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Un comerciante tenía dos asnos con los que transportaba mercancías.

Uno de los burros


era humilde y discreto, y el otro era muy vanidoso.
– El amo me aprecia a mí más que a ti –solía decir el burro vanidoso- soy el mejor burro
de toda la comarca.
Una mañana el amo despertó a los asnos y les colocó las alforjas. Al más humilde le tocó
llevar un cargamento de sal, y al vanidoso, una partida de esponjas. El burro vanidoso se
dio cuenta de que él salía ganando y dijo:
– ¿Ves? No me negarás que el amo me cuida más que a ti. Tú casi no puedes moverte del
peso que llevas y yo, mira que ligero voy…
Mientras andaban, el burro vanidoso se burlaba de su compañero:
-¿No puedes correr más? ¡Pareces un burro viejo!
Al cabo de un rato, llegaron a un río. Sólo unos desgastados tablones unían las dos orillas.
El comerciante se quedó pensativo durante unos segundos, pero al fin decidió cruzar por
allí.
Cuando los dos animales y el hombre pisaron los tablones, la madera crujió con el peso.
El burro humilde avanzó mirando al frente para no perder el equilibrio.
Su compañero hizo lo mismo, pero se despistó un momento y cayó. Tras el golpe, los
tablones se movieron y también el comerciante y el otro asno acabaron en el río.
Una vez en el agua, la sal que llevaba el burro humilde comenzó a deshacerse y el animal
pudo salir fácilmente: ahora sus alforjas no pesaban nada. Sin embargo, las alforjas del
burro vanidoso pesaban cada vez más.
¡Las esponjas se habían llenado de agua!
– ¡Socorro! ¡Socorro!- gritaba angustiado el burro vanidoso a punto de ahogarse.
Entonces el comerciante nadó hacia él y le soltó las alforjas. Por fin, el burro pudo salir.
Después, los tres no tuvieron más remedio que regresar a casa.
Por el camino de vuelta, el burro vanidoso comprendió que no debía ser tan presumido.
Y, por supuesto, decidió no volver a burlarse de su compañero.
Autor: Jean de la Fontaine

“Si no se modera tu orgullo, él será tu mayor castigo” Dante Alighieri

“De la rivalidad no puede salir nada hermoso; y del orgullo, nada noble.”John Ruskin
Cuando los dioses se encontraban creando al hombre y a la mujer, se dieron cuenta muy
tarde de que les habían brindado demasiado dones que tarde o temprano, les harían tan
poderosos como ellos. Tenían fuerza, inteligencia y determinación para seguir sus sueños.
Esto les preocupó bastante, pues temían que un día pudieran crecer en soberbia y
desafiarlos. Fue cuando repararon en que aún tenían un as bajo la manga: la felicidad.

-Si escondemos la felicidad, los hombres estarán demasiado ocupados buscándola como
para pensar en retarnos-dijo uno de los dioses-. Tenemos que ocultarla donde no la puedan
hallar. ¿Cuál es el mejor lugar para hacerlo?

-Hagámoslo en el pico más alto-dijo uno.

-No; porque en algún momento ellos podrán escalar hasta llegar ahí-le respondieron.

-Ocultemósla entonces en las profundidades del mar-dijo otro.

-No, porque algún podrán inventar algo que les permita explorar los óceanos-le
contestaron.

Uno de los dioses, que hasta ese instante no había dicho una sola palabra, habló:

-Vamos a esconder la felicidad en un lugar en el que nunca se les ocurrirá buscar. Dentro de
ellos mismos; porque siempre tratarán de hallarla en las cosas materiales, en otras personas
o aspiraciones, antes que en su propio interior.

Y al ver cuanta razón tenía, los demás dioses decidieron colocar la felicidad adentro del
corazón de cada ser humano. Y tal y como dijo el dios sabio; la mayoría de los hombres se
empeñaron en tratar de ser felices en vano, sin darse cuenta de que solo necesitaban mirar
dentro de sí mismos y encontrar allí todo lo que les hacía falta para sentirse plenos.

A menudo le concedemos relevancia a cosas que solo nos harán sentirnos bien
superficialmente. Pero si buscas en tu persona, sabrás que no tienes más que aceptarte y
aceptar lo que te rodea, para empezar bien cada día de tu vida.

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