños expósitos, podría tener especial actualidad en el
ámbito de las ciudades helenísticas de Palestina y haber sido difundido en
ellas.
También Mc 10,13-16 trata del puesto de los niños en la comunidad.
Le acercaban niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al
verlo Jesús, les dijo indignado: Dejad que se me acerquen los niños, no se lo
impidáis, porque de los que son como éstos es el reino de Dios»... Y
tomándolos en brazos, los bendecía imponiéndoles las manos.
Mc 10, 13-14.16 forma una unidad narrativa. Los discípulos impiden que la
gente lleve sus niños a Jesús. El texto no indica el motivo. Jesús se vuelve
contra ellos y deja acercarse a los niños; éstos reciben su bendición.
El relato tiene como trasfondo, al parecer, un debate interno de los
cristianos. Jesús actúa contra el criterio de los «discípulos». Quizá la
intención del fragmento sea regular el acceso de niños sin uso de razón al
bautismo o a las celebraciones Litúrgicas. El empleo del término "koliein"
(10, 14), que figura también en Hech 8, 36 en relación con el bautismo de un
pagano, podría hacer referencia al bautismo. Grupos influyentes de la
comunidad intentaron quizá impedir o aplazar la admisión de niños sin uso
de razón al bautismo o a celebraciones litúrgicas. Contra ellos va dirigido el
relato en nombre de Jesús.
A este contexto pertenece también el dicho exhortatorio de Mt 18, 10:
Cuidado con mostrar desprecio a un pequeño de esos, porque os digo que
sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial.
La explicación más sencilla del dicho es suponer que los «pequeños» eran
realmente niños en la versión original. Además de participar en la basileia
(Mc 10, 14), son los más próximos a Dios.
Un bien preciado de la comunidad cristiana es la paz social entre sus
miembros. Estos piden en el «Padrenuestro»: «perdónanos nuestra deudas,
como nosotros perdonamos (hemos perdonado) a nuestros deudores». El
perdón de los pecados que el cristiano ha obtenido de Dios exige la
disposición a perdonarse unos a otros.
En consecuencia, si yendo a presentar tu ofrenda al altar, te acuerdas allí de
que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, ante el altar, y ve
primero a reconciliarte con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu
ofrenda (Mt 5, 23s).
El dicho asocia la participación en el servicio sacrificial del templo con la
disposición al perdón fraterno. La ofrenda carece de sentido si en el ámbito
interhumano no está todo en orden. La reconciliación fraterna es
considerada tan importante que quien va a hacer una ofrenda en el templo
debe volver si se acuerda de que un hermano tiene algo contra él. «El texto
ejemplifica en la ofrenda la relación correcta entre los deberes para con Dios
y los deberes para con los semejantes: la relación con el semejante es más
importante que el culto» (Zeller).
También el culto de la comunidad que es la oración común de los cristianos,
queda incluido en la exhortación al perdón fraterno.
Y cuando estéis de pie orando, perdonad lo que tengáis contra otros, para
que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas (Mc 11, 25).
En la oración común de los cristianos, «la incoherencia de este acto religioso
resulta especialmente dolorosa cuando el hermano no reconciliado se
encuentra entre los orantes». La exhortación recuerda que «el hombre no
puede estar en buenas relaciones con Dios si no lleva en orden su relación
con los semejantes» (Zeller).
Lc 17, 3s exige igualmente la disposición incondicional al perdón.
[Andaos con cuidado]. Si tu hermano te ofende, repréndelo; y si se
arrepiente, perdónalo. Si te ofende siete veces al día y vuelve siete veces a
decirte: ¡Lo siento!, lo perdonarás.
Otro tanto encarece la parábola de Mt 18, 23-35.
[El reino de Dios se parece a] un rey que quiso saldar cuentas con sus
siervos. Para empezar, le presentaron a uno que le debía diez mil talentos.
Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, con su
mujer, sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara con eso. El siervo se
echó a sus pies suplicándole: «Ten paciencia conmigo, que te lo pagaré
todo». E1 señor tuvo lástima de aquel siervo y lo dejó marchar,
perdonándole la deuda. Pero, al salir, el siervo encontró a un compañero
suyo que le debía cien denarios; lo agarró por el cuello y le decía apretando:
«Págame lo que me debes». El compañero se echó a sus pies suplicándole:
«Ten paciencia conmigo, que te lo pagaré». Opero él no quiso, sino fue y lo
metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Al ver aquello sus
compañeros, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor lo
sucedido. Entonces el señor llamó al siervo y le dijo: «¡miserable! Cuando me
suplicaste te perdoné toda aquella deuda. ¿No era tu deber tener también
compasión de tu compañero como yo la tuve de ti?». Entonces su señor, muy
enfadado, lo entregó para que lo castigaran hasta que pagase toda la deuda.
Pues lo mismo os tratará mi Padre del cielo si no perdonáis de corazón, cada
uno a su hermano.
La parábola está bien construida. Las dos escenas de v. 23-27 y V. 28-30
presentan una estructura paralela. El narrador acentúa el contraste entre la
conducta del rey y la del siervo al que se le perdonó la deuda. A la luz de la
condonación real la conducta del siervo resulta incomprensible. El v. 33 es la
culminación de la parábola. El perdón gratuito otorgado por el rey comporta
una exigencia para el siervo: quien ha recibido esa gracia, está obligado a
otorgársela a los demás.
Con la suma exorbitante condonada —correspondiente a los ingresos fiscales
de una provincia romana— el narrador expresa la experiencia cristiano-
primitiva del perdón divino. Quien recibió el perdón de su deuda ante Dios en
forma tan inaudita, no puede reclamar mezquinamente su derecho al
hermano. Debe perdonar. La negativa al perdón fraterno lleva consigo la
condena. Estar dispuesto a la reconciliación significa la renuncia al derecho
propio. La motivación para hacerlo es la proximidad de los ésjata. Ante la
inminencia del fin, los títulos jurídicos de aquí abajo quedan obsoletos.
Busca un arreglo con el que te pone pleito, cuanto antes, mientras vas
todavía de camino; no sea que te entregue al juez, y el juez al guardia, y te
metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el
último cuarto (Mt 5,25-26par).
Las circunstancias genéticas de esta exhortación son claras. Se basa
probablemente en una antigua parábola conminatoria de Jesús, cuya versión
se trasluce aún en Lucas. El sentido originario era: «Como en la vida civil se
hace lo posible para no tener que acudir al juez, haced vosotros lo posible
para no temer a ningún querellante ante el juez del cielo» (Bultmann). Este
se halla a la puerta. Pero quizá el dicho fue en un principio una simple norma
judía de prudencia para el proceso civil, que adquirió un matiz escatológico
con el v. 26 (Zeller). En la versión actual, el fragmento es una exhortación a
reconciliarse con el adversario en el juicio. Por lo demás, el proceso civil de
este mundo podría derivar imperceptiblemente en el proceso escatológico
ante el tribunal del juez universal. La falta de reconciliación en asuntos
terrenos conduce a la condena definitiva en el juicio final.
Todas las querellas de este mundo son bagatelas ante el inminente juicio
final. Quien no se pone de acuerdo con el adversario en tales asuntos corre
peligro de perder el proceso escatológico.
Mt 7,3-5par previene contra la arrogancia y soberbia en materia de
reconciliación y corrección.
¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la
viga que llevas en el tuyo? O ¿cómo vas a decirle a tu hermano: «Deja que te
saque la mota del ojo», con esa viga en el tuyo? Hipócrita, sácate primero la
viga de tu ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu
hermano.
Este dicho de carácter sapiencial advierte con un símil grotesco del peligro
de querer juzgar y enmendar al hermano sin enmendarse a sí mismo. «La
hiperbólica imagen sirve para ridiculizar al juez de su hermano, pero también
para dejar patente su temeridad» (Schürmann). Quizá este dicho
exhortatorio iba dirigido a aquellos cristianos que se creían autorizados con
excesiva facilitad para corregir a otros, en la línea de Mt 18,15-17 y Lc 17,
3s.
La comunidad primitiva insiste también en la ilicitud del divorcio y del
casamiento con una divorciada, dentro de una nueva praxis que contrasta
con lo que era más corriente en el judaísmo.
Hemos mostrado ya antes cómo la comunidad primitiva, apoyada en un
dicho de Jesús, reprobaba la praxis del divorcio en el judaísmo de la época
(cf. Mc 10, 2-9). El judaísmo recurría a la tora (Dt 24, 1-4), que regulaba el
repudio de la esposa. En caso de separación había que dar el acta de repudio
a la divorciada. El acta permitía a la mujer volver a la casa de sus padres
llevando consigo la dote, o casarse de nuevo. Era creencia general que el
derecho a la separación lo poseía sólo el varón; pero hay indicios de que
también las mujeres utilizaban u obtenían este derecho. Sobre las causas
justificantes para repudiar a la esposa había una fuerte controversia de
escuela. Una opinión rigorista sostenía que el marido sólo podía repudiar a la
mujer en caso de adulterio de ésta. La opinión más laxa era que el marido
podía repudiar a la mujer por cualquier causa, como la pérdida de atracción
o por dejar quemarse la comida. La comunidad primitiva, siguiendo el criterio
de Jesús, consideró la disposición de Dt 24, 1ss como una licencia que no se
ajustaba a la voluntad de Dios expresada en el orden de la creación (Gen
1,27). Ella no aplicó tal «licencia» de Moisés. Si se toma en serio la voluntad
sacrosanta de Dios, no hay lugar para el divorcio. De ahí que la comunidad
primitiva no admitiera el divorcio en su ámbito.
El divorcio y el casamiento de la mujer divorciada se prohíben también en la
cláusula Jurídica de Mt 5, 32par.
Todo el que repudia a su mujer [fuera del caso de fornicación], la empuja al
adulterio, y el que se case con la repudiada comete adulterio.
Como en Mc 10, 2-9, también aquí se establece, contra la praxis judía, que la
entrega del acta de divorcio otorgada en Dt 24, 1ss no anula el matrimonio.
Si la mujer repudiada vuelve a casarse, comete adulterio, y el marido que la
repudió es corresponsable en la culpa; asimismo, el hombre que se case con
una mujer repudiada, comete adulterio al romper el matrimonio de ésta con
el marido que la repudió. Las actas de repudio son, por tanto, inválidas.
No consta que esta cláusula jurídica sea un dicho auténtico de Jesús, aunque
el juicio crítico sobre la praxis judía del divorcio parece remontarse hasta él.
El tono polémico que se advierte en Mc 10, 2-9 resuena también aquí. El
logion estilizado en cláusula jurídica tiene su contexto vital en la
interpretación de la ley dentro de la comunidad primitiva palestina. Prohíbe
el divorcio y el casamiento de una divorciada, apelando a la autoridad de
Jesús, que es considerado como intérprete auténtico de la voluntad de Dios.
La cláusula de unión ilegal presupone de nuevo la praxis de divorcio
rechazada, aunque se limite a un solo caso. Una comunidad judeo-cristiana
posterior abandonó la norma rigurosa y permitió el divorcio para el caso en
que la mujer, con su infidelidad, destruya el matrimonio (cf. también 1 Cor 7,
10s).

13 DEBATE Y POLÉMICA
La comunidad primitiva debatió en su predicación con grupos judíos, con su
teología y sus ideas sobre la salvación. Pero tuvo que defenderse también de
las objeciones judías contra su anuncio sobre Cristo y de las acusaciones
polémicas hechas a Jesús. La objeción teológica de más peso fue sin duda la
de la muerte ignominiosa de Jesús en la cruz. ¿Podía un crucificado ser el
salvador definitivo enviado por Dios? ¿no se le aplicaba el dicho: «maldito el
que cuelga del madero» (Dt 21, 23)? Hemos visto ya cómo afrontó la
comunidad primitiva, teológicamente, esta objeción (cf. cap. 6, § 3).
Circulaba el calificativo de «comilón y borracho» aplicado a Jesús (Mt 11, 19),
y la réplica fue que los israelitas eran como niños caprichosos que no se
conforman con nada. No habían acogido ni la llamada del asceta Juan a la
penitencia ni la llamada salvadora del «Hijo del hombre», Jesús (Mt 11, 16-
19). En las «discusiones», la comunidad primitiva debatió con los fariseos la
interpretación de la ley por parte de Jesús (cf. cap. 7, § 2). Esas tradiciones
estaban aún cargadas de un tono propagandístico. Había que ganarse al
adversario. Las tradiciones que analizaremos ahora modifican el tono. La
polémica mordaz y la acritud hiriente definen ahora más a menudo las
respuestas cristianas a reproches y objeciones. Esto obedece a que la
mayoría del pueblo y, sobre todo, sus representantes rechazaron el mensaje
de la comunidad primitiva. Por eso queda al final el anuncio del juicio sobre
la parte de Israel que rehusó el mensaje de los predicadores cristianos.

1. Defensa de la acción de Jesús


La «discusión» de Lc 11, 14-22par aborda y rechaza la insidiosa acusación de
los adversarios judíos, que atribuyen a Jesús un pacto con el diablo. Se trata
quizá de un ataque producido efectivamente contra la conducta de Jesús.
También se había dicho del Bautista que «tenía un demonio» (Mt 11, 18). Es
impensable, en todo caso, que los adversarios judíos lanzaran realmente
esta acusación.
Estaba echando un demonio que era mudo, y apenas salió el demonio, habló
el mudo. La multitud se quedó admirada, pero algunos de ellos dijeron:
«Echa los demonios con poder de Belzebú, el jefe de los demonios». [Otros,
con mala idea, le exigían una señal que viniera del cielo]. El, conociendo sus
pensamientos, les dijo: «Todo reino dividido queda asolado y se derrumba
casa tras casa. Pues bien, si también Satanás se ha dividido, ¿cómo va a
mantenerse en pie su reino?..., ya que decís que yo echo los demonios con
poder de Belzebú. Ahora, si yo echo los demonios con poder de Belzebú,
vuestros hijos, ¿con poder de quién los echan? Por eso, ellos mismos serán
vuestros jueces. En cambio, si yo echo los demonios con el dedo de Dios,
señal que el reinado de Dios os ha dado alcance. Mientras un hombre fuerte
y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. Pero cuando otro
más fuerte lo asalta y lo vence, le quita las armas en que confiaba y después
reparte el botín».
Jesús contesta a la acusación del v. 15 con tres argumentos (v.l7s.l9s.21s).
Cada uno de ellos sería suficiente para refutarla. Esto indica ya que la
tradición fue tomando cuerpo lentamente, acumulando nuevos argumentos.
Pero resulta difícil, si no imposible, distinguir entre elementos primarios y
secundarios. Si partimos de un incremento de la tradición sin desplazamiento
de intenciones, Lc 11, 17s podría ser el documento más antiguo. El
componente metafórico (v. 17) viene a decir aquí que «la desunión interna
conduce invariablemente a la impotencia y la destrucción. La aplicación (v.
18) sólo pretende significar que con la discordia interna el ámbito de Satanás
no tendría ningún poder hacia fuera, y la experiencia enseña que dispone de
ese poder. Por consiguiente, la acusación contra Jesús es insostenible»
(Polag, 39).
La segunda respuesta de Jesús (v. 19s) es considerada a menudo como
incoherente, porque del enlace actual de los v. 19 y 20 parece desprenderse
que los exorcistas judíos expulsaban también los demonios «por el dedo de
Dios». Pero no es posible entender así los v. 19s. El v. 19 reconoce que
también los exorcistas judíos actúan con la ayuda de Dios; pero esto no
significa que su acción posea la misma calidad escatológica que la acción de
Jesús. Esto permite rechazar de plano la acusación contra él. El v. 20 va más
allá que el v. 19: siendo Jesús el anunciador de la basileia, se hace más
visible en sus exorcismos. En ellos «aparece» la basileia.
La tercera respuesta (v. 21s) tiene un acento cristológico. Jesús con su acción
ha demostrado ser «el más fuerte». Este énfasis permite considerar la última
respuesta como el argumento más tardío.
«A la vista de estas controversias, los cristianos podían echar en cara a los
judíos la culpable obstinación con que negaron la acción reveladora de Dios
en la persona de Jesús y se aventuraron en las afirmaciones más absurdas
antes que dar crédito a la autoridad divina de Jesús. Dentro de la comunidad,
la discusión pudo perseguir fines parenéticos y hacer ver, con la exhortación
a la fe, que sólo la ceguera culpable impide creer en Jesús. A los cristianos no
les bastaba con refutar la acusación de pacto con el diablo en las
controversias con los judíos descreídos y en la predicación dentro de la
comunidad. Querían explicar positivamente el sentido de los exorcismos de
Jesús. Por eso combinaron muy pronto la metáfora del Estado y la casa en
discordia con la metáfora igualmente auténtica del triunfo del fuerte, para
dar a entender que Jesús no expulsaba los demonios como aliado de Satanás
sino que justamente sus exorcismos daban fe de su victoria sobre el diablo»
(Laufen, 138s).
El contexto vital del fragmento es la respuesta de la comunidad primitiva a
los ataques judíos. El evidente incremento de la tradición hace suponer la
existencia de un fondo antiguo que consiste en la acusación de pacto con el
diablo. La forma y el contenido del fragmento apuntan a un entorno genético
judeo-cristiano.
La tradición narrativa sinóptica (cf. también Jn 5, 9ss; 7, 2Iss; 9, 14) certifica
que Jesús curaba en sábado. No es verosímil que actuara con intención
provocativa; pero no hay duda de que fue atacado por eso. Sabemos muy
poco, en cualquier caso, sobre la halajá diel sábado en tiempo de Jesús para
poder afirmar que Jesús con sus curaciones sabáticas se apartó del consenso
judío. Es significativo que la cuestión del sábado no revistiera ninguna
importancia en el proceso contra Jesús, ni siquiera como trasfondo. La
«discusión» en Mc 2,23-28 demuestra más bien que en tiempo de Jesús y de
la comunidad más antigua el tema de la interpretación del sábado seguía
abierto y que, dentro de una aceptación básica de la santificación sabática,
el cumplimiento concreto del precepto era una cuestión disputada (cf. cap. 7,
§ 2). Lo cierto es que la polémica judía, después de pascua, esgrimió siempre
y con creciente pasión el reproche de que Jesús había sido un infractor del
sábado. La comunidad cristiana hizo frente a la acusación apelando a la obra
sanadora de Jesús y recordando la obstinación culpable de sus adversarios.
Esta controversia cristalizó en Mc 3, 1-6.
Entró [de nuevo] en la sinagoga y había allí un hombre con un brazo
atrofiado. Estaban al acecho para ver si lo curaba en sábado y curarlo. Jesús
le dijo al del brazo atrofiado: «Levántate y ponte ahí en medio». Y a ellos les
preguntó: «¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal,
salvar una vida o matar?». Se quedaron callados. Echando en torno una
mirada de ira y dolido de su ceguera, le dijo al hombre: «Extiende el brazo».
Lo extendió y su brazo quedó normal. Nada más salir de la sinagoga, [los
fariseos] se pusieron a planear [con los herodianos] el modo de acabar con
Jesús-.
El relato explica, sobre el fondo de una polémica contra los adversarios
judíos, por qué Jesús curaba en sábado. La pregunta de Jesús en v. 4
contesta ya cumplidamente a los adversarios, ya que también la halajá
sabática farisea permitía, por ejemplo, «salvar una vida» en sábado. El v. 4
no plantea, pues, propiamente una cuestión disputada sobre la que pudiera
haber diversos pareceres.
El V. 4 viene a interpretar la acción curativa de Jesús (v. 5). Es el «bien» lo
que está permitido hacer en sábado. Es la acción que salva la vida, porque
en ella está la acción salvadora de Dios sobre el hombre, que decide de la
vida y la muerte. Las curaciones —también en sábado— legitiman por tanto
a Jesús como salvador en cuya persona Dios mismo dispensa salvación y
vida.
La escena adquiere en el v. 6 una carga polémica. Los adversarios son los
verdaderos profanadores del sábado. Ellos decidieron en sábado dar muerte
a Jesús. El fragmento tiene su contexto vital en la controversia apologética
de la comunidad primitiva con el judaísmo sobre la actuación de Jesús, una
actuación escatológica que, según la comunidad, realizaba al máximo la
intención sabática.
En Lc 14,1-6 y 13,10-17 encontramos dos relatos análogos.
Sucedió que un sábado fue a comer a casa de uno de los jefes fariseos, y
ellos lo estaban acechando. Jesús se encontró delante un hombre enfermo de
hidropesía, y dirigiéndose a los juristas y fariseos, preguntó: «¿Está permitido
curar los sábados o no?». Ellos se quedaron callados. Jesús cogió al enfermo,
lo curó y lo despidió. Y a ellos les dijo: «Si a uno de vosotros se le cae al pozo
el burro o el buey, ¿no lo saca en seguida, aunque sea sábado?». Y se
quedaron sin respuesta (Lc 14, 1-6).
El fragmento podría ser una composición lucana. Pero al menos el v. 5
«parece ser un dicho aislado, concretamente un argumento tradicional en los
debates de la comunidad primitiva en torno al sábado» (Bultmann; cf. Mt 12,
11).
Un sábado enseñaba en una sinagoga. Había allí una mujer que desde hacía
dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y andaba
encorvada, sin poderse enderezar del todo. Al verla, la llamó Jesús y le dijo:
«Mujer, quedas libre de tu enfermedad». Y le aplicó las manos. En el acto se
puso derecha y empezó a alabar a Dios, intervino el jefe de la sinagoga,
indignado porque Jesús había curado en sábado, y le dijo a la gente: «Hay
seis días de trabajo: venid esos días a que os curen, y no los sábados». Pero
el Señor, dirigiéndose a él, dijo: «Hipócritas: cualquiera de vosotros, ¿no
desata del pesebre al buey o al burro y lo lleva a abrevar aunque sea
sábado? Y a ésta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ató hace ya
dieciocho años, ¿no había que soltada de su cadena en sábado?». Según iba
diciendo esto se abochornaban sus adversarios, mientras toda la gente se
alegraba de tantos portentos como hacía (Lc 13, 10-17).
El relato de la curación procede de medios judeocristianos. La composición
parece un tanto torpe, porque la curación se produce ya antes del debate.
De ese modo, el relato pone todo el énfasis en el debate. La respuesta de
Jesús contiene una gradación «de lo menor a lo mayor»: si no se quebranta
el sábado por desatar el ganado para abrevarlo, mucho menos por la acción
curativa de Jesús, que «desata» a una hija de Abrahán de los lazos de
Satanás (cf. Jn 7, 21ss). La argumentación del relato es de carácter jurídico, y
su tendencia, idéntica a la de Mc 3, 1-6. El proceder de Jesús es interpretado
en línea apologética, como una obra benéfica que no puede quebrantar el
sábado.
Lc 19,1-9 aborda otra acusación judía: Jesús es un transgresor de la ley,
porque trata con publícanos y pecadores (cf. v. 7):
Entró Jesús en Jericó y empezó a atravesar la ciudad. En esto un hombre
llamado Zaqueo, jefe de recaudadores y muy rico, trataba de distinguir quién
era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Para
verlo se adelantó y se subió a una higuera, porque tenía que pasar por allí. Al
llegar a aquel sitio, levantó Jesús la vista y le dijo: «Zaqueo, baja en seguida,
que hoy tengo que alojarme en tu casa». El bajó en seguida y lo recibió muy
contento. Al ver aquello murmuraban todos: «¡Ha entrado a hospedarse en
casa de un pecador!». [Zaqueo se puso en pie y le dijo: «Mira, la mitad de
mis bienes. Señor, se la doy a los pobres, y si a alguien he sacado dinero, se
lo restituiré cuatro veces».] Jesús contestó: «Hoy ha llegado la salvación a
esta casa, pues también él es hijo de Abrahán».
Dado que el toponímico Jericó va asociado al fragmento, al igual que el
nombre personal de Zaqueo (cf. Mc 10,46-52), el relato puede ser un
fragmento de tradición de la comunidad cristiana de Jericó. Su tendencia es
la defensa de Jesús, que alternaba con un pecador público y notorio. La
atención de Jesús a Zaqueo se valora como un hecho soteriológico. Con él.
Zaqueo y su casa encuentran la salvación de Dios. Zaqueo la alcanzó por
haber hospedado a Jesús.
La defensa de la actuación de Jesús frente a las acusaciones judías se
trasluce también en el relato de Mc 1,40-45. Este podría ir dirigido contra el
reproche de que Jesús era contrario al culto del templo y al servicio de los
sacerdotes para la pureza y santidad del pueblo de Israel.
Se le acercó un leproso y le suplicó de rodillas: «Si quieres, puedes
limpiarme». Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero,
queda limpio». En seguida se le quitó la lepra y quedó limpio. El lo empujó
fuera avisándole muy en serio: [«Cuídate con decirle nada a nadie; eso sí],
ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó
Moisés, para que les conste». Pero el otro, cuando se fue, se puso a
pregonarlo a más y mejor, divulgando la cosa [hasta el punto de que Jesús
ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en
despoblado, pero acudían a él de todas partes].
Para determinar la intención expresiva del relato hay que partir del v. 44 y
del significado positivo de eis martirion autois. La acción de Jesús dará
testimonio de él. Testifica su fidelidad a la tora. Pero el relato presenta
igualmente a Jesús como aquel que puede curar de la lepra. Esto era
sorprendente, porque equivalía a una resurrección (2 Re 5,7; Job 18, 13). El
eismartirion autois, va dirigido por tanto a los oyentes de la predicación
misional en el cristianismo primitivo. El lugar de origen del relato es la
comunidad judeocristiana. Esto se desprende de su interés por la purificación
legal mediante el sacerdote y por la ofrenda de purificación, así como del
término «purificación» aplicado al hecho curativo. Como el relato hace
mención del templo y su culto, tuvo que aparecer en el judeo-cristianismo
palestino.

2. Reacción a los ataques de los saduceos


La comunidad primitiva compartió la fe en la resurrección final de los
muertos con el judaísmo de mentalidad escatológica. Los saduceos
rechazaban esta creencia porque no constaba en la tora. El fragmento de
tradición en Mc 12,18-27 rebate esta actitud. Este «debate de escuela»
procede de una reflexión dialéctica de la comunidad. Recoge argumentos
corrientes de los saduceos contra la fe en la resurrección y los refuta.
Se le acercaron unos saduceos, los que decían que no hay resurrección, y le
propusieron este caso: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le
muere su hermano, dejando mujer, pero no hijos, cásese con la viuda y dé
descendencia a su hermano. Había siete hermanos: el primero se casó y
murió sin dejar hijos; el segundo se casó con la viuda y murió sin tener hijos;
lo mismo el tercero, y ninguno de los siete dejó hijos. Por último, murió
también la mujer. Cuando llegue la resurrección y ésos resuciten, ¿de cuál de
ellos va a ser mujer, si ha sido mujer de los siete?». Jesús les dijo: «¿No
estáis en un error precisamente por no entender las Escrituras ni el poder de
Dios? Porque cuando resuciten, ni los hombres ni las mujeres se casarán,
serán como ángeles del cielo. Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no
habéis leído en el libro de Moisés, en el episodio de la zarza, lo que le dijo
Dios: Yo soy el Dios de Abrahán y el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No hay
un Dios de muertos, sino de vivos. Estáis muy equivocados».
El fragmento contiene dos contraargumentos. Los v. 24s refutan el caso
construido en v. 19-23 para probar que la fe en la resurrección no está
prevista en la tora. Esta primera respuesta echa en cara a los adversarios el
desconocimiento de la Escritura y del poder de Dios. La tora, que regula los
asuntos terrenos, no se puede utilizar contra la esperanza de la resurrección,
porque no tiene validez para los resucitados. Estos no regresan simplemente
a la corporeidad terrena, en la que ellos y ellas se casan. La corporeidad de
la resurrección es de índole celestial. La comunidad lo sabe por las
apariciones del Resucitado.
Parece que el fragmento originario concluía en el v. 25. Los v. 26s son
entonces una adición secundaria que trata genéricamente de la resurrección
de los muertos y hace derivar ésta, en una interpretación arbitraria
típicamente rabínica, de Ex 3, 6. Los v. 26s no se refieren al caso imaginado
por los adversarios, sino que recoge la negación saducea de la resurrección
mencionada en v. 18, pero no formulada como pregunta específica. Si los
saduceos admiten a Yahvé como Dios de sus padres, reconocen con ello la
resurrección de los muertos, ya que Dios es un Dios de vivos, no de muertos.
El "poli planarze" final resume el primero y segundo contraargumento (cf. V.
24). La naturaleza del problema y los argumentos en contra permiten
adjudicar el fragmento tradicional a la comunidad judeocristiana de
Jerusalén. El «relato de aparición» en Lc 24,36-43, indudablemente tardío, es
una respuesta a la objeción de que los discípulos vieron un «fantasma» en
las apariciones.
Mientras hablaban se presentó Jesús en medio [y les dijo: «Paz con
vosotros»]. Se asustaron y, despavoridos, pensaban que era un fantasma. El
les dijo: «¿Por qué estáis asustados? ¿por qué os vienen esas dudas? Mirad
mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme, mirad; un fantasma no
tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo». [Dicho esto les mostró las
manos y los pies]. Como todavía no acababan de creer [de pura alegría] y no
salían de su asombro, les dijo: «¿Tenéis algo de comer?». Le ofrecieron un
trozo de pescado asado; él lo cogió y comió delante de ellos.
El relato hace ver la identidad del Resucitado con el Jesús histórico y su
corporeidad real. El fin perseguido es de carácter puramente apologético. «El
sentir equivocado de los discípulos (v. 37) y su actitud suspicaz reflejan ya,
posiblemente, la controversia de la misión cristiana con sus adversarios
sobre la resurrección y la corporeidad de los resucitados, y se anuncia aquí
muy claramente la resurrección de la carne» (Grass, 40ss).
Otra polémica judía contra el anuncio de la resurrección de Jesús se trasluce
en el relato sobre los centinelas (Mt 27,62-66; 28, [2-4.] 11-15). Presupone
que la comunidad primitiva recurrió al argumento del «sepulcro vacío».
(27) A la mañana siguiente, pasado el día de la Preparación, los sumos
sacerdotes y los fariseos acudieron en grupo a Pilato y le dijeron: «Señor, nos
hemos acordado de que aquel impostor, estando en vida, anunció: A los tres
días resucitaré.
Por eso manda que vigilen el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan
sus discípulos, roben el cuerpo y digan al pueblo que ha resucitado de la
muerte. La última impostura sería peor que la primera». Pilato contestó: «Ahí
tenéis la guardia; id vosotros y asegurad la vigilancia como ya sabéis». Ellos
fueron, sellaron la losa, y con la guardia aseguraron la vigilancia del
sepulcro... (28) De pronto la tierra tembló violentamente, porque el ángel del
Señor bajó del cielo y se acercó, corrió la losa y se sentó encima. Tenía
aspecto de relámpago y su vestido era blanco como la nieve. Los centinelas
temblaron de miedo y se quedaron como muertos...Mientras las mujeres iban
de camino, algunos de la guardia fueron a la ciudad e informaron a los
sumos sacerdotes de todo lo sucedido. Estos se reunieron con los ancianos,
deliberaron y dieron a los soldados una suma considerable, encargándoles:
«Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras
vosotros dormíais. Y si esto llega a oídos del gobernador, nosotros lo
calmaremos y os sacaremos de apuros». Los soldados aceptaron el dinero y
siguieron las instrucciones. Por eso corre esta versión entre los judíos hasta
el día de hoy.
Mt 27, 62-66 y 28, 11-15 son sin duda dos partes de una misma historia. El
relato intermedio entre ambas partes, acerca de las mujeres en camino hacia
el sepulcro, no iba asociado en su origen al episodio de los centinelas (cf. Mc
16, 1-8). Mt 28, 2-4, no obstante, encaja bien en el relato sobre los centinelas
(v. 4) y podría ser un residuo de la parte central de la historia originaria
sobre los mismos, que Mateo sustituyó después por 28, 5-10.
Ya la fórmula "meta treis emeras" (27, 63) indica la existencia aquí de una
tradición premateana. Mateo emplea siempre la expresión «al tercer día». El
relato debe considerarse como «leyenda apologética» tardía (Bultmann) con
la que la comunidad cristiana primitiva reaccionó al infundio judío de que los
discípulos habían robado el cadáver de Jesús para anunciar después su
resurrección (cf. Jn 20, 1.11-18). El relato mismo señala que esta
contrapropaganda judía continuaba difundiéndose cuando escribía el relator
(cf. 28, 15). Justino hará aún referencia a ella (Dial. 108).

3. Debate con los «celotas»


La comunidad primitiva tuvo que enfrentarse a los «celotas», sus ideas y sus
acciones político-religiosas. El celo fanático la hizo blanco de sus ataques por
no participar en la lucha de liberación contra Roma y predicar el amor a los
enemigos y la paz. La controversia con los «celotas» podría haber influido en
más tradiciones de las que podemos abordar aquí. Pero cabe mostrar con el
ejemplo de dos tradiciones cómo la comunidad primitiva se pronunció
directamente sobre estos problemas.
Le enviaron [unos fariseos y partidarios de Heredes] para cazarlo con una
pregunta. Se acercaron y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y
que no te importa de nadie, porque tú no miras lo que la gente sea, sino que
enseñas el camino de Dios de verdad. ¿Está permitido pagar tributo al César
o no? ¿pagamos o no pagamos?». Jesús, notando su fingimiento, les dijo:
«¿Por qué intentáis comprometerme? Traedme acá una moneda, que la vea».
Se la llevaron, y él les preguntó: «¿De quién son esta efigie y esta leyenda?».
Le contestaron: «Del César». Jesús les replicó: «Dad al César lo que es del
César, y a Dios lo que es de Dios». Y los dejó atónitos (Mc 12, 13-17).
La forma de «discusión» que presenta el fragmento indica que la comunidad
primitiva se enfrenta aquí a adversarios de fuera en torno a un problema de
actualidad. Este problema se menciona en el v. 14: ¿es lícito pagar tributo al
emperador? Se trata de una argumentación religiosa. Si Dios es rey de Israel,
¿es lícito acatar al emperador romano en el pago de impuestos? ¿no se quita
así a Dios el honor que le compete exclusivamente? Tales consideraciones
movieron a los «celotas» a rehusar la tributación fiscal a Roma.
La respuesta de Jesús (v. 17) hace constar que la cuestión fiscal no es un
problema religioso. El reconocimiento de Dios no sufre mengua por el
sometimiento a la soberanía fiscal del emperador, porque el reino de Dios
trasciende las circunstancias terreno-políticas. La escena encierra una velada
ironía. El emperador y sus derechos están subordinados totalmente a la
realeza de Dios, y sus exigencias fiscales se reducen al tamaño de una
moneda. Si él reclama lo que le pertenece, hay que dárselo.
La temática y el planteamiento indican que el fragmento apareció y fue
utilizado en las comunidades palestinas, concretamente antes de estallar la
guerra judía, en un período por tanto de gran actividad celota.
El «relato de las tentaciones» de Mt 4, 1-11par aborda también la
«tentación» fanática.
El Espíritu condujo a Jesús al desierto para que el diablo lo pusiera a prueba.
Jesús ayunó cuarenta días con sus noches y al final sintió hambre. El
tentador se le acercó y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se
conviertan en panes». Le contestó: «Está escrito: No de solo pan vive el
hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. Entonces se lo
llevó el diablo a la ciudad santa, lo puso en el alero del templo y le dijo: «Si
eres Hijo de Dios, tírate abajo; porque está escrito: A sus ángeles ha dado
órdenes para que cuiden de ti, y también: Te llevarán en volandas, para que
tu pie no tropiece con piedras». Jesús le repuso: «También está escrito: No
tentarás al Señor tu Dios. Después se lo llevó el diablo a una montaña
altísima y le mostró todos los reinos del mundo con su esplendor, diciéndole:
«Te daré todo eso si te postras y me rindes homenaje». Entonces le replicó
Jesús: «Vete, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios rendirás
homenaje y a él solo prestarás servicio». Entonces lo dejó el diablo; [en esto
se acercaron unos ángeles y se pusieron a servirle].
«El narrador hace ver que determinadas expectativas (escatológicas) no son
válidas para Jesús y para los cristianos, ya que las presenta como
tentaciones diabólicas que Jesús mismo había rechazado» (Hoffmann). En
este sentido hay que interpretar cada una de las pruebas: 1. Era creencia
general que el mesías se manifestaría con grandes milagros realizados en el
«desierto», superiores a los prodigios del Éxodo. Se atribuyeron a diversos
pretendientes mesiánicos en la época de la comunidad primitiva. Un cierto
Teudas intentó un paso del Jordán milagroso. Un profeta llamado Egipto trató
de repetir el milagro de la toma de Jericó; quiso derribar las murallas de
Jerusalén. Jesús rechazó tales exhibiciones para manifestar su mesianidad.
«La comunidad debe aprender del comportamiento de Jesús que ella no
puede seguir a tales guías carismáticos» (Hoffmann; cf. Mc 13, 21s) 2. El
monte del templo y el alero del santuario eran puntos de referencia
destacados en la expectativa mesiánica. «El diablo pide a Jesús... que se
manifieste como salvador en la línea de la esperanza escatológica, centrada
en el templo. Al rechazar esta invitación, Jesús se distancia de la esperanza
de salvación asociada al templo» (Hoffmann). 3. Para los «celotas», el
camino de salvación mesiánica pasaba por la guerra santa con Roma. Su
esperanza era un reino judío universal con Jerusalén como punto céntrico. El
relato descalifica como apostasía la idea de un reinado mesiánico universal
de carácter terrenopolítico. «La intención de los fanáticos de instaurar el
reino mesiánico universal es una tentación diabólica; quien cede a ella, sirve
al diablo» (Hoffmann). P. Hoffmann resume su interpretación: «El relato de
las tentaciones polemiza a gran escala con estas diversas formas de
esperanza mesiánica». El contexto vital del relato es, pues, «la controversia
concreta de grupos cristianos de la comunidad palestina con los diversos
representantes del movimiento judío de rebelión... recurriendo al ejemplo de
Jesús, explica por qué los discípulos de Jesús no participan en la guerra santa
contra Roma. Las acciones del movimiento de liberación son para ellos una
tentación diabólica que Jesús ya había rechazado, al tiempo que afirman el
ideal cristiano de mesianidad» (Hoffmann).
«Este fragmento de tradición nos permite ahondar en la difícil situación de la
antigua comunidad. Esta tenía que defender una verdad increíble al afirmar
que Jesús de Nazaret era el mesías, ya que a la luz de las ideas vulgares
sobre el mesías le faltaba casi todo para ser el rey-mesías. Esta creencia sólo
se podía defender ofreciendo un concepto de mesías notablemente
modificado, y es justamente el concepto que quiere trasmitir el relato de las
tentaciones: un mesías sin gloria externa, sin afán de poder y de dominio del
mundo, un precursor del reino de Dios, pero que espera para el futuro su
participación personal en él como un don de Dios» (Weiss, Urchristentum,
95).

4. El proselitismo de la comunidad primitiva y los discípulos de Juan


Ningún personaje del judaísmo de la época fue tan próximo a Jesús como
Juan Bautista. Ningún grupo judío fue tan estrechamente afín a la comunidad
primitiva como los discípulos del Bautista. Este invitó a todo Israel a la
conversión ante la inminencia del tiempo final. Su bautismo, sacramento
para el perdón de los pecados, salvaba del juicio condenatorio de Dios.
Después de su martirio, sus discípulos siguieron difundiendo el mensaje del
juicio de Dios y continuaron con la praxis bautismal. Veneraron al Bautista
como salvador escatológico; pero no está claro con cuál de los personajes
salvadores esperados lo identificaron. Lo más probable es que considerasen
a Juan como la persona de Elias, cuyo retorno se promete en Mal 3, 1.23s.
La comunidad de los discípulos del Bautista y la comunidad cristiana
primitiva rivalizaron entre sí; pero había más elementos de unión que de
separación entre ellas. Compartían la tendencia apocalíptica del judaísmo y
la inminencia de la intervención escatológica de Dios. Pero si los discípulos
del Bautista, tras la muerte de éste, seguían esperando esa acción
escatológica de Dios en el juicio futuro, la comunidad de Jesús la situó ya en
el tiempo presente. La resurrección de Jesús y el don de su Espíritu, como
obra de Dios, eran señal de que el tiempo final había comenzado y se
encaminaba hacia la consumación. La comunidad primitiva intentó atraerse
a los discípulos del Bautista. Parece que lo consiguió en parte, como indican
las numerosas tradiciones neotestamentarias que tienen su origen en grupos
de la comunidad baptista. Esas tradiciones fueron un aporte que los
discípulos baptistas conversos hicieron a la tradición de la comunidad
cristiana. Un bello ejemplo es el relato sobre el martirio del Bautista de Mc 6,
17-29. No contiene ningún detalle que sugiera un origen cristiano.
Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel
encadenado; el motivo fue que Herodes se había casado con Herodías, mujer
de su hermano Felipe, y Juan le decía: «No te está permitido tener a tu
cuñada por mujer». Herodías se la tenía guardada a Juan y quería quitarle la
vida; pero no podía, porque Herodes miraba con respeto a Juan, sabiendo
que era un hombre recto y santo, y lo tenía protegido. Cuando lo escuchaba,
quedaba desconcertado; pero le gustaba escucharlo. La ocasión llegó cuando
Herodes, por su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a sus
oficiales y a la gente principal de Galilea. La hija de Herodías en persona
entró y danzó, gustando mucho a Herodes y a los convidados. El rey le dijo a
la joven: «Pídeme lo que quieras, que te lo doy». Y le juró repetidas veces:
«Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino». Ella salió a
preguntarle a su madre: «¿Qué le pido?». La madre le contestó: «La cabeza
de Juan Bautista». Entró ella en seguida, a toda prisa, se acercó al rey y le
pidió: «Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan
Bautista». El rey se puso muy triste, pero debido al juramento y a los
convidados, no quiso desairarla, y en seguida mandó a un verdugo que
trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en
una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre. Al
enterarse sus discípulos, fueron a recoger el cadáver y le dieron sepultura.
El relato tiene un carácter peculiar. Sólo en el v. 21 comienza la acción. Los v.
17-20 son preludio. El Bautista sólo aparece activo en el v. 18, el resto son
referencias a él. Entre los v. 18 y 19 hay un hiato: en v. 17s Herodes toma la
iniciativa de arrestar al Bautista y adopta una actitud hostil (cf. Josefo, Ant.
18, 116-119); desde el v. 19, en cambio, parece querer protegerlo de
Herodías. Estas observaciones permiten aventurar la influencia de diversas
tradiciones en el relato y su combinación secundaria. Los numerosos temas
paralelos existentes en historiadores paganos como Herodoto, Livio o
Plutarco, y que Bultmann ha señalado, hacen considerar el relato como un
producto tipificado de escaso valor histórico. 1 Re 21 podría haber influido
también en él. El relato presentaría entonces a Juan como un «profeta al
estilo de Elías». La comunidad cristiana adoptó el relato sin modificarlo.
Antiguos discípulos del Bautista pudieron haberlo integrado en la tradición
cristiana primitiva.
Aparte de Jesús, ningún otro personaje ocupa en los evangelios un puesto
tan destacado como Juan Bautista. La comunidad cristiana primitiva se
ocupó intensamente de su persona, su actividad y su mensaje. Tuvo que
identificarlo en la historia de la salvación y aclarar su relación con Jesús.
Hay que ponderar los siguientes hechos:
Jesús procedía del movimiento baptista; él mismo fue discípulo del Bautista,
como lo fueron muchos de sus discípulos (cf. Jn 1, 35ss).
Al igual que los discípulos del Bautista, la comunidad primitiva practicó el
bautismo, probablemente heredado del Bautista. Pero el bautismo cristiano
tuvo como elemento diferencial la recepción del Espíritu que llevaba
asociada, mientras que la comunidad baptista atribuía al bautismo,
exclusivamente, un valor absolutorio del pecado (cf. Hech 19, 2ss). En la
comunidad primitiva, el bautismo introducía al sujeto en el ésjaton ya
comenzado, mientras que la comunidad baptista lo consideraba mera
preparación para el ésjaton.
Los discípulos del Bautista veneraron a éste después de su muerte como
personaje escatológico y esperaban para breve plazo el comienzo del juicio
final. Ellos creyeron, pues, como los discípulos de Jesús, en un personaje
escatológico ya aparecido históricamente y en la venida inminente de Dios.
Rivalidad y afinidad fueron las dos notas que conformaron, con dificultad, la
actitud de la comunidad primitiva ante el Bautista. Ella no consideró al
Bautista como un falso profeta; era consciente de que muchas de sus raíces
estaban en el movimiento penitencial del Bautista; pero no pudo reconocer
al Bautista como el último personaje escatológico antes de la llegada de
Dios, sino que le asignó otra función en la historia de la salvación: una
función preparatoria.
La tradición de la comunidad primitiva tuvo una alta estima del Bautista. Lo
sitúa junto a Jesús y no niega que éste procedía de su movimiento
penitencial y fue bautizado por él. Juan condujo a Israel hasta el umbral del
tiempo final; pero sólo con Jesús comenzó este tiempo como un acontecer
dinámico.
La ley y los profetas llegaron hasta Juan.
Desde entonces se anuncia el reino de Dios y todos se esfuerzan con
violencia por entrar en él (Lc 16, 16).
También el fragmento de tradición en Mt 11, 7-llpar expresa la magnitud
relativa del Bautista.
Mientras se alejaban], Jesús se puso a hablar de Juan al gentío: «¿Qué
salisteis a contemplar en el desierto? ¿una caña sacudida por el viento? ¿qué
salisteis a ver si no? ¿un hombre vestido con elegancia? Los que visten con
elegancia, ahí los tenéis, en la corte de los reyes. Entonces, ¿a qué salisteis?
¿a ver un profeta? Sí, desde luego, y más que profeta; es él de quien está
escrito: Mira, yo te envío mi mensajero por delante para que te prepare el
camino. [Os aseguro que no ha nacido de
mujer nadie más grande que Juan Bautista, aunque el más pequeño en el
reino de Dios es más grande que él]».
El fragmento 11,7-10 es, a mi juicio, una unidad originaria a la que se añadió
más tarde el dicho independiente del v. 11.
El fragmento 11,7-10 ofrece una construcción impresionante: preguntas
retóricas sucesivas buscan una coincidencia con los oyentes sobre Juan, para
hacerlos avanzar después en su comprensión. Ni siquiera el predicado
«profeta» puede expresar la significación de Juan. Está por encima de todos
los profetas. El v. 10 explica por qué. Es un personaje escatológico anunciado
por los profetas.
El V. 10 combina Mal 3, 1 con Ex 23, 20. La cita de Malaquías pudo ser
aplicada también al Bautista en medios baptistas que interpretaban a Juan
en sentido «mesiánico» (cf. Lc 1, 17; 1, 76). La combinación de Mal 3, 1 con
Ex 23, 30 excluye, en cualquier caso, una interpretación mesiánica del
Bautista. El v. 10 aparece así estilizado como discurso de Dios a alguien que
comparte su trono celestial (¿«Hijo del hombre / mesías»?). Según el v. 10,
por tanto, Juan Bautista no es precursor de Dios mismo (en la línea de Mal 3,
1.23s; cf. Lc 1, 17.76; Mc 1, 13s), sino del «Hijo del hombre», Jesús. En Mt 11,
10 hay, pues, una interpretación originariamente cristiana del Bautista. Pero
éste posee también para la comunidad primitiva una dignidad por encima de
todos los profetas.
El fragmento reconoce la significación de Juan en la historia de la salvación;
pero la enfoca hacia Jesús. El Bautista fue precursor de Jesús. Su actividad
preparó la actividad de Jesús.
La argumentación escrituraria del v. 10 hace considerar el fragmento como
un producto de la comunidad primitiva. Su sesgo indica que se trata de
llegar a una coincidencia con los oyentes sobre la significación de Juan en la
historia de la salvación. El fragmento tiene por tanto su contexto vital,
probablemente, en el proselitismo de la comunidad primitiva en torno a los
discípulos del Bautista.
Las dificultades de la doble frase de Mt 11, 11, originariamente
independiente, radican en la interpretación de la segunda frase. ¿Es un
comparativo o un superlativo? Ambos son posibles en la koiné. ¿Hay que
entender "en te basileia" como atributo: «el más pequeño en el reino es...»,
o como adverbio: «el más pequeño es, en el reino, más grande que él?»
En el primer caso, «el más pequeño» designaría a aquel que va a participar
en la "basileia" de Dios; "en te BASILEIA" Sería, pues, una referencia a la
inminente consumación salvadora. Pero esta interpretación crea dificultades:
¿no participa Juan en la basileia? «Con esa contraposición entre Juan y el
más pequeño en la basileia se descalifica a Juan en el marco del Reino. Y
esto contrasta con la apreciación general que le merece Juan a Q... Por eso
es muy improbable que Q reconozca la grandeza de Juan sólo para el tiempo
previo al Reino y le niegue toda categoría dentro de él» (Hoffmann).
Pero en el segundo caso surge la pregunta sobre el significado. Cabe
prolongar aquí la observación de que se aplica también en el uso lingüístico
judío-rabínico a la relación maestro/discípulo (cf. Lc 6,40; Jn 13, 16; 15, 20).
Entonces podría referirse a Jesús. El fue bautizado por Juan y perteneció al
grupo de sus discípulos. La comunidad primitiva debía tener en cuenta esta
circunstancia histórica. Como discípulo de Juan, Jesús fue para muchos el
«más pequeño» (cf. Jn 3, 26ss). Mt 11, 11b reconoce «el escándalo del Jesús
histórico..., pero lo supera señalando la función escatológica en el Reino,
confiada por Dios a este Jesús...» (Hoffmann).
El contexto vital del dicho podría ser la controversia de la comunidad
palestina con seguidores del Bautista sobre la dignidad de éste y de Jesús. El
dicho reconoce plenamente, de nuevo, la relevancia del Bautista; pero afirma
la paradoja de que el «más pequeño», Jesús, le gana en significación
histórico-soteriológica en el reino de Dios. La intención proselitista del logion
es innegable.
Mt 3, 1-12par permite estudiar cómo la comunidad primitiva asumió una
tradición tomada de grupos baptistas para cristianizarla.
Por aquellos días se presentó Juan Bautista en el desierto de Judea
proclamando: «Enmendaos, que ya llega el reinado de Dios». A él se refería
el profeta Isaías cuando dijo: «Una voz grita desde el desierto: Preparadle el
camino al Señor, allanad sus senderos». Este Juan iba vestido de pelo de
camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de
saltamontes y miel silvestre. Acudía en masa la gente de Jerusalén, de toda
Judea y del valle del Jordán, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el
Jordán. AL ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara],
les dijo: «¡Raza de víboras!, ¿quién os ha enseñado a vosotros a escapar del
castigo inminente? Pues entonces, dad el fruto que corresponde al
arrepentimiento y no os hagáis ilusiones pensando que Abrahán es vuestro
padre; porque os digo que de estas piedras es capaz Dios de sacarle hijos a
Abrahán. Además, el hacha está ya tocando la base de los árboles, y todo
árbol que no da buen fruto será cortado y echado al fuego. Yo os bautizo con
agua, para que os arrepintáis; pero el que viene detrás de mí [es más fuerte
que yo, y yo no merezco ni llevarle las sandalias]. Ese os va a bautizar con
[Espíritu santo y] fuego, porque trae el bieldo en la mano para aventar su
parva y reunir el trigo en su granero; la paja, en cambio, la quemará en una
hoguera que no se apaga».
La historia de la tradición del fragmento es compleja. Ninguna de las
versiones actuales puede recabar la originariedad, que más bien debe
reconstruirse partiendo de las tres versiones existentes. Para nuestro
propósito basta señalar especialmente la presentación del mensaje del
Bautista en Mt 3, lis. Llaman aquí la atención las tensiones e incoherencias:
1. Las dos afirmaciones paralelas sobre el bautismo de Juan y el bautismo
radicalmente distinto del que «viene después» quedan separadas entre sí
por la observación sobre la propia indignidad. Esta observación consta de
dos asertos: el poder superior de «aquel que viene» y la indignidad de Juan
aun para prestar servicios de esclavo al «más fuerte».
2. El bautismo del que «viene» es descrito como un bautismo. Ambas
realidades son inseparables. ¿Qué puede significar, en efecto, añadido? es
probablemente una adición cristiana secundaria; el bautismo de agua y el
bautismo de fuego aparecerían entonces contrapuestos en el logion
originario. o AGIO es el añadido, y en pneumati agio no designaría
originariamente el espíritu de Dios sino el huracán.
3. El significado del bautismo de (tempestad y) fuego se aclara en el dicho
sobre el juicio en Mt 3, 12: el «bautista que viene» es el juez escatológico
que separará el trigo de la paja y quemará ésta en el fuego del castigo.
Estas observaciones permiten concluir que el discurso del Bautista es una
elaboración secundaria, y esto en dos aspectos: 1. Juan Bautista queda
subordinado —mediante la afirmación de la indignidad— al bautista que
viene, Jesús. 2. El bautismo de Juan es trascendido por un bautismo del
espíritu, de valor superior, que administrará el «más fuerte» que está por
venir.
Se trata de añadidos cristianos. Para la comunidad cristiana, «el que viene»
es Jesús. Su bautismo es el bautismo del espíritu traído por Jesús, superior al
bautismo joánico.
En el discurso del Bautista, «el que viene» era originariamente Dios mismo,
que aparecería en breve para juzgar, y Juan era el precursor inmediato de
Dios (Mal 3, 1.23s; Is 40, 3).
El fragmento no es cristiano en la versión original, sino que procede de
discípulos del Bautista. La comunidad cristiana lo recibió de ellos y lo
reelaboró por su cuenta. Hizo del precursor de Dios el precursor de Jesús.
Presenta al Bautista reconociendo su subordinación a Jesús y la menor
eficacia de su bautismo. Jesús trajo el bautismo del Espíritu, administrado en
la comunidad cristiana. La comunidad primitiva relativizó, pero no negó la
grandeza y dignidad del Bautista. No entabla ningún género de polémica
contra él. La recepción de este fragmento de tradición procedente de medios
baptistas en la tradición cristiana muestra de nuevo cómo buscó la
comunidad cristiana, a una con los discípulos del Bautista, la interpretación
correcta de éste y de Jesús. Había que ganar a los discípulos del Bautista
como discípulos de Jesús a través del testimonio de su propio maestro (cf. Jn
1, 19ss; 3, 22ss).
El conjunto de los relatos de infancia en Lc 1-2 permite hacer observaciones
parecidas. Hoy se reconoce generalmente que Lc 1 es una combinación
secundaria de una tradición no cristiana sobre Juan Bautista con la tradición
cristiana sobre Jesús. Los pasajes relativos al Bautista forman una unidad
narrativa originaria que se interrumpe con el nacimiento de Jesús y con el
encuentro de las dos madres.
En la composición literaria, la historia del Bautista y la historia de Jesús
aparecen igualmente referidas entre sí en las versiones 1, 36s y 1, 39-45.
Pero las palabras del ángel sobre Isabel (1, 36s) son una adición secundaria;
no están recogidas ni en el relato de la anunciación (1, 38) ni en el relato
sobre el encuentro de las dos madres (1, 39-45). Y 1, 39-45 puede
desprenderse del texto sin dejar un vacío. El relato sobre el Bautista en su
unidad originaria podría haber incluido Lc 1, 5-25.(46-47.49-56.)57-66.
«Esta leyenda de Juan es unitaria y es de carácter judío, no cristiano. El texto
no hace ninguna referencia a la idea que los cristianos tienen del Bautista, a
su misión de precursor y su subordinación a Jesús; al contrario, 1, 15
proclama la grandeza del Bautista sin cortapisas, como 1, 32 proclamará
después la grandeza de Jesús» (Dibelius).
En una angelofanía se anuncia la vocación y trascendencia de Juan antes de
nacer. Es de linaje sacerdotal (1,5), nace milagrosamente de una madre
estéril (L 7) y será motivo de gozo escatológico (1,14). Juan será un
«grande», un profeta de Dios. Será portador del Espíritu desde el seno
materno. Su misión será convertir a Israel, preceder al Señor «con el espíritu
y poder de Elias» y prepararle un pueblo santo.
En Juan se cumple, pues, el vaticinio de Mal 3, 23s: es el profeta esperado
que actuará como Elias. No hay lugar en este relato a la espera de otro
personaje mesiánico: Juan es el precursor inmediato de Dios mismo (cf. Mt 3,
11s), un personaje del tiempo final.
Parece seguro que este relato procede de medios baptistas que consideraron
a Juan como un personaje mesiánico. Pero la comunidad primitiva recogió el
fragmento y lo reelaboró por su cuenta. Relacionó lógicamente al Bautista
con Jesús y lo subordinó a él. Los dos relatos de infancia aparecen puestos en
paralelo. El acento recae ahora en la historia de Jesús (cf. Lc 2). Los relatos
sobre Jesús aparecen conformados como una superación expresa de los
relatos joánicos correspondientes. Subrayan la superioridad de Jesús (cf. Lc
1,26-38). Por último, el relato sobre el encuentro de las dos madres (1, 39-
45) insinúa sutilmente la subordinación del Bautista.
La comunidad primitiva reconoce también aquí la dignidad de Juan en la
historia de la salvación, pero lo subordina a Jesús haciéndolo precursor suyo.
No hay una polémica contra Juan. La intención del texto es más bien mover a
los discípulos del Bautista a la correcta apreciación del significado histórico-
salvífico y de la categoría de Juan y de Jesús, y ganarlos como discípulos del
segundo.
La comunidad primitiva recogió también de medios baptistas los dos grandes
himnos del relato de infancia. Esto parece seguro en el caso del Benedictus
(Lc 1,68-79), y probable en el caso del Magníficat (Lc 1,46-56).
El Benedictus es un anexo al reíalo sobre el nacimiento de Juan. Tiene su
final estilístico en v. 66. Tendría su lugar orgánico después de v. 64. Es, por
tanto, un fragmento de tradición originariamente aislado.
Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha venido él a liberar a su
pueblo, suscitándonos una fuerza salvadora en la casa de David, su siervo. El
lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas: que nos
salvaría de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian;
manteniéndose leal a nuestros padres y teniendo presente su santa alianza;
la promesa que hizo a nuestro padre Abrahán de concedernos que, libres de
temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y
rectitud en su presencia, todos nuestros días.
Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo
porque irás delante del Señor
a preparar sus caminos
y dar a su pueblo conocimiento de salvación
por el perdón de sus pecados.
Por la entrañable misericordia de nuestro Dios
nos visitará el sol que nace de lo alto,
para iluminar a los que viven en tinieblas
y en sombras de muerte,
para guiar nuestros pasos
por el camino de la paz.
El himno consta de dos parte: v. 66-75 y v. 76-79. La primera «es un himno
de puro estilo escatológico que expresa la mesianología judía corriente: una
fuerza salvadora, vaticinada por el profeta, se instala en la casa del siervo de
Yahvé, David; se ha producido la redención porque ha llegado el mesías»
(Thyen, 115s). Hay probablemente en esta parte un antiguo salmo judío —
quizá de la época de los macabeos— que la secta joánica relacionó con el
Bautista mediante el añadido de la segunda parte. Esta segunda parte
presenta a Juan (jrai6íov, referido al contexto, es secundario) como profeta
del Altísimo (cf. Mal 3, 1) que precede al Señor y prepara sus caminos. Esto
acontece mediante la gnosis soterias, conocimiento de salvación que
consiste en la áfesis anagtion (cf. Mc 1,4). Juan es, pues, «mediador del
perdón de los pecados para el pueblo redimido, que con ese perdón es
purificado y regenerado» (Vielhauer).
La pregunta decisiva para comprender el himno es cómo se agregan los v.
78s a los v. 76s y de quién se habla aquí, especialmente a quién se refiere la
expresión anatole eg ipsous. Esta expresión significa «luz que viene de lo
alto del cielo». Ahora bien, el v. 78 está referido por la preposición … a los v.
76s. Teniendo en cuenta, además, que el himno fue trasmitido en los
orígenes sin el contexto actual, queda claro que los v.78s se refieren al
mismo personaje que los v. 76s: Juan. Este es la «luz de lo alto» que brilla
para «los que viven en tinieblas y en sombras de muerte». Juan es
considerado aquí como personaje mesiánico (cf. TestLeví 4,4; 18, 30).
El himno en su forma original es un cántico a Juan Bautista. Jesús no aparece
en él. Por eso debe considerarse como una tradición de la secta baptista.
Muestra cómo la secta «mesianizó» al Bautista. Sorprende que falten
importantes elementos de la predicación del Bautista, como el bautismo, el
juicio y la figura del que bautiza con fuego. El himno se caracteriza por el
dualismo (luz/tinieblas), presente también en la apocalíptica, la comunidad
de Qumrán, Pablo y el evangelio de Juan, pero igualmente en la gnosis
posterior. La comunidad cristiana primitiva recogió este himno y orientó la
figura del Bautista hacia Jesús, insertándolo en las historias de nacimiento.
Jesús es ahora el kirios, del V. 76; es, en la interpretación cristiana del himno,
la anatole ex ipsous para la que Juan prepararía a Israel.
También opinan muchos que el Magníficat (Lc 1,46-56) fue en los orígenes
una tradición de la secta baptista. Según eso, fue pronunciado obviamente
por Isabel y podría haber figurado después de 1,25. A juicio de Bultmann,
encajar/a mejor allí que en e) lugar actual, donde soporta a duras penas el
contexto.
El empeño proselitista de la comunidad primitiva en torno a los discípulos del
Bautista se trasluce asimismo en el fragmento de Mt ll,2-6par.
Juan se enteró [en la cárcel] de las obras que hacía el mesías y mandó dos
discípulos a preguntarle: «¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a
otro?». Jesús les respondió: «Id a contar a Juan lo que estáis viendo y
oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los
sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena
noticia. Y ¡dichoso el que no se escandalice de míl».
Se trata de saber si el Jesús terreno fue el personaje escatológico anunciado
o si después de él había que esperar a algún otro. El texto responde a esta
pregunta, con una referencia general a las obras de Jesús, 2. enumerando
hechos salvíficos en la línea de las descripciones proféticas del tiempo final,
y 3. con un makarismo o bienaventuranza.
La actuación de Jesús deja patente que ha llegado el tiempo de salvación
anunciado por los profetas. Las obras de Jesús son el cumplimiento de los
acontecimientos salvíficos prometidos en Is 29, 18s; 35, 5s y 61, 1 para el
tiempo final. De las obras cabe extraer conclusiones sobre Jesús mismo. El es
el personaje escatológico que anunció Juan. Sus obras lo legitiman. Emplazan
a todos ante la pregunta decisiva de si reconocen en Jesús al personaje
escatológico prometido o fracasan ante él.
F. Hahn y P. Stuhlmacher estiman que el texto aplica a Jesús la imagen de
«profeta escatológico», pero no la del anunciado mesías. Del mesías no se
esperaban milagros. Esta opinión, sin embargo, es una construcción
histórica. No consta la existencia de una cristología primitiva que
interpretase a Jesús conforme al modelo del «profeta escatológico». La
reflexión cristológica de la comunidad primitiva no aplicó aisladamente las
diversas concepciones judías del salvador escatológico, sino que las combinó
entre sí y las complementó unas con otras (cf. cap. 6, § 1). Dado que se
esperaban hechos prodigiosos para el tiempo final, aunque el mesías mismo
no fuese considerado un taumaturgo sino un caudillo político-nacional, y
dado que la espera del mesías quedó despolitízada en la comunidad
primitiva a hora muy temprana, no hubo dificultad alguna en combinar la
mesianidad de Jesús con su condición taumatúrgica. Se reconoce en general
que el fragmento no relata una escena histórica de la vida de Jesús sino que
es un producto cristiano-primitivo. A. Vogtle señala que la formulación de la
pregunta sobre el Bautista encaja mejor en la situación de la comunidad
pospascual, ya que la pregunta formulada de modo alternativo concede que
la espera de otro personaje diferente de Jesús es ilusoria si es a éste a quien
hay que esperar. La presencia de discípulos del Bautista habla también en
favor del origen pospascual. ¿Por qué no pregunta el Bautista mismo? ¿por
qué el texto no dice nada sobre la reacción del Bautista? Mt 11, 5s se
entiende mejor como argumentación escrituraria del cristianismo primitívo
que contempla retrospectivamente la actuación de Jesús.
Hay que tener en cuenta que la pregunta formulada a Jesús: «¿Eres tú el que
tenía que venir o esperamos a otro?», no la formula a Jesús cualquier judío
sino Juan Bautista a través de sus discípulos. La pregunta enlaza con su
mensaje sobre la «llegada del más fuerte» (Mt 3, 11s). Se ajusta a la
situación de los discípulos del Bautista después de la muerte de éste. En la
línea de su mensaje siguieron esperando al que estaba «a punto de llegar».
Ya esta observación indica que el trasfondo del fragmento es la controversia
de la comunidad primitiva con discípulos del Bautista; y su intención, la de
ganarlos para su causa. Lo confirma el makarismo que figura con vigor al
final. Son proclamados dichosos los discípulos del tiempo postapostólico que
se convierten a Jesús. El fragmento les dice que Jesús es el personaje
escatológico anunciado por su maestro. Sobre la suerte corrida por los
discípulos del Bautista sólo cabe hacer conjeturas. Las tradiciones reseñadas
sobre el Bautista, que proceden de ese grupo y encontraron acogida en la
tradición cristiana, permiten afirmar con probabilidad que muchos discípulos
suyos se agregaron a la comunidad primitiva. Así lo confirma también el
evangelio de Juan. Jn 1, 19-51; 3, 22-26 presentan al Bautista como «testigo»
de Jesús que conduce sus discípulos a éste. El cristianismo joánico es aún
consciente de sus raíces en el movimiento baptista; esa comunidad lucha
también por ganar a los discípulos del Bautista no cristianos (Jn 3,22ss; 1,6-
8.15). Pero el grupo baptista no se diluyó del todo en la comunidad primitiva.
Perduró como una secta independiente.

5. Polémica contra escribas y fariseos


Encontramos en la tradición cristiano-primitiva frases de extrema dureza y
de polémica contra los escribas y fariseos. Estos aparecen como un grupo de
conciencia elitista que por sus conocimientos de la Escritura tiene en sus
manos la «llave del saber» y se rige en su vida por la tora. La polémica del
cristianismo primitivo denuncia que el «conocimiento» correcto de los
fariseos y su afán de pureza ritual en la vida cotidiana no vayan
acompañados de un ethos interior. No toman en serio el «conocimiento» y no
se guían por la voluntad de Dios. La comunidad primitiva, en cambio, exige
un ethos radical expresado en las «antítesis» (cf. cap. 7, § 2). Desde este
ethos ataca a los escribas y fariseos. No es que rechace básicamente su
observancia de la ley y su estilo de vida ritual. El dictamen es: «demasiado
poco». La comunidad primitiva postula una «justicia superior» (Mt 5, 20) a la
que practican los fariseos.
Su crítica al fariseísmo coincide con la de aquellos grupos apocalípticos
radicales que se expresan en AscMois 7,3ss, por ejemplo. «Y sobre ellos
dominan hombres siniestros e impíos que se proclaman justos. Estos
provocan la ira de sus amigos, porque serán gente falaz que sólo vive para
complacerse a sí misma, que lo tergiversa todo en su conducta y se pasa el
día banqueteando y comiendo a dos carrillos... devorando los bienes de los
pobres y afirmando que lo hacen por compasión... Sus manos y corazones
producen impureza, sus labios fanfarronean, y dirán: No me toques, que me
manchas» (cf. también cap. 3, § 4).
Hay en Mt 23, 2-3 un dicho crítico de importancia fundamental: En la cátedra
de Moisés han tomado asiento los escribas y fariseos. Por tanto, todo lo que
os digan, hacedlo y cumplidlo... pero no imitéis sus obras, porque ellos dicen,
pero no hacen.
Habla aquí una comunidad que no discrepa de los fariseos en la «doctrina»
sino en la práctica. Ella cumple realmente la ley. Su justicia es mayor que la
de los fariseos (cf. Mt 5, 20). Se trata quizá de un dicho de fariseos
judeocristianos contra sus colegas de grupo, un dicho que tiene un carácter
más admonitorio que polémico.
La sección Mt 23, 1-39 / Lc 11, 39-48 se basa en una invectiva profética
contra fariseos y letrados que quizá ya antes de su recepción en la fuente Q
constaba de dichos originariamente sueltos.
No es posible establecer conseguridad el orden de sucesión que tenían las
imprecaciones; pero no parece que el orden sucesivo sea relevante para
nuestro propósito. Fueron reunidas porque coincidían en la confrontación y la
polémica contra los fariseos. El contexto vital de las distintas imprecaciones
y de su composición secundaria es la controversia con el fariseísmo, que fue
un movimiento rival de la comunidad primitiva. De Lc 11,42par se desprende
que esta polémica se sitúa antes del año 70 d. C., ya que con la destrucción
del templo caducó la obligación de los diezmos.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos [hipócritas], que limpiáis por fuera la
copa y el plato, mientras dentro rebosan de robo y desenfreno! (Mt 23, 25).
El texto relaciona el precepto ritual con la ley moral. Los fariseos quieren
aplicar a la vida cotidiana los preceptos rituales impuestos en principio a los
sacerdotes durante el servicio en el templo. Para no contaminarse por
contacto con insectos muertos, limpiaban los platos y las copas antes de
usarlos. El texto no rechaza en el fondo esta práctica; «pero polemiza con la
consecuencia errónea que infieren los fariseos; la escrupulosa limpieza
ritual... del exterior de las copas y los platos debe ir acompañada de la
limpieza ética de su contenido. El contenido... no debe proceder de la
rapacidad y el desenfreno» (Schulz).
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la
hierbabuena, del anís y del comino, y descuidáis lo más grave de la ley: la
justicia, el buen corazón y la lealtad! Esto había que practicar, y aquello... no
dejado (Mt 23, 23).
El texto no censura, sino que aprueba el precepto del diezmo observado
estrictamente y ampliado por los fariseos. El Dt 14, 22s exigía el diezmo del
trigo, el mosto y el aceite. El texto censura que los fariseos, al cumplir con
creces la obligación del diezmo, olviden lo más importante: la condena del
mal, la misericordia y la lealtad con el prójimo. «Percibimos aquí con toda
claridad la voz de la comunidad judeocristiana que exige el verdadero
cumplimiento de la ley» (Haenchen).
¡Ay de vosotros, fariseos, que gustáis de los asientos de honor en las
sinagogas y de las reverencias por la calle! (Lc 11,43).
El texto polemiza con los fariseos que presumen de ser la élite religiosa del
judaísmo. La comunidad primitiva les niega este rango porque en ella rige el
principio de que «el primero debe ser el último y servidor de todos».
¡Ay de vosotros!; sois como tumbas sin señal que la gente pisa sin saberlo
(Lc 11,44).
Esta imprecación no va dirigida contra la interpretación de la ley que hacen
los fariseos sino contra su conducta. Sin saberlo, la gente se aleja de Dios y
de la salvación por la influencia de los fariseos.
Lían fardos pesados y los cargan en las espaldas de los demás, mientras
ellos no quieren empujarlos ni con un dedo (Mt 23,4).
El dicho descubre polémicamente la flagrante contradicción entre lo que
enseñan y lo que hacen los letrados.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos [hipócritas], que edificáis sepulcros a los
profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos, diciendo: «Si hubiéramos
vivido en tiempo de nuestros padres no habríamos sido cómplices suyos en
el asesinato de los profetas! Con esto atestiguáis, en contra vuestra, que sois
hijos de los que asesinaron a los profetas (Mt 23, 29-31).
Al distanciarse de sus padres y adornar los mausoleos de los profetas
asesinados, los fariseos se reconocen «hijos» de sus padres asesinos de
profetas. Resuena aquí la idea deuterono-mística del destino violento de los
profetas de Israel. Lo que procede no es condenar a los padres sino
reconocerse cómplice de su culpa.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos [hipócritas], que les cerráis a los
hombres el reino de Dios. Porque vosotros no entráis, y a los que están
entrando tampoco los dejáis (Mt 23, 14).
Se imputa aquí «la violencia de las llaves a los letrados y fariseos: en sus
manos están las llaves y ellos tienen el poder de abrir el reino de Dios
mediante la recta interpretación de la tora» (Schulz). Pero ellos impiden la
entrada. No quieren entrar e intentan impedir que otros entren. La basileia
se concibe aquí como una realidad presente en la que se puede entrar.
Detrás del dicho aparece la situación: la comunidad es boicoteada en su
labor evangelizadora por representantes conspicuos del judaísmo.
También hay una polémica antifarisea en Lc 6, 39 (cf. Rom 2, 19; Mt 23, 16):
[Y añadió una comparación] «¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿no caerán
los dos en el hoyo?».
Lc 6,43-45par también podría ir dirigido contra los fariseos.
No hay árbol sano que dé fruto dañado ni árbol dañado que dé fruto sano. El
árbol se conoce por su fruto: no se cogen higos de las zarzas ni se cosecha
uva de los espinos. [El que es bueno, de la bondad que almacena en su
corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo
que rebosa del corazón lo habla la boca].
Las sentencias aparecen construidas antitéticamente y se mueven en la
esfera de la sabiduría profana de la vida. Las obras revelan el verdadero
valor de las personas. Al menos el primer dicho podría invitar en su forma
originaria a examinar críticamente las obras de los fariseos. Muchos de sus
grupos eran considerados en la comunidad primitiva como ejemplo de la
diferencia abismal entre la «doctrina» y la práctica.
Los dos fragmentos de tradición Mt 23, 16-22 y Mc 7, 9-13 hacen una crítica
acerba a la casuística legal de los letrados.
Ay de vosotros, guías ciegos, que enseñáis]: «Jurar por el santuario no es
nada, pero jurar por el oro del santuario obliga!» ¡Necios y ciegos! ¿Qué es
más, el oro o el santuario que consagra el oro? O también: «Jurar por el altar
no es nada, pero jurar por la ofrenda que está en el altar obliga». ¡Ciegos!
¿qué es más, la ofrenda o el altar, que hace sagrada la ofrenda? Quien jura
por el altar jura al mismo tiempo por todo lo que está encima, y quien jura
por el santuario jura al mismo tiempo por el que habita en él; y quien jura
por el cielo jura por el trono de Dios y por el que está sentado en él (Mt 23,
16-22).
¡Qué bien violáis el precepto de Dios para conservar vuestra tradición!
Porque Moisés dijo: «Sustenta a tu padre y a tu madre» y «quien deje en la
miseria a su padre o a su madre tiene pena de muerte». En cambio, vosotros
decís que si uno le declara a su padre o a su madre korbán, es decir, «los
bienes con que podría ayudarte los ofrezco en donativo al templo», ya no le
permitís hacer nada por su padre o por su madre, invalidando el precepto de
Dios con esa tradición que habéis trasmitido; y de estas hacéis muchas (Mc
7, 9-13).
No consta con certeza si esta polémica iba dirigida en los orígenes contra el
fariseísmo. Los textos fustigan los abusos en la interpretación casuística de
la tora que podían cometer también los letrados fariseos. La polémica no
hace justicia, desde luego, al conjunto del movimiento fariseo. Hay que
señalar también que el fariseísmo no era una realidad homogénea antes del
año 70 d. C. Dentro de sus agrupaciones se producían acusaciones y
controversias similares (cf. AscMois 7,1-9; SalSal IV, 1-7). Pero, pese a todas
las incertidumbres, estas dos tradiciones nos muestran a una comunidad
primitiva que intenta ganarse a Israel en una lucha competitiva con los
fariseos. Ninguno de los dos grupos pudo resolver la pugna a su favor antes
del año 70 d. C. Fueron los celotas los que la ganaron al principio. La
comunidad cristiana abandonó Palestina. Su huella se pierde. Pero la hora del
fariseísmo sonó después del desastre de la guerra judía.

6. Palabras de condena contra Israel


En la situación de crisis política extrema de Palestina, la comunidad primitiva
con su anuncio escatológico se vio atrapada en varios frentes. Fue tachada
de traidora por el movimiento celota por su llamada a la no violencia y a la
paz. Fue acusada en cambio por los grupos judíos moderados, proclives a la
colaboración con los romanos, de afinidad con los rebeldes.
Las personalidades carismáticas vivieron situaciones de peligro en la fase
previa a la guerra judía. Es el caso de Pablo, que durante su última estancia
en Jerusalén estuvo a punto de caer víctima de un atentado celota. De la
tradición cristiana se desprende que los cristianos, especialmente sus
dirigentes carismáticos, sufrieron persecución por parte del pueblo judío y de
sus autoridades, y pasaron por tribunales y torturas. Las calumnias, ofensas
y hasta el martirio fueron algo más que posibles consecuencias del
testimonio cristiano: un peligro real vivido a diario. Los misioneros eran
conscientes de ser enviados como «ovejas entre lobos» (Mt 10, 16). El
compromiso de seguimiento hasta la cruz podía convertirse en amarga
realidad para ellos (Mc 8, 34par), y el dicho Mc 8, 35: «El que pierda su vida
por mí, la salvará», fue para ellos de máxima actualidad. Sin embargo, no
cabe hablar de una persecución general de los cristianos. El ambiente
cargado de odio y de tensión de los últimos años antes de la guerra judía
oprimió también a los cristianos (cf. cap. 11, § 3 y 4). En esta situación era
cada vez más evidente que la misión de la comunidad palestina en Israel
había fracasado en su conjunto. Sus misioneros encontraron una creciente
incomprensión, rechazo y hostilidad, también un fanatismo ciego que se
resistía a su mensaje. Los celotas no podían comprender que los cristianos
pudieran exigir la renuncia a la violencia y el amor a los enemigos en la
situación política extrema. Su proclama de un mesías ajusticiado en la cruz
era para muchos contemporáneos motivo de desmoralización en la lucha
contra Roma y una provocación intolerable de la conciencia judía de pueblo
elegido. Los misioneros de Israel interpretaron su rechazo por el Israel
impenitente a la luz de la imagen deuteronomística del profeta: Israel desoyó
siempre la llamada de Dios a la conversión y persiguió y dio muerte a los
profetas (Lc 6, 23). También los «helenistas» habían interpretado su fracaso
en Jerusalén, veinticinco años antes, a la luz de esta idea (cf. Lc 13, 34s; 11,
49s; Hech 7, 51ss; cf. cap. 7, § 4). Estos logia cobraron actualidad con el
fracaso de los misioneros palestinos en Israel: éste había recusado la
llamada de Jesús y de sus mensajeros a la conversión. «Esta generación» se
endureció definitivamente en la maldad. Sólo le restaba el juicio.
Desde la experiencia de rechazo y hostilidad de una gran parte del pueblo
judío, la «normativa del mensajero» en Lc 10, 2-9 (cf. cap. 10, § 2) es
complementada ahora con la instrucción de Lc 10, 10-12, que regula el
comportamiento de los mensajeros en caso de no ser recibidos.
Cuando entréis en una ciudad y no os reciban, salid a las calles y decid:
«Hasta el polvo de esta ciudad que se nos ha pegado a los pies os lo
sacudimos. De todos modos, sabed que ya llega el reino de Dios». Os digo
que aquel día le será más llevadero a Sodoma que a esa ciudad.
Es difícil que esta instrucción pertenezca a la versión más antigua de la
tradición, porque contrasta con Lc 10,5s. «Lc 10, 5s dice a los mensajeros
que, en caso de rechazo, la bendición del saludo volverá a ellos; la respuesta
a ese rechazo no es asunto suyo, sino de Dios. Según Lc 10, 10s(9, 5).12.13-
15, los mensajeros, si no son recibidos, ponen en movimiento un mecanismo
de revancha escatológica: rompen las relaciones con el lugar, sacudiendo su
polvo como señal. Sodoma, que atentó contra la hospitalidad en forma atroz,
lo pasará mejor en el juicio que ese lugar» (Hoffmann, 302).
A este contexto pertenecen aquellas amenazas contra Israel que no dan ya
más plazo a esta generación para el arrepentimiento y la conversión, y
anuncian el juicio inminente a cargo del «Hijo del hombre» por ella
rechazado (cf. Lc 12, 8s). El lugar común de estas amenazas es la
advertencia de que a los paganos les irá mejor en el juicio que a Israel (cf. Mt
8, 11s).
Comencemos analizando el oscuro y arduo dicho sobre la señal de Jonás en
Lc 11, 29-30par3.
Esta generación es mala. Pide una señal, y no se le dará otra señal que la
señal de Jonás, porque igual que Jonás fue una señal para los habitantes de
Nínive, así va a serlo el Hijo del hombre.
Se discute si el logion es una unidad originaria. Lo más frecuente es suponer
que el v. 30 fue añadido secundariamente al v. 29 (cf. Mc 8, 12). Si Lc 11, 29
es un dicho originario de Jesús, cabe preguntar en qué consiste la «señal de
Jonás». ¿Se evoca a Jonás como anunciador de castigos? ¿la «señal de Jonás»
es, pues, la predicación de penitencia y conversión por Jesús o sus
mensajeros pospascuales? El v. 29 sería entonces una última y seria
exhortación de Jesús a creer, como los ninivitas, la llamada a la conversión
para eludir el castigo. Los oyentes deben guiarse exclusivamente por la
llamada a la penitencia; no cabe esperar una señal confirmatoria. Detrás de
la llamada a la conversión acecha el juicio. Quien ahora no hace caso a la
llamada no tendrá otra oportunidad. La llamada actual a la penitencia y la
conversión es más que suficiente. La exigencia de un signo confirmatorio es
ya impenitencia. Pero estas reflexiones permiten a lo sumo la vaga
reconstrucción de un dicho auténtico sobre Jonás en labios de Jesús. Tal
reconstrucción es muy problemática. En todo caso, parece que el logion
nunca circuló dentro la comunidad pospascual en esa formulación. En la
tradición cristiano-primitiva contenía siempre la referencia al «Hijo del
hombre» (v. 30), que pasaba a ser la «señal» para aquella generación.
¿En qué sentido será el «Hijo del hombre» una «señal» para esta
generación? Algunos exegetas estiman que el v. 30 habla del «Hijo del
hombre» terrenal. La comunidad primitiva remitiría a la actividad pasada de
Jesús como único signo que se le dio a IsraeL Esta interpretación, sin
embargo, no satisface. No hace justicia ni al concepto de "semeion" ni al
significado de futuro del dicho. El dicho apunta más bien a la llegada próxima
del «Hijo del hombre» en calidad de juez. Esta llegada es la «única señal»
que puede esperar la presente generación, eso sí, para un futuro muy
próximo. Es efectivamente una señal confirmatoria, pero no una señal que
garantice la conversión y la fe. Cuando acontezca, será tarde para la
conversión. Entonces será el juicio.
El logion es una advertencia contra «esta generación» de Israel que desoye
la llamada al arrepentimiento y la conversión de los misioneros cristianos de
Israel. Estos le anuncian la inminencia del juicio.
Sin embargo, el logion contiene una paradoja deliberada. Los nini vitas
hicieron penitencia ante la «señal de Jonás»; pero cuando aparezca el «Hijo
del hombre» para juzgar, será demasiado tarde. Así, «esta generación» sólo
dispone de la llamada actual a la penitencia y conversión que hacen los
mensajeros de Jesús. El contexto vital de Lc 11, 29s es la polémica nacida de
las experiencias negativas de la misión en Israel y del anuncio del juicio que
hizo la comunidad primitiva contra Israel.
La amenaza bimembre en Lc 11,31spar pertenece también a este contexto
histórico.
La reina del Sur se levantará en el juicio contra los hombres de esta
generación y la condenará; porque ella vino desde los confines de la tierra
para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay algo más que Salomón.
Los habitantes de Nínive se levantarán en el juicio contra esta generación y
la condenarán, porque ellos se arrepintieron con la predicación de Jonás, y
aquí hay algo más que Jonás.
Estas palabras de amenaza contra «esta generación», que en la versión
original se trasmitieron aisladas, podrían ser dichos auténticos de Jesús. Los
misioneros cristiano-primitivos de Israel las recogieron para anunciar el juicio
inminente al Israel obstinado. «Esta generación» no reconoció ni reconoce
aún que Jesús trajo la «sabiduría» última y absoluta y la última e
incondicional llamada al arrepentimiento. «Hay aquí algo más que
Salomón..., algo más que Jonás». Por eso la reina del Sur y los ninivitas
estarán en ventaja en el juicio frente a Israel, y lo condenarán.
El logion Mt 8, 11ss amenaza también con la posibilidad de que los paganos
puedan dejar atrás a Israel en el ésjaton:
Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente a sentarse a la mesa
con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de Dios; en cambio, a los ciudadanos
del Reino los echarán fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el apretar de
dientes.
Todo el peso del logion estriba en su segunda parte, concerniente a Israel:
los «hijos del Reino» serán arrojados a las tinieblas. Ellos habían sido
predestinados para participar en el «festín de los padres»; ahora los paganos
ocupan su puesto. El logion no formula ningún programa de misión entre
paganos. La entrada de los paganos en la basileia es interpretada con el
esquema de la afluencia escatológica de las naciones a Sión. Pero el dicho
podría apuntar a la misión cristiana que cosechaba éxitos fuera de Palestina.
Los misioneros cristiano-primitivos de Israel, exponentes y voceros de este
dicho referido a Israel, señalan la enorme paradoja de que, mientras el
judaísmo palestino se cierra al anuncio cristiano, los paganos lo acojan. No
está claro si el dicho pretende despertar por última vez a los destinatarios
judíos para que no dejen pasar su oportunidad. Parece que no, habida cuenta
del fuerte carácter de resignación que tiene el dicho, y que se limita a
constatar simplemente el giro producido.
Ya Juan Bautista deshizo en su anuncio histórico la seguridad de Israel sobre
su propia salvación: «Y no os hagáis ilusiones pensando que Abrahán es
vuestro padre; porque os digo que de estas piedras es capaz Dios de sacarle
hijos a Abrahán» (Mt 3, 9). Y amenazó con la condena al sector no dispuesto
a convertirse (Mt 3, 10.12). La comunidad primitiva acogió y trasmitió este
mensaje del Bautista (cf. supra, § 5). Dentro del anuncio de la comunidad
primitiva, tiene su contexto vital en la polémica contra Israel que se cierra a
la llamada al arrepentimiento y la conversión que hacen los misioneros
cristianos. «Si los judíos siguen desoyendo todas las advertencias, confiados
en que Dios no puede dejar de la mano a su pueblo, tendrán que
comprender al menos, a la vista de la misión pagana iniciada a su alrededor,
que puede hacer también de los no israelitas hijos de la promesa. Dios no
está supeditado a los hombres» (Zeller).
El juicio sobre el Israel estéril es inminente, pues una gran parte del
judaísmo palestino no aprovechó el plazo dado para el arrepentimiento. Jesús
se había referido ya con la parábola de Lc 13, 6-9 a este último plazo. En su
seguimiento, también los misioneros cristiano-primitivos de Israel cultivaron
y cuidaron la «higuera» de Israel. Pero no sirvió de nada. Ahora llega el juicio.
Un hombre tenía una higuera plantada en su viña, fue a buscar higos y no
encontró. Entonces dijo al viñador: «Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar
fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala; ¿para qué va a esquilmar el
terreno?». Pero el viñador le contestó: «Señor, déjala todavía este año; entre
tanto yo cavaré y le echaré estiércol; si en adelante no diera fruto... si no, la
cortas».
Una amenaza profética contra el Israel obstinado son también las
imprecaciones a las ciudades galileas en Lc 10, 13-15par: ¡Ay de ti, Corazaín;
ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los
milagros que en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia
cubiertas de sayal y sentadas en ceniza. Por eso el juicio les será más
llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿piensas
encumbrarte hasta el cielo? Bajarás al abismo.
El dicho amenaza a las ciudades de Corazaín, Betsaida y Cafarnaún con un
juicio más severo que el de las ciudades paganas de «Tiro y Sidón», debido a
su impenitencia. Tiro y Sidón eran para el antiguo testamento prototipos de
inmoralidad pagana (cf. Is 23; Jer 47, 4; Ez 26-28; Zac 9, 2-4; Jl 4, 4). Pero
estas mismas ciudades hubieran hecho penitencia con saco y ceniza de
haber visto lo que las ciudades galileas presenciaron. Es dudoso que ambas
sentencias sean palabras auténticas de Jesús. Bastantes indicios hacen
suponer que son dichos de profetas itinerantes cristiano-primitivos:
contemplan la actividad de Jesús ya concluida y presuponen igualmente el
fracaso de la misión cristiana en las tres ciudades. También esta misión
estuvo acompañada de hechos extraordinarios.
En definitiva, la negativa de Israel al mensaje de Jesús y de sus mensajeros
fue un misterio oscuro. El dicho brutal de Mc 4, 11s intenta aclararlo
teológicamente. El dicho indica también que la comunidad cristiana
abandonó al final su esfuerzo misionero en torno a Israel, se consideró el
«resto santo» y no esperaba ya ninguna salvación para la mayoría del pueblo
judío, que había quedado «fuera».
Vosotros estáis ya en el secreto de lo que es el reino de Dios; a ellos, en
cambio, a los de fuera, todo se les queda en parábolas, para que viendo no
conozcan y oyendo no entiendan, no sea que se conviertan y sean
perdonados.
El logion es extraordinariamente chocante porque ina y nepote tiene sentido
final en griego; pero el dicho se formuló por primera vez en arameo, como
indican los conceptos empleados y el hecho de que la cita de Isaías coincida
con el targum arameo de Isaías.
Por eso J. Jeremías conjetura que la expresión griega nepote es una mala
traducción. El texto original sería; «a menos que...». Y la conjunción iva al
comienzo del v. 12 no sería una conjunción final sino abreviatura de ina
pleroze. Con esta operación Jeremías desactiva decisivamente el logion, que
él considera un dicho originario de Jesús. El sentido literal actual invierte el
significado originario.
Esta interpretación es, obviamente, dudosa en extremo. Parece estar
determinada por la preocupación apologética de que Jesús pudiera haber
pronunciado una sentencia tan dura sobre la obstinación. Pero ¿es Mc 4,1 Is
un dicho auténtico de Jesús? ¿y cómo explicar que la comunidad primitiva
invirtiera el sentido de un dicho de Jesús? Si tenemos en cuenta, en cambio,
la dura polémica y las amenazas escatológicas de la comunidad primitiva
contra Israel, y recordamos que Is 6, 9s llegó a ser un lugar clásico para
explicar la incredulidad de los judíos en el cristianismo primitivo (Hech 28,
26s; Jn 12, 37-41), Mc 4, 11 s resulta perfectamente comprensible como un
dicho de la comunidad. «La cita de Is es una apologética comunitaria y debe
entenderse como suena. Los intentos de dulcificación de J. Jeremías son
innecesarios» (K. H. Schelkle).
El logion sobre la obstinación en Mc 4, lis apareció en la comunidad primitiva
arameoparlante. El contraste imin / oi exo deja claro que la comunidad es
consciente de estar totalmente separada de «los de fuera», la parte
impenitente de Israel. Este rechazó en su mayoría el anuncio del Reino hecho
por los misioneros del cristianismo primitivo. El «misterio del reino de Dios»
le queda oculto. El logion intenta explicar teológicamente el fracaso de Israel
y su incredulidad. En Israel se cumple la amenaza veterotestamentaria sobre
la obstinación: hay un punto en el proceso de la libertad humana a partir del
cual el hombre pasa a ser prisionero de sus opciones negativas.
El contexto vital del logion es la experiencia negativa de los misioneros
cristiano-primitivos con Israel. Su misión orientada al conjunto de Israel
acabó en fracaso. La comunidad de Jesús y el judaísmo son ahora realidades
separadas. El dicho no hace ninguna referencia a la misión pagana. ¿Y qué
significa ya esto? En la época de redacción del logion, la actividad misionera
estaba en plena expansión, y los anunciadores del logion podían considerar
también a los paganos conversos como aquellos a los que se dio a conocer
«el misterio de la basileia» (cf. Mt 8, 11s). Pero la perspectiva del logion
apunta al Israel impenitente, cuya negativa incomprensible requería una
explicación teológica.
La comunidad primitiva de Jerusalén se hundió en el caos de la guerra judía.
Esto no significa que todos sus miembros hubieran perecido en la guerra.
Según Eusebio, la comunidad abandonó Jerusalén al comienzo de la guerra y,
siguiendo una revelación, se estableció en Pella, una ciudad helenista al este
del Jordán. Pero este dato no es seguro. Después de la destrucción de
Jerusalén hubo judeocristianos que regresaron a las ruinas de la ciudad.
Parientes de Jesús asumieron su dirección. Pero esta comunidad cristiana no
alcanzó ninguna relevancia para la historia. Las huellas de la comunidad
primitiva arameoparlante se perdieron así en la oscuridad. De época
posterior se conocen algunos restos de la comunidad judeocristiana. Estaban
al margen de la Iglesia y pronto fueron separados de ella como heréticos.

14.- LA COMUNIDAD ANTIOQUENA


1. Los comienzos históricos
Lucas describe en Hech 11, 19-26 los comienzos de la comunidad cristiana
de Antioquía.
Los dispersos con motivo de la persecución provocada por lo de Esteban
llegaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, sin predicar el mensaje más que a
los judíos. Pero algunos de ellos, naturales de Chipre y de Cirene, al llegar a
Antioquía, se pusieron a hablarles también a los griegos, anunciándoles al
Señor Jesús. Como el Señor los apoyaba, gran número creyó, convirtiéndose
al Señor. Llegó noticia de esto a la Iglesia de Jerusalén, y enviaron a Bernabé
a Antioquía; al llegar y ver la generosidad de Dios, se alegró mucho, y
exhortó a todos a seguir unidos al Señor con todo empeño; como era hombre
de bien, lleno de Espíritu santo y de fe, una multitud considerable se adhirió
al Señor. Entonces salió para Tarso, en busca de Saulo: lo encontró y se lo
llevó a Antioquía. Pasaron un año entero trabajando juntos en aquella Iglesia,
instruyendo a numerosa gente, y fue en Antioquía donde por primera vez
llamaron a los discípulos «cristianos».
Esta sección fue considerada en el pasado como parte integrante de una
«fuente antioquena» que Lucas utilizó en la redacción de los Hechos de los
apóstoles. Pero es difícil probar la existencia de tal fuente a la luz de la
crítica literaria. Su reconstrucción resulta imposible. Sí es probable que
Lucas, además de emplear testimonios orales en la redacción de los Hechos
de los apóstoles, recurriera a documentos escritos; pero nada sabemos de su
extensión y naturaleza. Debemos suponer además que Lucas adaptó todas
las fuentes y noticias conocidas a su intención narrativa, y las elaboró en
consecuencia. Esto es váWdo también para Hech 11, 19-26.
¿Qué noticias obtuvo Lucas sobre la comunidad de Antioquía?. Algunos
«helenistas» expulsados de Jerusalén fueron a Antioquía y anunciaron allí el
mensaje cristiano. 2. El anuncio iba dirigido expresamente a los paganos. Los
textos hacen también referencia, como destinatarios, a los «temerosos de
Dios» o simpatizantes unidos a la sinagoga. Parece que no se les negaba el
bautismo una vez convertidos (Hech 8, 26-40). 3. Bernabé, que había
pertenecido a la comunidad primitiva de Jerusalén (Hech 4, 36s), fue un
dirigente de los cristianos antioquenos. 4. El llevó consigo a Pablo a
Antioquía y colaboró aquí estrechamente con él. 5. En Antioquía fueron
designados los miembros de la comunidad primitiva, por primera vez, con su
propio nombre. Así pues, fueron diferenciados por los extraños,
probablemente también por las autoridades, de las comunidades de las
sinagogas judías.
Antioquía era capital de la provincia romana de Siria y Cilicia. La
administración provincial romana tenía en ella su sede; y las legiones
romanas, su guarnición. La población total de esta ciudad, tercera en número
de habitantes de la antigüedad, se estima en más de 500.000 habitantes.
Entre ellos había minorías de todos los pueblos del mundo conocido. Junto a
los sirios nativos, los griegos y judíos representaban una gran parte de la
población. La colonia judía podría contar 30.000 miembros como mínimo.
Antioquía era una metrópoli y su nivel era lógicamente alto en comercio y
cultura, en la economía y la vida intelectual.
Es difícil calibrar lo que significó, desde la sociología de la religión, el hecho
de que el movimiento de Jesús, de origen campesino, entrase en contacto
por primera vez con el ambiente de una metrópoli. El movimiento de Jesús
había adoptado ya en Jerusalén algunas formas sociales urbanas; pero
Jerusalén ocupaba un puesto especial como ciudad santa y ciudad del
templo. La población pagana era relativamente exigua y vivía totalmente
separada de la población judía. El clima espiritual no era favorable para una
misión pagana.
En la metrópoli mayoritariamente pagana de Antioquía, los judíos eran sólo
una minoría relativamente pequeña y amenazada. Aquí era notable, en
cambio, el número de paganos simpatizantes que se sentían atraídos por la
religión judía y participaban en el culto de las sinagogas, sin dar el último
paso de la entrada en el judaísmo mediante la circuncisión. Uno se hacía
judío por la circuncisión, y la condición judía traía consigo numerosas
consecuencias sociales y familiares. De ahí que la mayoría de los paganos
que simpatizaban con la religión judía permanecieran en su estado de
«temerosos de Dios». Observaban el sábado y los distintos preceptos de la
tora, en especial los preceptos morales, y no estaban obligados a guardar las
normas rituales. Los «helenistas» refugiados en Antioquía tomaron contacto
de estos paganos simpatizantes (cf. Hech 13,14ss; 14, 1) y les anunciaron el
mensaje de salvación. El contacto de los misioneros cristianos con esos
paganos era fácil durante el culto de las sinagogas, y los judíos tampoco
podían impedir su recepción en la comunidad cristiana. A diferencia de
Jerusalén, los misioneros cristianos no estaban aquí sometidos, por ser
forasteros, a ninguna presión social judía.
También los paganos tenían acceso, mediante el bautismo, a la salvación
universal abierta en la muerte de Jesús, sin exigírseles previamente la
circuncisión, es decir, la incorporación en la nación judía y el compromiso de
observancia de toda la tora. Este paso se fue preparando teológicamente de
tiempo atrás en los grupos de «helenistas» (cf. cap. 6, § 4 y 7, § 4). Sin
embargo, los misioneros cristianos de Antioquía dieron un paso de enorme
alcance con la recepción de los paganos en la comunión de fe cristiana
marcada aún totalmente por el judaísmo. Ese paso llevó a un alejamiento
progresivo de la idea de alianza exclusiva para Israel y, con ello, del
judaísmo. Se reconoció como meta de la historia sagrada la salvación
universal de judíos y paganos. No es nada probable que esta opción por la
misión pagana se hubiera realizado «calladamente» y como algo obvio. Lo
verosímil es que también en Antioquía esa opción se hubiera preparado
mediante la reflexión teológica y se impusiera a través de directrices
profético-carismáticas.
Bernabé, el levita oriundo de Chipre y judeocristiano helenista, podría haber
desempeñado en esto un papel decisivo y pionero. Hemos señalado ya la
importante función que ejerció en Jerusalén (cf. cap. 4, § 4). Fue el eslabón
entre el sector arameoparlante de la comunidad y los «helenistas». Por su
origen y por su pensamiento teológico se aproximaba a los «helenistas»; por
su linaje levítico tenía autoridad entre los judeocristianos de lengua aramea.
Quizá él también tuvo que abandonar Jerusalén después de la muerte de
Esteban. Según la referencia de Hech 11,22, ocupó desde el principio un
puesto relevante en Antioquía. A tenor de Hech 11, 20, algunos de Chipre y
de Cirene emprendieron la misión entre paganos. El chipriota Bernabé pudo
haber pertenecido a ellos. Aunque no podamos afirmar con plena certeza
que Bernabé fue uno de los fundadores de la comunidad antioquena, es
probable que así fuera. Dado que la exposición de Hech 11,22ss es una
construcción lucana con escasa base histórica, no podría explicarse de otro
modo cómo fue elevado Bernabé a esa posición dirigente en Antioquía que le
atribuye Hech 13, Is; 15, 1ss y también Gal 2. Podemos conjeturar por tanto
que, además de aprobar la misión entre los paganos —con renuncia a la
circuncisión— en Antioquía, influyó positivamente en ella y la impuso desde
el principio.
«No tuvo nada de obvio que un hombre como Bernabé renunciara a la
circuncisión obligatoria. No se puede explicar esta renuncia simplemente por
la presión que la buena voluntad y la apertura de los paganos ejerció en él.
Las cartas de Pablo nos muestran las razones teológicas que respaldaron su
misión pagana. Tampoco podemos considerar a Bernabé como un misionero
más, que ante el curso de los acontecimientos se ve obligado a moderar sus
exigencias, sino una persona que era consciente de lo que hacía y dio el
paso decisivo, desde su conciencia cristiana, hacia la misión pagana.
Desconocemos cómo fundamentó este paso —por haber comenzado el
tiempo final y haber sonado en consecuencia la hora de la misión pagana,
por ejemplo—» (Haenchen, Apg, 315).
A la luz de estas reflexiones, el apunte de Hech 11, 19 adquiere especial
importancia. Contrasta con 11, 20. Parece desprenderse de él que hubo
también una misión judeocristiana en Antioquía destinada exclusivamente a
los judíos residentes allí. ¿Se trasluce ya aquí el conflicto intracristiano que
estalló abiertamente en el «incidente de Antioquía» (Gal 2, 11ss; cf. infra)?
Cabe preguntar si todos los judeocristianos recién convertidos de Antioquía
aceptaron sin reservas la misión pagana que prescindía de la circuncisión. Es
poco probable. Lo que estuvo confuso y fue tema discutido durante mucho
tiempo fue más bien la situación de los paganos recién convertidos entre los
judeocristianos de Antioquía. Sobre todo, la cuestión de cómo unos y otros
podían convivir en lo concerniente a las normas rituales surgió desde luego
antes de la aparición de la gente de Santiago (Gal 2, 12) en Antioquía. Pablo
atestigua (Gal 2, 11ss) que hubo allí judeocristianos que compartían la mesa
con los cristianos procedentes del paganismo, que posponían por tanto las
cuestiones rituales en favor de la comunión de todos los creyentes. Entre
ellos estaban Bernabé e incluso Pedro. Pero ¿actuaron así todos los
judeocristianos de Antioquía? En particular, dado el rápido crecimiento de la
comunidad, no hay por qué suponer la vigencia general de una mesa común
entre judeo- y pagano-cristianos. Pudo haber, junto a la comensalidad mixta,
reuniones y celebraciones reservadas a los judeocristianos; en este terreno
sólo cabe hacer conjeturas; pero no debemos perder de vista las condiciones
sociales de las primeras comunidades, que no poseían aún nada parecido a
los «centros comunitarios» o a las «salas parroquiales». El ágape común se
hacía en las casas privadas y, por tanto, en pequeños grupos que rara vez
excedían de las veinte o treinta personas. No es probable que en todos estos
pequeños grupos se juntaran judeo- y pagano-cristianos; entre otras razones
porque, incluso en Antioquía, el número de judeocristianos parece que fue en
un principio superior al de los paganocristianos. El judeocristiano que tuviera
sus reservas contra el ágape común con los cristianos procedentes del
paganismo podía participar en aquellas comidas donde todos los comensales
fuesen judeocristianos. En cualquier caso, el desvío de Pedro y Bernabé en
esta cuestión denunciado por Pablo (cf. Gal 2, 12s) sólo se comprende desde
una situación comunitaria controvertida. Señalemos aquí que la misión
simultánea entre los judíos y los paganos «temerosos de Dios» de Antioquía
implicó desde el principio el arduo problema —no resuelto teológicamente—
de la convivencia práctica de judeo- y pagano-cristianos.
Nos hemos anticipado un poco señalando que también Pablo formaba parte
de la comunidad de Antioquía. No sabemos exactamente cuándo llegó a esta
ciudad. Según su propio testimonio (Gal 1, 17s), después de su conversión
pasó varios años en Damasco. Desde allí emprendió un viaje de misión a
Arabia. Sólo tres años después de su regreso a Damasco estuvo de visita en
Jerusalén durante catorce días y tomó contacto con Pedro (Gal 1, 18s). Cabe
suponer que este encuentro produjera ya una clarificación y un consenso
básicos sobre la obra misionera de Pablo entre los paganos (cf. Gal 2,7s).
Pablo evangelizó después Siria y Cilicia (Gal 1,21). Probablemente trabajó ya
aquí por su cuenta como misionero entre paganos. Ni su propio testimonio ni
los Hechos de los apóstoles hacen suponer que en esta obra evangelizadora
dependiera de la comunidad antioquena; pero podría haberse encontrado
con misioneros de Antioquía que trabajaban allí igualmente entre judíos de la
diáspora y paganos «temerosos de Dios». Concuerda con esta hipótesis el
dato de Hech 11, 25s en el sentido de que Bernabé buscó a Pablo en Tarso y
lo llevó consigo a Antioquía. Desde entonces Pablo trabajó varios años como
miembro dirigente en la comunidad antioquena (cf. Hech 13, Is) hasta que se
separó de ella después del «incidente antioqueno», para continuar (de
nuevo) la obra evangelizadora por su cuenta.
De ser así, hay que considerar poco probable que Pablo hubiera sido en su
período antioqueno un misionero dependiente de aquella comunidad, a sus
órdenes, por decirlo así. La conciencia de misión que tenía y su
reivindicación apostólica ante las comunidades por él fundadas se basan en
la vocación específica de apóstol de los paganos que recibió del Resucitado
(Gal 1, 15s), y que es muy anterior a su actividad en Antioquía. Pablo no sólo
desarrolló esa conciencia después de haberse desligado de Antioquía; la
poseyó también durante su actividad antioquena. Además, precedió a esta
actividad una amplia labor misionera de años, siempre independiente. Hay
que suponer por eso que Pablo trabajó también en Antioquía como misionero
dirigente y exclusivo entre paganos. En el viaje común con Bernabé (Hech
13-14), que a través de Chipre lo condujo a los territorios de Galacia
meridional, Pablo podría haber evangelizado exclusivamente entre los
paganos, y Bernabé entre los judíos de la diáspora.
La misión cristiana en Antioquía se distinguió significativamente de la praxis
de la sinagoga judía por la renuncia a la circuncisión. La sinagoga tenía que
exigir la circuncisión para el ingreso en la comunidad religiosa Judía. Esta
diferencia fue también percibida por extraños, incluso por las autoridades
civiles, e hizo que la comunidad cristiana fuese considerada como una
organización independiente frente al judaísmo. A sus miembros se dio el
nombre de «cristianos» (Hech 11, 26). De este nombre se desprende que el
título Christos era ya considerado como nombre propio por el entorno.
Lucas trasmite en Hech 13,1 una «lista» con los nombres de las
personalidades dirigentes de la comunidad antioquena, semejante a la lista
jerosolimitana de los «doce» o de los «siete» (cf. cap. 4, § 4). Sorprende que
ninguno de los mencionados en Hech 13,1 perteneciera al grupo de los
«siete». Pero al menos Bernabé fue antes miembro de la comunidad de
Jerusalén. La mención de su nombre en primer lugar pone de relieve su
posición destacada en Antioquía. Sobre las tres personalidades siguientes no
sabemos nada más. Simeón, de sobrenombre Negro, fue quizá un africano
negro y prosélito. Lucio procedía de Cirenaica. Menajen parece que fue
educado con Herodes Antipas, en Roma o en Jerusalén; pertenecía por tanto
a la clase alta. Pablo es nombrado en último lugar, pero en la forma hebrea
de Saulo. Aparte de destacar a Bernabé, no parece que la lista exprese un
orden jerárquico dentro de los «cinco». Menciona el órgano directivo colegial
de la comunidad antioquena, donde Bernabé ejercía la «presidencia».
Califica a los «cinco» como «profetas y maestros». A ellos incumbía, además
de la función directiva carismática, la reflexión teológica y la conformación
de la tradición comunitaria.
Lucas intentó en su exposición señalar la estrecha relación entre Jerusalén y
la nueva fundación cristiana de Antioquía (Hech 11,22ss). Este propósito guía
también la sección de Hech 11, 27-30, donde Lucas combina diversas
noticias para presentar a Bernabé y Pablo viajando a Jerusalén antes aún del
concilio de los apóstoles. Pero este relato contrasta con el testimonio de
Pablo, quien declara expresamente que después de su primer viaje a
Jerusalén (Gal 1,18) sólo volvió a la ciudad con motivo del concilio de los
apóstoles (Gal 2, 1). Sabemos, pues, muy poco sobre los contactos de la
comunidad antioquena con Jerusalén. Es indudable que los contactos
existieron. Pudieron hacerse y mantenerse por carta, mas también a través
de delegaciones. Según Gal 2, 1 Iss, no sólo Pedro estuvo en Antioquía, sino
también una delegación del cabeza de la comunidad de Jerusalén, Santiago.
En cualquier caso, la comunidad antioquena no recibía órdenes de Jerusalén,
sino que se desenvolvió con total independencia y llevó a cabo la obra
misionera bajo su propia responsabilidad.
Lucas se ocupa en Hech 13s de la misión antioquena. Muchos investigadores
suponen que pudo recurrir para hacerlo a tradiciones locales y memorias. Se
discute, pero es posible, la hipótesis de M. Dibelius según la cual Lucas
aprovechó en Hech 13s un «itinerario» de los misioneros antioquenos. Cabe
atribuir, sin embargo, un cierto valor histórico a la narración de Lucas. De
ella se desprende que Antioquía emprendió una misión organizada que no se
dirigía únicamente a los judíos. Los destinos de Pablo y Bernabé se
distanciaron de modo dramático. Según Lucas, hubo entre ambos una
«fuerte discusión» sobre un asunto personal (Hech 15, 36ss): Pablo habría
recusado a Juan Marcos —que en el viaje misional común se separó de ellos
prematuramente (13, 13)— como compañero de un segundo viaje. Bernabé,
en cambio, retuvo a Juan Marcos. No consta si esta visión de lo ocurrido en la
separación de Pablo y Bernabé es correcta. El «incidente de Antioquía»
contribuyó también, probablemente, a la separación. Lucas omite este
conflicto que Pablo describe en Gal 2, 11-14.
Pero cuando Pedro fue a Antioquía tuve que encararme con él, porque se
había hecho culpable. Antes que llegaran ciertos Individuos de parte de
Santiago, comía con los paganos; pero llegados aquéllos, empezó a retraerse
y ponerse aparte, temiendo a los partidarios de la circuncisión. Los demás
judíos se asociaron a su ficción y hasta el mismo Bernabé se dejó arrastrar
con ellos a aquella farsa. Ahora que cuando yo vi que no andaban a derechas
con la verdad del evangelio, le dije a Pedro delante de todos: «Si tú, siendo
judío, estás viviendo como un pagano y en nada como un judío, ¿cómo
intentas forzar a los paganos a prácticas judías?».
El hecho de que Pablo mencione este episodio después de referirse al
concilio de los apóstoles (Gal 2, 1-10) no autoriza a concluir que tuviera lugar
después del concilio. Sorprende, en cualquier caso, que Pablo no comience
en 2, 11 con epeita, que denota una sucesión temporal (así Gal 1, 18; 2, 1)
sino con ote, que remite generalmente al pasado. Se trata del
acontecimiento mismo, no de que éste ocurriera después del concilio. Por
eso G. Lüdemann ha colocado el «incidente antioqueno» entre judeo- y
pagano-cristianos, con buenas razones, antes del concilio de los apóstoles.
En el concilio se reguló después la cuestión surgida en Antioquía sobre la
comunión de vida y mesa de judeo-y pagano-cristianos en comunidades
mixtas. Sería muy extraño, en efecto, que la cuestión de la comunidad de
vida y de mesa entre judeo-y pagano-cristianos, extraordinariamente
importante para la vida comunitaria y crucial en la perspectiva judía, no se
hubiera abordado aún allí y que sólo más tarde se zanjara con el «decreto de
los apóstoles» (Hech 15, 19-21.23-29).
Hemos conjeturado ya que un reconocimiento sin reservas de la misión
pagana —sin circuncisión— por todos los judeo-cristianos antioquenos es
históricamente muy improbable. Al menos en la cuestión práctica de la
comunión cotidiana de vida y mesa entre judeo- y pagano-cristianos pudo
haber concepciones muy diversas. No todo judeocristiano helenístico estaba
dispuesto o era capaz de abandonar su idea de la impureza de los paganos y
su praxis anterior de una coexistencia distanciada con los paganos, y de
convivir estrechamente con ellos en la comensalidad. Pablo y Bernabé lo
hicieron, al igual que Pedro en Antioquía. A estas personalidades dirigentes
se habían sumado un buen número de judeocristianos. Ellos consideraron el
bautismo y la recepción del Espíritu de los paganocristianos como una
«purificación» hecha por Dios mismo (cf. Hech 10, 11-16), de suerte que no
existía ya, a su juicio, el problema de una contaminación por contacto con
los cristianos procedentes del paganismo (cf. cap. 8).
El sector judeocristiano y concretamente «las gentes de Santiago» objetaron
enérgicamente, durante la estancia de Pedro en Antioquía, contra la
comensalidad entre judeo- y pagano-cristianos. Pudo tratarse de personas
enviadas por Santiago. No se puede excluir que judeocristianos de Antioquía
de mentalidad ritual hubieran pedido intervenir al «hermano del Señor»;
pero tampoco consta con certeza. Lo cierto es que el conflicto estalló
abiertamente y puso en grave peligro la unidad de la comunidad antioquena.
Pedro y Bernabé abandonaron la comensalidad con los judeocristianos.
Probablemente no participaron más en ágapes comunes con cristianos
procedentes del paganismo. La consecuencia fue la celebración separada de
ágapes de judeocristianos y paganocristianos en Antioquía.
Pablo tachó de «hipócrita» la actitud de Pedro y de Bernabé. Podría haber
obedecido en efecto a consideraciones pragmáticas y no a una nueva actitud
teológica; pero era inconsecuente, como percibió Pablo con claridad. Ni Pedro
ni Bernabé querían optar radicalmente por la misión entre paganos y por la
recepción de paganos en la comunidad, como tampoco la mayoría de los
otros judeocristianos. Pero «¿cómo iba a ser la fe en Jesús el único
fundamento de salvación si se podía bloquear en la práctica la ley de
comunión de los creyentes?
¿cómo puede Pedro, que participó al principio en la comensalidad con los
hermanos incircuncisos y dio así a la comunión en la fe cristiana la
preferencia sobre la observancia de la ley, obligar ahora a los paganos a
regirse por la normativa judía (Gal 2,14)? Sin embargo, esto fue
precisamente el escándalo de los jerosolimitanos: si ellos reconocían, como
judeocnstianos, la fe de los paganocristianos, esto no significaba que
pudieran estar dispuestos a abandonar su propia observancia de la ley. Había
que regirse por ésta en todo caso y en cualquier circunstancia; así debían
permitírselo los hermanos paganocristianos, abandonando la praxis de la
comensalidad con ellos... como contraprestación por el reconocimiento pleno
de su fe. De otro modo, los paganocristianos forzarían a sus hermanos
judeocristianos a una permanente infracción de la ley» (Wilckens, 156s).
Pablo se enfrentó con energía a Pedro y Bernabé. En una asamblea de toda
la comunidad (Gal 2, 14) se opuso abiertamente a Pedro y le afeó su
conducta. Pero él era el inferior en este conflicto; y no se presenta como
vencedor ante los gálatas.
«Pablo quedó así en una posición insostenible. Había defendido su evangelio
en una asamblea pública de la comunidad contra Pedro y Bernabé; y el
hombre más importante de la comunidad antioquena, Bernabé, y todo el
sector judeocristiano de la comunidad... y el apóstol Pedro no se habían
dejado convencer. La autoridad de Pablo quedó así en entredicho, sin ser
discutida formalmente... ¿Cómo podía Pablo, ante este desaire...,
permanecer tranquilo en Antioquía como si nada hubiera ocurrido?»
(Haenchen, Apg, 417).
Este episodio explica, pues, por qué acabó la colaboración de Pablo y
Bernabé. Desde ese momento Pablo organizó los viajes de misión por su
cuenta y dejó la dirección de la comunidad antioquena.
El «incidente» pudo haberse producido entre los años 42 y 44 d. C, cuando
Pedro tuvo que abandonar Jerusalén para eludir la persecución de Agripa I
(cf. Hech 12). Quizá fue el factor desencadenante para el concilio de los
apóstoles.
No consta si «las gentes de Santiago» en Antioquía exigieron la circuncisión
de los judeocristianos y cuestionaron así radicalmente la misión pagana al
margen de la circuncisión (cf. Hech 15, 1s). Desde la perspectiva judía, el
problema de la comunión de vida y mesa entre judeo y paganocristianos
quedaría resuelto de hecho con la circuncisión de los paganocristianos y la
obligatoriedad consiguiente de la tora. Pedro y Bernabé no secundaron esta
pretensión. El hecho de que la misión pagana al margen de la ley mosaica se
cuestionara sólo ahora tan violentamente, casi diez años después de su
comienzo, pudo depender del endurecimiento de la situación en Jerusalén,
«donde se había formado entretanto una fracción radicalmente fiel a la ley
que se opuso enérgicamente a la recepción de paganos temerosos de Dios
en la comunidad sin previa circuncisión —practicada a veces por el propio
Pedro—, e hizo de la observancia de la tora mosaica la condición
fundamental de la salvación» (Hengel, Geschichtsschreibung, 95). Pero, a
tenor del testimonio de los Hechos de los apóstoles y de Pablo, hay que
poner en duda que esos judeocristianos radicales pudieran ampararse en
Santiago (cf. Hech 15, 13ss; Gal 2, 3.9). En este sentido tampoco consta si
los enviados de Santiago plantearon efectivamente esta demanda más
comprometida. Pablo no hace mención de ella en Gal 2, 11ss.
En cualquier caso, la demanda fue apoyada por un grupo radical en el
concilio de los apóstoles (Hech 15, 5). Aquí se discutió, pues, de nuevo el
problema de la misión pagana al margen de la ley judía; pero no quedó ya
fundamentalmente abierta; parece más bien que en esta ocasión se confirmó
y reforzó el consenso alcanzado tiempo atrás (Gal 1, 18s). El verdadero tema
del concilio de los apóstoles fue la cuestión, suscitada en Antioquía, de la
convivencia de judeocristianos y paganocristianos en comunidades mixtas.
Para resolverla se adoptó, a propuesta de Santiago, la fórmula de
compromiso del «decreto de los apóstoles» (Hech 15, 19-29).
Por eso, a mi parecer, no hay que molestar a los paganos que se convierten;
basta escribirles que no se contaminen con la idolatría o con uniones
ilegales, ni tampoco comiendo sangre o animales estrangulados; porque
durante muchas generaciones se ha leído y proclamado la ley de Moisés
todos los sábados en la sinagoga de cada ciudad. Los apóstoles y los
responsables, de acuerdo con toda la asamblea, decidieron entonces elegir a
algunos de ellos y mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé.
Eligieron a Judas Barsabá y a Silas, hombres de nota entre los hermanos, y
les entregaron esta carta: «Los hermanos apóstoles y presbíteros saludan a
los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia procedentes del paganismo. Nos
hemos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han
alarmado e inquietado con sus palabras. Hemos decidido por unanimidad
elegir a algunos y enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo,
hombres que han dedicado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo. En
vista de lo cual mandamos a Silas y a Judas, que os referirán lo mismo de
palabra. Porque hemos decidido, el Espíritu santo y nosotros, no imponeros
más cargas que las indispensables: abstenerse de carne sacrificada a los
ídolos, de sangre de animales estrangulados y de uniones ilegales. Haréis
bien en guardaros de todo eso. Salud».
Esta visión de los acontecimientos expuesta por G. Lüdemann permite
considerar el relato de Lucas en Hech 15 como sustancial mente correcto.
Lucas recogió también aquí, probablemente, una tradición anterior. El
problema de la convivencia práctica de judeo- y pagano-cristianos en
Antioquía y en el área de misión antioquena de Siria y Cilicia (Hech 15,23) se
resuelve imponiendo a los cristianos procedentes del paganismo unas
exigencias rituales mínimas. No deben comprar en el mercado carne
sacrificada a los ídolos, deben abstenerse de manjares condimentados con
sangre, no comer carne de res estrangulada ni participar en la prostitución
del templo. No se imponen otras normas rituales sobre manjares,
especialmente de origen fariseo. La observancia de estos compromisos
permite de nuevo la comunión de vida y mesa interrumpida o cuestionada
en Antioquía desde el «incidente» entre judeocristianos y paganocristianos.
¿Cómo se puede compaginar esta visión con el relato de Gal 2, 1-10? Pablo
subraya en Gal 2,6.10 que no le hicieron otras imposiciones suplementarias
en Jerusalén. La misión paulina entre los paganos (Gal 2, 8s) no quedó
afectada, en consecuencia, por el «decreto de los apóstoles». Este decreto
tenía validez únicamente para comunidades mixtas. Las comunidades de
cristianos procedentes del paganismo fundadas por Pablo no estaban sujetas
a él. Esto supone que Pablo no participó en el concilio en calidad de
representante de la comunidad antioquena (como supone Hech 15, 2), sino
que intervino en una «causa propia» y como misionero entre paganos. Esto
se confirma con Gal 2, 2, donde Pablo declara que fue a Jerusalén por una
revelación divina , no como delegado de Antioquía. El hecho de que viajara
con Bernabé (Gal 2, 1) no es argumento en contra. En todo caso, Pablo deja
entender en la exposición de los acontecimientos que su vinculación
temporal a Antioquía había concluido ya en el momento del concilio. Desde
su perspectiva, la asamblea de Jerusalén confirmó su evangelio para los
paganos al margen de la ley mosaica, evangelio sobre el cual,
probablemente, se había puesto de acuerdo ya antes con Pedro (cf. Gal 1,
18; 2,7s).
En este punto vamos a interrumpir nuestras consideraciones sobre la historia
primitiva de la comunidad antioquena. Los testimonios del nuevo testamento
apenas nos ofrecen más datos. La comunidad de Antioquía tuvo una gran
importancia histórica y teológica en la Iglesia primitiva, como la había tenido
ya en la época neotestamentaria. Así lo indica también el peso de la
tradición formada en ella.

2. Fórmulas de fe en la comunidad antioquena

a) Observación previa vo
Pablo perteneció durante bastante tiempo al órgano directivo de la
comunidad antioquena. Sin embargo, Antioquía no fue su primer hogar
cristiano. Pablo perteneció antes a la comunidad de Damasco. Aquí recibió el
bautismo e hizo profesión de fe, presumiblemente en la forma propia de los
«helenistas» de Jerusalén. Pero esta forma la practicaban también en
Antioquía los «helenistas» llegados allí. Pablo la hizo suya, la utiliza en su
predicación misional (cf. 1 Cor 15, 1ss), la cita y comenta en sus cartas (cf.
Rom 3, 24-26a). Además de este pasaje, el estilo de sus cartas muestra una
y otra vez que Pablo cita una tradición o apoya en ella sus propias
reflexiones. Las cartas de Pablo constituyen para nosotros la fuente principal
de la tradición «prepaulina», especialmente de la antioquena. Pero hay que
recurrir también a las cartas de la escuela paulina y a la primera Carta de
Pedro. Pero es posible asimismo que Pablo hubiese participado en la
elaboración de tales fórmulas de fe. En este sentido sólo cabe hablar con
reservas de fórmulas «prepaulinas»; la expresión significa simplemente que
una determinada formulación de la fe era ya conocida por el apóstol en su
redacción concreta antes de escribir la carta en que se encuentra; no
significa necesariamente que la fórmula existiera antes de la conversión de
Pablo o que se hubiera empleado ya en Jerusalén. Pablo pudo haber sido su
«coautor».
Señalemos aquí los indicios y criterios más importantes para conocer y
reconstruir las fórmulas tradicionales que aparecen en las cartas paulinas y
pospaulinas.
1. El criterio más claro es el de las fórmulas de citación u otras indicaciones
directas del autor con las que éste introduce una tradición o una profesión de
fe como tales (cf. por ejemplo 1 Cor 11,23a; 15, 1-3a; Rom 10,9; Ef 5, 14; 1
Tim 1, 15).
Una fórmula tradicional se puede detectar también cuando un texto o
fragmento se sale del contexto por su carácter formulario o su estilo poético
(articulación rítmica; construcción estrófica; parallelismus membrorum;
oraciones de relativo o de participio) (cf, por ejemplo, Rom 4, 25; Flp 2, 5-11;
1 Cor 15, 3-5).
Una terminología que difiere de la que el autor utiliza habitualmente puede
indicar también la existencia de una fórmula tradicional (cf., por ejemplo, en
1 Cor 15, 3s las formaciones en plural «pecados»/«Escrituras»; en Rom 1, 3s
«del linaje de David»; en Rom 3, 25.
Otro tanto hay que decir sobre ideas teológicas o cristológicas que suelen ser
ajenas al autor (cf. n. 3).
Una fórmula tradicional es fácil de reconocer si el mismo giro o enunciado, u
otro similar, aparece en diversos autores del nuevo testamento (cf. por
ejemplo Rom 1, 3s / 2 Tim 2, 8; Mc 10, 45b / 1 Tim 2, 6a; Hech 4, 10 / Rom
10, 9 y otros).
«Los enunciados que rebasan el contexto y utilizan fórmulas especialmente
rígidas y cerradas» (Dibelius) indican la presencia de una fórmula tradicional
(cf. por ejemplo Flp 2, 6-11: hubiera bastado 2, 6-9 para el propósito de
Pablo; 1 Cor 15, 3-5: la referencia a la muerte no es necesaria en el
contexto).
Ciertas incorrecciones gramaticales y durezas estilísticas pueden alertar
sobre el empleo de una fórmula tradicional (cf. por ejemplo 1 Tim 3, 16; Rom
3, 24).
Cuanto más frecuentes son estos indicios y criterios en un texto, más
evidente será el recurso a una tradición.

b) Fórmulas de fe
Pablo distingue en Rom 10, 9 dos actos del cristiano parcialmente
imbricados: «confesar con los labios» y «creer de corazón». La confesión se
refiere a la persona de Jesús: «Jesús es el Señor»; la fe, a lo hecho por Dios:
«Dios resucitó a Jesús de la muerte».
Solemos hablar sin mucha reflexión de «profesión de fe». Nos exponemos a
olvidar que una profesión de fe fundamenta una relación personal; los
«contenidos de fe», en cambio, se convierten en objeto de profesión de fe.
Para Pablo, la profesión de fe en Jesús como dueño de su vida y del mundo
es lo primario; a la profesión de fe se añadían los «contenidos de fe»
destinados a interpretar esa profesión y a fundamentarla.
Pablo y la primera comunidad antioquena mantuvieron la distinción de estos
dos actos en la elaboración de fórmulas consagradas. Podemos distinguir dos
tipos de fórmulas: la «homología» (cf. infra, § 5) y las «fórmulas de fe».
Pablo cita en Rom 10, 9b una fórmula consagrada. El giro inicial lo indica ya:
Si crees de corazón: Dios lo resucitó de la muerte...
Este «artículo de fe» tiene muchos paralelos en la literatura epistolar del
nuevo testamento. Ellos indican que Pablo habla aquí un lenguaje
consagrado (cf. 1 Tes 1, 10b; 1 Cor 6, 14; 15, 15.20; 2 Tim 2, 8; Rom 6, 9; 7,
4). Como predicación participial de Dios, este «artículo de fe» entró muy
pronto en el lenguaje orante del cristianismo primitivo (cf. Rom 4, 24; 8, 11;
2 Cor4, 14;Gál 1, Ib; Ef 1, 20; Col 2, 12; 1 Pe 1,21).
La versión original de la fórmula de la resurrección rezaba: «El sujeto del
enunciado es Dios; el verbo, siempre en aoristo, caracteriza el
acontecimiento de salvación como hecho único del pasado; la resurección se
suele especificar con el añadido; el objeto se llama en los orígenes Jesús»
(Vielhauer, 15). El enunciado constituye un resumen lapidario de toda la fe
cristiana, como se desprende también de la atribución del acto a Dios. «La
creencia de que Dios despertó a Jesús de la muerte significa a la vez creer en
el Dios que resucitó a Jesús de la muerte» (Vielhauer).
Teniendo en cuenta que la resurrección de los muertos se espera para el
tiempo final, la fórmula enuncia que la acción de Dios en Jesús es el
comienzo de ese tiempo final. Pablo emplea la fórmula, con preferencia, en
un contexto soteriológico (cf. Rom 4, 24ss; Rom 8, 11; 1 Cor 6, 14; 1 Cor 15,
21ss). De ello cabe concluir que la idea de la resurrección de Jesús tuvo
siempre un matiz soteriológico: Dios resucitará también de la muerte a los
que creen en Jesús.
La fórmula no tuvo su origen en la comunidad helenístico-judeocristiana.
Procede de los inicios de la comunidad de Jerusalén y tuvo, al principio, un
contexto diferente. Allí se formó el segundo miembro de la «fórmula de
contraste» (cf. cap. 2, § 1), cuyo contexto vital fue el mensaje de penitencia
y conversión de la comunidad jerosolimitana a Israel. En la comunidad
antioquena, la parte de la «fórmula de contraste» referida a la resurrección
pasó a ser una fórmula de fe autónoma. Viene a resumir el contenido de la fe
de los cristianos. Adquirió también un nuevo contexto vital: la catcquesis
(bautismal).
Los pasajes señalados hacen ver hasta qué punto Pablo puede variar la
fórmula de la resurrección. De ahí que la «fórmula» no pueda ser aquí una
especie de «símbolo» o «presímbolo» al estilo del cristianismo posterior, en
disputa con los herejes. Ella y las fórmulas que reseñaremos expresan la fe
de la comunidad cristiana; pero no son aún definiciones de fe o dogmas
como las que caracterizarán más tarde a la Iglesia.
Pablo cita también en Rom 4, 25 una expresión formularia. Es algo que
barruntó R. Bultmann y que pocos discuten hoy.
La expresión formularia de Rom 4, 25 ¿se conserva en su redacción original y
es completa? Ambas preguntas sólo han encontrado unas respuestas
hipotéticas.
Pablo distingue en Rom 5, 1-21, muy deliberadamente, entre anartia (5,
12.13.20.21) y paraptoma (5, 15.16.17.18.20). Entiende por jparaptoma la
transgresión concreta, y por amartia el «pecado» como poder esclavizante.
También 4, 25. Esta formulación se ajusta al uso lingüístico de Rom 5: Rom 4,
25 se refiere a las transgresiones concretas. Pero teniendo en cuenta que
Pablo adoptó también expresiones formularias que hablan expresamente de
la muerte o la entrega de Jesús «por nuestros pecados» (cf. 1 Cor 15, 3; Gal
1,4; cf. Rom 3, 25), cabe preguntar si no sustituyó en 4, 25, de cara a Rom 5,
por la formulación actual. Yo lo considero probable. Así parece indicarlo la
similitud literal con Is 53, 12c LXX.
E} enlace de relativo con os ¿está condicionado por ei contexto paulino y
hubo originariamente en su lugar un nombre o un título? ¿o la expresión de
Rom 4, 25 es parte de un fragmento hímnico más extenso? Lo segundo es
más probable. Así lo sugiere también la estilización rítmica de 4, 25 (cf. 1 Tim
3, 16). No se ha alcanzado ninguna certeza en el tema, pero debe ser objeto
de estudio, ya que tiene repercusiones en la exégesis. Si hay en Rom 4, 25
un fragmento hímnico, su contexto vital no puede ser el mismo que si Rom 4,
25 es una fórmula de fe.
Rom 4,25 consta de dos oraciones que conforman juntas un estricto
paralelismo:
... que fue entregado por nuestros [delitos], y fue resucitado para nuestra
justificación.
Los dos verbos definen en pasiva la acción de Dios en Jesús: Dios «entregó»
a Jesús y lo resucitó (cf. Rom 8,32; 10,9). «Entregar» tiene aquí un sentido
estrictamente teológico. El sentido deriva sobre todo de la referencia a lo
dicho sobre la expiación. Dios actuó en la muerte y resurrección de Jesús. En
ambos acontecimientos participó Dios para nuestra salvación.
Dios entregó a Cristo a la muerte «por nuestros delitos». Es una expresión
densa. «Por nuestros delitos» no significa que los pecados fuesen la causa
desencadenante de la muerte de Cristo, sino que su muerte fue la expiación
por nuestros pecados y nos favoreció. Subyace, por tanto, una significación
final. La resurrección tampoco tiene una relevancia exclusiva para Jesús sino
igualmente para nosotros: «para nuestra justificación». Iba encaminada a
nuestra «justificación». Esta correspondencia entre la resurrección de Jesús y
nuestra «justificación» es única en el nuevo testamento. En la «fórmula de
contraste», la resurrección era aún la justificación del Crucificado (cf. cap. 2,
§ 1).
¿Intenta Rom 4,25 distinguir entre muerte y resurrección de Jesús en cuanto
al valor soteriológico? ¿corresponde exclusivamente a la muerte de Jesús
expiar nuestros pecados y a la resurrección el justificarnos? ¿o hay que
entender retóricamente la relación mutua de las dos oraciones y renunciar a
extraer de ellas una argumentación diferenciadora? ¿pretende el texto
interpretar la muerte y resurrección de Jesús como un mismo acontecimiento
salvador, de forma que la cruz y la resurrección sean inseparables, al igual
que la expiación de los pecados y la justificación? Así lo indica la inexistencia
de esa separación dentro de la teología paulina. Cabe aducir también Rom
3,24s, donde la justificación aparece ya ligada al suceso de la cruz en una
versión prepaulina (cf. cap. 6, § 3).
Hay que señalar por último que subrayan la acción de Dios. Como la muerte
y resurrección en cuanto obra de Dios en Jesús son inseparables entre sí,
también lo son la expiación y la justificación en cuanto obra de Dios en
nosotros. Pero la acción sobre nosotros está subordinada a la acción sobre
Jesús: la expiación de nuestros pecados, al acontecimiento único de la cruz;
la justificación, a la resurrección en cuanto que ésta cobra su permanente
actualidad de la incipiente soberanía del Resucitado.
Hoy se admite generalmente que la primera oración de Rom 4, 25 es una
cita de Is 53, 12 LXX (cf. Is 53, 5 LXX) Hay que presumir, sin embargo, que Is
53 inspiró también la segunda oración. Is 53, 11 LXX contiene igualmente la
idea de justificación, pero aplicada al siervo de Dios. Rom 4,25 es uno de los
enunciados más antiguos que recurrieron a Is 53 para la interpretación del
acontecimiento de Cristo, aunque sin una referencia explícita a la frase
bíblica. Esta frase no se utiliza, pues, como ayuda argumentativa para una
noción teológica ya formada, sino que guía la profundización teológica del
acontecimiento de Cristo.
«El contenido teológico de la fórmula se mueve en el marco de la expiación y
la justificación» (Wengst, 102). La idea de representación vicaria aparece, a
lo sumo, en tanto que está igualmente presente en Is 53. La idea de la
muerte de Cristo en lugar del pecador es, cuando más, una idea
concomitante. El primer plano lo ocupa la idea de expiación: Dios expió
nuestros pecados con la entrega de Cristo en la cruz (cf. también Rom 3, 25).
La resurrección del Crucificado muestra que esta expiación fue eficaz: ¡ahora
estamos justificados! Los dos actos decisivos de Dios en Jesucristo
fundamentan así la justificación de la comunidad.
La estructura, el trasfondo conceptual y la cita de Is 53 inducen a situar Rom
4,25 en una comunidad judeocristiana. Pero dado que Is 53, 12 es citado en
la versión de los LXX, hay que decir que las fórmulas proceden del
judeocristianismo helenista. Si Rom 4, 25 es el fragmento de un texto
hímnico más amplio, su contexto vital pudo haber sido la celebración cultual
de la comunidad. La comunidad recuerda en él el acontecimiento salvador
que fundamenta su presente. En efecto, el destino de Jesús en la cruz y la
resurrección, aparte de tener una significación en sí mismo, la tuvo
igualmente para la comunidad. La muerte y resurrección de Jesús redunda
en beneficio suyo. El destino de la comunidad va unido al de Jesucristo.
Rom 4, 25 aplica, como Rom 3,25, la idea de valor expiatorio del sacrificio a
la muerte en cruz de Jesús. Pero todas las ideas mágicas de sacrificio quedan
descartadas de antemano al ser, también aquí. Dios mismo quien entrega a
Cristo. Dios no está sujeto a ninguna ley que exija la entrega de Cristo a la
muerte. La cuestión no es aquí saber por qué Dios actuó en la cruz, sino con
qué fin: qué efecto tiene esta acción de Dios para nosotros. El pecado se
toma aquí totalmente en serio. Debe ser expiado. Pero no se trata tampoco,
en este aspecto, de que haya que aplacar a Dios de alguna manera, sino de
cómo la realidad del «pecado» que convirtió a los hombres en «injustos» e
«impíos» fue erradicada por Dios. La idea de sacrificio es entonces la imagen
necesaria para expresar la superación, erradicación y destrucción del pecado
por Dios. El hombre es ahora justo.
La construcción estrictamente paralela de Rom 4, 25 acerca este fragmento,
formalmente, a la «fórmula de contraste» (Hech 4,10). No obstante, la
muerte de Jesús queda referida, como en Rom 3, 24s, a la acción expiatoria
de Dios. La acción de Dios en Jesús tiene como fruto en ambos pasajes el
perdón de los pecados y, por tanto, la justificación. Pero, a diferencia de Rom
3, 25, el texto veterotestamentario básico no es aquí Lev 16, sino Is 53 (cf.
Hech 8, 32s). Sin embargo, el horizonte del acontecimiento salvador
anunciado sigue siendo, como en Rom 3, 24s, el pueblo de la alianza, Israel
(«nuestros pecados» / «nuestra justificación»). Nos encontramos, pues, con
una tradición relativamente antigua del judeocristianismo helenístico.
Rom 8, 32 contiene la expresión «...sino que lo entregó por todos nosotros».
El sujeto de la oración es Dios (cf. 8, 31); el objeto, el «propio Hijo»
mencionado en 8, 32a. La frase es afín a Rom 4, 25a; pero difiere de Rom
4,25 por la formulación en activa y por la idea de salvación expresada con
uper. ¿Depende también aquí Pablo de una «fórmula»?
El argumento más fuerte para contestar afirmativamente es que Gal 1,4; 2,
20; Ef 5, 2.25 contienen expresiones acuñadas que hablan asimismo de
«entrega de Cristo por nosotros» (cf. de nuevo Mc 10,45; 1 Tim 2, 6). Pero
difieren de Rom 8, 32b en que hablan de «autoentrega de Jesucristo». Rom
8, 32b, en cambio, expresa una idea de entrega más originaria, en la que
Cristo aparece aún como objeto de la acción divina.
¿Cómo se puede definir la fórmula de Rom 8, 32 más exactamente? La
pregunta decisiva es si la fórmula abarca también el v. 32a. Así podrían
sugerirlo el 65, el título cristológico de idios uios, y la evocación de Gen 22,
16 (LXX) en efeisato. Sin embargo, «el 65 ye - quippe qui es una alocución
aseverante y no el relativo introductor del himno» (Kasemann, Rom, 236). La
evocación de Gen 22,16 (LXX) habrá que atribuirla al propio Pablo, sobre
todo porque geidomai sólo aparece en textos suyos, salvo Hech 20, 29; 2 Pe
2,4.5. Así pues, sólo el v. 32b podría ser una formulación tradicional. ¿A qué
título cristológico se refiere auton? idios uios del v. 32a podría indicar que en
el v. 32b figuraba quizá ton uion, pero utilizado como título (= mesías). Lo
mismo podría sugerir Gal 2, 20, donde el título de uios, aparece
inesperadamente dentro del contexto. Las expresiones formales de Ef 5, 2.25
incluyen el título de «Cristo». La pregunta queda así sin respuesta. En todo
caso, el enunciado sobre la «entrega» aparecía asociado a un título
mesiánico. Hay que añadir como sujeto el término «Dios», del v. 31 (cf. Rom
3,25).
La afirmación, llamada «fórmula de entrega», consta de cuatro elementos
teológicamente relevantes: 1) Dios como sujeto;
Cristo (= «hijo de Dios») como objeto de la acción de Dios;
esta acción consistió en la «entrega» de Cristo a la muerte;
la entrega significa expiación por nosotros. Los mismos elementos se
encuentran en las expresiones tradicionales de Rom 4,25; 3,25. Pero la idea
de expiación no se expresa ya aquí con diá (Is 53 LXX), sino (¿por primera
vez?) con uper, que prevalece desde ahora. Falta la idea de justificación de
Rom 3, 24; 4,25, pero podría traslucirse en el uper. Rom 8,32b refleja una
etapa de tradición tardía frente a Rom 3, 24s; 4, 25, pero sigue
estrechamente relacionado con Rom 3,24s; 4,25.
La idea teológica de Rom 8, 32b estriba en la misma línea de Rom 4, 25: Dios
mismo entregó a Cristo a la muerte «por nosotros», es decir, «en beneficio
nuestro», «por nuestra salvación». El inaudito y paradójico suceso de la cruz
es el fundamento del estado de salvación de la comunidad cristiana.
Si hemos atribuido Rom 3, 24s; 4, 25 a la comunidad helenista-
judeocristiana, tanto más hay que hacerlo con Rom 8, 32b. Esta frase es, por
su peculiaridad y estilo, un artículo de fe. En ella se expresa la catcquesis de
la comunidad.
Las afirmaciones sobre la autoentrega de Cristo constituyen una fase de
reflexión más avanzada. Sin embargo, no son imitaciones o variaciones de la
fórmula de Rom 8, 32b, más antigua, por Pablo, sino que existían cuando él
redactaba las cartas.
Gal 1,4 hace una afirmación sobre Cristo en estilo participial:
... que se entregó por nuestros pecados.
El plural «pecados», no corriente en Pablo, delata la existencia de una
expresión consagrada. Lo abona también la continuación en V. 4b. Pablo
interpreta la fórmula preexistente con una afirmación que no iba asociada a
ella en su origen.
También en Gal 2, 20 figura la idea de autoentrega como afirmación:
... que me amó y se entregó por mí.
Pablo modificó aquí una expresión consagrada. Así lo indica ya el uper; la
expresión original fue probablemente uper emon. Pero ¿tou agapesantos me
es también paulino? Parece que no, ya que esta expresión, dentro de las
cartas paulinas, sólo figura aquí y en Rom 8, 37 (cf. v. 35), y se encuentra
igualmente en Ef 5, 2.25 en combinación con la idea de auto-entrega.
Si preguntamos por el título cristológico que figuraba en la fórmula de
autoentrega, debemos recurrir a Ef 5,2.25. Aparece aquí en la frase Cristo os
amó y se entregó por nosotros.
Llama la atención el cambio de la segunda a la primera persona de plural.
Sólo umas encaja en el contexto parenético. Al poner emon, el amanuense
incide (¿inconscientemente?) en la formulación. El título de Cristo va ligado
aquí al enunciado sobre la autoentrega.
Constatamos que la fórmula de autoentrega aparece como oración participial
(Gal 1,4; 2,20) y enunciativa (Ef 5,2.25). El título de Cristo está asociado a la
oración enunciativa. Las oraciones participiales no incluyen ningún título. En
el contenido cabe distinguir dos versiones:
La primera versión se aproxima, dentro de la historia de la tradición, a las
frases de entrega (Rom 4,25; 8,32b) y está determinada por la idea de
expiación. En la segunda versióri la idea de representación resalta más
debido al tema del amor.
En la fórmula de autoentrega no es Dios el sujeto, sino Cristo. Su muerte es
considerada como acción propia, realizada por amor a nosotros. Por eso las
frases sobre autoentrega constituyen un cambio muy significativo en las
interpretaciones neo-testamentarias de la cruz de Jesús. El pensamiento de
la comunidad está determinado cada vez más por la cristología. Enunciados
y fórmulas importantes aparecen expresados ahora partiendo de Cristo.
Los afirmaciones sobre autoentrega se gestaron en la comunidad helenístico-
judeocristiana. La primera versión tiene su contexto vital en el lenguaje
orante del culto. También para la segunda versión cabe suponer como
contexto vital el culto divino. La comunidad reunida medita en la muerte en
cruz como obra del amor de Cristo a ella, es decir, en favor de los pecadores.
Encontramos también enunciados formales que hablan del «morir de Cristo».
En ellos no es Dios el sujeto sino, como en las frases sobre autoentrega.
Cristo mismo. Por eso constituyen una etapa de tradición más reciente. Hay
varias razones para afirmar que Pablo adoptó en Rom 5,8, con la expresión
formal «Cristo murió con nosotros» , una expresión formularia, denominada
también «fórmula de la muerte»:
La razón más importante es que la expresión, en sus componentes
esenciales, aparece a menudo en Pablo y da así una impresión formalista.
Pablo la modificaba siempre a tenor del contexto (cf. Rom 5, 6; 14, 15; 1 Cor
8, 11) o la formulaba como predicación gramatical (1 Tes 5, 10). Hay aún
algunos indicios en Gal 2, 21; 2 Cor 5, 14. En todos estos pasajes aparecen el
título kristos, el verbo apezanen y un enunciado soteriológico, generalmente
con uper . Estos elementos forman, al parecer, la sustancia originaria de la
fórmula. En Rom 5, 8 aparece la fórmula completa.
«El hecho de que sólo un pasaje del cuerpo paulino, 1 Cor 15,3, incluya el
enunciado sobre la muerte, en la forma reseñada... dentro de una fórmula
más amplia, y en todos los demás casos el enunciado aparezca aislado,
indica que también él constituyó una fórmula independiente» (Wengst, 79).
3. En 1 Cor 15, 3 figura asimismo el enunciado de la muerte, pero en ligera
variación y ampliación. Esto indica que la versión de Rom 5, 8 es
independiente y quizá incluso más originaria que 1 Cor 15, 3. A nivel
conceptual, deja sin decidir si hace referencia a la sustitución o a la
expiación; interpretado con el concepto de amartiai, implica claramente el
sacrificio expiatorio» (Kramer, 22).
4. El enunciado sobre la muerte comporta una cierta incoherencia, ya que en
la frase anterior Dios es el sujeto, mientras que aquí lo es Cristo.
«Está claro que la fórmula de la muerte es una interpretación de la muerte
de Cristo. Esta, ocurrida en el pasado, no fue ni un acontecimiento fatal ni
una mera fase necesaria de transición a la gloria o simplemente acorde con
las Escrituras, sino que tenía un sentido positivo y actual en sí misma»
(Wengst, 79s). Este sentido se expresa con el giro uper emon. También aquí
se entiende, pues, la muerte de Cristo, al igual que en las fórmulas de
entrega y autoentrega, como «muerte sustitutoria»; pero desaparece,
significativamente, la idea de expiación (a diferencia de 1 Cor 15,3. El texto
se limita a decir que Cristo murió «en lugar de nosotros», «por nuestro bien»,
para nuestra salvación; no hace referencia a un sacrificio expiatorio. Su
trasfondo es la idea, corriente en el helenismo, de «morir por alguien» o «por
una comunidad», que fue adoptada también por el judaísmo helenista.
La fórmula de la muerte surgió en el judeocristianismo helenístico. A ella se
asocia estrechamente el título de Christos. Persiste aquí la modificación
cristiana de la espera judía del mesías, efectuada ya en el relato de la pasión
(cf. cap. 6, § 3). La comparación con la fórmula de autoentrega permite
afirmar que la fórmula de la muerte es más tardía históricamente que otras
interpretaciones de la muerte de Jesús que hemos señalado. En ella, en
efecto, no es Dios quien actúa sino Cristo mismo; él «se entrega» o «muere
por nosotros». Dado el carácter doctrinal de la fórmula, su contexto vital
pudo haber sido la catequesis.
La comunidad que acuñó esta fórmula considera la «muerte de Cristo» como
acontecimiento soteriológico decisivo. Esa muerte aconteció «por nosotros».
Cristo murió «en lugar nuestro» y nos granjeó así la salvación. La comunidad
debe su existencia actual y futura a la acción de Cristo.

3. El primer «credo»: 1 Cor 15, 3-5


A. Seeberg constató y demostró ya que Pablo cita en 1 Cor 15, 3ss una
fórmula de fe consagrada. Así lo indican las siguientes razones:
1. Pablo recuerda a los corintios en 1 Cor 15,1-3 una tradición que todos
conocen , que él había «recibido» y fue la base de su predicación en la
ciudad , y que «trasmitió» allí a los fieles.
2. En el contexto, Pablo argumenta partiendo sólo de la resurrección de Jesús
(15,4). Los hechos de la muerte salvífica de Jesús y de su sepultura no
revisten ninguna importancia en este pasaje. No obstante, el que Pablo los
mencione demuestra que se inspira en una formulación consagrada.
Hay numerosas expresiones no paulinas. No son típicos de Pablo el kristos,
sin artículo, la mención de la sepultura de Jesús y la indicación.
La estructura artificiosa de 1 Cor 15, 3ss apunta a una tradición consagrada
y formularia. Al menos los v. 3b/4a y los v. 4b/5 son paralelos y forman juntos
un cuádruple enunciado introducido con oti.
Hoy se admite generalmente que Pablo cita en 1 Cor 15, 3ss una fórmula
consagrada. Es indiscutible que la letra de la fórmula comienza en el v. 3b;
queda abierta la pregunta de si poseyó una introducción propia en los
orígenes. Así lo indica el cuádruple oti. Actualmente hay unanimidad sobre el
final de la fórmula prepaulina. La estructura unitaria de las frases llega sólo
hasta el v. 5. Los v. 6b.8 ofrecen observaciones personales del apóstol. Se
discute si Pablo se encontró ya con los V. 6a.7 asociados a la fórmula o los
añadió él mismo. Aunque lo primero sea correcto, los v. 6a.7 deben
considerarse como añadidos secundarios. La fórmula originaria concluía,
pues, en el v. 5.
La fórmula citada por Pablo es, literalmente:
Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras;
fue sepultado
y resucitó al tercer día según las Escrituras.
Se apareció a Pedro y más tarde a los doce.
El kristos sin artículo en v. 3b ha suscitado muchos interrogantes. ¿Es atín un
título o es ya nombre propio? Aunque lo segundo parezca obvio, hay más
indicios en favor de lo primero.
También Rom 5,8 (cf. suprd) utiliza kristos, como título sin artículo (cf. Rom
14,9). El título de mesías aparece firmemente arraigado en el relato
originario de la pasión (cf. Mc 14,61s; 15, 2.26.32.39; cf. cap. 6, § 3). Su
intención es demostrar que el Crucificado es el mesías. Aquí tuvo su origen
el nexo estable del título de mesías con el enunciado sobre la muerte. Todo
indica, pues, que 1 Cor 15, 3 utilizó el término kristos como título y que
propone la paradoja de que «el mesías murió».
También el aoristo indica la afinidad histórico-tradicional de 1 Cor 15, 3 con
la fórmula de la muerte en Rom 5, 8, al igual que su explicitación
soteriológica. Pero esta explicitación varía respecto a Rom 5,8: vueq xcóv
á|.iaQTC)E)v iiicov. Hay que convenir con W. Kramer en que esta versión
representa una, ampliación sobre el simple vtceq r]\.i(üv y que por eso es
más reciente. 1 Cor 15,3 atribuye inequívocamente a la muerte del mesías
un efecto expiatorio «por nuestros pecados» (cf. Rom 3, 25; 4, 25).
¿Es í)jtéQ Twv áiaQTcov y][i(üv un eco de Is 53 LXX? Hay sobre todo una
razón para afirmar que 1 Cor 15, 3 se inspira en Is 53,4.5.12: también Rom 4,
25 cita Is 53 LXX (cf. supra, § 2). Pero 1 Cor 15, 3ss parece ser, a la luz de la
historia de la tradición, más reciente que Rom 4,25. Esto significa que Is 53
LXX fue objeto de una larga reflexión cristológica antes de la formulación
definitiva de 1 Cor 15, 3ss.
Otra pregunta es si xaxá xág ygapác, es una referencia expresa a Is 53.
Abona la respuesta negativa el plural xág jQacpác,, así como la repetición de
este giro en v. 4b. Alguna relación hay, sin duda, con Is 53 si este pasaje
influyó en la formulación. Pero la pregunta más importante es si xaxá xác,
yQacpág quiere demostrar el sentido de la muerte de Cristo como algo
acorde con la Escritura o simplemente el hecho de la muerte. Es correcto
referir el xaxá xág YQaqpág a toda la frase anterior. La muerte de Cristo y su
efecto expiatorio responden a las «Escrituras».
F. Hahn señala con razón que la referencia expresa a la Escritura en 1 Cor 15,
3ss es una novedad. Las fórmulas reseñadas hasta ahora hablan desde el
horizonte de la Biblia (cf. Rom 3, 25; 4, 25; 8, 32), pero no remiten a ningún
pasaje concreto de la Escritura. En 1 Cor 15, 3 se cruzan, pues, la
interpretación soteriológica de la muerte de Jesús y su interpretación a la luz
de la historia sagrada. Hasta ahora hemos constatado lo segundo en Mc 8,
31 y, sobre todo, en el relato de la pasión más antiguo (cf. cap. 6, § 3).
También aquí faltaba la referencia expresa a un pasaje bíblico concreto; pero
las alusiones bíblicas que presentan al mesías Jesús como el «justo doliente»
había que entenderlas así. El xaxá xág YQciág podría tener sus raíces en
estas antiguas interpretaciones de historia sagrada. Como ocurría ya con el
XQioTÓc, sin artículo, encontramos aquí por segunda vez un reflejo del
antiguo relato de la pasión. Pero 1 Cor 15, 3 representa una etapa de
tradición más tardía. Se remite ahora a un pasaje concreto de la Escritura y
se utiliza también, junto a él, la interpretación soteriológica de la muerte de
Jesús. Esto no existía en el relato de la pasión, y se formó en la comunidad
helenista-judeocristiana. El nexo entre la interpretación de la muerte de
Jesús a la luz de la historia sagrada y su interpretación soteriológica se
remonta, pues, a la comunidad de los judeocristianos helenistas.
De ese modo cabe explicar ahora con fluidez el nai bxi ETÓcpT]. El relato
sobre el sepelio de Mc 15,42-47 ponía fin, en la versión original, al relato de
la pasión. Este insistente recurso a la historia de la pasión indica el interés de
1 Cor 15, 3ss por los hechos, como se desprende también ahora de los v. 4 y
5.
Basta abordar aquí de pasada lo que el texto dice sobre la resurrección y las
apariciones. EviiYQicti no es, como los otros verbos aoristo, sino perfecto. El
Resucitado vive ahora como Exaltado. Pero el xf\ r\iiéQq xfj TQLTT] acentúa la
singularidad del acontecimiento. La forma pasiva viene a definir la acción de
Dios. Kaxá xág yQoqpág hay que referirlo también aquí a toda la oración: al
enunciado sobre la resurrección y a la expresión «al tercer día». En este
sentido, la prueba escrituraria no puede apuntar únicamente a Os 6,2 LXX.
Al igual que el enunciado de la muerte (1 Cor 15,3), el de la resurrección (15,
4) tiene lugares paralelos más antiguos en la historia de la tradición (cf. Rom
10,9b; 1 Tes 1,10b; cf. Rom 8, 11; Gal 1,1; Hech 4, 10). Este enunciado tiene
de característico que Dios es el sujeto de la oración. Sólo posteriormente
Jesucristo pasó a ser sujeto en el enunciado sobre la resurrección (cf. Mc
8,31). Una etapa intermedia es la de las formulaciones eri voz pasiva con
íyeÍQEOai, donde el sujeto gramatical es Cristo, pero Dios es el sujeto lógico
(Rom 4,25; Mc 16,6). Hay que incluir aquí 1 Cor 15,4b. La formulación
específica de 1 Cor 15, 4b podría haber aparecido cuando el enunciado
tradicional sobre la resurrección se asoció a la fórmula de la muerte (Rom 5,
8). «Cristo» pasó ahora al vértice de toda la fórmula, y la segunda mitad fue
expresada consecuentemente en sentido pasivo.
1 Cor 15, 3-5 ha resultado ser una amalgama deliberada da fórmulas
cristológicas, independientes en su origen, con elementos del relato más
antiguo de la pasión. Pero entonces 1 Cor 15, 3-5 no puede ser antiguo, sino
más reciente que las fórmulas abordadas hasta ahora, que interpretan la
cruz y la resurrección de Jesús como un acontecimiento salvador, más
reciente también que el relato originario de la pasión. La intención de la
fórmula es resumir y formular globalmente las complejas categorías
interpretativas que se habían formado en la larga fase de reflexión de la
comunidad primitiva. Sin embargo, la fórmula es muy antigua. Pablo la
«recibió» y «trasmitió» ya a los corintios como una tradición consagrada (1
Cor 15, Is).
A la pregunta por la antigüedad va asociada estrechamente la pregunta por
el origen de la fórmula. Aún hay un fuerte debate sobre si la fórmula surgió
en la comunidad arameoparlante o en la comunidad helenista-judeocristiana.
Frente a W. Heitmüller, W. Bousset y M. Dibelius, según los cuales 1 Cor 15,
3ss apunta a la comunidad helenista, J. Jeremías sostiene que «aun sin existir
demostraciones estrictas, hay indicios de que la profesión de fe es
traducción de un texto semita originario. El lenguaje, desde luego, es un
griego fuertemente semitizado» J. Jeremías señala con razón la necesidad de
tener en cuenta el matiz semita del lenguaje a la hora de determinar el
origen de la fórmula: ésta remite a un entorno judeocristiano. Pero los
semitismos no obligan a situar la génesis de la fórmula en la comunidad
primitiva de lengua aramea. Los indicios apuntan más bien al
judeocristianismo helenista; sobre todo, el enunciado soteriológico con uper,
que tuvo su origen en dicho judeocristianismo. Además, la prehistoria de los
distintos elementos de la fórmula de 1 Cor 15,3ss sugiere un proceso
genético bastante largo. La fórmula sólo pudo surgir en Antioquía. Aquí la
conoció Pablo.
El contenido de la fórmula en conjunto y el de sus distintos elementos no es,
por tanto, original. Su peculiaridad consiste, como queda dicho, en que
combina y sintetiza fórmulas cristiano-primitivas que interpretan el
acontecimiento de Cristo. Esta observación conduce al tema del género
literario de la fórmula. Aquí es preciso atender tanto al contexto como a la
estructura del contenido. Pablo recuerda a los corintios que les «trasmitió» la
fórmula en kristos como primera y más importante doctrina, como un «texto
básico del anuncio» (W. Kramer). El carácter doctrinal de la fórmula de
anuncio se manifiesta también considerando su contenido. «La fórmula se
distingue por su extrema concisión. Sustancialmente no es más que un
relato histórico escueto, casi pragmático, que cuenta e interpreta ciertos
hechos históricos» (Deichgráber, 110). Su estilo no tiene nada de hímnico;
pretende contar y argumentar. «Todo esto significa, en suma, que la fórmula
no es una homología sino una comunicación; menos una instrucción que una
fundamentación de la fe. Una tradición constitutiva da a la comunidad esa
certeza de la que habla también el prólogo de Lucas y que se puede
aprender» (E. Kásemann). 1 Cor 15, 3-5 hay que definirlo, pues, como una
fórmula misionera o catequética de anuncio, donde se resumen los datos
fundamentales de la predicación cristiana. Su contexto vital es la misión o la
instrucción comunitaria.
La comunidad antioquena fue la primera en interpretar la muerte de Jesús
como una expiación sustitutoria. Los antioquenos siguen así las huellas de
los «helenistas» de Jerusalén al adoptar su interpretación soteriológica de la
muerte de Jesús. Los «helenistas» habían entendido el suceso de la cruz
como un sacrificio de expiación y alianza por el que Dios perdonó
definitivamente los pecados del pueblo de la alianza, Israel, y renovó el
pacto en el tiempo final (Rom 3, 24s; 1 Cor 11, 23s). En sus grupos se
interpretó también Is 52, 13-53, 12 en sentido cristológico (cf. Hech 8, 32s).
El «descubrimiento» de este texto único en el antiguo testamento para la
cristología condujo ahora gradualmente, en la comunidad de Antioquía, a la
reelaboración ulterior de una visión soteriológica de la muerte de Cristo.
Ahora se añade la idea de una expiación sustitutoria por Cristo, a quien Dios
«entregó por nuestros pecados» (Rom 4, 25; 8, 32). Al mismo tiempo, Is 52,
13-53, 12 dio pie a la idea de la muerte salvífica de Cristo «por los muchos».
Esta idea se expresa en formulaciones probablemente más recientes (Mc 10,
45c; 14, 24); pero podría subyacer ya en las fórmulas de fe antes
comentadas, ya que las afirmaciones en «nosotros» incluían a los cristianos
procedentes del paganismo. Es evidente que al menos Pablo entendió los
enunciados en este sentido. Pero además de Is 53, el ideal griego de una
«muerte sustitutoria», trasmitida a través del judaísmo helenístico, influyó
también en la reflexión cristológica de la comunidad antioquena. Esto puede
ocurrir, sobre todo, cuando Cristo mismo es sujeto de los enunciados, es
decir, cuando éstos hablan de autoentrega de Cristo por amor (Gal 1, 4; 2,
20) y de muerte sustitutoria (Rom 5, 8; 1 Cor 15, 3).

4. Otras tradiciones

a) La fórmula de envío
Hemos mostrado antes (cap. 6, § 4) que los «helenistas» de Jerusalén
reflexionaron ya sobre la preexistencia de Jesús. Los comienzos de esta
reflexión hay que buscarlos en los logia sobre la sophia (Mt 11, 19; Lc 11, 49;
13, 34s). Jesús habla aquí como «Sabiduría» divina preexistente. La idea de
Hijo del hombre fue probablemente el puente para aplicar predicados
sapienciales a Jesús. La especulación sapiencial y la idea de Hijo del hombre
generaron juntas otras reflexiones cristológicas. Estas se condensaron en el
título de «el Hijo», al que corresponde el atributo divino «el Padre» (Mt 11,
27; Mc 13, 32). No se expresa aquí directamente la preexistencia del «Hijo»,
pero se presupone, ya que «el Hijo» es el único revelador del «Padre» (Mt
11,27) y superior por tanto a los ángeles (Mc 13, 32). Una vez elaborada la
idea de preexistencia de Jesús, se planteó la cuestión de la existencia terrena
del Preexistente y, sobre todo, cómo éste asumió tal existencia. La reflexión
cristológica más antigua (Rom 1, 3s) no tuvo que plantearse esta cuestión.
Le bastó con la afirmación de que Jesús, descendiente de David, fue
constituido mesías celestial escatológico desde su resurrección de la muerte.
Pero la cuestión cambió totalmente una vez admitida la preexistencia de
Jesús. Entonces había que trasladar al «Hijo», mediante un acto especial,
desde su existencia celestial a la existencia terrena.
Encontramos una primera sugerencia en esta dirección en la «parábola de
los viñadores» de Mc 12, 1-9 (cf. cap. 6, § 4). Dice el v. 6 que «todavía le
quedaba uno, su querido hijo, y se lo envió el último...». «El hijo» concluye
la serie de los envíos; pero el suyo es un envío especial, porque «el hijo»
procede de la unión inmediata con Dios. Del «Hijo del hombre» sólo se
espera una aparición final; pero la tradición sapiencial incluye, además de la
idea de búsqueda infructuosa de una morada en la tierra por parte de la
«sabiduría» (Henet 42, 1-2), la referencia a un envío de la «sabiduría» por
Dios (Sab 9, 10-17). Esta idea recoge las afirmaciones del antiguo
testamento sobre el envío: Dios a los profetas y ángeles, pero envía también
su Palabra J y su espíritu (Sab 9, 17). Si el enviado es un ser celestial
preexistente o una fuerza divina, el envío incluye obviamente la idea de
«bajada del cielo» y de «retorno a Dios».
A la preexistencia de Jesús y a su aparición en la tierra como «enviado»
había que añadir otra idea para salvar su existencia terrena, «del linaje de
David» (Rom 1, 3): la idea de encarnación. El «Hijo» celestial preexistente se
hace hombre.
En Gal 4,4s encontramos una fórmula cristológica, la «fórmula del envío»,
que expresa las ideas en este orden.
Pero cuando se cumplió el plazo,
envió Dios a su Hijo,
nacido de mujer,
[sometido a la ley,
para rescatar a los que estaban sometidos a la ley,
para que recibiéramos la condición de hijos.
Teniendo en cuenta que Pablo se detiene aquí a analizar e interpretar la frase
final «para que recibiéramos la condición de hijos» formulación actual podría
ser obra suya, y más cuando Jn 3,17 y 1 Jn 4, 9 explican de otro modo el
significado soteriológico del envío del Hijo (cf. también Rom 8, 3s). Algunos
se han preguntado si las oraciones finales asociadas a la «fórmula de envío»
eran elementos rijos y no más bien abiertos a los diferentes contextos del
anuncio cristiano (como sostiene Paulsen). Lo único seguro parece ser que la
fórmula desembocó en unas oraciones finales que expresan el sentido
soteriológico del envío.
La preexistencia del «Hijo» no aparece explícita en la «formula de envío»,
pero se sobreentiende. Tampoco se insiste en la encarnación; no es el
objetivo del «envío», sino que sirve para realizar la entrada del Preexistente
en la existencia terrena. El objetivo del «envío» se expresa en oraciones
finales de carácter soteriológico. La fórmula contiene, pues, implícitamente
la muerte expiatoria y vicaria de Cristo. La frase «Dios envió a su Hijo» lleva
así latente la otra frase, «Dios entregó a Cristo», a la luz de la idea de
preexistencia.
Aunque la antigua tradición jerosolimitana sobre Cristo en Rom 1, 3s (cf. cap.
6, § 2) representa una cristología de estructura diferente, cabe preguntar si
la «fórmula de envío» no enlaza expresamente con esta tradición para
ampliarla. Así parece indicarlo la referencia a la encarnación. Pablo mismo
entendió Rom 1, 3s a la luz de la cristología de la preexistencia. Es posible,
por tanto, que la comunidad antioquena combinara sin dificultad esta
antigua fórmula cristológica con la idea de preexistencia. Si la fórmula de
Rom 1, 3s estuvo asociada al bautismo —porque en éste «la recepción del
Espíritu y la adopción... iban unidas también para el cristiano, y el
acontecimiento de Cristo aparece como modelo» (Kasemann)—, entonces la
«fórmula de envío» en Gal 4, 4s podría recoger este pensamiento cuando
aplica a los cristianos en la oración final —«para que recibiéramos la
condición de hijos»— la idea referida originariamente a Jesús (Rom 1,4).

b) El anuncio de la parusía
Los «helenistas» llevaron consigo a Antioquía la espera de la parusía del
«Hijo del hombre». Esta visión cristológica formada en Jerusalén, quizá la
más antigua, fue compartida también en Antioquía. Al igual que la
escatología, era ajena al pensamiento greco-helenístico y fue difundida por
los misioneros cristianos. Fue un contenido doctrinal ordinario del anuncio de
misión (cf. 1 Tes 1, 9s; cf. cap. 6, § 2). Los cristianos procedentes del
paganismo adoptaron la invocación litúrgica mara-natha (1 Cor 16, 22). Es
posible que la invocación arraigara también en Antioquía. Expresa el talante
escatológico que presidía también ios ágapes de la comunidad (1 Cor 11,
26).
En este marco vamos a analizar 1 Tes 4, 16s. Pablo, en una exposición
apocalíptica, consuela a los fieles anticipando cómo se realizará su salvación
en la parusía. Hace constar que se apoya en una «palabra del Señor»
(4,15.18). La amplitud y el contenido precisos del «miniapocalipsis»
(Vielhauer) citado, que se inspira en un mensaje profetice del cristianismo
primitivo, sólo se pueden precisar aproximadamente, ya que Pablo orienta la
tradición hacia las cuestiones comunitarias planteadas en Tesalónica. Los
fallecimientos son motivo de preocupación para la comunidad, ya que esos
cristianos estarán en desventaja respecto a los que asistan a la parusía en
vida. Los muertos no presenciarán la llegada del Kyrios si resucitan después
de la parusía. Pablo puntualiza esta idea: primero resucitarán los que
durmieron en Cristo y después (ejtEixa) saldrán todos juntos al encuentro de
«aquel que viene». Desligando esta interpretación situacional de su contexto
— 1 Tes 4, 16s—, el fragmento tradicional podría haber tenido esta
redacción:
Cuando se dé la orden, a la voz del arcángel y al son de la trompeta de Dios,
el Señor bajará del cielo |y los muertos serán resucitados], y los que queden
vivos serán arrebatados en nubes para recibir al Señor en el aire
(reconstrucción de Lüdemann,
247ss).
Todos los temas de este pequeño «apocalipsis» proceden de Ja apocalíptica,
desde la que fluyeron a la tradición cristiana. No hay que suponer, sin
embargo, una dependencia directa de los escritos apocalípticos judíos. El
fragmento se sitúa más bien en el contexto tradicional de las ideas
apocalípticas del cristianismo primitivo. Así este pasaje, como Mc 13, 24ss,
no recoge expresamente la idea de juicio; apunta sólo la idea de salvación de
la comunidad en la parusía (cf. Mc 13,27). La idea de juicio podría estar
latente como trasfondo; pero los «salvados» quedan exentos (cf. 1 Tes 1, 10);
no van ajuicio.
No consta si este fragmento de tradición aplicó siempre el título de Kyrios;
pero es probable si la tradición se gestó en el área del judeocristianismo
helenista.
El fragmento empleado por Pablo en 1 Tes 4, 16ss se puede definir como un
dicho apocalíptico procedente de la comunidad helenista-judeocristiana.
Guarda estrecha relación con 1 Tes 1, 10 e indica que también aquí siguió
viva la espera de la parusía salvadora y se trasmitió como actitud cristiana a
los conversos del paganismo.

5. La aclamación «Kyrios Jesús»

a) El título de Kyrios
La invocación maranatha seguía vigente en las comunidades
paganocristianas de Pablo (1 Cor 16, 22). También se empleaba en Antioquía,
dirigida a Jesús presente y dispuesto en el cielo (cf. cap. 5, § 2). Lleva
implícita la idea de elevación de Jesús. Los «helenistas» explicitaron ya en
Jerusalén la idea de elevación recurriendo a Sal 110, 1. Podrían haber
traducido también el mari o marana arameo por Kyrie o Kyrie Iesous (cf.
Hech 7, 59s).
Sin embargo, la traducción de mari o marana al griego fue sólo un pequeño
paso para la cristología del Kyrios. Una invocación no es todavía un título,
como demuestra la persistencia de la invocación maranatha. Y a la inversa,
los primeros títulos cristológicos, «Hijo del hombre» o «mesías», no eran
apropiados para invocar a Jesús, como tampoco «sabiduría»/logos o «el
Hijo». No puede sorprender así que los títulos cristológicos no figuren como
invocación en la celebración litúrgica. Y si el título de Kyrios se añadió a la
invocación Kyrie en el judeo-cristianismo helenista, ello significa la
superación básica de la discrepancia entre los títulos cristológicos y la
invocación del Elevado en la liturgia. Pero la aplicación del título de Kyrios a
Jesús no se produjo en virtud de esas consideraciones.
Lo cierto es que surgió una cierta necesidad de nuevos títulos cristológicos.
Porque los antiguos títulos fueron perdiendo expresividad y sentido en el
ámbito del mundo helenístico. Así, el curso de la reflexión cristológica en el
período siguiente supuso de hecho una devaluación de la cristología
mesiánica anterior. El título de mesías sufrió una reinterpretación radical a la
luz del suceso de la cruz; no podía expresar los nuevos contenidos
cristológicos. Sobre todo la idea de preexistencia y de «envío» de Jesús, más
tarde también la de mediador de la creación, trascendieron la espera del
mesías y eran totalmente ajenas a ella, de suerte que su amalgama con el
título de mesías era aún impensable en el cristianismo primitivo. En tal
situación, los helenistas acuñaron ya el título de «el Hijo». Allí se sumó que la
espera del mesías tenía en su raíz un carácter judío nacional y el título de
mesías/Chrístos carecía de un significado religioso en el mundo pagano; era
poco apropiado para la incipiente misión pagana.
El uso del título Christos perduró aún algún tiempo en el judeo-cristianismo
helenista; se asoció sobre todo a las fórmulas consagradas sobre la muerte
expiatoria y vicaria (cf Rom 5, 8; 1 Cor 15, 3ss); pero pasó a ser
progresivamente un nombre propio en el entorno no judío de la comunidad
antíoquena, en parte por su gran afinidad con Chrestos, nombre frecuente de
esclavos.
El Salmo 110, 1 influyó de modo notable en la paulatina recesión del título de
mesías/Christos. El fragmento tradicional de Mc 12, 35ss, que hemos
atribuido a ios «helenistas», infiere expresamente del primer versículo del
salmo, «dijo el Señor a mi señor», la insuficiencia del título de mesías («hijo
de David»), Sin embargo, este fragmento muestra también que el título de
Kyrios no se había impuesto aún universalmente (cf. cap. 8).
¿Cómo y en qué condiciones se dio el paso de la invocación Kyrie al título de
Kyrios No se sabe si ya el Jesús terreno recibió el tratamiento cortés de mari
y fue llamado «el Señor». En cualquier caso, el título cristológico de Kyrios no
puede derivar del uso lingüístico prepascual.
La invocación maranatha tiene, en cambio, una notable importancia para
nuestro propósito. El tratamiento de marana no supone una idea cristológica
independiente; con él se invocaba al Elevado, aparte del título que se \e
aplicase. Pov eso es posible que también los «helenistas» invocaran con el
Kyrie al Jesús elevado, al margen de que expresaran su relevancia
soteriológica a través de especulaciones judías sapienciales o de ideas
apocalípticas.
Las invocación Kyrie se prestaba, por varias razones, a convertirse en el
título cristológico de «Señor», de uso absoluto y excluyente. Este título
aparece en afirmaciones sobre parusía (1 Tes 4, 16s; Flp 3, 20) y sustituye
entonces al antiguo título de «Hijo del hombre», contrario a la sensibilidad
lingüística griega (Mc 13, 24ss) y que, en el área del judeocristianismo
helenista, había dejado paso, ya antes, al título «el Hijo» (1 Tes 1, 10). En el
judeocristianismo arameo, en cambio, la invocación mari o marana no se
prestaba de igual modo al uso como título, ni había necesidad de sustituir el
antiguo título de mesías o de «Hijo del hombre», tomados de la escatología
judía.
¿Qué factores contribuyeron a que el término Kyrios se convirtiera en el título
cristológico dominante en el área del cristianismo helenista, incluido el de
procedencia judía? Ha sido opinión frecuente, en el pasado, que el título
cristológico de Kyrios se debía a la Septuaginta, que habría sustituido con el
término Kyrios el nombre hebreo de Dios, Yahvé, que ya en época
precristiana no se pronunciaba en la lectura cúltica, sustituido por Adonai.
Los cristianos grecoparlantes habrían traspasado simplemente a Jesús el
nombre de Dios en la Septuaginta: Kyrios. Pero esta explicación parte de
supuestos erróneos. El nuevo testamento no pretendió nunca identificar a
Jesús con Yahvé al aplicarle el título de Kyrios. Al contrario, distingue
claramente al Kyrios Jesús de Dios (cf. 1 Cor 8,6). Además, es totalmente
falso que la Septuaginta sustituyera el nombre divino de Yahvé por Kyrios.
Esto es válido únicamente para manuscritos de escribas cristianos. Consta,
en cambio, que varias traducciones griegas del antiguo testamento
utilizadas por judíos conservaron simplemente el tetragrama, o lo
transcribieron como IAO, o lo expresaron con letras griegas. Sin embargo,
esto no contradice en modo alguno la influencia de la Septuaginta en la
rápida difusión y en el contenido efectivo del título cristológico de Kyrios.
Hay otra circunstancia más en favor de esta tesis. Las citas de los LXX en el
nuevo testamento emplean siempre la palabra Kyrios para designar a Dios.
¿Pudieron haber recurrido ya los escritores neotestamentarios a
transcripciones cristianas de los LXX? No es probable. Lo lógico es más bien,
a la inversa, que el uso permanente de Kyrios para designar a Dios en las
citas veterotestamentarias del nuevo testamento influyera en las
transcripciones cristianas posteriores de los LXX. Pero ¿cómo explicar el
modo de citación en el nuevo testamento si las ediciones de los LXX
utilizadas no contenían aún la designación de Dios con el término Kyrios.
No hay por qué suponer que los autores neotestamentarios dispusieran
siempre para sus citas de un ejemplar de la Septuaginta. Parece que en
muchos casos citaron de memoria o de florilegios cristianos, es decir, de
recopilaciones de pasajes del antiguo testamento cristológicamente
relevantes. La designación divina Kyrios podría reflejar entonces el uso
lingüístico corriente de los judíos grecoparlantes en las sinagogas. Porque
hay que preguntarse cómo pronunciaba un judío helenístico las letras del
texto de los LXX que expresaban el nombre de Dios, bien fuese el tetragrama
en caracteres hebreos o griegos, bien su transcripción, cuando recitaba el
texto. Hay que suponer entonces que en la lectura sinagogal del judaísmo
helenístico, en lugar de esos signos se pronunciaba...
Esto es tanto más probable teniendo en cuenta que el título divino de mari
(«el Señor») en sentido absoluto consta asimismo en el judaísmo
arameoparlante. El empleo oral del título de Kyrios para designar a Dios en la
sinagoga de la diáspora podría deberse, por tanto, a la influencia de la
designación aramea de Dios: mare.
A pesar de ello, el título cristológico de Kyrios no surgió simplemente por el
hecho de que los judeocristianos helenistas aplicaran el título divino de
Kyrios a Jesús. Ni siquiera cabe suponer que la invocación maranatha tuviera
su origen en el traspaso directo del título de Dios mare. La invocación
emplea la forma interpelativa, no el título con sentido absoluto. Parece que
sólo paulatinamente, y con gran cautela, se aplicaron al Kyrios Jesús ciertas
afirmaciones hechas en la Septuaginta sobre Dios, y sin que Jesús ocupase
por ello el lugar de Dios.
De ahí que no se pueda desdeñar un segundo factor que hizo que el título de
Kyrios se impusiera en las comunidades helenistas tan rápidamente y
desplazara otros títulos de Cristo, salvo el nombre tan expresivo de «Hijo».
Ese factor es el ambiente religioso de las comunidades antioquena y siria. En
las religiones orientales y sobre todo en Siria, las divinidades adoradas
originariamente en los cultos locales recibían el nombre de Kyrios/Kyria. Eran
consideradas «señores/señoras» del territorio o del lugar donde eran
adoradas. En época neotestamentaria, cuando su culto no se circunscribía ya
a tribus o a grupos de población, pasaron a ser «señores» de sus fieles, que
se congregaban en comunidades de culto. No eran los «dioses estatales» del
panteón greco-romano los que recibían el trato de Kyrios/Kyria, sino
justamente las divinidades locales y privadas que cada fiel honraba. La
misión pagana iniciada en Antioquía puso en contacto a los misioneros
cristiano-primitivos con esas divinidades, con los dones atribuidos a ellas y
con sus fieles. La predicación misional contrapuso a estos «señores/señoras»
el único Kyrios: Jesús (1 Cor 8,6).
Ahí ven muchos investigadores, siguiendo a W. Bousset, el origen del título
cristológico de Kyrios. Según ellos, su adopción a partir del culto pagano de
Siria estuvo acompañada de una modificación de toda la cristología. La
cristología primitiva, de signo apocalíptico, que esperaba a Jesús como «Hijo
del hombre» venidero, quedó transformada así en una cristología de carácter
cúltico que adoraba a Jesús como Kyrios ya reinante. La comunidad
escatológica pasó a ser una comunidad de culto.
De nuestra exposición se desprende, no obstante, que esa explicación pasa
por alto la evolución diferenciada de la cristología cristiano-primitiva. Ya la
comunidad primitiva expresó, mediante la idea de elevación, el poder
celeste, actual, de Jesús e invocó a éste en la oración. Y también las
comunidades paganocristianas esperaron la parusía del Kyrios y vivieron en
actitud de expectativa. Hay que tener presente, además, que hubo
judeocristianos helenísticos que introdujeron el título de Kyrios en la reflexión
cristológica inspirándose únicamente en los cultos helenísticos. Es
históricamente impensable, en efecto, que los paganocristianos recién
conversos de Antioquía o de las restantes comunidades de Siria
dependientes de ella pudiesen adquirir tan pronto la capacidad teológica
necesaria para imponer esta transformación decisiva de la cristología. Pero
los misioneros judeocristianos pudieron adoptar y difundir el título de Kyrios
debido a su importancia para la misión pagana. Ese título respondía
plenamente a la idea de elevación ya elaborada, que se expresó también en
la invocación marana-Kyrie. No se da, pues, en modo alguno un cambio
fundamental.

b) Aclamaciones del Kyrios


Pablo define en 1 Cor 1,2 a los cristianos como aquellos que «invocan el
nombre de nuestro Señor Jesucristo» (cf. 2 Tim 2, 22; Hech 9, 14; 22, 16). El
que hace esta invocación se salva (cf. Rom 10, lOss). Pablo pensaba en las
reuniones cúlticas de las comunidades cristianas, donde los cristianos
invocaban en común al Kyrios Iesous.
Pablo cita la aclamación en Rom 10,9 y en 1 Cor 12, 3. Nadie puede hacer
esta aclamación sin el impulso del Espíritu santo (1 Cor 12, 3). El himno a
Cristo de Flp 2, 6-11 recoge esta aclamación en la forma Kyrios Iesous
Christos; va asociada en él al acto cultual de la genuflexión (v. 10s). Todas
las «fuerzas» del cosmos le obedecen.
La aclamación Kyrios Iesous se puede entender como respuesta a la
pregunta «¿quién es el Señor?». Sería entonces una profesión de fe
exclusiva: «El Señor es Jesús». Jesús, el Kyrios, excluye entonces a los otros
«señores» acatados en el entorno de la comunidad. La invocación procedería
entonces de las primeras comunidades paganocristianas. Su trasfondo sería
el culto politeísta de Siria. Pero cabe oponer a eso que Pablo supone como
algo obvio que judíos y paganos debían coincidir en esta invocación común
para salvarse. Flp 2, II tampoco se ajusta a esa interpretación, porque en
este himno a Cristo la aclamación Kyrios Iesous Christos expresa la adopción
del camino de Jesús que culmina en la elevación y entronización celeste por
Dios: Dios hizo de Jesús el Kyrios. La aclamación responde, pues, aquí a la
pregunta «quién es Jesús». Es el Kyrios.
Hay que suponer así que la exclamación Kyrios Iesous se empleó en las
comunidades mixtas de Antioquía y Siria. Judeo-y pagano-cristianos
invocaban así en común a Jesús como Señor suyo. Es obvio que la invocación
decía cosas diferentes a los dos grupos. Los antiguos paganos que se habían
alejado de los viejos dioses y «señores» (cf. 1 Tes I, 9), hacían la invocación a
modo de repudio de los cultos a otros «señores». Pero los judeocristianos
entendían el título de Kyrios como cumplimiento, en Jesús, de las esperanzas
judías de un salvador definitivo. Los dos grupos adoraban al Kyrios Iesous
como su Señor del cielo cuyo reinado final había comenzado y se difundía en
la tierra por la acción del Espíritu santo, y que en breve, en su parusía, se
llevaría consigo la comunidad, solemnemente (I Tes 4, I6s), al «reino
celestial» (Flp 3, 20).
La asamblea cultual reconocía a Jesús como su «Señor» en la aclamación
Kyrios Iesous, y se sometía a su soberanía.
Pablo cita otra fórmula de aclamación en 1 Cor 8, 6:
No hay más que un Dios, el Padre, de quien [procede] el universo, y a quien
[estamos destinados] nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, [por] quien
[existe] el universo y por el que [fuimos rescatados].
El paralelismo estricto indica que el fragmento es una fórmula consagrada.
Contiene diversos elementos que se pueden aislar. La fórmula «no hay más
que un Dios» procede de la predicación misional a paganos en el
cristianismo primitivo (cf. 1 Tes 1, 9; Mc 12, 29; Rom 3, 30; 1 Tim 2, 5; Sant 2,
19). Podría estar tomada de la misión monoteísta del judaísmo de la
diáspora. Probablemente, la frase sobre la creación y la expresión
soteriológica... estuvieron siempre asociados a la predicación monoteísta. La
fórmula va dirigida contra el politeísmo pagano.
La frase «un solo Señor», con el enunciado soteriológico adjunto, podría
proceder en cambio de una propaganda religiosa originariamente pagana.
Afirma la exclusividad del Dios anunciado, rechaza a otros «señores» y
subraya su eficacia salvadora.
La fórmula cristiana de 1 Cor 8, 6 podría contener así elementos de
propaganda religiosa del judaísmo de la diáspora y del paganismo. Pero en
su forma actual debe considerarse como un producto cristiano. La fórmula
califica de «Padre» al Dios creador; aquí se refleja la invocación Abba de los
cristianos (cf. Gal 4, 6; Rom 8, 15). La expresión cristológica preposicional
«por quien [existe] el universo y por el que [fuimos recatados!» contiene la
idea de mediación creadora y salvadora de Jesús. La primera idea procede
de las especulaciones sapienciales judías (cf. Sab7,21; 8,4; cf. cap. 3, § 7);
pero la frase sobre la mediación soteriológica del Kyrios Jesús es un reflejo de
la visión sobre su muerte expiatoria y sustitutoria, elaborada en Antioquía.
También esta fórmula surgió en el judeocristianismo helenístico. Pero fue
adaptada por misioneros judeocristianos para cristianos procedentes del
paganismo. Quizá se trata, por tanto, de una invocación cultual utilizada en
las celebraciones paganocristianas; pero no es seguro que así sea. Esta
fórmula pudo haber sido empleada por judeo y paganocristianos en común.
Para los judeocristianos vendría a sustituir al shema Israel.
Interrumpimos aquí nuestra exposición. Hemos señalado ya el final de la
comunidad primitiva de Jerusalén y de Palestina, que se pierde en la
oscuridad (cf. cap. 11, § 4 y 13, § 6). Aparecieron entonces nuevos centros de
cristianismo primitivo. Entre ellos estaba Antioquía. Los inicios de la
comunidad cristiana de esta ciudad pertenecían a nuestra exposición,
porque aquí siguieron trabajando los «helenistas» expulsados de Jerusalén.
Ellos posibilitaron que el cristianismo accediera al mundo helenista antiguo
de occidente. Su tradición continuó y siguió evolucionando en esta parte del
mundo. Ha llegado a nosotros, principalmente, a través de las cartas de
Pablo. Pero tampoco se perdieron las tradiciones de la comunidad primitiva
arameoparlante; fueron recogidas hacia el año 50 d. C. en la fuente Q, que
sería utilizada por los evangelistas. Una amplia corriente de las mismas
desembocó también en el evangelio de Marcos. Así pues, aunque las
comunidades de Palestina y Jerusalén se perdieron en los horrores de la
guerra judía, sus relatos, pensamientos y reflexiones han llegado a nosotros
y dan testimonio de su fe y su praxis.

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