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La marea fosforescente

Cuando se concentra suficiente fosforo en el mar, las olas se encienden con un verde
fosforescente increíble al romper y si alguien se acerca a la orilla y remueve rápidamente la
arena, brotan destellos verde fosforescentes como estrellas fugaces, es una rareza
especialmente interesante para ver. Algunos llaman a estos destellos, “Noctilucas”.

Era una tremenda coincidencia, aquel fenómeno en la marea ocurre, con suerte, un par de
veces por verano. Nalán, estaba sentado en la arena húmeda de la orilla, viendo las olas arder
con el verde del fosforo. La noche era cálida y una luna afilada, que casi se hundía en el
horizonte, iluminaba ligeramente. De rato en rato agitaba con los dedos la arena a su costado
y miraba los destellos intentando disipar su nerviosismo. En vano.

A su derecha, a casi un kilómetro, se veía la luz tenue y naranja de los faroles que adornan
playa entre la orilla del mar y las hileras de casas de veraneo. A su izquierda la playa se
extendía interminable, oscura, desierta. Tras él, un risco de unos veinte metros de altura se
alzaba paralelo al mar en ambas direcciones, flanqueando la playa. En lo alto, se erguía un
faro, inservible y vetusto, como la osamenta de alguna antigua divinidad vencida. Nalán había
llegado ahí a la puesta de sol con la intención de esperar a que oscurezca.

Hace trece veranos estuvo en ese mismo lugar de noche, rarísimo, fue la primera vez que vio
el efecto del fosforo acumulado. Aquel día estaba con dos amigos, tomaban unas latas de
cerveza mirando el negro mar de la noche y al descubrir las noctilucas se fueron caminando
por la orilla, removiendo la arena húmeda con los pies. A cada paso salían tantos rayos verdes
que Nalán no lo podía creer, cuando se cansaron habían llegado frente al faro. Se sentaron a
conversar un buen rato y cuando regresaban vieron aquella cosa que, de alguna manera, había
cambiado sus vidas. Pensó en sus dos antiguos amigos. Ahora estaba solo, el tiempo había
pasado.

Se habían conocido ese verano, una mañana, corriendo por la playa y su afinidad se hizo
mayor cuando descubrieron que los tres coincidían en el gusto por la lectura y las
conversaciones respecto a temas históricos y filosóficos. Tenían 18 años, sus almas estaban
llenas de energía y sueños, fue un verano estupendo, tal vez el mejor que puedan recodar, pero
eso ya no tiene importancia.

Al comienzo, cuando se encontraban para tomar un trago y recordaban aquello, intentaban dar
explicaciones para definir qué fue lo que vieron y las mezclaban con sus reflexiones pseudo
filosóficas de la vida y el mundo, de la naturaleza y lo sobrenatural. Para Nalán era una
criatura de la noche que por alguna razón estaba atraída por las noctilucas. Jorge creyó que era
un fantasma, dicen que los fantasmas aparecen en los lugares donde sienten remordimientos.
Y Fernando lo atribuyó a un vórtice de energía negativa extrañamente manifestado y visible
como consecuencia del fenómeno del fosforo en el mar. Como sea, luego de unos años, si es
que se acordaban de eso, lo hacían como si hubiera sido una ilusión, un sueño tenebroso que
experimentaron los tres al mismo tiempo, algo que nunca ocurrió realmente. Es así que a
Nalán siempre le quedo una extraña curiosidad por saber qué hubiera pasado de no haber
huido despavoridos. Más de una vez les propuso volver al lugar, pero la negativa de ambos
siempre fue rotunda; también fue rotunda la decepción de Nalán por la cobardía de sus
camaradas, no obstante, se prometió que lo haría alguna vez, cuando se sintiera listo.

Ahora, finalmente estaba ahí, solo en la oscuridad; ya no se sentía tan listo como en la tarde.
Vio la hora en el celular, daban las 8:50, resolvió que cuando la luna comience a hundirse en
el mar emprendería el camino de regreso. Estaba seguro de que aquello ocurriría otra vez. Las
noctilucas brillaban, pero ya no le producían ninguna admiración ni asombro, simplemente las
veía, sin más, secándose constantemente la cara de una pegajosa y fría transpiración. Nalán
era de los que sabía resistir una paliza como hombre, pero enfrentarse a algo como eso casi no
se puede comparar con nada en el mundo, solamente la idea de filmar todo y transmitirlo en
vivo vía Facebook le ayudaba a mantener reunidos los pedazos del temple que se le había ido
resquebrajando a medida que oscurecía. Él sabía que era una confianza imaginaria nada más,
después de todo; pero al menos alguien más vería lo que él, pasara lo que pasara.

Dejaron de frecuentarse al cabo de nueve años. La vida se hizo más seria y sus personalidades
tomaron sentidos diferentes. Su amistad se disolvió, habían cambiado. Fernando se había
convertido en alguien a quién solo le importaba hacer más y más dinero a pesar de no
necesitarlo; Jorge, por otro lado, se pasaba la vida en fiestas, drogas y borracheras y Nalán se
volvió un mujeriego sin cuartel.

De vez en cuando tenía noticias de la vida de sus otrora amigos, ninguna alentadora. Un par
de años después se enteró de que Fernando padecía una alarmante obesidad y Jorge estaba
internado por sus adicciones. A él no le iba mejor, se sentía horriblemente vacío, todavía no
terminaba la universidad y el empleo que tenía apenas le alcanzaba para sobrevivir. Fue por
esos tiempos cuando lo invadió la idea de que el encuentro con esa criatura de la noche había
dejado caer sobre ellos alguna extraña maldición, una maldición que arrancó algo de sus
almas. Esta fue la razón que finalmente lo decidió a volver. Tenía la idea de que, si tropezaba
nuevamente con ese ser y era capaz de darle cara, de alguna manera recuperaría lo que perdió
y se liberaría de aquel extraño anatema.

Cuando lo contaron a los demás, hace trece años, nadie les creyó. Esas cosas no suceden en la
vida real, son solo historias de fantasmas, cháchara de niños e ignorantes; basura. Regresaban
del faro, caminaban por la orilla con el mar a la izquierda, estaban a unos cuatrocientos
metros del primer farol de la playa cuando divisaron, adelante hacia la derecha, “a las dos en
punto”, una forma extraña, difusa por la distancia y la noche. No le dieron mayor importancia,
pero un trecho más adelante, cuando aquello estaba completamente a su derecha, se
percataron de que se movía, se acercaba, en dirección al mar; parecía una persona.
Continuaron con pasos lentos, los tres miraban hacia atrás por sobre su hombro derecho. Una
silueta oscura e informe de casi dos metros de altura se deslizaba sobre la arena.

Quedaron estupefactos, sin poder arrancar la vista de esa sombra que, ahora a sus espaldas,
llegaba a la orilla. Repentinamente y por alguna estúpida razón que nunca terminó de
entender, Nalán estiró el brazo y alzó un grito para llamar su atención. Inmediatamente esa
cosa viró hacia ellos, flotaba, y se acercó con un movimiento y una celeridad fuera de este
mundo. Era más negra que la oscuridad, despedía un frio nebuloso y mirarla daba una extraña
sensación de vértigo, como en las pesadillas donde uno cae y cae sin poder detenerse. Todo se
hacía repentinamente silencioso; esa cosa ahuyentaba a la realidad a su alrededor.

Cuando alcanzaron el farol, después de correr como nunca en su vida, se miraban sin poder
hablar. Tenían el corazón en las entrañas y las piernas de piedra, como ocurre cuando se ve
algo que da miedo de verdad. El círculo de luz impedía ver a más de cinco metros y, luego de
un momento, cuando se asomaron más allá, ya no pudieron verla nuevamente. Sentían un frio
extraño en el pecho, un frio del que solo se percataron días después y que jamás se les quitó.
Se quedaron sentados bajo el farol, oyendo el rumor de las olas que parecía más fuerte que
nunca.

Nalán había cambiado tanto que le parecía otra vida, otro sujeto. Aquella maldición parecía
haberles negado lo que más anhelaban en el mundo. Fernando quería ser admirado y
respetado por su habilidad en los negocios, y después de tanto tiempo aún seguía perdiendo
dinero de su familia en sus inversiones malhadadas. Jorge soñaba con ser un artista famoso
pero su triste fama se reducía a ser frecuentemente echado a patadas de los bares. Nalán tenía
ilusiones sencillas. Una linda chica y una vida tranquila. Se dormía deseando soñar que estaba
enamorado, anhelaba casi con desesperación encontrar a aquella con quien, por fin, conversar
en el desayuno y sentir que ya no necesitaba huir más. Nunca lo consiguió, hasta que sin darse
cuenta dejó de importarle; seguramente pasó lo mismo con los otros dos. El frio había
mutilado gran parte de su sensibilidad, extendiéndose más y más con cada experiencia de la
vida. Hubo un día que aquel frio envolvió por completo a todo su ser.

Advirtió entonces que si el corazón se enfría más allá de cierto punto adquiere ciertas
características que le quitan la capacidad de albergar un alma, y un hombre sin alma da mucho
miedo, nadie puede amarlo; hace falta deshacerse de él y, con un poco de tiempo y voluntad,
esperar que crezca otro. Arrancarlo es una operación tan amarga que la mayoría nunca reúne
las suficientes agallas y prefiere vivir sin alma hasta el final de sus días. Y aunque Nalán
había perdido ya hasta la última de sus ilusiones de juventud, la obtusa intensidad de su
presentimiento le dictaba que tendría un nuevo inicio, si era capaz de saldar esa cuenta que,
sin saber exactamente por qué, le correspondía.

El tintineo del celular lo estremeció, eran las nueve. Se levantó lentamente en la solitaria
oscuridad, la luz del teléfono era su única compañía. La luna estaba a punto de hundirse en el
océano, merecía una foto. La tomó y la colgó en el Instagram. Respiraba hondo, se sintió tan
alejado de la gente y de su propia vida como si fuera el último humano sobre la faz de la
tierra. Estiraba las piernas a la vez que contemplaba, un momento más, como la luna se
hundía hasta desaparecer mientras las olas rompían con el verde espectacular de las
noctilucas. Luego dio vuelta observó el faro, tétrico, inútil, en lo alto.

Algún tiempo atrás Nalan se había enterado por casualidad de una historia infame y casi
olvidada que ocurrió cerca del faro: En la década de los 80 unos despreciables muchachos
violaron a una joven y la arrojaron del peñasco. Aunque identificaron a los perpetradores y los
padres de la víctima intentaron acudir a la justicia; lo único que obtuvieron fue un sobre con
dinero caliente y una amenaza con sangre fría. El crimen quedó impune y el caso se perdió en
el olvido y los archivadores convenientes, una perla más en el collar de los encantos de la ley.
Como sea, qué más le daba a Nalán, la vida es cruel para todos, pero uniendo puntos, la
sombra podría ser el fantasma de aquella desdichada mujer y esa posibilidad resultó
sumamente desalentadora. No por su naturaleza paranormal sino porque convencido ya de que
la vida carecía de sentido alguno, aún tenía esperanza en la muerte. La idea de que el juego
continúe después del jaque mate era horripilante.
Tomó el teléfono como si fuera un escudo y abrió el Facebook para la transmisión en vivo. Su
paso era lento, vacilante, casi arrastraba los pies, al principio no despegaba los ojos del piso,
luego se atrevió a levantar la frente. Así avanzaba en la oscuridad de esa calurosa noche, por
la orilla, igual que aquella vez.

No había forma de probarlo. Era absurdo de pensar que iba a cambiar algo encontrándose
nuevamente con lo que sea que fuera esa cosa, pero ahí estaba, solo y con una expectación
vacía; y de repente sintió correr por sus venas una convicción particular. Sí, sabía que nada
cambiaría, su vida seguiría igual, pero esta vez no huiría y eso, para él, era algo. Un “algo”
inexplicablemente preciado. Apagó la linterna del teléfono y advirtió que si la oscuridad no lo
envolviera por completo nunca hubiera podido notar que estaba caminando sobre el reflejo de
las estrellas, azotó la arena con el pie y las noctilucas fueron estrellas fugaces. No había que
culpar a nadie, solo fueron todos sus “yo” que lo soñaron llegando al paraíso. Enderezó la
espalda, ahora caminaba con paso firme, estaba a mitad de camino.

De pronto un espasmo de electricidad le recorrió la columna, erizándole la nuca. Se


humedeció los labios, saboreó el salado relente que abrazaba todo; ya no era tibio, estaba frío,
un frío que él conocía. Como atendiendo a un llamado, Nalán volteó hacia la derecha y ahí
estaba. Sintió el temblor en sus rodillas, quiso correr, pero no lo hizo. Intentó iniciar la
transmisión vía face, pero no tenía señal de internet.

La sombra se acercaba desde la misma dirección que la primera vez, el farol aún estaba lejos.
Nalán avanzó hacia ella, la miraba de frente.

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