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RELIGIÓN CRISTIANA
JUAN CALVINO
,
INSTITUCION
DE LA
,
RELIGION CRISTIANA
TRADIJCIDA y PUBLICADA POR
CIPRIANO DE VALERA EN 1597
REEDITADA POR LUIS DE lISOZ y RÍO EN 1858
NUEVA EDICIÓN REVISADA f:N 1967
SEGUNDA EDICIÓN L'lALTERADA 1981
TERCERA EDICIóNINALTERAOA 1986
CllARTA ~:nICIÓN INALTERADA 1994
(DOS TO'IOS)
TOMOf
Por todo ello presentamos esta nueva edición con gran alegría y espe-
ranza, como un instrumento selecto para la difusión de las doctrinas
reformadas, que Calvino expone con tan asombrosa claridad y sencillez.
1999 FELíRe
TABLA DE ABREVIATURAS
ANTIGUO TESTAMENTO
APÓCRIFOS
NUEVO TESTAMENTO
LIBRO PRIf\1ERO
DEL CONOCl~lJENTll DE OlOS rN CCA:-JTO ES CREADOR Y SUPREMO
GOBER:'>IADOR or TODO EL MU:-JDO.
Capitulo Primero
El conocimiento de Dios y el de nosotros se relacionan entre sí.
Manera en que convienen mutuamente . . 3
Capitulo 11
En qué consiste conocer a Dios y cuál es la finalidad de este
conocimiento . . . . . . . . . . . 5
Capítulo III
El conocimiento de Dios está naturalmente arraigado en el
entendimiento del hombre. . . . . . . ..... 7
Capítulo JV
El conocimiento de Dios se debilita y se corrompe, en parte por
la ignorancia de los hombres, y en parte por su maldad. . . 10
Capitulo V
El poder de Dios resplandece en la creación del mundo y en el
continuo gobierno del mismo 13
Capítulo VI
Es necesario para conocer a Dios en cuanto creador, que la
Escritura nos guíe y encamine . . . . 26
Capitulo VII
Cuales son los testimonios con que se ha de probar la Escritura
para que tengamos su autoridad por auténtica. a saber del
Espíritu Santo; y que es una maldita impiedad decir que la
autoridad de la Escritura depende del juicio de la Iglesia . 30
Capítulo YIl1
Hay pruebas con certeza suficiente, en cuanto le es posible al
entendimiento humano comprenderlas, para probar que la
Escritura es indubitable y certísima. . . . . . . . . 35
Capitulo IX
Algunos espiritus funáticos pervierten los principios de la reli-
gión, no haciendo caso de la Escritura para poder seguir mejor
sus sueños, so título de revelaciones del Espíritu Santo . . . 44
Capitulo X
La Escritura, para extirpar la superstición, opone exclusiva-
mente el verdadero Dios a los dioses de los paganos . . . . 47
VIlI INDJCE GENERAL
Capitulo Xl
Es una abominación atribuir a Dios forma alguna visible, y
todos cuantos erigen imágenes o ídolos se apartan del verdadero
Dios . . . . . . . . . . . . . . . . .. 49
Capitulo XII
Dios se separa de los ídolos a fin de ser Él solamente servido 62
Capítulo XIlI
La Escritura nos enseña desde la creación del mundo que en
la esencia única de Dios se contienen tres Personas. . . . . 66
Capitulo XIV
La Escritura, por la creación del mundo y de todas las cosas,
diferencia con ciertas notas al verdadero Días de los falsos
dioses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. 95
Capítulo XV
Cómo era el hombre al ser creado. Las facultades del alma, la
imagen de Dios, el libre albedrío, y la primera integridad de
la naturaleza . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
Capitulo XVI
Dios, después de crear con su potencia el mundo y cuanto hay
en él, lo gobierna y mantiene todo con su providencia 124
Capítulo XVII
Determinación del fin de esta doctrina para que podamos apro-
vecharnos bien de ella . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
Capítulo XVIII
Dios se sirve de los impíos y doblega su voluntad para que
ejecuten Sus designios, quedando sin embargo Él limpio de
toda mancha . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ISO
LIBRO SEGUNDO
DEL CONOCIMIENTO DE DIOS COMO REDENTOR EN CRISTO, CONOO·
MIENTO QUE PRIMERAMENTE FUE MANIFESTADO A LOS PATRIARCAS
BAJO LA LEY Y DESPUÉS A NOSOTROS EN EL EVANGELIO.
Capitulo Primero
Todo el género humano está sujeto a la maldición por la calda
y culpa de Adán, y ha degenerado de su origen. Sobre el pecado
original. . . . . . . . . . . . . .. 16]
Capitulo Il
El hombre se encuentra ahora despojado de su arbitrio, y
miserablemente sometido a todo mal . . . . . . . . . . 171
Capítulo ]JI
Todo cuanto produce la naturaleza corrompida del hombre
merece condenación . . . . . . . . . . . . 197
Capitulo IV
Cómo obra Dios en el corazón de los hombres. 213
Capitulo V
Se refutan las objeciones en favor del libre albedrío. 220
íNDICE GENERAL IX
Capítulo VI
El hombre, habiéndose perdido a sí mismo, ha de buscar su
redención en Cristo, , . , , . . . ' . . . . . . . . . . 239
Capí tulo VlI
La Ley fue dada, no para retener en sí misma al pueblo antiguo,
sino para alimentar la esperanza de la salvación que debía tener
en Jesucristo, hasta que vin iera. . . . . . . . . 245
Capítulo VIII
Exposición de la Ley moral, o los Mandamientos 261
Capítulo IX
Aunque Cristo fue conocido por los judíos bajo la Ley, no ha
sido plenamente revelado más que en el Evangelio . 307
Capítulo X
Semejanza entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. 312
Capitulo XI
Diferencia entre 105 dos Testamentos . . . . . . . 329
Capítulo XII
Jesucristo, para hacer de Mediador, tuvo que hacerse hombre 341
Capitulo XIll
Cristo ha asumido la sustancia verdadera de carne humana 350
Capítulo XIV
Cómo las dos naturalezas forman una sola Persona en el
Mediador . . , , . , , , . , . . . . . . 355
Capitulo XV
Para saber con qué fin ha sido enviado Jesucristo por el Padre
y los beneficios que su venida nos aporta, debemos considerar
en Él princi palmente tres cosas: su oficio de Profeta, el Reino
y el Sacerdocio , , . . , . , . . . . . . . . . . . . . 364
Capítulo XVI
Cómo Jesucristo ha desempeñado su oficio de Mediador para
conseguirnos la salvación. Sobre su muerte, resurrección y
ascensión . , . . , , . . , , . . . . . . . . . . . . 372
Capítulo xvn
Jesucristo nos ha merecido la gracia de Dios y la salvación 392
LIBRO TERCERO
DE LA MANERA DE PARTICIPAR DE LA GRACIA DE JESUCRISTO.
FRUTOS QUE SE OBTIENEN DE ELLO Y EFECTOS QUE SE SIGUEN.
Capítulo Primero
Las cosas que acabamos de referir respecto a Cristo nos sirven
de provecho por la acción secreta del Espíritu Santo , . . . 401
Capítulo 11
De la fe, Definición de.la misma y exposición de sus propie-
dades. , , . . . , , . , , , , . . . . . . . . . 405
Capítulo III
Somos regenerados por la fe, Sobre el arrepentimiento . . . 447
x INDICE GENERAL
Capítulo IV
Cuán lejos está de la pureza del Evangelio todo lo que los
teólogos de la Sorbona discuten del arrepentimiento. Sobre
la confesión y la satisfacción. . . . . . . . . . . . . . . 472
Capítulo V
Suplementos que añaden los papistas a la satisfacción; a saber:
las indulgencias y el purgatorio . . . . . . . . . . . . . 510
Capítulo VI
Sobre la vida del cristiano. Argumentos de la Escritura que nos
exhortan a ella. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 522
Capítulo VU
La suma de la vida cristiana: la renuncia a nosotros mismos 527
Capítulo VIII
Sufrir pacientemente la cruz es una parte de la negación de
nosotros mismos. . . . . . . 537
Capítulo IX
La meditación de la vida futura 546
Capítulo X
Cómo hay que usar de la vída presente y de sus medios. 552
Capítulo Xl
La justificación por la fe. Definición nominal y real. . . 556
Capítulo XII
Conviene que levantemos nuestro espiritu al tribunal de Dios,
para que nos convenzamos de veras de la justificación gratuita 580
Capítulo XIII
Conviene considerar dos cosas en la justificación gratuita . . 588
Capítulo XIV
Cuál es el principio de la justificación y cuáles son sus conti-
nuos progresos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 593
Capítulo XV
Todo lo que se dice para ensalzar los méritos de las obras,
destruye tanto la alabanza debida a Dios, como la certidumbre
de nuestra salvación . . . . . . . . . . . . . . . . . . 610
Capítulo XVI
Refutación de las calumnias con que los papistas procuran
hacer odiosa esta doctrina. . . . . . . . . . . . . . . . 618
Capítulo XVII
Concordancia entre las promesas de la Ley y las del Evangelio 623
Capítulo XVIII
Es un error concluir que somos justificados por las obras, por-
que Dios les prometa un salario 639
Capítulo XIX
La libertad cristiana . . . . . 650
Capítulo XX
De la oración. Ella es el principal ejercicio de la fe y por ella
recibimos cada día los beneficios de Dios . . . . . . . . . 663
Capítulo XXI
La elección eterna con la que Dios ha'predestinado a unos para
salvación y a otros para perdición . . . . . . . . . . . . 723
iNDICE GENERAL xr
Capítulo XXII
Confirmación de esta doctrina por los testimonios de la
Escritura . . 733
Capítulo XXIII
Refutación de las calumnias con que esta doctrina ha sido siem-
pre impugnada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 746
Capitulo XXIV
La elección se confirma con el llamamiento de Dios; por el
contrario, los réprobos atraen sobre ellos la justa perdición a
la que están destinados 762
Capitulo XXV
La resurrección final . 782
LIBRO CUARTO
DE LOS MEDIOS EXTERNOS o AYUDAS DE QUE DIOS SE SIRVE PARA
LLAMARNOS A LA COMPAÑíA DE SU HIJO, JESUCRISTO, Y PARA
MANTENER"'IQS EN H.LA.
Capitulo Primero
De la verdadera Iglesia, a la cual debemos estar unidos por ser
ella la madre de todos los fieles . . . . . . . 803
Capítulo 11
Comparación de la falsa iglesia con la verdadera 826
Capítulo 1II
De los doctores y ministros de la Iglesia. Su elección y oficio 836
Capítulo IV
Estado de la Iglesia primitiva y modo de gobierno usado antes
del Papa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 848
Capitulo V
Toda la forma antigua del régimen eclesiástico ha sido destruida
por la tiranía del papado . . . 860
Capítulo VI
El primado de la Sede romana. 874
Capítulo VII
Origen y crecimiento del papado hasta que se elevó a la gran-
deza actual, con lo que la libertad de la Iglesia ha sido oprimida
y toda equidad confundida . . . . . . . . . . . . . . . 886
Capítulo VIIT
Potestad de la Iglesia para determinar dogmas de fe. Desenfre-
nada licencia con que el papado la ha usado para corromper
toda la pureza de la doctrina 909
Capítulo IX
Los concilios y su autoridad. 921
Capítulo X
Poder de la Iglesia para dar leyes. Con ello el Papa y los suyos
ejercen una cruel tiranía y tortura con las que atormentan a
las almas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 930
XII íNDICE GENERAL
Capítulo Xl
Jurisdicción de la Iglesia y abusos de la misma en el papado 955
Capítulo XII
De la disciplina de la Iglesia, cuyo principal uso consiste en las
censuras yen la excomunión. . . . . . . . . . . . . . . 969
Capítulo XIII
Los votos. Cuán temerariamente se emiten en el papado para
encadenar miserablemente las almas 989
Capitulo XIV
Los sacramentos. 1006
Capítulo XV
El Bautismo. . . 1028
Capítulo XVI
El bautismo de los niños está muy de acuerdo con la institución
de Jesucristo y la naturaleza del signo. . . . . . . . 1043
Capítulo XVII
Irá Santa Cena de Jesucristo. Beneficios que nos aporta 1070
Capitulo XVIII
La misa del papado es un sacrilegio por el cual la Cena de
Jesucristo ha sido, no solamente profanada, sino del todo
destruida . . . . . . . 1123
Capítulo XIX
Otras cinco ceremonias falsamente llamadas sacramentos. Se
prueba que no lo son. 1139
Capítulo XX
La potestad civil. . . 1167
Salud
Dos puntos hai, que comunmente mueven á los hombres á preziar
mucho una cosa: el primero es, la exzelenzia de la cosa en sí misma:
el segundo, el provecho que rezebimos ó esperamos deIla. Entre todos
los dones i benefizios que Dios por su misericordia comunica sin zesar
á los hombres, es el prinzipal, i el mas exzelente i provechoso el ver-
dadero conozimiento de Dios, i de nuestro Señor Jesu Cristo, el cual La exzelen-
trae á los hombres una grande alegría i quietud de corazon en esta vida, zia ¡ utilidad
del cono-
i la eterna gloria i felizidad despues desta -vida, De manera que en este zimienro de
conozimiento consiste el sumo bien i la bienaventuranza del hombre: Dios.
como claramente lo declara la misma verdad, Jesu Cristo, diziendo:
Esta es la vida eterna que te conozcan solo Dios verdadero, i al que Jn. 17.3.
enviaste Jesu Cristo. I el Apóstol San Pablo, despues que de Fariseo i
perseguidor fué convertido á Cristo, i habia conozido la grande exze-
lenzia deste conozimiento, dize: Ziertamentc todas las cosas tengo por Flp. 3,8.
pérdida, por el eminente conozimiento de Cristo Jesus Señor mio, por
amor del cual he perdido todo esto, i lo tengo por estiércol. Pero como El Diablo se
no hai cosa mas nezesaria, ni mas provechosa al hombre que este esfuerza á
quitar á los
conozimiento, así el Diablo, enemigo, de nuestra salud, no ha zesado hombres
desde la creazion del mundo hasta el dia de hoi, ni zesará hasta la fin este cono-
de se esforzar por todas las vias que puede, á privar los hombres deste zimiento.
tesoro, i escurezer en sus corazones esta tan deseada luz que nos es
enviada del zielo, para mejor enredar i tener captivos á los hombres
en las tinieblas de ignoranzia i superstizion.
I como el Diablo ha sido homizida i padre de mentira desde el In. 8,44
prinzipio, así siempre ha trabajado en oprimir la verdad, i á los que
la confiesan, ya por violenzia i tiranía, ya por mentira i falsa doctrina.
Para este fin se sirve por sus ministros, no solamente de los enemigos El Diablo se
de fuera, pero aun tambien de los mismos domésticos que se glorían sirve de dos
medios.
de ser el pueblo de Dios, i que tienen las aparenzias externas. Por
violenzia mató Caín á su proprio hermano Abél: no por otra causa, 1. Por vio-
sino porque sus obras eran malas, i las de su hermano buenas. Esaú lenzia i tira-
nia.
pensaba hazer lo mismo á su hermano Jacob, porque habia rezebido Gn.4,8.
la bendizion de su padre. Saul persiguió á David el escojido i bien 1 Jn. 3,12.
querido de Dios. Muchos reyes del pueblo de Israel dejando la Iei i Gn. 27,4l.
los mandamientos de Dios, han sido idólatras i matadores de [os Pro- 1 Sm. 23. 24.
fetas, abusando en tal manera de su autoridad, que no solamente
pecaban, pero hazian tarnbien pecar á Israel. I llegó la miseria del 2 Re. 21, 1,
pueblo de Israel á tanto, que se lee de Manase (que reinó en Jerusalén 16.
55 años) que derramó mucha sangre inozente en gran manera, hasta
henchir á Jerusalén de cabo á cabo. 1 como los reyes idólatras hizieron
mal en los ojos de Dios, i lo provocaron á ira edificando los altos, que
XIV A TODOS LOS FIELES
Quién sean blo, i los condena como á herejes. Mas estos son los engañadores i
los engaña- falsos enseñadores, los que han sido, ó son tan atrevidos de añidir,
dores. ó disminuir algo en la palabra de Dios, mandando lo que Dios prohibe,
ó prohibiendo lo que su Majestad manda. De manera que obedeziendo
á estos no es posible juntamente obedezer i agradar á Cristo: i para
obedezer i seguir á Cristo es menester apartarse i huir destos como
MI. 15,6. de. guias ziegas, los cuales siendo otros nuevos Fariseos han invalidado
Mt. 15,9. el mandamiento de Dios por sus prezeptos, honrando á Dios en vano,
enseñando doctrinas, mandamientos de hombres. Tales son los ense-
ñadores i perlados de la Iglesia Romana, los cuales dejando las pisadas
de los Apóstoles i el mandamiento de Cristo, no apazientan las ovejas
con el verdadero mantenimiento de las ánimas, que es la palabra de
Dios: pero ocupándose en vanas zeremonias i tradiziones humanas,
detienen el pueblo en una crasisima ignoranzia, engañándolo con
externo aparato i resplandor i con mui magníficos títulos. Porque
gloriándose de ser vicarios de Cristo, alejan al pueblo Cristiano de la
obedienzia, i del salutífero conozimiento de Cristo: í so pretexto i
color que no pueden errar, han henchido la Cristiandad de infinitos
errores i superstiziones, directamente repugnantes á la doctrina de
Dios. Lo cual se puede manifiestamente probar por los testimonios
siguientes:
• Los en- * Dios prohibe rnui expresamente en el segundo mandamiento de
gañadores su Lei, el culto de las imájines. Ellos quebrantaron esta Lei, i dese-
mandan lo chando este mandamiento mandaron que las irnájines se hiziesen,
que Dios
prohibe, j i se honrasen, i adorasen contra el mandamiento de Dios. Dios manda
prohiben lo que su pueblo lea i medite su Lei, i Cristo manda en el Nuevo Testa-
que Cristo mento escudriñar la Escritura, la cual da testimonio dél, Ellos se
manda. oponen á este mandamiento, i prohiben severamente la lezion de la
Éx. 20,6.
Dt. 6,7, i Sagrada Escritura, como si fuese ponzoña: Cristo nuestro Redentor,
11,19. convida á sí mui benignamente á todos los trabajados i cargados, i les
Jn, 5,39. promete que hallarán descanso para sus ánimas. Estos por el contrario
Ved el Con· enseñan á los hombres otros mil caminos para hallar salud por in-
zilio Nízeno
2, que la duljenzias, satisfacziones, misas, méritos i interzesiones de santos:
Emperatriz como si en la persona de Cristo no se hallase perfecta salud: dejando
Irene con- desta manera las conszienzias en una perpétua inquietud i congoja.
vocó. 1 como ellos por tales desvaríos privan á Dios de su honra, i al pueblo
MI. 11,28.
de Dios del pasto i conforto de sus ánimas, así semejantemente privan
tambien <1 las potestades superiores, i á todos los que están en eminen-
zia de la honra i obedienzia que se les debe. Porque ellos dominan i se
enseñorean, no solamente sobre el pueblo de Dios contra lo que
1 Pe. 5.3. enseña San Pedro: pero aun tambien toma autoridad i señorio sobre
Rom. 13,1. los Reyes, Prínzipes i grandes de la tierra. 1 aunque San Pablo clara-
mente enseña que toda <lnima (sin exzepzion ninguna) debe ser sujeta
á las potestades superiores, i la razon que da, es porque son ordenadas
de Dios: con todo eso estos con una soberbia i desvergüenza intolerable
se sirven de los Reyes. Prinzipes, i Majistrados Cristianos como de
sus ministros para ejecutar sus crueldades j persecuziones contra Jos
fieles miembros de Cristo, que no confiesan ni mantienen otra doctrina
que la de Cristo: i no buscan, ni esperan salud sino por él que es el
DE LA NAZION ESPAÑOLA XIX
Éx. 23,24. solazion de los suyos, ha levantado por su bondad i defendido por su
2 Re. 18,4. potenzia algunos pios Reyes i Prínzipes verdaderamente Cristianos,
2 Re. 23,4,
5,6. etc. los cuales, obedeziendo á la Lei i al mandamiento de Dios, i imitando
á los pios Reyes de los tiempos pasados, han derribado los ídolos i
restituido la pura doctrina del Evanjelio, i han abierto sus reinos i
tierras para que fuesen refujio i amparo de los fieles, que como ovejas
descarriadas por acá i por acullá escaparon de las manos sangrientas
de los Inquisidores. ¿Cuántos millares i millares de pobres estranjeros
se han acojído á la Inglaterra, (dejo de nombrar otros Reinos i Repú-
blicas) por salvar sus conszienzias i vidas, donde so la proteczion i
amparo, primeramente de Dios, ¡ despues de la serenísima Reina doña
Isabel han sido defendidos j amparados contra la tiranía del Ante-
cristo i de sus hijos los Inquisidores? En lo cual se vee cumplido lo
Js. 49,23. que Dios prometió por su Profeta; que los Reyes habían de ser ayos,
i las Reinas amas de leche de la Iglesia. El mismo Dios por su infinita
mi sericordia ha levantado tam bien otros instrumentos de su grazia:
es á saber, píos doctores, que como fieles siervos de Cristo i verdaderos
pastores apazentaron la manada de Cristo con la sana doctrina del
Evanjelio, i la divulgaron no solamente de boca; pero tambien por
sus libros i escritos: por los cuales comunicaron el.talento que habian
rezebido del Señor á muchos pueblos i naziones del mundo. En este
número ha sido el doctísimo intérprete de la sagrada Escritura Juan
Cal vino, autor desta Instituzion, en la cual él trata mui pura i sinzera-
mente los puntos i artículos que tocan á la relijion Cristiana, confir-
mando sólidamente todo lo que enseña con la autoridad de la sagrada
Escritura, i confula con la palabra de Dios los errores i herejías, con-
forme al deber de un enseñador Cristiano: el cual dividió esta su
Instituzion en cuatro libros.
Los suma- En el primer libro trata del conozimiento de Dios, en cuanto es
rios de los 4 Criador i supremo gobernador de todo el mundo." En el segundo, trata
libros desta
Insti t uzion.
del conozimiento de Dios redentor en Cristo, el cual conozimíento
ha sido manifestado primeramente á los Padres debajo de la Leí, i á
nosotros despues en el Evanjelio. En el terzero declara, qué manera
haya para partizipar de la grazia de Jesu Cristo, i qué provechos nos
vengan de aquí, i de los efectos que se sigan. En el cuarto trata de los
medios externos, por los cuales Dios nos convida á la comunicazion
de Cristo, i nos retiene en ella. De manera que en estos cuatro libros
son mui cristianamente declarados todos los prinzipales articulas de
la relijion Cristiana i verdaderamente Católica i Apostólica. Asi que
todo lo que cada fiel Cristiano debe saber i entender de la Fé, de las
buenas obras, de la orazion, i de las marcas externas de la Iglesia, es
ampla i sinzerarnente explicado en esta Instituzion, como fázilmenté
juzgará cada uno que la leyere con atenzion i sin pasión, ni opíníon
prejudicada, Esto solamente rogaré al benévolo i Cristiano lector,
que no sea apasionado ni preocupado en su juizio por las grandisimas
calumnias i injurias, con las cuales los adversarios se esfuerzan á hazer
odiosísimos todos los escritos i aun el mismo nombre de Calvino,
como si fuese engañador i sembrador de herejías. Mas que se acuerde
de usar de la regla que antes habemos puesto para hazer diferenzia
DI! LA NAZION ESPAÑOLA XXI
i desterrados por tierras ajenas. Las causas que me han movido á esto,
han sido tres prinzipales. La primera es la gratitud que debo á mi Tres causas
Dios i padre zelestíal, al cual le plugo por su infinita misericordia de la dedica-
sacarme de la potestad de las tinieblas, i traspasarme en el reino de zion dcste
libro.
su amado hijo nuestro Señor: el cual nos manda, que siendo conver- CoL 1,13.
tidos, confirmemos á nuestros hermanos. La segunda causa es, el Le. 22,32.
grande i enzendido deseo que tengo de adelantar por todos los medios
que puedo, la conversion, el conforto i la salud de mi nazion: la cual
á la verdad tiene zelo de Dios, mas no conforme á la voluntad i palabra
de Dios. Porque ellos ignorando la justizia de Dios, i procurando de
establezer la suya por sus proprias obras, méritos i satisfacziones Rom. 10.2,
humanas, no son sujetos á la justizia de Dios, i no entienden que 3.
Cristo sea el fin de la Lei para justizia á cualquiera que cree. La terzera
causa que me ha movido, es la gran falta, carestía i nezesidad que
nuestra España tiene de libros que contengan la sana doctrina, por
los cuales los hombres puedan ser instruidos en la doctrina de piedad,
para que desenredados de las redes i lazos del demonio sean salvos.
Tanta ha sido la astuzia i malizia de nuestros adversarios, que sabiendo
mui bien que por medio de buenos libros sus idolatríascsuperstiziones, Cuanta ha
i engaños serian descubiertos, han puesto (como nuevos Antiocos) sido la astu-
zia i malizia
toda dilijenzia para destruir i quemar los buenos libros, para que el de los adver-
mísero pueblo fuese todavia detenido en el captiverio de ignoranzia, sarios.
la cual ellos sin vergüeza ninguna, han llamado Madre de devozion,
En lo cual directamente contradizen ti Jesu Cristo, que enseña mui
espresamente en el Evanjelio la ignoranzia ser causa i madre de
errores, diziendo á los Saduceos: Errais ignorando las Escrituras i la
potenzia de Dios. Mt. 22,29.
. Aqui, pues, es menester que yo suplique á todos los de mi nazion, Amonesta-
zion á todos
que desean, buscan i pretenden ser salvos, que no sean mal avisados los Españo-
ni neglijentes en el negozio de su salud: pero que como conviene á les.
XXII A TODOS LOS FIELES DE LA NAZION ESPAÑOLA
cortes de los Prínzipes con gran fazilidad creido. Veis aquí el buen
pago que muchos cortesanos me dan: los cuales mui muchas vezes
han experimentado mi constanzia, j por tanto me debrian servir de
abogados, si la ingratitud no les hubiese sido impedimento: i tanto
mas justamente debrian juzgar de mí, cuanto mas han conozido quien
yo sea. Pero el Diablo con todos los suyos se engaña mui mucho, si
se piensa me abatir i desanimar haziéndome cargo de tan vanas i
frívolas mentiras. Porque yo me confio que Dios por su suma bondad
me dará grazia de perseverar i de tener una pazienzia invinzible en el
curso de su santa vocazion: de lo cual aun ahora de nuevo yo doi mui
buenas muestras á todos los Cristianos con la impresion deste libro,
Mi intento, pues, en este libro ha sido de tal manera preparar i instruir
los que se querrán aplicar al estudio de la Teolojía que fázilmente
puedan leer la Sagrada Escritura i aprovecharse de su lezion enten-
diéndola bien, i ir por el camino derecho sin apartarse dé!. Porque
pienso que de tal manera he comprendido la suma de la Relijion con
todas sus partes, i que la he puesto i dijerido en tal órden, que cual-
quiera que la entendiere bien, podrá fázilmente juzgar i resolverse de
lo que deba buscar en la Escritura, i á qué fin deba aplicar todo cuanto
en ella se contiene, Así que habiendo yo abierto este camino, seré
siempre breve en los comentarios que haré sobre los libros de la
Sagrada Escritura, no entrando en ellos en luengas disputas, ni me
divertiendo en lugares comunes. Por esta via los lectores ahorrarán
gran molestia i fastidio: con tal que vengan aperzebidos con la instruc-
zion deste libro, como con un instrumento nezesario. Mas por cuanto
este mi intento se vee bien claramente en tantos comentarios, que yo
he hecho, mas quiero mostrarlo por la obra, que no alabarlo con mis
palabras. Dios sea con vos amigo lector, i si algun provecho hizierdes
con estos mis trabajos, encoméndame en vuestras oraziones á Dios
nuestro Padre.
que ella no ose ni aun chistar. 1 aun con todo esto ellos insisten con
la rabia i furor que suelen, por dar en tierra con la pared que ellos
han tan socavado, para al fin concluir con la ruina i estrago que han
comenzado.
En el entretanto ninguno hai que se atreva á oponerse contra estas
furias. 1 si hai algunos que quieran parezer favorezer de veras á la
verdad, dizen que se debe perdonar la ignoranzia i irnprudenzia dé
la jente simple. Porque estos modestos desta manera hablan, llamando
ignoranzia i imprudenzia aquello que ellos saben ser la zertisima
verdad de Dios: i idiotas á aquellos que saben que el Señor los ha en
tanto estimado que les ha comunicado los secretos de la sabiduría
zelestial, ¡En tanta manera todos se afrentan del Evanjelio! Pero
vuestro ofizio será, oh Rei clernentísimo, no apartar ni vuestras orejas,
ni vuestro corazón de la defensa de una causa tan justa: prinzipal-
mente siendo el negozio de tanta importanzia : conviene á saber, como
AL REl DE FRANZIA XXVII
sino por los santos. Como que nosotros no entendamos ser esta arte
de Satanás transfigurarse en Anjel de luz. Los Ejipzios en otro tiempo 2 Cor. 11,14.
honraron al Profeta Jeremías que estaba sepultado en su tierra dellos, San Hieren.
en la prefa-
con sacri.fi.zios i otras honras debidas á Dios. Cómo ¿no abusaban del zion de Je-
santo Profeta de Dios para sus idolatrías? i con todo esto con tal remías.
manera de honrar su sepulcro conseguian que pensasen que el haber
sido ellos sanados de las mordeduras de las serpientes era salario i
recompensa de la honra que hazian al sepulcro. ¿Qué diremos sino
que este ha sido i siempre será un castigo de Dios justísimo enviar
eficazia de ilusion á aquellos que no han rezebido el amor de la verdad,
para que crean á la mentira? Así que no nos faltan milagros i mui 2 Tes. 2, 11.
ziertos, i de quien ninguno se debe mofar. Mas los que nuestros adver-
sarios jactan, no son sino puras ilusiones de Satanás con que retiran
al pueblo del verdadero servizio de Dios á vanidad.
Allende desto calumniosamente nos dan en cara con los Padres (yo
entiendo por Padres los escritores antiguos del tiempo de la primitiva
Iglesia, 6 poco despues) como si los tuviesen por fautores de su im-
piedad: por la autoridad de los cuales si nuestra contienda se hubiese
de fenezer, la mayor parte de la victoria (no me quiero alargar mas)
seria nuestra. Pero siendo así que muchas cosas hayan sido escritas
por los Padres sabia i exzelentemente, i en otras les haya acontezido
lo que suele acontezer á hombres (conviene á saber, errar i faltar),
estos buenos i obedientes hijos conforme á la destreza que tienen de
entendimiento, juizio i voluntad. adoran solamente sus errores i faltas:
mas lo que han bien dicho, Ó no lo consideran, ó lo disimulan, ó lo
pervierten: de tal manera que no pareze sino que aposta su intento
fué cojer el estiércol no haziendo caso del oro que entre el estiércol
estaba, i luego nos quiebran la cabeza con su importuno vozear llaman-
donos menospreziadores i enemigos de los Padres. Empero tanto falta
que nosotros menospreziemos á los Padres, que si al presente lo
hubiese yo de tratar, mui fázil me seria probar por sus escritos la mayor
parte de lo que el dia de hoi dezimos. Mas nosotros de tal manera
leemos sus escritos, que siempre tenemos delante de los ojos lo que
dize el Ap6stol: que todas las cosas son nuestras para servirnos dellas,
no para que se enseñoreen de nosotros: i que nosotros somos de un 1 Cor. 3, 21.
solo Cristo, al cual sin exzepzion ninguna se debe obedezer en todas
cosas. El-que no tiene este órden, este tal ninguna cosa tendrá zierta
en la fé: pues que muí muchas cosas ignoraron los Padres: muchas
vezes contienden entre sí: otras, ellos se contradizen á si mismos. No
sin 'causa (dizen nuestros adversarios) Salomón nos avisa que no pa- Prov. 22,28
sernas los límites antiguos que nuestros Padres pusieron: pero no se Sal. 45, 11.
ha de guardar la misma regla en los límites de los campos i en la
obedienzia de la fé: la cual debe ser tal, que se olvide de su pueblo i
de la casa de su padre. Mas si en tanta manera se huelgan con alego-
rías, ¿por qué no entienden por Padres á los Ap6stoles, antes que á
otros, cuyos limites i término no es lízito moverlos de su lugar? Porque
así 'lo interpretó San Jerónimo, cuyas palabras ellos alegaron en sus
Cánones. 1 si ellos aun todavía quieren que los límites de aquellos,
que ellos interpretan por Padres, sean fijos i firmes: ¿por qué causa
XXXII AL REI DE FRANZ1A
Acazio en el ellos, todas las vezes que se les antoja, los pasan tan atrevidamente?
lib. 11, cap, Del número de los Padres eran aquellos de los cuales el uno dijo: que
16 de la
hist. tripart, nuestro Dios ni comia ni bebia: i que por tanto no habia menester
Amb. lib. 2 de calizes ni platos: el otro, que los ofizios divinos de los Cristianos
de los ofi- no requirian oro ni plata: i que no agradaban con oro las cosas que
zios, cap. 28. no se compran por oro. Así que ellos pasan los Ilmites, cuando en
Spiridion
lib. de la
sus ofizios divinos en tanta manera se deleitan con oro, plata, marfil,
hist. trip. mármol, piedras preziosas i sedas: i no piensan que Dios sea, como
cap. 10. debe, honrado, si no haya grande aparato externo i una pompa super-
En la hist. flua. Padre tambien era el que dijo: que él libremente osaba comer
trip. lib. 8,
cap. 1. carne, cuando los otros se abstenian: por cuanto el era Cristiano. Así
San Aug. en que pasaron los términos cuando descomulgaron á toda cualquiera
el lib. del persona que en tiempo de Cuaresma gustare carne. Padres eran, de
trabajo de los cuales el uno dijo que el monje (ó fraile) que no trabaja de sus
los monjes,
cap. 17. manos, <:Jebe ser tenido por un ladrón i salteador: otro, no ser lízito
Epifanio en á los monjes (ó frailes) vivir de mogollón, aunque sean mui dilijentes
la epístola en sus conternplaziones, oraziones i estudios. También, pues, pasaron
que San Je- este límite, cuando pusieron los vientres oziosos i panzudos de los
rónimo tras-
ladó. frailes en burdeles: quiero dezir, en sus monasterios, para que se
Cone. Eli- engordasen del sudor de los otros. Padre era el que dijo: que era
ber. cap, 36 horrenda abominazion ver una imájen Ó de Cristo ó de algun santo
en España. en los templos de los Cristianos, i esto no lo dijo un hombre solo,
San Ambro-
sio lib. de sino aun un Conzilio antiguo determinó, que lo que es adorado no
Abraham 1, sea pintado por las paredes. Mui mucho falta para que ellos se detén-
cap. 7. gan dentro destos límites: pues que no han dejado rincon que no
hayan hinchado de imájenes. Otro de los Padres aconsejó que despues
de haber ejerzitado la caridad que se debe con los muertos, que es
sepultarlos, los dejásemos reposar. Aquestos límites han traspasado
• Jelasio Pa- haziendo tener una perpétua solizitud por los muertos. * Tambien
pa en el era uno de los Padres el que afirma que la substanzia i ser del pan i
Conzilio de
Roma. del vino de tal manera permaneze en la Eucaristía i no deja de ser,
Crisóst. so- como permaneze en Cristo nuestro Señor la naturaleza humana junta
bre el 1, con la divina. Pasan pues este límite los que hazen creer, que luego
cap. á los al momento que las palabras de la consagrazion son dichas, la subs-
Efesios.
Calisto de tanzia del pan i del vino deja de ser para que se convierta, ó tran-
Consec, d. 2. substanzie (como ellos llaman) en el cuerpo i sangre de Jesu Cristo.
Padres eran los que de tal manera distribuían á toda la Iglesia sola-
mente una suerte de Eucaristía: i como della ahuyentaban á los per-
versos i malvados, así gravísimamente condenaban á todos aquellos
Jelas. cap. que siendo presentes no comulgasen. ¡Oh, cuánto han traspasado estos
Cornperi- límites! pues que no solamente hinchen de Misas los templos, mas
mus de Con- aun las casas particulares: admiten á oir sus Misas á todos, i tanto
seco disto 2.
San Zipria- con mayor alegría admiten á la persona, cuanto mas desembolsa, por
no en la epís- mas mala i abominable que sea: á ninguno convidan á la fé en Cristo,
tola 2, lib. I ni al verdadero uso de los Sacramentos: antes venden su obra por
de lapsis,
grazia i mérito de Cristo. Padres eran, de los cuales uno ordenó que
fuesen del todo apartados del uso de la Zena todos aquellos que se
contentasen con una sola espezie del Sacramento i se abstuviesen de
la otra: el otro fuertemente contiende que no se debe negar al pueblo
AL REI DE FRANZIA XXXIlI
Cristiano la sangre de su Señor, por confesion del cual es mandado San Aug.,
derramar su propria sangre. Tarnbien quitaron estos límites cuando lib. 2 de pec-
cat, merit.
rigurosamente mandaron la misma cosa, que el uno destos dos casti- cap. J.:iltlmo.
gaba con descornunion, i el otro con bastantísima razan condenaba.
Padre era el que afirmó ser temeridad determinar de alguna cosa
escura ó por la una parte ó por la otra, sin claros i evidentes testimo-
nios de la Escritura. Olvidaronse de aqueste límite, cuando sin ninguna
palabra de Dios constituyeron tantas constituciones, tantos Cánones,
tantas rnajistrales deterrninaziones. Padre era el que entre otras here-
jías dió en cara á Montano que él fué el primero que impuso leyes
de ayunar. Tambien traspasaron mui mucho este límite, cuando esta-
blezieron ayunos con durísimas leyes. Padre era el que prohibió que Apol, en la
el matrimonio fuese vedado á los Ministros de la Iglesia: i testificó hist,
Ecl. lib. 5,
el ayuntamiento con su lejitirna mujer ser castidad. 1 Padres fueron cap. 12.
los que se conformaron con él. Ellos han traspasado este límite cuando Paphnuzio
con tanto rigor defendieron el matrimonio á sus Eclesiásticos. Padre en la hist,
era el que dijo, que solo Cristo debia de ser oido, del cual está escrito: Trip. lib. 2,
cap. 14.
A él oid : i que no se debía hazer caso de lo que otros an tes de naso! ros San Ziprian.
hubiesen hecho, ó dicho, sino de lo que Cristo (que es el mas antiguo en la epíst.
de todos) haya mandado. Tampoco se entretuvieron dentro dcste lími- 2 del hb. 2.
te, ni permiten que otros se detengan, constituyéndose para sí i para
los demás otros enseñadores que Cristo. Padre era el que mantuvo San August.
que la Iglesia no se debia preferir á Cristo; porque Cristo siempre cap. 2 del
lib. contra
juzga justamente: mas los juezes Eclesiásticos, como hombres, se Cresco,
pueden engañar muchas vezes, Traspasando, pues, tambien este tér- Grarn.
mino, no dudan afirmar que toda la autoridad de la Escritura depende
del arbitrio de la Iglesia. Todos los Padres, de un comun consenti-
miento, ¡ á una voz, abominaron, que la santa palabra de Dios fuese
contaminada con las sutilezas de los Sofistas, i que fuese revuelta con
las contiendas i debates de los Dialécticos. ¿Entretiénense ellos por
ventura dentro destos límites, cuando no pretenden otra cosa en todo
cuanto hazen, sino cscu reze r i se pu Itar la simplizidad de la Escritura
con infinitas disputas i contiendas mas que sofisticas'! De tal manera,
que si los Padres resuzitascn ahora, i oyesen tal arte de reñir, la cual
estos llaman Teolojía especulativa, ninguna cosa creerían menos que
ser tales disputas de cosas de Dios. Pero ¿cuánto se prolongaría mi
orazion, si yo quisiese contar con cuánto atrevimiento estos sacudan
el yugo de los Padres, de los cuales ellos quieren ser tenidos por hijos
muí obedientes'! Por zierto faltarme ya tiempo i vida para contarlo.
1 con todo esto ellos son tan desvergonzados, que se atreven á darnos
en cara que habemos traspasado los limites antiguos.
Cuanto al enviarnos á la costumbre, ninguna cosa les aprovecha.
Porq ue se nos haría una grande injustizia si fuésemos constreñidos á
sujetarnos á lo acostumbrado. Zierto si los juizios de los hombres
fuesen los que deben, la costumbre se debria tomar de los buenos.
Pero mui de otra manera mui muchas vezes acontezco Porque lo que
veen que muchos hazen, eso es lo que luego queda por costumbre.
I esto es verdad, que nunca los negozios de los hombres fueron tan
bien reglados, que lo que fuese mejor pluguiese á la mayor parte. Así
XXXIV AL REI DE FRANZIA
mados, el uno por acá i e! otro por allá. I no hai por qué nos mara-
villar desto. Porque él ha aprendido á los guardar aun en la misma
confusión de Babilonia, i en la llama de la hornaza ardiente. Cuanto
á lo que quieren que la forma de la Iglesia sea estimada por no sé
qué vana pompa, yo, porque no quiero hazer largo prozeso, lo tocaré
solamente como de pasada, cuan peligrosa cosa sea. El Papa de Roma
(dizen ellos) e! cual está sentado en la silla Apostólica, i [os otros
Obispos que él ordenó i consagró, representan la Iglesia, i deben ser
tenidos por tales: por tanto no pueden errar. ¿Cómo así? Porque son
pastores de la Iglesia i consagrados al Señor. Aaron i los demás que
Éx. 32,4. guiaban al pueblo de Israél, ¿cómo? no eran Pastores? Aaron í sus
hijos, habiéndolos ya Dios elejido por sazerdotes, con todo esto erra-
1 Re. 22, 12. ron cuando hizieron e! bezerro. Porque conforme á esta razon, ague-
JeT. 18.18. llos cuatrozientos profetas que engañaban á Acab, ¿no representarían
la Iglesia? Pero la Iglesia estaba de la parte de Miqueas, que era un
hombre solo i abatido, mas con todo esto de su boca salia la verdad.
¿Cómo? los profetas no representaban nombre i forma de Iglesia
cuando se levantaban todos á una contra Jeremías, i amenazándolo
Jcr. 4,9. blasonaban ser imposible que la Lei faltase á los Sazerdotes, ni e!
consejo al sabio, ni la palabra al Profeta? A la encontra de toda esta
multitud de profetas es enviado Jeremías solo, el cual de parte de
Dios denunzie: que será, que la Lei falte al Sazerdote, el consejo al
Jn, 12,10. sabio, i la palabra al Profeta. ¿No se mostraba otra tal aparenzia de
Iglesia en aquel Conzilio que los Pontffizes, Escribas i Fariseos ayun-
taran para deliberar cómo matarían á Cristo? Váyanse, pues, ahora
nuestros adversarios i hagan mucho caso de una máscara i externo
aparato que se vee, i así pronunzien ser szismáticos Cristo i todos los
profetas de Dios verdadero: i por el contrario, digan que los misterios
de Satanás, son instrumentos del Espíritu Santo. I sí hablan de veras,
respóndanme simplemente sin buscar rodeos: ¿En qué rejion, ó en
qué pueblos piensan ellos que la Iglesía de Dios resida despues que
por sentenzia definitiva de! Conzilio, que se tuvo en Basilea, Eujenio
Papa de Roma fué depuesto, i Amedeo Duque de Sabaya, fué subs-
tituido en su lugar? No pueden negar (aunque revienten) aquel Con-
zílio, cuanto á la solenidad i ritos externos, no haber sido lejítimo,
i convocado no por un Papa solo, sino por dos. En él Eujenio fué
condenado por szismatico, rebelde i pertinaz, i con él todos los Car-
denales i Obispos que juntamente con él hablan procurado que el
Conzilio se deshiziese. Con todo esto, siendo despues sobrellevado
por el favor de los Prinzipes, recobró su Pontificado: i la otra elezion
de Amedeo hecha solenemente con la autoridad del sacro i jeneral
Conzilio, se tornó en humo: sino que el dicho Amedeo fué apaziguado
con un Capelo, como un perro que ladra con un pedazo de pan. Destos
herejes i contumazes deszienden todos los Papas, Cardenales, Obispos,
Abades i Sazerdotes que despues acá han sido. Aquí no se pueden
escabullir. Porque ¿cuál de las dos partes dirán que era Iglesia? ¿Por
ventura negarán haber sido Conzilio jeneral, al cual ninguna cosa
faltó cuanto á la majestad i muestra exterior? Pues solenemente fué
denunziado por dos bulas, santificado por el Legado de la sede
AL REl DE FRANZIA XXXVII
CAPÍTULO J[
2. La verdadera piedad
Llamo piedad a una reverencia unida al amor de Dios, que el cono-
cimiento de Dios produce. Porque mientras que los hombres no tengan
impreso en el corazón que deben a Dios todo cuanto son, que son ali-
mentados con el cuidado paternal que de ellos tiene, que Él es el autor
de todos los bienes, de suerte que ninguna cosa se debe buscar fuera de
Él, nunca jamás de corazón y con deseo de servirle se someterán a Él.
y más aún, si no colocan en Él toda su felicidad, nunca de veras y con
todo el corazón se acercarán a Él.
CAPÍTULO III
3. Los que con más fuerza niegan a Dios, son los que más terror sienten de Él
De ninguno se lee en la Historia, que haya sido tan mal hablado ni
tan desvergonzadamente audaz como el emperador Cayo Caligula. Sin
embargo, leemos que ninguno tuvo mayor temor ni espanto que él, cada
vez que aparecía alguna señal de la ira de Dios. De esta manera, a des-
pecho suyo, se veía forzado a temer a Dios, del cual, de hecho, con toda
diligencia procuraba no hacer caso. Esto mismo vemos que acontece a
cuantos se le parecen. Porque cuanto más se atreve cualquiera de ellos
a mofarse de Dios, tanto más temblará aun por el ruido de una sola hoja
que cayere de un árbol. ¿De dónde procede esto, sino del castigo que la
majestad de Dios les impone, el cual tanto más atormenta su conciencia,
cuanto más ellos procuran huir de El? Es verdad que todos ellos buscan
escondrijos donde esconderse de la presencia de Dios, y así otra vez
procuran destruirla en su corazón; pero mal que les pese, no pueden
huir de ella. Aunque algunas veces parezca que por algún tiempo se ha
desvanecido, luego vuelve de nuevo de forma más alarmante; de suerte
que si deja algún tiempo de atormentarles la conciencia, este reposo no
es muy diferente del sueño de los embriagados y los locos, los cuales ni
aun durmiendo reposan tranquilamente, porque continuamente son ator-
mentados por horribles y espantosos sueños. Así que los mismos impíos
nos pueden servir de ejemplo de que hay siempre, en el espíritu de todos
los hombres, cierto conocimiento de Dios.
hay que ponen todo su empeño en ello, Por tanto, si todos los hombres
nacen y viven con esta disposición de conocer a Dios, y el conocimiento
de Dios, si no llega hasta donde he dicho, es caduco y vano, es claro que
todos aquellos que no dirigen cuanto piensan y hacen a este blanco,
degeneran y se apartan del fin para el que fueron creados. Lo cual, los
mismos filósofos no lo ignoraron. Porque no quiso decir otra cosa Platón",
cuando tantas veces enseñó que el sumo bien y felicidad del alma es ser
semejante a Dios, cuando después de haberle conocido, se transforma
toda en Él Por eso Plutarco introduce a un cierto Grílo, el cual muy
a propósito disputa afirmando que los hombres, si no tuviesen religión,
no sólo no aventajarían a las bestias salvajes, sino que serían mucho
más desventurados que ellas, pues estando sujetos a tantas clases de
miserias viven perpetuamente una vida tan llena de inquietud y dificul-
tades. De donde concluye que sólo la religión nos hace más excelentes
que ellas, viendo que por ella solamente y por ningún otro medio se
nos abre el camino para ser inmortales.
CAPÍTULO IV
EL CONOCIMIENTO DE DIOS SE DEBILITA Y SE CORROMPE,
EN PARTE POR LA IGNORANCIA DE LOS HOMBRES,
Y EN PARTE POR SU MALDAD
cabeza han imaginado. San Pablo (Rom. 1,22) expresamente condena esta
maldad diciendo que los hombres, apeteciendo ser sabios, se hicieron
fatuos. Y poco antes habia dicho que se habían desvanecido en sus discur-
sos, mas, a fin de que ninguno les excusase de su culpa, luego dice que con
razón han sido cegados, porque no contentándose con sobriedad y mo-
destia sino arrogándose más de lo que les convenía, voluntariamente y a
sabiendas se han procurado las tinieblas; asimismo por su perversidad
y arrogancia se han hecho insensatos. De donde se sigue que no es
excusable su locura, la cual no solamente procede de una vana curiosidad,
sino también de un apetito desordenado de saber más de lo que es
menester, uniendo a esto una falsa confianza.
CAPÍTULO V
pregunta qué causa le movió a crear todas las cosas al principio y ahora
le mueve a conservarlas en su ser, no se podrá dar otra sino su sola
bondad, la cual por sí sola debe bastarnos para mover nuestros corazones
a que lo amemos, pues no hay criatura alguna, como dice el Profeta
(Sal. 145,9), sobre la cual su misericordia no se haya derramado.
8. La justicia de Dios
También en la segunda clase de las obras de Dios, a saber, las que
suelen acontecer fuera del curso común de la naturaleza, se muestran tan
claros y evidentes los testimonios del poder de Dios, como los que hemos
citado. Porque en la administración y gobierno del género humano de
tal manera ordena su providencia, que mostrándose de infinitas maneras
munifico y liberal para con todos, sin embargo, no deja de dar claros y
cotidianos testimonios de su clemencia a los piadosos y de su severidad
a los impíos y réprobos. Porque los castigos y venganzas que ejecuta
contra los malhechores, no son ocultos sino bien manifiestos, como tam-
bién se muestra bien claramente protector y defensor de la inocencia,
haciendo con su bendición prosperar a los buenos, socorriéndolos en sus
necesidades, mitigando sus dolores, aliviándolos en sus calamidades y
proveyéndoles de todo cuanto necesitan. Y no debe oscurecer el modo
invariable de su justicia el que Él permita algunas veces que los malhe-
chores y delincuentes vivan a su gusto y sin castigo por algún tiempo,
y que los buenos, que ningún mal han hecho, sean afligidos con muchas
adversidades, y hasta oprimidos por el atrevimiento y crueldad de los
impíos; antes al contrario, debemos pensar que cuando Él castiga alguna
maldad con alguna muestra evidente de su ira, es señal de que aborrece
toda suerte de maldades; y que, cuando deja pasar sin castigo muchas
de ellas, es señal de que habrá algún día un juicio para el cual están
reservadas. Igualmente, ¡qué materia nos da para considerar su miseri-
cordia, cuando muchas veces no deja de otorgar su misericordia por tanto
tiempo a unos pobres y miserables pecadores, hasta que venciendo su
maldad con Su dulzura y blandura más que paternal, los atrae a sí!
9. La providencia de Dios
Por esta misma razón, el Profeta cuenta cómo Dios socorre de repente
y de manera admirable y contra toda esperanza a aquellos que ya son
tenidos casi por desahuciados: sea que, perdidos en montes o desiertos,
Jos defienda de las fieras y los vuelva al camino, sea que dé de comer a
necesitados o hambrientos, o que libre a los cautivos que estaban en"
cerrados con cadenas en profundas y oscuras mazmorras, o que traiga
a puerto, sanos y salvos, a los que han padecido grandes tormentas en
el mar, o que sane de sus enfermedades a los que estaban ya medio
muertos; sea que abrase de calor y sequía las tierras o que las vuelva
fértiles con una secreta humedad, o que eleve en dignidad a los más
humildes del pueblo, o que abata a los más altos y estimados. El Profeta,
después de haber considerado todos estos ejemplos, concluye que los
acontecimientos y casos que comúnmente llamamos fortuitos, son otros
tantos testimonios de la providencia de Dios, y sobre todo de una clemen-
cia paternal; y que con ellos se da a los piadosos motivo de alegrarse,
20 LIBRO 1- CAPíTULO Y
ya los impíos y réprobos se les tapa la boca. Pero, porque la mayor parte
de los hombres, encenagada en sus errores, no ve nada en un escenarío
tan bello, el Profeta exclama que es una sabiduría muy rara y singular
consíderar como conviene estas obras de Dios. Porque vemos que los
que son tenidos por hombres de muy agudo entendimiento, cuando las
consideran, no hacen nada. Y ciertamente por mucho que se muestre
la gloria de Dios apenas se hallará de ciento uno que de veras la considere
y la mire. Lo mismo podemos decir de su poder y sabiduría, que tampoco
están escondidas en tinieblas. Porque su poder se muestra admirable-
mente cada vez que el orgullo de los impíos, el cual, conforme a lo que
piensan de ordinario es invencible, queda en un momento deshecho, su
arrogancia abatida, sus fortísimos castillos demolidos, sus espadas y
dardos hechos pedazos, sus fuerzas rotas, todo cuanto maquinan destrui-
do, su atrevimiento que subía hasta el mismo cielo confundido en lo más
profundo de la tierra; y lo contrario, cuando los humildes son elevados
desde el polvo, los necesitados del estiércol (Sal. 113,7); cuando los opri-
midos y afligidos son librados de sus grandes angustias, los que ya se
daban por perdidos elevados de nuevo, los infelices sin armas, no ague-
rridos y pocos en número, vencen sin embargo a sus enemigos bien
pertrechados y numerosos.
En cuanto a su sabiduría, bien claro se encomia, puesto que a su tiempo
y sazón dispensa todas las cosas, confunde toda la sutileza del mundo
(1 Cor. 3, 19). coge a los astutos en su propia as! ucia ; y ti nal mente ordena
todas las cosas conforme al mejor orden posible.
conviene que pongamos tal diligencia en buscar a Dios, que nuestro bus-
carle, de tal suerte tenga suspenso de admiración nuestro entendimiento,
que lo toque en lo vivo allá dentro y suscite su afición; como en cierto
lugar enseña san Agustín 1: puesto que nosotros no lo podemos compren-
der, a causa de la distancia entre nuestra bajeza y su grandeza, es menester
que pongamos los ojos en sus obras, para recrearnos con su bondad.
16. Los destellos del conocimiento que podemos tener de Dios, solo sirven
para hacernos inexcusables
Veis, pues, cómo tantas lámparas encendidas en el edificio del mundo
nos alumbran en vano para hacernos ver la gloria del Creador, pues de
tal suerte nos alumbran, que de ninguna manera pueden por sí solas
llevarnos al recto camino. Es verdad que despiden ciertos destellos; pero
perecen antes de dar plena luz. Por esta causa, el Apóstol, en el mismo
lugar en que llamó a los mundos (Heb.II, 1-3) semejanza de las cosas
invisibles, dice luego que "por la fe entendemos haber sido constituido el
universo por la palabra de Dios", significando con esto que es verdad
que la majestad divina, por naturaleza invisible, se nos manifiesta en
tales espejos, pero que nosotros no tenemos ojos para poder verla, si
primero no son iluminados allá dentro por la fe. Y san Pablo, cuando
dice que (Rom, 1,20) "las cosas invisibles de Él, se echan de ver desde
la creación del mundo, siendo entendidas por las cosas que son hechas",
no se refiere a una manifestación tal que se pueda comprender por la
sutileza del entendimiento humano, antes bien, muestra que no llega más
allá que lo suficiente para hacerlos inexcusables. Y aunque el mismo
Apóstol dice en cierto luga r (Hch, 17,27-28) que "cierto no está lejos de cada
uno de nosotros, porque en Él vivimos, y nos movemos y somos", en otro,
sin embargo, enseña de que nos sirve esta proximidad (Hch.14, 16-17):
"En las edades pasadas ha dejado (Dios) a todas las gentes andar en sus
caminos, si bien no se dejó a si -mismo sin testimonio, haciendo bien,
dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, hinchiendo de manteni-
miento y alegria nuestros corazones". Así que, aunque Dios no haya
dejado de dar testimonio de si, convidando y atrayendo dulcemente a
los hombres, con su gran liberalidad, a que le conociesen, ellos, con todo,
no dejaron de seguir sus caminos; quiera decir, sus errores gra vísimos,
Dios creó nos muestra el reclo camino. Pero, aunque se deba imputar
a los hombres que ellos al momento corrompan la simiente que Él sembró
en sus corazones para que ellos le pudiesen conocer por la admirable
obra de la Naturaleza, con todo es muy gran verdad que este solo y simple
testimonio, que todas las criaturas dan de su Creador, de ninguna manera
basta para instruirnos suficientemente. Porque en el momento en que al
contemplar el mundo saboreamos algo de la Divinidad, dejamos al ver-
dadero Dios y en su lugar erigimos las invenciones y fantasías de nuestro
cerebro y robamos al Creador, que es la fuente dela justicia, la sabid uria,
la bondad y la potencia, la alabanza que se le debe, atribuyéndolo a una
cosa u otra. Y en cuanto a sus obras ordinarias, o se las oscurecemos,
o se las volvemos al revés, de suerte que no les damos el valor que se les
debe, ya su Autor le privamos de la alabanza.
CAPÍTU LO VI
3. Dios quiso que la Palabra que dirigió a los Patriarcas quedara registrada
en la Escritura Santa
Pues bien; sea que Dios se haya manifestado a los patriarcas y pro-
fetas por visiones y revelaciones, sea que Dios haya usado el ministerio
y servicio de los hombres para enseñarles lo que ellos después, de mano
en mano, como se dice, habían de enseñar a sus descendientes, en todo
caso es cierto que Dios imprimió en sus corazones tal certidumbre de
la doctrina con la que ellos se convencieran y entendieran que aquello
que se les habia revelado y ellos habían aprendido, había sido manifestado
por el mismo Dios. Porque Él siempre ha ratificado y mostrado que su
Palabra es certísima, para que se le diese mucho mas crédito que a todas
28 LIBRQ 1- CAPíTULO VI
las opiniones de los hombres. Finalmente, a fin de que por una perpetua
continuación la verdad de su doctrina permaneciese en el mundo para
siempre, quiso que las mismas revelaciones con que se manifestó a los
patriarcas, se registraran como en un registro público. Por esta causa pro-
mulgó su Ley, y después añadió como intérpretes de ella a los profetas.
Porque aunque la doctrina de la Ley sirva para muchas cosas, como muy
bien veremos después, sin embargo Moisés y todos los profetas insistieron
sobre todo en enseñar la manera y forma como los hombres son recon-
ciliados con Días. De aquí viene que san Pablo llame a Jesucristo el
fin y cumplimiento de la Ley (Rom. 10,4); sin embargo, vuelvo a repetir
que, además de la doctrina de la fe y el arrepentimiento, la cual propone a
Cristo como Mediador, la Escritura tiene muy en cuenta engrandecer
con ciertas notas y señales al verdadero y único Dios, que creó el mundo
y lo gobierna, a fin de que no fuese confundido con el resto de la multitud
de falsos dioses. Así que, aunque el hombre deba levantar los ojos para
contemplar las obras de Dios, porque Él lo puso en este hermosísimo
teatro del mundo para que las viese, sin embargo es menester, para que
saque mayor provecho, tener atento el oído a su Palabra. Y así, no es de
maravillar si los hombres nacidos en tinieblas se endurecen más y más en
su necedad, porque muy pocos hay entre ellos que dócilmente se sujeten
a la Palabra para mantenerse dentro de los límites que les son puestos;
antes bien, se regocijan licenciosamente en su vanidad. Hay pues que
dar por resuelto que, para ser iluminados con la verdadera religión, nos
es menester comenzar por la doctrina celestial, y también comprender
que ninguno puede tener siquiera el menor gusto de la sana doctrina,
sino el que fuere discípulo de la Escritura. Porque de aquí procede el
principio de la verdadera inteligencia, cuando con reverencia abrazamos
todo cuanto Dios ha querido testificar de sí mismo. Porque no sólo nace
de la obediencia la fe perfecta y plena, sino también todo cuanto debemos
conocer de Dios. Y en realidad, por lo que se refiere a esto, Él ha usado
en todo tiempo con los hombres una admirable providencia.
5. La escuela de la Palabra
De aquí viene que el mismo Profeta, después de decir que (Sal.
19,1-2) "los cielos cuentan la gloria de Dios, y la expansión denuncia
la obra de sus manos, y un día emite palabra al otro día, y la una
noche a la otra noche declara sabiduría", al momento desciende a la
Palabra diciendo (Sal. 19,7-8): "La ley de Jehová es perfecta, que vuelve
el alma; el testimonio de Jehová, fiel, que hace sabio al pequeño. Los
mandamientos de Jehová son rectos, que alegran el corazón; el pre-
cepto de Jehová, puro, que alumbra los ojos". Porque, aunque se
refiere a otros usos de la Ley, sin embargo pone de relieve en general,
que puesto que Dios no saca mucho provecho convidando a todos
los pueblos y naciones a sí mismo con la vista del cielo y de la tierra,
ha dispuesto esta escuela particularmente para sus hijos. Lo mismo
nos da a entender en el Salmo 29, en el cual el Profeta, después de
haber hablado de la "terrible voz de Dios, que hace temblar la tierra
con truenos, vientos, aguaceros, torbellinos y tempestades, hace tem-
blar los montes, troncha los cedros" al fin, por conclusión, dice
que "en su templo todos le dicen gloria". Porque por esto entiende que
los incrédulos son sordos y no oyen ninguna de las voces que Dios
hace resonar en el aire. Así, en otro salmo, después de haber pin-
tado las terribles olas de la mar, concluye de esta manera (Sal. 93, 5)
"Señor, tus testimonios son muy firmes; la santidad conviene a tu
casa, ¡oh Jehová!, por los siglos y para siempre". Aquí también se
apoya lo que nuestro Redentor dijo a la mujer samaritana (Jn.4,22)
de que su nación y todos los demás pueblos adoraban lo que no sabían;
que solo los judíos servían al verdadero Dios. Pues, como quiera que
el entendimiento humano, según es de débil, de ningún modo puede
llegar a Dios si no es ayudado y elevado por la sacrosanta Palabra
de Dios, era necesario que todos los hombres, excepto los judíos, por
buscar a Dios sin su Palabra, anduviesen perdidos y engañados en el
error y la vanidad.
30 LIBRO J - CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VII
CUÁLES SON LOS TESTIMONIOS CON QUE SE HA
DE PROBAR LA ESCRITURA PARA QUE TENGAMOS SU AUTORIDAD
POR AUTÉNTICA, A SABER DEL ESPIRÍTlJ SANTO; y QUE ES UNA
MALDITA IMPIEDAD DECIR QUE LA AUTORIDAD DE LA ESCRITURA
DEPENDE DEL JUICIO DE LA IGLESIA
l. Autoridad de la Escritura
Pero antes de pasar adelante es menester que hilvanemos aquí alguna
cosa sobre la autoridad de la Escritura, no sólo para preparar el corazón
a reverenciarla, sino también para quitar toda duda y escrúpulo. Pues
cuando se tiene como fuera de duda que lo que se propone es Palabra
de Dios, no hay ninguno tan atrevido, a no ser que sea del todo insensato
y se haya olvidado de toda humanidad, que se atreva a desecharla como
cosa a la que no se debe dar crédito alguno. Pero puesto que Dios no
habla cada día desde el cielo, y que no hay más que las solas Escrituras
en las que Él ha querido que su verdad fuese publicada y conocida hasta
el fin, ellas no pueden lograr entera certidumbre entre los fieles por otro
titulo que porque ellos tienen por cierto e inconcuso que han descendido
del cielo, como si oyesen en ellas a Dios mismo hablar por su propia
boca. Es ciertamente cosa muy digna de ser tratada por extenso y con-
siderarla con mayor diligencia. Pero me perdonarán los lectores si pre-
fiero seguir el hilo de lo que me he propuesto tratar, en vez de exponer
esta materia en particular con la dignidad que requiere.
2. La autoridad de la Escritura no procede de la autoridad de la Iglesia
Ha crecido entre muchos un error muy perjudicial, y es, pensar que
la Escritura no tiene más autoridad que la que la Iglesia de común
acuerdo le concediere; como si la eterna e inviolable verdad de Dios
estribase en la fantasía de los hombres. Porque he aquí la cuestión que
suscitan, no sin gran escarnio del Espíritu Santo; ¿Quién nos podrá
hacer creer que esta doctrina ha procedido del Espíritu Santo? ¿Quién
nos atestiguará que ha permanecido sana y completa hasta nuestro
tiempo? ¿Quién nos persuadirá de que este libro debe ser admitido con
toda reverencia, y que otro debe ser rechazado, si la Iglesia no da una
regla cierta sobre esto? Concluyen, pues, diciendo que de la determina-
ción de la Iglesia depende qué reverencia se deba a las Escrituras, y que
ella tiene autoridad para discernir entre los libros canónicos y apócrifos.
De esta manera estos hombres abominables, no teniendo en cuenta más
que erigir una tiranía desenfrenada a titulo de la Iglesia, no hacen caso
de los absurdos en que se enredan a sí mismos y a los demás con tal de
poder hacer creer a la gente sencilla que la Iglesia lo puede todo. Y si
esto es así, ¿qué será de las pobres conciencias que buscan una firme certi-
dumbre de la vida eterna, si todas cuantas promesas nos son hechas se
apoyan en el solo capricho de los hombres? Cuando oyeren que basta que
la Iglesia lo haya determinado así, ¿podrán, por ventura, tranquilizarse con
tal respuesta? Por otra parte, [qué ocasión damos a los infieles /dehacer
burla y escarnio de nuestra fe, y cuántos la tendrán por sospechosa si se
creyese que tiene su autoridad como prestada por el favor de Jos hombres!
LIBRO 1 - CAPiTULO VII 31
los profetas han dicho fielmente lo que les era mandado por el Espíritu
Santo. Esta conexión la expone muy bien el profeta Isaías hablando
así (ls. 9,21): "El Espíritu mío que está en ti y 1as palabras que Yo puse
en tu boca y en la boca de tu posteridad nunca faltarán jamás". Hay
personas buenas que, viendo a los incrédulos y a los enemigos de Dios
murmurar contra la Palabra de Dios sin ser por ello castigados. se afligen
por no tener a mano una prueba clara y evidente para cerrarles la
boca. Pero se engañan no considerando que el Espíritu Santo expresa-
mente es llamado sello y arras para confirmar la fe de los piadosos,
porque mientras que Él no ilumine nuestro espíritu, no hacemos más que
titubear y vacilar.
CAPiTULO VII[
4. Antigüedad de la Escritura
Ya otros han tratado esta materia más ampliamente, por lo cual basta
que al presente toque como de pasada algunas cosas que hacen muy al
caso para entender la suma y lo principal de este tratado. Además de las
cosas que ya he tocado, la misma antigüedad de la Escritura es de gran
importancia para inducirnos a darle crédito. Porque por mucho que los
escritores griegos nos cuenten de la teología de los egípcíos, sin embargo
no se hallará recuerdo alguno de ninguna religión, que no sea muy poste-
rior a Moisés. Además, Moisés no forja un nuevo Dios, sino solamente
propone al pueblo de Israel lo mismo que ellos ya mucho tiempo antes,
por antigua tradición, habían oído a sus antepasados del eterno Dios.
Porque ¿qué otra cosa pretende sino llevarlos al pacto que hizo con
Abraham? Si él hubiera propuesto una cosa antes nunca oída, no hubiera
tenido éxito alguno. Mas convenía que el libertarlos del cautiverio en que
estaban fuese cosa muy conocida y corriente entre ellos, de tal suerte
que la sola mención de ello, levantase al momento su ánimo. Es también
verosímil presumir que fueron advertidos del término de los cuatrocientos.
años. Consideremos pues, que si Moisés, el cual precedió en tanto tiempo
a todos los demás escritores, toma, sin embargo, el origen y fuente de su
doctrina tan arriba; [cuánta ventaja no sacará la Sagrada Escritura en
antigüedad a todos los demás escritos!
A no ser que fuésemos tan necios que diésemos crédito a los egipcios,
los cuales alargan su antigüedad hasta seis mil años antes de la creación
del mundo; pero, puesto que de todo cuanto ellos se glorían se han bur-
lado los mismos gentiles y no han hecho caso de ellos, no tengo por qué
tomarme el trabajo de refutarlos. Josefa, escribiendo contra Apión, alega
testimonios admirables, tomados de escritores antiquísimos, por los cuales
fácilmente se ve que todas las naciones estuvieron de acuerdo en que la
doctrina de la Ley había sido célebre mucho tiempo antes, aunque fuera
leida pero no bien entendida. Del resto, por lo demás, a ti n de que los escru-
pulosos no tuviesen cosa alguna de qué sospechar, ni los perversos ocasión
de objetar sutilezas, proveyó Dios a am has cosas con muy buenos remedios.
5. Veracidad de Dios
Moisés (Gn. 49,5-9) cuenta que trescientos años antes, Jacob, inspi-
rado por el Espíritu Santo, había bendecido a sus descendientes. ¿Es que
pretende ennoblecer su linaje? Antes bien, en la persona de Leví lo
degrada con infamia perpetua. Ciertamente Moisés podía muy bien haber
callado est-a afrenta, no solamente para perdonar a su padre, sino también
para no afrentarse a sí mismo y a su familia con la misma ignominia,
¿Como podrá resultar sospechoso el que divulgó que el prímer autor y
38 Ll8RO 1- CAPíTULO VIII
6. Los milagros
Además de esto, tantos y tan admirables milagros como cuenta son
otras tantas confirmaciones de la Ley que dió y de la doctrina que enseñó.
Porque el ser él arrebatado en una nube estando en el monte (Éx. 24, 18);
el esperar allí cuarenta días sin conversar con hombres; el resplandecer-
le el rostro como si fueran rayos de sol cuando publicó la Ley (Ex. 34,29);
los relámpagos que por todas partes brillaban; los truenos y el estruendo
que se oía por toda la atmósfera; la trompeta que sonaba sin que e!
hombre la tocase; el estar la entrada del tabernáculo cubierta con la
nube, para que el pueblo no la viese; el ser la autoridad de Moisés tan
extrañamente defendida con tan horrible castigo como e! que vino sobre
Coré, Datan, Abiram (N m. 16,24) Ytodos sus cómplices y allegados; que
de la roca, al momento de ser herida con la vara, brotara un río de agua;
el hacer Dios, a propuesta de Moisés, que lloviera maná del cielo ...
¿cómo Dios con todo esto no nos lo proponía como un profeta indubi-
table enviado del cielo'? Si alguno objeta que propongo como ciertas,
cosas de las que se podría dudar, fácil es la solución de esta objeción.
Porque habiendo Moisés proclamado todas estas cosas en pública asam-
blea, pregunto yo: ¿q ué motivo podía tener para fingir delante de aq uellos
mismos que habían sido testigos de vista de todo lo que había pasado?
Muy a propósito se presentó al pueblo para acusarle de infiel, de contu-
maz, de ingrato y de otros pecados, mientras que se vanagloriaba ante
ellos de que su doctrina había sido confirmada con milagros como nunca
los habían visto.
Realmente hay que notar bien esto: cuantas veces trata de milagros
está tan lejos de procurarse el favor, que más bien, no sin tristeza acumula
los pecados del pueblo; lo cual pudiera provocarles a la menor ocasión
a argüirle que no decía la verdad. Por donde se ve que ellos nunca estaban
dispuestos a asentir, si no fuera porque estaban de sobra convencidos
por propia experiencia. Por 10 demás, como la cosa era tan evidente que
los mismos escritores paganos antiguos no pudieron negar que Moisés
hubiera hecho milagros, el Diablo, que es padre de la mentira, les inspiró
una calumnia diciendo que los hacía por arte de magia (Éx. 7, 11). Mas
¿qué prueba tenían para acusarle de encantador, viendo que había aborre-
cido de tal manera esta superstición, ·que mandó que cualquiera que
aunque solo fuese que pidiera consejo a los magos y adivinos, fuese
LIBRO 1- CAPiTULO VIII 39
diera por satisfecho con tal advertencia, para juzgar que era impulsado
por Dios a predecir las cosas que por entonces pareelan increíbles, pero
que andando el tiempo se vio que eran verdad, no se puede negar que
lo que añade sobre la liberación, procede del Espíritu de Dios. Nombra
a Ciro (ls.45,1), por quien los caldeas habían de ser sojuzgados y el
pueblo había de recobrar su libertad. Pasaron más de cien años entre
el tiempo en que Isaías profetizó esto y el nacimiento de Ciro, pues éste
nació cien años más o menos después de la muerte de Isaías. Nadie podía
entonces adivinar que había de nacer un hombre que se llamaría Ciro,
el cual había de hacer la guerra a los babilonios y, después de deshacer
un imperio tan poderoso, había de libertar al pueblo de Israel y poner
fin a sucautiverio, Esta manera de hablar tan clara y sin velos ni adorno
de palabras, ;,no muestra evidentemente que estas profecias de Isaias son
oráculos de Dios y no conjeturas humanas? Además, cuando Jeremías
(Jer. 25,11-12), poco antes de que el pueblo fuese ilevado cautivo, señala el
tiempo fijo de setenta años como término del cautiverio, ¿no fué menester
que el mismo Espíritu Santo dirigiera su lengua para que dijese esto?
¿No sería gran desvergüenza negar que la autoridad de los profetas ha
sido confirmada con tales testimonios, y que de hecho se cumplió lo que
ellos afirman, para que se diese crédito a sus palabras, a saber (1s.42, 9):
.,Las cosas primeras he aquí vinieron, y yo anuncio nuevas cosas; antes
que salgan a luz yo las haré notorias". Queda por decir que Jeremías y
Ezequiel, aunque estaban muy lejos el uno del otro, sin embargo, pro-
fetizando a la vez, en todo lo que declan concordaban de tal manera,
como si el uno dictara al otro lo que había de escribir y ambos se hubieran
puesto de acuerdo . ¿Y qué diré de Daniel? ¿No trata de cosas que aconte-
cieron seiscientos años después de su muerte, como si contara una historia
de cosas pasadas y que todo el mundo supiera? Si los fieles pensaran bien
en esto, estarían muy bien preparados para hacer callar a los impíos, que
no hacen más que ladrar contra la verdad. Porque estas pruebas son tan
evidentes que no hay nada que se pueda objetar contra ellas.
CAPÍTULO IX
ALGUNOS EspíRITUS FANÁTICOS PERVIERTEN
LOS PRINCIPIOS DE LA RELIGiÓN, NO HACIENDO CASO DE LA
ESCRITURA PARA PODER SEGUIR MEJOR SUS SUEÑOS, SO TíTLJLO
DE REVELACIONES DEL EspíRITU SANTO
una vez en ella, tal conviene que permanezca para siempre. Esto no es
afrenta para con Él, a no ser que pens~mos que el degenerar de si mismo
y ser distinto de lo que antes era, es un honor para Él.
3. La letra mata
En cuanto a tachamos de que nos atamos mucho a la letra que mata,
en eso muestran bien el castigo que Dios les ha impuesto por haber
menospreciado la Escritura. Porque bien claro se ve que san Pablo
(2 Coro3, 6) combate en este lugar contra los falsos profetas y seductores
que, exaltando la Ley sin hacer caso de Cristo, apartaban al pueblo de
la gracia del Nuevo Testamento, en el cual el Señor promete que esculpirá
su Ley en las entrañas de los fieles y la imprimirá en sus corazones. Por
tanto la Ley del Señor es letra muerta y mata a todos los que la leen,
cuando está sin la gracia de Dios y suena tan solo en los oídos sin tocar
el Corazón. Pero si el Espíritu la imprime de veras en los corazones, si
nos comunica a Cristo, entonces es palabra de vida, que convierte el alma
y "hace sabio al pequeño" (Sal. 19,7); Y más adelante, el Apóstol en
el mismo lugar llama a su predicación, ministerio del Espíritu (2 Cor. 3,8),
dando con ello a entender que el Espíritu de Dios está de tal manera
unido y ligado a Su verdad, manifestada por Él en las Escrituras, que
justamente Él descubre y muestra su potencia, cuando a la Palabra se le
da la reverencia y dignidad que se le debe. Ni es contrario a esto lo que
antes dijimos: que la misma Palabra apenas nos resulta cierta, si no es
aprobada por el testimonio del Espiritu. Porque el Señor juntó y unió
entre sí, como con un nudo, la certidumbre del Espíritu y de su Palabra;
de suerte que la pura religión y la reverencia a su Palabra arraigan en
nosotros precisamente cuando el Espíritu se muestra con su claridad para
hacernos contemplar en ella la presencia divina. Y, por otra parte, nos-
otros nos abrazamos al Espíritu sin duda ni temor alguno de errar,
cuando lo reconocemos en su imagen, es decir, en su Palabra. Y de hecho
así sucede. Porque, cuando Dios nos comunicó su Palabra, no quiso que
ella nos sirviese de señal por algún tiempo para luego destruirla con la
venida de su Espíritu: sino, al contrario, envió luego al Espíritu mismo,
por cuya virtud la había antes otorgado, para perfeccionar su obra, con
la confirmación eficaz de su Palabra.
CAPíTULO X
LA ESCRITURA, PARA EXTIRPAR LA SUf>ERSTlCIÓN,
OPONE EXCLUSIVAMENTE EL VERDADERO DIOS A LOS DIOSES
DE LOS PAGANOS
CAPÍTULO XI
2. Esto se puede entender fácilmente por las razones con que lo prueba
Primeramente dice por Moisés: "Y habló Jehová con vosotros en
medio del fuego; oísteis la voz de sus palabras, mas... ninguna figura
visteis... Guardad, pues mucho vuestras almas ... , para que no os corrom-
páis y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura alguna ..." (Dt.4,
12.15.16). Vemos cómo opone claramente su voz a todas las figuras, a
fin de que sepamos que cuando le quieren honrar en forma vísiblese apartan
de Dios. En cuanto a los profetas, bastará con Isaías, el cual mucho más
enfáticamente prueba que la majestad de Dios queda vil y hartamente
menoscabada cuando El, que es incorpóreo, es asemejado a una cosa
corpórea; invisible, a una cosa visible; espíritu, a un ser muerto; infinito,
a un pedazo de leña, o de piedra u oro (Is.4O,16; 41,7. 29: 45,9; 46, 5).
Casi de la misma manera razona san Pablo, diciendo: "Siendo, pues,
linaje de Dios, no debemos pensar que la Divinidad sea semejante a oro,
o plata, o piedra, escultura de arte y de imaginación de hombres" (Hch.
17,29). Por donde se ve claramente que cuantas estatuas se labran y
cuantas imágenes se pintan para representar a Dios, sin excepción alguna,
le desagradan, como cosas con las que se hace grandísima injuria y afrenta
a su majestad. Y no es de maravillar que el Espíritu Santo pronuncie desde
el cielo tales asertos, pues í:.l mismo fuerza a los desgraciados y ciegos
idólatras a que confiesen esto mismo en este mundo. Bien conocidas son
las quejas de Séneca, que san Agustín recoge: "Los dioses", dice, "que
son sagrados, inmortales e inviolables, los dedican en materia vilísima y
de poco precio, y fórmanlos como a hombres o como a bestias, e incluso
algunas veces como a hermafroditas - que reúnen los dos sexos -, y
claro este punto: que como quiera que no hay más que un solo Dios
verdadero, al cual los judios adoraban, todas las figuras inventadas para
representar a Dios son falsas y perversas, y cuantos piensan que conocen
a Dios de esta manera están grandemente engañados.
En conclusión, si ello no fuese así - que todo conocimiento de Dios
adquirido por las imágenes fuese falso y engañoso -, los profetas no lo
condenarían de modo tan general y sin excepción alguna. Yo al menos
he sacado esto en conclusión: que cuando decimos que es vanidad y
mentira querer representar a Dios en imágenes visibles no hacemos más
que repetir palabra por palabra lo que los profetas enseñaron.
6. Testimonios de los Padres
Además de esto léase lo que sobre esta materia escribieron Lactancio
y Eusebio, los cuales no dudan en afirmar como cosa certísima que todos
cuantos fueron representados en imágenes fueron mortales. San Agustin
es de la misma opinión; afirmando que es cosa abominable, no sola-
mente adorar las imágenes, sino también hacerlas para que representen
a Dios. Y con esto no dice nada nuevo, sino lo mismo que quedó deter-
minado muchos años antes en el Concilio de Elvira (en España.junto a
Granada, el ano 335), cuyo canon 36 dice así: "Determinase que en los
templos no haya pinturas, a fin de que lo que se reverencia o adora no
se pinte en las paredes".
Es también digno de perpetua memoria lo que san Agustín cita en
otro lugar, de un pagano llamado Varrón, y él mismo aprueba: que los
primeros que hicieron imágenes quitaron el temor de Dios del mundo
y aumentaron el crror l . Si solamente Varrón dijera esto pudiera ser que
no se le diese gran crédito. Y, sin embargo, gran vergüenza es para
nosotros que un gentil, que sin la luz de la fe andaba como a tientas,
haya logrado tanta claridad que llegara a decir que las imágenes visibles
con que los hombres han querido representar a Dios no convienen a su
majestad, porque disminuyen en ellos su temor y aumentan el error.
Ciertamente la realidad misma se demuestra tan verdadera como pru-
dencia hubo al decirla. El mismo san Agustin, tomando esta sentencia de
Varrón, la hace suya. En primer lugar prueba que los primeros errores
que cometieron los hombres no comenzaron con las imágenes, sino que
aumentaron con ellas. Después declara que el temor de Dios sufre me-
noscabo, y aun del todo desaparece, por los ídolos, porque fácilmente
puede ser menospreciada su deidad con una cosa tan vil como son las
imágenes. Y pluguiese a Dios que no hubiéramos experimentado tanto
cuánta verdad hay en esto último.
Por tanto, quien desee enterarse bien, aprenda en otra parte y no en
las imágenes lo que debe saber de Dios.
7. Los abusos de los papistas
Si, pues, los papistas tienen alguna honradez, no vuelvan a usar en
adelante de este subterfugio, que las imágenes son los libros de los igno-
rantes, pues claramente lo hemos refutado con numerosos testimonios
de la Escritura.
1 La Ciudad de Dios, Caps. 9 y 31.
LIBRO 1 - CAPiTULO XI 55
Pero aunque yo les concediese esto, ni aun así habrían ganado mucho en su
propósito, pues todos ven qué disfraz tan mostruoso nos venden como Dios.
En cuanto a las pinturas o estatuas que dedican a los santos, ¿qué otra
cosa son sino dechados de una pompa disoluta, e incluso de infamia,
con los cuales, si alguno quisiera conformarse, merecería ser castigado?
Porque las mujeres de mala vida se componen más honestamente y con
más modestia en sus mancebias que las imágenes de la Virgen en los
templos de los papistas; ni es mucho más decente el atavío de los már-
tires. Compongan, pues, sus imágenes e ídolos con algo siquiera de
honestidad, para que puedan dorar sus mentiras al pretender que son
libros de cierta santidad. Pero aun así responderemos que no es ésta la
manera de enseñar a los cristianos en los templos, a los cuales quiere el
Señor que se les enseñe con una doctrina muy diferente de estas super-
ficialidades. Él mandó que en los templos se propusiese una doctrina
común a todos, a saber, la predicación de su Palabra y la administración
de los sacramentos. Los que andan mirando de un sitio para otro con-
templando las imágenes muestran suficientemente que no les es muy grata
esta doctrina.
Pero veamos a quién llaman los papistas ignorantes, que por ser tan
rudos no pueden ser instruidos más que por medio de las imágenes. Sin
duda a los que el Señor reconoce por discípulos suyos, a los cuales honra
tanto, que les revela los secretos celestiales y manda que les sean comu-
nicados. Confieso, según están las cosas en el día de hoy, que hay muchos
que no podrán privarse de tales libros; quiero decir de los ídolos. Pero,
pregunto: ¿De dónde procede esta necedad, sino de que son privados de
la doctrina, que basta por si sola para instruirlos? Pues la única causa de
que los prelados, que tenían cargo de las almas, encomendaron a los
ídolos su oficio de enseñar, fue que ellos eran mudos. Declara san Pablo
que por la verdadera predicación del Evangelio Jesucristo nos es pintado
al vivo y, en cierta manera, "crucificado ante nuestros ojos" (GáI.3,1).
¿De qué, pues, serviría levantar en los templos a cada paso tantas cruces
de piedra, de madera, de plata y de oro, si repetidamente se nos enseñara
que Cristo murió en la cruz para tomar sobre si nuestra maldición y
limpiar con el sacrificio de su cuerpo nuestros pecados, lavarlos con su
sangre y, finalmente, reconciliarnos con Dios su Padre? Con esto sólo,
podrían los ignorantes aprender mucho más que con mil cruces de madera
y de piedra. Porque en cuanto a las de oro y de plata, confieso que los
avaros fijarían sus ojos y su entendimiento en ellas mucho más que en
palabra alguna de Dios.
1 Epístola 49.
• Sobre el Salmo 115.
LIBRO I - CAPíTULO XI 61
CAPíTULO XII
servido. Asimismo hemos tocado de paso la manera como debe ser servi-
do, lo cual luego será expuesto de una manera más completa. De mo-
mento solamente quiero repetir, resumiendo: que siempre que la Escri-
tura afirma que no hay más que un solo Dios, no intenta disputar por
un mero nombre, sino que nos manda sencillamente que no atribuyamos
ninguna cosa de las que pertenecen a Dios a otro ser distinto de El; por
donde se ve claramente la diferencia que existe entre la verdadera y pura
religión y la superstición. La palabra griega "eusébeia" no quiere decir
más que servicio o culto bien ordenado; en lo cual se ve que aun los
mismos ciegos que andaban a tientas siempre creyeron que debía
de existir cierta regla para que Dios fuese servido y honrado como
debía.
En cuanto a la palabra "religión", aunque Cicerón la deduce muy bien
del verbo latino "relego", que quiere decir volver a leer, sin embargo
la razón que él da es forzada y tomada muy de lejos; a saber, que los
que sirven a Dios releen y meditan diligentemente lo que deben hacer
para servirle l. Pero yo estimo más bien que la palabra "religión" se
opone a la excesiva licencia; porque la mayor parte del mundo ternera-
riamente y sin consideración alguna hace cuanto se le ocurre, y aun
para hacerlo va de un lado a otro; en cambio, la piedad y la religión,
para asegurarse bien, se mantiene recogida dentro de ciertos límites.
E igualmente me parece que la superstición se denomina así, porque
no contentándose con lo que Dios ha ordenado, ella aumenta y hace
un montón de cosas vanas. Pero dejando aparte las palabras, note-
mos que en todo tiempo hubo común acuerdo en que la religión se
corrompe y pervierte siempre que se mezclan con ella errores y falsedades.
De donde concluimos que todo cuanto nosotros intentamos con celo
desconsiderado, no vale para nada, y que el pretexto de los supersticiosos
es vano. Y aunque todo el mundo dice que ello es así, sin embargo, por
otra parte vemos una gran ignorancia; y es que los hombres no se con-
tentan con un solo Dios ni se preocupan grandemente de saber cómo
le han de servir, según hemos ya demostrado.
Mas Dios, para mantener su derecho, declara que es celoso y que, si
lo mezclan con otros dioses, ciertamente se vengará. Y luego manifiesta
en qué consiste su verdadero servicio, a fin de cerrar la boca a los hombres
y sujetarlos. Ambas cosas determina en su Ley, cuando en primer lugar
ordena que los fieles se sometan a Él teniéndolo por único Legislador;
luego dando reglas para que le sirvan conforme a su voluntad.
2. Papel de la Ley
Ahora bien, como la Ley tiene diversos fines y usos, trataré de
ella a su tiempo; ahora solamente quiero exponer de paso que Dios
quiso que la Ley fuese como un freno a los hombres para que no
cayesen en maneras falsas de servirle. Entretanto retengamos bien lo que
he dicho: que se despoja a Dios de su honra y se profana su culto y su
servicio, si no se le deja cuanto le es propio y a El solo pertenece, por
residir únicamente en Él. y es necesario también advertir cuidadosa-
CAPíTULO XIII
que hay en Dios tres "hipóstasis"; y afirma que si alguno usa esta palabra
en buen sentido, no obstante es una manera impropia de hablar. Si esto
lo dice de buena fe y sin fingimiento, y no más bien por molestar a sabien-
das a los obispos orientales, a los cuales odiaba, ciertamente que no tiene
razón al decir que en todas las escuelas profanas "usía" no significa otra
cosa que "hipóstasis"; lo cual se puede refutar por el modo corriente
de hablar. Más modesto y humano es san Agustín \ el cual, aunque
dice que esta palabra "hipóstasis" es nueva entre los latinos en este sen-
tido, sin embargo, no solamente permite a los griegos que sigan su manera
de hablar, sino también tolera a los latinos que la usaran. E igualmente
Sócrates, historiador eclesiástico, escribe en el libro sexto de la historia
llamada Tripartita, que los primeros que usaron esta palabra en este
sentido fueron gente ignorante. Y también san Hilario echa en cara como
un gran crimen a los herejes, que por su temeridad se ve forzado a exponer
al peligro de la palabra las cosas que el corazón debe sentir con gran de-
voción 2, no disimulando que es ilícito hablar de cosas inefables y presu-
mir cosas no concedidas. Y poco después se excusa de verse obligado
a usar palabras nuevas. Porque después de haber puesto los nombres
naturales: Padre, Hijo y Espíritu Santo, añade que todo cuanto se quiera
buscar más allá de esto supera todo lo que se puede decir, está fuera de
lo que nuestros sentidos pueden percibir y nuestro entendimiento com-
prender. Y en otro lugar" ensalza a los obispos de Francia porque no
habían, ni inventado, ni aceptado, ni siquiera conocido más confesión
que la antiquísima y simplicísima que desde el tiempo de los apóstoles
había sido admitida en todas las Iglesias.
La excusa que da san Agustín es también muy semejante a ésta; a saber,
que esta palabra se inventó por necesidad a causa de la pobreza y defi-
ciencia de! lenguaje de los hombres en asunto de tanta importancia, no
para expresar todo lo que hay en Dios, sino para no callar cómo el Padre,
e! Hijo y el Espíritu Santo son tres. Esta modestia de aquellos santos
varones debe movernos a no ser rigurosos en condenar sin más a cuantos
no quieran someterse al modo de hablar que nosotros usamos, con tal
de que no lo hagan por orgullo, contumacia o malicia; pero a su vez con-
sideren ellos cuán grande es la necesidad que nos obliga a hablar de esta
manera, a fin de que poco a poco se acostumbren a expresarse como con-
viene. Y cuiden asimismo, cuando hay que enfrentarse con los arrianos y
los sabelianos, que si llevan a mal que se les prive de la oportunidad de
tergiversar [as cosas, ellos mismos resulten sospechosos de ser discípulos
suyos.
Arria dice que Cristo es Dios, pero para sus adentros afirma que es
criatura y que ha tenido principio. Dice que es uno con e! Padre, pero
secretamente susurra a los oídos de sus discípulos que ha sido formado
como los demás fieles, aunque con cierta prerrogativa.
Sabelio dice que estos nombres, Padre, Hijo y Espíritu Santo no señalan
distinción alguna en Dios. Decid que son tres; en seguida protestará que
nombráis tres dioses. Decid que en la esencia una de Dios hay Trinidad de
I De la Trinidad, Lib. V, caps, 8 y 9.
• De la Trinidad, Lib. 1I, cap. 2.
• De /Q$ concilios, 69.
LIBRO 1- CAPiTULO XIII 71
se echa al aire fuera del mismo Dios, como fueron todas las profecías y
revelaciones que los patriarcas antiguos tuvieron. Más bien este vocablo
"Verbo" significa la sabiduría que perpetuamente reside en Dios, de la
cual todas las revelaciones y profecías procedieron. Porque los profetas
del Antiguo Testamento no hablaron menos por el Espíritu Santo, como
lo atestigua san Pedro (1 Pe. 1, 11), que los apóstoles y los que después
de ellos enseñaron la doctrina de la salvación. Pero como Cristo aún no
se había manifestado, es necesario entender que este Verbo fue engen-
drado del Padre antes de todos los siglos. Y si aquel Espíritu, cuyos
instrumentos fueron los profetas, es el Espíritu del Verbo, de aquí con-
cluimos infaliblemente que el Verbo de Dios es verdadero Dios. Y esto
lo atestigua bien claramente Moisés, en la creacíón del mundo, poniendo
siempre por delante el Verbo. Porque, ¿con qué fin refiere expresa-
mente que Dios al crear cada cosa decía: Hágase esto o lo otro, sino
para que la gloria tie Dios, que es algo insondable, resplandeciese en
su imagen?
A los burlones y habladores les sería fácil una escapatoria, diciendo
que esta palabra en este lugar no quiere decir sino mandamiento o pre-
cepto. Pero los apóstoles exponen mucho mejor este pasaje; dicen ellos,
en efecto, que el mundo fué creado por el Hijo (Heb.I,2) y que sostiene
todas las cosas con su poderosa Palabra, en lo cual vemos que la Pala-
bra o Verbo significa la voluntad y el mandato del Hijo, el cual es eterno
y esencial Verbo de Dios. Asimismo, lo que dice Salomón no encierra
oscuridad alguna para cualquier hombre desapasionado y modesto, al
presentarnos a la sabiduría engendrada de Dios antes de los siglos
(Prov. 8,22) y que presidía en [a creación de todas las cosas yen todo
cuanto ha hecho Dios \. Porque imaginarse un mandato de Dios tem-
poral sería cosa desatinada y frívola, ya que Dios quiso entonces mani-
festar su eterno y firme consejo, e incluso algo más oculto. Lo cual
se confirma también por lo que dice Jesucristo: "M i Padre hasta ahora
trabaja, y yo trabajo" (Jn. 5,17). Porque al afirmar que desde el principio
del mundo Él ha obrado juntamente con su Padre, declara más por
extenso lo que Moisés había expuesto brevemente. Así pues, vemos que
Dios ha hablado de tal manera en la creación de las cosas, que el Verbo
no estuvo nunca ocioso, sino que también obró, y que de esta manera la
obra es común a ambos.
Pero con mucha mayor claridad que todos habló san Juan, cuando
atestigua que aquel Verbo, el cual desde el principio estaba con Dios,
era juntamente con el Padre la causa de todas las cosas (Jn.I,3). Porque
él atribuye al Verbo una esencia sólida y permanente, y aun le señala
cierta particularidad y bien claramente muestra cómo Dios hablando ha
sido el creador del mundo. Y así como todas las revelaciones que pro-
ceden de Dios se dice con toda razón que son su palabra, de la misma
manera es necesario que su Palabra sustancial, que es [a fuente de todas
las revelaciones, sea puesta en el supremo lugar; y sostener que jamás
está sujeta a ninguna mutación, sino que perpetuamente permanece en
Dios en un mismo ser, y ella misma es Dios.
más que a Dios se da este título de "Elohim" sin adición alguna; como
por ejemplo se llama a Moisés el dios del Faraón (Éx. 7,1). Otros inter-
pretan: tu trono es de Dios; interpretación sin valor alguno. Convengo
en que muchas veces se llama divino a lo que es excelente, pero por el
contexto se ve claramente que tal interpretación sería muy dura y forzada
y que no puede convenir a ello en manera alguna.
Pero aunque no se pueda vencer la obstinación de tales gentes, lo que
Isaias testifica de Jesucristo: que es Dios y que tiene suma potencia
(Is. 9,6), lo cual no pertenece más que a Dios, está bien claro. Taro bién
aquí objetan los judíos y leen esta sentencia de esta manera: éste es el
nombre con que lo llamará el Dios fuerte, el Padre del siglo futuro, etc.
y así quitan a Jesucristo todo lo que en esta sentencia se dice de Él, y no
le atribuyen más que el título de Príncipe de paz. Pero, ¿por qué razón
se habrían de acumular en este lugar tantos títulos y epítetos del Padre,
puesto que el intento del profeta es adornar a Jesucrísto con títulos
ilustres, capaces de fundamentar nuestra fe en Él? No hay, pues, duda
de que es llamado aquí Dios fuerte por la misma razón por la que poco
antes fue llamado Emmanuel.
Pero no es posible hallar lugar más claro que el de Jeremías cuando
dice que "éste será su nombre con el cual le llamarán: Jehová, justicia
nuestra" (Jer. 23,6). Porque, corno quiera que los mismos j ud íos afirman
espontáneamente que los demás nombres de Dios no son más que epíte-
tos, y que sólo el nombre de Jehová, al que ellos llaman inefable, es
sustantivo que significa la esencia de Dios, de ahí concluyo que el Hijo
es el Dios único y eterno, que afirma en otro lugar que no dará su gloria
a otro (ls.42,8). Los judíos buscan también aquí una escapatoria,
diciendo que Moisés puso este mismo nombre al altar que edificó, y que
Ezequiel llamó así a la nueva Jerusalem. Pero, ¿quién no ve que aquel
altar fue erigido como recuerdo de que Dios había exaltado a Moisés,
y que Jerusalem es llamada con el nombre mismo de Dios sencillamente
porque en ella residía Él? Porque el profeta se expresa asi: "Y el nombre
de la ciudad desde aquel día será Jehová-sama"! (Ez.48,35). Y Moisés
dice: "Edificó un altar, y llamó su nombre Jehová-nisi"2 (Éx.17,15).
Pero mayor aún es la disputa con los judíos respecto a otro lugar de
Jeremías, en el cual se da este mismo título a Jerusalem: "Y se le llamará:
Jehová, justicia nuestra" (Jer. 33, 16). Pero está tan lejos este testimonio
de oscurecer la verdad que aquí mantenemos, que antes al contrario
ayuda a confirmarla. Porque habiendo dicho antes Jeremías que Cristo
es el verdadero Jehová del cual procede la justicia, ahora dice que la
Iglesia sentirá con tanta certeza que es así, que ella misma se podrá
gloriar con este mismo nombre. Así que en el lugar primero se pone la
causa y fuente de la justicia, y en el segundo se añade el efecto.
Jerusalem jamas fue dedicado a nadie más que a aquel que es único y
supremo Dios; y sin embargo el profeta concede su posesión a Cristo;
de donde se sigue que Él es el mismo Dios a quien siempre adoraron
los judíos,
/l. Los apóstoles aplican a Jesucristo lo que se ha dicho del Dios eterno
En cuanto al Nuevo Testamento, esta todo él lleno de innumerables
testimonios; por tanto, procuraré mas bien entresacar algunos, que no
amontonarlos todos. Y aunque los apóstoles hayan hablado de Él después
de haberse mostrado en qrne como Mediador, sin embargo, cuanto yo
cite viene a propósito para probar su eterna divinidad.
En cuanto a lo primero hay que advertir grandemente, que cuanto
habia sido antes dicho del Dios eterno, los apóstoles enseñan que, o se
ha cumplido ya en Cristo, o se cumplirá después. Porque cuando Isaias
profetiza que el Señor de los ejércitos sería a los judíos y a los israelitas
piedra de escandalo, y piedra en que tropezasen (Is. 8,14), san Pablo
afirma que esto se cumplió en Cristo, de quien muestra por el mismo texto
que Cristo fue aquel Señor de los ejércitos (Rom. 9,29). Del mismo
modo. en otro lugar, dice: "Todos compareceremos ante el tribunal de
Cristo. Porque escrito está: ... ante mí se doblará toda rodilla, y toda
lengua confesará a Dios" (Rom. 14, 10--11); y puesto que Dios, por Isalas
(ls.45,23), dice esto de si mismo y Cristo muestra con los hechos que
esto se cumple en Él, síguese por lo mismo que Él es aquel Dios, cuya
gloria no se puede comunicar a otro. Igualmente lo que el Apóstol cita
del salmo en su carta 1I. los efesios conviene sólo a Dios: "Subiendo a lo
alto, llevó cautiva la cautividad" (Ef.4,8). Porque quiere dar a entender
que este ascender había sido tan sólo figurado cuando Dios mostró su
potencia dando una notable victoria a David contra los infieles, pero que
mucho más perfecta y plenamente se manifestó en Cristo. Y de acuerdo
con esto san Juan atestigua que fue la gloria del Hijo la que Isaías había
visto en su visión, aunque el profeta dice que la majestad de Dios fue lo
que se le reveló (Jn. I , 14; Is. 6, 1). Además, los testimonios que el Apóstol
en la carta a los Hebreos atribuye al Hijo, evidentemente no pueden
convenir más que a Dios: "Tú, Señor, en el principio fundaste la tierra,
y los cielos son obra de tus manos". "Adórenle todos los án geles de
Dios" (Heb.I,6. 10). Y cuando él aplica estos testimonios a Cristo, no
los aplica sino en su sentido propio, porque todo cuanto allí se profetizó
se cumplió solamente en Jesucristo. Pues Él fue el que levantándose se
apiadó de Sión; Él quien tomó posesión de todas las gentes y naciones
extendiendo su reino por doquier. ¿Y por qué san Juan iba a dudar en
atribuir la majestad de Dios a Cristo, cuando él mismo habia dicho antes
que el Verbo había estado siempre con Dios? (Jn.l, 14). ¿Por qué iba a
temer san Pablo sentar a Cristo en el tribunal de Dios, habiendo antes
dado tan clarísimo testimonio de su divinidad, cuando dijo que era Dios
bendito para siempre? (2 Coro5, 10; Rom. 9,5). Y para que veamos cómo
el Apóstol está plenamente de acuerdo consigo mismo, en otro lugar
dice que "Dios fue manifestado en carne" (1 Tim, 3,16). Si Él es el Dios
que debe ser alabado para siempre, siguese luego que, como dice en otro
lugar, es Aquel a quien sólo se debe toda gloria y honra (1 Tim. l , 17).
LIBRO I ~ CAPiTULO XIII 77
los hizo con su propia virtud. Es cierto que algunas veces oró para atribuir
la gloria al Padre (1n. 11,41); pero la mayoría de las veces demostró tal
autoridad por sí mismo. ¿Y cómo no iba a ser verdadero autor de mila-
gros el que por su propia autoridad da a otros el poder de hacerlos?
Porque el evangelista cuenta que Él dio a los apóstoles el poder de
resucitar los muertos, de curar los leprosos, de echar los demonios,
etc. (Mt.1O,8). Y los apóstoles han usado de él de tal manera que
claramente mostraron que no tenían la virtud de hacer milagros sino
por Jesucristo: "En el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda"
(Hch. 3,6). No hay, pues, por qué maravillarse, si Jesucristo, para mostrar
la incredulidad de los judíos les ha echado en cara los milagros que hizo
entre ellos (Jn. 5,36; 14, l 1), pues habiéndolos obrado por su virtud, daban
testimonio más que suficiente de su divinidad. Y además de esto, si fuera
de Dios no hay salvación alguna, ni justicia, ni vida, y Cristo encierra
en sí todas estas cosas, es evidente que es Dios. Y no hay razón para que
alguno me arguya diciendo que todo esto se lo concedió Dios, pues no
se dice que recibió el don de la salvación, sino que Él mismo es la salva-
ción. Y aunque ninguno es bueno, sino sólo Dios (Mt.19, 17), ¿cómo
podría ser un puro hombre, no digo bueno y justo, sino la misma bondad
y justicia? ¿Y qué diremos a lo que el evangelista dice: que desde el
principio del mundo la vida estaba en Él, y que Él siendo vida era también
la 1uz de los hombres? (Jn. 1,4).
Cristo exige nuestra fe )' nuestra esperanza. Por tanto, teniendo nos-
otros tales experiencias de su majestad divina, nos atrevemos a poner
nuestra fe y esperanza en Él, no obstante saber que es una horrible blas-
femia el que alguien ponga su confianza en criatura alguna. Él dice:
"Creéis en Dios, creed también en mí" (Jn. 14,1). Y así expone san Pablo
dos textos de Isaías: "Todo aquél que en él creyere, no será avergonzado"
(ls. 28, 16; Rom. 10, 11). Y: "Estará la raíz de Isaí, y el que se levantará
a regir los gen tiles; los gentiles esperarán en él" (Is. II , 10; Rom. 15, 12).
¿Mas a qué citar más testimonios, cuando tantas veces se dice en la
Escritura: "El que cree en mí tiene vida eterna"? (Jn, 6, 47).
y que no predicó otra cosa ninguna sino a Cristo solo (1 Coro2, 2). ¿Qué
cosa es ésta tan grande de no predicar otra a los fieles sino a Jesucristo,
a los cuales les prohíbe que se gloríen en otro nombre que el Suyo?
¿Quién se atreverá a decir que Cristo es una mera criatura, cuando su
conocimiento es nuestra única gloria?
Tampoco carece de importancia que el apóstol san Pablo, en los salu-
dos que acostumbra a poner al principio de sus cartas, pida los mismos
beneficios a Jesucristo, que los que pide al Padre. Con lo cual nos enseña,
que no solamente alcanzamos del Padre los beneficios por su intercesión
y medio, sino que también el mismo Hijo es el autor de ellos por tener la
misma potencia que su Padre. Esto que se funda en la práctica y en
la experiencia, es mucho más cierto y firme que todas las ociosas especula-
ciones, porque el alma fiel conoce sin duda posible y, por así decirlo,
toca con la mano la presencia de Dios, cuando se siente vivificada,
iluminada, justificada y santificada.
boca" (SaL 33,6), para probar que el mundo no fue menos obra del
Espíritu Santo que del Hijo. Pero como quiera que es cosa muy corriente
en los Salmos repetir una misma cosa dos veces, y que en Isaías "el espí-
ritu de la boca" (ls. 11 ,4) es lo mismo que el Verbo, la razón que se alega
no tiene fuerza. Por eso solamente he querido tocar sobriamente los
testimonios que pueden apoyar firmemente nuestra conciencia.
1 San Agustín, Homil. de Temp, 38, De Trinitate ; Ad Pascentium, Eplst. 174. Cirilo,
De Trinitate, lib. 7; ibid. lib. 3; Dialogus. San Agustín, In Psalmo 109; etc.
84 LiBRO 1 - CAPiTULO XIII
a la relación que tiene con el Padre, con razón decimos que el Padre es
principio del Hijo.
Todo el libro quinto de san Agustín de la obra que tituló De la Trini-
dad no trata más que de explicar esto. Lo más seguro y acertado es
quedarse con la doctrina de la relación que allí se trata, y no, por querer
penetrar sutilmente tan profundo misterio, extraviarse con muchas e
in úti les especulaciones.
Miguel Servet . Mas, como quiera que en nuestro tiempo han surgido
ciertos espíritus frenéticos, como Servet y otros, que todo lo han pertur-
bado con sus nuevas fantasías, es necesario descubrir en pocas palabras
sus engaños.
Para Servet ha resultado tan aborrecible y detestable el nombre de
Trínidad, que ha afirmado que son ateos todos los que él llama "trinita-
ríos". No quiero citar las desatinadas palabras que inventó para llenarlos
de injurias. El resumen de sus especulaciones es que se dividía a Dios en
tres partes, al decir que hay en Él tres Personas subsistentes en la esencia
divina, y que esta Trinidad era una fantasía por ser contraria a la unidad
de Dios. El quería que las Personas fuesen ciertas ideas exteriores, que
no residan realmente en la esencia divina, sino que representen a Dios
de una ti otra manera; y que al principio no hubo ninguna cosa distinta
en Dios, porque entonces lo mismo era el Verbo que el Espíritu; pero
que desde que Cristo se manifestó Dios de Dios, se originó también de
El otro Dios, o sea, el Espíritu. Y aunque él ilustre a veces sus desvaríos
con metáforas, como cuando dice que el verbo eterno de Dios ha sido
el Espíritu de Cristo en Dios y el resplandor de su idea; y que el Espíritu
ha sido sombra de la divinidad, sin embargo, luego reduce a nada la
deidad del Hijo y del Espíritu, afirmando que según la medida que Dios
dispensa, hay en uno y en otro cierta porción de Dios, como el mismo
Espíritu estando sustancialmente en nosotros, es también una parte de
Dios, y esto aun en la madera y en las piedras. En cuanto a lo que
murmura de la Persona del Mediador, lo veremos en su lugar corres-
pondiente.
Pero esta monstruosidad de que Persona no es otra cosa que una forma
visible de Dios, no necesita larga refutación. Pues, como quiera que san
Juan afirma que antes de que el mundo fuese creado el Verbo era con
Dios (J n. 1, 1), con esto lo diferencia de todas las ideas o visiones; pues si
entonces y desde toda la eternidad aquel Verbo era Dios, y tenía su propia
gloria y claridad en el Padre (Jo. 17, 5), evidentemente no podía ser res-
plandor exterior o figurativo, sino que por necesidad se sigue que era
una hipóstasis verdadera, que subsistia en Dios. Y aunque no se haga
LIBRO 1- CAPÍTULO XIII 87
apareció a Isaias fue el verdadero y único Dios; y, sin embargo, san J uan
afirma que fue Cristo (ls.6,1; Jn.12,41). También el que por boca de
Isaías afirma que "él será para los judíos piedra de escándalo", era el
único y verdadero Dios; ahora bien, san Pablo dice que era Cristo
(Is.8,14; Rom.9,33). El que dice por Isaías: "A mí se doblará toda
rodilla", san Pablo asegura que es Cristo (Is. 45,23; Rom. 14, 11). Y esto
se confirma por los testimonios que el Apóstol aduce: "Tú, oh Señor,
en el principio fundaste la tierra"; y: "Adórenle todos los ángeles de
Dios" (Heb.l, 10.6; Sal. 102,25 ; 97,7); testimonios que sólo pueden atri-
buirse al verdadero Dios, y que el Apóstol prueba que se refieren a Cristo.
y no tiene fuerza alguna lo que objetan, diciendo que se atribuye a
Cristo lo que sólo a Dios pertenece porque es resplandor de su gloria.
Pues como quiera que por todas partes se pone el nombre de Jehová, se
sigue que referente a la divinidad tiene el ser por sí mismo. Porque si Él
es Jehová, de ningún modo se puede afirmar que no es aquel Dios que
por Isaías dice en otro lugar: "Yo soy el primero y yo soy el postrero,
y fuera de mí no hay Dios" (Is, 44, 6). También hay que advertir lo que
dice Jeremías: "Los dioses que no hicieron el cielo ni la tierra, desapa-
rezcan de la tierra y de debajo de los cíelos" (Jer. 10, 11), pues es necesario
confesar por el contrario que el Hijo de Dios es aquel cuya divinidad
Isaías demuestra muchas veces por la creación del mundo. Y, ¿cómo el
Creador, que da el ser a todas las cosas, no va a tener su ser por si mismo,
sino que ha de recibir su esencia de otro? Pues quien afirme que el Hijo
es "esenciado" del Padre, por lo mismo niega que tenga su ser por sí
mismo. Pero el Espíritu Santo se opone a esto llamándole Jehová, que
vale tanto como decir que tiene el ser por sí mismo. Y si concedemos
que toda la esencia está sólo en el Padre, o bien es divisible, o se le
quita por completo al Hijo; y de esta manera, privado de su esencia,
será Dios solamente de nombre. La esencia de Dios, de creer a estos
habladores, solamente es propia del Padre, en cuanto que sólo Él tiene
su ser y es el esenciador del Hijo. De esta manera la divinidad del Hijo
no será más que un extracto de la esencia de Dios o una parte sacada
del todo.
Sosteniendo ellos este principio se ven obligados a conceder que el
Espíritu es del Padre sólo, porque si la derivación es de la primera esencia,
la cual solamente al Padre conviene, con justo título se dirá que el
Espíritu no es del Hijo, lo cual, sin embargo, queda refutado por
el testimonio de san Pablo, cuando lo hace común al Padre y al Hijo.
Además, si se suprime de la Trinidad la Persona del Padre, ¿en qué se dife-
renciaría del Hijo y del Espíritu Santo, sino en que sólo Él es Dios?
Confiesan que Cristo es Dios, pero que sin embargo se diferencia del
Padre. En ese caso ha de haber alguna nota en que se diferencien, para
que el Padre no sea el Hijo. Los que la ponen en la esencia, evidentemente
reducen a la nada la divinidad de Cristo, que no puede ser sin la esencia,
ni sin que esté la esencia entera. No se diferenciará el Padre del Hijo, si
no tiene cierta propiedad que no sea propia del Hijo. ¿En qué, pues, los
diferenciarán? Si la diferencia está en la esencia, que me respondan si
no la ha comunicado Él a su Hijo. Ahora bien, esto no se pudo hacer
parcialmente, pues sería una impiedad forjar un dios dividido. Además,
LIBRO 1- CAPíTULO XIII 89
de esta manera desgarrarían miserablemente la esencia divina. Por tanto,
no resta sino que se comunique al Padre y al Hijo totalmente y pOr
completo. Y si esto es así, ya no podrán poner la diferencia entre el
Padre y el Hijo en la esencia.
Si objetan que el Padre "esenciando" a su Hijo permanece, sin em-
bargo, único Dios en quien está la esencia, entonces Cristo sería un Dios
figurativo y solamente de título y en apariencia; ya que no hay nada que
sea más propio de Dios que ser, según aquello de Moisés: "El que es,
me ha enviado a vosotros" (Éx.3, 14).
ellos quieren entender del Padre solo lo que dice Isaías: "Yo, yo soy el
primero y yo soy el postrero, y fuera de mí no hay Dios" (ls.44,6), digo
que esto es a propósito para refutar su error, pues vemos que se atribuye
a Cristo cuanto es propio de Dios. Ni viene a nada su respuesta, que
Cristo fue ensalzado en la carne en la que había sido humillado, y que
fue en cuanto hombre como se le dio toda potestad en el cielo y en la
tierra; porque, aunque se extiende la majestad de Rey y de Juez a toda
la persona del Mediador, sin embargo, si Dios no se hubiera manifestado
como hombre, no hubiera podido ser elevado a tanta altura sin que Dios
se opusiese a sí mismo. Pero san Pablo soluciona muy bien toda esta
controversia, diciendo que Él era igual a Dios antes de humillarse bajo
la forma de siervo (Flp. 2,6.7). Mas, ¡,cómo podría existir esta igualdad
si no fuese aquel Dios cuyo nombre es Jah y Jehová 1, que cabalga sobre
los querubines, Rey de toda la tierra y Rey eterno? Y por más que
murmuren" lo que en otro Iuga r dice Isaías, de ni nguna manera se le
puede negar a Cristo: .. He aq ui, éste es nuestro Dios, le hemos esperado,
y nos salvará" (Is, 25,9), pues con estas palabras se refiere claramente a
la venida de Dios Redentor, el cual no solamente había de sacar al pueblo
de la cautividad de Babilonia, sino que también había de constituir la
Iglesia en toda su perfección.
También son vanas sus tergiversaciones al decir que Cristo fue Dios
en su Padre, porque aunque a causa del orden y la graduación admitamos
que el principio de la divinidad está en el Padre, sin embargo mantenemos
que es una fantasía detestable decir que la esencia sea propia solamente
del Padre, como si fuese el deificador del Hijo, pues entonces, o la esencia
se divide en partes, o ellos llaman Dios a Cristo falsa y engañosamente.
Si conceden que el Hijo es Dios, pero en segundo lugar después del Padre,
en ese caso la esencia que en el Padre no tiene generación ni forma, en
Él sería engendrada y formada.
Sé muy bien que muchos se burlan de que nosotros deduzcamos la
distinción de las Personas del texto en que Moisés presenta a Dios
hablando de esta manera: "Hagamos al hombre a nuestra imagen, con-
forme a nuestra semejanza" (On.I,26); pero los lectores piadosos ven
que Moisés hubiera empleado fria e ineptamente esta manera de hablar,
si en Dios no hubiese varias Personas. Evidentemente aquellos con quie-
nes habla el Padre no eran criaturas; pues fuera de Dios no hay nada
que no sea criatura. Por tanto, si ellos no están de acuerdo en que el
poder de crear y la autoridad de mandar sean comunes al Hijo y al Espi-
ritu Santo con el Padre, se sigue que Dios no ha hablado consigo mismo,
sino que dirigió su palabra a otros artífices exteriores a Él. Finalmente
un solo texto aclara sus objeciones, porque cuando Cristo dice que "Dios
es espíritu" (1n.4,24), no hay razón alguna para restringir esto solamente
al Padre, como si el Verbo no fuese espiritual por naturaleza. Y si este
nombre de Espíritu es propio tanto del Hijo como del Padre, de aquí con-
cluyo que el Hijo queda absolutamente comprendido bajo el nombre de
Dios. Y luego se añade que el Padre no aprueba otra clase de servicio,
sino el de aquellos que le adoran en espíritu y en verdad; de donde se
sigue que Cristo, que ejerce el oficio de Doctor bajo el que es Cabeza
suprema, atribuye al Padre el nombre de Dios, no para abolir su propia
divinidad, sino para elevarnos a ella poco a poco.
esto es o una necedad o una gran maldad. Deberían darse cuenta de que
este santo varón tenía que disputar y que habérselas con gente frenética,
que negaba que el Padre de Cristo fuese el Dios que antiguamente habla
hablado por Moisés y por los Profetas, y que decía que era una fantasia
producida por la corrupción del mundo. Y ésta es la razón por la cual
insiste en mostrar que la Escritura no nos habla de otro Dios que del
que es Padre de Jesucristo, y que era un error imaginarse otro. Por tanto,
no hay por qué maravillarse de que tantas veces concluya que jamás
hubo otro Dios de Israel sino aquel que Jesucristo y sus apóstoles predi-
caron. Igual que ahora, para resistir al error contrario del que tratamos,
podemos decir con toda verdad que el Dios que antiguamente se apareció
a los patriarcas no fue otro sino Cristo; y si alguno replicase q uc fue el
Padre únicamente, la respuesta evidente sería que al mantener la divini-
dad del Hijo no excluimos de ella en absoluto al Padre.
Si se comprende el intento de san Irenco, cesará toda disputa, El mismo
san Ireneo, en el capítulo sexto, libro tercero, expuso toda esta controver-
sia. En aquel lugar este santo varón insiste en que Aquel a quien la Escri-
tura llama absolutamente Dios, es verdaderamente el único y solo Dios.
y luego dice que Jesucristo es llamado absolutamente Dios. Por tanto,
debemos tener presente que todo el debate que este santo varón sostuvo,
como se ve por todo el desarrollo, y principalmente en el capítulo
cuarenta y seis del libro segundo, consiste en que la Escritura no habla
del Padre por enigmas y parábolas, sino que designa al verdadero Dios.
y en otro lugar prueba que los profetas y los apóstoles llamaron Dios
juntamente al Hijo y al Padre.'. Después expone cómo Cristo, el cual es
Señor, Rey, Dios y Juez de todos, ha recibido la autoridad de Aquel que
es Dios, en consideración a la sujeción, pues se humilló hasta la muerte
de cruz. Sin embargo, afirma un poco más abajo que el Hijo es el Creador
del cielo y de la tierra, que dio la Ley por medio de Moisés y se apareció
a los patriarcas, Y si alguno todavía murmura que Ireneo solamente
tiene por Dios de Israel al Padre, te responderé lo que el mismo autor
dice claramente: q ue Jesucristo es éste mismo; y asimismo le aplica el
texto de Habacuc: Dios vendrá de la parte del Mediodía.
Está de acuerdo con todo esto lo que dice en el capítulo noveno del
libro cuarto, que Cristo juntamente con el Padre es el Dios de los vivos,
y en el mismo libro, capítulo duodécimo, expone que Abraham creyó
a Dios, porque Cristo es el Creador del ciclo y de la tierra y el único Dios.
orden. Es cierto que dice que el Hijo es segundo después del Padre, pero
no entiende ser otro, sino ser distinta Persona. En cierto lugar dice que
el Hijo es visible, pero después de haber disputado por una y por otra
parte, resuelve que es invisible en cuanto que es Verbo del Padre. Final-
mente, diciendo que el Padre es notado y conocido por su Persona,
muestra que está muy ajeno y alejado del error contra el cual combato.
y aunque él no reconoce más Dios que el Padre, luego en el contexto
declara que eso no lo entiende excluyendo al Hijo, porque dice que Él
no es un Dios distinto del Padre, y que con ello no queda violada la
unidad de imperio de Dios con la distinción de Persona. Y es bien fácil
de deducir el sentido de sus palabras por el argumento de que trata, y
por el fin que se propone. Pues él combate con Práxeas, diciendo que,
aunque se distingan en Dios tres Personas, no por ello hay varios dioses,
y que la unidad no queda rota ~ y porque, según el error de Práxeas,
Cristo no podía ser Dios sin que Él mismo fuese Padre, por eso Tertuliano
insiste tanto en la distinción.
En cuanto que llama al Verbo y al Espíritu una parte del todo,
aunque esta manera de hablar es dura, admite excusa, pues no se refiere
a la sustancia, sino solamente denota una disposición que concierne a
las Personas exclusivamente, como el mismo Tertuliano declara. Y
está de acuerdo con esto lo que el mismo Tertuliano añade: "¿Cuántas
personas, oh perversísimo Práxeas, piensas que hay, sino tantas cuantos
nombres hay?" De la misma manera un poco después: "Hay que creer
en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, en cada uno según su
nombre y su Persona".
Me parece que con estas razones se puede refutar suficientemente la
desvergüenza de los que se escudan en la autoridad de Tertuliano para
engañar a los ignorantes.
CAPÍTULO XIV
no, que tienen cuidado de nosotros para que no nos acontezca mal alguno.
Todas las citas que siguen son generales; principalmente se refieren a
Cristo, Cabeza de la Iglesia, y después de Él a todos los fieles: "Pues
a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos.
En las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra" (Sal. 91,
11-12). Y: "El ángel de Jehová acampa alrededor de los que le temen,
y los defiende." (Sal. 34, 7). Con estas sentencias muestra Dios que ha
confiado a sus ángeles el cuidado de los que quiere defender. Conforme
a esto el ángel del Señor consuela a Agar cuando huía, y le manda que
se reconcilie con su señora (Gn. 16,9). Abraham promete a su siervo
que el ángel será el guía de su camino (Gn.24, 7). Jacob, en la bendición
de Efraim y Manasés, pide que el ángel del Señor, que le había librado de
todo mal, haga que todas las cosas les sucedan bien (Gn.48,16). Igual-
mente, el ángel "iba delante del campamento de Israel" (Éx.14, 19). Y
siempre que el Señor quiso librar a su pueblo de las manos de sus enemi-
gos, se sirvió de sus ángeles para hacerlo (Jue. 2,1; 6,11; 13,10). Y así,
en fin, por no ser más prolijo, los ángeles sirvieron a Cristo, después de
ser tentado en el desierto (MtA, 11), le acompañaron en sus angustias
durante su pasión (Lc.22,43), anunciaron su resurrección a las mujeres,
y a sus discípulos su gloriosa venida (Mt. 28, 5.7; Lc. 24,4---5; Hch. 1,10).
Y por eso, a fin de cumplir con el oficio que se les ha enea rgado de ser nues-
tros defensores, combaten contra el Diablo y todos nuestros enemigos,
y ejecutan la ira de Dios contra todos los que nos tienen odio, como
cuando leemos que el ángel del Señor mató en una noche ciento ochenta
y cinco mil hombres en el campamento de los asirios para librar a Jeru-
salem del cerco con que la tenían cercada (2 Re. 19,35; Is. 37, 36).
ban congregados los hermanos, como ellos no podían creer que fuese él,
decían que era su ángel (Hch. 12, 15). Parece que les vino esto a la memo-
ria por la opinión que entonces comúnmente se tenía de que cada uno
de los fieles tenía su ángel particular. Aunque también se puede responder
que nada impide que ellos entendieran ser alguno de los ángeles, al cual
Dios en aquella ocasión hubiera encargado el cuidado de Pedro, y en
ese caso no se podría deducir que fuese su guardián permanente aquel
ángel, conforme a la opinión común de que cada uno de nosotros tiene
siempre dos ángeles consigo, uno bueno y el otro malo. Sea lo que quiera,
no es preciso preocuparse excesivamente por 10 que no tiene mayor im-
portancia para nuestra salvación. Porque si a cada uno no le basta el que
todo el ejército celestial esté velando por nosotros, no veo de qué le
puede servir sostener que tiene un ángel custodio particular. Y los que
restringen a un ángel s610 el cuidado que Dios tiene de cada uno de
nosotros, hacen gran injuria a sí mismos y a todos los miembros de la
Iglesia, como si fuera en vano el habernos prometido Dios el socorro de
aquellas numerosas huestes, para que fortalecidos de todas partes, com-
batamos con mucho mayor esfuerzo.
nuestra razón humana se inclina a pensar que se les debe dar todo el
honor posible. Y así sucede que 10 que pertenece únicamente a Dios, lo
transferimos a los ángeles. Y vemos que la gloria de Cristo ha sido sobre-
manera oscurecida en el pasado, porque ensalzaban a los ángeles sin
medida, atribuyéndoles honores y títulos que no se hallaban en la Escri-
tura. Y apenas hay vicio más antiguo entre cuantos censuramos actual-
mente. Pues consta que san Pablo tuvo que luchar mucho con algunos
que de tal manera ensalzaban a los ángeles, que casi los igualaban a
Cristo. Y de aquí que el Apóstol con toda energía sostiene en la epístola
a los Colosenses, que Cristo debe ser antepuesto a todos los ángeles; y
aún más, que de Él es de quien reciben todo el bien que tienen (Co1.l,
16. 20),.para que no nos volvamos, dejando a un lado a Cristo, a aquellos
que ni siquiera para sí mismos tienen 10 que necesitan, pues lo sacan de
la misma fuente que nosotros. Ciertamente, que como la gloria de Dios
resplandece tan claramente en ellos, nada hay más fácil que hacernos
caer en el disparate de adorarlos y atribuirles lo que solamente a Dios
pertenece. Es lo que san Juan confiesa en el Apocalipsis que le aconteció;
pero también dice que el ángel le respondió: "Mira, no lo hagas, yo soy
consiervo tuyo ... Adora a Dios" (Ap.19, 10).
I Epinomide et Cratylo.
106 LIBRO 1 ~ CAPiTULO XIV
15. El adversario
También debe incitamos a combatir perpetuamente contra el Diablo,
que siempre es llamado "adversario" de Dios y nuestro. Porque si nos
preocupamos de la gloria de Dios, como es justo que hagamos, debe-
mos emplear todas nuestras fuerzas en resistir a aquel que procura ex-
tinguirla. Si tenemos interés, como debemos, en mantener el Reino de
Cristo, es necesario que mantengamos una guerra continua contra quien
LIBRO 1- CAPÍTULO XIV 107
Esto, como era útil saberlo, nos ha sido claramente dicho por san Pedro
y san Judas (2 Pe.2,4; Jds.6). Y san Pablo, cuando hace mención de
ángeles elegidos, sin duda los opone a los réprobos.
El mismo san Pablo confiesa que no se vio libre de tal género de lucha,
cuando escribe que, para dominar la soberbia, se le había dado un ángel
de Satanás para que le humillara (2 COL 12,7), Así que este ejercicio lo
experimentan todos los hijos de Dios. Mas como la promesa de quebrantar
la cabeza de Satanás pertenece en común a Cristo ya todos sus miembros
(Gn. 3, 15), por eso afirmo que los fieles nunca jamás podrán ser vencidos
ni oprimidos por él. Es verdad que muchas veces desmayan, pero no se
desaniman de tal manera que no vuelvan en sí; caen por la fuerza de los
golpes, pero no con heridas mortales. Finalmente, luchan de tal manera
durante su vida, que al final logran la victoria. Y esto no lo limito a cada
acto en particular, pues sabemos que, por justo castigo de Dios, David
fue entregado durante algún tiempo a Satanás, para que por su incitación
hiciese el censo del pueblo (2 Sm.24, 1). Y no en vano san Pablo deja la
esperanza del perdón a los que se han quedado enredados en las redes de
Satanás (2 Tim.2,26). Y en otro lugar prueba que la promesa de que
hemos hablado, se comienza a cumplir en nosotros ya en esta vida, en
la que tenemos que pelear, pero que se cumplirá del todo, cuando cese la
batalla, al decir él: "El Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo
vuestros pies" (Rom. 16,20).
En cuanto a nuestra Cabeza, es evidente que siempre gozó por com-
pleto de esta victoria, porque el principe de este mundo nunca puede
nada contra Él (1n.14.30); pero en nosotros, sus miembros, aún no se
ve más que en parte; y no será perfecta sino cuando, despojados de esta
carne que nos tiene sujetos a miserias, seamos llenos del Espíritu Santo.
De este modo, cuando el reino de Cristo es levantado, Satanás con
todo su poder cae, como el mismo Señor dice: "Yo veía a Satanás caer
del cielo corno un rayo" (Le. 10, 18), confirmando con estas palabras lo
que los apóstoles le habían contado de la potencia de su predicación.
y también: "Cuando el hombre fuerte armado guarda su palacio, en paz
está lo que posee. Pero cuando viene otro más fuerte que él, y le vence,
le quita todas sus armas" (Lc.ll,21-22). Y por este fin Cristo, al morir,
venció a Satanás, que tenía el señorío de la muerte, y triunfó de todas sus
huestes, para que no hagan daño a la Iglesia; pues de otra manera la
destruiría a cada momento. Porque según es de grande nuestra flaqueza,
y, de otra parte, con el furor de la fuerza de Satanás, ¿cómo podríamos
resistir lo más mínimo contra tan continuos asaltos, si no confiásemos
en la victoria de nuestro Capitán? Por lo tanto, Dios no permite a Satanás
que reine sobre las almas de losfie1es, sino que le entrega únicamente a
los impíos e incrédulos, a los cuales no se digna tenerlos como ovejas de
su aprisco. Porque está escrito que Satanás tiene sin disputa alguna la
posesión de este mundo, hasta que Cristo lo eche de su sitio. Y también,
que ciega a todos los que no creen en el Evangelio (2 Cor.4, 4); Y que
hace su obra entre los hijos rebeldes; y con toda razón, porque los impíos
son "hijos de ira" (Ef, 2,2). Por ello está muy puesto en razón que los
entregue en manos de aquel que es ministro de Su venganza. Finalmente,
se dice de todos los réprobos que son "hijos del Diablo" (Jn, 8,44;
1 Jn, 3,8), porque así como los hijos de Dios se conocen en que llevan
la imagen de Dios, del mismo modo los otros, por llevar la imagen de
Satanás, son a justo título considerados como hijos de éste.
110 LIBRO I - CAPíTULO XIV
Dios, y contemplar con reverencia el fin para el que Dios las ha creado.
Por eso, para aprender lo que necesitamos saber de Dios, conviene que
conozcamos ante todo la historia de la creación del mundo, como breve-
mente la cuenta Moisés y después la expusieron más por extenso otros
santos varones, especialmente san Basilio y san Ambrosio. De ella
aprenderemos que Dios, con la potencia de su Palabra y de su Espíritu, creó
el cielo y la tierra de la nada; que de ellos produjo toda suerte de cosas
animadas e inanimadas; que distinguió con un orden admirable esta infi-
nita variedad de cosas; que dio a cada especie su naturaleza, le señaló su
oficio y le indicó el lugar de su morada; y que, estando todas las cria-
turas sujetas a la muerte, proveyó, sin embargo, para que cada una de
las especies conserve su ser hasta el día del juicio. Por tanto, Él conserva
a unas por medios a nosotros ocultos, y les infunde a cada momento
nuevas fuerzas, ya otras da virtud para que se multipliquen por genera-
ción y no perezcan totalmente con la muerte. Igualmente adornó el cielo
y la tierra con una abundancia perfectísima, y con diversidad y hermosura
de todo, como si fuera un grande y magnífico palacio admirablemente
amueblado. Y, finalmente, al crear al hombre, dotándolo de tan mara-
villosa hermosura y de tales gracias, ha realizado una obra maestra, muy
superior en perfección al resto de la creación del mundo. Mas, como no
es mi intento hacer la historia de la creación del mundo, baste haber
vuelto a tocar de paso estas cosas; pues es preferible, como he adver-
tido antes, que el que deseare instruirse más ampliamente en esto, lea a
Moisés ya los demás que han escrito fiel y diligentemente la historia del
mundo.
22. Dios ha creado todas las cosas por causa del hombre
Queda la segunda parte, que con mayor propiedad pertenece a la
fe, y consiste en comprender que Dios ha ordenado todas las cosas para
nuestro provecho y salvación; y también para que contemplemos su
potencia y su gracia en nosotros mismos y en los beneficios que nos ha
hecho, y de este modo movernos a confiar en Él, a invocarle, alabarle
y amarle. Y que ha creado todas las cosas por causa del hombre, el
mismo Señor lo ha demostrado por el orden con que las ha creado, según
queda ya notado. Pues no sin causa dividió la creación de las cosas en
seis días (Gn.!,31), bien que no le hubiera sido más difícil hacerlo todo
en un momento, que proceder como lo hizo. Mas quiso con ello mostrar
su providencia y el cuidado de padre que tiene con nosotros, de modo
que, antes de crear al hombre, le preparó cuanto había de serIe útil y
provechoso. ¡Cuánta, pues, sería nuestra ingratitud, si nos atreviéramos
a dudar de que este tan excelente Padre tiene cuidado de nosotros, cuando
vemos que antes de que naciésemos estaba solícito y cuidadoso de pro-
veernos de lo que era necesario! ¡Qué impiedad mostrar desconfianza,
temiendo que nos faltase su benignidad en la necesidad, cuando vemos
que la ha derramado con tanta abundancia aun antes de que viniéramos
al mundo! Además, por boca de Moisés sabemos que todas las criaturas
del mundo están sometidas a nosotros por su liberalidad (Gn.l,28; 9,2).
Ciertamente, no ha obrado así para burlarse de nosotros con un vano
título de donación que de nada valiese. Por tanto, no hay que temer que
nos pueda faltar algo de cuanto conviene para nuestra salvación.
LIBRO I - CAPiTULO XIV, XV 113
CAPíTULO XV
de la miseria del linaje humano, de tal suerte que se suprima toda ocasión de
tergiversar y andar con rodeos, y que la justicia de Dios quede a salvo
de toda acusación y reproche. Después en su lugar veremos cuán lejos
están los hombres de aquella perfección en que Adán fue creado.
Yen primer lugar advirtamos que al ser hecho el hombre de la tierra
y del lodo, se le ha quitado todo motivo de soberbia; porque nada más
fuera de razón que el que se glorien de su propia dignidad quienes, no
solamente habitan en casas hechas de lodo, sino que incluso ellos mismos
son en parte tierra y polvo. En cambio, el que Dios haya tenido a bien,
no solamente infundir un alma en un vaso de tierra, sino además hacerlo
también morada de un espíritu inmortal, aquí sí que con justo titulo
podría gloriarse Adán de la generosidad de su creador.
diferencia entre ambas palabras, cuando no hay ninguna; sino que el nom-
bre de "semejanza" es añadido como explicación del término "imagen".
Ante todo, sabemos que los hebreos tienen por costumbre repetir una
misma cosa usando diversas palabras. Y por lo que respecta a la realidad
misma, no hay duda de que el hombre es llamado imagen de Dios por ser
semejante a É l. Así que claramente se ve que hacen el ridículo los que an-
dan filosofando muy sutilmente acerca de estos dos nombres, sea que
atribuyan el nombre de "imagen" a la substancia del alma y el de "seme-
janza" a las cualidades, sea que los expliquen de otras maneras. Porque
cuando Dios determinó crear al hombre a imagen suya, como esta palabra
era algo oscura, la explicó luego por el término de semejanza; como si
dijera que hacía al hombre, en el cual se representaría a si mismo, como
en una imagen por las notas de semejanza que imprimiría en él. Por esto
Moisés, repitiendo lo mismo un poco más abajo, pone dos veces el tér-
mino "imagen", sin mencionar el de "semejanza".
de esta imagen, mientras no se vea más claramente cuáles son las pre-
rrogativas por las que el hombre sobresale, yen qué debe ser tenido como
espejo de la gloria de Dios. El modo mejor de conocer esto es la repara-
ción de la naturaleza corrompida. No hay duda de que Adán, al caer de
su dignidad, con su apostasía se apartó de Dios. Por lo cual, aun conce-
diendo que la imagen de Dios no quedó por completo borrada y destrui-
da, no obstante se corrompió de tal manera, que no quedó de eUa más
que una horrible deformidad. Por eso, el principio para recobrar la salva-
ción consiste en la restauración que alcanzamos por Cristo, quien por
esta razón es llamado segundo Adán, porque nos devolvió la verdadera
integridad. Pues, aunque san Pablo, al contraponer el espíritu vivificador
que Jesucristo concede a los fieles al alma viviente con que Adán fue
creado, establezca una abundancia de gracia mucho mayor en la rege-
neración de los hijos de Dios que en el primer estado del hombre (1 Coro
15,45), con todo no rebate el otro punto que hemos dicho; a saber, que
el fin de nuestra regeneración es que Cristo nos reforme a imagen de
Dios. Por eso en otro lugar enseña que el hombre nuevo es renovado
conforme a la imagen de Aquel que lo creó (Col. 3, lO), con lo cual está
también de acuerdo esta sentencia: Vestíos del nuevo hombre, creado
según Dios (Ef. 4, 24).
Queda por ver qué entiende san Pablo ante todo por esta renovación.
En primer lugar coloca el conocimiento, y luego, una justicia santa y
verdadera. De donde concluyo, que al principio la imagen de Dios con-
sistió en claridad de espíritu, rectitud de corazón, e integridad de todas
las partes del hombre. Pues, aunque estoy de acuerdo en que las expre-
siones citadas por el Apóstol indican la parte por el todo, sin embargo no
deja de ser verdad el principio de que lo que es principal en la renovación
de la imagen de Dios, eso mismo lo ha sido en la creación. Y aquí viene
a propósito lo que en otro 1ugar está escrito: que nosotros, contero piando
la gloria de Dios a cara descubierta, somos transformados en su imagen
(2 Cor. 3,18). Vemos cómo Cristo es la imagen perfectísima de Dios,
conforme a la cual habiendo sido formados, Somos restaurados de tal
manera, que nos asemejamos a Dios en piedad, justicia, pureza e inteli-
gencia verdaderas.
Siendo esto así, la fantasía de Osiander de la conformidad del cuerpo
humano con el cuerpo de Cristo se disipa por si misma. En cuanto a que
s6lo el varón es llamado en san Pablo imagen y gloria de Dios, y que la
mujer queda excluida de tan grande honra, claramente se ve por el
contexto que ello se limita al orden político. Ahora bien, me parece que
he probado debidamente que el nombre de imagen de Dios se refiere a
cuanto pertenece a la vida espiritual y eterna. San Juan confirma lo mismo,
al decir que la vida, que desde el principio existió en el Verbo eterno de
Dios, fue la luz de los hombres (Jn.I, 4). Pues siendo su intento ensalzar
la singular gracia de Dios, por la que el hombre supera a todos los ani-
males, para diferenciarlo de las demás cosas - puesto que él no goza de
una vida cualquiera, sino de una vida adornada con la luz de la razón -,
muestra a la vez de qué modo ha sido creado a imagen de Dios. Así que,
como la imagen de Dios es una perfecta excelencia de la naturaleza
humana, que resplandeció en Adán antes de que cayese, y luego fue de tal
LIBRO 1- CAPiTULO XV 119
Sólo hay un alma en el hombre. En cuanto a los que dicen que hay
varias almas en el hombre, como la sensitiva y la racional, aunque parece
verosímil y probable lo que dicen, como quiera que sus razones no son
LIBRO I - CAPíTULO XV 121
Las potencias del alma vistas por los filósofos. En cuanto a las poten-
cias del alma, dejo a los filósofos que disputen sobre ello más en detalle.
A nosotros nos basta una sencilla explicación en orden a nuestra edifica-
ción. Confieso que es verdad lo que ellos enseñan en esta materia, y que
no solamente proporciona gran satisfacción saberlo, sino que además
es útil, y ellos lo han tratado muy bien; ni me opongo a los que desean
saber lo que los filósofos escribieron.
Admito, en primer lugar, los cinco sentidos, que Platón prefiere llamar
órganos o instrumentos, con los cuales todos los objetos percibidos por
cada uno de ellos en particular se depositan en el sentido común como
en un receptáculo.
Después de los sentidos viene la imaginación, que discierne lo que el
sentido común ha aprehendido. Sigue luego la razón, cuyo oficio es
juzgar de todo.
Finalmente, admito, sobre la razón, la inteligencia, la cual contempla
con una mirada reposada todas las cosas que la razón revuelve discu-
rriendo.
Admito también, que a estas tres potencias intelectuales del alma
corresponden otras tres apetitivas, que son: la voluntad, cuyo oficio es
apetecer lo que el en tendirnien to y la razón le proponen; la potencia
irascible, o cólera, que sigue lo que la razón y la fantasia le proponen;
y la potencia concupiscible, o concupiscencia, que aprehende lo que la
fantasía y el sentido le ponen delante l.
Aunque todo esto sea verdad, o al menos verosímil, mi parecer es que
no debemos detenernos en ello, pues temo que su oscuridad, en vez de
ayudarnos nos sirva de estorbo. Si alguno prefiere distinguir las potencias
de otra rnaneravuna apetitiva, que aunque no sea capaz de razonar obe-
dezca a la razón si hay quien la dirija, y otra intelectiva, capaz por sí
misma de razonar, no me opondré mayormente a ello. Tampoco quisiera
oponerme a lo que dice Aristóteles, que hay tres principios de los que
proceden todas las acciones humanas, a saber: el sentido, el entendimiento
y el apetito. Pero nosotros elijamos una división que todos entiendan,
aunque no se encuentre en los filósofos.
Ellos, cuando hablan sencillamente y sin tecnicismos, dividen el alma
en dos partes: apetito y entendimiento; y subdividen a ambas en otras
dos 2. Porque dicen que hay un entendimiento especulativo, que se ocupa
nado con la luz de la razón, viese lo que debía seguir o evitar. De aquí
viene que los filósofos llamasen a esta parte que dirige, gobernadora. Al
entendimiento unió la voluntad, cuyo oficio es elegir. Éstas son las exce-
lentes dotes con que el hombre en su primera condición y estado estuvo
adornado; tuvo razón, entendimiento, prudencia y juicio, no solamente
para dirigirse convenientemente en la vida presente, sino además para
llegar hasta Dios y a la felicidad perfecta. Y a esto se añadió la elección,
que dirigiera los apetitos y deseos, moderase todos los movimientos que
llaman orgánicos, y de esta manera la voluntad estuviese del todo con-
forme con la regla y medida de la razón.
Cuando el hombre gozaba de esta integridad tenía libre albedrío, con
el cual, si quería, podia alcanzar la vida eterna. Tratar aquí de la miste-
riosa predestinación de Dios, no viene a propósito, pues no se trata
ahora de lo que pudiera o no acontecer, sino de cuál fue la naturaleza
del hombre. Pudo, pues, Adán, si quería, permanecer como había sido
creado; y no cayó sino por su propia voluntad. Mas porque su voluntad
era flexible tanto para el bien como para el mal, y no tenia el don de
constancia, para perseverar, por eso cayó tan fácilmente. Sin embargo,
tuvo libre elección del bien y del mal; y no solamente esto, sino que,
además, tuvo suma rectitud de entendimiento y de voluntad, y todas sus
facultades orgánícas estaban preparadas para obedecer y sometérsele,
hasta que, perdiéndose a sí mismo, destruyó todo el bien que en él
había,
He aquí la causa de la ceguera de los filósofos: buscaban un edificio
entero y hermoso en unas ruinas; y trabazón y armonía en un desarreglo.
Ellos tenían como principio que el hombre no podría ser animal racional
si no tenia libre elección respecto al bien y al mal; e igualmente pensaban
que si el hombre no ordena su vida según su propia determinación, no
habría diferencia entre virtudes y vicios. Y pensaron muy bien esto, si
no hubiese habido cambio en el hombre. Mas como ignoraron la caida
de Adán y la confusión que causó, no hay que maravillarse si han revuelto
el cielo con la tierra. Pero los que hacen profesión de cristianos, y
aún buscan el libre albedrío en el hombre perdido y hundido en una
muerte espiritual, corrigiendo la doctrina de la Palabra de Dios con
las enseñanzas de los filósofos, éstos van por completo fuera de camino
y no están ni en el cielo ni en la tierra, como más por extenso se verá en
su lugar.
De momento retengamos que Adán, al ser creado por primera vez,
era muy distinto de lo que es su descendencia, la cual, procediendo de
Adán ya corrompido, trae de él, como por herencia, un contagio heredi-
tario. Pues antes, cada una de las facultades del alma se adaptaba muy
bien; el entendimiento estaba sano e íntegro, y la voluntad era libre para
escoger el bien. Y si alguno objeta a esto que estaba puesta en un
resbaladero, porque su facultad y poder eran muy débiles, respondo que
para suprimir toda excusa bastaba el grado en que Dios la había puesto.
Pues no había motivo por el que Dios estuviese obligado a hacer al
hombre tal que no pudiese o no quisiese nunca pecar. Es verdad que si
así fuese la naturaleza del hombre, sería mucho más excelente; pero
pleitear deliberadamente con Dios, como si tuviese obligación de dotar
124 LIBRO 1- CAPÍTULO XV, XVI
al hombre de esta gracia, es cosa muy fuera de razón, dado que Él podía
darle tan poco como quisiese'.
En cuanto a la causa de que no le haya dado el don de la perseverancia,
es cosa que permanece oculta en su secreto consejo; y nuestro deber es
saber con sobriedad. Dios le había concedido a Adán que, si quería,
pudiese; pero no le concedió el querer con que pudiese, pues a este
querer le hubiera seguido la perseverancia. Sin embargo, Adán no-
tiene excusa, pues recibió la virtud hasta tal punto que solamente por
su propia voluntad se destruyese a si mismo; y ninguna necesidad forzó
a Dios a darle una voluntad que no pudiese inclinarse al bien y al mal
y no fuese caduca, y así, de la caída del hombre sacar materia para su
gloria.
CAPÍTU LO XVI
ninguna puede producir efecto alguno, más que en cuanto son dirigidas
por la mano de Dios. No son, pues, sino instrumentos, por los cuales
Dios hace fluir de continuo tanta eficacia cuanta tiene a bien, y conforme
a su voluntad las cambia para que hagan lo que a Él le place.
cipio, sino porque tiene cuidado particular de cada una de las cosas que
creó. Es cierto que cada especie de cosas se mueve por un secreto instinto
de la naturaleza, como si obedeciese al mandamiento eterno de Dios, y
que, según lo dispuso Dios al principio, siguen su curso por sí mismas
como si se tratara de una inclinación voluntaria. Ya esto se puede aplicar
lo que dice Cristo, que Él y su Padre están siempre desde el principio
trabajando (Jn. 5, 17). Y lo que enseña san Pablo, que "en él vivimos,
nos movemos y somos" (Hch.I7,28). Y también lo que se dice en la
epístola a los Hebreos, cuando queriendo probar la divinidad de Jesu-
cristo se afirma que todas las cosas son sustentadas con la palabra de su
potencia (Heb. 1,3). Pero algunos obran perversamente al querer con
toda clase de pretextos encubrir y oscurecer la providencia particular de
Dios; la cual se ve confirmada con tan claros y tan manifiestos testimo-
nios de la Escritura, que resulta extraño que haya podido existir quien la
negase o pusiese en duda. De hecho, los mismos que utilizan el pretexto
que he dicho se ven forzados a corregirse, admitiendo que muchas cosas
se hacen con un cuidado particular; pero se engañan al restringirlo a
algunas cosas determinadas. Por lo cual es necesario que probemos que
Dios de tal manera se cuida de regir y disponer cuanto sucede en el
mundo, y que todo ello procede de lo que Él ha determinado en su con-
sejo, que nada ocurre al acaso o por azar.
y consumen por las lluvias y otras causas, y los campos son asolados por
el granizo y las tormentas. Si admitimos esto, es igualmente cierto que
no cae gota de agua en la tierra sin disposición suya particular. Es verdad
que David engrandece la providencia general de Dios porque da mante-
nimiento "a los hijos de los cuervos que claman" (Sal. 147,9); pero cuando
amenaza con el hambre a todos los animales, ¿no deja ver claramente que
Él mantiene a todos los animales, unas veces con más abundancia, y otras
con menos, según lo tiene a bien?
Es una puerilidad, como ya he dicho, restringir esto a algunas cosas
particulares, pues sin excepción alguna dice Cristo que no hay pajarito
alguno, por infimo que sea su precio, que caiga a tierra sin la voluntad
del Padre (Mt.1O,29). Ciertamente que si el volar de las aves es regido
por el consejo infalible de Dios, es necesario confesar con el Profeta, que
de tal manera habita en el cielo, que tiene a bien rebajarse a mirar todo
cuanto se hace en el cielo y en la tierra (Sal. 113,5-6).
diana, si Dios no nos diese el alimento con su mano de Padre. Por esto
el Profeta, para convencer a los fieles de que Dios al darles el alimento
cumple con el deber de un padre de familia, advierte que Él mantiene a
todo ser viva (Sal. 136,25).
En conclusión, cuando por un lado oírnos decir: "Los ojos de Jehová
están sobre los justos, y aten tos sus oídos al clamor de ellos" (Sal. 34, 15),
Y por el otro: "La ira de Jehová contra los que hacen mal, para cortar
de la tierra la memoria de ellos" Ubid. v.16), entendamos que todas las
criaturas están prestas y preparadas para hacer lo que les mandare. De
donde debemos concluir que no solamente hay una providencia general
de Dios para continuar el orden natural en las criaturas, sino que son
dirigidas por su admirable consejo a sus propios fines.
vida de cada cual, sino también que "ha puesto limites de los cuales no
pasará" (Job 14,5). Sin embargo, en cuanto la capacidad de nuestro
entendimiento puede comprenderlo, todo cuanto aparece en la muerte
del ejemplo parece fortuito. ¿Qué ha de pensar en tal caso un cristiano?
Evidentemente, que todo cuanto aconteció en esta muerte era casual por
su naturaleza; sin embargo, no dudará por ello de que la providencia de
Dios ha presidido para guiar la fortuna a su fin.
Lo mismo se ha de pensar de las cosas futuras. Como las cosas futuras
nos son inciertas, las tenemos en suspenso, como si pudieran inclinarse
a un lado o a otro. Sin embargo, es del todo cierto y evidente que no
puede acontecer cosa alguna que el Señor no haya antes previsto. En
este sentido en el libro del Eclesiastés se repite muchas veces el nombre
de "acontecimiento", porque los hombres no penetran en principio hasta
la causa última, que permanece muy oculta para ellos. No obstante, lo
que la Escritura nos enseña de la providencia secreta de Dios nunca se
ha borrado de tal manera del corazón de los hombres que no hayan
resplandecido en las mismas tinieblas algunas chispas. Así los adivinos
de los filisteos, aunque vacilaban dudosos, incapaces de responder deci-
didamente a 10 que les preguntaban, atribuyen, sin embargo, el infausto
acontecimiento en parte a Dios yen parte a la fortuna; dicen: "Y obser-
varéis; si sube por el camino de su tierra a Bet-sernes, él nos ha hecho
este mal tan grande; y si no, sabremos que no es su mano la que nos ha
herido, sino que esto ocurrió por accidente" (1 Sm. 6,9). Es ciertamente
un despropósito recurrir a la fortuna, cuando su arte de adivinar fracasa;
sin embargo vemos cómo se ven obligados a no osar imputar simple-
mente a la fortuna la desgracia que les había acontecido.
Por lo demás, cómo doblega y tuerce Dios hacia donde quiere con el
freno de su providencia todos los acontecimientos, se verá claro con este
notable ejemplo. En el momento mismo en que David fue sorprendido
y cercado por las gentes de Saúl en el desierto de Maón, los filisteos
entran por tierra de Israel, de modo que Saúl se ve obligado a retirarse
para defender su tierra (1 Sm. 23, 26-27). Si Dios, queriendo librar a
su siervo David, obstaculizó de esta manera a Saúl, aunque los filis-
teas tomaron de repente las armas sin que nadie lo esperase, cierta-
mente no debemos decir que sucedió al acaso y por azar; sino 10 que
nos parece un azar, la fe debe reconocerlo como un secreto proceder
de Dios. Es verdad que no siempre se ve una razón semejante, pero
hay que tener por cierto que todas las transformaciones que tienen
lugar en el mundo provienen de un oculto movimiento de la mano
de Dios.
Necesidad absoluta y necesidad contingente. Por lo demás, es de tal
manera necesario que suceda lo que Dios ha determinado. que, sin
embargo, lo que sucede no es necesario precisamente por su naturaleza
misma.
De esto tenemos un ejemplo sencillo. Como Jesucristo se revistió de
un cuerpo semejante al nuestro, nadie que tenga sentido común negará
que sus huesos eran de tal naturaleza que se podían romper; y sin em-
bargo, no fue posible romperlos. Por lo ,¡;:ual vemos que no sin razón se
han inventado en las escuelas las distinciones de necesidad en cierto
LIBRO I - CAPíTULO XVI, XVII 13S
sentido y bajo cierto respecto, y de necesidad simple o absoluta; y asi-
mismo de necesidad de lo que se sigue y de la consecuencia; pues, aunque
Dios hizo los huesos de su Hijo quebradizos naturalmente, sin embargo
los eximió de que fueran rotos. Y así, lo que según la naturaleza pudo
acontecer, 10 restringió con la necesidad de su voluntad.
CAPÍTULO XVII
6. Los creyentes saben que Dios ejerce su providencia para Sil salvación
Sin embargo, la piadosa y santa meditación de la providencia de Dios
que nos dicta la piedad deshará fácilmente estas calumnias, o por mejor
LIBRO 1- CAPiTULO XVII 141
decir, los desvaríos de estos espíritus frenéticos, de tal manera que saque-
mos de ello dulce y sazonado fruto, Por ello, el alma del cristiano,
teniendo por cosa certísima que nada acontece al acaso ni a la ventura,
sino que todo sucede por la providencia y ordenación de Dios, pondrá
siempre en Él sus ojos, como causa principal de todas las cosas, sin dejar,
empero, por ello de estimar y otorgar su debido lugar a las causas infe-
riores. Asimismo no dudará de que la providencia de Dios está velando
particularmente para guardarlo, y que no permitirá que le acontezca
nada que no sea para su bien y su salvación. Y como tiene que tratar
en primer lugar con hombres, y luego con las demás criaturas, se asegu-
rará de que la providencia de Dios reina en todo. Por lo que toca a los
hombres, sean buenos o malos, reconocerá que sus consejos, propósitos,
intentos, facultades y empresas están bajo la mano de Dios de tal suerte,
que en su voluntad está doblegarlos o reprimirlos cuando quisiere.
Hay muchas promesas evidentes, que atestiguan que la providencia
de Dios vela en particular por la salvación y el bien de los fieles, Así
cuando se dice: "Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará; no dejará
para siempre caído al justo" (Sa1.55,22; I Pe.5,7). Y: "El que habita
al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente" (Sal. 91, 1).
Y: "El que os toca, toca a la niña de su ojo" (Zac. 2,8). Y: "Te pondré ...
por muro fortificado de bronce, y pelearán contra ti, pero no te vencerán,
porque yo estoy contigo ..." (Jer. 15,20). Y: "Aunque la madre se olvide
de sus hijos, yo, empero, no me olvidaré de ti" (Is, 49,15).
Más aún; éste es el fin principal a que miran las historias que se cuentan
en la Biblia, a saber: mostrar que Dios con tanta diligencia guarda
a los suyos, que ni siquiera tropezarán con una piedra. Y así como
justamente he reprobado antes la opinión de los que imaginan una
providencia universal de Dios que no se baja a cuidar de cada cosa
en particular, de la misma manera es preciso ahora que reconozca-
mos ante todo que Él tiene particular cuidado de nosotros. Por esto
Cristo, después de haber afirmado que ni siquiera un pajarito, por
débil que sea, cae a tierra sin la voluntad del Padre (Mt.IO,29), luego
añade que, teniendo nosotros mucha mayor importancia que los pájaros,
hemos de pensar que Dios se cuida mucho más de nosotros; y que su
cuidado es tal, que todos los cabellos de nuestra cabeza están con-
tados, de suerte que ni uno de ellos caerá sin su licencia (Mt.IO,30-31).
¿Qué más podemos desear, pues ni un solo cabello puede caer de nuestra
cabeza sin su voluntad? Y no hablo solamente del género humano;
pero por cuanto Dios ha escogido a la Iglesia por morada suya, no
hay duda alguna que desea mostrar con ejemplos especiales la solicitud
paternal con que la gobierna.
7. Dios dirige los pensamientos .1' el corazún de los hombres para provecho
de su Iglesia y de los suyos
Por ello, el siervo de Dios, confirmado con tales promesas y ejemplos,
considerará los testimonios en que se nos dice que todos los hombres
están bajo la mano de Dios, bien porque sea preciso reconcíliarlos, bien
para reprimir su malicia y que no cause daño alguno. Porque el Señor
es quien nos da gracia, no solamente ante aquellos que nos aman, sino
142 LIBRO I - CAPiTULO XVII
bien dar. "Esforcémonos", dice, "por nuestro pueblo, y por las ciu-
dades de nuestro Dios; y haga Jehová lo que bien le pareciere" (2 Sm.
10,12).
Este pensamiento nos despojará de nuestra temeridad y falsa con-
fianza, y nos impulsará a invocar a Dios de continuo; asimismo rego-
cijará nuestro espíritu con la esperanza, para que no dudemos en
menospreciar varonil y constantemente los peligros que por todas partes
nos rodean.
voluntad, demuestra a la vez que Satanás no puede cosa alguna por más
que 10 intente si Dios no le da licencia. Por esta misma razón David, a
causa de las revueltas que comúnmente agitan la vida de los hombres,
busca su refugio en esta doctrina: "En tus manos están mis tiempos"
(Sal. 31, 15). Podía haber dicho el curso o el tiempo de su vida, en singu-
lar; pero con la palabra "tiempos" quiso declarar que por más inconstante
que sea la condición y el estado del hombre, sin embargo todos sus cam-
bios son gobernados por Dios. Por esta causa Rezín y el rey de Israel,
habiendo juntado sus fuerzas para destruir a Judá, aunque parecían ano
torchas encendidas para destruir y consumir la tierra, son llamados por
Isaías "tizones humeantes", incapaces de otra cosa que de despedir humo
(Is, 7,1-9). Así también el faraón, por sus riquezas, y por la fuerza y
multitud de sus huestes de guerra, temido de todo el mundo, es compa-
rada a una ballena, y sus huestes a los peces. Pero Dios dice que pes-
cará con su anzuelo y llevará a donde quisiere al capitán y a su ejército
(Ez, 29,4). En fin, para no detenerme más en esta materia, fácil-
mente veremos, si ponemos atención, que la mayor de las miserias es
ignorar la providencia de Dios; y que, al contrario, la suma felicidad es
conocerla.
12. Del sentido de los Jugares de la Escritura que hablan del "arrepenti-
miento" de Dios
Sería suficiente lo que hemos dicho de la providencia de Dios, para
la instrucción y consuelo de los fieles - pues jamás se podría satisfacer la
curiosidad de ciertos hombres vanos a quienes ninguna cosa basta, ni
tampoco nosotros debemos desear satisfacerles -, si no fuera por ciertos
lugares de la Escritura, los cuales parecen querer decir que el consejo de
Dios no es firme e inmutable, contra lo que hasta aquí hemos dicho,
sino que cambia conforme a la disposición de las cosas inferiores.
Primeramente, algunas veces se hace mención del arrepentimiento de
Dios, como cuando se dice que se arrepintió de haber creado al hombre
(Gn, 6,6); de ha ber elevado a rey a Saúl (1 Sm. 15, 11); Yque se arrepentirá
del mal que había decidido enviar sobre su pueblo, tan pronto como viere
en él alguna enmienda (Jer. 18,8).
Asimismo leemos que algunas veces abolió y anuló lo que había
determinado y ordenado. Por Jonás había anunciado a los ninivitas
que pasados cuarenta días sería destruida Nínive (Jon.3,4); pero luego
por su penitencia cambió la sentencia. Por medio de Isaías anunció
la muerte a Ezequías, la cual, sin embargo, fue diferida en virtud de
las lágrimas y oraciones del mismo Ezequías (Is. 38,1-5; 2 Re. 20, 1-5).
De estos pasajes argumentan muchos que Dios no ha determinado
con un decreto eterno lo que había de hacer con los hombres, sino
que, conforme a los méritos de cada cual y a lo que parece recto y
justo, determina y ordena una u otra cosa para cada año, cada día
y cada hora.
CAPíTULO XVIII
verá clara y manifiestamente que los que ponen una simple permisión en
lugar de la providencia de Días, como si Dios permaneciese mano sobre
mano contemplando lo que fortuitamente acontece, desatinan y desva-
rían sobremanera; pues si ello fuese así, los juicios de Dios dependerían
de la voluntad de los hombres.
llevasen esculpidas las órdenes de Dios; por donde se ve que se han visto
forzados como Dios lo había determinado.
Convengo en que Dios para usar y servirse de los impíos echa mano
muchas veces de Satanás; mas de tal manera que el mismo Satanás,
movido por Dios, obra en nombre suyo yen cuanto Dios se lo concede.
El espíritu malo perturba a Saúl ; pero la Escritura dice que este espíritu
procedía de Dios, para que sepamos que el frenesí de Saúl era castigo
justísimo que le imponía (1 Sm, 16,14). También de Satanás se dice que
ciega el entendimiento de los infieles; ¿pero cómo puede él hacer esto,
sino porque el mismo Dios - como dice san Pablo - envía la eficacia del
error, a fin de que los que rehúsan obedecer a la verdad crean en la men-
tira? (2 Cor.4,4). Según la primera razón se dice: Si algún profeta habla
falsamente en mi nombre, yo, dice el Señor, le he engañado (Ez. 14,9).
Conforme a la segunda, que Él "los entregó a una mente reprobada, para
hacer las cosas que no convienen" (Rom. 1,28); porque Él es el principal
autor de su justo castigo, y Satanás no es más que su ministro. Mas, como
en el Libro Segundo, cuando tratemos del albedrío del hombre, hablare-
mos de esto otra vez, me parece que de momento he dicho todo lo que
el presente tratado requería.
Resumiendo, pues: cuando decimos que la voluntad de Dios es la
causa de todas las cosas, se establece su providencia para presidir todos
los consejos de los hombres, de suerte que, no solamente muestra su efica-
cia en los elegidos, que son conducidos por el Espíritu Santo, sino que
también fuerza a los réprobos a hacer lo que desea.
CAPÍTULO PRIMERO
1 De la Gracja de Cristo y del Pecado Original, lib. Il, cap. XI, 45.
168 LIBRO 11 - CAPiTULO 1
1 El francés añade: "que no debe entrar en la mente de los fieles". Asl también el
latino
LIBRO JI - CAPITULO 1, 1I 171
bien de una cualidad adventicia con una procedencia extraña, que no
una propiedad sustancial innata. Sin embargo, la llamamos natural, para
que nadie piense que se adquiere' por una mala costumbre, pues nos
domina a todos desde nuestro nacimiento.
y no se trata de una opinión nuestra, pues por la misma razón el
Apóstol dice que todos somos por naturaleza hijos de ira (Ef.2,3).
¿Cómo iba a estar Dios airado con la más excelente de sus criaturas,
cuando le complacen las más ínfimas e insignificantes? Es que Él está
enojado, no con su obra, sino con la corrupción de la misma. Así pues,
si se dice con razón que el hombre, por tener corrompida su naturaleza,
es naturalmente abominable a los ojos de Dios, con toda razón también
podemos decir que es naturalmente malo y vicioso. Y san Agustín no
duda en absoluto en llamar naturales a nuestros pecados a causa de
nuestra naturaleza corrompida, pues necesariamente reinan en nuestra
naturaleza cuando la gracia de Dios no está presente.
Así se refuta el desvarío de los maniqueos, que imaginando una mali-
cia esencial en el hombre, se atrevieron a decir que fue creado por otro,
para no atribuir a Dios el principio y la causa del mal.
CAPíTULO 11
Hay que glorificar a Dios con la humildad. No hay quien no vea cuán
necesario es lo segundo, o sea, despertar al hombre de su negligencia y
torpeza. En cuanto a lo primero - demostrarle su miseria -, hay muchos
que 10 dudan más de lo que debieran. Porque, si concedemos que no
hay que quitar al hombre nada que sea suyo, también es evidente que es
necesario despojarle de la gloria falsa y vana. Porque, si no le fue lícito
al hombre gloriarse de sí mismo ni cuando estaba adornado, por la libe-
ralidad de Dios, de dones y gracias tan excelentes, ¿hasta qué punto no
debería ahora ser humillado, cuando por su ingratitud se ve rebajado a
una extrema ignominia, al perder la excelencia que entonces tenía? En
cuanto a aquel momento en que el hombre fue colocado en la cumbre de
su honra, la Escritura todo lo que le permite atribuirse es decir que fue
creado a la imagen de Dios, con lo cual da a entender que era rico y
bienaventurado, no por sus propios bienes, sino por la participación que
tenía de Dios. ¿Qué le queda pues, ahora, sino al verse privado y despo-
jada de toda gloria, reconocer a Dios, a cuya liberalidad no pudo ser
agradecido cuando estaba enriquecido con todos los dones de su gracia?
y ya que no le glorificó reconociendo los dones que de Él recibió, que
al menos ahora le glorifique confesando su propia indigencia. Además
no nos es menos útil el que se nos prive de toda alabanza de sabiduría
y virtud, que necesario para mantener la gloria de Dios. Oc suerte que
los que nos atribuyen más de lo que es nuestro, no solamente cometen
un sacrilegio, quitando a Dios lo que es suyo, sino que también nos
arruinan y destruyen a nosotros mismos. Porque, ¿qué otra cosa hacen
cuando nos inducen a caminar con nuestras propias fuerzas, sino encum-
bramas en una cana, la cual al quebrarse da en seguida con nosotras en
tierra? Y aun excesiva honra se tributa a nuestras fuerzas, comparándolas
con una caña, porque no es más que humo todo cuanto los hombres
vanos imaginan y dicen de ellas. Por ello, no sin motivo repite tantas
veces san Agustín esta sentencia: que los que defienden el libre arbitrio
más bien lo echan por tierra, que no Jo confirman.
Ha sido necesario hacer esta introducción, a causa de ciertos hombres,
los cuales de ninguna manera pueden sufrir que la potencia del hombre
sea confundida y destruida, para establecer en él la de Dios, por lo cual
juzgan que esta disputa no solamente es inútil, sino muy peligrosa. Sin
embargo. a nosotros nos parece muy provechosa, y uno de los funda-
mentas de nuestra religión.
Resumen de sus enseñanzas. Por lo demás, tienen por cosa cierta que
las virtudes y los vicios están en nuestra potestad, Porque si tenemos
opción - dicen - de hacer el bien o el mal, tambien la tendremos para
abstenernos de hacerlo 3; y si somos libres de abstenernos, también lo se-
remos para hacerlo. Y parece realmente que todo cuanto hacemos, lo
hacemos por libre elección, e igualmente cuando nos abstenemos de
alguna cosa. De lo cual se sigue, que si podemos hacer alguna cosa buena
cuando se nos antoja, también la podemos dejar de hacer; y si algún mal
cometemos, podemos también no cometerlo. Y, de hecho, algunos de
ellos llegaron a tal desatino, que jactanciosamente afirmaron que es bene-
licio de los dioses que vivamos, pero es mérito nuestro el vivir honesta y
santamente. Y Cicerón se atrevió a decir, en la persona de Cota, que
como cada cual adquiere su propia virtud, ninguno entre los sabios ha
dado gracias a Dios por ella; porque - dice él - por la virtud somos
alabados, y de ella nos gloriamos; lo cual no seria así, si la virtud fuese
un don de Dios y no procediese de nosotros mismos l. Y un poco más
abajo: la opinión de todos los hombres es que los bienes temporales se
han de pedir a Dios, pero que cada uno ha de buscar por sí mismo la
sabiduria.
En resumen, ésta es la doctrina de los filósofos: La razón, que reside
en el entendimiento, es suficiente para dirigirnos convenientemente y
mostrarnos el bien que debemos hacer; la voluntad, que depende de ella,
se ve solicitada al mal por la sensualidad; sin embargo, goza de libre
elección y no puede ser inducida a la fuerza a desobedecer a la razón.
Aunque muchos han usado este término, son muy pocos los que lo
han definido. Parece que Orígenes dio una definición, comúnmente admi-
tida, diciendo que el libre arbitrio es la facultad de la razón para discernir
el bien y el mal, y de la voluntad para escoger 10 uno de 10 otro l. Y no
discrepa de él san Agustín al decir que es la facultad de la razón y de la
voluntad, por la cual, con la gracia de Dios, se escoge el bien, y sin ella,
el mal. San Bernardo, por querer expresarse con mayor sutileza, resulta
más oscuro al decir que es un consentimiento de la voluntad por la liber-
tad, que nunca se puede perder, y un juicio indeclinable de la razón 2.
No es mucho más clara la definición de Anselmo según la cual es una
facultad de guardar rectitud a causa de si misma 3. Por ello, el Maestro
de las Sentencias y los doctores escolásticos han preferido la definición
de san Agustín, por ser más clara y no excluir la gracia de Dios, sin la
cual sabían muy bien que la voluntad del hombre no puede hacer nada '.
Sin embargo añadieron algo por sí mismos, creyendo decir algo mejor,
o al menos algo con 10 que se entendiese mejor lo que lo> otros habían
dicho. Primeramente están de acuerdo en que el nombre de "albedrío"
se debe referir ante todo a la razón, cuyo oficio es discernir entre el
bien y el mal; y el término "libre", a la voluntad, que puede decidirse
por una u otra alternativa. Por tanto, como la libertad conviene en
primer lugar a la voluntad, Tomás de Aquino piensa que una definición
excelente es: "el libre albedrío es una facultad electiva que, participando
del entendimiento y de la voluntad, se inclina sin embargo más a la
voluntad?". Vemos, pues, en qué se apoya, según él, la fuerza del libre
arbitrio, a saber, en la razón y en la voluntad. Hay que ver ahora breve-
mente qué hay que-atribuir a cada una de ambas partes.
más sanos que los nuevos sofistas que les han seguido; de los cuales
tanto más me separo cuanto ellos más se apartaron de la pureza de sus
predecesores. Sea de esto lo que quiera, con esta distinción comprende-
mos qué es lo que les ha movido a conceder al hombre el libre albe-
drío. Porque, en conclusión, el Maestro de las Sentencias dice que no
se afirma que el hombre tenga libre albedrío porque sea capaz de
pensar o hacer tanto 10 bueno como 10 malo, sino solamente porque
no está coaccionado a ello y su libertad no se ve impedida, aunque
nosotros seamos malos y siervos del pecado y no podamos hacer otra
cosa sino pecar.
mismo la honra que sólo a Dios se debe. Evidentemente, siempre que nos
viene a la mente este ansia de apetecer alguna cosa que nos pertenezca
a nosotros y no a Dios, hemos de comprender que tal pensamiento nos
es inspirado por el que indujo a nuestros primeros padres a querer ser
semejantes a Dios conociendo el bien y el mal. Si es palabra diabólica la
que ensalza al hombre en sí mismo, no debíamos darle oídos si no quere-
mos tomar consejo de nuestro enemigo. Es cosa muy grata pensar que
tenemos tanta fuerza que podemos confiar en nosotros mismos. Pero
a fin de que no nos engolosinemos con otra vana confianza, traigamos a
la memoria algunas de las excelentes sentencias de que está llena la
Sagrada Escritura, en las que se nos h umi!la grandemente. 1
El profeta Jeremías dice: "Maldito el varón que confía en el hombre,
y pone carne por su brazo" (Jer. 17,5). Y: "(Dios) no se deleita en la
fuerza del caballo, ni se complace en la agilidad del hombre; se complace
Jehová en los que le temen, y en los que esperan en su misericordia"
(Sal. 147,10). Y: "Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al
que no tiene ningunas ; los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes
flaquean y caen; pero los que esperan en Jehová tendrán nuevas fuerzas"
(ls.40,29-31). Todas estas sentencias tienen por fin que ninguno ponga
la menor confianza en sí mismo, si queremos tener a Dios de nuestra
parte, pues Él resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes
(Sant. 4, 6).
Recordemos también aquellas promesas: "Yo derramaré aguas sobre
el sequedal y ríos sobre la tierra árida" (ls.44,3). Y: "A todos los sedien-
tos: Venid a las aguas" (Is. 55, 1). Todas ellas y otras semejantes, atesti-
guan que solamente es admitido a recibir las bendiciones divinas el que
se encuentra abatido con la consideración de su miseria. Ni hay que olvi-
dar otros testimonios, como el de Isaías: "El sol nunca más te servirá
de luz para el día, ni el resplandor de la luna te alumbrará, sino que
Jehová te será por luz perpetua" (Is.60, 19). Ciertamente, el Señor no
quita a sus siervos la claridad del sol ni de la luna, sino que, para mostrarse
Él solo glorioso en ellos, les quita la confianza aun de aouellas cosas aue
a nuestro parecer son las más excelentes.
1 La edición de Valera de 1597 dice: "en [as que se pintan a lo vivo las fuerzas del
hombre". En la presente edición seguimos el original latino de 1559.
Homilía sobre la Perfección Evangélica.
3 Epistola 56. A Diáscoro.
182 LIBRO 11 - CAPÍTULO 11
A. CORRUPCiÓN DE LA INTELIGENCIA
1 Valera 1597: "o pasa por ellas como gato sobre ascuas". Seguimos la edición
latina de 1559.
LIBRO 11 - CAPÍTULO 11 185
16. Aunque corrompidas, esas gracias de naturaleza son dones del Espíritu
Santo
Sin embargo, no hay que olvidar que todas estas cosas son dones
excelentes del Espíritu Santo, que dispensa a quien quiere, para el bien
del género humano. Porque si fue necesario que el Espíritu de Dios
inspirase a Bezaleel y Aholiab la inteligencia y arte requeridos para
fabricar el tabernáculo (Éx. 31,2; 35,30-34), no hay que maravillarse si
decimos que el conocimiento de las cosas más importantes de la vida
nos es comunicado por el Espíritu de Dios.
Si alguno objeta: ¿qué tiene que ver el Espíritu de Dios con los impíos,
tan alejados de Dios?, respondo que, al decir que el Espiritu de Dios reside
únicamente en los fieles, ha de entenderse del Espíritu de santificación,
por el cual somos consagrados a Dios como templos suyos. Pero entre
tanto, Dios no cesa de llenar, vivificar y mover con la virtud de ese mismo
Espíritu a todas sus criaturas; y ello conforme a la naturaleza que a cada
una de ellas le dio al crearlas. Si, pues, Dios ha querido que los infieles nos
sirviesen para entender la física, la dialéctica, las matemáticas y otras cien-
cias, sirvámonos de ellos en esto, temiendo que nuestra negligencia sea
castigada si despreciamos los dones de Dios doquiera nos fueren ofrecidos.
Mas, para que ninguno piense que el hombre es muy dichoso porque
le concedemos esta gran virtud de comprender las cosas de este mundo,
hay que advertir también que toda la facultad que posee de entender, y
LiBRO 11 - CAPíTULO JI 187
la subsiguiente inteligencia de las cosas, son algo futíl y vano ante Dios,
cuando no está fundado sobre el firme fundamento de la verdad. Pues
es muy cierta la citada sentencia de san Agustín, que el Maestro de las
Sentencias y los escolásticos se vieron forzados a admitir, según la cual,
al hombre le fueron quitados los dones gratuitos después de su caída;
y los naturales, que le quedaban, fueron corrompidos. No que se puedan
contaminar por proceder de Dios, sino que dejaron de estar puros en
el hombre, cuando él mismo dejó de serlo, de tal manera que no se
puede atribuir a sí mismo ninguna alabanza,
trinados más que de sobra por el mejor de los maestros, sin embargo les
promete el Espíritu de verdad, para que los instruya en la doctrina que
antes habían oído (Jn.14,26). Si al pedir una cosa a Dios confesamos
por lo mismo que carecemos de ella, y si Él al prometérnosla, deja ver
que estamos faltos de ella, hay que confesar sin lugar a dudas, que la
facultad que poseemos para entender los misterios divinos, es la que su
majestad nos concede iluminándonos con su gracia. Y el ~ue presume de
más inteligencia, ese tal está tanto más ciego, cuanto menos comprende
su ceguera.
I Protágoras, 357.
192 LIBRO 11 ~ CAPÍTULO 11
cerrar los ojos, ue tal manera que, quiera o no, tiene que abrirlos algunas
veces a la fuerza, es falso decir que peca solamente por ignorancia.
25. A pesar de las buenas intenciones, somos incapaces por nosotros mismos
de concebir el bien
Por tanto, así como justamente hemos rechazado antes la opinión
de Platón, de que todos los pecados proceden de ignorancia, también
hay que condenar la de los que piensan que en todo pecado hay malicia
deliberada, pues demasiado sabemos por experiencia que muchas veces
caemos con toda la buena intención. Nuestra razón está presa por tanto
desvarío, y sujeta a tantos errores; encuentra tantos obstáculos y se ve en
tanta perplejidad muchas veces, que está muy lejos de encontrarse capa-
citada para guiarnos por el debido camino. Sin lugar a dudas el apóstol
san Pablo muestra cuán sin fuerzas se encuentra la razón para conducir-
nos por la vida, cuando dice que nosotros, de nosotros mismos, no somos
aptos para pensar algo como de nosotros mismos (2 Cor. 3,5). No habla
de la voluntad ni de los afectos, pero nos prohibe suponer que está en
nuestra mano ni siquiera pensar el bien que debemos hacer. ¿Cómo?, dirá
alguno. ¿Tan depravada está toda nuestra habilidad, sabiduría, inteli-
194 LIBRO 11 - CAPÍTULO 11
riamente el bien, pero tan débil que no logra cuajar en un firme anhelo, ni
hacer que el hombre realice el esfuerzo necesario. No hay duda de que
ésta ha sido opinión común entre Jos escolásticos, y que la tomaron de
Orígenes y algunos otros escritores antiguos; pues, cuando consideran
al hombre en su pura naturaleza, lo describen según las palabras de san
Pablo: "No hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago". "El
querer el bien está en mí, pero no el hacerlo" (Rom. 7,15.18). Pero per-
vierten toda la disputa de que trata en aquel lugar el Apóstol. Él se
refiere a la lucha cristiana, de la que también trata más brevemente en
la epístola a los Gálatas, que los fieles experimentan perpetuamente en-
tre la carne y el espíritu: pero el espíritu no lo poseen naturalmente, sino
por la regeneración. Y que el Apóstol habla de los regenerados se ve
porque, después de decir que en él no habita bien alguno, explica luego
que él entiende esto de su carne; y, por tanto, niega que sea él quien hace
el mal, sino que es el pecado que habita en él. ¿Qué quiere decir esta
corrección: "En mí, o sea, en mi carne"? Evidentemente es como si dijera:
"No habita en mí bien alguno mío, pues no es posible hallar ninguno en
mi carne". Y de ahí se sigue aquella excusa: "No soy yo quien hace el
mal, sino el pecado que habita en mí", excusa aplicable solamente a los
fieles, que se esfuerzan en tender al bien por lo que hace a la parte prin-
cipal de su alma. Además, la conclusión que sigue claramente explica
esto mismo: "Según el hombre interior" dice el Apóstol "me deleito en
la Ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la
ley de mi mente" (Rom. 7,22-23). ¿Quién puede llevar en sí mismo
tal lucha, sino el que, regenerado por el Espíritu de Dios, lleva siempre
en sí restos de su carne? Y por eso san Agustín, habiendo aplicado algún
tiempo este texto de la ESCrituraa la naturaleza del hombre, ha retractado
luego su exposición como falsa e inconveniente l. Y verdaderamente, si
admitimos que el hombre tiene la más insignificante tendencia al bien
sin la gracia de Dios, ¿qué responderemos al Apóstol, que niega que
seamos capaces incluso de concebir el bien {2 COL3, 5)7 ¿Qué respon-
deremos al Señor, el cual dice por Moisés, que todo cuanto forja el
corazón del hombre no es más que maldad (Gn.8,21)?
hace David en muchos lugares, sin embargo hay que notar que ese mismo
deseo proviene de Dios. Lo cual se puede deducir de sus mismas pala-
bras; pues al desear que se cree en él un corazón limpio, evidentemente
no se atribuye a sí mismo tal creación. Por lo cual admitimos lo que dice
san Agustín: "Dios te ha prevenido en todas las cosas; prevén tú alguna
vez su ira. ¿De qué manera? Confiesa que todas estas cosas las tienes de
Dios, que todo cuanto de bueno tienes viene de Él, y todo el mal viene
de ti." Y concluye él: "Nosotros no tenemos otra cosa sino el pecado" l.
CAPÍTULO lIT
1 Sermón 176.
198 LIBRO IJ - CAPíTULO 111
está sin Dios, sus entrañas llenas de malicia, sus ojos al acecho para
causar mal, su ánimo engreído para mofarse; en fin, todas sus facultades
prestas para hacer mal (Rom. 3, lO)? Si toda alma está sujeta a estos
monstruosos vicios, como muy abiertamente lo atestigua el Apóstol, bien
se ve lo que sucedería si el Señor soltase las riendas a la concupiscencia
del hombre, para que hiciese cuanto se le antojase. No hay fiera tan enfu-
recida, que a tanto desatino llegara; no hay río, por enfurecido y violento
que sea, capaz de desbordarse con tal ímpetu.
El Señor cura estas enfermedades en sus escogidos del modo que
luego diremos, y a los réprobos solamente los reprime tirándoles del
freno para que no se desmanden, según lo que Dios sabe que con-
viene para la conservación del mundo. De aquí procede el que unos por
vergüenza, y otros por temor de las leyes, se sientan frenados para
no cometer muchos géneros de torpezas, aunque en parte no pueden
disimular su inmundicia y sus perversas inclinaciones. Otros, pen-
sando que el vivir honestamente les resulta muy provechoso, procuran
como pueden llevar este género de vida. Otros, no contentos con esto,
quieren ir más allá, esforzándose con cierta majestad en tener a los demás
en sujeción 1. De esta manera Dios, con su providencia refrena la per-
versidad de nuestra naturaleza para que no se desmande, pero no la
purifica por dentro.
1 Edición Valera, 1597: "procurando con un cierto género de majestad que aun los
demás hagan su deber".
I Camilo era un personaje muy a menudo citado por los poetas romanos como
ejemplo de virtud. Cfr. Horacio, Carmen 1, 12,42.
LIBRO 11 - CAPiTULO 111 201
Dios cambia nuestra voluntad de mala el¡ buena. Así que, si cuando
el Señor nos convierte al bien, es corno si una piedra fuese convertida en
carne, evidentemente cuanto hay en nuestra voluntad desaparece del todo,
y lo que se introduce en su lugar es todo de Dios. Digo que la voluntad
es suprimida, no en cuanto voluntad, porque en la conversión del
hombre permanece íntegro lo que es propio de su primera naturaleza.
Digo también que la voluntad es hecha nueva, no porque comience a
existir de nuevo, sino porque de mala es convertida en buena. y digo
que esto lo hace totalmente Dios, porque, según el testimonio del Apóstol,
no somos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de
nosotros mismos (2 Cor. 3, 5). Por esta ca usa en otro lugar dice, que
Dios no solamente ayuda a nuestra débil voluntad y corrige su malicia,
sino que produce el querer en nosotros (Flp, 2,13). De donde se deduce
fácilmente lo que antes he dicho: que todo el bien que hay en la voluntad
es solamente obra de la gracia. Y en este sentido el Apóstol dice en otra
parte, que Dios es quien obra "todas las cosas en todos" (l Cor.12,6).
En este lugar no se trata del gobierno universal, sino que atribuye a Dios
exclusivamente la gloria de todos los bienes de que están los fieles ador-
nados. Y al decir "todas las cosas", evidentemente hace a Dios autor
de la vida espiritual desde su principio a su término. Esto mismo lo había
enseñado antes con otras palabras, diciendo que los fieles son de Dios
en Cristo (1 Cor. 8,6). Con lo cual bien claramen te afirma una nueva
creación, por la cual queda destruido todo lo que es de la naturaleza
común.
A esto viene también la oposición entre Adán y Cristo, que en otro
lugar propone más claramente, donde dice que nosotros "somos hechura
suya, creados en Cristo, para buenas obras, las cuales Dios preparó de
antemano para que anduviésemos en ellas" (Ef.2, lO). Pues con esta razón
quiere probar que nuestra salvación es gratuita, en cuanto que el prin-
cipio de todo bien proviene de la segunda creación, que obtenemos en
Cristo. Ahora bien, si hubiese en nosotros la menor facultad del mundo,
también tendríamos alguna parte de mérito. Pero, a fin de disipar esta
fantasía de un mérito de nuestra parte, argumenta de esta manera: "por-
que en Cristo fuimos creados para las buenas obras, las cuales Dios
preparó de antemano"; con las cuales palabras quiere decir que todas
las buenas obras en su totalidad, desde el primer momento hasta la
perseverancia final, pertenecen a Dios.
Por la misma razón el Profeta, después de haber dicho que somos
hechura de Dios, para que no se establezca división alguna añade que
nosotros no nos hicimos (Sal. 100,3); y que se refiere a la regeneración,
principio de la vida espiritual, está claro por el contexto; pues luego
sigue: "pueblo suyo somos, y ovejas de su prado" (Ibid.). Vemos, pues,
que el Profeta no se dio por satisfecho con haber atribuido a Dios
LIBRO 11 - CAPiTULO lit 205
8. Testimonio de la Escritura
y como quiera que nos encontramos en el punto central de esta
materia, resumamos en pocas palabras este tema, y confirmémoslo con
testimonios evidentes de la Escritura. Y luego, para que nadie nos acuse
de que alteramos la Escritura, mostremos que la verdad que enseñamos,
también la enseñó san Agustín, No creo que sea conveniente citar todos
los testimonios que se pueden hallar en la Escritura para confirmación
de nuestra doctrina; bastará que escojamos algunos que sirvan para
comprender los demás, que por doquier aparecen en la Escritura. Por
otra parte me parece que no estará de más mostrar con toda evidencia
que estoy lejos de disentir del parecer de este gran santo, al que la Iglesia
tiene en tanta veneración 2.
Ante todo, se verá con razones claras y evidentes que el principio del
bien no viene de nadie más que de Dios. Pues nunca se verá que la
voluntad Se incline al bien si no es en los elegidos. Ahora bien, la causa
de la elección hay que buscarla fuera de los hombres; de donde se sigue
que el hombre no tiene la buena voluntad por si mismo, sino que pro-
viene del mismo gratuito favor con que fuimos elegidos antes de la crea-
ción del mundo.
Hay también otra razón no muy diferente a ésta: perteneciendo a la
fe el principio del bien querer y del bien obrar, hay que ver de dónde
proviene la fe misma. Ahora bien, como la Escritura repite de continuo
que la fe es un don gratuito de Dios, se sigue que es una pura gracia
suya el que comencemos a querer el bien, estando naturalmente inclinados
al mal con todo el corazón.
Por tanto, cuando el Señor en la conversión de los suyos pone estas
dos cosas: quitarles el corazón de piedra, y dárselo de carne. claramente
atestigua la necesidad de que desaparezca lo que es nuestro, para que
podamos ser convertidos a la justicia; y, por otra parte, que todo cuanto
pone en su lugar, viene de su gracia. Y esto no lo dice en un solo pasaje.
Porque también leemos en Jeremías: "Y les daré un corazón, y un camino,
para que me teman perpetuamente" (Jer. 32, 39). Y un poco después: "Y
pondré mi temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de mi"
(Jer.32,4O). Igualmente en Ezequiel: "Y les daré un corazón, y un espí-
ritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en
medio de su carne, y les daré un corazón de carne" (Ez. 11, 19). Más
claramente no podría Dios privarnos a nosotros y atribuirse a sí mismo
la gloria de todo el bien y rectitud de nuestra voluntad, que llamando a
nuestra conversión creación de un nuevo espíritu y un nuevo corazón.
Pues de ahí se sigue que ninguna cosa buena puede proceder de nuestra
voluntad mientras no sea reformada; y que después de haberlo sido, en
cuanto es buena es de Dios, y no de nosotros mismos.
la cepa, que recibe su fuerza de la humedad de la tierra, del rocío del cielo
y del calor del sol, me parece evidente que no nos queda parte alguna
en las buenas obras, si queremos dar enteramente a Dios lo que es suyo.
Es una vana sutileza la de algunos, al decir que en el sarmiento está
ya el jugo y la fuerza para producir el fruto: y, por tanto, que el sar-
miento no lo toma todo de la tierra ni de su principal raíz, pues pone
algo por sí mismo. Porque Cristo no quiere decir sino que por nosotros
mismos no somos más que un palo seco y sin virtud alguna cuando
estamos separados de Él; porque en nosotros mismos no existe facultad
alguna para obrar bien, como lo dice en otra parte: "Toda planta que
no plantó mi Padre celestial será desarraigada" (MeI5, 13).
1 Homilía XXll, 5.
• Calvino atribuye, con dudas, a Ockham una frase que en realidad pertenece a
Gabriel Hiel, y que aparece en su comentario a las "Sentencias" de Pedro Lombardo:
Epythoma Pariter ... 11,27,2.
o Sermón XXVI, cap. III y XU.
• tu«, cap. VII.
Contra dos Carlas de los Pelagianos, lib. I, cap. XIX.
210 LIBRO 11 - CAPiTULO Uf
desde arriba con tanta eficacia, que ellos siguen ese impulso con un afecto
inflexible. "Todo aquel", dice, "que es nacído de Dios, no practica el
pecado, porque la simiente de Dios permanece en él" (1 J n. 3,9). Vemos,
pues, que el movimiento sin eficacia que se imaginan los sofistas, por el
cual Días ofrece su gracia de tal manera que cada uno pueda rehusarla o
aceptarla según su beneplácito, queda del todo excluido cuando afirma-
mos que Dios nos hace de tal manera perseverar, que no corremos
peligro de poder apartarnos.
CAPITULO IV
l. Introducción
Creo que he probado suficientemente que el hombre de tal manera
se halla cautivo bajo el yugo del pecado, que por su propia naturaleza
no puede desear el bien en su voluntad, ni aplicarse a él. Asimismo
he distinguido entre violencia y necesidad, para que se viese claramente
que cuando el hombre peca necesariamente, no por ello deja de pecar
voluntariamente.
1 El original dice por error "a Bonifacio". Carla CLXXXVI, cap. IV.
, Ibid., cap. IX.
• Carta CCXIV, cap. VII.
• Calvino ya ha abordado este tema desde un ángulo distinto: 1, XVIII.
214 LIBRO JI - CAPÍTULO IV
dice que le quitó todo cuanto le habían robado los caldeas. ¿Cómo pode-
mos decir que un mismo acto lo ha hecho Dios, Satanás y los hombres,
sin que, o bien tengamos que excusar a Satanás por haber obrado junta-
mente con Dios, o que acusar a Dios como autor del mal? Fácilmente,
si consideramos el fin y la intención, y además el modo de obrar.
El fin y la voluntad de Dios era ejercitar con la adversidad la paciencia
de su siervo; Satanás, pretendía hacerle desesperar; y los caldeas, enri-
quecerse con los bienes ajenos usurpados contra toda justicia y razón.
Esta diferencia tan radical de propósitos distingue suficien temen te la
obra de cada uno.
y no es menor la diferencia en el modo de obrar. El Señor permite a
Satanás que aflija a su siervo Job, y le entrega a los caldeas - a quienes
había escogido como ministros de tal acción -, para que él los dirija.
Satanás instiga el corazón de éstos con sus venenosos estímulos para
que lleven a cabo tan gran maldad, y ellos se apresuran a llevarlo a cabo,
contaminando su alma y su cuerpo. Hablamos, pues, con toda pro-
piedad al decir que Satanás mueve a los impíos, en quienes tiene su reino
de maldad.
También se dice que Dios obra en cierta manera, por cuanto Satanás,
instrumento de su ira, según la voluntad y disposición de Dios va de acá
para allá para ejecutar los justos juicios de Dios. Y no me refiero al
movimiento universal de Dios por el cual todas las criaturas son susten-
tadas, y del que toman el poder y eficacia para hacer cuanto llevan a
cabo. Hablo de su acción particular, la cual se muestra en cualquier obra.
Vemos, pues, que no hay inconveniente alguno en que una misma obra
sea imputada a Dios, a Satanás y al hombre. Pero la diversidad de la
intención y de los medios a ella conducentes hacen que la justicia de
Dios aparezca en tal obra imprescindible, y que la malicia de Satanás y
del hombre resulten evidentes para confusión de los mismos.
1 Institución, 1, XVIU, I y 2.
LIBRO Ir - CAPíTULO IV 217
CAPÍTULO V
1 Supra, cap. m, 5.
LIBRO II - CAPíTULO V 221
luntaria ; la cual, sin embargo, de tal manera nos tiene atados, que
somos esclavos del pecado, como ya hemos visto l.
La segunda parte de su argumentación carece de todo valor. Ellos
entienden que todo cuanto se hace voluntariamente, se hace libremente.
Pero ya hemos probado antes que son muchísimas las cosas que hace-
mas voluntariamente, cuya elección, sin embargo, no es libre.
2. Con todo derecho, los vicios son castigados y las virtudes recompensadas
Dicen también que si las virtudes y los vicios no proceden de la libre
elección, que no es conforme a la razón que el hombre sea remunerado
o castigado. Aunque este argumento está tomado de Aristóteles, tam-
bién lo emplearon algunas veces san Crisóstorno y san Jerónimo; aun-
que el mismo san Jerónimo no oculta que los pelagianos se sirvieron
corrientemente de este argumento, de los cuales cita las palabras siguien-
tes: "Si la gracia de Dios obra en nosotros, ella, y no nosotros, que no
obramas, será remunerada" 2.
En cuanto a los castigos que Dios impone por los pecados, respondo
que justamente somos por ellos castigados, pues la culpa del pecado
reside en nosotros. Porque, ¿qué importa que pequemos con un juicio
libre o servil, si pecamos con un apetito voluntario, tanto más que el
hombre es convicto de pecador por cuanto está bajo la servidumbre
del pecado?
Referente al galardón y premio de las buenas obras, ¿dónde está el
absurdo por confesar que se nos da, más por la benignidad de Dios que
por nuestros propios méritos? ¿Cuántas veces no repite san Agustín
que Dios no galardona nuestros méritos, sino sus dones, y que se llaman
premios, no lo que se nos debe por nuestro méritos, sino la retribución
de las mercedes anteriormente recibidas?" Muy atinadamente advierten
que los méritos no tendrían lugar, si las buenas obras no brotasen de la
fuente del libre albedrío; pero están muy engañados al creer que esto es
algo nuevo. Porque san Agustín no duda en enseñar a cada paso que es
necesario 10 que ellos piensan que es tan fuera de razón; como cuando
dice: "¿Cuáles son los méritos de todos los hombres'? Pues Jesucristo
vino, no con el galardón que se nos debía, sino con su gracia gratuita-
mente dada; a todos los halló pecadores, siendo Él solo libre de pecado,
y el que libra del pecado" 4. Y: "Si se te da lo que se te debe, mereces
ser castigado; ¿qué hacer? Dios no te castiga con la pena que merecías,
sino que te da la gracia que no merecias. Si tú quieres excluir la gracia,
gloríate de tus méritos" 5. y; "Por ti mismo nada eres; los pecados son
tuyos, pero los méritos son de Dios; tú mereces ser castigado, y cuando
Dios te concede el galardón de la vida, premiará sus dones, no tus méri-
tos"8. De acuerdo con esto enseña en otro lugar que la gracia no procede
del mérito, sino al revés, el mérito de la gracia. Y poco después concluye
que Dios precede con sus dones a todos los méritos, para de allí sacar
sus méritos, y que Él da del todo gratuitamente lo que da, porque no
1 Sermón LXXXI, Sobre el Cantar de los Cantares. • Carta CLV, cap. rr,
• Diálogo contra los Pelagianos, lib. 1. • Sobre el Salmo XXXI.
• De la Gracia y el Libre Albedrío, cap. VI. o Sobre el Salmo LXX.
222 LIBRO II ~ CAPiTULO V
1 Sermón CLX/X.
• Homilia XX/JI, 5.
LIBRO TI - CAPiTULO V 223
"no conocí el pecado sino por la ley" (Rom. 7,7); "fue añadida (la ley)
a causa de las trasgresiones" (Gá1.3,19); "la ley se introdujo para que
el pecado abundase" (Rom. 5,20)? ¿Quiere por ventura decir san Pablo
que la Ley, para que no fuese dada en vano, había de ser limitada con-
forme a nuestras fuerzas? Sin embargo él demuestra en muchos lugares
que la Ley exige más de lo que nosotros podemos hacer, y ello para
convencernos de nuestra debilidad y pocas fuerzas. Según la definición
que el mismo Apóstol da de la Ley, evidentemente el fin y cumplimiento
de la misma es la caridad (1 Tim. 1,5); Ycuando ruega a Dios que llene
de ella el corazón de los tesalonicenses, harto claramente declara que
en vano suena la Ley en nuestros oídos, si Dios no inspira a nuestro
corazón lo que ella enseña (1 Tes.3, 12).
7. La Ley contiene también las promesas de gracia por la que nos es dado
obedecer
Ciertamente, si la Escritura no enseñase otra cosa sino que la Ley
es una regla de vida a la cual hemos de conformar nuestros actos y todo
cuanto pensemos, yo no tendría dificultad mayor en aceptar su opinión.
Pero, como quiera que ella insistentemente y con toda claridad nos
explica sus diversas utilidades, será mejor considerar, según lo dice el
Apóstol, qué es lo que la Ley puede en el hombre.
Por lo que respecta al tema que tenemos entre manos, tan pronto
como nos dice la Ley lo que tenemos que hacer, al punto nos enseña
también que la virtud y la facultad de obedecer proceden de la bondad
de Dios; por esto nos insta a que lo pidamos al Señor. Si solamente se
nos propusieran los mandamientos, sin promesa de ninguna clase, ten-
dríamos que probar nuestras fuerzas para ver si bastaban a hacer lo
mandado. Mas, como quiera que juntamente con los mandamientos van
las promesas que nos dicen que no solamente necesitamos la asistencia
de la gracia de Dios, sino que toda nuestra fuerza y virtud se apoya en
su gracia, bien a las claras nos dicen que no solamente no somos capaces
de guardar la Ley, sino que somos del todo inhábiles para ella. Por lo
tanto, que no nos molesten más con la objeción de la proporción entre
nuestras fuerzas y los mandamientos de la Ley, como si el Señor hubiese
acomodado la regla de la justicia que había de promulgar en su Ley, a
nuestra debilidad y flaqueza. Más bien consideremos por las promesas
hasta qué punto llega nuestra incapacidad, pues para todo tenemos
tanta necesidad de la gracia de Dios.
Mas ¿a quién se va a convencer, dicen ellos, de que Dios ha promul-
gado su Ley a unos troncos o piedras? Respondo que nadie quiere con-
vencer de esto. Porque los infieles no son piedras ni leños, cuando adoc-
trinados por la Ley de que sus concupiscencias son contrarias a Dios,
se hacen culpables según el testimonio de su propia conciencia. Ni
tampoco lo son los fieles, cuando advertidos de su propia debilidad se
acogen a la gracia de Dios. Está del todo de acuerdo con esto, lo que
dice san Agustín: "Manda Dios lo que no podemos, para que entendamos
qué es lo que debemos pedir" l. Y: "Grande es la utilidad de los manda-
1 Carla CLXVII.
Homilía 29, sobre san Juan.
Confesiones, lib. X, cap. XXIX.
, De: fa Gracia de Cristo y del Pecado Original, lib. I.
• Se trata de la tercera regla, denominada aquí la quinta, de las siete dadas por Ticonío,
donatista condenado por su secta, hacia el 390.
, D,> la Doctrina Cristtana, lib. IU, cap. XXXliJ.
228 LIBRO 1I - CAPÍTULO V
SU Espíritu, para que nos guíe por el recto camino. Pero, como nuestra
pereza no se despierta lo bastante con los mandamientos, añade Él sus
promesas, las cuales nos atraen con una especie de dulzura a que amemos
lo que nos manda. Y cuanto más amamos la justicia, con tanto mayor
fervor buscamos la gracia de Dios. He aquí como con estas amonesta-
ciones: si quisiereis, si oyereis ... , Dios no nos da la libre facultad ni de
querer, ni de oir, y sin embargo no se burla de nuestra impotencia; por-
que de esta manera hace gran beneficio a los suyos, y también que los
impíos sean mucho más dignos de condenación."
de sus pecados y los aborrezcan, pues por causa de ellos son infelices y
están perdidos; y que se arrepientan y confiesen de todo corazón que es
verdad aquello que Dios les echa en cara. Para esto sirvieron a los pia-
dosos las reprensiones que refieren los profetas; como se ve por aquella
solemne oración de Daniel (Dn.9).
En cuanto a la primera utilidad tenemos un ejemplo en los judíos, a
los cuales Jeremías por mandato de Dios muestra las causas de sus mise-
rias, aunque no pudo suceder más que lo que Dios habla dicho antes:
"Tú, pues, les dirás todas estas palabras, pero no te oirán; los llamarás,
y no te responderán" (Jer. 7,27). Pero ¿con qué fin hablaba el profeta a
gente sorda? Para que a pesar de sí mismos y a la fuerza comprendiesen
que era verdad lo que oían, a saber: que era un horrendo sacrilegio
echar a Dios la culpa de sus desventuras, cuando era únicamente de ellos.
Con estas tres soluciones podrá cada uno librarse fácilmente de la
infinidad de testimonios que los enemigos de la gracia de Dios suelen
amontonar, tanto sobre los mandamientos, como sobre los reproches de
Dios a los pecadores, para erigir y confirmar el ídolo del libre albedrío
del hombre.
Para vergüenza de los judíos, dice el salmo: "Generación contumaz
y rebelde; generación que no dispuso su corazón" (Sal. 78,8). Yen otro
salmo exhorta el Profeta a sus contemporáneos a que no endurezcan sus
corazones (Sal. 95,8); Y con toda razón, pues toda la culpa de la rebeldia
estriba en la perversidad de los hombres. Pero injustamente se deduce
de aquí que el corazón puede inclinarse a un lado o a otro, puesto que
es Dios el que lo prepara. El Profeta dice: "Mi corazón incliné a cumplir
tus estatutos" (Sal. 119, 112), porque de buen grado y con alegria se
había entregado al Señor; pero no se ufana de haber sido él el autor
de este buen afecto, ya que en el mismo salmo confiesa que es un don de
Dios.
Hemos, pues, de retener la advertencia de san Pablo cuando exhorta
a los fieles a que se ocupen de su salvación con temor y temblor, por ser
Dios el que produce el querer y el hacer (Flp. 2,12-13). Es cierto que les
manda que pongan mano a la obra, y que no estén ociosos; pero al
decirles que Jo hagan con temor y solicitud, los humilla de tal modo,
que han de tener presente que es obra propia de Dios lo mismo que les
manda hacer. Con lo cual enseña que los fieles obran pasivamente, si
así puede decirse, en cuanto que el cielo es quien les da la gracia y el
poder de obrar, a fin de que no se atribuyan ninguna cosa a sí mismos,
ni se glorien de nada.
Por tanto, cuando Pedro nos exhorta a "añadir virtud a la fe" (2 Pe.
1,5), no nos atribuye una parte de la obra, como si algo hiciéramos por
nosotros mismos. sino que únicamente despierta la pereza de nuestra
carne, por la que muchas veces queda sofocada la fe. A esto mismo
viene lo que dice san Pablo: "No apaguéis al Espíritu" (1 Tes. 5,19),
porque muchas veces la pereza se apodera de los fieles, si no se la corrige.
Si hay aún alguno que quiera deducir de esto que los fieles tienen el
poder de alimentar la luz que se les ha dado, fácilmente se puede refutar
su ignorancia, ya que esta misma diligencia que pide el Apóstol no viene
más que de Dios. Porque también se nos manda muchas veces que nos
232 Ll8RO 11 ~ CAPÍTULO V
13. Para humillarnos y para que nos arrepintamos con su gracia, Dios a
veces nos retira temporalmente sus favores
Suelen traer también como objeción algunos testimonios, por los
que se muestra que Dios retira algunas veces su gracia a los hombres,
para que consideren hacia qué lado van a volverse. Así se dice en Oseas:
"Andaré y volveré a mi lugar, hasta que reconozcan su pecado y busquen
mi rostro" (Os.5,15). Sería ridículo, dicen, que el Señor pensase que
Israel le había de buscar, sí sus corazones no fuesen capaces de inclinarse
a una parte u otra. Como si no fuese cosa corriente que Dios por sus
profetas se muestre airado, y deje ver su deseo de abandonar a su pueblo
hasta que cambie su modo de vivir.
Pero ¿qué pueden deducir nuestros adversarios de tales amenazas? Si
pretenden gue el pueblo, abandonado de Dios, puede por sí mismo con-
vertirse a El, tienen en contra suya toda la Escritura; y si admiten que
es necesaria la gracia de Dios para la conversión, ¿a qué fin disputan
con nosotros?
Pero quizás digan que admiten que la gracia de Dios es necesaria, pero
de tal manera que el hombre hace algo de su parte. Mas ¿cómo lo prue-
ban? Evidentemente que no por el texto citado, ni por otros semejantes.
Porque es muy distinto decir que Dios deja de su mano al hombre para
ver en qué parará, a afirmar que socorre la flaqueza del mismo para
robustecer sus fuerzas.
Pero preguntarán, ¿qué quieren, entonces, decir estas dos maneras de
hablar? Respondo que vienen a ser como si Dios dijera: Puesto que no saco
provecho alguno de este pueblo aconsejándole, exhortándole y reprendién-
dole, me apartaré de él un poco, y consentiré en silencio que se vea afli-
gido. Quiero ver si por ventura, al sentirse oprimido por grandes tribula-
ciones, se acuerda de mí y me busca. Cuando se dice que Dios se apartará
de él, se quiere dar a en tender que le pri vará de su Palabra; al afirmar que
quiere ver qué es lo que los hombres harán en su ausencia, quiere signifi-
car, que secretamente les probará por algún tiempo con varias tribula-
ciones; y tanto lo uno como lo otro lo hace para humillarnos. Porque si
Él con su Espíritu no nos concediese docilidad, el castigo de las tribula-
ciones, en vez de lograr nuestra corrección, sólo conseguiría quebrantarnos.
Falsamente se concluye, por tanto, que el hombre dispone de algunas
fuerzas, cuando Dios, enojado con nuestra continua contumacia y can-
sado de ella, nos desampara por algún tiempo, - privándonos de su
Palabra, mediante la cual en cierta manera nos comunica su presencia -,
y ve lo que en su ausencia hacemos; pues Él hace todo esto únicamente
234 LIBRO 11 - CAPíTULO V
14. Por su liberalidad, Dios hace nuestro lo que nos da por su gracia
También argumentan de la manera corriente de hablar, que no sólo
los hombres, sino también la Escritura emplea, según la cual se dice que
las buenas obras son nuestras, y que no menos hacemos lo que es santo
y agradable a Dios, que lo malo y lo que le disgusta. Y si con razón nos
son imputados los pecados por proceder de nosotros, por la misma razón
hay que atribuirnos también las buenas obras. Pues, no está conforme
con la razón decir, que nosotros hacemos las cosas que Dios nos mueve
a hacer, si por nosotros mismos somos tan incapaces como una piedra
para hacerlas. Por eso concluyen que, aunque la gracia de Dios sea el
agente principal, sin embargo, expresiones como las mencionadas signi-
fican que nosotros tenemos cierta virtud natural para obrar.
Si ellos no acentuasen más que el primer punto: que las buenas obras
si dice que son nuestras, les objetaría que también se dice que es nuestro
el pan, que pedimos a Dios nos lo conceda. Por tanto, ¿qué se puede
decir del titulo de posesión, sino que por la liberalidad de Dios y su
gratuita merced se hace nuestro lo que de ninguna manera nos pertene-
cía? Así que, o admiten el mismo absurdo en la oración del Señor, o que
no tengan por cosa nueva el que se llamen nuestras las buenas obras,
en las cuales el único titulo para que sean nuestras es la liberalidad de
Dios.
15. Por la gracia hacemos las obras que el Espiritu de Dios hace en
nosotros
Por aquí se ve que la gracia de Dios ~ según se toma este nombre
cuando se trata de la regeneración -, es la regla del Espíritu para enea-
minar y dirigir la voluntad del hombre. No puede dirigirla sin corregirla,
sin que la reforme y renueve; de ahí que digamos que el principio de la
regeneración consiste en que lo que es nuestro sea desarraigado de noso-
tros. Asimismo no la puede corregir sin que la mueva, la empuje, la lleve
y la mantenga. Por eso decimos con todo derecho, que todas las acciones
que de allí proceden son enteramente suyas.
Sin embargo, no negamos que es muy gran verdad lo que enseña san
Agustín 2: que la voluntad no es destruida por la gracia, sino más bien
reparada. Pues se pueden admitir muy bien ambas cosas: que se diga que
está restaurada la voluntad del hombre, cuando, corregida su malicia y
perversidad, es encaminado a la verdadera justicia, y que a la vez se
afirme que es una nueva voluntad pues tan pervertida y corrompida
está, que tiene necesidad de ser totalmente renovada.
Ahora no hay nada que nos impida decir que nosotros hacemos lo
que el Espíritu de Dios hace en nosotros, aunque nuestra voluntad no
pone nada suyo, que sea distinto de la gracia.
1 Orígenes, Carta a {os Romanos, lib, VII. San Jerónimo, Di4/ogo contra los Petagia-
nos, lib. 1.
• enquiridión, cap. IX.
238 LIBRO 11 - CAPiTULO V
Porque es indudable que los doctores antiguos en esta alegoría han ido
más allá del sentido literal propio que el Señor pretendía con tal pará-
bola. Las alegorías no deben ir más allá de lo que permite el sentido
señalado por la Escritura; pues lejos están de ser suficientes y aptas
para probar una doctrina determinada.
Tampoco me faltan razones con las que poder refutar toda esta fan-
tasía, porque la Palabra de Dios no dice que el hombre tiene media vida,
sino que está muerto del todo en cuanto a la vida bienaventurada. San
Pablo cuando habla de nuestra redención no dice que nosotros estábamos
medio muertos y hemos sido curados; dice que estando muertos hemos
sido resucitados. Él no llama a recibir la gracia de Cristo a los que viven a
medias, sino a los que están muertos y sepultados (Ef.2,5; 5,14). Está de
acuerdo con esto lo que dice el Señor que ha llegado la hora en que los
muertos oigan la voz del Hijo de Dios (Jn. 5,25). ¡.Cómo podrán oponer
una vana alegoría a tan claros testimonios de la Escritura?
Pero supongamos que esta alegoria tenga tanto valor como un testi-
monio. ¿Qué pueden concluir contra nosotros? El hombre está medio
vivo, luego tiene alguna parte de vida, a saber, alma capaz de razón; aun-
que no penetre hasta la sabiduría celestial y espiritual, tiene un cierto
juicio para conocer lo bueno y lo malo; tiene cierto sentimiento de Dios,
aunque no verdadero conocimiento del mismo. Pero ¿en qué se resuelven
todas estas cosas? Evidentemente no pueden lograr que no sea verdad
lo que dice san Agustín, y que incluso los mismos escolásticos admiten:
que los dones gratuitos pertinentes a la salvación han sido quitados al
hombre después del pecado; y que los dones naturales han quedado
mancillados y corrompidos.
Por tanto, quede firmemente asentada esta verdad: que el entendi-
miento del hombre de tal manera está apartado de la justicia de Dios,
que no puede imaginar, concebir, ni comprender más que impiedad,
impureza y abominación. E igualmente que su corazón de tal manera
se halla emponzoñado por el veneno del pecado, que no puede producir
más que hediondez. Y si por casualidad brota de él alguna apariencia
de bondad, sin embargo el entendimiento permanece siempre envuelto
en hipocresía y falsedad, y el corazón enmarañado en una malicia interna.
CAPíTULO VI
"Y andará (el sacerdote fiel) delante de mi ungido todos los días" (1 Sm.
2,35). Y no hay duda de que el Padre celestial ha querido mostrar en
David y en sus descendientes una viva imagen de Cristo. Por eso que-
riendo David exhortar a los fieles a temer a Dios manda que honren al
Hijo (Sal. 2,12); con lo cual está de acuerdo lo que dice el Evangelio;
"El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió" (Jn.5,23). Y
así, aunque el reino de David vino a tierra al apartarse las diez tribus y
dividir el reino, sin embargo el pacto que Dios había hecho con David
y sus descendientes permaneció firme y estable, como Él lo dice por sus
profetas: "Pero no romperé todo el reino, sino que dará una tribu a tu
hijo, por amor a David mi siervo, y por amor a Jerusalén, la cual yo he
elegido" (1 Re.ll, 13). Lo mismo repite dos o tres veces en el mismo
lugar, y particularmente dice: "Yo afligiré a la descendencia de David
por esto, más no para siempre" (1 Re. 11,39). Y poco después se dice:
"Mas por amor a David, Jehová su Dios le dio lámpara en Jerusalén"
(1 Re. 15,4). Y como las cosas cada vez fueran peor, se vuelve a decir:
"Con todo esto, Jehová no quiso destruir a Judá, por amor a David su
siervo, porque había prometido darle lámpara a él y a todos sus descen-
dientes perpetuamente" (2 Re. 8,19). El resumen de todo esto es que
Dios escogió únicamente a David dejando a un lado a todos los demás,
para que perseverase en su favor y en su gracia, según se dice en otro
lugar: "Dejó el tabernáculo de Silo ... , Desechó la tienda de José y no
escogió la tribu de Efraim, sino que escogió la tribu de Judá, el monte
de Sión, al cual amó ... Eligió a David, su siervo, ... para que apacentase
a Jacob su pueblo y a Israel su heredad." (Sal. 78,60 ...).
En resumen, Dios ha querido conservar a su Iglesia de tal modo que
su perfección y salvación dependiesen de su Cabeza. Por esto exclama
David: "Jehová es la fortaleza de su pueblo, y el refugio salvador de su
ungido" (Sal. 28, 8). Y luego hace esta oración: "Salva a tu pueblo y
bendice a tu heredad" (Sal. 28,9), queriendo decir con estas palabras que
el bienestar de la Iglesia está ligado indisolublemente al reino de Jesu-
cristo. Y conforme a esto dice en otro salmo: "Salva, Jehová; que el
rey nos oiga en el día que lo invoquemos" (Sal. 20,9). Con lo cual clara-
mente muestra que el único motivo de los fieles para acudir confiada-
mente a implorar el fervor de Dios es el estar cubiertos con la protección
y el amparo del Rey; lo cual se deduce también de otro salmo: "Oh,
Jehová, sálvanos, ... Bendito el que viene en el nombre de Jehova" (Sal.
118,25-26). Por todo lo cual se ve claramente que los fieles son encami-
nadas a Jesucristo para conseguir la esperanza de ser salvados por la
mano de Dios. Este es también el fin de otra oración, en la cual toda la
Iglesia implora la misericordia de Dios: "Sea tu mano sobre el varón de
tu diestra, sobre el hijo del hombre que para ti afirmaste" (Sal. 80,17).
Porque aunque el autor de este salmo lamenta la dispersión de todo el
pueblo, sin embargo pide su restauración por medio de su única Cabeza.
y cuando Jeremías, al ver al pueblo que era llevado cautivo, la tierra
saqueada y todo destruido, llora y gime la desolación de la Iglesia, hace
mención sobre todo de la desolación del reino, porque con ella era como
si desapareciese la esperanza de los fieles: "En aliento de nuestras vidas,
el ungido de Jehová, de quien habíamos dicho: a su sombra tendremos
LIBRO 11 - CAPiTULO VI 243
vida entre las naciones, fue apresado en sus lazos" (Lam. 4, 20). Por aquí
se ve claramente que Dios no puede ser propicio ni favorable a los hom-
bre sin que haya un Mediador, y que Cristo les fue siempre puesto ante
los ojos a los padres del Antiguo Testamento, para que en El pusiesen
su confianza.
Esto mismo dicen todos los demás profetas. Así Oseas: "y se congre-
garán los hijos de Judá y de Israel, y nombrarán un solo jefe" (Os.l, 11).
Y mucho más claramente lo da a entender luego: "Después volverán los
hijos de Israel, y buscarán a Jehová su Días, y a David su rey." (Os.3, 5).
E igualmente habla bien claro Miqueas, refiriéndose a la vuelta del pue-
blo: "Y su rey pasa rá delante de ellos y a la cabeza de ellos Jehová."
(Miq, 2,13). Y lo mismo Amós, al prometer la restauración del pueblo:
"En aquel día yo levantaré el tabernáculo caído de David, y cerraré sus
portillos, y levantaré sus ruinas." (Am, 9, JI), porque éste era el único
remedio y la única esperanza de salvación: volver a levantar de nuevo
la gloria y la majestad real de la casa de David; lo cual se cumplió en
Cristo. Por eso Zacarías, como mucho más cercano al tiempo en el que
Cristo se había de manifestar, exclama más abierta mente: "Alégrate
mucho, hija de Sión; da voces de júbilo, hija de Jerusalern ; he aquí tu
rey vendrá a ti, justo y salvador." (Zac. 9, 9). Lo cual está de acuerdo con
el salmo ya citado: "(Jehová es) el refugio salvador de su ungido; salva
a tu pueblo." (Sal. 28,8-9), donde la salud de la cabeza se extiende "l
todo el cuerpo.
del Redentor, Cristo dio por cosa sabida y comúnmente admitida por
todos, que no había otro remedio para la calamitosa situación en que
los judíos se encontraban ni otra manera de libertar a la Iglesia, que la
venida del Redentor prometido. El vulgo no entendió, como debiera, lo
que enseña san Pablo, que "el fin de la leyes Cristo" (Rom. 10,4). Pero
cuán gran verdad es esto se ve por la misma Ley y los Profetas.
No discuto aún acerca de la fe. Esto se verá en el lugar oportuno. Sola-
mente quiero que los lectores ahora tengan por inconcuso, que consistien-
do el primer grado de la piedad en conocer que Dios es Padre nuestro para
defendernos, gobernarnos y alimentarnos, hasta que nos reciba en la eterna
herencia de su reino, de esto se sigue evidentemente lo que POC r) antes hemos
dicho: que es imposible llegar al verdadero conocimiento de Dios sin
Cristo, y que por esta razón desde el principio del mundo fue propuesto
a los elegidos, para que tuviesen fijos en Él sus ojos y descansase en Él
su confianza.
En este sentido escribe Ireneo, que el Padre, que en sí mismo es infinito,
se ha hecho finito en el Hijo, al rebajarse hasta adoptar nuestra pequeñez,
a fin de no absorber nuestros entendimientos en la inmensidad de su
gloria. No comprendiendo esto, algunos fanáticos retuercen esta senten-
cia para confirmación de sus fantasías erróneas, como si se dijera en
ella que sólo una parte de la divinidad derivó del Padre a Cristo, cuando
es evidente que Ireneo! no quiere decir otra cosa sino que Dios es com-
prendido en Cristo, y en nadie más fuera de Él. Siempre ha sido verdad
lo que dice san Juan: "Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al
Padre" (l Jn. 2,23). Porque, aunque muchos antiguamente se gloriaron de
que adoraban al supremo Dios que creó el cielo y la tierra, como quiera
que no tenían Mediador alguno fue imposible que gustasen de veras la
misericordia de Dios y de esta manera se persuadieran de que Dios era su
Padre. Como no tenían a la Cabeza, es decir, Cristo, el conocimiento que
tuvieron de Dios fue vano y no les sirvió de nada; de lo cual también se
siguió que habiendo caído en enormes y horrendas supersticiones, dejasen
ver claramente su ignorancia. Así por ejemplo, actualmente los turcos,
quienes, por más que se glorien a boca llena de que el Dios que ellos
adoran es el que creó el cielo y la tierra, sin embargo no adoran más que
a un pobre ídolo en lugar de Dios, puesto que rechazan a Jesucristo.
CAPÍTULO VII
de lo dicho, que puesto que a los judíos se les ofreció la gracia de Dios,
la Ley no ha estado privada de Cristo. Porque Moisés les propuso como
fin de su adopción, que fuesen un reino sacerdotal para Dios (Éx. 19,6)
lo cual ellos no hubieran podido conseguir de no haber intervenido una
reconciliación mucho más excelente que la sangre de las víctimas sacrifi-
cadas. Porque, ¿qué cosa podría haber menos conforme a la razón, que
el que los hijos de Adán, que nacen todos esclavos del pecado por conta-
gio hereditario, fueran elevados a una dignidad real, y de esta manera
hechos participantes de la gloria de Dios, si un don tan excelso no les
viniera de otra parte? ¿Cómo podrían ostentar y ejercer el título y derecho
del sacerdocio, siendo objeto de abominación ante los ojos de Dios por
sus pecados, si no quedaran consagrados en su oficio por la santidad de
su Cabeza? Por ello san Pedro, admirablemente acomoda las palabras
de Moisés, enseñando que la plenitud de la gracia, que los judíos sola-
mente hablan gustado en el tiempo de la Ley, ha sido manifestada en
Cristo: "Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio" (1 Pe. 2,9). Pues
la acomodación de las palabras de Moisés tiende a demostrar que mucho
más alcanzaron por el Evangelio aquellos a los que Cristo se manifestó,
que sus padres; porque todos ellos están adornados y enriquecidos con
el honor sacerdotal y real, para que, confiando en su Mediador, se atrevan
libremente a presentarse ante el acatamiento de Dios.
10. 2°. La Ley moral retiene a los que no se dejan vencer por las promesas
El segundo cometido de la Leyes que aquellos que nada sienten de
lo que es bueno y justo, sino a la fuerza, al oir las terribles amenazas que
en ella se contienen, se repriman al menos por temor de la pena. Y se
reprimen, no porque su corazón se sienta interiormente tocado, sino
como si se hubiera puesto un freno a sus manos para que no ejecuten la
obra externa y contengan dentro su maldad, que de otra manera dejarían
desbordarse. Pero esto no les hace mejores ni más justos delante de Dios;
porque, sea por temor o por vergüenza por lo que no se atreven a poner
por obra lo que concibieron, no tienen en modo alguno su corazón
sometido al temor y a la obediencia de Dios, sino que cuanto más se
contienen, más vivamente se encienden, hierven y se abrasan interior-
mente en sus concupiscencias, estando siempre dispuestos a cometer cual-
quier maldad, si ese terror a la Ley no les detuviese. Y no solamente eso,
sino que además aborrecen a muerte a la misma Ley, y detestan a Dios
por ser su autor, de tal manera que si pudiesen, le echarían de su trono
y le privarían de su autoridad, pues no le pueden soportar porque manda
cosas santas y justas, y porque se venga de los que menosprecian su
majestad,
Este sentimiento se muestra más claramente en unos que en otros;
sin embargo existe en todos los que no están regenerados; no se sujetan
a la Ley voluntariamente, sino únicamente a la fuerza por el gran temor
que le tienen. Sin embargo, esta justicia forzada es necesaria para la
común utilidad de los hombres, por cuya tranquilidad se vela, al cuidar
de que no ande todo revuelto y confuso, como aconteceria, si a cada
uno le fuese licito hacer lo que se le antojare.
Por lo cual, lo que dice David: que el hombre j listo medita día y noche
en la Ley del Señor (Sal. 1,2), no hay que entenderlo de una época deter-
minada, sino que conviene a todos los tiempos y a todas las épocas hasta
el fin del mundo.
y no debemos atemorizarnos ni intentar huir de su obediencia porque
exige una santidad mucho más perfecta de la que podemos tener mientras
estamos encerrados en la prisión del cuerpo; porque, cua ndo estamos en
gracia de Dios, no ejerce su rigor, forzándonos de tal manera que no se
dé por satisfecha hasta que no hayamos cumplido cuanto nos manda;
sino que, exhortándonos a la perfección a la cual nos llama, nos muestra
el fin hacia el cual nos es provechoso y útil tender, si queremos cumplir
con nuestro deber; y este tender incansa blemente es suficiente. Porque
toda esta vida no es más que una carrera, al fin de la cual el Señor nos
hará la merced de llegar al término hacia el cual ahora tendemos y hacia
el cual van encaminados todos nuestros esfuerzos, aunque estamos muy
lejos aún de él.
15. Llevando sobre sí nuestra maldición, Cristo nos hace hijos de Dios
Respecto a lo que dice san Pablo de la maldición, evidentemente
258 LIBRO 11 - CAPiTULO VII
17. Para san Pablo, la Ley ritual ha cesado; pero la Ley moral permanece
Un poco más de dificultad tiene la razón que da san Pablo, al decir:
"Y a vosotros, estando muertos en vuestros pecados y en la incircunci-
sión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos
los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros,
que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz"
(Col. 2,13-14). Porque parece que quiere llevar más adelante la abolición
de la Ley, incluso hasta no tener ya nada que ver con sus decretos e
instituciones. Pero se engañan los que entienden esto simplemente de la
Ley moral, bien que exponen que tal abolición se refiere a su inexorable
severidad, y no a su doctrina.
Otros, considerando más detenidamente las palabras de san Pablo,
ven con razón que esto propiamente se refiera a la ley ritual, y prueban
que san Pablo usa muchas veces el término "decreto" en este sentido.
Así a los efesios les dice: "Porque él es nuestra paz, que de ambos pue-
blos hizo uno, ... aboliendo en su carne ... la ley de los mandamientos
expresados en ordenanzas, ("decretos") para crear en si mismo de los
dos un nuevo pueblo ... " (Ef. 2, 14-15). No hay duda alguna de que en
este lugar se trata de las ceremonias, pues en él se dice que esta Leyera
una pared que diferenciaba y separaba a los judíos de los gentiles (Ef,
2,14-15). Por esto yo también admito que los que sostienen esta segunda
opinión cri~'can con razón el parecer de los primeros. No obstante, me
parece que Uos mismos nO exponen suficientemente lo que quiere decir
el Apóstol, ues no puedo admitir que confundan estos dos testimonios,
como si quisiera decir lo mismo el uno que el otro.
Por lo que hace a la Epístola a los Efesios, el sentido es el siguiente: el
Apóstol desea darles la certeza de que están admitidos e incorpora-íos a
la comunión con el pueblo de Israel, y les da como razón, que el impe-
dimento que antes los dividía, a saber: las ceremonias, ha quedado supri-
mido; porque los ritos de las abluciones y sacrificios que consagraban
al Señor los diferenciaban de los gentiles.
260 LIBRO 11 - CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
parte, que los castigos se ordenan para que se deteste la injusticia más
y más, y para que el pecador seducido por los halagos del pecado, no
se olvide del juicio del legislador, que le está preparado.
muy bien san Agustin ', cuando llama a la obediencia que se da a Dios,
unas veces madre y guarda de todas las virtudes, y otras, fuente y ma-
nantial de las mismas.
9. La Leyes positiva
Lo que al presente es oscuro por tocarlo de paso, quedará mucho
más aclarado con la experiencia en la exposición de los mandamientos
que luego hacemos. Por esto baste haberlo tocado; y pasemos a exponer
el último punto que dijimos, pues de otra manera no podría ser enten-
dido, o parecería irrazonable.
Lo que hemos dicho, que siempre que se manda el bien, queda pro·
hibido el mal que le es contrario, no necesita ser probado, pues no hay
quien no lo conceda. Asimismo, el común sentir de los hombres admitirá
de buen grado que cuando se prohibe el mal, se manda el bien que le
es contrario, pues es cosa corriente decir que cuando los vicios son con-
denados, son alabadas las virtudes contrarias.
268 LIBRO li - CAPíTULO VIII
EL PRIMER MANDAMIENTO
Yo soy Jehová, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto. de la
casa de servidumbre; no tendrás dioses ajenos delante de DÚ.
EL SEGUNDO MANDAMIENTO
No harás imagen de talla, ni semejanza alguna de las cosas que
están arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo
de la tierra. No las adores, ni las honres. Porque yo soy Jehová,
tu Dios, Dios celoso, que visita la iniquidad de los padres en los
hijos, en la tercera y la cuarta generación de los que me odian, y
que se muestra misericordioso por miles de generaciones con los
que me aman y guardan mis mandatos.!
el sol, la luna, y las demás estrellas, y puede que incluso las aves; pues
de hecho en el capítulo cuarto del Deuteronomio (vers. 15-19), expo-
niendo su intención nombra las aves y las estrellas. No me hubiera dete-
nido en esto, sí no fuera por corregir la mala interpretación de algunos,
que refieren este texto a los ángeles.
Lo que sigue, como es claro por sí mismo, no lo explico. Además,
hemos demostrado con suficiente claridad en el libro primero 1, que
cuantas formas visibles de Dios inventa el hombre repugnan absolu-
tamente a Su naturaleza; y que tan pronto como aparece algún idolo
se corrompe y falsea la verdadera religión.
1 1, XI, 2 . 12.
276 LIBRO 11 - CAPÍTULO VIII
20. La posteridad del culpable sera castigada por sus propias culpas
Veamos en primer lugar, si tal venganza repugna a la justicia de Dios.
Si toda la especie humana merece ser condenada, es del todo evidente,
que todos aquellos a quienes el Señor no tiene a bien comunicar su gracia,
perecerán irremisiblemente. Sin embargo, ellos se pierden por su propia
maldad, y no porque Dios les tenga odio; ni pueden quejarse de que
Dios no les haya ayudado a que se salven, como lo ha hecho con otros.
Pues cuando a los impíos y los malvados les viene como castigo de sus
pecados que sus familias sean por mucho tiempo privadas de la gracia
de Dios ¿quién podrá vituperar a Dios por tan justo castigo?
Pero, dirá alguno, el Señor dice lo contrario, al asegurar que el castigo
LIBRO 11- CAPÍTULO VIII 277
del pecado del padre no pasará al hijo (Ez.18,20). Hay que fijarse bien
de qué se trata en esta sentencia de Ezequiel. Los israelitas siendo de con-
tinuo y por tanto tiempo afligidos por innumerables calamidades tenían
ya como proverbio el decir que sus padres habían comido las uvas y los
hijos sufrían la dentera; dando con ello a entender, que los padres
habían cometido los pecados, y ellos injustamente eran castigados por
ellos; y ello debido al riguroso enfado de Dios más bien que a una justa
severidad. A éstos el profeta les dice q ue no es así, sino q ue so n castigados
por las culpas que ellos mismos han cometido, y que no es propio de la
justicia divina que el hijo inocente pague por el pecado que su padre
cometió; lo cual tampoco se afirma en el pasaje del mandamiento que
estamos explicando. Porque si la visitación de que hablamos se cumple
cuando el Señor retira de la familia de los impíos su gracia, la luz de su
verdad, y todos los demás medios de salvación, en el sentido de que los
hijos sienten sobre sí la maldición de Dios por los pecados de sus padres,
en cuanto que, abandonados por Dios en su ceguera, siguen las huellas
de sus padres; y que luego sean castigados, tanto con penas temporales,
como con la condenación eterna, no es más que el justo juicio de Dios,
en virtud no de pecados ajenos, sino de su propia maldad.
EL TERCER MANDAMIENTO
No tomarás el nombre de Jehová, tu Dios, en vano,
porque Jehová no tendrá por inocente al que toma su nombre
en vano.
prohibir que se jure por el cíelo, por la tierra y por Jerusalem, no corrige
la superstición, como algunos falsamente afirman. sino más bien refuta
la vana y sofística excusa de los que no daban importancia a tener de
continuo en su boca juramentos indirectos y disfrazados, como si por
no nombrarlo no injuriasen el sacrosanto nombre de Dios, siendo así
que está impreso en cada uno de sus beneficios.
Otro modo es cuando se jura por algún hombre mortal, o ya difunto,
o por un ángel, o como los paganos, que por adulación acostumbraban
a jurar por la vida o la buena fortuna del rey, porque entonces, al divi-
nizar a los hombres y darles la misma honra que se debe a Dios, han
oscurecido y menoscabado la gloria del único verdadero Dios.
Cuando la intención es simplemente confirmar lo que se dice con el
sagrado nombre de Dios, aunque indirectamente, se ofende a su majestad
con todos estos juramentos. Jesucristo, al prohibir que se jure en abso-
luto, quita a los hombres la vana excusa con que pretenden justificarse.
Santiago, al pronunciar estas mismas palabras de su Maestro, pretende
lo mismo: porque en todo tiempo ha sido muy corriente la licencia de
abusar del nombre de Dios, a pesar de que es una profanación de su
nom bre (Sant. 5,2). Porque, si la expresión; "en ninguna manera" se
refiriese a la esencia de la cosa, de tal manera que, sin excepción alguna,
se condenasen todos los juramentos, y no fuese lícito ninguno, ¿de qué
serviría la explicación que luego se añade: Ni por el cielo, ni por la tierra,
etc... ? Pues se ve claramente que viene a excluir todos los subterfugios
con los cuales los judíos pensaban quedar a salvo.
EL CUARTO MANDAMIENTO
Acuérdate del día del descanso para santificarlo. Seis días traba-
jarás yen ellos harás tus obras. El séptimo día es el descanso del
Señor tu Dios. No harás en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu
hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno, ni el extranjero
que está dentro de tus puertas. Porque en seis días ... etc.
29. Los fieles deben descansar de sus propios obras, a fin de dejar que
Dios obre en ellos
Sin embargo, en muchos lugares de la Escritura se nos muestra que
esta figura del reposo espiritual es la principal de este mandamiento.
Porque el Señor casi nunca exigió tan severamente la guarda de otros
mandamientos, como lo hizo con éste. Cuando quiere decir en los pro-
fetas que toda la religión está destruida, se queja de que sus sábados son
profanados, violados, no observados, ni santificados; como si al no ofre-
cerle este servicio, no guardase ya nada con que poder hacerlo (Nm.
15,32-36; Ez.20, 12-13; 22,8; 23,38; Jer.17,21-23. 27).
Por otra parte ensalza grandemente la observancia del sábado. Por
esta causa los fieles estimaban como el mayor de todos los beneficios,
que Dios les hubiera revelado la guarda del sábado (Is, 56,2). Porque así
hablan los levitas en Nehemías: "Y les ordenaste (a nuestros padres) el
día del reposo santo para ti, y por mano de Moisés tu siervo les prescri-
biste mandamientos, estatutos y la ley" (Neh.9, 14). Vemos, pues, que lo
tenían en singular estima por encima de los otros mandamientos de la
Ley; todo lo cual viene a propósito para mostrar la dignidad y excelencia
de este misterio, que tan admirablemente expone Moisés y Ezequiel. Por-
que leemos en el Éxodo: "En verdad vosotros guardaréis mis días de
reposo; porque es señal entre mi y vosotros por vuestras generaciones,
para que sepáis que yo soy Jehová que os santifico"; "Guardarán, pues,
el día de reposo los hijos de Israel, celebrándolo por sus generaciones
por pacto perpetuo. Señal es para siempre entre mí y los hijos de Israel"
(Éx. 31, 13. 16). Y aún más am pliamente lo dice Ezeq uiel ; a unq ue el resu-
men de sus palabras es que el sábado era una señal para que Israel cono-
ciese que Dios era su santificador (Ez.20, 12).
Si nuestra santificación consiste en mortificar nuestra propia voluntad,
bien se ve la perfecta proporción que hay entre la señal externa y la
realidad interior. Debemos dejar absolutamente de obrar para que obre
LIBRO 11 ~ CAPiTULO VIII 285
30. El sépt imo día figura la perfeccion final, a la cual debemos aspirar
Esto es lo que representaba para los judíos la observancia del des-
canso del sábado. Y a fin de que se celebrara con mayor religiosidad,
el Señor la confirmó con su ejemplo. Porque no es de poco valor para
excitar su deseo saber que en lo que el hombre hace imita y sigue a
su Creador.
Si alguno busca un significado misterioso y secreto en el número
"siete", es verosímil que, significando este número en la Escritura pero
fección, no sin causa haya sido escogido en este lugar para denotar per-
petuidad. Con lo cual está de acuerdo lo que dice Moisés, quien, después
de narrar que el Señor descansó en el séptimo día de todas sus obras, deja
ya de contar la sucesión de los dias y las noches (Gn. 2, 3).
También se puede aducir respecto al número siete otra conjetura pro-
bable, y es que el Señor ha querido con este nombre significar que el
sábado de los fieles no se cumplirá nunca perfectamente hasta el último
día. Porque nosotros comenzamos aquí nuestro bienaventurado reposo
y cada día avanzamos en él; pero como tenemos que sostener una batalla
perpetua contra nuestra carne, este reposo no será perfecto mientras no
se cumpla lo que dice Isaías de la continuidad de la festividad de un
novilunio con otro, y de un sábado con el siguiente, lo cual tendrá
lugar cuando Dios sea todo en todos (ls. 66,23; 1 Coro 15,28).
Podrá, pues, parecer que con el séptimo día el Señor quiso figurar a
su pueblo la perfección del sábado que tendrá lugar el último día, para
que con la constante meditación de este sábado, aspirase siempre a esra
perfección.
34. Aunque los antiguos no han escogido el día del domingo para ponerlo
en lugar del sábado sin razón alguna. Porque como el fin y cumpli-
miento de aquel verdadero reposo que el antiguo sábado figuraba se
cumplió en la resurrección del Señor, los cristianos son amonestados
por ese mismo día, en que se puso fin a las sombras, a que no se paren
en una ceremonia que no era más que una sombra.
288 LIBRO 11 - cAPiTULO VIII
EL QUINTO MANDAMIENTO
Honra a tu padre y a tu madre para que tus días se alarguen en
la tierra que Jehová tu Dios te da.
36. Por lo cual nadie debe dudar que el Señor establece aquí una regla
universal; y es, que al reconocer a alguien como superior nuestro por
ordenación de Dios, le profesemos reverencia y obediencia, y le hagamos
cuantos servicios nos sea posible. Y no hemos de considerar si aquellos
a quienes hacemos este honor son dignos o no. Porque, sean como fueren,
solamente por providencia y voluntad de Dios tienen aquella autoridad,
por la cual el mismo Legislador quiere que sean honrados.
38. Por otra parte, cuando el Señor promete la bendición de esta vida
presente a los que honraren como deben a sus padres, a la vez da a
entender con ello que, indudablemente, su maldición caerá sobre todos
aquellos que le fueren desobedientes; y para que su juicio se ejecute,
decreta en su Ley que los tales son dignos de muerte; y si ellos escapan
del modo que fuere. de la mano de los hombres, Él no dejará de casti-
garlos. De sobra vemos qué gran número de gente de esta clase perece
LIBRO II - CAPÍTULO VIII 291
EL SEXTO MANDAMIENTO
No matarás.
EL SÉPTIMO MANDAMIENTO
No cometerás adulterio.
t Citado por san Agustín en Contra Juliano, lib. 11, cap. VII.
LIBRO II - CAPÍTlILO VIII 295
EL OCTAVO MANDAMIENTO
No hurtarás.
45. El fin es: que se dé a cada uno lo que es suyo, pues Dios abomina
toda injusticia. El resumen será, por tanto, que nos prohibe procurar-
nos los bienes ajenos, y nos manda, consecuentemente, que conservemos
fielmente los bienes y la hacienda de nuestros prójimos. Porque debemos
considerar que lo que cada uno posee no lo ha conseguido a la ventura
° por casualidad, sino por la distribución del que es supremo Señor de
todas las cosas; y por eso, a ninguna persona se le pueden quitar sus bienes
con malas artes y engaños, sin que sea violada la distribución divina.
Dios son tenidos por ladrones. Porque Él ve las artimañas con que los
hombres astutos enredan desde lejos a los sencillos, y que proceden con
una aparente inocencia hasta que los tienen cogidos en sus redes; Él ve
los insoportables impuestos y exacciones con que los poderosos oprimen
a los pobres; las lisonjas con que los más astutos ceban sus anzuelos para
sorprender a los imprudentes y menos avisados. Todo lo cual permanece
oculto.
EL NONO MANDAMIENTO
No hablarás contra tu prójimo falso testimonio.
47. El fin de este mandamiento es que debemos decir la verdad sin fingi-
miento alguno, porque Dios, que es la Verdad, detesta la mentira. La
suma de todo será que no infamemos a nadie con calumnias, ni falsas
acusaciones, ni le hagamos daño en sus bienes con mentiras; y, en fin,
que no perjudiquemos a nadie, hablando mal de él o con burlas. A esta
prohibición responde el mandamiento afirmativo, de que ayudemos en
cuanto podamos al mantenimiento de la verdad, para conservar la ha-
cienda del prójimo, o bien su fama.
EL DÉCIMO MANDAMIENTO
No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciaras la mujer de tu
prójimo, ni su siervo; ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa
alguna de tu prójimo.
49. El fin de este mandamiento es que, como Dios quiere que toda nuestra
alma esté llena y rebose de amor y caridad, debemos alejar de nuestro
corazón todo afecto contrario a la caridad. La suma del mismo será,
que no concibamos pensamiento alguno, que suscite en nuestro corazón
una concupiscencia perjudicial o propensa a causar daño a nuestro pró-
jimo. A lo cual responde el precepto afirmativo de que cuanto imagina-
mos, deliberamos, queremos y ejercitamos, vaya unido al bien y provecho
de nuestro prójimo.
lo testifica el Profeta (Sal. 16,2) - no nos pide buenas obras para con Él,
sino que nos ejercitemos en ellas con nuestros prójimos. Por eso el
Apóstol con toda razón pone la perfección de los santos en la caridad
(EC. 3, 19; Col. 3,14). Y en otro lugar la llama "cumplimiento de la ley",
diciendo que el que ama a su prójimo ha cumplido la Ley (Rom. 13,8).
y que "toda la Ley en esta sola palabra se cumple: amarás a tu prójimo
como a ti mismo" (Gál. 5,14). Y no enseña él con esto más que lo que
Cristo mismo nos enseñó al decir: "todas las cosas que queráis que los
hombres hagan con vosotros, también haced vosotros con ellos, porque
esto es la Ley y los Profetas" (M 1. 7, 12).
Es cosa cierta que tanto la Ley como los Profetas conceden el primer
lugar a la fe y a cuanto se refiere al culto legitimo de Dios; y luego, ponen
en segundo lugar la caridad; pero el Señor entiende que en la Ley se nos
manda guardar solamente el derecho y la equidad con los hombres, para
ejercitarnos en testificar el verdadero temor de Dios que hay en nosotros.
1 Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica, Il, 1, qu. 108, art. 4; etc.
LIBRO 11 - CAPÍTULO VIII 305
(Lv. 19,18). Por tanto, o bien borren estos artículos de la Ley, o bien
confiesen que el Señor ha querido ser legislador al mandar esto, y no
un mero consejero.
mente que cuando Pablo llama a la muerte "paga del pecado" (Rorn.
6,23), muestra bien claramente que ignoraba esta distinción. Además,
que estando nosotros más inclinados de lo que conviene a la hipocresía,
no estaba bien atizar el fuego con tales distinciones, para adormecer las
conciencias torpes,
CAPíTULO IX
andan a tientas como ciegos. Y por esto dice san Pablo, que Sata-
nás ha oscurecido sus entendimientos para que no vean la gloria
de Cristo, que resplandece en el Evangelio sin velo alguno que la
cubra.
CAPÍTULO X
3. Testimonio de la Escritura
Mas como éste tiene mayor interés para lo que ahora tratamos, y
porque respecto a él hay mucha controversia, es preciso que pongamos
mayor diligencia en aclararlo. Nos detendremos, pues, en él; y al mismo
tiempo, si algo falta para explicar claramente los otros dos, lo indicare-
mos brevemente, o lo remitiremos a su lugar oportuno.
Respecto a los tres puntos, el Apóstol nos quita toda duda posible
cuando dice que Dios Padre había prometido antes por sus profetas en
[as santas Escrituras el Evangelio de su Hijo, el cual Él ahora ha publi-
cado en el tiempo que había determi nado (Rom. 1,2). Y que: la j usticia
de la fe enseñada en el Evangelio tiene el testimonio de la Ley y los
Pro retas (Rom. 3,21).
Ahora bien, como Adán, Abel, Noé, Abraham y los demás patriarcas
se unieron a Dios mediante esta iluminación de su Palabra, no hay duda
que ha sido para ellos una entrada en el reino inmortal de Dios; pues
era una auténtica participación de Dios, que no puede tener lugar sin
la gracia de la vida eterna.
cian, sino también respecto al futuro, seguros de que Dios nunca les
habla de faltar.
Asimismo había otra cosa en el pacto, que aún les confirmaba más en
que la bendición les sería prolongada más allá de los límites de la vida
terrena; y es que se les había dicho: Yo seré Dios de vuestros descen-
dientes después de vosotros (Gn. 17,7). Porque si había de mostrarles
la buena voluntad que tenía con ellos ya muertos, haciendo bien a su
posteridad, con mucha mayor razón no dejaría de amarlos a ellos. Pues
Dios no es como los hombres, que cambian el amor que tenían a los
difuntos por el de sus hijos, porque ellos una vez muertos no tienen la
facultad de hacer bien a los que querían. Pero Dios, cuya liberalidad no
encuentra obstáculos en la muerte, no quita el fruto de su misericordia
a los difuntos, aunque en consideración a ellos hace objeto de la misma
a sus sucesores por mi! generaciones (Ex.20,6). Con esto ha querido
mostrar la inconmensurable abundancia de su bondad, la cual sus siervos
habían de sentir aun después de su muerte, al describirla de tal manera
que habría de redundar en toda su descendencia.
El Señor ha sellado la verdad de esta promesa, y casi mostrado su
cumplimiento, al llamarse Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob mucho
tiempo después de que hubieran muerto (Éx.3,6; Mt.22,32; Le. 20, 37).
Porque seria ridiculo que Dios se llamara así, si ellos hubieran perecido;
pues sería como si Dios dijera; Yo soy Dios de los que ya no existen.
y los evangelistas cuentan que los saduceos fueron confundidos por
Cristo con este solo argumento, de tal manera que no pudieron negar
que Moisés hubiese afirmado la resurrección de los muertos en este lugar.
De hecho, también sabían por Moisés que todos los consagrados a Dios
están en sus manos (Dt. 33,3). De lo cual fácilmente se colegia que ni aun
con la muerte perecen aquellos a quienes el Señor admite bajo su protec-
ción, amparo y defensa, pues tiene a su disposición la vida y la muerte.
Noé. Noé gasta buena parte de su vida en construir con gran trabajo
y fatiga el arca, mientras que el resto de la gente se entregaba a sus diver-
siones y placeres (Gn.6, 14-16,22). El hecho de que escape a la muerte
le resulta más penoso que si hubiera de morir cien veces; porque, aparte
de que el arca le sirve de sepulcro durante diez meses, nada podia serIe
más desagradable que permanecer como anegado en los excrementos de
los animales. Y, por fin, después de haber escapado a tantas miserias,
encuentra nuevo motivo de tristeza, al verse hecho objeto de burla de
su propio hijo (Gn. 9,20-24), viéndose obligado a maldecir con su propia
boca a aquel a quien Dios con un gran beneficio había salvado.
11. Abraham
Abraham ciertamente ha de valernos por innumerables testigos, si
consideramos su fe, la cual nos es propuesta como regla perfectísima en
el creer (Gn.12,4); hasta tal punto que para ser hijos de Dios hemos de
ser contados entre su linaje. ¿Qué cosa, pues, puede parecer más contra
la razón que el que Abraham sea padre de los creyentes, y que no tenga
siquiera un rincón entre ellos? Ciertamente no pueden borrarlo del nú-
mero de los mismos, ni siquiera del lugar más destacado de todos sin
que toda la Iglesia quede destruida. Pero en lo que toca a su condición
en esta vida, tan pronto como fue llamado por Dios, tuvo que dejar su
tierra y separarse de sus parientes y amigos, que son, en el sentir de los
hombres, lo que más se ama en este mundo; como si el Señor de propó-
sito y a sabiendas quisiera despojarlo de todos los placeres de la vida.
Cuando llega a la tierra en la que Dios le manda vivir, se ve obligado por
el hambre a salir de ella. Se va de allí para remediar sus necesidades a
una tierra en la cual, para poder vivir, tiene que dejar sola a su mujer,
lo cual debe haberle sido más duro que míl muertes. Cuando vuelve a
la tierra que se le había señalado como morada, de nuevo tiene que aban-
donarla por el hambre. ¿Qué clase de felicidad es ésta de tener que habitar
en una tierra donde tantas necesidades hay que pasar, hasta perecer de
hambre, si no se la abandona? Y de nuevo se ve obligado para salvar su
vida, a dejar su mujer en el país de Abimelec (Gn.20,2). Mientras se ve
forzado a vagar de un lado para otro, las continuas riñas de los criados
le obligan a tomar la determinación de separarse de su sobrino, al que
quería como a un hijo; separación que sin duda sintió tanto como si le
amputaran un miembro de su propio cuerpo. Al poco tiempo se entera
de que sus enemigos lo llevaban cautivo. Dondequiera que va halla en
los vecinos gran barbarie y violencia, pues no le dejan beber agua ni en
los pozos que con gran trabajo había él mismo cavado; porque si no le
hubieran molestado no hubiera comprado al rey de Gerar el poder de
usar los pozos.
Entretanto llega a la vejez, y se ve sin hijos, que es lo más duro y
penoso que puede suceder en aquella edad; de tal manera, que perdida
ya toda esperanza, engendra a Ismael. Pero incluso su nacimiento le
costó bien caro, cuando su mujer Sara le llenaba de oprobios, como si
él hubiera alimentado el orgullo de su esclava y fuera la causa de toda
la perturbación de su casa.
Finalmente, nace Isaac; pero la recompensa es que su hijo Ismael, el
320 LIBRO Il - CAPiTULO X
12. Isaac
Vengamos a Isaac, que, si bien no padeció tantos trabajos, sin em-
bargo, el más pequeño placer y alegría le costó grandes esfuerzos. Las
miserias y trabajos que experimentó son suficientes para que un hombre
no sea dichoso en la tierra. El hambre le hace huir de la tierra de Canaán;
le arrebatan de las manos a su mujer; sus vecinos le molestan y le ator-
mentan por dondequiera que va; y esto con tanta frecuencia y de tantas
maneras, que se ve obligado a luchar por el agua, como su padre. Las
mujeres de su hijo Esa ú llenan la casa de disgustos (Gn. 26,35). Le aflige
sobremanera la discordia de sus hijos, y no puede solucionar tan grave
problema más que desterrando a aquel a quien había otorgado su
bendición.
tal manera el momento de su partida, que más bien pareció una huida
afrentosa; e incluso no pudo escapar de la iniquidad de su suegro, sin
ser molestado en el camino por los denuestos e injurias del mismo.
Después de esto se encuentra con otra dificultad mayor, porque al
acercarse a su hermano, contempla ante sí tantos géneros de muertes,
como se pueden esperar de un enem igo cruel (G n. 32, 11); y por eso se
ve atormentado con horribles temores mientras espera su venida. Cuando
se encuentra ante él, se arroja a sus pies medio muerto, hasta que lo ve
más aplacado de lo que se atrevía a esperar (Gn.33,3).
Cuando al fin entra en su tierra se le muere Raquel, a quien amaba
especialmen te (G n. 35, 16-19). Algún tiempo después oye decir que el hijo
que le había dado Raquel, a quien por esta razón amaba más que a los
otros, había sido despedazado por una fiera. Cuánta tristeza experimentó
con su muerte, él mismo nos lo deja ver, pues después de haberlo llorado,
no quiere admitir consuelo alguno, y sólo desea seguir a su hijo muerto.
Además, ¿qué pesar, qué tristeza y dolor no le proporcionaría el rapto y
la violación de su hija, el atrevimiento de sus hijos al vengar tales injurias,
que no solamente fue causa de que le aborreciesen todos los habitantes
de aquella región, sino que incluso le puso en grave peligro de muerte?
Después tuvo lugar el horrendo crimen de su primogénito Rubén, que
debió afligirle muy hondamente; pues si una de las mayores desgracias
que pueden acontecerle a un hombre es que su mujer sea violada, ¿qué
hemos de decir cuando es el propio hijo quien comete tamaña afrenta?
Poco después su familia se ve manchada con un nuevo incesto (Gn, 38,18);
de tal manera, que tal cúmulo de afrentas eran capaces de destrozar el
corazón del hombre más fuerte y paciente del mundo.
y al fin de su vejez, queriendo poner remedio a las necesidades que él
y toda su familia padecían a causa del hambre, le traen la triste nueva
de que uno de sus hijos queda en prisión en Egipto, y para librarlo es
necesario enviar a Benjamín, a quien amaba más que a ningún otro
(Gn. 42,34.38').
¿Quién podría pensar que entre tantas desventuras haya tenido un
solo momento para respirar siquiera seguro y tranquilo? Por eso él
mismo afirma hablando con Faraón que los afias de su peregrinación
habían sido pocos y malos (Gn.47,9). El que asegura que ha pasado su
vida en continuas miserias, evidentemente niega que haya experimentado
la prosperidad que el Señor le había prometido. Por tanto, o Jacob era
ingrato y ponderaba mallos beneficios que Dios le había hecho, o decía
la verdad al afirmar que habia sido desdichado en la tierra. Si 10 que
decía era verdad, se sigue que no tuvo puesta su esperanza en las cosas
terrenas y caducas.
15. Moisés
Aún no nos hemos detenido en Moisés, del cual dicen los soñadores
que impugnamos, que no tuvo otro cometido que llevar al pueblo de
Israel, de carnal que era a temer y honrar a Dios, prometiéndoles tierras
fertilisimas y abundancia de todo. Sin embargo - si no se quiere delibera-
damente negar la luz que alumbra los ojos - nos encontramos ante la
manifiesta revelación del pacto espiritual.
zón" (Sal. 97,10-11). Y: "Su justicia (de los buenos) permanece para
siempre, su poder será exaltado en gloria; ... el deseo de los impíos pere-
cerá" (Sal. 112,9-10). Y: "Los justos alabarán tu nombre; los rectos
morarán en tu presencia" (SaL 140,13). Asimismo: "En memoria eterna
será el justo" (SaL 112,6). Y también: "Jehová redime el alma de sus
siervos" (SaI.34,22).
El Señor no solamente permite que sus siervos sean atormentados y
afligidos por los impíos, sino que muchas veces consiente que los despe-
dacen y destruyan; permite que los buenos se consuman en la oscuridad
y en la desgracia, mientras que los malos resplandecen como estrellas;
y no muestra la claridad de su rostro a su fieles, para que gocen mucho
tiempo de ella. Por eso, el mismo David no oculta que si los fieles fijan
sus ojos en el estado de este mundo, sería una gravísirna tentación de
duda, sobre si Dios galardona y recompensa la inocencia. Tan cierto es
que la impiedad es lo que más comúnmente prospera y florece, mientras
que los que temen a Dios son oprimidos con afrentas, pobreza, despre-
cios, y todo género de cruces. "En cuanto a mí", dice David, "casi se
deslizaron mis pies; por poco resbalaron mis pasos. Porque tuve envidia
de los arrogantes, viendo la prosperidad de los impíos" (Sal. 73,2-3). Y
luego concluye: "Cuando pensé para saber esto, fue duro trabajo para
mí, hasta que entrando en el santuario de Dios comprendí el fin de ellos"
(SaI.73,16-17).
18. De aqui procedía aquel pensamiento con el que los fieles solían con-
solarse y animarse a tener paciencia en sus infortunios sabiendo que
"el enojo de Dios no dura más que un momento, pero su favor toda la vida"
(Sal. 30,6). ¿Cómo podían ellos dar por terminadas sus aflicciones en un
momento, cuando se veían afligidos toda la vida? ¿En qué contemplaban
la duración de la bondad de Dios hacia ellos, cuando a duras penas
podían ni siquiera gustarla? Si no hubieran levantado su pensamiento
por encima de la tierra, les hubiera sido imposible hallar tal cosa; mas
como alzaban sus ojos al cielo, comprendían que no es más que un
momento el tiempo que los santos del Señor se ven afligidos; y, en cam-
bio, los beneficios que han de recibir, durarán para siempre; y, al revés,
entendían que la ruina de los impíos no tendría fin, aunque hubiesen sido
tenidos por dichosos en un plazo de tiempo tao breve como un sueño.
Esta es la razón de aquellas expresiones suyas: "La memoria del justo
será bendita; mas el nombre del impío se pudrirá" (Prov. 10,7). Y: .. Esti-
mada es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos"; "pero la memoria
de los impíos perecerá" (5a].116, 15; 34,21). Y: "Él guarda los pies de
326 LIBRO 11 - CAPÍTULO X
s 11S santos; mas los impíos perecen en las tinieblas" (1 Sm. 2, 9). Todo
esto nos da a entender que ellos conocieron perfectamente que, por más
afligidos que los santos se vean en este mundo, no obstante, su fin será
la vida y la salvación; y, al contrario, la felicidad de los implas es un
camino de placer, por el que insensiblemente se deslizan hacia una muerte
perpetua. Por eso llamaban a la muerte de los incrédulos "muerte de los
i ncircu ncisos" (Ez. 28, 10; 31, 18), dando con ello a entender que no teman
esperanza de resurrección. Y David no pudo concebir una maldición más
grave de sus enemigos, que decir: "Sean raídos del libro de los vivientes,
y n o sean escritos entre los justos" (Sal. 69,28).
Isalas. Y por esto hemos de comparar esta sentencia con otra seme-
jante de Isaias: "Tus muertos vivirán, sus cadáveres resucitarán. [Desper-
tad y cantad, moradores del polvo!; porque tu rocío es cual rocío de
hortalizas, y la tierra dará sus muertos. Anda, pueblo mío, entra en tus
aposentos, cierra tras ti tus puertas; escóndete un poquito, por un mo-
mento, en tanto que pasa la indignación. Porque he aquí que Jehová sale
de su lugar para castigar al morador de la tierra por su maldad contra
él; Y la tierra descubrirá la sangre derramada sobre ella, y no encubrirá
ya más a sus muertos." (ls.26, 19-21).
328 LIBRO II - CAPíTULO X
22. No quiero, sin embargo decir, que haya que relacionar todos los
pasajes a esta regla. Algunos de ellos, sin figura ni oscuridad alguna,
demuestran la inmortalidad futura, preparada en el reino de Dios para
los fieles. Entre ellos, algunos de los alegados y otros muchos, pero
principalmente dos.
El primero es de Isaías. Dice: "Porque como los cielos nuevos y la
nueva tierra que yo hago permanecerán delante de mí, dice Jehová, así
permanecerá vuestra descendencia y vuestro nombre. Y de mes en mes,
y de día de reposo en día de reposo vendrán todos a adorar delante de
mí, dice Jehová. Y saldrán y verán los cadáveres de los hombres que se
rebelaron contra mí; porque su gusano nunca morirá, ni su fuego se
apagará" (Is. 66,22-24).
El otro es de Daniel: "En aquel tiempo se levantará Miguel, el gran
príncipe que está de parte de los hijos de tu pueblo; y será tiempo de
angustia, cual nunca fue desde que hubo gente hasta entonces; pero en
aquel tiempo será libertado tu pueblo, todos los que se hallan escritos
en el libro. Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán
despertados, unos para la vida eterna, y otros para confusión y vergüenza
perpetua" (Dan. 12,1-2).
23. Conclusiones
En cuanto a los otros dos puntos; a saber, que los padres del Antiguo
Testamento han tenido a Cristo por prenda y seguridad del pacto que
Dios había establecido con ellos, y que han puesto en Él toda la confianza
de su bendición, no me esforzaré mayormente en probarlos, pues son
fáciles de entender y nunca han existido grandes controversias sobre ellos.
Concluyamos, pues, con plena seguridad de que el Diablo con todas
sus astucias y artimañas no podrá rebatirlo, que el Antiguo Testamento
o pacto que el Señor hizo con el pueblo de Israel no se limitaba solamente
a las cosas terrenas, sino que contenía también en sí la promesa de
una vida espiritual y eterna, cuya esperanza fue necesario que permane-
ciera impresa en los corazones de todos aquellos que verdaderamente
pertenecían al pacto.
Por tanto, arrojemos muy lejos de nosotros la desatinada y nociva
opinión de los que dicen que Dios no propuso cosa alguna a los judíos,
o que ellos sólo buscaron llenar sus estómagos, vivir entre los deleites
de la carne, poseer riquezas, ser muy poderosos en el mundo, tener
muchos hijos, y todo lo que apetece el hombre natural y sin espíritu de
Dios. Porque nuestro Señor Jesucristo no promete actualmente a los
suyos otro reino de los ciclos que aquel en el que reposarán con Abra-
ham, Isaac y Jacob (Mt. 8,11). Pedro aseguraba a los judíos de su tiempo,
que eran herederos de la gracia del Evangelio, que eran hijos de los
profetas, que estaban comprendidos en el pacto que Dios antiguamente
ha bía establecido con el pueblo de Israel (Hch. 3,25).
Y a fin de que no solamente fuese testimoniado con palabras, el Señor
ba querido también demostrarlo con un hecho. Porque en el momento
de su resurrección hizo que muchossantos resucitasen con Él, los cuales
"fueron vistos en Jerusalem" (Mt.27, 52). Esto fue como dar una especie
de arras de que todo cuanto Él había hecho y padecido para redimir al
LIBRO 11 - CAPiTULO X, XI 329
CAPÍTULO xr
DIFERENCIA ENTRE LOS DOS TESTAMENTOS
mucho más alta, que les daba la certidumbre de que la tierra de Canaán
no era la suprema felicidad y bienaventuranza que deseaba darles.
Por eso Abraham, cuando recibe la promesa de que poseería la tierra
de Canaán no se detiene en la promesa externa de la tierra, sino que por
la promesa superior aneja eleva su entendimiento a Dios en cuanto se
le dijo: "Abram; yo soy tu escudo, y tu galardón será sobre manera
grande" (Gn. 15,1). Vemos que el fin de la recompensa de Abraham se
sitúa en el Señor, para que no busque un galardón transitorio y caduco en
este mundo, sino en el incorruptible del cielo. Por tanto, la promesa de la
tierra de Canaán no tiene otra finalidad que la de ser una marca y señal
de la buena voluntad de Dios hacia él, y una figura de la herencia celestial.
De hecho, las palabras de los patriarcas del Antiguo Testamento mues-
tran que ellos lo entendieron de esta manera. Así David, de las bendí-
ciones temporales se va elevando hasta aquella ultima y suprema bendí-
ción: ..Mi corazón y mi carne se consumen con el deseo de ti" (Sal. 84,2).1
"Mi porción es Dios para siempre" (Sal. 73,26). Y: " Jehová es la porción
de mi herencia y de mi copa" (Sal. t 6, 5). y; "Clamé a ti, oh Jehová;
dije: tu eres mi esperanza, y mi porción en la tierra de los vivientes"
(Sal. 142,5). Ciertamente, los que se atreven a hablar de esta manera
confiesan que con su esperanza van más allá del mundo y de cuantos
bienes hay en él.
Sin embargo, la mayoría de las veces los profetas describen la bienaven-
turanza del siglo futuro bajo la imagen y figura que habían recibido del
Señor. En ese sentido han de entenderse las sentencias en las que se dice:
Los malignos serán destruidos, pero los que esperan en Jehová herede-
rán la tierra. Jerusalem abundará en toda suerte de riquezas y Sión
tendrá gran prosperidad (Sa1.37,9; Job 18,17; Prov.2,21-22; con fre-
cuencia en Isaías). Vemos perfectamente que todas estas cosas no com-
peten propiamente a la Jerusalem terrena, sino a la verdadera patria de
los fieles; a aquella ciudad celestial a la que el Señor ha dado su bendi-
ción y la vida para siempre (Sal. 132, 13~15; 133,3).
1 Traducción libre.
332 LIBRO 1( - CAPÍTULO XI
hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra
de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui yo un marido
para ellos, dice Jehová. Pero éste es el pacto que haré con la casa de
Israel después de aquellos días, dice Jehová. Daré mi ley en su mente,
y la escribiré en su corazón, y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán
por pueblo. Y no enseñara más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su
hermano, diciendo: Conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde
el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová, porque perdo-
naré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado" (Jer.
31,31-34).
De este lugar tomó ocasión el Apóstol para la comparación que esta-
blece entre la Ley, doctrina literal, y el Evangelio, enseñanza espiritual.
Llama a la Ley doctrina literal, predicación de muerte y de condenación,
escrita en tablas de piedra; y al Evangelio, doctrina espiritual, de vida y
de justicia, escrita en los corazones (2 Cor.3,6-7). y añade que la Ley
es abrogada, mas que el Evangelio permanece para siempre.
Como quiera que el propósito del Apóstol ha sido exponer el sentido
del profeta, basta considerar 10 que dice el uno para comprenderlos a
los dos. Sin embargo, hay alguna diferencia entre ellos. El Apóstol pre-
senta a la Ley de una manera mucho más odiosa que el profeta. Y lo
hace así, no considerando simplemente la naturaleza de la Ley, sino a
causa de ciertas gentes, que con el celo perverso que tenían de ella,
oscurecían la luz del Evangelio. Él disputa acerca de la naturaleza de
la Ley según el error de ellos y el excesivo afecto que la profesaban. Y
esto hay que tenerlo en cuenta especialmente en san Pablo.
En cuanto a la concordancia con Jeremías, como ambos ex professo
oponen el Antiguo Testamento al Nuevo, ambos consideran en ella exclu-
sivamente lo que le es propio. Por ejemplo: en la Ley abundan las pro-
mesas de misericordia; mas como son consideradas bajo otro aspecto,
no se tienen en cuenta cuando se trata de la naturaleza de la Ley; sola-
mente le atribuyen el mandar cosas buenas, prohibir las malas, prometer
el galardón a los que viven justamente, y amenazar con el castigo a los
infractores de la justicia; sin que con todo esto pueda corregir ni enmen-
dar la maldad y perversidad del corazón connatural a los hombres.
1 Contra dos Cartas de {os Pelagianos; a Bonifacio, lib. IU, cap. IV.
338 LIBRO 11 - CAPiTULO XI
14. Pero insisten ellos, ¿de dónde procede esta diversidad, sino de que
Dios la quiso? ¿No pudo Él muy bien, tanto antes como después de la
venida de Cristo, revelar la vida eterna con palabras claras y sin figuras?
LIBRO 11 - CAPÍTULO XI, XII 341
¿No pudo enseñar a los suyos mediante pocos y patentes sacramentos? ¿No
pudo enviar a su Espíritu Santo y difundir su gracia por todo el mundo?
Esto es como si disputasen con Dios porque no ha querido antes crear
el mundo y lo ha dejado para tan tarde, pudiendo haberlo hecho al prin-
cipio; e igualmente, porque ha establecido diferencias entre las estaciones
del añ o; entre verano e invierno; entre el día y la noche.
Por lo que a nosotros respecta, hagamos lo que debe hacer toda per-
sona fiel: no dudemos que cuanto Dios ha hecho, lo ha hecho sabia y
justamente, aunque muchas veces no entendamos la causa de que con-
venga hacerlo así. Sería atribuirnos excesiva importancia no conceder a
Dios que conozca las razones de sus obras, que a nosotros nos están ocultas.
Pero, dicen, es sorprendente que Dios rechace actualmente los sacri-
ficios de animales con todo aquel aparato y pompa del sacerdocio levitico
que tanto le agradaba en el pasado. [Como si las cosas externas y transito-
rias dieran contento alguno a Dios y pudiera deleitarse en ellas! Ya
hemos dicho que Dios no creó ninguna de esas cosas a causa de sí mismo,
sino que todo lo ordenó al bien y la salvación de los hombres.
Si un médico usa cierto remedio para curar a un joven, y cuando tal
paciente es ya viejo usa otro, ¿podremos decir que el tal médico repudia
la manera y arte de curar que antes había usado, y que le desagrada? Más
bien responderá que ha guardado siempre la misma regla; sencillamente
que ha tenido en cuenta la edad. De esta manera también fue conveniente
que Cristo, aunque ausente, fuese figurado con ciertas señales, que anun-
ciaran su venida, que no son las que nos representan que haya venido.
En cuanto a la vocación de Dios y de su gracia, que en la venida de
Cristo ha sido derramada sobre todos los pueblos con mucha mayor
abundancia que antes, ¿quién, pregunto, negará que es justo que Dios
dispense libremente sus gracias y dones según su beneplácito, y que ilu-
mine los pueblos y naciones según le place; que haga que su Palabra se
predique donde bien le pareciere, y que produzca poco o mucho fruto,
como a Él le agradare; que se dé a conocer al mundo por su misericordia
cuando lo tenga a bien, e igualmente retire el conocimiento de 51 que
anteriormente había dado, a causa de la ingratitud de los hombres?
Vemos, pues, cuán indignas son las calumnias con que los infieles
pretenden turbar los corazones de la gente sencilla, para poner en duda
la justicia de Dios o la verdad de la Escritura.
CAPÍTU LO XII
Dios, nuestro clementísimo Padre, dispuso lo que sabía nos era más
útil y provechoso. Porque, habiéndonos nuestros pecados apartado total-
mente del reino de Dios, como sí entre Él y nosotros se hubiera inter-
puesto una nube, nadie que no estuviera relacionado con Él podia nego-
ciar y concluir la paz. ¿Y quién podia serlo? ¿Acaso alguno de los hijos
de Adán? Todos ellos, lo mismo que su padre, temblaban a la idea de
comparecer ante el acatamiento de la majestad divina. ¿Algún ángel'?
También ellos tenían necesidad de una Cabeza, a través de la cual quedar
sólida e indisolublemente ligados y unidos a Dios. No quedaba más
solución que la de que la majestad divina misma descendiera a nosotros,
pues no había nadie que pudiera llegar hasta ella.
Debía ser "Dios con nosotros"; es decir, hombre. Y así convino que
el Hijo de Dios se hiciera "Emmanuel"; o sea, Dios con nosotros, de tal
manera que su divinidad y la naturaleza humana quedasen unidas. De
otra manera no hubiera habido vecindad lo bastante próxima, ni afinidad
lo suficientemente estrecha para poder esperar que Dios habitase con
nosotros. [Tanta era la enemistad reinante entre nuestra impureza y la
santidad de Dios! Aunque el hombre hubiera perseverado en la integridad
y perfección en que Dios lo había creado, no obstante su condición y
estado eran excesivamente bajos para llegar a Dios sin Mediador. Mucho
menos, por lo tanto, podría conseguirlo, encontrándose hundido con su
ruina mortal en la muerte y en el infierno, lleno de tantas manchas y fétido
por su corrupción y, en una palabra, sumido en un abismo de maldición.
Por eso san Pablo, queriendo presentar a Cristo como Mediador, 10
llama expresamente hombre: "Un mediador entre Dios y los hombres,
Jesucristo hombre" (1 Tim. 2, 5). Podría haberlo llamado Dios, o bien
omitir el nombre de hombre, como omitió el de Dios; mas como el
Espíritu Santo que hablaba por su boca, conocía muy bien nuestra debili-
dad ha usado como remedio aptísimo presentar entre nosotros familiar-
mente al Hijo de Dios, como si fuera uno de nosotros. Y así, para que
nadie se atormente investigando dónde se podrá hallar este Mediador,
o de qué forma se podría llegar a Él, al llamarle hombre nos da a entender
que está cerca de nosotros, puesto que es de nuestra carne.
Y esto mismo quiere decir lo que en otro lugar se explica más amplia-
mente; a saber, que "no tenemos un sumo sacerdote que no pueda com-
padecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo
según nuestra semejanza, pero sin pecado" (HebA, 15).
más, éste tal demuestra que no le basta con que Cristo se haya entregado
a sí mismo como precio de nuestro rescate.
San Pablo no solamente expone el fin por el cual Cristo ha sido enviado
al mundo, sino que elevándose al sublime misterio de la predestinación,
reprime oportunamente la excesiva inquietud y apetencia del ingenio
humano, diciendo: "Nos escogió (el Padre) en Él antes de la fundación
del mundo, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos
suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para
alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el
Amado, en quien tenemos redención por su sangre" (Ef. 1,4-7). Aquí no
se supone que la caída de Adán haya precedido en el tiempo, pero si se
demuestra lo que Dios había determinado antes de los siglos, cuando
quería poner remedio a la miseria del género humano.
Si alguno arguye de ,nuevo que este consejo de Dios dependía de la
ruina del hombre, que El preveía, para mí es suficiente y me sobra saber
que todos aquellos que se toman la libertad de investigar en Cristo o
apetecen saber de Él más de lo que Dios ha predestinado en su secreto
consejo, con su impío atrevimiento llegan a forjarse un nuevo Cristo.
Con razón san Pablo, después de exponer el verdadero oficio de Cristo,
ora por los efesios para que les dé espíritu de inteligencia, a fin de que
comprendan la anchura, la longitud, la profundidad y la altura; a saber,
el amor de Cristo que excede toda ciencia (Ef, 3, 16--19); como si adrede
pusiese una valla a nuestro entendimiento, para impedir que se aparte
lo más mínimo cada vez que se hace mención de Cristo, sino que se
limiten a la reconciliación que nos ha traído. Ahora bien, siendo verdad,
como lo asegura el Apóstol, que "Cristo vino al mundo a salvar a los
pecadores" (1 Tim.l, 15), yo me doy por satisfecho con esto. Y como
el mismo san Pablo demuestra en otro lugar que la gracia que se nos
manifiesta en el Evangelio nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiern-
pos de los siglos (2 Tim, 1,9), concluyo que debemos permanecer en ella
hasta el fin.
7. No tiene, pues, por qué temer Osiander, como lo afirma, que Dios
sea cogido en una mentira, si no hubiera concebido el decreto inmu-
table de hacer hombre a su Hijo. Porque, aunque Adán no hubiera caído,
no hubiera por eso dejado de ser semejante a Dios, como lo son los án-
geles; y sin embargo, no hubiera sido necesario que el Hijo de Dios se
hiciera hombre ni ángel.
Es también infundado su temor de que, si Dios no hubiera determinado
en su consejo inmutable antes de que Adán fuese creado, que Jesucristo
había de ser hombre, no en cuanto Redentor, sino como el primero de
los hombres, su gloria hubiera perdido con ello, ya que entonces hubiera
nacido accidentalmente, para restaurar a[ género humano caído; y de
esta manera hubiera sido creado a la imagen de Adán. Pues, ¿por qué
ha de sentir horror de lo que la Escritura tan manifiestamente enseña:
que fue en todas las cosas semejante a nosotros, excepto en el pecado
(Heb. 4, 15)? Y por eso Lucas no encuentra dificultad alguna en nombrarlo
en la genealogía de Adán (Le. 3,38).
Querría saber también por qué san Pablo l1ama a Cristo "segundo
Adán" (1 COL 15,45), sino precisamente porque el Padre lo sometió a
la condición de [os hombres, para levantar a los descendientes de Adán
de la ruina y perdición en que se encontraban. Porque si el consejo de
Dios de hacer a Cristo hombre precedió en orden a la creación, se le
debía llamar primer Adán. Contesta Osiander muy seguro de sí mismo,
que es porque en el entendimiento divino Cristo estaba predestinado a
ser hombre y que todos los hombres fueron formados de acuerdo con Él.
Mas san Pablo, por el contrario, al llamar a Cristo segundo Adán, pone
entre la creación del hombre y su restitución por Cristo, la ruina y perdi-
ción que ocurrió, fundando la venida de Jesucristo sobre la necesidad
de devolvernos a nuestro primer estado. De lo cual se sigue que ésta fue
la causa de que Cristo naciese y se hiciese hombre.
Pero Osiander replica neciamente que Adán, mientras permaneciera
en su integridad, había de ser imagen de sí mismo y no de Cristo. Yo
respondo, al revés, que aunque el Hijo de Dios no se hubiera encarnado
jamás, no por eso hubiera dejado de mostrarse y resplandecer en el
cuerpo yen el alma de Adán la imagen de Dios, a través de cuyos destellos
siempre se hubiese visto que Jesucristo' era verdaderamente Cabeza, y
que tenía el primado sobre todos los hombres.
De esta manera se resuelve la vana objeción, a la que tanta importancia
da Osiander, que los ángeles hubieran quedado privados de Cabeza, si
Dios no hubiera determinado que su Hijo se hiciera hombre, y ello aun-
que la culpa de Adán no lo hubiera exigido. Pues es una consideración
del todo infundada, que ninguna persona sensata le concederá, decir que
a Cristo no le pertenece el primado de los ángeles, sino en cuanto hombre,
ya que es muy fácil de probar lo contrario con palabras de san Pablo,
cuando afirma que Cristo, en cuanto es Verbo eterno de Dios es "el
primogénito de toda creación" (Col. 1,15); no porque haya sido creado,
ni porque deba ser contado entre las criaturas, sino porque el mundo,
en la excelencia que tuvo al principio, no tuvo otro origen. Además de
esto, en cuanto que se hizo hombre es llamado "primogénito de entre
los muertos" (Col. 1, 18). El Apóstol resume ambas cosas y las pone ante
LIBRO 11- CAPíTULO XII 349
nuestra consideración, diciendo que por el Hijo fueron creadas todas las
cosas, para que Él fuese señor de los ángeles; y que se hizo hombre para
comenzar a ser Redentor.
Otro despropósito de Osiander es afirmar que los hombres no tendrían
a Cristo por rey, si Cristo no fuera hombre. ¡Como si no pudiera haber
reino de Dios con que el eterno Hijo de Dios, aun sin hacerse hombre,
uniendo a los ángeles y a los hombres a su gloria y vida celestiales, man-
tuviese el principado sobre ellos! Pero él sigue engañado con este falso
principio, o bien le fascina el desvarío de que la Iglesia estaría sin Cabeza,
si Cristo no se hubiera encarnado. [Como si no pudiera conservar su
preeminencia entre los hombres pala gobernarlos con su divina potencia,
y alimentarlos y conservarlos con la virtud secreta de su Espíritu,
como a su propio cuerpo, igual que se hace sentir Cabeza de los án-
geles, hasta que los llevase a gozar de la misma vida de que gozan los
ángeles!
Osiander estima como oráculos infalibles estas habladurías suyas, que
hasta ahora he refutado, acostumbrado como está a embriagarse con la
dulzura de sus especulaciones, y forjar triunfos de la nada. Pero él se
gloría de que posee un argumento indestructible y mucho más firme que
los otros: la profecía de Adán, cuando al ver a Eva, su mujer, exclamó:
"Esto ahora es hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn.2,23).
¿Cómo prueba que esto es una profecía? Porque Cristo en san Mateo
atribuye esta sentencia a Dios. ¡Como si todo cuanto Dios ha hablado
por los hombres contuviera una profecía! Según este principio, cada uno
de los mandamientos encierra una profecía, pues todos proceden de Dios.
Pero todavía serían peores las consecuencias, si diéramos oídos a sus
desvaríos; pues Cristo habría sido un intérprete vulgar, cuyo entendi-
miento no comprendía más que el sentido literal, pues no trata de su
mística unión con la Iglesia, sino que trae este texto para demostrar la
fidelidad que debe el marido a su mujer, ya que Dios ha dicho que el
hombre y la mujer habían de ser una sola carne, a fin de que nadie intente
por el divorcio anular este vínculo y nudo indisoluble. Si Osiander reprue-
ba esta sencillez, que reprenda a Cristo por no haber enseñado a sus
discípulos esta admirable alegoría que él explica, y diga que Cristo no
ha expuesto con suficiente profundidad lo que dice el Padre.
Ni sirve tampoco como confirmación de su despropósito la cita del
Apóstol, quien después de decir que somos "miembros de su cuerpo",
añade que esto es un gran misterio (Ef. 5,30. 32), pues no quiso decir
cuál era el sentido de las palabras de Adán, sino que, bajo la figura y
semejanza del matrimonio, quiso inducirnos a considerar la sagrada
unión que nos hace ser una misma cosa con Cristo; y las mismas palabras
]0 indican así; pues a modo de corrección, al afirmar que decía esto de
Cristo y de su Iglesia, hace distinción entre la unión espiritual de Cristo
y su Iglesia y la unión matrimonial. Con lo cual se destruye fácilmente
la sutileza de Osiander,
Por tanto, no será menester remover más este lodo, pues ha sido
puesto bien de manifiesto su inconsistencia con esta breve refuta-
ción. Bastará, pues, para que se den por satisfechos cuantos son hijos
de Dios, esta breve afirmación: "Cuando vino el cumplimiento del
350 LIBRO 11 - CAPiTULO XII, XlII
CAPÍTULO XIII
ción somos tenidos por hermanos suyos; y que debió ser semejante a
nosotros para que fuese misericordioso y fiel intercesor; que nosotros
tenemos Pontífice que puede compadecerse de nosotros (Heb.2, ll-l7);
y otros muchos lugares. Está de acuerdo con esto lo que poco antes hemos
citado: que fue conveniente que los pecados del mundo fuesen expiados
en nuestra carne; según claramente lo afirma san Pablo (Rom. 8,3).
Por eso nos pertenece a nosotros todo cuanto el Padre dio a Cristo,
ya que es Cabeza, de la que "todo el cuerpo bien concertado y unido
entre sí por todas las coyunturas recibe su crecimiento" (Ef.4, 16). Y el
Espíritu le ha sido dado sin medida, para que de su plenitud todos reci-
bamos (In. 1,16; 3,34), pues no puede haber absurdo mayor que decir
que Dios ha sido enriquecido en su esencia con algún nuevo don. Por
esta razón también dice el mismo Cristo que se santifica a sí mismo por
nosotros (Jn. 17,19).
4. Los absurdos de que nos acusan no son más que calumnias pueriles.
Creen que sería grande afrenta y rebajar la honra de Jesucristo, que
perteneciera al linaje de los hombres, porque no podría entonces estar
exento de la ley común, que incluye sin excepción a toda la descendencia
de Adán bajo el pecado. Pero la antítesis que establece san Pablo resuelve
LIBRO 11 ~ CAPÍTULO XIII, XIV 355
fácilmente tal dificultad; "Como el pecado entró en el mundo por un
hombre, y por el pecado la muerte, de la misma manera por la justicia
de uno vino a todos los hombres la justificación de vida" (Rorn, 5, 12 .18).
E igualmente la otra oposición: "El primer hombre es de la tierra, terre-
nal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo" (1 Cor.15,47). y
así el Apóstol, al decir que Jesucristo fue enviado en semejanza de carne
pecadora para que satisfaciese a la Ley (Rom. 8,3), lo exime expresa-
mente de la suerte común, para que fuera verdadero hombre sin vicio ni
mancha alguna.
Muestran también muy poco sentido cuando argumentan: Si Cristo
fue libre de toda mancha, y fue engendrado milagrosamente por el Espí-
ritu Santo del semen de la Virgen, se sigue que el semen de las mujeres
no es impuro, sino únicamente el de los hombres. Nosotros no decimos
que Jesucristo esté exento de la mancha y corrupción original por haber
sido engendrado de su madre sin concurso de varón, sino por haber
sido santificado por el Espíritu, para que su generación fuese pura y sin
mancha, como hubiera sido la generación antes de la caída de Adán.
Debemos, pues, tener bien presente en el entendimiento, que siempre
que la Escritura hace mención de la pureza de Cristo, se señala su ver-
dadera naturaleza de hombre: pues sería superfluo decir que Dios es
puro. E igualmente la santificación de la que habla san Juan en el capi-
tulo diecisiete, no puede aplicarse a la divinidad.
Respecto a la objeción, que nosotros admitimos dos clases de simientes
de Adán, si Jesucristo, que descendió de ella, no tuvo mancha alguna,
carece de todo valor. La generación del hombre no es inmunda ni viciosa
en sí, sino accidentalmente por la caída de Adán. Por lo tanto, no hemos
de maravillarnos de que Cristo, por quien había de ser restituida la inte-
gridad y la perfección, quedase exento de la corrupción común..
Nos echan en cara, como si fuera un gran absurdo, que si el Verbo
divino se vistió de carne tendría que estar encerrado en la estrecha prisión
de un cuerpo formado de tierra. Esto es un despropósito. Aunque unió
su esencia infinita con la naturaleza humana en una sola persona, sin
embargo no podemos hablar de encerramiento ni prisión alguna: porque
el Hijo de Dios descendió milagrosamente del cielo, sin dejar de estar
en él; Y también milagrosamente descendió al seno de Maria, y vivió en
el mundo y fue crucificado de tal forma que, entretanto, con su divinidad
ha llenado el mundo, como antes.
CAPíTULO XIV
Segunda objeción. Y no hay razón para que Servet replique que esto
dependía de la filiación que Dios había determinado en su consejo; por-
que aquí no se trata de las figuras, como la expiación de los pecados fue
representada por la sangre de los animales. Mas como quiera que los
padres bajo la Ley no podían ser de veras hijos de Dios de no haber
estado su adopción fundada sobre la Cabeza, quitar a ésta lo que ha
sido común a sus miembros, sería un disparate. Más aún; como quiera
que la Escritura llama a los ángeles hijos de Dios (SaI.82, 6), bien que su
dignidad no dependía de la redención futura, es necesario que Cristo los
preceda en orden, ya que a Él le pertenece reconciliarlos con el Padre.
Resumiré esto, aplicándolo al género humano. Como tanto los ángeles
como los hombres, desde el principio del mundo fueron creados, para
que Dios fuese Padre común de todos ellos, según lo que dice san Pablo,
que Cristo fue Cabeza y primogénito de todo lo creado, a fin de que
UBRO 11- CAPíTULO XIV 361
6. Tercera objeción
y si su filiación comenzó al manifestarse Él en carne, se sigue que
fue Hijo respecto a la naturaleza humana. Servet y otros desaprensivos
quieren que Cristo no sea Hijo de Dios, sino en cuanto que se encarnó,
porque fuera de la naturaleza humana no pudo ser tenido por Hijo de
Dios. Respondan entonces si es Hijo según ambas naturalezas y respecto
a cada una de ellas. Ahora bien, según san Pablo, admitimos que Jesu-
cristo en su humanidad es Hijo de Dios, no como los fieles, solamente
por adopción y gracia, sino Hijo natural y verdadero y, por consiguiente,
único, para que así se diferencie de todos los demás. Porque a nosotros,
que somos regenerados a nueva vida, Dios tiene a bien hacernos la merced
de tenernos por hijos suyos; pero se reserva para Jesucristo el nombre
de verdadero y único Hijo. ¿Y cómo es Él único entre tantos hermanos,
sino porque posee por naturaleza lo que nosotros hemos recibido por
gracia? Nosotros extendemos esta honra y dignidad a toda la Persona
del Mediador, de tal manera, que Aquel mismo que nació de la Virgen
y se ofreció al Padre como sacrificio en la cruz sea verdadera y propia.
mente Hijo de Dios; todo ello por razón de la divinidad. Así lo enseña
san Pablo, al decir de sí mismo, que fue "apartado para el evangelio de
Dios, que Él había prometido antes acerca de su Hijo, que era del linaje
de David según la carne, declarado Hijo de Dios con poder" (Rom. 1, 14).
¿Por qué al llamarle expresamente Hijo de David según la carne, iba a
decir por otra parte que era declarado Hijo de Dios, sino porque quería
dar a entender que esto provenia de otro origen? Por eso en el mismo
sentido que dijo en otro lugar que Jesucristo sufrió conforme a la
debilidad de la carne, y que ha resucitado según la virtud del Espiritu
(2 COL 13,4), asi ahora establece la diferencia entre las dos natu-
ralezas.
Indudablemente es necesario que esta gente exaltada confiese, quié-
ranlo o no, que así como Jesucristo ha tomado de su madre una natura-
leza en virtud de la cual es llamado Hijo de David, de la misma manera
tiene del Padre otra naturaleza por la cual es llamado Hijo de Dios;
lo cual es muy distinto de la naturaleza humana.
Dos títulos le atribuye la Escritura; unas veces le llama Hijo de Dios;
otras, Hijo del hombre. En cuanto a lo segundo es indudable que es
llamado así, de acuerdo con el modo corriente de hablar de los hebreos,
porque desciende de Adán. Y, por el contrario, yo concluyo que es
llamado Hijo de Dios a causa de su divinidad y esencia eterna; pues no
es menos razonable, que el nombre de Hijo de Dios, se refiera a la
naturaleza divina, que el de Hijo del hombre a la humana.
En conclusión, en e! texto que he citado, e! Apóstol no entiende que
el que según la carne era engendrado de! linaje de David fue declarado
Hijo de Dios, sino en el mismo sentido que en otro lugar, cuando dice,
que Cristo, e! cual descendió de los judíos según la carne, es Dios bendito
eternamente (Rom. 9, 5). Y si en ambos lugares se nota la diferencia entre
362 LIBRO II - CAPITULO XIV
las dos naturalezas, ¿en virtud de qué niegan éstos que Jesucristo, hijo de
hombre según la carne, sea Hijo de Dios respecto a su naturaleza divina?
7. Cuarta objeción
Para defender su error, insisten mucho en los siguientes pasajes: que
Dios "no escatimó ni a su propio Hijo" (Rom.8,32); que Dios mandó
al ángel a decir que el que naciese de la Virgen fuese llamado "Hijo del
Altísimo" (Le. 1,32). Mas, a fin de que no se enorgullezcan con tan vana
objeción, consideren un poco la fuerza de tal argumento.
Si quieren concluir que Jesucristo es llamado Hijo de Dios después
de ser concebido, y, por tanto, que ha comenzado a serlo después de su
concepción, se seguiría que el Verbo, que es Dios, habría comenzado a
existir después de su manifestación como hombre, porque san Juan dice
que anuncia el Verbo de vida que tocó con sus manos (1 Jn.1, 1). Asi-
mismo, dentro de su manera de argumentar, ¿cómo interpretad n lo que
dice el profeta: "Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las
familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas
son desde el principio, desde los días de la eternidad" (Miq.5,2)?
Ya he expuesto que nosotros no seguimos ni remotamente la opinión
de Nestorio, que se imaginó un doble Cristo. Nuestra doctrina es que
Cristo nos ha hecho hijos de Dios juntamente con Él en virtud de su
unión fraternal con nosotros; y la razón de ello es que en la carne que
tómo es el Hijo Unigénito de Dios. San Agustín I nos advierte con mucha
prudencia, que es un maravilles espejo de la admirable y singular gracia
de Dios que Jesucristo en cuanto hombre haya alcanzado una honra que
no podía merecer. Por tanto Jesucristo, ya desde el seno materno, ha
sido adornado con la prerrogativa de ser Hijo de Dios. Sin embargo,
no hay que imaginarse en la unidad de la Persona, mezcla o confusión
alguna, que quite a la divinidad lo que le es propio.
Por lo demás, no hay tampooo absurdo alguno en que el Verbo eterno
de Dios haya sido siempre Hijo de Dios, y que después de encarnarse
se le llame también así, según los diversos aspectos que hay en Jesucristo;
lo mismo que se le llama, bien Hijo de Dios, bien Hijo del hombre, por
razones diversas.
1 De la Corrección y de la Gracia, cap, XI, 30; La Ciudad de Dios, lib. X, cap. XXIX.
LIBRO 11- CAPÍTULO XIV 363
cierta correspondencia y relación con su Hijo unigénito, de quien pro-
viene todo parentesco o paternidad en el cielo y en la tierra (Ef. 3, 14-15).
Y si nos limitamos a discutir el vocablo mismo, Salomón, hablando
de la elevación inmensa de Dios, afirma que tanto Él como su Hijo son
incomprensibles. Estas son sus palabras: "¿Cuál es su nombre, y el nom-
bre de su Hijo, si sabes?" (Prov. 30,4). Sé muy bien que este testimonio
tendrá poco valor para los amigos de disputas; ni tampoco yo insisto
particularmente en él, sino en cuanto sirve para mostrar que los que
niegan que Jesucristo haya sido Hijo de Dios hasta después de haberse
hecho hombre, no hacen más que argüir maliciosamente,
Hay que advertir también que todos los doctores antiguos han estado
siempre de acuerdo y unánimemente así lo han enseñado. Parella es una
desfachatez ridícula e imperdonable la de aquellos que se atreven a
escudarse en Ireneo y Tertuliano", pues ambos confiesan que el Hijo de
Dios era invisible, y luego se hizo visible.
8. Conclusión
y aunque Servet ha acumulado muchas y horrendas blasfemias, que
quizás no todos sus dicípulos se atreverían a confesar, sin embargo todo
el que no reconoce que Jesucristo era Hijo de Dios antes de encarnarse,
sí se le urge más, dejará ver en seguida su impiedad; a saber, que Jesu-
cristo no es Hijo de Dios, sino en cuanto fue concebido en el seno de la
Virgen por obra del Espíritu Santo; lo mismo que antiguamente los
maníqueos decían que el alma del hombre no era más que una derivación
de la esencia divina, porque leían que Dios insufló en Adán un alma
viviente (Gn.2,7). Así éstos de tal manera se atan al nombre de Hijo,
que no establecen diferencia entre las dos naturalezas, sino que confusa-
mente afirman que Jesucristo es según su humanidad Hijo de Dios, por-
que según la naturaleza humana es engendrado de Dios. De este modo
la generación eterna de la sabiduría que ensalza Salomón, queda destruí-
da; y cuando se habla del Mediador no se tiene en cuenta la naturaleza
divina, o bien en lugar de Jesucristo se propone un fantasma.
Sería muy útil refutar los enormes errores e ilusiones con que Servet
se ha fascinado a si mismo y a otros, a fin de que, amonestados con tal
ejemplo, los lectores se mantengan dentro de la sobriedad y la modestia;
pero creo que no será necesario, pues ya lo he hecho en otro libro como
puesto expresamente con este fin. J
1 Ireneo, Contra las Herejías, lib. IIJ, cap. XVI, 6; Tertuliano, Contra Praxeas, cap. xv.
• El libro, publicado en latin, lleva por titulo: Declaración para mantener la verdadera
fe que tienen todos los cristianos sobre la Trinidad de las Personas en un solo Dios,
por Calvino contra los errores de Miguel Servet, español. Ginebra, 1554.
364 LIBRO 11 - CAPÍTULO XIV, XV
CAPÍTULO XV
encontrar entre los herejes más que de nombre; pero en cuanto al efecto
y la virtud no está entre ellos.'. De la misma manera en el día de hoy,
aunque los papistas digan a boca llena que el Hijo es Redentor del
mundo, sin embargo, como se contentan con confesarlo de boca, pero
de hecho le despojan de su virtud y dignidad, se les puede aplicar con
toda propiedad lo que dice san Pablo, que no tienen Cabeza (Col.
2,19).
Por tanto, para que la fe encuentre en Jesucristo firme materia de
salvación y descanse confiada en Él, debemos tener presente el principio
de que el oficio y cargo que le asignó el Padre al enviarlo al mundo,
consta de tres partes; puesto que ha sido enviado como Profeta, como
Rey, y como Sacerdote. Aunque de poco nos serviría conocer estos
títulos, si no comprendiésemos a la vez el fin y el uso de los mismos.
Porque también los papistas los tienen en la boca, pero fríamente y con
muy poco provecho, pues ni entienden ni saben lo que contiene en sí
cada uno de ellos.
Cristo ha puesto fin a todas las profecías. Queda, pues, por inconcuso
y cierto que con la perfección de su doctrina ha puesto fin a todas las
profecias ; de tal manera que todo el que no satisfecho con el Evan-
gelio pretende añadir algo, anula su autoridad. Porque la voz que
desde el cielo dijo: "Este es mi Hijo amado; a él oid" (Mt. 3,17; 17,5),
lo elevó con un privilegio singular por encima de todos los demás.
De la Cabeza se derramó esta unción sobre sus miembros, como lo
había profetizado Joel: "y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas"
(JI. 2,28).
Respecto a la afirmación de san Pablo, que Jesucristo nos ha sido
dado "por sabiduría" (1 Cor.J, 30), y en otro lugar, que en ti "están
escondidos todos los tesoros de la sabiduría y conocimiento" (Col. 2, 3),
su sentido es un poco diverso del argumento que al presente tratamos;
a saber, que fuera de Él no hay nada que valga la pena conocer, y que
cuantos comprenden mediante la fe cómo es Él, tienen el conocí-
miento de la inmensidad de los bienes celestiales. Por ello el Apóstol
escribe en otro lugar acerca de sí mismo: "me propuse no saber entre
vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, ya éste crucificado" (1 Cor.2,2):
porque no es lícito ir más allá de la simplicidad del Evangelio. Y la
misma dignidad profética que hay en Cristo tiende a que sepamos que
todos los elementos de la perfecta sabiduría se encierran en la suma de
doctrina que nos ha enseñado.
LIBRO Il - CAPÍTULO XV 367
inmortalidad que nos está prometida. Porque bien vemos que cuanto es
terreno y de este mundo, es temporal y caduco. Por eso Cristo, a fin de
levantar nuestra esperanza al cielo, afirma que su reino no es de este
mundo (Jn.18,36). En resumen, cuando oímos decir que el reino de
Cristo es espiritual, despertados con esta palabra, dejémonos llevar por
la esperanza de una vida mejor; y tengamos por cierto que si ahora
estamos bajo la protección de Jesucristo, es para gozar eternamente del
fruto en la otra vida.
sabemos que "juzgará entre las naciones, las llenará de cadáveres; que-
brantará las cabezas en muchas tierras" (SaL 110,6). De ello se ven ya
algunos ejemplos actualmente; pero su pleno cumplimiento será el último
acto del reino de Jesucristo.
CAPÍTULO XVI
4. Por esta causa dice san Pablo que el amor con que Dios nos amó
antes de que el mundo fuese creado, se funda en Cristo (Ef. 1,4). Esta
doctrina es clara y concuerda con la Escritura, y concilia muy bien los
diversos lugares en los que se dice que Dios ha demostrado el amor que
nos tiene en que entregó a su Hijo Unigénito para que muriese (Jo. 3,16);
Y que, sin embargo, era enemigo nuestro antes de que por la muerte de
Jesucristo fuésemos reconciliados con Él (Rom, 5, 10).
Testimonio de san Agustin. Mas, para que lo que decimos tenga mayor
autoridad entre los que desean [a aprobación de los doctores antiguos,
alegaré solamente un pasaje de san Agustín 1, en el que enseña esto mismo.
"Incomprensible", dice, "e inmutable es el amor de Dios. Porque no
comenzó a amarnos cuando fuimos reconciliados con Él por la sangre
de su Hijo, sino que nos amó ya antes de la creación del mundo, a fin
de que fuésemos sus hijos en unión de su Unigénito, incluso antes de que
fuésemos algo. Respecto a que fuimos reconciliados por la muerte de
Jesucristo, no se debe de entender como si Jesucristo nos hubiese recon-
ciliado con el Padre para que éste nos comenzase a amar, porque antes
nos odiase; sino que fuimos reconciliados con quien ya antes nos amaba,
aunque por el pecado estaba enemistado con nosotros. El Apóstol es
testigo de si afirmo la verdad o no: "Dios muestra su amor para con
nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros"
(Rorn, 5, 8). Así que ya nos amaba cuando éramos enemigos suyos y
vivíamos mal. Por tanto, de una admirable y divina manera, aun cuando
nos aborrecía, ya nos amaba. Porque 1-:1 nos aborrecía en cuanto éramos
como 1-:1 no nos había hecho, mas como la maldad no había deshecho
del todo su obra, sabía muy bien aborrecer en nosotros lo que nosotros
habíamos hecho, y a la vez amar lo que Él había hecho." Tales son
las palabras de san Agustín.
todo cuanto podia sernas imputado para hacer que nuestro proceso fuese
criminal ante Dios, todo ha sido puesto a cuenta de Jesucristo, de tal
manera que Él ha satisfecho por ello. Y debemos tener presente esta
recompensa, siempre que en la vida nos sentimos temerosos y acongo-
jados, como si el justo juicio de Dios, que su Hijo tomó sobre sí mismo,
estuviese para caer sobre nosotros.
6. La crucifixión de Cristo
Además, el mismo género de muerte que padeció no carece de miste-
rio. La cruz era maldita, no sólo según el parecer de los hombres, sino
también por decreto de la Ley de Dios (Dt.21,22-23). Por tanto, cuando
Jesucristo fue puesto en ella, se sometió a la maldición. Y fue necesario
que así sucediese, que la maldición que nos estaba preparada por nues-
tros pecados, fuese transferida a Él, para que de esta manera quedáramos
nosotros libres. LD cual también había sido figurado en la Ley. Porque
los sacrificios que se ofrecian por los pecados eran denominados con el
mismo nombre que el pecado; queriendo dar a entender con ese nombre
el Espíritu Santo que tales sacrificios recibían en sí mismos toda la mal-
dición debida al pecado. Así pues, lo que fue representado en figura en
los sacrificios de la Ley de Moisés, se cumplió realmente en Jesucristo,
verdadera realidad y modelo de las figuras. Por tanto, Jesucristo, para
cumplir con su oficio de Redentor ha dado su alma como sacrificio expia-
torio por el pecado, como dice el profeta (ls. 53, 5.11), a fin de que toda
la maldición que nos era debida por ser pecadores, dejara de sernas
imputada, al ser transferida a Él.
y aún más claramente lo afirma el Apóstol al decir: "Al que no cono-
ció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos
hechos justicia de Dios en él" (2 Coro5,21). Porque el Hijo de Dios
siendo purísimo y libre de todo vicio, sin embargo ha tomado sobre si y
se ha revestido de la confusión y afrenta de nuestras iniquidades, y de
otra parte nos ha cubierto con su santidad y justicia. Lo mismo quiso
dar a entender en otro lugar el Apóstol al decir que el pecado ha sido
condenado en la carne de lesucristo (Rom, 8,3); dando a entender con
esto que Cristo al morir fue ofrecido al Padre como sacrificio expiatorio,
para que conseguida la reconciliación por Él, no sintamos ya miedo y
horror de la ira de Dios.
Ahora bien, claro está lo que quiere decir el profeta con aquel aserto:
"Jehová cargó sobre él el pecado de todos nosotros" (Is. 53,6); a saber,
que queriendo borrar nuestras manchas, las tomó sobre sí e hizo que le
fueran imputadas como si Él las hubiera cometido. La cruz, pues, en
que fue crucificado fue una prueba de ello, como lo atestigua el Apóstol.
"Cristo", dice, "nos redimió de la maldición de la ley, hecho por noso-
tros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado de
un madero), para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase
a los gentiles" (Gá1.3, 13; Dt. 27,26). Esto tenía presente. san Pedro, al
decir que Jesucristo "llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre
el madero" (1 Pe. 2,24), para que por la misma señal de la maldición
comprendamos más claramente que la carga con que estábamos nosotros
oprimidos, fue puesta sobre sus espaldas.
LIBRO TI - CAPiTULO XVI 379
Sin embargo, no hay que creer que al recibir sobre sí nuestra maldición
haya perecido en ella; sino que, al contrario, al recibirla le quitó sus
fuerzas, la quebrantó y la destruyó. Por tanto, la fe ve en la condenación
de Cristo su absol ución; y en Su maldición, s11 bendición. Por ello, no sin
causa ensalza san Pablo tanto el triunfo de Cristo en la cruz, como si la
cruz, objeto de deshonra y de infamia, se hubiera convertido en carro
triunfal; porque dice que el acta de los decretos que había contra nosotros,
que nos era contraria, la anuló, quitándola de en medio y clavándola en
la cruz; y que despojó a los principados y a las potestades, exhibiéndolos
públicamente (Col. 2,15). Y no debe de maravillarnos esto, porque
"Cristo, mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo" (Heb. 9,14);
de lo cual viene tal cambio.
Mas para "que todas estas cosas arraiguen bien en nuestros corazones,
y permanezcan fijas en ellos, tengamos siempre ante nuestra considera-
ción el sacrificio y la purificación. Porque no podríamos tener confianza
total en que Jesucristo es nuestro rescate, nuestro precio y reconciliación,
si no hubiera sido sacrificado. Por eso se menciona tantas veces en la
Escritura la sangre, siempre que se refiere al modo de la redención; aun-
que la sangre que Jesucristo derramó no solamente nos ha servido de
recompensa para ponernos en paz con Dios, sino que también ha sido
como un baño para purificarnos de todas nuestras manchas.
7. La muerte de Cristo
Viene luego en el Símbolo de los Apóstoles, que "fue muerto y sepul-
tado"; en lo cual se puede ver nuevamente cómo Cristo, para pagar el
precio de nuestra redención, se ha puesto en nuestro lugar. La muerte
nos tenía sometidos bajo su yugo; mas Él se entregó a ella para librarnos
a nosotros. Es lo que quiere decir el Apóstol al afirmar que gustó la
muerte por todos (Heb. 2,9.15), porque muriendo hizo que nosotros no
muriésemos; o - lo que es lo mismo ~ con su muerte nos redimió a la vida.
Mas entre Él y nosotros hubo una diferencia; Él se puso en manos
de la muerte como si hubiera de perecer en ella; pero al entregarse a ella
sucedió lo contrario; Él devoró a la muerte, para que en adelante no
tuviese ya autoridad sobre nosotros. En cierta manera Él permitió que
la muerte lo sojuzgase, no para ser oprimido por su poder, sino al con-
trario, para vencerla y destruir a quien nos tenía sometidos a su tiranía.
Finalmente, para destruir por la muerte al que mandaba en la muerte,
a saber, el Diablo; y de esta manera "librar a todos los que por el temor
de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre" (Heb.
2,14). Y éste fue el primer fruto de su muerte.
El segundo consistió en que, al participar nosotros de la virtud de la
misma, mortifica nuestros miembros terrenos, para que en adelante no
hagan las obras anteriores; da muerte al hombre viejo que hay en noso-
tros, para que pierda su vitalidad y no pueda producir ya fruto alguno.
hayan querido los Padres antiguos poner una réplica tan superflua y
tan sin propósito del artículo anterior. No dudo que cuantos exami-
naren diligentemente la cuestión, sin dificultad alguna estarán de acuerdo
conmigo.
JO. Cristo ha /levado en su alma la muerte espiritual que nos era debida
Mas dejando aparte el Símbolo, hemos de buscar una interpretación
más clara y cierta del descenso de Jesucristo a los infiernos, tomada de
la Palabra de Dios, y que además de santa y piadosa, esté llena de
singular consuelo.
382 LIBRO II - CAPÍTULO XVI
la opinión de algunos, que Cristo dijo esto más en atención a los otros,
que por la aflicción que sentía, no es en modo alguno verosímil; pues clara-
mente se ve que este grito surgió de la honda congoja de su corazón.
Con esto, sin embargo, no queremos decir que Dios le fuera adverso
en algún momento, o que se mostrase airado con Él. Porque, ¿cómo iba
a enojarse el Padre con su Hijo muy amado, en quien el mismo afirma
que tiene todas sus delicias (Mt. 3, 17)? O ¿cómo Cristo iba a aplacar con
su intercesión al Padre con los hombres, si le tenía enojado contra si?
Lo que afirmamos es que Cristo sufrió en sí mismo el gran peso de la ira
de Dios, porque, al ser herido y afligido por la mano de Dios, experi-
mentó todas las señales que Dios muestra cuando está airado y castiga.
Por eso dice san Hilario ', que con esta bajada a los infiernos hemos
nosotros conseguido el beneficio de que la muerte quede muerta. Y en
otros lugares no se aparta mucho de nuestra exposición; así, cuando
dice": "La cruz, la muerte y los infiernos son nuestra vida". Yen otro
lugar J: "El Hijo de Dios está en los infiernos, pero el hombre es colocado
en el cielo".
Mas, ¿a qué alegar testimonios de un particular, cuando el Apóstol
dice lo mismo, afirmando que este fruto nos viene de la victoria de
nuestro Señor Jesucristo, que estamos libres de la servidumbre a que
estábamos sujetos para siempre a causa del temor de la muerte (Heb.
2,15)'? Convino, pues.que Jesucristo venciese el temor que naturalmente
acongoja y angustia sin cesar a todos los hombres; lo cual no hubiera
podido realizarse, más que peleando. Y que la tristeza y angustia de
Jesucristo no fue corriente, ni concebida sin gran motivo, luego se verá
claramente.
En resumen, Jesucristo combatiendo contra el poder de Satanás, contra
el horror de la muerte, y contra los dolores del infierno alcanzó sobre ellos
la victoria y el triunfo, para que nosotros no temiésemos ya en la muerte
aquello que nuestro Príncipe y Capitán deshizo y destruyó.
1 Cfr. san Ambrosio, Sobre Jacob )' la Vida Bienaventurada, lib. 1, cap. 6,
392 LIBRO 11 - CAPiTULO XVI, XVII
CAPíTULO XVII
podido merecer ser tomado por el Verbo cae terno con el Padre en unidad
de Persona, para ser Hijo unigénito de Dios? Muéstrase, pues, en nuestra
Cabeza la misma fuente de gracia de la cual corren sus diversos arroyos
sobre todos sus miembros, a cada uno conforme a su medida. Con esta
gracia cada uno es hecho cristiano desde el principio de su fe, como por.
ella, desde que comenzó a existir, este hombre fue hecho Cristo". Y en
otro lugar}: "No hay ejemplo más ilustre de predestinación que el mismo
Mediador. Porque el que lo ha hecho hombre justo del linaje de David,
para que nunca fuese injusto, y ello sin mérito alguno precedente de su
voluntad, es el mismo que hace justos a los que eran injustos, haciéndolos
miembros de esa Cabeza".
Por tanto, al tratar del mérito de Jesucristo no ponemos el principio
de su mérito en Él, sino que nos remontamos al decreto de Dios, que es
su causa primera, en cuanto que por puro beneplácito y graciosa voluntad
lo ha constituido Mediador, para que nos alcanzase la salvación. Y por
ello, sin motivo se opone el mérito de Cristo a la misericordia de Dios.
Porque regla general es, que las cosas subalternas no repugnan entre sí.
Por eso no hay dificultad alguna en que la justificación de los hombres
sea gratuita por pura misericordia de Dios, y que a la vez intervenga el
mérito de Jesucristo, que está subordinado a la misericordia de Dios.
En cambio, a nuestras obras ciertamente se oponen, tanto el gratuito
favor de Dios, como la obediencia de Cristo, cada uno de ellos según su
orden. Porque Jesucristo no pudo merecer nada, sino por beneplácito
de Dios, en cuanto estaba destinado para que con su sacrificio aplacase
la ira de Dios y con su obediencia borrase nuestras transgresiones.
En suma, puesto que el mérito de Jesucristo depende y procede de la
sola gracia de Dios, la cual nos ha ordenado esta manera de salvación,
con toda propiedad se opone a toda justicia humana, no menos que a
la gracia de Dios, que es la causa de donde procede.
(Gál. 4, 4). ¿A qué fin esta sumisión, si no nos hubiera adquirido la justi-
cia, obligándose a cumplir y pagar lo que nosotros en manera alguna
podíamos cumplir ni pagar?
De ahí procede la imputación de la justicia sin obras, de que habla
san Pablo; a saber, que Dios nos imputa y acepta por nuestra la justicia
que sólo en Cristo se halla (RomA,5-8). Y la carne de Cristo, no por
otra razón es llamada mantenimiento nuestro que porque en Él encontra-
mos sustancia de vida (1n. 6,55). Ahora bien, esta virtud no procede sino
de que el Hijo de Dios fue crucificado como precio de nuestra justicia,
o como dice san Pablo, que "se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda
y sacrificio a Dios en olor fragante" (Ef. 5,2). Yen otro lugar, que "fue
entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justifi-
cación" (RomA, 25).
De aqui se concluye que por Cristo no solamente se nos da la salva-
ción, sino que también el Padre en atención a Él nos es propicio y
favorable. Pues no hay duda alguna de que se cumple enteramente en el
Redentor lo que Dios anuncia figuradamente por el profeta Isaías: Yo
lo haré por amor de mí mismo, y por amor de David mi siervo (Is. 37,35).
De lo cual es fiel intérprete san Juan, cuando dice: "vuestros pecados os
han sido perdonados por su nombre" (1 Jn.2,12); porque aunque no
pone el nombre de Cristo, Juan, según lo tiene por costumbre, lo insinúa
con el pronombre Él. Yen este mismo sentido dice el Señor: Como yo
vivo por el Padre, asimismo vosotros vi viréis por mí (Jn. 6, 57). Con lo
cual concuerda lo que dice san Pablo: "Os es concedido a causa de
Cristo, no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis por él"
(Flm.I,29).
DE LA MANERA DE
PARTICIPAR DE LA GRACIA DE JESUCRISTO.
FRUTOS QUE SE OBTIENEN DE ELLO
Y EFECTOS QUE SE SIGUEN
LIBRO 111 - CAPÍTULO I 401
CAPÍTULO PRIMERO
J. Por el Espíritu Santo, Cristo nos une a Él y nos comunica sus gracias
Hemos de considerar ahora de qué manera los bienes que el Padre
ha puesto en manos de su Unigénito Hijo llegan a nosotros, ya que Él
no los ha recibido para su utilidad personal, sino para SOCorrer y enrique-
cer con ellos a los pobres y necesitados.
Ante todo hay que notar que mientras Cristo está lejos de nosotros
y nosotros permanecemos apartados de Él, todo cuanto padeció e hizo
por la redención del humano linaje no nos sirve de nada, ni nos apro-
vecha lo más mínimo. Por tanto, para que pueda comunicarnos los bienes
que recibió del Padre, es preciso que Él se haga nuestro y habite en noso-
tros. Por esta razón es llamado "nuestra Cabeza" y "primogénito entre
muchos hermanos"; y de nosotros se afirma que somos "i njertados en
Él" (Rom.8,29; 1I, 17; Gál.3,27); porque, según he dicho, ninguna de
cuantas cosas posee nos pertenecen ni tenemos que ver con ellas, mien-
tras no somos hechos una sola cosa con Él.
Si bien es cierto que esto lo conseguimos por la fe, sin embargo, como
vemos que no todos participan indiferenciadarnente de la comunicación
de Cristo, que nos es ofrecida en el Evangelio, la razón misma nos invita
a que subamos más alto e investiguemos la oculta eficacia y acción del
Espíritu Santo, mediante la cual gozamos de Cristo y de todos sus bienes.
Ya he tratado l por extenso de la eterna divinidad y de la esencia del
Espíritu Santo. Baste ahora saber que Jesucristo ha venido con el agua
y la sangre, de tal manera que el Espíritu da también testimonio, a fin
de que la salvación que nos adquirió no quede reducida a nada. Porque
como san Juan alega tres testigos en el cielo: el Padre, el Verbo y el
Espíritu, igualmente presenta otros tres en la tierra: el agua, la sangre
y el Espíritu (1 Jn. 5, 7-8).
No sin motivo se repite el testimonio del Espíritu, que sentimos gra-
bado en nuestros corazones, como un sello que sella la purificación y el
sacrificio que con su muerte llevó a cabo Cristo. Por esta razón también
dice san Pedro que los fieles han sido "elegidos en santificación del Espí-
ritu, para obedecer y ser rodados con la sangre de Jesucristo" (1 Pe.J, 2).
Con estas palabras nos da a entender que nuestras almas S'Jn purificadas
por la incomprensible aspersión del Espíritu Santo con la sangre sacro-
santa, que fue una vez derramada, a fin de que tal derramamiento no
quede en vano. Y por esto también san Pablo, hablando de nuestra
purificación y justificación, dice que gozamos de ambas en el nombre
de Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios (1 Cor. 6, II).
Resumiendo: el Espíritu Santo es el nudo con el cual Cristo nos liga
firmemente consigo. A esto se refiere cuanto expusimos en el libro ante-
rior sobre su unción 2.
DE. LA FE.
DEFINICiÓN DE LA MISMA Y EXPOSICiÓN DE
SUS PROPIE.DADES
J. INTRODUCCiÓN
Sin la Palabra no hay fe. En primer lugar hemos de advertir que hay
una perpetua correspondencia entre la fe y la Palabra o doctrina; y que
no se puede separar de ella, como no se pueden separar los rayos del
sol que los produce. Por esto el Señor exclama por Isaías: "Oíd, y vivirá
vuestra alma" (15.55,3). También san Juan muestra que tal es la fuente
de la fe, al decir: "Estas (cosas) se han escrito para que creáis" (Jn. 20,31).
Y el Profeta, queriendo exhortar al pueblo a creer, dice: "Si oyereis hoy
su voz" (Sal. 95,8). En conclusión: esta palabra "oír" se toma a cada
paso en la Escritura por "creer". Y no en vano Dios por balas distingue
a los hijos de la Iglesia de los extraños a ella;' precisamente por esta nota:
"Y todos tus hijos serán enseñados por Jehová" (Is. 54,13). (Porque si
este beneficio fuese general, ¿con qué propósito dirigir tal razonamiento
a unos pocos?)!.
Está de acuerdo con ello el hecho de que los evangelistis pnngan
corrientemente estos dos términos, "fieles" y "discípulos", corno sinóni-
mas, principalmente Lucas en los Hechos de los Apóstoles; e incluso en
el capítulo noveno lo aplica a una mujer (Hch.6,1-2.7;9,1.1O.19.25-
26.36.38; 11,26.29; 13,52; 14,20.22.28; 20,1).
Por ello, si la fe se aparta por poco que sea de este blanco al que debe
tender, pierde su naturaleza, y en vez de fe, se reduce a una confusa
credulidad, a un error vacilante del entendimiento. Esta misma Palabra
es el fundamento y la base en que se asienta la fe; si se aparta de ella,
se destruye a sí misma. Quitemos, pues, la Palabra, y nos quedaremos
al momento sin fe.
1 Para la teologia tomista, que distingue la "materia" y la "forma", segun los princi-
pios de Aristóteles, la fe puede existir como materia, sin haber recibido su forma,
que es la caridad (Gál. 5,6). Una fc "informe" (o informada) es la que solamente
cree intelectualmente, como la de los demonios de Santiago 2,19, Una fe "formada"
por la caridad es una fe verdadera, una fe viva. Cfr. P. Lombardo. Libro de las
Sentencias, III, disto 23, cap. 4 y ss., etc.
z Institucion, IIl, XI, 20.
LIBRO 111 - CAPÍTULO 1I 413
9. Los que suelen alegar las palabras de san Pablo: "si tuviese toda la
fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada
soy" (l Cor.13,2), queriendo ver en estas palabras una fe informe, sin
caridad, no comprenden lo que entiende el Apóstol en este lugar por fe.
Habiendo tratado, en efecto, en el capítulo precedente de los diversos
dones del Espiritu, entre los cuales enumeró la diversidad de lenguas,
las virtudes y la profecia, y después de exhortar a los corintios a que se
aplicasen a cosas más excelentes y provechosas que éstas; a saber, a
aquellas de las que puede seguirse mayor utilidad y provecho para toda
la Iglesia, añade: "mas yo os muestro un camino aún más excelente"
(l Cor.12, 10.31); a saber, que todos estos dones, por más excelentes
que sean en si mismos, han de ser tenidos en nada si no sirven a la cari-
dad, ya que ellos son dados para edificación de la Iglesia, y si no son
empleados en servicio de ella pierden su gracia y su valor.
414 LIBRO 111 - CAPÍTULO 11
Para probar esto emplea una división, repitiendo los mismos dones
que antes había nombrado, pero con nombres diferentes. Así, a lo que
antes habia llamado virtudes lo llama luego fe, entendiendo por ambos
términos el don de hacer milagros. Como quiera pues, que esta facultad
sea llamada virtud o fe, y sea un don particular de Dios que cualquier
hombre, por impío que sea, puede tener y abusar de él, como por ejemplo
el don de lenguas, de profecía, u otros dones, no es de extrañar que esté
separada de la caridad.
Todo el error de éstos consiste en que, teniendo el vocablo "fe" tan
diversos significados, omiten esta diversidad y discuten acerca de él como
si no tuviera más que un único sentido. El texto de Santiago que alegan
en defensa de su error, será explicado en otro lugar. 1
Aunque concedemos, por razón de enseñanza, que hay muchas clases
de fe cuando queremos demostrar el conocimiento que de Dios tienen
los impios, no obstante reconocemos y admitimos con la Escritura una
sola fe para los hijos de Dios.
b, La fe histórica
Es verdad que hay muchos que creen en un solo Dios y piensan que
lo que se refiere en el Evangelio y en el resto de la Escritura es verdad,
según el mismo criterio con que se suele juzgar la verdad de las historias
que refieren cosas pasadas, o lo que se contempla con los propios ojos.
c. Fe temporal
Algunos van aún más allá, pues teniendo la Palabra de Dios por
oráculo indubitable, no menosprecian en absoluto sus mandamientos,
y hasta cierto punto se sienten movidos por sus amenazas y promesas.
Se dice que esta clase de personas no están absolutamente despro-
vistas de fe, pero hablando impropiamente; sólo en cuanto que no
impugnan con manifiesta impiedad la Palabra de Dios, ni la rechazan
o menosprecian, sino que más bien muestran una cierta apariencia de
obediencia.
de haber echado raíces (Le, 8,7. 13 . 14). N o dudamos que éstos, movidos
por un cierto gusto de la Palabra, la desearon, y sintieron su divina virtud;
de tal manera que no solamente engañan a los demás con su hipocresía,
sino también a su propio corazón. Porque ellos están convencidos de
que la reverencia que otorgan a la Palabra de Dios es igual que la piedad,
pues creen que la única impiedad consiste en vituperar o menospreciar
abiertamente la Palabra.
Ahora bien, esta recepción del Evangelio, sea cual sea, no penetra
hasta el corazón ni permanece fija en él. Y aunque algunas veces parezca
que ha echado raíces, sin embargo no se trata de raíces vivas. Tiene el
corazón del hombre tantos resquicios de vanidad, tantos escondrijos de
mentira, está cubierto de tan vana hipocresía, que muchísimas veces se
engaña a si mismo. Comprendan, pues, los que se glorian de tales apa-
riencias y simulacros de fe, que respecto a esto no aventajan en nada al
diablo (Sant.2,19). Cierto que los primeros de quienes hablamos son
muy inferiores a éstos, pues permanecen como insensibles oyendo cosas
que hacen temblar a los mismos diablos; los otros en esto son iguales a
ellos, pues el sentimiento que tienen, en definitiva se convierte en terror
y espanto.
1 Calvino habla aquí de aquellos que a veces son llamados "justos temporales", justos
que no 10 son más que por algún tiempo. - Es necesario subrayar esta mención,
porque los jansenistas han echo siempre hincapié en esta cuestión de los justos
temporales para separarse de los calvinistas, reprochándoles el no admitida. Cfr.
Arnauld, Le Renversement de la Morale par les erreurs des Calvinistes touchant a
la justification, p. 497. Calvino ha respondido de antemano en las llneas siguientes
a sus objeciones sobre la seguridad de la salvación.
416 LIBRO 111 - CAPÍTULO 11
raíces vivas: por algún tiempo no solamente echará hojas y flores, sino
incluso producirá fruto; sin embargo con el tiempo se va secando hasta
que muere.
En suma, sí la imagen de Dios puede ser arrojada y borrada del enten-
dimiento y del alma del primer hombre a causa de su rebeldía, no es de
extrañar que Dios ilumine a los réprobos con ciertos destellos de su
gracia, y luego permita que se apaguen. Ni hay tampoco obstáculo
alguno para que conceda a algunos una cierta noticia de su Evangelio,
y luego desaparezca; y en cambio la imprima en otros de tal manera,
que nunca jamás se vean privados de ella.
De cualquier manera, debemos tener por incontrovertible que, por
pequeña y débil que sea la fe en los elegidos, como el Espíritu Santo les
sirve de arras y prenda infalible de su adopción, jamás se podrá borrar
de sus corazones lo que Él ha grabado en ellos. En cuanto a la claridad
de los réprobos, finalmente se disipa y perece, sin que podamos decir
por ello que el Espíritu Santo engaña a ninguno, puesto que no vivifica
la simiente que deja caer en sus corazones para preservarla incorruptible,
como en los elegidos.
no que ellos lo finjan así delante de los hombres, sino que, impulsados
por un celo repentino, se engañan a sí mismos con una falsa opinión,
y no hay duda que son mantenidos en esa pereza y torpeza a fin de que
no examinen su corazón como deben. Es probable que pertenecieran a
este número aquellos de quienes habla san Juan, cuando dice que Jesús
mismo no se fiaba de ellos, aunque creían en Él, porque conocía a todos,
y sabia lo que había en el hombre (1n.2,24--25).
Si muchos no decayesen de la fe común - la llamo común por la afini-
dad y semejanza que existe entre la fe temporal, vana y caduca, y la fe
viva y permanente -, Jesucristo no hubiera dicho a sus discípulos: "Si
vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discí-
pulas; y conoceréi s la verdad, y la verdad os hará libres" (J n. 8,31). Él
se dirige a los que habían abrazado su doctrina, y les exhorta a que
vayan adelante en la fe, a fin de no extinguir con su negligencia la luz
que se les había dado. Por eso san Pablo reserva la fe a los escogidos
(Tit.l,I), como un tesoro particular de los mismos, dando a entender
que muchos la abandonan por no estar bien arraigada en sus corazones.
Pues, como dice Cristo en san Mateo: "Toda planta que no plantó mí
Padre celestial, será desarraigada" (Mt. 15,13).
d. La fe de los hipócritas
Hay otros, con errores mucho peores y mayores, que no se avergüen-
zan de burlarse de Dios y de los hombres. Contra esta clase de hombres,
que impíamente profanan la fe con falsos pretextos, habla ásperamente
Santiago (5ant.2, 14). Ni tampoco san Pablo pediría a los hijos de Dios
una fe sin ficción, de no ser porque muchos osadamente se arrogan lo
que no tienen, y con vanas apariencias engañan al mundo, y a veces
incluso a si mismos. Por eso compara la buena conciencia a un cofre
en el cual se guarda la fe, asegurando que muchos naufragaron en la fe,
porque no la guardaron en el cofre de la buena conciencia (1 Tim. 1, 5. 19).
va siempre unida a la fe, puesto que pone fuera de toda duda la bondad
de Dios, cual nos es propuesta. Pero esto no se puede conseguir sin que
sintamos verdaderamente su dulzura y suavidad, y la experimentemos
en nosotros mismos. Por lo cual el Apóstol deduce de la fe la confianza,
y de la confianza la osadía, diciendo que por Cristo "tenemos seguridad
y acceso con confianza por medio de la fe en él" (EL3, 12). Con estas
palabras prueba que no hay verdadera fe en el hombre, más que cuando
libremente y con un corazón pletórico de seguridad osa presentarse ante
el acatamiento divino; osadía que no puede nacer más que de una abso-
luta confianza en nuestra salvación y en la benevolencia divina. Lo cual
es tan cierto, que muchas veces el nombre de fe se toma como sinónimo
de confianza.
didas la fe sostiene los corazones de los fieles. Como la palma, que resiste
todo el peso que le ponen encima y se yergue hacia lo alto, así David,
cuando parecía que iba a hundirse, reaccionando con enojo contra su
propia debilidad no desiste de levantarse hasta Dios. El que luchando
contra su propia flaqueza se esfuerza en sus penalidades por perseverar
en la fe e ir siempre adelante, éste tiene conseguido lo más importante
y ha obtenido la mayor parte de la victoria. Es lo que se deduce de este
pasaje de David: "Aguarda a Jehová; esfuérzate, y aliéntese tu corazón;
sí, espera a Jehová" (Sal. 27, 14). Se acusa a sí mismo de timidez, y al
repetir una misma cosa dos veces confiesa que está sometido a numerosas
perturbaciones. Sin embargo, no solamente se siente descontento de sus
vicios, sino que se anima y esfuerza en corregirlos.
Si se compara, por ejemplo, con el rey Acaz, se verá perfectamente la
diferencia entre ambos. El profeta Isaias es enviado para poner remedio
al terror que se había apoderado de aquel rey hipócrita e impío, y le
habla de esta manera: "Guarda, y repósate; no temas" (ls.7,4). Mas, ¿qué
hace Acaz? Como su corazón, según se ha dicho, estaba alborotado, cual
suelen ser agitados de un lado para otro los árboles del monte, él, aun-
que recibe la promesa, no deja de temblar. Es, pues, el salario propio y
el castigo de la infidelidad temblar de tal manera que, en la tentación, el
que no busca la puerta de la fe, se aparta de Dios. Al contrario, los fieles,
aunque se ven agobiados y casi oprimidos por las tentaciones, cobran
ánimo y se esfuerzan en vencerlas, bien que no 10 consigan sin gran
trabajo y dificultad. Y como conocen su propia flaqueza, oran con el
Profeta: "No quites de mi boca en ningún tiempo la palabra de verdad"
(Sal. I 19,43), con lo cual se nos enseña que los fieles a veces se quedan
mudos, como si su fe fuera destruida, pero que a pesar de ello, no des-
mayan ni vuelven las espaldas como gentes derrotadas, sino que prosiguen
y van adelante en el combate y orando recuerdan su torpeza, por lo
menos para no caer en la locura de vanagloriarse.
1 El mismo Calvino dice en su A dí'; , {J 10.\ ministros de Ginebra: "He vivido aqui en
medio de combates sorprendentes". Opera Calvini, J X, 891.
426 LIBRO 111 - CAPíTULO 11
y esto es tan cierto, que los santos jamás encuentran mayor motivo y
ocasión de desesperar que cuando sienten, al juzgar por los aconteci-
mientos, que la mano de Dios se alza para destruirlos. Sin embargo,
Job afirma: "aunque él me matare, en él esperaré" (Job 13, 15).
Ciertamente todo sucede así. La incredulidad no reina dentro del cora-
zón de los fieles, sino que los acomete desde fuera; ni los hiere con sus
dardos mortalmente, sino que únicamente los molesta, o de tal manera
los hiere que la herida admite curación. Porque la fe, como dice san
Pablo, nos sirve de "escudo" (EL 6,16). Poniéndola, pues, de escudo
recibe los golpes, evitando que nos hieran totalmente, o al menos los
quebranta de modo que no penetren en el corazón. Por tanto, cuando
la fe es sacudida, es como si un esforzado y valiente soldado se viese
obligado, al recibir un fuerte golpe, a retirarse un poco; y cuando la fe
misma es herida, es como cuando del escudo del soldado, por el gran
golpe recibido, salta algún trozo, sin que sea por completo roto y tras-
pasado. Porque el alma fiel siempre podrá decir con David: "Aunque
ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú
estás conmigo" (Sal. 23,4). Ciertamente es cosa que aterra andar por
oscuridades de muerte; y por muy fuertes que sean los fieles, no podrán
por menos de temerlas; mas como se impone en su espíritu el pensamiento
de que tienen a Dios presente y que se cuida de su salvación, esta seguri-
dad vence al temor. Porque, como dice san Agustín t, por muy grandes
que sean las maquinaciones y asaltos que el Diablo dirija contra nosotros,
mientras no se apodere de nuestro corazón en el cual reina la fe, es expul-
sado fuera.
Asimismo, a juzgar por la experiencia, no solamente salen los fieles
victoriosos de todos los asaltos, de tal manera que, apenas recobrados,
ya están de nuevo preparados para renovar la batalla, sino que también
se cumple en ellos lo que afirma san Juan: "ésta es la victoria que ha
vencido al mundo, nuestra fe" (1 Jo. 5,4). No afirma que saldrá victo-
riosa solamente en una batalla, ni en tres o cuatro, sino que triunfará
frente a todo el mundo, todas y cuantas veces fuere atacada por él.
27. El testimonio de san Juan: "En el amor no hay temor, sino que el
perfecto amor echa fuera el temor" (1 ln.4, 18), no se opone a lo
que decimos, dado que él se refiere al temor de la incredulidad, muy
distinto del temor de los fieles. Porque los impíos no temen a Dios por
no ofenderle, si lo pudieran hacer sin ser castigados; sólo porque saben
que es poderoso para vengarse sienten horror cada vez que oyen hablar
de su cólera; y temen su ira, porque saben que les está inminente y ame-
naza con destruirlos.
Por el contrario, los fieles, según hemos dicho, temen mucho más
ofender a Dios, que el castigo que han de padecer por ello; y la amenaza
de la pena no los aterra, como si ya estuviera próximo el castigo, sino
que los mueve para no incurrir de nuevo en él. Por eso el Apóstol, hablan-
do a los fieles, dice; "Nadie se engañe con palabras vanas, porque por
estas cosas viene la ira de Dios" (EfA,6). No los amenaza con que la ira
de Dios vendrá sobre ellos, sino que los exhorta a considerar que la ira de
Dios está preparada para destruir a los impíos a causa de los enormes
pecados que antes expone, para que no les toque experimentarla en si
mismos.
Rara vez suele acontecer que los réprobos se despierten y se sientan
movidos por simples amenazas; más bien, endurecidos en su negligencia,
aunque Dios haga caer rayos del cielo, con tal que no sean más que
palabras, se endurecen más en su contumacia. Pero cuando sienten los
golpes de su mano, se ven forzados, mal de su grado, a temer. A este
temor comúnmente se le llama servil, para diferenciarlo del temor volun-
tario y libre, cual debe ser el de los hijos para con sus padres.
Otros sutilmente introducen una tercera especie de temor, en cuanto
que el temor servil y la fuerza, a veces preparan el corazón para que
voluntariamente lleguemos a temer a Dios.
reconciliado con nosotros, no hay motivo para temer que no nos haya
de ir todo bien. Por eso la fe, al conseguir el amor de Dios, tiene las
promesas de la vida presente y futura, y la firme seguridad de todos los
bienes tal como se puede tener por la palabra del Evangelio. Porque
con la fe no se promete evidentemente ni una larga vida en este mundo,
ni honra, ni hacienda y riquezas - puesto que el Señor no ha querido
ofrecernos ninguna de estas cosas -, sino que se da por satisfecha con la
certeza de que, por grande que sea la necesidad que tengamos de las
cosas precisas para vivir en este mundo, Dios no nos faltará jamás.
De todas formas, la principal seguridad de la fe se refiere a la esperanza
de la vida futura, que se nos propone en la Palabra de Dios de manera
indubitable.
Sin embargo, todas cuantas miserias y calamidades pueden acontecer
en esta vida presente a los que Dios ha unido a sí con el lazo de su amor,
no pueden ser obstáculo a que su benevolencia les sea felicidad perfecta
y plena. Por eso, cuando quisimos exponer en qué consiste la suma de
la felicidad, pusimos la gracia de Dios como manantial del que proviene
todo género de bienes. Y esto se puede ver a cada paso en la Escritura,
pues siempre nos remite al amor que Dios nos tiene, no solamente cuando
se refiere a la salvación, sino cuando se trata de cualquier bien nuestro.
Por esta razón David asegura que cuando el hombre siente en su corazón
la bondad divina, es más dulce y deseable que la misma vida (SaI.63,3).
En fin, si tuviéramos en grandísima abundancia cuanto deseamos, mas
no estuviéramos seguros del amor o del odio de Dios, nuestra felicidad
seria maldita, y por tanto desdichada. Mas si Dios nos muestra su rostro
de Padre, aun las mismas miserias nos serán motivo de felicidad, pues
se convertirán en ayuda para la salvación. Así san Pablo, acumulando
todas las adversidades que nos pueden acontecer, con todo se gloria de
que ellas no pueden separarnos del amor de Dios (Rom.8,3S). Yen sus
oraciones siempre comienza por la gracia, de la que se deriva toda pros-
peridad, Asimismo, David opone únicamente el favor y amparo de Dios
a todos los terrores que pueden perturbarnos: .. Aunque ande en el valle
de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo"
(Sa l. 23,4). Por el con tra rio, no podemos por menos que sentimas inq uietos
y vacilantes a no ser que, satisfechos con la gracia de Dios, busquemos
en ella la paz, totalmente persuadidos de lo que dice el Profeta: "Bien-
aventurada la nación cuyo Dios es Jehová, el pueblo que él escogió como
heredad para sí" (Sal. 33, 12).
cuanto que nos remiten a nuestras obras, no prometen más vida que la
que podemos cncon tra r en nosot ros m isrnos.
Por tanto, si no queremos que la fe ande oscilando de un lado a otro,
debemos apoyarla en la promesa de salvación, que el Señor nos promete
en su benevolencia y liberalidad, y más en consideración a nuestra miseria
que a nuestra dignidad. Por eso san Pablo atribuye al Evangelio de modo
particular el título de "palabra de fe" (Rorn. 10,8); título que no concede
ni a los mandamientos, ni a las promesas de la Ley. Y la razón es que
no hay nada que pueda fundamentar la fe, sino esta munítica embajada
de la benignidad de Dios por la cual reconcilia al mundo consigo (2 Cor.
5,18-20). De ahí la correspondencia que muchas veces pone entre la fe
y el Evangelio; como cuando dice que el ministerio del Evangelio le ha
sido confiado, para que se obedezca a la fe; y que "es poder de Dios
para salvación a todo aquel que cree"; y que "en el evangelio la justicia
de Dios se revela por fe y para fe" (Rom.I,5.l6.17). Y no es de mara-
villar, porque siendo el Evangelio ministerio de reconciliación de Dios
con nosotros, no hay testimonio alguno más suficiente de la benevolencia
de Dios hacia nosotros, cuyo conocimiento busca la fe (2 COL S, 18).
Al decir, pues, que la fe ha de apoyarse en la promesa gratuita, no
negamos que los fieles admitan y reverencien por completo la Palabra
de Dios; únicamente señalamos como fin propio, al que la fe ha de
tender siempre, la promesa de la misericordia. Los fieles han de reconocer
también a Dios por Juez y castigador de los malhechores; sin embargo
han de poner sus ojos especialmente en su clemencia; puesto que les es
presentado como benigno y misericordioso, tardo a la ira e inclinado a
hacer bien, suave y dulce para todos, y que derrama su misericordia sobre
todas sus obras (Sal. 86, 5; 103,8 Y ss.; 145,8 Y ss.),
) Pighius (Albert Pighi), teólogo de Lovaina, consejero del Papa, con quien Calvino
se encontró en el Coloquio de Ratisbona en 1541. Calvirio refutó sus controversias
contra los reformadores en su Tratado sobre el Arbitrio Senil, contra fas Calumnias
de AliJer( Pighius, 1543, Opera Falvini, l. VI, 225--404.
a lnstitucion, 111. u, 7.
434 LIBRO 111 - CAPiTULO [1
y que fue principio y causa de aquel acto. Sin embargo, Rebeca muestra
con ello cuán deleznable es el entendimiento humano y cuánto se aparta
del recto camino tan pronto como se permite, por poco que sea, intentar
alguna cosa por sirnixmo. Mas, si bien la falta y flaqueza no sofocan del
todo la fe, se nos pone en guardia para que con toda solicitud estemos
pendientes de los labios de Dios. Al mismo tiempo se confirma lo que
hemos dicho: que 1a fe, si no se apoya en 1a Palabra, se des vanece pronto;
como se hubiera desvanecido el espíritu de Sara, de Isaac y de Rebeca,
de no haber sido retenidos por un secreto freno en la obediencia de la
Palabra.
32. jo. La promesa gratuita, en la cual se funda la fe, nos es liada por
Jesucristo
Además, no sin razón incluimos todas las promesas en Cristo, pues
el Apóstol hace consistir todo el Evangelio en conocer a Cristo (Rorn.
1.17); Y en otro lugar enseña que "todas las promesas de Dios son en
él Sí, Yen él Amén" (2 Cor.T, 20); es decir, ratificadas. La razón es muy
clara. Si Dios promete alguna cosa, muestra con ella su benevolencia
para con nosotros, por lo que no hay promesa alguna suya que no sea
un testimonio y una certificación de su amor.
Nada dice contra esto el que los impíos, cuanto mayores y más con-
tinuos beneficios reciben de la mano de Dios, se hagan más culpables y
dignos de mayor castigo. Porque, como no comprenden o no reconocen
que los bienes que poseen les vienen de la mano de Dios, o si lo reconocen
no consideran su bondad, no pueden comprender la misericordia de Dios
más que los animales brutos, que de acuerdo con su naturaleza gozan
del mismo fruto de Su liberalidad sin pensar en ello.
Tampoco se opone a ello, el que muchas veces menosprecien las pro-
mesas que se les hacen, acumulando sobre sus cabezas por ello un castigo
mucho mayor. Porque, aunque la eficacia de las promesas quedará final-
mente patente cuando las crearnos y aceptemos por verdaderas, sin em-
bargo su virtud y propiedad jamas se extingue a causa de nuestra incre-
dulidad e ingratitud.
Por tanto el Señor, al convidamos con sus promesas a que recibamos
los frutos de su liberalidad, y los consideremos y ponderemos como es
debido, juntamente con ello nos demuestra su amor. Por eso hay que
volver sobre este punto: que toda promesa de Dios es una prueba del
amor que nos profesa. Ahora bien, es indudable que nadie es amado
por Dios sino en Cristo. Él es el hijo amado en quien tiene todas sus
com placencias (M t. 3, 17; 17,5); y de Él se nos com unica n a nosotros,
como lo enseña san Pablo: "nos hizo aceptos en el amado" (Ef.l,6).
Es necesario. pues, que por su medio e intercesión llegue su gracia a
nosotros. Por eso el Apóstol en otro lugar 10 llama "nuestra paz"
(Ef. 2, 14), Yen otro pasaje lo presenta como un vínculo con el cual Dios,
por su amor paterno, se une a nosotros (Rom. 8, 3). De donde se sigue
que debemos poner nuestros ojos en Él, siempre que se nos propone
alguna promesa, y que san Pablo no se expresa mal cuando dice que
todas las promesas de Dios se confirman y cumplen en Él (Rom. 15,8).
Parece que algunos ejemplos impugnan esto. No es verosímil que
LIBRO 111 - CAPiTULO 11 437
34. Este error es fácil de refutar. Como dice san Pablo, si nadie puede
ser testigo de la voluntad del hombre más que el espíritu que está en
él (1 Coro2,11), ¿cómo las criaturas podrán estar seguras de la voluntad
de Dios? Y si la verdad de Dios nos resulta dudosa aun en aquellas mis-
mas cosas que vemos con los ojos, ¿cómo puede sernos firme e indubitable
cuando el Señor nos promete cosas que ni el ojo ve, ni el entendimiento
puede comprender? Tan por debajo queda la sabiduría humana en estas
cosas, que el primer paso para aprovechar en la escuela de Dios, es
renunciar a ella. Porque ella, a modo de un velo, nos impide comprender
los misterios de Dios, los cuales sólo a los niños les son revelados
(Mt. 11,25; Le, 10,21). Porque ni la carne ni la sangre los revela (Mt.
16, 17), ni "el hombre natural percibe las cosas que son del Espíritu de
Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han
de discernir espiritualmente" (1 Coro2,14).
Por lo tanto, tenemos necesidad de la ayuda del Espíritu Santo, o por
mejor decir, solamente su virtud reina aquí. No hay hombre alguno que
conozca la mente de Dios, ni que haya sido su consejero (Rom.Il,34);
sólo "el Espíritu lo escudriña todo, aun lo profundo de Dios" (l Cor.
2,10.16); Y por Él entendemos nosotros la voluntad de Cristo. "Ninguno
puede venir a mí", dice el Señor, "si el Padre que me envió no lo trajere".
Así que todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de Él, viene a mí. No
que alguno haya visto al Padre, sino aquel que vino de Dios" (1n.6,
44.46).
Por tanto, así como de no ser atraídos por el Espíritu de Dios, no pode-
mos en manera alguna llegar a Dios, del mismo modo, cuando somos
atraídos por Él, somos completamente levantados por encima de nuestra
LIBRO 111 - CAPITULO 11 439
1 Sermón CXXXI.
440 LIBRO 111 - CAPíTULO t t
1 Sermán CLXV, 5.
, Sección 17 del presente capítulo.
LIBRO 111 - CAPÍTULO 11 441
salmo: ..Guarda silencio ante Jehová, y espera en él" (Sal. 37,7). Con
lo cual está de acuerdo el Apóstol en la Epístola a los Hebreos: "Os es
necesaria la paciencia", etc. (Heb. 10,36).
41. La fe y la esperanza
Por tanto, a mi parecer la naturaleza de la fe no se puede explicar
más claramente que por la sustancia de la promesa, en la cual, a modo
de un firme fundamento, de tal manera se apoya, que si se suprimiera,
se vendría a tierra por completo, o mejor dicho, se reduciría a nada. Por
esto he deducido de la promesa la definición que he propuesto de la fe;
la cual, sin embargo no se diferencia de la definición o descripción que
444 LIBRO 111 - CAPíTULO 11
1 Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. 111, dist, 25; Buenaventura, Comenta-
rios a las Sentencias, III, dist, 36, art. I ...
LIBRO 111 - CAPíTULO 11 445
(2 Cor. 1,12), consiste, a mi parecer, en tres puntos. Primeramente, y ante
todo, es necesario que creas que tú no puedes alcanzar perdón de los
pecados sino por la gratuita misericordia de Dios; en segundo lugar, que
no puedes en absoluto tener cosa alguna que sea buena, si Él mismo no
te la ha concedido; lo tercero y último es que tú con ninguna buena obra
puedes merecer la vida eterna, sin que ella también te sea dada gratuita-
mente"l. Y poco después dice que estas cosas no bastan, sino que son
el principio de la fe; porque creyendo que los pecados no pueden ser
perdonados más que por Dios, hay que creer a la vez que nos son per-
donados, hasta que por el testimonio del Espíritu Santo estemos con-
vencidos de que nuestra salvación está bien asegurada; porque Dios
perdona los pecados, Él mismo da los méritos, Él mismo los galardona
con el prem io ; y no podemos pararnos en este principio o introducción" 2.
Pero de estas y otras cosas semejantes trataremos en otro lugar". Baste
de momento saber qué es la fe.
CAPiTULO III
l. El arrepentimiento es fruto de la fe
Jesucristo, dicen, y antes Juan Bautista, exhortaban al pueblo en sus
sermones al arrepentimiento, y sólo después anunciaban que el reino de
Dios estaba cercano (Mt.3,2; 4, 17). Alegan además que este mismo
encargo fue dado a los apóstoles, y que san Pablo, según lo refiere san
Lucas, siguió también este orden (Hch. 20,21).
Mas ellos se detienen en [as palabras como suenan a primera vista,
y no consideran el sentido de las mismas, y la relación que existe entre
ellas, Porque cuando el Señor y Juan Bautista exhortan al pueblo dicien-
do: "Arrepentíos, porq ue el reino de Dios está cerca", ¿no ded ucen ellos
la razón del arrepentimiento de la misma gracia y de la promesa de salva-
ción? Co n estas pala bras, pues, es ca mo si dijera n: Como quiera que el
reino de Dios se acerca, debéis arrepentiros. Y el mismo san Mateo,
después de referir la predicación de Juan Bautista, dice que con ello se
cumpl ió la profecía de 1saías sobre la voz que dama en el desierto:
"Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la soledad a nuestro
Dios" (ls.40,3). Ahora bien, en las palabras del profeta se manda que
esta voz comience por consolación y alegres nuevas.
Sin embargo, al afirmar nosotros que el origen del arrepentimiento
procede de la fe, no nos imaginamos ningún espacio de tiempo en el que
se engendre. Nuestro intento es mostrar que el hombre no puede arre-
pentirse de veras, sin que reconozca que esto es de Dios. Pero nadie
puede convencerse de que es de Dios, si antes no reconoce su gracia. Pero
todo esto se mostrará más claramente en el curso de la exposición.
Es posible que algunos se hayan engañado porque muchos son domi-
nados con el terror de la conciencia, o inducidos a obedecer a Dios antes
de que hayan conocido la gracia, e incluso antes de haberla gustado.
Ciertamente se trata de un temor de principiantes, que algunos cuentan
entre las virtudes, porque ven que se parece y acerca mucho a la ver-
dadera y plena obediencia. Pero aquí no se trata de las distintas maneras
de atraernos Cristo a sí y de prepararnos para el ejercicio de la piedad;
, Calvino habla aquí de los que eran llamados los libertinos espirituales, contra los
cuales escribió un tratado: Contra la secta fanática y furiosa de los libertinos que se
llaman espirituales, 1545, Opera Calvini, t. VI.
450 LIBRO IlJ - CAPiTULO 1Il
corazón" llega a los afectos más íntimos y secretos. Esta misma expre-
sión la emplean con frecuencia los profetas. Sin embargo, el Jugar donde
mejor podemos entender cuál es la verdadera naturaleza del arrepenti-
miento Jo tenemos en el capítulo cuarto de Jeremías, en el cual Dios
habla con su pueblo de esta manera: "Si te volvieres, oh Israel, dice
Jehová, vuélvete a mí ... Arad campo para vosotros, y no sembréis entre
espinos. Circuncidaos a Jehová, y quitad el prepucio de vuestro corazón"
(JerA, 1.3--4). Aquí vemos cómo dice que para vivir honestamente, ante
todo es necesario desarraigar la impiedad de lo íntimo del corazón. Y
para tocarles más vivamente, les advierte que es Dios con quien han de
entenderse, con el cual de nada sirve andar con tergiversaciones, pues Él
aborrece la doblez del corazón en el hombre.
Por esto se burla Isaias de las vanas empresas de los hipócritas, los
cuales ponían gran cuidado en las ceremonias en afectar un arrepenti-
miento externo, y mientras no se preocupaban en absoluto de romper
los lazos de iniquidad con que tenían atados a los pobres. Yen el mismo
lugar muestra admirablemente cuáles son las obras en las que propia-
mente consiste el arrepen timiento verdadero (1s. 58,5 - 7).
t Contra dos cartas de los pelagianos, IV, x, 27; IV, XI, 31.
, Sermón ct.v, l.
3 Latín: reatus; francés: imputatlon.
456 LIBRO 111- CAPÍTULO JII
del pecado que a la materia del mismo. Es cierto que Dios hace esto al
regenerar a los suyos, para destruir en ellos el reino del pecado, porque
los conforta con la virtud de su Espíritu, con la cual quedan como supe-
riores y vencedores en la lucha; pero el pecado solamente deja de reinar,
no de habitar. Por eso decimos que el hombre viejo es crucificado y que
la ley del pecado es destruida en los hijos de Dios (Rom.6,6); de tal
manera, sin embargo, que permanecen las reliquias del pecado; no para
dominar, sino para humillarnos con el conocimiento de nuestra debilidad.
Confesamos, desde luego, que estas reliquias del pecado no les son
imputadas a los fieles, igual que si no estuvieran en ellos; pero a la vez
afirmamos que se debe exclusivamente a la misericordia de Dios el que
los santos se vean libres de esta culpa, pues de otra manera serían con
toda justicia pecadores y culpables delante de Dios.
y no es dificil confirmar esta doctrina, pues tenemos clarísimos testi-
monios de la Escritura que la prueban. ¿Queremos algo más claro que
lo que san Pablo dice a los romanos (Rom. 7,6.14--25)? En primer lugar
ya hemos probado que se refiere al hombre regenerado; y san Agustín
lo confirma también con firmísimas razones. Dejo a un lado el hecho
de que él emplea estos dos términos: mal y pecado. Por más que nuestros
adversarios cavilen sobre ellos, ¿quién puede negar que la repugnancia
contra la Ley de Dios es un mal y un vicio? ¿Quién no concederá que
hay culpa donde existe alguna miseria espiritual? Ahora bien, de todas
estas maneras llama san Pablo a esta enfermedad l.
Existe además una prueba certísima tomada de la Ley de Dios, con
la que se puede solucionar toda esta cuestión en pocas palabras. La Ley
nos manda que amemos a Dios con todo el corazón, con toda la mente,
y con toda el alma (Mt. 22,37). Puesto que todas las facultades de nuestra
alma deben estar totalmente ocupadas por el amor a Dios, es evidente
que no cumplen este mandamiento aquellos que son capaces de concebir
en su corazón el menor deseo mundano, o pueden admitir en su entendi-
miento algún pensamiento que les distraiga del amor de Dios y los lleve
a la vanidad. Ahora bien, ¿no pertenece al alma ser alterada por movi-
mientos repentinos, aprehender con los sentidos y concebir con el enten-
dimiento? ¿Y no es señal evidente de que hay en el alma unas partes
vaelas y desprovistas del amor de Dios, cuando en tales afecciones se
encierran vanidad y vicio? Por tanto, todo el que no admita que todos los
apetitos de la carne son pecado, y que esta enfermedad de codiciar que
en nosotros existe, y que es el incentivo del pecado, es el manantial y la
fuente del pecado, es necesario que niegue que la transgresión de la Ley
es también pecado.
/2. Las faltas y las debilidades de los creyentes siguen siendo verdaderos
pecados
Si a alguno le parece que está del todo fuera de razón condenar de
esta manera en general todos los deseos y apetitos naturales del hombre,
puesto que Dios, autor de su naturaleza, se los ha otorgado, respondemos
1 El francés: "Ahora bien, san Pablo dice que rodas estas cosas están comprendidas
en la corrupción de que hablamos".
LIBRO 111 - CAPíTULO 111 457
escapar sin castigo. De muy distinta manera procede David, quien libre-
mente aumenta su culpa, porque infectado desde su misma niñez, no
había dejado de añadir pecados sobre pecados. Y en otro lugar examina
también su vida pasada, para lograr de esta manera de Dios el perdón
de los pecados que había cometido en su juventud (SaI.25, 7). Realmente,
sentiremos que nos hemos despertado del sueño de la hipocresía cuando,
gimiendo bajo el peso de nuestros pecados y llorando nuestra miseria,
pedimos a Dios que nos los perdone.
movidos por el celo de la Ley; pero es también cierto que otros, con
malicia e impiedad ciertas se irritaban contra el mismo Dios, quiero decir,
contra la doctrina que no ignoraban que procedía de Dios. Tales fueron
los fariseos, contra los cuales dice Cristo que para rebajar la virtud del
Espíritu Santo, la infamaban como si procediera de Beelzebú (Mt.9,34;
12,24). Por tanto, hay espíritu de blasfemia cuando el atrevimiento es
tanto que adrede procura destruir la gloria de Dios. Así lo da a entender
san Pablo al decir por contraposición que él fue recibido a misericordia,
porque lo hizo por ignorancia, en incredulidad (1 Tirn.I, 13). Si la igno-
rancia acompañada de incredulidad hizo que él alcanzase perdón, se
sigue que no hay esperanza alguna de perdón cuando la incredulidad
procede de conocimiento y de malicia deliberada.
tratar del sacrificio de Cristo -, sino que asegura que no queda sacrificio
alguno cuando este sacrificio es desechado. Y se desecha, cuando deli-
beradamente se rechaza la verdad del Evangelio.
25. Incluso cuando Dios pone en ellos su mirada, para dar ejemplo a los
otros, el arrepentimiento de los hipócritas permanece inaceptable
Sin embargo se podría preguntar - dado que el Apóstol niega que
Dios se aplaque por el arrepentimiento ficticio -, cómo Acab alcanzó el
perdón y escapó del castigo que Dios le tenía preparado (1 Re. 21,27-29);
cuando, por lo que sabemos, no cambió de vida, sino que únicamente
fue un momentáneo terror lo que sintió. Es verdad que se vistió de saco,
y echó ceniza sobre su cabeza, y se postró en tierra, y que como lo atesti-
gua la misma Escritura, se humilló delante de Dios; pero muy poco le
LIBRO 111 - CAPiTULO 111 471
CAPíTULO IV
INTROO U C CTÓN
1 San Gregorío Magno, Homilías sobre el Evangelio, lib. TI, horno 14, 15; en Pedro
Lombardo. Libro de las Sentencias, lib. IV, dist, 14, seco 1.
, Pseudo-Ambrosio, Sermón XXv.
Pseudo-Agustín, De la verdadera y la falsa penitencia, cap, VIII, 22.
Pseudo-Ambrosio, Sermón XXV, 1.
• Homtlias sobre fa Penitencia, VIl, 1.
LIBRO 111 ~ CAPÍTULO IV 473
que en parte sirve para dominar la carne, y en parte para refrenar los
vicios. En cuanto a la renovación interior del alma, que trae consigo la
enmienda verdadera de la vida, no dicen una palabra.
Hablan mucho de contrición y de atrición; atormentan las almas con
muchos escrúpulos de conciencia, y les causan angustias y congojas;
mas cuando les parece que han herido el corazón hasta el fondo, curan
toda su amargura con una ligera aspersión de ceremonias.
Después de haber definido tan sutilmente la penitencia, la dividen en
tres partes: Contrición de corazón, confesión de boca, y satisfacción de
obra 1 ~ división que no es más atinada que su defin ición, bien que no han
estudiado en toda su vida más que la dialéctica y el hacer silogismos.
Mas si alguno se propusiera argüirles basándose en su misma defini-
ción - modo de argumentar muy propio de los dialécticos -, diciendo
que un hombre puede llorar sus pecados pasados, y no cometer pecados
que después deban llorarse; que puede gemir por los males pasados, y
no cometer otros por los que deban gemir; que puede castigar aquello
de que siente dolor de haberlo cometido, etc., aunque no lo confiesa con
la boca, ¿cómo salvarán su división? Porque si el hombre de quien habla-
mos es verdaderamente penitente, aunque no lo confiese oralmente, se
sigue que puede existir el arrepentimiento sin la confesión.
y si responden que esta división hay que referirla a la penitencia en
cuanto es sacramento, o que se debe entender de toda la perfección del
arrepentimiento, el cual ellos no incluyen en sus definiciones, no tienen
razón para acusarme, sino que han de culparse a sí mismos, pues no han
definido bien y claramente. Yo, por mi parte, según mi capacidad, cuando
se disputa de algo, me atengo a la definición, que debe de ser el funda-
mento de toda discusión. Pero dejémosles con esta licencia que como
maestros y doctores se toman, y consideremos en detalle y por orden
cada uno de los elementos de esta división.
En cuanto a que yo omito como frívolas muchas cosas que ellos tienen
en gran veneración y las venden por misterios y cosas venidas del cielo,
no lo hago por ignorancia u olvido - no me sería dificil considerar en
detalle cuanto han disputado, a su parecer con gran sutileza -; pero
sentiría escrúpulo de fatigar con tales vanidades sin provecho alguno al
lector. Realmente, por las mismas cuestiones que tratan y suscitan, y en
las que infelicísimamente se enredan, es bien fácil de comprender que
no hacen mas que charlar de cosas que no entienden e ignoran. Por
ejemplo, cuando preguntan si agrada a Dios el arrepentimiento por un
pecado, cuando el hombre permanece obstinado en los demás. Y si los
castigos que Dios envía, valen por satisfacción. O si el arrepentimiento
por los pecados mortales debe ser reiterado. En este último punto impla-
mente determinan que el arrepentimiento común y de cada día ha de
ser por los pecados veniales. También se esfuerzan mucho, errando desa-
tinada mente, con un dicho de san Jerónimo: "El arrepentimiento es
una segunda tabla después del naufragio; una tabla en la que el hombre,
perdida ya la nave, se escapa del peligro y llega al puerto" 2. Con lo cual
1. LA CONTRICIÓN
3. La verdadera contricián
Y si dicen que los calumnio, que muestren siquiera uno solo que con
su doctrina de la contrición no se haya visto impulsado a la desespera-
ción, o no haya presentado ante el juicio de Dios su fingido dolor como
verdadera compunción. También nosotros hemos dicho que jamás se
otorga la remisión de los pecados sin arrepentimiento, porque nadie
LIBRO 111 - CAPíTULO IV 475
quiénes iba a bautizar sino a los que hubiesen confesado sus pecados?
El bautismo es una marca y un signo de la remisión de los pecados;
¿a quiénes se iba a admitir a él sino a los pecadores que se hubiesen
reconocido como tales? Confesaban, pues, sus pecados para ser bautizados.
y Santiago no manda sin motivo que nos confesemos los unos con
los otros. Mas si considerasen lo que luego sigue, verían de cuán poco
sirve para su propósito lo que aquí dice Santiago. "Confesaos vuestras
ofensas unos a otros, y orad unos por otros". Por tanto junta la recí-
proca confesión con la recíproca oración. Confesaos conmigo, y yo con
vosotros; orad por mi, y yo por vosotros. Si solamente con los sacerdotes
debemos confesarnos, síguese de aqui que sólo por los sacerdotes debe-
mos orar. Más aún: se seguiría de estas palabras de Santiago, que nadie
más debería confesarse que los sacerdotes. Porque queriendo que nos
confesemos recíprocamente los unos con los otros, habla solamente a
los que pueden oir la confesión de otros. Porque él dice recíprocamente;
y no pueden confesarse recíprocamente, sino aquellos que tienen autori-
dad para oir confesiones. Y como ellos conceden este privilegio exclusiva-
mente a los sacerdotes, nosotros también les dejamos el oficio y el cargo
de confesarse.
Dejemos, pues, a un lado tales sutileza.s y veamos cuál es la intención
del apóstol, por lo demás bien clara y sencilla; a saber, que nos comuni-
quemas y descubramos los unos a los otros nuestras debilidades y fíaque-
zas, para aconsejarnos recíprocamente, para compadecernos y conso-
larnos los unos a los otros. Y además, que conociendo las flaquezas de
nuestros hermanos oremos al Señor por ellos. ¿Con qué fin, por tanto,
alegan a Santiago en contra nuestra, cuando tan insistentemente pedimos
la confesión de la misericordia de Dios? Pues nadie puede reconocerla sin
haber confesado su propia miseria. Incluso declaramos que quien ante
Dios, ante sus ángeles, ante la Iglesia y ante los hombres no confesare que
es pecador, está maldito y excomulgado. Porque el Señor lo encerró todo
bajo pecado (Gá1.3,22), para que toda boca se cierre y todo el mundo
se humille ante Dios y Él solo sea justificado y ensalzado (Rom.3, 19).
Es decir, en 1200.
El Concilio de Letrán tuvo lugar bajo el pontificado de Inocencio III en 1215. Es
la primera vez en la Historia de la Iglesia que se dio una ley sobre la necesidad de
la confesión oral.
LIBRO JII - CAPíTULO IV 479
Me resulta enojoso tener que advertir que con frecuencia tanto el tra-
ductor griego como el latino ha traducido la palabra "alabar" por "con-
fesar", puesto que es algo evidente para los más ignorantes; pero no hay
más remedio que descubrir el atrevimiento de esta gente, que para con-
firmar su tiranía, aplican a la confesión lo que significa meramente una
alabanza de Dios. Para probar que la confesión vale para alegrar los
corazones, citan lo que se dice en el salmo; entre voces de alegría y de
confesión (SaI.42,4). Mas, si es lícito cambiar de esta manera las cosas
tendremos terribles "quid pro quod", Mas, como quiera que los papistas
han perdido todo sentido del pundonor, recordemos que por justo juicio
de Dios, han sido entregados a un espíritu réprobo, para que su atrevi-
miento sea más detestable.
Por lo demás, si nos acogemos a la estricta simplicidad de la Escritura,
no tendremos por qué temer que seamos engañados con tales patrañas.
Porque en la Escritura se nos propone una sola manera de confesión;
a saber, que puesto que el Señor es quien perdona los-pecados, se olvida
de eilos, y los borra, se los confesemos a Él para alcanzar el perdón de
los mismos. Él es el médico; descubrárnosle, pues, nuestras enfermedades.
Él es el agraviado yel ofendido; a Él, por tanto, hemos de pedir miseri-
cordia y paz. Él, quien escudriña nuestros corazones y conoce a [a perfec-
ción todos nuestros pensamientos; apresurémonos, por tanto, a descubrir
nuestro corazones en su presencia. Finalmente, Él es el que llama a los
pecadores: no demoremos llegarnos a Él. "Mi pecado", dice David, "te
declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: confesaré mis transgresiones a
Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado" (Sal. 32, 5). Semejante
es la otra confesión de David: "Ten piedad de mí, oh Dios, según tu
gran misericordia" (Sal. 51,1). E igual también la de Daniel: "Hemos
pecado, hemos cometido iniquidad, hemos hecho impíamente, y hemos
sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus
ordenanzas" (Dan. 9,5). Y otras muchas que a cada paso se ofrecen en
la Escritura, con las cuales se podría llenar todo un libro. "Si confesa-
mos", dice san Juan, "nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar"
(1 Jn.I,9). ¿A quién nos confesaremos? Evidentemente a Él; es decir, si
con un corazón afligido y humillado nos postramos delante de su majes-
tad, y acusándonos y condenándonos de corazón pedimos ser absueltos
por su bondad y misericordia.
1 Carlas XVI, 2.
LIBRO 111 - CAPÍTULO IV 485
17. En este infierno han sido atormentadas las almas de los que se sen-
tían movidos por algún sentimiento de Dios.
Primeramente querían contarlos. Para conseguirlo dividían los pecados
en brazos, ramas, hojas, según las divisiones de los doctores confesio-
nistas. Después consideraban la cualidad, cantidad y circunstancias de
los mismos. Al principio las cosas iban bien. Pero cuando se habían
adentrado un poco, no veían más que cielo yagua; no divisaban puerto
alguno donde parar; y cuanto más avanzaban, tantos mayores peligros
aparecían ante sus ojos. Incluso se elevaban ante ellos olas como mon-
tañas, que les quitaban la vista; y no aparecía esperanza alguna, después
de tanto sufrimiento, de poder acogerse a puerto seguro. Permanecían,
pues, estancados en esta angustia, sin poder ir ni hacia atrás, ni hacia
adelante; y al fin, la única salida era la desesperación.
Entonces estos crueles verdugos para mitigar los dolores de las llagas
que habían ocasionado, propusieron como remedio que cada uno hiciese
lo que estuviera de su parte. Pero nuevas inquietudes venían a atormentar
las pobres almas, cuando se les ponían ante su consideración pensamien-
tos como éstos: He usado muy mal del tiempo; no puse la diligencia que
debía; omití muchas cosas por negligencia; el olvido que nace de la falta
de cuidado no es excusable.
Les ofrecían también otras medicinas para mitigar sus dolores: Haz
penitencia de tu negligencia; si no es excesiva, te será perdonada.
Pero todas estas cosas no podían cicatrizar la herida; y más que reme-
dios para mitigar el mal eran venenos endulzados con miel, para que
su amargura no se percibiera al principio, y penetraran hasta el fondo
del corazón antes de ser sentidos. De continuo suena en sus oídos e!
terrible ceo de esta voz: Confiesa todos tus pecados. Y este horror no
se puede apaciguar más que con un consuelo cierto y seguro.
Consideren los lectores si es posible dar cuenta de cuanto hemos hecho
en el año, y enumerar todas las faltas que hemos cometido cada día.
La misma experiencia nos prueba que cuando por la noche reflexionamos
488 LIBRO 111 - CAPíTULO IV
18. En cuanto a que una buena parte del mundo se entregó a estas dul-
zuras en las cuales estaba mezclado un veneno tan mortífero, esto
no sucedió porque los hombres pensasen que así daban gusto a Dios, o
porque ellos mismos se sintiesen satisfechos y contentos. Como los ma-
rineros echan el ancla en medio del mar para descansar un poco del
trabajo de la navegación; o como un caminante fatigado se tiende en el
camino a descansar; de I mismo modo aceptaban ellos este reposo, aunq ue
no les fuese suficiente. No me tomaré gran molestia en probar que esto
es verdad. Cada cual puede ser testigo de sí mismo. Diré en resumen cuál
ha sido esta ley.
En primer lugar es simplemente imposible. Por ello no puede sino
condenar, confundir, arruinar j traer la desesperación a los pecadores.
Además, al apartar a los pecadores del verdadero sentimiento de sus
pecados los hace hipócritas e impide que se conozcan a sí mismos. Porque
ocupándose totalmente en contar sus pecados, se olvidan de aquel abismo
de vicios que permanece encerrado en 10 profundo de su corazón; se
olvidan de sus secretas iniquidades y de sus manchas interiores, con cuyo
conocimiento ante todo debían llegar a ponderar su miseria. Por el con-
trario, la regla adecuada de confesión es reconocer y confesar que hay
en nosotros tal abismo y número de pecados, que nuestro entendimiento
no los puede numerar. De acuerdo con esta regla vemos que el publicano
formuló su confesión: "Dios, sé propicio a mí, pecador" (Le. 18,13).
Como si dijera: Todo cuanto soy, todo es en mí pecado; de tal manera
que ni mi entendimiento ni mi lengua pueden comprender la gravedad
y multitud de mis pecados; te suplico que el abismo de tu misericordia
haga desaparecer el abismo de mis pecados.
Entonces, dirá alguno. ¿no es preciso confesar cada pecado en parti-
cular? ¿No hay otro modo de confesión agradable al Señor, sino la que
se contiene en estas dos palabras: Soy pecador? Respondo que ante todo
debemos poner toda nuestra diligencia en exponer, en cuanto nos fuere
posible, todo nuestro corazón delante de Dios; y que no solamente
debemos confesarnos de palabr a como pecadores, sino que debemos
reconocernos por tales de veras y de todo corazón; y asimismo, con todo
nuestro entendimiento debemos reconocer cuán grande es la suciedad
de nuestros pecados; y no solamente debemos reconocer que estamos
manchados, sino también cuál y cuán grande es nuestra impureza y de
cuántas deudas estamos cargados; que no solamente estamos heridos,
sino cuán mortales son las heridas que hemos recibido.
Sin embargo, cuando un pecador se reconoce tal de esta manera y se
LiBRO 111 - CAPiTULO IV 489
confiesa delante de Dios, piensa con toda sinceridad que males mucho
mayores quedan en él de los que cree, y se ocultan en él rincones mucho
más recónditos de lo que parecen, y que su miseria es tan profunda, que
no podría escudriñarla como es debido, ni llegar a su fondo. Y por eso
exclama con David; "¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame
de los que me son ocultos" (SaU 9, 12).
En cuanto a la afirmación, que no son perdonados los pecados, sino
a condición de que el pecador tenga propósito deliberado de confesarse,
y que la puerta del paraíso está cerrada a todos aquellos que menospre-
cian la oportunidad de confesarse.jamás podremos concedérselo. Porque
la remisión de los pecados no es hoy distinta de lo que siempre fue. De
cuantos sabemos que alcanzaron de Cristo perdón, de ninguno leemos
que se confesase con ningún sacerdote. Y ciertamente que no podrán
hacerlo, puesto que entonces ni había confesores, ni existía tal confesión.
y todavía muchos afias después ni se hace mención de esta confesión, y sin
embargo, se perdonaban los pecados sin esta condición que ellos imponen.
Mas, ¿para qué seguir disputando de esto, como si fuera dudoso,
cuando la Palabra de Dios, que permanece para siempre, es evidente?':
Todas las veces que el pecador se arrepienta, me olvidaré de todas sus
iniquidades (Ez.18,21). El que se atreva a añadir algo a estas palabras,
éste no liga los pecados, sino la misma misericordia de Dios. Porque lo
que alegan que no se puede emitir sentencia sin conocimiento de causa,
y que por esto un sacerdote no debe absolver a ninguno antes de haber
oído su mal, tiene bien fácil solución; a saber, que los que se han elegido
jueces de sí mismos, temerariamente usurpan esta autoridad. Y es cosa
que asombra ver con qué seguridad se atreven a forjar principios que
ningún hombre de sano juicio les concederá. Se jactan de que a ellos
les ha sido confiado el cargo de ligar y de absolver; ¡como si esto fuese
una jurisdicción que se ejecuta en forma de proceso! Que esta jurisdicción
que ellos pretenden fue ignorada por los apóstoles, se deduce con toda
evidencia de sus escritos. Ni pertenece al sacerdote conocer ciertamente
si el pecador es absuelto, sino que más bien pertenece a aquel a quien
se pide la absolución, que es Dios; porque jamás el que oye la confesión
puede saber si la enumeración de los pecados ha sido exacta o no. Por
eso la absolución sería nula, de no limitarse a las palabras del que se
confiesa. Además todo la virtud y eficacia de la absolución consisten en
la fe y el arrepentimiento; y ninguna de estas dos cosas puede conocerlas
un hombre mortal, para pronunciar sentencia contra otro. De donde se
sigue que la certidumbre de ligar y absolver no está sujeta al conocimiento
de un juez terreno; porque el ministro de la Palabra, cuando ejecuta su
oficio como debe, no puede absolver sino condicionalmente. Mas esta
sentencia: A quienes perdonareis los pecados en la tierra, les son per-
donados también en el cielo, se pronuncia en favor de los pecadores,
para que no duden que la gracia que se les promete por disposición de
Dios, será ratificada en el cielo.
Respondo a todo esto, que hubo una razón muy importante para que
las llaves fuesen entregadas, según ya brevemente lo he manifestado, y
luego más ampliamente lo expondré al tratar de la excomunión. Pero,
¿qué sucederá si de un solo golpe contesto bruscamente a todas sus
preguntas, negando que sus sacerdotes sean vicarios y sucesores de los
apóstoles? Mas esto se tratará en otro lugar J • Ahora, en cuanto a la
fortaleza que pretenden levantar se engañan, construyendo con ello una
máquina que destruirá todas sus fortalezas. Porque Cristo no concedió
a los apóstoles la autoridad de ligar y absolver, antes de haberles dado
el Espíritu Santo. Niego, pues, que la autoridad de las llaves pertenezca
a nadie antes de que haya recibido el Espíritu Santo; niego que alguien
pueda usar de las llaves sin que preceda la guía y dirección del Espíritu
Santo quien ha de enseñar y dictar lo que se ha de hacer. Ellos se jactan
de palabra de tener al Espíritu Santo; pero lo niegan con los hechos.
A no ser que sueñen que el Espíritu Santo es una cosa vana y sin impor-
tancia, como evidentemente lo sueñan; pero no se puede dar crédito a
sus palabras.
Este es el engaño con el que son totalmente destruidos. Porque de
cualquier lado que se gloríen de tener la llave, les preguntaremos sí tienen
al Espíritu Santo, el cual es quien rige y gobierna las llaves. Si responden
que lo tienen, les preguntaremos además si el Espíritu Santo puede equi-
vocarse. Esto no se atreverán a confesarlo abiertamente, aunque indirec-
tamente lo dan a entender con su doctrina. Debemos, pues, concluir que
ninguno de sus sacerdotes tiene la autoridad de las llaves, con las cuales
ellos temerariamente y sin discreción alguna ligan a los que el Señor
quiere que sean absueltos, y absuelven a los que Él quiere que sean ligados.
y ata a estos tales con recios nudos. Y con la misma Palabra desata a los
que, arrepentidos de sus pecados ella consuela.
Mas, ¿qué autoridad sería no saber lo que se debe atar y desatar, puesto
que no se puede atar o desatar sin saberlo? ¿Por qué, entonces, dicen
que absuelven en virtud de la autoridad que les es concedida, si su abso-
lución es incierta? ¿De qué nos sirve esta autoridad imaginaria, si su uso
es nulo? Y ya he probado que su uso es nulo, o que es tan incierto que
debe reputarse por nulo. Si ellos, pues, admiten que la mayoría de sus
sacerdotes no usan como deben de las llaves, y que el poder de las mismas
sin su uso legítimo es de ningún valor, y sin eficacia ninguna, ¿quién
puede hacerme creer que el que me ha absuelto es buen dispensador del
poder de las llaves? Y si es malo, ¿qué posee sino esta frívola absolución:
coma yo no tengo el justo uso de las llaves no sé qué debo ligar en ti, ni
qué absolver; mas si tú lo mereces, yo te absuelvo? Lo mismo podría
hacer no solamente un seglar, sino incluso un turco o el mismo Diablo.
Puesto que esto es co m (l si dijese: Yo no dispongo de la Pa labra de Dios,
que es la norma segura para absolver; pero se me ha confiado la autori-
dad de absolverte, si así lo mereces.
Vemos, pues, cuál ha sido su intención al definir que las llaves son
autoridad de discernir y poder de ejecutar; y que la ciencia interviene
como un consejero, para indicarnos cómo se debe hacer uso de esta
autoridad y de este poder. Evidentemente quisieron reinar sin Dios ni
su Palabra, licenciosamente y a rienda suelta.
luego la forma: "Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado"
(2 Cor. 5,19.21).
I Pedro Lombardo, Sentencias 111, XIX, 4. Cfr. Tomás de Aquino, Suma Teológica,
111, supl, XIV, S.
LIBRO IIl- CAPÍTULO IV 497
el cabo para por el hilo sacar, según se dice, el ovillo. Establecen una
distinción entre pena y culpa. Admiten que la culpa se perdona por la
misericordia de Dios; pero añaden que después de perdonada la culpa
queda la pena, que la justicia de Dios exige que sea pagada, y, por tanto,
que la satisfacción pertenece propiamente a la remisión de la pena.
¿Qué despropósito es éste? Unas veces admiten que la remisión de la
culpa es gratuita, y otras mandan que la merezcamos y alcancemos con
oraciones, lágrimas y otras cosas semejantes. Pero, además, todo lo que
la Escrítura nos enseña respecto a la remisión de los pecados contradice
directamente esta distinción. Y aunque me parece que esto lo he probado
suficientemente, sin embargo añadiré algunos testimonios de la Escritura,
con los cuales estas serpientes que tanto se enroscan, quedarán de tal
manera que no podrán doblar ni siquiera la punta de la cola.
Dice Jeremías: Éste es el nuevo pacto que Dios ha hecho con nosotros
en su Cristo: que no se acordará de nuestras iniquidades (Jer.31,31-34).
Qué haya querido decir con estas palabras nos lo declara otro profeta,
por el cual el Señor nos dice: "Si el justo se apartare de su justicia ...
ninguna de las justicias que hizo le serán tenidas en cuenta". Si el impío
se apartare de su impiedad, yo no me acordaré de ninguna de sus impie-
dades (Ez. 18,24.27). Al decir Dios que no se acordará de ninguna de
las justicias del justo, quiere decir indudablemente que no hará caso
ninguno de ellas para remunerarlas. Y, al contrario, que no se acordará
de ninguno de los pecados para castigarlos. Lo mismo se dice en otro
lugar: echárselos a la espalda (Is. 38, 17); deshacerlos como una nube
(Is. 44,22); arrojarlos a lo profundo del mar (Miq. 7,19); no imputarlos
y tenerlos ocultos (Sal. 32, 1). Con estas expresiones el Espíritu Santo nos
deja ver claramente su intención, si somos dóciles para escucharle. Evi-
dentemente, si Dios castiga los pecados, los imputa; si los venga, se
acuerda de ellos; si los emplaza para comparecer delante de su tribunal,
no los encubre; si Jos examina, no se los echa a la espalda; si los mira,
no los ha deshecho como a una nube; si los pone delante suyo, no
los ha arrojado a lo profundo del mar.
Todo esto lo expone san Agustín con palabras clarísimas: "Si Dios",
dice, "cubrió los pecados, no los quiso mirar; si no los quiso mirar, no
los quiso considerar; si no los quiso considerar, no los quiso castigar,
no los quiso conocer, sino que los quiso perdonar. ¿Por qué, entonces,
dice que los pecados están' ocultos? Para que no fuesen vistos. ¿Qué
quiere decir que Dios no ve los pecados, sino que no los castiga?"I
Oigamos cómo habla otro profeta y con qué condiciones perdona Dios
los pecados: "Si vuestros pecados fuesen como la grana, como la nieve
serán emblanquecidos; si fuesen rojos como el carmesí, vendrán a ser
como blanca lana" (Is.I, 18). Yen Jeremias también se dice: "En aquellos
días y aquel tiempo, dice Jehová, la maldad de Israel será buscada, y no
aparecerá; y los pecados de Judá, y no se hallarán; porque perdonaré a
los que yo hubiese dejado" (J er. 50. 20). ¿Queréis saber en pocas palabras
lo que esto quiere decir? Considerad por el contrario lo que significan
estas expresiones; El Señor ata en un saco todas mis maldades (Job 14,17);
forma un haz con eUas y las guarda (Os. 13, 12); las graba con cincel de
hierro, y con punta de diamante (Jer.L", 1). Ciertamente, si esto quiere
decir, como no hay duda alguna de elio, que el Señor dará el castigo, del
mismo modo, por el contrario, no se puede dudar que por las primeras
expresiones, opuestas a éstas, el Señor promete que no castigará las faltas
que Él perdonare. Y aquí he de pedir al lector que no haga caso de mis
interpretaciones. sino que escuche la Palabra de Dios.
31. ]0. Nuestros sufrimientos y aflicciones no nos vienen jamás como com-
pensación de nuestros pecados
Mas como también ellos recurren a testimonios de la Escritura, vea-
mos cuáles son los argumentos que contra nosotros esgrimen.
David, dicen, cuando fue reprendio por el profeta Natán por su adul-
terio y homicidio, alcanza el perdón de su pecado; y, no obstante, es
después castigado con la muerte del hijo engendrado en el adulterio
(2 Sm, 12,13). También se nos enseña que redimamos mediante la satis-
facción las penas y castigos que habíamos de padecer después de haber-
nos sido perdonada la culpa. Porque Daniel exhorta a Nabucodonosor
a que redima con mercedes sus pecados (Dan.4, 24-27). Y Salomón
escribe que "con misericordia y verdad se corrige el pecado, y con el
temor de Jehová los hombres se apartan del mal" (Prov. 16,6). Y: "el
amor cubrirá todas las faltas"; sentencia que también confirma san Pedro
(Prov. 10, 12; 1 Pe.4,8). Yen san Lucas el Señor dice a la mujer pecadora
que sus pecados le son perdonados, porque ha amado mucho (Le.7,47).
[Oh cuán perversamente consideran siempre las obras de Dios! Si
considerasen, como debían, que hay dos clases de juicios de Dios, hubie-
ran advertido perfectamente en la corrección de David otra cosa muy
diferente que la venganza y el castigo del pecado. Y como nos conviene
sobremanera comprender el fin al que van dirigidas las correcciones y
castigos que Dios nos envía, para que nos corrijamos de nuestros pecados,
y cuánto difieren los castigos con que Él persigue indignado a los im píos y a
los réprobos, me parece que no será superfluo tratar brevemente este punto.
De este juicio hay que establecer dos especies: a una la llamaremos juicio
de venganza; y a la otra, juicio de corrección. Con el juicio de venganza
el Señor castiga a sus enemigos de tal manera que muestra su cólera hacia
ellos para confundirlos, destruirlos y convertirlos en nada. Hay, pues,
propiamente venganza de Dios, cuando el castigo va acompañado de su
indignación.
Con el juicio de corrección no castiga hasta llegar a la cólera, ni se
venga para confundir o destruir totalmente. Por lo tanto, este juicio
propiamente no se debe llamar castigo ni venganza, sino corrección o
admonición. El uno es propio de Juez; el otro de Padre. Porque el juez,
cuando castiga a un malhechor, castiga la falta misma cometida; en
cambio un padre, cuando corrige a su hijo con cierta severidad, no pre-
tende con ello vengarse o castigarlo, sino más bien enseñarle y hacer que
en lo porvenir sea más prudente.
San Crisóstomo se sirve de esta comparación. Aunque un poco en
otro sentido, viene a parar a lo mismo. El hijo es azotado, se dice, igual
que lo es el criado. Mas el criado es castigado como siervo, porque pecó;
en cambio el hijo es castigado como libre y como hijo que necesita
corrección; al hijo la corrección se le convierte en prueba y ocasión
de enmienda de vida; en cambio al criado se le convierte en azotes y
golpes.
32. Dios aflige a los impíos por ira; a los fieles, por amor
Para comprender fácilmente esta materia, es preciso que hagamos
dos distinciones. La primera es que dondequiera que el castigo es ven-
ganza, se muestra la ira y la maldición de Dios, que Él siempre evita a
sus fieles. Por el contrario, la corrección es una bendición de Dios, y
testimonio de su amor, como 10 enseña la Escritura.
Esta diferencia se pone de relieve a cada paso en la Palabra de Dios.
Porque todas las aflicciones que experimentan los impíos en este mundo
son como la puerta y entrada al infierno, desde donde pueden contem-
plar como de lejos su eterna condenación. Y tan lejos están de enmen-
darse con ello o sacar algún provecho de ello, que más bien esto les sirve
a modo de ensayo de aquella horrible pena del infierno que les está
preparada y en la que finalmente terminarán.
Por el contrario, el Señor castiga a los suyos, pero no los entrega a la
muerte. Por esto al verse afligidos con el azote de Dios reconocen que
esto les sirve de grandísimo bien para su mayor provecho (Job 5,17 y ss.;
Prov. 3, 11-12; Heb.12, S-U; Sa1.l18, 18; 119,71). Lo mismo que leemos
en las vidas de los santos que siempre han sufrido tales castigos paciente-
mente y con ánimo sereno, también vemos que han sentido gran horror
de las clases de castigos de que hemos hablado, en los que Dios da
muestra de su enojo. "Castígame, oh Jehová", dice Jeremías, "mas con
juicio (para enmendarme); no con tu furor, para que no me aniquiles;
derrama tu enojo sobre los pueblos que no te conocen y sobre las naciones
que no invocan tu nombre" (Jer.1O,24--25). Y David: "Jehová, no me
reprendas en tu enojo, ni me castigues con tu ira" (Sal. 6, 1).
Ni se opone a esto lo que algunas veces se dice: que el Señor se enoja
con sus santos cuando los castiga por sus pecados. Como en Isaías se lee:
LIBRO III - CAPÍTULO IV 503
mitigase estos dolores con que las pobres almas son atormentadas, cien
veces desmayarían, aun cuando el Señor no diese más que un pequeño
signo de su ira.
33. Los castigos de los impíos son una condenación; las correcciones de
los fieles, un remedio para el futuro
La otra distinción es que cuando los réprobos son azotados con los
castigos de Dios, ya entonces en cierta manera comienzan a sufrir las
penas de su juicio; y aunque no escaparán sin castigo por no haber tenido
en cuenta los avisos de la ira de Dios, sin embargo no son castigados
para que se enmienden, sino únicamente para que comprendan que tienen,
para mal suyo, a Dios por Juez, quien no les dejará escapar sin el castigo
que merecen.
En cambio, los hijos de Dios son castigados, no para satisfacer a la
ira de Dios o para pagar lo que deben, sino para que se enmienden y
adopten una manera mejor de vida. Por eso vemos que tales castigos más
se refieren al futuro que al pasado.
Prefiero exponer esto con las palabras de san Crisóstomo : "El Señor",
dice él, "nos castiga por nuestras faltas, no para obtener alguna recom-
pensa de nuestros pecados, sino para corregirnos en lo porveni r". 1
De la misma manera san Agustín: "Lo que tú sufres, y por lo que
gimes, te es medicina, no pena; castigo y no condenación. No rechaces
el azote, si no quieres ser arrojado de la herencia". 2 Y: "Toda esta miseria
del género humano bajo la cual el mundo gime, comprended, hermanos,
que es un dolor medicinal, y no una sentencia penal". 3
He querido citar estos textos, para que nadie piense que esta manera
de hablar que yo he empleado es nueva y desusada. A esto mismo tienden
los lamentos llenos de indignación con que Dios acusa innumerables
veces a su pueblo de ingratitud por haber menospreciado insistentemente
todos los castigos que Él le había enviado. Dice por Isaías: "¿Por qué
querréis ser castigados aún? Desde la planta del pie hasta la cabeza no
hay en él cosa sana" (Is.l,S.6). Mas como los profetas están llenos de
sentencias semejantes, bastará haber demostrado brevemente que Dios
no castiga a su Iglesia con otra finalidad que la de que se enmiende, al
verse humillada.
Por tanto, cuando Dios quitó el reino a Saúl lo castigó para vengarse;
mas cuando privó a David de su hijo, lo corregía para que se enmendase
(1 Sm. 15,23 ; 2 Sm. 12, 15-18). Así debe entenderse lo que dice san Pablo:
"somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el
mundo" (1 COL 11,32). Quiere decir. que las aflicciones que el Padre
celestial envía sobre nosotros, sus hijos, no son un castigo para confun-
dimos, sino una corrección con que ser instruidos.
También san Agustin está con nosotros de acuerdo referente a esto.
Según él, debemos considerar diversamente las penas y castigos con que
el Señor aflige a los buenos y a los malos. Para los santos son ejercicios
profetas a cada paso declaran que en vano los hipócritas presentan ante
los ojos de Dios sus imaginaciones y falsos ritos y ceremonias, en lugar
del arrepentimiento, porque a Él no le agradan más que la integridad, la
rectitud y las obligaciones de la caridad.
También el autor de la Epístola a los Hebreos nos pone sobre aviso
respecto a este punto, recomendando la beneficiencia y los sentimientos
de humanidad, pues "de tales sacrificios se agrada el Señor" (Heb.13, 16).
y nuestro Señor, cuando se burla de los fariseos porque se preocupan
únicamente de limpiar los platos y menosprecian la limpieza del corazón,
y les manda que den limosna, para q ue todo esté limpio, lo de fuera y Jo
de dentro (M 1. 23, 25; Lc. 11 , 39-41), no los exhorta con esto a sat i sfacer
por sus pecados; solamente les enseña cuál es la limpieza que ;:¡glada a
Dios. De esta expresión ya se ha tratado en otro lugar. 1
CAPíTULO V
tante, como una breve refutación de los mismos será útil y provechosa
para los ignorantes, quiero intercalarla aquí,
El que las indulgencias se hayan conservado durante tanto tiempo, y
que hayan reinado a pesar de su enormidad y excesiva licencia, sin que
haya habido quien les saliera al paso, nos da a entender entre qué tinie-
blas y errores han permanecido sepultados los hombres tanto tiempo.
Veían que el Papa y sus bulderos los engañaban a ojos vistas; veían que
se hacía un saneado comercio de la salvación de sliS almas; que el paraíso
se compraba con determinadas cantidades de dinero; que nada se daba
de balde, sino todo a buen precio; que con este pretexto sacaban de sus
bolsas las ofrendas que luego torpemente se consumían en rameras,
alcahuetas y grandes banquetes; veían que quienes más ensalzaban
las indulgencias y las ponían por las nubes, eran precisamente quienes
menos caso hacían de ellas; veían que cada día crecía más este monstruo,
y que cuanto más crecía más tiranizaba al mundo; que cada dia se les
traía plomo nuevo para sacar dinero nuevo; sin embargo aceptaban las
indulgencias con gran veneración, las adoraban y las compraban; e
incluso los que veían más claro que los otros las tenían por unos santos
y piadosos engaños, con los que podían ser engañados con algún pro-
vecho, Pero al fin el mundo ha comenzado a tener un poco de cabeza
ya considerar mejor las cosas; las indulgencias se van enfriando, hasta
que finalmente desaparezcan y se reduzcan a nada.
1 Epístola CXXJV.
• Epistola CLXV, sermón 55.
• Tratados sobre san Juan, LXXXIV, 2.
• Contra dos Cartas de los Pelagianos, lib. IV, cap. IV.
LIBRO 111 - CAPÍTULO V 513
lugar: que sufre todo por los elegidos, para que alcancen la salvación
que hay en Jesucristo (2 Tiro. 2,10). Y a los corintios les escribía que
sufría todas las tribulaciones que padecía por el consuelo y la salvación
de ellos (2 COL 1,6). y a continuación añade que había sido constituido
ministro de la Iglesia, no para hacer la redención, sino para predicar el
Evangelio, conforme a la dispensación que le habia sído encomendada.
y si quieren oir a otro intérprete, escuchen a san Agustín: "Los sufri-
mientos", dice, "de Cristo están en Él solo, como Cabeza; en Cristo y
en la Iglesia, están como en todo el cuerpo. Por esta causa san Pablo,
como uno de sus miembros, dice: suplo en mi cuerpo lo que falta a las
pasiones de Cristo. Si tú, pues, quienquiera que esto oyes, eres miembro
de Cristo, todo cuanto padeces de parte de aquellos que no son miembros
de Cristo, todo esto faltaba a los sufrimientos de Cristo" l.
En cuanto al fin de los sufrimientos que padecieron los apóstoles por
la Iglesia, lo declara en otro lugar con estas palabras: "Cristo es la puerta
para que yo entre a vosotros; puesto que vosotros sois ovejas de Cristo
compradas con su sangre, reconoced vuestro precio, el cual no lo doy
yo, sino que lo predico". Y luego añade: "Como Él dió su alma (o sea,
su vida), así nosotros debemos entregar nuestras almas (es decir, nuestras
vidas), por los hermanos, para edificación de la paz y confirmación de
la fe."2
Mas no pensemos que san Pablo se ha imaginado nunca que le ha
faltado algo a los sufrimientos de Cristo en cuanto se refiere a perfecta
justicia, salvación o vida; o que haya querido añadir algo, él que tan
espléndida y admirablemente predica que la abundancia de la gracia de
Cristo se ha derramado con tanta liberalidad, que sobrepuja toda la
potencia del pecado (Rom. 5, 15). Gracias únicamente a ella, se han sal-
vado todos los santos; no por el mérito de sus vidas ni de su muerte,
como claramente lo afirma san Pedro (Hch.15, 11); de suerte que cual-
quiera que haga consistir la dignidad de algún santo en algo que no sea
la sola misericordia de Dios comete una gravísima afrenta contra Dios
y contra Cristo.
Mas, ¿a qué me detengo tanto tiempo en esto, como si fuese cosa
dudosa, cuando el solo hecho de descubrir tales monstruos ya es vencer?
1 Sin duda se hace alusión a la confesión de Augsburgo que pasa en silencio la cuestión
del purgatorio, mientras que Lutero había dicho tajantemente: "El purgatorio no
se puede probar por la Sagrada Escritura" (Bula "Exsurge, Domine).
516 LIBRO 111 - CAPÍTULO V
esta historia se lee o escucha con sobriedad" l. Mas san Jerónimo sin
dificultad alguna declara que la autoridad de este libro no tiene fuerza
para confirmar doctrina ni artículo alguna de la fe 2 • Yen aquella antigua
exposición del Símbolo, atribuida a san Cipria no, se prueba claramente
que el libro de los Macabeos no gozó de autoridad en la Iglesia primitiva".
Pero no vale la pena perder el tiempo en esto. El autor mismo del libro
demuestra con toda claridad qué autoridad se le ha de conceder, cuando
al final pide perdón por si ha dicho algo no tan bien como debiera
(2 Mac.15,38). Evidentemente, el que confiesa que es necesario que le
soporten y perdonen, da a entender suficientemente con ello que no debe
ser tenido por oráculo del Espíritu Santo.
Hay que añadir asimismo que el celo de Judas Macabeo es alabado no
por otra razón que por su firme esperanza de la última resurrección, al
enviar a Jerusalem la ofrenda por los muertos. Porque el autor de la
historia, quienquiera que sea, no interpreta el acto de Judas como si él
hubiera querido rescatar los pecados con la ofrenda que enviaba; sino
para que aquéllos, en nombre de los cuales hacía la ofrenda, fuesen
asociados en la vida eterna a Jos fieles que habían muerto para defender
su patria y su religión. Este acto no estuvo exento de un celo inconside-
rado; pero los que en nuestros días lo convierten en un sacrificio legal
son doblemente locos; pues sabemos que todos los usos de entonces han
cesado con la venida de Cristo.
10. Por muy antigua que sea, esta doctrina no se apoya en la Escritura
Objetarán nuestros adversarios que esto ha sido opinión antiquí-
sima en la Iglesia. Pero san Pablo soluciona esta objeción, cuando como
prende aun a los de su tiempo en la sentencia en que afirma que todos
aquellos que hubieren añadido algo al edificio de la Iglesia, y que no esté
en consonancia con su fundamento, habrán trabajado en vano y perderán
el fruto de su trabajo.
Por tanto, cuando nuestros adversarios objetan que la costumbre de
orar por los difuntos fue admitida en la Iglesia hace más de mil trescientos
años, yo por mi parte les pregunto en virtud de qué palabra de Dios, de
qué revelación, y conforme a qué ejemplo se ha hecho esto. Porque no
solamente no disponen de testimonio alguno de la Escritura, sino que
todos los ejemplos de los fieles que se leen en ella, no permiten sospechar
nada semejante. La Escritura refiere muchas veces por extenso cómo los
fieles han llorado la muerte de los amigos y parientes, y el cuidado que
pusieron en darles sepultura; pero de que hayan orado por ellos no se
hace mención alguna. Y evidentemente, siendo esto de mucha mayor im-
portancia que Ilorarlos y darles sepultura, tanto más se debería esperar
que lo mencionara. E incluso, los antiguos que rezaban por los difuntos,
veían perfectamente que no existía mandamiento alguno de Dios respecto
a ello, ni ejemplo legítimo en que apoyarse.
¿Por qué, pues, se preguntará, se atrevieron a hacer tal cosa? A esto
respondo que obrando así demostraron que eran hombres; y que por
ello no se debe imitar lo que ellos hicieron. Porque, como quiera que los
fieles no deben emprender nada sino con certidumbre de conciencia, como
dice san Pablo (Rom. 14,23), esta certidumbre se requiere principalmente
en la oración.
de él más que con dudas! 1 Pero estos nuevos doctores quieren que lo
que ellos han soñado tocante al purgatorio, se tenga como artículo de
fe, acerca del cual no es lícito investigar. Los Padres antiguos sobria-
mente y sólo por cumplir, hacian mención de los difuntos, al celebrar la
Cena del Señor. Éstos nos están continuamente inculcando que tengamos
cuidado de ellos, prefiriendo con su importuna predicación esta supersti-
ción a todas las restantes obras de caridad. Además, no sería muy difícil
alegar algunos textos de los antiguos, que indudablemente echan por
tierra todas las oraciones por los difuntos, que entonces se hacían. Así,
cuando san Agustín dice: "Todos esperan la resurrección de la carne y
la gloria eterna; pero del reposo que sigue a la muerte, gozará el que
sea digno al morir'": y, por tanto, todos los fieles al morir, gozan del
mismo reposo que los profetas, los apóstoles y los mártires. Si tal es su
condición y estado, ¿de qué, pregunto yo, les servirán nuestras oraciones?
Omito aquí tantas crasas supersticiones, con las que han embaucado
a la gente sencilla, aunque son innumerables, y la mayoría de ellas tan
monstruosas, que no es posible excusarlas bajo ningún pretexto. Callo
también el vergonzoso comercio que han realizado a su placer con las
almas, mientras todo el mundo permanecía como atontecido, Sería cosa
de nunca acabar. Por lo demás, bastante tienen los fieles con lo que he
dicho, para ver claro en sus conciencias.
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
dones que Dios nos ha dado hemos de comprender que no son nuestros,
pues son mercedes que gratuitamente Dios nos ha concedido; y que si
alguno se ensoberbece por ellos, demuestra por lo mismo su ingratitud.
"¿Quién te distingue?", dice san Pablo, "¿o qué tienes que no hayas
recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorias como si no Jo hubieras
recibido?". Por otra parte, al reconocer nuestros vicios, deberemos ser
humildes. Con ello no quedará en nosotros nada de que gloriarnos;
más bien encontraremos materia para rebajarnos.
Se nos manda también que todos los bienes de Dios que vemos en
los otros los tengamos en tal estima y aprecio, que por ellos estimemos
y honremos a aquellos que los poseen. Porque seria gran maldad querer
despojar a un hombre del honor que Dios le ha conferido.
En cuanto a sus faltas se nos manda que las disimulemos y cubramos;
y no para mantenerlas con adulaciones, sino para no insultar ni escarnecer
por causa de ellas a quienes cometen algún error, puesto que debemos
amarlos y honrarlos. Por eso no solamente debemos conducirnos modesta
y moderadamente con cuantos tratemos, sino incluso con dulzura y
amistosamente, pues jamás se podrá llegar por otro camino a la verdadera
mansedumbre, sino estando dispuesto de corazón a rebajarse a sí mismo
y a ensalzar a los otros.
sino para el servicio de los otros miembros, y no saca de ello más pro-
vecho que el general, que repercute en todos los demás miembros del
cuerpo. De esta manera el fiel debe poner al servicio de sus hermanos
todas sus facultades; no pensando en si mismo, sino buscando el bien
común de la Iglesia (I Cor. 12, 12). Por tanto, al hacer bien a nuestros
hermanos y mostrarnos humanitarios, tendremos presente esta regla:
que de todo cuanto el Señor nos ha comunicado con lo que podemos
ayudar a nuestros hermanos, somos dispensadores; que estamos obliga-
dos a dar cuenta de cómo lo hemos realizado; que no hay otra manera
de dispensar debidamente lo que Dios ha puesto en nuestras manos, que
atenerse a la regla de la caridad. De ahí resultará que no solamente
juntaremos al cuidado de nuestra propia utilidad la diligencia en hacer
bien a nuestro prójimo, sino que incluso, subordinaremos nuestro pro-
vecho al de los demás.
y para que no ignorásemos que ésta es la manera de administrar bien
todo cuanto el Señor ha repartido con nosotros, lo recomendó antigua-
mente al pueblo de Israel aun en los menores beneficios que le hacía.
Porque mandó que se ofreciesen las primicias de los nuevos frutos (Ex.
22,29-30; 23,19), para que mediante ellas el pueblo testimoniase que no
era lícito gozar de ninguna clase de bienes, antes de que le fueran con-
sagrados. Y si los dones de Dios nos son finalmente santificados cuando
se los hemos ofrecido con nuestras manos, bien claro se ve que es un
abuso intolerable no realizar tal dedicación. Por otra parte, sería un
insensato desvarío pretender enriquecer a Dios mediante la comunica-
ción de nuestras cosas. Y puesto que, como dice el Profeta, nuestra libe-
ralidad no puede subir hasta Dios (Sal. 16,3), esta liberalidad debe ejerci-
tarse con sus servidores que viven en la tierra. Por este motivo las limos-
nas son comparadas a ofrendas sagradas (Heb. 13, 16; 2 Cor. 9, 5. 12),
para demostrar que son ejercicios que ahora corresponden a las antiguas
observancias de la Ley.
Sólo la bendición debe bastarnos. Por eso los que temen a Dios, para
no enredarse en estos lazos, guardarán las reglas que siguen: Primera-
mente no apetecerán ni esperarán, ni intentarán medio alguno de prospe-
rar, sino por la sola bendición de Dios; y, en consecuencia, descansarán
y confiaran con toda seguridad en ella. Porque, por más que le parezca a
la carne que puede bastarse suficientemente a si misma, cuando por su
propia industria y esfuerzo aspira a los honores y las riquezas, o cuando
se apoya en su propio esfuerzo, o cuando es ayudada por el favor de los
hombres; sin embargo es evidente que todas estas cosas no son nada, y
que de nada sirve y aprovecha nuestro ingenio, sino en la medida en que el
LIBRO 111 - CAPiTULO VII 535
Señor los hiciere prósperos. Por el contrario, su sola bendición hallará
el camino, aun frente a todos los impedimentos del mundo, para conse-
guir que cuanto emprendamos tenga feliz y próspero suceso.
Además, aun cuando pudiésemos, sin esta bendición de Dios, adquirir
algunos honores y riquezas, como a diario vemos que los impíos consi-
guen grandes honores y bienes de fortuna, como quiera que donde está
la maldición de Dios no puede haber una sola gota de felicidad, todo
cuanto alcanzáremos y poseyéremos sin su bendición, no nos aprove-
charía en absoluto. Y, evidentemente, sería un necio despropósito apetecer
lo que nos hará más miserables.
manera de consolarse de los gentiles que, para sufrir con buen ánimo las
adversidades, las atribuían a la fortuna, pareciéndoles una locura eno-
jarse contra ella, por ser ciega y caprichosa, y que sin distinción alguna
hería tanto a buenos como a malos. Por el contrario, la regla del temor
de Dios nos dicta que sólo la mano de Dios es quien dirige y modera lo
que llamamos buena o mala fortuna; y que Su mano no actúa por un im-
pulso irracional, sino que de acuerdo con una justicia perfectamente
ordenada dispensa tanto el bien corno el mal.
CAPÍTU LO VIII
1 El ejemplo de David, añadido por Calvino en las últimas ediciones, fue colocado
por el impresor entre las dos frases precedentes, que corta inoportunamente.
LIBRO 111 ~ CAPÍTULO VIII 539
del mundo, por lo que pondremos en peligro nuestra vida, nuestros bienes
o nuestro honor. No llevemos a mal, ni nos juzguemos desgraciados por
llegar hasta ese extremo en el servicio del Señor, puesto que Él mismo
ha declarado que somos bienaventurados (Mí. 5,10).
Es verdad que la pobreza en sí misma considerada es una miseria;
y lo mismo el destierro, los menosprecios, la cárcel, las afrentas; y, final-
mente, la muerte es la suprema desgracia. Pero cuando se nos muestra
el favor de Dios, no hay ninguna de estas cosas que no se convierta en
un gran bien y en nuestra felicidad.
Prefiramos, pues, el testimonio de Cristo a una falsa opinión de
nuestra carne. De esta manera nosotros, a ejemplo de los apóstoles, nos
sentiremos gozosos "de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta
por causa del Nombre (de Cristo)" (Hch.5,41). Si siendo inocentes y
teniendo la conciencia tranquila, somos despojados de nuestros bienes
y de nuestra hacienda por la perversidad de los impíos, aunque ante los
ojos de los hombres somos reducidos a la pobreza, ante Dios nuestras
riquezas aumentan en el cielo. Si somos arrojados de nuestra casa y
desterrados de nuestra patria, l tanto más somos admitidos en la familia
del Señor, nuestro Dios. Si nos acosan y menosprecian, tanto más echa-
mos raíces en Cristo. Si nos afrentan y nos injurian, tanto más somos en-
salzados en el reino de Dios. Si nos dan muerte, de este modo se nos abre
la puerta para entrar en la vida bienaventurada. Avergoncérnonos, pues,
de no estimar lo que el Señor tiene en tanto, como si fuera inferior a los va-
nos deleites de la vida presente, que al momento se esfuman como el humo.
, No olvidemos que Calvino tuvo que huir de Francia, su patria, en 1534, y luego fue
desterrado de Ginebra, de 1538 a 1541, a Estrasburgo, donde a veces conoció una
gran pobreza.
LIBRO 111 - CAPÍTULO VIII 543
CAPíTULO IX
2. Para que no amenos excesivamente esta tierra, el Señor nos hace llevar
aquí nuestra cruz
Porque entre estas dos cosas no hay medio posible; o no hacemos
caso en absoluto de los bienes del mundo, o por fuerza estaremos ligados
a ellos por un amor desordenado. Por ello, si tenemos en algo la eterni-
dad, hemos de procurar con toda diligencia desprendernos de tales lazos.
y como esta vida posee numerosos halagos para seducirnos y tiene gran
apariencia de amenidad, gracia y suavidad, es preciso que una y otra
vez nos veamos apartados de ella, para no ser fascinados por tales hala-
gos y lisonjas. Porque, ¿qué sucedería si gozásemos aquí de una felicidad
perenne y todo sucediese conforme a nuestros deseos, cuando incluso
zaheridos con tantos estímulos y tantos males, apenas somos capaces de
reconocer la miseria de esta vida? No solamente los sabios y doctos com-
prenden que la vida del hombre es como humo, o como una sombra,
sino que esto es tan corriente incluso entre el vulgo y la gente ordinaria,
que ya es proverbio común. Viendo que era algo muy necesario de
saberse, lo han celebrado con dichos y sentencias famosas.
Sin embargo, apenas hay en el mundo una cosa en la que menos pen-
semos y de la que menos nos acordemos. Todo cuanto emprendemos lo
hacemos como si fuéramos inmortales en este mundo. Si vemos que llevan
a alguien a enterrar, o pasamos junto a un cementerio, como entonces
se nos pone ante los ojos la imagen de la muerte, hay que admitir que
filosofamos admirablemente sobre la vanidad de la vida presente. Aun-
que ni aun esto lo hacemos siempre; porque la mayoría de las veces estas
cosas nos dejan insensibles; pero cuando acaso nos conmueven, nuestra
filosofía no dura más que un momento; apenas volvemos la espalda se
desvanece, sin dejar en pos de sí la menor huella en nuestra memoria;
y al fin, se olvida, ni más ni menos que el aplauso de una farsa que agradó
al público. Olvidados, no sólo de la muerte, sino hasta de nuestra mortal
:condición, como si jamás hubiésemos oído hablar de tal cosa, recobramos
una firme confianza en nuestra inmortalidad terrena. Y si alguno nos
trae a la memoria aquel dicho: que el hombre es un animal efímero,
admitimos que es asi; pero lo confesamos tan sin consideración ni aten-
ción, que la imaginación de perennidad permanece a pesar de todo arrai-
gada en nuestros corazones.
Por tanto, ¿quién negará que es una cosa muy necesaria para to-
dos, no que seamos amonestados de palabra, sino convencidos con
todas las pruebas y experiencias posibles de lo miserable que es el
estado y condición de la vida presente, puesto que aun convencidos
de ello, apenas si dejamos de admirarla y sentirnos estupefactos,
como si contuviese la suma de la felicidad? Y si es necesario que
Dios nos instruya, también será deber nuestro escucharle cuando nos
llama y sacude nuestra pereza, para que menospreciemos de veras
el mundo, y nos dediquemos con todo el corazón a meditar en la vida
futura.
548 LIBRO 111- CAPiTULO IX
3. Sin embargo, no debemos aborrecer esta vida, que lleva y anuncia las
señales.de la bondad de Dios
No obstante, el menosprecio de esta vida, que han de esforzarse por
adquirir los fieles, no ha de engendrar odio a la misma, ni ingratitud para
con Dios. Porque esta vida, por más que este llena de infinitas miserias,
con toda razón se cuenta entre [as bendiciones de Dios, que no es lícito
menospreciar. Por eso, si no reconocemos en ella beneficio alguno de
Dios, por el mismo hecho nos hacemos culpables de enorme ingratitud
para con Él. Especialmente debe servir a los fieles de testimonio de la
buena voluntad del Señor, pues toda está concebida y destinada a pro-
mover su salvación y hacer qu,," se desarrolle sin cesar. Porque el Señor,
antes de mostrarnos claramente la herencia de la gloria eterna, quiere
demostrarnos en cosas de menor importancia que es nuestro Padre; a
saber, en los beneficios que cada día distribuye entre nosotros.
Por ello, si esta vida nos sirve para comprender la bondad de Dios,
¿hemos de considerarla como si no hubiese en ella el menor bien del
mundo? Debemos, pues, revestirnos de este afecto y sentimiento, tenién-
dola por uno de los dones de la divina benignidad, que no deben ser
menospreciados. Porque, aunque no hubiese numerosos y claros testi-
monios de la Escritura, la naturaleza misma nos exhorta a dar gracias
al Señor por habernos creado, por conservarnos y concedernos todas
las cosas necesarias para vivir en ella. Y esta razón adquiere mucha
mayor importancia, si consideramos que con ella en cierta manera somos
preparados para la gloria celestial. Porque el Señor ha dispuesto las cosas
de tal manera, que quienes han de ser coronados en el cielo luchen pri-
mero en la tierra, a fin de que no triunfen antes de haber superado las
dificultades y trabajos de la batalla, y de haber ganado la victoria.
Hay, además, otra razón, y es que nosotros comenzamos aquí a gustar
la dulzura de su benignidad con estos beneficios, a fin de que nuestra
esperanza y nuestros deseos se exciten a apetecer la revelación perfecta.
Cuando estemos bien seguros de que es un don de la clemencia divina
que vivamos en esta vida presente, y que le estamos obligados por ello,
debiendo recordar este beneficio demostrándole nuestra gratitud, enton-
ces será el momento oportuno para entrar dentro de nosotros mismos
a considerar la mísera condición en que nos hallamos, para desprendernos
del excesivo deseo de ella; al cual, como hemos dicho, estamos natural-
mente tan inclinados.
CAPÍTULO X
2. Debemos usar de todas fas cosas según el fin para el cual Dios las
ha creado
El primer punto que hay que sostener en cuanto a esto es que el uso
de los dones de Dios no es desarreglado cuando se atiene al fin para el
cual Dios los creó y ordenó, ya que f:llos ha creado para bien, y no para
nuestro daño. Por tanto nadie caminará más rectamente que quien con
diligencia se atiene a este fin.
Ahora bien, si consideramos el fin para el cual Dios creó los alimentos,
veremos que no solamente quiso proveer a nuestro mantenimiento, sino
que también tuvo en cuenta nuestro placer y satisfacción. Así, en los
vestidos, además de la necesidad, pensó en el decoro y la honestidad. En
las hierbas, los árboles y las frutas, además de la utilidad que nos pro-
porcionan, quiso alegrar nuestros ojos con su hermosura, añadiendo tam-
bién la suavidad de su olor. De no ser esto así, el Profeta no cantaría
entre los beneficios de Dios, que "el vino alegra el corazón del hombre",
y "el aceite hace brillar el rostro" (Sal. 104, 14). Ni la Escritura, para en-
grandecer su benignidad, mencionaría a cada paso que Él dio todas estas
cosas a los hombres. Las mismas propiedades naturales de las cosas
muestran claramente la manera como hemos de usar de ellas, el fin y
la medida.
¿Pensamos que el Señor ha dado tal hermosura a las fiares, que espon-
táneamente se ofrecen a la vista; y un olor tan suave que penetra los
sentidos, y que sin embargo no nos es licito recrearnos con su belleza y
perfume? ¿No ha diferenciado los colores unos de otros de modo que
unos nos procurasen mayor placer que otros? ¿ No ha dado él una gracia
particular al oro, la plata, el marfil y el mármol, con la que los ha hecho
más preciosos y de mayor estima que el resto de los metales y las piedras?
¿No nos ha dado, finalmente, innumerables cosas, que hemos de tener
en gran estima, sin que nos sean necesarias?
que te atonteces y te inutilizas para servir a Dios y cumplir con los deberes
de tu vocación? ¿Cómo vas a demostrar tu reconocimiento a Dios, si la
carne, incitada por la excesiva abundancia a cometer torpezas abomina-
bIes, infecta el entendimiento con su suciedad, hasta cegarlo e impedirle
ver 10 que es honesto y recto? ¿Cómo vamos a dar gracias a Dios por
habernos dado los vestidos que tenemos, si usamos de ellos con tal sun-
tuosidad, que nos llenamos de arrogancia y despreciamos a los demás;
si hay en ellos tal coquetería, que los convierte en instrumento de pecado?
¿Cómo, digo yo, vamos a reconocer a Dios, si nuestro entendimiento
está absorto en contemplar la magnificencia de nuestros vestidos? Porque
hay muchos que de tal manera emplean sus sentidos en los deleites, que
su entendimiento está enterrado. Muchos se deleitan tanto con el mármol,
el oro y las pinturas, que parecen trasformados en piedras, convertidos
en oro, o semejantes a las imágenes pintadas. A otros de tal modo les
arrebata el aroma de la cocina y la suavidad de otros perfumes, que son
incapaces de percibir cualquier olor espiritual. Y lo mismo se puede
decir de las demás cosas.
Es, por tanto, evidente, que esta consideración refrena hasta cierto
punto la excesiva licencia y el abuso de Jos dones de Dios, confirmando
la regla de Pablo de no hacer caso de los deseos de la carne (Rom. 13, 14);
los cuajes, si se les muestra indulgencia, se excitan sin medida alguna.
CAPíTULO XI
a saber, la fe; puesto que por la Ley son malditos. También me parece
que ha expuesto convenientemente qué cosa es la fe, los beneficios y las
gracias que Dios comunica por ella a los hombres, y los frutos que pro-
duce." Resumiendo podemos decir que Jesucristo nos es presentado por
la benignidad del Padre, que nosotros lo poseemos por [a fe, y que par ti-
cipando de El recibimos una doble gracia. La primera, que reconciliados
con Dios por la inocencia de Cristo, en lugar de tener en los cielos un
Juez que nos condene, tenemos un Padre clernentlsimo. La segunda, que
somos santificados por su Espíritu, para que nos ejercitemos en la ino-
cencia y en la pureza de vida. En cuanto a la regeneración, que es la
segunda gracia, ya queda dicho cuanto me parece conveniente. El tema
de la justificación ha sido tratado más ligeramente, porque convenía
comprender primeramente que la fe no esta ociosa ni sin producir buenas
obras, bien que por ella sola alcanzamos la gratuita justicia por la mise-
ricordia de Dios; y asimismo era necesario comprender cuáles son las
buenas obras de los santos, en las cuales se apoya una buena parte de
la cuestión que tenemos que tratar.
Ahora, pues, hemos de considerar por extenso este artículo de la
justificación por la fe, e investigarlo de tal manera que lo tengamos pre-
sente como uno de los principales artículos de la religión cristiana, para
que cada uno ponga el mayor cuidado posible en conocer la solución.
Porque si ante todas las cosas no comprende el hombre en qué estima
le tiene Dios, encontrándose sin fundamento alguno en que apoyar su
salvación, carece igualmente de fundamento sobre el cual asegurar su
religión y el culto que debe a Dios. Pero la necesidad de comprender esta
materia se verá mejor con el conocimiento de la misma.
ofrecer esto, sino que Dios libra por medio de la fe a los pecadores de
la condenación que su impiedad merecía? Y aún más claramente se
expresa en la conclusión, cuando exclama: "¿Quién acusará a los esco-
gidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará?
Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que también
intercede por nosotros" (Rom.B,33-34). Todos esto es como si dijese:
¿Quién acusará a aquellos a quienes Dios absuelve? ¿Quién condenará
a aquellos a quienes Cristo defiende y protege? Justificar, pues, no quiere
decir otra cosa sino absolver al que estaba acusado, como si se hubiera
probado su inocencia. Así pues, como quiera que Dios nos justifica por
la intercesión de Cristo, no nos absuelve como si nosotros fuéramos
inocentes, sino por la imputación de la justicia; de suerte que somos
reputados justos en Cristo, aunque no lo somos en nosotros mismos. Así
se declara en el sermón de san Pablo: "Por medio de él se os anuncia
perdón de pecados, y que todo aquello de que por la ley de Moisés no
pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree" (Hch.
13,3B-39). ¿No veis cómo después de la remisión de los pecados se pone
la justificación como aclaración? ¿No veis claramente cómo se toma por
absolución? ¿No veis cómo la justificación no es imputada a las obras
de la ley? ¿No veis cómo es un puro beneficio de Jesucristo? ¿No veis
cómo se alcanza por la fe? ¿No veis, en fin, cómo es interpuesta la satis-
facción de Cristo, cuando el Apóstol afirma que somos justificados de
nuestros pecados por :t.1?
Del mismo modo, cuando se dice que el publicano "descendió a su
casa justificado" (Le, lB, 14), no podemos decir que alcanzara la justicia
por ningún mérito de sus obras; lo que se afirma es que él, después de
alcanzar el perdón de sus pecados, fue tenido por justo delante de Dios.
Fue, por tanto, justo, no por la aprobación de sus obras, sino por la
gratuita absolución que Dios le dispensó. Y así es muy acertada la senten-
cia de san Ambrosio cuando llama a la confesión de los pecados nuestra
legítima justificación. 1
8. La persona del Mediador 1/0 puede ser dividida en cuanto a los bienes
que de ella proceden, ni confundida con las del Padre o del Espíritu Santo
Pero incluso se equivoca al tratar de la manera de recibir a Cristo.
Según él, la Palabra interna es recibida por medio de la Palabra externa:
y esto lo hace para apartarnos todo lo posible de la persona del Mediador,
quien con su sacrificio intercede por nosotros, y así llevarnos a su divini-
dad externa. 2
Por nuestra parte no dividimos a Cristo; decimos que es el mismo el
el que justifica". Por lo cual estoy seguro de que nada nos podrá separar
del amor de Dios, que es en Cristo Jesús (Rom. 8,33.38-39). Claramente
afirma que está dotado de una justicia que basta perfectamente para la
salvación delante de Dios; de tal manera que aquella mísera servidumbre,
por cuya causa poco antes habla deplorado su suerte, en nada suprime
la confianza de gloriarse ni le sirve de impedimento alguno para conseguir
su intento. Esta diversidad es bien conocida y familiar a todos los santos
que gimen bajo el gran peso de sus iniquidades, y mientras no dejan de
sentir una confianza triunfal, con la que superan todos sus temores y
salen de cualquier duda.
En cuanto a lo que objeta Osiander, que esto no es cosa propia de la
naturaleza divina, el mismo argumento se vuelve en contra suya. Porque
aunque él reviste a los santos con una doble Justicia, como un forro, sin
embargo se ve obligado a confesar que nadie puede agradar a Dios sin
la remisión de los pecados. Si esto es verdad, necesariamente tendrá que
conceder, por lo menos, que somos reputados justos en la proporción y
medida en que Dios nos acepta, aunque realmente no somos tates.
¿Hasta qué punto ha de extender el pecador esta gratuita aceptación,
en virtud de la cual es tenido por justo sin serlo? Evidentemente, perma-
necerá indeciso, sin saber a qué lado inclinarse, ya que no puede tomar
tanta justicia como necesita para estar seguro de su salvación. ¡Menos
mal que este presuntuoso, que querría dictar leyes al mismo Dios, no
es árbitro ni juez en esta causa! A pesar de todo, permanece firme la
afirmación de David: "(Serás) reconocido justo en tu palabra, y tenido
por puro en tu juicio" (Sal. 51,5). ¡Qué grande arrogancia condenar al
que es Juez supremo, cuando Él gratuitamente absuelve! ¡Como si no
le fuese lícito hacer lo que Él mismo ha declarado: "Tendré misericordia
del que tendré misericordia; y seré clemente para con el que seré cle-
mente" (Éx. 33,19)1 Y sin embargo, la intercesión de Moisés, a la que
Dios respondió así, no pretendía que perdonase a ninguno en particular,
sino a todos por igual, ya que todos eran culpables.
Por lo demás, nosotros afirmamos que Dios entierra los pecados de
aque llos a quienes Él justifica; y la razón es que aborrece el pecado y no
puede amar sino a aquellos a quienes 1":1 declara justos. Mas es una admi-
rable manera de justificar que los pecadores, al quedar cubiertos con la
justicia de Cristo, no sientan ya horror del castigo que merecen, y pre-
cisamente condenándose a si mismos, sean justificados fuera de ellos
mismos.
Por eso dice en otro lugar que la causa de la ruina de los judíos fue que
"ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia,
no se sujetaron a la justicia de Dios" (Rom. 10,3). Si estableciendo nuestra
propia justicia, arrojamos de nosotros la justicia de Dios, evidentemente
para alcanzar la segunda debemos destruir por completo la primera. Lo
mismo prueba el Apóstol cuando dice que el motivo de nuestra vana-
gloria queda excluido, no por la Ley, sino por la fe (Rorn. 3,27). De donde
se sigue que, mientras quede en nosotros una sola gota de la justicia de
las obras, tenemos motivo de gloriarnos. Mas, si la fe excluye todo motivo
de gloria, la justicia de las obras no puede en manera alguna estar acom-
pañada de la justicia de la fe. Demuestra esto san Pablo con tal evidencia
mediante el ejemplo de Abraham, que no deja lugar a dudas. "Si Abra-
harn", dice, "fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse". Mas
luego añade: "Pero no para con Dios" (Rom.4,2). La conclusión es que
no es justificado por las obras. Después se sirve de otro argumento, para
probar esto mismo. Es como sigue: Cuando se da el salario por las obras,
esto no SI;': hace por gracia o merced, sino por deuda; ahora bien, a la fe
se le da la justicia por gracia o merced; luego, no por los méritos de las
obras. Es, pues, Una loca fantasía la de quienes creen que la justicia
consta de fe y de obras.
14. 2°. Incluso las obras hechas por la virtud del Espíritu Santo no son
tenidas en cuenta para nuestra justificación
Los sofistas, a quienes poco les importa corromper la Escritura, y,
según se dice, se bañan en agua de rosas cuando creen encontrarle algún
fallo, piensan haber encontrado una salida muy sutil; pretenden que las
obras de que habla san Pablo son las que realizan los no regenerados,
que presumen de su libre albedrío; y que esto no tiene nada que ver con
las buenas obras de los fieles, que son hechas por la virtud del Espíritu
Santo. De esta manera, según ellos, el hombre es justificado tanto) por la
fe como por las obras, con tal que no sean obras suyas propias, sino dones
de Cristo y fruto de la regeneración. Según ellos, san Pablo dijo todo
esto simplemente para convencer a los judíos, excesivamente necios y
arrogantes al pensar que adquirían la justicia por su propia virtud y
fuerza, siendo así que sólo el Espíritu de Cristo nos la da, y no los esfuer-
zos que brotan del movimiento espontáneo de la naturaleza.
Mas no consideran que en otro lugar, al oponer san Pablo la justicia
de la Ley a la del Evangelio, excluye todas las obras, sea cual sea el título
con que se las quiera presentar. Él enseña que la justicia de la Leyes
que alcance la salvación el que hiciere lo que la Ley manda; en cambio,
la justicia de la fe es creer que Jesucristo ha muerto y resucitado (Gál.
3, 11-12; Rom. 10,5,9). Además, luego veremos que la santificación y
la justicia son beneficios y mercedes de Dios diferentes. De donde se
sigue que cuando se atribuye a la fe la virtud de justificar, ni siquiera las
obras espirituales se tienen en cuenta. Más aún, al decir san Pablo que
Abraham no tiene de qué gloriarse delante de Dios, porque no es justo
por las obras, no limita esto a una apariencia o un brillo de virtud, ni
a la presunción que Abraham hubiera tenido de su libre albedrío; sino
que, aunque la vida de este santo patriarca haya sido espiritual y casi
LIBRO 111 - CAPITULO XI 573
angélica, sin embargo los méritos de sus obras no bastan para poder con
ellos alcanzar justicia delante de Dios.
18. b. Gálatas 3, 11-/2. El segundo texto es: "Que por la ley ninguno
se justifica para con Dios, es evidente, porque: El justo por la fe vivirá;
y la ley no es de fe, sino que dice: El que hiciere estas cosas v ívirá por
ellas" (GáLJ,II-12). Si fuese de otra manera, ¿cómo valdría el argu-
mento, sin tener ante todo por indiscutible que las obras no se deben
tener en cuenta, sino que deben ser dejadas a un lado? San Pablo dice
que la Leyes cosa distinta de la fe. ¿Por qué? La razón que aduce es que
para su justicia se requieren obras. Luego, de ahí se sigue que no se
requieren las obras cuando el hombre es justificado por la fe. Bien claro
se ve por la oposición entre estas dos cosas, que quien es justificado por
la fe, es justificado sin mérito alguno de obras, y aun independientemente
del mismo; porq ue la fe recibe la justicia que el Evangeli o presenta. Y el
Evangelio difiere de la Ley en que no subordina la justicia a las obras,
sino que la pone únicamente en la misericordia de Dios.
Semejante es el argumento del Apóstol en la Epístola a los Romanos,
cuando dice que Abraham no tiene de qué gloriarse, porque la fe le fue
imputada a justicia (Rom.4,2). Y luego añade en confirmación de esto,
que la fe tiene lugar cuando no hay obras a las que se les deba salario
alguno. "Al que obra", dice, "no se le cuenta el salario como gracia,
sino como deuda; mas al que no obra, ... su fe le es contada por justicia"
(Rom.4,4---5). Lo que sigue poco después tiende también al mismo pro-
pósito: que alcanzamos la herencia por la fe, para que entendamos que
la alcanzamos por gracia (Rorn.d, 16); de donde concluye que la herencia
celestial se nos da gratuitamente, porque la conseguimos por la fe. ¿Cuál
es la razón de esto, sino que la fe, sin necesidad de las obras, se apoya
toda ella en la sola misericordia de Dios?
No hay duda que en este mismo sentido dice en otro lugar: "Ahora,
aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la
ley y por los profetas" (Rorn, 3,21). Porque al excluir la Ley, quiere decir
576 LIBRO 111 - CAPÍTULO XI
23. No somos justificados delante de Dios más que por la justicia de Cristo
De aquí se sigue también que sólo por la intercesión de la justicia
de Cristo alcanzamos ser justificados ante Dios. Lo cual es tanto corno
si dijéramos que el hombre no es justificado en si mismo, sino porque le
es comunicada por imputación la justicia de Cristo; lo cual merece que
se considere muy atenta y detenidamente. Porque de este modo se des-
truye aquella vana fantasía, según la cual el hombrees justificado por
la fe en cuanto por ella recibe el Espiritu de Dios, con el cual es hecho
justo. Esto es tan contrario a la doctrina expuesta, que jamás podrá
estar de acuerdo con ella. En efecto, no hay duda alguna de que quien debe
buscar la justicia fuera de sí mismo, se encuentra desnudo de su propia
justicia. Y esto lo afirma con toda claridad el Apóstol al escribir que "al
que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros
fuésemos hechos justicia de Dios en él" (2 Cor.5,2l). ¿No vemos cómo
el Apóstol coloca nuestra justicia, no en nosotros, silla en Cristo, y que
no nOS pertenece a nosotros, sino en cuanto participamos de Cristo,
porque en Él poseemos todas sus riquezas?
No va contra esto lo que dice en otro lugar: " ... condenó al pecado
en la carne, para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros"
(Rom. 8,3--4). Con estas palabras no se refiere sino al cumplimiento
CAPÍTULO XII
y que puede atrevidamente presumir! sin méritos. Ella tiene de qué pre-
sumir, mas no tiene méritos. Tiene méritos; mas para merecer, no para
presumir. Como no presumir de nada es merecer, ella tanto más segura-
mente presume cuanto no presume, porque las muchas misericordias del
Señor le dan materia y motivo de gloriarse."!
1 Confiarse.
• Sobre el Cantar de los Cantares, sermón 68.
LIBRO 111 - CAPITULO XII 585
Por tanto, cuando oírnos de los labios del Profeta: La salud está pre-
parada para los humildes; y, por el contrario, que Dios abatirá a los
altivos (Sal. 18,27), pensemos primeramente que no tenemos acceso ni
entrada alguna a la salvación, más que despojándonos de todo orgullo
y soberbia, y revistiéndonos de verdadera humildad. En segundo lugar
hemos de pensar que esta humildad no es una cierta modestia, por la
que cedemos de nuestro derecho apenas un adarme, para abatirnos
delante de Dios - como suelen ser comúnmente llamados humildes entre
los hombres aquellos que no hacen ostentación de pompa y de fausto,
ni desprecian a los demás, aunque no dejan de creer que tienen algún
valor -, sino que la humildad es un abatimiento sin ficción, que procede
de un corazón poseído del verdadero sentimiento de su miseria y pobreza.
Porque la humildad siempre se presenta de esta manera en la Palabra de
Dios. Cuando el Señor habla por Sofonías, diciendo: "Quitaré de en
medio de ti a los que se alegran en tu soberbia, ... y dejaré en medio de
ti un pueblo humilde y pobre, el cual confiará en el nombre de Jehová"
(Sof. 3, 11-12), nos muestra claramente cuáles son los humildes; a saber,
los afligidos por el conocimiento de su pobreza y de la miseria en que
han caldo. Por el contrario, dice que los soberbios saltan de alegría,
porque los hombres, cuando las cosas les salen bien, se alegran y saltan
de placer. Pero a los humildes, a los que Él ha determinado salvar, no
les deja otra cosa que la esperanza en el Señor. Así en Isaías: "Miraré a
aquel que es pobre y humilde de espíritu y que tiembla a mi palabra".
Y: "As! dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre
es santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y
humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes y para
vivificar el corazón de los quebrantados" (Is. 66,2; 57,15). Cuantas veces
oigamos el nombre de quebrantamiento, entendamos por ello una llaga
del corazón que no deja levantar al hombre que yace en tierra. Con este
quebrantamiento ha de estar herido nuestro corazón, si queremos, con-
forme a lo que Dios dice, ser ensalzados con los humildes. Si no hacemos
esto, seremos humillados y abatidos por la poderosa mano de Dios para
confusión y vergüenza nuestra.
1 Sermón 174.
588 LIBRO 111 - CAPíTULO XIII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
4. Para ser buena, una obra debe ser hecha con le en Cristo yen comunión
con Él
Además de esto, si es verdad lo que dice san Juan, que fuera del
Hijo de Dios no hay vida (l Jn. 5, 12), todos los que no tienen parte con
Cristo, sean quienes fueren, hagan o intenten hacer durante todo el curso
de su vida todo lo que se quiera, van a dar consigo en la ruina, la perdi-
ción y el juicio de la muerte eterna.
En virtud de esto, san Agustin dice en cierto lugar: "Nuestra religión
no establece diferencia entre los justos y los impíos por la ley de las obras,
sino por la ley de la fe, sin la cual las que parecen buenas obras se con-
vierten en pecado"." Por lo cual el mismo san Agustín en otro lugar hace
muy bien en comparar la vida de tales gentes a uno que va corriendo fuera
de camino. Porque cuanto más deprisa el tal corre, tanto más se va apar-
tando del lugar adonde habia determinado ir, y por esta causa es más
desventurado. Por eso concluye, que es mejor ir cojeando por el camino
debido, que no ir corriendo fuera de camino. 2
Finalmente, es del todo cierto que estos tales son árboles malos, pues
no hay santificación posible sino en la comunicación con Cristo. Puede
que produzcan fr utas hermosos y de muy suave sabor; pero, no obstante,
tales frutos jamás serán buenos. Por aquí vemos que todo cuanto piensa,
pretende hacer, o realmente hace el hombre antes de ser reconciliado
con Dios por la fe, es maldito; y no solamente no vale nada para conse-
guir la justicia, sino que más bien merece condenación cierta.
Mas, ¿para qué discutimos de esto como si fuera cosa dudosa, cuando
ya se ha demostrado con el testimonio del Apóstol que "sin fe es impo-
sible agradar a Dios?" (Heb. 11,6).
1 Contra dos cartas de {os Peiagianos, a Bonifacio; lib. Il, cap. v, 14.
• Conversaciones sobre los Salmos; sobre el Sal. XXXI, cap. 11,4.
596 LIBRO 111- CAPÍTULO XIV
6. Para ser agradable a Dios hay que estar justificado por su gracia
Mucha veces me viene a la mente este pensamiento: temo hacer una
injuria a la misericordia de Dios esforzándome con tanta solicitud en
defenderla y mantenerla, como si fuese algo dudoso u oscuro. Mas, como
nuestra malicia es tal que jamás concede a Dios 10 que le pertenece, si
no se ve forzada por necesidad, me veo obligado a detenerme aquí algo
m.ÍS de lo que quisiera. Sin embargo, como la Escritura es suficientemente
clara a este propósito, combatiré de mejor gana con sus palabras que
con las mías propias.
Isaias, después de haber descrito la ruina universal del género humano,
expuso muy bien el orden de su restitución, "Lo vio Jehová", dice, "y
desagradó a sus ojos, porque pereció el derecho. Y vio que no habia
hombre, y se maravilló que no hubiese quien se interpusiese; y lo salvó
con su brazo, y le afirmó su misma justicia" (Is. 59,15-17). ¿Dónde está
LIBRO 111 - CAPíTULO XIV 597
nuestra justicia, si es verdad lo que dice el profeta, que no hay nadie que
ayude al Señor para recobrar su salvación?
Del mismo modo lo dice otro profeta, presentando al Señor, que expone
cómo ha de reconciliar a los pecadores consigo: "Y te desposaré conmigo
para siempre; te desposaré conmigo en justicia, juicio, benignidad y
misericordia. Diré a Lo-ammi 1: Tú eres pueblo mío" (Os. 2,19.23). Si
tal pacto, que es la primera unión de Dios con nosotros, se apoya en la
misericordia de Dios, no queda ningún otro fundamento a nuestra justicia.
Ciertamente me gustaría que me dijeran, los que quieren hacer creer
que el hombre se presenta delante de Dios con algún mérito y la justicia
de sus obras, si piensan que existe justicia alguna que no sea agradable
a Dios. Ahora bien, si es una locura pensar esto, ¿qué cosa podrá pro-
ceder de los enemigos de Dios que le sea grata, cuando a todos los
detesta juntamente con sus obras? La verdad atestigua que todos somos
enemigos declarados y mortales 'de Dios, hasta que por la justificación
somos recibidos en su gracia y amistad (Rom.5,6; Col. 1,21-22). Si el
principio del amor que Dios nos tiene es la justificación, ¿qué justicia de
obras le podrá preceder? Por lo cual san Juan, para apartarnos de esta
perniciosa arrogancia nos advierte que nosotros no fuimos los primeros
en amarle (1 Jn.4,lO). Esto mismo lo había enseñado mucho tiempo
antes el Señor por su profeta: "los amaré de pura gracia; porque mi ira
se apartó de ellos" (Os. 14,4). Ciertamente, si Él por su benevolencia
no se inclina a amarnos, nuestras obras no pueden lograrlo.
El vulgo ignorante no entiende con esto otra cosa sino que ninguno
hubiera merecido que Jesucristo fuera nuestro Redentor; pero que para
gozar de la posesión de esta redención nos ayudan nuestras obras. Sin
embargo, muy al contrario, por más que seamos redimidos por Cristo,
seguimos siendo hijos de tinieblas, enemigos de Dios y herederos de su
ira, hasta que por la vocación del Padre somos incorporados a la comu-
nión con Cristo. Porque san Pablo dice que somos purificados y lavados
de nuestra suciedad por la sangre de Cristo, cuando el Espíritu Santo
verifica esta pu rifícación en nosotros (1 Cor. 6, l 1). Y sa n Pedro, que-
riendo decir lo mismo, afirma que la santificación del Espíritu nos vale
para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo (1 Pe. 1,2). Si
somos rociados por el Espíritu con la sangre de Cristo para ser purifica-
dos, no pensemos que antes de esta aspersión somos otra cosa sino lo
que es un pecador sin Cristo.
Tengamos, pues, como cierto que el principio de nuestra salvación es
como una especie de resurrección de la muerte a la vida; porque cuando
por Cristo se nos concede que creamos en Él, entonces, y no antes, co-
menzamos a pasar de la muerte a la vida.
todos ellos no han sido aún regenerados por el Bspíritu de Dios. Asi-
mismo, el no estar regenerados prueba que no tienen fe. Por lo cual se ve
claramente que aún no han sido reconciliados con Dios, ni justificados
delante de su juicio, puesto que nadie puede gozar de estos beneficios
sino por la fe. ¿Qué podrán producir por sí mismos los pecadores, sino
acciones execrables ante su juicio?
Es verdad que todos los impíos, y principalmente los hipócritas, están
henchidos de esta vana confianza: que, si bien comprenden que todo su
corazón rezuma suciedad y malicia, no obstante, si hacen algunas obras
con cierta apariencia de bondad, las estiman hasta el punto de creerlas
dignas de que el Señor no las rechace. De aquí nace aquel maldito error,
en virtud del cual, convencidos de que su corazón es malvado y perverso,
sin embargo no se deciden a admitir que están vacíos de toda justicia,
sino que reconociéndose injustos - porque no 10 pueden negar -, se
atribuyen a sí mismos cierta justicia. El Señor refuta admirablemente esta
vanidad por el profeta: "Pregunta ahora", dice, "a los sacerdotes acerca
de la ley, diciendo: Si alguno llevare carne santificada en la falda de su
ropa, y con el vuelo de ella tocare pan, o vianda, o vino, o aceite, o cual-
quier otra comida, ¿será santificada? Y respondieron los sacerdotes y
dijeron: No. Y dijo Hageo: Si un inmundo a causa de un cuerpo muerto
tocare alguna cosa de éstas, ¿será inm unda? Y respondieron los sacerdotes
y dijeron: Inmunda será. Y respondió Hageo y dijo: Así es este pueblo
y esta gente delante de mí, dice Jehová; y asimismo toda obra de sus
manos; y todo lo que aquí ofrecen es inmundo" (Hag.2, 11-14). Ojalá
que esta sentencia tuviese valor entre nosotros y se grabase bien en nuestra
memoria. Porque no hay nadie, por mala y perversa que sea su manera
de vivir, capaz de convencerse de que lo que aquí dice el Señor no es así.
Tan pronto como el hombre más perverso del mundo cumple con su
deber en alguna cosa, no duda lo más mínimo de que eso se le ha de contar
por justicia. Mas el Señor dice por el contrario, que ninguna santifica-
ción se adquiere con esto, si primero no está bien limpio el corazón. Y
no contento con esto afirma que toda obra que procede de los pecadores
está contaminada con la suciedad de su corazón.
Guardémonos, pues, de dar el nombre de justicia a las obras que por
la boca misma del Señor son condenadas como injustas. ¡Con qué admi-
rable semejanza lo demuestra Él! Porque se podría objetar que es invio-
lablemente santa cualquier cosa que el Señor ordena. Mas Él, por el con-
trario, prueba que no hay motivo para admirarse de que las obras que
Dios ha santificado en su Ley sean contaminadas con la inmundicia de
los malvados, ya que la mano inmunda profana lo que era sagrado.
JO. Además, aunque fuera posible que hiciésemos algunas obras entera-
mente perfectas, sin embargo un solo pecado basta para destruir y
olvidar todas nuestras justicias precedentes; como lo afirma el profeta
(Ez.18,24); con lo cual está de acuerdo Santiago: Cualquiera que ofen-
diere en un punto la ley, se hace culpable de todos (Sant.Z, lO). y como
esta vida mortal jamás es pura ni está limpia de pecado, toda cuanta
justicia hubiésemos adquirido, quedaría corrompida, oprimida y perdida
con los pecados que a cada paso cometeríamos de nuevo; y de esta mane-
ra no sería tenida en cuenta ante la consideración divina, ni nos sería
imputada a justicia.
Finalmente, cuando se trata de la justicia de las obras no debemos
considerar una sola obra de la Ley, sino la Ley misma y cuanto ella
manda. Por tanto, si buscamos justicia por la Ley, en vano presentaremos
una o dos obras: es necesario que haya en nosotros una obediencia per-
petua a la Ley. Por eso no una sola vez - como muchos neciamente pien-
san - nos imputa el Señor a justicia aquella remisión de los pecados, de
la cual hemos ya hablado, de tal manera que, habiendo alcanzado el
perdón de los pecados de nuestra vida pasada, en adelante busquemos la
justicia en la Ley; puesto que, si asl fuera, no haría otra cosa sino burlarse
de nosotros, engañándonos con una vana esperanza. Porque como nos-
otros, mientras vivimos en esta carne corruptible, no podemos conseguir
perfección alguna, y por otra parte, la Ley anuncia muerte y condenación
a todos aquellos que no hubieren hecho sus obras con entera y perfecta
justicia, siempre tendría de qué acusarnos y podría convencernos de
culpabilidad, si por otra parte la misericordia del Señor no saliese al
encuentro para absolvernos con un perdón perpetuo de nuestros pecados.
Por tanto, permanece en pie lo que al principio dijimos: que si se nos
LIBRO 111- CAPiTULO XIV 601
juzga de acuerdo con nuestra dignidad natural, en todo ello seremos dig-
nos de muerte y de perdición, juntamente con todos nuestros intentos
y deseos.
todo indiscutible que David no habla aquí de los infieles e impíos, sino
de los fieles: de si mismo y otros semejantes; pues él hablaba conforme
a lo que sentia en su conciencia. Por tanto, esta bienaventuranza no es
para tenerla una sola vez, sino durante toda la vida.
Finalmente, la embajada de reconciliación de la que habla san Pablo
(2 Coro 5,18-19), la cual nos asegura que tenemos nuestra justicia en la
misericordia de Dios, no nos es dada por uno o dos días, sino que es
perpetua en la Iglesia de Cristo. Por tanto, los fieles no tienen otrajusticia
posible hasta el fin de su vida, sino aquella de la que allí se trata. Porque
Cristo permanece para siempre Como Mediador para reconciliarnos con
el Padre, y la eficacia y virtud de su muerte es perpetua; a saber, la ablu-
ción, satisfacción, expiación y obediencia perfecta que Él tuvo, en virtud
de la cual todas nuestras iniquidades quedan ocultas. Y san Pablo, escri-
biendo a los efesios, no dice que tenemos el principio de nuestra salvación
por gracia, sino que por gracia somos salvos ... ; no por obras; para que
nadie se gloríe (EL 2, 8-9).
Duns Scoto, Comentario a {as Sentencias, lib. 1, dist, 17, cu, 3, 25, 26, etc.
Buenaventura, Comentario a {as Sentencias, lib. IV. disto 20, pár, 2, art. 1; cu. 3;
Tomás de Aquino, Suma Teológica, pte, Ill, supl, eu. 25, arto L
LIBRO 1JI - CAPÍTULO XIV 603
día del Señor; en el cual, después de recibir nuestros cuerpos incorrupti-
bles, seamos transportados a la gloria celestial.
de acuerdo con lo que está escrito, que cuando hubiéremos hecho todo
lo que está mandado, nos tengamos por siervos inútiles que no han
hecho sino lo que debían (Lc.17, lO)? Y confesarlo delante de Dios
no es fingir o mentir, sino declarar lo que la persona tiene en su concien-
cia por cierto. Nos manda, pues, el Señor que juzguemos sinceramente
y que consideremos que no le hacemos servicio alguno que no se lo
debamos. Y con toda razón; porque somos sus siervos, obligados a
servirle por tantas razones, que nos es imposible cumplir con nuestro
deber, aunque todos nuestros pensamientos y todos nuestros miembros
no se empleen en otra cosa. Por tanto, cuando dice: "cuando hubiereis
hecho todo lo que os he mandado" (Le, 17, 10), es como si dijera: Supo-
ned que todas las justicias del mundo, y aun muchas más, estén en un
solo hombre. Entonces, nosotros entre los cuales no hay uno solo que
no esté muy lejos de semejante perfección, ¿cómo nos atreveremos a
gloriarnos de haber colmado la justa medida?
y no se puede alegar que no hay inconveniente alguno en que aquel
que no cumple su deber en algo haga más de [o que está obligado a hacer
por necesidad. Porque debemos tener por cierto, que no podemos con-
cebir cosa alguna, sea respecto al honor y culto de Dios, sea en cuanto
a la caridad con el prójimo, que no esté comprendida bajo la Ley de
Dios. Y si es parte de la Ley, no nos jactemos de liberalidad voluntaria,
cuando estamos obligados a ello por necesidad.
Lo que dice Salomón, que "en el temor de Jehová está la fuerte con-
fianza" (Prov. 14,26), y el que los santos, para que Dios los oiga, usen
algunas veces la afirmación de que han caminado delante de la presencia
del Señor con integridad (Gn.24,40; 2 Re.20,3); todas estas cosas no
valen para emplearlas como fundamento sobre el cual edificar la concien-
cia; sólo entonces, y no antes, valen, cuando se toman como indicios y
efectos de la vocación de Dios. Porque el temor de Dios no es nunca tal
que pueda dar una firme seguridad; y los santos comprenden muy bien
que no tienen una plena perfección, sino que está aún mezclada con
numerosas imperfecciones y reliquias de la carne. Mas como los frutos
de la regeneración que en si mismos contemplan les sirven de argumento
y de prueba de que el Espíritu Santo reside en ellos, con esto se confirman
y animan para esperar en todas sus necesidades el favor de Dios, viendo
que en una cosa de tanta importancia lo experimentan como Padre. Pues
bien, ni siquiera esto pueden hacer sin que primeramente hayan conocido
la bondad de Dios, asegurándose de ella exclusivamente por la certidum-
bre de la promesa. Porque si comienzan a estimarla en virtud de sus
propias buenas obras, nada habrá ni más incierto ni más débil; puesto
que si las obras son estimadas por sí mismas, no menos amenazarán al
hombre con la ira de Dios por su imperfección, que le testimoniarán la
buena voluntad de Dios por su pureza, aunque sea inicial,
Finalmente, de tal manera ensalzan los beneficios que han recibido de
la mano de Dios, que de ninguna manera se apartan de su gratuito favor,
en el cual atestigua san Pablo que tenemos toda perfección en anchura,
longitud, profundidad y altura (Ef. 3, 18-19); como si dijera que donde-
quiera que pongamos nuestros sentidos y entendimiento, por más alto
que con ellos subamos, y por más que se extiendan en longitud y anchura,
no debemos pasar del límite que consiste en reconocer el amor que Cristo
nos tiene, y que debemos poner todo nuestro entendimiento en su medita-
ción y contemplación, ya que comprende en sí toda suerte de medidas.
Por esto dice que "el amor de Cristo excede a todo conocimiento", y
que cuando entendemos con qué amor Cristo nos ha amado somos llenos
de toda la plenitud de Dios (Ef. 3, 19). Como en otro lugar, gloriándose
el Apóstol de que los fieles salen victoriosos en todos sus combates, da
luego la razón diciendo: "por medio de aquél que nos amó" (Rom. 8,37).
halles muchos más pecados que méritos. Esto solamente es lo que digo;
esto es lo que ruego; esto es lo que deseo: que no menosprecies las obras
de tus manos. Mira Señor en mí tu obra, no la mía. Porque si miras mi
obra, Tú la condenas; mas si miras la tuya, Tú la coronas. Porque todas
cuantas buenas obras yo tengo, son tuyas, de ti proceden."l
Dos razones aduce él por las que no se atreve a ensalzar sus obras
ante Dios. La primera es porque si tiene algunas obras buenas, ve que
en ellas no hay nada que sea suyo. La segunda, porque si algo bueno hay
en ellas, está como ahogado por la multitud de sus pecados. De aquí que
la conciencia, al considerar esto, concibe mucho mayor temor y espanto
que seguridad. Por eso este santo varón no quiere que Dios mire las
buenas obras que ha hecho, sino para que reconociendo en ellas la gracia
de su vocación, perfeccione la obra que ha comenzado.
suyos, sino solamente el orden que sigue; o sea, que añadiendo gracias
sobre gracias, de las primeras toma ocasión para dispensar las segundas,
y ello para no dejar pasar ninguna ocasión de enriquecer a los suyos;
y de tal manera prosigue su liberalidad, que quiere que siempre tengamos
los ojos puestos en su elección gratuita, la cual es la fuente y manantial
de cuantos bienes nos otorga. Porque aunque ama y estima los beneficios
que cada día nos hace, en cuanto proceden de este manantial, sin embargo
nosotros debemos aferrarnos a esta gratuita aceptación, la única que
puede hacer que nuestras almas se mantengan firmes. Conviene sin em-
bargo poner en segundo lugar los dones de su Espíritu con los que
incesantemente nos enriquece, de tal manera que no perjudiquen en
manera alguna a la causa primera.
CAPíTULO XV
obras humanas frente al juicio de Dios, 1 hizo algo del todo inconveniente
para mantener la sinceridad de la fe. Por mi parte, de muy buena gana
me abstengo de toda discusión que versa en torno a meras palabras; y
desearia que siempre se hubiese guardado tal sobriedad y modestia entre
los cristianos, que no usasen sin necesidad ni motivo términos no em-
pleados en la Escritura, que podrían ser causa de gran escándalo y darían
muy poco fruto. ¿Qué necesidad hubo, pregunto yo, de introducir el
término de mérito, cuando la dignidad y el precio de las buenas obras
se pudo expresar con otra palabra sin daño de nadie? Y cuántas ofensas
y escándalos han venido a causa del término "mérito", se ve muy clara-
mente, con gran detrimento de todo el mundo. Según la altivez y el
orgullo del mismo, evidentemente no puede hacer otra cosa sino oscurecer
la gracia de Dios y llenar a los hombres de vana soberbia.
Confieso que los antiguos doctores de la Iglesia usaron muy corriente-
mente este vocablo, y ojalá que con el mal uso del mismo no hubieran
dado ocasión y motivo de errar a los que después les siguieron, aunque
en ciertos lugares afirman que con esta palabra no han querido perjudicar
a la verdad.
San Agustín en cierto pasaje dice: "Callen aquí los méritos humanos,
que por Adán han perecido, y reine la gracia de Dios por Jesucristo" . ~
y también: "Los santos no atribuyen nada a sus méritos, sino que todo
lo atribuyen, oh Dios, a tu sola misericordia". a y asimismo: "Cuando
el hombre ve que todo el bien que tiene no lo tiene de sí mismo, sino de
su Dios, ve que todo cuanto en él es alabado no viene de sus méritos,
sino de la misericordia de Dios".4 Vemos cómo después de quitar al
hombre la facultad y virtud de obrar bien, rebaja también la dignidad
de sus méritos.
También Crisóstorno: "Todas nuestras obras, que siguen a la gratuita
vocación de Dios, son recompensa y deuda que le pagamos; mas los
dones de Dios son gracia, beneficencia y gran liberalidad". 6
Sin embargo, dejemos a un lado el nombre y consideremos la realidad
misma. San Bernardo, según lo he citado ya en otro lugar, dice muy
atinadamente que como basta para tener méritos ha presumir de los
méritos, de la misma manera basta para ser condenado no tener mérito
ninguno. Pero luego en la explicación de esto, suaviza mucho la dureza
de la expresión, diciendo: "Por tanto, procura tener méritos; teniéndolos,
entiende que te han sido dados; espera la misericordia de Dios como
fruto; haciendo esto has escapado de todo peligro de la pobreza, la
ingratitud y la presunción. Bienaventurada la Iglesia. la cual tiene méritos
sin presunción. y tiene presunción sin méritos". 6 Y poco antes había
demostrado suficientemente en qué piadoso sentido había usado este
pensas tales que jamás pudieron ellas merecer, todavía procuramos con
sacrílega ambición pasar adelante, queriendo que 10 que es propio de la
liberalidad divina y a nadie más compete, se pague a los méritos de las
obras?
Llamo aquí como testigo al sentido común de cada cual. Si un hombre
al cual otro, movido de pura liberalidad, le concediera coger los frutos
de su heredad, quisiera juntamente con ello usurparle el titulo de la
misma diciendo que era suya, ¿no merecería por tamaña ingratitud perder
incluso la posesión que tenía? Asimismo, si un esclavo al que su amo
hubiese otorgado la libertad, negándose a reconocer su baja condición
quisiera hacerse pasar por noble, como si nunca hubiera servido, ¿no
merecería que se le volviera de nuevo a la esclavitud primera? Pues cierta-
mente, el uso legítimo de los beneficios que se nos hacen es no atribuirnos
con arrogancia a nosotros mismos más de lo que nos es dado, y no privar
de su alabanza a quien nos ha hecho el beneficio; antes bien conducirnos
de tal manera que lo que nos ha traspasado a nosotros parezca que aún
reside en Él. Si debemos usar tal modestia con los hombres, considere
cada uno consigo mismo cuánta más debemos usar tratando con Dios.
1 Cfr. Juan Eck, Enquiridión, V; Alfonso de Castro, Adv. Haereses, fol. 159 B.
• Eclesiástico 16, 14.
614 LIBRO 111 - CAPÍTULO XV
con Dios, o incitarlo a hacernos bien! -; aunque Él, por ser misericor-
dioso, no las examina con sumo rigor y las admite como si fuesen puras;
y por esta razón las remunera con infinitos beneficios, tanto en esta vida
presente, como en la venidera; y esto 10 hace aunque ellas no lo merez-
can. Porgue yo no admito la distinción establecida por algunos, incluso
piadosos y doctos, según la cual las buenas obras son meritorias respecto
a las gracias y beneficios que Dios nos hace en esta vida presente; en
cambio, la salvación eterna es el salario exclusivo de la fe; porque el
Señor casi siempre nos otorga la corona de nuestros trabajos y de nuestras
luchas en el ciclo.
También se debe a la gracia que Dios honre los dones de la misma. Por
el contrario, atribuir al mérito de las obras las lluevas gracias que cada
día recibimos de manos del Señor, de tal manera que ello se quite a la
gracia, evidentemente va contra la doctrina de la Escritura. Porque aun-
que Cristo dice que "al que tiene le será dado", y que el siervo bueno
que se haya conducido fielmente en las cosas pequeñas será constituido
sobre las grandes (Mt.25,29.21), sin embargo Él mismo en otro lugar
demuestra que el crecimiento de los fieles es don de su pura y gratuita
liberalidad. "A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no
tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y
sin precio, vino y leche" (Is. 55, 1). Por tanto, todo cuanto se da a los
fieles para aumentar su salvación, aunque sea la bienaventuranza misma,
es pura liberalidad de Dios. Sin embargo, lo mismo en los beneficios
que al presente recibimos de su mano, como en la gloria venidera de que
nos hará participes, da testimonio de que tiene en cuenta las obras; y
ello por cuanto tiene a bien, para demostrar el inconmensurable amor
que nos profesa, no solamente honrarnos a nosotros de esta manera,
sino también a los beneficios que de su mano hemos recibido.
CAPÍTULO XVI
]0. Lejos de abolir las buenas obras, la justificación gratuita las hace
posibles y necesarias
Nos acusan de que por la justificación de la fe son destruidas las buenas
obras. No me detendré a exponer quiénes son estas personas tan celosas
de las buenas obras que de esta manera nos denigran. Dejémosles que
nos injurien impunemente con la misma licencia con que infestan el
mundo con su manera de vivir. Fingen que les duele sobremanera que las
obras pierdan su valor por ensalzar tanto la fe. ¿Pero y si con esto resulta
que quedan mucho más confirmadas y firmes? Porque nosotros no sona-
mos una fe vacía, desprovista de toda buena obra, ni concebimos tam-
poco una justificación que pueda existir sin ellas. La única diferencia
LIBRO 111 - CAPÍTULO XVI 619
está en que, admitiendo nosotros que la fe y las buenas obras están nece-
sariamente unidas entre sí y van a la par, sin embargo ponemos la justi-
ficación en la fe, y no en las obras. La razón de hacerlo así es muy fácil
de ver, con tal que pongamos nuestros ojos en Cristo, al cual se dirige
la fe, y de quien toma toda su fuerza y virtud. ¿Cuál es, pues, Ía razón de
que seamos justificados por la fe? Sencillamente porque mediante ella
alcanzamos la justicia de Cristo, por la cual únicamente somos recon-
ciliados con Dios. Mas no podemos alcanzar esta justicia sin que junta-
mente con ella alcancemos también la santificación. Porque "él nos ha
sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención"
(1 Cor.l,30).
Por lo tanto, Cristo no justifica a nadie sin que a la vez lo santi-
fique. Porque estas gracias van siempre unidas, y no se pueden separar
ni dividir, de tal manera que a quienes Él ilumina con su sabiduría,
los redime; a los que redime, los justifica; y a los que justifica, los
santifica.
Mas como nuestra discusión versa solamente acerca de la justificación
y la santificación, detengámonos en ellas. Y si bien distinguimos entre
ellas, sin embargo Cristo contiene en sí a ambas indivisiblemente. ¿Quere-
mos, pues, alcanzar justicia en Cristo? Debemos primeramente poseer a
Cristo. Mas no 10 podemos poseer sin ser hechos partícipes de su santifi-
cación; porque Él no puede ser dividido en trozos. Así pues, comoquiera
que el Señor jamás nos concede gozar de estos beneficios y mercedes
sino dándose a si mismo, nos concede a la vez ambas cosas, y jamás da
la una separada de la otra. De esta manera se ve claramente cuán grande
verdad es que no somos justificados sin obras, y no obstante, no somos
justificados por las obras; porque en la participación de Cristo, en la
cual consiste toda nuestra justicia, no menos se contiene la santificación
que la justicia.
,
INSTITUCION
DE LA
,
RELIGION CRISTIANA
TRADUCIDA Y PlIBLlCADA POR
ClPRIANO DI<: VALERA EN 1597
REEDITADA POR LUIS DE USOZ y RÍO EN J858
NUEVA EDICiÓN REVISA DA EN 1967
SEGlJNDA EDICiÓN INALTERADA 1981
TERCERA EDICIÓN INALTERADA 1986
CUARTA EDICIÓN INALTERADA J994
(DOS TOMOS)
TUMO 11
LlBRO PRIMERO
OH. CONOCJ'l-11ENTO DE mos EN CUANTO ES CREADOR Y SUPRFMO
GOBERNADOR DE TODO u. MUI\DO.
Capitulo Primero
El conocimiento de Dios y el de nosotros se relacionan entre sí.
Manera en que convienen mutuamente . . . . . . 3
Capitulo Il
En qué consiste conocer a Dios y cuál es la finalidad de este
conocimiento . . . . . . . . . . . . . 5
Capítulo 1lI
El conocimiento de Dios está naturalmente arraigado en el
entendimiento del hombre. . . . . . . . . . . . 7
Capítulo IV
El conocimiento de Dios se debilita y se corrompe, en parte por
la ignorancia de los hombres, y en parte por su maldad. . . JO
Capítulo V
El poder de Dios resplandece en la creación del mundo y en el
continuo gobierno del mismo . . . . . . . . . . . . . . 13
Capítulo VI
Es necesario para conocer a Dios en cuanto creador, que la
Escritura nos guíe y encamine . . . . . . . . . . . 26
Capítulo VII
Cuáles son los testimonios con que se ha de probar la Escritura
para que tengamos su autoridad por auténtica, a saber del
Espíritu Santo; y que es una maldita impiedad decir que la
autoridad de la Escritura depende del juicio de la Iglesia 30
Capitulo VIII
Hay pruebas con certeza suficiente, en cuanto le es posible al
entendimiento humano comprenderlas, para probar que la
Escritura es indubitable y certísima.. 35
Capitulo IX
Algunos espíritus fanáticos pervierten los principios de la reli-
gión, no haciendo caso de la Escritura para poder seguir mejor
sus sueños. so titulo de revelaciones del Espíritu Santo . . . tl4
Capitulo X
La Escritura, para extirpar la superstición, opone exclusiva-
mente el verdadero Dios a los dioses de los paganos . . 47
íNDICE GENERAL
Capítulo xt
Es una abominación atribuir a Dios forma alguna visible, y
todos cuantos erigen imágenes o ídolos se apartan del verdadero
Dios. 49
Capítulo Xll
Dios se separa de los ídolos a fin de ser Él solamente servido 62
Capítulo XIII
La Escritura nos enseña desde la creación del mundo que en
la esencia única de Dios se contienen tres Personas. . . . . 66
Capítulo XIV
La Escritura, por la creación del mundo y de todas las cosas,
diferencia con ciertas notas al verdadero Dios de los falsos
dioses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . , 95
Capítulo XV
Cómo era el hombre al ser creado. Las facultades del alma, la
imagen de Dios, el libre albedrío, y la primera integridad de
la naturaleza . . . . . . . . 113
Capítulo XVI
Dios, después de crear con su potencia el mundo y cuanto hay
en el, lo gobierna y mantiene todo con su providencia 124
Capítulo XVII
Determinación del fin de esta doctrina para que podamos aproo
vecharnos bien de ella . . . . . . . . . . . , . . . . , 135
Capítulo XVIII
Dios se sirve de los impíos y doblega su voluntad para que
ejecuten Sus designios, quedando sin embargo Él limpio de
toda mancha . . . . . . . . . . . . 150
LIBRO SEGUNDO
DEL CONOCIMIENTO DE DIOS COMO REDENTOR EN CRISTO, CONOCI-
MIENTO QUE PRIMERAMENTE fUE MANIfESTADO A LOS PATRIARCAS
BAJO LA LEY Y DESPUÉS A NOSOTROS EN EL EVANGEUO.
Capítulo Primero
Todo el género humano está sujeto a la maldición por la caída
y culpa de Adán, y ha degenerado de su origen. Sobre el pecado
original. , . . . , , , 161
Capítulo JI
El hombre se encuentra ahora despojado de su arbitrio, y
miserablemente sometido a todo mal . . . [71
Capítulo m
Todo cuanto produce la naturaleza corrompida del hombre
merece condenación . . . . . . . . . . . . 197
Capítulo IV
Cómo obra Dios en el corazón de los hombres. 213
Capítulo V
Se refutan las objeciones en favor del libre albedrío. 220
fNDICE GENERAL
Capítulo VI
El hombre, habiéndose perdido a sí mismo, ha de buscar su
redención en Cristo. . . . . . . . . . . 239
Capítulo VII
La Ley fue dada, no para retener en sí misma al pueblo antiguo,
sino para alimentar la esperanza de la salvación que debía tener
en J esucristo, hasta que vi niera , . . . . . . . . 245
Capítulo VIII
Exposición de la Ley moral, o los Mandamientos 261
Capítulo IX
Aunque Cristo fue conocido por los judíos bajo la Ley, no ha
sido plenamente revelado más que en el Evangelio . 307
Capítulo X
Semejanza en tre el Antiguo y el N uevo Testamento. 312
Capítulo XI
Diferencia entre los dos Testamentos . . . . 329
Capítulo XII
Jesucristo, para hacer de Mediador, tuvo que hacerse hombre 341
Capítulo XIII
Cristo ha asumido la sustancia verdadera de carne humana 350
Capítulo XIV
Cómo las dos naturalezas forman una sola Persona en el
Mediador . . . 355
Capítulo XV
Para saber con qué fin ha sido enviado Jesucristo por el Padre
y los beneficios que su venida nos aporta, debemos considerar
en Él principalmente tres cosas: su oficio de Profeta, el Reino
y el Sacerdocio . . . . . . . . . . . . . . . 364
Capítulo XVI
Cómo ha desempeñado Jesucristo su oficio de Mediador para
conseguirnos la salvación. Sobre su muerte, resurrección y
ascensión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 372
Capitulo XVII
Jesucristo nos ha merecido la gracia de Dios y la salvación 392
LIBRO TERCERO
Capítulo Primero
Las cosas que acabamos de referir respecto a Cristo nos sirven
de provecho por la acción secreta del Espíritu Santo . . . . 401
Capítulo 11
De la fe. Definición de la misma y exposición de sus propie-
dades. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 405
Capítulo III
Somos regenerados por la fe. Sobre el arrepentimiento 447
ÍNDICE GENERAL
Capitulo IV
Cuán lejos esta de la pureza del Evangelio todo lo que los
teólogos de la Sorbona discuten del arrepentimiento. Sobre
la confesión y la satisfacción. . . . . 472
Capítulo V
Suplementos que añaden los papistas a la satisfacción: a saber:
las indulgencias y el purgatorio .. . .. ..... 510
Capítulo VI
Sobre la vida del cristiano. Argumentos de la Escritura que nos
exhortan a ella. . . . . . . . 522
Capítulo VII
La suma de la vida cristiana: la renuncia a nosotros mismos 527
Capítulo VIII
Sufrir pacientemente la cruz es una parte de la negación de
nosotros mismos. 537
Capítulo IX
La meditación de la vida futura 546
Capítulo X
Cómo hay que usar de la vida presente y de sus medios. 552
Capítulo XI
La justificación por la fe. Definición nominal y real. . . 556
Capítulo XII .
Conviene que levantemos nuestro espíritu al tribunal de Dios,
para que nos convenzamos de veras de la justificación gratuita 580
Capitulo XIII
Conviene considerar dos cosas en la justificación gratuita. 588
Capítulo XIV
Cuál es el principio de la justificación y cuáles son sus conti-
nuos progresos. . . . . . . . . . ..... 593
Capítulo XV
Todo lo que se dice para ensalzar los méritos de las obras,
destruye tanto la alabanza debida a Dios, como la certidumbre
de nuestra salvación . . . . 610
Capítulo XVI
Refutación de las calumnias con que los papistas procuran
hacer odiosa esta doctTi na.. . . . . . . 618
Capítulo XVII
Concordancia entre las promesas de la Ley y las del Evangelio 623
Capitulo XVIII
Es un error concluir que somos j ustificados por las obras, por-
que Dios les prometa un salario 639
Capítulo XIX
La libertad cristiana . . . 650
Capítulo XX
De la oración. Ella es el principal ejercicio de la fe y por ella
recibimos cada día los beneficios de Dios . . . . . 663
Capítulo XXI
La elección eterna con la q ue Dio s ha predesti nado aunos para
salvación y a otros para perdición . . . . . . . . . . . . 723
íNDICE GENERAL
Capítulo XXII
Confirmación de esta doctrina por los testimonios de la
Escritura . 733
Capítulo XXIII
Refutación de las calumnias con que esta doctrina ha sido siem-
pre impugnada 746
Capítulo XXIV
La elección se confirma con el llamamiento de Dios; por el
contrario. los réprobos a traen sobre ellos la justa perdición a
la que están destinados 762
Capítulo XXV
La resurrección final . 782
LIBRO CUARTO
nr LOS MEDIOS EXTERNOS o AYUnAS DE QCE DIOS SE SIRVE PARA
LLAMARNOS A LA COMPAÑíA DE SU HIJO, JESUCRISTO, Y PARA
'IIlA'N TENER ]\;OS EN E!.LA.
Capítulo Primero
De la verdadera Iglesia, a la cual debemos estar unidos por ser
ella la madre de todos los fieles 803
Capitulo JI
Comparación de la falsa iglesia con la verdadera 826
Capítulo 1Il
De los doctores y ministros de la Iglesia. Su elección y oficio 836
Capitulo IV
Estado de la Iglesia primitiva y modo de gobierno usado antes
del Papa . . . . . . . . . . .. ..... 848
Capitulo V
Toda la forma antigua del régimen eclesiástico ha sido destruida
por la tiranía del papado . . . 860
Capítulo VI
El primado de la Sede romana. 874
Capítulo VII
Origen y crecimiento del papado hasta que se elevó a la gran-
deza actual, con lo que la libertad de la Iglesia ha sido oprimida
y toda equidad confundida . . . . . . . . . . . . . . . 886
Capítulo VJJJ
Potestad de la Iglesia para determinar dogmas de fe. Desenfre-
nada licencia con que el papado la ha usado para corromper
toda la pureza de la doctrina 909
Capítulo IX
Los concilios y su autoridad. 921
Capítulo X
Poder de la Iglesia para dar leyes. Con ello el Papa y los suyos
ejercen una cruel tiranía y tortura con las que atormentan a
las almas . . . . . . 930
íNDICE GENERAL
Capítulo XI
Jurisdicción de la Iglesia y abusos de la misma en el papado 955
Capitulo XII
De la disciplina de la Iglesia, cuyo principal uso consiste en las
censuras y en la excomunión _ . . . . . 969
Capítulo XIII
Los votos. Cuán temerariamente se emiten en el papado para
encadenar miserablemente las almas 989
Capítulo XIV
Los sacramentos _ 1006
Capítulo XV
El Bautismo. 1028
Capitulo XVI
El bautismo de los niños está muy de acuerdo con la institución
de Jesucristo y la naturaleza del signo. ..... 1043
Capitulo XVII
La Santa Cena de Jesucristo. Beneficios que nos aporta 1070
Capitulo XVIII
La misa del papado es un sacrilegio por el cual la Cena de
Jesucristo ha sido, no solamente profanada, sino del todo
destruida . . . . .. 1123
Capitulo XIX
Otras cinco ceremonias falsamente llamadas sacramentos. Se
prueba que no lo son. 1139
Capítulo XX
La potestad civil. . . 1167
1 A primera vista, este capítulo podría parecer una disputa polémica en la que Calvino
se esfuerza por corregir diversas interpretaciones erróneas de la Escritura, presen-
tadas contra la doctrina bíblica de la justiñcación mediante la sola fe por los teólogos
católico-romanos y otros semipelagianos. Sin embargo, este capitulo nos ofrece
un notable ejemplo de exégesis según el principio de la "analogía de la fe", es decir,
la Escritura explicada por sí misma.
El lector reformado seguramente sentirá un vivo interés. Podrá constatar que
este capitulo supera con mucho el estrecho cuadro de una discusión con lectores
no reformados, porque le ofrece la solución de numerosas cuestiones que se le
presentan, sea en la lectura de la Biblia, sea entre el fuego del combate de la vida
cristiana. Esta lectura será para ~I ocasión de una profundización espiritual, y su
conciencia y su paz se sentirán robustecidas.
624 LIBRO 111 - CAPíTULO XVH
Por aquí se ve hasta qué punto se han engañado los sofistas, al pensar
que habian evitado todos los absurdos diciendo que las obras tienen
virtud para merecer la salvación, no por su intrínseca virtud, sino por
el pacto en virtud del cual el Señor por su propia liberalidad tanto las
estimó. Pero entretanto no advierten cuán lejos están, las obras que ellos
querrian que fuesen meritorias, de poder cumplir la condición de las
promesas legales, si no precediese la justificación gratuita que se apoya
en la sola fe y el perdón de los pecados, con el cual aun las mismas buenas
obras tienen necesidad de ser purificadas de sus manchas.
Así que de las tres causas de la divina liberalidad que hemos señalado,
por las cuales las obras de los fieles son aceptas a Dios, no han tomado
en consideración más que una, callándose las otras dos, que eran las
principales.
de burla y tenida en poco, y para que nadie se llene de una vana confianza
en su misericordia y se sienta seguro mientras vive conforme a sus deseos
y apetitos, por eso después de recibirlos en la sociedad de su pacto, quiere
por este medio mantenerlos en el cumplimiento de su deber. Sin embargo,
el pacto no deja por ello de ser gratuito al principio, y como tal permanece
para siempre.
De acuerdo con esto David, aunque dice que Jehová le ha recompen-
sado conforme a la limpieza de sus manos (Sal. 18,20), no se olvida, sin
embargo, de este principio y manantial que he señalado; a saber, que
Dios le ha sacado del seno de su madre porque le amó. Al hablar de este
modo sostienen que su causa es justa y buena; pero de tal manera, que
en nada rebaja la misericordia de Dios, la cual precede a todos los dones
y beneficios, de los cuales es la fuente y el origen.
por tales, porque no nos es imputado el vicio que hay en ellas, por estar
cubierto con la pureza de Cristo.
Por tanto, podemos decir con toda justicia que no solamente nosotros
somos justificados por la fe, sino también 10 son nuestras obras. Por
consiguiente, si la justicia de las obras, tal cual es, depende y proviene
de la fe y de la justificación gratuita, evidentemente debe ser incluida en
ella, y ha de reconocerla y someterse a ella, como el efecto a su causa,
y como el fruto a su árbol, y en modo alguno ha de levantarse para
destruirla o empañarla.
Por eso san Pablo, para probar que nuestra bienaventuranza descansa
en la misericordia de Dios y no en las obras, insiste principalmente en
10 que dice David: "Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son
perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a
quien el Señor no inculpa de pecado" (Rom. 4, 7-8; Sa1.32, 1-2).
Si alguno quisiere alegar en contrario los numerosos testimonios de
la Escritura que parecen hacer consistir la bienaventuranza del hombre
en las obras, como por ejemplo: "Bienaventurado el hombre que teme
a Jehová" (SaI.112,1); "que tiene misericordia de los pobres" (Prov.
14,21); "que no anduvo en consejo de malos" (Sal.1, 1); "que soporta
la tentación" (Sant, 1,12); "dichosos los que guardan juicio, los que
hacen justicia en todo tiempo" (Sal. 106, 3; 119,1); "bienaventurados los
pobres en espíritu", etc. (Mt. 5,3-12); todo cuanto puedan alegar no
conseguiría que no sea verdad 10 que dice san Pablo; porque como
quieraque las virtudes citadas en todos estos textos jamás podrán darse
en el hombre de forma que por sí mismas sean aceptas a Dios, se sigue
de aquí que el hombre es siempre miserable e infeliz hasta que es liberado
de su miseria, al serie perdonados sus pecados.
¿Es que por ventura pretenden que san Pablo contradiga a Santiago?
Si tienen a Santiago por ministro de Cristo es preciso que interpreten
sus palabras de forma que no esté en desacuerdo con lo que Cristo ha
dicho. El Espíritu, que ha hablado por boca de san Pablo, afirma que
Abraham consiguió la justicia por la fe, y no por las obras. De acuerdo
con esto nosotros también enseñamos que todos los hombres son justifi-
cados por la fe sin las obras de la Ley. El mismo Espíritu enseña por
Santiago que la justicia de Abraham y la nuestra consiste en las obras,
y no solamente en la fe. Es evidente que el Espíritu Santo no se contradice
a sí mismo. ¿Cómo, pues, hacer concordar a estos dos apóstoles?
A nuestros adversarios les basta con poder desarraigar la justicia de
la fe, la cual nosotros queremos ver plantada en el corazón de los fieles;
en cuanto a procurar la tranquilidad y la paz de las conciencias, esto les
tiene a ellos sin cuidado. Por eso todos pueden ver cómo se esfuerzan en
destruir la justicia de la fe, sin que se preocupen de ofrecernos justicia
alguna a la que las conciencias se puedan atener. Triunfen, pues, en hora
buena, con tal de que no pretendan gloriarse más que de haber destruido
toda certeza de justicia. Evidentemente podrán gozar de esta desventurada
victoria, cuando extinguida la luz de la verdad, el Señor les permita que
cieguen al mundo con las tinieblas de sus mentiras. Pero dondequiera
que la verdad de Dios subsista, no podrán conseguir nada.
Niego, pues, que lo que afirma Santiago, y que ellos tienen siempre
en la boca, sirviéndose de ello como de un escudo fortisimo, sirva a su
propósito lo más mínimo. Para aclarar esto es preciso ante todo conside-
rar la intención del apóstol, y luego señalar en qué están ellos equivo-
cados.
Como en aquel tiempo había muchos - mal que suele ser perpetuo en
la Iglesia - que claramente dejaban ver su infidelidad menospreciando y
no haciendo caso alguno de las obras que todos los fieles deben realizar,
gloriándose a pesar de ello, falsamente, del título de fe, Santiago se burla
en este texto de su loca confianza. Por tanto, su intención no es menosca-
bar de ningún modo la virtud y la fuerza de la verdadera fe, sino declarar
cuán neciamente aquellos pedantes se gloriaban tanto de la mera aparien-
cia de la fe, y satisfechos con ella, daban rienda suelta con toda tranquili-
dad a toda clase de vicios, dejándose llevar a una vida disoluta.
12. San Pablo describe la justificación del impío; Santiago la del justo
Aún no hemos llegado a lo principal, hasta haber descubierto el
otro error." Porque parece que Santiago pone una parte de nuestra
justificación en las obras. Pero si queremos que Santiago esté de acuerdo
con toda la Escritura y consigo mismo, es necesario tomar la palabra
justificar en otro sentido del que la toma san Pablo. Porque san Pablo
llama justificar cuando, borrado el recuerdo de nuestra injusticia, somos
reputados justos. Si Santiago quisiera decir esto, hubiera citado muy
fuera de propósito lo que dice Moisés: Creyó Abraham a Dios, y esto
le fue imputado ajusticia. Porque él enhebra su razonamiento como sigue:
Abraham por sus obras alcanzó justicia, pues no dudó en sacrificar a su
hijo cuando Dios se lo mandó; y de esta manera se cumplió la Escritura
que dice: Creyó Abraham a Dios y le fue imputado a justicia. Si es cosa
absurda que el efecto sea primero que la causa, o Moisés afirma falsa-
mente en este lugar que la fe le fue imputada a Abraham por justicia, o
él no mereció su justicia por su obediencia a Dios al aceptar sacrificar
a Isaac. Antes de ser engendrado Ismael, que ya era mayor cuando nació
Isaac, Abraham había sido justificado por la fe. ¿Cómo, pues, diremos
que alcanzó justicia por la obediencia que mostró al aceptar sacrificar
a su hijo Isaac, cuando esto aconteció mucho después? Por tanto, o
Santiago ha cambiado todo el orden - lo cual no se puede pensar - o
1 El lector debe estar muy atento a una distinción a la que con frecuencia se presta
poca atención en los medio reformados: "Todo creyente es objeto de una doble
j ustificaci ón" .
En uno de sus cuatro "Sermones sobre /ajustiftcación de Abraham" (Op. Ca/yini,
XXIII, pp. 718-719) es donde mejor precisa Calvino su pensamiento: "Cuando Dios
nos justifica al principio ... , usa un perdón general. Y luego, cuando nos justifica
después ... nos justifica en nuestras personas, y nos justifica incluso en nuestras
obras por la pura fe ... ; es decir, que nos hace agradables a Él como sus hijos, y
luego justifica nuestras obras ... ¿Y cómo? Por su pura gracia, perdonándonos las
faltas y las imperfecciones que en ellas hay. Y así, lo mismo que existe diferencia
entre un hombre fiel y un hombre al que Dios llama al principio al Evangelio, así
la justificación se puede extender con toda propiedad a la marcha continua de la
gracia de Dios desde la vocación hasta la muerte" (Comentario a Romanos 8, 30).
Pablo trata de la primera; Santiago, de la segunda.
°
En el plano psicológico, la justificación del fiel del justo perdonado es la certi-
dumbre que, por el testimonio de su conducta y de sus obras, obtiene ese fiel de la
sinceridad de su fe y de la realidad del estado de gracia justificante en que se encuen-
tra. Como dirá Calvino, "es una declaración de justicia ante los hombres, y no
la imputación de la justicia en cuanto a Dios".El fiel tiene, él también, necesidad de
ser justificado tanto ante el tribunal de su propia conciencia, como ante los hombres.
636 LIBRO 111 - CAPÍTULO XVll
por justificado no quiso decir que Abraham hubiese merecido ser tenido
por justo. ¿Qué quiso decir entonces? Claramente se ve que habla de la
declaración y manifestación de la justicia, y no de la imputación; como
si dijera: los que son justos por la verdadera fe, dan prueba de su justicia
con la obediencia y las buenas obras, y no con una apariencia falsa y
soñada de fe. En resumen: él no discute la razón por la que somos justifi-
cados, sino que pide a los fieles una justicia no ociosa, que se manifieste
en las obras. Y así como san Pablo pretende probar que los hombres son
justificados sin ninguna ayuda de las obras, del mismo modo en este lugar
Santiago niega que aquellos que son tenidos por justos no hagan buenas
obras.
Esta consideración nos librará de toda duda y escrúpulo. Porque nues-
tros adversarios se engañan sobre todo al pensar que Santiago determina
el modo como los hombres son justificados, siendo así que no pretende
otra cosa sino abatir la vana confianza y seguridad de aquellos que para
excusar su negligencia en el bien obrar, se glorían falsamente del nombre
y del título de la fe. Y así, por más que den vueltas y retuerzan las palabras
de Santiago, no podrán concluir otra cosa que estas dos sentencias: que
la vana imaginación de fe no justifica; y que el creyente declara su justicia
con buenas obras.
les fue dada para que con sólo oir su voz fuesen justos, sino que lo serán
cuando obedecieren a sus mandamientos. Como si dijera: ¿Buscas tu
justicia en la Ley?; no alegues el mero hecho de haberla oído, lo cual
muy poco hace al caso, sino muestra las obras mediante las cuales
declares que la Ley no te ha "ido dada en vano, Pero como todos estaban
vacíos de esto, seguiase que estaban privados de la gloria que pretendían.
Por tanto, de la intención del Apóstol hay que deducir más bien un
argumento en contra, como sigue: la justicia de la Ley consiste en la
perfección de las obras; ninguno se puede gloriar de haberla satisfecho
con sus actos; luego, de ahí se sigue que ninguno es justificado por la Ley.
14. 6°. Pasajes en los cuales los fieles ofrecen su justicia a Dios
Combaten también nuestros adversarios contra nosotros sirviéndose
de los lugares en que los fieles atrevidamente presentan a Dios su justicia,
para que la examine en su juicio, y desean que Él dicte su sentencia con-
for me a ella. Así, por ejemplo: "J úzgame con forme a mi justicia, y ca n-
forme a mi integridad" (Sal. 7, 8). Y: "Oye, oh Jehová, una causa justa ... ;
tú has probado mi corazón, me has visitado de noche ... ; y nada inicuo
hallaste" (Sal. 17,1-3). "Jehová me ha premiado conforme a mi justicia;
conforme a la limpieza de mis manos me ha recompensado, porque yo
he guardado los caminos de Jehová, y no me aparté impíamente de mi
Dios" (5aI.18,20). Y también: "Júzgame, oh Jehová, porque yo en mi
integridad he andado. No me he sentado con hombres hipócritas; aborrecí
la reunión de los malignos. No arrebates con los pecadores mi alma, ni
mi vida con hombres sanguinarios, en cuyas manos está el mal, y su
diestra está llena de sobornos. Mas yo andaré en mi integridad" (Sal.
26, I . 4. 5 . 9- I 1).
Antes he hablado de la confianza que los santos parece que sienten sin
más que sus obras. Los testimonios que a este propósito acabamos de
alegar no nos ofrecerán mayor dificultad si los consideramos en sus
debidas circunstancias, que son de dos clases. En efecto, al expresarse asi
no quieren que toda su vida sea examinada, a fin de ser absueltos o con-
denados de acuerdo con ella; sino que sim plemen te presentan al Señor
alguna causa particular para que la juzgue. Y en segundo lugar, ellos se
atribuyen justicia, no respecto a Dios, sino en comparación con los ini-
cuas y malvados.
Primeramente, cuando se trata del modo como el hombre es justifi-
cado, no solamente se requiere que la causa sea buena en algún asunto
particular, sino además que haya una justicia íntegra durante todo el
curso de la vida; cosa que jamás hombre alguno ha tenido ni tendrá. De
hecho los santos, cuando para probar su inocencia imploran el juicio de
Dios, no intentan presentarse ante Él como si estuviesen libres de toda
falta y pecado, y sin culpa ninguna; sino que después de poner la con-
fianza de su salvación en la sola bondad de Dios, y seguros de que Él
cuida de los pobres y los ampara cuando se ven afligidos contra todo
derecho y justicia, ponen en sus manos su causa, en la cual siendo ino-
centes se ven afligidos.
Por otra parte, ca mo se presentan juntamente con sus adversarios ante
el tribunal de Dios, no alegan jactanciosamente una inocencia capaz de
638 LIBRO 11I - CAPiTULO XVII
J5. 7°. Pasajes que atribuyen la justicia y la vida a las obras de los fieles
Hay también otros pasajes no muy diferentes de éstos, en los que
algunos podrían enredarse.
Salomón dice que el que anda con integridad es justo (Prov.20, 7). Y:
"En el camino de la justicia está la vida; y en sus caminos no hay muerte"
(Prov. 12,28;28, 18). También Ezequiel declara que el que hiciere juicio
y justicia vivirá (Ez.18,9.21; 33,15).
Respondo que no queremos disimular, negar ni oscurecer ninguna de
estas cosas. Pero presentadme uno solo entre todos los hijos de Adán
con tal integridad. Si no hay ninguno es preciso que, o todos los hombres
sean condenados en el juicio de Dios, o bien que se acojan a su miseri-
cordia.
Sin embargo, no negamos que la integridad que los fieles poseen les
sirva como de peldaño para llegar a la inmortalidad. Mas, ¿de dónde
proviene esto, sino de que cuando el Señor recibe a alguna persona en
el pacto de su gracia no examina sus obras según sus méritos, sino que
las acepta con su amor paternal sin que ellas en sí mismas lo merezcan?
y con estas palabras no entendemos sólo lo que los escolásticos enseñan:
que las obras tienen su valor de la gracia de Dios que las acepta, con lo
cual entienden que las obras, en sí mismas insuficientes para conseguir
la salvación, reciben su suficiencia de que Dios las estima y acepta en
virtud del pacto de su Ley. Yo, por el contrario, afirmo que todas las
LIBRO 111 - CAPiTULO XVII, XVlll 639
CAPíTULO XVIII
grande en los cielos (M t. 5,10; Le, 6,23). "Cada uno recibirá su recorn-
pensa conforme a su labor" (1 Cor. 3,8).
Respecto a que el Señor dará a cada uno conforme a sus obras, es
cosa de fácil solución. Al hablar de esta manera más bien se designa un
orden de consecuencia que no la causa por la que Dios remunera a los
hombres. Es evidente que nuestro Señor usa estos grados de misericordia
al consumar y perfeccionar nuestra salvación: que después de elegirnos
nos llama; después de llamarnos nos justifica; y después de justificarnos
nos glorifica (Rom, 8,30). Y aSÍ, aunque Él por su sola misericordia
recibe a los suyos en la vida, como quiera que los introduce en su posesión
por haberse ejercitado en las buenas obras, a fin de cumplir en ellos su
benevolencia de acuerdo con el orden que Él ha señalado, no hay por
qué maravillarse de que afirme que son coronados según sus obras, ya
que con ellas sin duda alguna son preparados para recibir la corona de
la inmortalidad. Más aún: por esta misma razón se dice con toda verdad
que se ocupan de su salvación (Flp, 2, 12) cuando aplicándose a hacer el
bien meditan en la vida eterna. Yen otro lugar se les manda que trabajen
por el alimento que no perece (Jo. 6,27), cuando creyendo en Cristo
alcanzan la vida eterna; sin embargo luego se añade que el Hijo del
hombre les dará ese alimento. Por donde se ve claramente que la palabra
trabajar no se opone a la gracia, sino que se refiere al celo y al deseo.
Por tanto no se sigue que los fieles mismos sean autores de su salvación,
ni que ésta proceda de las buenas obras que ellos realizan. ¿Qué, enton-
ces? Tan pronto como por el conocimiento del Evangelio y la ilumina-
ción del Espíritu Santo son incorporados a Cristo, comienza en ellos la
vida eterna; y luego es necesario que la obra que Dios ha comenzado en
ellos se vaya perfeccionando hasta el día de Jesucristo (Flp.I,6). Ahora
bien, esta obra se perfecciona en ellos cuando, reflejando con la justicia
y la santidad la imagen de su Padre celestial, prueban que son hijos suyos
legítimos y no bastardos.
Mas, ¿por qué hacen también mención a la vez de las obras? La respues-
ta a esta pregunta se verá claramente con un solo ejemplo de la Escritura.
Antes de que Isaac naciese se le había prometido a Abraharn descenden-
cia, en la cual todas las naciones de la tierra ha bían de ser benditas; y
asimismo se le había prometido tal propagación de esta su descendencia.
que había de igualar en número a las estrellas del cie!o y a las arenas del
mar (Gn. 15,5; 17,1 ; 18,10). M ucho tiempo después él se prepara a
sacrificar a su hijo Isaac, conforme Dios se lo había ordenado. Después
de haber demostrado con esta acción su obediencia, recibe la promesa;
"Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto,
y no me has rehusado tu hijo. tu único hijo; de cierto te bendeciré y
multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena
que está a la orilla de la mar; y tu descendencia poseerá las puertas de
sus enemigos. En tu simiente serán benditas todas las naciones de la
tierra, por cuanto obedeciste a mi voz" (Gn. 22,16-18). ¿Qué es lo que
oimos? ¿Mereció quizás Abraham por su obediencia esta bendición, cuya
promesa le había sido hecha mucho antes de que Dios le mandase sacri-
ficar a su hijo Isaac? Ciertamente aquí vemos sin rodeos de ninguna clase
que el Señor remunera las obras de sus fieles con los mismos beneficios y
mercedes que les tenía prometidos mucho antes de que ni siquiera pen-
sasen en hacer lo que hicieron y cuando el Señor no tenía otro motivo
para hacerles favores que su sola misericordia.
3. Nuestras obras son medios que nos hacen dar los frutos de la promesa
gratuita
y sin embargo elSeñor ni nos engaña ni se burla de nosotros cuando dice
que pagaalasobras lo que gratuitamente había dado antes de que las haga-
mos. Porque como quiera que Él desea ejercitarnos en las buenas obras,
para que meditemos en el cumplimiento y el gozo de las cosas que nos ha
prometido y mediante ellas nos apresuremos a llegar a aquella bienaventu-
rada esperanza que se nos propone en los cielos, con toda razón se les asigna
el fruto de las promesas, pues son como medios para llegar a gozar de ellas.
El Apóstol expresó excelentemente ambas cosas al decir que los colo-
senses se empleaban en ejercitar la caridad a causa de la esperanza que
les estaba guardada en los cielos, la cual ellos habían ya oído por la
palabra verdadera del Evangelio (Col. 1,4--5). Pues al decir el Apóstol
que los colosenses habían comprendido por el Evangelio la herencia que
les estaba guardada en los ciclos, denota con ello que esta esperanza se
fundaba únicamente en Cristo, y no en obras de ninguna clase.
Está de acuerdo con esto lo que dice san Pedro, que los fieles son
guardados por la virtud y potencia de Dios mediante la fe, para alcanzar
la salvación que está preparada para ser manifestada a su tiempo (l Pe.
1,5). Al decir que ellos se esfuerzan por esta causa en obrar bien, demues-
tra que los fieles deben correr durante toda su vida para alcanzarla.
y para que no creyésemos que el salario que el Señor nos promete se
debe estimar conforme a los méritos, el mismo Señor nos propuso una
parábola en la cual se compara a un padre de familia que envía a todos
sus operarios a trabajar en su viña; a unos a la primera hora del dia, a
otros a la segunda, a otros a la tercera y, en fin, a otros a la undécima;
642 LIBRO 111 - CAPÍTULO XVIII
5. Por tanto, cuando la Escritura dice que Dios, como Juez justo que
es, ha de dar a los suyos la corona de justicia (2 Tim.4,B), no sola-
mente respondo como san Agustín: "¿A quién daría el justo Juez la
corona, si el Padre misericordioso no le hubiese primero dado la gracia?
¿Y cómo habría justicia, si no hubiese precedido la gracia que justifica
al impío? ¿Y cómo estas cosas que nos son debidas nos serían concedidas,
si las cosas que no nos son debidas no nos fuesen primero dadas?"; 1
1 Conversaciones sobre los Salmas, Sal. 32, conv, 1[, serrn. 1, 9; Sal. 109, 1; Sal.
83, 16; etcétera.
LIBRO 111 - CAPiTULO XVIII 647
1 Luego la fe no tiene valor en si misma. Es una relación. Nos salva porque nos une
al que es plena justicia, y permite as! que su justicia nos sea imputada y so convierta
en el fundamento de nuestro perdón.
I DUDS Scoto, Comentario a las Sentencias, lib. 1, disto 17, eu. 3, par. 22.
648 LIBRO 111 - CAPíTULO XVIII
que yo tomo el nombre de fe en muy distinto sentido que san Pablo sin
justificación alguna, respondo que tengo muy buena razón para hacerlo
así. Porque como quiera que todos los dones que cita, en cierta manera
se reducen a la fe y a la esperanza por pertenercer al conocimiento de
Dios, al hacer él el resumen y recapitulación al fin del capítulo, los com-
prende todos en estas dos palabras. Como si dijera: la profecía, las lenguas,
el don de interpretar, la ciencia; todos estos dones van encaminados al
fin de guiarnos al conocimiento de Dios. Ahora bien, nosotros no conoce-
mos a Dios en esta vida mortal sino por la fe y la esperanza; por tanto,
al nombrar la fe y la esperanza comprendo todos estos dones juntamente.
Así que estas tres cosas permanecen: la fe, la esperanza y la caridad; es
decir, que por mayor diversidad de dones que haya, todos se refieren a
estos tres, entre los cuales la caridad es el principal.
Del tercer texto deducen que si la caridad es el vínculo de la perfección,
también será vínculo de dar justicia, la cual no es- otra cosa que la
perfección.
Primeramente, dejando a un lado que san Pablo llama perfección en
este lugar a que los miembros de una iglesia bien ordenada estén con-
cordes entre sí, y adrni tiendo además que somos perfeccionados an te Dios
por la caridad, ¿qlié pueden concluir de nuevo de aquí? Yo siempre repli-
caré, por el contrario, que nunca llegaremos a esa perfección, si no cum-
plimos cuanto nos manda la ley de la caridad; de lo cual concluiré que
como los hombres están muy lejos de poder cumplirlo, pierden toda
esperanza de perfección.
CAPÍTULO XIX
LA LIBERTAD CRISTlA NA
de la que los impíos, los escépticos, los ateos y gente sin Dios y sin
religión alguna se ríen con sus burlas; porque en aquella su embriaguez
espiritual, en la que pierden el sentido, cualquier desvergüenza y descaro
les parece lícito. Este, pues, es el lugar oportuno para tratar de esta materia.
Si bien ya anteriormente he tocado el tema de paso, ha sido muy
oportuno reservarlo de propósito para este lugar. En efecto, tan pronto
como se menciona la libertad cristiana, al momento unos dan rienda
suelta a sus apetitos, y otros promueven grandes alborotos, si oportuna-
mente no se pone freno a estos espíritus ligeros, que corrompen y echan
por completo a perder cuanto se les pone delante por excelente que sea.
Pues los unos, so pretexto de libertad, dejan a un lado toda obediencia
a Dios y se entregan a una licencia desenfrenada; otros se indignan y no
quieren oir hablar de esta libertad, creyendo que con ella se confunde y
suprime toda moderación, orden y discreción.
¿Qué hacer en tal situación, viéndonos cercados por todas partes y
colocados en tal apuro? ¿Será quizá lo mejor no hacer mención de la
libertad cristiana ni tenerla en cuenta, para evitar así estos peligros? Pero
ya hemos dicho que sin su conocimiento, ni Cristo, ni la verdad de su
Espiritu, ni el reposo y la paz del alma pueden ser conocidos de veras.
Siendo, pues, así, debemos por el contrario poner toda nuestra diligencia
para que una doctrina tan necesaria como ésta no sea sepultada y arrin-
conada, y que a la vez, queden refutadas todas las absurdas objeciones
que tocante a esta materia se suelen suscitar.
5. Nosotros servimos a Dios gozosamente porque nos tiene por hijos suyos
He aquí de qué manera todas nuestras obras están bajo la maldición
de la Ley, si fuesen examinadas con el rigor que ella pide. ¿Cómo las
pobres almas se sentirían con ánimo para hacer aquello con lo que estaban
seguras de no conseguir sino maldición? Por el contrario, si libres de tan
severa disposición de la Ley, o mas bien de todo su rigor, oyen que Dios
con dulzura paternal las llama, responderán con grande alegría y gozo
a este llamamiento y lo seguirán a donde quiera que las lleve.
En resumen: todos los que están bajo el yugo de la Ley son semejantes
a los siervos, a los cuales sus amos cada día les imponen tareas que cum-
plir. Éstos no piensan haber hecho nada, ni se atreven a comparecer
delante de sus amos sin haber primero realizado plenamente la tarea
que les han asignado. En cambio los hijos, que son tratados más benigna
y liberalmente por los padres, no temen presentar ante ellos sus obras
imperfectas y a medio hacer, e incluso con algunas faltas, confiados en
que su obediencia y buena voluntad les serán agradables, supuesto que
1 Subrayemos esta liberación, que enseña Calvino, del escrúpulo, en lo cual a veces
se ve, erróneamente, una enfermedad del Protestantismo. Aqui y en otras partes,
la doctrina de Calvíno es del todo opuesta a la idea que comúnmente se tiene.
656 LIBRO 111 - CAPíTULO XIX
a. Ella modera todos los abusos. Del primer modo se peca mucho
actualmente. Porque casi no hay, si tiene posibilidades, quien no viva
entregado a los placeres de la comida, al lujo en el vestir, a la suntuosidad
de los edificios; quien no desee exceder a los demás y superarlos en deli-
cadezas y no se sienta muy satisfecho de su magnificencia. Y todas estas
cosas se defienden bajo pretexto de libertad cristiana. Dicen que son cosas
indiferentes. También yo lo confieso, si el hombre usa de ellas con indi-
ferencia. Pero como se apetecen en demasia, cuando los hombres se
jactan de ellas con arrogancia, cuando desordenadamente se desperdician,
es claro que las cosas que en sí mismas eran indiferentes quedan mancilla-
das por todos estos vicios.
San Pablo distingue muy bien entre las cosas indiferentes. "Todas las
cosas", dice, "son puras para los puros, mas para los corrompidos e incré-
dulos nada les es puro; pues hasta su mente y su conciencia están corrom-
pidas" (Tit, 1,15). ¿Por qué se maldice a los ricos que ya tienen su con-
suelo, que están ya saciados, que ahora ríen, que duermen en camas de
marfil, que añaden heredad a heredad, y en sus banquetes hay arpas,
vih uelas, tambori les, ftautas y vino (Le, 6,24-25; Am. 6, 1-6; Is. 5, 8)?
Ciertamente el marfil, el oro y las riquezas son buenas criaturas de Dios,
permitidas para que el hombre se sirva de ellas, e incluso ordenadas por
la providencia divina a este fin; reirse, saciar el apetito, añadir nuevas
posesiones a las antiguas recibidas de nuestros antepasados, deleitarse
con la armonía de la música, y el beber vino, en ningún sitio está prohi-
bido; todo esto es verdad. Pero cuando uno tiene riq uezas en abundancia,
LIBRO lJI - CAPÍTULO XIX 657
que as! esté más pronto a realizar todas las exigencias de la caridad.
14. En las cosas indiferentes el cristiano está libre del poder de los hombres
Dado, pues, que la conciencia de los fieles, por el privilegio de la
1 advino se yergue aquí contra los partidarios del compromiso en materia religiosa.
Contra ellos escribió sobre todo su Disculpa a los Señores Nicomcditas (1544).
• Además de la Disculpa a los Srs. Nicomeditas, cfr. De [ugiendis impiorum illtcitis
sacris; De popistictsacerdotiis vel administrandis vel obiiciendis (1537); De vitandis
superstitionibus (1545), y Tratado de los escándalos (1550).
LIBRO 111 ~ CAPÍTULO XIX 661
que aun en éstas se distinga cuáles deben ser tenidas por legítimas por
estar conformes a la Palabra de Dios, y cuáles, por el contrario, no deban
en modo alguno ser admitidas por los fieles.
Respecto al régimen político hablaremos en otro lugar. Tampoco ha-
blaré aqui de las leyes eclesiásticas, porque su discusión cae mejor en el
libro cuarto, donde trataremos de la autoridad de la Iglesia. Demos,
pues, aquí, por concluida esta materia.
16. La conciencia dice relación a Dios en las cosas de suyo buenas o malas
Así como las obras tienen por objeto a los hombres, la conciencia se
refiere a Dios; de suerte que la conciencia no es otra cosa que la interior
integridad del corazón. De acuerdo con esto dice san Pablo: el cumpli-
miento de la ley "es el amor nacido de corazón limpio y de buena concien-
cia, y de fe no fingida" (1 Ti m. l , 5). Y después en el mismo ca pit ulo prueba
la diferencia que existe entre ella y un simple conocimiento, diciendo que
algunos por desechar la buena conciencia naufragaron en la fe (1 Tim.
1,19), declarando con estas palabras que la buena conciencia es un vivo
afecto de honrar a Dios y un sincero celo de vivir piadosamente.
Algunas veces la conciencia se refiere también a los hombres; como
cuando el mismo san Pablo ~ según refiere san Lucas - afirma que ha pro-
curado "tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hom-
bres" (Hch.24, 16); pero esto se entiende en cuanto que los frutos de la
buena conciencia llegan hasta los hombres. Pero propiamente hablando,
solamente tiene por objeto y se dirige a Dios. De aquí que se diga que
una ley liga la conciencia, cuando simplemente obliga al hombre, sin tener
en cuenta al prójimo, como si solamente tuviese que ver con Dios. Por
ejemplo: no sólo nos manda Dios que conservemos nuestro corazón casto
y limpio de toda mancha, sino también prohibe toda palabra obscena y
disoluta que sepa a incontinencia. Aunque nadie más viviese en el mundo,
yo en mi conciencia estoy obligado a guardar esta ley. Por tanto, cual-
quiera que se conduce desordenadamente, no sólo peca por dar mal
ejemplo a sus hermanos, sino también se hace culpable delante de Dios
por haber transgredido lo que Él había prohibido.
CAPÍTULO XX
DE LA ORACiÓN.
ELLA ES El PRINCIPAL EJERCICIO DE LA FE Y POR ELLA
RECIBIMOS CADA DÍA LOS BENEFICIOS DE DIOS
Seis razones principales de orar a Dios. Por tanto, aunque Dios vela
y está atento para conservarnos, aun cuando estamos distraídos y no
sentimos nuestras miserias, y si bien a veces nos socorre sin que le rogue-
mos, no obstante nos importa grandemente invocarle de continuo.
Primeramente, a fin de que nuestro corazón se inflame en un continuo
deseo de buscarle, amarle y honrarle siempre, acostumbrándonos a aco-
gernos solamente a Él en todas nuestras necesidades, como a puerto
segurísimo.
Asimismo, a fin de que nuestro corazón no se vea tocado por ningún
deseo, del cual no nos atrevamos al momento a ponerlo como testigo,
conforme lo hacemos cuando ponemos ante sus ojos todo lo que senti-
mos dentro de nosotros y desplegamos todo nuestro corazón en presencia
suya sin ocultarle nada.
Además, para prepararnos a recibir sus beneficios y mercedes con
verdadera gratitud de corazón y con acción de gracias; ya que por la
666 LIBRO 111 - CAPíTULO XX
oración nos damos cuenta de que todas estas cosas nos vienen de su
mano.
Igualmente, para que una vez que hemos alcanzado lo que le pedimos
nos convenzamos de que ha oído nuestros deseos, y por ellos seamos
mucho mas fervorosos en meditar su liberalidad, y a la vez gocemos con
mucha mayor alegría de las mercedes que nos ha hecho, comprendiendo
que las hemos alcanzado mediante la oración.
Finalmente, a fin de que el uso mismo y la continua experiencia con-
firme en nosotros, conforme a nuestra capacidad, su providencia, como
prendiendo que no solamente promete que jamás nos l"altará. que por su
propia voluntad nos abre la puerta para que en el momento mismo de
la necesidad podamos proponerle nuestra petición y que no nos da largas
con vanas palabras, sino que nos socorre y ayuda realmente.
Por todas estas razones nuestro Padre clementísirno, aunque jamás se
duerme ni está ocioso, no obstante muchas veces da muestras de que es
asi y de que no se preocupa de nada, para ejercitarnos de este modo en
rogarle, pedirle e importunarle, porque ve que esto es muy conveniente
para poner remedio a nuestra negligencia y descuido.
Muy fuera, pues, de camino van aquellos que a fin de alejar a los
hombres de la oración objetan que la divina providencia está alerta para
conservar todo cuanto ha creado, y que, por tanto. es superfluo andar
insistiendo con nuestras peticiones e irnportunid.rdcs ; ya que el Señor
por el contrario afirma: "Cercano está Jehová a todos los que le invo-
can" (SaI.14S, 18).
No ofrece más consistencia la otra objeción, de que es cosa superflua
pedir al Señor lo que Él está pronto a darnos por su propia voluntad; ya
que Él quiere que atribuyamos a la oración todo cuanto alcanzamos de
su liberal magnificiencia. Lo cual confirma admirablemente aquella sen-
tencia del salmista: "Los ojos de Jehová están sobre los justos, y atentos
sus oídos al clamor de ellos" (Sal. 34,15). Esto demuestra que Dios pro-
cura la salvación de los fieles por Su propia voluntad, de tal manera que
sin embargo, desea que ejerciten su fe en pedirle, a fin de purificar sus
corazones de todo o lvído o negligencia.
Vetan, pues, los ojos del Señor para socorrer la necesidad de los ciegos;
pero quiere, no obstante, que nosotros de nuestra parte gimamos, para
mejor mostrarnos el amor que nos tiene. De esta manera ambas cosas
son verdad: No se dormirá el que guarda a Israel (Sal. ]21,3); y que no
obstante, se retira corno si nos hubiese olvidado cuando nos ve perezosos
y mudos.
para ver bien a Dios, no solamente toda ella se entrega a orar, sino ade-
más, en cuanto fuese posible, se levanta y sube sobre si misma.
Por lo demás, tampoco exijo yo un ánimo tan desprendido, que no
tenga cosa alguna que le acongoje ni le apene; ya que, por el contrario,
es preciso que nuestro fervor para orar se inflame y encienda en nosotros
con las angustias y pesares. Como lo vemos en los santos siervos de Dios,
quienes aseguran que se encontraban entre grandísimos tormentos·- ¡cuán-
to más entre inquietudes! -, cuando dicen que desde lo profundo del
abismo claman al Señor (Sal. 130, 1). Mas sí creo que es necesario arrojar
de nosotros todas las preocupaciones ajenas, que pueden desviar nuestra
atención hacia otro lado y hacer que descienda del cielo para arrastrarse
por la tierra. Asimismo sostengo que es preciso que el alma se levante
por encima de sí misma; quiero decir, que no debe llevar ante la presencia
divina ninguna de las cosas que nuestra Joca y ciega razón suele forjarse;
y que no debe encerrarse dentro de su vanidad, sino que ha de elevarse
a una pureza digna de Dios y tal como Él la exige.
b. Los afectos del corazón bajo el dominio del Espíritu. Mas como
nuestras facultades son muy débiles para poder negar a tal perfección
debemos buscar el remedio necesario. De la misma manera que es pre-
ciso que el entendimiento se fije en Dios, igualmente es necesario que el
afecto del corazón le siga. Pero ambos andan arrastrándose por la tierra,
o mejor dicho, están muy fatigados y desfallecidos y van del todo desea-
minados. Por eso Dios, para socorrer esta nuestra flaqueza, cuando ora-
mos nos da su Espíritu por Maestro que nos dicte lo que es recto y justo
y modere nuestros afectos. Pues como quiera que nosotros no sabemos
ni qué hemos de pedir como conviene, el Espíritu mismo intercede por
nosotros con gemidos indecibles (Rom. 8,26). N o que Él literalmente ore
y gima, sino que suscita en nosotros una confianza, unos deseos y tales
suspiros, que las fuerzas naturales no podrían en modo alguno concebir.
y no sin motivo san Pablo llama gemidos indecibles a.los que los fieles
dan, guiados por el Espíritu de Dios. Porque no ignoran los que de veras
tienen práctica de oración, que muchas veces se hallan tan enredados
LIBRO lJl - CAPÍTULO XX 669
en tales perplejidades y angustias, que con gran dificultad hallan cómo
comenzar. E incluso cuando se esfuerzan en balbucir algo se sienten de
tal manera embarazados, que no saben seguir adelante; de donde se sigue
que el don de orar bien es muy singular.
Todo esto no lo he dicho para que resignemos en el Espíritu Santo la
obligación de orar y nosotros nos durmamos en nuestro descuido y neglí-
gencia, al que estamos por naturaleza tan inclinados: como algunos, que
impíamente afirman que debemos esperar hasta que Dios atraiga a sí
nuestros entendimientos, que están ocupados en otras cosas; sino más
bien para que disgustados de nuestro descuido y negligencia esperemos
la ayuda y el socorro del Espíritu. Ciertamente cuando san Pablo manda
que oremos en Espíritu, no deja por ello de exhortarnos a que seamos
diligentes y cuidadosos (1 Cor.14,15; Ef.6, 18), queriendo decir, que el
Espíritu Santo de tal manera ejercita su potencia cuando nos incita a
orar, quc no impide ni detiene nuestra diligencia; yel motivo es que Dios
quiere experimentar con cuánta fuerza la fe excita nuestros corazones.
cuando pedimos que su nombre sea santificado debemos, por así decirlo,
tener hambre y sed de esta santificación,
acaso ser salvos? Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas
nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros
como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento. Nadie hay
que invoque tu nombre, que se despierte para apoyarse en ti; por lo cual
escondiste de nosotros tu rostro, y nos dejaste marchitar en poder de
nuestras maldades. Ahora, pues, oh Jehová, tú eres nuestro padre; nos-
otros barro, y tú el que nos formaste; así que obra de tus manos somos
todos nosotros. N o te enojes sobremanera, Jehová, ni tengas perpetua
memoria de la iniquidad; he aquí, mira ahora, pueblo tuyo somos todos
nosotros" (Is. 64, 5-9). He aquí cómo ellos en ninguna otra confianza se
apoyan más que en ésta: que considerándose del número de los siervos
de Dios, no desesperan que Dios haya de mantenerlos debajo de su
amparo y protección.
No habla de otra manera Jeremías cuando dice: "Aunque nuestras
iniquidades testifican contra nosotros, oh Jehová, actúa por amor de tu
nombre" (1eL14, 7). Por tanto, lo que está escrito en la profecía de Baruc,
- aunque no se sabe quién es su autor - es muy grande verdad y está
dicho muy santamente: "El alma triste y desolada por la grandeza de su
mal, el alma agobiada, débil y hambrienta, y los ojos que desfallecen te
dan a ti, oh Señor, la gloria. No según las justicias de nuestros padres
presentamos delante de ti nuestras oraciones, ni pedimos ante tu acata-
miento misericordia; mas porque tú eres misericordioso, ten misericordia
de nosotros, puesto que hemos pecado delante de ti".l
1 Baruc, 2, 18-20.
LIBRO 111 - CAPiTULO XX 673
10. ¿En qué sentido los santos alegan su buena conciencia al orar?
Es verdad que algunas veces parece que los santos alegan su propia
justicia como ayuda, a fin de alcanzar más fácilmente de Dios lo que
piden; como cuando dice David: "Guarda mi alma, porque soy piadoso"
(Sal. 86,2). Y Ezequías: "Te ruego, oh Jehová, te ruego que hagas me-
moria de que he andado delante de ti en verdad y con integro corazón,
y que he hecho las cosas que te agradan" (2 Re. 20,3). Sin embargo, tales
expresiones no querian significar otra cosa, sino testimoniar que ellos
eran por su regeneración siervos e hijos de Dios, a los cuales Él promete
series propicio. Él enseña por su profeta, según 10 hemos visto, que tiene
sus ojos sobre los justos y sus oídos atentos a su clamor (Sal. 34,17). Y
674 LIBRO 111 - CAPÍTULO XX
12. Con la Escritura, hay que mantener siempre esta seguridad en la oración
No tienen en cuenta nuestros adversarios esta necesidad. Por esta
razón cuando enseñamos a los fieles que oren al Señor con una confianza
llena de seguridad, convencidos de que les es propicio y los ama, les
parece que decimos una cosa del todo fuera de razón y completamente
absurda. Pero si tuviesen alguna experiencia de la verdadera oración,
ciertamente comprenderían que es imposible invocar a Dios como con-
viene sin esta convicción de que Dios les ama. Mas como quiera que nadie
puede comprender la virtud y la fuerza de la fe, sino aquel que por
experiencia la ha sentido ya en su corazón, ¿de qué sirve disputar con
una clase de hombres, que claramente deja ver que jamás ha experirnen-
tado más que una vana imaginación? Cuán importante y necesaria es esta
certidumbre de que tratamos, se puede comprender principalmente por
la invocación de Dios. El que no entendiere esto demuestra que tiene
una conciencia sobremanera a oscuras.
Nosotros, pues, dejando aparte a esta gente ciega, confirmémonos en
aq uella sentencia de san Pablo: que es imposible que Dios sea invocado,
excepto por aquellos que mediante el Evangelio han experimentado su
misericordia y se han asegurado de que la hallarán siempre que la bus-
quen. Porque, ¿qué clase de oración sería ésta: Oh Señor, yo ciertamente
dudo si me querrás oir o no; pero como estoy muy afligido, me acojo a
ti, para que si soy digno. me socorras? Ninguno de los santos, cuyas
oraciones nos propone la Escritura, oró de esta manera, ni tampoco nos
la enseñó el Espíritu Santo, el cual por el Apóstol nos manda que nos
lleguemos confiadamente a su trono celestial para alcanzar la gracia
(Heb.4, 16): y en otro lagar dice que "tenemos seguridad y acceso con
confianza por medio de la fe en él" (Ef. 3,12). Por tanto, si queremos orar
con algún fruto es preciso que retengamos firmemente con ambas manos
esta seguridad de que alcanzaremos lo que pedimos, la cual Dios por su
propia boca nos manda que tengamos, y a la que todos los santos nos
exhortan con su ejemplo. Así que no hay otra oración grata y acepta a
Dios, sino aquella que procede de tal presunción - si presunción puede
llamarse - de la fe, y que se funda en la plena certidumbre de la esperanza.
Bien podría el Apóstol contentarse con el solo nombre de fe; pero no
solamente añade confianza, sino que además la adorna y reviste de la
libertad y el atrevimiento, para diferenciarnos con esta nota de los incré-
dulas que a la vez que nosotros oran, pero a bulto y a la ventura.
Por esta causa ora toda la Iglesia en el salmo: "Sea tu misericordia
sobre nosotros, oh Jehová, según esperamos en ti" (Sal. 33,22). La misma
condición pone el profeta en otro lugar: "El día que yo clamare; esto sé,
que Dios está por mí" (Sal. 56,9). Y: "De mañana me presentaré delan te
de ti, y esperaré" (Sal. 5,3). Por estas palabras se ve claro que nuestras
oraciones son vanas y sin efecto alguno, si no van unidas a la esperanza,
desde la cual, como desde una atalaya, tranquilamente esperamos en el
Señor. Con lo cual está de acuerdo el orden que san Pablo sigue en su
exhortación. Porque antes de instar a los fieles a orar en espíritu en todo
tiempo con toda vigilancia y asiduidad, les manda que sobre todo tomen
el escudo de la fe y el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu,
que es la Palabra de Dios (Ef.6, 16.18).
LIBRO 111 - CAPÍTULO XX 677
Recuerden aquí, sin embargo, los lectores lo que antes he dicho, que
la fe no sufre detrimento cuando va acompañada del sentimiento de la
propia miseria del hombre, de su necesidad y bajeza. Porque por muy
grande que sea la carga bajo la cual los fieles se sientan agobiados, de tal
modo, que no solamente se sientan vacíos de todos aquellos bienes que
podían reconciliarlos con Dios, sino, al contrario cargados de tantos
pecados que son causa de que con toda justicia se enoje el Señor con
ellos, a pesar de ello no deben dejar de presentarse delante de Él, ni han
de perturbarles tanto ese sentimiento, que les impida acogerse a Él; Y a
que ésta, y ninguna otra, es la entrada para llegar al Señor. Porque la
oración no se nos ordena para que conella nos glorifiquemos arrogante-
mente delante de Dios, o para que no nos preocupemos para nada de
nosotros; sino para que confesando nuestros pecados, lloremos nuestras
miserias delante de Dios, como suelen familiarmente los hijos exponer
sus quejas, para que los padres las remedien.
y aún más; el gran cúmulo de nuestros pecados debe estar lleno de
estímulos que nos punzen e inciten a orar, como con su propio ejemplo
nos lo enseña el profeta diciendo: "Sana mi alma, porque contra ti he
pecado" (Sal. 41,4). Confieso que ciertamente las punzadas de tales aguijo-
nes serían mortales, si Dios no nos socorriese. Pero nuestro buen Padre,
según es de infinitamente misericordioso, aplica a tiempo el remedio con
el que aquietando nuestra perturbación, apaciguando nuestras congojas
y quitando de nosotros el temor, con toda afabilidad nos invita a llegamos
a Él; y, no solamente nos quita los obstáculos, sino aun todo escrúpulo
para de esa manera hacernos el camino más fácil y hacedero.
14. Dejemos que nos toquen tantas gracias; obedezcamos y oremos con
atrevimiento y seguridad
Ciertamente maravilla que la dulzura de tantas promesas no nos
conmueva sino muy fríamente o nada en absoluto, de manera que la
mayor parte prefiere dando vueltas de un sitio para otro cavar cisternas
secas y dejar la fuente de agua viva, a abrazar la liberalidad que Dios tan
muníficamente nos ofrece (Jer. 2,13). "Torre fuerte", dice Salomón, "es
el nombre de Jehová; a Él carrera el justo y será levantado" (Prov.
18, J O). Y J oel, después de haber profetizado la horrible desolación que
muy pronto había de acontecer, añade aquella memorable sentencia:
"Todo aquel que invocare el nombre de Jehová será salvo" (JI. 2,32), la
LIBRO tll - CAPITULO XX 679
cual sabemos que pertenece propiamente al curso del Evangelio (Hch.
2,21). Apenas uno, de ciento, se mueve a salir al encuentro de Dios. Él
mismo clama por Isaias diciendo: Me invocaréis y os oiré; incluso antes
que claméis a mí, yo os oiré (ls.58,9; 65,24). En otro lugar honra con
este mismo titulo a toda su Iglesia en general; porque lo que Él dice se
aplica a todos los miembros de Cristo: "Me invocará y yo le responderé;
con él estaré yo en la angustia" (Sal. 91, 15).
Pero tampoco es mi intento - según ya lo he dicho - citar todos los
textos concernientes a este propósito, sino solamente entresacar algunos
de los más notables, para que por ellos gustemos cuán gentilmente nos
convida a sí el Señor y cuán estrechamente encerrada se encuentra nuestra
ingratitud sin poderse escabullir, ya que nuestra pereza es tanta, que
estimulada por tales acicates, aún se queda parada. Por tanto, resuenen
de continuo en nuestros oídos estas palabras: "Cercano está Jehová a
todos los que le invocan, a todos los que le invocan de veras" (Sal.
145,18). Y asimismo las que hemos citado de Isaías y de Joel, en las
cuales Dios afirma que está atento a escuchar las oraciones y que se
deleita como con un sacrificio de suavísimo olor, cuando en él descarga-
mos nuestros cuidados y congojas. Este fruto singular recibimos de las
promesas de Dios: que no hacemos nuestras oraciones con dudas y tibia-
mente, sino confiados en la Palabra de Aquel, cuya majestad de otra
manera nos aterraría; nos atrevemos a llamarle Padre, puesto que Él
tiene a bien ordenarnos que le invoquemos con este suavísimo nombre.
Sólo queda que nosotros, convidados con tales exhortaciones, nos persua-
damos por esto que tenemos motivos de sobra para ser oídos, cuando
nuestras oraciones no van fundadas ni se apoyan en ningún mérito nues-
tro, sino que toda su dignidad y la esperanza de alcanzar lo que pedimos
descansa en las promesas de Dios y de ellas depende; de modo que no
es necesario otro apoyo ni pilar alguno, ni es preciso andar mirando de
un lado a otro.
Convenzámonos, por tanto, de que aunque no sobresalgamos en santi-
dad, tal cual la que se alaba en los santos patriarcas, profetas y apóstoles,
no obstante, como el mandato de orar nos es común con ellos e igual-
mente la fe, si nos apoyamos en la Palabra de Dios, somos compañeros
suyos en disfrutar de este privilegio. Porque, como ya lo hemos dicho,
Dios al declarar que será propicio y benigno para con todos, da una
cierta esperanza aun a los más miserables del mundo, de que alcanzarán
lo que pidieren. Por eso han de notarse estas sentencias generales por
las que ninguno, del más bajo al más alto, queda excluido; solamente
tengamos sinceridad de corazón, disgusto de nosotros mismos, humildad
y fe, a fin de que nuestra hipocresía no profane con una falsa invocación
el nombre de Dios. No desechará nuestro buen Padre a aquellos a quienes
no solamente Él mismo exhorta y convida a que vayan a Él, sino que de
todas las formas posibles les induce a ello.
De ahí aquella forma de orar de David, que poco hace cité: "Tú ...
Dios de Israel, revelaste al oido de tu siervo ... por esto tu siervo ha
hallado en su corazón valor para hacer delante de ti esta súplica. Ahora,
pues, Jehová Dios, tú eres Dios, y tus palabras son verdad, y tú has pro-
metido este bien a tu siervo; ten ahora a bien bendecir la casa de tu
680 LIBRO 111 - CAPiTULO XX
para que de una vez tome venganza de los filisteos" (Jue.16,28). Porque
aunque se mezcló una parte de buen celo, sin embargo fue excesivo, y
por tanto, un apetito culpable de venganza reinó en él; sin embargo Dios
le otorga lo que le pide. De lo cual parece poder deducirse que, aunque
las oraciones no vayan hechas conforme a la norma de la Palabra de
Dios, a pesar de todo consiguen su efecto.
Respondo que la ley general que Dios ha establecido no puede quedar
perjudicada por algunos ejemplos particulares. E igualmente, que Dios
a veces ha inspirado a algunos en particular, movimientos de espíritu
especiales, de donde procede esta diversidad, y que de este modo los ha
exceptuado del orden común. Porque debemos advertir aquella respuesta
que Cristo dio a sus discípulos, cuando inconsideradamente desearon
imitar el ejemplo de Elías: que no sabían de qué espíritu eran (Lc.9,55).
Pero es necesario pasar incluso más adelante y afirmar que no todos
los deseos que Dios cumple le agradan; mas que en cuanto lo hace para
ejemplo e instrucción con testimonios del todo evidentes, claramente se
ve que es verdad lo que la Escritura enseña: que Dios socorre a los afligi-
dos y oye los gemidos de aquellos que injustamente oprimidos, le píden
su favor, y que por esta causa ejecuta sus juicios cuando los pobres afligi-
dos le dirigen sus ruegos, aunque sean indignos de alcanzar cosa alguna.
[Cuantas veces castigando la crueldad de los impíos, sus rapiñas, violen-
cias, excesos y otras abominaciones semejantes; refrenando el atreví-
miento y furor, y echando por tierra la potencia tiránica, ha atestiguado
que ha defendido a aquellos que eran indignamente oprimidos, aunque
los tales no fuesen más que pobres ciegos, que al orar no hacían más que
pegar en el aire!
Por un solo salmo, aunque no hubiese otra cosa, se podría claramente
ver que incluso las oraciones que no penetran por la fe en los cielos, no
dejan de cumplir su oficio. Porque reúne este salmo las oraciones que
por un sentimiento natural, la necesidad fuerza a hacer tanto a los incré-
dulos como a los fieles, a los cuales, sin embargo los hechos demuestran
que Dios les es propicio (SaU 07 13. 19). ¿Da por ventura Dios a
.ó ,
entender con esta facilidad, que tales oraciones le son gratas? Más bien
ilustra su misericordia la circunstancia de que incluso las oraciones de
los incrédulos no son desechadas; y además estimula más eficazmente a
los suyos a orar, viendo que aun los gemidos de los impios no dejan a
veces de conseguir efecto.
Sin embargo, no por eso los fieles han de apartarse de la ley que Dios
les ha dado, ni han de envidiar a los impíos, como si hubieran conseguido
gran cosa al obtener lo que deseaban. De esta manera hemos dicho que
Dios se movió por la falsa penitencia de Acab (1 Re.21,29), a fin de
declarar con este testimonio cuán dispuesto está a escuchar a los suyos,
cuando para aplacarlo se vuelven a Él con un verdadero arrepentimiento.
Por eso se enoja por el profeta David con los judios, porque sabiendo ellos
por experiencia cuán propicio e inclinado era a escuchar sus peticiones,
poco después se volvieron a su malicia y rebeldia (Sal.lOó,43). Lo cual se
ve también claramente por la historia de los Jueces; pues siempre que los
israelitas lloraron, aunque en sus lágrimas no había más que hipocresía y
engaño, Dios los libró de las manos de sus enemigos (J ue, 2,18; 3,9).
682 LIBRO tU - CAPíTULO XX
Así, pues, como Dios "hace salir su sol sobre buenos y malos" (Mt,
5,45), de la misma manera no menosprecia los gemidos de aquellos cuya
causa es justa, y cuyas miserias merecen ser socorridas, aunq ue sus cora-
zones no sean rectos. Sin embargo, Él no los oye para salvarlos, sino más
bien por lo que demuestra salvar a aquellos que cuando los mantiene,
menosprecian su bondad.
¿Por qué, pues, señala Cristo una nueva hora para que los fielescomien-
cen a orar en su nombre, sino porque esta gracia, como es más evidente
al presente, es tanto más digna de ser ensalzada? Esto es 10 que poco antes
había dicho en este mismo sentido: "Hasta ahora nada habéis pedido en
mi nombre; pedid ... " (Jn. 16,24). No que no hubiesen oído hablar jamás
del oficio de Mediador, puesto que todos los judíos aceptaban este prin-
cipio; sino porque aún no habían entendido de veras que Jesucristo,
cuando hubiera subido al cielo, abogaría de una manera mucho más
particular que antes por su Iglesia. Y así, a fin de mitigar el dolor de su
ausencia, se atribuye a sí mismo el oficio de abogado, y les advierte que
hasta entonces habían estado privados de un singular beneficio, del cual
gozarían cuando confiando en su intercesión invocasen con más libertad
a Dios, como dice el Apóstol, que por su sangre nos abrió un camino
nuevo (Heb.lO, 19-20). Y así no admite excusa nuestra maldad, si no
nos aferramos firmemente a este inestimable beneficio directamente
destinado a nosotros.
19. Como quiera, pues, que Él es el único camino y la sola entrada para
llegar a Dios, todos los que se apartan de este camino y no entran
por esta puerta, no tienen manera de llegar a Dios, porque no hay otra
ninguna; y no podrán hallar ante su trono otra cosa que ira, juicio y
terror. Finalmente, habiéndolo señalado y constituido el Padre como
nuestra cabeza, todos los que se apartan de Él, por poco que sea, pre-
tenden en cuanto está de su mano destruir y falsear la señal de Dios. De
esta manera Jesucristo es constituido como único Mediador, por cuya
protección el Padre nos es propicio y favorable.
1 Hay que tomar aquí "santos" en el sentido. que le dan las epístolas, de- creyentes,
miembros de la Iglesia de Cristo. No se trata aquí de los santos ya difuntos, que
continúan una intercesión en favor de los vivos.
LIBRO ni - CAPITULO XX 687
es constituirnos procuradores 1 de su Iglesia, cuando nosotros muy bien
merecemos ser rechazados al orar por nosotros mismos, abusemos sin
embargo de tal merced oscureciendo el honor de Jesucristo?
I Como intercesores podemos obrar los unos por los otros, ocupamos de los intereses
de los demás. También aquí emplea Calvino un término jurídico. El latín dice
"patronos", que significa abogados, defensores de los otros.
Contra Parmeniano, lib. 11, cap. VIII, 16.
688 LIBRO IU - CAPiTULO XX
Mas, aunque procuren lavarse las manos de tan grave sacrilegio, diciendo
que eso no se hace ni en la misa ni en las horas canónicas, ¿qué pretexto
les servirá para encubrir lo que ellos rezan o a voz en cuello cantan,
cuando ruegan a san Eloy o a san Medardo, que miren desde el cielo y
ayuden a sus siervos, y que la Virgen María mande a su Hijo que haga
10 que ellos piden?
Se prohibió antiguamente en el concilio cartaginense que ninguna ora-
ción que se hace en el altar se dirigiera a los santos. 1 Es verosímil que los
buenos obispos de aquel tiempo, no pudiendo reprimir por completo el
ímpetu de la mala costumbre procuraran al menos poner esta limitación,
de que las oraciones públicas no fuesen mancilladas con esta desatinada
forma de orar que los santurrones habían introducido: "Sancta Maria,
o Sancte Petre, ora pro nobis". Pero la diabólica importunidad de los
demás fue tanta, que no duda en atribuir a uno u otro lo que es propio
de Dios y de Jesucristo.
25. En qué sentido el nombre de los patriarcas del Antiguo Testamento era
invocado por sus sucesores
Los otros textos de la Escritura que aducen en confirmación de sus
mentiras, los corrompen perversamente. Jacob, dicen, pidió en la hora
de su muerte que su nombre yel de sus padres fuese invocado sobre su
posteridad (Gn.48,16).
Primeramente veamos qué clase de invocación es ésta entre los israeli-
tas. Ellos no llaman a sus padres para que les ayuden, sino solamente
piden a Dios que se acuerde de sus siervos Abraham, Isaac y Jacob, Por
tanto, su ejemplo no sirve de nada para los que dirigen sus palabras a
los santos. Mas como estos necios no entienden ~ tan torpes son ~ lo que
es invocar el nombre de Jacob, ni por qué ha de ser invocado, no es de
maravillar que de la misma forma divaguen tanto.
Para mejor comprender esto hay que notar que este modo de hablar
se encuentra algunas veces en la Escritura. Así Isaías dice, que el nombre
de los hombres es invocado por las mujeres, cuando ellas los tienen y
reconocen por sus maridos y viven bajo la protección y el amparo de los
mismos (Is.4, 1). La invocación, pues, del nombre de Abraham sobre los
israelitas consiste en que teniéndole por autor de su linaje retienen la
memoria solemne de su nombre como su padre y autor.
Ni tampoco hace esto Jacob porque estuviese preocupado de que su
recuerdo fuese celebrado y conservado, sino que, comprendiendo que
toda la felicidad de su posteridad consistía en que ellos, como por
herencia, gozasen del pacto que Dios había establecido con él, les desea
lo que él sabía que había de darles la felicidad; que fuesen contados y
tenidos por hijos suyos. Lo cual no es otra cosa que entregarles en la
mano la sucesión del pacto.
Por su parte también los sucesores cuando sus oraciones tienen este
recuerdo, no se acogen a la intercesión de los difuntos, sino que presentan
al Seriar la memoria del pacto que Él había hecho, en el cual prometió
que les seria Padre propicio y liberal por causa de Abraham, Isaac y
Jacob. Pues por lo demás, cuán poca confianza han depositado los fieles
en los méritos de sus padres se ve claramente por el profeta, cuando en
nombre de toda la Iglesia dice: "Tú eres nuestro padre, si bien Abraham
nos ignora, e Israel no nos conoce; tú, oh Jehová, eres nuestro padre;
nuestro redentor perpetuo es tu nombre". Y no obstante, aunque la
Iglesia habla de esta manera, añade luego: "Vuélvete por amor de tus
siervos" (Is, 63,16-17); con lo cual no quiere decir que tenga en cuenta
intercesión de ninguna clase, sino que traiga a la memoria el beneficio
del pacto. Y como ahora tenemos al Señor Jesús, por cuya mano el eterno
pacto de misericordia ha sido no solamente verificado, sino también con-
firmado, ¿qué otro nombre podemos pretender en nuestras oraciones?
Mas como estos venerables doctores querrían con estas palabras cons-
tituir a los patriarcas como intercesores, quisiera saber cuál es la causa
de que entre tal multitud de santos, Abraham, padre de la Iglesia, no
haya encontrado un hueco. Es bien sabido de qué chusma sacan ellos
sus abogados. Que me digan si es decente que Abraham, al cual Dios
prefirió a todos los demás y a quien ensalzó con el supremo honor y
dignidad, sea de tal manera menospreciado, que no se haga caso alguno
de él. La causa es ciertamente que todos sabían muy bien que esta
costumbre jamás se usó en la Iglesia antigua; por eso para encubrir su
novedad, prefirieron no hacer mención alguna de los patriarcas del An-
tiguo Testamento, como si la diversidad de los nombres excusase la nueva
y bastarda costumbre.
En cuanto a lo que algunos alegan del salmo en el que los fieles ruegan
a Dios, que por amor de David tenga misericordia de ellos (Sal. 132, 1.10),
tan lejos está de confirmar la intercesión de los santos, que el mismo
salmo es precisamente muy eficaz y apto para refutar tal error. Porque
si consideramos el lugar que ha ocupado la persona de Dios, veremos que
en este lugar es separado de la compañía de todos los santos, para que
Dios confirmase y ratificase el pacto que con él había establecido. De esta
manera el Espíritu Santo tuvo el pacto más en cuenta que el hombre, y
bajo esta figura dejó entrever la intercesión única de Jesucristo. Porque
es del todo cierto que lo que fue singular y propio de David en cuanto
figura de Cristo, no pudo convenir a los otros.
26. La eficacia de las súplicas de los santos aquí abajo no prueba su interce-
sión en el otro mundo
Pero lo que a muchos mueve es el hecho de que muchas veces se lec
que las oraciones de los santos han sido escuchadas. ¿Por qué? Cierta-
mente, porque oraron. "En ti", dice el profeta, "esperaron nuestros
padres; esperaron, y tú los libras te. Clamaron a ti, Y fueron librados;
694 LIBRO 111 - CAPÍTULO XX
1 Sacan una ganancia exagerada de su cargo (por alusión a las conchas que se llevan
de las peregrinaciones).
700 LIBRO III - CAPiTULO XX
por Dios, de quien nuestros cuerpos deben ser templos. Pues Él no quiere
negar que no sea licito orar en ningún otro sitio que en nuestros aposen-
tos; sino solamente enseñarnos que la oración es una cosa secreta, que
radica principalmente en el corazón y el espíritu, y que requiere sosiego
y que echemos afuera todos los afectos y cuidados que tenemos. No sin
razón el mismo Señor, queriendo entregarse a la oración, se retiraba del
tumulto de los hombres a un lugar apartado (MI. 14,23; Le. 5,16); pero
esto lo hacía ante todo para advertirnos con su ejemplo que no menospre-
ciemos esas ayudas con las cuales nuestro espíritu, de suyo tan frágil, se
eleve más fácilmente para orar más de veras. Sin embargo, así como Él
no se abstenía de orar en medio de grandes multitudes, si la ocasión se
ofrecía, igualmente nosotros no sintamos dificultad en elevar nuestras
manos al cielo en cualquier lugar que sea, siempre que fuere menester.
También hemos de estar convencidos de que todo el que rehusa orar en
la congregación de los fieles no sabe lo que es orar a solas, o en un lugar
apartado, o en su casa. Por el contrario, el que no hace caso de orar a
solas, por mucho que frecuente las congregaciones públicas, sepa que
sus oraciones son vanas y frívolas. Y la causa es, porque da más valor
a la opinión de los hombres, que al juicio secreto de Dios.
LA ORACiÓN DOMINICAL
oramos que el nombre del Señor sea santificado, porque Dios quiere
probar si le amamos gratuitamente o por la esperanza de la recompensa
y el salario, nada entonces hemos de pensar tocante a nuestro provecho,
sino solamente considerar la gloria de Dios, en la cual sola debemos fijar
nuestros ojos. Y la misma disposición debemos tener en las otras dos
siguientes.
Ciertamente de esto se sigue un gran provecho para nosotros. Porque
cuando el nombre de Dios es - como se lo pedimos - santificado, junta-
mente con ello se opera nuestra santificación. Pero es preciso, según lo
acabamos de señalar, que no tengamos en cuenta este provecho, como
si no existiese; de tal manera, que aunque no tuviésemos esperanza de
alcanzar bien alguno, sin embargo no deberíamos cesar de desear y pedir
en nuestras oraciones esta santificación del nombre del Señor, y todo
cuanto se refiere a la gloria de Dios. Así lo podemos ver en el ejemplo de
Moisés y de san Pablo, a los cuales no les fue molesto ni duro no mirarse
a sí mismos, sino con un vehemente y ardoroso celo desear su propia
muerte y destrucción a fin de que aun a costa de ellos la gloria de Dios
fuese ensalzada y su reino multiplicado.
Por otra parte cuando pedimos que nos sea dado nuestro pan de cada
dia, aunque esto lo hacemos principalmente para nuestro provecho, con
todo debemos buscar primeramente en ello la gloria de Dios.
y ahora, comencemos a explicar esta oración.
39. Con qué espíritu debemos orar por nosotros mismos y por las demás
Esto no impide que nos sea licito orar por nosotros y por otras
personas en particular; con tal que nuestro entendimiento no aparte su
consideración de esta comunidad, sino que todo lo refiera a ella. Porque
aunque esas oraciones se hagan en particular, corno tienden a este blanco,
no dejan de ser comunes.
Todo esto lo podremos fácilmente entender con un ejemplo. El manda-
miento de Dios de socorrer a los pobres en sus necesidades es general;
708 LIBRO 111 - CAPÍTULO XX
sin embargo, a este mandamiento obedecen los que con este fin ejercitan
la caridad para con aquellos que ven y saben que se encuentran necesita-
dos; y ello, porque o no pueden conocer a todos los que lo están, o por-
que sus recursos no son suficientes para socorrerlos a todos. Así de la
misma manera, no obran contra la voluntad de Dios los que conside-
rando la comunidad de la Iglesia, usan tales oraciones particulares, con
las cuales, con palabras particulares, pero con un afecto común y público,
se encomiendan a Dios a sí mismos, y a los otros, cuya necesidad Dios
ha querido que conocieran más de cerca.
Sin embargo no todo es semejanza entre la oración y la limosna;
porque la liberalidad no la podemos ejercer más que con aquellos cuya
necesidad conocemos; en cambio podemos ayudar con nuestra oración
aun a los más extraños y alejados de nosotros, por grande que sea la
distancia. Esto se hace por la generalidad de la oración, en la que están
contenidos todos los hijos de Dios, en el número de los cuales quedan
también comprendidos aquéllos. A esto se puede reducir lo que san Pablo
recomienda a los fieles de su tiempo, que levanten al cielo sus manos
santas, si11 ira ni contienda (1 Tirn, 2,8); pues al advertirles que cuando
existen diferencias se cierra la puerta a la oración, les manda que oren
unánimes en toda paz y amistad.
Se nos manda, pues, que deseemos que así como en el cielo no se hace
cosa ninguna sino como Dios quiere, y los ángeles están siempre prepara-
dos para conducirse siempre con toda rectitud, de la misma manera la
tierra, alejando de sí toda contumacia y maldad, se someta al imperio
de Dios.
Ciertamente, al pedir esto renunciamos a los apetitos y deseos de
nuestra carne; porque todo el que no somete del todo sus afectos a Dios,
se opone y resiste en cuanto está de su parte a la voluntad de Dios. puesto
que cuanto procede de nosotros es vicioso y malo. Igualmente somos
inducidos con esta oración a negarnos a nosotros mismos, a fin de que
Dios nos rija y gobierne conforme a su beneplácito. Y no solamente esto,
sino también para que cree en nosotros un espíritu y un corazón nuevos,
después de haber destruido los nuestros, a fin de que no sintamos en
nosotros movimiento alguno de deseo que le sea contrario, sino que
halle en nosotros una perfecta ordenación a su voluntad. En suma, que
no queramos cosa alguna por nosotros mismos, sino que su espíritu
gobierne nuestros corazones, y que enseñándonos Él interiormente,
aprendamos a amar lo que le agrada ya aborrecer lo que le disgusta; de
lo cual también se sigue, que deshaga, anule y abrogue todos los apetitos
que en nosotros resisten a su voluntad.
Mas líbranos del Maligno. Que entendamos por este nombre de Ma-
ligno al Diablo o al pecado, poco hace al caso; porque el Diablo es el
enemigo que maquina nuestra ruina y perdición; y el pecado, las armas
que emplea para destruirnos (2 Pe. 2,9).
Nuestra petición es, pues, que no seamos vencidos y arrollados por
ninguna tentación, sino que con la virtud y potencia de Dios permanezca-
mas fuertes contra todo el poder enemigo que nos combate; o sea, no
caer en las tentaciones, para que recibidos bajo Su amparo y defensa, y
asegurados con ello, quedemos vencedores contra el pecado, la muerte,
las puertas del infierno y contra todo el reino de Satanás. Esto es ser
librado del maligno. En lo cual hemos también de notar, que nuestras
fuerzas no son tan grandes que podamos pelear con el Demonio, tan
gran guerrero, ni podamos resistir a su fuerza. Pues de otra manera sólo
en vano o por burla pediríamos a Dios lo que por nosotros mismos
poseeríamos.
Ciertamente, los que confiados en sí mismos se disponen a pelear con
el Diablo no saben bien con qué enemigo han de entenderse; lo fuerte
y bien pertrechado que está. Aquí pedirnos vernos libres de su poder,
como de la boca de un león cruel y furioso (1 Pe. 5,8), por cuyas uñas y
dientes seríamos al momento despedazados, si el Señor no nas librara
de la muerte; entendiendo a la vez, que si el Señor está presente y pelea
por nosotros sin nuestras fuerzas, en su poder haremos proezas (Sal.
60,12). Confíen los otros, si les place, en las facultades y fuerzas de su
li bre albedrío, las cuales en su opinión proceden de ellos mismos; a nos-
otros bastenos permanecer firmes en la sola virtud del Señor, y en Él
poder cuanto podemos.
Esta petición contiene mucho más de lo que parece a primera vista.
LIBRO 111 - CAPÍTULO XX 719
que no nos sea licito cambiar una sola palabra. Porque a cada paso
leemos en la Escritura oraciones bien diferentes de ésta, cuyo uso nos es
saludable, y sin embargo han sido dictadas por el mismo Espíritu. El
mismo Espíritu sugiere a los fieles numerosas oraciones, que en cuanto a
las palabras se parecen muy poco. Solamente queremos enseñar que
nadie pretenda, espere, ni pida nada fuera de aquello que en resumen se
contiene en ésta; y que aunque sus oraciones sean distintas en cuanto
a las palabras, no varíe sin embargo el sentido; y asimismo es cierto que
todas las oraciones que se hallan en la Escritura y todas cuantas hacen
los fieles se reducen a ésta; e igualmente, que no hay oración alguna que
se pueda comparar ni igualar a ésta, y mucho menos sobrepujarla. Porque
nada falta en ella de cuanto se puede pensar para alabar a Dios, y de
cuanto el hombre debe desear para su bien y provecho. Y esto tan per-
fectamente está comprendido en ella, que con toda razón se le ha quitado
al hombre toda esperanza de poder inventar otra mejor.
En suma, concluyamos que ésta es la doctrina de la sabiduría de Dios,
que ha enseñado 10 que ha querido y ha querido lo que ha sido necesario.
CAPíTULO XXI
ni oir estos tres frutos que hemos apuntado y querrían derribar este
fundamento, piensan muy equivocadamente y se hacen gran daño a si
mismos y a todos los fieles. Y aún más; afirmo que de aquí nace la
Iglesia, la cual, como dice san Bernardo;" sería imposible encontrarla
ni reconocerla entre las criaturas, pues que está de un modo admirable
escondida en el regazo de la bienaventurada predestinación y entre la
masa de la miserable condenación de los hombres.
Pero antes de seguir adelante con esta materia es preciso que haga dos
prenotandos para dos clases diversas de personas.
]0. En guardia contra los indiscretos y los curiosos. Como quiera que
esta materia de la predestinación es en cierta manera oscura en sí misma,
la curiosidad de los hombres la hace muy enrevesada y peligrosa; porque
el entendimiento humano no se puede refrenar, ni, por más límites y
términos que se le señalen, detenerse para no extraviarse por caminos
prohibidos, y elevarse con el afán, si le fuera posible, de no dejar secreto
de Dios sin revolver y escudriñar. Mas como vemos que a cada paso son
muchos los que caen en este atrevimiento y desatino, y entre ellos algunos
que por otros conceptos no son realmente malos, es necesario que les
avisemos oportunamente respecto a cómo deben conducirse en esta
materia.
Lo primero es que se acuerden que cuando quieren saber los secretos
de la predestinación, penetran en el santuario de la sabiduría divina, en
el cual todo el que entre osadamente no encontrará cómo satisfacer su
curiosidad y se meterá en un laberinto del que no podrá salir. Porque no
es justo que lo que el Señor quiso que fuese oculto en sí mismo y que
Él solo lo entendiese, el hombre se meta sin miramiento alguno a hablar
de ello, ni que revuelva y escudriñe desde la misma eternidad la majestad
y grandeza de la sabiduria divina, que Él quiso que adorásemos, y no
que la comprendiésemos, a fin de ser para nosotros de esta manera adrni-
rabie. Los secretos de su voluntad que ha determinado que nos sean
comunicados nos los ha manifestado en su Palabra. Y ha determinado
que es bueno comunicarnos todo aquello que veía sernas necesario y
provechoso.
1 Ibid.. cap, XVI, 34 Y ss.; XX, 52 etc.; Carla CCXXVI, 8 - De Hilario a Agustfn.
Sobre el Génesis en sentido literal, lib. V, cap. 1II, 6.
LIBRO 111 - CAPiTULO XXI 729
¿van a emprenderla con Dios porque tuvo a bien dar tal ejemplo de mise-
ricordia? Mas con todas sus murmuraciones y lamentos no podrán im-
pedir la obra de Dios; ni arrojando contra el cielo su despecho, cual si
fueran piedras, herirán ni perjudicarán Su justicia; antes bien les caerán
en la cara.
Se les recuerda también a los israelitas este principio de la elección
gratuita cuando se trata de dar gracias a Dios, o de confirmarse en una
esperanza respecto al futuro. "Él nos hizo, y no nosotros a nosotros mis-
mos; pueblo suyo somos, y ovejas de su prado" (SaL 100,3). La negación
que emplea no es superflua, sino que se añade para excluirnos a nosotros
mismos, a fin de que entendamos que de todos los bienes de que gozamos
no solamente es Dios el autor, sino además que Él mismo se ha movido
a hacernos estas mercedes, pues no había nada en nosotros que las
mereciera.
Nos exhorta también a que nos contentemos con el solo beneplácito
de Dios, diciendo: "Descendencia somos de Abraham, su siervo, hijos
de Jacob, sus escogidos" (Sal. 105,6). y después de haber enumerado los
continuos beneficios que habían recibido como fruto de su elección, con-
cluye que Dios se ha portado tan liberalmente con ellos por haberse
acordado de su pacto. A esta doctrina responde el cántico de toda la
Iglesia: Tu diestra y tu brazo, y la luz de tu rostro dieron esta tierra a
tus padres, porque te complaciste en ellos (Sal. 44, 3). Sin embargo hemos
de notar que cuando se hace mención de la tierra, se da como señal y
marca visible de la secreta elección de Dios, por la que fueron adoptados.
A la misma gratitud exhorta David al pueblo: "Bienaventurada la
nación cuyo Dios es Jehová, el pueblo que él escogió como heredad para
sí" (Sal. 33,12). Y Samuel los anima a tener esperanza: "Jehová no
desamparará a su pueblo, por su grande nombre; porque Jehová ha
querido hacernos pueblo suyo" (1 Sm.12,22). De la misma manera se
anima a sí mismo David, pues viendo su fe asaltada, se arma para poder
resistir, diciendo: "Bienaventurado el que tú escogieres y atrajeres a ti
para que habite en tus atrios" (Sal. 65,4).
Mas corno la elección que de otra manera permanecería escondida en
Dios ha sido ratificada, tanto con la primera libertad del cautiverio de
los judíos, corno con la segunda y con otros diversos beneficios que
tuvíeron lugar, la palabra elegir se aplica algunas veces a estos testimo-
nios manifiestos, los cuales, sin embargo, llevan implícita esta elección.
Como en Isaías: "Jehová tendrá piedad de Jacob y todavía escogerá a
Israel" (Is, 14,1). Porque hablando del futuro dice que la reunión que
verificará del resto del pueblo, al que parecía haber desheredado, será
una señal de que su elección permanecerá firme y estable, aunque pareela
que ya había perdido su fuerza y valor. Y cuando en otro Jugar dice: "Te
escogí, y no te deseché" (Is. 41,9), engrandece el curso ininterrumpido de su
amor paternal, que con tantos beneficios y mercedes había mostrado. Y
aún más claramente lo dice el ángel en Zacarías: "Y Jehová poseerá a Judá
su heredad en la tierra santa, y escogerá aún a Jerusalem" (Zac. 2,12),
como si al castigarla ásperamente la hubiese reprobado, o que el destierro
y cautiverio hubiese interrumpido la elección, que siempre queda en su
integridad e inviolable, aunque no siempre se vean las señales.
LIBRO 111 - CAPÍTULO XXI 731
CAPíTULO XXII
CONFIRMACIÓN DE ESTA DOCTRINA POR LOS
TESTIMONIOS DE LA ESCRITURA
En lo que sigue, que fueron elegidos para ser santos, claramente refuta
el error de aquellos que dicen que la elección procede de la pureza, puesto
que claramente les contradice san Pablo diciendo que todo el bien y
virtud que hay en los hombres, es efecto y fruto de la elección.
y si se busca una causa más profunda, responde san Pablo que Dios
así lo ha predestinado; y esto según el puro afecto de su voluntad; pala-
bras con las que echa por tierra todos los medios que los hombres han
inventado para ser elegidos. Porque él afirma que todos los beneficios
que Dios nos hace para vivir espiritualmente proceden y nacen de esta
fuente; a saber, que ha elegido a quienes ha querido, y que an tes de haber
nacido les había preparado y reservado la gracia que les quería comunicar.
pulas que nada tenían por lo que merecieran ser elegidos, si Su misericor-
dia no se les hubiera adelantado. De esta manera se ha de entender lo
que dice san Pablo: "¿Quién le dio a él primero para que le fuese recom-
pensado?" (Rom. JI , 35). Porque él quiere probar que la bondad de Dios
de tal manera previene a los hombres, que no halla cosa alguna en lo
pasado ni en el futuro por la cual poder reconciliarse con ellos.
5. ¿Con qué podrán oscurecer estas palabras los que en la elección atri-
buyen algo a las obras, precedentes o futuras? Ello sería destruir total-
mente lo que pretende probar el Apóstol, que la diferencia entre estos
dos hermanos no depende de ninguna consideración de las obras, sino
de la pura vocación de Dios, puesto que Él estableció esta diferencia
entre ellos aun antes de nacer. Y ciertamente san Pablo no hubiera igno-
rado esta sutileza que usan los sofistas, si tuviera algún fundamento; pero
como sabía perfectamente que nada bueno puede prever Dios en el hom-
bre, sino lo que hubiere determinado darle por la gracia de la elección,
no tiene en cuenta este orden perverso de preferir las buenas obras a la
causa y origen de las mismas.
Vemos, pues, por las palabras del Apóstol que la salvación de los fieles
se funda sobre la sola benevolencia de Dios, y que este favor y gracia no
se alcanza con ninguna obra, sino que proviene de su gratuita vocación.
Tenemos también una especie de espejo o cuadro en que se nos representa
esto mismo. Hermanos son Jacob y Esaú; engendrados de un mismo
padre y una misma madre, e incluso enclaustrados en el mismo seno ma-
terno antes de nacer. Todas estas cosas son iguales entre ellos; sin embar-
go eljuicio de Dios hizo gran diferencia entre ellos ; porque al uno lo escoge,
y al otro lo rechaza. No existía otra razón para que el uno pudiese ser
preferido al otro, que la sola primogenitura; pero ni eso se tuvo en cuenta,
y se da al menor lo que se niega al mayor. Más aún; en muchos otros
parece que Dios a propósito ha menospreciado la primogenitura, a fin de
quitar a la carne toda materia y ocasión de gloriarse; rechazando a Ismael,
pone Dios su corazón en Isaac; rebajando a Manasés, prefiere a Efraín.
6. En ese pasaje el Apóstol no fuerza de ningún modo los textos del Antiguo
Testamento y está de acuerdo con san Pedro
y si alguno replica que no se puede en virtud de estos detalles sin
LIBRO 111 ~ CAPÍTULO XXII 739
importancia pronunciarse en lo que se refiere a la vida eterna, y que es
pura burla querer concluir que el que fue exaltado al honor de la primo-
genitura, ése fuese adoptado para ser heredero del reino de Dios ~ pues
hay muchos que no perdonan ni al mismo san Pablo, acusándole de haber
retorcido el sentido de la Escritura para aplicarlo a esta materia - respon-
do, como ya lo he hecho, que el Apóstol no habló inconsideradamente,
ni ha retorcido el sentido de la Escritura, sino que veía -lo cual esta gente
no puede considerar ~ que Dios quiso declarar con una marca y señal
corporal la elección espiritual de Jacob, la cual de otra manera permane-
cía secreta en su oculto consejo. Porque sí no referimos la primogenitura
dada a Jacob a la vida futura, la bendición que recibió seria vana y ridí-
cula, puesto que de ella no obtuvo más que muchas miserias y desventu-
ras, un triste destierro y grandes congojas y angustias. Viendo, pues, san
Pablo que con esta bendición externa había testimoniado una bendición
espiritual y no caduca, la cual había preparado en su reino a su siervo
Jacob, no dudó en tomar como argumento y prueba la primogenitura
que había recibido, para probar que había sido elegido por Dios.
Debemos también recordar que la tierra de Canaán fue una prenda
de la herencia del reino de los cielos; de manera, que no debemos dudar
que Jacob fue incorporado a Jesucristo para ser compañero de los ángeles
en la vida celestial. Es, pues, elegido Jacob y rechazado Esaú ; y son dife-
renciados por la predestinación de Dios aquellos entre los cuales no
existía diferencia alguna en cuanto a los méritos.
Si se quiere saber la causa, es la que da el Apóstol: que fue dicho a
Moisés: Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me como
padeceré del que yo me compadezca (Rom.9, 15). Pregunto yo: ¿qué
quiere decir esto? Sin duda el Señor clarísimarnente asegura que no existe
entre los hombres ningún otro motivo para que les otorgue beneficios
que su sola y pura misericordia. Por tanto, si Dios solo establece y ordena
en si mismo tu salvación, ¿a qué desciendes a ti mismo? ¿Por qué te lo
aplicarás a ti mismo? Puesto que Él te señala como causa total su sola
misericordia, ¿por qué te vas a apoyar en tus propios méritos? Si Él quiere
que pongas todos tus pensamientos en su sola misericordia, ¿por qué
vas a aplicar tú una parte a la consideración de las obras?
Es, pues, necesario volver a aquel reducido número del que dice san
Pa blo en otro lugar que desde antes lo conoció (Rom. 11,2); no como
éstos se lo imaginan, que Él prevé todas las cosas permaneciendo ocioso
y sin preocuparse de nada, sino en el sentido en que esta palabra se toma
muchas veces en la Escritura. Porque cuando san Pedro díce en los
Hechos, que Jesucristo "(fue) entregado por el determinado consejo y
anticipado conocimiento de Dios" (Hch.2,23), no presenta a Dios como
un simple espectador, sino como autor de nuestra salvación. El mismo
san Pedro al decir que los fieles, a los que él escribía, "(eran) elegidos
según la presciencia de Dios" (l Pe. 1,2), con estas palabras declara
propiamente aquella arcana y secreta predestinación, con la que Dios
señaló como hijos suyos a los que Él quiso.
Al añadir la palabra "propósito" como sinónimo, siendo así que signi-
fica una firme determinación, nos enseña que Dios no sale de sí mismo
para buscar la causa de nuestra salvación. Y en ese sentido dice en el
740 LIBRO 111 - CAPÍTULO XXII
le trajere" (Jn. 6,44.65); mas "todo aquel que oyó al Padre, y aprendió
de él, viene a mi" ((Jn. 6,45). Si todos indistintamente se postrasen delante
de Jesucristo, la elección sería común; pero, por el contrario, en el pe-
queño número de los creyentes aparece esta grandísima distinción. Por
eso, el mismo Jesucristo después de decir que los discípulos que le habían
sido dados eran la posesión de su Padre, poco después añade : "No ruego
por el mundo, sino por éstos que me diste; porque tuyos son" (J n, 17,9).
De donde se sigue que no todo el mundo pertenece a su Creador, sino en
cuanto que la gracia de Dios retira a unos pocos de la maldición y la
ira de Dios y de la muerte eterna; los cuales de otra manera se perderían;
en cambio el mundo es dejado en la ruina y perdición a la que fue desti-
nado.
Por lo demás, aunque Cristo media entre el Padre y los hombres, con
todo no deja de atribuirse el derecho de elegir que juntamente con el
Padre le compete: "No hablo", dice, "de todos vosotros; yo sé a quiénes
he elegido" (Jn.13, 18). Si alguno pregunta de dónde los ha elegido, Él
mismo responde en otro lugar: "del mundo" (ln. 15,19), al cual excluye
de sus oraciones cuando encomienda sus discípulos al Padre. Notemos,
sin embargo, que al decir que Él sabe a quiénes ha escogido, indica y
entiende una cierta parte de los hombres, a la cual no diferencia de los
demás por razón de las virtudes de que puedan estar adornados, sino a
causa de que están separados por decreto divino. De 10 cual se sigue que
todos aquellos que pertenecen a la elección de la que Jesucristo es autor,
no exceden a los otros por su propia industria y diligencia.
En cuanto a que en otro lugar cuenta a Judas en el número de los
elegidos (Jn. 6, 70), aunque era un diablo, esto ha de entenderse con
respecto al cargo de apóstol, el cual, aunque es como un espejo excelente
del favor divino - como san Pablo muchas veces lo reconoce en su propia
persona .- no por eso lleva consigo la esperanza de la vida eterna. Puede,
pues, Judas usando impiarnente de su oficio de apóstol, ser peor que un
demonio; pero aquellos que Cristo incorporó una vez a si mismo, no
perm itirá que ninguno de ellos perezca (J n. 10,28), ya que para conservar-
los en vida hará cuanto ha prometido; es decir, desplegará la potencia
de Dios, que supera a cuanto existe.
Respecto a lo que en otro lugar dice Cristo: De los que me diste,
ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición (Jn.17, 12), aunque es
una manera difícil de bablar, sin embargo no contiene ambigüedad alguna.
En resumen: que Dios por una adopción gratuita crea a aquellos que
quiere tener por hijos, y que la causa de la elección, que llaman intrínseca,
radica en Él mismo, pues no tiene en cuenta más que Su benevolencia.
los extraños" (Jn.lO,4-5). ¿De dónde les viene este discernimiento, sino
de que Cristo ha taladrado sus oídos? Porque nadie se hace a sí mismo
oveja, sino que Dios es el que da la forma y lo hace. Y ésta es la razón
de por qué nuestro Señor Jesucristo dice que nuestra salvación está bien
segura y fuera de todo peligro para siempre, porque es guardada por la
potencia invencible de Dios (Jn.lO,29). De donde concluye que los incré-
dulos no son del número de sus ovejas, porque no son del número de
aquellos a quienes Dios ha prometido por medio del profeta Isaías, que
sedan sus discípulos (Jn. 10,26; Is. 8,18; 54,13).
Por lo demás, como en los testimonios que he citado, se hace notable-
mente mención de la perseverancia, esto muestra que la elección es firme
y constante sin que se halle sometida a variación alguna.
CAPÍTULO XXIII
1. Primera objeción:
a. La elección de unos no implica la reprobación de los otros
Cuando la mente humana oye estas cosas no puede reprimir su vehe-
mencia, y al momento se alborota, como si tocaran al ataque. Muchos,
fingiendo que quieren mantener el honor de Dios y evitar que se le haga
LIBRO 111 - CAPÍTULO XXIII 747
Replican también que san Pablo cuando dice que los vasos de ira están
preparados para destrucción, luego añade que Dios ha preparado los
vasos de misericordia para salvación, como si por estas palabras enten-
diese que Dios es el autor de la salvación de los fieles y que a Él se le
debe atribuir la gloria de ello; mas que aquellos que se pierden, ellos por
sí mismos y con su libre albedrío se hacen tales, sin que Dios los repruebe,
Mas, aunque yo les conceda que san Pablo con tal manera de hablar ha
querido suavizar lo que a primera vista pudiera parecer áspero y duro;
sin embargo es un despropósito atribuir la preparación, según la cual se
dice que los réprobos están destinados a la perdición, a otra cosa que
no sea el secreto designio de Dios; como el mismo Apóstol poco antes
lo había declarado, afirmando que Dios suscitó a Faraón; y luego añade
que Él "al que quiere endurecer, endurece" (Rom.9, 18); de donde se
sigue que el juicio secreto de Dios es la causa del endurecimiento. 1 Por
lo menos yo he deducido esto, - lo cual es también doctrina de san
Agustín - que cuando Dios, de lobos hace ovejas, los reforma con su
gracia todopoderosa dominando su d meza; y que no con vierte a los
obstinados porque no les otorga una gracia más poderosa, de la que Él
no carece, si quisiera ejercitarla. Z
1 Sin la menor contradicción, Calvino dirá con la Escritura, al-fin del párrafo 3, "que
la causa de su condenación está en ellos mismos". En efecto; hay dos planos que
no se deben confundir: el de Dios y el del hombre.
La referencia indicada en las antiguas ediciones es errónea: De Pracdestinatione
Sanctorum, lib. 1, cap. n. En san Agustín la expresión: "lobos trasformados en
ovejas", se encuentra en particular en; Sermón XXVI, cap. IV, 5; Tratados sobre
S. Juan, tr, XLV, 10.
LIBRO 111- CAPíTULO XXIII 749
1 El texto bíblico es conjeturable, Las versiones modernas dan una traducción total-
mente distinta de la de Calvino. Ésta aparece también en la antigua versión inglesa
de 1611.
• Discípulo de Celestius, el pelagiano.
3 Carta CLXXXVI, cap. VII, 23. A Paulina.
752 LIBRO 111 - CAPÍTULO XXIII
grandeza de los juicios de Dios. Bién sabéis que se les llama "abismo
grande" (Sal. 36,6). Considerad, pues, ahora vuestra poca capacidad, y
ved si puede comprender lo que Dios ha decretado en sí mismo. ¿De qué
os sirve, entonces, haberos hundido por vuestra curiosidad en este abis-
mo, el cual - como vuestra misma razón os lo dicta - será vuestra ruina?
¿Es posible que no os refrene y aterrorice cuanto está escrito de la incom-
prensible sabiduría de Dios, de su terrible potencia, así en la historia de
Job, como en los Profetas? Si tu entendimiento se ve agitado por diversos
problemas, no te pese seguir el consejo de san Agustín. "Tú, hombre",
dice, "esperas mi respuesta, mas yo también soy hombre como tú; por
tanto oigamos ambos al que nos dice: oh hombre, ¿tú quién eres? Mejor
es una fiel ignorancia que una ciencia temeraria. Busca méritos; no
hallarás más que castigo. [Oh alteza! Pedro niega a Cristo; el ladrón
cree en Él. [Oh alteza! ¿Deseas tú saber la razón? Yo me sentiré sobre-
cogido de tanta alteza. Razona tú cuanto quisieres; yo me maravillaré;
disputa tú; yo creeré. La alteza veo; a la profundidad no llego. San Pablo
se dio por satisfecho con admirar. Él afirma que los juicios de Dios son
inescrutables, ¿y tú vas a escudriñarlos? Él dice que los caminos de Dios
no se pueden investigar, ¿y tú los quieres conocer?"!
N o conseguiremos nada con pasar adelante; porque ni satisfaremos
la desvergüenza de ellos, ni el Señor tiene necesidad de más defensa, que
la que ha usado por su Espíritu, hablando por boca de san Pablo. Y lo
que es más de considerar, nos olvidamos de hablar bien, siempre que
dejamos de hablar según Dios.
9. Puede que alguno diga que aún no he aducido una razón capaz de
refrenar aquella blasfema excusa. Confieso que esto es imposible;
porque [a impiedad siempre murmurará. Sin embargo me parece que he
dicho 10 suficiente para quitar al hombre no sólo toda razón, sino hasta
el pretexto de murmurar.
Los réprobos desean una excusa a su pecado, diciendo que no pueden
evitar pecar por necesidad; principalmente cuando esta necesidad les
viene impuesta por ordenación divina. Yo, por el contrario, les niego
que esto sea suficiente para excusarlos, puesto que esta ordenación de
Dios de la que se quejan es justa. Y aunque su justicia y equidad nos sea
desconocida, sin embargo es bien cierta. De lo cual concluimos que no
sufren castigo alguno que no les sea impuesto por el justo juicio de Dios.
Enseñamos también que obran muy mal al querer poner sus ojos en
los secretos inescrutables del consejo divino, para inquirir y saber el
origen de su condenación, disimulando y no haciendo caso de la corrup-
ción de su naturaleza, de la cual realmente procede. Y que esta corrupción
no se debe imputar a Dios se ve claramente, porque El mismo dio buen
testimonio de su creación. Porque aunque por la providencia eterna de
Dios, el hombre haya sido creado para caer en la miseria en que está,
sin embargo éste tomó la matería de sí mismo, y no de Dios; pues la
razón de que se haya perdido no es otra sino haber degenerado de la pura
naturaleza en la que Dios lo creó, a la perversidad y maldad.
Testimonio de san Agustín. Por eso vienen muy a propósito las siguien-
tes sentencias de san Agustín: 1 "Siendo así", dice, "que toda la masa
del linaje humano ha caído en la condenación en el primer hombre, los
hombres tomados para ser vasos de honra no son vasos por su propia
justicia, sino por la misericordia de Dios. Y que otros sean vasos de
afrenta, no se debe imputar a iniquidad, pues no la hay en Dios, sino
predicamos, los que tienen oídos obedecen de muy buena gana; mas en
los que no lo tienen, se cumple lo que está escrito: Para que oyendo no
oigan (Is, 6, 9).
"Mas, ¿por qué los unos", dice san Agustín, "los tienen, y los otros no?
¿Quién es el que ha conocido el consejo del Señor? ¿Se debe, por ventura,
negar lo que es claro y manifiesto, porque no se puede comprender lo
que está oculto?". 1
Aquel que promete darlos? Así pues, el que no ha recibido tal don, que
rechace la buena doctrina, con tal que el que lo ha recibido tome y beba,
beba y viva. Porque siendo necesario predicar las buenas obras para que
Dios sea servido como conviene, también se debe predicar la predestina-
ción, para que el que tiene oídos se glorie de la gracia de Dios en Dios,
y no en sí mismo". 1
Por lo demás, nuestra paz no reposará más que en los que son hijos de
paz.!
En conclusión: nuestro deber es usar, en cuanto nos fuere posible, de
una corrección saludable y severa, a modo de medicina; y esto para con
todos, a fin de que no se pierdan y no pierdan a los otros; mas a Dios le
corresponde hacer que nuestra corrección aproveche a aquellos que Él
ha predestinado. 2
CAPÍTULO XXIV
bienes, para que de una extraña manera, no solamente sus bienes, sino
aun sus males se conviertan en bien. ¿Quién acusará a los elegidos de
Dios? A mí me basta solamente para poseer la justicia tener propicio
y favorable a Aquel contra quien pequé. Todo cuanto Él ha determinado
no imputarme es como si nunca hubiera existido"." Y poco después:
"¡Oh lugar de. verdadero reposo, al cual no sin razón podría llamar
cámara en la que Dios es visto, no como turbado por la ira o angustiado
por la preocupación, sino en la que se conoce que su benevolencia es
buena, agradable y perfecta. Esta visión no espanta ni asombra, sino
que sosiega y halaga; no suscita curiosidad alguna llena de inquietud,
sino que la apacigua; no turba los sentidos, sino que los aquieta. He
aquí donde de veras se consigue reposo: que Dios estando apaciguado
nos tranquiliza, porque nuestro reposo es verlo y tenerlo apacible."!
(Jn. 3, 16; 6,39). Por lo que se refiere a Judas, luego hablaremos de él.
En cuanto a san Pablo, él no nos prohíbe tener una seguridad senciHa,
sino la seguridad negligente y desenvuelta de la carne, que lleva consigo
el orgullo, el fausto, la arrogancia y el menosprecio de los demás, que
extingue la humildad y reverencia para con Dios y engendra el olvido
de la gracia que hemos recibido. Porque él habla con los gentiles, ense-
ñándoles que no deben burlarse soberbia e inhumanamente de los judíos,
por haber sido aquéllos colocados en el lugar del que éstos fueron arro-
jados. Ni tampoco exige el Apóstol un temor que nos haga ir vacilando
a ciegas; sino tal, que enseñándonos a recibir con humildad la gracia de
Dios, no disminuya en nada la confianza que en Él tenemos, conforme
lo hemos ya dicho.
Asimismo debemos notar que no habla con cada uno en particular,
sino con las sectas que por entonces había; pues como estuviera la
Iglesia dividida en dos bandos y la envidia ocasionase divisiones, advierte
san Pablo a los gentiles que el haber sido puestos en lugar del pueblo
santo y peculiar del Señor debía inducirlos al temor y la modestia; pues
ciertamente entre ellos había algunos muy infatuados, y era preciso abatir
su orgullo.
Por lo demás, ya hemos visto que nuestra esperanza se proyecta sobre
el futuro, incluso después de nuestra muerte, y que no hay nada más
contrario a su naturaleza y condición que estar inquietos y acongojados
sin saber lo que va a ser de nosotros.
1/. Antes de ser llamados, todos los elegidos son ovejas descarriadas
¿Qué semilla de elección, pregunto yo, fructificaba en aquellos que
hablan vivido toda la vida mal y deshonestamente y que, como desahucia-
dos, ya se hundían en el vicio más execrable? Si el Apóstol hubiera querido
expresarse conforme al parecer de estos nuevos doctores, hubiera debido
mostrar cuan obligados estaban a la liberalidad que Dios había usado con
ellos, al no dejarlos caer en tan grande abominación. E igualmente, tam-
bién san Pedro deberla exhortar a los destinatarios de su carta a ser agra-
decidos a Dios por la perpetua semilla de elección que había plantado en
ellos. Mas por el contrario, les amonesta porque ya es suficiente que en el
pasado diera n rienda suelta a toda clase de vicios yabominaciones (1 Pe. 4, 3).
¿Y qué decir si pasamos a dar ejemplo? ¿Qué semilla de justicia había
en Rahab la ramera antes de creer (Jos.2, I)? ¿Qué semilla en Manasés,
cuando hacía derramar la sangre de los profetas hasta el punto, por así
decirlo, que la ciudad de Jerusalem estaba anegada en sangre (2 Re.
21, l6)? ¿Y qué decir del ladrón, que en el último suspiro se arrepintió de
su mala vida (Lc.23,41-42)?
774 LIBRO 1I1- CAPÍTULO XXIV
12. Los réprobos son privados de la Palabra de Dios o endurecidos con ella
Así como el Señor, con la virtud y eficiencia de su llamamiento, guía
a los elegidos a la salvación a que por su eterno decreto los ha predesti-
nado; así también dispone y ordena con tra los réprobos Sus juidos, con
los cuales ejecuta lo q ue habla dcterrni nado hacer de ellos. Por eso, a aq ue-
llos a quienes ha creado para condenación y muerte eterna, para que
sean instrumentos de su ira y ejemplo de su severidad, a fin de que vayan
a parar al fin y meta que les ha señalado, los priva de la libertad de oir
su Palabra, o con la predicación de la misma los ciega y endurece más.
Aunque del primer caso hay muchos ejemplos, me contentaré con aducir
uno mucho más notable que los demás. Casi cuatro mil años pasaron
antes de la venida de Jesucristo, durante los cuales el Señor ocultó y
escondió a todas las gentes la salvífica luz de su doctrina. Si alguno objeta
que Dios no les comunicó tan grande bien debido a que los juzgó in-
dignos de él, diremos que ciertamente los que después vinieron no 10
merecieron más que sus antecesores. De lo cual, además de la evidencia
que la experiencia misma nos da, el profeta Malaquias, en el capítulo
cuarto de su profecía, nos presenta un testimonio inequivoco. Después
de haberse levantado contra la incredulidad, las enormes blasfemias y
otros crímenes y pecados, asegura que, a pesar de todo, el Redentor no
dejará de venir (MalA, 1). ¿Cuál es, entonces, la causa de que hiciera esta
gracia a éstos, y no a los otros? En vano se atormentaría el que quisiera
buscar otro motivo más alto que el secreto e inescrutable designio de Dios.
No hay que temer que, si algún discípulo de Porfirio o cualquier otro
blasfemo se toma la libertad de recriminar la justicia de Dios, no tenga-
mos modo de responderle. Porque cuando decimos que nadie es conde-
nado sin que lo merezca, y que es gratuita misericordia de Dios que
algunos se libren de la condenación y se salven, es esto suficiente para
mantener la gloria de Dios, y no es menester, según se dice, andar por
las ramas para defenderla de las calumnias de los impíos. Por tanto, el
soberano Juez dispone Su predestinación cuando, privando de la comu-
nicación de Su luz a quienes ha reprobado, los deja en tinieblas.
Por lo que se refiere a lo segundo. la experiencia común de cada día y
numerosos ejemplos de la Escritura nos demuestran que es verdad." De
cien personas que oyen el mismo sermón, veinte lo aceptarán con pronta
fe, y las demás no harán caso de él; se reirán de él, lo rechazarán y con-
denarán. Si alguno objeta que esta diversidad procede de la malicia y
perversidad de los hombres, no será esto suficiente; porque la misma
malicia imperaría en el corazón de los demás, si el Señor por su gracia y
bondad no los corrigiese. Así que siempre quedaremos enredados, mien-
tras no nos acojamos a lo que dice el Apóstol: "¿Quién te distingue?"
(1 Cor. 4,7). Con lo cual el Apóstol da a entender que si uno excede a
otro, no se debe a su propia virtud y poder, sino a la sola gracia de Dios.
14. Por su justo juicio, pero para nosotros incomprensible, los réprobos,
responsables de su pérdida, ilustran la gloria de Dios
Queda ahora por ver cuál es la razón por la que el Señor hace esto,
una vez probado que indudablemente lo hace.
Si se responde que la causa es que los hombres, por su impiedad, mal-
dad e ingratitud, así lo merecen, es ciertamente una gran verdad; mas
a pesar de esta diversidad, por la que el Señor inclina a unos a que le
obedezcan y hace que los otros persistan en su obstinación y dureza,
para solucionar debidamente esta cuestión debemos acogernos necesaria-
mente al pasaje que san Pablo citó de Moisés; a saber, que Dios desde
el principio los suscitó para anunciar su nombre sobre la tierra (Rom,
9,17). Por tanto, que los réprobos no obedezcan la doctrina que se les
ha predicado, ha de imputarse con toda razón a la malicia y perversidad
que reina en su corazón; con tal, sin embargo, que se añada que han sido
entregados a esta perversidad en cuanto que por el justo, pero incom-
prensible juicio de Dios han sido suscitados para ilustrar su gloria median-
te su propia condenación.
Asimismo, cuando se dice de los hijos de EH que no oyeron los salu-
dables consejos que su padre les daba porque 1ehová quería hacerlos
morir (1 Sm. 2,25), no se niega que la contumacia y obstinación proce-
diera de su propia maldad; pero a la vez se advierte la causa de que hayan
sido dejados en su contumacia, ya que Dios podía haber ablandado su
corazón; a saber, porque el inmutable designio de Dios los había pre-
destinado a la perdición. A este propósito se refiere lo que dice san Juan:
"A pesar de que (El Señor) había hecho tantas señales delante de ellos,
no creían en él; para que se cumpliese la palabra del profeta lsaías, que
dijo: Señor, ¿quien ha creído a nuestro anuncio?" (1n.12,37-38). Porque
LIBRO 111 ~ CAPíTULO XXIV 777
Jo, Ezequiel 33, 1/. Aducen las palabras de Ezequiel: "No quiero la
muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva"
(Ez.33, 11), Si quieren entender esto en general de todo el género humano,
yo pregunto cuál es la causa de que no inste a penitencia a mucha gente,
cuyo corazón es mucho más flexible a la obediencia que el de aquellos
que cuanto más les convidan y ruegan, tanto más se demoran y obstinan.
Jesucristo afirma que su predicación y milagros habrían obtenido mucho
más provecho en Ninive y en Sodoma, q ue en Judea (M t. ti, 23). ¿Cómo,
pues, sucede que, queriendo Dios que todos los hombres se salven, no
abre la puerta de la penitencia a estos pobres miserables, que estaban
mucho más preparados para recibir la gracia, de haberles sido propuesta
y ofrecida? Con ello vemos que este texto queda violentado y como traído
778 LIBRO 111 .- CAPíTULO XXIV
por los cabellos, si ateniéndonos a lo que suenan las palabras del profeta,
queremos invalidar y anular el eterno designio de Dios, con el que ha
separado a los elegidos de los réprobos.
Si se me pregunta, pues, cuál es el sentido propio y natural de este
pasaje, sostengo que la intención del profeta es dar a los que se arrepien-
ten buena esperanza de que sus pecados les serán perdonados. En resu-
men, puede decirse que los pecadores no deben dudar de que Dios está
preparado y dispuesto a perdonarles sus pecados tan pronto como se
conviertan a Él. No quiere, pues, su muerte, en cuanto quiere su con-
versión. Mas la experiencia nos enseña que el Señor quiere que aquellos
a quienes Él convida se arrepientan, de tal manera sin embargo, que no
toca el corazón de todos. No obstante, no se puede decir en manera
alguna que los trate con engaño; porque aunque la voz exterior haga
solamente inexcusables a aquellos que la oyen y no la obedecen, a pesar
de ello debe ser tenida como un testimonio de la gracia de Dios con que
reconcilia consigo a los hombres. Entendamos, pues, que la intención
del profeta es decir que Dios no se alegra de la muerte del pecador, para
que los fieles confíen en que tan pronto como se arrepientan de sus
pecados. Dios está preparado para perdonarles; y, por el contrario, que
los impíos sientan que se duplica su pecado por no haber correspondido
a tan grande clemencia y liberalidad de Dios. Así que la misericordia de
Dios siempre sale a recibir a la penitencia; pero que no a todos se otorga
el don de arrepentirse y convertirse a Dios, no solamente lo enseñan los
demás profetas y apóstoles, sino también el mismo Ezequiel.
Jo. J Timo/ea 2,4. Alegan en segundo lugar lo que dice san Pablo:
"(Dios) quiere que todos los hombres sean salvos" (1 Tim.2,4); texto
que, si bien es diferente de lo dicho por el profeta, no obstante en parte
está de acuerdo con él.
Respondo que es evidente por el contexto de qué manera quiere Dios
que todos sean salvos; porque san Pablo une dos cosas: desea que se
salven, y que lleguen al conocimiento de la verdad. Si, como ellos dicen,
ha sido determinado por el eterno consejo de Dios que todos sean hechos
partícipes de la doctrina de vida, ¿qué quieren decir las palabras de
Moisés: "¿Qué nación grande hay que tenga dioses tan cercanos a ellos
como 10 está Jehová nuestro Dios?" (DtA, 7). ¿Cuál es la causa de que
Dios haya privado de la luz de su Evangelio a tantas naciones y pueblos,
mientras otros gozan de ella? ¿Por qué el conocimiento puro y perfecto
de la doctrina de la verdad no ha llegado a ciertas gentes, y otras apenas
han gustado los rudimentos y primeros principios de la religión cristiana?
De aquí se puede concluir claramente cuál es la intención de san Pablo.
Había ordenado a Timoteo que se hiciesen oraciones solemnes y roga-
tivas por los reyes y los príncipes. Mas como parecía un gran desatino
rogar a Dios por una clase de gente tan sin esperanza ~ pues no solamente
estaban fuera de la congregación de los fieles, sino que además empleaban
todas sus fuerzas en oprimir el reino de Dios - añade que es una cosa
aceptable a Dios, el cual quiere que todos los hombres se salven. Con
lo cual no se quiere decir otra cosa, sino que el Señor no ha cerrado las
puertas de la salvación a ningún estado ni condición humana; sino que,
LIBRO 111 - CAPÍTULO XXIV 779
4°. 2 Pedro 3,9. El texto de san Pedro que dice que el Señor no
quiere que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento
(2 Pe. 3,9), parece urgirnos m ucho más; sólo que la solución de este nudo
que parece tan fuerte, se presenta en la segunda parte de la sentencia.
Porque no ha de entenderse otra clase de voluntad de recibir la peniten-
cia, sino la que se propone en toda la Escritura. La conversión cierta-
mente está en manos de Dios. Que le pregunten a Él si quiere convertir a
todos, dado que promete dar a un pequeño número un corazón de carne,
dejando a los demás con su corazón de piedra (Ez, 36, 26). Es evidente
que si Dios no estuviese dispuesto en su misericordia a recibir a todos
aquellos que se la piden, sería falsisimo el texto de Zacarías: "Volveos a
mí, y yo me volveré a vosotros" (Zac.1, 3). Mas yo afirmo que no hay
hombre alguno que se acerque a Dios, sino aquel a quien Él atrae a sí.
Si dependiese de la voluntad del hombre arrepentirse, no diría san Pablo:
"Por si Dios les concede que se arrepientan" (2 Tim.2,25). Y aún afirmo
más: si Dios mismo, que con su Palabra exhorta a todos a penitencia, no
incitase a ella a sus elegidos con una secreta inspiración de su Espíritu,
no diría Jeremías: Conviérteme, y seré convertido, porque después que
me convertiste hice penitencia (Jer. 31,18-19).
a sí. Si quieren entender esto al pie de la letra sin admitir figura de ninguna
clase, abrirán la puerta a innumerables cuestiones vanas y superfluas, las
cuales se pueden solucionar todas diciendo que Dios por semejanza se
atribuye lo que es propio de los hombres. Pero es suficiente la solución
que ya antes hemos dado; a saber, que aunque la voluntad de Dios sea
diversa a nuestro parecer, no obstante ti no quiere esto o aquello en sí,
sino dejar atónitos nuestros sentidos con su multiforme sabiduría, como
dice san Pablo (Ef. 3, 10), hasta que en el último día nos haga comprender
que Él de un modo admirable y oculto quiere lo mismo que al presente
nos parece contrario a su voluntad.
¿No es Dios Padre de todos? Echan mano también de otras sutilezas que
no merecen respuesta. Dicen que Dios es Padre de todos, y que como
Padre no es razonable que desherede sino a aquel que por su culpa
propia se hiciere merecedor de ello. ¡Como si la liberalidad de Dios no se
extendiera incluso a los puercos y los perros! Y si nos limitamos al género
humano, que me respondan cuál es la causa de que Dios haya querido
ligarse a un pueblo para ser su Padre, prescindiendo de los demás; y por
qué de este mismo pueblo ha entresacado un pequeño número como flor.
Pero el rabioso deseo que esta gente desenfrenada tiene de maldecir, le
impide considerar que como Dios hace brillar el sol sobre los buenos y
los malos (Me 5,45), así también reserva la herencia eterna para el peque-
ño número de sus elegidos, a los que dirá: "Venid, benditos de mi Padre;
heredad el reino" (Mí, 25, 34).
CAPÍTULO XXV
LA RESURRECCIÓN FINAL
para salvación (Heb, 9,28), esta última redención debe sostenernos hasta
el fin en medio de las miserias que nos agobien.
que los que poco antes habían estado medio muertos de miedo fuesen,
como a la fuerza, llevados al sepulcro, parte por el amor que tenían a
su Maestro y por el celo de la piedad, y parte por su incredulidad; y no
solamente para ser testigos de vista de la resurrección de Cristo, sino
también para oir de la boca de los ángeles lo que con sus ojos veían.
¿Cómo tener por sospechosos a los que pensaban que era una fábula lo
que las mujeres les habían dicho, y por tallo tuvieron hasta que con sus
propios ojos lo vieron?
En cuanto a Pilato, los sacerdotes, y el resto del pueblo, no es de
extrañar que, después de haber sido tantas veces convencidos, hayan sido
privados de la vista de Cristo, como de sus señales y milagros. El sepulcro
es sellado; los guardas vigilan; al tercer día no se encuentra su cuerpo;
los soldados sobornados con dinero echan la culpa a los discipulos
de haberlo robado (M t. 27,66; 28, 13-15). ¡Como si ellos fuesen tan
poderosos que pudieran reunir mucha gente, o estuviesen bien ar-
mados y ejercitados en actos semejantes! Y si los soldados no tenían
valor para resistirles, ¿por qué no los siguieron para, ayudados por
el pueblo, coger a algunos de los discípulos? Así que Pilato, con sellar
el sepulcro confirmó la resurrección de Cristo; y la guardia colocada
para custodiarlo, con su silencio y sus mentiras fue pregonera de la
resurrección.
~ Además se oyó la voz de los ángeles: "N o está aq ui, sino que ha resu-
citado" (Le. 24,6). El resplandor celestial demostró claramente que eran
ángeles y no hombres.
Finalmente, Cristo en persona quitó toda duda, sí aún quedaba alguna.
Porque sus discípulos lo vieron; y no una vez, sino muchas. Tocaron sus
pies y sus manos (Le. 24,39), Y su íncredulidad sírvió no poco para con-
firmar nuestra fe. Trató con ellos familiarmente de los misterios del reino
de Dios; y, al fin, contemplándolo ellos con sus propios ojos, subió al
cielo (Hch.I,3.9); y no solamente los once lo vieron, sino más de
quinientos hermanos (1 Cor.15,6).
Además, al enviar al Espíritu Santo dio una prueba certísima, no sólo
de su vida, sino también de su supremo dominio e imperio, como lo
había predicho: "Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere,
el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré"
(Jo. 16, 7).
Finalmente san Pablo no fue derribado a tierra, cuando iba camino
de Damasco, por la virtud y fuerza de un muerto, sino que sintió per-
fectamente que Aquel a quien perseguía estaba armado de un poder
invencible (Hch.9,4).
A Esteban se le apareció por otro motivo muy diverso; para hacerle
perder el miedo a la muerte con la certidumbre de la vida (Hch. 7,55).
No querer dar fe a tantos y tan auténticos testimonios, no sólo sería
incredulidad, sino una perversa y furiosa obstinación.
diferencia de las bestias. Por esto san Pedro, viéndose cercano a la muerte,
dice que le ha llegado el momento de dejar su tabernáculo (2 Pe. I , 14).
Y san Pablo, hablando con Jos fieles, después de decir que al deshacerse
nuestra morada terrena tenemos un edificio de Dios en los ciclos, añade
que "entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor;
pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes
al Señor" (2 Cor. 5, I .6. 8). Si las almas no sobreviviesen a los cuerpos,
¿qué es lo que estaría presente a Dios, después de haberse separado del
cuerpo? Esta duda la suprime el Apóstol diciendo que somos semejantes
a los espíritus de los justos hechos perfectos (Heb.12,23), entendiendo
con estas palabras que estamos asociados a los santos patriarcas, quienes
aun muertos no dejan de honrar a Dios juntamente con nosotros; porque
ciertamente no podemos ser miembros de Jesucristo, si no estamos unidos
a ellos. Además, si las almas separadas del cuerpo no conservasen su ser
y no fuesen partícipes de la gloria celestial, Jesucristo no hubiera dicho
al ladrón: "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc.23,43).
Confirmados, pues, con tan evidentes testimonios, no dudemos en en-
eomendar nuestra alma a Dios al morir, a ejemplo de Jesucristo (Le.
23,46), y entregarla, como hizo Esteban, a la custodia de nuestro Reden-
tor, Jesucristo, el cual no sin razón es llamado "Pastor y Obispo de
nuestras almas" (1 Pe. 2,25).
4°. Los que investigan el lugar donde moran las almas, y su condición.
Querer investigar curiosamente el estado y condición de las almas desde
que se separan del cuerpo hasta la resurrección final no es lícito ni pro-
vechoso. Muchos se atormentan grandemente disputando acerca del lugar
que ocupan, y si gozan o no de la bienaventuranza. Ciertamente es cosa
temeraria y loca querer saber respecto a las cosas secretas más de lo que
Dios nos permite.
La Escritura, después de decir que Cristo les está presente y que las
recibe en el paraíso (Jn.12,32) para darles reposo y consuelo, y que las
almas de los réprobos padecen los tormentos que han merecido (Mí.
5,8.26), se para ahí. ¿Qué doctor, pues, o maestro nos aclarará 10 que
Dios nos oculta?
También es frívola y vana la cuestión del lugar, pues sabemos que
las almas no tienen las dimensiones de longitud y anchura que poseen los
cuerpos. Que el bienaventurado reposo de las almas santas sea llamado
seno de Abraham, debe sernas suficiente; pues con ello se nos enseña
que al partir las almas de su peregrinación terrena son recibidas por el
padre de todos los creyentes, para que juntamente con nosotros participe
del fruto de su fe.
Por lo demás, puesto que la Escritura a cada paso nos manda que
estemos pendientes de la venida de Cristo, y que nos dice que difiere la
corona de la gloria hasta ese momento, démonos por satisfechos y no
pasemos los límites que Dios ha puesto, a saber, que las almas de los
fieles, al concluir su lucha en esta vida mortal, van a un descanso bien-
aventurado, donde con gran alegría esperan gozar de la gloria que se les
ha prometido; y que de esta manera todo queda en suspenso hasta que
Jesucristo aparezca como Redentor.
LIBRO ]11 - CAPiTULO XXV 791
7. 5°. Los que hacen de la resurrección una nueva creación del cuerpo
No es menos enorme el error de los que se imaginan que las almas
no han de recibir los mismos cuerpos que antes tuvieron, sino otros
nuevos. La razón con que los maniqueos lo probaban es bien inconsis-
ten te; afirmaban que no es cosa conforme a la razón que la carne, que
es inmunda, resucite. Como si no hubiese almas que también lo son, y
sin embargo, según ellos mismos confesaban, serán partícipes de la vida
eterna. Esto es ni más ni menos igual que si dijesen que Dios no puede
limpiar lo que está infectado y manchado por el pecado.
El otro error diabólico, según el cual la carne es naturalmente sucia,
porque el diablo la creó, lo paso por alto por ser demasiado brutal. Sola-
mente advierto de que cuanto en nosotros hay indigno del cielo no im-
pedirá la resurrección, en la cual todo será reformado. Cuando san Pablo
manda a los fieles que se limpien de toda contaminación de carne y de
espíritu (2 Coro7, J), de aquí se sigue 10 que en otro lugar él mismo de-
clara; a saber, que cada uno recibirá según lo que haya hecho mientras
estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo (2 Coro 5, lO). Con lo cual está
de acuerdo 10 que dice a los corintios: "Para que también la vida de Jesús
se manifieste en nuestros cuerpos" (2 Cor.a, 10). Por lo cual ruega en
otro lugar que Dios guarde los cuerpos enteros hasta el día del juicio,
así como las almas y los espíritus (1 Tes. 5,23). Y no hay por qué mara-
villarse; pues seria del todo absurdo que los cuerpos que Dios ha consa-
grado como templo suyo, se corrompieran sin esperanza alguna de
resurrecci ón. y aún más, porque son miembros de Cristo (1 Cor. 6, 15);
Y Dios manda y ordena que todas sus partes sean santificadas para Él;
y quiere que su nombre sea ensalzado por nuestra lengua, y que los
hom bres eleven al cielo sus manos limpias y puras _(l Tim, 2,8), Y que
sean instrumentos para ofrecerle sacrificios. Ahora bien, si el Juez celestial
de tal manera honra nuestro cuerpo y nuestros miembros, ¿qué locura
lleva al hombre mortal a convertirlos en podredumbre, sin esperanza
alguna de que sean restaurados en su ser? Igualmente san Pablo, exhor-
tándonos a llevar al Señor en nuestra alma y en nuestro cuerpo, porque
uno y otro son de Dios (1 Cor. 6, 20), no permite que sea para siempre
condenado a la corrupción lo que Dios con tanta estimación y diligencia
se ha reservado para sí.
Realmente no hay en la Escritura artículo de fe más claro y nítido
que éste: que resucitaremos con la misma carne que tenemos. "Es
necesario", dice san Pablo, "que esto corruptible se vista de incorrup-
ción, y esto mortal se vista de inmortalidad" (1 Cor. 15,53). Si Dios
formase nuevos cuerpos, ¿dónde estaría este cambio y alteración de
que habla san Pablo? Si el Apóstol dijera que es necesario que sea-
mos renovados, pudiera suceder que su ambigua manera de expresarse
diera lugar a alguna vacilación; mas al hablar del cuerpo que tene-
mos y prometerle la incorrupción, claramente niega que Dios haya
de formar otro nuevo. Más claramente no podía expresarse, como dice
792 LIBRO 111 - CAPiTULO XXV
cia del cuerpo, sin embargo habrá cambio, para hacerlo de condición
más excelente. Así que nuestro cuerpo corruptible no perecerá ni se
deshará para ser nosotros resucitados; sino que, despojándose de la
corrupción, se vestirá de incorrupción. Y como Dios tiene a su disposi-
ción todos los elementos, ninguna dificultad podrá impedir que mande
a la tierra, a las aguas y al fuego que devuelvan lo que parecía que habían
destruido. Así lo atestigua Isaías, aunque figuradamente: "He aqui que
Jehová sale de su lugar para castigar al morador de la tierra por su mal-
dad contra él; Y la tierra descubrirá la sangre derramada sobre ella, y
no encubrirá ya más a sus muertos" (ls.26,21).
Los muertos resucitarán; los vivos serán transformados. Pero hay que
hacer una diferencia entre los que fallecieron mucho tiempo atrás y los
que aquel día permanecerán con vida. Porque, como lo dice san Pablo:
"No todos dormiremos; pero todos seremos transformados" (1 COL
15,51). Quiere decir que no será necesario que haya intervalo alguno de
tiempo entre la muerte y el principio de la segunda vida; porque "en un
momento, en un abrir y cerrar de ojos, .,. se tocará la trompeta, y los muer-
tos serán resucitados incorruptibles y nosotros seremos transformados"
(1 COL 15,52). Yen otro lugar consuela a los fieles que habian dé morir;
dice que los que en aquel día se hallaren vivos no precederán a los que
ya han muerto, sino que quienes hubieren muerto en Cristo resucitarán
los primeros (1 Tes.4, 15-16).
S¡ alguno objeta lo que dice el Apóstol: "Está establecido para los
hombres que mueran una sola vez" (Heb.9,27), la solución es clara;
cuando el estado de la naturaleza es transformado tenemos una especie
de muerte, y muy bien se la puede llamar así. Por tanto, se pueden conciliar
perfectamente estas dos cosas: que todos serán renovados por la muerte
cuando se despoja del cuerpo mortal, y, sin embargo, que no será necesa-
rio que el alma se separe del cuerpo, pues este cambio se hará de repente.
vemos que las cosas que son propias de Cristo y de sus miembros se
extienden también en parte a los impíos; no porque las posean más
legítimamente, sino para que sean más inexcusables. Ciertamente, Díos
se muestra muchas veces tan liberal con los impíos, que las bendiciones
que de Él reciben los fieles quedan oscurecidas; sin embargo todo esto
se les convertirá en hiel; todo será para mayor condenación suya.
Si alguno objeta que la resurrección se compara indebidamente a los
beneficios caducos y terrenos, a esto respondo que tan pronto como se
apartaron de Dios, que es la fuente de la vida, merecieron ser arruinados
con el Diablo y totalmente destruidos como él; pero que por un adrni-
rabie designio divino se halló el medio de que vivan en la muerte fuera
de la vida. Por esto no debe parecernos extraño que la resurrección sea
accidentalmente común a los impíos, para con ella llevarlos contra su
voluntad delante del tribunal de Cristo, a quien ahora desdeñan de tener
por maestro e instructor. Porque seria una pena muy leve perecer con la
muerte, si no hubiesen de comparecer ante el Juez para ser castigados por
su contumacia, cuando tantas veces han provocado su ira contra sí
mismos.
Por lo demás, aunque hemos de mantener lo que hemos dicho, y que
se contiene en aquella célebre confesión de san Pablo ante Félix, que él
esperaba que había de haber resurrección, asi de jUSt0S como de injustos
(Hch.24, 15), sin embargo la Escritura muchas veces propone la resurrec-
ción, y juntamente con ella la bienaventuranza, solamente a los hijos de
Dios; porque propiamente hablando, Cristo no ha venido para condenar,
sino para salvar al mundo. Ésta es la causa por la cual en el Símbolo de
la Fe solamente se hace mención de la vida eterna.
Los diversos grados de la gloria celes/e. Debemos tener por cierto sin
duda alguna lo que la Escritura nos enseña: que como Dios distribuye
sus dones en este mundo diversamente entre sus fieles y los ilumina de
modo diferente con Su resplandor, de la misma manera en el cielo, donde
coronará Sus dones, la medida de la gloria no será igual. Porque lo que
dice sao Pablo de sí mismo: Vosotros sois mi gloria y mi corona en el
día de Cristo (l Tes.Z, 19), es aplicable a todos en general. Asimismo lo
que el Señor dice a sus discípulos: " ... os sentaréis sobre doce tronos, para
juzga r a las doce tri bus de Israel" (Mt, J 9,28). Sabiendo, pues, san Pablo
que Dios glorifica en el cielo a sus santos conforme los ha enriquecido
en la tierra con sus dones espirituales, no duda que ha de recibir una
corona especial conforme a los trabajos que padeció. Y Jesucristo, para
ensalzar la dignidad del oficio que había confiado a sus apóstoles, les
advierte cuál será el fruto que en el cielo les está guardado, según lo había
dicho antes por Daniel: "Los entendidos resplandecerán como el resplan-
dar del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las
estrellas a perpetua eternidad" (Dan. 12,3). Realmente, si se considera
la Escritura con atención, no solamente promete vida eterna a los fieles,
sino además un salario especial a cada uno. Por esto dijo san Pablo:
Que el Señor conceda a Onesíforo que halle misericordia cerca del Señor
en aquel día por cuanto me ayudó en Efeso (2 Tim.l, 18). Lo cual con-
firma la promesa de Cristo. que los discípulos recibirán cien veces más
en la vida eterna (Mt.l9,29).
En suma: como el Señor Jesús comienza la gloria de su Cuerpo en este
mundo con la diversidad de los dones que reparte a los suyos, y la
aumenta gradualmente, de la misma manera la perfeccionará en el cielo.
798 LIBRO 1I1 - CAPiTULO XXV
CAPÍTULO PRIMERO
cuyo número están todos los que han pasado a la otra vida. Ésta es la
razón del empleo, en el Símbolo, de la palabra creer; porque con frecuen-
cia no se puede notar ninguna diferencia entre' los hijos de Dios y los
infieles, entre Su rebaño y las fieras salvajes.
1 Herejes. como eran en el siglo XVI los anabaptistas y los libertinos espirituales.
LIBRO IV - CAPÍTULO I 809
del nombre del Señor, porque Él quiso que allí fuese celebrado su recuer-
do (Éx. 20,24). Con lo cual clararnente ensena que no valía de nada ir al
Templo sin hacer uso de la piadosa doctrina.
No hay duda de que David, por esta misma causa se queja con gran
dolor y amargura de espíritu de que por la tiranía y crueldad de sus
enemigos, le era prohibido ir al Tabernáculo (Sal. 84,3) A muchos parece
pueril esta lamentación de David, puesto que ni él perdía gran cosa, ni
tampoco era privado de una satisfacción tan grande por no poder entrar
en los patios de! Templo, mientras él gozase otras comodidades y delicias.
Con todo, él deplora esta molestia, congoja y tristeza que le abrasa, ator-
menta y consume; y ello porque los verdaderamente fieles nada estiman
tanto como este medio por e! que Dios eleva a los suyos de grado en
grado.
Es preciso notar también que Dios, de tal manera se mostró antigua-
mente a los patriarcas en el espejo de su doctrina, que siempre quiso ser
conocido espiritualmente. De aquí vino el llamar al Templo, no sola-
mente "su rostro", sino también "estrado de sus pies" (Sal. 132,7; 99,5;
1 Cr. 28,2), para evitar así toda superstición. Éste es el dichoso encuentro
de que habla san Pablo, que nos proporciona la perfección en la unidad
de la fe, al aspirar todos, desde el más grande al más pequeño, a la Cabeza.
Todos cuantos templos edificaron los gentiles a Días con otra finalidad
que ésta, fueron mera profanación del culto divino; en cuyo vicio cayeron
también los judíos, aunque no tan groseramente como los gentiles, según
san Esteban les reprocha por boca de Isaias : que "el Altísimo no habita
en templos hechos de mano" (Hch.7,48), sino que Él solo se dedica y
santifica sus templos para legitimo uso. Y si algo intentamos inconsidera-
damente, sin que Él nos lo mande, al momento comienza una cadena
de males; y es porque a un mal principio se añaden muchos desvaríos,
de suerte que la corrupción va de mal en peor.
Sin embargo, Jerjes, rey de Persia, procedió muy desatinada y loca-
mente al quemar y destruir, por consejo de sus magos, todos los templos
de Grecia, alegando que los dioses, puesto que poseen toda libertad, no
debían estar encerrados entre paredes ní debajo de techados. 1 ¡Como
si Dios no tuviese poder de descender hasta nosotros para manifestárse-
nos más de cerca, sin necesidad de moverse ni cambiar de lugar; y, sin
atarnos a ningún medio terreno, hacernos subir hasta su gloria celestial,
que Él llena con su inmensa grandeza, y que traspasa con su alteza los cielos!
a los santos que viven en este mundo, sino también a cuantos han sido
elegidos desde el principio del mundo.
Otras muchas veces entiende por Iglesia toda la multitud de hombres
esparcidos por toda la Tierra, con una misma profesión de honrar a Dios
y a Jesucristo; que tienen el Bautismo como testimonio de su fe; que
testifican su unión en la verdadera doctrina y en la caridad con la partici-
pación en la Cena; que consienten en la Palabra de Dios, y que para
enseñarla emplean el ministerio que Cristo ordenó. En esta Iglesia están
mezclados los buenos y los hipócritas, que no tienen de Cristo otra cosa
sino el nombre y la apariencia: unos son ambiciosos, avarientos, envidio-
sos, malas lenguas; otros de vida disoluta, que son soportados sólo por
algún tiempo, porque, o no se les puede convecer jurídicamente, o porque
la disciplina no tiene siempre el vigor que debería. As! pues, de la misma
manera que estamos obligados a creer la Iglesia, invisible! para nosotros
y conocida sólo de Dios, así también se nos manda que honremos esta
Iglesia visible y que nos mantengamos en su comunión.
Sin embargo, Él nos muestra a quiénes debemos tener por tales. Por
otra parte, viendo el Señor que nos convenía en cierta manera conocer
a quiénes hemos de tener por hijos suyos, se acomodó a nuestra capaci-
dad. Y dado que para esto no había necesidad de la certeza de la fe,
puso en su lugar un juicio de caridad por el que reconozcamos como
miembros de la Iglesia a aquellos que por la confesión de fe, por el
ejemplo de vida y por la participación en los sacramentos, reconocen al
mismo Dios y al mismo Cristo que nosotros.
Pero he aquí que teniendo nosotros mucha mayor necesidad de conocer
1 Esta noción de Iglesia invisible que, sin comprenderla, ha sido con tanta frecuencia
criticada en Calvino, se encuentra ya en Agustín cuando habla de los falsos cristianos
separados del edificio invisible de la caridad (ab illa invisibili charitatis compage);
cfr. Del Bautismo contra los Donatistas, lib. III, cap. XIX, 26.
• Tratados sobre el Evangelio de san Juan, XLV, 12.
812 LIBRO IV - CAPiTULO 1
Los miembros de la Iglesia. Las personas que por tener una misma
profesión de religión son reconocidas en dichas iglesias, aunque en reali-
dad no son de la Iglesia, sino extrañas a ella, con todo en cierta manera
pertenecen a la Iglesia mientras no sean desterradas de ella por juicio
público.
Hay, en efecto, una manera diferente de considerar las personas en
concreto y las iglesias. Porque suele acontecer que hemos de tratar como
hermanos y tener por fieles a aquellos de quienes pensamos que no son
dignos de tal nombre por razón del común consentimiento de la Iglesia
que los sufre y soporta en el cuerpo de Cristo. Nosotros, a estos tales no
los juzgamos ni aprobamos como miembros de la Iglesia, pero les permi-
timos ocupar el lugar que poseen en el pueblo de Dios hasta que les sea
quitado en juicio legítimo.
Respecto a la multitud, hemos de proceder de otra manera. Pues si
mantiene el ministerio de la Palabra, teniéndola en estima, y tiene la
administración de los sacramentos, debe tenerse por Iglesia de Dios.
Porque es cierto que la Palabra y los sacramentos no pueden existir sin
producir fruto. De esta manera conservaremos la unión de la Iglesia
universal, a la que los espíritus diabólicos siempre han intentado destruir;
y así nosotros no defraudaremos la autoridad que tienen las congrega-
ciones eclesiásticas que existen para la necesidad de los hombres.
y que por ella no pasarán extraños (JI. 3,17), Y que su templo será santo
y no pasará por él nada inmundo (Is, 35,8; 52, 1), no lo entendamos como
si no hubiese de haber ninguna falta en los miembros de la Iglesia; sino
que, dado que los fieles aspiran con todo su corazón a una entera santi-
dad y pureza, se les atribuye tal perfección por la liberalidad de Dios,
aunque ellos aún no la tengan.
y a pesar de que muy pocas veces se ven en los hombres estas grandes
señales de santificación, debemos decidir que nunca ha habido algún
tiempo, desde el principio del mundo, en que Dios no haya tenido su
Iglesia, y que jamás la dejará de tener hasta el fin del mundo. Porque
aunque casi desde el principio del mundo quedó corrompido y pervertido
todo el linaje humano por el pecado de Adán, no por eso ha dejado Él
de santificar algunos instrumentos para honra de esta masa corrompida,
de manera que no ha habido edad que no haya experimentado su mise-
ricordia, cosa que Él ha testificado con promesas ciertas, como cuando
dice: "Hice pacto con mi escogido; juré a David mi siervo, diciendo:
Para siempre confirmaré tu descendencia, y edificaré tu trono por todas
las generaciones" (Sal. 89, 3-4). O esto otro: "Porque Jehová ha elegido
a Sion ; la quiso por habitación para si; éste es para siempre el lugar de
mi reposo" (Sal. 132, 13-14). O el texto de Jeremías: "Así ha dicho Je-
hová, que da el sol para luz del día, las leyes de la luna y de las estrellas
para luz de la noche: Si faltaren estas leyes delante de mí, también la
descendencia de Israel faltará para no ser nación delante de mí eterna-
mente" (Jer.31,35-37).
1 Herejes del siglo 111, discípulos de Novaciano. Cfr. Sócrates, Historia eclesiástica,
lib. I, cap. x).
LIBRO IV - CAPÍTULO 1 823
en sus vasallos? ¿Pensaban los patriarcas que era lícito y legítimo matar
a su hermano? ¿Tan poco adelantados estaban los corintios, que pensasen
que la incontinencia, la suciedad, la fornicación, los odios y revueltas
podían agradar a Dios? ¿Ignoraba san Pedro, después de haber sido avi-
sado tan diligentemente, qué gran pecado era el negar a su Maestro?
Así que, no cerremos con nuestra inhumanidad la puerta a la miseri-
cordia de Dios, que tan liberalmente nos la ofrece.
29. Octava objecián: No pueden ser perdonados más que los pecados
cometidos por debilidad
No me es desconocido que algunos de los antiguos doctores inter-
pretaron los pecados que diariamente se nos perdona como faltas ligeras
en que caemos por flaqueza de la carne; 1 Yque eran también de la opinión
que la penitencia solemne no debía reiterarse, lo mismo que el Bautismo."
Esta opinión no debe entenderse como si ellos quisieran poner en la
desesperación a aquellos que hubiesen recaído después de haber sido
admitidos una vez a misericordia; ni que ellos quieran menoscabar las
faltas cotidianas, como si fuesen pequeñas delante de Dios. Ellos sabían
muy bien que los fieles tropiezan muchas veces con infidelidades; que a
menudo se les escapan de la boca juramentos sin necesidad; que alguna
vez llegan a decirse grandes injurias movidos por la ira; y que caen en
otros vicios que el Señor abomina. Mas ellos empleaban esta manera de
hablar para diferenciar las faltas particulares de los grandes y públicos
pecados, que eran ocasión de escándalo en la Iglesia.
Si perdonaban con tanta dificultad a los que habían eometído tales
ofensas que merecían corrección eclesiástica, no lo hacían para que tales
pecadores pensaran que Dios les perdonaba a duras penas, sino para
atemorizar con tal severidad a los demás y evitarles caer temerariamente
en tales abominaciones por las que mereciesen ser excomulgados de la
Iglesia.
Sin embargo, la Palabra de Dios, que debe sernos en esto la única regla,
requiere una mayor moderación y humanidad. Porque enseña que el
rigor de la disciplina eclesiástica no debe ser tal que consuma de tristeza
a aquel cuyo provecho se busca, como largamente lo hemos tratado.
CAPíTULO JI
1 Agustín, Contra dos cartas de los pelagianos, lib. 1, cap. XIII, 27.
, Clemente de Alejandría, Stromata, lib. 11, cap. xm, 57,3; Tertuliano, De la Peni-
tencia, VII, 9.
LIBRO IV - CAPiTULO 11 827
por todas partes, como los rayos del sol, que siendo muchos no despiden
más que una sola claridad; o como el árbol que tiene muchas ramas,
pero una sola fuerza, firmemente asentada en su raíz; o también como
una fuente con muchos caños, lo que no impide que la fuente sea s610
una. Separad del cuerpo el rayo de sol; la unidad que había no quedará
dividida. Así pasa con la Iglesia, que siendo alumbrada con la claridad
de Dios está esparcida por todo el mundo, por lo cual no hay más que
una sola claridad que se extiende por todo, y por tanto no está rota la
unidad de! cuerpo. No pudo decirse cosa más excelente para definir la
individua conexión o trabazón que tienen entre sí todos los miembros de
Cristo. Fijémonos cómo siempre nos lleva a una misma Cabeza. Luego
concluye diciendo: De ahí que las herejías y cismas procedan de que no
se acude a la fuente de la verdad, o no se busca la única Cabeza, o no se
tiene en cuenta para nada la doctrina del Maestro celestial.'
Que griten, pues, nuestros adversarios que somos herejes por habernos
separado de su Iglesia. Porque la única causa de haberlos dejado es que
ellos no permiten que se predique la verdad.
8. Pues, ¿qué?, puede que pregunte alguno, ¿no quedó entre los judíos
ninguna parte de Iglesia después de que cayeran en la idolatría?
La respuesta es fácil.
Lo primero que digo es que no cayeron de un solo golpe en la idolatría
total, sino poco a poco y como por grados, porque no puede decirse que
haya sido igual la falta de Israel y de Juda cuando comenzaron a apar-
tarse del verdadero culto a Dios.
Cuando Jeroboam construyó los becerros contra la prohibición expresa
de Dios y eligió el lugar para sacrificar, cosa que no le era lícito hacer,
corrompió totalmente la religión en Israel (l Pe. 12,28-30).
Los judíos, antes de caer en la idolatría, se contaminaron por su mala
vida y por sus opiniones supersticiosas. Porque aunque ya en tiempos de
Roboam habían introducido muchas ceremonias perversas, permanecían
intactos en Jerusalem la doctrina de la Ley, el orden sacerdotal y las
ceremonias que Dios les había ordenado, y por tanto, aún tenían los
fieles un tolerable estado de Iglesia.
En Israel no hubo enmienda alguna desde Jeroboam hasta el reinado
de Acab, y después las cosas fueron de mal en peor. Y ya sus sucesores,
hasta la destrucción del reino, fueron semejantes a él, y los que quisieron
mejorarse no consiguieron más que imitar a Jeroboam. Sea lo que fuere,
todos ellos fueron malditos idólatras.
En Judea hubo más cambios. Pues si algunos reyes corrompieron con
falsas supersticiones el culto divino, otros se esforzaron en reformar los
abusos que se habían introducido. En resumen, aun los mismos sacer-
dotes ensuciaron el templo de Dios con su manifiesta idolatría.
CAPÍTULO 111
ellos su honor y superioridad, sino que por medio de ellos realiza su obra,
ni más ni menos como un obrero se sirve de su instrumento.
1Ie veo forzado a repetir lo que ya he dicho. Es cierto que Él podía
hacer esto perfectamente por si mismo sin ayuda o instrumento alguno,
o por medio de sus ángeles; pero son numerosas las razones de por qué
no ha procedido así, y lo ha hecho por medio de los hombres.
Primeramente con esto les declara sus amistosos sentimientos, al esco-
ger entre los hombres aquellos a quienes desea hacer sus embajadores,
con encargo de exponer su voluntad al mundo y de representar su misma
persona; así demuestra que no en vano nos llama tantas veces templos
suyos (1 Cor. 3, 16; 2 Cor.6, 16), puesto que por boca de los hombres nos
habla como desde el cielo.
En segundo lugar, nos sirve de admirable y muy útil ejercicio de humil-
dad que nos acostumbre a obedecer a su Palabra, aunque sea predicada
por hombres semejantes a nosotros, y a veces incluso inferiores en digni-
dad. Si Él mismo hablase desde el cielo, no seria maravilla que todo el
mundo aceptase su voluntad con temor y reverencia. Porque, ¿quién no
quedaría atónito al ver su potencia? ¿Quién no se sentiría sobrecogido
de temor al contemplar por primera vez su gran majestad? ¿Quién no
quedaría deslumbrado con su infinita claridad? Pero cuando es un simple
hombre de humilde condición y desprovisto de autoridad en su propia
persona quien habla en nombre de Dios, entonces, según prueba la expe-
riencia, demostramos nuestra humildad y la honra y estima en que tene-
mos a Díos, al ser dóciles sin resistencia alguna a su ministro, aunque
por lo que hace a su propia persona no tenga mayor excelencia que nos-
otros. Y por esta razón, el Señor esconde el tesoro de su sabiduría celestial
en vasos frágiles de barro (2 Cor.4, 7), para probar en qué estima le
tenemos.
En tercer lugar, no hay cosa más apropiada para mantener la caridad
fraterna entre nosotros, que unirnos mediante este vínculo: que uno sea
constituido pastor para enseñar a los demás, y que éstos reciban la doc-
trina y la instrucción de él. Porque si cada uno tuviese en si mismo cuanto
le es preciso sin necesidad de recurrir a los otros, según somos natural-
mente de orgullosos, cada uno de nosotros despreciaría a sus prójimos,
siendo a su vez despreciado por ellos.
Por eso Dios ha unido a su Iglesia con el vínculo que le pareció más
apropiado para mantener en ella la unión, confiando la salvación y la
vida eterna a hombres, a fin de que por su medio les fuese comunicada a
los demás.
que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo. Y él
mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evange-
listas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para
la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que
todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios,
a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo;
para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo
viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar em-
plean con astucia las artimañas del error, sino que siguiendo la verdad
en amor, crezcamos en todo en aquel que es la Cabeza, esto es, Cristo,
de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las
coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de
cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor"
(Ef.4,4-16.1.
su reino; o, para decirlo con otras palabras, para echar por todo el mundo
los fundamentos de la Iglesia, como primeros y principales maestros y
artífices del edificio.
San Pablo llama profetas, no a todos los que en general declaran la
voluntad de Dios, sino a los que recibían alguna revelación particular
(Ef. 2,20; 4, 11). De éstos, en nuestro tiempo no los hay, o son menos
manifiestos.
Por el nombre de evangelistas entiendo a los que en oficio y dignidad
venían después de los apóstoles, y hacian sus veces. De este número fueron
Lucas, Tirnoteo, Tito u otros semejantes; incluso es posible que lo fueran
también los setenta discípulos que Jesucristo eligió para que ocupasen
el segundo lugar después de los apóstoles (Le. lO,1).
Si admitimos esta interpretación - y debe serlo en mí opinión, como
muy conforme con las palabras y la intención del Apóstol -, aquellos
tres oficios no han sido instituidos para ser permanentes en la Iglesia,
sino únicamente para el tiempo en que fue necesario implantar iglesias
donde no existían, o para anunciar a Jesucristo entre los judíos, a fin de
atraerlos a Él como a su Redentor. Aunque no niego con esto que Dios
no haya después suscitado apóstoles o evangelistas en su lugar, como
vemos que lo ha hecho en nuestro tiempo." Porque fue necesaria su
presencia para reducir a la pobre Iglesia al buen camino del que el
Anticristo> la había apartado. Sin embargo sostengo que este ministerio
fue extraordinario, puesto que no tiene cabida en las iglesias bien orde-
nadas.
b. Ministerios necesarios en todo tiempo en la Iglesia. Vienen final-
mente los pastores y doctores, de los cuales la Iglesia nunca puede pres-
cindir. La diferencia que establezco entre estos dos oficios es que los
doctores no tienen a su cargo la disciplina, ni la administración de los
sacramentos, ni hacer exhortaciones ni avisos; su cargo únicamente es
exponer la Escritura, a fin de que se conserve y mantenga la pura y sana
doctrina en la Iglesia; en cambio, el oficio y cargo pastoral abraza todas
estas cosas.
(Mt. 10, l ; Le. 6,13). Porque, aunque según la etimología o derivación del
nombre todos los ministros de la Iglesia pueden ser llamados apóstoles
por ser enviados de Dios y sus mensajeros, sin embargo, como era de
suma importancia saber con certeza quiénes fueron enviados por el Señor
a una misión tan nueva y nunca olda, convino que los doce que tenían
esta comisión - a los cuales se añadió después san Pablo (Gál.l, 1;
Hch. 9, 15) - tu viesen un título mucho más excelente que [os otros. Es
verdad que san Pablo concede este honor a Andrónico y a Junias, decla-
rándolos incluso excelentes entre los otros (Rom. 16,7). Pero cuando
quiere hablar con toda propiedad no atribuye este nombre más que a
aquellos que tenían la preeminencia que hemos indicado. Y así común-
mente se emplea en la Escritura.
Sin embargo los pastores tienen el mismo cargo que tenían los apósto-
les, exceptuando que cada pastor tiene a su cargo una iglesia determinada.
Esto es necesario exponerlo con mayor amplitud.
varios. Y san Lucas, después de decir que san Pablo convocó a los ancia-
nos de Efeso, poco después los llama obispos (Hch, 20,17-28).
9. El cargo de diácono
La asistencia a los pobres fue encargada a los diáconos. Aunque san
Pablo, en la Epístola a los Romanos, distingue dos clases de diáconos:
El que distribuye, dice, que lo haga con simplicidad; y el que hace miseri-
cordia, con alegría (Rom, 12,8). Ciertamente habla en este lugar de los
oficios públicos de la Iglesia; por eso es necesario que haya dos clases
diferentes de diáconos. Si no me engaño, en la primera cláusula entiende
los diáconos que distribuían las limosnas; yen la segunda, los que tenían
cuidado de los pobres, asistiéndoles y sirviéndoles; de esto se encargaban
las viudas de que habla Timoteo. Porque las mujeres no podían ejercer
otro oficio público que el de encargarse de servir a los pobres (1 Tim.
5,9-10). Si aceptamos esta exposición, como debe hacerse, puesto que
se apoya en una buena razón, debe de haber dos clases de diáconos: unos
servirán a la iglesia administrando y distribuyendo los bienes de los
pobres; los otros, asistiendo a los enfermos y demás necesitados. Aunque
el nombre de diácono tiene un sentido más amplio, sin embargo la Escri-
tura llama especialmente diáconos a los que son constituidos por la
iglesia para distribuir las limosnas y cuidar de los pobres, como procura-
dores suyos. El origen, la institución y el cargo de los diáconos lo refiere
san Lucas en los Hechos de los Apóstoles (Hch.6,3). La causa fue las
quejas de los griegos contra los hebreos, porque no se tenia en cuenta a
sus viudas en el servicio de los pobres. Los apóstoles, excusándose de
que no podían cumplir a la vez con dos oficios, piden al pueblo que elija
siete hombres de buena vida, para que se hagan cargo de esto.
He aquí la misión de los diáconos en tiempo de los apóstoles, y cómo
debemos tenerlos conforme al ejemplo de la Iglesia primitiva.
844 LIBRO IV ~ CAPÍTULO III
12. l°. Cómo han de ser aquellos que pueden ser elegidos para el santo
ministerio
En dos sitios trata san Pablo por extenso acerca de cómo deben ser
quienes han de ser elegidos obispos. En resumen, enseña que no deben
ser elegidos más que los de sana doctrina y vida santa, que no estén
manchados por ningún vicio notable que los haga despreciables y sea
causa de afrenta para su ministerio (l Tim, 3,2-7; Tit, 1,7-9). Y lo mismo
respecto a los diáconos y ancianos.
En primer lugar hay que tener siempre mucho cuidado de que no sean
ineptos e incapaces de llevar la carga que se pone sobre sus hombros;
es decir, que estén adornados de las gracias y dones requeridos para el
cumplimiento de su oficio. Así nuestro Señor, cuando quiso enviar a sus
discípulos, los dotó primero de las armas y demás requisitos sin los cuales
no podian pasar (Le, 21,15; 24,49; Me. 16, 17-18; Hch.1 ,8). Y san Pablo,
después de hacer la descripción de un buen obispo, advierte a Timoteo
que no se contamine eligiendo personas que no tengan las cualidades
expuestas (1 Tim. 5, 22).
15. La elección de los pastores debe ser hecha por otros pastores nl!l la
aprobación de la iglesia
La cuestión ahora es saber si el ministro debe ser elegido por toda
la iglesia, o solamente por los otros ministros y ancianos, que son los
censores de la Iglesia, o si bien puede ser elegido por un hombre sólo.!
Los que sostienen que debe ser elegido por un hombre solo, alegan lo
que san Pablo escribe a Tito: Por esta causa te dejé en Creta, para que
establecieses ancianos en cada ciudad (Tit. 1,5). Y a Timoteo : "No im-
pongas con ligereza las manos a ninguno" (1 Tim. 5,22). Opinan eHas
que Timoteo ha ejercido en Efeso una autoridad regia, disponiendo de
todo a su placer; y que Tito ha hecho lo mismo en Creta; pero se engañan
grandemente. Porque ambos han presidido las elecciones, a fin de guiar
al pueblo con su buen consejo, y no para excluir, hacer y deshacer a su
CAPíTULO IV
1 Parece que la opinión que Calvino combate es, sin embargo, la única posible, y que
hay que entender la compañia (el grupo) de Il)S ancianos. el "presbiterion",
LIBRO IV - CAPjTULO IV 849
reglas con los cuales les parecía que exponían las cosas más por extenso
de lo que están en la Escritura, sin embargo acomodaron toda su disci-
plina a la regla de la Palabra de Dios, de tal modo que se puede ver fácil-
mente que no ordenaron nada contrario a aquélla. Y aunque haya habido
algo censurable en sus constituciones, sin embargo, por el celo con que
se esforzaron en conservar la institución del Señor y por no haberse
apenas apartado de ella, nos será de gran provecho exponer aquí en
resumen el orden que siguieron para llevarla a la práctica.
1 Carta CXLVJ.
I Carta X.
LIBRO IV - CAPíTULO IV 853
1 Decretos J,. Greciano, pte. l l, dist. J. que cita este pasaje de san Jerónimo.
Ibid., pIe. H, que cita la Carta X de Gelasio.
a Ibid., cita la Carta LXVI de san Gregario.
854 LIBRO IV - CAPÍTULO IV
todo el pueblo; de tal manera que san Cipriano se excusa muy diligente-
mente de haber constituido lector a un cierto Amelio, sin haberlo comu-
nicado con la iglesia; porque, según dice, esto era contra la costumbre,
aunque no sin razón, Pone, pues, esta introducción: "Solemos, hermanos,
amadisirnos, pedir vuestro parecer en la elección de los clérigos, y después
de haber oído el parecer de toda la iglesia, considerar y pesar los méritos
y costumbres de cada uno",! Tales son sus palabras. Mas como en estos
pequeños ejercicios de lectores y acólitos no había gran peligro, puesto
que se trataba de cosas de poca importancia y después debían ser pro-
bados por largo tiempo, no se pidió para ellos el consentimiento del
pueblo.
Lo mismo sucedió después en los otros estados y órdenes. Excepto en
la elección de los obispos, el pueblo casi permitió al obispo y a los presbi-
teros, que ellos decidiesen quiénes eran idóneos y hábiles, y quiénes no;
menos cuando había que elegir sacerdote para una parroquia; porque
entonces era preciso que el pueblo diese su consentimiento.
No es de extrañar que el pueblo descuidase mantener su derecho en
las elecciones, porque ninguno era ordenado subdiácono sin que fuera
probado por largo tiempo en su clericato con toda la severidad que hemos
indicado. Después de haber sido probado como subdiácono, lo promo-
vían a diácono; y si cumplía fiel y debidamente este oficio, lo hacían
presbítero. Así que ninguno era promovido sin haber sido examinado
muy a la larga, y además en presencia del pueblo.
Había asimismo muchos cánones para corregir los vicios; de modo
que la Iglesia no se podía cargar de malos ministros ni de malos diáconos,
a no ser que dejara a un lado los remedios que se habían dictado.
Por lo demás, para elegir los presbíteros siempre se requería el consen-
timiento del pueblo del que habían de ser ministros, según lo atestigua
el canon primero, llamado de Anacleto, que se contiene en los Decretos,
distinción 67.
Las ordenaciones se celebraban en ciertos periodos determinados del
año, a fin de que ninguno fuese ordenado en secreto sin el consentimiento
del pueblo, y que nadie fuese promovido a la ligera sin tener un buen
testimonio.
Los santos Padres se preocupaban tanto de que esta libertad del pueblo
no fuese menoscabada, que el mismo Concilio universal congregado en
Constantinopla no quiso ordenar a Nectario como obispo sin la aproba-
ción de todo el clero y del pueblo, según consta por la carta enviada al
obispo de Roma. 1
y por eso cuando algún obispo nombraba un sucesor, tal acto no
era válido si no 10 ratificaba el pueblo. De lo cual no solamente tenemos
numerosos ejemplos, sino además un formulario en el nombramiento que
hizo san Agustín" de Eraclio, para que fuese su sucesor. Y el historiador
Teodoreto, a al referir que Atanasio nombró a Pedro como sucesor suyo,
añade luego que los ancianos ratificaron el nombramiento, aprobándolo
el magistrado, los nobles y todo el pueblo.
12. Admito que fue muy razonable la disposición del Concilio de Lao-
dicea, que no se permitiese la elección al pueblo, pues es muy difícil
que se pongan de acuerdo tantas personas para llevar a término un asunto.
y casi siempre es verdad aquel proverbio: "el vulgo inconstante se divide
en diversas opiniones"." Pero había un buen remedio para evitar este
inconveniente. Primeramente elegía el clero solo; después presentaban el
elegido al magistrado y a los nobles; después de deliberar de común
acuerdo ratificaban la elección si les parecía buena, y si no elegían otro.
Después se daba la noticia al pueblo, el cual, aunque no estaba obligado
a admitir la elección ya hecha, sin embargo no tenía ya ocasión de pro-
mover tumulto ninguno; o si comenzaban por el pueblo, se hacía para
saber a quién prefería; y así, conocidas sus preferencias, el clero procedía
a la elección. De este modo el clero no tenía libertad de elegir a quien le
pareciese, y sin embargo no se sujetaba a complacer el desordenado
capricho del pueblo.
León 1 en otro lugar hace mención de este orden, diciendo: "Hay que
contar con la voz de los ciudadanos, el testimonio del pueblo, la autori-
dad del magistrado y la elección del clero". Y: "Téngase el testimonio
de los gobernadores, la aprobación del clero, el consentimiento del senado
y del pueblo, porque la razón no permite que se haga de otra manera".')
y realmente, el sentido del canon del Concilio de Laodicea, ya citado,
no es sino que los gobernadores y los clérigos no se dejen llevar por el
vulgo, que es inconsiderado; más bien, que deben reprimir con gravedad
y prudencia su loco apetito, cuando fuere menester.
15. Esto se hacía en todas partes sin excepción alguna. Después se intro-
dujo un procedimiento muy distinto: el elegido iba a la ciudad
metropolitana para ser confirmado. Esto se hizo por ambición y corrup-
ción, y no por razón alguna que lo justificara.
Poco después de que la Sede romana creciera, se introdujo otro proce-
dimiento aún peor: todos los obispos de Italia iban a Roma para ser
consagrados: así se puede leer en las cartas de san Gregorio. Solamente
algunas ciudades mantuvieron su antiguo derecho y se negaron a some-
terse; como Milán, según puede verse por una carta." Puede que las
ciudades metropolitanas conservaran su privilegio y su derecho. Porque
la costumbre antigua fue que todos los obispos de la provincia se jun-
taran en la ciudad principal para consagrar a su metropolitano.
Por lo demás. la ceremonia era la imposición de las manos. Yo no
he leído otras, sino que los obispos usaban un vestido especial para ser
diferenciados de los otros presbíteros. Asimismo ordenaban a los pres-
bíteros y diáconos con la sola imposición de las manos. Pero cada obispo
ordenaba a los presbíteros de su diócesis con el consejo de los demás
presbíteros. Y aunque en general esto lo hacían todos, sin embargo
como el obispo presidía y todo se hacía bajo su dirección, por eso decía
que él ordenaba. Y así dicen muchas veces los doctores antiguos que el
presbítero no difiere del obispo, sino en cuanto que no tiene el poder
de ordenar.
CAPíTULO V
elegido, lo muestran al pueblo; mas, ¿para qué? ; será para que lo adoren,
no para examinarlo.
Ahora bien, León es contrario a todo esto al decir que va contra toda
razón, y que es una introducción violenta y forzada.' Y san Cipriano,
cuando dice que es de derecho divino que la elección no se haga sin el
consentimiento del pueblo, da a entender que todas las elecciones hechas
de otra manera se oponen a la Palabra de Dios. 2 Existen muchos decretos
y concilios que estrictamente prohíben esto; y ordenan que si se hace,
la elección sea inválida. Si todo esto es verdad, se sigue necesariamente
que en el papado no hay elección alguna canónica que se pueda aprobar,
ni en virtud del derecho divino, ni del humano.
Aunque no hubiese ningún otro mal que éste, ¿cómo podrían excusarse
de haber despojado a la Iglesia de su derecho? Dicen que la corrupción
del tiempo asi lo exigía, pues el pueblo en general más se deja llevar del
afecto o del odio en la elección de Jos obispos que del buen juicio; y por
eso esta autoridad se da a unos pocos: al Cabildo de Canónigos.
Aun concediendo que esto fuera remedio para un mal desesperado,
sin embargo viendo ellos que el remedio hace más daño que la misma
enfermedad, ¿por qué no procuran también remediar este mal? Respon-
den a esto que los cánones prescriben estrictamente a los canónigos el
orden que han de guardar en la elección. Dudamos que el pueblo no
comprendiera antiguamente que estaba sujeto a leyes muy santas, cuando
veía la regla que le era impuesta por la Palabra de Dios para elegir a los
obispos. Porque una sola palabra que Dios dijese debía, con toda razón,
estimarla más sin comparación que cuantos cánones puedan existir. Sin
embargo, corrompido por la maldita pasión, no tuvo en cuenta la ley,
ni la razón.
De esta misma manera actualmente, aunque hay muy buenas leyes
escritas, permanecen arrinconadas y enterradas en el papel. Y entretanto
la mayoría observa la costumbre de no ordenar pastores eclesiásticos
más que a borrachos, lascivos y jugadores. Y aún es poco lo que digo,
pues los obispados y oficios eclesiásticos han sido salario de adulterios
y alcahueterías. Porque cuando se dan a cazadores y monteros, la cosa
todavía marcha bien. Es inútil defender tales cosas con los cánones.
Repito que el pueblo seguía antiguamente un canon muy excelente
cuando la Palabra de Dios le mostraba que el obispo debe ser irrepren-
sible, de sana doctrina, no violento, ni avaricioso (1 Tim.3,2). ¿Por qué,
entonces, el cargo de elegir obispo se ha transferido del pueblo a estos
señores? Solamente se les ocurre responder que porque la Palabra de
Dios no era escuchada entre los tumultos y facciones del pueblo. ¿Por
qué, entonces, no se quita actualmente a los canónigos, que no solamente
violan todas las leyes, sino que con todo descaro confunden el cielo con la
tierra mediante su ambición, su avaricia y sus desordenados apetitos?
l Se trata de las "investiduras", por [as cuales en la Edad Media los príncipes otor-
gaban a los prelados las funciones eclesiásticas.
LIBRO IV - CAPÍTULO V 863
decir, renta para ser mantenidos, o por beneficio o por patrimonio. Por
esto cuando en el papado ordenan un diácono o un sacerdote sin tener
en cuenta dónde ha de servir, no se oponen a recibirlo, con tal que sea
suficientemente rico para mantenerse. Pero, ¿quién puede creer que el
titulo que exige el Concilio es una renta anual para poder mantenerse?
Asimismo, como los cánones que han hecho después condenaban a
los obispos a mantener a Jos que hubiesen ordenado sin título suficiente,
para corregir la excesiva facilidad en recibir a todos los que se presen-
taban, han inventado un nuevo subterfugio para evitar el peligro; y con-
siste en que el que pide ser ordenado muestre un título o beneficio cual-
quiera, prometiendo darse con él por satisfecho. De este modo pierde
el derecho a reclamar del obispo el ser alimentado.
Omito infinidad de trampas que aquí se hacen, como cuando algunos
amañan falsos títulos de beneficios, de los cuales no podrán obtener
cuatro reales de renta al año. Otros toman beneficios prestados con la
promesa secreta de restituirlos inmediatamente, aunque muchos no lo
hacen; y otros misterios semejantes.
7. La acumulación de beneficios
¿Se ha visto jamás que el pueblo, por malo y corrompido que fuese,
se tomase semejante licencia? Pero es aún más monstruoso que un hombre
solo - no digo quién, pero un hombre que no puede gobernarse a sí
mismo - tenga a su cargo el gobierno de cinco o seis iglesias. Se pueden
ver hoy en día en las cortes de los príncipes, jóvenes alocados que tendrán
un arzobispado, dos obispados, tres abadías. Es cosa corriente entre
canónigos tener seis o siete beneficios. de los cuales el único cuidado que
tienen es cobrar sus rentas.
No les echaré en cara que la Palabra de Dios va contra todo esto, pues
hace ya mucho tiempo que les importa bien poco. Tampoco les objetaré
que los Concilios antiguos dieron numerosos decretos, castigando rigu-
rosamente tales desafueros, porque se burlan de tales cánones y decretos,
cuando bien les parece. Pero sí afirmo que es abominación contra Dios,
contra la naturaleza y contra el gobierno de la Iglesia. que un bandido
o un ladrón posea él solo varias iglesias. y que se llame pastor a un
hombre que no puede ni estar con su rebaño, aunque lo quisiese. Sin
embargo, su desvergüenza llega a encubrir con el nombre de la Iglesia
suciedades tan hediondas, para que nadie las condene. Y 10 que es peor,
esta famosa sucesión que alegan, diciendo que la Iglesia se ha conservado
entre ellos desde el tiempo de los apóstoles hasta nuestros días, perma-
nece encerrada en estas maldades.
eche por tierra todos los decretos antiguos? Pero de esto hablaremos des-
pués. Baste al presente afirmar, que cuando la Iglesia no estaba tan
corrompida como ahora, se tenía por cosa absurda que un fraile fuese
sacerdote. San Jeró ni 000 niega que desem peña el oficio de sacerdo te mien-
tras vivía entre monjes, sino que se equipara a los fieles, para ser gober-
nado por los sacerdotes. l
Mas, aun perdonándoles esta falta, ¿cómo desempeñan su cargo? Al-
gunos entre los mendicantes, y otros, predicando; los demás, no sirven
más que para cantar o murmurar entre dientes sus misas en sus cavernas.
Como si Jesucristo hubiera querido que sus presbíteros fueran ordenados
para esto, o el oficio lo llevase naturalmente consigo. La Escritura dice
bien claramente que el oficio y la obligación del presbítero es gobernar
la Iglesia (Hch, 20,28). ¿No es, pues, una impía peoranación torcer a otro
fin, o mejor dicho, cambiar y obstruir del todo la santa institución del
Señor'! Porque cuando los ordenan, expresamente les prohiben lo que
el Señor manda que hagan todos sus presbíteros. Y que esto es así, se
ve por esta lección que les recitan: el fraile debe contentarse con perma-
necer en su monasterio; no intente enseñar, ni administrar los sacramen-
tos, ni ejercer oficio alguno público. 2
Nieguen, si se atreven, que es burlarse abiertamente de Dios hacer a
uno presbítero, para que jamás ejerza su oficio, y que un hombre tenga
el titulo de una cosa que no puede conseguir.
11. Los obispos y los párrocos con frecuencia no residen en sus parroquias
Quedan los obispos y beneficiados que tienen cura de almas, los
cuales nos darían una gran alegría, si se tomasen la molestia de mantener
su estado; porque de buena gana les concederíamos que su oficio y estado
es santo y honorable, con tal que lo ejerciesen. Mas, cuando descuidan
las iglesias que tienen a su cargo, y echan la carga sobre las espaldas de
otros, y sin embargo quieren ser tenidos por pastores, quieren darnos a
entender que el oficio de pastor consiste en no hacer nada. Si un usurero,
que jamás en su vida ha salido de la ciudad, dijese que era campesino o
viñador; si un soldado que hubiese pasado toda su vida en la guerra y
no hubiese saludado un libro en toda ella, y sin haber contemplado un
juicio se jactase e hiciera pasar por doctor en leyes o abogado, ¿quién
podría aguartar semejantes pretensiones? Pues más locos son éstos, al
querer que se los tenga por legítimos pastores de la Iglesia, sin querer
serlo. Porque, ¿quién de ellos desea al menos parecer que cumple su deber
en su iglesia? La mayor parte se pasan la vida comiendo las rentas de las
iglesias que jamás vieron; otros van una vez al año o envían a su mayor-
domo a recoger las rentas, para no perder nada. Cuando comenzó a
introducirse esta corrupción, los que querían gozar de estas vacaciones
o no residencia, se eximian con privilegios. Ahora es cosa muy rara que
uno resida en su iglesia. Sus parroquias las tienen como granjas, y en
ellas ponen a sus vicarios, como administradores. Ahora bien, repugna
a la naturaleza que se tenga a un hombre como pastor de un rebaño, del
cual jamás ha visto una sola oveja.
Carta Ll/, 5 Y 6.
874 LIBRO IV - CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VI
a él entre los gentiles, como se la había dado a Pedro entre los judíos.
Finalmente, que como san Pedro no se había conducido muy rectamente
le reprendió, y que Pedro aceptó su reprensión (GáI.2,7-14).
Todas estas cosas muestran claramente que existía igualdad entre san
Pedro y san Pablo; o por lo menos que san Pedro no tenía más autoridad
sobre los otros apóstoles que la que ellos tenían sobre él. Y ciertamente
esa es la intención de san Pablo; demostrar que no debe ser tenido por
inferior en su apostolado ni a Pedro, ni a Juan, porque todos son iguales
a él y compañeros suyos, y no sus señores.
11. Aun suponiendo que Pedro debiera tener un sucesor, ¿por qué iba a
ser el de Roma?
Mas, aunque yo les conceda este punto, que jamás admitirá ninguna
persona sensata: que san Pedro tuvo el primado de la Iglesia con la
condición de que este primado permaneciese siempre en ella, y que fuese
transmitiéndose por sucesión ininterrumpida, ¿de dónde se concluye que
la Sede romana ha sido tan privilegiada, que todo el que sea obispo de
ella debe presidir y ser cabeza de todo el orbe? ¿Con qué derecho o título
asignan esta dignidad a un lugar determinado, cuando a san Pedro se le
dio sin especificar ni nombrar lugar alguno?
Dicen que san Pedro residió en Roma, y allí murió, Pues bien, ¿Jesu-
cristo no ha ejercido el oficio de obispo de Jerusalern mientras vivió?
¿Yen su muerte no ha cumplido todo cuanto era preciso para el Sumo
Sacerdocio? El Príncipe de los Pastores, el Obispo Supremo, la Cabeza
de la Iglesia, no pudo adquirir el honor de primado para el lugar donde
residió; ¿cómo, entonces, pudo adquirirlo san Pedro, sin comparación
inferior a Cristo? ¿No es una locura y una frivolidad hablar de esto?
Jesucristo dio el honor de primado a san Pedro; Pedro tuvo su sede en
Roma; luego de ahí se sigue que fijó su primado en Roma. Por la misma
razón el pueblo de Israel debía antiguamente colocar su primado en el
desierto, porque Moisés, gran doctor y príncipe de los profetas, ejerció
allí su oficio y allí murió (DL 34, 5).
12. Mas veamos el gracioso argumento que forman. Pedro tuvo el pri-
mado entre los apóstoles; luego la iglesia en la que tuvo su sede debe
gozar del mismo privilegio. Yo les pregunto: ¿De qué iglesia fue Pedro
obispo primeramente? Responden que de Antioquía. Entonces de aquí
concluyo yo que el primado de la Iglesia conviene de derecho a Antioquía.
882 LIBRO IV - CAPiTULO VI
14. Por lo demás, no es cierto que Pedro haya sido obispo de Roma
Además, todo 10 que cuentan respecto a que san Pedro fue obispo
de Roma, a mi parecer no es cosa muy cierta.
No hay duda que lo que Eusebio dice", que san Pedro estuvo en Roma
veinticinco años, se puede refutar sin dificultad alguna. Por los capítulos
primero y segundo de la Carta a los Gálatas se ve claramente que estuvo
en Jerusalem casi veinte años después de la muerte de Jesucristo, y que
de allí fue a Antioquía, donde estuvo algún tiempo, no se sabe cuanto.
Gregorio dice siete años." Eusebio, veinticinco. Ahora bien, después de
la muerte de Jesucristo hasta el fin del imperio de Nerón, quien, según
ellos, hizo matar a san Pedro, no hay más que treinta y siete años. Por-
que nuestro Señor padeció el año dieciocho del emperador Tiberio. Si
se quitan veinte años, que san Pablo afirma que san Pedro permaneció
en Jerusalem, no quedan a lo sumo más que diecisiete años, que hay que
repartir entre los dos obispados. Si fue mucho tiempo obispo de Antio-
quía, no pudo serlo de Roma más que muy poco. Pero esto se puede
exponer de una manera aún más sencilla.
San Pablo escri bió su Carta a los Romanos ca mino de Jer usalem, donde
fue preso y llevado a Roma (Rom.15, 25). Por tanto es verosímil que esta
carta fuese escrita cuatro años antes de que él fuera a Roma. En la carta
no se hace mención alguna de Pedro, lo cual no hubiera omitido de ser
Pedro obispo de Roma. Hacia el final de la misma enumera una multitud
de fieles a los que saluda, haciendo una especie de catálogo de los que
él conocía (Rom. 16, I-J6); y tampoco hace mención alguna de san Pedro.
Tratando con gente de buen juicio no seriin precisas grandes sutilezas ni
disputas. La materia y el argumento mismo de la carta prueban clara-
mente que san Pablo no hubiera dejado de ninguna manera de hacer
mención de san Pedro de haberse encontrado éste en Roma.
15. Después san Pablo fue llevado prisionero a Roma. Refiere san Lucas
(Hch.28,13-16), que fue recibido por los hermanos; de Pedro no
hace mención. Estando san Pablo en Roma prisionero escribió a muchas
iglesias. En algunas de estas cartas envía saludos en nombre de los fieles
que con él estaban en Roma; pero en ellas no se dice una sola palabra
por la que se pueda conjeturar o sospechar que san Pedro estuviera en
Roma. Pregunto yo: ¿quién puede creer que si san Pedro hubiera estado
allí no lo iba a nombrar san Pablo entre los otros fieles?
Más aún: en la Carta a los Filipenses, después de decir que no tenía per-
sona alguna que cuidara tan fielmente de la obra del Señor como Timo-
tea, se queja de que cada uno busca su provecho particular (Flp. 2,20-21).
Y escribiendo al mismo Timoteo se le queja más amargamente aún de
que ninguno le había asistido en la primera defensa, sino que todos le
habían abandonado (2 Tirn.d, 16). ¿Dónde estaba entonces san Pedro?
Porque si se encontraba en Roma, san Pablo le imputa un grave cargo,
al decir que había desamparado el Evangelio; y que habla de los fieles
se ve en que luego dice: Que Dios no se lo impute. ¿Cuánto tiempo, pues,
ha gobernado Pedro la iglesia de Roma'?
Dirán que es opinión común que vivió en Roma hasta su muerte. Yo
replico que los escritores antiguos no están de acuerdo en cuan tG al
sucesor. Los unos dicen que fue Lino; otros, que Clemente. Además
refieren una multitud de fábulas necias sobre la disputa entre san Pedro
y Simón Mago. El mismo san Agustín, hablando de supersticiones no
disimula que la costumbre que se guardaba en Roma de no ayunar el
día que se creía haber ocurrido la victoria contra Simón Mago 1 procedía
de un cierto rumor y de una opinión concebida muy a la ligera." En
conclusión, los sucesos de aquel tiempo son tan confusos y hay tal diver-
sidad de opiniones, que no se debe aceptar a la ligera todo cuanto se dice.
A pesar de todo, puesto que los escritores están de acuerdo en que
san Pedro murió en Roma, no lo contradiré. Pero que haya sido obispo
de Roma, sobre todo por mucho tiempo, no hay quien me lo pueda hacer
creer. Por lo demás, tampoco me preocupa gran cosa, puesto que san
Pablo afirma que el apostolado de san Pedro pertenecía especíalmente a
los judíos, y cI suyo a los gentiles, que somos nosotros. Por tanto, si
queremos estar de acuerdo con el convenio que ellos establecieron, o
por mejor decir, con lo que el Espíritu Santo ha ordenado, hemos de
reconocer que nosotros más pertenecemos al apostolado de san Pablo,
que al de san Pedro; porque el Espíritu Santo dividió sus tareas de tal
forma, que a san Pedro lo destinó a los judíos, y a san Pablo, a nosotros.
Busquen, pues, los romanistas su primado en otra parte, y no en la
Palabra de Dios, porque no lo hallarán en ella.
I Más exactamente, la víspera, Se trata del ayuno del sábado, muy en boga en Roma.
I Agustín. Las antiguas ediciones remiten a la Carla JI a Jenaro, Hay que leer:
Carta XXXVI, 9.
LIBRO IV - CAPÍTULO VI 885
La tercera era que, al ser arrojados los buenos obispos de sus iglesias,
se acogían a Roma como a un santuario y refugio. Porque así como los
pueblos de occidente no son tan dados a ingeniosidades ni sutilezas como
los de Asia y África, tampoco son tan ligeros ni ansiosos de novedades.
Así pues, todo esto acrecentó notablemente la autoridad de la iglesia
romana, porque mientras las demás iglesias eran presa de tantas disen-
siones, ella permaneció constante en la doctrina que una vez había reci-
bido, como luego más ampliamente declararemos.
Digo, pues, que por estas tres causas la Sede romana ha sido más
estimada por los antiguos.
CAPÍTULO VII
1 Alusión al concilio de Éfeso de 449, que fue tan movido que ha sido llamado el
bandolerismo de Éfeso.
888 LIBRO IV - CAPíTULO VII
1 Concilio Milevetano.
LIBRO IV - CAPíTULO VII 891
una controversia entre él y sus vecinos. Mas esto lo hace por mandato
del emperador, como él mismo dice, y no por su propía autoridad. Asi-
mismo asegura que no sed. él solo juez, sino que promete que reunira
un concilio de su provincia, el cual juzgará la causa.
Si bien por entonces existía tal moderación: que la autoridad de la
Sede romana tenía sus límites, que no podía pasar, y que el obispo de
Roma no presidía sobre los demás más de lo que él mismo estaba some-
tido a ellos, sin embargo se ve cuánto desagradaba a san Gregario este
estado de cosas. En diversos lugares se queja de que, so pretexto de ser
elegido obispo, ha vuelto al mundo; y que estaba más envuelto en nego-
cios mundanos que nunca lo había estado mientras vivió corno seglar;
hasta tal punto que afirma encontrarse como anegado en asuntos del
mundo. Y en otra parte: "Estoy tan cargado de negocios, que mi alma
no puede en absoluto elevarse a lo alto. Me veo embestido por las alas
de los pleitos y las quejas; después de aquella vida de quietud que yo
llevaba, me veo acosado por las tempestades de una vida agitadísirna;
de modo que bien puedo decir: He penetrado hasta la profundidad del
mar y la tempestad me ha hundido." 1 [Figurémonos lo que diría si
viviera en nuestro tiempo! Aunque él no cumplía el oficio de pastor, sin
embargo lo hacía. No se mezclaba en el terreno político y mundano, sino
que confesaba que estaba sujeto al emperador ni más ni menos que cual-
quier otro- No se injería en los negocios de otras iglesias, sino cuando la
necesidad lo exigía. Sin embargo, pensaba que se encontraba en medio de
un laberinto por cuanto no podía emplearse totalmente en su oficio de
obispo.
1 San Bernardo, De consideratione 1, IV, 5; x, 13; IV, n, 4,5; IV, IV, 77; III, 11,6-12;
111, IV, 14.
• La "reserva" es el derecho que el Papa monopoliza de conferir ciertos beneficios
cuando quedan vacantes. Este abuso privaba del derecho de elección y de nombra-
miento a quienes les pertenecía legltimamente,
LIBRO IV - CAPíTULO VII 901
20. Para justificar sus pretensiones, los papas no han temido recurrir al
engaño
y para que sus decretos gozasen de mayor autoridad, los han fal-
seado publicándolos con el nombre de antiguos pontífices, como para
hacer ver que las cosas habían sido así ordenadas desde un principio.
Sin embargo, es certísimo que todo cuanto se atribuye al romano ponti-
fice, fuera de lo que nosotros hemos concedido que le fue reconocido
por los antiguos concilios, es cosa del todo nueva y creada de poco tiempo
acá. Y ha sido tanta su desvergüenza, que han publicado un rescripto
bajo el nombre de Anastasio, patriarca de Constantinopla, en eleual
atestigua que antiguamente se dispuso que no se tratase cosa alguna, ni
en las más apartadas regiones, sin que antes fuese notificada de ello la
Sede romana. Además de que consta que esto es falsísimo, ¿quién puede
creer que un enemigo y émulo del pontífice romano en honor y dignidad
iba a dar tal testimonio alabando de tal manera la Sede de Roma? Fue
.preciso que estos Anticristos cayesen en tanta locura y necedad, que
cualquier persona que quiera considerar las cosas no podrá por menos
que ver su maldad.
Las Cartas Decretales que Gregario IX recopiló, las Clementinas y las
Extravagantes de Martín, demuestran más abiertamente, y a boca llena
gritan esta su gran crueldad y tiranía propia de bárbaros. Tales son los
oráculos por los que los romanistas quieren que su papado actual sea
estimado. De aquí nacieron aquellos notables axiomas, tenidos al pre-
sente en el papado por oráculos: que el Papa no puede equivocarse; que
el Papa está sobre el concilio; que el Papa es obispo universal de todo
el mundo y cabeza suprema de la Iglesia en la tierra.
Omito otros desvaríos que los canonistas disputan en sus escuelas, a
los cuales los teólogos romanistas, no sólo dan su consentimiento, sino
que incluso los aplauden para adular de esta manera a su idolo.
21. El papado actual juzgado por Gregorio Magno y por san Bernardo
No les seguiré en esto rigurosamente. Cualquiera podría oponer a
su descarada insolencia el dicho de san Cipriano, que dirigió a los obispos
en un concilio por él presidido: "Ninguno de nosotros se llama a sí
mismo obispo de los obispos, ni con tiránico terror fuerza a sus compa-
ñeros a que se le sometan por necesidad". Cualquiera puede objetar lo
1 Calvino toma estas frases típicas para describir la autoridad papal, de los Decretos
de Graciano. Estas referencias se encuentran en OS V. 122f. Sin embargo, la fuente
de donde Graciano saca esta última afirmación es los Decretos Falsificados.lnnume-
rables expresiones de este tipo emanaron de Gregario VII y otros papas del siglo XIII.
902 LIBRO IV - CAPiTULO Vil
22. Pero para no proseguir y terminar todo 10 que hay que decir de
esta materia, de nuevo me dirijo a los que actualmente pretenden
ser los mejores y más fieles defensores de la Sede romana. Quiero pre-
guntarles si no les abochorna el estado presente del papado, cien veces
mucho más corrompido que en tiempo de san Gregario o de san Ber-
nardo, y que tanto desagradaba a estos hombres venerables.
Muchas veces se queja san Gregario de que se distraía con negocios
ajenos; que con el pretexto de ser obispo había vuelto al mundo, y que
en este estado tenía q ue servir a tantos cuidados terrenos como no se
acordaba de haber abandonado en su vida de seglar; que se veía ator-
mentado con infinidad de negocios mundanos, de tal forma que su
¿Quieren tener en ella al Sumo Pontífice? Hagan que haya en ella obispo.
Mas, ¿cómo me mostrarán que lo es la suya? Es verdad que así la
llaman y la tienen en la boca de continuo; pero la Iglesia se conoce por
ciertas señales, y el obispado es nombre de oficio. Yo no hablo aquí del
pueblo, sino del gobierno que debe existir siempre en la Iglesia. ¿Dónde
está en Roma el ministerio tal cual 10 requiere la institución de Cristo?
Recordemos lo que ya hemos dicho del oficio de los presbíteros y del
obispo. Si de acuerdo con esta reglajuzgamos del oficio de los cardenales,
veremos que no son nada menos que presbíteros. Quisiera saber qué
tiene su pontífice por lo que se pueda reconocer que es obispo. Lo pri-
mero y principal del oficio de un obispo es enseñar al pueblo la Palabra
de Dios; lo segundo, administrar los sacramentos; lo tercero, amonestar,
exhortar e incluso corregir a los que pecan, y mantener al pueblo en santa
disciplina. ¿Cuál de estas cosas hace él? Más aún; ¿cuál de ellas finge
hacer? Digan, pues, en virtud de qué quieren que sea tenido por obispo
el que ni con el dedo meñique toca lo más mínimo de su oficio ni da
muestras de hacerlo.
26. Nada hay de común entre la cancillería del Papa y el orden legítimo
de la Iglesia
Que los romanistas nos vengan, pues, objetando la antigüedad.
[Corno si con un cambio tal pudiera permanecer la dignidad de la silla
donde no hay silla alguna!
Cuenta Eusebio que Dios, en justa venganza, trasladó la Iglesia que
residía en lcrusalem a una población de Siria, denominada Pella. Lo que
vemos que aconteció una vez, pudo muy bien suceder muchas otras. Por
tanto, sería cosa ridícula y vana querer ligar a un lugar la dignidad del
906 LIBRO IV - CAPiTULO VII
papas a Juan XXII, quien públicamente afirmó que las almas son mor-
tales y que mueren juntamente con el cuerpo hasta el día de la resurrec-
ción. Y para que veáis que toda la Sede juntamente con sus principales
apoyos cayó entonces del todo, ninguno de los cardenales se opuso a
semejante error. Solamente la Universidad de París instigó al rey de
Francia a que le obligara a desdecirse; y el rey ordenó a sus súbditos
que negaran su obediencia al Papa si no se arrepentía al momento; lo
cual, según la costumbre, lo hizo pregonar por todo el reino. El Papa,
obligado por la necesidad, se retractó de su error, como refiere Gersón, 1
Este ejemplo me ahorra tener que disputar más con mis adversarios
si la Sede romana o el Papa pueden errar en la fe o no; lo cual ellos nie-
gan, porque se dijo a san Pedro: "Yo he ro gado por tí, que tu fe no falte"
(Lc.22,32). Ciertamente este papa se apartó de la verdadera fe; de tal
manera que es un maravilloso testimonio para todos los tiempos de que
no son de Pedro todos los que le suceden en su cátedra. Aunque esto es
tan pueril, que no hay por qué responder a ello. Si quieren aplicar a los
sucesores de Pedro todo cuanto se dijo a Pedro, se sigue que todos son
Satanás; puesto que el Señor también dijo a Pedro: "Quítate de delante
de mí, Satanás; me eres tropiezo" (Mt.16,23). Porque, así como ellos
alegan el pasaje precedente, podemos nosotros replicarles con éste.
CAPÍTULO VIII
1 Carlas. LIII.
910 LIBRO IV - CAPÍTULO VIII
3. b. Los profetas
Cuál ha sido la autoridad de los profetas, lo describe admirablemente
Ezequiel: "Hijo de hombre, yo te he puesto por atalaya a la casa de
Israel; oirás, pues, tú la palabra de mi boca, y los amonestarás de mi
parte" (Ez, 3, (7). Aquel a quien se le manda que oiga de la boca de Dios,
¿no se le prohíbe por 10 mismo que invente cosa alguna por sí mismo?
¿y qué quiere decir an unciar de parte del Señor, sino hablar de tal manera
que uno pueda gloriarse de que 10 que dice no es palabra suya, sino del
Señor? Esto mismo dice Jeremías con otras palabras: "El profeta que
tuviere un sueño, cuente el sueño; y aquel a quien fuere mi palabra,
cuente mi palabra verdadera" (Jer. 23,28).
Ciertamente, a todos les impone una ley; no permite que nadie enseñe
otra doctrina sino la que se le manda predicar. Y luego llama paja a todo
cuanto Él no ha mandado que se predique. Así que ningún profeta abrió
su boca sin que el Señor le dijese primero 10 que había de anunciar. De
aquí que tantas veces repitan: Palabra del Señor, encargo del Señor, así
dice el Señor, la boca del Señor ha dicho. Y con toda razón. Porque
Tsaías exclamaba que sus labios eran inmundos (Is. 6, 5); Jerem las con-
fesaba que no sabía hablar, porque era un niño (Jer.l,6). ¿Qué podía
salir de la boca inmunda de aquél, y de los labios infantiles de éste, sino
cosas impuras y frívolas, si hubieran hablado por sí mismos? Pero sus
labios quedaron santos y puros cuando comenzaron a ser instrumentos
del Espíritu Santo. Cuando los profetas tienen el celo y la conciencia de
LIBRO IV - CA píTULO VIII 911
4. c. Los apóstoles
Si pasamos ahora a los apóstoles, es verdad que se les da grandes y
admirables títulos: que son "luz del mundo" y "sal de la tierra" (Mt,
5,13-14); que han de ser escuchados como si Cristo mismo hablase
(Le. lO, 16); que todo cuanto ataren o desataren en la tierra, será atado
o desatado en el cielo (Jn.20,23; Mt.18, 18). Mas su mismo nombre de
apóstoles indica de dónde viene la licencia de su oficio; si son apóstoles,
es decir, enviados, no hablan lo que se les antojare, sino que dicen fiel-
mente lo que se les ha mandado decir. Las palabras con las que Cristo,
al enviarlos como sus embajadores, les delimitó su cometido, son muy
ciaras, pues les manda ir y enseñar a todas las naciones todo lo que Él
les había ordenado (M 1. 28,19-20).
Más aún: el mismo Señor se sometió a esta ley, para que nadie se atre-
viese a eximirse de ella: "Mi doctrina", dice, "no es mía, sino de aquel
que me envió" (Jn. 7,16). Él, que siempre fue único y eterno consejero del
Padre, a q uien el Padre constituyó como Maestro y Señor de todos, sin
em bargo, en cuan to ha bía venido al mundo a enseñar, muestra con su ejem-
plo a todos los ministros la regla que deben guardar al exponer la doctrina.
Así que la autoridad de la Iglesia no es ilimitada, sino que está sujeta
a la Palabra del Señor, y como encerrada en ella.
8. La Iglesia debe tener como Palabra de Dios la Ley, los Profetas y los
escritos inspirados de los apóstoles
Debemos, pues, tener como incontrovertible que no se debe tener
como Palabra de Dios, para que como tal tenga lugar en la Iglesia, otra
doctrina que la contenida primeramente en la Ley y en los Profetas,
y después en los escritos de los apóstoles; y que no hay otro modo autén-
tico de enseñar en la Iglesia sino el que se atiene a esto.
De ahí concluimos también que no se les permitió a los apóstoles otra
manera de enseñar que la usada por los profetas; es decir, que explicasen
las Escrituras antiguas y mostrasen que en Cristo se había cumplido lo
914 LIBRO IV - CAPíTULO VIII
que en ella se contenía; y, sin embargo, que no hiciesen esto sino por el
Señor; es decir, con la asistencia del Espíritu de Cristo, dictándoles
en cierta manera las palabras. Porque Cristo puso este límite a su emba-
jada, al mandarles ir y enseñar, no lo que temerariamente se imaginasen,
sino exclusivamente lo que Él les había mandado (M1. 28,19-20). Ni pudo
decir cosa más clara que lo que en otra parte afirma: "Pero vosotros no
queráis que os llamen Rabí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo'
(M1.23,8). Y a ti n de grabarlo mejor en su corazón, lo repite dos veces
en el mismo lugar. Y como debido a su ignorancia no podían entender
lo que habían oído y aprendido de boca de su Maestro, les promete el
Espíritu de verdad, que los encaminará a la verdadera inteligencia de
todas las cosas. Porque hay que advertir muy atentamente aquella restric-
ción en que se dice que el oficio del Espíritu Santo es traerles a la memoria
todo lo que antes les habia enseñado de su boca.
12. 2°. Pero replicarán nuestros adversarios que todo lo que se atribuye
en particular a cada uno de los santos, todo ello compete a la Iglesia
en su totalidad. Aunque esto tiene alguna apariencia de verdad, sin em-
bargo no lo es. Porque el Señor distribuye de tal manera los dones de
su Espíritu a cada uno de sus miembros según su medida, que no falte
nada necesario a su Cuerpo al repartir los dones en común. Sin embargo,
las riquezas de la Iglesia siempre están muy lejos de aquella perfección
de que tanto alardean nuestros adversarios. Ciertamente la Iglesia no
está privada de nada. sino que tiene cuanto le basta, pues el Señor sabe
muy bien lo que necesita; pero para mantenerla en la humildad y la
modestia no le da más de lo que sabe que le conviene.
3°. Bien sé 10 que a esto suele objetarse, que la Iglesia ha sido purifi-
cada en el lavamiento del agua por la Palabra de vida. para que no tuviese
mancha ni arruga (Ef. 5, 25~27); y por esto también en otro lugar se la
llama "columna y baluarte de la verdad" (1 Tim. 3,15). Pero en el primer
texto se demuestra mas bien lo que Cristo cada día obra en ella, que no
lo que ya ha hecho. Porque si cada día santifica más y más a los suyos,
los lava, los purifica y les quita las manchas, es evidente que aún tienen
faltas y arrugas, y que su santificación todavía no es perfecta y total. Y
sería muy vano y ridículo tener a la Iglesia por santa y totalmente sin
mancha ninguna, cuando sus miembros están aún manchados y sucios.
Es verdad, pues, que la Iglesia es santificada por Cristo, pero en ello no
se ve más que un principio de esta su santificación. Su fin y perfección
tendrá lugar cuando Cristo, el santo de los santos, verdadera y entera-
mente la llene de su santidad. Es verdad también que sus manchas y
arrugas son borradas, pero de tal manera que cada día siguen borrándose.
hasta que Cristo con su venida quite totalmente todo 10 que queda. Y si
no admitimos esto, necesariamente hemos de decir 10 que los pelagianos
decían: que la justicia de los fieles es perfecta en esta vida; y asimismo
lo que los cátaros y donatistas: que la Iglesia no tiene defecto alguno.
El otro texto, según ya lo hemos declarado, tiene un sentido muy dife-
rente del que ellos le dan. Cuando san Pablo instruye a Timoteo y le
muestra el oficio del verdadero obispo, dice que él ha hecho esto a fin de
que Timoteo sepa cómo se ha de conducir en la Iglesia. Y para que con
mayor piedad y diligencia se dedique a ello, añade que la Iglesia es colum-
na y baluarte de la verdad. ¿Qué otra cosa quiere decir con esto sino que
la verdad de Dios se mantiene y conserva en la Iglesia y esto por e! mi-
nísterio de la predicación? Así lo dice él mismo en otro lugar: "Él mismo
(Cristo) constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelis-
tas; a otros, pastores y maestros, ... para que ya no seamos ... llevados
por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres,
... sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aque!
que es la cabeza, esto es, Cristo" (EfA, 11-15). Así, pues, si la verdad
no perece en el mundo, sino que conserva su vigor, es porque la Iglesia
es su fiel guardiana, con cuya ayuda y apoyo se conserva. Y si esta
custodia consiste en el ministerio profético y apostólico, síguese que
toda ella depende de que la Palabra del Señor fielmente se conserve y
mantenga su pureza.
918 LIBRO IV - CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
l. Introducción
Aun cuando les concediera cuanto dicen de la Iglesia, todavía entonces
no habrían conseguido su propósito; porque todo lo que dicen de ella,
lo aplican en seguida a los concilios, que, según su opinión, representan
a aquélla. Más todavía: lo que tan pertinazmente afirman de la autoridad
de la Iglesia no lo hacen sino para aplicar al romano pontifice y a los
suyos todo cuanto puedan conseguir por la fuerza.
Mas antes de comenzar a tratar de esta cuestión necesito decir breve-
mente dos cosas. La primera es que el mostrarme yo un tanto severo en
esta materia no se debe a que no tenga a los concilios antiguos en la
estima debida. Yo los reverencio de todo corazón, y deseo que todos los
estimen como merecen serlo. Pero en esto también hay que proceder con
medida; a saber, que nada se derogue a Cristo. Y el derecho de Cristo
es presidir todos los concilios y no tener en esta dignidad a hombre
alguno por compañero suyo. Y yo entiendo que es Él quien preside
cuando toda la asamblea se rige por su Palabra y su Espíritu.
Lo segundo es que el no conceder yo a los concilios tanto como mis
adversarios desean, no se debe al temor de que los concilios confirmen
la tesis de nuestros adversarios y sean opuestos a la nuestra. Porque para
la plena aprobación de nuestra doctrina y la destrucción total del papado
nos basta con la Palabra del Señor, sin que tengamos necesidad de nin-
guna otra cosa. Mas, si es preciso, los concilios antiguos nos proveen
perfectamente de lo que necesitamos para ambas cosas.
4. Quizás alguno diga que esto pasó en el pueblo judío, pero que en
nuestros tiempos no sucede tal cosa. Ojalá que asi no fuera. Pero el
Espiritu Santo vaticinó que pasarla de muy otra manera. "Hubo también
profetas entre el pueblo, como habrá entre vosotros falsos maestros, que
introducirán encubiertamente herejías destructoras" (2 Pe. 2,1). He ahi
LIBRO IV - CAPÍTULO IX 923
Epifanio, que vivió antes de san Agustín, habla aún más ásperamente y
dice que es una abominación y una cosa nefanda que haya imágenes en
los templos de los cristianos. Los que dicen esto, ¿hubieran aprobado
aquel concilio de vivir entonces? Y si es verdad 10 que dicen las historias,
y se da crédito a los decretos de este concilio, no solamente las imágenes,
sino además el culto a las mismas fue aprobado. ¿Qué diremos? Que los
que tal cosa decretaron depravando y torciendo el sentido de la Escritura,
han mostrado la cuenta que de ella han hecho, como ya lo he manifestado
ampliamente en otro lugar.
Sea de ello lo que fuere, nosotros no podemos diferenciar entre los
concilios que se contradicen - y han sido muchos - si no los examinamos
con la regla con que deben ser examinados todos los hombres y ángeles,
que es la Palabra de Dios. Por esta causa abrazamos el concilio Calce-
donense y repudiamos el segundo de Éfeso, en el cual se confirmó la im-
piedad de Eutiques, que en el de Calcedonia había sido condenada. La
decisión de los Padres del concilio de Calcedonia se basó únicamente en
la Escritura. Y su juicio 10 seguimos porque la Palabra de Dios que a
ellos iluminó, nos ilumina también a nosotros ahora.
Vengan, pues, ahora los romanistas y gloríense, como suelen, de que
el Espíritu Santo permanece unido y ligado a sus concilios.
10. Razones por las cuales, incluso los concilios antiguos no han sido
perfectos
Aunque, incluso en los más puros de los concilios antiguos no deja
de haber sus faltas; bien sea porque los que asistieron, aunque eran doc-
tos y prudentes, embarazados por los negocios que traian entre manos
no consideraron otras muchas cosas, o porque ocupados con asuntos de
mayor trascendencia se despreocuparon de otros que no tenían tanta;
o simplemente porque, como hombres, estaban sujetos a error; o bien
por dejarse llevar a veces de su excesivo afecto.
cualquier pastor, ¿de qué nos serviría ser tantas veces y tan cuidadosa-
mente avisados por boca del Señor, que no oigamos a los falsos profetas?
"No escuchéis", nos dice Jeremías, "las palabras de los profetas que os
profetizan; os alimentan con vanas esperanzas; hablan visión de su
propio corazón, no de la boca de Jehová" (lec. 23,16). Y: "Guardaos
de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero
por dentro son lobos rapaces" (Mt, 7,15). En vano también nos exhor-
taria san Juan a probar los espíritus, si son de Dios o no (1 JnA, 1). Y de
esta prueba ni aun los mismos ángeles quedan exentos; cuanto menos
Satanás con sus mentiras. ¿Y qué quiere decir aquello de "si el ciego
guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo" (Mt. 15, l4)? ¿No demuestra
de cuánta importancia es conocer cuáles son los pastores a quienes se
debe oir, y que no es bueno escuchar temerariamente a todos?
Por esto no hay razón para que quieran aterramos con sus titulas,
para hacernos partícipes de su ceguera; pues por el contrario vemos
cuánto cuidado ha puesto el Señor en avisarnos y atemorizarnos para
que no nos dejemos llevar por el error ajeno, por más escondido que
esté el engaño con otro título. Porque si es verdad la respuesta de Cristo,
que todos son ciegos, llámense obispos, prelados o pontífices, no pueden
por menos que llevar al despeñadero a quienes los siguen. Por tanto. que
no nos estorben nombres de concilios, pastores, ni obispos - que pueden
emplearse 10 mismo para el bien que para el mal -, avisados con el
ejemplo de 10 que oímos y vemos, el considerar conforme a la regla de
la Palabra de Dios el espíritu de quienquiera que sea, y ver y probar si
es de Dios o no.
CAPÍTULO X
a causa del castigo, sino también por la conciencia, parece que de ahí se
sigue que incluso las leyes que dan los príncipes obligan a las conciencias.
y si esto es verdad, lo mismo hay que decir de las eclesiásticas.
Respondo que hay que distinguir aquí entre el género y la especie. Si
bien todas las leyes no obligan en conciencia, sin embargo estamos obli-
gados en general a guardarlas por mandato de Dios, que ha aprobado
y establecido la autoridad de los magistrados. Y la disputa de san Pablo
se centra en esto: que hay que honrar a los magistrados, porque están
establecidos por Dios (Rom. 13, 1). Pero no enseña que las leyes que dan
los magistrados pertenezcan al régimen espiritual de las almas, puesto
que él ensalza el servicio de Dios y la regla espiritual de bien vivir sobre
todos los decretos humanos.
mujeres creen que no se puede imaginar nada más hermoso y mejor. Mas
los que miran las cosas por dentro y las examinan de verdad conforme
a la regla de la piedad, a la primera se dan cuenta de que el valor de
tantas y tales ceremonias no pasa de frivolidades que a nada conducen;
y además, que son engaños y juegos de manos que con su pompa vana
engañan los ojos de quienes los miran.
Hablo de las ceremonias en que los grandes doctores del papado ven
tan grandes misterios, aunque nosotros no hallamos en ellas sino puros
engaños. Y no es de extrañar que los autores de tales ceremonias hayan
caído en semejantes desatinos, para engañarse a sí mismos y a los demás
con frívolas vanidades; porque una parte la toman de Jos desvaríos de
los gentiles; y otra, imitando servilmente los antiguos ritos de la ley
mosaica, con los cuales no tenemos más que ver que con los sacrificios
de animales y otras cosas por el estilo.
Ciertamente, aunque no hubiera otra prueba, bastaría con esto para
que ningún hombre de sano entendimiento esperara bien alguno de una
tal multitud de remiendos tan mal hilvanados. La realidad misma muestra
claramente que hay muchas ceremonias que no sirven más que para
entontecer al pueblo, y no para instruirlo. Los hipócritas tienen en tanta
estima los nuevos cánones, que echan por tierra la disciplina. En cambio,
quien considerare atentamente la realidad verá que no son sino vana
apariencia y un simulacro de disciplina.
, Cartas, LV.
940 LIBRO IV - CAPÍTULO X
1 Cartas, LIV.
LIBRO IV - CAPíTULO X 941
a Dios de manera mucho más sencilla. Por tanto, los que confunden esta
diferencia destruyen el orden que Cristo estableció.
Me diréis: ¿No hemos de tener ceremonia alguna para ayudar a los
ignorantes? Yo no afirmo tal cosa; al contrario, creo que les sirven de
ayuda. Solamente pretendo que se cuide de que con ellas se ilustre a
Cristo, en vez de oscurecerlo. Dios nos dio pocas ceremonias y no en-
revesadas, para que muestren a Cristo presente. A los judíos les dio
muchas más, para que les sirviesen de imagen de Cristo ausente. Digo
ausente, no en virtud, sino en el modo de significar. Si queremos, pues,
tener un buen método, es preciso cuidar de que las ceremonias sean
pocas, fáciles de guardar, y que en su significado sean claras. Ahora bien,
que esto no se ha tenido en cuenta, no es necesario decirlo, pues es cosa
que todos pueden ver.
lB. Así que todas las invenciones humanas que con la autoridad de la
Iglesia se mantienen, como no se pueden excusar del crimen de
944 LIBRO IV - CAPÍTULO X
quieren hacer pasar por apostólicas. Pero las historias nos dan testimo-
nios suficientes de la verdad.
otro lugar atribuya otras cosas a los apóstoles; porque como no existe
prueba alguna y sólo se trata de conjeturas, no se debe en virtud de ellas
hacer afirmaciones a propósito de cosas tan importantes.
Finalmente, aun concediendo que las cosas que él refiere provengan
de los apóstoles, sin embargo hay mucha diferencia entre instituir un
ejercicio de piedad del que puedan usar los fieles con libertad de concien-
cia, y si no les aprovecha que se abstengan de él, y establecer una ley que
reduzca a servidumbre las conciencias. Por tanto, provengan de quien
sea, no hay inconveniente alguno para que, sin hacer injuria a su autor,
sean abolidas; ya que no se nos recomiendan como si fuera necesario
que permanezcan siempre en la Iglesia.
22. Como si actualmente los pastores fieles, que presiden iglesias aún
no bien constituidas, ordenasen a los suyos que, hasta que los débiles
LIBRO IV - CAPiTULO X 947
en la fe crezcan y lleguen a un mayor conocimiento, no coman pública-
mente carne el viernes, ni trabajen en público los días de fiesta, o cosas
de este estilo. Porque, si bien estas cosas, dejando a un lado la supersti-
ción, de por sí son indiferentes, cuando pueden ser ocasión de escándalo
se convierten en pecado. Y los tiempos que corremos son tales que los
fieles no pueden permitirse dar tal ejemplo a los hermanos débiles sin
herir grandemente su conciencia. ¿Quién, sin calumnia, podrá decir que
con esto imponen nuevas leyes aquellos que evidentemente sólo pretenden
impedir el escándalo que el Señor tan expresamente condenó?
No se puede decir otra cosa de los apóstoles, cuya finalidad era única-
mente poner delante de los ojos la ley divina de evitar el escándalo. Es
como si dijeran: Es mandamiento del Señor que no hagáis daño a los
hermanos débiles; no podéis comer lo sacrificado a los ídolos, lo ahogado
y la sangre, sin que ellos se escandalicen. Por tanto, os mandamos en
nombre del Señor que no comáis dando escándalo.
y que los apóstoles pretendían esto lo atestigua san Pablo, el cual por
decreto de este concilio escribe de esta manera: "Acerca, pues, de las
viandas que se sacrifican a los ídolos, sabemos que un ídolo no es nada
en el mundo. Porque algunos, habituados hasta aquí a los ídolos, comen
como sacrificado a ídolos y su conciencia, siendo débil, se contamina.
Mirad que esta libertad vuestra no venga a ser tropezadero para los
débiles" (1 Ca r. 8,4 . 7 .9). Quien considere bien esto no se verá después
engañado por los que encubren su tiranía bajo el nombre de los apóstoles,
como si pudiesen con sus decretos rebajar la libertad de la Iglesia.
Pero para que no puedan escabullirse sin aprobar con su propia con-
fesión esta solución, que me respondan con qué derecho se han atrevido
a abolir este mismo decreto. Sólo pueden alegar que ya no hay ocasión
de escándalo, ni peligro de disensiones, que es lo que los apóstoles querían
impedir; y sabían muy bien que la ley se ha de juzgar por el fin e intención
con que es promulgada. Al desaparecer la causa, la ley no debe ya seguir
en vigor. Si, pues, esta ley fue dada por razón de la caridad y nada se
manda en ella que no se refiera a la misma, al confesar que la trasgresión
de esta ley no es otra cosa que una violación de la caridad, ¿no entienden
con eilo a la vez que no es una invención añadida a la Ley de Dios, sino
una pura y simple aplicación de la Palabra de Dios' a los tiempos y
costumbres?
, Es decir, que adoraban al Dios eterno, pero que al mismo tiempo servían a sus
dioses a la manera de las naciones paganas.
LIBRO IV - CAPÍTULO X 949
pueblo (Jue. 8, 27). En fin, cualquier nueva invención con que los hombres
procuran honrar a Dios, no es sino una contaminación de la verdadera
santidad.
y otras. Pero trataré de todo esto con tal claridad, que nadie pueda
llamarse a engaño por la semejanza que hay entre ellas.
Primeramente debemos considerar que si es necesario que en toda
asociación de hombres haya cierto orden para mantener la paz común
y la concordia de todos; si en los asuntos hay siempre un modo de tra-
tarlos que no se puede omitir, y es en provecho del bien público, como
por una cierta humanidad; igualmente en las iglesias, que se conservan
muy bien cuando hay este orden y armonía en ellas; y, al contrario, se
echan a perder en seguida sin ello. Por eso, si queremos que la Iglesia
vaya de bien en mejor, debemos procurar con diligencia, según dice san
Pablo, "que todo se haga decentemente y con orden" (1 Cor.14,40).
Ahora bien, como quiera que hay tanta diversidad de condiciones entre
los hombres, tanta variedad en los corazones, y tanta oposición en los
juicios y opiniones, no puede existir un gobierno lo bastante firme, si
no se ordena con leyes; ni se puede guardar ningún rito, si no hay una
forma prescrita. Por eso, tan lejos estamos de condenar las leyes que
se dan a este propósito que, al contrario, afirmamos que las iglesias, si
se les quita las leyes, pierden su vigor, y se deforman y arruinan por
completo. Porque lo que dice san Pablo, que todo se haga decentemente
y con orden, no se puede conseguir si no se mantiene en pie el orden y
la honestidad mediante las observancias, que son a modo de vínculos.
Pero en estas observancias se ha de evitar siempre que se crean necesarias
para la salvación, y de esta manera se obligue a las conciencias a guar-
darlas; que se haga consistir en ellas el culto divino, como si fueran la
verdadera religión.
31. Los fieles deben guardar con toda libertad cristiana tales ordenanzas
El deber, pues, del pueblo cristiano es guardar todo aquello que
conforme a esta regla se ordene; y esto con libertad de conciencia y sin
superstición de ninguna clase, sino con una propensión piadosa y fácil
para obedecer; y no menospreciarlo, ni dejarlo a un lado, como por
descuido. Tan lejos está de que lo deba violar o quebrantar con altivez
o rebeldía.
Mas, ¿qué libertad de conciencia, se dirá, puede uno tener, cuando se
está obligado a observarlas? Yo afirmo que la conciencia no dejará de
ser libre cuando se comprenda que no se trata de ordenanzas perpetuas
a las cuales se está obligado; sino que se trata de ayudas extremas de la
debilidad humana, de las cuales, si bien no todos tenemos necesidad, sin
embargo sí debemos servirnos; tanto más cuanto que todos estamos
obligados mutuamente a conservar la caridad.
Esto se puede entender por los ejemplos que antes hemos expuesto.
¿Cómo? ¿Hay algún misterio en el velo de la mujer, que si saliera con
la cabeza descubierta cometería un grave mal? ¿Es tan sagrado el silencio
de la mujer, que no se puede quebrantar sin gran pecado? ¿Se contiene
la religión en el arrodillarse y enterrar a los muertos, de tal manera que
no se puede omitir sin grave ofensa? Ciertamente que no. Porque si la
mujer se ve en tal necesidad de socorrer al prójimo que no le da tiempo
a taparse la cabeza, no peca si va destocada. Y asimismo hay momentos
en que no es menos conveniente que hable, que el que en otros se calle.
Ni hay mal alguno en que uno, si no puede arrodillarse por algún im-
pedimento, ore de pie. Finalmente, es mucho mejor enterrar al muerto
954 LIBRO IV - CAPÍTULO X
Doble aspecto del poder de las llaves. Esta potestad de que hablamos
depende toda de las Ilaves, que Cristo dio a su Iglesia en el capítulo diecio-
cho de san Mateo (vs, 15-18). Allí manda que sean gravemente amonesta-
dos en nombre de todos, los que no hicieren caso de las amonestaciones
que se les hacen en particular. Y ordena además que, si la obstinación
sigue adelante, sean arrojados de la compañía de los fieles. Como estas
amonestaciones y correcciones no se pueden hacer sin conocimiento de
cama, es preciso que haya algún procedimiento de juicio y algún orden.
Por tanto, si no queremos hacer vana la promesa de las llaves, la
excomunión, las amonestaciones públicas, y otras cosas semejantes, debe-
mos atribuir necesariamente a la Iglesia una jurisdicción. Note el lector
que no se trata en este lugar en general de la autoridad de la doctrina,
corno en san Mateo en el capítulo dieciséis, o en el capítulo veintiuno de
san Juan, sino que Jesucristo transfiere para el futuro a su Iglesia el
derecho y la administración que hasta entonces había radicado en la
sinagoga. Hasta entonces los judíos habían tenido su forma de gobierno;
y Cristo ordena que se use de ella en su Iglesia, con tal que se retenga en
su pureza la institución. Y esto con gran severidad, debido a que muchos
956 LIBRO IV ~ CAPiTULO XI
rio mismo; que era Él, quien por boca de ellos, como por un instrumento,
lo decía todo y exponía las promesas; por tanto, que la remisión de los
pecados que anunciaban, era verdadera promesa de Dios, y la condena-
ción con la cual amenazaban, juicio certísimo de Dios. Esta testificación
se ha hecho en todo tiempo, y permanece firme, para asegurar a todos
que la palabra del Evangelio - sea quien sea el que la predica - es la
Palabra misma de Dios, pronunciada en su supremo tribunal, escrita en
el libro de la vida; dada, confirmada y hecha irrevocable en el cielo.
Vemos, pues, que la potestad de las llaves significa simplemente en
aquellos pasajes la predicación del Evangelio; y que no es tanto potestad
cuanto ministerio, por lo que se refiere a los hombres. Porque propia-
mente hablando, no dio Cristo esta potestad a los hombres, sino a su
Palabra, de la cual hizo a los hombres ministros.
Roma abusa de este poder. De estos dos pasajes, que me parece haber
expuesto breve, llanamente, y de acuerdo con la verdad, esta gente desen-
frenada, sin hacer diferencia alguna, sino según el ciego furor que los
impulsa, pretenden establecer la confesión, la excomunión, la jurisdicción,
la potestad de hacer leyes y las indulgencias.
Alegan el primer texto para establecer el primado de la Sede romana.
958 LI BRO IV - CAPiTU LO XI
Tal es su habilidad para hacer que sus llaves - ganzúas - sirvan para todas
las puertas y cerraduras a su capricho, que no parece sino que toda la
vida han sido cerrajeros.
Además Cristo no instituye con esto nada nuevo, sino que siguió la
costumbre guardada desde antiguo en la Iglesia de su nación. Con ello
dio a entender que la Iglesia no podia carecer de la jurisdicción espiritual,
que desde el principio se usaba, y se usó en todo tiempo. Porque esta
jurisdicción espiritual no cesó ni fue abolida cuando los emperadores y
magistrados fueron cristianos; solamente fue ordenada de tal manera,
que en nada aboliese a la civil, ni se confundiese con ella. Y esto con
mucha razón. Porque el magistrado, si es piadoso, no querrá eximirse
de la común sujeción de los hijos de Dios, a la cual pertenece; y no está
en último lugar el sujetarse a la Iglesia, que juzga conforme a la Palabra
de Dios; lejos, pues, esté de prescindir de este juicio. "¿Qué cosa más
honorífica", dice san Ambrosio, "puede haber, que el emperador se
llame hijo de la Iglesia? Porque el buen emperador está dentro de la
Iglesia, y no por encima de ella." l
Por tanto, los que para ensalzar al magistrado despojan a la Iglesia
de esta potestad, no solamente corrompen la sentencia de Cristo con una
falsa interpretación, sino que a todos los santos obispos que ha habido
desde el tiempo de los apóstoles los condenan por haber usurpado con
falso pretexto el honor y el oficio del magistrado.
Cristo, y estando prontos para castigar toda desobediencia ... " (2 Coro
10,4-6). Así como esto se hace con la predicación del Evangelio, as! tam-
bién, para que no se burlen de la doctrina, deben ser juzgados los que se
profesan domésticos de la fe de acuerdo con el contenido de esta doctrina.
Ahora bien, esto no se puede hacer si con el ministerio no se junta la
a utoridad de poder hacer comparecer a quienes han de ser amonestados
en particular, o más rigurosamente corregidos, y la autoridad de privar
también de la Cena a aquellos que no podrían ser recibidos sin profanar
un tan gran misterio. Por eso, cuando en otro lugar se niega que a nos-
otros nos pertenezca el juzgar a los extraños (1 Coro 5,12), el Apóstol
somete a los hijos de Dios a las censuras con que sus faltas han de ser
castigadas, y da a entender que entonces se ejercía la disciplina de la que
nadie estaba exento.
1 Carta XIV.
I Ambrosíaster, Comentario al Timoteo 5,12.
LIBRO IV - CAPíTULO XI 961
1 Sin embargo, Calvino va a hablar de ello en lo que sigue de este párrafo, incluido
en la edición de 1543, y en los párrafos siguientes, añadidos en ulteriores ediciones.
• Cartas, XX, XXIII.
• lbid., XX, 1.
LIBRO IV ~ CAPÍTULO XI 963
ellos las defensiesen con su amparo. Pero ellos con hábiles artificios se
constituyeron dueños y señores. Ni se puede negar que una buena parte
de lo que poseen lo adquirieron sirviéndose de violentas facciones.
En cuanto a los príncipes que voluntariamente concedieron jurisdic-
ción a los obispos, evidentemente se vieron forzados a ello por diversas
razones. Mas, admitiendo que su gentileza obedeciera a motivos de pie-
dad, realmente con esta su indebida liberalidad no hicieron bien alguno
a la Iglesia, corrompiendo con ello su antigua y auténtica disciplina; o
mejor dicho, del todo la destruyeron. Por su parte, los obispos que abusa-
ron de esa gentileza de los príncipes para su particular comodidad, sólo
con esto dejaron ver bien a las claras que no eran obispos, Porque si
hubieran tenido alguna chispita de espíritu apostólico, sil! duda hubieran
respondido lo que dice san Pablo: "las armas de nuestra milicia no son
ca males, sino poderosas en Dios" (2 Cor. 10,4). Mas el]os, arrebatados de
ciega codicia, se echaron a perder a si mismos, a sus sucesores y a la 1glesia.
Aunque lo que dice san Bernardo es tan claro, que parece que la verdad
misma lo ha dicho, e incluso no necesita que nadie lo diga, sin embargo
el Papa no se avergonzó en el concilio de Arlés de dar el decreto de que
por derecho divino le competían a él ambas potestades, la espiritual y
la temporal.
CAPÍTULO XII
privadas no sean letra muerta; quiero decir, que si alguno no cumple con
su deber voluntariamente, o se conduce mal y no vive honestamente, o
hace algo digno de reprensión, que tal persona consienta en ser amones-
tada; y que cada uno, cuando el asunto lo requiera, amonesta a su her-
mano. Sobre todos, los pastores y presbíteros velen por esto; pues su
oficio no es solamente predicar al pueblo, sino también amonestarlo y
exhortarlo en particular en sus casas, cuando la doctrina expuesta en
común no les ha aprovechado; como 10 muestra san Pablo cuando dice
que él habia enseñado por las casas (Hch.20,20); y protesta que está
lim pio de la sangre de todos, porq ue no había cesado de amonestar a
cada uno con lágrimas, de día y de noche (Hch. 20, 26-27 . 31). Porque
la doctrina tendrá fuerza y autoridad, cuando el ministro no solamente
exponga a todos en común lo que deben a Cristo, sino también cuando
cuenta con el modo de pedir esto en particular a los que viere que no
son muy obedientes a la doctrina, o negligentes en su cumplimiento.
5. c. Fines de la disciplina:
I». No profanar la Iglesia y la Cena. Tres son los fines que la Iglesia
persigue con semejantes correcciones y con la excomunión.
El primero es para que los que llevan una vida impía y escandalosa
no se cuenten, con afrenta de Dios, en el número de los cristianos, como
si Su santa Iglesia fuese una agrupación de hombres impíos y malvados.
Porque siendo ella "el cuerpo de Cristo" (Col. 1,24), no puede contarni-
narse con semejantes miembros corrompidos sin que alguna afrenta
recaiga también sobre la Cabeza. Y asi, para que no suceda tal cosa en
la Iglesia, de la cual pueda provenir algún oprobio a Su santo nombre,
han de ser arrojados de su seno todos aquellos cuya inmundicia podría
deshonrar el nombre de cristiano.
Hay que tener también en cuenta la Cena del Señor; no sea que dán-
dola indiferentemente a todos, sea profanada. Porque es muy verdad
que el que tiene el cargo de dispensar la Cena, si a sabiendas y voluntaria-
mente admite a ella al que es indigno, cuando por derecho debía privarle
de ella, él mismo es tan culpable de sacrilegio, como si hubiera echado
el cuerpo del Señor a los perros.
Por esto san Juan Crisóstorno reprende severamente a los sacerdotes
que temiendo la potencia de los grandes no se atreven a desechar a nin-
guno. "La sangre", dice, "será demandada de vuestras manos (Ez.3, 18;
972 LIBRO IV - CAPíTULO XII
]0. Evita la corrupción de los buenos. El segundo fin es para que los
buenos no se corrompan con el trato continuo de los malos, como suele
acontecer. Porque es tal nuestra inclinación a apartarnos del bien, que
nada hay más fácil que apartarnos del recto camino del bien vivir con
los malos ejemplos. Esta utilidad la puso de relieve el Apóstol, cuando
mandó a los corintios que apartasen de su compañía al incestuoso. "¿No
sabéis", dice, "que un poco de levadura leuda (corrompe) toda la masa?"
y veía que en esto se encerraba un peligro tan grande, que manda que
no se junten con él. "No os juntéis", dice, "con ninguno que, llamándose
hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho,
o ladrón; con el tal, ni aún comáis" (1 Cor.5,6.11).
San Cipriano declara sin lugar a dudas cuán contra su voluntad había
sido tan riguroso: "Nuestra paciencia, afabilidad y dulzura está dispuesta
y preparada para recibir a todos los que vienen. Deseo que todos vuelvan
a la Iglesia; deseo que todos nuestros compañeros se encierren en los
reales de Cristo y de Dios Padre Todopoderoso; muchas cosas las disi-
mulo; con el deseo que tengo de recoger a los hermanos, aun las cosas
que son contra Dios no las examino por entero; casi peco yo perdonando
delitos más de lo que convendría; abrazo con amor pronto y entero a
los que con arrepentimiento vuelven, confesando su pecado con humilde
y simple satisfacción." I
Crisóstorno, aunque fue algo más duro, sin embargo habla de esta
manera: "Si Dios es tan misericordioso, ¿para qué su sacerdote quiere
parecer riguroso?". 2
Bien sabemos cuánta benignidad usó san Agustín con los donatistas,
ya que no puso dificultad en recibir en la dignidad de obispos a los que
habían sido cismáticos; y ello poco después de su arrepentimiento. Pero
como el procedimiento contrario había prevalecido, se vieron obligados
a renunciar a su opinión y parecer, y a seguir a los otros.
que los suyos hubieren ligado en la tierra (M l. 18, 18), con estas palabras
limitó la autoridad de ligar a las censuras de la Iglesia, por las cuales
los que son excomulgados no son colocados en perpetua ruina y desespe-
ración; sino que al ver que su vida y costumbres son condenadas, al
mismo tiempo quedan advertidos de su propia condenación, si no se
arrepienten. Porque la diferencia que hay entre anatema (o execración)
y excomunión consiste en que el anatema no deja esperanza alguna de
perdón y entrega al hombre y lo destina a muerte eterna; en cambio, la
excomunión más bien castiga y corrige las costumbres. Y aunque también
ella castiga al hombre, lo hace de tal manera que al avisarle de la conde-
nación que le está preparada, lo llama a la salvación. Y si él obedece, a
mano tiene la reconciliación y la vuelta a la comunión de la Iglesia. El
anatema muy pocas veces o casi nunca se usa.
Por tanto, aunque la disciplina eclesiástica prohiba comunicar fami-
liarmente y tener estrecha amistad con los excomulgados, sin embargo
hemos de procurar por todos los medios posibles que se conviertan a
mejor vida, y se acojan a la compañía y unión de la Iglesia, como el
mismo Apóstol 10 enseña: "No lo tengáis por enemigo, sino amonestadle
como a hermano" (2 Tes. 3,15). Si no se tiene este espíritu humanitario,
tanto en particular como en general, se corre el peligro de que la disciplina
se convierta pronto en oficio de verdugos.
1 Costumbres de la Iglesia y de los maniqueos, lib. n, cap. XITl, 27; Contra Fausto,
cap. xxx, S.
• Eusebio, Historia eclesiástica, lib. V, cap. XXIII, 2, muestra que el ayuno antes de
Pascua era muy corto. Algunos ayunaban un día; otros cuarenta horas.
• Alusión a los cuarenta días de ayuno de Jesucristo antes de la tentación. La palabra
Cuaresma - en latín quadragesima - significa cuarenta; o sea cuarenta días antes
de Pascua; cfr. san Agustín, Cartas, LV, cap. xv,
LIBRO IV - CAPÍTULO XII 983
1 Hay que leer primera carta a Genaro, ep. L1V, cap. 11, 2.
Cartas, L11, 12.
984 LIBRO IV - CAPÍTULO XII
los ricos; ellos ayunan simplemente para comer más costosa y espléndida-
mente.
Pero no quiero alargarme en una cosa tan clara y manifiesta. Sola-
mente afirmo que los papistas, tanto en sus ayunos como en todo el
resto de su disciplina, no tienen cosa alguna buena, sincera, bien orde-
nada y compuesta, de la que puedan enorgullecerse.
24. Objetan que los sacerdotes deben diferenciarse en algo del pueblo.
¡Como si el Señor no hubiera previsto con qué ornato deben los
sacerdotes resplandecer! Al hablar así acusan al Apóstol de haber per-
turbado el orden y confundido el decoro eclesiástico; puesto que al pro-
poner la idea perfecta del buen obispo, entre las dotes que exige en él
se atreve a poner el matrimonio (1 Tim. 3, 2). Bien sé cómo interpretan
ellos esto; a saber, que no ha de ser elegido por obispo el que tuviere
una segunda mujer. Concedo que esta interpretación. no es nueva; pero
bien claro se ve por el contexto que es falsa; porque luego prescribe cómo
han de ser las mujeres de los obispos y diáconos (1 Tim, 3, 11). Vemos.
pues, cómo san Pablo nombra entre las principales virtudes de un buen
obispo el matrimonio; pero éstos dicen que es un vicio intolerable en
los eclesiásticos. Y lo que es peor; no contentos con vituperado de esta
manera en general, van más adelante y lo llaman suciedad y polución
de la carne, según, las propias palabras del papa Siricio a los obispos de
España, que los romanistas citan en sus cánones. 1
Que cada uno reflexione de qué almacén procede esto. Cristo honra
tanto el matrimonio, que quiere que sea una imagen de su sagrada unión
con la Iglesia (El'. 5,22-23). ¿Qué se podria decir más honorifico para
enaltecer la dignidad del matrimonio? ¿Con qué cara entonces, se atreven
a llamar inmundo y sucio a aquello en lo que resplandece la semejanza
espiritual de la gracia de Cristo?
CAPÍTULO XIII
LOS VOTOS.
CUÁN TEMERARIAMENTE SE EMITEN EN EL PAPADO PARA
ENCADENAR MISERABLEMENTE LAS ALMAS
1 De Orange.
992 LIBRO IV - CAPITULO XIII
Claramente vemos con cuán horrendos castigos aflige Dios a cada paso
tal arrogancia y menosprecio nacido de la excesiva confianza en sus
dones. Los más secretos no los nombro por pudor; y ya es excesivo lo
que se insinúa.
Está fuera de duda que no se debe hacer voto de nada que nos impida
cumplir las obligaciones de nuestra vocación. Así, si un padre de familia
hiciera voto de dejar a sus hijos y a su mujer y tomar otro género de
vida; o si el que tiene dotes de magistrado hace voto, cuando lo eligen,
de llevar una vida retirada.
En cuanto a lo que hemos afirmado, que no debemos menospreciar
nuestra libertad, puede ofrecer alguna dificultad, si no se explica. Breve-
mente expuesto, el sentido es que, como quiera que el Señor nos ha hecho
señores de todas las cosas y las ha sometido a nosotros, para que usemos
de ellas a nuestra comodidad, no hemos de esperar que hacemos un
servicio a Dios, sometiéndonos a cosas exteriores que deben servirnos
de ayuda. Digo esto, porque algunos procuran ser alabados de humildes
ateniéndose a muchas prescripciones, de las que el Señor con toda razón
quiso que estuviésemos libres y que no nos preocupásemos de ellas. Por
tanto, si queremos evitar este peligro, tengamos siempre en la memoria,
que no debemos apartarnos del orden que el Señor ha establecido en su
Iglesia.
nosotros. Porque como quiera que la estipulación que Dios hace, exi-
giendo que le sirvamos, está incluida en el pacto de la gracia, quc con-
tiene la remisión de los pecados y la regeneración para hacer de nosotros
criaturas nuevas, la promesa que allí hacemos supone la petición del
perdón y de la ayuda necesaria del Espíritu Santo para nuestra debilidad.
1 Calvínc recuerda aquí la falsa distinción entre consejos y preceptos; los consejos
no están ordenados a todos; los preceptos son mandamientos obligatorios para
todos. Cfr. Tomás de Aquino, Suma teológica, p. Il, qu. 108, arto 4; p. II, 2, qu. 184,
arto 3.
LIBRO JV - CAPÍTULO XI]] 999
monaquismo que es una regla de vida más perfecta que la común, dada
por Dios a toda su Iglesia. Todo cuanto se edifique sobre este funda-
mento no puede ser sino abominable.
la paz entre los suyos. Por eso afirmo que cuantos monasterios hay
actualmente son otros tantos conventículos de cismáticos, que turbando
el orden de la Iglesia, se han separado de la legítima compañia de los
fieles.
y para que esta separación quede bien patente, se han puesto diversos
nombres de sectas, y no se han avergonzado de aquello que san Pablo
detesta sobre todas las cosas. A no ser que pensemos que los corintios
dividían a Cristo, cuando cada uno se gloriaba de su propio doctor, y en
cambio ahora no se infiere injuria ninguna a Cristo cuando oímos que
en lugar de llamarse cristianos, unos de llaman benedictinos, otros fran-
ciscanos, otros dominicos; y a la vez que se llaman así intentan díferen-
ciarse de los demás cristianos, considerando muy altivamente estos titulas
como una profesión especial.
los otros, del mismo modo no afirmo que los frailes hayan degenerado
tanto de aquella santidad antigua, que no queden aún entre ellos algunos
buenos. Pero estos pocos están diseminados y permanecen ocultos entre
la ingente multitud de los malvados y los impíos; y no solamente son
menospreciados, sino también desvergonzadamente injuriados, y hasta
a veces cruelmente tratados por los demás, quienes - conforme al prover-
bio de los de Milete - piensan que no debe existir ninguno bueno entre
ellos.
dar su palabra querían volver a casarse, ¿qué otra cosa era esto, sino
rechazar la vocación de Dios? No hemos, pues, de extrañarnos que el
Apóstol diga que, al querer casarse impulsadas por sus deseos, se rebela-
ban contra Cristo. " después añade ampliando más su pensamiento, que
están tan lejos de cumplir lo que han prometido a la Iglesia. que violan
y quebrantan la fe primera que habían dado en el bautismo: en la cual
se comprende que cada uno viva conforme a su vocación. A no ser que
prefiramos entender estas palabras en el sentido de que hubieran perdido
la vergüenza, no haciendo ya caso alguno de la honestidad, al entregarse
a la lascivia y la disolución, y demostrando con su vida libre y licenciosa,
que eran cualquier cosa menos cristianas; interpretación que me agrada
mucho.
Por tanto, respondemos que las viudas que entonces se recibían para
dedicarse al ministerio público se obligaban a la ley de un celibato per-
petuo. Si después se casaban, fácilmente se comprende que acontecía lo
que san Pablo dice; que perdido el pudor, estas mujeres se hacían más
insolentes de lo que era propio de mujeres cristianas; y de esta manera
no sólo pecaban violando la fe que habían dado a la Iglesia, sino además
por no conducirse como mujeres honestas.
Mas niego, en primer lugar, que profesaran el celibato por ninguna
otra razón, sino porque no convenía al oficio y vocación que se habían
impuesto; y no se obligaban al celibato, sino en cuanto la necesidad de
su vocación lo requería.
Además, niego que estuviesen ligadas de tal manera, que no les fuese
lícito entonces casarse, antes que abrasarse con el estímulo de la carne,
o caer en alguna torpeza. o miseria.
En tercer lugar digo que san Pablo prescribe una edad en que la mayor
parte están ya fuera de este peligro; principalmente al mandar el Apóstol
que solamente fueran admitidas a este oficio las que no habían estado
casadas más de una vez, dando con ello muestras de su continencia.
Ahora bien, nosotros no impugnamos el voto del celibato sino porque
locamente es tenido como un culto que se ofrece a Dios, y porque hacen
voto de él temerariamente los que no tienen el don de la continencia.
19. Pero además, ¿con qué fundamento se aplica 10 que aquí dice san
Pablo, a las monjas: Porque las diaconisas eran elegidas, no para
adular o lisonjear a Dios con sus cantos y sus rezos entre dientes, viviendo
ociosas lo restante del tiempo; sino para que sirvieran a los pobres de
toda la Iglesia, dedicándose enteramente a las obligaciones de la caridad.
No hacían voto de celibato, como si por abstenerse del matrimonio hicie-
sen algún servicio a Dios; sino solamente para estar más libres, a fin de
cumplir sus obligaciones. Finalmente, no hacían voto de castidad al
principio de su juventud, o cuando estaban en la flor de la edad, para
que después a través de una larga experiencia fueran aprendiendo en qué
precipicio se habían expuesto a caer; sino cuando ya era verosímil que
había pasado todo el peligro; entonces, y no antes, hadan un voto, no
menos seguro que santo.
Mas, dejando a un lado 10 demás, afirmo que no era lícito recibir a
una viuda menor de sesenta años, puesto que el Apóstol lo había prohi-
LIBRO IV - CAPÍTULO XIII 1005
bido, ordenando a las más jóvenes que se casaran (J Tim. 5,9.14). Por
tanto, no admite excusa alguna el que se haya llegado a señalar como
término para hacer el voto los treinta anos, los veinte, y hasta los doce.!
y mucho menos es tolerable que las pobres jóvenes, antes que puedan
conocerse a sí mismas y tener alguna experiencia propia se aten con
aquellos malditos lazos; a lo cual no solamente son inducidas por engaño,
sino incluso a la fuerza y con amenazas.
1 El francés pone: 48, 4{} Y30 años. Cfr. Concilio de Zaragoza (380); can. 8; Concilio
Calcedonense (451 l, can. 15; Concilio de Hipona (393), can. 1.
1006 LIBRO IV - CAPÍTULO XIII, XIV
conciencias timoratas esta sola razón: que todas las obras que no manan
y proceden de una fuente limpia y se dirige a un fin legítimo, Dios las
repudia; y de tal manera las repudia, que no menos nos prohíbe seguir
adelante con ellas que comenzarlas. De aquí se concluye que los votos
hechos con ignorancia y supersticiosamente, ni Dios los estima, ni los
hombres deben cumplirlos.
21. Refutación de las calumnias contra los monjes que han abandonado
el convento
El que conozca esta solución podrá también defender contra las
calumnias de los malos a los que salen de los monasterios y se consagran
a algún género honesto de vida. Los acusan de haber quebrantado grave-
mente la fe, y de ser perjuros por haber roto el vínculo, según comúnmente
se cree, indisoluble, con el que estaban obligados a Dios y a la Iglesia.
Mas yo afirmo que no existe vínculo alguno, cuando Dios anula y deshace
lo que el hombre promete. Además, aun suponiendo que estuvieran obli-
gados cuando vivían en el error y en la ignorancia de Dios, afirmo que
ahora son libres por la gracia de Cristo, después de haber sido iluminados
con la luz de la verdad. Porque si la cruz de Cristo tiene tanta virtud
que nos libra de la maldición de la Ley, a la que estábamos sujetos (Gál.
3,13), ¡cuánto más nos librará de lazos extraños, que no son más que
engañosas redes de Satanás! Por tanto, todos aquellos a quienes Jesu-
cristo ha iluminado con la luz de su Evangelio, no hay duda que los
libra de los lazos en que habían caído por la superstición.
y aún tienen otra excusa, si no eran aptos para el celibato. Porque si
un voto imposible es una destrucción segura del alma - la cual Dios
quiere que se salve, y que no se pierda -, se sigue que no deben perseverar
en él. Ahora bien, cuán imposible es el voto de continencia para los que
no tienen el don particular de ella, ya 10 hemos demostrado, y la misma
experiencia lo prueba sin necesidad de palabras. Porque nadie ignora
cuánta suciedad hay en casi todos los conventos. Y si algunos parecen
más honestos, no son castos, porque dentro de sí reprimen la incontinen-
cia y no dejan que aparezca fuera.
De esta manera castiga Dios con ejemplos horribles el atrevimiento
de los hombres, cuando olvidándose de su flaqueza, afectan contraria-
mente a su naturaleza lo que se les ha negado, y menospreciando los reme-
dios que Dios ha puesto en sus manos, piensan vencer con su obstinación
y contumacia la enfermedad de su incontinencia. Porque, ¿de qué otra
manera lo llamaremos, sino contumacia, cuando uno, avisado de que
tiene necesidad de casarse y que éste es el remedio que Dios le ha dado,
no solamente lo menosprecia, sino incluso se obliga con juramento a
menospreciarlo?
CAPÍTULO XIV
LOS SACRAMENTOS
1 Hay que subrayar que Calvino no habla de una grada sino de "la" gracia de Dios;
por la cual se debe entender el don gratuito de su perdón y de su fuerza viviente.
• La Catequesis XXVI SO; Cartas. lOS, IlI, 12.
1008 LIBRO IV - CA P!TULO XIV
1 Las antiguas ediciones indican como referencia: Homilia 60, Al Pueblo. Esta homilía
impresa en las obras de Crisóstomo aparecidas en Basilea (t. IV, p. 581), se omite
en las ediciones modernas.
LIBRO IV - CAPÍTU LO XIV 1009
los edictos de los príncipes, que son cosas transitorias y caducas. Porque
el creyente, cuando tiene ante los ojos los sacramentos, no se detiene en
10 que ve, sino que por una piadosa consideración se eleva a contemplar
los sublimes misterios encerrados en los sacramentos, según la conve-
niencia de la figura sensible con la realidad espiritual.
6. Los sacramentos son signos del pacto, pilares de la fe
y como el Señor llama a sus promesas pactos o alianzas (Gn. 6,18;
9,9; 17,20-2\), y a los sacramentos, señales y testimonios de los pactos,
podemos servirnos perfectamente de la semejanza de los pactos y alianzas
humanas.
Los antiguos tenían por costumbre matar una cerda en confirmación
de sus pactos. ¿De qué hubiera servido la cerda muerta, si no existieran
las palabras del acuerdo, o mejor dicho, si no precedieran al mismo?
Porque muchas veces se matan cerdas, sin que haya en ello misterio
alguno. ¿De qué serviría darse la mano?, porque muchas veces los hom-
bres estrechan la de sus enemigos para causarles daño. Pero cuando pre-
ceden las palabras del acuerdo, con tales señales se confirman los mismos,
aunque ya antes hayan sido hechos, establecidos y determinados.
Por tanto, los sacramentos son unos ejercicios que nos dan una certi-
dumbre mucho mayor de la Palabra de Dios. Y como nosotros somos
terrenos, se nos dan en cosas terrenas, para enseñarnos de esta manera
conforme a nuestra limitada capacidad y llevarnos de la mano como a
niños. Ésta es la razón por la que san Agustín llama al sacramento
"palabra visible", 1 porque representa las promesas de Dios como en
un cuadro, y las pone ante nuestros ojos al vivo y de modo admirable.
Se puede proponer otras semejanzas para explicar más clara y plena-
mente los sacramentos, como llamarlos columnas de nuestra fe. Porque
así como un edificio se mantiene en pie y se apoya sobre su fundamento,
pero está mucho más seguro si se le ponen columnas debajo, igualmente
la fe descansa en la Palabra de Dios, como sobre su fundamento; pero
cuando se le añaden los sacramentos, encuentra en ellos un apoyo aún
más firme, como si fueran columnas. También se les podría llamar espejos
en que podemos contemplar las riquezas de la gracia de Dios, que su
majestad nos distribuye. Porque en ellos, como queda dicho, se nos
manifiesta en cuanto nuestra cortedad puede comprenderlo, y se nos
atestigua mucho más claramente que en la Palabra, su benevolencia y
el amor que nos tiene.
7. Crítica de los que debilitan la utilidad y eficacia de los sacramentos
No argumentan bien cuando de aquí pretenden probar que los sacra-
mentos no son testimonios de la gracia de Dios, puesto que también se
dan a los malvados, los cuales, sin embargo, no sienten que Dios les sea
más propicio; sino que por el contrario se hacen acreedores, por reci-
birlos, de mayor condenación. Porque según esa misma razón, ni el
Evangelio sería testimonio de la gracia de Dios, pues muchos lo oyen
y lo menosprecian. Más aún: ni Cristo mismo lo seria, ya que muchos
le vieron y conocieron, y muy pocos' le recibieron.
1 Tratados sobre san Juan, LXXX, 3; Contra Fausto, lib. XIX, cap. XVI.
LlBRO IV - CAPÍTULO XIV 1011
pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios, dijo que no fueron partí-
cipes de la circuncisión (EL2, 11-12). Con lo cual quiere decir que quedan
excluidos de la promesa quienes no habían recibido el signo de la misma.
Ponen otra objeción: que la gloria de Dios se da a las criaturas, con
lo cual se atribuye a ellas tanta virtud, cuanto es 10 que se quita a Dios.
Esto se soluciona fácilmente diciendo que no ponemos virtud alguna en
las criaturas. Solamente afirmamos que Dios usa de los medios e instru-
mentos que Él sabe son necesarios para que todas las criaturas se sometan
a su gloria, puesto que Él es el Señor y Juez de todas las criaturas. Y así
como por medio del pan sustenta nuestros cuerpos, y por medio del sol
ilumina al mundo, y mediante el fuego calienta; y sin embargo, ni el
pan, ni el sol, ni el fuego son nada, sino en cuanto Él por medio de estos
instrumentos nos dispensa sus bendiciones; de la misma manera, espiri-
tualmente sustenta nuestra fe por medio de los sacramentos, cuyo único
oficio es poner ante nuestros ojos las promesas, y servirnos como prenda
de ellas. Y asi como es nuestro deber no poner confianza alguna en las
otras criaturas, de las que el Señor en su liberalidad quiso que nos sir-
viésemos y por cuyo medio nos da 10 que necesitamos, sin que las esti-
memos y alabemos como si ellas fueran la causa de nuestro bien; así
tampoco debemos poner nuestra confianza en los sacramentos, ni debe-
mos quitar la gloria a Dios y dársela a ellos; sino que, dejando a un lado
todas las cosas, debemos dirigir y elevar nuestra fe y alabanza a Aquel
que es el autor de los sacramentos y de todos los demás bienes.
sino una vana e inútil figura. y para no recibir el signo solo sin su verdad,
sino la cosa significada y el signo que la representa, es preciso llegar por
la fe a la palabra que en él se contiene. De esta manera, cuanto aprove-
chéis por el sacramento en la comunicación con Cristo, tanto provecho
recibiréis de ellos.
23. Los sacramentos del Nuevo Testamento no son superiores a Jos del
Antiguo Testamento
El dogma de los escolásticos, que establece tanta diferencia entre los
sacramentos de la vieja y la nueva Ley, como si aquéllos no sirviesen sino
para representar y figurar la gracia de Dios, y losde la nueva la mostrasen
y la diesen, debe ser totalmente excluido. Porque san Pablo no habla más
admirablemente de los unos que de los otros, cuando enseña que los
patriarcas del Antiguo Testamento comieron juntamente con nosotros
el mismo alimento espiritual, y explica que este alimento era Cristo
(1 Cor.1O,3--4). ¿Quién se atreverá a declarar vano aquel signo que daba
a los judíos la verdadera comunión de Cristo? La cuestión que allí trata
el Apóstol aboga claramente en nuestro favor. Porque para que nadie,
confiado en un frío conocimiento de Cristo, en un título vano de cristia-
nismo y en unos signos externos, se atreva a hacer caso omiso del juicio
de Dios, pone el Apóstol ante nuestros ojos los ejemplos de la severidad
con que Dios castigó al pueblo judío, advirtiendo que con esos mismos
ejemplos nos castigará a nosotros si seguimos sus huellas, cometiendo
los vicios en que ellos cayeron. Así pues, para que la comparación fuese
adecuada, hubo de probar que no hay entre ellos y nosotros desigualdad
alguna en estos bienes, de los que nos prohíbe gloriarnos falsamente.
Ypor eso nos equipara a ellos ante todo en los sacramentos, y no nos
concede la menor prerrogativa que pueda darnos alguna esperanza de
escapar del peligro. Ni debemos atribuir a nuestro Bautismo más de lo
que en otro lugar atribuye a la circuncisión, cuando la llama "sello de
la justicia de la fe" (RomA, 11). Así que cuanto se nos presenta a nosotros
actualmente en los sacramentos, todo lo recibían antiguamen te los j udios
en los suyos; a saber, a Cristo con sus riquezas espirituales. La misma
virtud que tienen nuestros sacramentos, ésa misma tenían los judíos en
los suyos; les servían de sellos de la benevolencia de Dios para la espe-
ranza de la vida eterna.
Si nuestros oponentes hubieran entendido la Epístola a los Hebreos,
no se hubieran engañado tanto. Como leían en esta carta que los pecados
no se habían purificado con las ceremonias legales y que las sombras
antiguas no servían para alcanzar la justicia (Heb.lO, 1), fijándose única-
mente en que la Ley no sirvió de nada a quienes la guardaron, sin tener
en cuenta la comparación de que allí se trata, pensaron simplemente que
las figuras eran vanas y estaban vacías de verdad. Pero la intención del
LIBRO IV - CAPÍTULO XIV 1025
25. ¿En qué sentido las ceremonias judías eran sombras de fas cosasfuturas?
No es tan fácil de resolver lo que poco antes he citado: que todas
las ceremonias judaicas fueron sombra de lo que ha de venir, pero el
cuerpo es de Cristo (Col. 2,17). Y lo más difícil de todo es lo que se dice
en muchos pasajes de la Carta a los Hebreos: que la sangre de los ani-
males no llegaba a la conciencia (H eb. 9,9); que la ley fue sombra de los
bienes futuros, no imagen expresa de las cosas; I que los que guardaban
1 Calvino sigue aquí palabra por palabra, en la cita de Heb. 10, 1, el griego n'!', flxóTa
no;' :1rQUJ'tllÍTW", y ellatin de la Vulgata "imaginem rerum", que nuestros modernos
traducen: "la forma real de las cosas". En su comentario de este pasaje, explica:
"El Apóstol toma esta semejanza del arte de la pintura ... ; porque los pintores
tienen la costumbre de trazar a carbón lo que se proponen representar, antes de
tener los vivos colores del pincel".
1026 LIBRO IV - CAPÍTULO XIV
26. Los sacramentos del Antiguo Testamento y los del Nuevo no difieren
sino en grado
Puede que las grandes alabanzas de los sacramentos que se leen en
los autores antiguos hayan engañado a estos infelices sofistas. Así por
ejemplo, lo que dice san Agustín: "Los sacramentos de la ley antigua
solamente prometían al Salvador; pero los nuestros dan la salvación"."
Al no advertir que este modo de hablar era hiperbólico, expusieron sus
dogmas también hiperbólicamente, pero en un sentido muy diferente de
los antiguos. Porque san Agustín no quiso decir otra cosa sino lo mismo
que en otro lugar: que los sacramen tos de la Ley de Moisés preanunciaban
CAPÍTULO XV
EL BAUTISMO
2. Testimonio de la Escritura
En este sentido hay que tomar lo que escribe san Pablo, que la Iglesia
es santificada en el lavamiento del agua por la palabra de vida (Ef. 5,26).
Y en otro lugar: "Nos salvó por su misericordia, por el lavamiento de
la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo" (Tit. 3, 5). Y lo
que dice san Pedro, que el Bautismo nos salva (l Pe. 3, 21). Porque san
Pablo no quiere decir que nuestro lavamiento y salvación se verifiquen
con agua, y que el agua tenga en si misma virtud para purificar, regenerar
y renovar, ni que en ella resida la causa de la salvación; solamente quiere
1 Gregorio Nacianceno, Discurso XL, JI; Gregorio de Nisa, Discurso contra los que
difieren el Bautismo.
1030 LIBRO IV - CAPÍTULO XV
11. Lo segundo es que esta perversidad jamás cesa en nosotros, sino que
produce sin cesar nuevos frutos; es decir, aquellas obras de la carne,
que hemos mencionado; igual que un horno encendido arroja continua-
mente llamas y chispas; o como un manantial, que no deja de manar
agua. Porque la concupiscencia nunca jamás muere ni se apaga en los
hombres por completo hasta que, libres por la muerte del cuerpo de
muerte, son totalmente despojados de sí mismos.
Es verdad que el Bautismo nos promete que nuestro Faraón está aho-
gado, y asimismo la mortificación del pecado; sin embargo no de tal
manera, que ya no exista ni nos dé que hacer, sino solamente que no
nos Vencerá. Porque mientras vivamos encerrados en la cárcel de nuestro
cuerpo, las reliquias del pecado habitarán en nosotros; mas si tenemos
fe en la promesa que se nos ha hecho en el Bautismo, no se enseñoreará
ni reinará en nosotros.
Mas que ninguno se engañe ni se lisonjee de su mal, cuando oye que
el pecado habita siempre en nosotros. Esto no se dice para que los
hombres se duerman tranquilamente en sus pecados, pues ya son dema-
siado propensos a pecar; solamente se les dice, para que no titubeen ni
desmayen los que se ven tentados y atormentados por su carne; antes
bien, consideren que .se encuentran en camino, y crean que han aprove-
chado mucho si experimentan que su concupiscencia va cada día dis-
mínuyendo, siquiera un poquito. hasta que, al fin lleguen a donde se
dirigen; es decir, a la destrucción final de la carne, que tendrá lugar en
la muerte, Entretanto, que no dejen de pelear animosamente y de ani-
marse a ganar terreno, incitándose a lograr la victoria. Pues debe ani-
marles ver que después del esfuerzo, aún les quedan grandes dificultades;
ya que con ello tienen mayor ocasión de progresar en la virtud.
En conclusión: 10 que debemos retener de este tema es que somos
LIBRO IV ~ CAPíTULO XV 1035
13. 2°. El Bautismo sirve para nuestra confesián delante de los hombres
De esta manera el Bautismo sirve de confesión delante de los hom-
bres. Porque es una nota con la que públicamente profesamos que quere-
mos ser contados en el número del pueblo de Dios; con lo cual testifica-
mos que convenimos con todos los cristianos en el culto de un solo Dios
y en una religión; con la cual, finalmente afirmamos públicamente nuestra
fe, de tal manera que no solamente nuestros corazones, sino nuestra
1036 LIBRO IV - CAPÍTULO XV
completo. Así que 10 que quiso decir Ananías es esto: Para que tú,
Pablo, estés cierto de que tus pecados te son perdonados, bautlzate ;
como el Señor promete en el Bautismo la remisión de los pecados, recí-
bela y asegúrate de ella.
Mi intención no es rebajar la virtud del Bautismo, diciendo que la cosa
significada y la verdad no estan unidas con el Bautismo en cuanto Dios
obra por medios externos. Sin embargo afirmo que de este sacramento,
ni más ni menos que de los otros, no recibimos nada, sino en cuanto lo
recibimos por la fe. Si no hay fe, el Señor servirá de testimonio de nuestra
ingratitud, con el cual seremos declarados culpables ante el juicio de
Dios de haber sido incrédulos a la promesa que en el sacramento se
nos hizo. Y en cuanto es un signo y un testimonio de nuestra confesión
debemos manifestar que nuestra confianza se apoya en la miseri-
cordia de Dios, y nuestra purificación en la remisión de los pecados
que hemos alcanzado por Jesucristo; y que entramos en la Iglesia de
Dios para vivir unidos con todos los fieles en un mismo sentimiento
de fe y caridad. Esto es lo que quiso significar san Pablo, cuando dice
que "por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo" (1
Cor.12,13).
inútilmente, de manera que fuese necesario reiterarla, sino que les bastó
volver a su puro origen.
La objeción, que el Bautismo debe ser administrado en compañía de
los fieles, no prueba que lo parcialmente vicioso corrompa toda la virtud
del Bautismo. Porque cuando enseñamos lo que debe guardarse para que
el Bautismo sea puro y esté limpio y libre de toda suciedad, no destruimos
la institución de Dios, aunque los idólatras la corrompan. Y así cuando
la circuncisión en tiempos pasados estaba corrompida con numerosas
supersticiones, no por eso dejó de ser tenida por señal de la gracia de
Dios. Ni tampoco Josias ni Ezequías cuando reunieron a todos los israe-
litas que se habían apartado de Dios, los hicieron circuncidar de nuevo
(2 Re. 23; 2 er.29).
como si antes fueran extraños a la Iglesia; sino para que por esta solemne
señal se declare que los reciben en ella como miembros que ya eran de
la misma. Porque cuando el Bautismo no se omite ni por desprecio, ni
por negligencia, no hay motivo alguno de temor.
En conclusión; lo mejor es honrar el orden establecido por Dios; es
decir, que no recibamos los sacramentos de mano de nadie más que de
aquellos a quienes ha confiado tal dispensación. Y cuando no los pode-
mos recibir de esta manera, no pensemos que la gracia de Dios está de
tal manera ligada a los sacramentos, que no la podemos conseguir en
virtud de la sola Palabra del Señor.
CAPlTULO XVI
Respuesta a tres objeciones, Pero, quizá diga alguno, ¿qué relación hay
entre que Cristo abrazara a los niños y el Bautismo? Porque no se dice
1048 LIBRO IV - CAPÍTULO XVI
que Él los haya bautizado, sino sólo que los ha recibido, abrazado y
orado por ellos. Por tanto, si queremos seguir este ejemplo del Señor, será
necesario orar por los niños, pero no bautizarlos, pues Él no lo hizo.
Consideremos mejor nosotros lo que Jesucristo hizo; pues no debemos
dejar pasar a la ligera y sin más consideración el mandato del Señor de
que le presenten los niños; y la razón que luego añade; porque de ellos
es el reino de los cielos. Y además, luego muestra de hecho su voluntad,
abrazándolos y orando por ellos al Padre. Si es razonable llevar los niños
a Cristo, ¿por qué no 10 será también admitirlos al Bautismo, que es la
señal exterior mediante la cual Jesucristo nos declara la comunión y
sociedad que con Él tenemos? Si el reino de los cielos les pertenece,
¿cómo negarles la señal por la que se nos abre como una entrada en la
Iglesia, para que ingresando en ella seamos declarados herederos del
reino de Dios? ¿No seríamos muy perversos, si arrojásemos fuera a quie-
nes el Señor llama a si? ¿Si les quitásemos lo que Él les da? ¿Si cerrásemos
la puerta a quienes Él la abre? Y si se trata de separar del Bautismo lo
que Jesucristo ha hecho, ¿qué es más importante, que Cristo los haya
recibido, haya puesto las manos sobre ellos en señal de santificación,
haya orado por ellos, demostrando así que son suyos; o que nosotros
testifiquemos con el Bautismo que pertenecen a su pacto?
Las sutilezas que aducen para escabullirse de este texto de la Escritura
son del todo frívolas. Querer probar que estos niños eran ya mayores,
en virtud de que Cristo dice: dejadlos que vengan a mí, evidentemente
repugna a lo que dice el evangelista, que los llama niños de pecho; pues
eso significan las palabras que emplea. Y, por tanto, la palabra venir,
simplemente significa aquí acercar." He aquí cómo los que se endurecen
contra la verdad buscan en cada palabra ocasión de tergiversar las cosas.
No es más sólida la objeción de que Cristo no dice: el reino de los
cielos pertenece a los niños; sino: el reino de los cielos pertenece a los
que son semejantes a los niños. Porque si esto fuera así, ~qué fuerza
tendría la razón de Cristo, que los niños deben acercarse a El? Cuando
dice: dejad que los niños vengan a mí, no hay duda que entiende los
niños en edad. Y para mostrar que es razonable que así sea, añade:
porque de los tales es el reino de los cielos. Si es necesario comprender a
los niños, se ve claramente que el término tales quiere decir: a los niños
y a los que son semejantes a ellos pertenece el reino de los cielos.
1 Calvino alude al texto de san Lucas, que contiene, en efecto, los términos de "niño
de pecho" <Pqi'l'r¡), y llevar (n~ai'l'tqOO') (Le. 18,15).
LIBRO IV - CAPITULO XIV 1049
1 En el lib. n, cap. x.
1052 LIBRO IV - CAPÍTULO XVI
Testimonio de san Pablo. Por esta causa, san Pablo, queriendo demos-
trar que los gentiles son hijos de Abraham exactamente igual que los
judios, dice así: Abraham fue justificado por la fe, antes de ser circunci-
dado; después recibió la circuncisión como signo de la justicia, para
que fuese padre de todos los creyentes, incircuncisos y circuncidados;
no de aquellos que se glorian de la sola circuncisión, sino de los que
siguen la fe que nuestro padre Abraham tuvo en la incircuncisión (Rom.
4,10-12). Vemos cómo equipara los unos a los otros en dignidad. Porque
Abraham fue todo el tiempo que Dios dispuso, padre de los fieles circun-
cidados; pero cuando la pared se derrumbó, como dice el Apóstol, para
abrir la puerta a los que estaban fuera y que entrasen en el reino de Dios
(Ef. 2, 14}, fue hecho padre de ellos, aunque no estuviesen circuncidados,
porque el Bautismo les servía de circuncisión. Y lo que el Apóstol niega
expresamente: que Abraham no haya sido padre más que de los que no
tenían otra cosa sino la circuncisión, lo dijo ex professo para abatir la
va na confian za de aJgunos judíos, que sin hacer caso alguno de la piedad,
se preocupaban mucho de las meras ceremonías. Y lo mismo se podría
decir del Bautismo, para refutar el error de aquellos que no buscan otra
cosa en él sino el agua solamente.
]4, Pero, ¿qué es lo que el Apóstol quiere decir en otro lugar, cuando
enseña que los verdaderos hijos de Abraham no son quienes lo son
según la carne, sino según la promesa (Rom. 9, 7-8)? Ciertamente de aquí
quiere concluir que el parentesco según la carne no sirve de nada. Pero
es preciso que consideremos atentamente lo que el Apóstol trata en este
lugar. Queriendo demostrar a los judios que la gracia de Dios no está
ligada a la descendencia de Abraham según la carne, y que este parentesco
en si mismo no merece estima alguna, en confirmación de esto aduce,
en el capítulo nono, el ejemplo de Ismael y Esaú, los cuales, si bien eran
descendientes de Abraham según la carne, sin embargo fueron desechados
como extraños, recayendo la bendición sobre Isaac y Jacob; de lo cual
LIBRO IV ~ CAPíTULO XVI 1053
15. Conclusión. - Los judíos y los cristianos participan del beneficio del
mismo pacto
He aquí, pues, de cuánta importancia es la promesa hecha a la
posteridad de Abraham. Por eso, aunque la sola elección domine en
cuanto él esto para diferenciar a los herederos del reíno de los cielos de
quienes no lo son, sin embargo ha querido Dios poner los ojos particular-
mente en la raza de Abraham, y testimoniar esta su misericordia, y sellarla
con la circuncisión. Y lo mismo vale para los cristianos. Porque así como
san Pablo afirma en cierto lugar que los judíos son santificados por ser
de la raza de Abraham, así también en otro pasaje declara que los hijos
de los cristianos son ahora santificados por sus padres (1 COL7, 14); y,
por tanto, deben ser diferenciados de los otros, que permanecen todavía
en su impureza. De ahí se puede fácilmente juzgar que es completamente
falso lo que éstos pretenden concluír; a saber, que los niños que antigua-
mente se circuncidaban figuraban solamente la infancia espiritual, que
procede de la regeneración de la Palabra de Dios. Porque el Apóstol no
argumenta tan sutilmente cuando escribe que "Cristo Jesús vino a ser
siervo de la circuncisión ... para confirmar las promesas hechas a los
padres" (Rom. 15,8). Como si dijera: Puesto que el pacto hecho con Abra-
ham pertenece también a su descendencia, Jesucristo, a fin de cumplir
la verdad de su Padre, ha venido para llamar a esta nación a la salvación.
He aquí cómo san Pablo entiende cue la promesa se debe cumplir siempre
1054 LIBRO IV - CAPiTULO XVI
se siga que los niños no puedan ser regenerados por la virtud y potencia
de Dios a nosotros oculta y admirable, pero para Él fácil Y común.
Además, sería una cosa poco segura afirmar que el Señor no pueda de
ninguna manera manifestarse a los niños.
21. Así que la acusación de absurdo que ellos procuran aducir, la des-
hacemos de esta manera: los niños que reciben la señal de la regene-
ración y renovación, si mueren antes de llegar a la edad del discerni-
miento para comprenderlo, si son del número de los elegidos del Señor,
son regenerados y renovados por su Espíritu del modo que a Él le place,
conforme a su virtud y potencia oculta e incomprensible para nosotros.
Si llegan a una edad en que pueden ser instruidos en la doctrina del
Bautismo, comprenderán que en toda su vida no deben hacer otra cosa
sino meditar en la regeneración de la cual llevan en sí mismos la señal
desde su niñez.
De esta manera hay que entender también lo que enseña san Pablo,
que "somos sepultados juntamente con (Cristo) por el bautismo" (Rom.
6,4; CoJ.2, 12). Porque al decir esto no entiende que deba preceder al
Bautismo; solamente ensena cuál es la doctrina del Bautismo, la cual se
puede mostrar y aprender después de recibirlo, tan bien como antes.
Asimismo Moisés y los profetas muestran al pueblo de Israel lo que la
circuncisión significaba, aunque habían sido circuncidados en su niñez
(Dt. JO, 16; JerA,4).
Por tanto, si quieren concluir que todo cuanto se representa en
el Bautismo le debe preceder, se engañan grandemente, puesto que todas
LIBRO IV - CAPÍTULO XVI 1059
24. Pero la práctica de los apóstoles está de acuerdo con la doctrina del
pacto
Tampoco el Señor, cuando hizo alianza con Abraham, comenzó
diciéndole que se circuncidase sin saber por qué había de hacerlo, sino
que le explica el pacto que quiere confirmar con la circuncisión; y después
que Abraham creyó en la promesa, entonces le ordenó el sacramento.
¿Por qué Abraham no recibe la señal sino después de haber creído. yen
cambio su hijo Isaac la recibe antes de poder comprender lo que hacía?
Porque el hombre, estando ya en la edad del discernimiento, antes de ser
hecho partícipe del pacto debe saber primero qué es y en qué consiste.
LIBRO IV - CAPÍTULO XVI 1061
)20. Explicación de Mt, 28,19. Pero sobre todo aducen como prin-
cipal fundamento de su opinión la primera institución del Bautismo,
la cual, dicen, tuvo lugar, como refiere san Mateo en el capítulo último
de su evangelio, cuando Cristo dijo: "Id, y haced discípulos, bautizán-
dolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñan-
doles que guarden todas las cosas que os he mandado" (Me 28,19-20).
A lo cual unen lo que está escrito en san Marcos: "El que creyere y fuere
bautizado, será salvo" (Mc.16, 16). He aquí, dicen, cómo nuestro Señor
manda enseñar antes que bautizar, con lo cual demuestra que la fe debe
preceder al Bautismo. De hecho, lo ha demostrado con su propio ejem-
plo, pues no fue bautizado hasta la edad de treinta años (Mt.3,13;
Lc. 3,23).
LI BkO IV - CAPiTULO XVI 1063
28. Así, pues, el argumento al que tanta importancia daban resulta muy
débil. Pero no nos detendremos aquí, sino que daremos una respues-
ta más firme y sólida en defensa de la verdad; a saber, que el principal
mandamiento que el Señor da aquí a sus discípulos es que prediquen el
Evangelio; a la cual predicación añade el ministerio de bautizar, como
algo subordinado a su principal tarea. Por tanto, aqui no se habla del
Bautismo sino en cuanto va unido a la predicación y la doctrina; lo cual
se puede entender mejor exponiendo un poco más ampliamente las cosas.
El Señor envía a los apóstoles a instruir a los hombres, de cualquier
nación que fueren, en la doctrina de la salvación. ¿Qué hombres? Evi-
dentemente no entiende sino a los que son capaces de recibir la doctrina.
Luego prosigue que éstos, después de haber sido instruidos, sean bauti-
zados, añadiendo la promesa: Los que creyeren y se bautizaren serán
salvos. ¿Se hace mención alguna de los niños en toda esta argumentación?
¿Qué clase de razonamiento es entonces la que éstos emplean?: las perso-
nas mayores deben ser instruidas y han de creer antes de ser bautizadas;
se sigue, por tanto, que el Bautismo no conviene a los niños. Por más
que se atormenten no podrán deducir de este pasaje sino que se debe
predicar el Evangelio a quienes son capaces de oirlo, antes de bautizarlos,
puesto que de ellos se trata únicamente. Por tanto no se puede ver en
tales palabras impedimento alguno para bautizar a los niños.
29. Y para que todo el mundo pueda ver claramente sus engaños, les
demostraré con un ejemplo en qué se fundan.
Cuando dice san Pablo: "Si alguno no quiere trabajar, tampoco coma"
(2 Tes.3, 10), el que de ahi quisiera concluir que los niños, como no
trabajan, no deben comer, ¿no merecería que todo el mundo se riera de
él? ¿Por qué? Porque lo que se dice de una parte, ése lo aplica en general
1064 LIBRO IV - CAPiTULO XVI
a todos. Pues otro tanto hacen éstos; porque lo que se dice de las personas
mayores lo aplican a los niños, haciendo una regla general.
En cuanto al ejemplo de Cristo, no prueba nada en favor de ellos.
Dicen que Jesucristo no fue bautizado antes de los treinta años. Es ver-
dad; pero la respuesta es muy clara: que entonces quiso Él comenzar su
predicación, y con ella fundar el Bautismo, que ya san Juan había
comenzado a administrar. Queriendo el Señor instituir el Bautismo con
su propia doctrina, para dar mayor autoridad a esta institución, santificó
el Bautismo en su cuerpo; y ello cuando sabia que era más propio y
conveniente; a saber, al poner por obra el cargo de predicar que se le
habla dado.
En suma: no pueden deducir otra cosa sino que el Bautismo tiene su
origen en la predicación del Evangelio. Y si les parece que hay que
señalar el término de los treinta años, ¿por qué no guardan esto, sino
que bautizan a todos aquellos que les parece se encuentran suficiente-
mente instruidos? Incluso Servet, uno de sus maestros, que tan pertinaz-
mente insistía en los treinta años, habia ya comenzado a los veintiuno a
ser profeta. ¡Como si fuese admisible que un hombre pueda jactarse de
ser doctor de la Iglesia antes incluso de ser miembro de ella!
exigir de los niños respecto a lo que nunca han entendido? ¿Cómo podrán
anunciar la muerte del Señor, cuando ni siquiera saben hablar? Ninguna
de estas cosas se requiere en el Bautismo. Por tanto la diferencia es muy
grande entre estas dos señales; diferencia que también existió en el
Antiguo Testamento entre signos semejantes y correspondientes a éstos.
Porque la circuncisión, que evidentemente corresponde a nuestro Bau-
tismo, se aplicaba a los niños (Gn. 17, 12); pero el cordero pascual no se
daba a todos indistintamente, sino sólo a los niños capaces de preguntar
por el sentido del rito (Éx.12,26). Si esta gente tuviera un poco de discer-
nimiento, no dejaría de comprender una cosa tan clara y manifiesta.
nacido, no coma, respondo que las almas se apacientan con otro man-
teni mien to distinto del pan visible de la Cena; y, por tanto, que Cristo
no deja de ser pan con que sustentar a los niños, aunque no reciban su
señal visible: pero qce respecto al Bautismo la razón es muy diferente;
pues por él solamente se les abren las puertas para entrar en el gremio
de la Iglesia.
9". Objeta también que un buen mayordomo distribuye a su familia
el sustento a su tiempo y sazón. De muy buen grado lo admito. Pero,
¿con qué autoridad y derecho determina un momento propio en el
Bautismo, para probar que en los niños no se da el momento oportuno
de recibirlo?
JO". Aduce también el mandato de Cristo a sus apóstoles de que se
den prisa para la siega, pues ya los campos blanquean (Jn. 4,35). Con
esto Cristo no quiso decir otra cosa sino que, viendo los apóstoles el
fruto de su trabajo, se preparasen a enseñar con alegría. ¿Quién concluirá
de ahí que no hay otro tiempo conveniente y adecuado para el Bautismo
que el de la siega?
11°. Su onceno argumento es que en la Iglesia primitiva todos los
cristianos se llamaban discipulos (Hch. 11 ,26), y por esto los niño s no
pueden entrar en el número de los mismos. Pero ya hemos visto cuán
neciamente argumenta elevando a ley general lo que se dice en particular.
San Lucas llama discípulos a aquellos que habían sido instruidos y hacían
profesión de cristianos, igual que en tiempo de la Ley, los judíos se 1Ia·
ruaban discípulos de Moisés; pero ninguno concluirá de aquí que los
niños eran extraños, cuando Dios había declarado que eran sus familiares,
y como tales los ha considerado.
12". Dice también que todos los cristianos SOIl hermanos, y que si
no damos la Cena a los niños, no los tenemos por tales. Pero yo vuelvo
a mi principio: que no son herederos del reino de los cielos sino quienes
son miembros de Cristo, y que el honrar y abrazar Cristo a los niños fue
una verdadera señal de su adopción. mediante la cual los ha unido a los
mayores. El que durante algún tiempo no sean admitidos <1 la Cena, no
impide que sean verdaderamente miembros de la Iglesia. Porque el ladrón
que se convirtió en la cruz no dejó de ser hermano de todos los fieles por
no haber recibido nunca la Cena.
13". Añade luego que ninguno es hermano nuestro sino por el Espi-
ritu de adopción, que solamente se da por la fe (Rom. 10,17). Respondo
que no hace más que cantar siempre la misma canción, aplicando sin
propósito a los niños lo que solamente está dicho de los mayores. Enseña
allí san Pablo que Dios comúnmente llama a sus elegidos a la fe susci-
tando buenos doctores, por cuyo ministerio y diligencia les tiende la
mano. Mas, ¿quién se atreverá a imponerle a Dios ley rara que no
incorpore a los niños a Jesucristo por otro camino secreto?
/40, la objeción de que Cornelio fue bautizado después de haber
recibido el Espíritu Santo es tan desatinada como querer convertir en
regla general un caso particular. Lo cual se ve por el eunuco y los sama-
rita nos (Hch, 8, 17. 38; 10,44), con los cuales Dios observó un orden
diverso, queriendo que fuesen bautizados antes de recibir el Espíritu.
15°. La razón décimoquinta es bien necia. Afirma que por la regenera-
1068 LIBRO IV - CAPÍTULO XVI
ción nosotros somos hechos dioses; y que son dioses aquellos a quienes
se ha anunciado la Palabra de Dios (Jn.1O,35), lo cual no es propio de
los niños. El atribuir la divinidad a los fieles es uno de sus desvaríos
del que no quiero tratar ahora. Pero obra descaradamente al traer por
los cabellos el texto del salmo, torciéndolo en otro sentido muy diferente.
Cristo dice que los reyes y los magistrados son llamados dioses por el
profeta, porque Dios los ha constituido en su estado y dignidad. Este
sutil doctor, lo que se dice de modo especial del cargo de gobernar 10
aplica a la doctrina del Evangelio, para arrojar a los niños del seno de
la Iglesia.
16'-'. Arguye también que los niños no deben ser tenidos por hombres
nuevos, pues no son engrendrados por la Palabra. Pero vuelvo a repetir
lo que tantas veces he dicho: que la doctrina del Evangelio es la semilla
incorruptible para regenerar a aquellos que son capaces de recibirla; pero
en cuanto a los que por su edad no son capaces de ser enseñados, Dios
tiene sus medios y caminos para regenerarlos.
17'-'. Vuelve luego a las alegorías: que los animales bajo la Ley no
fueron ofrecidos de recién nacidos (Éx. 12,5). Si es lícito traer así figuras
a nuestro talante, podría replicarle que todos los primogénitos eran
consagrados a Dios apenas salían del vientre de sus madres (Éx. ]3,2).
De donde se sigue que para santificar a los niños no debemos esperar a
que lleguen a ser adultos, sino que deben ser dedicados y ofrecidos desde
su nacimiento.
180 • Porfia también diciendo que ninguno puede llegar a Cristo si no
ha sido preparado por el Bautista. Como si el oficio de san Juan no
hubiera sido temporal. Pero aun dado esto, afirmo que tal preparación
no tuvo lugar en los niños que Cristo abrazó y bendijo. Por tanto no
hagamos caso de ella, ni de su falso principio.
190 . Finalmente cita en defensa suya a Mercurio Trismegisto ' y las
Sibilas, según los cuales las abluciones sagradas no convienen sino a
personas de edad. He aquí en qué estima y reverencia tiene el Bautismo
de Cristo, que quiere regularlo conforme a los ritos profanos de los
paganos, de tal manera que sea administrado como lo prescribe Trisme-
gisto, discípulo de Platón. Pero la autoridad de Dios debe ser para nos-
otros de mayor estima; y a Él le ha placido dedicar a si mismo los niños,
santificándolos con una señal solemne, cuya virtud aún no entienden.
y no creemos lícito tomarde las explicaciones de los gentiles cosa alguna
que mude o altere en nuestro Bautismo la inviolable y eterna Ley de
Dios, que Él ordenó en la circuncisión.
200 . Como conclusión argumenta de esta manera: si es lícito bautizar
a los niños que carecen de entendimiento, también será válido el Bautismo
que dan los niños cuando juegan.
Respecto a esto que se las entienda con Dios, quien ordenó que la
1 Herrnes Trismegisto, 10 cual significa Mercurio el tres veces grande. A este Trisme-
giste se le atribuía un gran numero de libros neoplatónicos, libros "herméticos",
contra los cuales lucharon los Padres de la Iglesia. Clemente de Alejandría cita
cuarenta y dos libros atribuidos a Hermes Trisrnegisto, Un poco más abajo Calvino
lo menciona como uno de los discípulos de Platón.
LIBRO IV - CAPiTULO XVI 1069
CAPÍTULO XVII
El pan y el vino signos de una realidad espiritual, Ante todo, los signos
son el pan y el vino; los cuales representan el mantenimiento espiritual
que recibimos del cuerpo y sangre de Cristo. Porque como en el Bautismo,
al regenerarnos Dios, nos incorpora a su Iglesia y nos hace suyos por
adopción, así también hemos dicho que con esto desempeña el oficio de
un próvido padre de familia, proporcionándonos de continuo el alimento
con el que conservarnos y mantenernos en aquella vida a la que nos
engendró con su Palabra. Ahora bien, el único sustento de nuestras almas
es Cristo; y por eso nuestro Padre celestial nos convida a que vayamos
a Él, para que alimentados con este sustento," cobremos de día en día
mayor vigor, hasta llegar por fin a la inmortalidad del cielo. Y como
este misterio de comunicar" con Cristo es por su naturaleza incompren-
sible, nos muestra Él la figura e imagen con signos visibles muy propios
de nuestra débil condición. Más aún; como si nos diera una prenda, nos
da tal seguridad de ello, como si lo viéramos con nuestros propios ojos;
porque esta semejanza tan familiar; que nuestras almas son alimentadas
con Cristo exactamente igual que el pan y el vino natural alimentan
nuestros cuerpos, penetra en los entendimientos, por más rudos que
sean.
Vemos, pues, a qué fin se ha instituido este sacramento; a saber, para
asegurarnos que el cuerpo del Señor ha sido una vez sacrificado por
nosotros, de tal manera que ahora lo recibimos, y recibiéndolo sentimos
en nosotros la eficacia de este único sacrificio. Y asimismo, que su sangre
de tal manera ha sido derramada por nosotros, que nos pueda servir de
bebida perpetuamente. Esto es lo que dicen las palabras de la promesa,
que allí se añade: "Tomad, comed; esto es mi cuerpo, que por vosotros
es dado" (Mt.26,26; Mc.14,22; Lc.22, 19; 1 Cor.Ll , 24). Así que se nos
manda que tomemos y comamos el cuerpo que a la vez fue ofrecido por
nuestra salvación, a fin de que viéndonos partícipes de él, tengamos plena
confianza de que la virtud de este sacrificio se mostrará en nosotros.
y por eso llama al cáliz, pacto en su sangre; porque en cierta manera
renueva el pacto que una vez hizo con su sangre; o mejor dicho, lo con-
tinúa en lo que se refiere a la confirmación de nuestra fe, siempre que nos
da su preciosa sangre para que la bebamos.
1 Calvino piensa que el dicurso sobre el pan de vida del capitulo 6 de san Juan debe
interpretarse no en relación con la institución de la Santa Cena únicamente, sino
en la perspectiva de toda la obra de Cristo y de su,,jcrsona.
LIBRO IV - CAPÍTULO XVII 1013
mortal, nos ha hecho participantes de su divina inmortalidad; cuando
ofreciéndose en sacrificio, tomó sobre sí toda nuestra maldición, para
llenarnos de su bendición; cuando con su muerte devoró a la muerte;
cuando en su resurrección resucitó gloriosa e incorruptible nuestra carne
corruptible, de la cual Él se había revestido.
5. Recibimos a Cristo, pan de vida, en el Evangelio y en la Cena
Queda que esto se nos aplique a nosotros. Y se aplica cuando el
Señor Jesús se ofrece a nosotros con todos cuantos bienes tiene y nosotros
lo recibimos con fe verdadera, primero por el Evangelio; pero mucho
más admirablemente por la Cena. Así que no es el sacramento el que
hace que Jesucristo comience a ser para nosotros pan de vida, sino en
cuanto nos recuerda que ya una vez lo fue, para que continuamente sea-
mas alimentados de Él; nos hace sentir el gusto y sabor de este pan,
para que nos alimentemos del mismo. Porque nos asegura que todo esto
que Jesucristo ha hecho y padecido, es para vivificarnos. Y además, que
esta vivificación es perpetua. Porque como Cristo no sería pan de vida
si una vez no hubiera nacido, muerto y resucitado por nosotros, asi tam-
bién es menester que la virtud de estas cosas sea permanente e inmortal,
a fin de que recibamos el fruto de las mismas.
Esto lo expone muy bien en san Juan, cuando dice: "El pan que yo
daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo" (Jn. 6,51); donde
sin duda alguna demuestra que su cuerpo había de ser pan para dar la
vida espiritual a nuestras almas, en cuanto lo debía entregar a la muerte
por nuestra salvación. Porque Él lo ha dado una vez por pan, cuando lo
entregó para ser crucificado por la redención del mundo; y lo da cada
día, cuando por la Palabra del Evangelio se ofrece y presenta, para que
participemos de Él, en cuanto ha sido crucificado por nosotros; y, por
consiguiente, sella una tal participación con el misterio de su Santa Cena;
y cuando interiormente cumple lo que externamente significa.
1 Calvino supera aquí una noción intelectual, que concederla al sacramento una (un-
ción únicamente cognoscitiva. Se coloca en el plano realista de una comunicacion
de vida, de una comunión con Cristo, de una participación.
1074 LIBRO IV - CAPíTULO XVII
Sin embargo, confesamos que este comer no se verifica sino por la fe,
pues no se puede imaginar ningún otro. Pero la diferencia que existe
entre nosotros y los que exponen lo que yo he impugnado, es que precisa-
mente para ellos comer no es otra cosa sino creer. Yo afirmo que nosotros
comemos la carne de Cristo creyendo, y que este comer es un fruto y
efecto de la fe. O más claramente dicho; elJos entienden que el comer
es la fe misma; mas yo digo que procede de la fe. En cuanto a las palabras,
la diferencia es pequeña, pero en cuanto a la realidad es grande. Porque
si bien el Apóstol enseña que Jesucristo habita en nuestro corazón por la
fe (Ef. 3,17), sin embargo, nadie puede interpretar que tal inhabitación
es la fe misma; sino que todos comprenden que ha querido expresar un
singular beneficio y efecto de la fe, en cuanto que por ella los fieles alcan-
zan que Cristo habite en ellos. De este mismo modo el Señor, al llamarse
pan ce vida, no solamente ha querido denotar que nuestra salvación
consiste en la fe en su muerte y resurrección, sino que por la verdadera
comunicación que con Él tenemos, su vida es transferida a nosotros y
hecha nuestra, no de otra manera como el pan, cuando se toma como
alimento, da vigor y fuerza al cuerpo.
mana y la llena, y así nunca se seca; del mismo modo la carne de Cristo
es semejante a una fuente que nunca jamás se agota, en cuanto ella
recibe la vida que brota y mana de la divinidad para hacerla fluir de su
carne a nosotros.
¿Quién no ve ahora que la comunión de la carne y sangre de Jesucristo
es necesaria a todos aquellos que aspiran a la vida celestial? A esto tienden
todas estas sentencias del Apóstol: que la Iglesia es el cuerpo de Cristo
y su plenitud (Ef. 1,23); que Él es la cabeza, de quien todo el cuerpo,
bien concertado y unido entre sí por las coyunturas que se ayudan mutua-
mente, recibe su crecimiento (ErA, 15-16). Todo lo cual de ningún modo
puede verificarse, si Él con su cuerpo y su Espíritu no se une plenamente
a nosotros . Mas el Apóstol ha expuesto esta unión con la que somos
incorporados a su carne de una manera más clara, diciendo que "somos
miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos" (Er.S,30). y final-
mente, para demostrar que esto supera todo entendimiento y no se puede
declarar con palabras, concluye su razonamiento con esta exclamación:
¡grande es este misterio! (EL 5,32). Por tanto, seria gran locura no reco-
nocer comunión alguna entre la carne y la sangre de Cristo y los fieles,
cuando san Pablo dice que es tan grande, que más que explicarla se debe
admirar.
men, todo se reduce a que hay que buscar a Cristo bajo la especie - como
ellos la llaman - del pan.
Mas al decir que la sustancia del pan se convierte en Cristo, ¿no la
vinculan a su blancura, que ellos afirman permanece? Según ellos, Cristo
de tal manera se contiene en el pan, que a la vez está en el cielo, y llaman
a esto presencia de habitud. Pero cualesquiera que sean las palabras que
se imaginen para encubrir su mentira y darle visos de veracidad, siempre
vienen a parar a que lo que era pan se convierte, por la consagración, en
Cristo; de tal forma, que bajo el color del pan está Cristo oculto. Y no
se avergüenzan de decirlo así públicamente; pues he aquí las palabras
mismas del Maestro de las Sentencias: "El cuerpo de Cristo, que en sí
es invisible, se oculta después de la consagración bajo la especie o apa-
riencia de pan".' Así que la figura de aquel pan no es otra cosa sino una
máscara que quita la vista del cuerpo.
No hay para qué andar con conjeturas, a fin de comprender cómo
han querido engañar al mundo con sus palabras, pues los hechos mismos
lo muestran. Bien clara está la superstición en que desde hace no poco
tiempo viven no solamente el vulgo y la gente corriente, sino aun los
grandes doctores; como hoy mismo puede verse en Jas iglesias del papado.
Porq ue haciendo poco caso de la verdadera fe mediante la cual única-
mente llegamos a la unión con Cristo, con tal de gozar de su presencia
carnal, como ellos se la han imaginado, creen que 10 tienen lo bastante
presente. Vemos, pues, que todo lo que han conseguido con esta su tibieza
es que se tenga al pan por el mismo Dios.
afirman claramente que la Santa Cena consiste en dos cosas: una terrena
y otra celestial. Y no tienen inconveniente en afirmar que el pan y el
vino son el elemento terreno.
Ciertamente, digan lo que quieran, es evidente que en lo que respecta
a esta materia, son bien contrarios a los Padres antiguos, a los cuales,
sin embargo, muchas veces se atreven a oponer incluso a la misma autori-
dad de la Palabra de Dios. Porque esta imaginación no hace mucho
tiempo que fue inventada; y es del todo cierto, que no solamente no se
conoció cuando florecía la pura doctrina, sino ni siquiera cuando ya
comenzaba a ir en decadencia." No hay uno solo entre los Padres, que
no confiese expresa y claramente que el pan y el vino son los signos
sagrados del cuerpo y la sangre de Cristo; aunque, según hemos indicado,
a veces, para ena Itecer la dignidad de1misterio, les dan diversos ti tulos, Pues
cuando dicen que en la consagración se verifica una secreta conversión,
de tal manera que ya hay otra cosa que pan y vino, con esto no quieren
decir que el pan y el vino se desvanezcan, sino que los debemos tener en
una estima mayor que a los alimentos comunes, que solamente sirven para
alimento del estómago; ya que en este pan y en este vino se nos da un
alimento y una bebida espirituales. Esto tampoco nosotros lo negamos.
Pero si hay conversión, replican nuestros adversarios, necesariamente
una cosa tiene que hacerse otra. Si quieren decir que se hace algo que
antes no era, 10 admito. Pero si lo quieren aplicar a sus fantasías y desva-
ríos, que me respondan qué mutación les parece que se verifica en el
Bautismo. Porque también dicen los Padres que hay en él una admirable
conversión, afirmando que del elemento corruptible se realiza una puri-
ficación espiritual de las almas; y sin embargo, ninguno negará que el
agua permanece en su sustancia.
Contestan que sobre el Bautismo no hay un testimonio semejante al
de la Cena: esto es mi cuerpo. Pero no se trata ahora de estas palabras,
sino de! término conversión, que no tiene más extensión en un Jugar que
en el otro. Que nos dejen, pues, en paz y no nos vengan con enredos de
palabras, mediante los cuales sólo logran demostrar su necedad.
Realmente su significado no podria subsistir, si la verdad figurada no
tuviese su viva imagen en el signo exterior. Jesucristo quiso demostrar
visiblemente que su carne es alimento. Si no' hubiera propuesto más que
una apariencia de pan sin sustancia alguna, ¿dónde estaria la semejanza,
que debe llevarnos de las cosas visibles al bien invisible por ellas repre-
sentado? Porque de creerlos a ellos, no podemos concluir sino que somos
alimentados con una vana apariencia de la carne de Cristo. Como si en
el Bautismo no hubiese más que una figura de agua que engañase nues-
tros ojos, esto no nos serviría de testimonio y prenda de nuestra purifica-
ción; y lo que es peor. con tan vano espectáculo se nos daría gran ocasión
de vacilar. En resumen, la naturaleza de los sacramentos se confundiría,
si el signo terreno no correspondiese a la realidad celestial para significar
debidamente 10 que se debe entender. Así la verdad de este misterio
quedaría destruida, sin que hubiese verdadero pan que representase el
verdadero cuerpo de Cristo.
Repito, pues, que como la Cena no es más que una manifiesta confir-
mación de la promesa hecha en el capítulo sexto de san Juan: que Cristo
es el pan de vida que descendió del cielo, es necesario que haya pan
material y visible para figurar y representar el pan espiritual, a no ser
que pretendamos que el medio que Dios nos ha dado para soportar
nuestra flaqueza, se pierde sin que nos aprovechemos de él.
Asimismo, ¿cómo san Pablo podría concluir que nosotros, que parti-
cipamos todos de un pan, somos hechos un pan y un cuerpo (1 Coro
10,17), si no hubiese más que una apariencia de pan, y no la propia
sustancia y verdad del mismo?
cluyen que no hay inconveniente alguno en que el pan, aunque esté cam-
biado en otra sustancia, en virtud de que a los ojos sigue pareciendo pan,
retenga su nombre y así se le llame. Mas, ¿qué ven de semejante entre el
milagro de Moisés, del todo claro, y su diabólica ilusión, que no hay
ojo humano capaz de atestiguarla? Los magos hacían sus encantamientos
para engañar a los egipcios y convencerlos de que ellos poseían virtud
divina para transformar las criaturas. Se enfrenta a ellos Moisés, que
poniendo de manifiesto sus engaños demuestra que la invencible potencia
de Dios está de parte de él, y no de la de ellos; y así solamente su vara
se traga todas las varas de los otros (Éx. 7,12). Mas como la conversión
de la vara se hizo en presencia de todos. no tiene nada que ver con ésta
de que hablamos. Y así, la vara poco después volvió a ser lo que antes
era (Éx. 7,15). Además no se sabe si tal conversión fue de la sustancia
realmente. Hay que notar también que Moisés opuso su vara a la de los
magos; y por esta causa le dejó su nombre natural, para que no pareciese
que admitía la conversión de aquellos embaucadores, que era nula, puesto
que habían hecho que una cosa pareciera otra, engañando así con sus
encantamientos los ojos de quienes los contemplaban.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver con esto las sentencias que dicen que
el pan que partimos es la comunión del cuerpo de Cristo (l CaLlO, 16);
y: todas las veces que comiereis esta pan, la muerte del Señor anunciais
(1 Cor.ll, 26); y: perseveraban en el partimiento del pan (Hch.2,42); y
otras semejantes? Es del todo cierto que los magos con sus encantamien-
tos no hacían sino engañar a los ojos. En cuanto a Moisés. hay mucha
mayor duda, pues a Dios no le fue más difícil hacer por su mano una
vara serpiente, o viceversa, una serpiente vara, que vestir a los ángeles
con cuerpos de carne y luego privarles de ellos. Si el misterio de la Cena
tuviera algo que ver con esto, o se le pareciera en algo, esta gente tendría
algún pretexto para justificar su solución. M'as como no 10 hay, estemos
seguros de que no habría razón ni fundamento alguno para figurarnos
en la Cena que la carne de Jesucristo nos es verdaderamente alimento,
si la verdadera sustancia del signo entero no correspondiese a ello.
y como un error causa otro, tan desatinadarnente han traído por los
cabellos un texto de Jeremías para probar su transustanciación, que me
da vergüenza citarlo. Se queja Jeremias de que le han echado leña en
su pan, queriendo con ello decir que sus enemigos le han quitado cruel-
mente el gusto de lo que come. Así también David con una figura pare-
cida se queja de que le han echado a perder el pan con hiel, y le han
avinagrado la bebida (Sal. 69,21). Estos sutiles doctores exponen alegó-
ricamente que el cuerpo de Cristo fue colgado del madero. Podrán alegar
que así lo entendieron algunos Padres. A lo cual respondo que se les
debe perdonar tal ignorancia y encubrirla en vez de añadir a ello la
desvergüenza de tomarlos como defensores contra el sentido propio y
natural del Profeta.
entre el signo o figura y lo figurado sin que caiga por tierra la verdad del
misterio, confiesan que es verdad que el pan de la Cena es verdadera-
mente sustancia del elemento terreno y corruptible, y que no sufre cambio
alguno; pero dicen que el cuerpo de Cristo está encerrado en él. Si afir-
masen que cuando el pan nos es presentado en la Cena, también se nos
da verdaderamente el cuerpo, porque la verdad no se puede separar de
su signo, no les contradiría. Mas como al encerrar el cuerpo en el pan,
se imaginan que el cuerpo está en todo lugar, lo cual es totalmente con-
trario a su naturaleza, y al añadir que está debajo de él, lo encierran
como si estuviese escondido allí, es necesario tratar expresamente esta
materia; mas únicamente para echar el fundamento de la materia que a
su tiempo se expondrá.
Quieren ellos que el cuerpo de Cristo sea invisible e infinito para que
esté oculto bajo el pan; pues piensan que de ningún modo pueden reci-
birlo, si no desciende al pan. Mas no comprenden el modo de descender
con el que nos eleva hasta sí. Es verdad que exponen muchos pretextos
y paliativos; pero después de haberlo declarado todo, se ve que insisten
en la presencia local de Cristo. ¿De dónde procede esto; sino de que no
pueden concebir ninguna otra forma de participación del cuerpo y la
sangre de Jesucristo, si no lo tienen aquí abajo, y lo tocan y manejan a
su gusto?
presentes, yen las que muchas veces no hay más que una vana representa-
ción, sin embargo toman el nombre de las cosas que significan; con
mayor razón las que Dios ha instituido podrán tomar los nombres de
las cosas que significan sin engaño alguno, y cuya verdad llevan consigo
mismas para comunicárnosla.
En resumen: es tanta la semejanza y afinidad entre 10 uno y lo otro,
que no debe parecer extraño esta acomodación. Dejen, pues, nuestros
adversarios de llamarnos neciamente "tropistas", ya que exponemos las
cosas de acuerdo con el uso de la Escritura cuando se refiere a los sacra-
mentos. Porque como los sacramentos guardan entre si gran semejanza,
se parecen especialmente en la aplicación de los nombres.
Por ello, así como el Apóstol enseña que la roca de la que brotó la
bebida espiritual para los israelitas era Cristo (1 Cor.lO,4). en cuanto
que era una señal bajo la cual verdaderamente, aunque no a simple vista,
estaba aquella bebida espiritual; igualmente en el día de hoy se llama
al pan cuerpo de Cristo, en cuanto es símbolo y señal bajo el cual nuestro
Señor nos presenta la verdadera comida de su cuerpo. Y para que ninguno
tenga por una novedad mis afirmaciones, y por ello 10 condene, vea que
san Agustín no lo ha entendido, ni hablado de otra manera. "Si los
sacramentos", dice, "no tuviesen una cierta semejanza con las cosas de
que son sacramentos, ciertamente no serían sacramentos. En virtud de
esta semejanza muchas veces toman los nombres de las cosas que figuran.
Por eso, como el sacramento del cuerpo de Cristo es en cierta manera
el cuerpo de Cristo, y el sacramento de la sangre de Cristo es la sangre
de Cristo, así también el sacramento de la fe es llamado fe." 1 Muchas
otras sentencias hay en sus obras a este propósíto ; reunirlas y exponerlas
aquí sería superfluo; baste, pues, el lugar alegado. Solamente advertiré
a los lectores que este santo doctor repite lo mismo en la Carta a Evodio
(169).
Lo que los adversarios replican a esto es bien fútil. Dicen que san
Agustín al hablar de esta manera de los sacramentos no hace mención
de la Cena. De ser esto así no valdría el argumento del género a la especie
o del todo a la parte. Si no quieren suprimir la razón, no se puede decir
algo de los sacramentos en general, que no convenga por lo mismo a la
Cena. Aunque el mismo doctor soluciona claramente la cuestión en otro
lugar, diciendo que Jesucristo no tuvo dificultad en llamarlo su cuerpo
cuando daba el signo del mismo. 2 Y en otro lugar: "Admirable paciencia
ha sido la de Jesucristo al admitir a Judas al banquete, en el cual instituyó
y dio a sus discípulos la figura de su cuerpo y de su sangre". 3
1 Carta 98, 9.
• Contra Adimanto, cap. XII, 3.
I Conversaciones sobre los Salmos, Sal. 3, 1.
1090 LIBRO IV - CAPiTULO XVII
Dicen que el verbo sustantivo tiene tanta fuerza, que no admite tropo
ni figura de ninguna clase. Aunque admitiese esto, les replicaría que el
apóstol san Pablo usa del verbo sustantivo cuando dice: El pan que
partimos es la comunicación del cuerpo de Crist v (l Cor.lO, 16). Ahora
bien, comunicación es una cosa distinta del cuerpo de Cristo. Más aún;
este verbo sustantivo casi siempre que se habla de los sacramentos se
emplea en la Escritura. Así cuando se dice: Esto os será de pacto con-
migo (Gn. 17,13); este cordero os será pascua o salida (Éx. 12,11). Para
abreviar, cuando san Pablo dice que la piedra era Cristo (l Coro 10,4),
¿por qué el verbo sustantivo ha de tener aqui menos valor y fuerza que
en las palabras de la Cena? Respóndanme qué significa el verbo era,
cuando san Juan dice que el Espíritu aún no era (había) venido, porque
Jesús no había sido aún glorificado (Jn. 7,39). Pues si aún siguen obstina-
dos en adherirse a su regla, la esencia del Espíritu Santo no seria eterna,
pues tendría su principio a partir de la ascención del Señor. Respondan-
me también cómo entienden el texto de san Pablo que dice: que el Bau-
tismo es lavamiento de la regeneración y renovación (Tit. 3,5); pues cons-
ta que a muchos no les aprovecha el Bautismo. No hay cosa más apta
para refutarlos que 10 que el mismo san Pablo dice en otro lugar: que
la Iglesia es Jesucristo. Porque después de exponer la semejanza del cuer-
po humano añade: "así también Cristo" (1 Cor.12, 12). Con las cuales
palabras entiende al Unigénito Hijo de Dios, no en sí, sino en sus
miembros.
Lo que he dicho me parece que es suficiente para que los hombres
conscientes y desapasionados tengan horror de las calumnias de nuestros
adversarios, cuando dicen que desmentimos a Jesucristo, no dando eré-
dito alguno a sus palabras; las cuales tenemos en mucha mayor venera-
ción y reverencia que ellos, y las consideramos con mucha mayor aten-
ción. La misma despreocupación suya muestra muy bien lo poco que
les preocupa lo que Cristo ha querido dar a entender, con tal que les sirva
de escudo para encubrir su propia obstinación; y por el contrario, la
diligencia que nosotros ponemos en investigar el verdadero sentido
demuestra en cuánto estimamos la autoridad de nuestro maestro Cristo.
Nos reprochan maliciosamente que el sentido humano no impide
crer lo que Cristo ha pronunciado con su propia boca. Pero ya he demos-
trado, y lo demostraré más por extenso, la grave injuria que nos hacen
al imputarnos tal calumnia. Nada nos impide creer en Cristo, y tan
pronto como Él diga algo dar crédito a su Palabra. Lo único de que
ahora se trata es si es pecado investigar cuál es el verdadero sentido de
sus palabras.
1 Carta 187.
1094 LIBRO IV - CAPíTULO XVII
potencia de Dios, que no hay cosa que más la ensalce y enaltezca que la
doctrina que proponemos.
Pero como no cesan de acusarnos de que privamos a Dios de su honra,
al rechazar lo que difícilmente puede admitir el sentido común, aunque
Jesucristo lo haya prometido con sus propios labios, respondo de nuevo,
que nosotros no nos aconsejamos del sentido común en lo que toca a los
misterios de la fe, sino que con toda docilidad y mansedumbre recibimos
- como nos exhorta Santiago - todo cuanto el Espíritu de Dios ha reve-
lado en su Escritura (Sant. 1,21). Sin embargo, no dejamos de permanecer
en una útil moderación, para no caer en el error tan pernicioso de nues-
tros adversar ios. Ellos, al oir laspalabras de Cristo: "Esto es mi cuerpo",
se imaginan un milagro muy contrario al propósito de Jesucristo. De
aquí nacen tan enormes absurdos en que han caído por su loca temeridad;
para escapar de los cuales, recurren al abismo de la omnipotencia de
Dios, oscureciendo de esta manera la luz de la verdad. De aqui les viene
aquella presunción y desdén, diciendo que no quieren saber de qué ma-
nera el cuerpo de Cristo esta encerrado debajo del pan, sino que se dan
por canten tos y satisfecho s con estas palabras: "Esto es mi cuerpo".
Nosotros, en cambio, procuramos saber el verdadero sentido de este
texto, lo mismo que el de los demás. A este fin empleamos toda nuestra
diligencia, mas también la obediencia y sumisión; y no tomamos temera-
riamente y sin consideración lo primero que se presenta a nuestro enten-
dimiento, sino que después de haber meditado bien y de haberlo con-
siderado todo, admitimos el sentido que el Espíritu Santo nos dicta y
enseña; descansando sobre tan excelente fundamento, no hacemos caso
de cuanto la sabiduría mundana puede oponernos en contrario, y man-
tenemos cautivo y sumiso nuestro entendimiento, para que no se levante
y proteste contra la voluntad de Dios. De aquí procede la interpretación
que damos de las palabras de Cristo, la cual todos los que están mediana-
mente versados en la Sagrada Escritura saben y ven que es común y
general a todos los sacramentos. De esta manera, siguiendo el ejemplo
de la santa virgen, no creemos que esté prohibido en una cosa tan excelsa,
preguntar cómo puede ser esto (Le. 1,34).
• /bid., 13.
• tu«, CVI, 2.
LIBRO IV - CAPíTULO XVII 1099
en toda la Escritura más claro que el articulo de que así como Jesucristo
se ha revestido de nuestra carne naciendo de la virgen María, y en ella
padeció para destruir nuestros pecados, así también volvió a tomar esta
misma carne al resucitar, y la subió al cielo? Porque la esperanza que
tenemos de nuestra resurrección y subida al cielo es que Cristo resucitó
y subió, y como dice Tertuliano, que ha llevado consigo al cielo las arras
de nuestra resurrección. l Muy débil sería nuestra esperanza si esta carne
nuestra que Jesucristo ha tomado de nosotros, no hubiese resucitado y
entrado en el cielo.
Por tanto, que cese el error que liga al pan tanto a Cristo como al
entendimiento de los hombres. Porque, ¿de qué sirve aquella oculta
presencia bajo el pan, sino para que los que desean tener a Cristo consigo
se detengan en el signo externo? Mas el Señor, no solamente quiso apartar
de la tierra nuestros ojos, sino también todos nuestros sentidos, prohi-
biendo a las mujeres que hablan ido al sepulcro que le tocaran, porque
aún no había subido al Padre (Jn. 20, 17). Al ver que Maria iba, llena
de piadoso afecto y reverencia, a besarle los pies, ¿por qué no le consiente,
sino que le prohíbe que le toque, porque no ha entrado aún en el cielo?
No hay otra razón sino que quiere que no lo busquen más que allí.
La objeción de que después fue visto de Esteban, es fácil de solucionar;
para esto no fue necesario que cambiase de lugar, pues pudo dar una
vista sobrenatural a los ojos de su discípulo, de suerte que penetrase en
los cielos. Y lo mismo hay que decir de san Pablo (Hch, 9,4).
Lo que objetan que Cristo salió del sepulcro sellado, y que estando
cerradas las puertas entró a donde estaban reunidos los discípulos, no
sirve de nada para defender su error (Mt. 28,6; Jn. 20,19). Porque así
como el agua sirvió a Jesucristo de calle pavimentada cuando anduvo
sobre el lago (Mt. 14,25), as! también no debe parecerles extraño que la
dureza de la piedra haya cedido para dejarle pasar; aunque parece ser
más probable que la piedra, a su mandato, se separó; y después de pasar
Él, volvió a su anterior lugar. Ni entrar con las puertas cerradas quiere
decir lo mismo que penetrar por la materia sólida, sino que por virtud
divina se abrió, de manera que milagrosamente se encontró en medío
de sus discípulos, aunque las puertas estaban cerradas.
Lo que aducen de san Lucas, que Cristo súbitamente desapareció de
la vista de sus discípulos, en compañía de los cuales había ido a Emaús
(Lc.24,31), no prueba en favor de ellos, sino de nosotros. Porque no se
hizo invisible para impedirles que lo viesen, sino que simplemente des-
apareció. Como, según atestigua el mismo san Lucas, cuando caminó
con ellos no tomó un rostro nuevo, para no ser reconocido, sino que
"mantuvo sus ojos velados" (Le. 24,16). Mas nuestros adversarios no
solamente transforman a Cristo para que permanezca en el mundo, sino
que lo conciben diverso de sí mismo, y de modo distinto en el cielo que
en la tierra. En suma, según sus desatinos, aunque no digan de palabra
que la carne de Cristo es espíritu, sin embargo lo enseñan indirectamente.
y no contentos con esto, le atribuyen cualidades distintas y del todo
contrarias. De donde se sigue que necesariamente hay dos Cristos.
de sustentar, estoy de acuerdo con él; pero sus fantasías de que la carne
es el sacramento en cuanto está encerrada debajo del pan, es un error
intolerable.
1 Se ignora la referencia.
1106 LIBRO IV - CAPiTULO XVII
del sacramento, y que nadie en modo alguno puede violar; a saber. que
la carne y la sangre de Cristo son tan verdaderamente dados y ofrecidos
a los impíos, como a los elegidos de Dios y a los infieles. Con tal que
sepamos que, como la lluvia al caer sobre una piedra dura resbala por
un lado y otro, no hallando entrada alguna en el1a, así ni más ni menos,
los impíos rechazan con su impiedad la gracia de Dios, para que no
penetre en ellos. Ni hay m,"Í.S motivo para decir que Cristo es recibido
sin fe, que afirmar que una semilla puede fructificar en el fuego.
En cuanto a su pregunta de cómo Jesucristo ha venido para condena-
ción de muchos, sino porque ellos lo reciben indignamente, es un argu-
mento muy fútil. Pues en ninguna parte de la Escritura leemos que los
hombres, al recibir indignamente a Cristo adquieran su perdición, sino
más bien por rechazarlo. Y no pueden traer en su apoyo la parábola
en que Jesucristo dice que alguna simiente nace entre las espinas, la cual
se ahoga y después se corrompe (Mt. 13,7). Porque allí trata el Señor
del valor de la fe temporal, la cual nuestros adversarios no estiman nece-
saria para comer la carne de Jesucristo, y beber su sangre, ya que respecto
a esto ponen a Judas como compañero igual a san Pedro. Incluso su
errónea opinión queda muy bien refutada con esta misma parábola,
cuando se dice en ella que una parte de la semilla cayó sobre el camino,
y la otra sobre las piedras, y que ninguna de las dos arraigó. De donde
se sigue que la incredulidad es el obstáculo y el impedimiento para que
Cristo sea recibido por los incrédulos.
Cualquiera que desee que nuestra salvación adelante con la Santa
Cena, no hallará cosa más propia para guiar y encaminar a los fieJes a
la fuente de vida, que es Jesucristo, para sacar agua de Él. La dignidad
queda de sobra ensalzada cuando mantenemos y creemos que es una
ayuda para incorporarnos a Cristo; o bien, que' ya incorporados, somos
más firmemente fortalecidos, hasta que Él nos una perfectamente consigo
en la vida celestial.
Cuando objetan que si los incrédulos no participaran del cuerpo y de la
sangre de Cristo, san Pablo no los haría culpables (1 Cor. 11,29), respon-
do que no son condenados por haber comido y bebido, sino solamente
por haber profanado el misterio, pisando con sus pies las arras y prenda
de la sacrosanta unión que tenemos con Jesucristo, y que merecía ser
ensalzada con toda reverencia.
"No es preciso pensar que estos tales coman el cuerpo de Cristo, pues no
deben ser contados entre los miembros de Cristo. Porque dejando a un
lado muchas otras razones, no pueden ser miembros de Cristo y una
ramera (1 Cor. 6, 15). Además, al decir el Señor: El que come mi cuerpo
y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él; muestra qué cosa es comer
verdaderamente su cuerpo, y no sólo sacramentalmente; a saber, perma-
necer en Cristo, a fin de que Él permanezca en nosotros. Como si dijera:
El que no permanece en mí, y aquel en quien yo no permanezco, no
piense ni se gloríe de comer mi carne y beber mi sangre." 1 Pesen bien los
lectores estas palabras en que se opone comer sacramentalmente y comer
verdaderamente, y no les quedará duda alguna. .
Aún más claramente confirma esto mismo diciendo: "No preparéis
vuestra garganta, sino disponed el corazón, porque para esto se nos da
la Cena. Creemos en Jesucristo, y así lo recibimos por la fe; cuando lo
recibimos, bien sabemos lo que pensamos; recibimos un pequeño pedazo
de pan, y quedamos saciados en el corazón. No es, pues, lo que se ve lo
que sacia, sino lo que se cree." 2 También en este lugar, como en el otro
ya citado, limita al signo visible lo que reciben los impíos; y declara que
Jesucristo no puede ser recibido de otra manera sino por la fe.
Lo mismo repite en otro lugar: que todos, buenos y malos, comunican
los signos; pero excluye a los malos del verdadero comer de la carne de
Cristo. Si no lo hiciera así, sería de la misma disparatada opinión que
nuestros adversarios, a la cual ellos quieren traerle.
En otro lugar, tratando del comer y de su fruto, concluye de esta
manera: "El cuerpo y la sangre de Cristo, son vida a cada uno si loque
se toma visiblemente se come y bebe espiritualmente."? Por tanto, los
que quieren hacer a los incrédulos partícipes del cuerpo y de la sangre
de Cristo, para estar de acuerdo con san Agustín, que nos presenten el
cuerpo de Jesucristo visible; puesto que él dice que toda la verdad del
sacramento es espiritual. Bien fácil seria probar con sus palabras que
comer sacramentalmente no quiere decir otra cosa sino comer externa y
visiblemente el signo, mientras que la incredulidad cierra la puerta a la
sustancia y la verdad. Y ciertamente, si se pudiera comer verdaderamente
el cuerpo de Cristo sin comerlo espiritualmente, ¿qué querría decir lo
que él mismo afirma en otro lugar: "No habéis de comer este cuerpo que
veis, ni habéis de beber la sangre que derramarán los que me han de
crucificar; os he instituido un sacramento, que espiritualmente entendido
os vivificará"?" Evidentemente no quiso negar que no sea el mismo el
cuerpo que se da en la Cena, que el que ofreció en sacrificio; sino que
quiso poner de relieve el modo de comerlo; a saber, que este cuerpo de
Cristo, aunque está en la gloria celestial, nos inspira vida por la secreta
virtud y eficacia del Espíritu Santo. Admito que este santo doctor dice
muchas veces que los infieles comen el cuerpo de Cristo; pero se explica
diciendo que esto se hace sacramentalmente; y después declara que el
Canon 20.
¡ Sursum cordal, Cipriano, O'(lción dominical, XXXI.
LIBRO IV - CAPiTULO XVII 111l
ingratos con la benignidad que con nosotros emplea, sino que la ensalce-
mos con grandes alabanzas y lo celebremos con acción de gracias. Él
mismo, cuando otorgó la institución de este sacramento a los apóstoles,
les mandó que lo hicieran en memoria suya. Lo cual san Pablo interpreta
por "anunciar la muerte del Señor" (l Cor.ll ,26); es decir, que pública-
mente y como a una confesemos que toda la confianza de nuestra vida
y salvación está puesta en el Señor; a fin de que con nuestra confesión
le glorifiquemos, y con nuestro ejemplo exhortemos a los demás a hacer
lo mismo y a bendecirlo.
Vemos también aquí para qué finalidad ha sido instituido este sacra-
mento; es decir, para ejercitarnos en el recuerdo de la muerte del Señor.
Porque el mandársenos que anunciemos la muerte de Cristo hasta que
venga a juzgar no significa otra cosa sino que confesemos y declaremos
con la boca lo que nuestra fe ha entendido en el sacra mento; a saber,
que la muerte de Cristo es nuestra vida. Tal es el segundo uso de este
sacramento, que se refiere a la confesión externa.
siervos de Dios, con cuyo gusto sienten que Jesucristo es su vida, a los
cuales induce a darle gracias, y a quienes sirve de exhortación a amarse
los unos a los otros; así también se convierte en un tósigo mortal para
todos aquellos a quienes no alimenta y confirma la fe, y no les eleva a
dar gracias ya la mutua caridad. Porque igual que el alimento corporal,
cuando halla el estómago lleno de malos humores, se corrompe y hace
más daño que provecho, así también este alimento espiritual, si cae en
un alma cargada de malicia y perversidad, la precipita en mayor ruina
y desventura; no por culpa del alimento, sino porque nada es limpio
para los impuros e infieles, aunque sea santificado por la bendición del
Señor. Pues, como dice san Pablo, los que indignamente comen y beben,
son reos del cuerpo y la sangre del Señor, y comen y beben su condena-
ción al no discernir el cuerpo del Señor (1 Cor. 11,29). Porque esta clase
de gente, que sin rastro alguno de fe y sin ningún deseo ni afecto de cari-
dad se arroja como puercos a recibir la carne del Señor, no discierne su
cuerpo. Pues al no creer que aquel cuerpo sea su vida, lo afrentan con
todas las injurias que pueden, despojándolo de su dignidad. Y finalmente,
al recibirlo de esta manera lo profanan y contaminan, Y en cuanto sepa-
rados de sus hermanos, se atreven a mezclar el sagrado signo del cuerpo
de Cristo con sus diferencias y discordias, no queda por ellos que el
cuerpo de Cristo sea hecho pedazos miembro por miembro.
Por tanto, no sin causa son reos del cuerpo y la sangre de Cristo a
quien tan afrentosamente han manchado con su horrible impiedad. Re-
ciben, pues, la condenación con su indigno comer. Porque, aunque no
tengan fe alguna en Jesucristo, sin embargo al recibir el sacramento
protestan que en ninguna otra parte tienen la salvación sino en Él, y
renuncian a confiar en nadie más. Con [o cual se acusan a sí mismos, dan
testimonio contra sí mismos, y firman su condenación. Además, estando
divididos y separados de sus hermanos - quiero decir, de los miembros
de Cristo - por su odio y malevolencia, no tienen parte alguna con Cristo,
y sin embargo, atestiguan que su única salvación consiste en comunicar
con Cristo y estar unidos con ÉL
Por esta causa ordena san Pablo que cada uno se examine a sí mismo
antes de comer de este pan y beber del cáliz. Con lo cual, a mi entender,
quiso decir que cada uno entre dentro de sí mismo y considere si confia-
damente y de corazón reconoce a Jesucristo por Redentor, y lo confiesa
como tal con sus labios; y además, si aspira a imitar a Cristo en inocencia
y santidad de vida; si a ejemplo de Cristo está preparado a darse a sí
mismo a sus hermanos, y a comunicarse a aquellos a quienes ve que
Jesucristo se comunica; si como Cristo los tiene por sus miembros, igual-
mente él considera a todos como tales; si como a miembros suyos desea
recrearles, ampararles y ayudarles. No que estos deberes de la fe y la
caridad puedan ser en esta vida presente perfectos, sino que debemos
esforzarnos y animarnos a desear hacerlo así, para que nuestra poca fe
aumente de día en día y se fortálezca ; y nuestra caridad, aún imperfecta,
se confirme.
1 TU, IV, 1.
1116 LIBRO IV - CAPÍTULO XVII
Roma," usaban en la Cena pan con levadura, como era el que común-
mente se comía. El dicho Alejandro fue el primero que usó el pan ácimo.
No veo más razón para hacerlo así, que haber querido atraerse la admira-
ci6n del pueblo con el nuevo espectáculo, en vez de instruirle en la ver-
dadera religión. Y pido a todos cuantos tienen algún sentimiento, por
débil que sea, y algún afecto de caridad, si no ven con toda evidencia
cuánto más claramente se muestra la gloria de Dios en esta manera de
administrar los sacramentos, y cuánto mayor gusto y consuelo espiritual
reciben los fieles de ella, que no de aquellas vanas y necias locuras, que
no sirven para otra cosa sino para entontecer y engañar al pobre pueblo,
que embelesado y boquiabierto las contempla. Ellos llaman mantener al
pueblo en el temor de Dios cuando entontecido y aturdido por la supers-
tición es llevado de acá para allá; o mejor dicho, arrastrado a donde
quieran llevarlo. Si hay alguien que desee mantener estas invenciones so
pretexto de antigüedad, yo no ignoro ciertamente cuán antiguo es el uso
del crisma y el soplar en el Bautismo; ni tampoco cuán poco tiempo
después de los apóstoles, la Cena del Señor fue manchada con invenciones
humanas. Mas es talla temeridad de los hombres, que no se puede con-
tener para que no se atrevan a burlarse de los misterios divinos. Nosotros
por el contrario, tengamos presente que Dios estima en tanto la obedien-
cia a su Palabra, que quiere que solamente por ella juzguemos a ángeles
y a todo el universo.
Dejando, pues, a un lado todo este sinfín de ceremonias y de pompas,
la Santa Cena podría administrarse santamente, si con frecuencia, o al
menos una vez a la semana, se propusiera a la Iglesia como sigue: Pri-
meramente, que se comenzase con las oraciones públicas; después de lo
cual se tuviese sermón, y entonces el ministro, estando el pan y el vino
en la mesa, recitase la institución de la Cena, y consecuentemente, expli-
case las promesas que en ella nos han sido hechas; al mismo tiempo, que
excomulgase a todos aquellos que por prohibición del Señor quedan
excluidos de ella; y después, que se orase para que por la liberalidad que
el Señor ha usado dándonos este santo mantenimiento, quiera enseñarnos
e instruirnos para que lo recibamos con fe y gratitud, y que por su mise-
ricordia nos haga dignos de tal banquete, puesto que por nosotros mis-
mos no lo somos. Entonces podrían cantarse salmos, o leerse algo de la
Sagrada Escritura, mientras los fieles, en el orden conveniente, recibiesen
estos santos alimentos, rompiendo los ministros el pan y distribuyéndolo
y dando la copa a los comulgantes. Y acabada la Cena, se tuviese una
exhortación a la verdadera fe, a una firme confesión de fe, de caridad,
ya una conducta digna de un cristiano. Finalmente, que se diesen gracias
y se entonasen alabanzas a Dios. Acabado todo esto, se despidiese a la
congregación en paz.
1 Alejandro 1 (107-116).
1118 LIBRO 1V ~ CAPITULO XVII
más bien fue instituido para que los cristianos usasen con frecuencia de
él, a fin de recordar a menudo la pasión de Jesucristo, con cuyo recuerdo
su fe fuese mantenida y confirmada, y ellos se exhortasen a si mismos a
alabar a Dios, ya engrandecer su bondad; por la cual se mantuviese entre
ellos una recíproca caridad, y que diesen testimonio de ella los unos a
los otros en la unidad del cuerpo de Cristo. Porque siempre que comuni-
camos el signo del cuerpo del Señor, nos obligamos los unos a los otros
como por una cédula 1 a ejercer todas las obligaciones de la caridad, para
que ninguno de nosotros haga cosa alguna con que perjudique a su her-
mano, ni deje pasar cosa alguna con que pueda ayudarlo y socorrerlo,
siempre que la necesidad lo requiera, y tenga posibilidad de hacerlo.
Refiere san Lucas en los Hechos, que la costumbre de la Iglesia apostó-
lica era como la hemos expuesto, asegurando que los fieles "perseveraban
en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el
partimiento del pan y en las oraciones" (Hch. 2,42). Así se deberla hacer
siempre; que jamás se reuniese la congregación de la Iglesia sin la Palabra,
sin limosna, sin la participación en la Cena y en la oración. Se puede
también conjeturar de lo que escribió san Pablo, que éste mismo orden
se observó en la iglesia de los corintios, y es evidente y manifiesto que
así se mantuvo largo tiempo después.
De aquí procedieron aquellos cánones antiguos, atribuidos a Anacleto
ya Calixto, en los que se manda que todos, bajo pena de excomunión,
comulguen después de hacerse la consagración. Asimismo lo que se dice
en los cánones llamados de los apóstoles; que todos los que no quedaren
hasta el fin y no recibieren el sacramento, deben ser tenidos como per-
turbadores de la Iglesia." De acuerdo con esto se determinó en el Con-
cilio de Antioquía que los que entran en la Iglesia, oyen el sermón y no
reciben la Cena deben ser excomulgados hasta que se corrijan de este
vicio. Disposición que, aunque mitigada en el primer Concilio de Toledo,
fue confirmada en cuanto a la sustancia; a pues en él se ordenó que quienes
se supiere que no hablan comunicado el sacramento después de haber
oído el sermón, debían ser amonestados; y de no someterse a tal admoni-
ción, expulsados de la Iglesia.
Documento oficial.
Cánones Apostólicos, IX.
3 Primer Concilio de Antioquía (341), canon 11; Concilio de Toledo (400), canon XIII.
LIBRO IV - CAPÍTULO XVII 1119
48. Duranto siglos el privilegio del sacerdote fue el de todos los creyentes
Sé muy bien que los ministros de Satanás, según su costumbre de
burlarse de la Escritura, se burlan también de esto, y sutilizan diciendo,
primero, que no se debe tomar como regla general un hecho único y
particular, obligando por él a la Iglesia a observarlo perpetuamente. Pero
mienten al decir que se trata de un simple hecho. Porque Jesucristo no
sólo dio el cáliz a los apóstoles, sino que además les ordenó que lo
hicieran así. Pues estas palabras; Bebed todos de este cáliz (Mt.26,27),
encierran un mandato expreso. Y san Pablo no habló de esto meramente
como de un hecho pasado, sino como de una ordenación cierta (1 Cor.
11,25).
Su segundo subterfugio es que Jesucristo admitió a la participación
de la Cena solamente a sus apóstoles, a los cuales había ya ordenado y
consagrado en el orden de sacrificadores, que ellos llaman al orden sacer-
dotal. Pero quisiera que me respondiesen a cinco preguntas, de las que
de ningún modo pueden escapar sin ser fácilmente cogidos en sus men-
tiras y convencidos de ellas.
Primeramente les pregunto mediante qué revelación han llegado a una
solución tan alejada de la Palabra de Dios. La Escritura refiere que doce
personas se sentaron con Jesucristo; pero no oscurece la dignidad de
Jesucristo hasta llamarlos sacrificadores. Pero de esto después hablare-
mos. Mas aunque Él dio el sacramento entonces a los doce, les ordena
que después ellos lo hagan así; a saber, que de la misma manera lo
distribuyesen entre sí.
La segunda pregunta es por qué en el tiempo en que más floreció la
Iglesia desde los apóstoles hasta mil años después, todos sin excepción
participaban del sacramento en sus dos partes. ¿Ignoraba la Iglesia pri-
mitiva a quiénes había Jesucristo admitido a la Cena? Gran desvergüenza
sería andar aquí con excusas y tergiversaciones para eludir la pregunta.
Las historias eclesiásticas y los libros de los Padres antiguos dan eviden-
tísimo testimonio de esto. "Nuestro cuerpo", dice Tertuliano, "es apa-
centado con el cuerpo y la sangre de Jesucristo, para que el alma sea
mantenida por Dios."\ Y san Ambrosio dice al emperador Teodosio :
"¿Cómo tomarás tú con {US manos ensangrentadas el cuerpo del Señor?
¿Cómo te atreverás a beber su sangre?" 2 San Jerónimo: "Los sacerdotes
que consagran el pan de la Cena y distribuyen la sangre del Señor al
pueblo." ~ San Crisóstorno: "Nosotros no somos como en la antigua Ley,
donde el sacerdote se comía su porción, y al pueblo se le daba el resto;
sino que aquí el mismo cuerpo es dado a todos; y el mismo cáliz; y todo
cuanto hay en la Eucaristía es común al sacerdote y al pueblo."! Y en
49. Mas, ¿a que extenderse tanto en probar una cosa tan evidente y
manifiesta? Léanse todos los doctores, así griegos como latinos; no
hay uno solo que no hable de esto.
Esta costumbre no se perdió mientras en la Iglesia hubo una sola gota
de integridad. Y aun el mismo san Gregario, a quien con justo título
podemos llamar el ultimo obispo de Roma, muestra que esta costumbre
todavía se observaba en su tiempo, cuando escribe: "Vosotros habéis
aprendido cuál es la sangre del cordero, y no de oídas, sino por beberla." 1
E incluso cuatrocientos años después de san Gregario, cuando ya todo
andaba perdido, permaneció esta costumbre. Y esto no se tenía por una
mera costumbre, sino por ley inviolable. Porque aún permanecía en pie
la reverencia a la institución di vina; y no se duda ba de que era un sacri-
legio separar las cosas que el Señor había juntado. Pues Gelasio, obispo
que fue de Roma, habla de esta manera: "Hemos oído que algunos,
después de tomar el cuerpo del Señor se abstienen del cáliz: los cuales,
como son culpables de superstición, deben ser obligados a recibir al
Señor entero, o bien que se abstengan de todo." 2 Se consideraba también
entonces las razones que aduce san Cipriano como capaces de persuadir
a todo corazón cristiano. " ¿Cómo", dice él, "exhortaremos al pueblo a
derramar su sangre por la confesión de Cristo, si le negamos la sangre
de Cristo cuando debe combatir? ¿Cómo lo haremos capaz de beber la
copa del martirio, si pri mero no lo admitimos a beber la copa del Señor?" 3
En cuanto a la glosa de los canonistas, que lo que dice Gelasio se entiende
de los sacerdotes, es tan vana y pueril que no merece ser refutada.
miren muy bien quienes rechazan a casi todo el pueblo de Dios, de quién
lo han aprendido, pues no pueden replicar que es Dios el autor, en el cual
no hay Sí y No (2 Coro l, 19); es decir, que no cambia, ni se contradice.
y después de todo esto, aun encubren y defienden tales abominaciones
con el titulo y el nombre de la Iglesia. Como si fuesen la Iglesia seme-
jantes anticristos, que tan fácilmente ponen bajo sus pies, destruyen y
corrompen la doctrina y las instituciones de Jesucristo; o como si la
Iglesia apostólica en la cual floreció toda la virtud y fuerza del cristia-
nismo, no hubiera sido Iglesia.
de este santo rey (Gn. 14, 17). Pero éstos inventan aquí sin fundamento
alguno un misterio, cuando no se hace mención de tal cosa.
Sin embargo doran este su error con otro pretexto, diciendo que en el
texto sigue inmediatamente que "era sacerdote del Dios altísimo" (Gn.
14,18). A lo cual respondo que son bien bestias al atribuir al pan y al
vino lo que el Apóstol atribuye a la bendición, queriendo con esto dar
a entender que Melquisedec, como sacerdote de Dios, bendijo a Abraham,
Por lo cual el Apóstol, que es el mejor intérprete que podemos encontrar,
demuestra que la dignidad de Melquisedec estaba en que era necesario
que para bendecir a Abraham fuera superior a él (Heb.7,6-7). Ahora
bien, si la ofrenda de Melquisedec hubiera sido figura del sacrificio de
la misa, ¿iba el Apóstol a omitir una cosa tan profunda, tan grave y tan
preciosa, cuando él trata por menudo cosas que no son de tanta impor-
tancia? Pero por más que ellos charlen, nunca podrán invalidar la razón
que aduce el Apóstol, que el derecho y el honor del sacerdocio ya no
pertenece a hombres mortales, pues ha sido transferido a Jesucristo, que
es inmortal y único y eterno sacerdote.
Además, como cuando uno se aparta del recto camino, un vicio siem-
pre lleva consigo a otro, después de introducirse la costumbre de ofrecer
sin comulgar, comenzaron poco a poco a cantar y rezar infinidad de
misas por todos los rincones de los templos. De esta manera han dividido
al pueblo, unos por un lado y otros por el otro, cuando debería estar
todo reunido en un lugar para reconocer y recibir el sacramento de su
unión.
Nieguen los papistas ahora, si pueden, que es una idolatría mostrar
en sus misas el pan, para que el pueblo lo adore como a Cristo. Porque
en vano se jactan de que las promesas hablan de la presencia de Cristo;
pues, como quiera que se entiendan, no se han hecho para que hombres
impíos o profanos, sin Dios y sin conciencia, cambien siempre que se les
antojare el pan en el cuerpo de Jesucristo, y lo hagan servir a su modo
y fantasía; sino para que los fieles, conforme al mandamiento de su
Maestro Jesucristo, lo comuniquen verdaderamente en la Cena.
futuro, que Cristo ofreció; los cristianos celebran ahora con la sacro-
santa oblación y comunión del cuerpo de Cristo la memoria del sacrificio
ya realizado." Esto se trata más por extenso en el libro que lleva por
titulo: Sobre la fe, a Pedro diácono, comúnmente atribuido a san Agustín.
He aquí sus palabras: "Ten por cierto, y no lo dudes en manera alguna,
que el Hijo da Dios, habiéndose hecho hombre por nosotros, se ofreció
a Dios, su Padre. en sacrificio de buen olor; al cual, juntamente con el
Padre y el Espíritu Santo, sacrificaban en tiempo del Antiguo Testamento
animales brutos; pero ahora, con el Padre y el Espíritu Santo - cuya
misma divinidad tiene -, la santa Iglesia no cesa de ofrecerle en todo el
mundo sacrificios de pan y de vino. Porque en aquellos sacrificios car-
nales había una figura de la carne de Jesucristo, que Él había de ofrecer
por nuestros pecados; y de su sangre, que había de derramar para remi-
sión de los mismos. Mas en este sacrificio que nosotros usamos, hay
acción de gracias y conmemoración de la carne de Cristo, que él ofreció
por nosotros; y de su sangre, que por nosotros derramó't.? De aquí que
el mismo san Agustín llame muchas veces a la Cena sacrificio de ala-
banza." Y a cada paso se lee en sus libros que la Cena se llama sacrificio,
no por otra razón sino en cuanto es conmemoración, imagen y atestación
de aquel singular, verdadero y único sacrificio por el que Jesucristo nos
ha redimido. 4
Hay otro pasaje muy notable en el libro cuarto de la Trinidad, en el
cual, después de haber disputado del sacrificio único, concluye que hay
en él cuatro cosas que considerar: A quién se ofrece, quién ofrece, qué
ofrece y por qué se ofrece. Unicamente el Mediador que nos reconcilia
con Dios por medio del sacrificio de paz, permanece una misma cosa
con aquel a quien ofreció; Él ha hecho una misma cosa en si a aquellos
por quienes ofrecia; uno mismo es el que ofreció y lo que ofreció. s En
el mismo sentido habla san Crisóstomo. ~
No veo que razón pueden tener los que extienden el nombre de sacri-
ficio a todas las ceremonias y observancias pertinentes al culto divino.
Porque sabemos que, según es costumbre perpetua de la Escritura, el
nombre de sacrificio se toma por lo que los griegos unas veces llaman
tisia, otras prásfora, y otras, en fin, te/eré, que generalmente significa todo
aq uello que se ofrece a Dios. Por lo tanto, es necesario distinguir aquí;
pero la distinción ha de ser de tal manera, que se deduzca y derive de
los sacrificios de la ley mosaica, bajo cuya sombra el Señor ha querido
representar a su pueblo toda la verdad de los sacrificios espirituales.
Ahora bien, aunque haya habido muchas clases de sacrificios, todos
ellos pueden reducirse a dos. Porque, o bien la ofrenda se hacia por el
pecado, a modo de satisfacción mediante la cual se rescataba la falta
delante de Dios; o bien se hacía corno señal del culto divino y testimonio
de la honra que se le daba. Bajo este segundo miembro se comprendía
tres géneros de sacrificios. Porque bien fuese que se pidiera algún favor
o gracia en forma de súplica, bien que se le honrara por sus beneficios,
o que simplemen te se pretendiese renovar el recuerdo de su pacto, 1 todo
iba encaminado a testimoniar la reverencia debida a su nombre. Por
ello hay que atribuir a este miembro lo que en la Ley se llamaba holo-
causto, libación, ofrenda, primicias y sacrificios pacíficos. 2
Por esta causa dividiremos los sacrificios en dos partes: una clase de
sacrificios dedicados al honor y reverencia de Dios, por la cual los fieles
lo reconocen como autor y principio de todos sus bienes, y por ello le
dan gracias, como se debe hacer; los sacrificios de esta clase se llaman
eucarísticos. A la otra clase se la llama sacrificios propiciatorios, o de
expiación. Sacrificio de expiación es el que se hace para aplacar la ira
de Dios y satisfacer a su justicia, purificando y limpiando con ello los
pecados, a fin de que el pecador, limpio de sus manchas y devuelto a la
pureza de la justicia, sea restituido a la gracia de Dios. Los sacrificios
que se ofrecían en la Ley para purificación de los pecados (Éx.29,36)
se llamaban así, no porque fuesen suficientes para destruir la iniquidad
o reconciliar a los hombres con Dios, sino porque figuraban el verdadero
sacrificio que, finalmente, Cristo realizó verdaderamente, y que Él solo,
y nadie más, ofreció porque la virtud y eficacia de este sacrificio que
Crísto ofreció es eterna, como Él mismo lo atestigua por su propia boca,
al decir que todo estaba consumado y cumplido (1n.19,30); es decir,
que todo cuanto era necesario para reconciliarnos en la gracia del Padre,
a fin de alcanzar remisión de los pecados, justicia y salvación, fue reali-
zado y cumplido mediante la sola oblación que Jesucristo ofreció; y
1 Servicio celebrado cada año en un día determinado y pagado mediante una renta
anual.
LIBRO IV - CAPÍTULO XVIII 1135
grande libertad para pecar.! Con lo cual parece que está señalando el
modo que actualmente se observa en la celebración de la misa. Todos
saben que engañar al prójimo es cosa detestable; todos confiesan que
son crímenes enormes atormentar a las viudas, robar a los huérfanos,
afligir a los pobres, apoderarse de los bienes ajenos por medios ilícitos,
hacerse con lo que se pueda de aquí y de allí con perjurios y fraudes, y
usurpar con violencia y tiranía lo que no es nuestro. ¿Cómo, entonces,
son tantos los que se atreven a hacer todo esto, cual si no temiesen casti-
go alguno? Ciertamente, si lo consideramos todo bien, todo este atrevi-
miento no procede sino de que confían en satisfacer a Dios con el sacri-
ficio de la misa, como si con ello le pagasen cuanto le deben; o por lo
menos, como si fuese el medio de reconciliarse con Él.
Prosiguiendo Platón este tema se burla de la crasa necedad de los
hombres al pensar que con tales actos podrán librarse de las penas que
habían de padecer, de no hacerlo asi, en el otro mundo. ¿Y para qué fin,
pregunto yo, se fundan los aniversarios y la mayor parte de las misas,
sino para que cuantos durante el curso de toda su vida han sido crueles,
tiranos, ladrones, salteadores y dados a todo género de vicios y abomina-
ciones, rescatados con este precio se escapen del fuego del purgatorio?
con tanta crueldad, con tan grande rabia y furor. Y ciertamente es una
Elena con la cual cometen fornicación espiritual, que es la más execrable
fornicación de cuantas existen.
y no toco aquí, ni con el dedo meñique, los sucios y enormes abusos
con que podría alegar que ha sido profanada y corrompida su sagrada
misa; a saber, cuán vil mercado ejercen, cuán ilícitas y deshonestas son
las ganancias que obtienen tales sacerdotes con su comercio de misas,
y con cuán enormes latrocinios sacian su avaricia. Solamente me limito
a mostrar, y en pocas y sencillas palabras, cuál es la santísima santidad
de la misa, por la cual ella ha merecido hace ya tanto tiempo ser estimada
y tenida en tan grande veneración. Porque sería menester un libro mucho
más voluminoso quc el presente para ensalzar y ennoblecer tan grandes
misterios conforme a su dignidad. Y no quiero mezclar aquí inmundicias
tan viles cuales son las que se muestran a los ojos de todos, a fin de que
comprendan que la misa, aun tomada en su más exquisita perfección y
por la que puede ser estimada, sin embargo no deja de estar, desde su
raíz hasta la cumbre. repleta de todo género de impiedad, blasfemia,
idolatría y sacrilegio, incluso sin considerar sus apéndices y consecuencias.
CAPÍTULO XIX
1 Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. IV, disto 1, II, S~ Buenaventura"
Comentario a las Sentencias, lib. IV, disto 1, arto 1, cu, 3; Santo Tomás, SUnttl
Teológica, part. III, cu. 62, arts, 1, 3, 4.
Ibld.
1140 LIBRO IV - CAPÍTULO XIX
que las señales que el Señor con su propia boca ha consagrado y adornado
con tan admirables promesas no sean tenidas por sacramentos, y entre-
tanto se dé ese honor y título a ceremonias que la cabeza de los hombres
ha inventado?
Por tanto, es necesario que, o bien los papistas propongan otra defini-
ción, o que se cuiden de no emplear mal esta palabra, para que no sea
después causa de muchas y perversas opiniones.
La extremaunción, dicen ellos, es sacramento; por tanto es figura y
causa de la gracia invisible. Si de ninguna manera se debe admitir lo que
concluyen del nombre, hay que saiirles al paso en el nombre mismo y
oponerse desde luego a lo que es causa del error.
Asimismo, cuando quieren probar que la extremaunción es sacra-
mento, dan como razón que ella consiste en la señal exterior y en la
Palabra de Dios. Si nosotros no hallamos mandamiento, ni promesa a
este propósito, ¿qué otra cosa podemos hacer sino oponernos?
DE LA CONFIRMACIóN 3
obispo para hacer confesión de su fe, igual que los paganos que se con-
vertían a la religión cristiana la hacían cuando eran bautizados. Porque
cuando una persona mayor quería ser bautizada, la instruían por algún
tiempo, hasta que pudiese hacer confesión de su fe delante del obispo y
de todo el pueblo. Del mismo modo Jos que habían sido bautizados de
niños, como no habían formulado esta confesión en el Bautismo, al llegar
al uso de razón eran presentados otra vez al obispo, para que los exarni-
nase de acuerdo con la forma del catecismo que entonces se usaba. Y para
que este acto revistiese más autoridad y resultase más solemne, empleaban
la ceremonia de la imposición de las manos. Después de hacer confesión
de este modo el niño, le despedían con una solemne bendición.
De esta costumbre hacen mención muchas veces los antiguos. Como
León, obispo de Roma, cuando dice: "Si alguno se convirtiere de alguna
herejía, no sea otra vez bautizado, sino que se le dé la virtud del Espíritu
Santo por la imposición de las manos del obispo, lo cual le faltaba antes",'
Nuestros adversarios gritan aquí que esta ceremonia se debe llamar sacra-
mento, puesto que en ella se da el Espíritu Santo. Pero el mismo León
declara en otro lugar lo que él entiende por esta palabra, diciendo que el
que ha sido bautizado por los herejes no sea de nuevo bautizado; pero
que, invocando al Espíritu Santo, sea confirmado con la imposición de
las manos, rogando a Dios que le dé su Espíritu, porque esta persona
solamente había recibido la forma del Bautismo, sin la santificación. 2
Asimismo san Jerónimo, contra los luciferianos, hace mención de esto. a
y aunque se engaña al llamarla observancia apostólica, sin embargo
estaba muy lejos de los desvaríos que los papistas sostíenen actualmente.
Incluso él mismo corrige lo que había dicho, añadiendo que esta bendi-
ción se permitía a los obispos solamente, más para honrar el sacerdocio,
que por necesidad de la Ley. t
En cuanto a mí, estimo en gran manera tal imposición de manos,
siempre que se haga simplemente a modo de oración, y desearía que se
usase actualmente en su pureza y sin superstición.
7. Este alegato es tan frívolo como si alguno dijera que el soplo que el
Señor insufló sobre sus discípulos (Jn. 20,22) es un sacramento en
virtud del cual se da el Espíritu Santo. Pero porque el Señor lo hiciera
una vez, no por eso ha querido que lo hagamos también nosotros. Del
mismo modo, los apóstoles usaban la imposición de las manos mientras
al Señor le plugo distribuir por la oración de ellos las gracias del Espíritu
Santo; no para que los que luego habían de venir imitasen sin fruto
alguno este signo, como lo hacen los monos.
Además, aunque probasen que con la imposición de las manos imitan
a los apóstoles - aunque con ello no los imitan sino como los monos
remedan lo que hacen los hombres -, ¿de dónde sacan el aceite, que
llaman de salvación? ¿Quién les ha enseñado a buscar la salvación en el
aceite y atribuirle la virtud de confortar espiritualmente? ¿Es por ventura
san Pablo, quien de tal manera nos aparta de los elementos de este mundo,
que no hay cosa que más condene que detenerse en tales observancias?
(GáI.4,9; CoI.2,20). Muy al contrario; yo me atrevo a declarar, y no
por mí mismo, sino en nombre de Dios, que todos aquellos que llaman
al aceite, aceite de salvación, 1 ren uncian a la salvación que ha y en Cris to;
rechazan a Cristo, y no tienen parte alguna en el reino de Dios. Porque
el aceite es para el vientre, y el vientre para el aceite. ya ambos los destrui-
rá el Señor (cfr. I Cor.6, 13). Es decir, que todos esos frágiles elementos
que con el uso perecen. no pertenecen al reino de Dios, que es espiritual
y no tendrá fin.
Alguno puede que diga: ¿Es que queréis medir con esta medida el agua
con que somos bautizados? ¿Y el pan yel vino bajo los cuales nos sal}
aparentes y las gracias visibles. Por eso se dice que los Apóstoles reci-
bieron el día de Pentecostés el Espíritu (Hch.2), aunque mucho tiempo
antes les había sido dicho: "No sois vosotros los que habláis, sino el
Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros" (Mt.1O,20).
Todos pueden ver por esto la maliciosa y pestifera astucia de Satanás.
Lo que verdaderamente había sido dado en el Bautismo, hace que se
atribuya a la confirmación, a fin de apartarnos cautelosamente de aquél.
¿Quién dudará ahora de que la doctrina de esta gente es de Satanás,
pues habiendo separado del Bautismo las promesas que en él fueron
propuestas, las aplican y trasfieren a otra parte?
Se ve asimismo cuál es el fundamento en que se basa esta su famosa
unción. La Palabra de Dios es que todos los que han sido bautizados en
Cristo, están revestidos de Cristo y sus dones (Gál. 3,27). La palabra de
estos engrasadores es que no hemos recibido en el Bautismo promesa
alguna que nos armase para la pelea contra el Diablo. La primera voz
es de la verdad; por tanto, necesariamente esta otra ha de ser voz de
la mentira.
Así pues, puedo muy bien definir la confirmación con más razón que
ellos lo han hecho hasta aquí, como una verdadera afrenta contra el
Bautismo, que empaña y anula su uso; o bien, que es una falsa promesa
del Diablo para apartarnos de la verdad de Dios; o, si lo preferís, que
es un aceite manchado con la mentira del Diablo para engañar a la gente
sencilla e ignorante. 1
9. Añaden además estos engrasadores, que todos los fieles deben recibir
por la imposición de las manos el Espíritu Santo, después del Bautismo,
a fin de que sean cristianos de veras; pues nadie puede serlo enteramente
sino aquellos que fueren ungidos con el crisma episcopal. Tales son sus
palabras.
Yo, a la verdad, creía que todo cuanto se refiere a la religión cristiana
estaba comprendido y expuesto en la Santa Escritura; pero por lo que
ahora veo, es preciso buscar la verdadera regla de la religión en otra
parte; no en la Escritura. Así pues, la sabiduria de Dios, la verdad celes-
tial, y toda la doctrina de Cristo, sólo valen para comenzar a hacer
cristianos; el aceite los completa y perfecciona. Con esta doctrina son
condenados los apóstoles y todos los mártires, quienes ciertamente nunca
fueron ungidos con aceite. Pues este su santo crisma, con el que la cristian-
dad se perfeccionaba, o mejor dicho, con el que era hecha cristiana mien-
tras que antes no lo era, no se usaba en su tiempo.
Pero, aunque yo callara, ellos mismos se refutan suficientemente. Por-
que, ¿cuántos son los que ellos ungen después del Bautismo? De ciento,
uno. ¿Por qué, entonces, consienten tantos cristianos a medias en su
compañía, cuando es tan fácil remediar esta imperfección'? ¿Por qué
permiten tan negligentemente que sus súbditos dejen lo que no se puede
omitir sín grave ofensa de Dios'? ¿Por qué no insisten más en cosa tan
10. c. Refutación de las razones por las que sería superior al Bautismo
Finalmente su decisión es que esta sagrada unción se debe tener en
mucha mayor reverencia y veneración que el mismo Bautismo. Y la causa
que dan es que es administrada solamente por manos de los obispos; en
cambio, el Bautismo lo da cualquier sacerdote.
¿Qué se puede decir a esto, sino que están completamente locos al
amar tan excesivamente sus invenciones, hasta atreverse en nombre de
ellas a menospreciar las sagradas instituciones de Dios? [Lengua maldita
y sacrílega! ¿Te atreves tú a oponer al sacramento de Cristo la grasa
infectada con el hedor de tu aliento y encantada con ciertas murmura-
ciones de tu palabra? ¿Te atreves a compararla al agua santificada con
la Palabra de Dios? Mas esto ha sido poco para tu atrevimiento; puesto
que has ido aún más allá, y la has preferido a ella. ¡Éstos son los decretos
de la santa sede apostólica! ¡Éstos, sus oráculos!
Algunos, sin embargo, entre ellos han querido moderar este desenfreno,
porque les parecía excesivo; y así afirman que el aceite de la confirmación
se debe tener en mucha mayor reverencia que el Bautismo, no por la
mayor virtud o provecho que confiera, sino porque es administrado por
personas constituidas en una dignidad mucho más alta, y porque se
administra en la parte más excelente del cuerpo, que es la frente; o, en
fin, porque causa mayor aumento de virtudes, aunque el Bautismo valga
más para la remisión de los pecados.!
¿No se muestran por la primera razón donatistas" al estimar la virtud
del sacramento por la dignidad del que lo administra? Pero concedamos
que la confirmación sea más digna por razón de la mayor dignidad de
las manos episcopales. No obstante, si alguno les preguntase quién ha
otorgado tal prerrogativa a los obispos, ¿qué otra razón podrían aducir,
a no ser sus propios sueños? Dicen que solamente los apóstoles han
ejercido esta dignidad, al otorgar ellos únicamente, y nadie más, el
Espiritu Santo. Pero. yo pregunto si sólo los obispos son apóstoles. Más
aún: ¿son de verdad apóstoles? Pero admitamos esto también. ¿Por qué
con esta misma razón no pretenden probar que solamente los obispos
deben tocar el sacramento de la sangre en la Cena del Señor, el cual no
dan a los seglares porque afirman que nuestro Señor lo distribuyó sola-
mente a sus apóstoles? Si solamente a los apóstoles, ¿por qué no concluyen
de ahí que sólo a los obispos? Respecto a esto hacen a los apóstoles
simples sacerdotes; en cambio, en lo otro, los constituyen en obispos.
Finalmente, Ananías no era apóstol; sin embargo, fue enviado a san
Pablo para hacer que recobrase la vista, para bautizarlo, y para llenarlo
del Espíritu Santo (Hch, 9,17). Añadiré una última pregunta: si este
oficio fuese de derecho divino propio de los obispos, ¿por qué lo han
comunicado a los simples sacerdotes, como se lee en una carta de Gre-
gorio'P
DE LA PENITENCIA
1 Cartas, LVII, 1, 3.
a 11 Concilio de Cartago (390), canon IV.
3 JI Concilio de Orange (441), canon 111.
• III Concilio de Cartago (397), canon XXXII.
~ Carta 16, 11, 3.
• Parte 1I, causa 26, VI.
LIBRO IV - CAPíTULO XIX 1151
1 La versión latina dice: " ... y la otra, espiritual, propia de los buenos ...",
• CueStWMS sobre el Heptateuco, lib. lIT, cu. 84.
• Del Bautismo, contra los donatistas, lib. Y, XXIV, 34.
• Este último párrafo no figura en la traducción castellana de 1597, pero si en la
versión francesa de 1561.
LIBRO IV - CAPiTULO XIX 1153
LA EXTREMAUNCiÓN
l Cartas, LXXXIV, 6.
• No es de Agustln, sino de Fulgencio. (Cfr. Capitulo XVII. nota). El pasaje se encuen-
tra en el capitulo 30.
1154 LIBRO IV - CAPÍTULO XIX
19. ¿Y qué mayor razón existe para que hagan de esta unción un sacra-
mento con preferencia a todas las demás señales y simbolos de los
que se hace mención en la Escritura? ¿Por qué no señalar alguna piscina
de Siloé, en la cual se bañen los enfermos en ciertos tiempos del año
(Jn. 9, 7)? Esto, dicen, sería inútil. Ciertamente; pero no más que su
unción. ¿Por qué no se echan sobre los muertos, puesto que san Pablo
resucitó a un joven muerto extendiéndose sobre él (Hch.20, 10. 12)? ¿Por
qué no hacen un sacramento de lodo compuesto de polvo y saliva? Todos
esos ejemplos, dicen, han sido particulares; mas éste de la unción ha
sido ordenado por Santiago. Es verdad. Pero Santiago hablaba para el
tiempo en que la Iglesia gozaba de esta bendición que hemos mencionado.
Ellos quieren hacer creer que su unción tiene aún la misma fuerza; pero
nosotros experimentamos lo contrario.
Que ninguno, pues, se maraville de que con tanto atrevimiento hayan
engañado a las almas que veían andar ignorantes ya ciegas, por haberlas
ellos despojado de la Palabra de Dios, que es vida y luz de las mismas,
ya que no tienen escrúpulo de inducir a error a los sentidos del cuerpo
que viven y sienten. Con ello se hacen dignos de que se les ridiculice cuando
se jactan de tener en sus manos la gracia de la salud. Nuestro Señor
ciertamente asiste en todo tiempo a los suyos, y les socorre en sus en-
fermedades, ni más ni menos que en tiempos pasados, cuando es menester.
Pero no hace demostración a los ojos de todos de estas virtudes y de los
LIBRO IV - CAPíTULO XIX 1155
20. No es un sacramento
Por ello, así como los apóstoles no sin motivo representaban con el
aceite la gracia que les había sido otorgada para dar a conocer que esto
procedia de la virtud del Espíritu Santo y no de la suya, así también, por
el contrario, éstos hacen grandísima injuria al Espíritu Santo, afirmando
que un aceite rancio, hediondo y de ningún efecto, es su virtud. Esto es
ni más ni menos como si alguno dijese que cualquier aceite es la virtud
del Espíritu Santo, porque es llamada en la Escritura con este nombre;
o que cualquier paloma es el Espíritu Santo. porque Él apareció bajo
esa forma (Mt.3,16;Jn.l,32).
Por lo que a nosotros hace, bástanos de momento tener por cierto que
su unción no es sacramento, ya que nO,es una ceremonia que Dios haya
instituido, ni tiene promesa alguna de El. Porque cuando exigimos estas
dos cosas en el sacramento: q ue sea ceremonia instituida por Dios, y
que tenga aneja la promesa, juntamente exigimos con ello que esta cere-
monia sea .para nosotros, y que la promesa nos pertenezca. Por tanto,
que nadie objete ahora que la circuncisión es sacramento de la Iglesia
cristiana por haber sido ceremonia establecida por Dios y que llevaba
aneja una promesa, puesto que no se nos ha mandado a nosotros - ni
nos pertenece su promesa -. Y que la promesa que ellos dicen existe en
su unción nada tiene que ver con nosotros, lo hemos claramente demos-
trado, y ellos mismos lo dan a entender por experiencia. La ceremonia
no se debe tomar sino de aq uellos q uc ten tan la gracia de co nferir la
salud, y no de estos verdugos, que más pueden matar que dar vida.
entiendo más unción que la del aceite común; y en lo que cuenta san
Marcos no se hace mención de ningún otro aceite (Mc.6, 13). Éstos no
tienen en cuenta más aceite que el consagrado por el obispo; a saber,
que lo haya calentado con su aliento, y lo haya encantado con sus mur-
mullos entre dientes, y lo haya saludado de rodillas nueve veces, diciendo
tres veces: Yo te saludo santo aceite; y tres veces: Yo te saludo, santo
crisma; y otras tres veces: Yo te saludo, santo bálsamo. Tal es su solern-
nidad.
Santiago dice que cuando el enfermo haya sido ungido con aceite y
hayan orado por él, si está en pecado, será perdonado, en cuanto que
al quedar absuelto delante de Dios será también aliviado de su pena.
No entiende Santiago que los pecados le sean perdonados al enfermo
por la unción, sino que las oraciones de los fieles con que el hermano
afligido es encomendado a Dios, no serán vanas. Éstos enseñan con toda
falsedad que por su sagrada unción, que noes otra cosa sino una abomi-
nación, los pecados son perdonados.
He aquí el provecho que sacan, si se les deja abusar según su loca
fantasía de la autoridad de Santiago. Y para no perder tiempo en refutar
sus mentiras, consideremos solamente lo que refieren sus historias, las
cuales relatan que Inocencia, papa de Roma contemporáneo de san
Agustín, determinó que no solamente los sacerdotes, sino también todos
los cristianos, usasen la unción con sus enfermos. ¿Cómo conciliarán
esto con lo que quieren hacernos creer?
I El francés; "proporción".
Hugo de san Viciar, Sobre los sacramentos, lib. 11, parte III, v.
Guillermo de Parls, menciona esta opinión en De septem sacramentis, París, 1516,
n. fol. 60.
1.
• Etimologías, lib. VII, XII; cfr. Graciano, Decretos, parte 1, disto XXI; l.
, Lib. IV, disto XXIV, Ill.
I Graciano, parte l. disto XXIII, caps. XVIII y XIX.
, Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. IV, disto XXIV, caps, llJ y IX.
1158 LIBRO IV - CAPíTULO XIX
que me extraña que hayan podido ser escritas de no ser en plan de risa;
al menos, si los que las escribían eran hombres. Pero sobre todo es digna
de ser considerada la sutileza con que especulan acerca del nombre de
acólito, interpretándolo como ceroferario; 1 nombre, a mi entender, má-
gico; ciertamente es desconocido en todas las lenguas y naciones. Porque
acólito en griego significa el que sigue o acompaña a otro; en cambio,
ceroferario es el que lleva alguna vela. Pero si me detuviera a refutar en
serio tales despropósitos, merecería yo también que se rieran de mí,
por ser tan vanos y frívolos.
1 Pedro Lombardo, Libro de /0$ Sentencias, lib. IV, disto XXIV. cao. VI.
LIBRO IV - CAPíTULO XIX 1159
26. Su tonsura
Además, cuando dicen que su corona clerical tiene su origen en los
nazareos (Nm.6,5), ¿qué otra cosa hacen sino afirmar que sus misterios
proceden de las ceremonias judaicas; o. mejor dicho, que son un puro
judaismo? Lo que añaden, que Priscila, Aquila y el mismo san Pablo,
habiendo hecho un voto, se raparon la cabeza para ser purificados, de-
muestra su gran necedad (Hch. 18, 18). Porque en ninguna parte de la
Escritura se lee que Priscila hiciera tal cosa; se dice de uno de los otros
dos, sin que sea cierto de cuál; porque la tonsura de que habla san Lucas,
tanto se puede referir a san Pablo como a Aquila, Y para no concederles
10 que quieren, a saber, que ellos han seguido el ejemplo de san Pablo,
1160 LIBRO IV - CAPÍTULO XIX
27. Por lo que dice san Agustín se ve claramente cuál ha sido el origen
y principio de la tonsura clericaL Porque como en aquel tiempo
ninguno se dejaba crecer el pelo, a no ser los afemínados y los que se
daban tono de remilgados, pareció que no estaría bien permitir tal cosa
a los clérigos. En consecuencia, se ordenó que todos los clérigos se rapa-
sen la cabeza, para no dar sospecha alguna ni apariencia de afemina-
miento, Y era tan común el raparse, que algunos monjes, para mostrarse
más santos que los demás y tener alguna señal con la que diferenciarse
de los otros, se dejaban crecer el pelo, 1 He aqui cómo la tonsura no era
cosa especial ni propia de los clérigos, sino común a casi todos. Después,
cuando el mundo cambió y se comenzó de nuevo a dejar crecer el cabello
como antes; y al convertirse al cristianismo muchas naciones que habían
siempre mantenido la costumbre de dejar crecer el pelo, como Francia,
Alemania, Inglaterra, es verosímil que los clérigos se hicieran rapar la
cabeza para no mostrar afecto a la cabellera, como hemos dicho. Mas
luego que la Iglesia se corrompió y todas las buenas prescripciones anti-
guas se pervirtieron o se convirtieron en superstición, y como no habia
razón alguna para esta tonsura clerical - lo cual era bien cierto, pues no
era más que una loca imitación de sus antecesores, sin saber por qué han
inventado el maravilloso misterio que actualmente nos alegan con tal
atrevimiento para aprobar su sacramento.
Los porteros reciben en su consagración las llaves del templo en señal
de que lo han de guardar. Dan a los lectores la Biblia; a los exorcistas,
un formulario de exorcismos o registro de conjuros, para conjurar a los
demonios; a los acólitos les dan las vinajeras y las velas. He ahi las nota-
bles ceremonias que contienen tan grandes misterios y que tienen tanta
virtud, si es verdad lo que ellos dicen, que no son solamente marcas y
señales, sino también causas de la gracia invisible de Dios. Porque con-
forme a su definición, esto es lo que pretenden, al querer que las tengamos
por sacramentos.
Para concluir brevemente, afirmo que va contra toda razón el que los
teólogos sofistas y los canonistas hayan hecho de las órdenes que llaman
menores, otros tantos sacramentos; ya que, según su propia confesión,
fueron del todo desconocidas de la Iglesia primitiva, y s610 mucho tiempo
después se inventaron. Mas como los sacramentos contienen en sí mismos
promesas de Dios, no los deben instituir ni los ángeles, ni los hombres,
sino sólo Aquel a quien pertenece y toca hacer la promesa.
30. La unción
Además, ¿de quién han tomado la unción? Responden que de los
hijos de Aarón, de los cuales desciende su orden sacerdotal. Así que
prefieren defenderse con ejemplos mal aplicados, que confesar que lo que
temerariamente hacen es invención suya. Por el contrario, no ven que al
proclamarse sucesores de los hijos de Aarón hacen una grave injuria al
sacerdocio de Cristo, que sólo fue figurado por los sacerdotes levíticos;
que, por tanto, todos estos sacerdocios recibieron su cumplimiento y
tuvieron su fin con el de Jesucristo, y con ello cesaron, según hemos
dicho antes y la Carta a los Hebreos sin glosa de ninguna clase lo atestigua
LIBRO IV - CAPiTULO XIX 1163
(Heb. 10,2). Y si tanto se deleitan con las ceremonias mosaicas, ¿por qué
no sacrifican bueyes, becerros y corderos? Aún conservan gran parte del
Tabernáculo y de toda la religión judaica; les falta sacrificar bueyes y
becerros. ¿Quién no ve que esta ceremonia de la unción es mucho más
perniciosa y peligrosa que la circuncisión, principalmente cuando va
unida a una superstición y opinión farisaica de la dignidad de la obra?
Los judíos ponían la confianza de su justicia en la circuncisión; éstos
ponen las gracias espirituales en la unción. No se pueden, por tanto,
hacer imitadores de los levitas sin ser apóstatas de Jesucristo y renunciar
al oficio pastoral.
EL MATRIMONiO
1 Sobrentendido, Gregorio Vl l,
1166 LIBRO IV - CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
LA POTESTAD CIVIL
Como puede verse, Calvino considera que el fin del orden del Estado es hacer
respetar la doctrina y el servicio exterior de Dios en el culto, Y. por tanto, velar
por la obediencia a los mandamientos de la primera tabla, exactamente igual que
a los de la segunda.
, Si el reino de Dios hace inútil por su presencia en nosotros la preocupación de las
cosas de la vida presente.
lI70 LIBRO IV - CAPiTULO XX
suceder cuando los nobles que ostentan el poder conspiran para consti-
tuir una dominación inicua; y todavía es más fácil levantar sediciones
cuando la autoridad reside en el pueblo. Es muy cierto que si se establece
comparación entre las tres formas de gobierno que he nombrado, la
preeminencia de los que gobiernan dejando al pueblo en libertad - forma
que se llama aristocracia - ha de ser más estimada; no en si misma, sino
porque muy pocas veces acontece, y es casi un milagro, que los reyes
dominen de forma que su voluntad no discrepe jamás de la equidad y la
justicia. Por otra parte, es cosa muy rara que ellos estén adornados de
tal prudencia y perspicacia, que cada uno de ellos vea lo que es bueno y
provechoso. Y por eso, el vicio y los defectos de los hombres son la razón
de que la forma de gobierno más pasable y segura sea aquella en que
gobiernan muchos, ayudándose los unos a los otros y avisándose de su
deber; y si alguno se levanta más de lo conveniente, que los otros le
sirvan de censores y amos.! Porque la experiencia asl lo ha demostrado
siempre, y Dios con su autoridad 10 ha confirmado al ordenar que tuviese
lugar en el pueblo de Israel, cuando quiso mantenerlo en el mejor estado
posible, hasta que manifestó la imagen de nuestro Señor Jesucristo en
David. Y como de hecho la mejor forma de gobierno es aquella en que
hay una libertad bien regulada y de larga duración, yo también confieso
que quienes pueden vivir en tal condición son dichosos; y afirmo que
cumplen con su deber, cuando hacen todo 10 posible por mantener tal
situación. Los mismos gobernantes de un pueblo libre deben poner todo
su afán y diligencia en que la libertad del pueblo del que son protectores
no sufra en sus manos el menor detrimento. y si ellos son negligentes en
conservarla o permiten que vaya decayendo, son desleales en el cumpli-
miento de su deber y traidores a su patria. Mas, si quienes por voluntad
de Dios viven bajo el dominio de los príncipes y son súbditos naturales
de los mismos, se apropian tal autoridad e intentan cambiar ese estado
de cosas, esto no solamente será una especulación loca y vana, sino
además maldita y perniciosa.
Además, si en vez de fijar nuestra mirada en una sola ciudad, ponemos
nuestros ojos en todo el mundo o en diversos países, ciertamente veremos
que no sucede sin la permisión divina el que en los diversos países haya
diversas formas de gobierno. Porque así como los elementos" no se
pueden conservar sino con una proporción y temperatura desigual, del
mismo modo las formas de gobierno no pueden subsistir sin cierta desi-
gualdad. Pero no es necesario demostrar todo esto a aquellos a quienes
la voluntad de Dios les es razón suficiente. Porque si es su voluntad
constituir reyes sobre los reinos, y sobre las repúblicas otra autoridad,
nuestro deber es someternos y obedecer a los superiores que dominen
en el lugar donde vivimos.
1 Calvino se ha inclinado siempre al régimen de consejos; pero más bien por una
oligarquía, que por una verdadera dernocracia.
, Atmosféricos.
LIBRO IV - CAPÍTULO XX 1175
sus caballos (Dt. 17, 16), que no entreguen su corazón a la avaricia, que
no se ensoberbezcan contra sus hermanos, que sin cesar mediten todo
los días la Ley del Señor, que los jueces no se inclinen a ninguna de las
dos partes, ni admitan dones y presentes (01. 16, 19); Y otras sentencias
semejantes que ocurren de continuo en la Escritura. Porque el exponer
yo aqui el oficio del gobernante no es tanto para enseñarle a él, cuanto
para que vean los demás en qué consiste, y a qué fin lo ha instituido el
Señor.
Vemos, pues, que los gobernantes son constituidos como protectores
y conservadores de la tranquilidad, honestidad, inocencia y modestia
públicas (Rom.l3,3), y que deben ocuparse de mantener la salud y paz
común. De tales virtudes promete David ser dechado cuando fuere colo-
cado en el trono regio (Sal. 101); es decir, no disimular ni consentir
ninguna iniquidad de ninguna clase, sino detestar a los impíos, calumnia-
dores y soberbios, y buscar buenos y leales consejeros en todas partes.
y como no pueden cumplir esto si no es defendiendo a los buenos contra
las injurias de los malos, y asistiendo y socorriendo a los oprimidos, por
esta causa son armados de poder, para reprimir y castigar rigurosamente
a los malhechores, con cuya maldad se turba la paz pública. Porque, para
decir la verdad, por experiencia vemos lo que decía Salón, que todo
gobierno consiste en dos cosas: en remunerar a los buenos y en castigar
a los malos; y si se pierden las tales, toda la disciplina de las sociedades
humanas se disipa y viene a tierra. 1 Porque son muchísimos los que no
hacen gran caso del bien obrar si no ven que la virtud es recompensada
con algún honor. Y por otra parte, los bríos de Jos malos se hacen irre-
frenables si no ven el castigo dispuesto. Estas dos partes se comprenden
en Jo que dice el profeta cuando manda a los reyes y demás superiores
que hagan juicio y justicia (Jer. 21,12; 22, 3). Justicia es acoger a los ino-
centes bajo su amparo, protegerlos, defenderlos, sostenerlos y librarlos.
El juicio es resistir el atrevimiento de los malvados; reprimir sus violen-
cias y castigar sus delitos.
1 Séneca, Clemencia, 1, m, 3.
LIBRO IV - CAPÍTULO XX 1179
Finalmente respondo que podemos muy bien deducir del Nuevo Testa-
mento que Cristo con su venida no ha cambiado cosa alguna al respecto.
Porque si la disciplina cristiana, como dice san Agustín, condenase toda
suerte de guerras, san Juan Bautista hubiera aconsejado a los soldados
que fueron a él para informarse acerca de lo que debían hacer para su
salvación, que arrojasen las armas, que renunciasen a ser soldados, y
emprendiesen otra vocación. Sin embargo no lo hizo así; sino que sola-
mente les prohibió que ejerciesen violencias o hiciesen daño a nadie, y
les ordenó que se dieran por satisfechos con su sueldo. Y al ordenarles
que se contenten con él, evidentemente no les prohibe guerrear (Le. 3,14).1
Mas los gobernantes deben guardarse de someterse lo más mínimo a
sus deseos; al contrario, si deben imponer algún castigo, han de abste-
nerse de la ira, del odio, o de la excesiva severidad; y sobre todo, como
dice san Agustín, en nombre de la humanidad han de tener compasión
de aquel a quien castigan por los daños cometidos:" o bien, que cuando
deban tomar las armas contra cualquier enemigo, es decir, contra ladro-
nes armados, no deben hacerlo sin causa grave; más aún, cuando tal
ocasión se presentare, deben rehuirla hasta que la necesidad misma les
obligue. Porque es menester que obremos mucho mejor de lo que enseñan
los paganos, uno de los cuales afirma que la guerra no debe hacerse por
más fin que para conseguir la paz. Conviene ciertamente buscar todos
los medios posibles antes de llegar a las manos.
En resumen, en todo derramamiento de sangre, los gobernantes no se
han de dejar llevar de preferencias, sino que han de guiarse por el deseo
del bien de la nación, pues de otra manera abusan pésimamente de su
autoridad; la cual no se les da para su particular utilidad, sino para
servir a los demás.
De la existencia de las guerras lícitas. se sigue que las guarniciones, las
alianzas y municiones del estado, lo son asimismo. Llamo guarniciones
a los soldados que están en la frontera para la conservación de toda la
tierra. Llamo alianzas, las confederaciones que entre sí pactan los prin-
cipes de las comarcas para ayudarse el uno al otro. Llamo municiones
sociales, a todas las provisiones que se hacen para el servicio de la guerra.
1 Hay que subrayar aquí también que Calvino no separa la moral de la religión,
exactamente igual como no separa las dos tablas dc los mandamientos. El servicio
de Dios es el primer punto de la vida moral.
1182 LIBRO IV - CAPiTULO XX
18. Entienda, pues, esta gente que los tribunales son legítimos y lícitos
a aq uellos que usan bien de ellos; y q ue a robas partes pueden servirse
1184 LIBRO IV - CAPiTULO XX
y Salomón, al unir con los reyes a Dios les atribuye una gran dignidad
y reverencia.
También san Pablo da a los superiores un título muy honorífico cuando
dice que todos debemos estar les sujetos, no solamente por razón del
castigo sino también por causa de la conciencia (Rom.l3, 5); por lo cual
entiende que los sujetos deben sentirse movidos a reverenciar a sus prín-
cipes y gobernantes, no sólo por miedo a ser castigados por ellos - como
el que se sabe más débil cede a la fuerza del enemigo, al ver lo mal que
le id si resiste - sino que deben darles esta obediencia también por temor
a Dios mismo, puesto que el poder de los príncipes lo ha dado Dios.
No discuto aq ui sobre las personas, como si una máscara de dignidad
debiera cubrir toda la locura desvarío y crueldad, su mala disposición
y toda su maldad, y de este modo los vicios hubieran de ser tenidos y
alabados como virtudes; solamente afirmo que el estado de superior es
por su naturaleza digno de honor y reverencia; de tal manera, que a
cuantos presiden los estimemos, honremos y reverenciemos por el oficio
que ostentan.
Por tanto, nadie debe considerar cómo cumple el otro con su deber
para con él, sino solamente ha de tener siempre en su memoria y ante
sus ojos lo que él debe hacer para cumplir con su propio deber. Esta
consideración debe tener lugar principalmente en aquellos que están
sometidos a otros. Por tanto, si somos cruelmente tratados por un prín-
cipe inhumano; 1 si somos saqueados por un príncipe avariento y pródigo;
o menospreciados y desamparados por uno negligente; si somos afligidos
por la confesión del nombre de! Señor por uno sacrílego e infiel; traiga-
mos primeramente a la memoria las ofensas que contra Dios hemos
cometido, las cuales sin duda con tales azotes son corregidas. De aquí
sacaremos humildad para tener a raya nuestra impaciencia. Yen segundo
lugar, pensemos que no está en nuestra mano remediar estos males, y
que no nos queda otra cosa sino implorar la ayuda del Señor. en cuyas
manos está el corazón de los reyes y los cambios de los reinos. Dios es
quien se sentará en medio de los dioses y los juzgará (Dan. 9, 7; Prov.
21, 1; Sal. 82, 1); ante cuyo acatamiento caerán por tierra y serán que-
brantados los que no hayan honrado a su Cristo (Sal. 2, 9), y hayan hecho
leyes injustas "para apartar del juicio a los pobres, y para quitare! derecho
a los afligidos, para despojar a las viudas, y robar a los huérfanos"
(Is.1O,2).
ni más ni menos como es lícito a los reyes castigar a los nobles. Los segun-
dos, aunque iban guiados por la mano de Dios a hacer aquello que Él
había determinado, y hacían la voluntad de Dios sin pensarlo, no obs-
tante en su corazón no tenian otra intención y pensamiento sino hacer
el mal.
ciones cedan ante las órdenes de Dios, y que toda su alteza se humille y
abata ante Su majestad. Pues en verdad, ¿qué perversidad no sería, a fin
de contentar a los hombres, incurrir en la indignación de Aquel por cuyo
amor debemos obedecer a Jos hombres? Por tanto el Señor es el Rey de
reyes, el cual, apenas abre sus labios, ha de ser escuchado por encima
de todos. Después de Él hemos de someternos a los hom bres gue tienen
preeminencia sobre nosotros; pero no de otra manera que en El, Si ellos
mandan alguna cosa contra lo que Él ha ordenado no debemos hacer
ningún caso de ella, sea quien fuere el que lo mande. Y en esto no se
hace injuria a ningún superior por más alto que sea, cuando lo sometemos
y ponemos bajo la potencia de Dios, que es la sola y verdadera potencia
en comparación con las otras.
Por esta causa Daniel protesta que en nada habla ofendido al rey
(Dan. 6,20-22), aunque había obrado contra el edicto regio injustamente
pregonado; porque el rey había sobrepasado sus límites; y no solamente
se había excedido respecto a los hombres, sino que también había levan-
tado sus cuernos contra Dios y al obrar así se había degradado y perdido
su autoridad.
Por el contrario, el pueblo de Israel es condenado en Oseas por haber
obedecido voluntariamente a las impías leyes de su rey (Os. 5,11). Porque
después que Jeroboam mandó hacer los becerros de oro dejando el templo
de Dios, todos sus vasallos, por complacerle, se entregaron demasiado a
la ligera a sus supersticiones (1 Re. 12,30), y luego hubo mucha facilidad
en sus hijos y descendientes para acomodarse al capricho de sus reyes
idólatras, plegándose a sus vicios. El profeta con gran severidad les
reprocha este pecado de haber admitido semejante edicto regio. Tan lejos
está de ser digno de alabanza el encubrimiento que los cortesanos alegan
cuando ensalzan la autoridad de los reyes para engañar a la gente igno-
rante, diciendo que no les es licito hacer nada en contra de aquello que
les está mandado. Como si Dios .al constituir hombres mortales que
dominen, hubiese resignado su autoridad, o que la potencia terrena
sufriera menoscabo por someterse como inferior al soberano imperio
de Dios, ante cuyo acatamiento todos los reyes tiemblan.
Sé muy bien qué daño puede venir de la constancia que yo pido aqui ;
porque los reyes no pueden consentir de ningún modo verse humillados,
cuya ira, dice Salomón, es mensajero de muerte (Prov. 16, 14). Mas como
ha sido proclamado este edicto por aquel celestial pregonero. san Pedro,
que "es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch.5,29),
consolémonos con la consideración de que verdaderamente daremos a
Dios la obediencia que nos pide, cuando antes consentimos en sufrir
cualquier cosa que desviarnos de su santa Palabra. Y para que no des-
fallezcamos ni perdamos el ánimo, san Pablo nos estimula con otro
aliciente, diciendo que hemos sido comprados por Cristo a tan alto
precio, cuanto le ha costado nuestra redención, para que no nos hagamos
esclavos ni nos sujetemos a los malos deseos de los hombres, y mucho
menos a su impiedad (1 Cor. 7, 23).
GLORIA A DIOS
ÍNDICE DE REFERENCIAS BÍBLICAS
ANTIGUO TESTAMENTO
12,5 11, 1068 18,5 1, 263, 396, 603, 10,14-15 1,338; 11, 729
12,11 11, 1088 625 10,16 1,227;
12,26 11, 1065 18,6 u, 1167 11, 1045, 1058
13,2 11, 1068 19,1-2 J,524 10,20 1,281
14,19 1,101 19,2 1, 271 ; lI, 1159 1I,13 1,301
14,21-26 JI, 1033 19,12 1,280 11,19 J, XVIII
14,31 11,910 19,16 1,297 11,22 1,301
15,3 11,1090 19,18 1,301, 305 11,26 n,624
16,7 1,39 20,6 1,39 12,28 1,264
16,14 11, 1138 20,7 1I, 1I59 12,32 1, XVII, 264;
17,5 1,74 20,9 1,289 11,943
17,6 11, 1138 26,11-12 1,317 13,3 11,718
18,16 11,962 26,19-20 11,714 14,2 1,271
19,5 11, 1052 26,23-24 1,143 16,J9 11,1176
19,6 1,247 26,26 JI,714 17,9-12 11,910
20,4 1,50 26,36 1, 152,218 17,16 1, 258; 11,1176
20,6 1, XVIII, 318 17,16yss. 11, 1190
20,13 n,1176 NÚMEROS 18,10-14 11,807
20,24 U,809 9,18 JI, 1033 18,11 1,515
21,13 1,130 11,18-20 11,722 19,5 1, 154
21,17 1,289 11,31 1, 131 19,J9 I1, 1182
22,1 n, 1182 11,33 11,722 2[,18 1,290
22,8-9 11, 1170 12,1 1,38 21,22-23 1,378
22, II 1,281 [4, [8 I. 276 21,23 r,258
22,29-30 1,532 14,43 1,230 23,5 11,729
23,4 1,304 15,32-36 1,284 24,17 11,629
23,12 1,286 16,24 J,38 26,18 1,271
23,13 1,281 21,8 u, 1I38 26,18-19 n,729
23,19 1,532 23,10 1,322 27,16 1,250
23,24 1, xx 23,19 1,148 27,26 1, 378, 576, 582,
24,18 1, 38; u, 982 28,3 11,824 603; 11,624,631
25,18-21 1,51 28 1,143
25,40 r, 246; 11, 1022 DEUTERONOMIO 28,1 1,229
28,9-12 11,685 1,16 11, 1172 28,29 JI, 1189
28,21 11,685 1,16-17 n, 1170, 1175 28,63 1,218
29,9 n,834 1,39 11, 1057 29,2--4 1, 189
29,36 n, 1133 2,30 1,'216 29 t 2 2 n,727
30,30 u, 1I6] 4,2 11,949 29,29 1, 137
31,2 1,186 4,7 11,778 30,3 JI, 824
31,13 J,284 4,9 1,264 30,6 J, 227, 232,
31,16 J,284 4,11 1,51 11, 1045
32,1 J,56 4,12 1, 50 30,10-14 1, 35
32,4 J, XXXVI 4,15-16 1,50 30,11 J,232
32,27-28 11, 1177 4,15-19 J,275 30, 11~14 J,137
33,13-23 r,51 4,20 1, XVII 30,14 11, 765
33,19 J,569; 4,37 n,729 30,15 U, 624
11,743,779 5,14-.15 J,286 30,19 1,248
34,6-7 1,48 5,17 n, 1176 30,20 J,301
34,23 11,982 6,5 1, 301 ; JI, 653 32 J,39
34,29 J,38 6,7 1, xvrn 32,8-9 J, 338; rr, 729
35,30-34 1,186 6,13 J,280 32,15 J,54O
6,16 n,991 32,17 n, 1002
LEVíTICO 6,25 n,629 32,35 J,304
la7 n, 1022 7,6 J,271 32,36 J, XIX
1,5 11, 1132 7,7-8 n,729 32,4&47 1,256
2 11, ll59 7,9 11,627 33,3 1,318
8,3-4 I1,847 7,12~13 TI. 623 33,29 1, 317
11,44 n, 1159 8,2 TI,718 34,S n,881
14,2-8 I, 476 8,3 1,131; JI, 714
16,21 I, 482 9,6 11,729 Josut
17,11 n, 1088 10,12 J,301 1,8 n,927
REFEREN CIAS B í B L I C AS 1199
2,12
11, 1192
1,242; 11, 1171
I 29
30,6
1, 29
1,325
; 51,1
51,4
1,481
L 153; 11,749
3,5 1,441 .10,6-7 1,538 51,5 l, 569;
5,3 11,676 31,5 11. 695 JI, 672, 1056
5,7 1,427; IJ, 674 31, [5 1, 147 51,7 1.463
6, [ 1,502 31,22 1,422 51,10 1, 194,207
7,6 11, 682 32,1 l. 499. 601 51.1~ JI, 697
7,8 11. 637 32,1-2 J. 568; JI, 633 : 51,17 n,684
8,2 1,15. 127 32,6 11,670,694 i 51,19 11, 1136
8,4 1, 15 33,6 1,81, 125 52.8 1,324
9,10 1,434 33,12 1,317,432; 55.22 1,141
9, J3 J, XIX JI. 730 55.22- 23 l. 325
[0,11 1, II 33,13 1, 125 56,9 11, 676
12.2 11, 1012 33,18 11.709 56,13 JI, 992
12,6 1,420 33,22 JI, 676 59,10 1,211
14, I 1, 11 .14,6 11, 694 60,12 11, 718
14,1·-3 1,198 34,7 1,101-102 62,9 1, 198; Ir. 668
J4,2 1. 593 34,8 11, 69ú 61.3 1,432
15,1-2 J,524; 34,14 l,453 6_\ 1 11, 700
lJ, 628, 771 34,15 ]J,666 65,2 IJ, 67li
16,2 1,303 34,15-16 J, 132 65.4 1I,73()
16,3 l,532 34,17 JI, 673 68,20 11,787
16,5 1,331; 11,797 34,21 1, 325 68,31 11, 1126
16,10 11, 785 34,22 1, 322, 324 69,4 1,377
17,1-3 IJ, 637 35,5 1,481 t,el, 21 !l,1083
17,15 1,324, 11,797 36,1 J, 593 69,28 r. 326; 11. 772
18,1 JI, 698 36,2 1,11 72,8 [,339
18,6 11,1091 36,5 1,41 J 72,10 11, 1126
18,20 n, 628, 637 36,6 I, 137; 11,752 72,10-11 11,87[
18,27 1,586 36,9 1,189 72,14 1, XIX
18,30 1,420 37,7 1,441 73,2-3 1, 324,551
RE FEREN crxs 8(B LI CAS 1201
NUEVO TESTAMENTO
8,29 1, 352, 401, 403, 11,32 1, 252; 11, 758 1,13 1, 512; lJ, 1036
537, 618; 11,33-34 1, 137 1,20 1, 190
u, 646, 745, 762 11,34 1,438; 1,21 1,240
8,30 1,222,609; u, 1137, 1140 1,23 ]J,777
11, 640, 643, 762, 11,35 J,596; 1,24 11,777
768 11,737,758,781 ' 1,29-31 1,588
8,32 1, XXVllI, 362, 11,36 1,271 1,30 1, 366, 465, 5;)(),
397; 11, 767 12,1 1,527,621 ; 562, 564, 570,
8,33 1, 391, 562, 569 11, 1135 614,619
8,33-34 1,559 ¡ 2, 2 1,170 2~ 2 1, 79, 345, 347,
8,34 1, 3~7; 11,687 12,3 11,991, 1046 366,406
8,35 1,432, 592 12,6 1, XXVII; 2,4 1, 36,439;
8,36 1, 551; 11,784 11, 1046, 1103 JI, 810, 1014
8,37 1,608 12,7 11, S43 2,5 1,439
8,38 1, 421, 443, 569, 12,8 ll, 843, 955,1171 2,S 1,24,357;
618; 11,769 12,10 1,530 11, IW2
8,39 1, 421,443, 61¡': 12,14 11,1185 2,10 1, 79,438
9,5 1, 76, 350, 353, 12,21 11, 1185 2,11 1,438
361 13,1 1, XVIII; 11, 662, 2,12 1,442
9,68 11, 737 934, 1171, J 173, 2,13 u, 1066
9,7 n, 733, 1052 1187 2,14 1, 190,438
9,8 11,732,733,829, 13,1-5 n,932 2, l6 1,438, 591
1052 13,2 n, 1187 3,2 11, 660
9,10--13 11,737 13,3 11, lI76 3,3 1,223
9,11-IJ 1I, 738 13,4 11, 117J, 1177, 3,3-8 11,816
9,12 1,430 1183, 1185 3,6 11,761
9,13 n, 746 13,5 11, 662, 1187 3,7 1,223;
9,14 11,742 13,6 JI, 1180 1I, 810, 978,1014
9,15 11, 739 13,8 1,303 3,8 1l,640
9,16 1,223,237; 13,9 1,305 3,9 1,238; n, 810
!l,763 13,14 1,554 3,11 1, XVII, 614
9,17 n,776 14,1 n,658 3,12-15 1,518
9,18 1I, 746, 748 14,5 1,287 3,16 J, 525, 620;
9,20 11, 750, 781 14,8 1,527 JI, 837
9,20--23 JI, 747 14,10 1,517 3,17 1,80
9,21 ll, 627, 750 14,10--11 J,76 3,19 1,20
9,24 11,781 14, JI 1, 88; 11, 792 3,21 1, XXXI
9,29 1, 76 14,13 I1, 658 4, 1 n, 841, 867,909
9,33 1,88 14,14 II, 655 4,4 n,638
10,2 1, XXI 14,17 1,368 4,5 1,584
10,3 1, XXI, 572 14,22 JI, 655 4,7 1,222; JI, 775
10,4 1, 28, 245, 248, 14,23 1,520,615; 4,15 11,810
4D9 IJ. 655, 990, 5,1 I1, 816, 825
10,5 1, 572, 574; 1002, 1005, J042 5,2 1I,816
II,625 15,1 1I, 658 5,3 u. 959
10,8 1,232,433,434; 15,2 u, 658 5,4 11, 959,971
11, 1009 15,5-6 JI, 701 5,5 II, 971-973
lO,9 r, 572, 574 15,8 1,436; IJ, 1053 5,6 II,972
JO, 10 1,407,413; 15,12 1,78 5,7 11, 1126
n, 1145 15,19 n,839 5,8 JI, 1126
10,11 1, 78 15,20 n,839 5,11 l,525;
10,12 1,339 15,25 n,883 n, 816, 972
10,14 u, 664, 675 15,30 n,687 5,12 n,96O
10,17 n, 675, 807, 915, 16,1-16 11,883 5,13 1,525
1057, 1067 16,7 n,841 6,1 1,525
H,2 n,739 16,20 1, 109, 615 6,6 n, lI86
11,5 n, 724, 732 6,7 n,816
1I,6 1,596; 11, 724 1 CORINTIOS 6,8 JI,816
1l,17 l,4D1 1,1 Il, 844 6,9 1,491
11,20 TI, 769 1,3 I1,706 6,9-11 TI,773
11,29 TI, 1053 1,11-16 TI, 816 6,10 l,491
REFERENCIAS BíBLICAS 12l L
6,11 1,401, 597 11, 20yss. 1I, 1132 15,40 11, 794
6,13 11, 793, 996, 11,21 11,952 15,41 JI, 1165
1144,1145 u. 23 1, xvn; ll, lIJO 15,42 11, 1165
6,15 1, 525,620; 1l.24 11,1071,1086 15,45 1, I J 8, 348, 402
11,791,793,1108 11.25 11, 1086, 1121 15,46 11,1066
6,17 1,620 JI. 26 11, 1083, 1112 15,47 1, 352, 355;
6,19 1, 80; 11, 793 11.26-28 11, 1065 11, 1093
6,20 1,396 1 [,28 11,817. 1064 [5,50 11, 1055
7,2 1,294 ¡ 1 [.29 11, 817, lO64, 15,51 1,390;
7,3 u, 980 1106,1114 11, 794,795
7,5 n,979 11,3[ 1.463 [5,52 1, 390; JI, 795
7.7 1,293 11.32 L 504, 541 15,53 11, 791
7,9 1, 294; 11, J 003 12.3 1,189 15,54 11, 796
7,14 11, 1047, 1053. 12,6 1, 204,208 16,2 1,287
1066 ] 2~7 11. 844 16,7 1,146
7,19 11. \025 12,10 l. 79,413;
7,21 11, 1168 11, 1093 2 COR[~TlOS
7.23 11, 1194 12,11 l. so, SI; Il, 991 1,6 1,514
7,29-31 1, 554 12,12 1,532; 11, 109{} r.rz 1,445; 11,638
7,31 1, 552; 11, 1145 12,13 11. 1011. 1037. 1,19 1I,1123
7,34 1.294 1060 1,20 1, 309,436;
7,35 11,931 12.21 1.620 11, 685, [022
8,4 11, 947 12~25 11,687 1.21 L 440
8.5 r, 77, 370 12,28 11, S43, 955 1,22 1,403,440;
8,6 1, 77, 204, 358, 12,31 i,413 11,762
370 lJ,2 1.413,419; 1,23 1, 115.280
8,7 11.947 u, 647 1,24 11, 'l15
8,9 11, 65ll, 947 13,3 11. 'l99 2,6 1.484
9,1-3 11,816 13,4 1, 532 11,974
9,2 lI, 810 13,4 i 1, 531 2,8 11, 975
9,5 11. 987 13,5 [.303 2,16 1, XXXV[]], 225
9,6 1,604 13,9 1.424 3~5 1, XVII, 193, 196,
9,11 1,604 13,10 1,419 204
9,12 1,604 13,12 1,424; 3,6 1, 46. 248, 335,
9,16 lI, 842 ll, 798, 1138 404; 11. 1110, 839
9,18 1,604 13,13 11, 647 3,7 \, 252, 335
9,19-22 1I, 659 14.15 JI. 669. 702, 703 3,8 1, 46, 404
10,1-5 1, 316 14,16 11, 703 3,14 1,329
10,1-11 1, 315 14,29 Ir, 915, 928 3,15 1,329
10,2 11, 1033 14,.,0 11,814,915 3,17 1, 179
10,3 ll, 1024. 11]8 14.34 11,952 3,18 l. 11 8, 120, 424,
10,4 r, 75; JI, 1024, 14,40 J,286; 454
1082, 1089, 1090 11. 698, 844. 95 J 4.4 l. 109. 153, 214
10,5 n,1025 [5,6 JI,786 4.6 1, ]08.406;
1o, 5 YSS. I,426 15,10 L211;IL~I() 11,808
10,12 1,427,443; 15,12 I1,816 4.7 11,807,837
11. 768 I 5, I 2 Yss. 11, 792 4,8 l. 543
10,13 11, 7 [8 [5,13 11,784 4, s-ro 1, 618
10,16 11, 1077. 1083, 15,14 11. 784 4,9 1, 543
1090, 1[12. 1[29 15,16 1,352 4.10 11,646,784,791,
10,17 11. 1082 15, 17 1, 387 792
10,23 11, 659 15.19 JI, 643 4.13 1,439
10,24 TI, 659 15,22 1,166; 11. 1055 4,16 J,454
10.25 n,658 15,23 11,785 5,1 11. 790
10,28 1I, 663,933 15,24 1,357 5,4 1,550
10,29 u, 658. 66], 933 15,24-28 1, 92, 370 5,5 L 440
10,31 11, 712 15,27 1,389 5,6 1, 115, 549;
10,32 11,658 15,28 1, 285, 385; 11, 782, 790
11,5 rr. 952 JI, 711,799 5,7 1,310
11,14 1r,1160 15,36 JI, 787 5,8 1, I 15; n, 790
u.is 11,954 15,39 H,794 I 5,10 l, 76; 11.639, 79J
1212 íNDICE DE
- - - _ . __ ..
4,5 1,81 ;
u, 83}, 881
I
1,23
. 1,24
1, 549
1,549
1,24
1,26
l, 513; 11,971
1.340
4,6
4,7
1,431
1,369,402;
i
2,2 n, 831 1,26-27 II, 1007
2,3 1, 530 1,28 11, 936
Ir, 880 2,5 n,83) 1,29 11,810
4,8 1,76, 389 2,6 1,77, 90 2,3 J, 334, 345, 366,
4,10 1,387; JI, 880 2,7 1, 77, 90, 35J, 418,570;
4, Il n, 803, 807,839, 376; u, 1093 II, 913,936,1138
840,880 2,7-10 1,358 2.8 n, 936, 949
4,11-15 n,917 2,8 1, 316; 11, 1023 2 t9 1,78
4,12 JI, 80S 2,9 1, 339, 398 2,10 n,880
4,13 1I,S07,8S0,1012 2,9~11 1, 370, 389 2,11 11, 1050
4,15 J, 389,403; 2,10 1,89,517 2,12 11, 79.1, 1025,
n, 879, 880,1077 2,12 L 231,427; 1031, 1058
4,16 1,351; ¡ 11. 640 2,13 1,259
4,17 1, 198
I
11,879,880, 1077 2, 13 1, 196,204,208,
211,231,57l
2,14
2,15
1, 259, 396, 495
1,379
4,18 1, 198 2,15 11, 639 2,16 1, 286, 287
4,20 1,409 2,17 1,410 2.16-23 11,936
4,20--24 1,525 2,20 Ir, 883 2,17 1, 258,286;
4,21 1,409 2,21 1I, 883 11, 1024, J025
4,23 l, 170, 197,454, 3,5 11, 772 2,19 1, 365
528 3,6 n, 772 2.20 11,937.939, 1144
4,24 i, 118, 454 3,7 1,571 2.21 11, 939
4,25~28 11, 773 3,8 1, XUI 2.23 11, 938, 949, 990
4,27 1,108 3,9 1, 571 3, I 1, 525. 620
4,30 1,227 3,10 1,386,537,618; 3,1·5 1, 387
5, 1 1,525 JI. 646 3,2 1,525
5,2 1,397 3,11 1,618; 11,646 3. .1 1, 380; lI, 782
5,8 1,620; 11,773 3,13 1, W3; 11, 783 3,4 IJ, 782, 785
5,14 1,239 3,14 TI, 783 3,10 1, 118, 347, 454
~
5,23
""
~.• L.:... u, 986
1,525;
3,15
3,16
1,408; 11,814 3,11 1, 339; 11,1168
JI,916 3.14 1,303;
11. 880, 986 3,20 JI,783, 1096, u, 647.999
5,25 11, 1191 1099 3,16 !l,702
5,25-27 11, 818,917 3,21 Il, 1099 3,20 1,290
5,26 1,455, 525; 4,3 11, 772 3,24 \l,640
11, 8)5, 1028,
1059, 1060
I
4,5
I 4,6
11, 709
11,698, 709
4.3
: 4,17
11, 687
11, 842
5,27 l, 455; n. 813 4,11 1I, 657
5,28-32 rr, 1166 4,12 1, 555; 11, 657 1 T"SUONICEKS~S
5.30 1,349,403; 4,18 1I, l136 1,3 1,415
11, 1077 !,4 1,415
5,32 1, 349; 11, 1077 COLOS,,~S"'<¡ 2.9 1, xxx
6,1 1,290,291 1. 4 1, 314; 11, 641 2. 15 1, xv
6,2 1,290 1,5 IT, 641, 782 2, 16 1, xv
6.4 n,1l91 1,9-10 1, \94 2,18 1,146
6,10 1,227 1,12 n,734 2,19 JI, 797
6,12 1, 106,143 1,\3 I,XXI,615 3,5 11,711, SIO
6,16 1, 426; n, 676 1,14 r, 396, 498, 500, : .'.12 J,226
6,18 u, 669,670,676, 615 3,13 11, 639
686 1,15 1, 244, 344, 348, 4,3 r. 620, 652
6,19 n. 686, 687 356, 361 4,4 1.620
1,16 1,100,104 4,7 1,620;
FILIPENSES 1,17 1,356 JI, 652, 759
1,1 n,842 1,18 1, 348; rt. 880 4,15 n, 795
J,4 r, 194 J,19 1,615 4,16 1, 102. 391 ;
1,6 1, 203; 1,20 r. 104,394,498, 11,795
I1, 640,769 615 4,17 1,391
1,15 r, XXXVJlI ],21 1,373,597 5,2 JI, 1165
1,20 1,446,549 1,22 1, 373, 597 I 5,4 1,620
1214 íNDICE DE
- -- - ------- - - - - - - - .. _.._ - - - - -
3,16 1, 357 5,8 J, 401; I1, 1023 1,6 1,372; JI, 1136
3,20 1,488 5, 12 J, 595,615 2,2 1, XIX
3,22 Il,671,674 5.14 JI, 668 2,9 1, XIX
3,24 1,404,442,615; 5,15 JI, 723 5,13 1,517
11, 764 5.18 1,232 7,14 J, 512
4,1 11, 928 5,20 1,77,92 7,17 J,551
4,3 11, 1103 5,2l 1,60 13.5 J J. 905
4,10 t, 393, 597,620 14,13 1, 521
4, I 1 1,620 JUDAS 18,4 r. XIX
4,13 1,404 6 1, 108, 110; 18,23-24 1, XIX
4,18 1,431 11, 791 19,10 1,65, 104
4,19 1,374,620 9 1, 102, 110 2[),4 11,788
5,4 1, 153, 232, 426 2\,27 II. 106)
5,6 II, Ion A POCALlPsrs
5,7 1,401 U 11, 102,
APÓCRIt'OS
TostAS 1, J02; JI, 930 ¡2 M,K-\SEOS n, 930 E e LESI ÁsTI CO JI, 930
15,38 J,518 15,14-17 1,238
16,16 1,613
1 MACAREOS Il,930 24,14 t. 72
1,19 1,41 SABIDVRíA
12,43 1,517 14,15-16 1,55 BARucl, 18-10 Ir, 672
íNDICE DE AUTORES,
OBRAS Y PERSONAJES CITADOS
AM8ROSlASTER
Comensarto a Romanos; 8,29 JI, 741
Comentario a 1 Timoteo, 5,12 11,960
De la vocacwn de los gentiles
1, 11 1,176
1, v n,642
n,IV 1,177,222
Sermones, XXV,l 1,472
AMBROSIO 1, JlI, 176, 222, 294, 457,
507, 510;
11, 702, 741, 852, 858, 872,
887, 960, 1119, 1121
Cartas
XVIII, 16; xx JI, 854
xx; xx, 1 11,962
xXI,2,4 11,967
XXIII 11,962
XXYlI,17 11,968
Comen/ario a Romanos, 2,13 JI,636
De oficiis
II,XXVUI 11,854
n, XXVIU, 158 1, XXXII
Exposición sobre los Salmos, CXIX, x,47 1,559
Exposición sobre san Lacas
l, x 11, 742
X, LVI a LXII 1,383
Isaac, a del alma, VIII, 75 11, 689
Oracion fúnebre de Teodosio, XXVIII, 34 11,974
Sermón contra Augencio
11 n,968
XXXVI 11,959
Sobre Jacob ;' la vida bienaventurada
1, YI . J,391
JI, 11,9 1,580
Sobre Abraham, Ix,80 1, XXXII
AMBROSJO (PSEUDO) véase AMBRoslAsTER
Anacleto n, 856, 894, 1118
Anastasio, obispo de Antioquía 11,889, 891
Anastasio, patriarca de Constantinopla 1I,901
Anquises 1, 17
ANSELMO
Diálogo sobre el libre albedrío, 11I 1, 176
Antíoco 1,41
Apión 1,37
Apolinar l,385
Apolo 1, 24; 11, 668
ApOLONJO
Historia eclesiástica, V, XXIJ 1, XXXlII
AQUILEA, RUFlNO DE
Exposición del Símbolo de los Apóstoles
XXXVI U,3M
XXXVIII r, 518
AQUINO, TOMÁS DE
Suma Teologica
1, LXXXUJ,~ 3 l. 176
11, CYIll,4 n, 998 n.
rr, CXIU, 1 J,601
ll, cxm,4; cXIV,3,4,8 1,616
u, 10, LXXIV,3 l,306
rt, 1°, CVII1,4 l,304
ll, :ZO, CLXXXIV, 3 JI, 998 n,
l224 íNDICE DE AUTORES,
1, VII U,896
1, XVI n,896
1, XXIV 11,850
r, xxv, a Anastasia 11,891,896
I,XlV 11,968
u, I n,896
IV, xx U,968
IV, XXVI, a Genaro 11, 1148
V,xx JI, 965
IX, CXXiI 1, 599 n,
P.L 77,689 U, 968
Homilías sobre Ezequiel, XI Il,851
Homillas sobre los Evangelios
11, XIV-XV 1,472
u. XXII, 7 n, 1122
11, XXVII 1,305
11, XXXVllI, 14 11,771
XVII, 3; 4; 8; 14 n,868
GREGORIO DE NISA
Discurso contra los Que difieren el Bautismo 11, 1029
Discursos catequéticos, XXXVII n, 1080
GREGORlO NACIANCENO Ir, 927,995
Sermón sobre el santo Bautismo 1,82
Discursos, XL, 11 11, 1029
GrUo 1,10
GUIllERMO DE PARfs
De septem sacramemis, 11, fol. 60 u, 1157 n.
HALES, ALEJANDRO DE véase ALEJANDRO DE HALES
Heliogábalo, emperador 11,830
Hierón. tirano de Sicilia 1,23
Hilario 11, 702
HilARlO, obispo de Poitiers 1,69, 94
De la Trinidad
1, XIX 1,85
11, 11 1, 70
n. XXIV~ lIl, xv; IV, Xlii 1,383
V, VIII-IX 1, 70
De Jos concilios, 69 1,70
Contra Aujencio 1, xxxv
HOMERO r. 138,201
Odisea, 18, 137 1, 187
HORACIO
Cartas, 1,16,79 11,788
Carmen, 1,12,42 1,200
Serm. I, sát. VIII 1,52
Hormisdas, obispo de Sevilla 11, 894
HUGO DE SAN VfCTOR
Sobre los sacramentos, U,m,5 n, lI57
Ignacio, obispo de Antioqula 1,94
Inocencia 1, papa u, 1156
Inocencia U, papa rr, 865, 891
Inocencia II1, papa 1,478-479
Irene, emperatriz I, XVIIl, 61; n,925
IRENEO, obispo de Lyón 1,92-94; Il, 828,891
Contra las herejías
IU, XVI, 6 J,363
IV 1,245
Isabel I de Inglaterra 1, xx
Isidoro, obispo de Sevi11a
Etimologías, VII, XII 11, 1157
1230 ÍNDICE DE AUTORES,
----------~-------~---
JENOFONTE 1,24
Ciropedia
VIII, 2 11, 1188
VIII,8 1I,985
VIII,1O 11, 1188
Jerjes 11, 809
JERÓNIMO 1, 69, 174, 249, 510;
11, 713 n., 741, 853, 908
Cartas
LI n,866
LB,5-6 II, 873
Lll,7 11,850
LlI, 12 11,983
LXXXIV, 6 n, 1153
LXXXIV, 9 1,473
CXXV 11, 854
CXXV,15 11, 885,888
CXLlV, a Evangelus 11,850
CXLVI n,852
Comen/ario a Isaias, IV, 19, 18 n,849
Comentario a Malaquias, J1 11,1121
Comentaría a Sofonias, III 11, 1121
Comentario a Tito, I 11, 849
Contra Joviniano, I 11,988
Contra los dos libros de Gaudencio, I, XXXVlJl l,518
Can/ro los luciferianos, IX 11,1142
Diálogo contra las pdalfiwlO,~, I 1,221,237
Prefacio a las libros de Samuel y Reyes 1,518; 11,930
Prefacio a Jeremías 1, XXXI
JERÓNIMO (PSEUDO)
Exposición de Romanos, 7,8 n,741
JOSEfü, FLAV10 véase FLAV10 JOSEFO
Juan, obispo de Constantinopla 1,61-62; 11,888,898,968
Juan XXII, papa n,907
JUAN DIÁCONO véase JERÓNIMO (PSEUDO)
Judas Macabeo 1,518
Julio 1, papa n, 890, 892
Julio Il, papa n,906
Julio César 11,966
Júpiter J, 138, 187; n,668
Justina, emperatriz 11,702,968
JUST1NO MÁRTIR 1,94
De la Monarqula de Dios l,49
JUVENAL
Sátiras, Y, XIV 1,52
Lactancio 1,12,54
LEÓN 1, papa n, 858, 886-887, 889-890,
894,897,900,903-904,906
Cartas
X,VI Il,856
XIV, V 11, 856
ClV,IHV II,927
CV y CVl 1l,927
CXXIY 1,512
CLXV, ser. 55 1,512
CLXVl, n TI, 1142
CLXVn n,861
León II1, emperador 11,925
LEÓN X, papa
Bula Exsurge Domine 11,832
Licánides 1, 138
OBRAS Y PERSONAJES CITADOS 1231
Licurgo n,995
Lino, papa 11,884
LoMBARDO, PEDRO 1,169,178, 187,209 D., 446,
494, 510, 616; n, 1079
Libro de las Sentencias
n, v 11, 1139
n,XXlV 1,176
u, XXV 1,203,212
u, XXVI 1, 177,205
11, XXVII, 5 1,612
111, XVI1J 1,397
IR, XIX 1,573
IIl, XIX, 4 1,4%
IIl, xxm, 4 y ss, 1, 412 n.
DI, XXV 1,444
lV,I u, 1139
IV,I,4 u, 1018
IV,vII,2 11, 1147
IV, vm,4 u, 1104
IV, x, 2 u, 1157
IV, XIV, 1 1,472
IV, xvr 1,473
IV, XXII, 3 n, 1151
IV, XXIV, 3 n, 1157
IV, XXIV, 6 u, 1158
IV, XXIV, 9 JI, 1I57
Lorenzo, obispo de Müán JI,891
Luciano de Samosata n,906
Lucinio, papa n,896
MacedoDio JI, 929
Maniqueo 1, 32, 98, 120, 351: 11, 1093
Mareelo 1, papa n, 882
Marciano, emperador rr, 887
Marción 1, 351; n, 1041, 1085, 1093
Marte n,668
MARTÍN, papa
Extravagantes n,901
Mauricio, emperador n, 858, 898, 96~969
MAXIMUS TYRIUS PLATONICUS
Sermón 38 1,50
Medea 1,192
Melcíades, papa n,893-894
Menas, patriarca de Constantinopla n,887
Mercurio n,668
Mercurio Trismegisto JI, 1068
Minerva n,668
MÓnica 1,521
Montano 1, XXXllJ
NACIANCENO, GREGORIO véaseGREOOIUO
NACIANCENO
Necesidad 1,138
Nectario, obispo de Constantinopla 1, 479-480. 490; n, 857
Nepociano 11,873,885
Nerón 1,593; 1~830,883
Nerva JI, 1178
Nestorio 1,359,362; n,929
Nicolás 11, papa 11, 858, 1079
Novaciano 1, 467 n.; u, 822
Ok:ham 1,209
ORfol!Nl!S J, 196; n, 741, 828
Carta a los romanos, VD 1,237
1232 íNDICE DE AUTORES,
Sirnónides 1,23
SIRICIO, papa
Cartas, r,7 n,986
Sócrates 1,24, 120; n,772
SÓCRATES, historiador
Historia Eclesiástica
1, x 11,822
11, VIII JI,892
Historia Tripartita
VI 1,70
IX I1,850
Solón 11, 1176
SoZOMENO
Historia Eclesiástica, VII 1,479-480
SPIRIDION
Historia Tripartita, x 1, XXXII
Staphylus 1,454
Taciano 11,986
TEMlstlO
Paráfrasis de/libro ll/: del alma 1, 192
TEMíSTOCLE5
De anima, 11 r, XLIX 1, 121
TEODORETO DE ORO véase CIRO, TEODORETO DE
Teodoro, obispo l,61
Teodosio 1, emperador 11, 872, 958, 973, 1121
Teodosio, obispo de Mira 1,61~2
TE RTU L1A NO 1, XIX, 49, 93; n, 793, 828
Apologética, XVIII 1,611
Contru Marcián, IV, XL n, 1099
Contra Práxeas 1,94
11 y III 1,71
XV 1,363
Del ayuno, 1I[ l,611
Del Bautismo, VIII, 4, 5 11,1041
De la penitencia
VI 1,611
VI[,9 11, 826
De la resurrecclon de la carne
VIII u, 1121
XV 1,611
LI n, 792, 1100
Exhortación a la castidad, 1 1,611
La huida "/1 las persecuciones, 11 11,720
Tiberio 1, 594: 11, 883
Tito 1, 593
TOM.ÁS 01' AQ\IINO véase AQI)INO, TOMÁS DE
Tours, Berengario de 11, 1079
Trajano 1,593
Tr.smegisto , Mercurio II, 1068
Valentiniano 11, emperador u. 702, 858, 967
Valentino 1,253
VALLA, LORENZO n,753
De falso credita et ementitu
Consrantini donat ione declamatio n,965
Varrón 1,54
VenUJ n,668
Vespasiano l,594
Vice n te, vicario 11,886
Víctor 1, papa 11,891
1234 íNDICE DE AUTORES, OBRAS Y PERSONAJES CITADOS
- - - - - - - - - - - - _ . , - .....,,--,,_ .... -_._-
VIR(iJUO
Eneida
JI, 39 11, 857
VI 1,17
Geárgieas, IV 1, 18
Vito, vicario 11,886
Zacarias. papa 11,898
CONCILIOS CITADOS
Además de las referencias del presente índice, consúltese también el Índice General.
XIX, 4; xx, 28; al prójimo: 11, Vil!, 11, 39 Yss., SO y ss.; ni, VII, 5 YSS.;
x, 5; XVI, 2; XVIlI, 6; XIX, lO Y ss.: xx, 38,45; IV, lJI, 1; XVII, 38,40,
44; xx, IS; de si mismo: 11,1, 2; VIII, 54; 111, xn, 5; a los superiores:
U, VIII, 36; a los muertos: IlI, XX, 24
ANABAPTISTAS: pág. XXXVII; 1, IX, 1; JI, vin, 26 y ss.; X, 1, 7; lIl, lll, 2, 14; XXIll, 8;
IV, 1, l3 Y SS., 23-27; XII, 12; XV, 16; xx, 1
ANALOGíA de la fe: pág. XXVIl; IV, XVI, 4; XVII, 32
ANIlTEMA: IV, XII, lO
ANCIIINOS de la Iglesia: IV, 111, 8; su ministerio de la disciplina: IV, xr, 6;
Y extremaunción: IV, XIX, 21
ÁNGELES: 1, XI, 3; xlI,3; XIV, 3 Y SS., 8)' SS.; xv, 3; XVIlI, 1; 11, V, 1; VII, 5;
vlll,17; XII, J, 6 Y ss.; XIII, 1 Y ss.; XIV, 5; XV,6; XVI, 1, J2, 17;
IJI, 11l, 18; IV, 6, 1J ; v, 7; Xl, J 2; XII, 1; XIV, 16; xx, 22 y SS., 32,40,
43; XXI, S; xxur, J, 4, 7; XXV, 3 Y ss., 21; IV. XVII, 15,27,43; XIX, 2
Ánge! increado (o del Eterno): 1, xm, 10; JI, XV. 1
ANGUSTIA: 111, IJ, 15; Y oración: Ill , xx, 4, 44. Véase Desesperacion
ANTICRISTO: pág. XXXV; In, xx, 42; IV, 11, 12; VII, 4, 25; XVIll, 1
ANTIGÜEDAD: 1, v, 12; 111, V, !O. Véase Tradicion
ANTIGUO TESTAMENTO: véase Ley, Evangelio
ANTlNOMISMO: 11, VII, 13; IV, XIV, 23
ANTROPOMORfISMOS; 1, XI, 3; XIII, 1; XVI[, l3; I1, XVI, 2; IV, XVII, 23
A~TROPOMORHTAS: 1, xru, 1; IV, XVII, 25
APETITO, en sentido filosófico; 11,11,2; del bien supremo: JI, n, 26
APETITO (o concupiscencia): 1, XV, 6; 11,1,8 y ss.: vII,6, 10 Y ss.; vlII,18,
49 Y SS., 58; 111, in, 10)' SS.; x, 3; XX, 44, 46; IV, xv, 11
ApÓCRIFOS: 1, Vil, 1; 11, v, 18; 111, v, 8; xv, 4
A POU)';ARISMO: JI, XVI, 12
APOLOGÉTICA: 1, Vlll, 12
ApÓSTATAS: 11 1,111,21 Y ss.
ApÓSTOLES: IV, 1, 5; fundamento de la Iglesia: 1, vu, 2; IV, VIII, 4; su ministerio:
IV, U1, 4 Y SS., 13; intérpretes ciertos del Espíritu Santo: IV, VIJI, 9
ÁREIOL ce la ciencia: 11,1,4; de vida; 11,1,4; IV, XIV, 18.
ARCO IRiS, sacramento: IV, XIV, 18
ARCl-HDIÁCONOS: véase Diáconos
ARISTOCRIIClA: IV, XX, 8
ARRAS (Espiritu Santo): III, 1,3; 11, 36
AIl.REPENTlMIENTO: 111, 1lI; IV, 3; XX, 7; de Dios: 1, XVIl, 12 y ss.; fruto de la disci-
plina eclesiástica: IV, XII, 5; fruto de la fe: 111,111, 1 Y ss.; de los
hipócritas: lll, nt, 25; imposible: 111, IU, 24; suscitado por la ame-
naza; 1, XVII, 14; III, 111, 7
ARRIANOS: I, Xlii, 5, 16, 22
ARROOlLllIMIENTO en la oración: 111, XX, 33; IV, X, 30
ARROGANCIA: 111, XII, 8
ARTES; 1, V, S; escultura y pintura: LXI, 12; Y ciencias: 11,11, 14
ARTícULOS DE FE, su expresión: IV, vm, 1.9; no pueden fundamentarse en la tradición
oral: IV, VIJJ, 15; XI, 8
ARZOBISPoS en la Iglesia antigua: IV, IV, 4
ASCENSiÓN de Cristo: 11, XVI, 14 Yss.: IV, XVII, 19 Yss., 27,29 Yss,
ASENTIMIENTO: 111, 1I, 8
ASESINATO: 11, VJlI, 39 y ss, Véase Homicidio
ASF'ERSIÓN en el Bautismo: IV, XV, 19
ASTROU)(; íA: 1, XVI, 3
ASTRONOM íA: 1, v, 2.5
ATIIR las conciencias: 111, x, 1; XIX, 16; por las tradiciones humanas:
IV, x, 1-8; y desatar: IV. XI, J; XII, 10. Véase Poder de las llaves
ATEíSMO: 1, IV, 2; v, 4,11
ATRIClÓ)';: 1Il, IV, l
AUSTERIDAD: 1Il, x, 1 v ss.: XIX, 1 Yss,
AUTORIDAD de los Concilios: IV, VIII, 10 Yss, ; IX; de la Escritura por sus prue-
bas: 1, Vil, I ; VIlI; la autoridad de la Escritura no descansa en la
aprobación de la Iglesia: IV, IX, 14; de la Iglesia en materia de fe:
¡NDICE DE MATERIAS 1237
BAUTISMO: 1, XI, 13; 11, vrn, 31; IIl, lll, 11,13,19; IV,6; xxv,8; IV, XIV, 20;
xv: xvrrt, 19; XIX, 17; de Cristo: IJ, XV, 5; XVI, S; y circuncisión:
IV, XIV, 24; Y confirmación: IV, XIX, 5,8; de los niños: IV, V1II, 16;
XVI; de Juan: IV, xv, 7 y ss., 18; y remisión de los pecados: 111, IV,
26 Y SS.; IV, 1,23 Y ss.: sentido y propósito: IV, XIV, 22 Yss.; voto
del Bautismo: IV, XIII, 6
BENDICiÓN por la providencia: 1, XVI; del qu into mandamiento de la l.ey:
1I, vur, 37; hereditaria: 11, VIlI, 21, 41; XVI, 3 Y ss.: 111, IV, 32; VII,
8 Y ss.: IX, 3; XIV, 2; xx, 7, 28
BENEfiCIOS, su colación: IV, v, 6; su acumulación: (V, v, 7
BIEN, incapacidad de concebirlo: 11, 11, 25; amor a I bien: 111, VI, 2; su
conocimiento: JI, 11; 11 1, XIV, 2
Bien común de la Iglesia: III, v, 3; Vil, 5
Bien supremo: 1,111,3; v, 1; 11,11,26; 111, xxv, 2, 10
BIENAVENTURANZA: 11, vrrr, 4; x ; xr; 111, ll, 28; IX, 4; XI, 22; XVII, 10; XVII!, 1 Yss.;
XXV, 1 Y ss. Véase Bien supremo
BIENES ECLESIÁSTICOS: IV, IV, 6 Y ss,
BIENES TERRENALES: IJI, Vil, 6, 8 Y SS.; uso: 11I, X; XIX, 7 Y ss.; xX,3; su solicitud:
111. xx, 44
BLASFEMIA: 111, 1Il, 22; IV, XX, 3
BONDAD de Dios: 1, V, 3, 8; x, 3; XIV, 21 Y ss.: XVI, 3; XVI', 7; 11, VIII, 14 Y ss.:
XVI, 3; XX, 2y ss., 13; XXlll, lO y ss.
BRUJERÍA: 11, V11I, 22
CAlDA; 1, XV, 4,8; XVI, 15; de los ángeles: 1, XIV, 16; Y voluntad de Dios:
111, XXIII, 4, 7 (véase COII.W primera v CllilYa"egundas, responsabili-
dad); de Adán: JI, 1,4 (véase Pecado original)
CALUMNIA: 11, vtu, 47 Y ss.
CANON de las Escrituras: 1V, Vlll, 8; IX, 14
CANO~JSTAS: 111, IV, 4; IV, XVII. 49: XIX, 27
CA~TO, en la oración: Il I, XX, 31 Y ss.; de los Salmos: IV. XV!I, 43
CAR .....CTER del sacramento del orden: IV, XIX. 31
CARDENALES, su origen: IV, VII, 30
C\RIDAD: 11, vm, 46; 111, XVIII, 6: j II icio de caridad: 1V. l. 8: en los ant iguos
monasterios: IV, ~II, 9; en el ejercicio de la disciplina: IV. XII. 9 Y ss.
Véase Amor
CARNE. definición: 11, 1,9: 11I. 1; 111, 1lI, 8. lO Y ss; VIH, 5, xrv, 1; de Cristo:
(L XVII, 5, Y los ca pitu los sobre la Cena y la transu bsra ncrac ion ;
dominio de la carne mediante el ayuno: IV, xt 1, 15: v espíritu:
Ir, 1,9; Tll, 1; Ill,lI, 18
C,,"'iTIDAD: 11, VlII, 41 y sv.: no es superior al rnatr imonio : IV, XII. 27
CASTIGO eterno: 1, v, 10; 111, XXV. 12; sobre la posteridad: 11. VlTT, I'J Y ss.
de faltas )' crirnencs: LXVII, 5. Vcase Juicio
CÁTAROS: IV, 1, 13 y S'>.; vrn, 12
C"'USA, de las obras de Dios. 1, XIV, 1; de los actos del hombre y de Dios:
l. XVIl!, 4: eficiente de salvación: 111. XIV, 17; final de sa I"ación' 111,
XIV, 17; Cristo, causa formal: 11, XVII, 2; instrumenta) de salvación'
11[, XIV, 17; intrínseca de la elección. 1rl. xx l 1, 7, 9; material de la sal-
vación: lil, XIV, 17; próxima de la condenación: ¡¡ l. XXllI, 8 y".
Causa primera .:r causus segundas I~ XI\'" 17; XVJ, 2 y SS.~ 5 y ss.:
1238 ÍNDICE DE MATERIAS
XVII, 1, 6,9; XVIII, 2 Yss.; Ir, IV, 2 y ss.: V, 11; XVII,2; nI, XIV, 21;
XVII, 6; xx, 46; XXIll, 2, 3, 8 Y ss.; XXIV, 14.
CELESTINOS: IJ, 1, 5 Y ss.: 111, XVII, 15; XXIII, 5
CELIBATO sacerdotal: pág. XXXIII; IV, XII, 23-28; voto de castidad: IV,xm,3
CELO y penitencia; III, tu, I 5
CENADEL SEÑOR: pág. XXXII; 1, xs, 13; III, XI, 9 Y ss.; xxv, 8; IV, XIV, 20; XVII;XVIII, 19;
administrada a los niños: IV, XVI, 30; examen propio antes de la
participación: IV, 1, 15; institución: IV, XVII, 20; preparación para
la Cena: IH, IV, 13; participación de la Cena: IV, t, 15; sacrificio
de alabanza: IV, XVllI, 10; sentido y fin: IV, XIV, 22 Yss.
CEREMONIAS : U, VIII, 28 Y ss.; IU, 1lJ, 16; XIX, 8; IV, XIX, 2
Ceremonias de la Ley (del A.T.): tI, XI, 4 Y ss.; VII, 1 y ss.; III, XIX,
15; su abrogación en Cristo: Il, VIJ, 16 y ss.; IV, XX, 15; prefiguraban
a Cristo: IV, xrv, 25; xx, 15; significaban la confesión de los pecados
y no la expiación: 11, VII, 17
Ceremonias sacramentales. Yv; XIV, 19; en la Iglesia romana: IV, x,
9 y ss., 12; deben conducir a Cristo: IV, X, 15; no son expiatorias
ni meritorias: IV, x, 15
CERTIDUMaRE de la fe: III, n, 15 Y ss.: IV, VIII, 11; de la respuesta de Dios:
111, XX, 52; de la salvación: IlI, II, 28; XXIV, 1, 3 Y ss.; IV, XVII, 2 Y
ss, Véase Seguridad
CIELO, cuando se habla de Dios: 1, XIII, 1; ni, XX, 40; cuando se habla de
Cristo: IV, XVII, 26 y ss., 29.
CIENCIAS, ayudan a comprender el poder y la sabiduría de Dios: 1, v, 2; Ir, n,
14yss.
CIRCUNCISiÓN: 111, XXI,6; IV, xrv, 5, 20; y Bautismo: IV, XIV, 24; xv, 5, 16 Y ss.:
XVI, 3 Y ss., 10 Y ss.; sacramento de penitencia y de fe: IV, XVI, 20 Y
ss.; de Tito y Tirnoteo: IJI, XIX, 12
CISMÁTICOS, diferencia con los herejes: IV, 11, 5; las Iglesias evangélicas no 10son:
IV, 11,5
CLEMENCIA en la Iglesia: IV, 1,13. Véase Amor, Disciplina
CLEREcfA, definición: IV, XII, 1; origen de la palabra: IV, IV, 9; su disciplina:
IV, XII, 22; sus costumbres en el papado: IV, v, 14
CLÉRIGOS en la Iglesia primitiva: IV, IV, 9
CóLERA del alma: 1, xv, 6; JI, VIII, 39 Y ss,
Cólera de Dios: TI, 1, 8; vlI,4; x, 18; XVI, I y ss.: IIf, 11,27; IV, 31
y ss.; xl,2; XVI,4; XX, 9, 11; xXIII,3; XXV, 12; IV, x:X,4,25 yss.
del creyente por la fe: 1, xrv, 18; lll,!l, 15 y ss., 37; 111,10 Y ss.,
20 y ss., 46; XXV, 1; IV, xv, 11 y ss.
COMPULSiÓN y necesidad: I1, 11, 5 Y ss.; 111, 5. 13 Y ss.: IV, 1; 111, XXIII, 8 Y ss.
COMUNICACIÓN de los dones de Cristo por el Espíritu Santo; In, 1, 1 Y ss.: de las
propiedades (idiomas): U, XIV, 1 Y ss. Véase Comunión, Unión mistica
COMUNiÓN con Cristo y su cruz: 11, XVI. 13; HI, 1, 1; (véase Unián misticai
Comunión fraternal y de "H santos: 111, XX, 24,47; XXV, 6; IV, 1, 3,
20,22; xv, 13, 15; no se debe romper la comunión con la Iglesia:
IV, 1,10
Comunión (participación de la Cena), bajo una sola especie: IV, XVII,
47-50; de los indignos: IV, XVII, 33,34,40. Véase Cena del Señor
CoNCIENCIA, definición: 1, XV, 2; TI, 11, 22; ni, 11, 20, 22,41; III, 15: LX, 6; XlI, 5;
xrv, 7,20; XIX, 10, 15; xx, 12,21; XXIII, 3; IV, x, 3; XV, 4; XVII, 35;
XX, 16; buena conciencia: lIT, n, 12; X, 1 Y ss.; XIV, 18 Y ss.; xx, 10;
examen de conciencia: IV, XVII, 41; testimonio de la conciencia:
I, v, 14 (véase Justificación del justo); conciencias atadas pOI las
leyes espirituales de la Iglesia: IV, X, 1-8; libre de las ordenanzas
eclesiásticas: IV, X, 31 Y ss.: no está atada por votos ilícitos: IV,
xlII,20.
CoNCILIOS, su autoridad: pág. XXXVI; IV, IX; SlI convocación: IV, VII, 8; IX. 2;
sus imperfecciones: IV, IX:I O Yss.; sus contradicciones: IV, IX, 9;
sus errores: IV, IX, 11; ejerciendo la disciplina: IV, XII, 22; su infa-
libilidad: IV, VIII, la y ss.; su potestad en la interpretación de la
íNDICE DE MATERIAS 1239
EfiCACIA del Bautismo: IV, xv, 14 y ss.; del bautismo infantil: IV, XVI, 9;
de la Cena del Señor: IV, XVH, 8 y SS., 11, 33 Y ss, Véase Gracia
eficaz; Vocacion eficaz
EGIPCIOS, su teología secreta; 1, v, 11; VIII, 3 Y ss.; XI, 1; XIV, 1
ELECCIÓl'ó: 11, VI, 2; VIII, [4,21; XXI, 1 Y ss.: Il l, XIV, 5,21; XVI, 15; su causa:
11, 111,8; fundamento de la Iglesia universal: IV. 1, 2, 8; Y Evangelio:
JlI, XXIV, 3; Y fe: ru. XXII, JO; XIV, 3, 9; gratuita: 111, XXII, I Y ss.¡
causa el mérito: 1I, v, 3; fundamento de la salvación: IV, 1, 3; Y pre-
visión de los méritos: I II, xxu, 1, 8; Y reprobación:' Jll, XXUl, I ; en
el tiempo: 111, XXIV. Véase Predestinación, Presciencia, V("'ocion
eficaz
Elección de ministros o pastores: 1V, m, 13 y ss. ; en la Iglesia primi-
tiva: IV, IV, 10; de los obispos en la Iglesia primitiva: IV, IV, 1l Y ss.;
del Papa en la Iglesia primitiva: IV, IV, 13; de los obispos en el
papado: IV, v, 2; de los presbíteros y diáconos: IV, v, 4 y ss. Véase
Minútros
ELEGIDOS: 111,11,30; su unidad; IV, 1,2. Véase Eleccián, Predestinación, Voca-
cián
ELOCUENCIA del Espíritu Santo; 1, VJ1J, 2
EM8AJAOORES de Dios: 1V, 111, J. Véase Ministerios, Pastores
ENCARNACIÓN: Véase Jesucristo
ENCRATlTAS: IV, xn, 23
ENCUENTRO del hombre con Dios: 1, 1, 3. Véase Conocimiento de Dios y de uno
mismo
ENDURECIMIENTO: 1, XVUl, 2: Il, IV, 3 Y ss.; v,5; 111, lIT, 21 y ss.; XXTTT, 1; XXIV, 12
Y 55.,16
ENFERMOS Y extremaunción: IV, XIX, 18 Y ss, Véase Curaciones
ENTENDlMIE~: 11, 11, 2; 111, u, 34 Yss.; VII, 1; su corrupción: 1I, TI, 12 Yss.; v, 19;
sus pensamientos en la oración: 111, XX, 4
EPICÚREOS: I, v, 4, 11; XI, 4; XVI, 4; lII, xxrrt, 8
EpíSTOLAS, su majestad: 1, VIII, 10
EQUIOAO de las leyes civiles; IV, XX, 16
ESCÁNDALOS: IV, xx, 3; dados y tomados: 111, XIX, 11 Yss.; prevenidos por la
disciplina eclesiástica: IV, XI, 5
ESCITAS: 111, IX, 4
ESCLAVITUD de Egipto, espiritual; 11, V1Tl, 15: en el A.T.; n, XI, 9
Esclavitud del pecada: 11,11,26; IV, 1. Véase Compulsión, Libertad,
Necesidad, Responsabilidad
ESCOLÁSTICOS: 11, rr, 6; XVIt,6; lIl, IV, 4; XIV, 11; xvu, 13, 15; XVIII, I
EsCULTURA: 1, XI, 2
ESJ;NCIA de Dios: 1, XIII, 1 YSS., 5 y ss.; idéntica en las tres personas: 1, XIII, 19
ESENCIAOOR, en la doctrina de Servet: 1, XIII,23
ESPECULACIONES: III, XXV, J. Véase Razón especulativa
íNDICE DE MATERIAS 1243
EsPERANZA; III, 11, 41 y SS.; VIII, 3; XXI, 5; de la resurrección: IlI, xxv, 1 y SIl.
Esp[Rrru, del creyente: II, 1, 9; del hombre: 1, XV, 2; y letra: 11, XI, 7 Y ss.:
universal que sostiene al mundo: 1, v, 5
Espbtrru SANTO: Il, 11,25 Yss.; IV, 5; IX, 3; x, 19; XI, 8; XIII, 1,4; XV, 2; XVI, 12 y ss.;
111,111, 11; VI, 1; VII, 1; XI, 15; XIV, 6,9; XVII, 11; XVIII, 4; XX, 12,34,
42 y ss., 46; XXI, 3; XXII, 8; XXIV, 13; XXV, 3, 18; IV, XVI, 20,25:
XVII, 24 y ss., 31, 33 y ss.
Espiritu Santo, acción en los creyentes del: 11, v, 5, 11 y ss.; III,I;
11,33 y ss.
Espiritu Santo y arrepentimiento: III, 111, 21. Véase Penitencia, Arre-
pentimiento.
Espiritu Santo, conocido según la Escritura: UI, 111, 14
Espiritu Santo, divinidad del: 1, XIII, 14 Yss., 23 y ss. Véase Divinidad
Espiritu Santo, hace eficaz el ministerio de la Palabra: IV, 1, 6
Espiritu Santo, dones del: 11, XV, 4 Yss.
Espiritu Santo y la Iglesia: IV. XIX, 6; no gobierna a la Iglesia sin la
Palabra; IV, VIII, 13
Esplritu Santo y fe temporal: III, 11, 9 Y ss.
Espirita Santo y gracia común: 11,11, 16; In, 1, 2
Espiritu Santo, iluminación del: 11, 11, 20. Véase Iluminación, Magiste-
rio del Espiritu
Espíritu Santo e imposición de manos: IV, XIX, 4 Y ss., 9, 12. Véase
imposición
Espiritu Santo y oración: III, xx, 49
Espiritu Santo y Palabra de Dios: 1, IX, 1 Yss.
Esplritu Santo, procesión del: 111,1, 2
Espirttu Santo y regeneración: IU, 1, 2. Véase Regeneración
Espiritu Santo y sacramentos: IV, XIV, 8 Y ss.; Bautismo: IV, XV, 8;
Santa Cena: IV, XVII, 10, 12; confirmación: IV, XIX, 5,8, Yss.; con-
sagración pastoral; IV, XIX, 28 Y ss.; orden: IV, XIX, 22. Véase Or-
denación, Sacramentos
Esplritu Santo y santificación: ni, 1, 2; 111, 14
Esplritu Santo, tirulos dados al: Hl, 1, 3; fuego; In, 1, 3; V,9; IV,
XVI, 25
Espiritu Santo, unido a Cristo: 111, 1, 1. Véase Unión mistica
ESPIRITUALISMO: 1, IX, 1; XIV, 9, 19; respecto a los sacramentos: IV, XIV, 7 Yss,
EsTILO de la Escritura: 1, VIII, I
EsTOICOS: 1, v, 11; XVI, 8; III, VIII, 9
ETERNIDAD de Dios: 1, X, 3; 11, VEn, 13; de la Palabra: 1, XIII, 8; en los Salmos:
II, X, 15 Yss.: de eternidad a eternidad: III, XXII, 10
EVANGELIO, definición; U, IX, 2; en el A.T.: n, v, 12; IX; x: XI; IV, XVI, 14;
doctrina de vida: IU, VI, 4; apropiado por la fe: IU, rr, 6; IV, 1, 5;
su majestad: 1, VIII, 10; simplicidad: 1, VIII, 10
EVANGELISTAS: IV, 1, 5; su ministerio: IV, 111,4 Yss.
EVOLUCIONISMO: 1, v, 5
EXAMEN propio antes de la Santa Cena: IV, XVII, 40
EXCOMUNiÓN: IV, XI, 1 Y SS., 5; XII, 2 Yss., 5, 9 y ss.; XVII, 43 Y ss.; de los evangé-
licos por la Iglesia romana; IV, 11,6: del clero: IV, Xli, 22; debe
hacerse con el consentimiento del pueblo: IV, XII, 7
EXCUSA Y penitencia: In, 111, 15
ExHORTACIONES evangélicas; U, v , 4; VII, 12; 111, XVI; XXIII, 13; IV, XVII, 43
EXORCISMO en el Bautismo: IV, xv, 19
EXORCISTAS, orden eclesiástico: IV, XIX, 22 Y ss.
EXPERIENCIA : 1, VII, 5; XIlI, 13; XVI, 3; n, 11, 3, 12,25; III, 9; IV, 7; VII, 11 ; VIII, 3, 9;
111,11, 4, 12, 15, 20, 37: VIII, 2 Y ss.: xx, 2 y ss., 12, 33; XXI, 7; XXII, 1 ;
XXIII, 3, 5; XXIV, 6, 10, 12, 15 y ss.
EXPIACiÓN de Jesucristo: 11, XVI, 3 Yss. Véase Satisfacción vicaria
EXTRANJEROS y peregrinos; Il, X, 13
EXTREMAUNCiÓN: IV, XIX, 1, 18 Y ss.
FARISEOS; 111, XVII, 7; su enseñanza: IV, X, 26; escándalo de fariseos: 111, XIX,
1l Y ss.
FATUM de los estoicos: 1, XVI, 8. Véase Azar
FE: Il, XIII, 2; 111, 11; arnisible o temporal: 111, 11, 9 Y ss., 40; IV, XVII, 33;
definición: IU, rt, 7; IV, XIV, 13; formada: 111,11,8; XV, 7; histórica:
IIl, 11, 9; implicita: pág. XXVlJl; III, 11, 2 y SS., 32; inamisible: véase
Perseverancia final; incompleta: III, 11, 4 Yss.; informe: III, 11, 8;
justificante: 111, XI, 7; xlv,7 (véase Justicia, Justificación); de los
milagros: III, 11, 5; muerta: II 1, XVII, 11 Y ss.; naciente: III, 11, 4 Y
ss.: salvadora: 1, VI, 1; V1I, 5; 111, 11, 30 (véase Justificación, Salva-
ción); temporal: fll, 11, 40; viva: 111, XVII, JI Yss,
Fe de Adán: 11, 1, 4
Fe y amor: IIl, XI, 20; XVIII, 8
Fe y Bautismo: IV, xv, 1 y ss., 14 y ss.: XVI, 27
Fe, certidumbre de: pág. XXVlII; 111, El, 14
Fe y Cena del Señor: IV, XVII, 5
Fe de corazán, más que de inteligencia: IU, 11, 8
Fe, comba le de la: 11, v, ¡ 1; 1U, 11, 17-22
Fe, comienzo de la: 11,11I,8; III, 11, 33; IV, 1,6
Fe-confianza: 1, XVII, 11; 111, 11, 15
Fe, confirmada por los sacramentos: IV, XIV, I
Fe, conocimiento sobrenatural: 111,11, 14
Fe, crecimiento de la: IV, xvn, 40
Fe y desesperación: 1I, XVI, 12
Fe, don de Dios: 11, 111, 8; 111, !I, 33 y ss,
Fe y eleccián: 111, XXII, 10
Fe y esperanza: 111, 11, 4 l Y ss.
Fe y Espíritu Santo: 1, VII, 4 Yss.: 111, 1, 4; IV, XIV, 8
Fe y Evangelio (o Palabra): 111, 11, (¡; XI, 17; XXII, 10
Fe en Jesucristo: 1, xnr, 13; IIJ, 11, 8; IV, XIV, 8
Fe, justlfica las obras de los fieles: lB, XVII, 9 Y ss. Véase Justifica-
ción del justo
Fe de los ni/los: IV, XVI, 19
Fe y obras buenas: 111, xvui, 10; XIX, 5 Y ss. Véase Obras
Fe y predicación: IV, 1, 5
Fe y oracián: IU, XX, 1, Il Yss, 52
Fe y razón: 111, XXI, 1 Y ss.
Fe de los sorbonistas: 111, XI, 15
Fe, vision del alma: 111,1,4
FELICIDAD suprema: Véase Bien supremo, Bienaventuranza
FmELlDAD de Dios: Véase Dios
FIELES: pág. xxx V; IV, 1, 2; sus deberes para con sus pastores: Il, VIII, 46
FIGURAS del A.T.: 11, XI, 4 Y ss, Véase Ceremonias, Jesucristo, fin de la Ley
FILOSOFíA, no debe corromper la doctrina: pág. XXXIII
FilÓSOFOS: 1, nr, 3; v, 3, l 1; VIII, 1, 11; x, 4; xr, 1; xrn, 1; XIV, 1; xv, 6 Y ss.;
XVI, 1, 3 y ss.; 11,1, 1 Y ss.; 11,2 y ss., 15, 18,22,24,26; IU, VI, 1, 3 Y
ss.; Vil, 1 Y ss., 10; VIII, 9,11; IX, 5; x, 3, 6; XIV, 17; xxv, 3; IV, XVII,
24; XX, 9
FINES de nuestros actos: 111, XIV, 3 Y ss.
FORTUNA: 1, V, 11; XVI, 2, 4, 6 Y ss.; Hl, VII, 9 Y ss.
FRAGILIDAD de nuestra vida: I, XVII, 10
FRAUDE: B, VIlI, 45 Y ss.
FRUTOS del sacrificio de Jesucristo: IV, 1, 2. Véase Jesucristo
FUEGO, calificativo del Espíritu Santo: I1I, 1,3; V, 9; IV, XVI, 25
FUTUROS CONTINGENTES: 1, v ; 8; XVI, 2 y ss., 9
111,11,12; 111,6,25; IV, 17; XII, 3, 4; XIV, 7 Y ss.: xx, 13,29; XXIV, 8;
IV, 1, 7; xlII,-7; XIV, 7
HIPÓSTASIS de la Trinidad: 1, XIII, 2, 5. Véase Persona.'
HOMElRE, microcosmos: 1, v, 3; su creación: 1, XV; natural: 111. XIV, 1 Y ss.;
viejo hombre. Il, XVJ, 7
HOMICIDIO: 11, VIII, 9 Y 55., J9 Y ss.: IV, XX, 16
HONOR de Cristo: 111, IV, 27; xx, 19 y ss.; IV, XVII, 37,40; xvni, 1 y ss.: de
Dios: 1, XIl, 1,3; 11, IIJ. 9; vnr, 11,16,22 y ss., 53~ lIJ, JI, 26; XIV, 3;
XIX, 5,16; xx, 4 y 55.,14,28,35,41,44; XXIV, 3; IV, XVII, 25,31);
XVIII, lJ, 16 Y ss.; XIX, 13; xx, 3, 9,15. Véase Gloria
Honor a las autoridades (y superiores): 11, vm, 35 y ss., 46~ IV, xx, 22
Ji onor de los hombres y del prójimo: J l, VlIJ, 47 Y ss.; JJI, VII, 4
HOIlOr a las imágenes: 1, Xl, 9
Honor a los muertos: 1, xr, 8
Honor poliuco: 1, xrr, 4
Honores terrenales: lJl, vtr, 8 y ss.; XX, 46
HUM"'NIDAD de Cristo: Véase Encarnación, Jesucristo
HUMILDAD: 1, 1, 1; 11, J, 1 Y ss.; n, 1, 10 Y ss.; J1J,9; 111,11,23; 111,15; vII,4;
VIII, 2; XII; XX, 6,8; XXI, 1,3 Y ss.; XXIV, 7; IV, tu, 1; XII, 15; XVII, 42
HURTO: ir, VIlI, 45; IV, XX, 16
1, 111,1; v, 11; X, 4; Xl, 13; xn, 1; 11, VII/, 16 Y ss.; IV, XVII, 35 Y ss.;
XX, 3
íDOLOS: 1, XI; 11, VIII, 17 Yss.; 1II, x, 3
IGLESIA: 1[,111,1; VIII, l-l y ss.; X, 11; XVI, 16; ¡1I,m, II;IV, 13y5s., 21, 33~
XII, 3; xx, 19, 28, 38 Y ss., 42, 47; XXI. 1,6 y ss.: XXIl, 4; XXIV, 6;
IV, XV, 21 ; XVI. 9, 22; XVlI, 49; XIX, 13, 35; xx, 2, 5
Iglesia en el A. T.: pág. xxxv y ss.: 11, VI; x, 19; XI, 13
Iglesia, sus asambleas: JI, VII!, 32. Véase Culto
Iglesia, su autoridad en materia de fe: 1, V1I, 1 ; 111,11,3: IV, 1, 10;
debe someterse a la Palabra: IV, VIII, 9; autoridad en la interpreta-
ción de las Escrituras: IV, IX, 13; sólo puede administrar la Palabra:
¡V, VIII, 9"; no tiene poder para aprobar las Escrituras: IV, IX, 14;
autoridad de las iglesias locales: IV, 1,9
Iglesia y Bautismo: IV, xv, 2
Iglesia, su conservacián PQr la disciplina: IV, XJI, 4
Iglesia, cuerpo de Cristo: IV, 1, 2
Iglesia, SIl definición: IV, 1,7
Iglesia, edificación de la: IV, vru, I
Iglesia, elección: IV, 1,2
Iglesia y Espiritu Santo: IV, XIX, 6
Iglesia. rsposa de Cristo: IV, 1, 10
Iglesi .. , eternidad de la: pág. XXXIV Yss.; 11, xv, 3; IV, 1, 17
Iglesia, fundamento de la: 1, VII, 2; IV, VI, 6
lglesia, infiel a la verdad: IV, IX, 2 Y ss.
Iglesia instituida por Dios: IV, 1, 1, 5; fundada sobre la Palabra:
IV, IJ, 4
f[{lesia invisible y visible: IV, 1, 2, 7
Iglesia, jurisdicción de la: IV, x, 1-8; XI. Véase arriba Autoridad de
la Iglesia
Iglesia local. IV, 1,9
iglesia, madre de los fieles: IV, 1, 1, 4 Y ss., 10
Iglesia, y providencia de Dios: 1, XVD, 1,6 Y ss,
Iglesia de puro.': IV, 1, 13, 20
Iglesia romana: IV, 11, 7, 11, comparada a la Iglesia de Israel, y sus
vestigios de Iglesia. Véase IV, 11, 2-12; v, J-19; y los artículos sobre
todas las cuestiones de controversia
Iglesia y sacramentos: IV, xvnr, 19 Y ss.
Iglesia, santidad de la: IV, 1,13,17; YJIJ, 12. Véase Santidad
Iglesia y salvación: IV, 1, 4
Iglesia. santificación de la: IV, VIIJ, 12
i NDICE DE MA TERJAS 1247
por los enfermos; IV, XIX, 21; de los santos; In, XX, 21 y ss.:
IV, IX, 14
INTERCOMUNIÓN, imposible con la Iglesia romana; IV, 11,9
1NTOLEllcANCIA, sus estragos en la Iglesia; IV, 1, 12 Y ss.
INVENCIÓN, facultad de; 1, v, 5
LI\SCIVIA : U, ViII, 41
LATINOS; 1, XIII, S; U, 11, 4
LATRIA: 1, XI, 11; XII, 2.
LECTOR, orden eclesiástica: IV. XIX, 22 Yss.
LEcruRA personal de la Biblia y predicación: IV, 1, S
1250 ÍNDICE DE MATERIAS
MACEDONIOS : I, xm, 16
MAESTROS, sus deberes: 11, VIIl, 46; maestros mudos, a saber, las obras de Dios
en la Creación: 1, VI, I
MAGIA: J, VIII, 5
MAOISTEIUO del Espíritu: 11, n, 20; I1I, T, 4; n, 34; XX, 5; IV, XIV, 9
MAGISTRADOS : n, n, 13; 111, x, 6; IV, XI, 3 y ss.; sus deberes: IV, xx, 9; su estado y
vocación: N, xx, 4,6, 17; magistrados indignos: IV, XX, 24 y sx.;
ordenados por Dios: IV, x, 5; XX, 4
MAGOS de Egipto: IV, XVII, 15, 39
MAL. su origen: 1, xv, 1
MALDICIÓN: 11, VI, 1; vnr, 38; XVI, 2 y ss, j 111, IV, 32; IV, xx, 25 y ss.: maldición
de la Ley: 11, VII, 3 Yss., 7; abrogada por Cristo: 11,VIt, 15; XVI,
10 Yss.: hereditaria: 11, YIII, 19 Yss.
MALEOTCENOA: 11, YIII, 47 Y ss,
MALHECHORES, instrumentos de los juicios de Dios: 1, XVII, 5. Véase Impíos
MALIGNO: Véase Satán
MANOAMI!!NTOS del A. T.: TI, v, 12; VII, 2 y ss., 16 y ss.; los Diez Mandamientos: JI,
vm: Ill, XVII, 7; mandamien to de Dios y libre arbitrio: ll, v, 6-9;
ÍNDICE DE MATERIAS 1251
-------------------~----
NATURALEZA: 1, V, 5; XVI; su corrupción: 1,1, 5; XIV, 3; Il, 1, 10 y ss.: 111; del horn-
bre: 11, 1, I y ss, ; lIT, XXIIl, 8; primera naturaleza: 111, 1Il, 12;
propia: 111, ITI, 8
Naturalezas de Cristo: Véase Jesucristo
NECf-SIOAO: 1, XVI, 8; XVII, 3 y ss.: ITI, vnr, 11; absol uta y contingente: 1, XVI, 9;
de conciencia: IV, x, 3 y ss.: y compulsión: 1I,!l, 5 Yss.: IU, 5: 111,
XX"', 8 ss.: y presciencia: 111, XXlll, 6; y voluntad; 11, V, I
NEGLIGENCIA: 1Il, XXIV, 7
NIGROMANCIA: 11, viu, 22
NIÑOS del pacto, participan de Cristo: IV, XVI, 17; Y Bautismo: IV, XV, 20
y ss.: XVI; bendecidos por Cristo: IV, XVI, 7; Y Santa Cena: IV,
XVI, 30; deberes de los n iños: 11, VIII. 46; los niños de los fieles son
santos: IV, XVI, 6; los niños son reponsables de su naturaleza peca-
dora: lt, 1, 8
NOMBRE de los ángeles: 1, XIV, 8; de Jesucristo: 1, XIII, 13; 11, xv, 5; XVI, 1;
111, IV, 25; de Cristo en la oración: 111, XX, 17 y SS., 36; en el Bautis-
mo: IV, XV, 13; de Dios: 1, X, 3; 111. XX, 28; santificar el nombre
de Dios: 11, VJII, 22 y ss.: 111, XX, 4 L
NOVACIANOS: 111,111,21,23; IV, 1.23-27
NÚMERO, siete: 11, VJJJ, 30, 34
OBEOIENCIA: 11, r, 4; VIII, 56 Y ss.; Il l, VHI, 4; xx, 43, 46; XXIII, 11; para con las
autoridades: JI, VIII, 35 Y ss" 46; IV, x, 5; xx, 23 y ss.; a Cristo: 11,
xv, 5; civil y libertad cristiana: IV, xx, 1,31; por derecho de creación:
Il, vtu, 13; de la fe: 111,11,6, 8,29; XXIX, 4 Y ss.: IV, T. 5; procede de
la gracia: 1I, v, 7; a la Ley: 11, VII, 3 Y ss.: IU, xvn, 7; IV, XIII, 13;
para con las ordenanzas eclesiást icas : IV. x, 31 y ss.; a la Palabra:
TlI, xx, 42; a la Pala ora predicada: IV, 1lI, 1; voto de obediencia:
IV, xnt, 19
Obediencia de Cristo: Véase Jesucristo
OOCECAClÓN: I, v, 11; XV!!, 2; 1I, IV, 3 y ss.: 111, XX, 46
OIU5POS: IV, XIX, 14,21,32; sentido del N.T.: IV, 111, 8,11; en la Iglesia
primitiva: IV, IV, II y ss.; rurales en la Iglesia primitiva: IV, IV, 2 Y
ss.: romanos y confirmación: IV, XIX, 10; su potestad: IV, XI, 8 Y
ss. ; han usurpado el ejercicio de la disciplina: IV, xt, 6 Y 55.
OBJECiÓN de conciencia: IV, XX, 12
OBLIGACiÓN mora1: TI, VII, 3 Y ss. Véase Ley
OORAS ceremoniales y morales: III, XI, 19. Véase Ceremonias
Buenas obras (en sentido católico-romano): 1I, vtu, 5; 111, iv, 27,36
Y ss.: XIV, 7; XVI, 4
Obras buenas (en el sentido evangélico): U, v, 11; VIl!, 5, 52 Y ss.;
111, ITI, 6, 2l; x,6; XIV, 5 y ss., 9, 16 Y ss.; XVII, 1; confirman la
adopción: ITI, XIV, 19; su dignidad: 111, XI, 20; XII, I Y ss. ; y fe: IlI,
XIX, 5 Y ss.: provienen de la gracia: TI, m, 6-9; frutos de la peniten-
cia: ITI, 111, 16; siempre imperfectas: UI, XIV, 9; provocación a las
obras buenas: Il, 11, 4; llamadas j us tic ia en la Escri tura: 1TI, XVlI, 7;
proceden de la justificación gratuita: IU, XVI, I Yss.; llamadas
nuestras: n,v,14yss.; nl,xv,); su recompensa i Hl.oovz l ;
xv, 3: XVIlI
Obras de la carne: 1I, l. 8
Obras meritorias: pág. xxvm; JlI, xv. Véase Méritos.
Obras propias: TI, VIlI, 28 y SS.; ni, 11, 43; XIV, 1 Y ss.
Obras supererogatorias: nr, v, 3; xrv, 12 y ss.
OORAS de Cristo (prueban su divinidad): 1, xnr, 12; de Dios, punto ae
arranque de su conocimiento: 1, v, 9; de Dios en el corazón de los
hombres: n, IV; VII, 22; del Espíritu Santo: 1, XIII, J4; Il, IV, 1
ODIO: TI, VIII, 39 Yss.: IIJ, xx, 45
OFENSAS, perdón de las: UI, XX, 45. Véase Remisi6n de los pecados
OfiCIAL: IV, XI, 7
OPINIÓN Y fe: 1, VII, 4, Véase Fe
OPUS OPERATUM: IV, XIV, 26
ÍNDICE DE !>lA TERIAS 1253
ORACIÓN: 1I, xv, 6; IIJ, 11, 12; XIII, 5; xx; IV, XVII, 44; de los ángeles: 1l 1, xx,
23; por las autoridades: pág. XXXIX; IV, XX, 5,23,28; en el Bautis-
mo: IV, XV, 19; Y confesión de los pecados: 111,IV, 6; en el culto:
véase Culto, Liturgia, y elección: 111, XXIV, 5; para elegir al ministerio
pastoral: IV, !II, 12; por los niños: LV, XVI, 7; al Hijo: 1, XIII, D; a
las imágenes: 1, XI, lO; e imposición de manos: IV, XIX, 4, 6; e rnvo-
cación : Il , VIII, 16; Y ayuno; IV, XII, 14 Y ss.; XII, 15; Y Ley: JI, VII,
8; por los muertos: lII, v, 10; en el nombre de Cristo, único Media-
dor: 1I1, XX, 17; privada: lJI, xx, 29; pública: u, VIlI, 32, 34; JII,
xx, 29 y ss.: y arrepentimiento: 1I1, xx, 7.
Oración dominical: 111, XX, 35 Y ss.
Véase Acción de gracias, Confesion de pecados, Intercesión, Ala-
banza
OR.4CULOS: 1, V[, 2
ORDE~, en la Creación: 1, XIV, 2; en la Iglesia: IV, x, 27 y ss., 32; sacra-
mento del orden: IV, XIX, 22; orden social: II, 11, 13: órdenes ecle-
siásticas: IV, XIX, 22-23
ORDENACIÓN: IV, 111,16; IV, 14 Y xs.; XIV, 20; XIX, 28
ORDENANZAS eclcsiásucas, cargan las conciencias: IV, x, 6, 8. Véase Disciplino,
Jurisdiccion
ORGULLO: [J, 1, 1 Y ss .. 9; 11, 1; I JI, XXI, 4
OR~AMENTOS sagrados: IV, IV, 8
PACIENCIA, cristiana: 1, XVII, 7 Y SS.; 111, V[II: en la oración, III, XX, 50 Y ss.
PACTO DE GRAcr.~: 1, VI, 1; VIII, 3: x, 2,11,1,7; V, 9,12; VI, 2 y ss.; Vil, 1 Y SS.; VII[,
\ 5,21; x, 1 y ss.: XI, 4; [11,11,22; IV, 32; XIV, 6; XVlI, 5 y ss.: xx, 25,
45; XXI, 1,5 Y ss.: XXII, 6; IV, XII[, 6; XIV, 6; XV, 17,20,22; XVI, 2)'
ss., 9 Y ss.. 14 Y ss.: XVII, 1, 6, 20; comprende más que bendiciones
terrenales: 11, x, 8 y ss.: IV, XVI, 10; el ejemplo de los patriarcas
y los profetas: JI, x, 10-22.
PACTO de salvación: 111, XXII, l. Véase Predestinacion
PADRES, del A.T., han vivido de las promesas espirituales: TI, x, 10 )' ss.:
XI, \ O; de la Iglesia primitiva, testifican en favor de la Reforma:
pág. XXXI Y ss ,
Padres, sus deberes. 1I, VIII, 46; honra que les es debida: 11, VlIT,
35 y ss.
PAG.~NOS: 1, XI; 11,11,15; JI!. 3; VI, 1; XI, 12; TIr, XIV, 2 Y ss.: IV, XVllI, 15
PALAURA (para designar al Hijc- Lagos): 1, XIII, 7 ,
Palabra de Dios: 111, 11, 33 Y ss.; xx, 42; arma del cristiano: llI, 11,
21; su autoridad: 111, xx, 51 y ss.: y culto. IV, XVII, 44; su eficacia:
11, V, 5; [JI, xxu, \0; IV. XIV, 11; Y elección: 111, XXIV, 2, 4 Y ss.:
esencial: 1, XIII, 7 (véase Hijo de Dios); limite y norma de la fe: I,
XII[, 2\ ; XIV, 4; 111,11,6 Y ss.: V, 9 Y ss.: xx, 21; XXI, 2 Y ss.: XXIIl, 1;
xxv, 5; IV, XIII, 1 Y ss.: XVII, 35 y ss.; XVIII, 9; XIX, 5; Y poder de las
lJa ves: 1Il, IV, 14, 21; Y orac ión : lll, xx, 13, 27, 31; Y potes! a d de la
Iglesia: IV, 11, 4; 111, 1; VIII, 2 Y ss.: y remisión de los pecados: 111,
v, 5; Y sacramentos: IV, XIV, 3 y ss.: XVII, 39; XIX, 2, 7; su sobrie-
dad: 1, XIV, 16; su verdad: 111,1[, 15,41; su vigor: II, x, 7. Véase
Ministerio de la Palabra, Predicación
Palabra y Espiritu: n, V, 5; IlI, 11,33; IV, VIII, 13
.PAN COTIDIANO: 1, XVI, 7; 1I, V, 14; TII, XX, 7,35,44
P.~ NTEíSMU : 1, V, 5; XIII, 1; en Servet : 1, XIII, 22
PAPA: pág. XXXV[; 1V, 11, \2; anticristo: IV. Vil, 4, 25 Yss.; su elección:
IV, IV, 1J; costumbres de los papas: IV, VII, 29; su persona: IV, VII,
27 y sv.: su poder temporal: IV, XI, 10 y ss.: no están en la verdad
si no se apoyan en la Palabra de Dios: IV, IX, 5; vicarios de Cristo:
IV, VI, 9 Y ss.
PAP....D O: IV, 11, 2; VI, 1; XI, 11 y ss,
PARAíso: Il l, XXV, 6
PARTiCIPACiÓN de la Santa Cena, sus condiciones: IV, XVII, 42
PASTORES: IV, r, 5; sentido de la palabra y funciones en el N.T. y la Iglesia
1254 íNDICE DE MATERIAS
primitiva: IV, ru, 8; IV, 2 Y SS.; sus deberes: 11, VIIl, 9,46; IV, 11I,1,
6; disciplina de los pastores: IV, XII, 22; infieles a la verdad: IV, IX,
3 Y ss. ; no están en la verdad si no se apoyan en la Palabra de Dios:
IV, LX, 5; su rmnisterio: IV, 1lI, 4 y ss.: cual idades necesarias: 1V,
Ul. 12. Véase Ministerio .
PATRL'l.RC,\S, en la Iglesia primitiva: IV, IV, 4
PAZ: 1, XVIII, 1; civil: IV, xx, 3, 12; del corazón: 11I, 11, 16; Xlll, 3 y ss.
Véase Reposo de las conciencias
PECADO(S): U, XII, 1; IJI, XVI, 4; ocultos o públicos: IV, XII, 3, 6; causa del
pecado. II, 1, 10; conocimiento de I pecado: 1, 1, 1 Y SS.; II, 1, I Y ss.:
en los creyentes: \11, lll, 10 Y SS.; XI, 11; XIV, 9; IV, 1, 21; xv, u y ss.:
expiado por Cristo : Il, XVI; por debilidad: IV, 1,9; innumerables:
111, IV, 16 Y SS.; leves o graves; IV, xu, 4; por la Ley: Il, Vil, 7; mor-
tales: 11, VlII, 59; ni, IV, 28; origina 1: I1, 1, 4 y ss., 8 Y ss.; v, 1; IU,
XXIII, 4, 7; original y Bautismo: IV, xv, 10 y ss.; no impide la ora-
ción: 111, xx, 37; públicos: 1V, xu, 6; purificación del pecado: IV, "
20; contra eI Fspitit u Santo: 1, XIII, 15; 111, 11I, 21-24; su trans-
misión' 11,1, 5 Y ss.: veniales: II, VIl!, 58; 111, IV, 28; voluntarios: IV,
1, 28. Véase Perdón, Purificación, Remisión
PEDRO, ¿.obispo de Roma'>: IV, VI, 14; su primado: IV, vI,3 y ss., l l
y ss.
PELAGIA~OS: 11, 1, 5 Y ss., 7; m, 13 ; v, 2; vrr, 5; II1, 11I, 12 Y ss.; xxu, 8; XXIll, 8;
IV, VIlI, 12; Xlll, 7
PENA del pecado: IlI, IV, 29; '1 Bautismo: IV, XV, 10
Penas civiles, su diversidad: IV, xx, 16
Penas eternas '1 temporales: IlI, IV, 30; xxv, 5
Pena de muerte: IV, xx, JO
PENITENCIA: IU, 1lI; evangélica: Il l, 1lI, 4; definición reformada: IU, 1lI, 5; roma-
na: lit, IV, 1 Y ss.: IV, XLX, 14-17; Y Bautismo: IV, xv, 4; legal:
1I1, 1lI, 4; ordinaria: 111, 1lI, 18; especial: 111,11I, 18; IV, XII, 6; voto
de penitencia: IV, XIII, 4. Véase Arrepentimiento, Mortificacián
PENITENTES : III,lv, l3
PERDÓN, su declaración : III, IV, 12; de las faltas de los demás: III, VII, 4; de
las ofensas: lIl, xx, 45; de los pecados: III, XIX, 5; IV, 1, 21; im-
posible después del Bautismo: IV, 1, 23-27; de los pecados volun-
tarios: IV, 1, 28; de los pecados cometidos por debilidad: IV, l. 29.
Véase Poder de las llaves, Remisión de los pecados
PEREZA moral: 11, 11, I
PERFECCIÓN: Il, vnr, 30; de la Ley: 11, VIII, 51 ; ideal del cristiano: lII, VI, 5; mora1:
UI, VII, 3; requerida para comulgar: IV, XVII, 42; estado de per-
fección: IV, XIII, II Y ss.
PERFECCIONISMO: IU, XI, 6; XVII, 15; XX, 45; IV, 1,20; XVI, 31; xx, 2, 5,7
PERJURIO: 11, VIIl, 24 y ss.
PERMISIÓN de Dios: 1, XIV, 17 Yss.: y voluntad de Dios: 1, XVI, 8 Y ss.: XVIII,
1 Yss.; n, IV, 3; II1, XXIII, 8.
PERSAS: 1, xt, 1
PERSECUCIÓN por la Justicia: Il I, vIII, 7
PERSE(iUlDOS, Su defensa: pág. xxv
PERSEVERANCIA, final: u, m, 6, 9, 11; v, 3,8; IU, 11, 11 Yss., 17 y ss., 21, 40; XXi, 7;
XXIll, 13; XXIV, 6 Y ss.
Perseverancia en la oración: lll, xx, 51 y ss.
PERSONA del hom bre ; 11, XIV, 1; de Cristo, su unidad: 1I, XIV; Personas de la
Trinidad, su distinción: 1, XIII, 2, 4 Y ss., 17 y ss.; su relación: 1,
XIlI, 8
PERSONALlD¡\D de los ángeles: 1, XIV, 9; de los demonios: 1, XIV, 19; del Espíritu
Santo: 1, Xlii, ¡ 5 (véase Espiritu Santo)
PERSUASiÓN por el Espíritu: 1, VIl, 5. Véase Testimonio del Espíritu Santo
PETICiÓN: IU, XX, 28, 35 Yss. Véase lntercesián, Oración
PIEDAD, definición: 1, 11, 1; III, VII, 3
PINTURA: 1, XI, 12
PL"CER de los bienes terrenales: Hl, x, 2
lNOICE DE MATERIAS 1255
PoBREZA: 111, x, 5; xx, 46; ayuda en la Iglesia primitiva: IV. IV, 6; voto de
pobreza: IV, IV, 6; XIII, 13, 19
PODER de hacer el bien por la gracia: 11,11I, 13 Y ss.
Poder de las/laves: 1II, IV, 5, 7,14; IV, 11,10; VI. 3 Y ss.: xr, 1; XV. 4;
XlX, 16; en cuanto a la disciplina: IV. XI, 2 Y ss.; en la confesión
auricular: JII, IV, 15 Y ss., 20 Y ss.; en el ministerio de la Palabra:
IV, XI, 1; tanto en público como en privado: IV. 1, 22; y Espíritu
Santo: III, IV, 20. Véase Ministerio pastoral, Perdón. Remisián de los
pecados
PoDERES. separación de los: IV, XI, 3 Y ss., 15
POLÍTICA: 11,11, 13
POMPAS, en el papado: IV, v, 17 y ss. Véase Lujo
PORTEROS (orden eclesiástica): IV, IV, 9; XIX, 22 y ss.
POSTERIDAD: H, VIII. 19 Y ss.; carnal y espiritual de Abraharn ; IV, XVI, 12 Yss.
POTESTAD civil o terrenal: IV. XI, 3 Y ss.; de Cristo: II. XIl, 2; de los concilios
en la interpretación de la Escritura: IV, rx, 14
Potestad de Dios: IU, XX, 2,40; en la Creación: 1, v. 2 y ss.; XVI, 3;
absoluta: l. XVlI, 2; 11I. XXIII, 2, 4 Y ss.; IV, XVII, 24 Y ss.: y resurrec-
ción: 111, xxv, 4; testimonios de la potestad de Dios: 1, V, 6 Y ss.
Potestad espiritual de la Iglesia: IV, vnr; XI. 3 y SS., 8
Potestad temporal de la Iglesia: IV, XI. 8
PRECEPTOS cristianos. en el sentido romano: JI. vru, 56 y ss.: evangélicos: IV,
xin, 12
PREDESTINACiÓN: 1, xv, 8; xVI,6; 1I, 1, lO; XI. JI; XII, 5; xr..·• 8; XVII. 1; lII, XIII. 4;
- XIV, 21; XXI-XXIV; IV,I,S; carácter cristológico de la elección:
11, XVII, J; ni, XXI, 7; xxu, 1; XXIV, 5. Véase Eleccián, Supralapsa-
rianismo
PREDICACiÓN: 1, IX, 3: 11I, XXIV, 1 Y ss.: y Bautismo: IV, XVI, 27 Y ss.; nos hace
comunicar con Cristo: IV. xvu, 5; edifica la Iglesia: IV, 1, 5; Y Espí-
ritu Santo; HI, 11, 33 Y ss.: IV, l. 6; ministerio de la predicación:
IV.I,5; y perdón: IV. XV, 4; y poder de las llaves: 1II, IV, 14;
predicación de la predestinación: 111, XXlII, 14; y sacramentos:
IV. XIV, 4; XVII, 39. Véase Ministerio de la Palabra
Predicación, dios de: Il, VIII, 32, 34
Predicacián a los muertos: 11, XVI, 9
PRESCIENCIA de Dios: l. XVI, 4; XVII, 12 Y ss.; 11, IV, 3; XIV, S; JlI, XXI, 5; Y elec-
ción: HI. XXII. I Yss.; y gracia: 11 l. XXlI. 8 y ss.; y necesidad: 111,
XXlII. 6 y ss,
PRESllNCIA REAL: IV, XVII, 19. Véase Cena del Señor, Unión mística
PRESENTACiÓN de los niños a Cristo: IV, XVI, 7
PRESUNCiÓN de la seguridad de la salvación: III. 11, 39; XII, 8
PRIMADO de la Sede romana: IV, VI; VII, 6
PRINCIPIO del mundo: 1, XIV. 1; de la vida cristiana por el Espíritu Santo:
1I.1ll,6
PROC:ESIÓN: IV, XVII, 37 (católicos). Véase Espíritu Santo
PROC:ESO: IV, xx, 17 y ss.
PROFECÍAS: Il, VI; xv, 2; fundamento de la Iglesia: l. VII. 2; prueban la verdad
de la Escritura: 1, VIIl, 6 y ss.; mesiánicas: II. VI. 3
PROFESIÓN de fe y sacramentos: IV. XIV, 13
PROFETAS: 1, VI, 2; VIII,7; IV. 1, 5; del A.T.: 11, IX, 1; x, 20 y ss.; XI, 10; su
autoridad: IV, VIII,3,6; infieles a la verdad: IV, IX, 3 Y ss.; su mi-
nisterio: IV, 11I,4 Y ss,
PROQRESO en la vida cristiana: III, VI, 5. Véase Mortificación, Santificacíán
PRÓJIMO: 11, VIIl, 55. Véase Amor fraternal, Caridad
PROMESA(S), definición: 111, 11. 32; XIII, 4 Yss.; XVIII, 1 Yss.: xx, 17, 48; condi-
cionales de la Ley: II, VII,4; Yelección: IIl, XXIV, 16; espirituales del
A.T.: Il, x, 9; IV, XVI, 11 Yss.; evangélicas: 1II, XVII, 3, 6; funda-
mento de la fe y apropiadas por ella: J11, n, 7, 16, 29 Yss.: para los
humildes: Il, u, 10; y Jesucristo: II. IX. 3; III, u, 32; de la Ley:
II, v, 7; VII, 3 Yss.; VIII. 4,37; IX. 2; IU, XVII, 1 Y ss., 6; y oración:
111, XX, 2,13,15; selladas y confirmadas por los sacramentos: IV,
1256 fNDICE DE MATERIAS
XIV, 3; XVI, 2 Yss.; XVII, 39; XVIII, 19; XIX, 2, 8, 17,20; Y Bautismo:
IV, XV, 17; Y Santa Cena: IV, XVIl, 4, 11, 37, 43; terrenales y espiri-
tuales: 11,X-XI; su utilidad: Il, v, 10
Promesa, hacer una: véase Votos
PROPICIACiÓN de tos pecados, por Jesucristo: Hí, IV, 26. Véase Satisfaccion vicaria
PROPICIATORIO: 1, XI, 3
PROPIEDADES de las dos naturalezas de Cristo: Il, XIV
PROSÉLITOS: IV, XVI, 23 Yss.
PROVIDENCIA. : J, 11, 2; v, 2, 7 Y ss.; XIV, 17 Y ss., 22; XVI; 11,IV, 6 y ss.; VIII, 37 Y ss.,
55; IU, VII, 8 Y ss.: VIII; IX, 3; XIV, 2; XX, 2, 40, 44,50 Yss.; XXIII, 7;
XXV, 3; IV, xx, 4, 6, 8; providencia ejercida por los ángeles: 1, XIV,
JI; en la conservación de la Escritura: 1, VIII, 8 y ss.: y magistrados:
IV. XX, 26 y ss.; objeciones contra la providencia: 1, XVII, 12 Y ss.;
XVlIl; alcance y sentido de la providencia: 1, XVII. Véase Causa
primera y causas segundas, Compulsión, Libertad, Necesidad, Respon-
sabilidad
PRUEBA del creyente por el sufrimiento: Il l, VIII, 4. Véase Sufrimientos del
cristiano
PRUEBAS de la verdad de la Escritura: 1, Vil!
PUEBLOS, su condición fijada por Dios: III, XXI, 5
PUNTOS FUNDAMENTALES: IV, n, 1, 12
PUREZA: Il, VIII, 41 Y ss.
PURGATORIO: 111, v, 6 y ss.; IV. IX, 14
PUIl-IHCACIONE:S: IV. XIV, 20; en el A.T.: IV, XIV, 2J; XV,9 (véase Ceremonias);
y Bautismo: IV, xv, 9
QUERUBINFS: 1, xr, 3. Véase Angeles
QUIUASTAS: IlI, xxv, 5. Véase Milenaristas
RAZÓN: 1, XV, 1); corrompida por el pecado; n,l1; natural: 1, v, 1I y ss.;
11, u, 2, 4, 18, 20; III, x, 6; xx, 24; XXI, l ; XX111, 4; xxv, JI; IV, XVII,
24,35 y SS., 47; especulativa: 1, v, 11; XIV, 1, 3 Y ss., 16; XV, 4; I1, 11,
12; Y fe: 11I, XXI, I Yss.
REALEZA de Jesucristo: 11, XVI, 15 Yss.; davídica: Ií, VI, 2 Y ss,
REAUDAD en Cristo: IV, XIV, 22,25; del sacramento: IV, XVII, 10
RE8AUTISMO (no debe pracricarse): IV, XV, 16
REBELiÓN contra las autoridades: IV, XX, 29 Y ss,
RECEPCiÓN de los catecúmenos: IV, XIX, 13
RECOMPENSA de la vida eterna: IIl, XVIII, 1, 3. Véase Remuneración, Vicia eterna
RECONCIUACIÓN, por Cristo: 11, xv, 6; XVI, 2 Yss.: In, XI, 1,4,21 y ss.; y oración:
lII,xx,9
RECONOCIMIENTO para con los hombres; 1, XVII, 9; para con Dios: Véase Acción de
gracias
RECUERDO de los muertos: 111, xx, 25
RWENCIÓN: Il, VHJ, 15; XVI, 1 Y ss.; 111, XXV, 2 Yss.; y misa: IV, XVIII, 6
REDENTOR, revelado por la Escritura: 1, VI, I
REFORMA, no es una sedición; pág. xxv
REGENERACiÓN: 1, XIII, 14; xv,4; Il, 1, 9; u, 19 y SS., 27; 11I,1,6, 8; v, 15; xnI,2;
111,11, 11 Yss., 34; 11I,6 Yss., 19; VI, 1; XI, 1,6; XIII, 5; XIV, 5 Yss.:
XVII, S y S~.; XX, 10; XXI, 7; XXIV, 1; IV, XVI, 2 Yss.: e imagen de
Dios: 1, XV, 4; su progresividad: lll, IIl, 9; Y Bautismo: IV, xv, 2 y
ss.: XVI, 25 y ss.; de los niños: IV, XVI, 17 Yss.: sus frutos: IIl, XIV,
19; Y justificación: Hl, XI, 11; por la Palabra: IV, 1,6
REGENERADOS: II, 11, 27
RÉGIMEN espiritual: IV, XX, 1 Yss.: temporal: IV, xx, 2
REGJMENES POdTlcos: IV, XX, 8. Véase Aristocracia, Democracia, Monarquía
REGLA para bien vivir: Il, 11, 22 y ss.; IV, x, 7. Véase Servicio de Dios
REINO de Dios: 1, VI, 3; 1lI, XX, 42 (véase Dios); de Cristo: 1, XIV, 15, 18;
JI, xv, 3 Y SS.; xxv, 5 (véase Jesucristo)
Reino de los cielos: H, IX, 5; xv, 3 y ss.: III, xx, 42; XXV, 10; unido
a la remisión de los pecados: lIl, 111, 19; comenzado ya en la tierra:
IV, xx, 2; reino espiritual, Civil o político: 1II, XIX, 15
ÍNDICE DE MATERIAS 1257
VISIONES: 1, VJ, 2
VIVIFlCACIÓN, parte de la penitencia: ni, 1II, 3, 8
VOCMIULARIO teólogico y Sagrada Escritura: 1, xm, 3 Yss.; In, xv, 2
VOCACiÓN: 1I, VlIJ, 45; Hl, VI, 2; X, 3,6; XJI, 8; XIV, 5, 19; XXI,7; los dones
necesarios: 11,11,17; eficaz (o interna): I11, XXN; IV, 1, 2; externa
(o universal): 111, XXI, 7; XXII, 10; xxru, l3; XXIV, 8; IV, m. 11; espe-
cial: IIl, XXIV, 8
Vocación de continencia: 1I, vm, 42
Vocación de los ministros, en la Iglesia primitiva: IV, 1II, 10 Y ss.:
IV, 10; vocación externa: IV, ur, 14 Y ss.: vocación interna: IV, lIJ,
11, 13; de los obispos en el papado: IV, v, 1
Vocación de los magistrados: IV, xx, 4, 6, 17
Vo,ación de los paganos: ll, xr, 12 .
VOLUNTAD de Dios: 1, XlV, 17; XVIII, 1 Y ss.: 11, [Y, 3; VllI, 3; absoluta: 1, XVII,:2;
oculta: I, XVIl, 1 y ss.; revelada: I,XVII, 3 y ss.; JlI, xx, 43; XXI, 1;
XXHI, 12; XXIV, 3 Y ss., 16; conocida por la fe: III, 11, 6; no es doble:
1, XVIH, 3; causa justa de lo que Él hace: 1, XVII, 1; incomprehensible:
1, xvni, 3; regla de toda justicia: Ií, VIII, 5; 111, XXIll, 2, 5; revelada
por la Ley: I1, VII, 12
Voluntad y permisión de Dios: I,xvm, 1; n,lv,3; 111, XXIll, 8; y
presciencia: llI, xx lll, 6
Voluntad humana: 1, XV, 6 Yss.; 1I, 11,4 y ss.; buena o mala: I, XVIII,
3; su corrupción: Il, 11, 12, 26 Yss.; dada por Dios: Ir, 11I, 8 Yss.:
y gracia de Dios: 1I, HI, 7,9,12yss.; v, 15; incapaz del bien:
JI, m, 5 y ss.; y libertad: 11, v, 1; mala y regenerada: I1, v, 11 y ss.:
y necesidad: II, v, 1; reforma de la voluntad: JI, 11I, 6; Y vocación
eficaz: III, XXIV, 1 Y ss,
Voluntad de los filásofos: JI, 11, 2
Voluntad de Satán: 1, XIV, 17
VOTOS: IV, XIII; sus reglas: IV, XIB, 2 y ss.; respecto al porvenir: IV, XlD, 5;
del Bautismo: IV, XIII, 6; de castidad: IV, XIII, 3; de caridad: IV,
xtx. z«: de continencia: IV, XII, 17 Yss.: de acción de gracias:
IV, XIII, 4; ilícitos: IV, Xlii, 20; monásticos: IV, XJII,8 y ss., 17; de
obediencia: IV, XIII, 19; de pobreza: IV, xrn, 13,19; de penitencia:
IV, XIll, 4