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Ileana Enesco

(coord.)

El desarrollo del bebé


Cognición, emoción y afectividad

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Índice

Relación de autores
Prólogo
1. El legado de Piaget
Introducción
1. Para entender a Piaget: algunos conceptos básicos
1.1 La acción: motor del desarrollo
1.2 Los esquemas: ladrillos del conocimiento
1.3 Asimilación y acomodación: dos caras de la misma moneda
1.4 La noción de objeto permanente
2. El periodo sensoriomotor
2.1 Estadio I (0 a 1 mes). La dotación del neonato: los reflejos y su capacidad de acción
2.2 Estadio II (1-4 meses). Más allá de los reflejos: aparecen los primeros hábitos
2.3 Estadio III (4-8 meses). Hay cosas interesantes en el mundo: ¿cómo producirlas?
2.4 Estadio IV (8-12 meses). Metas que quiero alcanzar…
2.5 Estadio V (12-15/18 meses). Un científico empírico… en ciernes
2.6 Estadio VI (18-24 meses). Puedo resolver problemas imaginando…
Conclusiones
2. Antes de nacer
Introducción
1. El desarrollo prenatal
1.1 Fases del desarrollo
1.2 Desarrollo del cerebro
1.3 Movimientos espontáneos y movimientos reflejos
2. Alteraciones en el desarrollo prenatal
3. El recién nacido
3. El desarrollo de la percepción
Introducción
1. La investigación con bebés
1.1 Clasificación de los procedimientos
2. El desarrollo de la visión
2.1. Procesos visuales básicos
2.2 ¿Percibe el bebé la profundidad?
2.3 La percepción de la forma
2.4 Las constancias perceptivas
2.5 La percepción de los objetos
3. El desarrollo de la audición
3.1 ¿Oye el recién nacido?
3.2 Las preferencias auditivas
3.3 El caso de la percepción del habla
4. Relacionando distintos sentidos: la percepción intermodal

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4.1 La coordinación visión-audición
4.2 La coordinación tacto-visión
4.3 Un caso especial de coordinación: la imitación de gestos faciales
Conclusiones
4. El mundo de los objetos
Introducción
1. La mente del bebé: ¿punto de partida o de llegada?
2. Nuevas formas de abordar el estudio de la noción de objeto
3. Reinterpretando las limitaciones de cada estadio
3.1 Los primeros meses: ¿fuera de la vista, fuera de la mente?
3.2 ¿Por qué el bebé del estadio III no busca el objeto cuando se esconde por completo?
3.3 ¿A qué se debe el error A, no B? Hipótesis sobre el error del estadio IV
3.4 ¿Por qué no infiere desplazamientos invisibles? Hipótesis sobre el error del estadio V
Conclusiones
5. El bebé y los números
Introducción
1. Los orígenes del conocimiento numérico
1.1 El aspecto cardinal del número
1.2 ¿Son sensibles los bebés a las relaciones ordinales?
1.3. Las habilidades aritméticas de los bebés
2. La naturaleza del conocimiento numérico
2.1. Los modelos numéricos
2.2 Los modelos no numéricos
3. ¿Cambio o continuidad en la competencia numérica temprana?
6. El desarrollo emocional
Introducción
1. ¿Cómo estudiar las emociones del bebé?
2. El desarrollo de las emociones
2.1 Las emociones primarias
2.2 El desarrollo de emociones secundarias o autoconscientes
2.3 El papel de las prácticas de crianza
2.4 La autorregulación emocional
3. El desarrollo del temperamento
3.1 Las dimensiones del temperamento
3.2 Estabilidad del temperamento y efectos a largo plazo
3.3 La influencia del medio social
4. Emociones, conducta y diferencias individuales: el caso de las relaciones entre
hermanos
5. Más allá de la infancia: la comprensión de las emociones
5.1 Emoción aparente y emoción real
Conclusiones
7. Las relaciones afectivas del bebé
Introducción
1. Primeras investigaciones sobre el apego

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2. ¿Por qué se forman vínculos afectivos entre el bebé y la madre?
2.1 Prerrequisitos del bebé
2.2 Condiciones maternas que facilitan el apego
3. Etapas en la formación del apego
4. Modalidades de apego en humanos
4.1 Estudios clásicos
4.2 Actualizaciones y revisiones
4.3 Estudios sobre los factores que influyen en la formación de los distintos patrones de apego
4.4 Alternativas a las interpretaciones clásicas del apego
5. De la conducta a la representación mental
6. Formación de apego en condiciones anómalas: adopción y maltrato
Conclusiones
8. La concepción del bebé en la psicología actual
Introducción
1. Diferentes formas de innatismo
2. El desarrollo como enriquecimiento
3. ¿Qué debemos entender por innato?
4. ¿Qué nos dicen los experimentos con recién nacidos?
5. ¿Y qué dicen otros especialistas?
6. De vuelta al concepto de una mente
7. ¿Cómo se podrían establecer las diferencias de dominios?
Conclusiones
Bibliografía
Créditos

5
Para las personas que, cada una a su manera, me han ayudado a
crecer, Radu, Olga, Carlos, Carlos y Alex.

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Relación de autores

Carolina Callejas Alejano


Universidad Complutense de Madrid

Juan Delval Merino


Universidad Autónoma de Madrid

Ileana Enesco Arana


Universidad Complutense de Madrid

Belén García Torres


Universidad Complutense de Madrid

Silvia Guerrero Moreno


Universidad Complutense de Madrid

Laura Jiménez Márquez


Universidad Complutense de Madrid

M.ª Oliva Lago Marcos


Universidad Complutense de Madrid

Alejandra Navarro Sada


Universidad Autónoma de Madrid

Purificación Rodríguez Marcos


Universidad Complutense de Madrid

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Prólogo

El misterio que encierra de dónde venimos, y el contraste entre lo que somos y lo que
éramos al nacer, son el núcleo de la búsqueda incesante por entender la naturaleza humana.
K. KAYE (1982, p. 5)

En su hermoso libro sobre la vida mental y social del bebé, Kenneth Kaye empieza
relatando el peculiar diálogo de una madre con su bebé de pocos días, las preguntas que
le hace y que se hace a sí misma: «¿sabrá ya quién soy?», y las respuestas que pone en su
boca: «¡sí!, yo sé quién es mi mamá». Pero Kaye no tarda mucho en desilusionar al
lector, diciendo que, en esa pareja madre-bebé, la única que lleva la voz cantante (en
sentido literal y metafórico) es la madre. Aunque ésta le atribuya una mente, un sentido
de sí mismo y del otro, ciertas intenciones y hasta algún conocimiento del mundo, en
realidad, al nacer, los bebés no son todavía personas, en ninguno de estos sentidos. El
que lo sean para quienes les rodean y, por supuesto, merezcan un trato como tales, no
significa que tengan una vida mental comparable a la de un niño o adulto.
Este libro se centra en los bebés, no en los niños de mayor edad. En términos
académicos diríamos que es un libro sobre desarrollo cognitivo y afectivo temprano lo
que suele entenderse como la etapa que precede a la aparición del lenguaje. Es decir, nos
ocuparemos, sobre todo, de cómo son los bebés antes de empezar a hablar y antes de que
surjan otras capacidades importantes para su desarrollo mental, como la representación
simbólica y el pensamiento. Nuestro objetivo es ofrecer una perspectiva comprensiva del
mundo perceptivo, cognitivo y emocional del bebé en sus primeros 2-3 años de vida. Los
cambios que se producen en todos estos aspectos, entre el nacimiento y el tercer año, son
tan impresionantes que difícilmente dejarán indiferentes al lector. Por supuesto, hay
muchos aspectos importantes de esta primera etapa de la vida que no han podido ser
incluidos en este libro, como el desarrollo y crecimiento físico, la comunicación
preverbal, el origen de la diferenciación entre el yo y los otros, o la construcción de la
identidad personal.
Esta primera época de la vida tiene, como se verá, suficiente entidad como para poder
hablar de etapa con sus propias características, al menos en un sentido lato. Lo que
ocurre en los primeros dos años de vida es crucial, no sólo por el colosal progreso
perceptivo y motor del bebé, sino sobre todo por los cambios trascendentales en su
concepción del mundo: qué y cómo son los «objetos» que lo pueblan, en qué se
diferencian unos de otros, qué emociones despiertan las personas, cuándo se establecen
los lazos afectivos entre el bebé y sus padres.
Hace aproximadamente cuarenta años, pocos textos de desarrollo humano se
concentraban sólo en esta primera etapa de la vida. Por lo general, abarcaban periodos de
la vida más largos, hasta el final de la infancia o la adolescencia, sobre los que había más
investigación del desarrollo cognitivo, afectivo y social. El conocimiento científico del

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bebé era aún demasiado limitado como para merecer, salvo escasas excepciones, un
tratamiento aparte. Tampoco era usual incluir la vida prenatal como fase significativa en
el estudio del desarrollo psicológico, pues prácticamente no se sabía nada de lo que
ocurre en el mundo intrauterino.
La situación hoy es muy diferente. Pese a que la investigación sistemática de los
bebés mediante estudios controlados, experimentales u observacionales, es bastante
reciente, cuando uno se asoma a la información de la que hoy disponemos sobre el bebé,
y comprueba la velocidad con que siguen aumentando las publicaciones, experimenta
inevitablemente cierta sensación de vértigo. En menos de treinta años, se ha producido
un gran progreso en nuestro conocimiento del bebé y, todavía más increíble, del embrión
y feto. Los grupos de investigación han aumentado exponencialmente, las técnicas
metodológicas y el instrumental de apoyo han mejorado de manera inimaginable hace
tan sólo medio siglo y, no menos importante, buena parte de las discusiones teóricas de
mayor envergadura dentro de la psicología tiene en cuenta los hallazgos con recién
nacidos y bebés para apoyar o rechazar hipótesis fundamentales sobre la naturaleza
humana. Efectivamente, los descubrimientos sobre las capacidades y limitaciones del
bebé han resultado ser un terreno abonado para la discusión teórica más antigua en
nuestra disciplina: ¿qué hay de innato en las capacidades humanas básicas y cuánto
atribuible al aprendizaje? A pesar de que hace ya mucho tiempo que los científicos
reconocen que una pregunta así está mal formulada y carece de sentido (porque no hay
nada en los organismos que sea puramente innato ni puramente adquirido), hemos de
reconocer que, en el fondo, el problema se sigue planteando de forma parecida en
psicología.

1. Investigar con bebés

Los procedimientos y técnicas de investigación con bebés son relativamente diferentes


—a veces, muy diferentes— de los que se suelen desarrollar cuando se trabaja con niños
de mayor edad, autónomos desde el punto de vista locomotor y que ya disponen de
lenguaje. Sin minimizar la dificultad que conlleva todo estudio con niños, cuando éstos
son bebés la tarea se convierte en una empresa colosal y el investigador debe desplegar
tanto ingenio como cautela para poder contestar a sus preguntas o comprobar sus
hipótesis. Como se verá en varios capítulos de este libro, hay experimentos que son
francamente fascinantes, casi una historia de intriga en la que el investigador busca las
pistas de una capacidad infantil. El problema es que, a veces, las pruebas son
circunstanciales y, pese a ello, conducen a decisiones inapelables. Por ejemplo, para
extraer sus conclusiones, los que estudian la percepción y cognición temprana se apoyan
de manera abrumadora en el tiempo de mirada del bebé. Si un recién nacido mira más
tiempo una cara humana que un reloj de pared, entonces... es porque la prefiere, incluso

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puede que sea porque la reconoce y, si la reconoce, por qué no pensar que tiene una
representación innata del rostro humano, etc. Sin embargo, hasta el lector menos experto
se dará cuenta de que podemos interpretar de muchas maneras el que un bebé mire más,
menos o igual una y otra cosa. Además, los bebés pueden parecer o muy precoces o muy
limitados, según la tarea que les administremos, algo que debe tenerse en cuenta en la
investigación.

2. Contenido del libro

El primer capítulo de este libro está dedicado a Piaget y, en particular, a su legado


conceptual y empírico al conocimiento del desarrollo del bebé. La decisión de incluir un
capítulo de estas características fue bastante meditada, y espero que acertada, teniendo
en cuenta que para entender la investigación actual sobre el desarrollo sensorial, motor y
cognitivo del bebé resulta imprescindible conocer la teoría de Piaget. Es cierto que
podíamos haber optado por remitir al lector a los libros del propio Piaget, pero la
experiencia nos dice que sus escritos no son, precisamente, sencillos ni amenos, y el
esfuerzo que requiere su lectura puede desanimar a quien empieza a asomarse a la
psicología del desarrollo. Aunque en castellano existen capítulos excelentes sobre la
perspectiva de Piaget 1 , en general, éstos dedican relativamente poco espacio al
desarrollo sensoriomotor, obligados a resumir, en los límites de un capítulo, los distintos
periodos del desarrollo intelectual. De ahí que optáramos, finalmente, por recoger de
forma más extensa los progresos que Piaget describió en la conducta del bebé, desde que
nace hasta su segundo año de vida.
Este primer capítulo, a cargo de Ileana Enesco, M.ª Oliva Lago y Purificación
Rodríguez, se inicia con algunas reflexiones sencillas sobre presupuestos centrales de la
teoría piagetiana, como son los conceptos de acción, esquemas, asimilación y
acomodación, y equilibración. Debe insistirse en que no es fácil hacer sencillas las
complejas ideas de Piaget, pues el riesgo de trivializarlas es alto. Para facilitar su
comprensión, se han seleccionado varias observaciones recogidas por Piaget en sus tres
libros sobre el desarrollo temprano (1936, 1937, 1946) que ilustran los cambios que
ocurren en este primer periodo. El capítulo aborda, por un lado, los progresos del bebé
en las actividades sensoriomotrices y en la solución de problemas, es decir, desde el uso
de sus reflejos hasta la aparición de la inteligencia práctica y, por otro, los avances que
se dan en otras áreas como la imitación, el juego y, muy especialmente, la noción de
objeto.
En el segundo capítulo, dedicado a la vida prenatal, Carolina Callejas describe
algunos de los acontecimientos más importantes de esta etapa de la vida. Además de
abordar los hitos del crecimiento físico desde el cigoto y embrión hasta el feto, se
describen otros aspectos cruciales, como son el desarrollo del cerebro, por un lado, y el

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desarrollo motor del feto, por otro. Esto último puede sorprender al lector (¿desarrollo
motor en un feto?), pero efectivamente es así. En el útero materno, los fetos manifiestan
ya dos tipos de movimiento, los espontáneos y los reflejos, y la investigación de los
últimos veinte años ha averiguado cosas muy interesantes sobre el origen de esta
actividad. Respecto al desarrollo cerebral, los datos son igualmente fascinantes pues
indican que el desarrollo del cortex cerebral permite, por lo menos desde el sexto mes de
vida prenatal, una capacidad rudimentaria de aprendizaje.
El tercer capítulo (Ileana Enesco y Silvia Guerrero) trata del desarrollo de la
percepción en bebés, en particular, de la visión y la audición. En contra de lo que se
pensó durante siglos, los bebés nacen con capacidades perceptivas mucho más
organizadas de lo que aparentan. A pesar de su desvalimiento motor, sus sentidos
sensoriales funcionan razonablemente bien como para poder procesar la información de
su entorno. Incluso su vista, pese a ser el sentido menos desarrollado al nacer, le permite
distinguir ciertos patrones visuales y orientarse a ellos. Por su parte, el oído funciona de
manera bastante eficiente para discriminar sonidos y, especialmente, ciertos rasgos de la
voz humana e incluso del habla. Los hallazgos sobre la temprana capacidad del bebé
para discriminar pequeñas diferencias fonéticas son, probablemente, lo que más
sorprenda al lector no experto. Sin embargo, estas habilidades precoces no deben llevar a
pensar que no existe un verdadero desarrollo perceptivo que va a permitir al bebé dotar
de sentido su mundo. En efecto, en los primeros meses de vida, el bebé no solo avanza
en su reconocimiento perceptivo de aquello que ve, oye, huele o toca sino también en la
puesta en relación de sus distintos sentidos.
El cuarto capítulo (Ileana Enesco y Carolina Callejas) aborda un tema apasionante y
sumamente controvertido: el desarrollo de la noción de objeto. De forma sencilla
podemos describir este problema con la siguiente pregunta: ¿Cuándo empieza el bebé a
darse cuenta de que los objetos que ve aparecer y desaparecer de su campo de visión
siguen existiendo aunque ya no los vea? A partir de los estudios de Piaget sobre este
asunto, las investigaciones que lo han tratado son innumerables y los calurosos debates
también. Unos piensan que, desde el nacimiento, los bebés «saben» de alguna forma que
los objetos existen y permanecen en el espacio y el tiempo, mientras que otros sostienen
que el desarrollo de este concepto es lento y gradual. El capítulo no omite las discusiones
entre estas dos posiciones y deja abiertos muchos interrogantes, no más de los que
actualmente existen.
En el quinto capítulo (Purificación Rodríguez, M.ª Oliva Lago y Laura Jiménez) se
trata un tema más específico pero muy relacionado con el anterior: ¿tienen los bebés
alguna competencia para reconocer que tres objetos deben seguir siendo tres, a no ser
que hayamos añadido o quitado alguno? Puede que esta pregunta resulte muy
provocadora para un lector no experto, pero realmente no es esa la intención. Desde hace
varios años, algunos autores vienen defendiendo que esa competencia existe en los
bebés, y se basan en experimentos muy ingeniosos que, no obstante, no han dejado de

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recibir sus críticas. En el capítulo, además de explicar los experimentos que llevaron a
sostener estas tesis, se presentan otros modelos alternativos.
Es un hecho que la cognición y la emoción son aspectos inseparables del desarrollo
humano, aunque sea un tópico decirlo. Los grandes psicólogos del siglo XX tenían claro
que el desarrollo cognitivo no ocurre al margen de la emoción, la motivación para actuar
y resolver problemas o incluso el deseo de ser querido. Sin embargo, la investigación
sobre el desarrollo cognitivo y sobre el desarrollo emocional y afectivo han seguido
cursos bastante distintos a lo largo del siglo XX. En general, las emociones se han
considerado un elemento fundamental para entender el desarrollo de la personalidad pero
marginal o periférico para entender el desarrollo cognitivo (Lewis, 2002, pág. 190).
Pero, en realidad, debajo de cualquier acción y hasta del pensamiento más racional y
riguroso, no puede dejar de haber motivos, intereses, deseos o aversiones.
Lamentablemente, aunque las teorías psicológicas contemplan la importancia de todos
esos aspectos, hay muy poca investigación que los haya conectado. En el caso de los
bebés, el lector descubrirá que conceptos como interés, sorpresa, miedo, intenciones,
etc., están planeando constantemente sobre todas las investigaciones, ya sean de
desarrollo cognitivo como emocional o afectivo. De hecho, suele ser a partir de estas
«respuestas» que los investigadores hacen buena parte de sus inferencias.
En el capítulo sexto (Alejandra Navarro, Ileana Enesco y Silvia Guerrero), se han
seleccionado algunos aspectos importantes del desarrollo emocional del bebé en sus
primeros tres años de vida. Entre ellos, el origen y desarrollo de las llamadas emociones
primarias (alegría, tristeza, rabia, miedo) y secundarias o autoconscientes (como la
vergüenza, el orgullo o la culpa). Tampoco este campo de investigación está libre de
ciertos desacuerdos sobre cuándo aparecen las distintas respuestas emocionales. Por
ejemplo, los criterios para decidir si una reacción del niño es de vergüenza o de temor a
ser reñido no son siempre claros y, por eso, no se puede afirmar con seguridad a qué
edad están presentes. Pero, más allá de estos problemas de cronología, hay una
investigación muy interesante sobre los procesos evolutivos que subyacen al desarrollo
de las emociones, su autorregulación y el papel del temperamento. Al final del capítulo,
se esboza cómo avanza el niño, en años posteriores, en la comprensión de las emociones
tanto propias como ajenas.
El capítulo séptimo, a cargo de Belén García Torres, trata del desarrollo afectivo del
bebé, desde los primeros contactos madre-hijo hasta el logro de una relación de apego
con los padres. Tras discutir los fundamentos teóricos de este campo de investigación,
examina los estudios que se han llevado a cabo desde la formulación de Bowlby de su
teoría del apego, con interesantes ejemplos del ámbito de la etología y del desarrollo
patológico. Además de presentar las etapas en el desarrollo del apego, en el capítulo se
analizan los factores que, presumiblemente, influyen en la formación de los lazos
afectivos y en la calidad de éstos. Entre estos factores, la sensibilidad materna resulta ser
una condición a la que los investigadores actuales prestan creciente atención.

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En el último capítulo, Juan Delval e Ileana Enesco reflexionan, a modo de epílogo,
sobre la concepción del bebé en la psicología actual, qué presupuestos han guiado la
investigación con bebés en los últimos decenios, y qué problemas siguen abiertos. En
cierto modo, este último capítulo discute sobre cuestiones que llevan planteándose en
Occidente desde hace nada menos que dos milenios. Platón, por ejemplo, pensaba que el
ser humano no podría alcanzar ciertas nociones fundamentales acerca del mundo si no
fuera porque de alguna manera éstas ya están presentes en un mundo diferente al
material: el mundo de las ideas o, en términos más actuales, el mundo psíquico. Sin
embargo, su discípulo Aristóteles adoptó una perspectiva muy diferente según la cual el
conocimiento se origina en la experiencia. Por supuesto, en aquella época estas
discusiones eran filosóficas y no se apoyaban en la investigación, no porque
desconocieran el valor de la observación empírica, sino porque, entre todo lo susceptible
de observación, la vida psíquica no ocupaba un lugar significativo. En la actualidad, las
discusiones se apoyan en datos muy precisos, obtenidos a partir de muchos y minuciosos
experimentos de laboratorio aunque, como se discute en el capítulo, las inferencias son a
veces verdaderos saltos mortales.

***

Todas las personas que hemos participado en este libro teníamos, como proyecto
común, escribir de manera asequible para que distintos tipos de lector pudieran seguir su
lectura sin la necesidad de tener demasiados conocimientos previos. Sin embargo, no
hemos querido renunciar a exponer los avances recientes en los distintos temas que se
tratan en este libro, así como las dudas sobre cómo interpretar los resultados de muchas
investigaciones. En otras palabras, no se ha trivializado (o, al menos, no se ha intentado
trivializar) el relato del desarrollo del bebé para hacerlo más atractivo al lector.
En todos los capítulos se ha hecho un esfuerzo por seleccionar estudios significativos
pero, también, por no omitir al lector las contradicciones e incoherencias que tiene la
propia investigación psicológica. Esto es lo habitual en los textos dirigidos a expertos (es
decir, los que se escriben por y para especialistas) pero no en los manuales para
estudiantes universitarios (ni, por supuesto, en los libros de divulgación), que suelen
describir los resultados de la investigación como si fueran definitivos e inamovibles. No
transmiten la idea de que las teorías son provisionales y sirven mientras expliquen y
predigan los fenómenos. Eso es lo que convierte a la ciencia en distinta a la religión o las
creencias. Lamentablemente, la mayoría de los estudiantes y lectores ocasionales de
libros como éste suelen esperar «verdades» más estables o incluso absolutas. Pues bien,
este libro no ayudará a potenciar esta actitud y, más bien, espera sembrar en el lector la
duda, una actitud mucho más interesante y fructífera para avanzar en el conocimiento
científico.
Ileana Enesco
Junio 2003

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1 Remitimos a capítulos recientes, como el de García-Madruga, Carriedo y Gutiérrez (2002), así como a manuales
y libros de colegas españoles (Corral y Pardo, 2001, Delval, 1994, Palacios, Marchesi y Coll, 1995, entre otros).
Por otra parte, merece consultarse el excelente libro de Flavell (1963).

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1

El legado de Piaget
Ileana Enesco, M.ª Oliva Lago y Purificación Rodríguez

Introducción

Piaget se basó en observaciones cuidadosas de sus hijos 1 para formular su teoría del
desarrollo intelectual en la primera infancia. Sus libros El nacimiento de la inteligencia
en el niño (1936), La construcción de lo real en el niño (1937) y La formación del
símbolo en el niño (1946) recogen buena parte de sus ideas sobre los orígenes del
conocimiento, la inteligencia y la representación en la infancia, y en ellos nos hemos
basado para describir los logros del bebé en sus primeros dos años de vida, un periodo al
que Piaget denominó sensoriomotor, enseguida veremos por qué.
Piaget pensaba que el recién nacido no tiene ninguna actividad conceptual en el
sentido de pensamiento ni tampoco conocimientos a priori 2 del mundo circundante. No
sabe nada de sí mismo ni de los otros; tampoco conoce qué son los objetos y qué las
personas, ni distingue entre su acción y los efectos de ésta en el entorno. Sólo dispone de
unos recursos limitados para relacionarse con el mundo que son, por una parte, sus
sistemas sensoriales y, por otra, sus reflejos y una inclinación o impulso general a actuar,
es decir, a no permanecer pasivo.
Ahora bien, si el repertorio conductual del neonato es tan limitado ¿cómo supera su
estado inicial de «desamparo cognitivo» y se convierte en un individuo que conoce y
actúa eficazmente sobre el mundo? Una respuesta posible sería: mediante la maduración.
Un «reloj interno» controlaría los pasos sucesivos en el desarrollo sensorial y motor
hasta alcanzar las conductas características del individuo «maduro». Sin embargo, pese a
que en distintos momentos a Piaget se le ha atribuido esta posición, nada está más lejos
de su perspectiva. Según él, el desarrollo intelectual no se explica por simple maduración
o emergencia de capacidades preprogramadas, como tampoco lo explica la mera
experiencia sensorial o perceptiva. Sin despreciar ambos factores, su propuesta, conocida
como constructivismo, difiere tanto del maduracionismo como del empirismo, y en ella
el papel de la acción como motor del progreso cognitivo es crucial. Según Piaget, la
información que nos proporcionan los sentidos es generalmente incompleta o incluso
engañosa y, en todo caso, distinta a la que proporciona la acción y sus efectos en el
medio. Esta última es más estable y tiene propiedades diferentes de la información
sensorial, entre otras cosas, porque la acción termina estando bajo el control del

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individuo y eso, como veremos, abre posibilidades inalcanzables para la percepción.
Piaget dividió este primer periodo en seis estadios que se suceden en un orden
invariante. Cada estadio representa una forma de relación del individuo con el mundo y
se define por sus propios logros y limitaciones. Los cambios de uno a otro no se reducen
a mejoras desde el punto de vista motor, perceptivo o de memoria, sino que implican
transformaciones cualitativas en la organización de las acciones y, en consecuencia, en la
comprensión del mundo. Antes de entrar en la descripción de los estadios, nos
aproximaremos a algunos conceptos fundamentales de la teoría piagetiana.

1. Para entender a Piaget: algunos conceptos básicos

El propósito de Piaget fue desentrañar la naturaleza del conocimiento humano y los


cambios que experimenta a lo largo del tiempo. Esta preocupación teórica, que sin duda
nos remonta a su formación como biólogo y su interés filosófico por la epistemología,
preside toda su obra y hace que ésta alcance una densidad conceptual a menudo difícil de
entender. Por este motivo y para facilitar la comprensión posterior del periodo
sensoriomotor, examinaremos algunos rasgos generales que caracterizan su visión sobre
el desarrollo intelectual. Quizás sea atrevido por nuestra parte pretender reunir en unas
cuantas páginas esos conceptos básicos y seguramente el lector especializado echará de
menos muchos otros, pero nuestro objetivo es acercarnos al nuevo lector con la
esperanza de despertar su interés por las aportaciones que ha hecho Piaget a este periodo
de la vida. Por ello, haremos referencia al concepto de acción, que nos conduce a la idea
de que el sujeto conoce el mundo actuando sobre él; el concepto de esquema, entendido
éste como una entidad psicológica dinámica que refleja el conocimiento del niño sobre el
objeto; la asimilación y la acomodación, que constituyen los dos procesos a través de los
cuales el individuo se adapta a los cambios constantes que tienen lugar en el entorno y,
finalmente, la noción de objeto permanente, que entraña la elaboración de un mundo
exterior dependiente de la causalidad y ordenado en el tiempo.

1.1 La acción: motor del desarrollo

Según Piaget, aunque el bebé no pueda pensar ni representarse el mundo dispone de una
forma de organizarlo y darle sentido: su acción. Sin ella no habría posibilidad de
supervivencia ni de desarrollo intelectual. Por supuesto, su concepto de acción es amplio
e incluye no sólo conductas motoras visibles, sino también la actividad mental o
interiorizada que surgirá en etapas posteriores. Por otro lado, no toda reacción o
respuesta debe considerarse acción en el sentido piagetiano. Por ejemplo, reflejos como
el estornudo, procesos fisiológicos como respirar o digerir, o incluso los movimientos
aleatorios de un recién nacido (como los movimientos iniciales no controlados de piernas

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o brazos) no son acciones, propiamente hablando, porque carecen de dos requisitos
básicos: una orientación hacia objetos específicos del entorno y la posibilidad de
modificarse según sus objetivos. Así, que las pupilas se dilaten o contraigan debido a la
luz, o que los ojos se acomoden a la distancia del objeto, no constituyen acciones en ese
sentido, pero que el bebé siga con su mirada un móvil que gira sobre su cuna, es acción
en la medida en que puede modificar la trayectoria de sus ojos, dejar de mirar el móvil,
etc. Asimismo, la succión, pese a su origen reflejo, se convierte en acción en tanto que
hay un objeto exterior al bebé sobre el que mantiene una actividad (chupar) que puede
modificar —aunque al principio sólo mínimamente— como, por ejemplo, cuando
aumenta la fuerza de succión o simplemente deja de chupar. Pero, sobre todo, porque esa
acción puede realizarse sobre otros objetos, generalizarse a situaciones análogas y
diferenciarse de otras acciones. De este modo, durante las primeras semanas el bebé irá
ampliando el repertorio de «objetos a chupar»: tetinas, dedos, muñecos, sábanas, casi
cualquier cosa que se le ponga al alcance de sus labios, y conforme adquiera experiencia
distinguirá cada vez más rápidamente unos de otros.
Por último, las acciones —a diferencia de las actividades fisiológicas o los reflejos
simples— no se mantienen aisladas, sino que llegan a coordinarse entre sí de manera que
lo que al principio era una conducta simple e inconexa (como la succión) termina
relacionándose con otras acciones, como mirar y tocar. Siguiendo con el mismo ejemplo,
el bebé llegará a coordinar su acción de mirar el chupete, dirigir su mano hacia él y
llevárselo a la boca, en una secuencia organizada.

1.2 Los esquemas: ladrillos del conocimiento

En el epígrafe anterior hemos esbozado sin nombrarlo el concepto de esquema 3 , una


noción central en la teoría de Piaget para explicar cómo se organiza el conocimiento. El
esquema suele definirse como una sucesión organizada de acciones que se aplica
regularmente a situaciones semejantes. Cuando, por ejemplo, el bebé repite una misma
conducta en distintas circunstancias o sobre objetos diferentes, hay una parte de su
conducta que se mantiene relativamente constante: esa parte común es el esquema. Sin
embargo, los esquemas también son dinámicos y flexibles, es decir, se modifican con el
tiempo. Los primeros esquemas se forman a partir de la experiencia del bebé con
acontecimientos y regularidades de su entorno. Su acción sobre los objetos y las
personas es el «material» del que el bebé abstrae esas regularidades o constantes del
mundo (desde las propiedades puramente físicas de los objetos, hasta las relativas a la
acción de las personas, incluida la del propio bebé).
Piaget describe dos tipos de esquemas en el periodo sensoriomotor: primarios y
secundarios. Los esquemas primarios surgen de la puesta en funcionamiento de los
reflejos y las actividades sensoriales como ver, oír, oler, chupar o tocar; por eso se
llaman también esquemas reflejos. Son, por usar una metáfora común, los ladrillos más

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sencillos del conocimiento. Los esquemas secundarios resultan de la coordinación de dos
o más esquemas primarios, como veíamos en el ejemplo del bebé que consigue coger un
chupete con sus manos (esquema primario de prensión) y llevárselo a la boca (esquema
primario de succión). Aunque los esquemas pueden seguir combinándose entre sí en
secuencias cada vez más complejas, como veremos en este capítulo, Piaget no habla de
esquemas «terciarios», sino de «combinaciones de esquemas secundarios».
Ni los esquemas primarios ni, por supuesto, los secundarios son «heredados», ya que
surgen como resultado de la experiencia.

1.3 Asimilación y acomodación: dos caras de la misma moneda

Para comprender cómo se transforman y evolucionan los esquemas necesitamos analizar


dos conceptos complementarios: asimilación y acomodación. Empecemos con un par de
definiciones antes de ilustrarlas con algún ejemplo. En el ámbito cognitivo, la
asimilación es el mecanismo por el que se incorporan las nuevas experiencias a
estructuras o esquemas previos del individuo; en otras palabras, es una forma de reducir
o incorporar «lo nuevo a lo viejo». La acomodación es el proceso complementario de
modificar los esquemas previos para ajustarlos a las demandas que plantea una situación
u objeto nuevos. Hay adaptación cuando ambos procesos alcanzan cierto equilibrio entre
sí, de manera que los esquemas previos asumen lo nuevo y se transforman, pero sin
aniquilarse. Por el contrario, si la acción se repite a sí misma sin ningún ajuste a la
novedad (asimilación sin acomodación), decimos que no ha habido adaptación
intelectual.
Según Piaget, la asimilación se expresa siempre en fases crecientemente complejas.
La más simple es lo que llama asimilación funcional o repetitiva, referente a la práctica
repetida de una conducta como resultado de la cual termina por consolidarse. El dominio
progresivo de la acción permite ir ampliando el número y tipo de objetos sobre los que se
aplica (asimilación generalizadora) con las consiguientes modificaciones de la acción
que requiere cada nuevo objeto. Pero al tiempo que se amplía el «campo de acción», se
hace necesario afinar el reconocimiento y la discriminación entre unos y otros objetos
(asimilación recognoscitiva). Cuando, finalmente, se pueden poner en relación distintas
acciones (o, mejor dicho, esquemas de acción), estamos ante la asimilación recíproca.
Ahora, pensemos de nuevo en la succión del recién nacido para ilustrar estos distintos
tipos de asimilación y su relación con la acomodación. Desde el nacimiento, el bebé
ejercita la succión refleja tanto sobre objetos (el pezón o la tetina) como en el vacío.
Gracias a la repetición (asimilación funcional) adquiere más y más eficacia chupando
objetos y progresa de forma definida en la distinción y localización del pezón. Poco a
poco, va incorporando nuevos objetos para chupar, como el chupete, el biberón, los
dedos (asimilación generalizadora), adaptando sus movimientos de boca, lengua y labios
a las características de cada objeto (proceso de acomodación), y distinguiendo unos de

18
otros de manera que cuando chupa un juguete, por ejemplo, lo hace sin fines
alimenticios, es decir, sin confundirlo con el biberón o el pezón (asimilación
recognoscitiva). Llegará un momento en que su capacidad discriminatoria sea tan fina
que no haya forma de distraer al bebé hambriento, ni siquiera unos segundos, con un
objeto chupable que no sea el biberón o pezón.
Para Piaget, asimilación y acomodación son funciones constantes —o invariantes—
de la actividad psicológica, lo que significa que están presentes a lo largo de toda la vida
y en niveles crecientemente complejos de actividad intelectual (desde la acción motriz
hasta la representación mental). Pero, ¿de dónde vienen estas funciones? Según Piaget,
su origen es biológico y remoto pues forman parte del proceso de adaptación de los
organismos a su entorno. Siendo la inteligencia una de las adaptaciones características
del ser humano, se entiende por qué Piaget considera la adaptación intelectual como un
producto de la adaptación biológica.
El bebé, según Piaget, no nace inteligente pero sí con la potencialidad de desarrollar
capacidades cognitivas que serán inteligencia. Aunque el concepto de inteligencia es
intuitivo pues todos tenemos alguna idea de qué es ser inteligente, su definición es más
complicada de lo que parece. ¿Qué consideramos una conducta inteligente? Podríamos
pensar que toda la que suponga una adaptación al medio y sus exigencias, pero si la
definiéramos así se confundiría con el propio concepto de adaptación, aplicable a todas
las especies, y perdería valor como concepto.
La definición de inteligencia debe hacerse necesariamente teniendo en cuenta las
características del individuo y de su conducta. Será inteligente una conducta que
suponga resolver un problema nuevo (para el individuo, aunque no lo sea para el
observador) siempre que esa conducta no esté pre-especificada o pre-programada en el
individuo. Por ejemplo, la succión alimenticia (o sea, mamar) es una conducta
adaptativa, que resuelve el problema de alimentarse, pero que no es inteligencia pues se
trata de una conducta que está en el repertorio del recién nacido (un reflejo) y que se
pone en marcha automáticamente frente a ciertos estímulos (contacto del pezón o la
tetina con la boca). No hay en esa conducta ninguna «invención» ni descubrimiento por
parte del bebé... Otro ejemplo puede ser el llanto. Frente al malestar o al dolor, el bebé
sano llora y consigue así llamar la atención de sus cuidadores. Pese a ser una conducta
adaptativa (pues, gracias a ella, es atendido por el adulto) no se trata de un
descubrimiento ni hay intencionalidad en su conducta.
Por otro lado, desde un punto de vista ontogenético, se puede decir que hay distintos
tipos de inteligencia (práctica, conceptual...). La inteligencia práctica, que es la que nos
interesa especialmente en este libro, se refiere a la capacidad de enfrentarse a un
problema práctico y descubrir, mediante una combinación nueva de acciones, la manera
de resolverlo. Piaget entiende por problema una situación que el individuo quiere
abordar (lo que implica cierto grado de intencionalidad) pero para la que carece de una
respuesta disponible, preparada de antemano. El término práctico se refiere al nivel de

19
acción material sobre el mundo, diferente al nivel conceptual, en el que las acciones son
mentales, internas. El nivel práctico pone en juego, necesariamente, los sistemas
sensoriales y la acción motora.
El bebé puede disponer de un amplísimo repertorio de conductas o esquemas de
acción, ninguna de las cuales le sirve para resolver el problema. A partir de ese
repertorio, sin embargo, puede realizar ensayos que desembocan en una síntesis
novedosa de varias acciones consecutivas... (como se verá en el estadio V, son las
conductas de «bastón», «soporte», rodeo...). Aquí estamos ya a mitad de camino entre la
acción puramente sensoriomotriz y las primeras anticipaciones que requieren una forma
de representación (en-acción) o primitivas combinaciones mentales, todavía muy sujetas
al aquí y ahora. Todo este proceso es lo que Piaget entiende por combinación nueva de
acciones.

1.4 La noción de objeto permanente

Uno de los conceptos cruciales de la teoría piagetiana del desarrollo sensoriomotor es el


de objeto permanente. Al hablar de objeto, Piaget se refería a todo un conjunto de
conceptos relacionados que se desarrollan solidariamente: espacio, tiempo, causalidad y
objeto.
Hemos visto que, para Piaget, no existen nociones innatas, ni siquiera las más
elementales de espacio, tiempo o causalidad, sino que todas ellas se construyen mediante
la experiencia con objetos y personas, en un proceso de adquisición largo y secuencial.
En lo que se refiere al objeto, un conjunto de características definen lo que sería una
noción madura de objeto:

1. Los objetos —incluidas las personas— se sitúan en un espacio que es común a


todos. Tienen un volumen y ocupan un lugar en el espacio.
2. Los objetos permanecen en el espacio y en el tiempo aunque dejemos de
percibirlos. Podemos actuar sobre ellos, pero existen con independencia de nuestra
acción.
3. Un objeto puede permanecer en el mismo lugar en que lo vimos por última vez, o
puede desplazarse (si tiene movimiento propio) o ser desplazado a otros lugares.
4. El yo es un objeto más entre otros objetos: el yo puede ser agente causal tanto
como receptor de causas; puede también ser ajeno a una relación causal.
5. Los objetos mantienen su identidad y conservan sus propiedades, aunque cambien
de posición o dejen de estar a la vista.
6. Los acontecimientos se ordenan en una sucesión temporal (antes-después; primer
evento-segundo...) y los desplazamientos de los objetos se suceden en un orden
temporal.

20
2. El periodo sensoriomotor

Basándonos en los tres libros de Piaget antes mencionados, ofreceremos una visión de
conjunto de las distintas adquisiciones de este periodo. En cada estadio, empezaremos
explicando sus logros generales (es decir, los pasos que conducen desde los reflejos
hasta el nacimiento de la inteligencia sensoriomotriz), luego, adquisiciones más
específicas relativas al origen de dos funciones psicológicas fundamentales en la
formación del símbolo: la imitación y el juego. Por último, describiremos los logros en la
construcción de lo real hasta alcanzar la noción de objeto permanente. Sin embargo,
dado que en el primer estadio tan sólo podremos encontrar los prolegómenos de las
adquisiciones específicas posteriores (imitación, juego, etc.), las abordaremos de manera
conjunta con los avances correspondientes al segundo estadio.
Debe advertirse que las edades que señala Piaget son aproximativas y, por tanto, no
han de tomarse como una referencia rígida. De hecho, autores posteriores (por ejemplo,
Bower, 1974) han reorganizado algunos de los límites de edad de acuerdo con sus
hallazgos empíricos.

2.1 Estadio I (0 a 1 mes). La dotación del neonato: los reflejos y su


capacidad de acción

En este primer estadio, que Piaget describe como «El uso de los reflejos», una mirada
cuidadosa de la conducta del bebé permite detectar cambios pequeños pero no
despreciables, algunos de los cuales se han descrito al hablar de las funciones de
asimilación y acomodación.
En el capítulo 2, «Antes de nacer», hablamos de los reflejos del recién nacido
mencionando algunos de los más importantes, por lo que aquí sólo discutiremos el papel
que tienen en el desarrollo psicológico posterior.
¿Cuál es el curso evolutivo de los reflejos? Hoy sabemos que muchos de ellos
empiezan a funcionar durante la vida prenatal y que su desarrollo postnatal puede seguir
distintos cursos:

a) Algunos no sufren cambios evolutivos y permanecen prácticamente inalterados


toda la vida (estornudo, bostezo, pupilar...).
b) Otros desaparecen a los pocos meses (Moro, Babinski), y su permanencia es
síntoma de patología.
c) Un tercer grupo tiene en común con los anteriores que desaparecen tras pocos
meses pero, a diferencia de aquéllos, tienen un papel fundamental en el posterior
desarrollo psicológico del bebé, y sufren importantes cambios evolutivos.

Así, reflejos como la succión, la prensión y movimientos de la mano, los

21
movimientos de los ojos y la cabeza, entre otros, terminan desapareciendo como
respuestas subcorticales para dar lugar a conductas voluntarias que permitirán al bebé
actuar sobre su mundo. Otras conductas espontáneas como las implicadas en movimiento
de manos, brazos, piernas y cabeza, seguirán un curso similar en cuanto al creciente
control voluntario por parte del bebé.
El proceso de desarrollo de la succión refleja en el primer mes, ilustrado en el
epígrafe anterior, es análogo al que siguen otros sistemas sensoriales y de acción en este
primer estadio. Así, la prensión y los movimientos del brazo; la visión y movimientos de
ojos; la audición y los giros de cabeza, etc., sufrirán cambios casi imperceptibles pero
igualmente importantes. En todos ellos se observan los tres tipos de asimilación
(funcional, generalizadora y recognoscitiva) en sus formas más primitivas.

2.2 Estadio II (1-4 meses). Más allá de los reflejos: aparecen los
primeros hábitos

Además de seguir progresando en la práctica de sus esquemas de acción primarios


(succión, visión, prensión, audición, vocalización, etc.), el bebé de este estadio empieza
a introducir pequeñas modificaciones en su acción cada vez que se «tropieza» con un
objeto o evento que se resisten a ser asimilados de la forma habitual. Por pequeños que
sean esos ajustes (abrir más la boca para chupar un objeto; succionar más intensamente
una tetina de la que sale menos leche de lo usual...) producen un ligero cambio en la
estructura del esquema en cuestión y esto hace que las futuras acciones sean algo más
eficientes que las iniciales.
Pero el avance más importante de este estadio reside en la coordinación de esquemas
primarios, dando lugar a los esquemas secundarios. Por ejemplo, ahora el bebé puede
anticipar que va a mamar o tomar el biberón en cuanto se le coloca en la postura en que
se le da de comer, o incluso cuando ve el biberón o el pecho de la madre. Esto indica que
está relacionando por primera vez la información de dos sistemas independientes (la
succión y los indicios propioceptivos, en el primer ejemplo, o la succión y la visión en el
segundo).
Veamos un ejemplo de los avances en la coordinación de dos esquemas: la succión y
la prensión. Al principio, el bebé puede chupar su dedo o mano sólo si accidentalmente
se tocó la boca (este azar puede ocurrir incluso en el útero materno, como ha podido
verse en algunas fotografías de fetos chupándose el dedo). Luego, va consiguiendo que
su mano permanezca más tiempo en la boca e incluso se esfuerza por hacerlo por sí
mismo, aunque todavía con poco éxito. Por fin, hacia el tercer mes, consigue llevar su
dedo a la boca, ya no por casualidad, y puede, igualmente, dirigir su mano a la boca para
coger el chupete... Piaget insiste en que esta conducta no es instintiva, es decir, no hay
un instinto de chuparse el dedo sino que es un hábito (o adaptación adquirida) que se ha
formado por la experiencia.

22
El bebé también adquirirá otras coordinaciones, como girar la cabeza hacia el lugar
del que procede un sonido «interesante» (por ejemplo, la voz de su madre) (coordinación
audición-visión 4 ) o emitir sonidos vocales al oír los producidos por otra persona
(coordinación fonación-audición), entre otras adquisiciones.
Una pregunta importante es: ¿hasta qué punto es deliberada e intencional la conducta
del bebé? Pues bien, pese a que en muchos momentos podría parecer que el bebé tiene
propósitos u objetivos que se empeña en conseguir, en realidad todavía actúa movido por
sus necesidades básicas (que están vinculadas a sus reflejos: mirar, succionar, llorar) y
no por necesidades o intereses secundarios. Estos últimos tienen fines «derivados o
diferidos», en palabras de Piaget, como chupar un objeto para conocerlo —y no
simplemente para alimentarse— o dirigir la mano a un objeto para empujarlo —y no
sólo para cogerlo—, algo que el bebé de este estadio ni siquiera contempla.
Al comienzo de este estadio, no hay un espacio único, sino muchos espacios que
están inconexos (el bucal, el táctil, el visual, el auditivo, etc.). Hacia el final, en torno a
los 4 meses, conseguirá una de las coordinaciones más importantes para su desarrollo
psicológico, que permite al bebé construir un espacio único, no fragmentado: nos
estamos refiriendo a la coordinación visomotora u «ojo-mano», es decir, entre los
esquemas de visión y prensión. A partir de ahora, irá afinando su capacidad de coger lo
que está viendo y, a la inversa, mirar (llevar a su campo visual) lo que tiene en sus
manos. Se trata de un esquema secundario que podría describirse como «las cosas que
veo se pueden coger y las que cojo se pueden ver». Esta coordinación es muy importante
para la objetivación del mundo y para la acción del bebé sobre él. Sin embargo, al
principio estas conductas no son propiamente intencionales pues, según Piaget, el bebé
no busca de antemano un objetivo ni hay una finalidad en su acción sino que hace
tanteos que, a veces, le llevan a un resultado nuevo y placentero. Cuando eso ocurre,
tiende a repetir la acción (gracias al mecanismo de asimilación funcional) y es esa
tendencia a la repetición lo que Piaget denominó reacción circular (RC). Esta última
constituye el mecanismo sensoriomotor por excelencia a través del cual se producen
nuevas adaptaciones.

Reacción circular es la repetición de una acción sensoriomotriz (por asimilación


funcional) que inicialmente es casual, y cuyo efecto (no buscado de antemano) es
interesante o placentero para el bebé.

En este estadio se da un tipo de reacción que se denomina reacción circular


primaria y que consiste en conductas centradas en el propio cuerpo del bebé. He aquí un
ejemplo:
Obs. 53. Laurent, desde los 0;2(3) 5 manifiesta una reacción circular que se hará más definida y constituirá el
comienzo de la conducta sistemática de asir o agarrar: rasguña y trata de coger, suelta, rasguña y coge de nuevo,
etc. A los 0;2(3) y 0;2(6) esta conducta se observa sólo durante la alimentación. Laurent rasguña suavemente el

23
hombro desnudo de su madre. A comienzos de 0;2(7) esta conducta se observa ya en la cuna. Laurent rasguña la
sábana que está doblada..., luego la coge un momento, la suelta... y vuelve a comenzar sin interrupción. A los
0;2(11) la conducta dura un cuarto de hora cada vez, varias veces al día. A los 0;2(16) hay una progresiva pérdida
de interés (NI, pág. 96).

La conducta analizada es un buen ejemplo de reacción circular primaria: empieza al


azar, tras un tanteo inicial; luego se convierte en una actividad rítmica y regular
(rasguñar, coger, mantener y soltar), perfectamente dominada, y por último, desaparece.

Reacción circular primaria: repetición de conductas casuales centradas en el propio


cuerpo.

Es en este estadio cuando se observan las primeras adquisiciones propiamente dichas,


puesto que ninguna de las coordinaciones mencionadas estaba presente en el nacimiento
y sólo la experiencia explica su formación.
Ahora bien, el niño de este periodo es precausal en el sentido de que no disocia su
acción del resultado o efecto. A esto le llamó Piaget fenomenismo o causalidad mágico-
fenomenista, en oposición a la noción madura de causalidad física. En este nivel, el bebé
puede asimilar la contigüidad temporal de dos fenómenos como si se tratara de hechos
asociados, sobre todo si interviene su acción. Por ejemplo, si a la vez que está moviendo
sus manos suena casualmente el teléfono, el bebé podría asimilar esta contigüidad como
si hubiera sido provocada por su conducta e incluso mostrar una cierta conducta
anticipatoria.
Finalmente, percibe el tiempo como una sucesión de percepciones pero sin
percepción de la sucesión. Los sentimientos temporales están intrínsecamente asociados
a los de necesidad o de espera. Es decir, el bebé empieza captando la sucesión temporal a
través de la secuencia de sensaciones que provoca la necesidad y la tensión resultante
(por ejemplo, el hambre), seguidas de la acción que desemboca en su satisfacción
(mamar).

2.2.1 La imitación y el juego en los dos primeros estadios

Imitar es la acción por la cual se reproduce un modelo, lo cual no implica


necesariamente la representación [mental] de ese modelo, puesto que puede ser
simplemente percibido, dice Piaget en su libro La formación del símbolo (p. 20). Aunque
no descarta que pueda existir una tendencia hereditaria a imitar (una conducta
característica del ser humano y, en sus formas elementales, de algunos primates), Piaget
sostiene que el bebé aprende a imitar de forma voluntaria durante el periodo
sensoriomotor y se pregunta cuándo empieza a desarrollarse esa capacidad. Merece la
pena señalar que ya en su época (hablamos del año 1930 en adelante) había diferencias
de opinión al respecto. Algunos autores pensaban que la imitación estaba presente desde
el nacimiento, siendo una conducta heredada, mientras que otros situaban su origen ¡en

24
el segundo año de vida! Actualmente, sin haber tanta divergencia en lo que se refiere a la
edad de aparición de la imitación voluntaria, hay muchos debates sobre el significado de
las primeras imitaciones del neonato. Por ello, nos extenderemos más en estos primeros
estadios que en los posteriores, al hablar de la imitación.
Las finas observaciones de Piaget le llevaron a detectar, desde el primer día de vida
de sus hijos, un tipo de respuesta que sería precursor de la imitación.
Obs. 1. La noche siguiente a su nacimiento, Laurent es despertado por el llanto de los bebés del nido y se pone a
llorar en coro con ellos. A los tres días, estando somnoliento, otro de los bebés se pone a gritar, entonces él
también llora. Al cuarto y sexto día L. gime y luego se pone a llorar cuando yo imito sus gemidos. En cambio un
simple silbido o gritos provenientes de otros lados no desencadenan ninguna reacción (FS, pág. 20).

Piaget no cree que estemos ante una conducta de imitación sino que interpreta esta
reacción como desencadenamiento reflejo de un excitante externo: así, los llantos que
oye el bebé refuerzan sus propios llantos, siendo esta respuesta automática, además de
haber una intensa emoción vinculada a la reacción vocal. Semanas después, sin embargo,
surge una conducta nueva que Piaget describe como contagio vocal que se prolonga en
una imitación global mutua:
Obs. 2. Al mes y veintidós días, Laurent emite algunos sonidos espontáneos como «e», «i», […] parece que esos
sonidos se refuerzan […] cuando se reproducen ante él inmediatamente después de haberlos emitido.
A los 0;2(11), después de emitir sonidos como «la», «de», etc., los reproduzco: entonces él los repite de forma
clara, siete de nueve veces (FS, págs. 22-23).

Más tarde, en un «esfuerzo de imitación claramente diferenciada», Laurent consigue


reproducir un sonido nuevo, pero Piaget admite que se trata de momentos excepcionales
pues, a esta edad, sólo ocurre ocasionalmente:
Obs. 2. A los 0;2(25) hago «a» frente a Laurent: largo esfuerzo impotente con la boca abierta y después un ligero
sonido. Finalmente, sonríe e imita el sonido (FS, pág. 23).

Veamos otro interesante ejemplo, esta vez en relación con la imitación de


movimientos:
Obs. 5. Lucienne, a los 0;1(26) mueve la cabeza espontáneamente de un lado a otro. Al día siguiente, me mira
mientras inclino mi cabeza de derecha a izquierda: reproduce inmediatamente este gesto, tres veces seguidas (FS,
pág. 26).

Piaget repite la misma experiencia con sus tres hijos, variando incluso sus
movimientos de cabeza (arriba-abajo, etc.) y observa reacciones análogas en todos ellos.
Pese a ello, no piensa que estas imitaciones indiquen capacidad de representarse el rostro
ajeno y el propio (como van a sugerir autores posteriores). En realidad, dice Piaget, lo
que hace el bebé es ajustar sus movimientos de cabeza a los del modelo para seguir los
movimientos que éste hace 6 . Además, en cuanto el bebé mueve su cabeza de un lado a
otro, tiene la impresión de ver balancearse la del otro, un resultado que posiblemente es
«interesante» para él, pero que todavía no tiene nada que ver con el conocimiento del
rostro ajeno. En efecto, el hecho de que los bebés den respuestas similares frente al

25
movimiento de una mano o de cualquier objeto indica, según Piaget, que lo que imitan es
el movimiento como tal y no los movimientos específicos de cabeza.
Respecto al juego, Piaget señala algunas conductas que podrían considerarse
precursoras del juego motor, aunque lo usual es que todavía no pueda distinguirse
netamente la actividad lúdica de la no lúdica. Conviene advertir que un esquema no es en
sí mismo lúdico o no, sino que depende de como el niño lo utilice y, a lo largo de estos
dos primeros estadios, el juego empieza a diferenciarse de la asimilación adaptativa. En
la siguiente observación, el bebé repite una y otra vez una actividad que ya domina (una
RCP) y, según Piaget, la propia repetición posiblemente termina por convertirse en algo
lúdico, sobre todo si la acción va acompañada de risas y no busca un resultado
determinado como en la RC:
Obs. 36. Laurent, a los 0;2(21) adoptó el hábito de echar la cabeza hacia atrás para mirar cosas familiares desde
esta nueva posición [...] A los 0;2(24) repetía ese movimiento cada vez con más goce y con menor interés por el
resultado exterior [es decir, por los objetos que podía mirar [...] [Laurent] vuelve la cabeza a la posición normal y
luego la vuelve a echar atrás, una y otra vez, riéndose intensamente [...] (NI, págs. 75-76).

2.2.2 La noción de objeto en los primeros dos estadios: un mundo sin objetos permanentes

Antes de exponer los hallazgos de Piaget sobre la noción de objeto, es imprescindible


conocer cómo la estudió, por lo que remitimos al lector al cuadro 1.1 donde se expone su
procedimiento.
Observando la conducta visual de sus hijos, Piaget encuentra que en el primer mes de
vida pueden seguir con su mirada un objeto que se mueve, pero dejan de interesarse por
él en cuanto sale de su campo visual. No encuentra indicios de que lo busquen o esperen
volver a verlo. Sólo en circunstancias limitadas pueden recuperar el objeto «perdido»,
pero más como un modo de reanudar una actividad en marcha, señala Piaget, que como
búsqueda activa.
Obs. 1. Laurent, el segundo día de vida, parece buscar con los labios el pecho que se le escapa. Desde los 0;1(2)
busca también el pulgar que le ha rozado la boca [...] Parece que el contacto de los labios con el pezón y el pulgar
da lugar a una búsqueda de estos objetos cuando desaparecen, búsqueda ligada a la actividad refleja en el primer
caso [reflejo de succión] y a un hábito naciente o adquirido en el segundo [hábito de chuparse el dedo] (CR, pág.
16).

Entre el segundo y el tercer mes (estadio II), hay ciertos cambios en la mirada del
bebé. Ahora no sólo observa un objeto que se mueve sino que, cuando éste desaparece,
se queda mirando unos instantes ese lugar como si esperara volver a verlo, pero sin
intentar ampliar su campo visual.

Cuadro 1.1 Aspectos metodológicos en el estudio de la noción de objeto


¿Qué conductas, según Piaget, indican que el bebé concibe los objetos como entidades que permanecen en el
espacio y el tiempo?
Piaget estudió dos tipos de conductas de acuerdo con las capacidades perceptivas y motoras del bebé: la
mirada y la conducta manual. Dado que hasta aproximadamente los 4 meses los bebés carecen de coordinación

26
visomotora, antes de esa edad observó su conducta de exploración visual frente a objetos que entran en su
campo de visión y se desplazan hasta salir de él. Su objetivo era comprobar si hay algún indicio de que los
bebés esperan que un objeto que acaban de dejar de ver vuelva a aparecer.
Desde los 4 meses, cuando están establecidos los rudimentos de la coordinación ojo-mano, Piaget solía
plantear tareas que consistían en lo siguiente:

• Se presenta al bebé un objeto atractivo (un juguete o similar) asegurándose de que despierta su interés, ya
sea porque lo mira fijamente o porque intenta agarrarlo.
• Luego, delante del bebé, se esconde el objeto en algún lugar próximo, al alcance del niño (por ejemplo, bajo
la almohada o sábana de la cuna).
• En otras ocasiones, el objeto se cubre sólo parcialmente, de modo que se puede ver una parte de él (por
ejemplo, la cabeza o la cola de un animal de juguete).
• Se anotan cuidadosamente las conductas del bebé: si intenta recuperar el juguete quitando el obstáculo que
lo cubre, si pierde interés en cuanto ha desaparecido...

A partir de esta situación básica, la tarea se puede ir complicando, según las destrezas del bebé. Por ejemplo,
tras haber escondido dos o tres veces el juguete en un lugar (A), y habiéndolo recuperado el bebé, se vuelve a
esconder pero esta vez en otro sitio (B), siempre delante del niño.
La situación más compleja consiste en lo que Piaget llamó «desplazamientos invisibles» del objeto: por
ejemplo, escondemos un caramelo en la mano y la desplazamos sucesivamente (siempre cerrada) a distintos
lugares: bajo dos o más cojines.
Para Piaget, el criterio definitivo de que el bebé posee un concepto maduro de objeto es que lo busque
teniendo en cuenta sus desplazamientos objetivos, aunque sean invisibles. Por ejemplo, en la última situación
descrita se considera que el niño ha desarrollado plenamente el concepto de objeto si busca en la mano y, en
caso de no hallar el objeto ahí, sigue buscándolo bajo los distintos cojines hasta encontrarlo. Cualquier
conducta que se separe de ese criterio objetivo, como buscar en algún lugar diferente de los desplazamientos
observados, revelaría que la noción no está plenamente lograda. Como veremos en el capítulo sobre «El
Mundo de los Objetos», este criterio es bastante más exigente que los utilizados posteriormente por otros
autores.

Obs. 2. Jacqueline ya sigue con la mirada a su madre a los 0;2(27) y en el momento en que sale del campo visual
continúa mirando en la misma dirección, hasta que el cuadro [perceptivo] reaparece.
Lo mismo ocurre con Laurent a los 0;2(1). Lo miro desde la capota de la cuna y cada cierto tiempo aparezco
por el mismo punto. Laurent observa el punto en el momento en que desaparezco de su vista y espera
evidentemente verme surgir de nuevo (CR, pág. 17).

Esta conducta precede a una un poco más compleja: buscar con la mirada un objeto
que ha estado en su campo visual poco antes y que ha desaparecido.
Obs. 5. Lucienne, a los 0;3(9) me descubre en el extremo izquierdo de su campo visual y sonríe vagamente. Mira
después a lados diferentes, al frente y a la derecha, pero vuelve sin cesar a la posición en la que puede verme y
permanece mirando ahí durante un instante (CR, pág. 17).

Sin embargo, si el objeto no reaparece en pocos segundos, el bebé deja de mirar, lo


que indica que no se trata aún de una búsqueda activa.
A partir de estas conductas, Piaget interpreta que el objeto desaparecido todavía no es
para el bebé un objeto permanente que se desplaza en el espacio: es un simple cuadro
perceptivo que aparece y desaparece sin razón objetiva. En los primeros meses, pues, los
objetos existen sólo mientras el bebé los percibe o actúa sobre ellos y dejan de existir
cuando desaparecen de su campo de acción/percepción.

27
2.3 Estadio III (4-8 meses). Hay cosas interesantes en el mundo:
¿cómo producirlas?

La coordinación visomotora, iniciada al final del estadio II, va a permitir una nueva
forma de conducta, la reacción circular secundaria (RCS), que implica que el bebé
establece relaciones espaciales entre los objetos percibidos. Piaget plantea la interesante
hipótesis de que, en la coordinación prensión-visión, el bebé regula la percepción de la
profundidad tomando su cuerpo como punto de referencia.

Reacción circular secundaria: repetición de conductas casuales dirigidas al exterior.

Como toda forma de reacción circular, la secundaria consiste en la repetición de


conductas casuales (es decir, no anticipadas por el bebé) que tienen un efecto interesante
para él. La gran diferencia con la RCP está en el interés del bebé por las consecuencias
ambientales de sus actos y por aprender las propiedades de los objetos y
acontecimientos. Es decir, mediante la RCS el bebé mantiene, mediante la repetición, un
cambio interesante que su acción produjo por azar en el ambiente:
Obs. 104. A los 0;3(29) Laurent coge un cortapapeles que ve por primera vez; lo mira un momento y luego lo
agita en su mano derecha. Durante esos movimientos el objeto se roza contra el cesto: Laurent entonces agita su
brazo con vigor y evidentemente trata de reproducir el sonido que acaba de oír, pero sin comprender la necesidad
de contacto entre el cortapapeles y el mimbre y, en consecuencia, sin lograrlo sino por casualidad.
[...] A los 0;4(6) […], apenas el niño tiene el objeto en la mano lo refriega regularmente contra el cesto.
Posteriormente, hace lo mismo con muñecas y sonajeros (NI, pág. 165).

En suma, aunque el bebé no anticipa la meta hasta haberla descubierto por azar, se
pueden apreciar atisbos de conducta intencional si bien, como dice Piaget, la
«intencionalidad» de la RCS está en la repetición, todavía no en el acto original. Los
medios tan sólo se diferencian de los fines a posteriori, después de la experiencia que
comienza simplemente por azar.
En otra observación, Piaget describe la conducta de Laurent que repite a menudo la
misma acción (sacude la cabeza o agita el brazo) como si quisiera reproducir distintos
efectos (el sonido de un sonajero, el chasqueo de un dedo, etc.) o cada vez que quiere
prolongar o provocar un espectáculo de interés. Esta conducta dura varios meses, nada
menos que desde los 4 hasta los 8 meses:
Obs. 118. Laurent, a los 0;3(23) mueve la cabeza de un lado a otro cuando se encuentra ante un sonajero colgante,
como si tratara de darle a éste un verdadero movimiento (NI, pág. 199).

Obs. 112. A los 0;7(7) mira una caja colocada sobre un almohadón frente a él, demasiado alejada para que la
alcance. Con los dedos tamborileo sobre la caja un momento y esto le hace reír [...], vuelve a mirar la caja y agita
su brazo mientras la mira, se incorpora, golpea sus mantas, agita su cabeza... es decir, usa todos los
procedimientos que conoce esperando que el fenómeno vuelva a producirse (NI, pág. 195).

También cuando explora objetos nuevos lo hace sin modificar sustancialmente sus

28
viejos esquemas. Por ejemplo, si ve un nuevo juguete que le interesa, actúa poniendo en
práctica todos los esquemas que posee: agarrar, zarandear, golpear, chupar... pero sin
realizar conductas genuinamente nuevas.
Igualmente en este momento surge un tipo de asimilación recognoscitiva muy
interesante, que toma la forma de reconocimiento motor. Así, ante un objeto que se
asocia con un esquema determinado el niño no hace sino esbozarlo, como demostrando
que conoce su significado. Por ejemplo, inicia la acción de golpear el móvil que está en
la cuna levantando las piernas, pero después simplemente las baja sin llegar a desplegar
totalmente el esquema.
Se entiende que Piaget describiera este estadio como la etapa de los «procedimientos
para prolongar espectáculos interesantes», aunque los medios que usa el bebé no estén
relacionados con el fin. Por eso no se puede afirmar inequívocamente que el niño
distingue entre su propia acción y el efecto que produce, algo que sí se manifestará
plenamente en el siguiente estadio.
Las anteriores conductas ilustran la causalidad mágico-fenomenista de la que
hablábamos en el estadio II, según la cual el único agente causal que conoce el bebé es
su propia actividad. Del mismo modo, el bebé capta la seriación temporal sólo cuando
intervienen sus propias acciones en la sucesión.
Piaget señala, por otra parte, que un importante logro de este estadio es la aparición
de los primeros elementos sensorio-motores análogos a las clases y relaciones 7 . En el
ejemplo de Laurent en el cual atrapa el cordón que cuelga de su cuna consiguiendo que
se muevan los sonajeros suspendidos y que repite varias veces esa conducta, graduando
su intensidad, se puede decir que el cordón pertenece a «la clase de cosas que se agitan y
hacen ruido». Asimismo, la graduación de intensidad del acto de sacudir (y la
observación de sus efectos) constituye un anuncio de las relaciones, casi cuantitativas,
entre la acción y sus resultados.

2.3.1 La imitación y el juego

El niño puede realizar ya imitaciones deliberadas de sonidos y movimientos pero con


dos restricciones:

1) Imita sólo conductas que forman parte de su repertorio, es decir, ya aprendidas por
él. Ahora bien, el niño de esta etapa no puede imitar fragmentos de todo lo que
sabe hacer, a no ser que hayan sido asimilados a esquemas independientes. Por
ejemplo, si el modelo produce un gesto consistente en abrir y cerrar la mano, que
interviene continuamente en la prensión, este gesto no es imitado por el bebé hasta
que constituye un esquema espontáneo.
2) Imita sólo conductas que puede ver en sí mismo. Todos las imitaciones de
movimientos del rostro (abrir-cerrar la boca, los ojos, sacar la lengua 8 , etc.) están,
por tanto, fuera de su alcance.

29
Se trata pues de una imitación conservadora, que no intenta acomodarse a los
modelos nuevos. Veamos un ejemplo:
Obs. 17. A los 0;6(1) hago el gesto de «adiós» frente a ella [Jacqueline], después saco la lengua, y luego abro la
boca en la que meto el pulgar. No se presenta ninguna reacción, pues el primer gesto corresponde a un esquema
conocido y los siguientes se relacionan con partes no visibles del rostro [...] A los 0;7(21), aprovecho varios
bostezos sucesivos para bostezar frente a ella, pero ella no me imita. Hago la misma observación a propósito del
esquema de sacar la lengua y de abrir la boca sin bostezar. Desde los 0;7(15) hasta los 0;8(3), intento
sistemáticamente llevarla a imitar el movimiento de las marionetas, o el acto de golpear las manos, o aun el de
sacar la lengua, meter los dedos en la boca, etc. Fracaso continuo (FS, pág. 47).

El juego sigue estando poco diferenciado de la actividad «seria» aunque cada vez es
más evidente que el bebé disfruta con el placer que le produce su propia actividad, es
decir, con la mera repetición de conductas ya adquiridas.
Como ejemplo de ello, Piaget describe el modo en que Laurent, a los 3 meses y
medio, descubrió la posibilidad de balancear unos móviles que colgaban del techo de su
cuna. Al principio, esta actividad la realizaba apenas sin sonreír, como si estuviera
concentrado en un esfuerzo «serio» por estudiar el fenómeno. Sin embargo, desde los 4
meses, Laurent empezó a realizar esta misma actividad mostrando una intensa alegría,
quizá porque ya no había un esfuerzo de comprensión, sino sólo el placer por la
actividad misma.

2.3.2 Un mundo con objetos: primer desarrollo

Respecto a la noción de objeto, un primer logro consiste en anticipar posiciones futuras


de los objetos en función de la dirección que han seguido sus movimientos anteriores.
Por ejemplo, si el bebé está mirando un objeto que de pronto se cae, no se limita a mirar
el lugar donde desapareció sino que se inclina para buscarlo. Pero además, con el logro
de la coordinación visomotora, el bebé no sólo busca los objetos con la mirada sino que
intenta también alcanzarlos con su mano. Sus limitaciones, sin embargo, son notables:
hasta aproximadamente los 8 meses, busca el objeto sólo cuando puede ver una parte de
él, no cuando se oculta totalmente.
Obs. 28. A los 0;7(28) Jacqueline trata de coger un pato de goma que está encima de su manta. Cuando está a
punto de conseguirlo, lo mueve y el pato... cae muy cerca de su mano, pero detrás de un pliegue de su sábana. J.
ha seguido con los ojos el movimiento, al tiempo que dirigía su mano extendida hacia el juguete. Sin embargo, en
cuanto el pato desaparece... ¡no hace nada más! No se le ocurre buscar detrás del pliegue de la sábana, cosa que le
resultaría muy fácil (la agita mecánicamente, pero sin buscar en absoluto) […].
Entonces, saco el pato de su escondite y lo coloco al alcance de su mano tres veces. Las tres veces trata de
agarrarlo, pero cuando está a punto de hacerlo lo muevo de forma muy ostensible hasta ponerlo bajo la sábana. J.
inmediatamente retira la mano y abandona el intento.
La segunda y la tercera vez hago que coja el pato a través de la sábana y ella lo agita un momento, pero no se le
ocurre levantar la sábana (CR, págs. 40-41).

Obs. 22. A los 0;8(15) Lucienne mira una cigüeña de goma que acabo de cogerle y que tapo con una tela. No
intenta levantarla para coger el juguete […] Cuando una parte de la cigüeña aparece fuera de la tela, L. coge
enseguida esa parte como si reconociera el conjunto del animal (CR, pág. 33).

30
Como siempre, Piaget repite estas experiencias con distintos juguetes y variando las
condiciones de ocultación, y observa reacciones similares en sus tres hijos. Cuando
queda una parte del objeto a la vista, el bebé lo recupera sin problema pero deja de
buscarlo tanto si se cubre por completo como si la parte visible es poco significativa. Por
ejemplo, mientras que la cabeza del animal de juguete provoca inmediatamente su
reconocimiento, las patas no lo consiguen.
Su interpretación es que, para el bebé, el objeto forma un todo con las impresiones
sensoriomotrices. Al dejar de percibir visualmente el objeto, incluso aunque siga
manteniéndolo en su mano, se produce una desconexión con los otros esquemas y por
eso deja de actuar. En otras palabras, no puede disociar sus propias acciones de las cosas
sobre las que actúa de tal manera que, mientras el objeto esté presente lo asimila a su
acción, pero no puede concebirlo fuera de ésta. Su problema no es meramente motor ni
de memoria, dice Piaget, sino que el propio «universo infantil es sólo un conjunto de
cuadros que surgen de la nada en el momento de la acción y vuelven ahí cuando ésta
acaba…» (CR, pág. 46).

2.4 Estadio IV (8-12 meses). Metas que quiero alcanzar…

Uno de los logros más representativos de este estadio es que el bebé puede ya organizar
sus acciones para alcanzar metas que se ha propuesto. La prueba más clara de ello es
que, cuando un obstáculo se interpone entre el niño y su objetivo, se las apaña para
superarlo y conseguir lo propuesto. A esta conducta compleja, Piaget no duda en atribuir
intencionalidad. Hasta ahora, cuando el niño se encontraba en una situación de este
tipo, su reacción consistía en repetir esquemas de acción viejos, inadecuados para
alcanzar su objetivo, sin ser capaz de adaptarlos (acomodarlos) a la nueva situación.
Por ejemplo, hasta los 0;7(28) Laurent se limita a golpear las cosas que se interponen
entre su mano y un objeto que le interesa. A partir de ese esquema de «golpear» empieza
a surgir un nuevo esquema más provechoso a la hora de apartar obstáculos para alcanzar
algo deseado:
Obs. 123. A los 0;7(28) le muestro una campanita detrás de una esquina del almohadón [...] golpea el almohadón,
como antes, pero luego lo aplasta con una mano mientras agarra la campanita con la otra [...] A los 0;7(29) aplasta
inmediatamente el almohadón para alcanzar el objetivo [...] Hace lo mismo a los 0;8(1): cuando mi mano se
interpone como obstáculo [...] la empuja hacia abajo, cada vez con mayor fuerza (NI, pág. 211).

Una conducta algo más compleja, que se desarrolla a partir del esquema descrito,
consiste en utilizar el obstáculo para alcanzar la meta.
Obs. 127. A los 0;8(13) Jaqueline mira a su madre que mueve un fleco con su mano. Cuando deja de hacerlo, J.
busca la mano de su madre, la coloca frente al fleco y la empuja para hacerla reanudar su actividad [...] A los
0;10(30), J. coge mi mano, la coloca delante de una muñeca que se mueve y a la cual no puede poner en
movimiento ella misma, y presiona mi dedo índice para que realice el movimiento necesario... (NI, págs. 215-
216).

31
Estas observaciones ponen de manifiesto que el niño puede ya subordinar los medios
a los fines, relacionando dos objetos: el objeto-obstáculo o medio y el objeto-meta. Sabe
ya que el obstáculo está antes (espacial y temporalmente) que la meta, es decir, que debe
empezar apartando la causa (obstáculo) para llegar al efecto deseado. Todo ello indica
que el espacio, tiempo y causalidad han sufrido un rápido progreso hacia la objetivación.
Pero los medios que pone en marcha para alcanzar la meta provienen de esquemas de
asimilación conocidos. No hay descubrimiento de medios nuevos, no hay invención.
Sólo aplica los medios conocidos a las circunstancias imprevistas mediante la
coordinación de los esquemas secundarios.
Por otra parte, mientras que en el estadio III los objetos «sirven de alimento a los
esquemas habituales del bebé», como dice Piaget (es decir, el bebé se interesa no tanto
en el objeto como tal sino en su utilización), ahora el niño se interesa por el objeto en sí
mismo y lo explora e intenta comprenderlo actuando sobre él.
Veamos dos ejemplos en los que el niño investiga las perspectivas de los objetos y,
rotándolos o moviéndolos, parece hacer «experimentos para comprobar la constancia de
tamaño y forma»:
Obs. 86. Lucienne, a los 0;10(7) y en los días siguientes, acerca lentamente su cara a los objetos que coge
(sonajeros, muñecas, etc.) hasta presionar su nariz contra ellos. Luego se aleja de los objetos mientras los mira con
mucha atención, y repite esta conducta una y otra vez. (Constancias) (CR, págs. 146-147).

Obs. 91. A los 0;11(23) J. se encuentra en su columpio y percibe su pie a través de una de las aberturas destinadas
a colocar las piernas. Lo mira con gran interés y visible sorpresa, luego deja de mirar para inclinarse sobre el
borde y descubrir su pie desde fuera. Más tarde vuelve a la abertura y mira su pie desde esta perspectiva. Alterna
cinco o seis veces los dos puntos de vista. (Perspectivas) (CR, pág. 150).

2.4.1 La imitación y el juego

La imitación ha superado las dos limitaciones del estadio anterior. El niño reproduce
nuevos modelos y, además, puede imitar movimientos que no ve en sí mismo, como son
todos los del rostro, así como sonidos y gestos que resultan nuevos para él:
Obs. 21. 0;9(11) A intervalos regulares me meto el dedo en la boca después de habérselo mostrado. No reacciona
primero, pero después, por cuatro veces seguidas, la veo [Jacqueline] enderezar su índice derecho mientras los
otros dedos están plegados y la mano entera descansa sobre las sábanas fuera de su campo visual. Después de esto,
termina por meterse tres veces seguidas el índice en la boca lentamente y como si siguiera con atención lo que está
haciendo (FS, pág. 53).

La razón por la que en el estadio anterior no había intentado imitar lo nuevo se debe a
que la imitación procedía de esquemas simples y no coordinados entre sí, que en su
esencia no se diferenciaban de la reacción circular. Es decir, en presencia del modelo
nuevo tan sólo intentaba prolongar el espectáculo interesante recurriendo a un esquema
ya conocido. Afirma Piaget que la imitación de lo nuevo exige la ductibilidad de los
esquemas y su coordinación y esto es precisamente lo que acontece en este estadio. Es
entonces cuando los modelos nuevos atraen el interés del niño, siempre y cuando éstos
guarden cierta analogía con los esquemas propios. En efecto, los modelos que resultan

32
demasiado nuevos para él, por ejemplo movimientos que ha de reproducir con partes no
visibles del cuerpo, le dejan indiferente, pero si son similares a los que sabe hacer
provocan en el niño un esfuerzo inmediato de reproducción. De este modo, la imitación
prolonga lo conocido mediante un esfuerzo de acomodación de los esquemas ya
construidos a los nuevos y se convierte en fuente de nuevas adquisiciones. Ahora bien,
este proceso no tiene lugar de manera brusca, sino a través de una búsqueda vacilante
que pone en marcha diferentes esquemas para ver cuál de ellos guarda más semejanzas
con el modelo. Por ejemplo, Lucienne ante el nuevo sonido «gaga» dice «mama», «aha»,
«baba»... hasta conseguir la convergencia con el modelo. Hemos de esperar al estadio V
para que se desarrolle un método general de imitación.
La conducta medios-fines, propia de este estadio, permite distinguir plenamente el
juego de otras actividades; el niño puede abandonar el fin para jugar con los medios:
Obs. 61. A los 0,7(13), después de aprender a quitar un obstáculo para alcanzar su objetivo, T. empieza a disfrutar
con este tipo de ejercicio. Tras haber colocado varias veces mi mano entre él y el juguete que desea, llega un
momento en que T. se olvida del juguete y, riéndose, aparta el obstáculo... (FS, pág. 130).

En concreto nos hallamos ante dos novedades importantes en este estadio:

1) Las conductas más características de este periodo se repiten una y otra vez como
simple manifestación lúdica, es decir, por el simple placer de actuar y sin intención
de alcanzar un fin determinado.
2) La movilidad de los esquemas provoca, además, que éstos se combinen entre sí por
el puro placer que esto produce. Así pues, los esquemas son extraídos de su
contexto adaptativo para formar parte de una especie de ritual, que constituye el
antecedente del juego simbólico. Por ejemplo, Jacqueline efectúa al azar todo el
ritual de irse a dormir: acostarse, succionar el pulgar, coger la funda de la
almohada... bastaría con que, en vez de realizar estos movimientos habituales,
hiciese «como que» se duerme para transformarse en juego simbólico.

2.4.2 El objeto. El error de lugar o error A-no B

Hacia los 8 meses se han superado las limitaciones del anterior estadio, pues los bebés
buscan y encuentran objetos aunque estén totalmente escondidos, lo que supone un logro
importante en el desarrollo de esta noción. Pero cometen un error francamente curioso
que se ha denominado «error de lugar» (o A-no B). Las siguientes observaciones sirven
para ilustrarlo:
Obs. 40. A los 0;10(18), Jacqueline está sentada sobre una alfombra […]. Le quito un loro de sus manos y lo
escondo dos veces seguidas bajo la alfombra, a su izquierda, en A. Ambas veces J. busca y encuentra el objeto
inmediatamente. Luego se lo vuelvo a coger y, delante de ella, lo traslado muy despacio hacia su derecha, bajo la
alfombra (en B). J. observa este movimiento con mucha atención, pero en cuanto el loro desaparece en B, ella se
vuelve hacia su izquierda y lo busca en el lugar anterior, en A (NI, págs. 53-54).
[Piaget repite cuatro veces más la prueba, escondiendo el loro en B sin haberlo puesto antes en A. Pese a que
Jacqueline mira atentamente la operación, busca siempre en A. La sexta vez que lo hace, la niña ya no busca más,

33
¡ni en A ni en B! Respuestas semejantes las observa en sus otros hijos, en edades parecidas.]

Lo interesante de estas respuestas es que se observan incluso respecto a personas


familiares, y no sólo objetos. Piaget describe, por ejemplo, la siguiente experiencia con
su hija Lucienne, cuando tenía un año y tres meses:
Obs. 51. L. está en el jardín con su madre. Yo llego, me ve venir, me sonríe, sin duda me ha reconocido (estoy a
metro y medio). Su madre le pregunta: ¿Dónde está papá? Curiosamente, ella se da la vuelta hacia la ventana de
mi despacho, donde me suele ver normalmente, y señala esa dirección. Poco después, repetimos la experiencia:
acaba de verme a un metro y cuando su madre pronuncia mi nombre, Lucienne se gira de nuevo hacia mi
despacho (CR, pág. 60).

Una reacción parecida tiene Lucienne cuando, después de haber visto varios días a su
hermana Jacqueline recluida en una habitación por una enfermedad, sube rápido a la
habitación a buscarla, a pesar de que acaba de dejarla abajo, en el salón, donde estuvo
jugando con ella tras su recuperación.
Aunque estas conductas se van superando en los meses sucesivos, en ocasiones
vuelven a aparecer como «reacciones residuales» que indican el carácter gradual de los
logros en la permanencia del objeto. En el siguiente ejemplo, que proviene de uno de los
sobrinos de Piaget, se ilustra esa «vuelta atrás» transitoria en el desarrollo del objeto:
Obs. 52. A los 13 meses, Gérard [...] juega a la pelota en una gran sala. Tira la pelota [...] y [...] se apresura a
recogerla. En un momento dado, la pelota va a colocarse debajo de un sillón. G. la ve y, no sin dificultad, la saca
para proseguir el juego. Luego la pelota va a parar debajo de un sofá [...] G. la ha visto pasar bajo los flecos del
sofá: se inclina a recogerla. Pero como el sofá es más profundo que el sillón y los flecos le impiden ver con
claridad, G. abandona la búsqueda por un momento; luego se levanta [...], va directamente debajo del sillón y
explora detenidamente el lugar donde estaba antes la pelota (CR, pág. 61).

La interpretación de Piaget de estas asombrosas conductas es que el objeto sigue


vinculado al contexto o a la acción del propio niño: si obtuvo éxito al encontrar un objeto
en «A», a partir de ahora «A» se convierte en el lugar-donde-encontrar-el-objeto. En el
ejemplo de Gérard, la pelota sigue vinculada al sillón con relativa independencia de sus
movimientos posteriores. Piaget señala la dificultad que posiblemente subyace para
ordenar los acontecimientos en el tiempo y, por tanto, tener en cuenta la sucesión de
desplazamientos («cuál fue el primero, el segundo...») pero insiste también en la
naturaleza todavía egocéntrica de la noción de objeto que aún no se ha independizado de
la acción del niño. El que el niño atienda más a los resultados de su propia acción que a
los datos perceptivos es una forma residual de lo que Piaget llamó fenomenismo (véase la
descripción de éste en el estadio III del desarrollo sensoriomotor).

2.5 Estadio V (12-15/18 meses). Un científico empírico… en ciernes

Hemos visto que los primeros actos de inteligencia práctica se han ido gestando en el
estadio anterior. Pero la adaptación intencional a lo nuevo, característica de ese estadio,
estaba restringida al uso de medios conocidos, un procedimiento que limita mucho el

34
éxito cuando uno se enfrenta a problemas nuevos.
En este estadio, cuando el niño se da cuenta de que sus medios de acción son
insuficientes para resolver un problema, busca nuevas conductas aplicando el método de
las reacciones circulares, esta vez de un nuevo tipo: la reacción circular terciaria
(RCT).
La RCT es una forma avanzada de exploración de los objetos y de sus propiedades
que, como las anteriores, busca repetir efectos interesantes en el entorno pero con la
novedad de que el niño varía deliberadamente su conducta para observar sus
consecuencias.
Obs. 146. Jaqueline, al 1;2, ha conseguido de modo casual que una caja se bambolee presionando en uno de sus
bordes, y repite varias veces la operación desplazando su dedo y presionando en distintos lados de la caja para
observar el efecto de su acción (desplazamiento de la caja, bamboleo, caída, etc.) (NI, págs. 260-261).

Reacción circular terciaria: repetición de conductas casuales introduciendo


modificaciones en la acción.

El niño pone su acción al servicio de los objetivos, ensaya sus conductas y observa
sus consecuencias, hace verdaderos experimentos para ver cómo se comportan las cosas
y para descubrir las propiedades de los objetos. Mediante esta exploración activa del
entorno llega a descubrimientos que le permiten resolver problemas hasta ahora
inabordables.
Entre los logros más importantes de este estadio están aquellas conductas que
implican una comprensión más avanzada de las relaciones medios-fin. El niño no sólo
coordina medios y fines (como en el estadio IV) sino también medios entre sí, y esto le
lleva a descubrir nuevas relaciones espaciales. En otras palabras, si el fin no se consigue
por la coordinación de los esquemas conocidos, introduce variaciones en el esquema que
sirve de medio a través de la experimentación activa. Por ejemplo, descubre que puede
aproximar un juguete que está fuera de su alcance atrayendo hacia sí la manta sobre la
que reposa (relación de soporte) o tirando del hilo al que está atado (relación de la
cuerda) o usando un objeto «intermediario», como pueda ser un palo (relación del
bastón). Piaget describe diversas conductas de sus tres hijos, entre los 11 y 16 meses, que
muestran cómo descubren paso a paso estas relaciones. Empiezan tanteando la situación,
al principio usando sus esquemas «viejos» o sus «medios conocidos» (como alargar el
brazo), pero al no alcanzar la meta perseguida tienen que innovar.
Obs. 154. A la edad de un año, Jacqueline está sentada en su silla frente a una mesa. Le muestro su cisne de goma
que lleva una cuerda larga atada al cuello, y coloco el cisne sobre la mesa [fuera de su alcance] dejando la cuerda
en su silla [...] Al principio, coge la cuerda y la sacude [produciendo a veces un movimiento del cisne, pero sin
lograr acercarlo] (NI, págs. 277-278).

Esta experiencia se repite varios días, y la niña observa atentamente la cuerda y el


cisne, sin conseguir aproximarlo. Sin embargo, poco a poco va afinando su conducta:

35
sacude menos la cuerda y tira más de ella. Al fin, dos semanas después, Jacqueline
consigue atraer hacia sí el juguete tirando de la cuerda. En días sucesivos, aplica su
«descubrimiento» a otras situaciones análogas. La misma secuencia evolutiva observa
Piaget con sus otros hijos. Cuando han comprendido la relación espacial implicada,
cualquier «cuerda» o «soporte» se usa como medio para alcanzar el objeto deseado.
La relación de bastón, la más complicada de las tres, surge algo más tarde y su
evolución es muy interesante. El niño empieza usando un palo, una regleta o cualquier
otro objeto para golpear distintas cosas. Al hacerlo, observa atentamente cómo produce
un movimiento o desplazamiento del objeto. Al principio, aunque consiga golpear con su
«palo» un juguete alejado, no se le ocurre que pueda aproximarlo usando el palo. Piaget
describe cómo, a pesar de la frustración del niño en sus intentos por alcanzar el preciado
juguete, hacen falta días, si no semanas, para que llegue a descubrir la relación y ajustar
su conducta coordinando distintos esquemas: golpear con el bastón, coger y atraer hacia
sí. Por fin, alcanza el dominio de esta conducta que se expresa cuando el niño la
generaliza a prácticamente cualquier «intermediario»: usa un libro, otro juguete, una
cuchara de madera, etc., para alcanzar un «objeto-meta». Se trata ya de conductas
propiamente inteligentes.
El niño ha aprendido también otros muchos esquemas de acción que le permitirán
resolver problemas prácticos como, por ejemplo, introducir un palo a través de los
barrotes de su cuna (inclinándolo), hacer pasar una cadena a través de un agujero, etc. Es
en este estadio, también, cuando aprende a encajar unos objetos en otros, dándose cuenta
de que no puede introducir una caja grande en otra más pequeña, etc. Todas estas
conductas son medios de acción que ha descubierto a través de una experimentación
activa por ensayo-error. Recordemos que estamos en edades comprendidas entre el año y
año y medio, precisamente cuando el niño empieza a disfrutar con los llamados
«juguetes didácticos» que requieren poner en práctica estas habilidades (cubos de
inclusión, ensartar anillas, introducir objetos por agujeros que corresponden a su
forma…).

2.5.1 La imitación y el juego

Respecto a la imitación, las diferencias con el estadio anterior son más de grado que de
calidad: el niño imita al modelo de manera sistemática y con una gran precisión,
intentando reproducir con exactitud su conducta. La imitación de sonidos y de los
movimientos no visibles crece cuantitativamente con respecto al estadio anterior. No
obstante, la reproducción de movimientos con partes no visibles del cuerpo todavía
supone titubeos y necesita la presencia de esquemas auxiliares:
Obs. 46. Al 1;1(19) J. está frente a mí cuando me toco la punta de la lengua con el índice. Inmediatamente intenta
imitarme y procede por medio de tres etapas: en primer lugar, se toca el labio con el índice; en segundo lugar, saca
la lengua sin mover el índice; y finalmente, en tercer lugar, lleva el índice en dirección de la boca y se busca
manifiestamente la lengua hasta que termina por tocar su punta (FS, págs. 80-81).

36
Se trata de verdaderas acomodaciones de los esquemas a la conducta del modelo lo
que lleva al niño a reproducir conductas cada vez más complejas. Se puede decir que la
imitación se ha convertido en una fuente inagotable de nuevos aprendizajes.
El juego y la conducta seria son ya actividades muy bien diferenciadas, a la vez que
se observa una gran flexibilidad en el paso de uno a otro tipo de actividad. El niño puede
descubrir un nuevo medio de acción (por ejemplo, abrir cajones) y casi inmediatamente
convertirlo en ritual de juego, repitiendo insaciablemente la acción:
Obs. 63. Al 1;1(21), se divierte moviendo una cáscara de naranja que está tirada sobre la mesa. Pero como antes
de moverla había mirado bajo la cáscara, repite ritualmente este gesto por lo menos una veintena de veces: coge la
cáscara, le da la vuelta, la deja en su sitio, luego la balancea, etc. (FS, pág. 132).

Estos comportamientos tienen como punto de partida las RCS y RCT, pero
constituyen una extensión de la función asimiladora más allá de la mera adaptación. Los
rituales de este estadio se forman con un fin lúdico, mientras que en el anterior consistían
sólo en la repetición de esquemas construidos con un fin no lúdico. Este progreso se
acompaña de una cierta capacidad de simbolización, en cuanto que el ritual engloba
esquemas serios (como el gesto de sonarse o el de pedir una cuchara), que se evocan
simbólicamente. Sin embargo, no estamos ante una representación simbólica
propiamente dicha, ya que el niño se limita a reproducir los esquemas tal cual, sin
aplicarlos simbólicamente a objetos nuevos.

2.5.2 El objeto: dificultades con desplazamientos invisibles

La superación del error A-no B ocurre después del primer año. A partir de ahora, el bebé
busca activamente objetos escondidos teniendo en cuenta sus desplazamientos, pero
todavía le queda una dificultad por superar: inferir los cambios de posición del objeto
cuando éstos han sido invisibles para el niño. Piaget encontró que hasta los 18 meses
aproximadamente, el niño se limita a buscar en el último lugar donde vio desaparecer el
objeto.
Obs. 53. Al 1;0(20), Jacqueline me ve esconder el reloj debajo de un cojín A, situado a su izquierda, y luego
debajo del cojín B, a su derecha [...] La niña busca de inmediato en el lugar correcto. Si escondo el reloj más
profundamente, ella lo busca largo rato y termina desistiendo, pero no vuelve a A (como haría en el estadio
anterior) [...] La niña sabe que el reloj no está en A (CR, pág. 67).

Obs. 55. Al 1;6(8) J. está sentada en una alfombra jugando con una patata [...] Dice «pa-ata» y disfruta metiéndola
en una caja vacía y volviéndola a sacar. Cojo la patata y, ante la mirada de J., la coloco en la caja. Después pongo
la caja [con la patata dentro] debajo de la alfombra, le doy la vuelta y dejo así la patata tapada por la alfombra [...]
y saco la caja vacía. Le digo a J., que no ha apartado la mirada de la alfombra, y que se ha dado cuenta de que
hacía algo por debajo: «Dale la patata a papá». Busca entonces el objeto en la caja, después me mira, mira de
nuevo la caja con más detenimiento, mira la alfombra... pero no se le ocurre levantar la alfombra para encontrarla
debajo (CR, pág. 68).

La interpretación de Piaget, en este caso, es que el niño no puede representarse o


imaginar los desplazamientos del objeto que no ha podido ver. Por esa razón busca la
patata sólo en el último lugar donde la vio desaparecer (en la caja), incapaz de inferir que

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de no estar ahí debe encontrarse bajo la alfombra.

2.6 Estadio VI (18-24 meses). Puedo resolver problemas imaginando…

Las grandes conquistas de este estadio se basan en la aparición de la función simbólica,


es decir, la capacidad para representarse internamente acciones, objetos y
acontecimientos. Según Piaget, hasta los 18 meses aproximadamente no puede decirse
que haya imágenes mentales ni evocación interna de objetos. Al menos, ninguna de las
conductas del bebé hasta entonces revela la presencia de representación entendida como
simbolización. Este concepto se refiere a la capacidad de usar significantes diferenciados
de sus significados, es decir, se abre a los niños la posibilidad de utilizar acciones o
palabras, etc., para evocar un objeto o suceso ausente.
En este estadio, Piaget observa indicios claros de que el niño es capaz de
representarse internamente la realidad: puede resolver algunos problemas prácticos,
nuevos para él, sin que medie una actividad previa de ensayo-error, como era típico en
estadios anteriores. Esta nueva posibilidad se debe a la intervención de imágenes
mentales y de combinaciones mentales que permiten la resolución de tareas por un
proceso de descubrimiento o de comprensión repentina (el Insight).
La gran diferencia con el estadio V es precisamente la exploración interna de medios
posibles antes de ser aplicados a la realidad. Esto desemboca en procesos de
representación e invención que, combinados internamente, permiten deducir soluciones
sin necesidad de experimentarlas.

2.6.1 La imitación y el juego

La aparición de la función simbólica hace posible la imitación diferida y las primeras


formas de juego simbólico.
La imitación diferida consiste en la reproducción de la conducta de un modelo en
ausencia de éste, pasado incluso un cierto tiempo. Esto supone que la imitación se
independiza de las acciones presentes y se convierte en representación. Por tanto, exige
la intervención de imágenes mentales y pone de manifiesto la presencia de un nuevo tipo
de memoria de evocación:
Obs. 52. Al 1;4(3), J. recibe la visita de un niño de 1;6 al que ve de tiempo en tiempo y que por la tarde ha tenido
un terrible acceso de ira: chilla, porque quiere salir de su corralito y da patadas contra el suelo. J. no ha visto nunca
antes una escena parecida y lo mira estupefacta e inmóvil. Ahora bien, por la mañana es ella quien chilla y grita en
su corralito e intenta moverlo golpeando con el pie varias veces seguida [...]. Al 1;4(17) después de una visita del
mismo niño, lo imita claramente de nuevo, pero con otra actitud: se echa hacia atrás, cuando está de pie, y se ríe
con una risa parecida a la de su modelo (FS, pág. 86).

Además de la imitación diferida los niños de este estadio realizan imitaciones


inmediatas, cada vez más complejas, de los modelos nuevos y de los objetos materiales.
Veamos algunos ejemplos:

38
Obs. 51. Al 1;4(0), J. me mira cuando cruzo y descruzo rápidamente los brazos y me golpeo los costados con la
mano (gesto de recalentarse) [...], inmediatamente consigue una imitación correcta (FS, pág. 86).

Obs. 58. Al 1;0(10), L. mira una caja de cerillas que sostengo en sentido vertical y que abro y cierro
alternativamente: encantado con este espectáculo que mira con la mayor atención, imita la caja de tres maneras:
primero, abre y cierra la mano derecha, mirando el objeto; segundo, hace «tff, tff» con la boca para reproducir el
ruido del objeto, y tercero, reacciona como L. al 1;4(0), es decir, que abre y cierra la boca (FS, pág. 89).

El juego simbólico implica ya la utilización de significantes diferenciados. Tales


significantes (símbolos) pueden ser de naturaleza muy diversa: un gesto (p. ej., cerrar los
ojos como representación ficticia de dormir); un objeto cualquiera como representación
de otro (p. e., una caja como símbolo de un camión, una escoba como símbolo de un
caballo), etc. Por ejemplo:
Obs. 64. En J. el símbolo lúdico con todas las apariencias externas de la conciencia del «como si» comenzó al
1;3(12) en las circunstancias siguientes: ve una tela cuyos bordes ondulados se parecen a los de su almohada y la
toma, la retiene con la mano derecha, succiona el pulgar con la misma mano y se acuesta de lado riendo mucho.
Tiene los ojos abiertos, pero cada cierto tiempo hace un guiño como para hacer alusión a los ojos cerrados. Por fin,
riendo cada vez más, grita «nene» (= dormir). La misma tela desencadena el mismo juego los días siguientes, al
1;3(13) se sirve con este mismo objeto del cuello de un abrigo de su madre. Al 1;3(30), la cola de su asno de
peluche le sirve de almohada. Finalmente, a partir del 1;5, hace que sus animales hagan «nene»... (FS, pág.134).

Estos comportamientos no pueden ser descritos como simples juegos motores, sino
que son característicos del juego simbólico. Los esquemas conocidos se asimilan ahora a
objetos nuevos, que no dan lugar simplemente a esquemas cada vez más complejos, sino
también a la evocación por simple placer de acciones u objetos.

2.6.2 Logro completo de la noción de objeto

El niño ha superado todas las dificultades anteriores pues es capaz de dirigir su búsqueda
mediante la representación mental de los movimientos de los objetos.
Obs. 64. A los 1;7(20) J. ve que pongo una moneda en mi mano, luego pongo mi mano debajo de una manta [a su
derecha]. Retiro mi mano cerrada; J. la abre, luego busca debajo de la manta hasta encontrar el objeto. Vuelvo a
poner la moneda en mi mano, y la deslizo cerrada debajo de un cojín situado al otro lado (a su izquierda); J.
inmediatamente busca el objeto debajo del cojín.
Complico la prueba del siguiente modo: coloco la moneda en mi mano, luego ésta bajo el cojín. La saco
cerrada y la escondo bajo la manta. Por último, la retiro y se la enseño cerrada. J. aparta mi mano sin abrirla
(adivina que no hay nada dentro, lo que supone una novedad), busca bajo el cojín y luego inmediatamente bajo la
manta, donde encuentra la moneda (CR, pág. 78).

En días sucesivos se complica la situación, con más objetos y pasos intermedios:


Obs. 65. Al 1;7(23) J. está sentada frente a tres objetos: una boina (A), un pañuelo (B) y su chaqueta (C). Escondo
un lápiz en mi mano y le digo que lo busque. Cierro mi mano, la pongo debajo de A, luego de B, luego de C,
donde dejo el lápiz. En cada paso le enseño mi mano cerrada. J. busca en C inmediatamente... [La experiencia se
repite muchas veces, alterando el orden de ocultación, por ejemplo, C, A, B o B, C, A y cambiando el lugar donde
deja el objeto, y la niña busca siempre de modo objetivo mostrando su capacidad para inferir los desplazamientos
invisibles] (CR, págs. 78-79).

Como puede verse, el objeto es concebido con todas sus propiedades objetivas dentro

39
de un sistema espacio-temporal y causal. Hemos pasado de un primer momento en que
los objetos no son más que una prolongación de las propias acciones del bebé, estando
totalmente indiferenciado su yo del mundo circundante, a un nivel intermedio en el que
empieza a disociar su acción del objeto, aunque todavía éste no es independiente de los
lugares «privilegiados» en los que lo ha encontrado, hasta finalmente desligar por
completo el objeto de la propia subjetividad.

Conclusiones

Como muchos de los grandes psicólogos del siglo XX, Piaget se planteó preguntas
fundamentales sobre la naturaleza humana y, en particular, sobre el progreso del
conocimiento y el origen de la inteligencia. Sus minuciosas observaciones de la conducta
de sus hijos y otros bebés le llevaron a la convicción de que incluso las capacidades
aparentemente más básicas de la cognición humana son resultado de un desarrollo. Ni el
conocimiento del mundo ni la inteligencia están determinados en el momento del
nacimiento. En otras palabras, cuando el recién nacido mira, toca, oye, chupa o huele,
desconoce las fronteras entre su actividad sensorial y los objetos sobre los que ésta se
aplica, no sabe que los objetos existen independientemente de él y, posiblemente, su
mundo se limita a las impresiones del «aquí y ahora». Sólo tras un proceso lento y
gradual alimentado por su actividad constructiva, llegará el bebé a conformar una
imagen coherente del mundo, completando la información fragmentaria, y a menudo
engañosa, que nos ofrecen nuestros sentidos.
Comprender las relaciones entre acontecimientos (causalidad), la sucesión temporal
de éstos, las propiedades del espacio y de los objetos dentro de él, las diferencias entre
las personas (agentes causales) y las cosas... son las conquistas más importantes del niño
en sus primeros 18 meses. Sin embargo, esta perspectiva del bebé y de sus logros
cognitivos difiere de la de autores posteriores a Piaget que, como se verá en otros
capítulos (especialmente, en los capítulos 4 y 5), llegan a plantear hipótesis muy distintas
sobre la dotación cognitiva del recién nacido.

1 Piaget observó la conducta de sus tres hijos (Jacqueline, Lucienne y Laurent) desde el nacimiento hasta
aproximadamente los 3 años de edad. Además de anotar minuciosamente su conducta espontánea, realizaba
experimentos sencillos para observar sus reacciones ante los «problemas» que les planteaba, como esconderles un
juguete, alejarlo de su alcance o producir un efecto novedoso.

2 Por conocimiento a priori se entiende aquél que existe antes de adquirir experiencia mediante los sentidos. Es
una idea antigua que se remonta a Platón y que no ha dejado de existir entre algunos filósofos a lo largo de la
historia del pensamiento.
3 El concepto de esquema se ha utilizado profusamente en la psicología cognitiva, a menudo con un sentido
bastante diferente al de Piaget. En todo caso, ninguno de los autores posteriores le da tanta importancia al papel de
la acción (material o mental) en su definición de esquema.

40
4 En el capítulo 3 «El desarrollo de la percepción» se observa que una conducta similar, pero muy rudimentaria,
está presente en el neonato, si bien luego se pierde y no se recupera hasta este estadio.

5 Las edades se citan, siguiendo la fórmula usada por Piaget, en años, meses y días. Así, 0;2(3) significa que el
bebé tiene 2 meses y 3 días. Las observaciones se han adaptado eliminando, en ocasiones, algunas partes del
original con el fin de agilizar su lectura. A partir de ahora, se citan la obra correspondiente y las páginas usando
las iniciales de cada libro El nacimiento de la inteligencia (NI), La construcción de lo real (CR) y La formación
del símbolo (FS).

6 Los perros muestran ocasionalmente una especie de «contagio de movimiento» semejante: inclinan su cabeza de
un lado a otro frente a un humano que hace lo mismo. Son, no obstante, mucho menos sistemáticos que los bebés
en la repetición.

7 Desde los años ochenta, diversos autores han investigado la formación de categorías perceptivas en bebés.
Siendo un enfoque distinto al de Piaget, tiene en común el interés por buscar los orígenes de las capacidades
inferenciales que llevan a abstraer propiedades comunes entre los objetos.

8 En el capítulo 3 se comentan estudios que muestran que estas conductas de imitación están presentes en recién
nacidos, y se discute su interpretación y desarrollo posterior.

41
2

Antes de nacer
Carolina Callejas

Introducción

Podríamos pensar que el mundo del bebé comienza el día de su nacimiento pero
entonces olvidaríamos una etapa fundamental y crítica de la vida humana. Meses antes
de nacer, el bebé es un ser vivo que siente, se mueve y crece respondiendo a factores del
entorno materno e incluso, también, externos a ella. Y precisamente, como veremos en
este capítulo, esos meses de gestación son fundamentales para la vida posterior fuera del
útero materno. El crecimiento del feto es una de las etapas de la vida del ser humano más
fascinante, desde su concepción hasta el día de su nacimiento. Son varios los campos
científicos que desde hace muchos años investigan y tratan de comprender este suceso
tan complejo y fenomenal de la naturaleza. Nuestra intención es abordar algunos temas
principales del desarrollo del feto.
Este capítulo no puede recoger de forma exhaustiva toda la investigación que existe
sobre este tema, ya que necesitaríamos varios libros para poder mostrar detalladamente
el conocimiento sobre el desarrollo fetal. Sin embargo, hemos seleccionado unos
apartados que pueden aportar una visión general sobre el bebé antes de nacer y que, sin
duda, ayudarán al lector a comprender los capítulos posteriores de este libro teniendo
una perspectiva más integradora del crecimiento y del desarrollo de un ser humano.
En primer lugar, hablaremos de los periodos del desarrollo del feto. Éste es un tema
ampliamente estudiado y no sólo en humanos. Hoy sabemos que estos periodos siguen
una organización bien definida y dirigida por unos arquitectos muy especiales: los genes.
Cigoto, embrión y feto son los nombres que se han asignado al mismo ser vivo en sus
distintas fases dentro del útero materno. Veremos cómo va cambiando morfológica y
funcionalmente, cómo aumentan sus capacidades sensoriales y motoras. Estas
capacidades están directamente relacionadas con el desarrollo del cerebro al que
dedicaremos también un apartado específico. La importancia del cerebro es básica no
sólo como responsable de las capacidades cognitivas, especialmente en primates y
humanos, sino también por su implicación en la regulación y coordinación del resto del
organismo.
Posteriormente hablaremos de los movimientos espontáneos y reflejos del feto, ya
que ambos son un buen indicio de cómo marcha el desarrollo del cerebro y del sistema

42
nervioso. Como se verá, la ausencia de un reflejo en el nacimiento podría revelar un fallo
o alteración en el sistema nervioso. Del mismo modo los movimientos espontáneos del
feto dentro del útero materno influyen en el posterior desarrollo de la estructura que
facilita y genera dicho movimiento. Parece que una función y su estructura mantienen
una relación bilateral y necesaria en la maduración de determinados órganos.
Un último apartado examinará algunas de las posibles alteraciones o disfunciones que
pueden afectar al crecimiento dirigido por los genes de un bebé. Se describirán algunos
de los factores externos, o teratógenos, que pueden provocar malformaciones o
enfermedades durante el crecimiento de un feto. Revisaremos algunas de las medidas o
técnicas que se usan actualmente, en unos casos, para evitar y, en otros casos, para
intervenir y tratar dichas alteraciones. Lamentablemente, estos desafortunados
fenómenos afectan, a veces, de forma irreversible la vida del bebé después del
nacimiento.
Confiamos en que, con este capítulo, el lector tenga una visión general del periodo
prenatal antes de abordar el crecimiento y el comportamiento del bebé en el mundo.

1. El desarrollo prenatal

El desarrollo prenatal, en los humanos, ocurre durante nueve meses siguiendo una pauta
que no es uniforme. A lo largo de este periodo se producen cambios de distinta
intensidad e importancia. Por ejemplo, de la tercera a la octava semana de gestación se
desarrollan las grandes estructuras internas y externas de un ser humano y, por ello, es
una de las etapas más importantes de la gestación, en donde una alteración puede
provocar un desenlace trágico para el feto. Después de este periodo, el feto se limitará
básicamente a crecer y completarse, preparándose para la vida autónoma después de su
nacimiento. Los periodos en los que convencionalmente se divide la vida prenatal son
los siguientes:

• Concepción
• Cigoto (desarrollo hasta la 2ª semana).
• Embrión (desarrollo de la 3ª a la 8ª semana).
• Feto (desarrollo de la 9ª a la 38ª semana).

A continuación estudiaremos las características esenciales de cada etapa, detallando


la evolución de un periodo a otro del nuevo ser humano.

1.1 Fases del desarrollo

1.1.1 Concepción

43
Cada 28 días, y de forma alterna, un óvulo sale del ovario (derecho o izquierdo) de una
mujer y se dirige hacia su útero a través de las Trompas de Falopio. El óvulo es una de
las células de mayor tamaño del cuerpo humano (1 milímetro de diámetro), de hecho, se
puede observar sin necesidad de un microscopio, y en él se encuentra la mitad de la
información necesaria para formar un nuevo ser humano. Si en los días anteriores o
posteriores a esta ovulación una mujer mantiene relaciones sexuales con un hombre,
puede que uno de los millones de espermatozoides que se producen en cada eyaculación
y que una vez en el interior de la mujer avanzan a una velocidad de 3 centímetros cada
10 minutos, alcance a ese óvulo y lo fecunde. Sabemos que los espermatozoides pueden
tener capacidad para fecundar un óvulo incluso después de 3 a 5 días de ser depositados
en la vagina femenina; por eso, la fertilización de un óvulo no tiene por qué producirse
en el momento en que se realice la relación sexual. Sin embargo, el óvulo cuando sale
del ovario solo dispone de entre 24 y 48 horas como máximo para ser fecundado; si no
es así, será expulsado en la siguiente menstruación junto con la mucosa de la pared
vaginal, la cual se genera para nutrir y asegurar una buena implantación del óvulo
fecundado.
El espermatozoide, al contrario que el óvulo, es de tamaño minúsculo (0,05
milímetros) pero contiene la otra mitad de la información que el óvulo necesita para
transformarse en un ser humano. El óvulo y el espermatozoide son las únicas células del
cuerpo que sólo contienen la mitad de los cromosomas, 23 y no 46 como el resto. Cada
cromosoma dispone de cientos de genes los cuales están compuestos de moléculas de
ADN. El ADN tiene las instrucciones químicas necesarias para construir un nuevo ser.
Hace no mucho tiempo se pensaba que el encuentro íntimo entre ambos gametos
(óvulo y espermatozoide) era un suceso azaroso y en donde la suerte y el gran esfuerzo
de los espermatozoides mejor dotados haría posible la fecundación. Estudios recientes
indican que no todo se debe a la suerte de los esforzados espermatozoides: se sabe que el
óvulo emite unas señales químicas para guiar a los espermatozoides en su largo y
angosto camino. Sólo aquellos que dispongan de mejor calidad llegarán hasta el óvulo y
sólo uno de esos pocos logrará penetrar dentro de aquél.
La célula formada a partir de la unión de un óvulo y un espermatozoide se llama
cigoto, y comienza a formarse como tal después de aproximadamente una hora una vez
que el espermatozoide ha penetrado en el óvulo (véase foto 2.1). Actualmente los
científicos han conseguido realizar este increíble momento dentro de un laboratorio de
forma artificial (fertilización in vitro), con un cierto porcentaje de éxito (la primera vez
se consiguió en 1978), para después implantar en un útero el cigoto resultante y dejar
que la naturaleza siga su curso. Lo que aún no se ha conseguido es que un humano se
desarrolle y crezca en un laboratorio cubriendo todas las etapas del desarrollo prenatal.
Es decir, parece que aunque esta primera etapa de fertilización puede hacerse de forma
artificial, después es indispensable que se desarrolle dentro de un útero natural.

44
Foto 2.1. Cigoto de 2 o 3 horas.

Cuando un óvulo es fecundado por un espermatozoide se determina el sexo del futuro


ser. Sabemos que para formar un nuevo ser humano necesitamos que tenga 23 pares de
cromosomas. Veintidós son los llamados cromosomas homólogos o autosomas porque

45
están formados por los mismos fragmentos de ADN, y serán responsables del desarrollo
del nuevo ser. El último par de cromosomas son los sexuales o gonosomas, que admiten
la combinación de dos tipos de cromosomas, XX en la mujer o XY en el varón. Los
cromosomas X e Y son muy diferentes. X es largo y contiene alrededor de unos 3.500
genes mientras que Y es uno de los cromosomas más cortos y solo tiene 32 genes;
además, en uno de sus brazos tiene una cantidad considerable de ADN no codificador, es
decir, que no aporta ninguna instrucción para la formación de proteínas. El sexo del
futuro bebé vendrá determinado por el espermatozoide que fecunda el óvulo
dependiendo de si porta el cromosoma X o Y. Si lleva el Y quiere decir que un gen
llamado SRY (Sex determining Region of Y) provocará que entre la quinta y octava
semana de gestación, aparezca la diferenciación gonadal de los testículos y todos los
demás cambios que conlleva el sexo masculino. Por defecto, si no hay Y, el embrión se
transformará en hembra ya que el gen SRY no estará presente y, por lo tanto, la gónada
se diferenciará en ovario.
Estas dos formas sexuales dentro de nuestra especie, y la de muchas otras, son
recogidas en el término dimorfismo. Esta diferenciación sexual se adquiere
progresivamente y sigue tres fases (Kandel, Schwartz y Jessell, 1996):

— Fase de determinación. Esta primera fase determina el sexo cromosómico, como


ya hemos dicho. Dependiendo del cromosoma X o Y que lleve el espermatozoide
se decidirá si la gónada embrionaria debe definirse hacia ovarios o hacia testículos.
Esta fase tiene lugar en el mismo momento de la fecundación, cuando el
espermatozoide se funde con el óvulo e intercambian su información genética.

— Fase de diferenciación. Esta fase tendrá lugar a partir de la quinta semana de


gestación. Como ya explicamos anteriormente, gracias a la acción del gen SRY
presente en el cromosoma Y, la gónada potencialmente bisexual del embrión se
transformará en testículo. En ausencia de este gen, la gónada se convertirá en
ovario, aunque, si esto es así, tardará un poco más en producirse la diferenciación,
hacia la 11ª o 12ª semana de gestación. En el nacimiento las niñas ya tienen todos
los precursores de óvulos (ovocitos) que tendrán a lo largo de su vida.
En esta fase también se producen los cambios necesarios en el sistema nervioso
correspondiente a un hombre o a una mujer. Por ejemplo, el testículo fetal contiene
dos tipos de hormonas: testosterona y una sustancia inhibidora de los conductos de
Müller (MIS). La testosterona tiene como misión masculinizar los órganos sexuales
a igual que los elementos de la glándula mamaria y el sistema nervioso. La función
del MIS es reabsorber el tejido que daría lugar a las Trompas de Falopio, el útero,
el cervix y la vagina. En ausencia de estas hormonas se desarrollan todos los
componentes característicos del sexo femenino. Aproximadamente en el tercer mes
de gestación, los órganos sexuales se podrán observar claramente definidos en el
feto.

46
— Fase de maduración. Es una fase lenta y tardía donde todos los rasgos y caracteres
sexuales secundarios y complementarios del individuo irán madurando a lo largo
de la vida hasta culminar en la pubertad. Por supuesto, durante la infancia el ser
humano adquiere una identidad sexual acorde con su sexo, aunque este proceso es
mucho más complejo de lo que parece, pues, debido a múltiples causas, no siempre
el sexo y la identidad se corresponden al 100%.

1.1.2 Cigoto (hasta la 2ª semana)

Aunque parezca increíble, todos los animales vertebrados, incluidos los humanos,
muestran un parecido asombroso en las primeras fases de su desarrollo vital. Por
ejemplo, sabemos que en un primer estado de esta embriogénesis común, aparecen unas
finas hendiduras en los lados de la cabeza que posteriormente en los mamíferos
desaparecerán y, sin embargo, en los peces se convertirán en sus hendiduras branquiales,
es decir, por donde sale la corriente de agua que ha bañado las branquias. Las fases que a
continuación explicamos de división y especialización celular son comunes a todos los
animales pluricelulares (Lenseele, Jouannet, y Pourquié, 2003).

Cuadro 2.1 Desviaciones dimórficas: ¿hay más de dos sexos?

De forma universal y clásica sabemos que nuestra especie cuenta con dos tipos sexuales bien definidos, XX
son las mujeres y XY son los hombres.
Sin embargo, sería ingenuo pensar que existe un dimorfismo absoluto, al menos en un nivel de biología
fundamental. Muchos son los elementos que componen y diferencian el sexo de una persona (cromosomas,
hormonas, estructuras sexuales internas, gónadas, órganos genitales externos) y la interacción o coordinación
de todos ellos originan una variabilidad mayor de lo que podemos imaginar.
Aunque no de forma uniforme en el mundo, existen personas (17 por cada 1000) que no se ajustan a ese
molde dimórfico. Son los llamados intersexuados, es decir, al nacer, tienen una ambigüedad sexual bien porque
sus rasgos anatómicos son a la vez masculinos y femeninos (hermafroditas verdaderos) o bien porque sus
órganos genitales no concuerdan con su sexo genético. También se llaman pseudohermafroditas masculinos a
aquellos que tienen testículos pero sus órganos genitales están, más o menos, feminizados. Los
pseudohermafroditas femeninos serían aquellos que nacen con ovarios pero con órganos genitales, más o
menos, masculinizados (Fausto-Sterling, 1993).
Las causas de estas desviaciones dimórficas son múltiples. Un ejemplo es el caso de la hiperplasia
suprarrenal congénita (HSC). Cuando los dos progenitores transmiten el gen responsable del HSC a su hijo,
éste nacerá con los órganos genitales externos masculinizados pero, sin embargo, el par cromosómico 23 es
XX y, en consecuencia, estará perfectamente dotado con los órganos reproductores internos de una mujer.
Normalmente, cuando la anomalía sólo afecta a los cromosomas pero, sin embargo, los órganos genitales
externos y las gónadas son claramente dimórficos (hombre o mujer), no se efectúa por parte de los médicos
ninguna intervención quirúrgica. No obstante, sí se produce la intervención cuando los órganos genitales son
ambiguos o cuando parecen distintos a los que corresponderían a las gónadas del niño. La intervención hará
que el bebé intersexuado se convierta anatómica y funcionalmente en un niño o una niña.
Desde los años cincuenta varios psicólogos y psiquiatras aconsejaban a los médicos que la decisión de un
sexo u otro se hiciera en función de lo que, en cada caso, era más lógico quirúrgicamente. La idea era que hasta
los 18 meses de edad la identidad sexual del niño era perfectamente maleable y, por lo tanto, en su desarrollo
posterior la adaptación a su sexo sería completa.
El problema surgió cuando muchas de las personas «intervenidas» rechazaron posteriormente, en su
madurez, el sexo que le asignaron en su nacimiento. Este hecho junto con la movilización actual de
asociaciones de personas intersexuadas han provocado que, cada vez más, los profesionales relacionados con

47
este tema (endocrinólogos, urólogos, psicólogos pediátricos) se cuestionen los principios en los que se basa la
cirugía genital precoz. Las nuevas propuestas sugieren que la intervención se produzca sólo en caso de que la
vida del recién nacido esté en peligro, al igual que los padres deberían recibir y acceder a toda la información
disponible para tener claras todas las alternativas posibles y, por último, se solicita de los cirujanos que, en la
medida de lo posible, las operaciones no sean irreversibles y que el paciente pueda modificar voluntariamente
en su madurez sus órganos sexuales hacia la forma sexual en la que se sienta identificado (Fausto-Sterling,
2003).

El óvulo (o huevo) fecundado se multiplica rápidamente convirtiéndose primero en


una masa sólida también llamada mórula por parecerse a una mora (véase fig. 2.1).

Figura 2.1

Esta mórula compacta se transforma en una esfera hueca llamada blástula. Entonces
se hunde y se pliega por uno de sus hemisferios, hasta juntarse con el otro convirtiéndose
en una bolsa o esfera hueca con dos paredes. Ahora está preparada para implantarse y
fijarse a la pared del útero que está enriquecida de sangre, e iniciarse el proceso de
gastrulación. Esta implantación tardará unos 6 días (véase figura 2.2). Hasta hace poco
tiempo, no se sabía con detalle cómo llegaba a implantarse el óvulo fecundado en la
pared del útero, también llamado mucosa uterina o endometrio. Investigaciones recientes
revelan que primero se produce una fijación inestable y después una serie de intentos
hasta detenerse por completo. Se sabe que esta adhesión se produce gracias a la molécula
L-selectina, la cual, interacciona con los carbohidratos que se sitúan en la pared. Este
descubrimiento ha planteado la hipótesis de que una posible alteración en este proceso
podría ser el causante de algunos abortos naturales y de casos de esterilidad, es decir,
sencillamente el cigoto no puede fijarse al útero y, por lo tanto, no continúa el proceso
(Genbacev et al., 2003).
Si la implantación ha tenido éxito entonces comienza la especialización de algunas
células.
Unas permanecerán en el exterior de aquella esfera y otras se desarrollarán en el
interior. Las primeras darán lugar al soporte del embrión (placenta, saco amniótico,
cordón umbilical) y las segundas formarán el propio embrión (véase fig. 2.2).

Figura 2.2

48
De momento, hablaremos del desarrollo de estas células internas y más tarde
hablaremos del soporte del embrión. Pero antes de pasar al nuevo periodo fetal debemos
hablar de la diferenciación y la morfogénesis. Creemos que es importante distinguir
ambos conceptos cuando hablamos del desarrollo pues ambos se refieren a procesos
diferentes.
La diferenciación es un proceso en el que una célula indiferenciada, es decir, que
potencialmente puede convertirse en cualquier célula especializada, se agrupa junto con
otras células para constituir un órgano, tejido u organismo específico.
La morfogénesis es un proceso de nivel morfológico en el que los órganos (conjuntos
de células diferenciadas) se configuran y remodelan para dar lugar a un organismo
dotado de los atributos morfológicos y funcionales propios de su especie. Si por causas
genéticas o ambientales se produce una alteración en la morfogénesis, el embrión puede
desarrollar malformaciones congénitas de mayor o menor gravedad para su desarrollo
vital.

1.1.3 Embrión (desde la 3ª a la 8ª semana)

Este periodo es posiblemente el más importante y delicado del embarazo, ya que todas
las grandes estructuras internas y externas (órganos, sistema nervioso, huesos) se forman
durante esta fase. Debemos señalar el característico y común desarrollo que tiene la
morfogénesis de los vertebrados. Dos características compartimos que nos hace seguir
un guión oculto: una es el desarrollo cefalocaudal y el otro es el proximodistal. El
primero, cefalocaudal, significa que las primeras partes morfológicas que comienzan a
distinguirse son la cabeza y el tronco. Este guión de desarrollo es acompañado a la vez
por el proximodistal, es decir, el crecimiento se dirige desde el centro del cuerpo (espina
dorsal, corazón) hacia lo más alejado (hombros, brazos, piernas, manos y pies).

49
Cuadro 2.2 Célula madre embrionaria

Hemos oído hablar muchas veces de las células madre, pero ¿qué son y cuándo se forman estas células?
Cuando un óvulo es fecundado se produce una división celular, primero en 2, luego en 4, luego en 8 y así
hasta convertirse en una mórula.
Antes de llegar a este estadio, si separamos una de esas células duplicativas podría formarse, a partir de esa
única célula, un nuevo embrión. Por eso se dice que es totipotente.
Una vez que se ha convertido en mórula, esta capacidad se anula y aparece una cualidad de pluripotencia,
esto es, cualquiera de esas células puede transformarse o diferenciarse en una célula de cualquier órgano. A
estas células se les llama células madre embrionarias.
También puede haber células madre adultas que se encuentran en ciertos órganos y de ellas diremos que son
multipotentes, es decir, pueden diferenciarse en otros tipos de células pero no en todos (Lenseele, Jouannet y
Pourquié, 2003).
Las células madre (embrionarias y adultas) son fuente de optimismo para muchas personas que necesitan
reparar algunos de sus órganos debido a enfermedades degenerativas o de otra índole como, por ejemplo, el
Alzheimer. Aun así, todavía queda mucho por recorrer para que esto sea una realidad cotidiana, tanto por
cuestiones técnicas y de desarrollo, como sociales y éticas.

Sabiendo esto, podemos comenzar a entender el desarrollo del embrión. Vimos


anteriormente que, en el cigoto, unas células permanecían en el exterior (futuro soporte
del embrión) y otras quedaban en el interior (el embrión propiamente dicho). Algunas de
estas células internas comienzan a diferenciarse en tres capas germinales, proceso que
también se llama gastrulación. Al final de la 2ª semana el embrión parece un cilindro
donde se pueden diferenciar estas tres capas: ectodermo, mesodermo y endodermo
(véase figura 2.3).

Figura 2.3

El destino de las capas germinales será el siguiente: el ectodermo será la capa


relacionada con el mundo exterior y se encargará de formar el sistema nervioso, los ojos,
la nariz, los oídos, el esmalte de los dientes, la piel y el pelo. El mesodermo se
especializará en los músculos, los cartílagos, los huesos, los órganos sexuales y el
corazón. Y el endodermo formará los órganos y las glándulas internas.
En la tabla 2.1 se describen los principales rasgos y cambios en el desarrollo del

50
embrión desde la cuarta hasta la octava semana.
Antes de continuar con el desarrollo de la siguiente etapa veamos qué ha sucedido
durante estas semanas con las células externas o soporte del cigoto primario.

Tabla 2.1 Desarrollo del embrión desde la 4ª a la 8ª semana

4ª semana
A lo largo de esta 4ª semana el embrión se va curvando y al final tendrá un aspecto
parecido al de la ilustración. Su tamaño es de aproximadamente 6 mm y 0,5 gr de peso.
El corazón comienza a latir por sí mismo.

5ª semana

Se producen pocos cambios en el cuerpo pero la cabeza y el cerebro se desarrollan


rápidamente. Su tamaño es de unos 14 mm.

6ª semana

La cabeza aumenta y los miembros se empiezan a diferenciar claramente en forma de


pequeñas paletas. Ya puede escucharse claramente los latidos de su corazón.

7ª semana
Pueden diferenciarse los codos, las muñecas, los dedos, los ojos (pequeños huecos en el
cráneo) y los oídos. Es decir, tiene caracteres humanos evidentes. La cabeza ocupa casi
la mitad del embrión. Puede aparecer ya una diferenciación sexual de la gónada
embrionaria hacia testículos.

8ª semana

El embrión ha alcanzado un tamaño de unos 4-5 cm y pesa unos 5 gr. Todas las
estructuras internas y externas están formadas. En solo 8 semanas su masa ha
aumentado en 2 millones por ciento. Podría detectarse algún tipo de movimiento de la
cabeza, pies y manos.

A medida que las células internas del cigoto se desarrollan hasta llegar a este
momento embrionario, también las externas evolucionan en tres grandes sistemas de
soporte:

— Saco amniótico. Es una membrana llena de fluido que se coloca alrededor del

51
embrión según va creciendo, protegiéndole y manteniendo un entorno de
temperatura adecuada.
— Placenta. Es un tejido a través del cual el feto y la madre intercambiarán
materiales. Si no fuera por este sistema el feto no podría recibir ni oxígeno ni
alimento alguno y jamás podría desarrollarse.
— Cordón umbilical. Une el embrión a esta placenta y está formado por los conductos
que transportarán los materiales (oxígeno, nutrientes, desechos del feto, etc.) que se
intercambiarán entre el feto y la madre. La sangre del feto no se mezcla con la de la
madre, por eso pueden ser de distinto tipo sanguíneo. Toda esta transacción se
produce en la membrana de la placenta que actúa como un filtro.

Estos tres componentes son el soporte del embrión y pensemos que, sin ellos, el
embrión no podría desarrollarse autónomamente. Como mencionábamos al principio del
capítulo, aún no se ha conseguido elaborar un soporte artificial que permita desarrollar
un ser humano fuera de un útero natural. Existen las incubadoras donde los fetos
prematuros pueden completar su etapa de maduración para terminar de ser totalmente
autónomos. Pero si el feto nace antes de las 23 o 24 semanas la probabilidad de
sobrevivir fuera del útero materno es muy baja.
Continuemos ahora con el último periodo del desarrollo prenatal en donde el nuevo
ser deja de llamarse embrión y, a partir de ahora, nos referiremos a él como feto.

1.1.4 Feto (desde la 9ª a la 38ª semana)

Durante este periodo el feto desarrollará y completará las estructuras que ya ha


manifestado en la etapa anterior y aumentará de peso llegando hasta los 3 kg
aproximadamente y a los 50 cm de longitud al culminar su periodo de gestación. Su
ritmo de crecimiento es, por lo tanto, increíblemente rápido. No obstante, al llegar el 7º u
8º mes comienza a contener este ritmo ya que si no fuera así, y calculando la proporción
de crecimiento respecto a esa velocidad, al nacer pesaría ¡90 kg!
En esta etapa el feto cambiará drásticamente su apariencia externa adoptando una
fisonomía más humana y menos monstruosa, como ya vimos en las ilustraciones de la
etapa anterior. A partir de ahora todo su cuerpo y su rostro son muy parecidos al de un
bebé ya nacido. Veamos a continuación esquemáticamente los cambios más
significativos que mes a mes se producen en el nuevo ser.

Tercer mes

• La cabeza crece menos.


• La piel que antes era transparente a partir del 3er mes se espesa.
• Los ojos estaban en los laterales de la cabeza y ahora se desplazan hacia el frente,
proporcionando al feto un aspecto más humano.

52
• Los párpados se cierran y no los abrirá hasta el 6º-7º mes.
• El cerebro del feto asume la organización básica de su organismo que
posteriormente dará lugar al control de funciones complejas como oír, ver, oler,
etc. Más adelante, dedicaremos un apartado específico al desarrollo del cerebro en
el feto.
• Han comenzado a diferenciarse los órganos sexuales externos, es decir, la fase de
diferenciación sexual de la que habíamos hablado anteriormente en este capítulo. A
partir de ahora se pueden observar los órganos sexuales bien diferenciados.
• El feto puede formar un puño, agitar los pies y tragar. Se ha visto que puede mover
todo el cuerpo en respuesta a un estímulo táctil o, también, cuando la madre ríe o
tose fuertemente. Sin embargo, la madre aún no siente estos movimientos porque el
feto es todavía pequeño. Posteriormente, hablaremos de los estudios sobre los
movimientos fetales.

Cuarto mes

• Se desarrollan las uñas de los pies y las manos. También se forman las yemas de
los dedos como exclusiva identificación del individuo.
• Sus ojos son sensibles a la luz a través de los párpados.
• El sentido del gusto comienza a desarrollarse. Se sabe que en el líquido amniótico
hay diversas sustancias de distintos sabores. Las pruebas realizadas cuando el bebé
nace muestran una fina discriminación y preferencia hacia determinados sabores,
en concreto los dulzones, como se verá en el siguiente capítulo.
• Respecto al olfato, hasta hace poco tiempo se pensaba que no se desarrollaba en el
interior del útero pues dependía del aire y la respiración. Sin embargo,
investigaciones recientes indican que el olfato es un sentido más complejo de lo
que se suponía y que también se produce una discriminación de olores. Las
sustancias del líquido amniótico provocan sabores pero también olores que
envuelven y penetran en las cavidades del feto. Estas sustancias olorosas penetran
por la nariz del feto que, al tragar líquido amniótico, activa diversos receptores
químicos.
• El feto comienza a reaccionar a determinados estímulos sonoros. El útero materno
es un lugar mucho más ruidoso de lo que suele suponerse, y se ha comprobado que
a él llegan tanto los sonidos internos provenientes del cuerpo de la madre (como
los ruidos de la digestión, respiración, ritmo cardíaco...) como algunos sonidos
externos (voz, música, ruidos muy intensos). Pero las estructuras básicas del oído
no terminarán de formarse hasta la semana 24.

Quinto mes

• Aparece el pelo en la cabeza, cejas, pestañas y todo su cuerpo es cubierto por un

53
tipo de pelo (lanugo) que desaparecerá una semana después del nacimiento. Ahora
el feto debe medir unos 25 cm y pesar unos 250 gr.
• El cerebro del feto ya tiene 100.000 millones de las células que encontramos en un
adulto. Pero no debemos olvidar un importante detalle: el feto todavía no tiene los
14.000 millones de conexiones neuronales operativas que se formarán después del
nacimiento y sin las cuales esas neuronas no podrían generar todos los procesos y
fenómenos en los que estarán involucradas.
• Un ruido fuerte puede activar al feto y puede nadar sin esfuerzo dando patadas y
girando su cuerpo. A medida que crece este impulso se ve limitado por el tamaño
de la cavidad materna. También en este mes se pueden observar ritmos de sueño y
vigilia.

Sexto mes

• El feto tiene una postura más erguida gracias al fortalecimiento de la estructura


ósea. Mide 30 cm y pesa 800 gr.

Séptimo mes

• El feto pone en marcha el reflejo de succión si sus labios sienten algún roce (más
adelante se hablará de los reflejos y su importancia para la supervivencia después
del nacimiento).
• Ahora ya abre y cierra los ojos, cuyos globos oculares están perfectamente
formados. Puede percibir la luz aunque de un color rojizo debido a los tejidos y la
piel maternos. Como ya se ha dicho, aunque el feto mantenga los párpados
cerrados, sabemos que puede reaccionar a determinados estímulos luminosos desde
el 4º mes.
• El cerebro está lo suficientemente desarrollado como para regular, parcialmente, la
respiración, tragar y mantener la temperatura corporal. No obstante, si naciera
debería permanecer en la incubadora hasta que su cuerpo tenga una total autonomía
y las suficientes defensas para enfrentarse al mundo exterior. Aunque se han hecho
importantes progresos, rara vez los médicos han sido capaces de salvar a bebés
prematuros por debajo de las 23 o 24 semanas (edad de viabilidad) y antes de los 7
meses la probabilidad de secuelas posteriores, trastornos y alteraciones físicas y
psíquicas, es muy elevada.

Octavo mes

• Hasta los 8 meses no se forma la grasa bajo la piel y comienza a almacenar los
nutrientes maternos en su cuerpo. A partir de este mes es cuando la madre le
proporciona los anticuerpos necesarios para afrontar posibles infecciones incluso

54
hasta 6 meses después de su nacimiento, edad en la que el bebé podrá generar sus
propias defensas.

Ya todo está dispuesto y preparado para que este nuevo ser nazca y sea un organismo
autónomo. Cualquier ser humano durante los primeros meses de vida se adapta, modifica
y aprende a una velocidad y manera absolutamente impresionantes. A continuación,
veremos cómo surgen y evolucionan las estructuras cerebrales que harán posible el
desarrollo posterior del bebé.

1.2 Desarrollo del cerebro

Uno de los aspectos más fascinantes del desarrollo prenatal es la formación del sistema
nervioso. Gracias a él, conseguimos desarrollar múltiples funciones voluntarias e
involuntarias que aseguran nuestra supervivencia, regulación e interacción con el medio
exterior.
Al hablar de Sistema Nervioso Central (SNC) se incluye el cerebro y la médula
espinal, mientras que el Sistema Nervioso Periférico (SNP) agrupa formaciones como
los ganglios, los nervios craneales, así como componentes esqueléticos, musculares y
conectivos en general. En este apartado centraremos nuestra atención en el SNC y, en
especial, en el cerebro ya que contiene una estructura, llamada cortex o sustancia gris,
sin la cual no se desarrollaría ninguna de las funciones psicológicas que caracterizan al
humano y a otras especies animales.
El cortex es una estructura de aparición filogenética reciente que rodea el cerebro de
los mamíferos. Dentro de esta estructura, se disponen miles de millones de neuronas que
permiten un aumento de las capacidades de tratamiento de información. En los primates
y, especialmente en los humanos, el cortex ha hecho posible el desarrollo de diversas
facultades cognitivas de forma extraordinaria. A cambio, se tiene que pagar el precio de
un desarrollo y culminación cortical más tardía que en el resto de los animales (en los
humanos se desarrolla hasta los 10 años de edad).
Esta especie de masa plegada en la superficie de los hemisferios está formada por
diversas capas que muestran una estructura y organización neuronal propia y que tienen
diferentes funciones. Las neuronas son células nerviosas fundamentales para el
funcionamiento del cerebro. Antes de nacer ya disponemos de la cantidad total de
neuronas que tendremos el resto de nuestra vida (entre cien mil millones y un billón). Sin
embargo, el peso del cerebro en el recién nacido es muy inferior al de un adulto, y lo que
va aumentando con la edad son otros componentes cerebrales con una presencia menor
en el nacimiento. Por ejemplo, las neuroglias son unas células a las que se atribuía una
función de apoyo a las neuronas. Actualmente, sin embargo, los científicos están
reconsiderando su papel y se plantean la indiscutible e indispensable actuación de estas
células gliales en la transmisión sináptica entre las neuronas (Pfrieger y Steinmetz,

55
2003). Las neuronas y células gliales se encargan de la óptima transmisión de
información química que, a través de las sinapsis, se transmiten de una neurona a otra.
Las sinapsis son el lugar donde una neurona libera unas sustancias químicas o
neurotransmisores (final de su axón) y que otra neurona recoge a través de unos
receptores (dendritas) provocando a su vez que dicha información se transmita de igual
forma a otra neurona contigua a ella. Todo ello provoca un estado de activación cerebral
que varía según la estimulación interna o externa que reciba el cerebro. En ese proceso,
la mielina desempeña una importante labor. Esta sustancia grasa rodea muchas de las
neuronas y sus conexiones, protegiéndolas y aislándolas de manera que la transmisión
sea más rápida y efectiva. Sabemos que la mielinización es un proceso necesario en la
consolidación de ciertas conexiones: por ejemplo, en el recién nacido, las estructuras
nerviosas encargadas de controlar las acciones de chupar y tragar ya tienen una cubierta
de mielina, y a medida que el bebé crece aumenta el revestimiento de las conexiones por
la mielina dando lugar a capacidades que antes no podían desarrollarse.
Al principio, en el feto, existe una estructura uniforme sobre la que actúan
gradualmente los estímulos procedentes de los órganos sensoriales. Esta influencia
continuada modela el cortex adquiriendo una organización preferente y que culminará
hacia los 10 años de edad en el ser humano y hacia los 3 años en los primates. Se ha
comprobado que en ese proceso de reorganización se van eliminando conexiones
inoperantes que están presentes en el cortex inmaduro, al tiempo que se fortalecen otras
conexiones a partir de la experiencia (Kennedy y Colette, 1993). Aunque el cerebro no
termina de desarrollarse por completo hasta años después del nacimiento, la forma de
aparición y desarrollo en el embrión puede ser crucial para su posterior evolución y
capacidades. Una mínima alteración en el crecimiento del sistema nervioso puede tener
graves repercusiones tanto fisiológicas como funcionales para el bebé. En la tabla 2.2 se
resume brevemente el origen y los cambios que se producen en el sistema nervioso
durante la vida prenatal.

Tabla 2.2 Cambios en el sistema nervioso

De la 3.ª a la 4.ª semana

Recordemos que al finalizar la 2ª semana el embrión parece un cilindro donde se pueden diferenciar tres capas
germinales: el ectodermo, el mesodermo y el endodermo. El ectodermo es la capa más externa encargada de
formar el sistema nervioso, los ojos, la nariz, los oídos, el esmalte de los dientes, la piel y el pelo. Esa capa
forma ahora el llamado tubo neural que muestra en uno de sus extremos un ensanchamiento (futuro cerebro) y
en el otro un estrechamiento (futura médula espinal). El resto de las células neuroectodérmicas excluidas
formarán el Sistema Nervioso Periférico. Si se produce algún fallo en el cierre del tubo neural puede provocar
alteraciones óseas del esqueleto cefálico.

De la 5.ª a la 6.ª semana

Se forman las estructuras esqueléticas de la región media de la cara, los cartílagos, dermis, meninges, neuronas

56
sensitivas. Una alteración en esta fase del desarrollo puede provocar defectos cráneofaciales como, por
ejemplo, la formación de un único ojo, o la ausencia de nariz.

Del 2.º al 4.º mes

En este periodo es cuando comienzan a formarse todas las células nerviosas o neuronas al igual que las
neuroglias. Pero estas últimas no tendrán una auténtica proliferación hasta las 30 semanas y durante el primer
año de vida después del nacimiento. Un error en este proceso puede provocar microencefalia (cerebro pequeño)
o macroencefalia (cerebro grande o gigantismo cerebral) esto conllevaría unas afecciones graves.

Del 3.º al 6.º mes

Tiene lugar la fase de la migración celular, es decir, las neuronas comienzan a situarse en distintas capas de la
masa cerebral. Esta diferente localización determinará la función que desempeñará cada célula en el complejo
funcionamiento cerebral. Las células que migran primero adoptan sitios más profundos de la corteza cerebral y
las últimas ocupan las posiciones más externas. No obstante, se ha detectado migración celular todavía en los
recién nacidos. Las alteraciones en este periodo pueden conducir a múltiples lesiones, desde convulsiones
intensas hasta la muerte durante la lactancia.

A partir del 6.º mes y primeros años de vida postnatal

Fase de organización del tejido nervioso. Se delimita claramente una disposición en capas de las neuronas
corticales. También se produce la elaboración de ramificaciones axónicas y dendríticas que permitirán el
establecimiento de los contactos sinápticos. El retraso mental grave podría ser una consecuencia de una
alteración en este periodo.

El sistema nervioso del recién nacido presenta una gran inmadurez anatómica,
fisiológica y bioquímica respecto al del cerebro adulto. Así, por ejemplo, la
diferenciación entre la sustancia gris (cortex externo) y la blanca (fibras nerviosas
internas y sus vainas de mielina) es muy rudimentaria en el recién nacido.
Normalmente, para comprobar si el sistema nervioso de un bebé está inalterado se
realiza una primera exploración al nacer a través de la observación de los movimientos
reflejos de que dispone.
Los reflejos neonatales manifiestan una función neuronal primitiva y básica pero que,
sin embargo, muestran el estado funcional del sistema nervioso. Además, la ausencia de
un reflejo puede ser un índice claro de alteración en las funciones motoras central y
periférica.
A continuación se describen con más detalle estos movimientos reflejos así como los
movimientos espontáneos que surgen en el feto durante la gestación. Estos últimos
movimientos también desempeñan una importante función en el correcto desarrollo del
feto.

1.3 Movimientos espontáneos y movimientos reflejos

El interés por saber qué ocurre durante la vida prenatal no es nuevo. En 1885, Preyer
utilizó dos técnicas para estudiar el movimiento de los fetos en distintas fases de la

57
gestación. Una era colocando sus manos sobre el abdomen de la madre y, la otra,
escuchando con su estetoscopio. Llegó a la conclusión de que el feto mueve de forma
espontánea sus brazos y piernas desde, al menos, las 12 semanas de gestación. Además,
Preyer comparó sus anotaciones sobre los movimientos fetales con los del recién nacido
y afirmó que eran muy semejantes. A pesar de lo rudimentario de su procedimiento,
Preyer estaba bastante en lo cierto. Efectivamente, los fetos tienen movimientos
espontáneos (es decir, producidos sin que haya una estimulación externa previa) así
como movimientos reflejos que son similares a los que percibimos en el recién nacido.
Los actuales avances tecnológicos permiten observar y estudiar en profundidad los
movimientos del feto dentro del útero, y determinar en qué fase de gestación comienza a
efectuarlos. Una de las técnicas más empleadas hasta la actualidad es la ecografía.
Mediante la emisión de ultrasonidos se puede ir registrando el eco que produce al chocar
con la materia sólida que va encontrando a su paso. Aparecerá entonces un punto en una
pantalla, cuyo tamaño y luminosidad depende de la intensidad del eco, esto genera una
imagen bidimensional o tridimensional del interior del organismo. De esta forma, no
aversiva, disponemos de una imagen más o menos nítida del embrión durante su
desarrollo.
Dos investigadores, Dongen y Goudie (1980), observaron a 46 fetos a lo largo del
primer trimestre de embarazo. Descubrieron que básicamente hasta la 7ª semana no se
producen movimientos autónomos. Después sólo aparecen unas formas de
estremecimiento (rippling) y hasta la semana 12ª se encuentran los siguientes patrones
de actividad en el feto:

1) fases de sueño e inactividad,


2) fases de mucha agitación con movimientos de todo el cuerpo,
3) golpes esporádicos contra la pared del útero, y
4) movimientos regulares y fuertes del tronco del feto.

A partir de la semana 12ª comienzan a surgir patrones de movimiento comunes a


todos los fetos que continuarán durante todo el embarazo, e incluso, después del
nacimiento. Hacia las 15 semanas se reconocen ya 15 patrones diferentes de
movimiento. La secuencia en que aparecen es común a todos los fetos, aunque con
ligeras variaciones en las edades en que se observan por primera vez, y todos esos
movimientos persisten a lo largo de la vida prenatal y pueden observarse también tras el
nacimiento (Gandelman, 1992).
Hemos visto cómo, desde pronto, se observa una motilidad espontánea y, a medida
que las estructuras neurales y musculares van desarrollándose y haciéndose funcionales,
los patrones de movimiento surgen de forma constante. A continuación (véase tabla 2.3)
nombramos algunos de los movimientos espontáneos clasificados y señalamos el
momento en que comienzan a observarse.

58
Tabla 2.3 Algunos movimientos reflejos y espontáneos del feto

A partir de las 8 semanas, es un movimiento rápido y brusco que se inicia generalmente en


Sobresalto
los miembros —flexión, extensión.

Hipo 9 semanas (una contracción del diafragma).

Respiración 10 semanas: movimientos del diafragma, tórax y abdomen.

Cuerpo, 8 y 10 semanas, son movimientos generales del cuerpo o sacudidas repentinas de los brazos
brazos, piernas y piernas.

Dedos 12 semanas.

Rotación (9 semanas), retroflexión (10 semanas) y rotación de un lado a otro (14 semanas),
Cabeza
semejante al reflejo (rooting).

Mandíbula 10-11 semanas, el feto abre-cierra su mandíbula, de forma rápida o lenta.

10 semanas: si se produce contacto de la mano con la cara, los dedos se flexionan, aunque
Mano y cara
es muy raro que llegue a succionarse el dedo.

Estiramiento 10 semanas: movimiento, en general, lento.

Succión y
12 semanas: movimientos de succión y deglución de líquido amniótico.
deglución

Bostezo 11 semanas, es muy similar al del recién nacido.

Ojos Movimientos lentos (16 semanas) y rápidos (23 semanas).

Junto a los datos que se obtienen mediante ecografías, hay otros complementarios que
provienen de fetos humanos abortados o nacidos prematuramente, así como de otras
especies animales. Por ejemplo, los estudios con animales no humanos han aclarado el
importante papel que tiene la puesta en funcionamiento de los órganos para su posterior
desarrollo. En varios experimentos con fetos de pollo, salamandra o rata se les impedía
durante un cierto tiempo que los movimientos espontáneos tuvieran lugar libremente. El
resultado fue que los recién nacidos mostraban alteraciones morfológicas y funcionales,
tales como malformaciones en las patas o movimientos incorrectos, lo que sugiere que
existe una relación recíproca entre el órgano y su función. Es necesario que el órgano o
estructura tenga un desarrollo determinado para que aparezca la función, pero también
esa función (en este caso, los movimientos espontáneos) posibilita el correcto desarrollo
sucesivo de la estructura (Gandelman, 1992).
En cuanto a los movimientos reflejos, ontogenéticamente aparecen
aproximadamente a la vez que los movimientos espontáneos. La diferencia entre uno y
otro tipo de movimiento es que la mayoría de los reflejos están asociados a la

59
supervivencia del bebé al nacer, mientras que los movimientos espontáneos parecen
tener una misión más funcional de las estructuras que se están formando en el feto.
Un movimiento reflejo es elicitado o desencadenado de forma ineludible ante la
presencia de estímulos internos o externos, y más o menos específicos. En el útero, como
se ha dicho, se pueden observar diversos reflejos, como el de succión, a partir de las 12
semanas, o el reflejo de prensión, que se elicita cuando, por ejemplo, la palma de la
mano del feto es estimulada por el cordón umbilical. Sin embargo, otros reflejos no
pueden examinarse hasta que el bebé nace, ya que requieren la presencia de
desencadenantes muy concretos. Pero, sin duda, desde los primeros meses de gestación,
los reflejos se van desarrollando para que, al nacer, estén disponibles y, así, asegurar la
supervivencia del bebé.
Cuando el bebé nace dispone de un conjunto considerable y variado de reflejos.
Muchos de ellos parecen tener un claro significado adaptativo, en otros, sin embargo, no
está clara su función para la supervivencia. Pese a ello, la ausencia de cualquiera de ellos
puede ser un índice de patología o alteración orgánica del recién nacido, provocada por
algún agente adverso durante su gestación. Algunos de los movimientos reflejos
desaparecen cuando el bebé va creciendo, y su permanencia suele estar asociada a alguna
patología del sistema nervioso (por ejemplo, el reflejo Babinsky), Otros muchos reflejos
permanecerán para el resto de la vida como, por ejemplo, el reflejo patelar (extensión de
la pierna cuando se golpea debajo de la rótula) o el parpadeo (cuando se presenta una luz
muy intensa), y en estos casos su desaparición o mal funcionamiento también se asocian
a alguna disfunción orgánica. Por último, hay reflejos que desaparecen como tales para
convertirse en conductas controladas voluntariamente (succión, prensión, etc.), es decir,
dejan de estar controlados subcorticalmente para pasar al control del cortex cerebral. En
el último apartado de este capítulo se resumen algunos de los reflejos más significativos
del recién nacido y sus características principales (véase tabla 2.4).

Tabla 2.4 Algunos reflejos del recién nacido. Basado en Vasta, Haith y Miller, 2001 y Delval, 1994.

Aparición y Desarrollo Reflejos Significado

Extensión de la pierna cuando se golpea debajo de la rótula. Su


Patelar ausencia es índice de depresión o enfermedad muscular. En los
Aparición en el nacimiento y bebés hiperexcitables es exagerado.
duración para el resto de la
vida.
Cierre de ambos ojos cuando incide una luz muy intensa. Es una
Parpadeo
forma de protección ante un estímulo fuerte.

Cuando se presiona la planta del pie, desde el talón hacia los


dedos, flexiona el dedo gordo dorsalmente y separa hacia fuera
Babinsky
los otros. Ausente cuando hay defectos en la parte inferior de la
columna vertebral.

El bebé simula un abrazo cuando se hace un ruido muy fuerte,

60
Moro deja caer su cabeza hacia atrás o tiene pérdida de suspensión.
Recuerda a la forma de agarrarse de las crías de los primates. Su
Desaparecen a los pocos ausencia indica graves alteraciones del sistema nervioso central.
meses y no se manifiestan
nunca más. Si se tumba sobre la espalda, el bebé gira la cabeza hacia un
Tónico- lado y extiende el brazo y la pierna de ese lado mientras flexiona
cervical los del lado opuesto. Ya se manifiesta a las 28 semanas de
gestación dentro del útero materno.

Si algo toca la planta del pie, el bebé encoge los dedos hacia
Prensión abajo e intenta presionarlo. Posible vestigio de nuestros
plantar antepasados primates. Su ausencia denota alteraciones en la
parte baja de la espina dorsal.

Si se sostiene al bebé en posición vertical y rozando sus pies


Marcha desnudos sobre una superficie plana realiza los movimientos
rítmicos de la marcha. Su ausencia está en bebés deprimidos.
Desaparecen a los pocos
meses pero más tarde se Igual que la marcha, pero si el bebé encuentra un obstáculo, por
Ascensión
aprenden de forma ejemplo, un escalón, levanta el pie y flexiona la rodilla.
voluntaria.
Si se mantiene al bebé en posición horizontal sobre su vientre
Natación dentro del agua, comienza a mover los brazos y las piernas de
forma sincronizada y exhala el aire por la boca.

Si el bebé está boca abajo sobre una superficie y tiene algún tipo
Reptación de resistencia en un pie, comienza a reptar moviendo brazos y
piernas.
Aparecen desde el
nacimiento y a partir del
Si algo entra en la boca del bebé comenzará a succionarlo
segundo cuatrimestre se Succión
rítmicamente.
transforman en actividades
voluntarias.
Si algo presiona la palma de la mano, el bebé cierra los dedos
Prensión fuertemente para agarrar ese objeto. Es débil o ausente en los
bebés deprimidos.

2. Alteraciones en el desarrollo prenatal

En el desarrollo prenatal intervienen los genes como arquitectos responsables del nuevo
ser pero lo hacen en estrecha e íntima interacción con el entorno. Lo que el bebé llega a
ser no es resultado de un plan preestablecido que se lleve a cabo independientemente de
lo que ocurre en el medio. Desde el mismo momento de la concepción (y antes, en el
nivel de las propias células sexuales) hay una continua interacción entre esos arquitectos
genéticos y su entorno, de manera que el individuo resultante (fenotipo) no es una
expresión predeterminada del genotipo (o herencia genética).
Durante la vida intrauterina, algunos factores o agentes externos pueden afectar
negativamente el desarrollo del feto. Estos agentes ambientales se denominan
teratógenos (de la raíz latina «tera» que significa «monstruo») porque pueden causar

61
anomalías funcionales o estructurales en el embrión-feto. Actualmente, se han descrito
centenares de agentes teratogénicos que pueden tener consecuencias de distinto alcance
en el futuro ser. Algunas son dramáticas y visibles (deformaciones físicas, alteraciones
funcionales graves), mientras que otras son leves y apenas perceptibles como, por
ejemplo, una disminución de la atención por parte del bebé o un retraso leve en el
desarrollo. Con las técnicas actuales, muchos de estos trastornos leves pueden detectarse
relativamente pronto, si bien algunos se mantienen soterrados en los primeros meses de
vida.
Durante el embarazo hay periodos de mayor sensibilidad a la acción de un
determinado teratógeno que en otros. A partir de los 10 o 14 días después de la
concepción, el embrión puede verse afectado por la acción de algún agente externo. Por
ejemplo, si durante la 3ª o la 4ª semana de gestación la madre se expone a algún
teratógeno capaz de influir en el cierre del tubo neural provocará las malformaciones
asociadas a dicha alteración. Sabemos que durante el primer trimestre del embarazo el
embrión es más vulnerable y puede sufrir graves consecuencias si se expone a algún tipo
de teratógeno, con mayor incidencia que en el segundo y tercer trimestre. De forma
general, la exposición a un teratógeno provoca el 4-5% de los defectos congénitos
aproximadamente.
Son muchos y diversos los estudios sobre la posible teratogenicidad de un agente. Los
criterios que valoran la causalidad entre la exposición prenatal a un determinado agente
y la aparición de una alteración o defecto congénito son igualmente diversos. En algunos
casos, esta relación causal es clara y evidente, por ejemplo, el alcohol. Este teratógeno
afecta al sistema nervioso central del feto en cualquier momento del embarazo y genera
el llamado síndrome de alcoholismo fetal (FAS) cuando la madre lo ingiere
regularmente. Sin embargo, en otros casos la relación causal es más difícil de constatar
porque dependerá de índices como el tiempo de exposición, cantidad de agente expuesto,
interacción con otros agentes, sensibilidad de la madre a dicho agente, sensibilidad del
feto, etc. 1
Los teratógenos suelen dividirse en distintas categorías, aunque no hay un criterio
completamente unánime de clasificación. Si atendemos a sustancias químicas que
pueden estar presentes en el entorno intrauterino (por ingesta de la madre o por
inoculación, por ejemplo) estamos ante la amplia categoría de las drogas que, por lo
general, se dividen en fármacos (antibióticos, barbitúricos, hormonas sintéticas,
fármacos específicos como la talidomida, etc.) y en drogas de consumo (alcohol,
cocaína, heroína, anfetaminas, LSD, tabaco, marihuana, etc.). Durante mucho tiempo se
pensó que la placenta es una barrera que protege al feto de las sustancias perjudiciales.
Sin embargo, hoy se sabe que la mayoría de estas sustancias atraviesan la placenta por
«difusión pasiva». Sólo aquellas drogas cuyo peso molecular es mayor de 100 daltons
(solubles en agua) o 1.000 daltons (solubles en lípidos) se encuentran con la barrera de la
placenta. Los efectos de cada una de estas drogas son muy distintos. Algunas pueden

62
provocar en el feto los mismos efectos que en la madre (por ejemplo, los barbitúricos
ralentizan en ambos la tasa cardiaca), otras pueden alterar de modo distinto a madre e
hijo (por ejemplo, la anestesia duerme a la madre, no al feto, pero disminuye la presión
sanguínea de aquélla, con lo que llega menos oxígeno al feto).
En otra gran categoría de teratógenos se incluyen agentes infecciosos que afectan a la
madre (por ej., virus). Enfermedades como la rubeola, toxoplasmosis, sida, sífilis, etc.,
producen, en distintos grados, trastornos físicos y/o psicológicos en el feto. Por ejemplo,
la sordera, ceguera, ciertas cardopatías, deformidades de la cabeza, así como retraso
mental, abortos o muerte perinatal, pueden estar asociados a este tipo de agentes. Sin
embargo, no debe olvidarse que no en todos los momentos de la vida prenatal la
vulnerabilidad del feto es la misma.
Una importante causa de malformaciones, retraso en el crecimiento e incluso muerte
en fetos, es la desnutrición materna. Durante el embarazo, la madre incrementa sus
necesidades de nutrición en un 20% más de calorías, y un 50% más de proteínas, y
necesita más aportes de calcio, fósforo, yodo y vitaminas, entre otras cosas. Una
deficiencia pertinaz de estos nutrientes, sobre todo si se trata de madres que, antes del
embarazo, ya estaban desnutridas, puede ocasionar los efectos antes mencionados,
además de un una significativa disminución de células cerebrales en el feto (hasta un
40% menos, en fetos de madres desnutridas). No es difícil imaginar que, en el mundo
actual, la desnutrición es el teratógeno responsable del mayor número de retrasos,
malformaciones y muerte en el feto.
La exposición de la madre gestante a la radiación (rayos X, radiactividad) y sus
efectos en el feto es algo, tristemente, muy estudiado. Los hijos y nietos de los
supervivientes de la bomba atómica (Hiroshima y Nagasaki) o del desastre de Chernobil,
son la prueba más dramática de los efectos de la radiación masiva (malformaciones,
tumores malignos, alteraciones de varias áreas del cerebro, etc.) no sólo en esa
generación sino también en las posteriores.
Otros agentes teratógenos que se suelen considerar son la edad de los padres e,
incluso, el estado emocional de la madre. Respecto a este último factor, aunque algunos
autores lo consideran una posible fuente de alteraciones o partos prematuros, no está
claro el modo en que podría actuar. En cuanto a la edad de los padres se sabe, por
ejemplo, que la incidencia de bebés que nacen con el síndrome de Down aumenta con la
edad de la madre (llega a ser 70 veces más probable en mujeres de más de 45 años que
en mujeres de 30 años), mientras que otro tipo de trastornos (como la acondroplasia)
parece estar asociado a la edad del padre. (Para una revisión más detallada de los
teratógenos y sus efectos, puede consultarse el libro de Vasta, Haith y Miller, 2001.)
Por desgracia, no todas las alteraciones y defectos congénitos pueden prevenirse antes
de que sean irreversibles. Sin embargo, los avances médicos han ido mejorando
ampliamente las técnicas utilizadas para la detección y seguimiento de posibles
enfermedades en el feto y, en la actualidad, se pueden detectar trastornos cromosómicos

63
y genéticos desde la fase del embrión. Algunas de las técnicas más usadas son las
siguientes:

• Amniocentesis. Se toman muestras de fluido amniótico mediante una aguja que se


introduce a través del abdomen de la madre. Así, se pueden analizar estas muestras
que suelen contener muchas células del feto, y determinar si padece alguna
anomalía.
• Biopsia de corion. Se extraen células de una parte de la placenta con un tubito a
través del cervix uterino. Al igual que en la amniocentesis, estas muestras se
analizan en laboratorio para averiguar si existe algún problema en el desarrollo del
embrión.
• Análisis en probeta. Esta técnica se usa en la fertilización in vitro, en la que se
fusiona un óvulo a un espermatozoide y antes de implantarlo en el útero materno se
analiza el ADN para comprobar si hay algún gen responsable de una futura
enfermedad.
• Imagen por ultrasonidos. Mediante el envío de ondas se puede transmitir una
imagen continua del embrión-feto. Como ya explicamos, las ondas rebotan en la
materia sólida que encuentra a su paso y este eco se recoge y transforma en puntos
sobre una pantalla. Esta técnica no permite detectar problemas genéticos ni
cromosómicos pero sí observar el desarrollo físico y motor del feto.

3. El recién nacido

El nacimiento a término se produce entre las semanas 38 y 40 de gestación. Para el feto,


el paso del medio uterino al exterior constituye un cambio radical que muchos autores
han descrito como un proceso verdaderamente traumático. Durante su estancia en el
útero materno, el feto ha vivido en un medio líquido, oscuro, en temperatura constante,
con una oxigenación/respiración y una alimentación automáticas (mediante la placenta),
expuesto a ruidos externos que llegan amortiguados por el cuerpo de la madre, mientras
que los internos son constantes (provenientes de los órganos maternos: corazón, aparato
digestivo, respiratorio).

Cuadro 2.3 Los estados del recién nacido

La investigación a partir de los años sesenta sobre los patrones de conducta de los recién nacidos aporta una
nueva perspectiva en el estudio de la actividad de los bebés (Vasta, Haith y Miller, 2001). Tradicionalmente se
pensaba que el bebé disponía de una conducta desorganizada y aleatoria. Sus estados de actividad se reducían a
dormir y comer. Ahora sabemos que el recién nacido tiene unos ritmos naturales de actividad más complejos,
organizados y menos fortuitos. No sólo duerme o está despierto para comer. Algunas investigaciones han
registrado la actividad cerebral de los recién nacidos a través de un electroencefalograma (EEG). La
información recogida mediante esta técnica revela que los bebés tienen una actividad cerebral compleja y
dinámica. No obstante, con la edad, estos estados se diferencian más unos de otros y cambian con menos

64
rapidez que en el recién nacido. Es decir, que un niño de 2 años tiene una conducta más coordinada y
predecible que un niño recién nacido. Diversos investigadores han observado minuciosamente el
comportamiento de los recién nacidos y han llegado a diferenciar hasta seis niveles de actividad en la conducta
de un bebé. Los seis estados son los siguientes (Wolff, 1987):

• Sueño Profundo o Regular. Se caracteriza por una respiración constante. Los ojos están cerrados pero no se
aprecia ningún movimiento a través de los párpados. La actividad del bebé es nula.
• Sueño Ligero o Irregular. Los ojos permanecen cerrados pero se mueven rápidamente (fase REM). La
respiración es irregular y el nivel de actividad es bajo.
• Somnolencia. A pesar de tener un nivel de activación bajo puede observarse cómo el bebé abre y cierra los
ojos. Sus reacciones son muy lentas pero es más sensible a los cambios estimulares que en los estados
anteriores.
• Inactividad en alerta. El bebé tiene los ojos abiertos y su atención se dirige hacia los estímulos pero su nivel
de actividad es aún bastante bajo.
• Actividad en alerta. El nivel de actividad es alto, los ojos están abiertos, su respiración es irregular y sus
reacciones a los estímulos provocan el aumento de la alerta, del nerviosismo y la actividad motriz.
• Llanto. La actividad motriz es muy alta, el bebé mantiene sus miembros rígidos y su llanto es difícil de
parar.

Por el contrario, al nacer, el bebé entra en un medio donde hay luz, ruido, temperatura
variable (generalmente más fría que en el útero), aire, y donde su respiración (pulmonar)
y su alimentación ya no son «asistidas».
Los pulmones del recién nacido contienen liquido amniótico y mucosidad y para
iniciar la respiración éstos deben limpiarse, y este proceso ocurre de forma natural en el
propio canal del parto donde, por presión, expulsa parte del líquido por boca y nariz. La
práctica de mantener al recién nacido boca abajo sirve también para expulsar, por
gravedad, dicho líquido. Además, actualmente se practica también la absorción artificial
del líquido de los pulmones (mediante sondas introducidas por nariz o boca).
Al cortar el cordón umbilical, el sistema circulatorio del recién nacido empieza a
funcionar por sí solo. El flujo sanguíneo en el sistema cardiaco cambia de dirección: la
sangre pasa a circular de la cámara izquierda a la derecha (en el útero era al revés), la
presión sanguínea sube y el ritmo cardiaco puede alcanzar 140 pulsaciones-minuto.
Normalmente la presión se estabiliza hacia el décimo día de vida.
El cambio de temperatura es también considerable: de los 38 grados constantes
interiores, el recién nacido debe adaptarse a un ambiente exterior más frío y cambiante.
Aunque su temperatura se estabiliza aproximadamente a las 10 horas después del
nacimiento, durante varias semanas tendrá dificultades para mantener su temperatura
(mayor consumo energético para controlar la temperatura, muy poca grasa subcutánea).
A partir de ahora, el bebé habrá de alimentarse de forma autónoma en el sentido de
que tendrá que hacer, por sí mismo, cosas que antes hacía por él la placenta. Succionar,
tragar, digerir y excretar serán sus nuevas funciones. La eficacia de estos
comportamientos básicos de supervivencia se debe, en buena medida, a los reflejos que
fueron apareciendo poco a poco durante su gestación en el útero materno. Los reflejos
dotan al bebé de un conjunto de conductas óptimas para adaptarse al medio que le rodea
(véase tabla 2.4). Pero, como se verá en el siguiente capítulo, el recién nacido es mucho

65
más que «un gran aparato digestivo» (véase en el cuadro 2.3 los estados del recién
nacido): ocupará mucho de su tiempo en mirar, oír, tocar, oler... el mundo.

1 En España existe el Servicio de Información Telefónica sobre Teratógenos Español (SITTE).

66
3

El desarrollo de la percepción
Ileana Enesco y Silvia Guerrero

No existen colores como el rojo, azul o verde en el mundo físico, sino sólo rayos de luz de
diferentes longitudes de onda reflejados por las superficies. No existen olores ni sabores en
el mundo físico, sólo ciertas concentraciones químicas en el aire o en la boca. No existen
sonidos en el mundo, sólo vibraciones creadas [y transmitidas] en el aire. Colores, olores,
sabores, sonidos, son un producto final del cerebro que construye tales sensaciones
subjetivas a partir de la estimulación que afecta a un órgano sensorial
ROCK (1974, pág. x).

Introducción

Es común empezar un capítulo sobre la percepción en bebés mencionando la perspectiva


de William James (1890) sobre el recién nacido. Según pensaba James, el bebé vive
asaltado por sensaciones caóticas que provienen de fuera, a través de sus ojos, oídos,
nariz o tacto, así como de sus entrañas, y su experiencia posiblemente es como un
enorme y confuso zumbido. Es cierto que, a simple vista, el recién nacido hace tan pocas
cosas que puede parecer un ser pasivo, sometido a las fluctuaciones del entorno e
incapaz de hacer nada por sí mismo. Así pensaban James y la mayoría de los psicólogos
hasta los años sesenta, pero en los últimos 40 años se han aportado muchas pruebas de
que el mundo perceptivo del bebé está bastante más organizado de lo que se suponía. Sus
sentidos funcionan en mayor o menor medida desde que nace e incluso antes, algunos de
forma bastante eficiente (como el olfato, gusto, tacto e incluso oído) mientras que otros,
como la visión, de modo más precario.
Este capítulo ofrece una perspectiva general del desarrollo de la percepción visual y
auditiva en bebés, dos sistemas fundamentales para la organización del mundo y, no por
casualidad, los campos en que más se ha investigado en todos estos años. Se discuten
también los resultados sobre la percepción intermodal, es decir, aquella en la que se
relacionan distintos sistemas sensoriales como el tacto y la vista o el oído y la vista. Por
limitaciones de espacio, no podemos desarrollar otros sentidos sensoriales, como el
olfato y el gusto.
Para empezar, conviene aclarar que, aunque existen distintos niveles en el estudio de
la percepción, aquí nos aproximaremos a él atendiendo al fenómeno de la percepción
como experiencia psicológica, es decir, el modo en que interpretamos la información que
procesan nuestros sentidos (y no lo que ocurre a nivel físico, antes del procesamiento

67
sensorial). La cita con que se inicia este capítulo da una idea de lo que queremos decir, y
en el cuadro 3.1 se describen algunas propiedades básicas de la percepción que ayudan a
completar esta perspectiva.

Cuadro 3.1 Propiedades de la percepción


Percibimos un mundo unitario, no colecciones separadas de impresiones visuales, táctiles, auditivas, olfativas,
etc. No percibimos estímulos ni representaciones momentáneas de ellos en un receptor —como una imagen
retiniana—, sino que percibimos cosas y sucesos en el mundo.

Es un proceso que no requiere reflexión, esfuerzo ni conciencia, sino que es automático, aunque podemos
dirigir deliberadamente nuestra atención hacia estímulos específicos.

Percibir es un proceso activo y selectivo. Los estímulos no caen sobre los receptores como la lluvia sobre el
campo. Extraemos sólo una parte del flujo continuo de información disponible. A este aspecto de la percepción
se le denomina atención, proceso inseparable de la percepción.

1. La investigación con bebés

Como señalara Bornstein (1986), la percepción es un asunto privado que no se puede


estudiar directamente. Para llegar a saber cómo perciben exactamente las cosas otras
personas hemos de inferirlo a partir de lo que nos dicen o lo que hacen en relación con la
experiencia perceptiva. Con bebés, la dificultad es mucho mayor pues no podemos
preguntarles qué y cómo perciben ni contamos con su colaboración voluntaria, por lo
que debemos utilizar métodos indirectos para averiguarlo. Además, ni siquiera tenemos
la garantía de que el bebé permanezca despierto y en estado de alerta el tiempo necesario
para llevar a cabo la investigación. La duración media del estado de alerta activa de un
recién nacido es de 10 minutos y muchas sesiones experimentales duran más de esto, por
lo que, con demasiada frecuencia, se pierden (en el camino del experimento) muchos
bebés.
Pese a estas limitaciones, los investigadores han conseguido desarrollar técnicas
variadas, y ciertamente muy ingeniosas, para que los bebés respondieran a preguntas
como: ¿distinguen formas, colores, objetos, voces, música, sabores...?

1.1 Clasificación de los procedimientos

En lo que sigue, se presentan los distintos tipos de estudios organizados de acuerdo con
la clasificación propuesta por Bornstein (1986) que los divide en dos grandes categorías:
medidas psicofisiológicas y medidas conductuales. La precisión de unas y otras es
bastante distinta pues las primeras permiten llegar a valores muy exactos (tasa cardiaca,
etc.) mientras que las segundas son menos precisas (mirada, succión). Sin embargo, y de
acuerdo con Bornstein, las técnicas conductuales nos ofrecen datos que son

68
psicológicamente más significativos. Así, la mirada prolongada de un bebé a un estímulo
proporciona indicios más relevantes de lo que puede ser su experiencia visual que las
ondas cerebrales que acompañan la percepción.

1.1.1 Medidas psicofisiológicas

Se refieren a aspectos diversos del funcionamiento y estructura del sistema nervioso


central y autónomo. Hoy sabemos, por ejemplo, que los bebés están anatómicamente
bien preparados al nacer para recibir información táctil, gustativa, olfativa, vestibular y
auditiva, y que el sistema visual es el que más tarda en alcanzar su pleno desarrollo. Sin
embargo, los datos anatómicos por sí solos no son suficientes para saber si hay función
perceptiva. Como se suele decir, los bebés nacen con piernas pero no andan.
Otro tipo de estudios son los que se ocupan del desarrollo y especialización de
neuronas individuales en los sistemas sensoriales. Distintas técnicas han permitido
identificar células individuales, ya presentes en el feto, que codifican rasgos físicos
específicos del entorno (por ej. neuronas especializadas en registrar la longitud de onda
de la luz, la orientación de la forma, dirección del movimiento, etc.).
Por último, mediante electroencefalogramas (EEG) y técnicas de potenciales
corticales evocados se pueden medir los cambios de potencial eléctrico que se producen
en el cerebro en respuesta a un estímulo. Por ejemplo, cuando se procesa un estímulo
(visual, auditivo u otro) se produce una onda en partes concretas del cerebro que,
mediante técnicas computarizadas, puede aislarse del EEG global. Estudios con fetos y
prematuros de 26 semanas de gestación muestran que estímulos auditivos de cierta
intensidad provocan este tipo de respuesta eléctrica (aunque el patrón de las ondas sea
mucho más simple que en el nacido a término y, por supuesto, que en adultos) lo que
revela que hay algún tipo de procesamiento sensorial. Estos datos, no obstante, sólo
permiten inferir que el neonato está preparado para percibir, pero no cómo lo hace.
En cuanto a las respuestas que dependen del sistema nervioso autónomo, los
psicólogos de la percepción en bebés han prestado atención especial a medidas como la
tasa cardiaca o reflejos como el de orientación. Por ejemplo, respecto a este último se
sabe desde hace mucho tiempo que los organismos tienden a orientarse hacia estímulos
que destacan en su ambiente (por ej. una luz brillante o un sonido intenso), y el bebé no
es una excepción en esto. En los primeros días de vida, su reflejo de orientación
garantiza que atienda, aunque sólo sea muy brevemente, a ciertos estímulos salientes
(atención cautiva) pero en poco tiempo se observa ya una atención sostenida a los
estímulos. Los psicólogos suelen interpretar esto como interés del bebé por ese
«acontecimiento», y analizan qué propiedades tiene el estímulo que reclama la atención
del bebé.
Cuando el bebé se involucra en un proceso activo de atención sostenida (que suele
durar de 2 a 20 seg.) se observa una ralentización de la respiración y una desaceleración
máxima del pulso 1 , mientras que si algo de su entorno le produce miedo, la respuesta

69
autonómica es el aumento de su ritmo respiratorio y cardiaco. Estudios muy diversos han
usado esta última medida para inferir la experiencia psicológica del bebé cuando percibe
algo en concreto (una voz, la visión de un «abismo», etc.). Sin embargo, la tasa cardiaca
por sí misma puede no ser una medida muy fiable y, de hecho, conlleva algunos
problemas. Por ejemplo, se sabe que hay una interacción entre la conducta de succión y
el ritmo cardiaco por lo que se aconseja evitar el uso de chupetes si se pretende medir la
tasa cardiaca.

1.1.2 Medidas conductuales

El bebé posee un amplio repertorio de conductas espontáneas y expresiones faciales que


pueden indicarnos algo de su actividad perceptiva. Su estado (alerta, llanto, etc.), la
succión, la dirección de su mirada, sus movimientos de cabeza, las vocalizaciones,
sonrisa, conducta manual, son algunas de éstas. Basándose en este tipo de respuestas y
con la ayuda de las nuevas tecnologías, los psicólogos han diseñado ingeniosos
procedimientos. A continuación se describen los más importantes.
Técnica de preferencia. Hace más de 40 años, un psicólogo tuvo la ocurrencia de
presentar a bebés de un mes un par de láminas, colocadas equidistantes a su derecha e
izquierda, y observar si mostraban alguna preferencia visual por alguna (Fantz, 1961).
Comprobó que, ante algunos pares de estímulos, los bebés miraban más tiempo uno que
otro. A partir de entonces, esta sencilla técnica se ha incorporado plenamente en la
investigación sobre percepción en bebés. La diferencia en el tiempo de mirada se toma
como preferencia visual y, lógicamente, como discriminación, pues si el bebé no pudiera
distinguir entre un objeto y otro, no habría lugar para la preferencia. Sin embargo,
obtener un resultado negativo, es decir, que el bebé no atienda más a uno de los
estímulos, no permite afirmar que no los discrimine. Puede que ambos le interesen por
igual o le aburran por igual. Por supuesto, debe controlarse que la orientación visual al
estímulo no se deba a otras variables extrañas, como un posible sesgo postural del bebé
que le hace estar apoyado hacia un lado más que otro. Para evitar ese riesgo, las
presentaciones se suelen hacer contrabalanceando su posición espacial.
Actualmente esta técnica se sigue usando para estudiar una amplia variedad de
capacidades perceptivas en el bebé, no solo visuales. Por ejemplo, en estudios sobre
discriminación y preferencias olfativas o auditivas, se toma como medida la rotación de
cabeza hacia la fuente estimular.
Habituación. Es una de las técnicas más interesantes y complejas en la investigación con
bebés. Tiene la ventaja de que puede aplicarse a un mayor número de modalidades
sensoriales que la técnica de preferencias (véase fig. 3.1), pero el inconveniente de que
se suele evaluar y cuantificar de formas muy distintas, por lo que pueden estar
implicados procesos diferentes (Colombo y Frick, 1999).

Figura 3.1 Ejemplo de técnica de habituación simple: tiempo de mirada

70
Se presenta el E. de Habituación (a) hasta que el bebé deja de mirarlo. Luego se presenta uno de los dos estímulos
nuevos (posthabituación) (b) o (c).
[Generalmente se forman dos grupos de bebés: a uno se le presenta (b) y al otro (c)].
Si el bebé vuelve a mirar con atención el nuevo estímulo se supone que se debe a que detecta su novedad, es decir,
discrimina entre éste y el anterior.

La habituación se basa en un fenómeno común: si presentamos a un bebé (o a


cualquier otro organismo) un estímulo durante un periodo prolongado o en sesiones
sucesivas, normalmente su atención a él disminuye. Se supone que esto ocurre porque el
bebé ha codificado de alguna manera ese estímulo, digamos que lo ha aprendido o ha
formado un esquema del estímulo (los autores difieren en su concepción de la naturaleza
del proceso) y, por tanto, deja de ser algo novedoso. Se dice que hay deshabituación
cuando, ante un nuevo estímulo, el bebé recupera la atención. Cuando esto ocurre, se
supone que el bebé reconoce que está ante un estímulo nuevo, distinto del anterior.
Puede haber muchas variaciones en la aplicación de esta técnica, pero actualmente
suele diseñarse de manera que se adapte a las características del bebé. Hay bebés que
tardan mucho más que otros en dejar de atender a un estímulo, quizá porque necesitan

71
más tiempo para procesar o aprender sus rasgos. En consecuencia, no conviene fijar de
antemano el número y tiempo de los ensayos de habituación: deben comenzar cuando el
bebé empieza a orientarse al estímulo y acabar cuando deja de hacerlo.
Por otra parte, como en el caso de las preferencias, es fundamental controlar a qué se
deben los cambios de atención y descartar que están causados por el estado del bebé
(cansancio, sesgos posturales) o características de los estímulos (que no estén
equiparados en complejidad y otras variables físicas.
Técnicas de condicionamiento operante. Respuestas espontáneas como la rotación de la
cabeza o la succión, se pueden llegar a condicionar en bebés de pocas semanas y, a partir
de ello, estudiar aspectos de su discriminación o sus preferencias perceptivas. Veamos
un ejemplo de condicionamiento de la succión. Las técnicas actuales permiten registrar
exactamente la tasa o ritmo de succión de un bebé cuando chupa su chupete de manera
que se pueda presentar un estímulo cada vez que el bebé aumenta (o disminuye)
significativamente su tasa de succión. El estímulo puede ser, por ejemplo, una imagen
atractiva que se mantiene mientras el bebé sigue chupando a ese ritmo, pero desaparece
en cuanto desciende el chupeteo. Desde muy pequeños, los bebés son capaces de
aprender esta contingencia y lo normal es que mantengan su conducta si produce algo
que les interesa (refuerzo) y que, al cabo de cierto tiempo, terminen aburriéndose o, en
términos más correctos, se habitúen. En ese momento, podemos manejar la situación de
modo que, en cuanto se produzca un nuevo cambio en la actividad de chupeteo del bebé,
aparezca otro estímulo, ligeramente distinto al anterior. Si el bebé discrimina el nuevo
estímulo y le resulta interesante, volverá a producir la conducta en cuestión. También en
este caso, un resultado negativo es más difícil de interpretar.
Como se ve, pueden combinarse distintas técnicas (habituación con condicionamiento
operante o con la técnica de preferencias) para potenciar los procedimientos de estudio
de la percepción en bebés.

2. El desarrollo de la visión

Durante siglos se creía que los bebés nacían prácticamente ciegos y tardaban meses en
poder reconocer e identificar objetos en el espacio. Actualmente sabemos que, pese a ser
el sentido que más tarda en desarrollarse completamente, los recién nacidos detectan
ciertos patrones visuales y en pocos días se orientan más a unos estímulos que a otros.
Para entender cómo se desarrolla la visión empezamos proporcionando algunos datos
sobre procesos visuales básicos en la percepción visual y de la profundidad, basándonos
en McShane (1991), entre otros.

2.1 Procesos visuales básicos

72
2.1.1 Acomodación visual

Una de las habilidades básicas del ojo es enfocar objetos a distancias diferentes. En
adultos, es una respuesta automática del ojo que se consigue cambiando la curvatura de
las lentes; pero ¿ocurre igual en los bebés? Pues bien, se ha visto que frente a estímulos
de laboratorio de bajo contraste (caretas, dianas, tableros de ajedrez), los bebés muestran
una escasa acomodación visual hasta los 3 o 4 meses. Sin embargo, con estímulos
naturales de alto contraste son capaces de acomodarse al mes de vida.
En los años sesenta se realizaron los primeros estudios sobre la acomodación visual
en bebés. En uno de ellos, se analizó mediante retinoscopia 2 la respuesta visual de bebés
de 6 días a 4 meses presentándoles un objeto pequeño a varias distancias. Se encontró
que antes de un mes la acomodación visual es muy baja pero a partir del segundo mes
mejora sensiblemente, y alcanza un nivel próximo al adulto a los 4 meses. Años después
se pusieron en duda estos resultados por el tipo de estímulos usados, objetos pequeños y
de poco contraste. Con objetos de mayor contraste, Banks (1980) encontró mejor
enfoque visual desde el primer mes de vida.
Mediante otras técnicas más sensibles, como la fotorrefracción (que detecta con
precisión no sólo la acomodación visual, sino también los movimientos rápidos de los
ojos al mirar un estímulo) se ha podido estudiar a bebés desde el primer día de vida,
presentándoles objetos a distintas distancias. Hasta el décimo día, parece que los bebés
enfocan mejor un estímulo situado a 75 cm o menos, pero a partir de esa edad su
acomodación visual a objetos algo más alejados (hasta 150 cm) mejora sensiblemente.

2.1.2 Agudeza visual

Consiste en la medida del detalle con que se perciben los rasgos de un objeto o estímulo
visual. Generalmente, se ha estudiado presentando pautas visuales de rayas verticales
blancas y negras más o menos finas. La anchura de las rayas se va reduciendo hasta que
la figura se ve como una mancha gris. La medida de la agudeza visual se obtiene en
función del patrón de rayas más finas que se consigue detectar.
Mediante medidas basadas en el fenómeno de nistagma optocinético 3 , se ha evaluado
la agudeza visual en bebés desde el nacimiento hasta los 6 meses. Los resultados revelan
que a las dos semanas la agudeza visual es 1/30 de la del adulto (es decir, para que el
bebé detecte las rayas éstas tienen que ser 30 veces mayores que para el adulto), y a los 6
meses, es de 1/10. El empleo de la técnica de preferencias ha conducido a resultados
similares. Sin embargo, las medidas de actividad eléctrica cerebral (potenciales visuales
evocados —onda típica que desaparece cuando las rayas dejan de detectarse—) indican
algo diferente. Con esta técnica se observa que a partir de las seis semanas de vida, la
mejora de la agudeza visual es mucho más rápida de lo que señalan las técnicas
anteriores, y que a los 6 meses de vida se ha alcanzado la agudeza visual del adulto.
Aunque aún no se pueden explicar estas diferencias en los resultados, parece claro que la

73
agudeza visual del recién nacido es muy escasa pero mejora muy rápidamente durante
los primeros meses.

2.1.3 Sensibilidad al contraste

Las medidas de función de sensibilidad al contraste en bebés muestran que son sensibles
a un rango menor de frecuencias espaciales (es decir, a frecuencias espaciales bajas) y
también a un rango mayor de contrastes que los adultos, y que hay un rápido incremento
en los primeros 6 meses. ¿Significa esto que el bebé no puede distinguir los objetos de su
fondo? La mayoría de los objetos (entre ellos, las caras) del entorno natural de los bebés
tienen un alto contraste con sus «fondos», de manera que pueden percibirlos como tales.
Sin embargo, el que los bebés sean más sensibles a frecuencias espaciales bajas significa
que percibirán mejor los objetos cercanos que lejanos.

2.2 ¿Percibe el bebé la profundidad?

Para situar y localizar objetos en el espacio, nuestro sistema visual debe proporcionarnos
algún indicio de la distancia a la que se encuentran. Recordemos que la imagen que
recibe cada una de nuestras retinas es bidimensional por lo que, en sí misma, no
proporciona información sobre la distancia o profundidad a la que se hallan los objetos.
Por tanto, el sistema visual debe completar de alguna forma esa información para llegar
a localizar espacialmente los objetos. El adulto se guía por distintos tipos de indicios:
binoculares, monoculares y cinéticos. ¿Y el bebé?

2.2.1 Indicios binoculares

Al mirar un objeto, nuestros ojos convergen en él y cada uno recibe información


ligeramente diferente debido al ángulo de visión. A partir de estas dos imágenes planas y
dispares que se forman en la retina derecha e izquierda, el cerebro reconstruye la tercera
dimensión, dando lugar a una sensación de profundidad. Para comprobarlo, fijemos la
vista en un punto lejano acercando o alejando un lápiz de nuestro rostro: el lápiz parece
doble. Al contrario, si miramos un paisaje a través de un cristal sucio, y hacemos
converger nuestros ojos en la mota de polvo del cristal, se desdobla el paisaje del fondo.
En realidad, esta experiencia visual de desdoblamiento de imágenes pasa desapercibida
en la actividad visual cotidiana y sólo la apreciamos al hacerlo deliberadamente.
La fusión de las dos imágenes retinianas requiere que la convergencia de los dos ojos
sea muy precisa, algo que todavía está fuera del alcance del neonato. Diversos estudios
indican que en las primeras semanas de vida, la convergencia de los ojos del bebé es
muy pobre por lo que, probablemente, la visión del recién nacido es doble. No es hasta
los 5-6 meses cuando se consigue una convergencia bastante precisa de ambos ojos. Por
consiguiente, lo que hay que averiguar es si, antes de utilizar los indicios binoculares, los

74
bebés tienen alguna posibilidad de percibir la profundidad a partir de otros indicios.

2.2.2 Indicios monoculares

Si el sistema visual dispusiera sólo de los mecanismos binoculares (visión


estereoscópica), posiblemente la percepción de la profundidad sería muy poco eficiente.
En los propios objetos y eventos visuales, hay numerosos indicios que dan una
información muy rica sobre la profundidad. Los indicios monoculares, es decir, los que
capta un solo ojo, se refieren a información como el gradiente de textura (la textura de
los objetos parece más fina cuanto más lejos están), la interposición (los objetos lejanos
se ocultan, en parte, tras los objetos más cercanos que están en la misma línea de visión),
la perspectiva lineal (el tamaño decrece con el aumento de distancia) y los tamaños
relativos y familiares (nuestro conocimiento del tamaño de objetos familiares nos ayuda
a interpretar la distancia).

Cuadro 3.2 La ventana trapezoidal

Yonas y Granrud (1985) realizaron un experimento sobre la sensibilidad del bebé a indicios monoculares.
Utilizaron una ventana trapezoidal deformada, en la que uno de los lados es mayor que el otro (véase figura
3.2), para averiguar si los bebés usan la clave de perspectiva lineal al intentar coger objetos. Cuando los adultos
ven con un solo ojo la ventana (situada en línea frontoparalela) juzgan incorrectamente que la parte más ancha
está más próxima. La investigación se realizó con bebés de entre 5 y 7 meses, con un ojo tapado, y se encontró
que solo a partir de los 7 meses intentaban coger la parte que parece más cercana, como hacen los adultos.
Otros estudios llegan a resultados semejantes indicando que la sensibilidad a la línea de perspectiva se
desarrolla entre los 5 y 7 meses, así como otras claves monoculares: interposición, tamaños relativos, etc.

Los resultados de distintos trabajos son bastante claros y congruentes: a los 5 meses
los bebés no parecen ser sensibles a estas claves, mientras que a los 7 meses ya han
desarrollado la mayoría. Es decir, parece que los indicios monoculares no son
funcionales antes de que sean operativos los indicios binoculares. Sin embargo, uno de
los problemas metodológicos en el estudio de los indicios monoculares en bebés es que
se basan, en la mayoría de los casos, en experimentos que requieren coger o alcanzar un
objeto con la mano. Puesto que la prensión voluntaria requiere muchos meses para ser
ágil y eficaz, los autores no descartan que se esté subestimando la capacidad del bebé a
la hora de explotar los indicios monoculares para la percepción de la profundidad.

Figura 3.2 La ventana trapezoidal de Ames (1951). Tipo de estímulo utilizado para el estudio de indicios
monoculares

75
2.2.3 Indicios cinéticos

Los objetos se mueven en el espacio y rara vez estamos ante un espectáculo visual
completamente estático. Al moverse los objetos o al mover nuestra cabeza cuando
miramos, obtenemos información adicional sobre su localización, distancia, forma, etc.
Incluso si miramos una escena cerrando un ojo, ligeros movimientos laterales de la
cabeza nos permiten obtener inmediatamente una sensación de profundidad: percibimos
dos objetos situados en la misma línea de visión, pero a distinta distancia, como si el más
cercano se desplazara a un lado más rápido y más lejos que el objeto lejano. Esto es lo
que se conoce como paralaje del movimiento (véase figura 3.3). En la vida cotidiana, al
desplazarnos en coche a cierta velocidad mirando por la ventana, percibimos los objetos
próximos como si pasaran más rápido que los alejados (gradiente de velocidad o flujo

76
visual). Además, los objetos cercanos pasan necesariamente por delante de los objetos
lejanos, lo cual constituye el principio de aglomeración y borrado de contorno.

Figura 3.3 Claves retinales para la percepción de la distancia. Arriba paralaje binocular. Abajo: ángulo de
convergencia

Todavía queda mucho por investigar acerca de los indicios cinéticos en la percepción,
pero se han realizado dos conjuntos de investigaciones con bebés que aportan datos muy

77
interesantes. A continuación se comentan brevemente estos estudios.

La percepción del «abismo visual». Los adultos detectamos rápidamente caídas del
terreno o precipicios y evitamos de forma inmediata su proximidad. El miedo al abismo
o a las alturas es general y, sin duda, adaptativo. ¿Responden igual otras especies? ¿Y los
bebés?
Gibson y Walk (1960) diseñaron un aparato que se conoce como «abismo visual»
(véase figura 3.4) para estudiar la respuesta de distintos animales recién nacidos (cabras,
monos rhesus, polluelos, gatos) cuando se les colocaba encima de la parte que simula
visualmente un desnivel marcado. Encontraron que, en algunas especies, las crías
evitaban atravesar el abismo mientras que en otras (gatos, conejos) la evitación del
abismo aparecía después de unas semanas de vida.

Figura 3.4 Ilustración esquemática del aparato del abismo visual (Gibson y Walk, 1960)

Para realizar esta misma experiencia con bebés, hay que esperar hasta que puedan
desplazarse por sí mismos, lo que no suele ocurrir antes de los 6-7 meses, cuando

78
empiezan a gatear. Gibson y Walk estudiaron a bebés de estas edades, y observaron que
prácticamente ninguno se atrevió a atravesar el lado del «abismo». Sin embargo,
teniendo en cuenta que a esa edad los bebés han tenido una gran cantidad de experiencia
visual, no podían determinar si la percepción de la profundidad y el miedo al abismo son
resultado de esta experiencia o están presentes desde mucho antes.
Con el fin de esclarecer esta cuestión, varios autores (Scarr y Salapatek 1970;
Campos, Hiatt, Ramsay, Henderson y Svejda, 1978) han realizado distintos
experimentos usando el aparato del abismo visual con bebés mucho más pequeños. En
uno de ellos, se colocaba al bebé en un carrito que era empujado desde la zona visual
«sólida» hasta la zona profunda o abismo visual, tomando medidas de su mirada y ritmo
cardiaco. Se observó que, desde los dos meses, los bebés miraban la zona profunda del
aparato pero, curiosamente, su ritmo cardiaco disminuía. Es decir, parecería que a los 2
meses ya perciben la diferencia entre la zona del «abismo» y la zona visualmente sólida
pero sin que eso les produzca ninguna aprensión. A los 9 meses, por el contrario, cuando
los bebés eran desplazados a la zona del abismo visual reaccionaban con un aumento de
la tasa cardiaca (lo que se interpreta como miedo).
En algunos estudios posteriores se ha visto que la respuesta de miedo está en función
del tiempo que los niños llevan gateando: cuanto más tiempo, más probable que
muestren signos de miedo. Los mismos autores, con el fin de confirmar sus hipótesis,
sometieron a un grupo de niños «gateadores» a unas sesiones de gateo extra (mínimo de
40 horas), y comprobaron que estos niños mostraban una mayor aceleración de la tasa
cardiaca que los que no habían tenido las sesiones extra. Pese a que no todos los autores
llegan a resultados semejantes (en un estudio se observó que los bebés que tenían más
miedo al abismo eran los que habían empezado a gatear más tarde), parece claro que la
capacidad para discriminar visualmente una zona profunda y una sólida surge a los
pocos meses de nacer, bastante antes que el miedo a «abismos» o desniveles. Esta
respuesta emocional empezaría hacia la segunda mitad del primer año, cuando el bebé
empieza a poder desplazarse por sí mismo, es decir, cuando está expuesto al peligro de
caer. Teniendo en cuenta, además, que los niños que ya son autónomos en sus
desplazamientos se vuelven muy cautelosos ante escaleras y desniveles, es razonable
establecer una relación evolutiva entre estos aspectos del desarrollo motor y emocional.

La percepción del choque de objetos contra nuestra cara. Cuando un objeto se aproxima
hacia nuestra cara, su proyección óptica se expande de forma continua, simétrica y
acelerada, y nuestro cerebro puede determinar con bastante precisión el tiempo de
impacto. La reacción normal es evitar la colisión inminente y, de forma automática,
retraemos la cabeza, parpadeamos y levantamos las manos para protegernos. Estudios
con crías de distintas especies (ranas, pollos, gatos) han mostrado respuestas defensivas
en todas ellas, sin que antes hubieran tenido experiencia con eventos similares.
Ha habido varios estudios con bebés en los que se simula la aproximación y el choque

79
inminente de un objeto (real o virtual) contra su cara. Uno de los primeros lo realizaron
Bower, Broughton y Moore (1970) y observaron que desde las tres semanas, los bebés
reaccionan echando hacia atrás la cabeza e incluso interponiendo sus manos. Sin
embargo, las medidas se han ido afinando a lo largo de estos años y, actualmente, se
considera que la respuesta más fiable de previsión del choque y, por tanto, de percepción
de la profundidad, es el parpadeo acompañado del movimiento de retracción de la
cabeza. Si sólo se produce este último, no se puede descartar que se deba a que el bebé
fija su mirada en el borde superior de la figura que se aproxima (y por eso echa hacia
atrás su cabeza). Considerando ambas medidas, no hay pruebas de que antes del segundo
mes de vida los bebés perciban este evento como un choque inminente (Kellman y
Banks, 1998).
Otros estudios indican que sólo a los tres meses los bebés son capaces de hacer finas
discriminaciones entre objetos que se les aproximan velozmente. A esta edad, reaccionan
defensivamente cuando se les acerca un objeto macizo en una línea de choque contra la
cara, pero no ante uno que se desvía de esta trayectoria. Tampoco muestran miedo
cuando se trata de un objeto con una abertura grande (por ejemplo, un panel con una
especie de puerta) que no podría golpearle. Lo interesante de estos resultados es
comprobar que los bebés discriminan entre objetos u obstáculos que obstruyen la
locomoción hacia adelante y pasos abiertos que la permiten mucho antes de que puedan
desplazarse por sí mismos.
En resumen, si confiamos en los estudios de laboratorio realizados a lo largo de
varios decenios, parece que la sensibilidad de los bebés a distintas claves visuales parece
seguir un orden. Las primeras que se adquieren son las claves cinéticas (hacia los 3
meses), luego las binoculares (entre 4-5 meses) y, por último, las monoculares (7 meses).

Figura 3.5 Tipo de estímulos utilizados por Fantz

2.3 La percepción de la forma

2.3.1 Las preferencias visuales

80
Ya se ha comentado que los primeros estudios sobre preferencias visuales se los
debemos a Fantz. Este autor encontró que desde el segundo mes de vida, los bebés miran
más estímulos de cierta complejidad (por ej., lámina con esquema de rostro humano) que
estímulos más simples (por ej., una lámina de color). En la figura 3.5 se pueden ver el
tipo de estímulos empleados por Fantz en sus estudios. Desde entonces se han empleado
materiales muy diversos para estudiar las preferencias visuales y, en particular, el interés
del bebé por la complejidad.
Varios estudios realizados poco después que el de Fantz mostraron que la preferencia
por lo complejo está relacionada con la edad. Así, cuando se utilizan tableros de ajedrez
de distinto número de casillas (2⋅2, 8⋅8, etc.), el recién nacido mira más uno de 2⋅2; el
bebé de 2 meses prefiere algo más complejo (8⋅8) y a las 14 semanas uno todavía más
complejo (24⋅24) (Brennan, Ames y Moore, 1966).
Hay, sin embargo, otra posible interpretación: al aumentar la complejidad, aumentan
o cambian también otros atributos, como por ejemplo, la densidad del contorno. Banks y
Ginsburg (1985) han desarrollado un modelo de simulación que relaciona los datos de
preferencias visuales del bebé con el desarrollo de las capacidades de su sistema visual.
A pesar de la complejidad de su modelo, los autores extraen una conclusión sencilla de
formular: las preferencias visuales de los bebés están regidas simplemente por una
tendencia a mirar formas o patrones visuales altamente visibles.
Estas preferencias serían adaptativas en dos sentidos: las «estrategias para mirar» del
neonato, además de permitirles obtener el máximo de información para la percepción de
objetos, facilitaría el desarrollo postnatal del cortex visual. Por otro lado, la sensibilidad
de los recién nacidos hacia frecuencias espaciales bajas ayudaría a la coordinación
visomotora, es decir, hace posible que el bebé dirija su acción hacia objetos que puede
ver claramente (que son los cercanos).

2.3.2 La inspección visual de objetos

Como señalara Gibson, los organismos buscan activamente la información en el medio.


En el caso de los bebés, ¿su mirada se posa pasivamente en los objetos o realizan alguna
actividad de rastreo y escrutinio de aquéllos?, ¿cómo mira el bebé los objetos?
La técnica de reflexión córnea (con luz infrarroja) permite observar al detalle las
inspecciones visuales que hace el ojo. Uno de los primeros estudios es de Salapatek y
Kessen (1966) que observaron la inspección visual de un triángulo en bebés de un día de
vida (véase figura 3.6). y encontraron que miraban muy brevemente y como mucho sólo
uno de los vértices del triángulo, no los interiores, aunque observaron importantes
diferencias individuales en dicha actividad. Estudios posteriores han confirmado que la
inspección de figuras suele ser muy escasa en recién nacidos y que aumenta
sensiblemente con la edad. Por ejemplo, comparando a bebés de 1, 2 y 3 meses, frente a
distintos tipos de estímulos (geométricos, caras, etc.), se ha visto que los primeros miran
casi exclusivamente los contornos mientras que con 2 y 3 meses escrutan ya los

81
interiores (véase figura 3.7).

Figura 3.6 Inspección visual en bebés (basado en Scarr y Salapateck)

Figura 3.7 Patrón típico de los movimientos oculares del bebé en la inspección de caras

82
El hecho de que los neonatos no inspeccionen los interiores de las figuras llevó a
varios investigadores a preguntarse si serían capaces de detectar cambios en el interior de
éstas. Milewski (1976, 1978) presentó a bebés de 1 y 4 meses diversos estímulos que
consistían en una figura geométrica inscrita en otra (véase figura 3.8). Habituó a los
niños a estos estímulos y luego cambió: 1) la forma interior, 2) la forma exterior, 3) o
ambas. Los bebés de 4 meses se deshabituaron ante todos los cambios, mientras que los
de 1 mes sólo lo hicieron ante el segundo. De ahí concluyó que sólo atendían a los
elementos externos de los estímulos complejos, lo que se conoce como «efecto del
contorno». Ahora bien, es posible que el resultado se debiera a los límites del sistema
visual del neonato que «filtra» u omite procesar algunos de los elementos. Para
comprobar esta hipótesis, Ganon y Swartz (1980) usaron elementos internos muy
«salientes» (una especie de ojos, o un patrón similar al tablero de ajedrez), encontrando
que, en estos casos, los bebés de un mes detectaban cambios tanto en los rasgos externos
como internos. Si, además, el interior se mueve, la discriminación del cambio interno es
muy precoz.

83
Figura 3.8 Tipo de estímulos usados por Milewski (1976) para estudiar el «efecto de contorno»

En conclusión, los bebés son capaces de procesar información compleja siempre que
su sistema visual sea capaz de detectarla (y esto ocurre cuando es «altamente saliente» o
visible). El sistema está razonablemente preparado y bien adaptado para llevar a cabo un
reconocimiento primitivo de objetos. En todo caso, a los 3 o 4 meses disponen de
capacidades avanzadas para escrutar con gran detalle estímulos complejos (entre los
cuales, la cara humana es quizá el más rico y saliente), lo que garantiza un
procesamiento y aprendizaje más efectivos.

2.3.3 La percepción del rostro

Hasta ahora, hemos comentado estudios en los que se utilizan estímulos de laboratorio
muy artificiales, que no existen, por lo común, en el entorno natural del bebé. Aunque

84
parezca paradójico, la mayoría de los estudios sobre la percepción de rostros se ha
realizado, también, con este tipo de estímulos y sigue habiendo poca investigación con
rostros humanos reales. No hace falta decir que la validez ecológica de uno y otro tipo
de estudios es muy distinta, pero hay que comprender que la posibilidad de control que
ofrecen los estímulos diseñados por el investigador es mucho mayor que las caras reales.
Veamos algunos resultados, empezando por las caretas.
Desde el estudio de Fantz que, como se recordará, incluía distintos tipos de láminas
(una diana, una careta, etc.) se pensó durante muchos años que la preferencia de los
bebés por la careta frente al resto de los estímulos sólo podía explicarse por una
disposición innata para orientarse a las caras humanas y atender a ellas. Sin embargo,
cuando empezaron a controlarse los estímulos de laboratorio, equiparándolos en
variables como el contraste y la complejidad, las cosas cambiaron. Tomados en su
conjunto, los resultados revelan que en los primeros 2 o incluso 4 meses, los bebés miran
con la misma atención una careta que una lámina con rasgos faciales desordenados
(véanse figuras 3.9 y 3.10). A partir de esa edad se orientan más a una careta «ordenada»
y, hacia los 9-10 meses, se invierte esta preferencia atendiendo más a las desordenadas.
Este desarrollo es coherente con lo que ocurre desde el punto de vista de su rastreo
visual. En los primeros meses, la exploración se limita sobre todo al contorno de las
figuras, y el rastreo de los interiores (ojos, boca, etc.) se empieza a producir, de forma
sistemática, hacia el tercer mes de vida. Aunque es cierto que, frente a rostros reales, la
exploración visual del bebé es más compleja que frente a caretas bidimensionales, si
consideramos distintos aspectos de la visión temprana, en especial la limitada agudeza
visual, es muy probable que el bebé no disponga de un esquema facial antes de los 3
meses, y que este esquema no se individualice antes de los 4 o 5 meses.

Figura 3.9 Tipo de estímulos clásicos usados para el estudio de la percepción del rostro

Figura 3.10 Estímulos usados para evaluar la sensibilidad del bebé a rasgos del rostro

85
Los cuatro estímulos, generados por ordenador, son equiparables en sus propiedades físicas de contraste, tamaño y

86
características ópticas. Sin embargo, sólo uno (A) se parece a un rostro. Se supone que si el bebé posee una
sensibilidad específica a las caras, entonces mirará más (A) que a los restantes estímulos. Los resultados muestran
que a las 6 semanas de vida no hay ninguna preferencia específica, mientras que a las 12 semanas, los bebés miran
más al estímulo parecido al rostro. (Tomado de J. Dannemillar y B. Stephens, 1988 «A critical test of infant
pattern preference models». Child Development, 59, 210-216).

Si lo dicho hasta ahora es cierto, la discriminación de rostros reales debería ser


coherente con estos datos. Pues bien, a excepción de algún estudio en el que se dice
haber encontrado un reconocimiento del rostro de la madre en recién nacidos (que,
posteriormente, se ha explicado por el olor de la madre, un indicio al que el neonato es
muy sensible), los bebés no parecen discriminar los rasgos de la cara de su madre hasta
los 4 meses, aproximadamente. Sin embargo, es muy posible que antes de reconocer a la
madre por sus rasgos faciales internos (ojos, boca) la reconozcan por el contorno de su
cara (Bartrip et al., 2001).
Además, desde el punto de vista de la relación del bebé con su madre o cuidadora, el
reconocimiento temprano de ella está garantizado por otros sistemas sensoriales, que
funcionan con mas eficacia desde el nacimiento. Así, el olor del cuerpo materno como el
olor y sabor de la leche materna (si es alimentado así) se distinguen desde muy pronto de
otros «olores», tanto de personas, de leches maternas o de otro tipo de sustancias. Por
otro lado, posiblemente exista también un reconocimiento precoz de indicios posturales
y propioceptivos relacionados con el modo particular en que el cuidador le coge en
brazos, mece, etc., aunque en este caso resulta prácticamente imposible diferenciar si lo
que el bebé reconoce son estas claves o, sencillamente, el olor. Por último, como se verá
en el siguiente apartado sobre el oído del bebé, la voz materna resulta ser una clave
privilegiada de reconocimiento para el bebé.
En definitiva, aunque el rostro particular de la madre tarde en conocerse y
distinguirse de otros, en condiciones naturales hay tantos otros estímulos asociados a la
cara humana que hacen posible mantener la atención del bebé desde recién nacido:
cualquiera que se acerca a un bebé no solo lo mira, sino que le sonríe, habla o susurra,
mece, acompañando todas estas acciones con suaves movimientos de cabeza y con
gesticulaciones de la boca, los ojos y cejas. ¿Puede haber un estímulo de laboratorio tan
complejo y completo como éste?

2.4 Las constancias perceptivas

Nuestras imágenes retinianas cambian constantemente a medida que nos movemos y se


mueven los objetos, pero no por ello percibimos el mundo como un flujo desordenado de
impresiones sensoriales. Seguimos reconociendo una misma forma en distintas
orientaciones, el tamaño constante de un objeto, aunque se aleje o aproxime a nosotros, y
su color, aunque cambie la intensidad de la luz. ¿Reconocen los bebés que los objetos
mantienen su forma, tamaño y color?

87
2.4.1 Constancia de la forma

También fue a finales de la década de los sesenta cuando se empezaron a estudiar en el


laboratorio las constancias perceptivas de la forma y el tamaño. En esa época, era difícil
estudiar a bebés menores de 1 o 2 meses, y la técnica usual era habituarles a una figura
(por ejemplo, un cubo) en distintas orientaciones y observar si su atención se recuperaba
ante la misma figura, en una nueva orientación, o ante una figura distinta (por ejemplo,
un trapecio) orientada de manera que la imagen retiniana resultante fuera similar al cubo.
En general, se encontró que, desde el mes y medio de vida, los bebés responden más a la
nueva figura (trapecio) que a una nueva orientación de la misma figura (cubo). Más
recientemente, Slater y Morrison (1985) consiguieron habituar a recién nacidos (de 1 a 9
días de vida) a una forma (por ej., un trapecio) presentada en diferentes orientaciones (0º,
45º, 75º, 135º, etc.). Luego, el procedimiento fue similar al que se ha mencionado antes,
y los resultados también: los recién nacidos se deshabituaron ante una nueva forma más
que ante una nueva orientación. Para precisar un poco más, dedicaron casi el 80% de
tiempo a mirar la nueva forma (aunque su proyección en la retina fuera similar a una de
las orientaciones del estímulo de habituación) y solo el 20% a mirar la misma forma en
otra orientación.
El que esta constancia perceptiva esté presente tan pronto no significa, sin embargo,
que el aprendizaje no desempeñe un importante papel. Cuando las figuras son muy
complejas, los bebés pueden no lograr discriminar sus formas hasta los 6 a 9 meses.

2.4.2 Constancia del tamaño

Esta capacidad es más difícil de estudiar en bebés pues requiere colocar objetos a
distintas distancias y, puesto que el bebé pequeño tiene muy poca capacidad de
enfocarlos si distan más de 75 cm, como se ha visto, resulta prácticamente imposible
diseñar situaciones experimentales que obvien esta dificultad. Por ello, la mayor parte de
los estudios fiables se ha hecho con bebés de 2 meses como mínimo. En uno de los
primeros, también debido a Bower, se presentó a bebés de 2 meses la siguiente situación:
un cubo de 30 cm. de lado se situaba a 90 cm del bebé y se le condicionaba, mediante un
refuerzo, a girar la cabeza hacia el cubo. Luego, se observaba si el bebé generalizaba su
respuesta condicionada al mismo cubo situado a distancias diferentes (por ej., a 30 y 60
cm), o si lo hacían a cubos de otros tamaños situados a una distancia tal que su imagen
retiniana fuera semejante a la del estímulo de condicionamiento. Bower encontró que los
bebés respondían significativamente más al cubo del mismo tamaño, mostrando que
tenían esa constancia perceptiva.
Sin embargo, en investigaciones posteriores las pruebas no son tan claras hasta los 4-
5 meses. El problema, como suele ocurrir, es que las técnicas para medir la constancia no
siempre son las mismas. Por ejemplo, Day y McKenzie (1981) usaron un procedimiento
de habituación, y no de condicionamiento operante, como Bower, y no hallaron pruebas

88
de constancia del tamaño hasta los 4 meses de edad.

2.5 La percepción de los objetos

Cuando miramos cualquier objeto de nuestro entorno (por ejemplo, un perro) lo


percibimos como un volumen que ocupa un lugar en el espacio, es decir, un objeto
separado y único. No lo confundimos con otros objetos aunque se solape con ellos:
nuestro perro puede estar pasando tras una silla y no por eso dejamos de verlo como un
«objeto» entero, aunque la impresión visual sea que le falta una parte de su cuerpo. Con
independencia de que se acerque o aleje de nosotros, o de la intensidad de luz del
momento, seguimos percibiendo su forma, tamaño y color. Los cambios que ocurren en
nuestras imágenes retinianas no afectan, pues, nuestra percepción del perro.
¿Perciben los bebés del mismo modo? ¿Se dan cuenta de que, aunque el objeto esté
en contacto con distintas superficies (suelo, pared, otro objeto), sigue siendo un objeto
único, con límites espaciales, y con una forma completa (no fragmentada)?
Estamos, de nuevo, ante un problema antiguo en psicología que no podemos abordar
en profundidad. Por tanto, nos centraremos sólo en algunos estudios recientes,
especialmente en los realizados por Spelke y sus colaboradores para responder a las
anteriores preguntas.
En una serie de investigaciones con bebés, Spelke y su equipo encontraron que desde
los 3 meses reconocen que un objeto sólido (tridimensional) es independiente de la
superficie de fondo. En uno de estos experimentos, se mostraba al bebé un cilindro
naranja situado sobre un fondo azul. Tras familiarizarse con esta situación, el cilindro se
movía aproximándose hacia el bebé y se observaban dos situaciones: en una, el cilindro
se mantenía «entero», en la otra, se partía en dos de manera que sólo una parte se
desplazaba hacia delante. Los bebés miraron significativamente más tiempo este
segundo acontecimiento que el primero, interpretando este hallazgo como prueba de que
perciben la unidad de los objetos y comprenden que éstos son distintos de la superficie
de fondo (Spelke, Breinlinger y Jacobson, 1992). En otros estudios llegan a resultados
que apuntan en la misma dirección: los bebés perciben que dos objetos son unidades
distintas siempre que estén separados o que se encuentren en distintos planos de visión
(uno más alejado que otro). Sólo si se trata de dos objetos adyacentes y estacionarios, los
bebés los perciben como un único objeto. Según Spelke, estos hallazgos permiten
suponer que existe un principio que guía la percepción del bebé, que llaman principio de
cohesión: las superficies en el mismo plano de visión pertenecen al mismo objeto sólo si
están conectadas.
¿Qué pasa, sin embargo, cuando un objeto se esconde parcialmente tras otro?
Kellman y Spelke (1983) comprobaron que bebés de 4 meses percibían un objeto como
unitario aunque una parte de él (el centro) estuviera oculta por otro (véase figura 3.11).
Sin embargo, esto ocurría sólo cuando había indicios de movimiento, es decir, si el

89
objeto se movía de un lado a otro, o hacia atrás, produciendo así la sensación de que los
distintos puntos de la superficie están conectados. Por el contrario, si se mantenía
estático o se trataba de un plano (y no de un objeto sólido) los bebés no alcanzaban a
percibir la unidad del objeto. Experimentos con otro sistema sensorial, en este caso el
háptico, llegan a resultados similares: los bebés que han tocado los extremos de un
objeto pero no su centro, parecen reconocerlo cuando se les presenta en su totalidad. El
principio subyacente sería el mismo: al sujetar y mover el objeto con sus dos manos, el
bebé percibe su unidad. Esto lleva a Spelke a proponer un segundo principio, llamado
principio de contacto, según el cual las superficies se mueven juntas si, y solo si, están
conectadas. Por último, el principio de continuidad señala que un objeto se mueve en
una única trayectoria en el espacio y tiempo. En este caso, la prueba a favor de este
principio es que los bebés parecen comprender que un objeto no ha podido desplazarse
de A a C sin haber pasado por un lugar intermedio (B) (más explicación en Carey y
Spelke, 1994, pág. 173).

Figura 3.11 Un objeto se esconde parcialmente tras otro: ¿percibe el bebé la unidad de la barra?

Se presentó una barra colocada detrás de un bloque de modo que sólo fueran visibles los segmentos superior e
inferior de la barra. Cuando los bebés se habituaron a este estímulo, se les mostraron dos nuevos estímulos: una
barra entera y una barra partida. Se supone que si los bebés han percibido los segmentos visibles de la barra como
un objeto unitario, como haríamos los adultos, mirarán más la barra partida por tratarse de un estímulo nuevo. Por
el contrario, mirar más la barra entera significaría que lo novedoso es que se tratara de un bloque continuo y no
partido.
Hubo dos situaciones experimentales: en una, ambos objetos (barra y bloque) permanecen estáticos, en la otra uno
de los objetos o ambos se mueven.
Resultados:
a) Cuando los objetos NO se mueven, no hay diferencias entre las dos situaciones: los bebés miran por igual las
dos presentaciones de la prueba. Los bebés no perciben la unidad de los objetos sin movimiento cuyos centros son
invisibles.
b) Cuando los objetos SÍ se mueven, hay diferencias: perciben la unidad de la barra cuando ésta se mueve, pero no
cuando lo que se mueve es el objeto que la tapa ni cuando ambos objetos se mueven al mismo tiempo.
Sólo a los 7 meses los bebés pueden hacer la misma inferencia con objetos estacionarios (Kellman y Spelke,
1983).

Según Spelke, respecto al movimiento de los objetos, los dos principios que guían el

90
análisis perceptivo de los bebés son:

a) Principio de continuidad: los objetos sólo pueden moverse en una trayectoria


continua (connected path).
b) Principio de solidez: los objetos se mueven sólo en trayectorias que no están
obstruidas (unobstructed paths), es decir, dos objetos nunca pueden ocupar el
mismo sitio a la vez.

Estos dos principios están muy relacionados: el de continuidad dicta que en la


trayectoria de un objeto no puede haber «vacíos», y el de solidez que la trayectoria de
dos objetos no puede coincidir en el espacio y el tiempo. Luego señala que en realidad
ambos principios son abarcados por el de continuidad: un objeto sigue exactamente una
sola trayectoria de puntos conectados.
Otra restricción que, según Spelke, se manifiesta al menos desde los 4-6 meses es el
denominado principio de imposibilidad de acción a distancia: los bebés miran más un
acontecimiento en el que un objeto (a) se detiene poco antes de tocar a otro (b) y éste se
pone en marcha, que uno en el que (b) se pone en marcha después del contacto (evento
físicamente posible). Sin embargo, otros autores (Schlesinger y Langer, 1999) no
encuentran que los niños comprendan la necesidad de contacto entre dos objetos para
que uno sea desplazado por el otro hasta los 12 meses e incluso, dependiendo de la
situación estimular, hasta los 18 meses (véase figura 3.12).

Figura 3.12 Percepción y acción casual (tomado de Schlesinger y Langer, 1999)

91
92
Cuadro 3.3 La percepción del color
Hasta hace 25 años, aproximadamente, los estudios sobre la percepción del color no permitían determinar si el
bebé discrimina los objetos por su color o por las diferencias de brillo o saturación. La investigación posterior
ha incorporado la función de sensibilidad espectral que relaciona el brillo con la longitud de onda, encontrando
que, a las cuatro semanas de vida, la curva de sensibilidad es similar en forma a la del adulto, si bien el bebé es
más sensible a longitudes de onda cortas (esto incluye colores como el azul o el violeta).
En cuanto a la discriminación de colores, el uso de técnicas que permiten controlar el brillo de los objetos ha
mostrado que los bebés discriminan colores entre la octava y duodécima semana (Kellman y Banks, 1998).
Antes de estas edades no hay pruebas de que lo hagan, excepto cuando se trata del blanco y el rojo (Adams,
Courage y Mercer, 1994).
Respecto a la constancia del color (una superficie posee un color constante aunque la luz que incida sobre
ella varíe, es decir, aunque el brillo se modifique), parece que es hacia las 20 semanas de vida cuando se
encuentran respuestas claras de percepción de la constancia (Dannemiller, 1989).

3. El desarrollo de la audición

Nadie hubiera pensado, hace no más de 40 años, que los bebés pudieran reconocer la voz
de su madre desde los primeros días y, menos aún, que pudieran detectar diferencias
muy sutiles de los sonidos del habla. Quizá menos sorprendente, pero igualmente
importante, es saber que entre todos los sonidos que llegan al oído del bebé, la voz
humana o producciones humanas como la música, son los que parecen interesarle más.
Y, por último, tampoco era imaginable que con 6 u 8 meses fueran capaces de reconocer
una misma emisión vocal (por ejemplo, «nene») pronunciada por distintos hablantes. A
pesar de estas impresionantes capacidades para detectar el habla humana, esto no
significa que el bebé la entienda ni que capte su función referencial hasta por lo menos el
primer año de vida, pero sí indica que tiene una excelente disposición para aprender muy
pronto los rasgos fonéticos y prosódicos del habla. Antes de describir algunos de los
hallazgos actuales sobre lo que se conoce como percepción del habla en bebés,
comentaremos otros aspectos del desarrollo de la audición.

3.1 ¿Oye el recién nacido?

La respuesta es, definitivamente, sí: desde varias semanas antes del nacimiento, el oído
del feto está ya funcionando, captando sonidos tanto del interior de la madre (ritmo
cardiaco, respiración, ruidos digestivos y, también, el habla materna) como del exterior
(ruidos intensos, música a volumen alto, habla de otras personas).
Uno de los primeros estudios sobre el oído del feto lo realizaron Bernard y Sontag
(1947) empleando la sencilla técnica de palpar el abdomen de la madre y usar un
fonendo para registrar las respuestas del feto y su ritmo cardiaco frente a un ruido muy
intenso. Sorprendentemente, encontraron que los fetos (de 28 semanas) respondían al

93
sonido reaccionando con movimientos intensos de sus extremidades y aceleración del
ritmo cardiaco. En otros estudios se observó que llegaban incluso a habituarse al sonido
mostrando una pauta típica de disminución de la respuesta de sobresalto a medida que se
iba presentando el ruido 4 .
Gracias a las nuevas técnicas (ecografías, EEG, etc.), hoy sabemos algo más. Por
ejemplo, hacia la vigésimo quinta semana de vida prenatal, se producen cambios en la
actividad del feto como respuesta a un sonido intenso (de aproximadamente 110
decibelios) emitido desde el abdomen de la madre. Ante este tipo de estimulación, los
fetos se sobresaltan y parpadean, mostrando claramente que, a pesar de que la intensidad
del sonido se atenúa al atravesar el abdomen de la madre, éste llega al oído del feto. En
uno de estos estudios, un seguimiento posterior de los fetos hasta después de nacer
reveló que aquellos que no habían reaccionado ante el ruido intenso (a las 28 semanas de
vida prenatal) nacieron con problemas más o menos graves de audición (Birnholz y
Benaceraf, 1983). En otras investigaciones se ha estudiado exactamente qué tipo de
sonido llega al oído del feto comprobando que las señales auditivas por debajo de 1000
Hz se transmiten en el medio intrauterino con poca atenuación y que, aunque el rango de
estimulación auditiva a que está expuesto el feto es más limitado que fuera del útero
(McShane, 1991, pág. 76), el habla de la madre y su entonación son discernibles desde el
interior del útero, un dato muy importante en relación con la percepción del habla, que
luego se comenta.
Pese a que el desarrollo completo del sistema auditivo no acaba hasta años después, y
aunque el umbral de audición del neonato es más alto que en adultos (y oye mejor
frecuencias bajas), el oído del bebé es suficientemente funcional desde el nacimiento
como para detectar buena parte de los distintos sonidos que ocurren naturalmente en su
entorno.
Otra pregunta importante es si el recién nacido puede distinguir sonidos, pues oír es
una cosa y discriminar entre distintos tipos de sonidos es otra. ¿Percibe el bebé como
diferentes una música, una voz, la lavadora centrifugando, el motor de coche arrancando
y el perro ladrando? Los estudios empíricos aportan pruebas claras de que así es. Los
bebés discriminan entre las distintas variedades de la entrada auditiva y su oído analiza
la frecuencia, intensidad y duración de los sonidos, aunque, por supuesto, esto no
significa que sepan a qué corresponde cada uno.

3.2 Las preferencias auditivas

La voz humana, como el rostro para la visión, es un tipo de estímulo «privilegiado» en el


sentido de que proporciona información muy rica y variada. Ha habido mucha
investigación sobre la conducta del bebé ante la voz y las características del habla que
atraen su atención. Durante mucho tiempo se pensó que los bebés atienden más al habla
que típicamente le dirigen los adultos («habla maternés», motherese en inglés) que al

94
habla con la que se comunican los adultos entre sí. La hipótesis, que parecía
comprobarse en varios estudios, era que los rasgos prosódicos del habla maternés, con
flexiones marcadas de entonación y emisiones gramaticalmente simples, repetitivas, etc.,
constituyen un estímulo saliente y atractivo para un recién nacido preparado para
procesar el habla humana. Cooper y Aslin (1990) encontraron pruebas aparentemente
inequívocas de que, desde los primeros días de vida, los bebés se orientan
preferentemente al habla maternés, más que a cualquier otro tipo de habla. Sin embargo,
en un estudio posterior, los mismos autores observaron que, aunque los bebés de un mes
discriminan entre el habla dirigida a ellos y la que se dirige a los adultos, no la prefieren.
Según estos autores, quizá tienen que transcurrir algunos meses para que el bebé aprenda
a responder al habla que se le dirige y termine por preferirla por encima de otro tipo de
habla.
En cuanto a la voz materna, también son varios los estudios que indican que los bebés
la reconocen desde los primeros días de vida y se orientan preferentemente a ella.
DeCasper y Fifer (1980) entrenaron a recién nacidos (de 3 a 5 días) para que, mediante el
ritmo de su succión, pudieran oír la voz de su madre o la de una extraña, y encontraron
que ajustaban su succión para producir la grabación de la voz materna más que la de la
extraña. Pese a lo sorprendente de estos hallazgos, no debe pensarse en nada misterioso:
posiblemente esta preferencia por la voz materna provenga de que el bebé está
reconociendo un estímulo que ha oído durante las últimas semanas de su vida prenatal.
Quizá lo más interesante es la rapidez con que establece una correspondencia entre la
voz materna dentro y fuera del útero ya que, lógicamente, las pautas acústicas no son las
mismas. Pero lo mismo parece ocurrir respecto a otros sonidos intrauterinos a los que el
feto ha estado expuesto durante meses, como el ritmo cardiaco de la madre. Algunos
estudios han observado una clara preferencia del recién nacido por oír un corazón cuya
tasa cardiaca es similar a la de una mujer adulta en relativo reposo (80 pulsaciones por
minuto) que una tasa muy acelerada (120 p/m).
Hay que decir, además, que el bebé se interesa no sólo por la voz sino también por
otros estímulos auditivos, como la música. Varios estudios muestran que los recién
nacidos prefieren escuchar una tonadilla musical que un ruido de fondo, y lo expresan
orientándose a la fuente de sonido así como ajustando su tasa de succión para
«provocar» el evento musical.

3.3 El caso de la percepción del habla

Los adultos tenemos una fina capacidad auditiva para detectar diferencias sutiles entre
sonidos del habla. No confundimos «día» y «tía», a pesar de que la diferencia fonética
entre /t/ y /d/ es muy pequeña. Acústicamente, los sonidos del habla (como cualquier
otro) se sitúan en un continuo, es decir, no hay saltos de uno a otro sino diferencias
infinitesimales que, sin embargo, el oído percibe de forma categórica. Esto significa que

95
oímos /t/ y /d/ como sonidos diferentes, mientras que los distintos tipos de /t/ (por
ejemplo, en tía, trío, atril) los percibimos como un mismo sonido aunque las diferencias
entre ellos sean cuantitativamente tan grandes (o pequeñas) como la que existe entre la
/t/ y la /d/. Hace muchos años que se sabe, pues, que el oído del adulto humano funciona
de manera categórica para los sonidos del habla.
A finales de la década de los sesenta, algunos investigadores se preguntaron por el
origen ontogenético de esta capacidad: ¿cuándo aprende el niño a hacer estas
distinciones tan finas? Se suponía que tal aprendizaje era lento y gradual, y que
posiblemente no acabara hasta bien entrada la niñez.
Una serie de estudios realizados por Eimas y su equipo (1971) ayudaron a dar
respuesta a esta cuestión. Su procedimiento consistía en presentar un sonido de forma
contingente a cierta tasa de succión del bebé (recuérdese la técnica de succión operante).
Por lo general, para mantener ese sonido, los bebés suelen chupar intensamente hasta
que terminan habituándose a él y, por tanto, dejan de chupar con tal intensidad.
Entonces, si se le presenta un nuevo sonido, es capaz de discriminarlo del anterior, y le
resulta interesante, lo que ocurre es que vuelve a chupar a un ritmo alto para mantener el
nuevo evento auditivo. Comparando los resultados del grupo experimental (cambio en el
sonido) con los del grupo control (no cambio), se puede medir con precisión si los bebés
discriminan distintos sonidos.
En su estudio, Eimas y su equipo querían determinar si los bebés pueden distinguir
entre sonidos como la /b/ y la /p/. Para entender el sentido de su experimento,
consideremos brevemente las características de estos sonidos. Tanto /b/ como /p/ se
producen cerrando los labios, abriéndolos luego y echando el aire, con una pequeña
vibración de las cuerdas vocales. La diferencia es que en /b/ la vibración empieza en
cuanto se echa el aire, mientras que en /p/ es un poco posterior (hay una pequeña
latencia). Esta diferencia se puede medir en términos del tiempo (en milisegundos) de
latencia entre echar el aire y hacer vibrar las cuerdas vocales. Sabiendo esto, se pueden
sintetizar sonidos de habla en ordenador, y manipular las variaciones a lo largo del
continuo acústico. Por ejemplo, se pueden producir distintas /b/, con valores entre –150
msg hasta 10 msg (de latencia), y distintas /p/ con valores de 40 a 150 msg. Si los
adultos escuchamos un sonido con las características mencionadas (hasta 10 msg de
latencia) reconocemos sin duda oír una /b/; y si oímos un sonido (desde 40 msg de
latencia) identificamos la /p/. Los valores entre 10 y 40 msg. suelen identificarse o como
/b/ o como /p/, según las personas, pero no existe la sensación de estar oyendo una
mezcla de /b/ y /p/. Éste es el fenómeno de la percepción categórica del habla: no
percibimos un continuo acústico sino categorías de sonidos diferentes.
Pues bien, Eimas y su equipo estudiaron a bebés de un mes para averiguar cómo
trataban los sonidos del habla. Tras ser habituados a uno de ellos (/p/) les presentó dos
sonidos nuevos: /b/ y /p’/. Este último era un sonido cuya diferencia con /p/ y /b/ era la
misma en cuanto a milisegundos de latencia. Si el bebé percibiera los sonidos de habla

96
de manera continua, debería deshabituarse ante cualquiera de los dos estímulos nuevos
/p’/ y /b/, mientras que si percibe de forma categórica, como el adulto, debería atender
más a /b/. Precisamente esto último fue lo que encontraron estos autores, lo que echó
abajo la idea de que los niños aprenden lenta y gradualmente las diferencias entre
sonidos del habla. Muchos estudios posteriores han mostrado que su discriminación se
aplica no sólo a diferencias de sonidos incrustados en sílabas sino también en palabras, y
no sólo al principio de éstas sino también al medio. Por supuesto, sus habilidades no son
tan finas como las que alcanzará más tarde pues, como se ha visto en otros estudios, la
discriminación depende en buena medida de que el habla sea articulada, con ciertos
rasgos que la hacen saliente, etc.
Después de darse a conocer los sorprendentes resultados de Eimas, los investigadores
se hicieron nuevas preguntas: ¿hasta qué punto estas discriminaciones están presentes en
bebés de distintas comunidades lingüísticas?, ¿podrían existir capacidades similares en
otras especies animales?
Respecto a la primera pregunta, los resultados empezaron siendo bastante
coincidentes pero, a medida que se han ido haciendo más investigaciones, ha ido
disminuyendo el consenso. En términos generales, los primeros estudios encontraron que
bebés de distintos entornos lingüísticos discriminan contrastes fonéticos similares, es
decir, realizan las distinciones categóricas en los mismos «puntos» de los continuos
acústicos. Además, observaron que algunos de estos contrastes fonéticos no eran
detectados por los adultos de su comunidad. Por ejemplo, Trehub (1976) observó que
bebés de 1 a 4 meses que vivían en un entorno inglés monolingüe podían discriminar un
contraste fonético que existe en lenguas como el francés y el checo pero no en el inglés,
y que los adultos ingleses no son capaces de detectar salvo que sean entrenados para ello.
Otros estudios han confirmado este tipo de hallazgo: los bebés pueden establecer
fronteras fonéticas que los adultos de su comunidad lingüística no distinguen y, por otro
lado, pueden no reconocer fronteras fonéticas que sí están presentes en la lengua de su
entorno. Por ejemplo, los bebés kikuyo de África diferencian entre el sonido /b/ y /p/,
mientras que los adultos de su comunidad son incapaces de hacerlo. Este tipo de
resultados ha llevado a sostener la hipótesis de que las discriminaciones fonéticas
tempranas de los bebés se conservarían o perderían según su función en la lengua
específica que le ha tocado aprender. Ese proceso, que algunos autores han descrito
como desaprendizaje o aprendizaje por olvido (Mehler y Dupoux, 1990), sería
económico y adaptativo. Así por ejemplo, aquellos contrastes que en español no tiene
valor fonético dejarían de detectarse hacia los 10 o 12 meses en bebés de la comunidad
castellano-hablante, pero no en bebés que viven en una comunidad lingüística donde tal
contraste tiene valor discriminante. Olvidar lo que no resulta útil es una estrategia
necesaria para un cerebro que debe ahorrar espacio para aquello que sí es crucial.
Teniendo en cuenta todos estos datos, es comprensible que muchos investigadores
pensaran que, siendo imposible que el bebé aprenda tan pronto estas discriminaciones

97
(muchas de las cuales ni siquiera perciben los adultos de su comunidad), hay que
suponer que nacen con un mecanismo específico para procesar el lenguaje.
Sin embargo, como decíamos, a medida que contamos con más investigación se
empiezan a encontrar datos contradictorios. Por ejemplo, ha habido estudios que
encuentran una variabilidad inesperada en las capacidades de los bebés de distintas
comunidades lingüísticas. En uno de ellos, se comparó a bebés españoles e ingleses
(ambos en un entorno monolingüe) observando que los primeros discriminaban algunos
contrastes propios de ambas lenguas (español e inglés) mientras que los ingleses sólo
discriminaban los de la propia lengua (Eilers, Gavin y Wilson, 1979), un resultado que
difícilmente se puede explicar en términos de mecanismos innatos. Por otro lado,
algunos autores piensan que quizá la percepción del bebé no es exactamente categórica,
como se viene sosteniendo, sino que al principio está guiada por ciertos invariantes
perceptivos y restricciones sensoriales que hacen que su sistema auditivo sea sensible
sólo a ciertas dimensiones de los estímulos auditivos. La discusión sobre ello sigue
abierta (Aslin, Jusczyk y Pisoni, 1998).
Volviendo a la pregunta anterior, ¿existe alguna capacidad parecida en otras especies
animales o se trata de algo exclusivamente humano?
Cuál no sería la sorpresa de la comunidad científica cuando Kuhl y un grupo de
investigadores encontraron que animales como las chinchillas o los macacos, dos tipos
de mamífero bastante diferentes, eran capaces de hacer discriminaciones fonéticas que
revelaban una percepción categórica similar a la del bebé. Por lo tanto, ya que ninguna
de estas especies desarrolla nada parecido al habla humana, no quedaba más remedio que
descartar que la habilidad de percepción categórica fuera una dotación específica del
humano para llegar a desarrollar un lenguaje. La alternativa es pensar, como proponen
varios autores, que a partir de una capacidad general de los mamíferos,
filogenéticamente antigua, se habrían cimentado las raíces fonéticas del lenguaje.
Por otro lado, si se consideran los resultados obtenidos en otras áreas de la
percepción, pierde más fuerza la hipótesis de que los humanos hayamos sido dotados,
por la evolución, con mecanismos específicos para procesar el habla y sólo el habla.
Nuestra percepción, como la de otras especies, es categórica en muchos sentidos. Por
ejemplo, la música se procesa de manera que se reconoce una melodía o pauta musical
aunque se interprete en distintas escalas, y hacia los 5 meses, los bebés muestran
capacidades similares: reconocen secuencias melódicas aunque se alteren las frecuencias
absolutas de los tonos que la componen y perciben cualquier cambio que afecte al
conjunto de la melodía 5 . Respecto a los ritmos musicales, entre los 6 y 9 meses detectan
cambios en las pausas entre grupos de tonos, lo que prueba que también en el caso de la
percepción de la música los bebés procesan grupos y patrones de tonos (Aslin, Jusczyk y
Pisoni, 1998). Por último, la percepción visual es igualmente categórica, desde las
elementales constancias perceptivas hasta la organización de patrones visuales en
categorías diferenciadas; y seguramente también es categórica la percepción háptica,

98
olfativa, gustativa...

3.3.1 ¿Y las palabras?

Hasta ahora sólo nos hemos referido a discriminaciones de unidades muy pequeñas:
fonemas o sílabas, pero no de palabras que son, en realidad, las que componen el
lenguaje. ¿Cómo identifica el bebé las palabras dentro del continuo del habla?
Algunos autores piensan que el declive que se produce con la edad en la
discriminación de fonemas que no son propios de la lengua nativa facilita que el bebé se
especialice en detectar segmentos fonéticos de su propia lengua. Una prueba a favor de
esto es que, entre los 6 y 9 meses aumenta la discriminación y la preferencia por palabras
de su lengua nativa frente a palabras de otras lenguas, incluso cuando ambas comparten
características fonéticas. En España, Bosch, Cortés y Sebastián (2001) estudiaron a
bebés de 4 meses de familias monolingües en las que se hablaba castellano o catalán.
Ambas lenguas pertenecen a una misma clase fonológica (son de ritmo silábico) lo cual
dificulta aún más su discriminación. Además, los bebés oyeron voces masculinas, algo
bastante inusual en este tipo de investigaciones. Pese a ello, las autoras encontraron que,
a esta edad, los bebés ya diferencian este par de lenguas con independencia del tipo de
voz y de la variabilidad de los interlocutores. Siguiendo con estudios realizados en
España, esta vez en relación con las producciones vocales de los bebés, en un estudio
longitudinal con niños de 7 meses en adelante, López Ornat y sus colaboradoras
(comunicación personal) encuentran que los rasgos fonoprosódicos de las vocalizaciones
tempranas (7 meses) contienen ya ciertas propiedades de la lengua castellana.
Otras investigaciones sitúan la capacidad de reconocer palabras presentadas en un
habla fluida a la edad de 7,5 meses, e incluso hay algún estudio que indica el temprano
reconocimiento fonético del propio nombre (o, probablemente de algunos rasgos
fonéticos de éste) hacia los 4,5 meses (Mandel, Jusczyk y Pisoni, 1995).
Cuando hablamos, las palabras se suceden sin que haya pausas entre cada una y tan
solo nos detenemos brevemente (para tomar aire) entre «unidades gramaticalmente
significativas». No se suele decir: LA ... NI—AVIOUN... PÁJARO... AZUL, sino más
bien: LANI—AVIO... UNPÁJAROAZUL, o sencillamente, todo seguido.
El habla que producimos de forma natural suele tener rasgos prosódicos (de
entonación y flexiones de voz) marcados, y que se exageran en el tipo de «habla
maternés» que mencionábamos antes. Los estudios muestran que los bebés de entre 7 y 9
meses prefieren oír fragmentos de habla maternés donde las pausas entre palabras
respetan la unidad significativa, frente a fragmentos donde las interrupciones no son
naturales (como el ejemplo anterior). Este resultado es muy interesante y, a la vez,
intrigante pues ¿cómo explicar que el bebé discrimine entre las pausas naturales del
habla y las que no lo son, cuando todavía no comprende el lenguaje? Es posible que su
inmersión en él esté guiada al principio, y de forma masiva, por los rasgos prosódicos
del habla, pero aún queda mucho por investigar para responder a esta pregunta.

99
Una última cuestión es la pronunciación idiosincrásica de cada hablante: sin duda
alguna, en los primeros meses de vida el bebé oye cientos de veces una misma palabra o
agrupación de palabras pronunciadas por distintas personas de su entorno: «mi niña»,
«bonita», «mi nene», «qué hambre tengo», etc. Los investigadores han trabajado con
unidades más simples del habla, generalmente con sílabas («pa», «ta», «ma»), para
determinar cuándo reconocen los bebés que distintos «pa» pronunciados por distintos
hablantes corresponden a la misma categoría de sonido. A esto lo llamó Kuhl
«clasificación de equivalencias» y encontró que, hacia los 6 meses, los bebés reconocen
su semejanza; en otras palabras, pasan por alto las variaciones acústicas de las distintas
voces y entonaciones (cambios intracategoriales) y se fijan en las variaciones
intercategoriales.

4. Relacionando distintos sentidos: la percepción intermodal

Como muchas especies, los humanos percibimos el mundo usando simultáneamente


nuestros distintos sentidos. Meta la mano en su cartera buscando las llaves y comprobará
que su búsqueda táctil está guiada por características como la redondez del llavero, la
«puntiagudez» de las llaves, la frialdad del metal, el tintineo de las llaves entre sí, etc.
Estas propiedades, que tenemos almacenadas de alguna forma en nuestra memoria, son
simultáneamente hápticas, visuales, auditivas... Si, en la tarea de buscar las llaves, nos
topamos con algo suave y ligero, una breve exploración manual nos informará que se
trata del pañuelo. Todas estas sencillas operaciones son posibles gracias a que la
información de los distintos sentidos sensoriales está conectada, relacionada entre sí.
No es fácil estudiar a recién nacidos para averiguar si esas conexiones están ya
presentes. No tienen ningún control sobre los movimientos de su mano como para
dirigirla hacia un objeto que ven, tampoco controlan voluntariamente los movimientos
de su cabeza, por lo que hemos de basarnos en otras medidas para determinar si ponen
en relación lo que oyen y ven, lo que ven y tocan o los movimientos que ven en otros y
los que ellos hacen.

4.1 La coordinación visión-audición

4.1.1 La localización de sonidos en el espacio

Una respuesta aparentemente automática del organismo es orientarse hacia el lugar de


donde proviene un sonido novedoso. Giramos la cabeza hacia la izquierda si alguien nos
habla desde ahí, o nos damos la vuelta cuando un sonido inesperado viene de atrás. ¿Qué
hace el bebé?
El primer estudio conocido con recién nacidos lo realizó Wertheimer (1961) con un

100
bebé de menos de 10 minutos, observando que giraba sus ojos hacia la derecha o la
izquierda según el oído en el que se emitía un sonido suave. Años después, varias
investigaciones han encontrado esta misma respuesta en neonatos, e incluso una reacción
opuesta de girar los ojos en dirección contraria a la fuente de un sonido intenso, quizá
porque resultaba desagradable para el bebé (McGurk, Turnure y Criegghton, 1977).
Curiosamente, aunque esta coordinación entre la vista y el oído parece estar presente en
el recién nacido, algunos estudios encuentran que entre el primer y tercer mes de vida
disminuye su eficacia al 50%, para luego recuperarse de forma mucho más controlada y
sistemática a partir del cuarto mes (Muir, Abraham, Forbes y Harris, 1979). Luego
volveremos sobre esta interesante pauta evolutiva.

4.1.2 La sincronía entre el movimiento y el sonido

Cuando el adulto ve una película doblada, capta rápidamente cualquier desajuste entre
los movimientos de labios del actor y el sonido del habla. Una película mal doblada en
este sentido resulta francamente desagradable de ver. Pues bien, se han hecho
experimentos con bebés que muestran que los avances en la coordinación entre el oído y
la vista son realmente muy notables en los primeros 4 meses de vida. En uno de los
primeros estudios que se realizaron, Kuhl y Meltzoff (1982) presentaron a bebés de 4
meses dos videos, uno a su derecha y otro a su izquierda. En cada vídeo, se veía la cara
de una mujer repitiendo una vocal: la «i» o la «a», pero sólo se oía uno de esos sonidos.
Los bebés miraron significativamente más la cara que se correspondía con la vocal
emitida, en comparación con la otra cara, lo que se interpretó como capacidad para
detectar la correspondencia intersensorial entre el oído y la vista. Otros estudios han
confirmado que, desde el cuarto mes de vida, los bebés prefieren mirar una escena en la
que hay sincronía entre movimientos labiales y voz, o entre los movimientos acrobáticos
de un animal y un ritmo sonoro, que escenas similares pero desincronizadas. Además,
parece que cuando hay un marcado desajuste entre la información visual y auditiva, los
bebés suelen evitar mirar esos eventos.

4.2 La coordinación tacto-visión

Ha habido varios estudios con recién nacidos en los que se ha observado una conducta
rudimentaria de dirigir las manos hacia un objeto visible. Se dice que es rudimentaria
porque los bebés no consiguen alcanzar a tocar el objeto y menos aún llegar a cogerlo.
Además, en algunos estudios se ha visto que a las dos semanas de vida disminuye
significativamente esta conducta. Sin embargo, parece que al menos desde la octava
semana los bebés responden de forma distinta cuando se les presenta un objeto
manejable que cuando éste es inalcanzable o demasiado grande para poder manipularse.
Sólo en el primer caso, hacen movimientos manuales como si se prepararan para coger el
objeto.

101
Por el momento, no hay acuerdo sobre el significado de estas conductas tempranas
pues, para algunos autores, se trataría de una coordinación primitiva entre la visión y el
tacto mientras que, para otros, quizá se trate de una especie de reflejo de orientación por
el que el neonato dirigiría sus manos y ojos hacia una fuente externa de estimulación.
Hacia los 4 meses, los bebés empiezan a tener éxito en las conductas de coger objetos
visibles y de llevar al campo visual lo que cogen. Más adelante, se seguirá afinando su
coordinación visomotora hasta el punto de reconocer con la vista o con el tacto objetos
que previamente ha tocado sin haber visto, o ha visto sin tocar. Aunque algunos autores
señalan que desde el primer mes de vida los bebés pueden reconocer visualmente un
chupete que han tenido en la boca sin haberlo visto antes (expresándolo con un mayor
tiempo de mirada al chupete familiar que al nuevo, cuando ambos se presentan
visualmente) (Meltzoff y Borton, 1979), estudios posteriores no han podido replicar
estos resultados hasta por lo menos los 4 meses o incluso a edades posteriores.
En principio, pues, los bebés requieren tiempo y experiencia para desarrollar la
coordinación plena entre estos dos sistemas sensoriales, aunque no parten de cero: al
nacer existen rudimentos de esa y otras coordinaciones bajo la forma de una orientación
global hacia las fuentes sonoras y visuales.

4.3 Un caso especial de coordinación: la imitación de gestos faciales

Son muchos los autores que, a lo largo de los años, han descrito ciertas formas
tempranas de imitación en recién nacidos. Aparte de las conductas de llanto que parecen
desencadenarse entre los bebés en el nido 6 (que algunos han atribuido a un «contagio»
emocional primitivo) hay un tipo de «imitación» que ha llamado mucho la atención de
los psicólogos. Se trata de la reproducción de gestos como sacar la lengua, poner
«morritos» o abrir la boca. Los estudios más conocidos sobre este asunto son, sin duda,
los de Meltzoff y Moore (1983). Estos autores encontraron que bebés de dos semanas
imitaban de forma selectiva cada uno de los gestos faciales que producía un modelo ante
ellos: respondían abriendo la boca si el modelo la abría, sacando la lengua si el modelo
la sacaba, etc. En otras palabras, no es que los bebés hicieran cualquier gesto en
respuesta al modelo, sino que parecían ajustarse perfectamente bien a la conducta
observada. Según Meltzoff y Moore, la mejor manera de explicar estos resultados es
suponiendo que los bebés tienen una capacidad innata para representarse de forma
abstracta la información perceptiva que proviene de distintas fuentes sensoriales. Dicho
de otro modo, la información visual y la propioceptiva se traducen a una modalidad
abstracta (no sensorial) que permite comparar ambas y, en consecuencia, producir una
conducta similar a la del modelo.
Los estudios de Meltzoff y Moore se siguen citando prácticamente en todos los
manuales y artículos sobre imitación temprana y, en la mayoría de los casos, se zanja el
problema sin información adicional. Sin embargo, las críticas que han recibido por sus

102
deficiencias metodológicas y por sus inferencias teóricas son muy abundantes, por lo que
no podemos pasarlo por alto. Muy brevemente, un análisis cuidadoso de sus datos revela
que, en realidad, la tasa de respuestas de imitación en los bebés (estudiaron un total de
12 bebés de 2 semanas, en la condición experimental) era bastante baja y las diferencias
entre bebés muy notables: de los 12 bebés, la mayoría no imitó específicamente las
conductas del modelo. Sin embargo, los pocos que la imitaron lo hicieron con bastante
frecuencia, aunque la conducta más imitada fue la de sacar la lengua y no las restantes
(hubo muy pocos casos de imitación de abrir la boca o hacer morritos). Todo ello explica
que los autores encontraran diferencias significativas entre los grupos experimental y
control pero, como señala acertadamente Kaye (1982), un análisis de este tipo acentúa
artificialmente las diferencias y minimiza el hecho de que se trata de un fenómeno muy
poco estable. No es raro, por consiguiente, que haya habido varios intentos infructuosos
por replicar estos resultados e incluso otros hallazgos contradictorios. Jacobson (1979),
por ejemplo, estudió a bebés de 6 a 14 semanas, y comprobó que los pequeños podían
sacar la lengua cuando veían a un modelo hacerlo pero también frente a otro tipo de
estímulos visuales que nada tienen que ver con la cara humana: una pelota en
movimiento, la propia mano abriendo y cerrando los dedos, etc. Sin embargo, a las 14
semanas parecía estar presente una imitación más selectiva del gesto facial.
Hay muchos otros estudios que llegan a resultados dispares, de los que solo
mencionaremos el de Abravanel y Sigafoos (1984, cit. en McShane, 1990, pág. 111).
Estos autores, después de intentos infructuosos por conseguir que bebés de 4 a 21
semanas imitaran distintos gestos faciales, modificaron las condiciones de su estudio
prolongando la exposición del modelo ante el bebé, entre otras cosas. Bajo las nuevas
condiciones, observaron que, entre todas las edades estudiadas, sólo los bebés de 4 a 6
semanas parecían reproducir el movimiento de sacar la lengua. Increíblemente, no sólo
brillaban por su ausencia conductas de imitación en el resto de las edades sino que,
incluso, hubo una disminución significativa con la edad. Esto último no parece ser un
hecho fortuito pues otros estudios posteriores han encontrado algo similar.
Como en tantos otros campos de la investigación con bebés, no se ha llegado a un
acuerdo sobre cómo interpretar las conductas más tempranas. En el caso de la imitación
de gestos faciales, la hipótesis de Meltzoff y Moore sobre una supuesta capacidad
representacional (innata, amodal, etc.) tiene cada vez menos sostén pues, ¿cómo explicar
que dicha capacidad no esté presente en todos los bebés que se estudian, y que, en el
mejor de los casos, se limite a una única conducta facial (sacar la lengua)? Además, si
aceptamos como buenos los datos que muestran una disminución de la imitación facial
en meses sucesivos, parece claro que hay que buscar explicaciones más convincentes.
En varios ámbitos del desarrollo, especialmente en el desarrollo temprano, se
observan curvas evolutivas en forma de U, es decir, conductas o habilidades que están
presentes (aunque de forma primitiva) en los primeros días o semanas de vida, que luego
disminuyen o incluso desaparecen, para volver a aparecer meses más tarde. Se han visto

103
ejemplos de ello en la coordinación entre la visión y el oído (en particular, la orientación
del bebé a una fuente de sonido), así como en la propia secuencia de la imitación de
movimientos del rostro. Respecto a esto último, los bebés se convierten en muy buenos
imitadores de gestos faciales a partir de los 8 meses, aproximadamente, después de un
periodo de latencia durante el cual parece difícil provocar estas respuestas pese a que, en
las primeras semanas, han podido surgir ocasionalmente.
Este tipo de desarrollo en U podría indicar, según algunos autores, que las primeras
respuestas son de tipo subcortical, semejantes a los reflejos, y que, a medida que se
produce la maduración biológica, van desapareciendo como tales siendo reemplazadas
meses más tarde por respuestas corticales más elaboradas. Si esto es así, lo cual está
sujeto todavía a debate, significaría que las primeras respuestas tienen una cualidad muy
distinta a las conductas maduras que aparecen meses después, como resultado de la rica
experiencia que proporciona el logro de las distintas coordinaciones intersensoriales.

Cuadro 3.4 Gusto y olfato


En comparación con la vista y el oído, los sentidos químicos del gusto y el olfato han sido mucho menos
estudiados desde el punto de vista de su desarrollo, quizá porque actualmente son menos relevantes para la
supervivencia de la especie humana. Sin embargo, los bebés poseen notables destrezas gustativas y olfativas
que se desarrollan en su vida prenatal. Veamos algunos datos interesantes:

Gusto

• Los receptores del gusto están presentes desde la octava semana de embarazo y el sentido del gusto podría
desarrollarse poco tiempo después. Un estudio con fetos de 24 semanas mostró que éstos tragaban más
líquido amniótico cuando éste contenía cierta cantidad de glucosa.
• Desde el nacimiento, el bebé discrimina distintos sabores y lo expresa cambiando sus expresiones faciales.
Muestra clara preferencia por aquellos que son dulces (pudiendo incluso llegar a calmarse cuando se le
ofrece una solución azucarada), y desagrado por los ácidos y amargos.
• El neonato puede distinguir 3 de los 4 sabores básicos: dulce, ácido, amargo. Según algunos estudios, las
sustancias saladas no se identifican hasta aproximadamente los 4 meses, pues parece que los receptores para
este sabor se desarrollan más tarde. Sin embargo, no está claro que sea así: desde el nacimiento, el bebé
rechaza los sabores salados y deja de hacerlo hacia los 4 meses.

Olfato

• Hay datos que indican que el feto, desde la semana 28, puede oler muchas de las sustancias químicas
presentes en lo que su madre come o inhala.
• En relación con el reconocimiento del olor de la madre, hay estudios que muestran que, desde los primeros
días de vida, el bebé se orienta más a oler un objeto que ha estado en contacto con la piel de su madre (un
cojín) que uno en contacto con la piel de otra mujer.
• Algunos estudios apuntan a que el bebé, desde el tercer día de vida, puede diferenciar entre distintos olores,
prefiriendo el de vainilla, violeta, mantequilla o plátano, y rechazando otros como anís, cebolla, huevo
podrido y gamba.

Conclusiones

104
En los últimos veinte años, la investigación sobre las capacidades perceptivas del bebé
ha progresado de forma espectacular en cantidad y calidad, confirmando, en muchos
casos, los tímidos hallazgos de estudios clásicos, pero en otros produciendo una variedad
de resultados, a veces contradictorios, difíciles de explicar. Quizá por ello, en la
actualidad, los investigadores son más cautos a la hora de sacar conclusiones sobre los
orígenes de las capacidades perceptivas, ya sean las de discriminación fonética,
percepción y reconocimiento de rostros, o las coordinaciones intermodales.
Parece evidente que el bebé nace bastante bien preparado para que su percepción no
sea caótica y para que, en pocas semanas, mejore significativamente gracias a la
maduración de sus mecanismos centrales y periféricos (Kellman y Banks, 1998). Sin
embargo, falta mucho por saber sobre la experiencia perceptiva del bebé, el grado en que
percibe un mundo coherente y los mecanismos que lo facilitan. Pero pocos ponen en
cuestión que existe un genuino desarrollo perceptivo, producto de la inseparable
conjunción entre la experiencia sensorial y motriz, y las características y restricciones de
nuestros sistemas perceptivos y de nuestro cerebro.

1 La atención sostenida a un estímulo visual también va acompañada de una dilatación pupilar, medida usada con
menos frecuencia que la tasa cardiaca.
2 Análisis de las lentes oculares. Se obtiene una medida que nos dice a qué distancia está enfocando el ojo. Se
compara con la distancia real del objeto y se calcula así la acomodación visual.

3 Optokinetic nystagmus u OKN: respuesta involuntaria que ocurre cuando el sujeto mira un patrón repetitivo en
movimiento. Consiste en un rastreo ocular lento y rítmico seguido de una rápida fijación. Cuando se reduce la
anchura de las rayas hasta aparecer como mancha gris, el OKN cesa por completo
4 Además, también fue una sorpresa conseguir un condicionamiento clásico en fetos de esta edad, asociando una
vibración (EC) y un ruido (EI). Tras varios ensayos, los fetos terminaron por anticiparse al ruido intenso cuando se
les exponía al EC (vibración en el abdomen de la madre). Aunque los fetos requirieron de bastantes más ensayos
de los que normalmente requiere un bebé para habituarse o condicionarse al sonido, lo interesante es que
mostraron ser capaces de aprender el estímulo.

5 Para quien sepa algo de música, una secuencia do-mi-sol la trataría igual que mi-sol sostenido-si, pero diferente
que do-fa-sol.
6 Véase el capítulo 1, «El legado de Piaget», donde se comentan algunas de estas conductas tempranas.

105
4

El mundo de los objetos


Ileana Enesco y Carolina Callejas

Introducción

En el primer capítulo se han expuesto los estudios de Piaget sobre el desarrollo del bebé
en los primeros dos años. Muchos de sus hallazgos eran novedosos e inesperados para
los psicólogos del desarrollo de su época, y no es raro que provocaran una gran inquietud
por comprobar si, efectivamente, bebés de otros medios y culturas se desarrollan
siguiendo pautas similares a las descritas por Piaget. En la década de los setenta, una
serie de estudios longitudinales, transversales y transculturales se realizaron con este fin,
analizando distintos aspectos del desarrollo sensoriomotor: las reacciones circulares, la
causalidad, la imitación, la permanencia del objeto, etc. En general, esos y otros estudios
posteriores hallaron que, dentro de cada una de estas áreas, la secuencia evolutiva es
semejante a la descrita por Piaget, aunque hay menos coherencia de la esperada entre los
distintos ámbitos. Pese a ello, y a que la cronología de las adquisiciones de cada estadio
puede variar respecto a los márgenes establecidos por Piaget, estos desfases no han
impedido estandarizar varias escalas basadas en la descripción piagetiana del periodo
sensoriomotor, como medida del desarrollo del bebé (por ej., Uzgiris y Hunt, 1975).
Sin embargo, la interpretación piagetiana del origen y evolución de las capacidades
intelectuales no ha tenido la misma suerte que su descripción de los estadios, y su teoría
ha sufrido importantes revisiones y críticas, sobre todo desde los años ochenta. Entre los
distintos aspectos que Piaget estudió en esta primera etapa de la vida, el concepto de
objeto ha sido el que más interés ha despertado, quizá por lo poco intuitivo que resulta
para los adultos que el bebé tarde tanto tiempo en adquirir algo tan básico.
El objetivo de este capítulo es, precisamente, describir algunas de las investigaciones
más importantes que han abordado la noción de objeto en bebés. Se han seleccionado
sobre todo aquellas que representan una perspectiva más alejada y crítica de la
piagetiana, con el fin de discutir las alternativas teóricas que proponen. Ciertamente, esta
decisión es arriesgada por cuanto puede dar la impresión de que el asunto está zanjado, a
favor de las nuevas hipótesis. Sin embargo, veremos que no es así: la noción de objeto
sigue siendo nuclear en los debates sobre la formación del conocimiento.
Para situar el problema, se empieza por resumir la posición de Piaget y se contrapone
con la perspectiva teórica que ha dominado la investigación sobre desarrollo cognitivo

106
temprano durante los últimos 25 años.

1. La mente del bebé: ¿punto de partida o de llegada?

Una de las preocupaciones centrales de Piaget era averiguar cómo llega el bebé a
conocer el mundo. Como muchos psicólogos, Piaget pensaba que una cosa es percibir y
otra comprender la realidad pues la información que proporcionan los sentidos suele ser
fragmentaria, incompleta, cuando no engañosa, y si el mundo tiene sentido para nosotros
es porque de alguna manera interpretamos esa información, porque nuestra mente le
impone un orden.
Sin embargo, la experiencia del recién nacido es muy distinta, según Piaget, pues
empieza su vida siendo una criatura esencialmente perceptiva y motora, pero todavía no
conceptual. Al principio, su mundo carece de orden y organización, no hay «objetos»,
«personas», ni ninguna entidad estable, y solo a medida que progresa su capacidad de
actuar sobre la realidad, genera expectativas sobre cómo es el mundo y las contrasta a
partir de sus éxitos y fracasos. Por ejemplo, si el bebé espera mover un móvil que cuelga
del techo de su cuna sacudiendo su cabeza, y ve que no lo consigue, terminará por
descartar su hipótesis sobre cómo producir ese efecto. Si, al contrario, en uno de sus
movimientos fortuitos consigue sacudir con la mano el móvil y observa que se mueve,
posiblemente repita en ocasiones futuras esa conducta y otras análogas, y termine por
comprender la relación entre ciertas acciones y ciertos resultados. La mente surge a lo
largo de ese proceso lento y gradual, y es la que organiza lo real. Según Piaget, pues, los
conceptos básicos que dan sentido a nuestra experiencia, como son los de espacio,
tiempo, causalidad y objeto, se consiguen tras una laboriosa construcción que ocupa los
primeros 18 meses de vida. No son innatos ni se adquieren por mera percepción u
observación del mundo sino que requieren de la actividad del niño y de su interacción
con los demás. La mente del bebé es, en suma, un producto de su desarrollo.

Cuadro 4.1 Sobre la secuencia de los estadios de la noción de objeto

La inmensa mayoría de las críticas a Piaget apuntan, como se ha dicho, a su interpretación de las conductas del
bebé, pero no a la secuencia evolutiva que describió. En efecto, por lo general la investigación suele confirmar
esa secuencia tanto en humanos de distintas culturas como en otras especies (gatos, perros, primates). Además,
se ha visto que la permanencia del objeto es un logro muy poco susceptible a las variaciones ambientales y a
patologías mentales o físicas, aunque su ritmo de adquisición pueda ser más lento en algunos casos. Todos los
humanos llegan a un concepto maduro de permanencia del objeto, a excepción de algunos casos de retraso
mental profundo que suelen alcanzar las conductas características del estadio 5. Estudios con autistas, niños
con síndrome de Down, niños con deficiencias físicas (talidomídicos) o sensoriales (ciegos, sordos) revelan
asimismo el logro de la permanencia del objeto. Probablemente esto sea así por su valor supervivencial, ya que
representa los cimientos fundamentales para construir una imagen coherente y estable del mundo. Un mundo
sin objetos permanentes haría imposible cualquier acción coherente.
Otras especies estudiadas alcanzan niveles inferiores (estadio 4, los gatos y perros; estadio 5, los primates)
pero aun así desarrollan cierta eficacia en la búsqueda de objetos que desaparecen del campo perceptivo.

107
Sin embargo, en la actualidad, muchos investigadores ofrecen una perspectiva muy
distinta del estado inicial del bebé, basándose en los estudios recientes sobre desarrollo
temprano. La hipótesis que proponen es que el bebé dispone, desde el principio, de una
mente rudimentaria que le permite dar coherencia a los datos fragmentarios que aportan
los sentidos. Desde que nacen o a los pocos meses, los bebés son criaturas conceptuales
que saben bastante del mundo que les rodea, conocen algunas de sus propiedades y
leyes, y esperan, por tanto, que las «cosas» se comporten de una manera determinada. En
otras palabras, vienen equipados con algunos principios o hipótesis previas sobre el
mundo, facilitando su aprendizaje del comportamiento de los objetos y las personas. A lo
largo del capítulo se discutirán varios de los estudios en los que se basan estos autores
para sostener sus hipótesis.

2. Nuevas formas de abordar el estudio de la noción de objeto

El avance en el conocimiento de las habilidades perceptivas del bebé junto a las técnicas
desarrolladas en los últimos decenios han permitido diseñar procedimientos
complementarios a los que usaba Piaget en sus estudios sobre cognición en bebés.
Además de las conductas de búsqueda visual y manual, se han incorporado otras
medidas para estudiar la noción de objeto. Como vimos en el capítulo 3 sobre el
desarrollo de la percepción, la habituación resulta ser un procedimiento robusto para
evaluar competencias perceptivas en individuos que, como los animales no humanos y
los bebés, carecen de lenguaje u otras formas de comunicación que estén bajo su control
voluntario. Muchos estudios recientes utilizan técnicas de habituación para determinar si
el bebé tiene o no alguna expectativa de la permanencia de los objetos y de sus
características aunque, como se verá, la interpretación de los resultados no es sencilla.
Complementariamente, también se usan técnicas de comparación de pares o de
preferencias (se presentan dos estímulos y se mide si el bebé atiende más a uno que a
otro). Otra medida adicional es la tasa cardiaca del bebé, que informa de los estados
emocionales que acompañan a su experiencia perceptiva. Por ejemplo, asumiendo que la
atención sostenida se asocia a una desaceleración máxima del pulso durante un periodo
de tiempo (Colombo y Frick, 1999, pág. 51), se interpreta que si esa respuesta ocurre
cuando el bebé mira un objeto es porque le «interesa» o reclama su atención, mientras
que si aumenta es porque le sorprende o le da miedo (la aceleración del pulso puede
deberse a diversas causas, siendo más difícil de interpretar).

Cuadro 4.2 Estadios en el desarrollo del concepto de objeto, según Piaget

ESTADIOS CONDUCTAS CARACTERÍSTICAS


I y II Un mundo sin objetos permanentes

108
Estadio I Mira un objeto atractivo y sigue con los ojos si se mueve, pero deja de interesarse por él
(0-1 mes) cuando sale de su campo visual. Ningún indicio de que lo busque o de que espere volver a
verlo.

Mira un objeto que se mueve y, cuando éste desaparece, se queda mirando unos instantes
el lugar donde desapareció, como si esperara volver a verlo, pero sin intentar ampliar su
Estadio II campo visual.
(1-4 meses) Hacia el tercer mes, busca con la mirada un objeto (o persona) que ha estado en su
campo visual poco antes y que ha desaparecido. Todavía no es una búsqueda activa pues si
tras pocos segundos no reaparece el objeto, el bebé deja de mirar.

• Interpretación: para el bebé los objetos existen sólo mientras los percibe o actúa sobre ellos. El objeto
desaparecido todavía no es un objeto permanente que se desplaza en el espacio: es un simple cuadro
perceptivo que aparece y desaparece sin razón objetiva. En cierto modo, se puede decir que cuando
desaparece de su campo de acción/percepción, desaparece de su mente.

ESTADIOS CONDUCTAS CARACTERÍSTICAS


III–VI Un mundo con objetos: primer desarrollo

Logros: gracias a la coordinación visomotora, puede buscar manualmente objetos.


Estadio III Ningún problema en encontrar un objeto que se esconde parcialmente.
(4-6/8 Limitación: Si el objeto se esconde totalmente es incapaz de encontrarlo. Si una vez
meses) alcanzado el objeto, cubrimos con un pañuelo la mano del bebé y el objeto, hasta los 6-7
meses retira la mano del objeto.

• Interpretación: el objeto es inseparable de las impresiones sensoriales y motoras. Al dejar de


percibirlo visualmente, aunque siga manteniéndolo en su mano, se produce una desconexión con los otros
esquemas y por eso deja de actuar. Según Piaget, ésta es la forma más rudimentaria de permanencia del
objeto.

Logros: busca objetos aunque se escondan por completo.


Estadio IV
Limitación: comete un error típico que consiste en buscar el objeto en el lugar donde lo
(8-10/12
encontró antes (A) aunque lo vea esconderse en otro sitio (B). Se conoce como «error de
meses)
lugar» o «error A no B».

• Interpretación: El niño tiene dificultades para ordenar los acontecimientos en el tiempo y, por tanto,
para tener en cuenta la sucesión de desplazamientos («cuál fue el primero, el segundo...»). El objeto todavía
no está desvinculado de su contexto o de la acción del sujeto (y de sus éxitos previos): «A es el lugar-
donde-encontrar-el-objeto».

ESTADIOS CONDUCTAS CARACTERÍSTICAS


V y VI Un mundo con objetos: desarrollo final

Logros: Busca objetos teniendo en cuenta el último lugar donde los vio desaparecer.
Estadio V
Limitación: No domina aún los desplazamientos invisibles. Si se esconde un objeto en un
(12-15/18
recipiente (o en la mano), y éste se traslada a otros lugares (bajo un cojín), el niño lo busca
meses)
en el recipiente o la mano, pero no bajo el cojín.

• Interpretación: El niño carece de capacidad para representarse (o imaginar) los desplazamientos que
no ha podido ver. La búsqueda del objeto sólo tiene en cuenta los desplazamientos visibles y las posiciones
en que ha visto el objeto.

Éxito total en la búsqueda del objeto: el niño infiere los desplazamientos invisibles a
Estadio VI partir de los movimientos de los objetos. Puede dirigir su búsqueda mediante la

109
(desde 18 representación, es decir, imaginando los lugares donde ha podio esconderse el objeto.
meses) El niño ha alcanzado una noción plenamente madura de los objetos y de las relaciones de
causalidad, espacio y tiempo.

De todas estas medidas, la habituación resulta la más compleja porque se puede


evaluar de maneras muy distintas y, en general, suele haber muchas diferencias
metodológicas en la forma en que los investigadores la llevan a cabo. En los estudios que
comentaremos, la variable dependiente que se mide es el tiempo de fijación visual, y se
supone que éste decrece cuando el bebé se ha familiarizado con el estímulo. El problema
es que hay muchas diferencias individuales entre bebés. Algunos tardan mucho menos
tiempo que otros en dejar de mirar un estímulo, y no está claro si eso se debe a que son
«procesadores de información» más rápidos o que se saturan antes (sus umbrales de
saciedad son más bajos) (Colombo y Frick, 1999, pág. 49).
Todo lo anterior indica que estamos ante medidas que no admiten una única
interpretación. Además, en el caso del estudio de una noción como la de objeto, las
inferencias son mucho más atrevidas que en el estudio de la percepción. Estas técnicas
fueron desarrolladas precisamente para estudiar competencias sensoriales perceptivas, y
el que los investigadores las usen para evaluar competencias conceptuales puede no ser
lo óptimo, como señalan Haith y Benson (1998).
En todo caso, su uso se ha extendido tanto que prácticamente toda la investigación
con bebés pequeños emplea la habituación como procedimiento fundamental.

3. Reinterpretando las limitaciones de cada estadio

Los siguientes apartados se han organizado según los problemas o «fallos» del bebé en la
búsqueda de objetos, a lo largo de sus primeros 18 meses. En el primero, se discuten
nuevos estudios sobre la permanencia del objeto durante los primeros 4 meses (estadios I
y II del periodo sensoriomotor), es decir, antes de que el bebé haya logrado la
coordinación visomotora que le permitirá dirigir su mano hacia objetos que ve. Luego, se
comentan estudios que han intentado descifrar las razones por las que el bebé del tercer
estadio no consigue buscar un objeto que se oculta ante él, a pesar de tener ya la
coordinación ojo-mano. La interpretación del enigmático error de lugar o error A no B,
característico del cuarto estadio, se discute en el siguiente apartado. Por último, se
describen algunas hipótesis sobre las dificultades del niño del quinto estadio para inferir
los desplazamientos invisibles de un objeto.

3.1 Los primeros meses: ¿fuera de la vista, fuera de la mente?

110
Recordemos que Piaget encontró que en los primeros meses el bebé se desinteresa por un
objeto recién desaparecido de su campo visual o, como mucho, mira un corto lapso de
tiempo el sitio en el que acaba de desaparecer, interpretándolo como ausencia de noción
de objeto permanente.
Muchos autores posteriores se han preguntado si esa interpretación es correcta. ¿No
podría ser que, en realidad, el bebé sepa que el objeto sigue estando en algún lugar pero
no sepa qué hacer para buscarlo? En otras palabras, se plantea la posibilidad de que el
objeto «fuera de la vista» no esté «fuera de la mente» del bebé sino que, sencillamente,
está fuera de sus capacidades poder recuperarlo. Su problema, por tanto, no sería
conceptual sino de conducta o actuación (Baillargeon, 1993).
A partir de este supuesto general, se diseñaron muchas investigaciones encaminadas a
poner a prueba dos tipos de hipótesis sobre las competencias tempranas, según las
cuales, desde los primeros meses de vida, a) el bebé tiene una representación del objeto
como una entidad permanente (permanencia), y b) conoce algunas de sus propiedades
físicas que definen lo que es (identidad).
Tom Bower fue uno de los primeros autores que puso a prueba estas hipótesis,
investigando los problemas que habían surgido a partir del trabajo de Piaget. Muchos de
los estudios que se describen a continuación son de Bower y su equipo, y pertenecen a
una primera etapa de investigación post-piagetiana (durante los años sesenta y setenta).
Algunos de estos trabajos reproducen situaciones parecidas a las de Piaget, consistentes
en ocultar objetos y observar la conducta visual del bebé tomando, adicionalmente,
medidas de su tasa cardiaca. En otros casos, se presentan situaciones bastante distintas a
la mera ocultación de objetos. Por ejemplo, mediante técnicas que permiten trucar
imágenes, se representan acontecimientos físicamente imposibles, es decir, hechos que
violan leyes físicas elementales y que, por tanto, no podrían ocurrir en la realidad. Estas
situaciones se inscriben en un paradigma experimental conocido hoy como de «violación
de expectativas», que luego se describe con más detalle.
En una serie de investigaciones con bebés de 3 a 5 meses, Bower (1974) les
presentaba un objeto que es ocultado por una pantalla que se desplaza de derecha a
izquierda. Luego, en una condición (a), el objeto reaparece por el otro extremo de la
pantalla o bien (condición b) no vuelve a aparecer. Es de suponer que si el bebé concibe
el mundo como nosotros, es decir, tiene la expectativa de que el objeto sigue existiendo
aunque no lo vea, habrá de sorprenderse frente a su desaparición. Esto es lo que Bower
encontró con bebés de tan sólo 3 meses. Sin embargo, cuando el objeto original era
sustituido por otro objeto (condición c) (algo que los adultos también encontraríamos
sorprendente y atribuiríamos a un «truco») los bebés no manifestaban sorpresa alguna.
Sólo a partir de los 5 meses mostraban extrañeza ante este tipo de acontecimientos
(véase figura 4.1). Adicionalmente, Bower controló si el tiempo de espera entre la
desaparición y reaparición del objeto tenía algún efecto en la respuesta de los bebés, y
halló que más de 5 segundos de espera eran suficientes para que el bebé no expresara

111
ninguna sorpresa ante ninguna de las condiciones. Bower, Broughton y Moore (1971)
explicaron así sus hallazgos:

Figura 4.1 Ilustración esquemática de un experimento de ocultación de objeto en un diseño de «violación de


expectativas» (basado en Bower, Brougtn y Moore, 1971)

— Los bebés de 3-4 meses tienen la expectativa de que el objeto sigue existiendo
aunque no lo vean.
— La falta de sorpresa ante un objeto distinto indica que disponen de un «esquema»
no particularizado del objeto en cuestión (algo así como «hay un objeto», pero no
de qué objeto se trata exactamente).
— Cuando el intervalo de tiempo que permanece oculto el objeto excede cierto límite,
el bebé sencillamente olvida la situación.

En otros experimentos, Bower (1979) se plantea más directamente el problema de la


identidad de los objetos para los bebés: qué características hacen que un objeto sea lo
que es y mantenga su identidad. En varios estudios observa la conducta visual del bebé

112
frente a trenes que se mueven de un sitio a otro; objetos que se desplazan y cambian
súbitamente su trayectoria o velocidad; objetos que se cruzan con otros, colocándose
encima o delante de ellos, etc. No hace falta insistir en que ninguno de esos sucesos
provocaría extrañeza en los adultos pues sabemos que los objetos pueden cambiar de
posición, de estado (pasar del reposo al movimiento o a la inversa), de velocidad o
trayectoria, sin por ello perder su identidad. Bower se preguntaba, sin embargo, si los
bebés tenían la misma interpretación de estos sucesos.
Nuevamente, sus resultados fueron una sorpresa: hasta aproximadamente los 5 meses,
observó que los bebés se comportaban como si les extrañaran esas transformaciones pues
ante cualquier cambio de estado, velocidad o trayectoria de un objeto parecían buscar
con la mirada el «objeto original», como si ya no estuviera frente a ellos. En sus propias
palabras (1979, p. 139) «parece que los bebés piensan que un mismo objeto visto en
diferentes lugares es, de hecho, una serie de diferentes objetos», lo mismo que un objeto
que acelera su velocidad o se detiene, o un objeto que pierde una de sus fronteras
visuales al colocarse encima de otro.
Así pues, y siempre según Bower, se diría que para el bebé pequeño, los objetos
mantienen su identidad siempre que: a) mantengan su estado (en reposo o en
movimiento), y, en caso de encontrarse en movimiento, b) mantengan su trayectoria y
velocidad, y c) no pierdan sus fronteras. Por el contrario, que su aspecto cambie puede
no ser tan importante como lo es para el adulto.
La interpretación que ofrece Bower es que, hasta aproximadamente los 5 meses, los
bebés tienen algunos «principios» sobre la identidad de los objetos, así como sobre su
permanencia. Por ejemplo, el principio de que los objetos tienen fronteras estaría
formulado, en la mente del bebé, en términos como: un objeto es un volumen en el
espacio con fronteras definidas, es decir, una parte de arriba, otra de abajo, un frente y
una parte de atrás, un lado derecho y uno izquierdo. Si pierde una de sus fronteras, deja
de existir como objeto separado y se convierte en «funcionalmente invisible», incluso
aunque permanezca a la vista (1979, págs. 137-138). Bower apoya su hipótesis en datos
como el siguiente: cuando se presenta a un bebé un objeto sobre una plataforma, y el
niño dispone de la coordinación visomotora, lo normal es que alargue la mano
mostrando un intento de prensión dirigido a la «plataforma-y-objeto», como si se tratara
de un único objeto. El hecho de que se sorprendan si el objeto se cae de la plataforma en
sus intentos de cogerlo prueba que está funcionando el principio mencionado.
Muchos de los experimentos de Bower están encaminados a probar que hay una
frontera cognitiva en torno a los 5 meses pues, sólo hasta esa edad, parecen estar
actuando principios o expectativas sobre los objetos y su identidad que no coinciden con
los del adulto. A partir de esa edad, según Bower, empiezan a regir principios físicos
más próximos a los del sujeto maduro y comprenden, entonces, que un objeto sigue
siendo el mismo aunque cambie su trayectoria o posición en el espacio, al tiempo que
esperan que conserve sus propiedades físicas de color, tamaño, textura, etc. Sólo cuando

113
el bebé incorpora esos nuevos principios, similares a los del adulto, se extrañará de que
un objeto sufra un cambio súbito en su apariencia y lo interpretará como que ha sido
sustituido por otro, de forma parecida a como lo haríamos los adultos (Bower,
Broughton y Moore, 1971).
Todos estos hallazgos promovieron mucha investigación posterior con el fin de
comprobar su alcance. La mayoría de las investigaciones, sin embargo, fracasaron a la
hora de replicar muchos de los resultados de Bower. Usando medidas semejantes a las
empleadas por este autor (cambios en la tasa de ritmo cardiaco, dirección de la mirada y
tiempo de fijación visual), Goldberg (1976) no encontró que bebés de 5 meses
reaccionaran de modo diferente frente a la reaparición de un objeto nuevo o familiar. Por
su parte, Muller y Aslin (1978) no hallaron diferencias en el seguimiento visual de bebés
de 2 a 16 meses cuando se alteraba la forma o el color de un objeto. De hecho, antes de
los 16 meses ¡ninguno de los niños modificó su conducta de seguimiento visual aunque
el objeto cambiara su apariencia! Es decir, tardaban casi un año más de lo que señalaba
Bower en expresar visualmente que el objeto ya no es el mismo. Otros estudios, como el
de Nelson (1971) con bebés de 4 y de 6 a 9 meses, o el de Meicler y Gratch (1980) con
niños de 5 a 9 meses, tampoco encuentran conductas visuales que indiquen permanencia
del objeto o de su identidad, lo que coincide con las predicciones piagetianas.
¿Cómo explicar estas importantes diferencias entre hallazgos? Una posibilidad es que
las propias variaciones en los procedimientos (por ej., en los tiempos y los lugares de
ocultación de los objetos) sean responsables de estas discrepancias. Además, Bower ha
sido criticado a menudo por ofrecer muy poca información detallada del procedimiento
seguido en sus estudios o por la falta de controles en sus situaciones experimentales. En
todo caso, debe reconocerse que fue uno de los primeros que planteó nuevas hipótesis y
diseñó ingeniosas situaciones para estudiar estos problemas en bebés muy pequeños.
A partir de la década de los ochenta, se produce un cambio importante en el tipo de
procedimiento. Por un lado, las técnicas de habituación se aplican cada vez más al
estudio de la noción de objeto; por otro, hay una profusa utilización del paradigma
experimental de violación de expectativas que, como se comentó antes, consiste en crear
situaciones trucadas que transgreden alguna ley física. Por ejemplo, los adultos sabemos
que las personas no son ubicuas (es decir, no pueden estar en varios sitios a la vez) y
sería más que sorprendente ver a alguien ocupando distintos lugares simultáneamente.
Asimismo, si percibiéramos que una pelota lanzada contra una pared la atraviesa, que un
vaso que dejamos de sujetar se queda «flotando» en el aire, o que una esfera sólida
(como un balón de fútbol) no ofrece ninguna resistencia a una caja que cae sobre ella y
la aplasta, sin duda sentiríamos verdadera sorpresa, pues tales acontecimientos violan
creencias muy elementales sobre el comportamiento y naturaleza de los objetos. Los
estudios de violación de expectativas manejan estas creencias para diseñar situaciones
que violan algunas leyes físicas con el fin de ver la reacción de los bebés ante dichos
acontecimientos (véanse figuras 4.2, 4.3 y 4.4).

114
Figura 4.2 Representación simplificada de una de las situaciones presentadas por Spelke, Breilinger,
Macomber y Jacobson (1992) para evaluar si los bebés tienen alguna expectativa sobre la solidez e
impenetrabilidad de los objetos

Figura 4.3 Tipo de situaciones presentadas por Baillargeon y su equipo para evaluar si los bebés tienen
alguna expectativa de la gravedad. Se presentan las edades aproximadas en las que, según Baillargeon
(1999), los bebés muestran expectativas crecientemente complejas sobre la caída de los cuerpos

115
Figura 4.4 Ilustración esquemática del estudio de Baillargeon y De Vos (1991) sobre permanencia e
identidad del objeto, usando un diseño experimental de «violación de expectativas». La zona sombreada
corresponde a la región de atención del bebé, según Bogartz, Shinskey y Speaker (1997)

116
En una serie de ingeniosos experimentos realizados por Baillargeon y sus
colaboradores a lo largo de los últimos veinte años, este equipo ha puesto a prueba la
capacidad de los bebés de 3 meses en adelante para discriminar entre acontecimientos
físicamente posibles e imposibles. En las figuras presentadas se pueden ver ejemplos de
las situaciones experimentales.
En uno de sus conocidos estudios, Baillargeon y De Vos (1991) presentaron a bebés
de 3 meses y medio la siguiente situación (véase figura 4.4):

• Dos muñecos, uno «alto» y otro «bajo», se desplazan de izquierda a derecha, hasta
ocultarse detrás de una pantalla y, luego, salen por el otro extremo. Como la
pantalla es más alta que cualquiera de los muñecos, no se les ve mientras se
mueven tras ella.
• Cuando los bebés se han habituado a este acontecimiento, se cambia la situación.
Ahora, se coloca una pantalla que tiene una abertura en el centro (una especie de
ventana) de tal manera que si el muñeco alto pasara por detrás se le vería la cabeza,
a diferencia del bajo (cuya «estatura» no llega a la altura de la ventana).

117
• Un grupo de bebés ve al muñeco bajo desplazarse tras la pantalla; el otro ve al
muñeco alto. Sin embargo, en ninguno de los casos se ve al muñeco cuando pasa
tras la ventana y sale por el otro extremo de la pantalla.

Así pues, mientras que el desplazamiento invisible del muñeco bajo es un


acontecimiento físicamente posible, el del muñeco alto es imposible, y se supone que si
los bebés miran más tiempo este último acontecimiento es porque lo encuentran
sorprendente o, en otros términos, contrario a sus expectativas. ¿Qué hicieron los bebés
ante cada situación? Pues bien, se comprobó que, efectivamente, los que estaban en la
condición muñeco alto miraron más tiempo que los que estaban en la condición muñeco
bajo. Los investigadores interpretaron estos hallazgos como prueba de que los bebés:

a) saben que los muñecos siguen existiendo aunque no los vean,


b) saben, además, que cada muñeco conserva sus dimensiones, y
c) infieren su trayectoria tras la pantalla. Antes de discutir estas interpretaciones,
veamos otro de los conocidos estudios de este grupo.

Baillargeon, Spelke y Wasserman (1985) habituaron a bebés de 5 meses a ver la


rotación de una pantalla que giraba de 0 a 180º (como un puente levadizo) hasta que
daban muestras de aburrimiento (habituación). Entonces, se colocaba un objeto sólido
detrás de la pantalla.

• En una condición (grupo experimental «a») los bebés veían una rotación de 112º
(suceso posible, porque el objeto impide que la pantalla gire por completo).
• En la otra condición (grupo experimental «b») los bebés veían que la pantalla
rotaba 180º (suceso imposible que se trucaba porque había una plataforma oculta
que hacía caer la caja y por tanto la pantalla podía girar hasta el final).
• Otro grupo de bebés (grupo control) observaban las mismas condiciones (112º y
180º) pero sin que hubiera ningún objeto que entorpeciera la rotación de la pantalla
(véase figura 4.5).

Figura 4.5 Ilustración esquemática de las situaciones presentadas por Baillargeon, Spelke y Wasserman
(1985) para estudiar la permanencia e identidad del objeto en bebés

118
Se suponía que los bebés que veían el suceso posible recibían un estímulo nuevo
(rotación de 112º), mientras que los que veían el suceso imposible veían el mismo
estímulo de habituación (rotación de 180º).
Según las autoras, si los bebés carecieran de permanencia del objeto, entonces no
deberían inferir que un objeto que ha desaparecido de la vista pueda impedir que la
pantalla gire 180º. En cambio, si las inferencias de los niños se basan en su

119
representación de la permanencia de los objetos que no están a la vista, y si respetan el
principio físico de que dos objetos (pantalla y objeto) no pueden ocupar el mismo
espacio, entonces deberían prestar más atención al suceso imposible aunque se trate del
mismo estímulo visual que el de habituación. Los resultados mostraron que, en efecto,
los bebés del grupo experimental miraron significativamente más la rotación de 180º que
la de 112º, mientras que los del grupo control miraron por igual ambas situaciones.
Baillargeon y su equipo concluyeron, nuevamente, que los bebés tienen la expectativa
de que el objeto sigue existiendo aunque dejen de verlo, además de que entienden ciertas
propiedades físicas de los objetos, como la resistencia que ofrecen (la imposibilidad de
que un objeto sea «atravesado» por otro).
En otro estudio con bebés algo mayores (6 y 8 meses de edad), Baillargeon (1986)
analizó su conducta visual tras haberlos familiarizado al siguiente hecho (véase figura
4.6):

Figura 4.6 Representación esquemática del estudio de Baillargeon (1986) sobre permanencia e identidad del
objeto en bebés

120
• Un coche se desplaza a lo largo de una vía, desaparece tras una pantalla y reaparece
al otro extremo. Tras varias presentaciones sucesivas, se retira la pantalla y se
coloca una caja: a) en la propia vía, o bien b) al lado de la vía. Se vuelve a colocar
la pantalla y se reinicia la situación anterior: el coche se desplaza, atraviesa la vía
detrás de la pantalla y vuelve a aparecer al otro extremo.
• Obviamente, si de verdad ocurrieran así las cosas, en la condición (a) tendría que
haber un impacto del coche contra la caja. Sin embargo, esto no ocurre: la situación
está trucada y el bebé no oye ningún sonido de choque, ni el coche se detiene por el
impacto.

Baillargeon observó que los bebés miraban más el coche en la situación «a» (la caja
colocada en medio de la vía) que en la «b», interpretándolo como prueba de que saben
que la caja sigue existiendo tras la pantalla y se dan cuenta de que debería impedir el
movimiento del coche. Insistimos que el tiempo de mirada se interpreta como sorpresa
de que el coche atraviese la caja o no haga impacto con ella.
Según estos autores, los bebés no solo conocen ciertas propiedades de los objetos,
como el ser sólidos e impenetrables, rígidos o comprimibles, sino que hacen
predicciones sobre su estado futuro, acordes con estas propiedades. Así, en un
experimento semejante al del «puente levadizo», se modificó la naturaleza del objeto
escondido. A un grupo de bebés se les presentó un objeto duro y rígido, y a otro uno
blando y comprimible (una pelota de gasa). Los bebés no mostraron interés especial
cuando una pantalla rotaba sobre el objeto blando y comprimible, pero sí cuando lo hacía
sobre el objeto duro.
Otros autores, como Spelke y colaboradores (1992), también han hecho estudios
sobre la solidez e impenetrabilidad de los objetos en busca de pruebas a favor de la
hipótesis de que los bebés no necesitan aprender algunos principios básicos del mundo
físico. En uno de sus estudios, presentaban a bebés de 4 meses una pelota que caía sobre
una mesa o sobre el suelo, hasta que se habituaban a este evento (véase figura 4.2).
Luego, se les mostraba una situación posible (la pelota cae sobre la mesa y se mantiene
ahí) o imposible (la pelota atraviesa la mesa y cae al suelo), encontrando que
recuperaban la atención sólo frente a esta última lo cual, según Spelke y colaboradores,
confirma sus hipótesis sobre la naturaleza innata del conocimiento del bebé.
Considerando los asombrosos resultados que hemos ido comentando hasta ahora,
parece inevitable concluir que el bebé de 3-4 meses tiene un conocimiento mucho mayor
del mundo de los objetos de lo que se había supuesto. Sin embargo, otros autores han
intentado replicar varios de estos estudios y no han encontrado resultados similares a
veces hasta los 12 meses (por ejemplo, Cohen, 1995), edad en la que los niños han
tenido ya una enorme cantidad y variedad de experiencias con los objetos y las personas.
Por otra parte, nuevas y cuidadosas investigaciones sobre estos aspectos indican que
las cosas podrían explicarse de otro modo y, en todo caso, dejan abiertos muchos

121
interrogantes. No es posible describir minuciosamente los distintos experimentos que se
han ido realizando, pero para entender los problemas de la investigación conviene tener,
al menos, información más precisa de alguno de ellos. Por eso, en el cuadro 4.3 se
describe con cierto detalle un experimento de Rivera, Wakely y Langer (1999),
semejante al del «puente levadizo» de Baillargeon, pero realizado con un control
metodológico más fino.

Cuadro 4.3 Un intento de réplica del experimento del «puente levadizo»


Rivera, Wakeley y Langer (1998) intentaron replicar el experimento del «puente levadizo» modificando
algunos aspectos. Por un lado, omitieron los ensayos de habituación (rotación de 180º) por dos razones, una
teórica y otra metodológica:

La razón teórica es que si los bebés ya poseen una representación de la permanencia del objeto, como
sostiene Baillargeon, entonces es innecesario habituarlos a una rotación repetida de 180º para observar, en la
condición experimental, si miran más la rotación imposible que la posible.
En segundo lugar, omitir los ensayos de habituación elimina un problema: el efecto de la novedad. En la
situación experimental, los bebés pueden mirar más la rotación de 180º no porque sea un hecho imposible sino
porque es, en realidad, una situación nueva al haberse introducido un objeto que obstruye el giro de la pantalla.

Además de estos problemas, había otro aspecto confuso del experimento de Baillargeon: la cantidad de
movimiento. El giro de 112º representa menos movimiento que 180º, y no es improbable que los niños miren
más el segundo porque prefieren movimientos más amplios, como muestran otros estudios.
Baillargeon (1987) minimizó la importancia de la cantidad de movimiento debido a que no encontró
diferencias en el tiempo de fijación visual en el grupo control (donde no hay ningún objeto que obstruya el
paso). Sin embargo, ¿cómo explicar que los bebés del grupo control no miren más la rotación de 112º que la de
180º, siendo esta última la misma que la de habituación (y, por tanto, algo familiar)? El hecho de que miraran
igual al estímulo nuevo (112º) que al familiar (180º) en los ensayos de posthabituación puede indicar que los
bebés prefieren rotaciones más amplias y que dicha preferencia se solapa parcialmente con la familiarización
previa a rotaciones repetidas de 180º.
Para probar esta posibilidad Rivera et al., realizaron dos experimentos: el primero era una réplica de la
condición experimental de Baillargeon pero sin la fase previa de habituación. El segundo era una réplica de la
condición control, también sin la fase previa de habituación. La hipótesis era que los bebés mirarían más la
rotación de 180º, tanto en el experimento 1 (donde la rotación de 180º sería imposible) como en el 2 (donde
cualquier rotación sería posible), debido a una preferencia perceptiva por movimientos amplios y no a un
conocimiento representacional de los objetos, su permanencia y sus propiedades físicas. Además, no habría
diferencias en el tiempo de fijación visual en el experimento 1 y 2.
Los resultados confirman estas hipótesis: los bebés (5 meses y medio) miraron más la condición 180º en
ambos experimentos, y no hubo diferencias significativas entre el experimento 1 y el 2 en lo que se refiere a
tiempo de fijación visual.
Como vemos, aunque los investigadores suelen controlar minuciosamente las variables de un experimento,
en ocasiones pasa desapercibido algún aspecto metodológico que termina siendo esencial. No haber caído en la
cuenta de la importancia de ese aspecto puede llevar a interpretaciones equívocas. En todo caso, no puede
perderse de vista que las conclusiones de la investigación son siempre provisionales.

Respecto a otros estudios comentados antes, como el del muñeco alto que se hace
«invisible» al pasar por la ventana, o el de la pelota que atraviesa la mesa, algunos
autores ofrecen una explicación muy distinta de los resultados. Por ejemplo, Bogartz,
Shinskey y Speaker (1997) sostienen que el que los bebés miren más el evento imposible
puede deberse a ciertos sesgos y preferencias perceptivas, y no a una representación del

122
objeto oculto y de sus propiedades. Si observamos el dibujo (véase figura 4.2) vemos
que en la situación imposible la pelota está rodeada de cuatro lados que forman un
contorno, mientras que en la situación posible (pelota sobre la mesa) sólo hay un
contorno: la mesa sobre la que se apoya. Varias investigaciones sobre percepción visual
en bebés indican que éstos miran más tiempo figuras que tienen contornos que las que no
los tienen, y tanto más cuanta mayor densidad tenga el contorno. Según Bogartz, en el
experimento de Spelke y colaboradores, los bebés miran más la situación imposible
porque necesitan más tiempo para escrutar visualmente todos los contornos. Esta
diferencia en el tiempo de mirada desaparece si se equiparan las características visibles
del evento.
Asimismo, en el experimento de los muñecos, los bebés centran su atención en la
parte superior o «cabeza» de cada muñeco más que en la parte inferior (un sesgo
perceptivo habitual) y, a medida que se desplaza hasta esconderse tras la pantalla,
mantienen su seguimiento visual a esa altura. Pues bien, es mucho más probable que sus
ojos lleguen a la zona de la ventana cuando están mirando el muñeco alto que cuando
miran el bajo, debido a la continuidad de la trayectoria visual. Y si es así, la mirada se
mantendrá más tiempo ya que se trata de una zona visual de mayor contraste que la parte
inferior de la pantalla. En términos de Bogartz y colaboradores, la «región de atención»
del bebé en una condición (ventana, para los que miran el muñeco alto) es muy distinta
que la otra (base de la pantalla, muñeco bajo) desde el punto de vista perceptivo.
Teniendo en cuenta que los resultados sobre los sesgos perceptivos en el bebé (es decir,
la orientación hacia estímulos con ciertas propiedades de contraste, luz, contorno, forma,
etc.) son, como suele decirse, «robustos», no debe descartarse que la mayor atención a
un evento sea debida simplemente a estos sesgos.
Una de las debilidades de los estudios que se basan en el tiempo de mirada como
medida del interés o sorpresa del bebé es, como se ha dicho, que se trata de una medida
esencialmente ambigua pues no podemos asegurar que un mayor tiempo de fijación
visual nos esté indicando un proceso mental relativamente complejo (Haith y Benson,
1998). Por eso, afirmaciones como las que hacen Spelke y otros autores, sosteniendo que
el bebé compara su conocimiento innato acerca de los objetos con la experiencia
concreta que está observando para llegar a inferir si lo que ocurre es o no posible,
resultan un poco atrevidas.

3.2 ¿Por qué el bebé del estadio III no busca el objeto cuando se
esconde por completo?

Muchos de los experimentos descritos en las páginas precedentes tratan más el problema
de la identidad de los objetos que el de su permanencia. La identidad, es decir, lo que
define qué es y cómo es un objeto; qué le hace mantener o perder su entidad (dejar de ser
lo que es, convertirse en «otra cosa») sería un prerrequisito evolutivo, una condición

123
necesaria pero no suficiente de la permanencia (noción de que los objetos existen en un
espacio común, son independientes de la acción del sujeto, siendo el sujeto un objeto
más dentro de ese espacio).
Como indican algunos autores, la cuestión que queda por resolver es si las formas
tempranas de permanencia (como podrían mostrar los trabajos de Baillargeon) son un
tipo de permanencia meramente perceptiva, restringida a los sistemas sensoriales, o si se
trata de un genuino conocimiento conceptual sobre los objetos.
Pero incluso si asumimos que los bebés de 4 meses tienen cierta forma de
permanencia de los objetos, ¿por qué los niños de mayor edad (hasta 8 meses) son
incapaces de buscar un objeto que acaban de ver esconderse detrás de una pantalla o bajo
un cubilete (error típico del estadio III)? Sin duda, no se debe a incapacidad manual ya
que a esa edad pueden usar eficazmente sus manos para alcanzar objetos. Como se
recordará, la coordinación ojo-mano se desarrolla hasta lograr niveles bastante
sofisticados entre los 4 y 7 meses, aunque los rudimentos están establecidos hacia el
cuarto mes. Además, el bebé de 4 meses puede hacer cosas como levantar o desplazar un
pañuelo u otro objeto que cubre parcialmente un juguete, quitarse un pañuelo que le
cubre la cara (algo que ni siquiera intentará en estadios anteriores), etc. ¿Cómo es
posible, entonces, que tarden varios meses en aplicar estas habilidades para buscar
objetos escondidos?
Algunos autores sugieren que, al igual que en edades anteriores, posiblemente el niño
sepa que el objeto está oculto, pero no qué hacer, cómo levantar el pañuelo, cubilete o
similar. De modo que, en realidad, el problema del niño de estas edades (que
corresponden al estadio III del periodo sensoriomotor) podría ser del tipo: ¿cuál es la
conducta motora adecuada para esta situación? Su limitación, una vez más, no sería
conceptual (sabe que el objeto sigue existiendo) sino de actuación (no sabe cómo
recuperarlo).
Otra hipótesis es que quizá el bebé olvida el objeto pocos segundos después de
haberse ocultado y por eso no lo busca. En este caso, tampoco se trataría de un déficit
conceptual sino de memoria a corto plazo.
De nuevo, fue Bower uno de los que empezó a buscar explicaciones a estas
conductas. Con el fin de determinar si la memoria a corto plazo del bebé podía ser
responsable de estos fallos en su conducta, presentó a dos grupos de bebés las siguientes
situaciones (véase figura 4.7): en una (a) los bebés ven ocultarse un objeto bajo un
recipiente opaco, en la otra (b) bajo uno transparente. Observó que, al principio, los
bebés no hacían nada ante ninguna situación pero, pasados aproximadamente tres
minutos, los que observaban el objeto dentro del recipiente transparente (condición b)
intentaron cogerlo. Por el contrario, no hubo ningún intento de buscarlo en el recipiente
opaco, cualquiera que fuera el tiempo. Pero, curiosamente, los bebés que habían
levantado el recipiente transparente encontrando el objeto, fueron incapaces de transferir
ese aprendizaje frente al recipiente opaco.

124
Figura 4.7 Ilustración esquemática del error típico del estadio III en dos condiciones: ocultación bajo un
recipiente opaco o transparente. Basado en Bower (1974)

¿Podría ser, entonces, un fallo de memoria? Por una parte, parecería que sí pues
vemos que el bebé necesita bastante tiempo para organizar la respuesta. Con el recipiente
transparente, la memoria no interviene y, por eso, termina levantándolo, mientras que
con el opaco no lo levanta, quizá porque se olvida del objeto. Pero, por otra parte,
sabemos que la memoria de los niños de esta edad es bastante amplia. Por ejemplo,
recuerdan, pasados algunos días, detalles de las experiencias de laboratorio que parecen
mucho más complejas que la información de los recipientes, por lo que no resulta una
explicación muy convincente. Quizá, aunque la memoria pueda ser un factor que
interviene en el fracaso ante la tarea, no sería el único.
Una prueba en contra de la hipótesis de un mero fallo de memoria es que cuando el
objeto se oculta detrás de una pantalla, los bebés tienen éxito más precozmente que con
objetos que se meten dentro de otros. Esto ha hecho pensar que quizá el problema se
halle en la relación espacial: estar dentro de algo parece ser peor comprendido o más
misterioso que estar detrás. Ante estos hallazgos, Bower propuso que el bebé
posiblemente dispone también de un principio sobre los objetos y sus relaciones
espaciales, según el cual «Dos objetos no pueden estar en el mismo lugar al mismo
tiempo». El adulto también tiene este principio pero, a diferencia del bebé, añadiría «a

125
menos que uno esté dentro del otro». Por tanto, lo que para el adulto sería una mera
ocultación, para el bebé sería una sustitución y, por eso, no comprende que el objeto
pueda seguir escondido dentro de un recipiente opaco.
En un estudio reciente, Munakata, McClelland, Jonsson y Siegler (1997) confirman la
dificultad de los bebés para recuperar objetos ocultos al observar que, a los 7 meses de
edad, se les puede entrenar para que aprendan a buscar un objeto escondido tras una
pantalla, pero sólo cuando la pantalla es transparente, no opaca. En suma, mientras lo
tengan presente la búsqueda se «activa» y son capaces de coordinar los medios
necesarios para conseguir el fin (objeto), pero en cuanto desaparece por completo el
objeto parece eclipsarse de la mente del bebé.
Baillargeon (1990) y Diamond (1991) han ofrecido una explicación general de las
limitaciones propias de estas edades. Los bebés pueden alcanzar objetos cuando ello
supone una acción directa, única sobre el objeto deseado. Sin embargo, la mayoría de las
búsquedas de objetos son más complicadas, puesto que requieren la coordinación de
acciones distintas, en una secuencia medios-fin. Efectivamente, en las situaciones de
búsqueda manual los niños pequeños se enfrentan a un conflicto entre la acción-medio y
la acción-meta. La meta es coger el objeto interesante. Pero para poder hacerlo tienen
necesariamente que hacer «otra cosa» (levantar un cubilete, desplazar una pantalla, etc.)
que nada tiene que ver con la acción-meta. Y sabemos, por el propio Piaget, que los
niños muestran limitaciones a la hora de resolver problemas que requieren la integración
de dos esquemas separados en secuencias de medios-fines (limitación que superan entre
los 8 y 12 meses).
En suma, según estos autores, el problema de los niños del tercer estadio no sería otro
que descubrir cómo coordinar sus acciones para recuperar los objetos desaparecidos, y
ésta es una conquista que depende del desarrollo, y que no se alcanza hasta el estadio IV.

3.3 ¿A qué se debe el error A, no B? Hipótesis sobre el error del estadio


IV

La mayoría de los autores coincide en que los bebés de 6 a 8 meses han desarrollado una
forma elemental de permanencia del objeto. Sin embargo, lo curioso es que durante los
meses sucesivos van a cometer una serie de errores peculiares en su búsqueda manual de
objetos ocultos. En la década de los setenta hubo varios trabajos que, en lo general,
replicaron los hallazgos de Piaget (Corman y Escalona, 1969; Kramer, Hill y Cohen,
1975; Uzgiris y Hunt, 1975). Posteriormente, ha habido estudios más controlados cuyos
resultados difieren en algunos aspectos parciales y que han dado lugar a interpretaciones
alternativas o complementarias a las piagetianas.
Recordemos que en el estadio IV el niño ya es capaz de buscar un objeto que
acabamos de esconder completamente. Pero, si tras haberlo recuperado en un mismo
lugar (A), lo escondemos en otro diferente (B), vemos que el niño vuelve a buscar en el

126
primero (A). ¿Cuál es la razón por la que no lo busca donde acaba de verlo desaparecer
sino en un lugar anterior?
Según Piaget, lo que explica este comportamiento sorprendente es que el niño tiene
un concepto de objeto-ligado-a-un-lugar-determinado. Localiza el objeto en función de
sus acciones previas y del éxito conseguido en aquéllas. Es decir, ha asociado el objeto
X al lugar A como si estar en ese lugar concreto fuera una parte o propiedad del objeto.
Una de las hipótesis alternativas que se han planteado tiene que ver, nuevamente, con
la memoria a corto (MCP) y largo plazo (MLP) del bebé. Harris (1989b), por ejemplo,
sostiene que la ocultación y recuperación del objeto en A se almacena en la MLP,
mientras que la ocultación en B sólo se almacena en la MCP (al ser la primera vez). Tras
un pequeño intervalo de tiempo, el niño pierde la información de la MCP y acude a la
MLP. Una prueba a favor de ello es que si el bebé busca inmediatamente después de
haberse escondido el objeto, el error prácticamente desaparece (Gratch et al., 1974;
Harris, 1973).
Diamond (1985), en un estudio longitudinal con bebés de 7 a 12 meses, encontró que
a los 8 meses tan sólo 3 segundos de espera eran suficientes para que se produjera el
error típico y si la espera llegaba a 10 segundos, la conducta de búsqueda del bebé era
aleatoria. A los 12 meses hacían falta 10 segundos para que los niños olvidaran el
desplazamiento a B y cometieran el error.
Sin embargo, otras pruebas adicionales indican que el problema no se reduce a un
asunto de memoria. Por una parte, como ya hemos mencionado, hay datos fiables de que
la memoria de los bebés de 8 a 12 meses es bastante considerable, pues en otros
contextos experimentales (y aún más en situaciones naturales) pueden recordar
información compleja después de periodos bastante más largos que los de la situación
del error A, no B (Rovee-Collier y Hayne, 1987). Por otra parte, volviendo a las tareas
de permanencia, en algunos estudios se ha visto que ciertas modificaciones en las formas
de presentación de la tarea pueden tener un efecto importante en la ejecución de los
niños. Así, en estudios realizados por Carranza y su equipo (Carranza, Brito y Escudero,
1991; Carranza, Escudero y Calvo, 1991), con bebés de 5 a 12 meses, encuentran que el
error disminuye si en el momento en que se oculta el objeto en A no está presente el
recipiente B, y los autores discuten la importancia de los rasgos contextuales de la
situación inicial en la ejecución del bebé. Otras variables que, según distintas
investigaciones, parecen influir en la susceptibilidad al error son las siguientes: a) Si
entre las dos tareas de ocultación (A y B) se introduce una tarea distractora, el éxito en B
aumenta, lo que no puede interpretarse como fallo de memoria; b) Cuanta más distancia
haya entre los lugares de ocultación, menos errores cometen los niños; c) Los errores
disminuyen cuando existen distintas posibles localizaciones y no sólo A y B.
En una serie de estudios de Bjork y Cummings (1984) entre los años setenta y
ochenta, estos autores intercalaron entre el lugar A (primera ocultación) y el B (segunda)
otras posiciones de ocultación (A, C, D, B). En este caso, observaron que los niños

127
buscaban en posiciones próximas a B, es decir, dejaban de cometer el error típico del
estadio IV. Por su parte, Sophian y Wellman (1983) presentaron a bebés de 9 meses tres
posiciones de ocultación: A, B, C. Cuando el objeto se escondía en B, los niños miraban
tanto en A como en C (es decir, no perseveraban en buscar en A). Sin embargo, otros
autores (Schuberth y Gratch, 1981) no lo confirman y siguen encontrando dicho error.
Por otro lado, si se proporcionan indicios distintivos de cada lugar de ocultación, los
bebés cometen menos errores (Bremner, 1978, Butterworth et al., 1982). Un estudio de
Acredolo (1978) con niños de 6 a 16 meses mostró que la presencia de estos indicios
sólo es relevante para los bebés de 11 meses, que aciertan en su búsqueda cuando hay
señales distintivas. Por el contrario, los de 6 meses cometen el error de perseverancia
aunque haya indicios y los de 16 meses aciertan en la búsqueda, con o sin señales.
En suma, la memoria a corto plazo parece ser importante en la tarea de búsqueda,
pero no lo explica todo. Además del tiempo transcurrido desde la ocultación (cuanto
mayor es, suele haber más errores), también es relevante el que existan rasgos distintivos
asociados a los lugares de ocultación (cuantos menos rasgos diferenciadores, más
probabilidad de error). Es muy posible que estén en juego otros aspectos que, por el
momento, no han podido ser identificados con claridad.
Hasta ahora hemos comentado hallazgos de estudios conductuales. Sin embargo, hay
otros estudios de tipo psicobiológico que proporcionan información muy relevante sobre
el error A, no B.
Los trabajos de Diamond (1991) y colaboradores desde mediados de los años ochenta
hasta la actualidad parecen mostrar que la resolución de esta tarea, así como de tareas de
respuesta diferida (empleadas frecuentemente en estudios con primates no humanos),
depende de la maduración del cortex prefrontal dorsolateral (DLPC). Tales tareas
consisten en lo siguiente: tras presentar al animal una recompensa (un alimento) se les
oculta bajo uno de entre dos recipientes. El tiempo de espera para permitir la búsqueda
oscila entre 0 y 10 segundos. A diferencia de la situación típica del error de lugar, donde
el objeto es escondido primero en A, hasta que el sujeto resuelve correctamente la
búsqueda, y luego en B, en las tareas de respuesta diferida el lugar de ocultación varía
aleatoriamente (A o B). Lo común a ambas tareas es la breve demanda de memoria que
exige el desfase entre la ocultación y la búsqueda. A lo largo de los ensayos el sujeto
debe combinar distintas piezas de información: 1) dónde estaba el objeto en situaciones
anteriores en que lo encontró, y 2) dónde lo vio desaparecer por última vez.
En la investigación animal, las tareas de respuesta diferida son indicadores muy
fiables de la función de lóbulo frontal: sujetos que han sufrido una lesión (mecánica,
quirúrgica o provocada por fármacos) en el DLPC fracasan ante este tipo de problema,
mientras que lesiones en otras regiones del cerebro (por ej., el lóbulo parietal o el
hipocampo) no parecen afectar su resolución. Los resultados de las investigaciones de
Diamond se pueden resumir así:

128
• La progresión evolutiva en ambas tareas es muy similar en bebés sanos y también
en crías de monos sanas (los primeros entre los 7 y 12 meses, las crías de monos
hacia los 4 meses, edad evolutiva equivalente a la humana).
• El tipo de error que cometen los bebés y las crías de monos es similar: el error de
lugar o perseverancia (tarea de permanencia) y el error de buscar en un lugar
diferente (en tareas de DR) cuando el lugar de ocultación ha cambiado respecto al
éxito anterior.
• Adultos (humanos y no humanos) que tienen una lesión en esa zona específica
cometen el error de lugar o de perseverancia y el asociado a tareas DR (con
desfases temporales de 2-5 segundos, semejantes a los que provocan el error en
bebés). Por el contrario, los primates adultos sanos resuelven ambas tareas sin
dificultad.

La conclusión de Diamond es que el cortex prefrontal está directamente implicado en


el desarrollo de la búsqueda y, por eso, los que padecen lesiones DLPC tienen
dificultades con dos aspectos del problema: la información secuencial y la inhibición de
conductas motoras previamente ejecutadas y reforzadas, es decir, respuestas que se han
convertido en «prepotentes» o en hábitos.
En apoyo de este supuesto, Diamond (1991) señala que los bebés a veces dirigen su
mano a A incluso cuando el objeto es perfectamente visible en B. Otras veces, van a A
sin ni siquiera buscar el objeto, e inmediatamente van a B. O incluso van a A pero miran
a B... En todos estos casos es como si supieran que el objeto está en B pero no pudieran
inhibir su respuesta motora de buscar en A.
En suma, Diamond sostiene que el bebé sabe mucho más del mundo de los objetos de
lo que puede mostrar, pero sus capacidades para demostrarlo no se desarrollan hasta
entre los 5 y 12 meses, con la maduración del cortex frontal. Da una explicación similar
a la de Baillargeon, como dificultad de organizar acciones medios-fines antes de los 7
meses.
La investigación actual aporta cada vez más pruebas de la relación entre la
maduración del cortex y el desarrollo cognitivo temprano. Sin embargo, no debe
entenderse que la maduración del sistema nervioso es la causa de los cambios cognitivos
pues, como sabemos, el cerebro se desarrolla solidariamente con la experiencia y es
imposible separar esta interacción en términos de causas y efectos. Por razones de
espacio, no podemos entrar en mayores precisiones sobre este interesante asunto, pero
remitimos a la excelente revisión de Haith y Benson (1998) y a sus reflexiones críticas
sobre el trabajo de Diamond.

3.4 ¿Por qué no infiere desplazamientos invisibles? Hipótesis sobre el


error del estadio V

129
Los estadios V y VI han sido mucho menos estudiados que los anteriores. Las
investigaciones posteriores a la de Piaget confirman que los desplazamientos visibles son
más fáciles de comprender que los invisibles (Uzgiris y Hunt, 1975; Kramer, Hill y
Cohen, 1975; Harris, 1987) tanto si el objeto se oculta sucesivamente en distintos
recipientes como si lo hace en un lugar y posteriormente se somete a desplazamiento o
rotación. Por lo general, antes de los 12 meses los bebés actúan al azar frente a estas
tareas. No obstante, en situaciones de ocultación bajo un recipiente y posterior rotación
de éste o del propio sujeto (véase figura 4.8) el descubrimiento del objeto es más fácil
cuando los recipientes tienen rasgos distintivos muy marcados, algo que ya veíamos en
el anterior estadio (Bremner, 1978; Cornell, 1979; Goldfield y Dickerson, 1981). La
facilitación debida a este factor puede provocar conductas de éxito en bebés de hasta 9
meses (Bremner, 1978), sobre todo si el punto de referencia espacial es tan significativo
como la propia madre (por ej., en situaciones simples de transposición en las que el
objeto se oculta frente a la madre y luego ambos se desplazan respecto al niño, véase
Presson e Ihrig, 1982). Por el contrario, cuando la tarea se complica introduciendo
múltiples lugares de ocultación sin claves perceptivas diferenciadas, el éxito puede llegar
a ser muy tardío, apreciándose errores de inferencia hasta bien entrada la niñez (Sophian,
1984).

Figura 4.8 Ilustración de un error característico del estadio V

130
131
En la investigación animal se encuentran algunos resultados parecidos en lo que se
refiere al uso de claves espaciales para la localización de objetos. En este caso, parece
que la maduración del hipocampo está relacionada con estas habilidades, tanto en
mamíferos no humanos como en humanos (Mangan, 1992, estudia los déficit en
habilidades de memoria espacial en sujetos con síndrome de Down que muestran un
desarrollo anormal en la formación del hipocampo)
Por otra parte, la relación entre permanencia e identidad de los objetos fue estudiada
por Ramsay y Campos (1978) en bebés de edades correspondientes a los estadios V y
VI. La técnica consistía en lo siguiente: tras ocultar un objeto, a) o bien lo sustituían
disimuladamente por otro diferente antes de que los niños iniciaran la búsqueda, b) o
dejaban el objeto original. Los autores encontraron que sólo en el estadio VI los niños
dan muestras de recordar la identidad precisa del objeto escondido: en la primera
situación los niños seguían buscando el objeto original mientras que en la segunda solían
sonreír al encontrarlo (los bebés de edades anteriores no mostraban conductas diferentes
ante una y otra situación). McShane (1991), sin embargo, señala que este hallazgo no
prueba que en el estadio anterior la ausencia de búsqueda del objeto original se deba a
que la identidad del objeto no se recuerde. Puede que el niño la recuerde pero que no
tenga idea de dónde buscar el objeto original.

Conclusiones

¿Por qué ha habido ese enorme interés en estudiar la permanencia del objeto? La razón
es que el tema no es sólo un problema empírico atractivo y relevante sino que tiene
implicaciones teóricas de gran alcance, sobre todo en lo que se refiere al debate sobre el
origen y naturaleza de las competencias cognitivas del bebé. Autores contemporáneos
siguen preguntándose sobre el significado de las conductas del bebé y, en muchos casos,
proponen una perspectiva del neonato como un ser mucho más competente de lo que
suponía Piaget. Como dicen Haith y Benson (1998), los «cognitivistas de bebés» han
«esculpido» un dominio no-perceptivo del bebé, descartando las interpretaciones
perceptivas a favor de las conceptuales. Hasta tal punto se ha dado por supuesto la
precocidad de los bebés en distintos terrenos que algunos autores llegan a afirmar que los
bebés pequeños pueden razonar sobre conceptos físicos de una forma que antes sólo se
atribuía al adulto (Baillargeon, 1993, cit. en Haith y Benson). Es evidente que si esto es
así pierde sentido un análisis evolutivo de las capacidades del bebé.
Como reconocen muchos autores, tras más de medio siglo de investigación, la
permanencia del objeto en bebés sigue siendo un asunto bastante enigmático. Todavía no
podemos extraer conclusiones definitivas sobre la forma en que los bebés conciben los
objetos, su identidad y permanencia en el espacio y el tiempo. Sin embargo, hay razones
para suponer que no es un concepto que viene dado desde el principio de la vida sino que

132
existe un genuino desarrollo en el primer año y medio. A esa edad, los niños han
desarrollado ya un conjunto amplio de principios acerca de los objetos, muy similar al
que poseemos los adultos, y a lo largo de los meses anteriores han ido progresando en su
comprensión de la identidad de los objetos, sus relaciones espaciales y su localización.
Sigue habiendo mucha investigación sobre este problema y polémicas acerca de cómo
interpretar los hallazgos. Aparte de la dificultad que entraña la proliferación de
investigaciones empíricas, de teorías y explicaciones parciales, y de hallazgos
discordantes, no se debe olvidar, como señala McShane (1991), que las condiciones en
que se realizan los experimentos (laboratorio) y el tipo de material usado (generalmente
poco significativo o muy artificial) pueden no ser los medios más adecuados para
conocer cómo funciona el sistema cognitivo del niño en su entorno natural. En este
sentido, las finas observaciones que hizo Piaget de sus hijos en el propio hogar, el hecho
de seguir semana a semana sus logros en distintos terrenos y los criterios que fue
definiendo para atribuir una concepción madura de objeto, posiblemente tienen más
relación con el funcionamiento cognitivo en la vida cotidiana. Por último, no se debe
subestimar el hecho de que los bebés, como indica acertadamente Munakata (2001),
pueden parecer muy o muy poco hábiles dependiendo de la tarea que les presentemos.

133
5

El bebé y los números


Purificación Rodríguez, M.ª Oliva Lago y Laura Jiménez

Introducción

Es un hecho repetidamente probado que las capacidades perceptivas de los bebés se


encuentran ampliamente desarrolladas, lo que les permite procesar la información a
través de distintos canales sensoriales. Las investigaciones recientes, como hemos tenido
ocasión de ver en otros capítulos, han empezado a clarificar la naturaleza de esa
cognición temprana, utilizando frecuentemente como medida la preferencia que tienen
los bebés a mirar más tiempo las situaciones no familiares. Los estudios sobre las
competencias numéricas tempranas sintonizan con este mismo interés, de ahí que
muchas de las cuestiones que se plantean en aquéllas también se hallan presentes en este
ámbito. Precisamente, a lo largo de este capítulo nos vamos a hacer eco de este debate,
que en relación al número ha girado en torno a dos explicaciones principales: la que
defiende la existencia de competencias innatas específicas para representar el número y
la que alude a un sistema de competencias cognitivas generales que permiten al niño
interactuar con el mundo y construir un conocimiento específicamente numérico.
Indudablemente decantarse por una posición u otra tiene un interés primordial de cara a
esclarecer las raíces de nuestro sistema cognitivo. Sin embargo, la decisión no resulta
sencilla, como tendremos ocasión de ver, pese al gran número de trabajos que se han
publicado en la última década. Por esta razón, a lo largo del capítulo y con el máximo
rigor posible destacaremos los aciertos de una y otra posición, sin eludir aquellos
aspectos que resulten más controvertidos.
Teniendo esto en cuenta, hemos organizado el capítulo en torno a tres ejes
fundamentales. En primer lugar, examinamos las competencias de los bebés en relación
a los conceptos de cardinalidad, orden y las habilidades aritméticas de adición y
sustracción. La polémica generada en torno a esta cuestión ha dado origen a modelos
numéricos y no numéricos, entre otros, que tratan de explicar la naturaleza de las
representaciones mentales de los bebés. Es precisamente este aspecto el que constituye el
segundo eje del capítulo. Finalmente, abarcamos algunos trabajos que se ocupan de la
comprensión que tienen los niños pequeños, entre los 2 y los 4 años aproximadamente,
acerca de los conocimientos numéricos analizados en los bebés. Entre los objetivos que,
implícita o explícitamente, suelen compartir estos estudios sobresale el intento de

134
clarificar la naturaleza del conocimiento numérico y aritmético de los bebés, así como
indagar acerca del modo en que este conocimiento, sea del género que fuere, se
desarrolla en las etapas posteriores.

1. Los orígenes del conocimiento numérico

Juzgar si un niño tiene o no el concepto de número resulta complejo porque requiere


determinar si ha adquirido diversos aspectos relacionados con dicha comprensión. Uno
de ellos es la cardinalidad, que implica la habilidad para representar el número de
elementos discretos de un conjunto y asimismo, conocer que un conjunto formado, por
ejemplo, por «3» elementos es distinto de otro constituido por «2» y que dos conjuntos
con «3» elementos cada uno tienen la misma cantidad. Otro aspecto esencial es la
capacidad para establecer relaciones ordinales entre los números en términos de «mayor
que» / «menor que» (por ej., «3 es mayor que 2»). La conjunción de estas dos
habilidades, que subyacen al sistema verbal de conteo, proporciona al niño una
herramienta útil para interactuar en diversos contextos como son los de adición y
sustracción (por ej., «2 + 1 = 3» y «3 – 1 = 2»).
En lo que sigue y con una finalidad puramente didáctica analizaremos por separado
los trabajos con bebés sobre la cardinalidad y el sentido del orden, recogiendo tanto las
evidencias empíricas favorables a la presencia de estas competencias tempranas como las
que reservan estas adquisiciones a momentos posteriores del desarrollo. Por último, para
finalizar el apartado nos adentraremos en los estudios sobre las habilidades aritméticas
de los bebés.

1.1 El aspecto cardinal del número

La evidencia empírica disponible en los últimos 20 años parece demostrar que los bebés
prelingüísticos son sensibles a las variaciones en el número de elementos en una
exposición perceptiva, siempre y cuando se use como medida la inclinación a mirar más
tiempo las situaciones no familiares. Esta circunstancia constituye, según numerosos
autores, la prueba irrefutable de que los bebés representan los valores cardinales de los
conjuntos pequeños, esto es, de que pueden determinar el número de elementos discretos
de un conjunto. En lo que sigue recogeremos cuatro pruebas empíricas que parecen
apoyar esta idea.

1. En efecto, utilizando el método de habituación algunos estudios sugieren que los


bebés discriminan entre números muy pequeños presentados a través de
exposiciones estáticas. Por ejemplo, en el experimento clásico de Starkey y Cooper
(1980) separaron a bebés de entre 4 y 7 meses en dos grupos, de modo que unos

135
fueron habituados a exposiciones de dos puntos de luz colocados en hilera,
mientras que los otros observaron tres puntos de luz. Una vez que se producía la
habituación, determinada por la disminución en el tiempo de mirada, se iniciaba la
fase de prueba en la que los estímulos se presentaban de manera invertida: a un
grupo tres puntos de luz y al otro dos. Encontraron que los bebés miraban más
tiempo al estímulo al que no estaban habituados y por tanto, discriminaban entre
las cantidades de dos y tres puntos.
2. Otras aplicaciones del paradigma de habituación han mostrado que también
responden a las diferencias en la cantidad numérica cuando los objetos son
percibidos a través de modalidades sensoriales distintas. En efecto, diez años
después, Starkey, en esta ocasión con Spelke y Gelman, publican un experimento
en el que bebés de 6 meses contemplaban exposiciones auditivo-visuales,
comprobaron que sistemáticamente miraban más tiempo la exposición visual que
se emparejaba con el número de sonidos que habían oído. A partir de estos
resultados concluyeron que los bebés de 6 meses respondían a la cantidad
numérica, basándose en propiedades abstractas de los objetos y las situaciones.
3. Los experimentos de Wynn siguen la misma dirección y ponen de manifiesto
además, la habilidad de los más pequeños para contar las acciones físicas de una
secuencia. En concreto, habituó a dos grupos de niños de 6 meses de edad a los
saltos de una muñeca. En cada ensayo efectuaba dos o tres saltos, dependiendo del
grupo, permaneciendo después inmóvil, momento en el cual se registraba el tiempo
de mirada. Tras el periodo de habituación, ambos grupos recibían una serie de
ensayos en los que la muñeca saltaba dos o tres veces alternativamente. Los bebés
miraban más tiempo a la muñeca cuando realizaba el número de saltos a los que no
habían sido habituados. Desde el punto de vista de esta autora, este resultado indica
que los niños identificaban los saltos individualmente y que los contaban. En un
segundo experimento, Wynn comprobó que los bebés eran capaces de contar
incluso en secuencias de acción más complejas. Como en el experimento anterior,
un grupo de bebés de 6 meses eran habituados a secuencias de dos y tres saltos,
pero en esta ocasión la muñeca permanecía en movimiento entre los saltos, ya que
después del salto final movía la cabeza de un lado a otro. Finalmente, permanecía
inmóvil y se procedía a registrar el tiempo de mirada. En la fase de prueba se
mostraban ensayos en los que la muñeca saltaba dos o tres veces alternativamente.
Como en el experimento anterior, los bebés miraban más tiempo los ensayos que
contenían un nuevo número de saltos. A partir de estos resultados Wynn indicó
que, aun cuando la muñeca estaba en continuo movimiento, los niños sólo
contaban los saltos, diferenciando, por tanto, la actividad de mover la cabeza de la
muñeca de la correspondiente a los saltos. Sin embargo, Feigenson, Carey y Spelke
(2002) objetaron que en la secuencia de tres saltos la ascensión total de la muñeca
era mayor que en la secuencia de dos, de modo que los niños podían haber

136
respondido a esta dimensión más que al número. Posteriormente, en este mismo
capítulo, recogeremos algunos estudios que hacen hincapié en la importancia de
variables similares a ésta, como el tamaño de los objetos, la densidad, etc., para
explicar las respuestas de deshabituación.
4. Recientemente, Wynn, Bloom y Chiang (2002) sugirieron que los niños de 5 meses
eran capaces de individualizar y contar colecciones de objetos. Abrimos aquí un
paréntesis para indicar que no todos los grupos de objetos forman colecciones
naturales, sino que los objetos han de reunir ciertas características singulares, como
tener una misma meta (por ej., los jugadores en un partido de fútbol) o propósito
(por ej., una bandada de pájaros). Concretamente, separaron a los bebés en dos
grupos, de manera que la mitad fueron habituados a dos colecciones móviles
compuestas por tres objetos y presentadas a través de ordenador, mientras que los
sujetos restantes recibieron cuatro colecciones móviles compuestas por tres objetos
(véase figura 5.1). A continuación, en la fase de prueba se mostró a todos los bebés
dos tipos de ensayos con 8 objetos: uno representado por dos conjuntos con cuatro
objetos cada uno y otro por cuatro conjuntos con dos objetos cada uno (véase
figura 5.1). Estas exposiciones guardaban similitud en la longitud del contorno, la
superficie del área ocupada por los círculos, el nivel de contraste y la densidad.
Igualmente, controlaron la distancia entre los objetos dentro de una colección y la
distancia entre las colecciones. En las dos fases, habituación y prueba, los objetos
de cada colección se hallaban en movimiento, de manera que la configuración de la
colección cambiaba constantemente. Los análisis realizados sobre el tiempo de
mirada revelaron que aquellos bebés que habían sido habituados a dos colecciones
miraban más tiempo durante la fase de prueba la compuesta por cuatro colecciones,
mientras que los habituados a cuatro miraban más la de dos. Los resultados parecen
apoyar la idea de que las respuestas de los bebés no se basan en atributos
perceptivos, sino numéricos y que su capacidad para contar no se restringe a los
objetos, sino que también pueden considerar una colección como una unidad y
contarla.

Figura 5.1 Ilustración adaptada de las fases pretest-test de Wynn, Bloom y Chiang (2002)

137
El conjunto de datos hasta ahora mencionados hace pensar que las representaciones
del número generadas por los bebés son abstractas, motivo por el cual pueden ser
aplicadas a diferentes situaciones y tipos de objetos. En efecto, como hemos tenido

138
ocasión de ver, los bebés pueden:

a. representar el número correspondiente a un conjunto de objetos físicos o patrones


visuales, sin reparar en el color, forma o tamaño, el número de sonidos y/o
acciones,
b. apreciar las correspondencias numéricas entre diferentes tipos de ítems (por ej.,
objetos y sonidos) y
c. tratar una colección como elemento individual y contarla.

Wynn (1998) afirma, como más adelante tendremos ocasión de comentar


extensamente en el apartado 2, sobre la naturaleza del conocimiento numérico, que estas
habilidades son el resultado de estructuras mentales innatas destinadas a la
representación y razonamiento sobre el número.
Sin embargo, recientemente algunos autores no encuentran los mismos resultados que
Wynn. Entre otras cosas, no existe acuerdo a la hora de establecer los límites de las
representaciones cardinales de los niños pequeños, porque algunos defienden que los
bebés sólo son sensibles a los números pequeños (por ej., Koechlin, Dehaene y Mehler,
1998; Simon, Hespos y Rochat, 1995), mientras que otros sugieren que esta competencia
se extiende también a los números grandes (por ej., Xu y Spelke, 2000). Por ejemplo, en
este último estudio los bebés discriminan entre 8 y 16 elementos, pero fallan entre 8 y
12.
Otros investigadores van más allá al sugerir que los bebés no están respondiendo al
número, sino a otro conjunto de variables relacionadas con el perímetro de los objetos, el
área de la superficie, el brillo, etc. En concreto, Clearfield y Mix (1999) comprobaron
que los niños de 6 a 8 meses de edad no discriminaban entre números pequeños cuando
se controlaba el área y la longitud del contorno de los objetos. Clearfield y Mix crearon
situaciones experimentales en las que unas veces mantenían constante el número en las
exposiciones nuevas, introduciendo variaciones en el tamaño de los objetos, mientras
que en otras modificaban el número pero no el tamaño. En concreto, habituaron a los
niños a exposiciones de dos cuadrados con un contorno de 16 cm y observaron que se
producía deshabituación ante la visión de dos cuadrados de 24 cm, pero no ante la de tres
cuadrados de 16 cm. Los bebés de 6 a 8 meses dieron muestras de deshabituación al
tamaño, pero no al número. No obstante, los resultados de este trabajo no resultan
concluyentes al no quedar del todo claro si los bebés procesaban tanto los cambios en el
número como en el tamaño, pero respondían atendiendo sólo al más sobresaliente, en
este caso el tamaño, o si procesaban tan sólo los relativos al tamaño y no los cambios en
la cantidad. Esta cuestión fue retomada por Feigenson y colaboradores (2002), quienes
diseñaron un total de siete experimentos empleando objetos tridimensionales, en los que
se manipularon algunas variables de tipo perceptivo (tales como la superficie frontal
total de los objetos y otras dimensiones que correlacionan con ella como el volumen, la
longitud del contorno, la envoltura espacial total y el brillo) disociándolas claramente de

139
la variable número. La metodología empleada en los cinco primeros experimentos era la
de habituación/deshabituación, mientras que en los dos restantes recurrieron al
paradigma de transformación a través de situaciones de adición y sustracción. En
general, observaron que se producía una convergencia en los resultados,
independientemente del procedimiento utilizado: no aparecían manifestaciones claras de
que los bebés respondieran a los cambios en la cantidad. Por ejemplo, no demostraban
sensibilidad al número, ni tampoco había evidencias de que llevasen a cabo
comparaciones entre conjuntos mediante la correspondencia uno a uno, ya que en el
paradigma de habituación no respondían a la novedad provocada por la falta de
emparejamiento numérico.

1.2 ¿Son sensibles los bebés a las relaciones ordinales?

Las relaciones ordinales representan un paso más en el desarrollo del conocimiento


numérico, que nos adentra en dominios de conocimiento cada vez más complejos. Si la
propiedad cardinal del número regula si dos conjuntos son o no del mismo tamaño, la
propiedad ordinal es la herramienta que permite asumir cuán distintos son y en qué
sentido dentro del continuo numérico. No se trata, pues, de delimitar si dos conjuntos
son equivalentes o distintos, sino de establecer cuál es la relación que hay entre ellos
dentro del conjunto numérico o, en otras palabras, cuál de ellos es mayor o menor. Sin
embargo, a pesar de que el estudio de ambas propiedades, cardinal y ordinal, se
considera fundamental, las investigaciones sobre sus orígenes se han realizado de forma
desigual. En efecto, mientras que el volumen de trabajos surgidos en los últimos años
sobre la propiedad cardinal ha permitido generar una amplia discusión, son escasas las
investigaciones que han ahondado en el conocimiento de la propiedad ordinal del
número en los bebés preverbales, relegando su estudio a edades posteriores y
generalmente en relación con la adquisición de la habilidad de contar.
De nuevo, la dificultad para abordar el análisis de estos conocimientos sin la
mediación del lenguaje, unido a que el interés por este ámbito resulta relativamente
reciente, no ha permitido alcanzar aún un consenso sobre los orígenes del conocimiento
de las relaciones ordinales, segregando los trabajos en dos líneas de investigación:
interpretaciones numéricas y no numéricas. Además, dentro de las interpretaciones
numéricas podemos diferenciar aquellas que defienden que los conocimientos numéricos
y aritméticos simples son innatos de aquellas que asumen que hay una evolución desde
los números cardinales hasta los ordinales. A continuación expondremos las
afirmaciones que se desprenden de cada una de ellas.

Las habilidades ordinales de los bebés son innatas

Desde esta perspectiva, se indica que el conocimiento numérico (por ej., cardinales,
ordinales, operaciones aritméticas simples) constituye una habilidad innata. Muy

140
brevemente recordar que ha sido Wynn la autora que de forma más vehemente ha
defendido que los bebés —incluso de tan sólo 5 meses de edad— tienen las habilidades
numéricas necesarias y suficientes para discriminar dos cantidades numéricas distintas y
establecer relaciones de orden (por ej., mayor que/menor que). En otras palabras, los
bebés nacen con las habilidades suficientes para reconocer que «2 es distinto de 3» y el
modo en que se diferencian, es decir, que «3 es numéricamente mayor que 2».

Las habilidades ordinales de los bebés se desarrollan gradualmente

Como ya hemos mencionado, la posición innatista que defiende Wynn resulta


controvertida, lo que ha dado lugar a diversos planteamientos alternativos, que han
alcanzado también a los estudios sobre el concepto de orden. Así, diversos autores
consideran igualmente que los bebés tienen conocimientos numéricos desde muy corta
edad, pero entienden que han sido adquiridos en el transcurso del desarrollo. En otras
palabras, los bebés poseen un potente sistema de detección de números que les permite
adquirir competencias numéricas de manera gradual. Por ese motivo, en un comienzo,
aprenden a discriminar distintas cantidades numéricas (cardinalidad) y, posteriormente,
como resultado de las interacciones con el medio, forman los conceptos ordinales.
Dentro de esta corriente se sitúa Cooper (1984), quien ha propuesto un modelo evolutivo
de dos pasos:

a) la discriminación equivalente/no equivalente a los 12 meses (propiedad cardinal) y


b) las relaciones mayor que/menor que a los 16 (propiedad ordinal).

No obstante, algunos trabajos recientes informan de que las relaciones mayor


que/menor que resultan más precoces desde el punto de vista evolutivo, situándolas
alrededor de los 9-11 meses, antes de que los niños sean capaces de emitir la secuencia
de etiquetas verbales de conteo (por ej., Brannon, 2002). Desde este planteamiento se
asume que en las investigaciones anteriores no se habían controlado adecuadamente
ciertas variables de tipo perceptivo relacionadas, por ejemplo, con la superficie ocupada
por la muestra, la densidad, etc., lo que inducía a los autores a descartar la presencia del
concepto de orden. Por ejemplo, si presentamos secuencias de dos, cuatro y ocho
cuadrados, los indicios perceptivos proporcionan la clave inmediata para la respuesta sin
necesidad de recurrir a ninguna habilidad numérica, ya que a medida que aumentamos el
número de cuadrados también aumenta el espacio ocupado en la pantalla. Para superar
estos inconvenientes Brannon diseñó una serie de experimentos en los que manipula
(véase figura 5.2):

Figura 5.2 Adaptación de las muestras empleadas por Brannon (2002)

141
• El tamaño de los elementos: en la fase de habituación el tamaño disminuye a
medida que aumenta el número, mientras que, en la fase de evaluación, se
mantiene constante.
• El área y densidad de la pantalla: se mantiene constante en la fase de habituación y
covaría con el número en la fase de evaluación, lo que anularía el efecto visual de
plenitud a medida que aumenta la secuencia numérica.
• El orden de presentación: se varía provocando dos tipos de evaluación, familiar si
se mantiene constante y novedosa si éste se invierte.

Los resultados apuntaron que se producía un cambio evolutivo entre las edades de 9-
11 meses en lo que respecta a la habilidad para realizar comparaciones numéricas. Si las
variaciones sólo se producían en el aumento o disminución del tamaño de los elementos
(por ej., cuadrados de áreas distintas), la discriminación en la dirección del tamaño se
encontraba a partir de los 9 meses. Ahora bien, estos mismos niños no detectaban la
inversión de la secuencia numérica (por ej., 2, 4 y 8 cuadrados frente a 8, 4 y 2
cuadrados), mientras que los de 11 meses sí lo hacían.

Las habilidades ordinales de los bebés no son numéricas

En la misma línea que mencionamos en el apartado sobre la cardinalidad, Simon (1997)


afirma que la representación mental de los objetos no se acompaña de información

142
numérica y que ciertas conductas aparentemente numéricas no requieren ningún tipo de
conocimiento ordinal, basta con que los niños aprecien la igualdad o desigualdad entre
los conjuntos (véase apartado 2.2, referido a los modelos no numéricos).

1.3. Las habilidades aritméticas de los bebés

Las capacidades más avanzadas del razonamiento numérico de los bebés han sido
defendidas por Wynn al encontrar que poseen ciertas habilidades para ejecutar
cálculos aritméticos sencillos de adición y sustracción. Este hallazgo, que
posteriormente ha sido replicado por otros autores, fue encontrado por esta autora en un
experimento clásico bien conocido (Wynn, 1992) y que describimos brevemente a
continuación. Evaluó a bebés de 5 meses en tres situaciones (véase figura 5.3):

Figura 5.3 Ilustración esquemática adaptada de Wynn (1992)

143
a) el resultado de una transformación de adición posible (1 + 1 = 2) o imposible (1 + 1
= 1),
b) el resultado de una transformación de sustracción posible (2 – 1 = 1) o imposible (2
– 1 = 2),
c) la adición 1 + 1, en la que tanto el resultado posible (por ej., 2) como el imposible
(por ej., 3) se encontraban en la dirección correcta.

Los bebés tendían a mirar más tiempo (por ej., les sorprendían) los sucesos
imposibles en las tres presentaciones, lo que fue interpretado como evidencia de que
computaban los resultados exactos de las operaciones aritméticas.
El interés despertado por estos hallazgos no se hizo esperar e inmediatamente
surgieron réplicas y contrarréplicas de esta experiencia en distintos laboratorios. Estas
investigaciones prosiguen en la actualidad, lo que dificulta la posibilidad de alcanzar
resultados concluyentes y acuerdos generales. En efecto, algunos estudios hallaron datos
que resultaron favorables a la tesis de Wynn. Por ejemplo, Moore (1997) obtuvo los
mismos resultados en las situaciones 1 + 1 y 2 – 1 que se presentaban a través de la
pantalla de un ordenador, en vez de hacerlo con objetos reales como en las experiencias
de Wynn. Por su parte, Koechlin, Dehaene y Mehler (1997) plantearon que quizá los
bebés podían estar respondiendo en función de la presencia/ausencia del objeto más que
en función del número. Para someter a prueba esta hipótesis los objetos fueron colocados
en una plataforma giratoria, asegurando así que ninguno pudiera retener una localización
espacial específica. A pesar de esto, los bebés de 5 meses se comportaron del mismo
modo que lo habían hecho los de Wynn, esto es, miraban durante más tiempo los
resultados numéricamente incorrectos.
Simon y colaboradores (1995) intentaron verificar si las reacciones de sorpresa de los
bebés se debían a expectativas no cumplidas de procesamiento visual o a que habían
realizado el cálculo exacto de la operación aritmética. Para ello, llevaron a cabo una
réplica del estudio de Wynn (situaciones 1 + 1 y 2 – 1) manipulando la identidad de los
objetos presentados (por ej., los muñecos: Elmo y Ernie). Así, en la situación
experimental de adición los niños tuvieron la oportunidad de observar dos condiciones:

(1) Situaciones posibles:

a) Elmo + Elmo = 2 Elmos,


b) Ernie + Ernie = 2 Ernies,
c) Elmo + Ernie = Elmo y Ernie.

(2) Situaciones imposibles:

a) identidad (Elmo + Elmo = Elmo y Ernie),


b) aritmética (Elmo + Elmo = 1 Elmo),

144
c) identidad y aritmética (Elmo + Elmo = Ernie).

La condición de sustracción siguió una pauta similar. Los resultados pusieron de


manifiesto, conforme a lo establecido por Wynn, que los bebés miraban más tiempo los
resultados aritméticamente imposibles tanto de adición como de sustracción,
independientemente de que se hubiera violado la identidad de los objetos. Además, se
excluía la posibilidad de que los niños no hubiesen discriminado los muñecos, como
corroboraron en un experimento control.
Otros hallazgos, que también parecen sostener la afirmación de Wynn sobre las
habilidades aritméticas de los bebés, provienen de los estudios con animales. Dichas
investigaciones parecen mostrar que algunas especies pueden computar los resultados de
algunas operaciones. En efecto, recientemente se replicaron las situaciones de Wynn con
monos rhesus. Por ejemplo, en la situación 1 + 1, representada por «una berenjena más
una berenjena», los monos miraban más tiempo el resultado imposible «una berenjena».
También con ratas se han encontrado resultados similares, ya que éstas no sólo eran
capaces de anticipar cuando se están acercando al número requerido de presas para
obtener una recompensa, sino también si han llegado a ese número o no. Señala Wynn
que estos datos sugieren la existencia de una capacidad no aprendida de representación
numérica, que es común a otras especies y que puede haberse desarrollado como
resultado de un proceso de selección natural por sus beneficios adaptativos, aunque en
un punto distinto de la historia evolutiva de cada especie.
No obstante, a pesar de que las evidencias hasta ahora señaladas apuntan hacia una
habilidad muy temprana para sumar y restar, el consenso entre los autores no es
unánime. Por ejemplo, Wakeley, Rivera y Langer (2000) indican que esta habilidad de
cómputo resulta frágil y débil en los bebés. Además, rechazan la idea de que sea una
competencia innata, proponiendo un largo proceso de desarrollo. Los pilares en los que
se sostienen estas afirmaciones provienen de tres fuentes de datos:

a) de las carencias y debilidades halladas en los estudios de Wynn y de los que ella
cita como favorables a su teoría,
b) de los hallazgos con niños a partir de un año de edad, y
c) de los resultados de sus propios experimentos de réplica.

En cuanto al primero, Wakeley y colaboradores sugieren que los problemas de


adición y sustracción del tipo 1 + 1 y 2 – 1 podían ser solucionados por los niños sin
llevar a cabo un cálculo preciso de las operaciones, basta con que supieran apreciar que
la transformación aritmética da como resultado un número diferente y tuviesen en cuenta
la dirección ordinal de la transformación (por ej., aditiva o sustractiva). De hecho,
relativizan la única evidencia que consideran favorable a un hipotético cálculo exacto del
resultado (por ej., en la condición 1 + 1 = 2 o 3), planteando la posibilidad de que la
mayor atención de los bebés cuando aparecen 3 muñecos se deba a que simplemente

145
prefieren mirar la muestra que contiene más muñecos.
Por otra parte, tanto en los experimentos de Wynn (por ej., Wynn, 1998) como en
otros que utilizan procedimientos similares (por ej., Koechlin et al., 1997; Uller, Carey,
Huntley-Fenner y Klatt, 1999), no se encuentra a menudo un patrón de datos consistente,
en cuanto que algunos informan, por ejemplo, que los niños miran más tiempo el
resultado incorrecto de la adición 1 + 1 = 3 que el de 1 + 1 = 1 y otros lo contrario.
La segunda fuente de datos se refiere a que la habilidad de los bebés para sumar y
restar resulta aún más dudosa, según Wakeley y colaboradores, si tomamos en
consideración los datos encontrados con niños después del primer año de edad. No nos
detenemos más en este aspecto, puesto que será objeto de reflexión en el apartado 3 de
este mismo capítulo. Tan sólo señalar que los estudios evolutivos apuntan que los niños
reconocen el efecto ordinal de añadir o quitar a los dos años y hay que esperar hasta los
2-4 años para que resuelvan con éxito situaciones de adición y sustracción con números
pequeños.
Por último, la tercera fuente de datos contraria a las propuestas de Wynn procede de
los experimentos llevados a cabo por estos mismos autores. En concreto, Wakeley y
colaboradores realizaron tres experimentos, siendo los dos primeros réplicas del estudio
de Wynn (por ej., 1 + 1 y 2 – 1) y un tercero sobre la sustracción (3 – 1 = 1 o 2). En éste
no se presentó la situación de adición para que el resultado no supusiese un incremento
en el número de objetos, evitando así que dicho incremento pudiera ser el responsable de
la preferencia mostrada por los bebés a mirar donde hay más. El procedimiento
experimental seguido fue especialmente riguroso y merece la pena ser destacado. En
efecto, se diseñó un aparato, semejante al de Wynn, que consistía en un escenario con
una pequeña apertura en la parte derecha, una pantalla que gira mecánicamente y un
telón que se baja después de cada ensayo. Los estímulos utilizados eran muñecos de
Mickey Mouse que emitían un crujido para atraer la atención de los bebés. Dos
experimentadores en la parte de atrás de la pantalla manipulaban los estímulos y subían y
bajaban el telón ante la señal enviada por un monitor. Además, había una cámara encima
del aparato que registraba los patrones de mirada de los bebés, que eran recogidos en
vídeo y enviados a dos observadores que se encontraban en dos habitaciones separadas.
Brevemente, el experimento comprendía dos fases: pretest y test. En la primera, los
bebés presenciaban ensayos en los que veían uno o dos muñecos en el escenario. En la
fase test, en la condición de adición, la secuencia de acciones era la siguiente:

1) el muñeco crujía y se situaba en el escenario,


2) la pantalla giraba para ocultar el muñeco,
3) un segundo muñeco crujía y se colocaba en el escenario para ser ocultado también
por la pantalla, y
4) la pantalla giraba nuevamente y mostraba dos muñecos cuando el resultado era
correcto o uno cuando era incorrecto.

146
En las situaciones de sustracción se empleaba la misma secuencia de acciones, con la
salvedad de que se iniciaba con dos objetos. Sus resultados no coincidieron con los
encontrados por Wynn, ya que en la fase de test los bebés no mostraban patrones de
atención diferentes en las transformaciones aritméticas incorrectas frente a las correctas.
Según Wakeley y colaboradores esta falta de coincidencia provendría de la rigurosidad
del planteamiento seguido, ya que fue controlado por un ordenador y los tiempos de
fijación visual eran más precisos al ser calculados a partir de los vídeos grabados en las
sesiones. Sin embargo, Wynn no acepta esta explicación y, a su vez, se ampara en
deficiencias del procedimiento de Wakeley y colaboradores para justificar la validez de
los resultados que éstos cuestionan (por ej., los criterios adoptados para determinar la
exclusión de los participantes, el modo en que fue controlado su grado de atención,
etcétera).
Para terminar, no quisiéramos dejar en el tintero los elementos de reflexión aportados
por otros autores. Por ejemplo, Sophian (1998) señala que si bien los resultados de Wynn
resultan «intrigantes», no ha demostrado de modo concluyente que los bebés tengan
conocimientos sobre las operaciones aritméticas. Desde su punto de vista, las respuestas
de los niños en las relaciones 1 + 1 pueden estar basadas simplemente en los juicios
igual/diferente, en vez de hacerlo en las relaciones aritméticas. Incluso la razón por la
que en el episodio 2 – 1 miran más tiempo cuando aparecen 3 objetos, podría deberse
únicamente a la novedad del conjunto.

2. La naturaleza del conocimiento numérico

La evidencia empírica recogida en el apartado anterior pone de manifiesto que los


estudios actuales sobre las habilidades numéricas tempranas se sitúan en dos líneas de
pensamiento diferenciadas. La primera mantiene la idea de que los bebés cuando nacen
disponen de las competencias necesarias para enfrentarse con éxito a distintas tareas
numéricas, que implican no sólo la habilidad para representar y usar los conceptos
cardinales y ordinales del número, sino también para llevar a cabo cálculos numéricos de
adición y sustracción. Esta visión se asocia con el rechazo de las tareas piagetianas sobre
el conocimiento del número, tales como la tarea de conservación, que se resuelven con
éxito más tarde en el desarrollo. Por el contrario, la segunda posición tiende a ignorar o
reducir los hallazgos relacionados con las habilidades numéricas precoces. La cuestión
clave que diferencia unas explicaciones de otras reside en la naturaleza de las
representaciones, es decir, si contienen o no símbolos explícitos para representar el
número. En el primer caso, se alude a procesos de pensamiento que implican un conteo
algorítmico, es decir, un procedimiento de conteo que se lleva a cabo siempre de la
misma manera elemento a elemento. En los no numéricos, si bien se sugiere que cada
objeto es representado por un símbolo, se descarta el conteo algorítmico para almacenar

147
toda la serie de objetos. Hoy en día no estamos en condiciones de decantarnos por una u
otra explicación, ya que, como hemos tenido ocasión de ver a lo largo del capítulo, la
evidencia empírica disponible resulta controvertida e insuficiente. A modo de ejemplo,
en lo que sigue, recogeremos el modelo numérico del acumulador y el modelo no
numérico de Simon.

2.1. Los modelos numéricos

En su origen el modelo del acumulador fue propuesto por Meck y Church para explicar
la competencia numérica en las ratas y, posteriormente, para describir la competencia
numérica de los bebés. El sistema del acumulador (por ej., como otros modelos
simbólicos) constituye una caracterización abstracta del conteo simbólico no verbal.
Dada la ausencia del lenguaje verbal y, en consecuencia, de los numerales, dicho conteo
simbólico se realiza mediante representaciones magnitudinales (por ejemplo, 1 sería
representado como -, 2 como --, 3 como ---y así sucesivamente), que, al igual que los
numerales, permiten al bebé aplicar los principios procesuales del conteo (véase cuadro
5.1).

Cuadro 5.1 Principios procesuales del conteo, en una situación de conteo preverbal

148
149
Tres elementos componen el modelo:

a) los impulsos: se originan en la codificación de los objetos que van a ser


cuantificados.
b) los interruptores: forman los mecanismos de cierre que separan el registro de un
impulso de otro. De manera que hasta que un impulso no ha sido registrado no
permiten iniciar el registro del siguiente.
c) los acumuladores: equivalen a los «almacenes» en los que se depositan los
impulsos en forma de representaciones magnitudinales. No obstante, el
conocimiento numérico que el bebé puede extraer a partir de estas representaciones
tiene límites. Por ejemplo, podrá llevar a cabo comparaciones entre las cantidades
representadas e incluso operaciones aritméticas como la adición y la sustracción,
pero su sistema cognitivo no dispone de los procedimientos necesarios para aplicar
las de multiplicación y división.

En líneas generales, su funcionamiento sería como sigue: cuando los niños cuentan un
ítem el interruptor se cierra durante un breve espacio de tiempo, para allanar el tránsito
de los impulsos al acumulador, manteniendo esta actividad hasta que se han agotado los
objetos y el acumulador está completo. Ahora bien, como indicamos unas líneas más
arriba, el acumulador no sólo representa el número de elementos contados, sino también
su magnitud. Estas representaciones magnitudinales desempeñan un papel crucial porque
en ellas se asientan las relaciones «mayor que / menor que» (por ej., «---» > «--»), que a
su vez serán de gran utilidad para realizar los cómputos de adición y sustracción. Por
ejemplo, la adición de los elementos de dos conjuntos implicaría la transferencia de
todas las representaciones magnitudinales de dos acumuladores completos a un tercer
acumulador inicialmente vacío, mientras que la sustracción conllevaría vaciar
parcialmente el acumulador completo equivalente al minuendo hasta que el número de
representaciones magnitudinales que contiene se corresponda exactamente con el
número de representaciones contenidas en el acumulador equivalente al sustraendo. Por
tanto, el resultado, o diferencia entre los dos acumuladores, estará determinado por el
número de representaciones magnitudinales que han sido transferidas al tercer
acumulador (véase figura 5.4).

Figura 5.4 Representación esquemática de la adición y sustracción según el modelo numérico del
acumulador

150
En síntesis, el modelo del acumulador propone un sistema de representación dedicado
exclusivamente al número, sin otra función cognitiva general. De ahí que la tarea del
acumulador consista en establecer únicamente el tamaño de los conjuntos, ignorando
cualquier otra información sobre las propiedades perceptivas de los objetos, tales como
su tamaño, color, textura, situación... Precisamente porque no tiene en cuenta las
múltiples características de los objetos, carece de limitaciones estructurales respecto al
tipo de elementos que puede representar.
Sin embargo, hay algunas peculiaridades de los conjuntos que repercuten
directamente en el funcionamiento del acumulador, tales como su tamaño. En efecto, la
relación entre números grandes es más difícil de discriminar que entre números
pequeños, a pesar de que la magnitud de la diferencia sea la misma. Por ejemplo, la
diferencia entre un conjunto con 2 unidades y otro con 3 unidades es de 1 elemento [--

151
vs. ---], y entre uno de 8 y otro de 9 también [-------- vs. ---------], pero es más complejo
determinar la diferencia entre estos dos últimos. La razón de esta mayor dificultad, según
el modelo del acumulador, radica en las variaciones en la tasa de generación de los
impulsos y en el tiempo en que el interruptor tarda en cerrarse de un registro a otro,
especialmente porque esas variaciones aumentan a medida que lo hace el tamaño de los
conjuntos.

2.2 Los modelos no numéricos

Como reacción a las propuestas de los modelos numéricos han surgido una serie de
modelos alternativos como el de Simon (1997), el modelo de Leslie, Xu, Tremoulet y
Scholl (1998) y el de Uller et al. (1999), entre otros, que sugieren que los niveles de
éxito alcanzados por los bebés en las tareas de cuantificación se explican por estrategias
no numéricas. A modo de ejemplo, Simon (1997) asume que el recién nacido viene
dotado con un conjunto de competencias generales, que le permiten interactuar con un
mundo cambiante e impredecible. Es precisamente ese sistema general de competencias
no numéricas el que ejercitan los bebés cuando se encuentran con tareas en las que
tienen que hacer discriminaciones del tipo igual/diferente. De esta forma, si bien esa
discriminación ha sido descrita por algunos como numérica, afirma Simon que los niños
no la han abordado como una tarea numérica, sino que simplemente examinan su mundo
y responden a los cambios.
En concreto, son cuatro las competencias no numéricas mencionadas:

1) la individualización y discriminación,
2) la representación y almacenamiento abstracto,
3) el recuerdo y la comparación de las entidades percibidas, y
4) el razonamiento físico (véase cuadro 5.2).

Cuadro 5.2 Competencias generales del modelo no numérico de Simon

152
Según este planteamiento, la conducta supuestamente numérica observada en los

153
bebés empieza con la codificación abstracta de los objetos perceptivamente distintos
como unidades (por ej., implicaría la intervención de las competencias generales de: 1)
individualización y discriminación y 2) representación y almacenamiento abstracto). A
partir de aquí sólo tienen que establecer una correspondencia uno-a-uno entre la
colección de objetos recordada y la visible, de modo que si coinciden no mostrarán
extrañeza alguna, pero si no coinciden elevarán sus niveles de atención. Evidentemente,
para reaccionar adecuadamente también es preciso que tengan la noción de permanencia
del objeto, que les permita comprender que los objetos que no pueden ver siguen
existiendo (por ej., estarían empleando las competencias generales de: 3) recuerdo y
comparación y 4) razonamiento físico).
Esta visión no numérica contrasta con la afirmación de Wynn de que los bebés de 5
meses poseen un conocimiento numérico innatamente especificado, ya que no es
necesaria ninguna competencia más allá de la correspondencia uno-a-uno y la
permanencia del objeto. Asimismo, discrepa de la visión de Wynn en lo que respecta al
protagonismo que esta autora atribuye al conteo. Simon plantea que al utilizar cantidades
muy pequeñas el proceso verdaderamente implicado sería el subitizing, entendido como
un proceso perceptivo de captación de patrones visuales (del mismo modo que a un
mueble lo llamamos «mesa» a un conjunto de dos elementos lo «llamamos» «2») que,
aun siendo tan sencillo, serviría para establecer relaciones de igual/diferente entre los
conjuntos.
Por tanto, la trayectoria evolutiva de la comprensión del número se inicia en la
capacidad de los niños para hacer juicios «igual/diferente», basados en la existencia del
objeto, y progresa a la construcción de un sistema conceptual, un lenguaje, que da
significado a las cantidades y las relaciones entre ellas. La construcción de ese sistema
conceptual se halla supeditado a la adquisición de procedimientos (por ej., contar) para
formar representaciones cuantitativas más allá de las meramente perceptivas, que están
presentes en las discriminaciones iniciales y que obviamente son más limitadas.
En resumen, la diferencia entre la explicación numérica y no numérica radica en la
naturaleza de la representación de la cantidad, de modo que en la primera se alude a la
representación de los números y en la segunda a la representación de los objetos. En
definitiva, difieren en la riqueza del conocimiento que se atribuye a los bebés, en el
sentido de que los modelos numéricos asumen procedimientos de cálculo en la mente de
los bebés, mientras que los no numéricos sólo admiten la habilidad para manipular la
representación mental de los objetos. Por ejemplo, en el modelo del acumulador se
sugiere que los bebés procesan información relacional, de manera que no sólo saben que
tres es menor que dos, sino que también conocen las relaciones aritméticas básicas entre
los números. Sin embargo, en los modelos en los que se propone un mecanismo
semejante al subitizing se asume que los bebés tan sólo pueden apreciar que un conjunto
de tres objetos es distinto de un conjunto de dos, pero no cuál es numéricamente mayor.
Hasta el momento, el único hallazgo empírico que implica algo más que una

154
discriminación igual/diferente es que los bebés miran más tiempo tres objetos que uno en
el episodio 2-1, pero esta evidencia resulta controvertida, como hemos tenido ocasión de
ver en un apartado anterior, y no se descarta que esté basada en la preferencia por la
novedad. Asimismo, se ha observado que las reacciones de los bebés ante un resultado
imposible en situaciones de adición y sustracción desaparecen cuando los indicios sobre
la localización del objeto se vuelven inespecíficos o se reducen al máximo. Véanse, para
más detalles, por ejemplo, los trabajos de Feigenson y colaboradores (2002) que hemos
recogido en el apartado 1.1.
Llegados a este punto, no quisiéramos dar la impresión errónea de que el modelo
numérico concita todas las dudas y críticas, de ahí que dejemos también constancia de la
opinión de Sophian (1998) sobre la cuantificación de los elementos de la colección. A
juicio de esta autora, el hecho de que Simon admita que los bebés son capaces de
individualizar objetos y guardar registro de ellos puede encajar con la interpretación
numérica de Wynn, porque las operaciones aritméticas surgen de las acciones sobre los
objetos. De ahí que, según Sophian, la explicación de un mecanismo de conteo no verbal
resulte viable, aunque no haya sido suficientemente probada.

3. ¿Cambio o continuidad en la competencia numérica


temprana?

En el escenario que configuran los trabajos sobre las competencias numéricas y


aritméticas de los bebés, caracterizado por las réplicas y contrarréplicas, por la discusión
teórica irreconciliable de los defensores de la nature frente a los de la nurture, también
tiene cabida otra línea de trabajo que traslada esta discusión a niños de más edad con la
esperanza de arrojar nueva luz y evitar que todos los esfuerzos realizados terminen en
una vía muerta.
Uno de los trabajos pioneros corrió a cargo de Houdé (1997), cuyo propósito radicaba
en averiguar cómo la nueva organización cognitivo-lingüística, que se produce alrededor
de los 2-3 años, afectaba a los niveles de ejecución en tareas aritméticas semejantes a las
de Wynn. Para ello pidió a los niños, por un lado, que indicaran si los sucesos posibles (1
+ 1 = 2) e imposibles (1 + 1 = 1 vs. 1 + 1 = 3) eran «correctos» o «incorrectos» y, por
otro, que justificaran su respuesta. En general, el comportamiento de los niños puso de
relieve que apreciaban el carácter creciente de la operación aritmética, favoreciendo esto
que detectaran mejor la violación de expectativas en la situación imposible equivalente a
1 que en la equivalente a 3. Este fenómeno era especialmente sobresaliente en el caso de
los niños más pequeños. Desde el punto de vista de Houdé, este descenso en el
rendimiento podría deberse al proceso de redescripción representacional cognitivo-
lingüístico de las habilidades protonuméricas presentes en los bebés. Además, indica que
este argumento concuerda con el género de explicaciones dadas por los niños, de modo

155
que los más pequeños aludían a las características perceptivas del conjunto (por ej.,
«Hay muy pocos»), mientras que los de 3 años hacían referencia directamente al número
(por ej., «Hay tres»).
Sobresalen también los trabajos de Vilette que, en líneas generales, concluyen que los
niños de 2 y 3 años son capaces de detectar la dirección de una transformación numérica,
pero no de calcular de modo preciso el resultado. Además, en un estudio reciente
(Vilette, 2002) presentó tareas de adición (suceso posible: 2 + 1 = 3; suceso imposible: 2
+ 1 = 2) y sustracción (suceso posible: 3 – 1 = 2; suceso imposible: 3 – 1 = 3) a niños de
2, 3 y 4 años, adaptando el paradigma de violación de expectativas de Wynn. Más
específicamente, la adaptación consistió en pedir a los niños que indicaran verbalmente
si los resultados de los diferentes sucesos eran «normales» o «no normales». La
ejecución de los niños mejoró sensiblemente con la edad, ya que los de 2 años no
superaban ninguna de las tareas, los de 3 años tuvieron éxito en las de adición y,
finalmente, los de 4 años ejecutaban correctamente tanto las de adición como las de
sustracción. Entiende Vilette que sus datos concuerdan con otros de la literatura en los
que se pone de relieve que la habilidad para resolver problemas sencillos de adición y
sustracción se desarrolla gradualmente a lo largo de la infancia y la niñez (por ej.,
Wakeley et al., 2000). Incluso admitiendo que los niños sean capaces de razonar sobre
las transformaciones numéricas mucho antes de los 4 o 5 años, la investigación de
Vilette indica que no pueden razonar aritméticamente, sino que la habilidad para
adicionar y sustraer puede estar basada en representaciones espacio-temporales de los
objetos físicos y el uso de la correspondencia uno-a-uno, tal como sugieren algunas
conceptualizaciones actuales sobre la cuantificación en los bebés y en la niñez temprana.
En otras palabras, si los bebés tuvieran desde muy temprano un mecanismo innato para
representar números pequeños, así como procedimientos para calcular el resultado
exacto de operaciones aritméticas sencillas, ese mecanismo, según Vilette, también
debería manifestarse en los niños mayores. La lógica inherente a este planteamiento
puede difuminarse si adoptamos un enfoque diferente al de la continuidad, como por
ejemplo, el cambio representacional sugerido por Houdé.
Finalmente, los datos del estudio de Langer, Gillette y Ariaga (2003) con bebés de 16
y 21 meses en tareas de adición y sustracción en las que se empleaba el procedimiento de
Wakeley y colaboradores (2000), concuerdan con los hallados por Houdé y Vilette. En
efecto, observaron que todos los niños, independientemente de la edad, no discriminaban
los resultados correctos e incorrectos de las adiciones y sustracciones.
Estos mismos autores llevaron a cabo un segundo experimento con bebés de 21
meses, basándose en el procedimiento de búsqueda del objeto de Starkey (1992). En
concreto, evaluaron la capacidad de los bebés para recuperar correctamente dos bolas
que habían sido introducidas sucesivamente en una caja opaca (ensayo de adición 1 + 1)
o para recuperar correctamente una bola cuando ven que se quita una de las dos que
habían sido metidas previamente en la caja (ensayo de sustracción 2 – 1). La mayoría de

156
los niños realizaban un número de búsquedas que equivalía al resultado de la operación.
La disparidad de resultados entre el primer y segundo experimento apoya, según
Langer y colaboradores, la hipótesis constructivista de que la producción sensoriomotora
activa precede a la percepción reactiva en el desarrollo cognitivo de los bebés, también
en el caso de la adición y sustracción de los objetos.
Para terminar, los datos empíricos encontrados con bebés y con niños pequeños
parecen llegar a conclusiones contradictorias. Si aceptamos ciegamente que los bebés
son capaces de realizar adiciones y sustracciones simples, las mismas competencias
deberían aparecer en niños mayores. Sin embargo, la conclusión general que se
desprende de los trabajos realizados es que los niños pequeños tienen grandes
dificultades en esas mismas tareas.

157
6

El desarrollo emocional
Alejandra Navarro, Ileana Enesco y Silvia Guerrero

Introducción

Sentir y expresar emociones, reconocer lo que sienten otros, llegar a comprender y


regular las propias emociones, en fin, tomar conciencia de la vida emocional propia y
ajena, son dimensiones fundamentales del desarrollo humano.
¿Cuándo empieza el bebé a tener una vida emocional?, ¿hay emociones más básicas
que otras?, ¿cómo cambian a lo largo de la vida?, ¿hay diferencias individuales en la
intensidad y cualidad de las emociones?, ¿cómo influye el medio familiar y social en la
expresión y control de las emociones?
El sentido común nos dice que las emociones del bebé deben tener mucho que ver
con su vida afectiva, y que, en realidad, se trata de dos aspectos inseparables. Por ello,
muchos lectores se sorprenderán de que hayamos dedicado un capítulo a las emociones
del bebé y otro a sus relaciones afectivas. Sin embargo, el estudio psicológico de uno y
otro aspecto ha seguido trayectorias relativamente diferentes y, en general, los
investigadores de las emociones se han centrado en aspectos quizá más «microscópicos»,
mientras que los estudiosos del apego han abordado este asunto desde una perspectiva
más global. Una consecuencia de ello es el alcance que tienen las teorías en cada
subdisciplina. Como se verá en el siguiente capítulo, existen teorías generales del apego
mientras que, en el campo del desarrollo emocional, la situación es algo diferente. Hay,
por supuesto, múltiples propuestas sobre el origen de las emociones y su desarrollo
posterior, podría decirse que hay numerosas «miniteorías» (es decir, hipótesis sobre un
pequeño conjunto de problemas), pero lo que caracteriza la actividad investigadora en
este campo es la preocupación por identificar cuándo aparecen ciertas emociones,
describir su expresión y buscar los factores responsables (Campos, Campos y Barrett,
1990).
El lector «experto» puede pensar que esta caracterización del campo no hace justicia
a la realidad y, en cierto modo, tiene razón. La mayoría de los investigadores sobre las
emociones del bebé intenta proponer no sólo descripciones sino también explicaciones y,
sin duda, concibe la vida emocional y afectiva del bebé como un todo inseparable. Pero
insistimos en que la gran diferencia está en que son pocos los que han propuesto un
modelo general y evolutivo de las emociones salvo, precisamente, aquellos que lo tratan

158
inseparablemente de otros aspectos del desarrollo afectivo y cognitivo humano (por ej.,
Denham, von Salish, Olthof, Kochanoff y Caverly, 2002; Sroufe, 2000).
En este capítulo veremos qué nos dice la investigación psicológica sobre la vida
emocional del bebé durante los primeros años. Se comentan, primero, los procedimientos
que suelen emplearse en este ámbito de estudio para luego centrarnos en el desarrollo de
las emociones primarias y secundarias. Otros aspectos, como la capacidad de
autorregulación emocional y el papel del temperamento se discuten brevemente. La
relación entre emoción y conducta se ilustra con algunos de los estudios observacionales
más significativos sobre las relaciones entre hermanos en el hogar y, por último, se
esboza el desarrollo de la comprensión de emociones durante la niñez.

1. ¿Cómo estudiar las emociones del bebé?

En capítulos anteriores se han presentado los procedimientos desarrollados por los


psicólogos para estudiar a los bebés y aunque la mayoría de estos métodos se diseñaron
para investigar aspectos cognitivos básicos, como la atención, memoria, aprendizaje o
capacidades perceptivas del bebé, luego se incorporaron al estudio de problemas
conceptuales más complejos (como la noción de objeto) así como al de la vida afectiva y
emocional del bebé. ¿Cómo conseguir que el bebé nos informe de sus emociones, si es
que las tiene? Veamos algunos de los procedimientos para lograr este objetivo.
Cualquier persona que se relacione con bebés (padres o cuidadores) tiene la
impresión de que éstos son capaces de comunicar su estado emocional mediante
expresiones faciales, conductas básicas como el llanto y respuestas corporales. La cara y
la postura corporal de un bebé pueden indicar muchas cosas: los ojos semicerrados, el
gesto primitivo de sonrisa (al principio, casi una mueca), un tono muscular relajado, se
interpretan como indicio de bienestar. Al contrario, las cejas fruncidas, la cara arrugada y
los ojos entornados se interpretan como malestar o dolor. Por otro lado, cuando el bebé
mira algo con ojos brillantes y mantiene su mirada incluso a costa de tener que girar la
cabeza, se supone que tiene interés por ese objeto, mientras que si evita activamente
mirarlo (girando la cabeza hacia el lado opuesto) se presume que le desagrada.
Las investigaciones sobre las emociones del bebé suelen basarse en estos mismos
supuestos y analizan, por tanto, datos conductuales y de expresión facial en bebés. Para
ello, hacen registros observacionales, tanto en contextos naturales como de laboratorio,
mediante la filmación de las conductas del bebé frente a determinados estímulos o
acontecimientos y, en ocasiones, se emplea complementariamente la medida del ritmo
cardiaco (para evaluar el miedo o la sorpresa). Los estímulos pueden ser gustativos
(líquidos de distinto sabor: dulzón, ácido, amargo), olfativos (leche, olor putrefacto,
etc.), visuales (caras familiares o extrañas, caras que expresan emociones distintas:
miedo, alegría, rabia), táctiles (tocar un hielo o un objeto caliente), dolorosos (por

159
ejemplo, con ocasión de una inyección), o puede tratarse de acontecimientos más
complejos como retirarle al bebé el biberón, el chupete o un objeto con el que juega,
hacer desaparecer un objeto (virtual) cuando lo va a tocar, acercarse un extraño y cogerle
en brazos, etc. Esta variedad estimular nos permite comprobar, por un lado, que los
músculos faciales en el bebé están preparados para expresar distintas emociones y, por
otro, que ante situaciones variadas pueden manifestar emociones diversas.
Una fuente de información adicional en el estudio de las emociones son los informes
de los propios padres respecto a sus bebés: ¿les atribuyen emociones?, y de ser así, ¿qué
tipo de emociones? Pese a que los psicólogos suelen atribuir poca objetividad a los
padres, los resultados de estos trabajos revelan más de una coincidencia entre lo que les
atribuyen a sus bebés y lo que encuentra la investigación más objetiva de laboratorio.
Tras la filmación de las expresiones faciales y conductas del bebé, la investigación
suele proseguir así: se presentan dichas filmaciones a observadores ajenos al bebé
(entrenados o no en la identificación de emociones), sin que éstos sepan qué
acontecimiento precedió a la respuesta del bebé, y su tarea consiste en identificar la
emoción expresada: bienestar o felicidad, tristeza, rabia, sorpresa, etc. Por último, se
comparan los informes de los observadores con las situaciones que provocaron la
respuesta de los bebés. Este tipo de procedimiento es habitual en la investigación tanto
sobre expresión emocional como sobre reconocimiento de emociones por parte del bebé.
Otro tipo de estudios, de naturaleza etnográfica, se basa en observaciones de la
interacción entre los bebés y sus cuidadores, o entre los propios niños, en el hogar o en la
escuela infantil. Las investigaciones de Juddy Dunn y sus colaboradores (Dunn, 1988,
2002; Dunn y Brown, 1994) son un ejemplo de este modo de proceder y, dado el valor
de sus hallazgos, dedicamos un penúltimo apartado a comentar sucintamente alguno de
los estudios de este grupo.
Es cierto que tanto los estudios de laboratorio como los naturalistas tienen una
importante limitación: si pedimos a una madre que juegue con su bebé mientras
filmamos su interacción, es probable que su conducta sea menos natural que cuando lo
hace a solas. Pero filmar estas interacciones sin que el adulto sepa que está siendo
observado resulta prácticamente imposible. Pese a estas inevitables limitaciones
metodológicas, las interacciones filmadas dan una información muy significativa sobre
la cualidad de las relaciones sociales.
Pero, sin duda, la mayor dificultad de los estudios sobre las emociones en bebés es
determinar exactamente qué tipo de expresiones y conductas han de considerarse para
inferir su estado interno, cómo analizar el contexto en el que se manifiestan y los
antecedentes inmediatos —y mediatos— de la conducta emocional, etc. Estos problemas
se agudizan cuando se trata de emociones complejas y más tardías, como la vergüenza,
el orgullo o la culpa, y los autores no coinciden plenamente en los criterios que deben
tenerse en cuenta para afirmar su presencia. Pese a ello, hay un razonable acuerdo sobre
las tendencias evolutivas generales y los cambios que se producen desde las emociones

160
primarias a las emociones llamadas autoconscientes o secundarias (un excelente manual
sobre las emociones, que recoge muchas aportaciones actuales, es el de Lewis y
Haviland Jones, 2000).

2. El desarrollo de las emociones

La idea de que los bebés pequeños tienen emociones y que podemos identificarlas a
través de sus expresiones faciales fue propuesta por Charles Darwin (1872) en su obra
La expresión de las emociones en el hombre y los animales. Darwin sostenía que la
relación entre la expresión facial y el estado interno tiene una base innata, es decir, el
bebé no necesita aprender cómo expresar sus emociones sino que nace capaz de
comunicar un determinado estado interno mediante una determinada expresión facial.
Además, según Darwin, esta conexión innata serviría al bebé para el posterior
reconocimiento de emociones en las otras personas.
Si se consideran distintos datos sobre la expresión y el reconocimiento de emociones,
parece indiscutible atribuirles un fundamento biológico. Por ejemplo, los estudios con
adultos de culturas muy diferentes muestran una capacidad común para reconocer ciertas
expresiones emocionales básicas (alegría, tristeza, miedo, ira) no sólo entre los
miembros de su propia sociedad sino también entre los de otras culturas (Ekman, 1973,
Mesquita y Frijda, 1992). Por otro lado, en lo que se refiere a los bebés, la investigación
transcultural informa también de grandes similitudes en las expresiones faciales de bebés
de distintas culturas. No obstante, el carácter universal de la expresión y reconocimiento
de las emociones no significa que su desarrollo no dependa estrechamente de la
interacción social, el medio cultural e, incluso, ciertas variables temperamentales del
niño, como se verá más adelante. Pero empecemos por describir lo que ocurre con los
bebés.
En general, como decíamos al principio, las personas que conviven con bebés dicen
reconocer en sus gestos y expresiones, distintas respuestas afectivas que describen como
interés, sorpresa, felicidad o bienestar, miedo y rabia. En cuanto al llanto, las madres 1
afirman que, desde las primeras semanas de vida del bebé, pueden inferir, según su
intensidad y cualidad, a qué se debe. Sin embargo, aunque los adultos interpretan
bastante bien el estado interno del bebé (véase el cuadro 6.1), a veces hacen atribuciones
demasiado complejas de la vida emocional del bebé, que no corresponden con lo que los
investigadores suelen identificar. Así, emociones como la rabia, tristeza, alegría o miedo,
no se aprecian realmente en el neonato pues requieren cierto desarrollo psicofisiológico
y cognitivo para su emergencia.

Cuadro 6.1 ¿Reconocen los adultos lo que siente el bebé?

Un conocido y ya clásico estudio sobre la interpretación del llanto del bebé fue el realizado por Wolff (1969)

161
con madres primerizas. Tras grabar distintos episodios de llanto de sus hijos, les hacía escuchar cada uno,
pidiéndoles que interpretaran su causa. Wolff observó lo pronto que aprendían a reconocer si el llanto era
debido a dolor, hambre o simple desazón, reaccionando de modo diferente ante cada tipo de llanto (el de dolor
era el que atendían con más premura).
Años más tarde, Carroll Izard 2 (1982) quiso saber si la identificación de las emociones del bebé es una
competencia exclusiva de las madres y cuidadores cercanos, o está presente también en personas que no están
próximas a él. Tras filmar a bebés de distintas edades (entre 1 y 9 meses) frente a experiencias diversas
(ponerle un hielo en la mano, quitarle un juguete de las manos, ver a su madre aparecer tras una breve
separación, etc.), pidió a varios adultos que procuraran identificar lo que sentía cada bebé a partir de sus
expresiones faciales. Hubo distintos evaluadores, unos expertos, como enfermeras de nido, otros sin
experiencia con bebés, y ninguno conocía el acontecimiento previo que había desencadenado la conducta del
bebé. A pesar de ello, la mayoría identificó con bastante acierto las distintas emociones que expresaban los
bebés.
En otros estudios se ha comprobado, igualmente, que las expresiones faciales de los bebés cuando, por
ejemplo, prueban o huelen sustancias agradables o desagradables también se interpretan con acierto. Los
observadores suelen distinguir no sólo entre gestos de agrado-desagrado, sino también detectan grados de
agrado-desagrado y llegan a determinar si el bebé probó una sustancia amarga o ácida. Este tipo de hallazgos
muestra hasta qué punto los bebés son capaces de comunicar bien sus emociones o «estados internos» —y los
adultos de interpretarlos. Por supuesto, no debe entenderse que, en los primeros meses, los bebés tengan un
control voluntario sobre sus expresiones faciales o vocales pues los procesos implicados en la regulación
emocional y la propia intencionalidad surgen más tarde en el desarrollo.

2.1 Las emociones primarias

Por emociones primarias suele entenderse el repertorio de expresiones emocionales que


está presente en todos los bebés, algunas desde el nacimiento y otras pocos meses
después, y que incluyen la alegría (o bienestar), sorpresa, rabia, tristeza y miedo.
Algunos autores añaden que las emociones primarias o básicas son aquellas que pueden
inferirse directamente a partir de las expresiones faciales del bebé. Sin entrar en las
dificultades que puede entrañar esta última definición, veamos el curso evolutivo de las
emociones en el primer año de vida.
En el recién nacido, la expresión emocional suele manifestarse de forma bipolar, en
dos estados generales: malestar y bienestar. El malestar o disgusto aparece cuando, por
ejemplo, se inmoviliza al bebé, y la aflicción o llanto se produce en respuesta al hambre,
dolor (en bebés mayores el dolor provoca también rabia) u otras causas, como la
dificultad de conciliar el sueño. El bienestar se manifiesta en conductas mucho menos
definidas que el llanto, pero se identifican estados de sosiego y respuestas de atención,
generalmente ante sonidos suaves.
Hacia los 3 meses surge la alegría o gozo que, al principio, se expresa en forma de
sonrisas y, más tarde, en risas y carcajadas. La sonrisa es una poderosa respuesta social
que facilita el establecimiento de una relación afectiva entre el bebé y sus padres, como
se discute en el siguiente capítulo. En el cuadro 6.2 se describen los hitos más
importantes en el desarrollo de la sonrisa y la risa.

Cuadro 6.2 Desarrollo de la sonrisa y la risa durante el primer año de vida

162
Las sonrisas más primitivas que se manifiestan durante las primeras semanas de vida se denominan endógenas,
espontáneas o reflejas, ya que no se trata de respuestas a estímulos externos. Por lo general, aparecen con más
frecuencia durante los periodos de sueño, aunque también en algunas ocasiones se observan al despertar, en
respuesta a la estimulación táctil en forma de movimientos suaves, caricias en zonas sensibles.
Hacia el final del primer mes, los bebés empiezan a sonreír ante estímulos externos: una voz suave, una
estimulación táctil intensa. La sonrisa activa acompañada de arrullos surge entre la 5ª y 8ª semana de vida, y se
produce frente a estímulos visuales dinámicos como movimientos de luces, de la cara humana, de objetos con
brillo y contrastes.
Entre la 9ª y 12ª semana la sonrisa es ya plenamente social. Ahora, los bebés responden abiertamente a las
caras humanas y, hacia los 3 meses, la sonrisa se encuentra casi siempre presente en las interacciones sociales.
Esta sensibilidad al entorno constituye un cambio evolutivo importante asociado con el desarrollo de las
capacidades perceptivas y cognitivas (Sroufe, 1995).
Entre los 3 y los 4 meses aparece la risa que, al igual que la sonrisa, en un principio ocurre como respuesta a
estímulos muy dinámicos y multimodales, es decir, que excitan a la vez distintos sentidos (tacto, visión,
audición). Por ejemplo, coger de forma juguetona los brazos del bebé, hacerle cosquillas en la tripa,
dirigiéndose a él con grititos. Esta estimulación, que semanas antes podía provocar su llanto, ahora suele
producir una risa intensa.
A partir de los 6 meses, y cada vez más frecuentemente, los bebés sonríen y ríen durante las interacciones
sociales con personas cercanas y familiares. Más adelante, sus sonrisas y risas se van contextualizando y
diversificando y, entre los 10-12 meses, sonríen abiertamente ante la llegada de mamá, se ríen a carcajadas
realizando juegos de interacción como el «cu-cu-tras-tras», o sonríen con cierta timidez cuando se les acerca
una persona desconocida pero amigable. También a esta edad sonríen abiertamente cuando han logrado algo y
responden con la risa cuando ocurre algo divertido, incongruente o inesperado.

FUENTE: Basado en Sroufe (1995); y Dickson, Fogel y Messinger (1998).

La sorpresa es una respuesta que, paradójicamente, resulta más complicada de


determinar en los primeros meses de vida. La paradoja está en que los investigadores del
desarrollo perceptivo y cognitivo en bebés suelen interpretar indistintamente como
sorpresa y/o interés el que el bebé mantenga su atención hacia un estímulo o evento más
que a otro (como se ha visto en los capítulos 2 y 3). Sin embargo, los investigadores del
desarrollo emocional son algo más exigentes, y no se limitan al tiempo de mirada. Una
reacción de sorpresa debe ir acompañada de otros indicios (por ejemplo, la tasa cardiaca,
brillo de ojos y dilatación pupilar, etc.) que, lamentablemente, no siempre son fáciles de
interpretar pues pueden deberse a otro tipo de reacciones. En todo caso, la sorpresa
parece expresarse de modo inequívoco en torno a los 5-6 meses (antes de esa edad no
hay opinión unánime) y suele surgir ante algo inesperado o como respuesta a un
descubrimiento. Es razonable que muchos autores consideren que el avance cognitivo es
importante para que surja esta emoción ya que requiere cierta capacidad para comparar
lo que ocurre con lo que se esperaba.
La expresión emocional de la rabia o enfado surge entre los cuatro y seis meses
(Camras et al., 1992; Stenberg y Campos, 1990). Aunque desde el nacimiento hay
reacciones al malestar o dolor que pueden confundirse con el enfado (el llanto del recién
nacido cuando tiene hambre, cuando le ponen una inyección o por cambios en la
temperatura corporal), y los padres así suelen interpretarlas, los investigadores no las
consideran rabia o auténtico enfado hasta los 4 meses, momento en que empieza a haber
un cambio significativo en la frecuencia, intensidad y, sobre todo, cualidad de la

163
expresión de malestar. Por ejemplo, el bebé empieza a manifestar su enojo ante una
amplia variedad de sucesos que ya no son meramente hambre o dolor: cuando se le quita
de las manos un objeto interesante, se le sujetan los brazos y las piernas para vestirle, se
le recuesta para limpiarle y cambiarle el pañal, etc.
Posiblemente, el aumento de las conductas que expresan enfado depende en buena
medida del desarrollo cognitivo y motor (Sullivan, Lewis y Alessandri, 1992). Por una
parte, conforme los bebés progresan en su conducta intencional, procuran controlar sus
propias acciones y los efectos que producen. Además, también mejora su capacidad para
identificar a la persona que les causa dolor o que les impide conseguir algo. Por otra
parte, el desarrollo de nuevas habilidades motoras les permite empujar o apartar con
fuerza un objeto molesto, retirar o retraer voluntariamente la cabeza para evitar un
alimento, acompañando estas conductas con expresiones faciales de malestar profundo
que los investigadores ya interpretan como rabia o enfado. En este sentido, el enfado es
una conducta adaptativa y de cierta complejidad (en comparación con las respuestas más
indiferenciadas de malestar) puesto que, mediante esta reacción, el organismo consigue
evitar o apartarse de algo molesto (Lewis, 1991). Es interesante destacar que este último
tipo de respuesta suele observarse entre los 6 y 8 meses, y precede en algunas semanas a
las conductas medios-fines en contextos de solución de problemas (como se ha visto en
el primer capítulo).
La expresión emocional de la tristeza surge alrededor de los 4 meses, aunque su
frecuencia es bastante menor que el enfado. Los bebés de esta edad parece que empiezan
a reaccionar con tristeza ante la retirada de algún estímulo positivo y, sobre todo, si la
interacción madre-bebé se interrumpe de forma drástica. Sin embargo, a menudo resulta
complicado distinguir la tristeza del enfado, dado que pueden expresarse de forma muy
similar. En el apartado sobre reconocimiento de emociones comentamos algunos
resultados.
El miedo parece manifestarse un poco más tarde, durante la segunda mitad del primer
año de vida. Junto a las expresiones de alegría antes descritas, ésta es una de las
emociones que más se han estudiado en relación con el desarrollo del apego, por lo que
aquí solo haremos algunas precisiones. ¿Qué requisitos son necesarios para que surja el
miedo? Algunos autores sostienen que, en el ser humano (a diferencia de otras especies),
es perfectamente adaptativo que el miedo no aparezca hasta meses después del
nacimiento pues, ¿para qué serviría a un organismo totalmente dependiente de los
cuidados del adulto, incapaz de desplazarse por sí mismo y de «resolver sus problemas»?
En otras palabras, el miedo sería necesario sólo cuando el bebé tiene cierta autonomía
para desplazarse y alejarse de sus cuidadores, lo que suele ocurrir cuando empieza a
gatear (recuérdense los estudios sobre el abismo visual, en el capítulo 3). Pero el que el
bebé haya progresado desde el punto de vista motor no explica cómo puede darse cuenta
de que una situación es peligrosa. Por eso, varios autores buscan una explicación
también cognitiva, que podemos resumir así: para sentir miedo el bebé debe poder

164
comparar la situación actual con un hecho o expectativa anterior (Schaffer, 1974).
Una de las formas más comunes de miedo es el que producen las personas
desconocidas y, como se verá en el capítulo 7, el desarrollo de lo que se conoce como
miedo a los extraños es un complejo e interesante caso de interacción entre los aspectos
motores, cognitivos, perceptivos y emocionales del desarrollo humano.

2.1.1 ¿Pueden los bebés reconocer las emociones ajenas?

Hemos visto que, a partir de un conjunto relativamente indiferenciado de emociones


positivas (asociadas a bienestar) y negativas (asociadas a malestar) en el recién nacido,
en pocos meses empiezan a diferenciarse claramente la alegría (hacia los 3 meses), el
enfado (entre 4 y 6 meses), la tristeza (4-5 meses) y el miedo (6 meses), y al final del año
el bebé tiene una vitalidad emocional que se expresa en la rapidez, intensidad y
persistencia con que manifiesta sus distintas emociones. Por su parte, el adulto que
convive con el bebé también ha mejorado sensiblemente identificando lo que siente y
respondiendo a sus necesidades.
Ahora bien, ¿pueden reconocer el estado emocional en otra persona a partir de sus
expresiones faciales? Es evidente que para que esta habilidad se desarrolle requiere un
mínimo de agudeza visual en el bebé, algo que se alcanza casi por completo a los 6
meses. Sin embargo, no es necesario llegar a una agudeza visual completa para que el
bebé pueda escrutar ciertos rasgos de la cara ajena. A los 4 meses, por ejemplo, exploran
activamente los rasgos internos de la cara (aunque no los vean con la misma definición
que un adulto) y lo interesante es que precisamente a partir de esta edad y hasta los 7
meses progresan enormemente en el reconocimiento de expresiones faciales presentadas
en fotos, como alegría, miedo o rabia 3 ...
En un estudio con bebés de tan sólo 10 semanas, Haviland y Lelwica (1987)
entrenaron a las madres a expresar tres emociones: bienestar o felicidad, enfado y
tristeza, acompañándolas de un tono de voz acorde con cada una. Las autoras observaron
que los bebés respondían de forma diferente en cada situación: miraban sonrientes la
expresión de felicidad de sus madres, fruncían el ceño o evitaban mirar a la madre
enfadada y mostraban conductas de desasosiego ante la madre triste, aumentando su tasa
de succión y movimientos de boca y labios, como si quisieran provocar en ellas una
respuesta. Las autoras señalan que el hecho de que las conductas de los bebés fuesen
distintas a las maternas descarta que se tratara de una mera imitación. Dado que los
bebés oían también la voz de sus madres, no debe descartarse que se guiaran, sobre todo,
por ese indicio.
En otros estudios parecidos, con bebés de 3 a 7 meses, donde se pedía a las madres
que congelaran su expresión durante un episodio de interacción con sus bebés, pero sin
hablar, las reacciones de desasosiego (expresiones faciales, vocalizaciones o
movimientos corporales) fueron evidentes en los mayores y menos claras antes de los 5
meses (Segal et al., 1995). A la edad de 7 meses, sin duda alguna, los bebés han

165
aprendido algunas de las pautas normales de interacción social. En todo caso, y
afortunadamente para los bebés, este tipo de situación «experimental» es muy artificial e
infrecuente puesto que los adultos, en general, rara vez se mantienen inexpresivos o
inmóviles cuando se dirigen a un bebé.
Estos interesantes resultados muestran que los bebés tienen alguna expectativa de que
la interacción cara-a-cara siga ciertas pautas, tales como intercambios de miradas,
sonrisas y vocalizaciones (Kaye, 1982). Sin embargo, hemos de insistir en que esta
sensibilidad del bebé a las señales emocionales de otras personas no significa que nazcan
con expectativas específicas de cómo es la interacción con las personas, como señala
Kaye.
Veamos un ejemplo muy ilustrativo de lo que ocurre entre los 8 y12 meses de edad,
cuando la mayoría de los bebés han desarrollado apego a sus cuidadores. Como se verá
en el siguiente capítulo, hacia los 7-8 meses los bebés empiezan a mostrar ciertas
conductas de evitación de los extraños y búsqueda de las personas familiares aunque,
como en otros muchos terrenos, las diferencias individuales en la intensidad de las
respuestas son importantes: algunos bebés lloran cuando se les acerca un extraño, otros
simplemente evitan mirarlo, y otros hasta pueden sonreírle. En todo caso, al final del
año, el bebé puede tener una conducta francamente compleja en lo que se refiere a la
interpretación de emociones ajenas. Supongamos que se le acerca un extraño cuando está
con su madre. En estos casos, suele ocurrir lo siguiente: el bebé investiga la cara de la
madre como si buscara indicios de su reacción. Si ésta expresa cordialidad, es poco
probable que el bebé manifieste miedo al extraño. Si, por el contrario, la madre expresa
temor, el bebé probablemente también lo exprese. Es decir, el bebé parece interpretar
correctamente la emoción de la madre a través de su expresión facial. Estas reacciones
de sintonía con la madre se observan también en relación con objetos o situaciones.
Hornick, Risenhoover y Gunnar (1987) observaron la conducta de niños de 1 año cuyas
madres habían sido entrenadas para ofrecerles juguetes nuevos expresando emociones
distintas con cada uno: en unos casos, se mostraban encantadas con el juguete, en otros
disgustadas, en otros no manifestaban ninguna emoción. Encontraron que los niños
procuraban evitar los juguetes que habían provocado disgusto a sus madres. Varios
estudios apoyan estos hallazgos al mostrar que los bebés de 10-12 meses observan la
reacción de sus cuidadores antes de involucrarse en una actividad nueva.
Parece más que probable que la función de estas conductas sea favorecer que el niño
explore su entorno y se interese por lo novedoso, pero evitando situaciones de peligro:
un contexto óptimo para el aprendizaje.
Junto a los estudios sobre expresión y reconocimiento de emociones en bebés, hay
también una importante investigación complementaria con adultos. Si los cuidadores no
fueran sensibles a las señales del bebé de nada les serviría a éstos expresar sus
emociones. Pero, afortunadamente, en la mayoría de los casos ambas partes se entienden.
En el siguiente capítulo, dedicado a las relaciones afectivas del bebé, se trata esta otra

166
cara de la moneda de la interacción temprana.

2.2 El desarrollo de emociones secundarias o autoconscientes

Alrededor de los 18 meses, se producen cambios importantes en distintas áreas del


desarrollo del niño. Surge la capacidad de simbolización y, con ella, el juego de ficción,
la imitación diferida y las primeras palabras, entre otros logros (en el capítulo 1 se han
descrito algunas de las conquistas de estas edades). Prácticamente todos los autores
coinciden en que estos avances repercuten en la vida emocional infantil: a partir de
entonces se irán desarrollando las denominadas emociones secundarias o
autoconscientes como el orgullo, la timidez, la vergüenza o la culpa, que implican
sentimientos más complejos pues se basan en la diferenciación del yo y los otros, y en un
sentido del yo como agente-autónomo, independiente de otras personas. A partir de ahí,
con el desarrollo de otros múltiples aspectos del concepto de sí mismo, incluida la
evaluación del yo, surgirá este tipo de emociones y, algo muy importante, la
comprensión del niño de sus propios estados internos.
Dada la importancia psicológica de emociones como el orgullo, la vergüenza y la
culpa, nos referiremos brevemente a su desarrollo. Sentimos orgullo cuando creemos
haber conseguido algo deseable gracias a nuestro esfuerzo o, en otras palabras, cuando
nos sentimos responsables de haber logrado lo que perseguíamos. La contrapartida es la
culpa: sentimos esta emoción cuando creemos que somos responsables de haber
provocado algo indeseable. En ambos casos, el elemento crucial es el sentimiento de ser
responsable del resultado. Muchas investigaciones muestran que los niños experimentan
estas emociones mucho antes de poder comprenderlas, como se discute en un apartado
posterior. Pero lo que ahora interesa es preguntarnos desde cuándo y en qué condiciones
expresan los pequeños vergüenza, orgullo o culpa.
Como decíamos, los investigadores están de acuerdo en que las emociones
secundarias no serían posibles sin los cambios cognitivos descritos antes, pero no
coinciden en los criterios para afirmar la presencia de estas emociones y, por tanto, las
edades en que surgen. Por ejemplo, Lewis (1992) sostiene que, antes de los 3 años, los
niños sienten una genuina emoción de vergüenza ante ciertos hechos porque tienen
conciencia, no sólo de sus propios sentimientos y emociones, sino también de lo que los
otros sienten hacia ellos. Además, como pueden utilizar el lenguaje para comunicar sus
sentimientos y para referirse a sus propias experiencias, ahora también pueden descubrir
cómo manipular sus interacciones con el fin de obtener ciertas ventajas y evitar
inconvenientes, y entre las «artimañas» que descubre el niño está, cómo no, la mentira.
Según Lewis y otros autores, ciertas conductas de engaño del pequeño prueban que ha
desarrollado un concepto de sí mismo generalizable a las demandas de diversas
situaciones sociales, y cuando opta por mentir para no meterse en problemas que le
hagan sentirse mal, se puede decir que se está autoevaluando. Ante el temor de ser

167
castigado o de sentirse avergonzado, el niño elige, de forma adaptativa, manipular su
propia conducta para alterar lo que los otros pueden sentir hacia él (Saarni, 1999).
Un procedimiento común para averiguar si los niños son capaces de mentir (en el
sentido de capacidad cognitiva), es el siguiente: se les deja solos en una habitación en la
que hay juguetes atractivos y se les pide que no los toquen (o que no los miren). Por
supuesto, la conducta del niño cuando cree estar solo se observa a través de un espejo de
visión unidireccional. Luego, al regresar, el investigador le pregunta si ha mirado o no
los juguetes. Pues bien, varios estudios encuentran que, al aproximarse al tercer año, la
mayoría de los niños no solo toca o echa un vistazo a los juguetes sino que no confiesa
haberlo hecho. Es decir, parecen haber descubierto que, engañando, pueden evitar
riesgos potenciales en su interacción con las personas. Aunque en este caso se trata de un
engaño muy simple, y todavía faltan años para que sepa trastocar la realidad de forma
convincente, lo que está claro es que los niños de 3 años son capaces no solo de
desobedecer (algo que ningún padre encontrará novedoso) sino también de faltar a la
verdad, como se suele decir 4 .
Sin embargo, el problema de la situación anterior es que no tenemos ninguna garantía
de que el niño mienta para evitarse un lío (o castigo) o porque sienta vergüenza. Dado
que los estudios experimentales arrojan a menudo resultados ambiguos como éste que
acabamos de mencionar, se entenderá que no todos los autores estén de acuerdo en que
las reacciones de vergüenza (y no sólo de miedo al castigo) estén presentes ya a los 3
años. Mientras que Lewis considera que las formas rudimentarias de autoevaluación —o
autoconciencia— desembocan en las emociones secundarias, entre el segundo y el tercer
año de vida, otros mantienen que lo que se manifiesta a estas edades es una especie
«pseudovergüenza», provocada por el miedo al castigo, y que la auténtica emoción de
vergüenza no aparece hasta los 5 años, una vez que el sentido cognitivo de sí mismo es
suficientemente complejo (Buss, 1980).
Entre ambos extremos, Stipek, Recchia y McClintic (1992) proponen una secuencia
de tres etapas que recoge las formas tempranas de emociones como el orgullo o la
vergüenza hasta la aparición de las propiamente autoconscientes. Según esta autora,
hasta los 18-20 meses, los bebés expresan felicidad cuando consiguen dominar una
situación, como construir una torre o saltar un escalón. Esta reacción parece indicar que
se dan cuenta de que son agentes causales, es decir, que el logro depende de ellos,
aunque no se pueda hablar todavía de orgullo pues, a esta edad, todavía carecen de las
herramientas cognitivas representacionales para evaluar su actuación y para anticipar las
reacciones de los adultos. Es en una segunda etapa, hacia los 2 años, cuando empiezan a
anticipar la reacción de los adultos: buscan respuestas positivas cuando tienen éxito en
algo y evitan las respuestas negativas cuando no lo tienen o cometen fallos. Además,
ahora se observa que los niños utilizan a menudo la «referencia social» para guiar sus
acciones, es decir, buscan información emocional —pistas que les ayuden a guiar su
acción— en personas de confianza ante situaciones peligrosas e inciertas (Barret y

168
Campos, 1987; Campos y Stenberg, 1980). Por ejemplo, con 2 o 2 años y medio, los
niños tienen en cuenta algunas normas adultas pues, cuando hacen algo mal, se giran
mirando hacia otra parte o encogen los hombros. Sin embargo, solo después de los 3
años, durante la tercera etapa, se puede decir que los niños incorporan las normas adultas
y evalúan su propia conducta pues reaccionan emocionalmente ante sus logros y sus
fallos, independientemente de las reacciones de los adultos. Por ejemplo, cuando se
sienten frustrados porque no han sido capaces de realizar algo como querían —por
ejemplo, un dibujo— expresan verbal y facialmente su insatisfacción (fruncen el ceño,
dicen cosas como: «¡jo, no me sale!») expresando un descontento consigo mismo y no
sólo con la tarea.
Si hay desacuerdos sobre cuándo surge la vergüenza, con el sentimiento de culpa las
cosas son aún más complicadas. Para algunos, habría indicios de sentimiento de culpa en
niños tan pequeños como de 2 años, mientras que otros autores (la mayoría) consideran
que no se expresa antes de los 4 años, cuando el niño puede comprender que ha sido
responsable de una transgresión que ha tenido consecuencias negativas para otros. Los
problemas de conciencia que subyacen a la culpa serían, realmente, bastante más
complejos que la vergüenza u otras emociones similares (Barrett, 1995; Kagan, 1984).
En el cuadro 6.3 se presenta un resumen de las principales características de las tres
emociones más estudiadas. En la primera columna, se señalan los factores asociados a la
aparición de cada una de estas emociones. En la segunda, se hace referencia a las
implicaciones que tiene en el desarrollo del concepto de sí mismo; en la tercera se
menciona el papel que se atribuye a los otros y, por último, se alude a la relación que
tiene con ciertas conductas y expresiones emocionales (Harter, 1999).

Cuadro 6.3 Características de las emociones auto-conscientes

Correlación con
Implicaciones para el Papel que
Emoción Causa conductas y
sí mismo desempeña el otro
emociones

Deseo de
aproximación a
los otros para
Logros Habilidad personal y
El otro se siente comunicarles el
específicos; esfuerzo. El «yo» como
orgulloso y refuerza hecho exitoso.
Orgullo conseguir o agente competente.
las evaluaciones Emociones de
exceder los Evaluación positiva del
positivas. felicidad,
propios ideales. «mí».
excitación y
sentimiento de
triunfo.

Transgresiones, El otro como un Deseo de


Evaluación general avergonzador, con
cosas mal hechas del sí mismo como una esconderse, de
que superan las poder, como agente evitar a los otros.
mala persona. Baja activo, para

169
expectativas o los autoestima. Evaluación activo, para pasivo.
Vergüenza ideales de los negativa del «mi». despreciar; pérdida Decepción con
otros. Acciones relativamente de estima a los ojos uno mismo.
Incompetencia incontrolables. Falta de de los otros. Depresión,
para superar los habilidad. El sí mismo Evaluación negativa sentimiento de
fracasos. es inadecuado. de las propias inutilidad.
conductas.

Violación de El sí mismo se
las normas Evaluación de una El otro como moviliza para
morales sobre conducta específica persona herida por realizar actos de
cómo comportarse incorrecta. Evaluación acciones de uno confesión y
hacia los otros negativa del «yo» como mismo, como reparación para
Culpa
(deber ser). agente responsable. víctima pasiva, acercarse al otro.
Violaciones que Acciones consideradas como centro de los Emociones
afectan como controlables. sentimientos de agitadas como la
directamente a los Falta de esfuerzo. culpa. ansiedad o la
otros. tensión.

FUENTE: Basado en Harter, 1999.

En todo caso, intentar determinar con precisión la edad en que surge cada una de las
emociones autoconscientes puede ser una tarea poco fructífera y parece más interesante
estudiar las formas que adoptan estas emociones en distintos momentos del desarrollo, es
decir, adoptar un enfoque evolutivo a largo plazo, como proponen algunos autores
(Mascolo y Fischer, 1995).

Cuadro 6.4 La «referencia social»


La referencia social es, para los pequeños, un medio muy eficaz para aprender sobre el mundo a través de la
experiencia de los demás. Responder y reconocer las pistas emocionales de las personas cercanas permite a los
niños durante sus primeros años de vida evitar situaciones inciertas o de riesgo. Imaginemos que un niño de 13
meses se topa en la calle con una escalera de madera apoyada en un árbol. Al niño le llama mucho la atención y
sube dos peldaños y la escalera se desplaza un poco. La brusquedad del movimiento sorprende al niño por lo
que busca con la mirada a su cuidador/a intentando descifrar en su expresión emocional si puede seguir
subiendo o si su acción reviste peligro. En caso de que la escalera esté a punto de caer, el niño leerá en la cara
de su cuidador la señal de riesgo y esperará a que éste lo rescate de la situación evitándole consecuencias
desagradables.
La referencia social también permite a los niños pequeños comparar su propia evaluación de una situación
con la que hacen los demás. Un buen ejemplo son los resultados de una investigación reciente con niños de
entre 14 y 18 meses. En una situación, la experimentadora ponía cara de satisfacción al comer una verdura,
mientras que al comer galletas ponía cara de asco. Pues bien, cuando se les pidió a los pequeños de 14 meses
que compartieran con la experimentadora la verdura o las galletas, la gran mayoría sólo le ofreció la comida
que a ellos les gustaba, generalmente las galletas. Por el contrario, los de 18 meses fueron sensibles a las
preferencias de la experimentadora dándole la comida que habían visto que le gustaba, independientemente de
sus propias preferencias (Repacholi y Gopnick, 1997).
En definitiva, la referencia social no sólo favorece la comprensión de las expresiones emocionales de los
otros, sino que también permite utilizarlas para averiguar las intenciones y preferencias ajenas y guiar la propia
acción (Saarni, 2000).

170
2.3 El papel de las prácticas de crianza

Una de las principales funciones que desempeñan los padres y educadores durante la
infancia es la transmisión de normas que gobiernan la interacción social y las formas de
comportarse unos con otros. Los adultos, además, evalúan si los niños pueden conseguir
esas metas y suelen ir ajustándolas de acuerdo con sus capacidades. Mediante este tipo
de prácticas, los niños van adquiriendo un sentido inicial de sus competencias y de su
conducta social que será el sostén de sus emociones autoconscientes (Dunn, 1987;
Eisenberg, 2000).
Muchos estudios evolutivos se han ocupado de las prácticas de crianza que conducen
de forma diferenciada a la culpa y a la vergüenza. Así por ejemplo, la culpa suele
originarse con más intensidad en familias donde se pone énfasis en las consecuencias del
daño a los otros y en las obligaciones y la responsabilidad personal del niño, que en
familias que reaccionan predominantemente con el castigo. Las primeras técnicas
promueven la interiorización de normas y un sentido de culpa asociado con la reparación
del daño.
En cuanto a la emoción de la vergüenza, es más probable que ésta surja cuando los
padres resaltan los errores que cometen sus hijos al intentar conseguir algo que cuando
omiten una valoración del niño. La vergüenza puede llegar a ser particularmente aguda
cuando, ante el error, los padres destacan las deficiencias del niño, promoviendo el
sentimiento de que nunca será lo suficientemente bueno para conseguir sus objetivos.

2.4 La autorregulación emocional

La autorregulación emocional se refiere a las estrategias que utilizamos para ajustar la


intensidad y duración de nuestros estados emocionales hasta alcanzar un nivel
confortable que no impida la consecución de nuestros objetivos (Thompson, 1994). Se
supone que una buena autorregulación emocional durante los primeros años de vida
contribuye a la autonomía y al desarrollo de habilidades de interacción social.
Durante los primeros meses de vida, el bebé prácticamente no tiene control sobre sus
emociones: sus reacciones están sujetas a estímulos internos y externos que provocan
emociones que no puede manejar. En esas primeras fases, son los cuidadores quienes
regulan, desde fuera, las emociones del bebé, calmando su llanto, apaciguándolo cuando
está nervioso, etc. Sin embargo, en los meses siguientes, el bebé va desarrollando
habilidades que le ayudan a disminuir la intensidad y duración de las emociones
negativas (como, por ejemplo, succionar con más brío su chupete) (Thompson, 1991).
Cuando el bebé logra cierta independencia motora y locomotora (pudiendo dirigir sus
manos a objetos o personas, desplazarse gateando, etc.) y, sobre todo, cuando empieza a
andar, la regulación de las emociones sufre un cambio muy importante. Por ejemplo,
frente a situaciones o personas extrañas, el bebé que ya puede desplazarse por sí mismo

171
tiene el recurso de huir de esa situación y evitar, así, la emoción desagradable.
Pero la aparición del lenguaje y de las capacidades representacionales (simbólicas)
son el logro más importante para el control de las emociones. Por un lado, porque puede
empezar a expresar lo que siente y conseguir, de este modo, una ayuda más eficaz del
adulto. Pero, por otro lado, a medida que avanza su lenguaje y funciones simbólicas, el
niño va incorporando estrategias bastante sofisticadas para calmarse o controlar sus
emociones: puede darse consignas verbales del tipo «esto no se hace, caca» (en nuestra
cultura), para guiar su conducta e inhibirla (a veces, acompañando esta verbalización
negando con la cabeza y sacudiendo sus manos en alto, como si se esforzara por no tocar
algo); puede taparse la boca para evitar gritar, etc.
Entre los 3 y 4 años, con el desarrollo de una capacidad humana fundamental, la
comprensión de que los otros pueden tener emociones y estados mentales diferentes a los
propios, los niños alcanzan un nivel suficientemente complejo como para modular
algunas de sus emociones y desarrollar estrategias para cambiar el estado interno de los
otros (enfadándolos a posta, en muchas ocasiones, intentando consolarlos, en otras).

3. El desarrollo del temperamento

Siguiendo a Kagan (1994, pág. 33), el temperamento puede definirse como el «perfil
neuroquímico y fisiológico heredado que está en relación con la emoción y la conducta»
como un sistema coherente de procesos fisiológicos y psicológicos heredados, que
emerge pronto (aunque no necesariamente al inicio de la vida), pero que debe entenderse
más como sesgo o tendencia que como determinación, pues el sistema es maleable. La
fisiología sólo determina la probabilidad de ocurrencia de ciertos estados o conductas, lo
que quiere decir que tener «un determinado perfil biológico aumenta la probabilidad de
que un niño sea asustadizo pero no garantiza que lo sea. Si el niño no ha nacido con ese
sesgo temperamental es muy improbable que manifieste la mezcla de fisiología,
conducta y estado anímico que caracteriza a los que tienen esa especial vulnerabilidad al
miedo. Puede que manifieste uno de los componentes —por ej., puede ser miedoso en
algunas situaciones— pero no la combinación de rasgos que definen a ese tipo de
temperamento» (op. cit., pág. 36)
En la actualidad, la mayoría de los autores está de acuerdo con la idea de que cuando
hablamos de temperamento nos estamos refiriendo a una serie de disposiciones
individuales biológicamente determinadas que son relativamente consistentes a lo largo
del tiempo (Rothbart y Bates, 1998). Sin embargo, prácticamente nadie niega que tales
disposiciones sufran la influencia del entorno físico y social del niño. Las experiencias
sociales, la calidad del cuidado materno o las características del progenitor pueden
modificar el funcionamiento biológico y, en consecuencia, el temperamento (Dawson,
1994).

172
Aunque algunos autores son más reacios a aceptar la influencia del entorno en esas
predisposiciones biológicas, y predicen una estabilidad y coherencia del temperamento a
lo largo de los años, las pruebas hablan a favor de que las características
temperamentales no son rígidamente estables durante el desarrollo, aunque muestren
más estabilidad que otras características de la conducta o la cognición (Thompson,
1999).

3.1 Las dimensiones del temperamento

Desde el punto de vista metodológico, las características temperamentales se infieren a


partir de la conducta del bebé pero, dado que con el desarrollo ésta va sufriendo cambios
sustanciales, el estudio de la coherencia o el cambio en el temperamento no es una tarea
sencilla. Por ejemplo, un alto nivel de actividad en un bebé y en un niño escolar pueden
manifestarse de una forma tan distinta que resulta difícil encontrar una medida para cada
edad, que sea comparable. El propio concepto de «alto nivel de actividad» puede tener
diferentes significados para las personas cercanas al niño que son, en definitiva, las que
suelen informar de su conducta.
Pero a pesar de estas dificultades metodológicas, la investigación evolutiva ha
encontrado maneras de describir y evaluar las diferentes dimensiones del temperamento.
Los dos equipos de investigación más importantes en este campo han sido los formados
por Thomas, Chess y sus colaboradores, por un lado, y por Rothbart y sus colegas, por
otro (Rothbart y Bates, 1998; Rothbart, Ahadi y Evans, 2000). En el cuadro 6.5 se
describe el modelo de Thomas y Chess, y en el cuadro 6.6 la caracterización de los tipos
de bebés a partir de las medidas de temperamento (bebés difíciles, fáciles y lentos de
activar).

Cuadro 6.5 Modelo de Thomas y Chess

Los investigadores entrevistaron a los padres de los recién nacidos varias veces y de forma extensa, anotando
con detalle diversos aspectos de la conducta del bebé. Sus resultados les llevaron a proponer las siguientes
dimensiones del temperamento:

Proporción de periodos de actividad y de inactividad. Hay bebés que están


Actividad
siempre moviéndose y otros que se mueven muy poco.

Regularidad de las funciones corporales básicas. Muchos bebés se duermen,


Ritmo se despiertan, tienen hambre y hábitos de eliminación siguiendo un horario
regular, frente a otros bebés que son menos predecibles.

Grado por el que cualquier estimulación del entorno altera el


comportamiento del bebé. Algunos bebés al sentir hambre, dejan de llorar
Distracción
momentáneamente cuando se les ofrece algo que les calme o un juguete para
jugar con él. Otros continúan llorando hasta que se cansan.

173
Respuesta que se da ante un nuevo objeto o persona. Algunos bebés aceptan
Aproximación/Rechazo lo nuevo con sonrisas y no rechazan a los extraños. Otros se apartan y lloran
ante la primera aparición de algo desconocido.

Facilidad con la que los bebés se adaptan a los cambios en el ambiente.


Algunos niños se retiran cuando se encuentran con una nueva experiencia, pero
Adaptabilidad
se adaptan rápido, aceptando la nueva comida o la nueva persona la siguiente
vez. Otros continúan inquietándose y llorando.

Tiempo dedicado a una actividad. Mientras unos bebés miran un móvil o


Margen de atención y
juegan con un juguete durante mucho tiempo, otros pierden el interés pasados
persistencia
unos minutos.

Intensidad de la Intensidad o energía de las respuestas del bebé. Algunos bebés lloran y ríen
reacción con un tono fuerte y otros de forma más suave.

Intensidad de estimulación requerida para provocar una respuesta. Hay bebés


Umbral de respuesta que se asustan ante un leve cambio de sonido o de luz, otros no se dan cuenta
de esos pequeños cambios.

Número de conductas positivas/de felicidad en oposición al de conductas no


Estado de ánimo felices y negativas. Algunos bebés sonríen y se ríen frecuentemente cuando
juegan o interactúan con una persona. Otros se inquietan y lloran a menudo.

FUENTE: Nueva York Longitudinal Study. Thomas y Chess, 1986.

Cuadro 6.6 Tipos de bebé según sus perfiles temperamentales


Bebé «difícil» – Tiene unos ciclos irregulares de alimentación, sueño y evacuación. Expresa una respuesta
negativa ante situaciones desconocidas. Es común, por ejemplo, que llore y tenga rabietas cuando algo no
cumple sus expectativas. Su adaptación al cambio se produce de forma lenta: requiere tiempo para
acostumbrarse a nuevas comidas, o para aceptar a personas que no sean sus cuidadores habituales. La mayor
parte de los problemas de este tipo de bebés suelen rondar entorno a patrones de socialización, o las
expectativas que tienen hacia ellos los adultos o sus iguales. Si se les «obliga» a tomar parte en alguna
situación, es probable que muestren una oposición rotunda y, en algunas ocasiones, una conducta agresiva.

Bebé «fácil» – Tiene unos patrones regulares de alimentación, sueño y evacuación. Muestra una respuesta
positiva ante situaciones novedosas y acepta las frustraciones sin hacer demasiado escándalo. Se adapta con
relativa facilidad al cambio (p. ej. cuando se pasa del biberón a la papilla, o cuando se asiste por primera vez a
la escuela infantil). Generalmente está de buen humor y sonríe con frecuencia. Los problemas en este tipo de
bebés suelen surgir cuando se les somete a situaciones que requieren respuestas inconsistentes y muy distintas
a las que han sido acostumbrados por sus cuidadores habituales.

Bebé «lento de reacción» – Muestra respuestas negativas o de intensidad media ante situaciones nuevas
aunque, si son frecuentes, se va adaptando progresivamente a ellas. Tiene las rutinas biológicas regulares
adecuadas. Los problemas con este tipo de bebés varían dependiendo de otras características:

a. El bebé que tiene un alto nivel de actividad, presenta problemas cuando, por ejemplo, tiene insuficiente
espacio, horarios muy rígidos o pocas actividades de tipo motor.
b. El bebé perseverante muestra problemas si se intenta involucrarlo en tareas que se interrumpen
inmediatamente o de forma abrupta.
c. El bebé distraíble se angustia si se le pide que haga algo que dure mucho tiempo o que esté más allá de sus
capacidades. Si se le «obliga» a involucrarse en alguna situación, es probable que muestre conductas de

174
retirada de intensidad media. Por ejemplo, «pegarse a las faldas» de su cuidador, negarse, de forma
tranquila, a moverse o irse a una esquina de la habitación.

FUENTE: Thomas y Chess, 1986.

Ha sido el llamado temperamento difícil el que más ha interesado a los investigadores


pues, como señala Thomson (1999, pág. 380), en este patrón, los atributos
temperamentales son mayores que la suma de sus partes y su impacto es más
significativo en las relaciones sociales y en el ajuste social que las dimensiones
individuales una a una. Además, la investigación suele observar mayor relación entre las
formas tempranas del perfil temperamental difícil y los ajustes posteriores de la
personalidad del niño. Los bebés «difíciles» suelen presentar, con más probabilidad,
problemas de conducta o ansiedad en edades posteriores que los bebés calificados de
«fáciles». Sin embargo, no puede descuidarse un problema importante, y es que resulta
prácticamente imposible aislar los rasgos propiamente temperamentales del individuo
(por ej., la mayor vulnerabilidad de los niños difíciles hacia los problemas) de las
reacciones que los otros tienen frente a él. Normalmente, un niño «difícil» provoca
menos respuestas sociales positivas que uno «simpático» o fácil de tratar.
El modelo elaborado por Rothbart y colaboradores, que combina algunas dimensiones
de Thomas y Chess y otros investigadores, intenta determinar los patrones
temperamentales centrándose en la variabilidad de dos grandes características: la
reactividad y la autorregulación. La reactividad se refiere al modo en que el bebé
responde a las distintas situaciones. Para evaluarla, utilizan, por ejemplo, el ritmo con
que el bebé inicia una actividad; la velocidad, persistencia e intensidad de sus reacciones
emocionales, así como la variabilidad en su nivel de actividad, margen de atención y
umbral sensorial. Los rasgos de la autorregulación del temperamento se refieren al grado
en que el bebé consigue modular su reactividad, a su capacidad para reducir su llanto o
ansiedad en respuesta a las conductas de apaciguamiento del cuidador. Este modelo tiene
en cuenta la interacción dinámica entre los procesos de excitación e inhibición del
sistema nervioso, lo que permite delimitar los componentes psicobiológicos del
temperamento. Además, examina los atributos temperamentales desde la óptica de dos
formas generales de respuesta que caracterizan a las personas a lo largo de toda su vida.

3.2 Estabilidad del temperamento y efectos a largo plazo

Las medidas de temperamento que se obtienen en los neonatos o durante los primeros
meses de vida se relacionan de forma débil o nula con evaluaciones posteriores de esas
mismas medidas (p. ej. la propensión al malestar, el nivel de actividad y la atención).
Esto no es sorprendente ya que, como hemos señalado, durante el primer año de vida se
produce una maduración progresiva de los sistemas psicofisiológicos y, por ejemplo, las
respuestas de malestar generalizado del recién nacido se van diferenciando en estados de

175
enfado, frustración y miedo.
Algunos estudios encuentran una mayor estabilidad, a corto plazo, en ciertas
dimensiones temperamentales a partir del primer año de vida. Por ejemplo, Kagan,
Reznick y Gibbons (1989) encontraron que los pequeños de 14 a 18 meses que habían
mostrado una conducta inhibida en una serie de tareas de laboratorio, también se
mostraron cautelosos y temerosos en una evaluación de laboratorio realizada cuando
tenían 4 años. Sin embargo, otras investigaciones encuentran todavía muy poca
estabilidad de los rasgos temperamentales en estas primeras edades.
A partir de los 2-3 años se empieza a observar mayor concordancia a largo plazo
entre el patrón temperamental desplegado durante la infancia y la conducta posterior. En
un estudio longitudinal de varios años, Caspi y Silva (1995) analizaron una muestra de
más de 800 niños que evaluaron cada dos años —desde la infancia temprana hasta la
adolescencia— y encontraron relaciones significativas entre las cualidades
temperamentales observadas a los 3 años y los rasgos de personalidad mostrados a los 15
y 18 años. Por ejemplo, los adolescentes que de pequeños habían mostrado ser irritables,
impulsivos y distraídos tenían más problemas de conducta (agresividad, búsqueda de
riesgo e impulsividad) que los adolescentes que, en la niñez, habían sido evaluados como
tranquilos. De nuevo, sin embargo, no todos los estudios muestran esta continuidad y,
además, parece haber importantes diferencias individuales en ella: algunos niños
mantienen rasgos de su temperamento de forma relativamente estable, mientras que otros
no.
Algunos autores sostienen que es más probable que la estabilidad del temperamento
se manifieste dentro de y no entre los principales periodos de cambio y reorganización;
otros argumentan que con la edad el temperamento va siendo progresivamente más
estable y predecible, dependiendo de cómo se vayan desarrollando procesos como la
comprensión de uno mismo, la intencionalidad, la comparación social y otros procesos
mediante los cuales los niños van tomando creciente conciencia de sus características
individuales (Thompson, 1999).

3.3 La influencia del medio social

¿Por qué en algunos niños las características temperamentales cambian y en otros no?,
¿qué tipo de interacciones ocurren entre el temperamento y el medio social específico en
el que se desenvuelve el niño?
Una respuesta tentativa es lo que algunos psicólogos han llamado la bondad de ajuste
entre el patrón temperamental del niño y las características de su medio social y, en
particular, de las personas que lo rodean (Chess y Thomas, 1990). Según esto, los niños
con un temperamento difícil no tienen por qué desarrollar una personalidad problemática
si el medio físico y social se ajusta adecuadamente a sus necesidades y características.
Un niño difícil puede sufrir un cambio positivo en sus cualidades temperamentales si se

176
le dan oportunidades como, por ejemplo, mayor flexibilidad para tomar sus decisiones, o
respuestas más pacientes, tolerantes y comprensivas ante sus demandas. A la inversa, un
niño fácil puede llegar a tener problemas de conducta si, por ejemplo, las demandas de
sus cuidadores son excesivas e inapropiadas para su edad, o si éstos son poco sensibles a
sus necesidades (por no mencionar la situación de maltrato).
Por otro lado, la bondad de ajuste temperamento-medio se puede ver afectada por
cambios significativos en el contexto infantil (desaparición de un progenitor,
modificación de la situación económica que afecta a las relaciones familiares). Por
último, sin necesidad de que existan estos cambios drásticos, las demandas del entorno
generalmente varían a medida que los niños se hacen mayores lo que, en ocasiones,
produce un desajuste en el niño. Por ejemplo, los adultos (padres, cuidadores,
educadores) pueden exigir al niño de 5 o 6 años mayores responsabilidades de las que
puede realmente asumir, generando una continua frustración de expectativas en el niño y
en el adulto («¡venga, seguro que tú puedes!», «¡no llores cuando estemos en la calle!»).
El ingreso en el medio escolar suele requerir mayores competencias: hay que tener
iniciativa, ser cooperador, cumplir con las obligaciones, etc., y mientras que algunos
niños se ajustan bien a estos cambios, otros no. En resumen, un buen ajuste
temperamento-medio en una edad determinada no garantiza que posteriormente se
mantenga, ni a la inversa.

4. Emociones, conducta y diferencias individuales: el caso de las


relaciones entre hermanos

Judy Dunn ha realizado innumerables estudios, muchos de ellos longitudinales,


utilizando técnicas de observación y filmando las interacciones entre los niños y sus
cuidadores, entre hermanos o amigos, tanto en el hogar como en la escuela. Su
preocupación constante ha sido comprender las experiencias emocionales reales del
niño, es decir, tal como ocurren en su vida diaria cuando interactúan con padres,
hermanos o amigos, más que identificar relaciones causales precisas mediante estudios
experimentales:
Si queremos entender el significado de las experiencias sociales del niño en su vida cotidiana debemos intentar
describir y medir estas experiencias [...] captar lo que les ocurre realmente a los niños más que estandarizar las
condiciones en que los estudiamos (Dunn, 1993, pág. 336).

Junto a su interés por estudiar cómo surgen evolutivamente las relaciones sociales,
Dunn se ha ocupado también de las diferencias de personalidad de los niños que se
manifiestan en sus estilos interactivos, su mayor o menor interés por las personas, su
expresividad emocional, su vulnerabilidad ante cambios en la familia como el
nacimiento de un nuevo hermano y la forma en que expresan su desazón, enfado, celos,
rivalidad, así como su amor, cuidado del otro, empatía, etc.

177
Un resultado interesante de sus estudios con niños de 18 meses en adelante es la gran
variabilidad interindividual que observa en la frecuencia e intensidad con que
manifiestan emociones y conductas positivas (de ayuda o consuelo) y negativas
(agresión). Hay niños que responden rápida y frecuentemente a la tristeza o dolor ajenos,
mientras que otros lo hacen raramente y, por lo general, aunque es poco probable que los
niños nunca muestren empatía con otras personas que sufren, hay casos extremos en que
la respuesta es de burla, incluso de agresión o simplemente de indiferencia. Estos estilos
de interacción social suelen ser, además, bastante estables durante la niñez.
Intuitivamente podría suponerse que los niños que muestran más empatía e intentan
confortar a otros cuando están tristes son los que expresan menos conductas negativas
(molestar, chinchar, etc.), y a la inversa. Sin embargo, la investigación no confirma esta
relación y, en general, pone de manifiesto que no hay una pauta común. Por ejemplo, en
las relaciones entre hermanos, muchos niños expresan ambas conductas (consolar y
agredir) hacia el hermanito en distintas situaciones. Es decir, a la vez que son sensibles
al malestar del otro y responden a menudo intentando aliviarlo, son también hábiles
creando situaciones que lo molesten o hieran. Aunque menos numerosos, también hay
niños que manifiestan sobre todo o exclusivamente conductas positivas hacia el
hermano, así como niños que sólo expresan conductas hostiles hacia el hermano y
ninguna inclinación a aliviarlos cuando sufren.
Con seguridad, no hay un único factor que explique estas diferencias individuales.
Quizá, los niños que tienen una relación afectiva intensa con sus hermanos expresan más
sus emociones hacia ellos (positivas y negativas) que cuando la relación es más distante.
Pero, ¿por qué algunos niños se muestran incapaces de aliviar el sufrimiento ajeno y,
más bien, molestan o hieren frecuentemente al otro?
Son varios los estudios que han intentado identificar los factores responsables de
estas diferencias, y no es raro que muchos hayan llegado a aislar ciertas variables de la
experiencia y el clima familiar. Entre ellas, las formas de reacción de los padres ante los
conflictos entre hermanos parecen influir en la conducta de éstos. Los padres que
explican las consecuencias de una acción negativa (como pegar al hermanito) y
proponen una reparación (acercarse y besarlo, consolarlo dándole un juguete, etc.)
provocan más respuestas de reparación en sus hijos y, en general, más conductas
altruistas, que los que se limitan a regañar al niño o lo apartan de su hermano. A la vez,
esta forma de socialización suele generar más sentimientos de culpa que la basada en el
castigo, como se ha dicho antes.
El que niños de distintos entornos familiares difieran en sus reacciones emocionales
no es sorprendente. Más intrigante resulta que, dentro de una misma familia, haya
diferencias a veces muy notables entre hermanos, tal como ha encontrado Dunn en sus
estudios. ¿A qué se debe que niños que comparten el mismo entorno familiar (y que
tienen una proximidad genética) muestren una sensibilidad emocional a veces muy
distinta? Como señala esta autora, aparte de las propias diferencias genéticas, hay un

178
conjunto de factores de experiencia que parecen afectar de forma permanente a cada
hijo. Dunn ha mostrado hasta qué punto padre y madre se relacionan de forma bastante
diferente con cada hijo, en parte porque pueden sentir más o menos afecto por cada uno,
ajustarse mejor o peor a las características individuales, etc. Por ejemplo, en familias de
dos hijos, Dunn y colaboradores han observado que las madres, sean o no conscientes de
ello, se inclinan siempre más por uno de ellos, manifestándole más interés y respuestas
más positivas que hacia el otro. Según comprobó Dunn, son los hijos menos «atendidos»
quienes desarrollan con mayor probabilidad conductas agresivas hacia los miembros de
la familia.
En resumen, son muchas las variables que pueden afectar y promover el desarrollo de
las emociones y conductas sociales. El perfil temperamental del niño es sólo uno de ellos
y, aunque intervenga en aspectos básicos como la expresión y modulación de las
emociones, no hay ningún estudio que explique la conducta social más madura en
términos del temperamento.

5. Más allá de la infancia: la comprensión de las emociones

Uno de los aspectos más estudiados a partir de los 3-4 años ha sido la conciencia o
comprensión de las emociones y sentimientos propios y ajenos. Los resultados son
francamente interesantes y merecen una descripción más detallada de la que aquí
podemos hacer. Pero presentaremos un esbozo de algunos cambios significativos en la
niñez.
Una técnica común para estudiar esta cuestión es pedir a los niños que relaten alguna
experiencia pasada en la que se sintieron culpables, orgullosos o avergonzados, imaginen
situaciones en las que experimentarían esas emociones, o evalúen cómo se sentirá el
personaje de una historia en la que ocurre algo que puede tener consecuencias
emocionales.
Respecto al sentimiento de orgullo, es habitual que los menores de 7 años describan
episodios en los que se sintieron bien, tanto si el resultado dependía de ellos («me sentí
orgulloso cuando conseguí montar en bici sin ruedas») como si no («me sentí orgullosa
cuando me trajeron un perrito por mi cumple»); y lo mismo ocurre con el sentimiento de
culpa («sentí culpa cuando le dije a mi madre que me habían quitado el balón»).
Además, a menudo los pequeños ni siquiera ponen la emoción en ellos mismos sino en
otras personas («papá se sintió avergonzado de mí porque no jugué bien al fútbol»).
Resultados semejantes se obtienen cuando se les pide que identifiquen la emoción que
sienten personajes de distintas historias (Harris, 1989a). Hasta los 7 años consideran que
alguien que haya ocasionado un accidente se sentirá culpable tanto si lo provocó por
conducta temeraria como si fue debido a un acto bienintencionado (por evitar chocar con
un niño pequeño, un ciclista provoca un accidente). Igualmente, atribuyen el sentimiento

179
de orgullo no sólo a quien ha logrado éxito en alguna empresa debido a su esfuerzo, sino
también cuando el éxito se consiguió por pura suerte.
Se podría pensar que el problema de los pequeños es que olvidan las intenciones de
los personajes y, por eso, atribuyen las mismas emociones en distintas situaciones. Pero
en realidad, desde los 5-6 años, los niños pueden comprender que en un caso (conducta
temeraria) el accidente podría haberse evitado mientras que no en el otro. Asimismo,
saben que conductas como pegar o dañar a otro son malas por el sufrimiento que causan
en la víctima, y deben ser castigadas. Sin embargo, pese a ello confunden emociones
como alegría, felicidad y orgullo, por un lado, y tristeza, vergüenza o culpa por el otro,
probablemente porque ignoran la relevancia que tiene la responsabilidad en la atribución
de estas emociones. Este tipo de resultados tiene mucho que ver con la heteronomía en el
desarrollo del juicio moral (Piaget, 1932; véase Delval y Enesco, 1994, para una
revisión).
Para que se dé el cambio de una a otra forma de comprensión de la vida emocional es
necesario que el niño comprenda que la emoción que experimenta una persona ante el
resultado de su propia conducta depende de las respuestas emocionales de los otros,
sobre todo de su aprobación o desaprobación. No basta con que el niño se represente su
propia conducta ni que se represente las reacciones conductuales de otras personas frente
a su acción (por ejemplo, prever que lo van a castigar si pega a otro niño). Es necesario,
además, poder imaginarse el efecto que su conducta tiene en la mente de otras personas.
Al principio, esas personas serán seres cercanos al niño (padres, maestros, iguales) pero
poco a poco esa audiencia se irá ampliando a cualquier otra persona real o imaginada, y
no requerirá ni siquiera la presencia de testigos para sentir la emoción. Es el paso del
«mis padres se sienten orgullosos de mí» al «me siento orgulloso de mí mismo».
Como señala Harris en su interesante libro El niño y las emociones (1989a):
El universo emocional del niño de 4-5 años se mueve en torno a un eje diferente del de 7-8 años. El pequeño suele
considerar que las personas son agentes que buscan lo que quieren y son felices si lo consiguen, y se sienten tristes
si no lo logran. El niño mayor considera que las personas son agentes que deben actuar de acuerdo con normas
morales; si lo consiguen se sentirán orgullosas pero si ignoran o se oponen deliberadamente a esas normas
probablemente se sentirán culpables o avergonzadas (Harris, 1989, pág. 92).

5.1 Emoción aparente y emoción real

A menudo sentimos emociones que no expresamos abiertamente en presencia de otros o


que disfrazamos de manera que representen un estado anímico diferente del que
tenemos. Los motivos por los que escondemos o transformamos la expresión de nuestra
emoción pueden ser varios: protegernos de una reacción temida (burla, compasión, etc.),
buscar engañar al otro, evitar dañarlo, etc.
En su revisión de este tema, Harris (1989a) señala que la investigación transcultural
muestra que este fenómeno es común a distintas culturas, y lo que varía de una sociedad
a otra son las prácticas culturales que promueven la expresión de ciertas emociones y la

180
inhibición de otras, y que dependen en parte de las necesidades y valores de cada
sociedad. Así, la expresión abierta del dolor por una muerte o de la alegría por el
nacimiento de un hijo, algo común en las sociedades occidentales, puede estar mal visto
en otras culturas que practican la regla de disimular públicamente esos sentimientos e
inhiben cualquier expresión facial o corporal que los atestigüen 5 . La expresión de la
rabia en distintas sociedades ilustra muy bien la variabilidad transcultural. Por ejemplo,
los esquimales del grupo utku y los indios hare de los Estados Unidos (Colville Lake) no
admiten la manifestación abierta de gritos, insultos o violencia física y se limitan a
mostrar su hostilidad mediante el silencio o la evitación de la persona a quien va
dirigida. Por el contrario, los kaluli de Papúa Nueva Guinea promueven la expresión
exagerada de la rabia, y los beduinos manifiestan su dolor por la muerte expresando a la
vez pena y furia (dado que la pena es un síntoma de debilidad inaceptable para el varón)
(Mesquita y Frijda, 1992).
Si la presión social sobre la expresión de las emociones (cuáles manifestar y cómo;
cuáles inhibir o disimular) influye o no en la propia experiencia emocional del individuo
es un asunto demasiado complejo como para poder tratarlo aquí. Quizá el hecho de
modular o inhibir la expresión de una emoción modifique lo que siente realmente el
individuo. O quizá se trate de dos niveles diferentes: uno la expresión aparente y otro la
emoción interna, que permanece intacta. Cualquiera que sea el caso, el desarrollo
emocional del niño conlleva adquirir las competencias que le permiten distinguir entre
estos dos niveles a la vez que enmascarar sus propias emociones en ciertas
circunstancias.
¿Cómo llega el niño a comprender todo esto?, ¿cuándo se da cuenta de que las
manifestaciones de la emoción pueden ser engañosas y que, a veces, deben serlo?
Imaginemos la siguiente situación. Es el cumpleaños de una niña y recibe varios
regalos de sus amigos. Al abrir uno de ellos se encuentra con un juguete que no le gusta
nada. La niña, sin embargo, sonríe a medias y agradece a su amigo el regalo. Si hubiera
estado sola, su reacción habría sido muy distinta manifestando claramente su decepción,
pero la realidad es que delante del amigo aparentó estar contenta.
Éste es el tipo de situación que, en contextos de laboratorio, han estudiado autoras
como Cole (1986) y Saarni (1984), la primera con niñas de 3-4 años, la segunda con
niños y niñas de 6 a 10 años. Aunque parezca increíble, Cole encontró que desde los 3
años reaccionaban con cierta capacidad de esconder su emoción real (decepción ante el
obsequio) cuando estaban frente a la experimentadora (a diferencia de su reacción
cuando estaban solas), aunque ni a esa edad ni a los 4 años tenían ninguna conciencia de
haber enmascarado su expresión facial.
Los resultados de Saarni fueron algo más complejos. Por un lado, aunque encontró
que todos los niños (de 6 a 10 años) expresaron mayor alegría ante un regalo
«apreciado» que ante uno decepcionante (un sonajero), hubo diferencias debidas a la
edad. Los mayores fueron bastante más expresivos que los pequeños a la hora de

181
manifestar su alegría por el regalo «bueno»; y los pequeños, por su parte, escondieron
menos que los mayores el «chasco» por el regalo «malo». Otra importante diferencia
evolutiva se reveló en que sólo los mayores eran conscientes de haber intentado
disimular su decepción al abrir el regalo malo.
Por otro lado, hubo diferencias de género en el sentido de una mayor expresividad y
agradecimiento por parte de las niñas que de los niños, en ambas condiciones. Los niños
de 8 y 10 años consiguieron disimular mucho peor que las niñas su decepción ante el
regalo malo y mostraron conductas que Saarni describe como de transición: expresión
confusa mirando sucesivamente del objeto a la experimentadora, como si no supieran
qué hacer, etc.
También Harris ha estudiado este problema pero centrándose en la comprensión
infantil de las manifestaciones engañosas de una emoción. Uno de sus procedimientos
consistió en relatar a niños de distintas edades una historia como la siguiente: «Diana se
cae y se hace mucho daño. Pero sabe que los demás niños se reirán de ella si saben cómo
se siente. Entonces Diana intenta esconder [disimular] cómo se siente». Los niños debían
contestar a distintas preguntas: «¿Cómo se siente realmente Diana?, ¿qué aparenta sentir
[ante los otros niños]?, ¿cómo creen los otros niños que se siente Diana?» (Harris, 1989).
Los resultados muestran que los niños de 4 años infieren correctamente lo que siente
Diana pero les cuesta imaginar qué expresión mostrará ante los otros para disimularlo.
Por el contrario, a partir de los 6 años no sólo infieren que Diana expresará una emoción
engañosa (una aparente tranquilidad) a pesar de sentirse mal por su caída, sino que
comprenden que con esta conducta conseguirá engañar a los otros sobre su emoción
real 6 .
Resultados similares se han encontrado en estudios con niños de distintos países
(Gran Bretaña, Estados Unidos, Japón) lo que apunta a una tendencia evolutiva general
en la comprensión de las diferencias entre emoción aparente y emoción real.

Conclusiones

Parece evidente que el bebé nace dispuesto para poner en marcha un repertorio de
reacciones afectivas, aunque estas reacciones no se mantienen intactas. Por el contrario,
se van transformando en emociones y sentimientos que, si bien contienen elementos
universales en su expresión, también se modulan de forma muy diferente. A medida que
el niño se hace mayor, la influencia cultural en la expresión emocional se hace más
evidente.
Salvo en los primeros meses de vida, las emociones no son fuerzas ciegas más allá
del control del niño, sino que éste aprenderá a modularlas, inhibirlas o expresarlas
abiertamente según las circunstancias. Se convierten así en una forma más conceptual e
incluso inteligente, con su propia lógica interna (Solomon, 1983). Con los años

182
cambiarán el objeto y las fuentes de las emociones: lo que provoca ira, vergüenza,
orgullo o felicidad no será lo mismo en un niño de 2 años que en uno de 5, 8 o 12 años.
Este último podrá sentir vergüenza por su apariencia física, por las críticas que recibe de
otros o por sentirse inferior al compararse con sus iguales, mientras que es raro que el de
5 años se avergüence por alguna de estas razones.
Igualmente, el locus de la evaluación cambiará con la edad: al principio serán los
padres quienes hagan sentirse orgulloso o avergonzado al niño, luego serán los amigos,
por último, el propio sistema de valores sociales interiorizado servirá como referencia
para producir una respuesta de orgullo, vergüenza o culpa (Dupont, 1994).
Pero además de que emociones y sentimientos evolucionan, también hay un genuino
desarrollo de la conciencia autorreflexiva de éstos. La capacidad de sentir y expresar
emociones y la de comprenderlas no surgen a la vez. Hay que esperar hasta los 6 años
para que el niño tome conciencia de sus propios sentimientos, y hasta los 9-10 años para
que sea capaz de reflexionar sobre emociones complejas como la culpa o la
ambivalencia, a pesar de que desde pequeño sienta y exprese tales emociones.

1 A partir de ahora, para no entorpecer la lectura con fórmulas del tipo madre/padre o cuidador, hemos optado por
usar el término madre en un sentido genérico.

2 Esta autora creó uno de los métodos que más se han utilizado para la clasificación de las expresiones
emocionales infantiles, el denominado MAX (Maximally Discriminative Facial Movement, Izard, 1982).

3 En España, los estudios con bebés de Jaime Iglesias y colaboradores han aportado datos muy interesantes sobre
esto (1989).
4 El apasionante tema de la mentira y su desarrollo tiene una íntima relación con el desarrollo moral del niño que
no cabe plantear en este capítulo (véase Delval y Enesco, 1994).

5 Harris (1989a, p. 127) cita a los chewong, un grupo de cazadores-recolectores de Malasia, estudiado por Howell
(1981), como ejemplo de sociedad que tiene reglas y prohibiciones explícitas en torno a la manifestación de
emociones tanto positivas como negativas.

6 Esta estructura recursiva del pensamiento, que se manifiesta en frases del tipo «Diana no quiere que sus amigos
sepan que se siente mal por haberse caído y por eso hace como si nada hubiera pasado», es precisamente lo que le
falta al niño pequeño. Éste todavía no puede integrar los distintos estados mentales de los personajes (la emoción
de Diana, lo que piensan los otros de su emoción, lo que Diana piensa que piensan los otros...).

183
7

Las relaciones afectivas del bebé


Belén García Torres

Introducción

De los primeros contactos, intensos, repetidos, casi siempre placenteros, provocadores de


reacciones, que durante el periodo de inmadurez se suceden entre el bebé y su madre o
sustituto, surgirá la capacidad para querer a otras personas, para valorarse a sí mismo y
para devenir un ser social con capacidad de adaptación. Además, el éxito en la empresa
de aprender a amar abre cauces de futuro para nuevas relaciones; el fracaso las cierra y
deshumaniza. Entre los procesos psíquicos que se van formando desde el nacimiento de
un niño, la construcción de las primeras relaciones afectivas es probablemente uno de los
más trascendentes en el proceso de humanización.
Estudiar el mundo de los afectos ha requerido mucho ingenio. Para observar el
conocimiento del niño pequeño los investigadores han diseñado curiosas tareas que
permiten registrar el comportamiento e inferir a partir del mismo las capacidades del
infante. Lo que va pudiendo percibir, recordar, comprender, expresar. Pero el
sentimiento implica, al menos, un grado más de inferencia.
La investigación sobre la formación de vínculos afectivos presenta ciertas
características interesantes.
En primer lugar ha ido siempre muy unida la explicación teórica con la recogida de
datos. Esto siempre es muy fructífero en el conocimiento. El autor más clásico, John
Bowlby, es un excelente ejemplo de ida y vuelta permanente de los datos a la teoría y de
la teoría a los datos. Pero, además, los investigadores que han seguido su camino han
aportado nuevas ideas y reajustes teóricos siguiendo la manera de hacer de su referente
pionero. Es el caso de Sroufe (1995) o Crittenden (2002), por citar únicamente a algunos
muy influyentes.
La segunda característica de la investigación sobre la formación del afecto es que ha
estado abierta a las aportaciones de varios campos de estudio y se ha enriquecido con
ellas: la etología animal y humana, el aprendizaje social, el psicoanálisis, la
neurobiología, las teorías sobre formas de memoria y representación de acontecimientos.
En este sentido podemos afirmar que la teorización sobre el apego es muy ecléctica en
cuanto a la información que maneja pero, curiosamente, muy específica y bien definida
en su formulación.

184
Una tercera característica, muy valorada actualmente en psicología 1 y presente desde
sus comienzos en la teoría del apego, es el estudio de lo normal y lo patológico dentro
del mismo esquema evolutivo, como modalidades y aconteceres en un continuo de
posibilidades que la evolución de las interacciones entre la cría humana y sus cuidadores
irá generando. La teoría de apego aparece desde sus inicios interesada por las
evoluciones anómalas y por la aportación que el conocimiento de lo desviado supone
para el estudio de los procesos evolutivos normales.

1. Primeras investigaciones sobre el apego

Como relata el propio John Bowlby (1998) 2 su acercamiento al tema de las primeras
relaciones vino marcado por su formación psicoanalítica, donde, como sabemos, las
relaciones de objeto son primordiales. Tuvo la fortuna de tener a Joan Rivière como
psicoanalista y a Melanie Klein como supervisora. Éste fue su importante preámbulo,
pero el año clave para su posicionamiento como investigador científico fue 1950, cuando
la Organización Mundial de la Salud le pidió asesoramiento sobre los niños sin hogar.
Tanto sus observaciones directas, como los datos registrados por su colaborador James
Robertson 3 de la situación anímica de los niños criados fuera de su hogar o separados
del mismo, le llevó a considerar esencial para la salud mental de un niño la relación
cálida, íntima y gozosa con su madre o sustituta. Concluyó que el hambre de amor del
bebé es tan grande como el hambre por falta de alimento.
También en los años cincuenta se produjo un hecho determinante para la constitución
de la actual explicación de los afectos: Bowlby (1969) asumió los datos obtenidos por la
etología animal y la metodología de observación y los integró en su teoría. Pudo
describir la evolución de la conducta de apego en cuatro especies de primates, macacus
rhesus, mandril, chimpancé y gorila, basándose en diversos trabajos de etólogos.
Conoció también a Harlow, cuyas investigaciones con monos demostrando la
importancia de una presencia materna que sosiegue a la cría (Harlow, 1958, Harlow y
Harlow, 1962), fueron un sólido apoyo a su teoría. Los estudios sobre crianza atípica en
animales permitieron observar las reacciones de varias especies de primates cuando, en
situaciones de laboratorio, fueron separados de su madre en distintas fases de su
constitución del apego. Estos datos, que no pueden obtenerse en humanos por obvias
razones éticas, son de enorme interés para conocer los efectos de las carencias en el
maternaje.
La observación de la conducta del bebé en relación a su madre, las reacciones de los
niños ante la separación materna cuando se había establecido el vínculo (véase cuadro
7.1) y la comparación, en tiempos diferentes, con los estudios sobre crianza en animales
permitieron a Bowlby (1998) describir las etapas en la formación del apego, formular la
relación funcional entre un vínculo afectivo seguro y la conducta exploratoria del niño,

185
relacionar la conducta de angustia ante los extraños con la conducta de apego.

Cuadro 7.1 Momentos por los que va pasando el niño que ya ha establecido una relación
de apego cuando lo separan de su madre

REACCIONES ANTE LA PÉRDIDA AFECTIVA

Bowlby estudió a niños con enfermedades crónicas y hospitalizados que tenían entre 15 y 20 meses. Tras la
separación de la madre describe las siguientes fases:

Protesta. Dura desde las horas siguientes hasta (a veces) más de una semana. Se producen lloros, pide que
vuelva la madre y rechaza a los cuidadores.

Desesperación. Se ha resignado. Se queda apático, no responde ante juguetes ni personas y presenta un aspecto
de profunda tristeza.

Desapego. Recobra el interés por el juego y los cuidadores, pero cuando vuelve la madre se muestra
indiferente. Parece que ha intentado deshacer el apego con ella.

Si la situación se prolonga y se hace muy difícil para el niño se puede producir la fase de:

Inhibición permanente de relaciones humanas. Se vuelve egocéntrico y su interés por las personas pasa al
mundo inanimado.

Rutter (1979) presenta objeciones al último apartado y dice que no es tan claro. Afirma, sin embargo, que si
los apegos son inseguros el niño puede alejarse del contacto humano y entrar en un estado de psicopatología
por falta de afecto.

Un hito en el avance teórico fueron las investigaciones de Mary Ainsworth en


Uganda y posteriormente en Maryland que permitieron construir el procedimiento de la
situación extraña como sistema para clasificar las relaciones madre-niño como seguras o
inseguras, es decir, como relaciones que han tenido éxito en su función de dar seguridad
al pequeño para poder ir explorando su entorno sin temor, o como fracaso en ese
proyecto.
Sin embargo, si la teoría del apego se hubiera quedado anclada en un repertorio de
conductas de la cría en torno a la presencia o ausencia de la madre, no habría alcanzado
nunca el grado de importancia que presenta actualmente. La trascendencia de la teoría se
produce cuando se da el paso de la conducta a la representación o a la formación de
modelos de trabajo que influyen en la conducta y en la personalidad adulta. El bebé, a
partir de sus interacciones con la madre y dependiendo de la calidad de las mismas, irá
construyendo un esquema mental en el que se van acumulando los recuerdos y que
permite crear expectativas de la futura conducta de la madre hacia él, y construir también
una imagen de sí mismo como alguien amado (y como consecuencia amable) o
rechazado y, generalizando, del mundo como lugar del que se puede esperar ayuda y
gratificaciones o como espacio de riesgo e incertidumbre. Estas primeras
representaciones, que se irán consolidando por lo repetitivo de los repertorios de
interacción madre-hijo en cada díada en los años posteriores, influirán de modo

186
determinante en la futura personalidad del niño y en su percepción del mundo, así como
en su conducta en las relaciones sociales posteriores.
Actualmente, el punto de encuentro de todos los investigadores sobre el desarrollo de
los afectos y la personalidad del niño podríamos situarlo en el modelo de la organización
(véase el cuadro 7.2). Se caracteriza por entender que el bebé evoluciona en un entorno
interactivo y trata de adaptarse al mismo. En ese proceso irá adquiriendo ciertas
capacidades, pero en algunos casos también se podrá ir cargando de dificultades que
pueden suponer un lastre en su desarrollo. Dicho de otro modo, ciertas experiencias y
aprendizajes tempranos pueden suponer trabas que tendrá que desaprender
posteriormente o que pueden generar conductas disfuncionales. En este modelo no lineal
se reconoce la complejidad del psiquismo humano, al asumir los principios de
equifinalidad y multifinalidad. La equifinalidad supone que un mismo cuadro
psicopatológico puede haberse generado por vías distintas. Es el caso, por ejemplo, de la
hiperactividad, para la cual se han descrito desde esta perspectiva varias vías, incluyendo
la puramente genética. Asimismo, se acepta que, dada la complejidad del ser humano, un
mismo riesgo evolutivo, por ejemplo, la privación afectiva temprana, puede
desencadenar disfunciones no coincidentes en distintos individuos. Lo que se trata de
buscar y describir es el camino en el intento del niño por adaptarse a su entorno, porque
será lo que explique su conducta futura.

Cuadro 7.2 Esquema de la perspectiva de la organización


PERSPECTIVA DE LA ORGANIZACIÓN *

El desarrollo es el resultado de la interacción recíproca entre la madre y el niño en un ambiente dado.


¿Cómo avanza? Mediante reorganizaciones de los sistemas de comportamiento. El niño trata siempre de
encontrar «la mejor adaptación», que permanece en su repertorio y se puede activar en momentos de ansiedad
o falta de control.
Ciertas adaptaciones tempranas pueden bloquear o restar flexibilidad a las adaptaciones posteriores.

Principios:
Equifinalidad: Resultados similares por vías distintas.
Multifinalidad: el mismo factor puede provocar resultados distintos en varios sistemas.

Logros evolutivos:
Vínculo seguro (2-12 meses).
Sí mismo autónomo (18-36 meses).
Diferenciación yo/otro (24-36 meses).
Relaciones sociales (30 meses-7 años).

* Asumida por autores como Cicchetti, Crittenden, Sroufe...

2. ¿Por qué se forman vínculos afectivos entre el bebé y la


madre?

187
La etología animal ha respondido de modo determinante a esta pregunta. Los animales
que al nacer son incapaces de sobrevivir sin ayuda están dotados de ciertas conductas
programadas que favorecen su acercamiento a la madre y, como consecuencia de esa
proximidad, se garantiza la protección materna durante su inmadurez. Estas conductas se
han mantenido durante la evolución de la especie porque eran necesarias para la
supervivencia de la misma. Lorenz (1971) describió la impronta en aves como un
reconocimiento privilegiado de las características de un objeto que se mueve
(probabilidad máxima de que sea la madre) en un momento concreto y temprano
(periodo crítico) en la vida de la cría que provoca en ésta una conducta de seguimiento.
Estar cerca de la madre es la mayor garantía de protección contra peligros ambientales y
contra depredadores.
Estudios posteriores han ido determinando cuáles son, en humanos, las conductas
instintivas que favorecen la cercana relación entre la madre y la cría.

2.1 Prerrequisitos del bebé

La cría humana emite, desde el nacimiento, una serie de señales que atraen la atención
de la madre. En 1958, Bowlby describe cinco reacciones que facilitan la comunicación
con la madre: llanto, sonrisa, succión, llamada, aferramiento y seguimiento. El llanto
acerca a la madre para calmar a la cría que llora, viéndose la primera reforzada cuando lo
logra por la desaparición de un estímulo tan aversivo como puede llegar a serlo el llanto
de un bebé. La sonrisa es inicialmente sólo parcial y fisiológica, pero, cuando pasado el
primer mes se va haciendo social, refuerza especialmente la conducta de acercamiento de
la madre (en el capítulo 6 se comenta con mayor detalle su evolución). La succión
estimula la sensibilidad de la madre y favorece un acercamiento físico privilegiado. Las
vocalizaciones provocan en la madre verbalizaciones, y se pone en marcha la llamada
referencia prospectiva o diálogo con el bebé en el que la madre le presta al mismo
durante su periodo de inmadurez la comprensión y la intencionalidad que obviamente
éste aún no posee. El aferramiento, que en el bebé humano se inicia como reflejo de
prensión de la mano, va avanzando hacia el abrazo, y hacia el seguimiento, que también
es incompleto en el bebé humano recién nacido, pero que se expresa inicialmente como
atención preferencial hacia ciertos estímulos que eventualmente irán configurando una
figura de interés prioritario.
También por parte del bebé, se dan una serie de procesos que conducen a seleccionar
a una determinada persona como objeto de apego:

a) La tendencia innata a orientarse hacia determinados estímulos. Como ejemplos más


destacados podemos recordar los estudios sobre percepción en bebés que muestran
las características especialmente salientes que la cara humana posee como blanco
visual. Además, las voces humanas son preferidas por el bebé a otros sonidos

188
similares. En el capítulo 3 se han descrito estos y otros desarrollos perceptivos.
b) El aprendizaje discriminativo por contacto, que hace que el bebé distinga pronto
entre los olores, los ritmos o las voces de la madre y esos mismos atributos en otras
personas.
c) La tendencia a acercarse a lo ya conocido o familiar.

La etología animal ha aportado también una información importante en torno a las


características de las crías de especies que presentan un periodo de inmadurez
prolongado. Estas características provocan en los adultos conductas de protección e
inhiben la agresión. Como podemos observar en la figura 7.1 las crías tienen cabeza
proporcionalmente grande, ojos redondos, frente muy abultada, barbilla poco marcada y
rasgos suaves.

189
190
Figura 7.1 Características físicas de las crías
FUENTE: Basado en Lorenz (1950).

2.2 Condiciones maternas que facilitan el apego

Desde un punto de vista biológico en la madre se producen unos cambios hormonales


que la predisponen al cuidado de la prole. Los estudios con animales muestran, por
ejemplo en el caso de la rata (Rosenblatt, 1965; Bowlby, 1998), que la conducta de la
rata madre, denominada «estado materno» presenta tres actividades: construcción de la
madriguera, cuidado de la prole y recuperación de la misma. Esta conducta desaparece
después de 4 semanas, que es precisamente cuando las crías de las ratas pueden
defenderse por sí mismas.
Es cierto que estos sistemas de relación madre-cría son claramente interactivos. Si se
le retiran las crías al nacer, desaparece el estado materno con rapidez, lo que indica que
la estimulación que provocan las crías es fundamental para mantener esa conducta.
El concepto de sensibilidad materna aparece descrito por Hinde (1965b; Bowlby,
1998) de forma muy expresiva. En el canario hembra, como resultado de su
apareamiento con el macho, se producen cambios en su sistema endocrino, como
producción de estrógenos, que la inducen a construir el nido. Además, su pecho pierde
las plumas y aumenta su vascularidad, de forma que reacciona con más sensibilidad a los
estímulos por contacto. De este modo se desencadenan nuevos patrones de actuación que
afectarán directamente a la puesta de huevos y a la incubación.
Cuando pasamos de la etología animal al estudio con humanos, encontramos que en
los últimos esta sensibilidad se supedita a factores sociales y personales, lo que conduce
a que se produzcan diferencias notables entre mujeres en el grado de atención a la prole,
y que este tema se haya investigado con gran interés como elemento muy relevante en la
calidad del vínculo establecido con la cría.

3. Etapas en la formación del apego

El apego es un lazo afectivo que tenemos que inferir a partir de determinadas conductas.
Nos servimos de la observación de la conducta de relación con la madre para deducir en
qué etapa se encuentra la formación del vínculo afectivo. En la tabla 7.1, donde se
describen las fases en el desarrollo del apego, podemos observar que las dos primeras
son de formación y la tercera de manifestación del apego mediante conductas ya
diferenciadas entre las dirigidas a la madre y las relativas a otras personas. A partir de la
aparición de la conducta de apego, y durante el mes siguiente, esta conducta se va
dirigiendo también hacia otros miembros de la familia.

191
Tabla 7.1 Fases en la formación de apego

1. Desde el Orientación hacia las personas y emisión de señales. Se van produciendo las primeras
nacimiento interacciones madre-hijo propiciadas por el amamantamiento y los cuidados corporales. Estos
hasta los 2 contactos facilitan el ajuste de conductas recíprocas y las sincronías interactivas. Adaptación
meses mutua y familiarización sensorial del bebé con formas, olores, ritmos y sonidos maternos.

Reacciones diferenciadas ante la figura de apego. Las conductas del bebé que se producen en
2. Entre
su relación con la madre presentan características más intensas que las que se producen cuando
los 3 y los
está con otras personas. Así sucede con las sonrisas y los gorjeos, que son más frecuentes, y con
7 meses
el llanto, que está ya más regulado por la madre que por otras personas.

3. Entre Conducta de apego. El bebé trata de mantener la proximidad con la figura de apego mediante
los 7 llamadas y llanto ante la separación. Sigue a la madre, inicialmente con la mirada y más tarde
meses y mediante el gateo o la marcha. La presencia de la madre le proporciona la seguridad que le
los 3 años permite explorar. Suele responder con manifestaciones de temor ante los extraños.

4. Desde
Formación de pareja con corrección de objetivos. Las relaciones se van dirigiendo hacia la
los 3 años
autonomía del niño con corrección mutua de objetivos. Es una fase de ajuste y regulación mutua,
en
donde la voluntad del niño modula la materna.
adelante

Es importante añadir que la conducta de apego, una vez establecida, aumenta en


frecuencia e intensidad cuando se producen ciertos cambios en el organismo o en el
ambiente que sitúan a la cría en una situación de indefensión. Éste es el caso del hambre,
la fatiga, la enfermedad o la tristeza.
Una de las aparentes incongruencias de la conducta humana se explica precisamente
desde esta relación entre malestar y búsqueda de apoyo humano. Cuando la madre daña
a la cría ésta busca su proximidad con más intensidad. Es decir, se busca la presencia de
la figura que proporciona seguridad al margen de quién ha sido el causante del daño. Es
la misma reacción que se observa en algunas mujeres maltratadas por su pareja quienes,
de forma mórbida, se aferran al causante de su destrucción buscando seguridad.

4. Modalidades de apego en humanos

4.1 Estudios clásicos

Los trabajos de observación de las interacciones madre-hijo realizadas por Ainsworth y


colaboradores (1978) 4 en estudios de seguimiento, han tenido un triple resultado:
primero, proporcionar una descripción de la evolución de la formación de apego y de las
conductas de interacción que la acompañan; segundo, mostrar la universalidad (con
matices justificados por la peculiaridad de las costumbres) de ese proceso al estudiarlo
en grupos humanos de culturas muy diversas y, tercero, clasificar los patrones de

192
interacción desde el punto de vista del grado de logro de su objetivo: la seguridad.
Para ello, Ainsworth y colaboradores han diseñado un instrumento de evaluación de
la conducta de apego que denominan el procedimiento de la situación extraña. Las
condiciones experimentales de este método de evaluación requieren dos habitaciones,
una cuadrada de unos 9 m2 como lugar de actuación de los sujetos observados (véase
figura 7.2) y otra comunicada con la anterior mediante dos ventanas de visión
unidireccional para los observadores, micrófonos y cámaras.

Figura 7.2 Situación extraña: Sala experimental

Los participantes son la madre, su hijo y una mujer desconocida; en la habitación


adyacente están el experimentador y dos observadores.
A partir de las medidas obtenidas para cada episodio y de las categorías de
interacción se puede clasificar a los niños en los diversos tipos de apego (véase tabla
7.2).

193
Tabla 7.2 Los ocho episodios de la situación extraña, medidas de conducta, categorías de interacción y
clasificación en tipo de apego

Medidas para
Descripción de actuaciones Tipos de apego
cada episodio

1. El observador lleva a la madre y al


bebé a la sala experimental *.
Seguro (B): el niño da muestras de echar de
menos a la madre en la separación, la saluda
2. La madre permanece pasiva activamente en su regreso y se serena y vuelve a
mientras el bebé explora. A los dos sus juegos.
minutos, si es necesario, se le estimula —Locomoción
para que juegue. exploratoria

3. Entra la extraña: Primer minuto: Manipulación
habla con la madre. Segundo minuto: exploratoria Evitante (A): el niño no muestra desagrado ante la
se acerca al niño. Después de tres —Exploración separación e ignora y evita a la madre cuando ésta
minutos la madre sale discretamente visual regresa.
de la sala. —Orientación
visual
4. Primer episodio de separación. La —Llanto
conducta de la extraña se ajusta a la —Sonrisas
del bebé —
Resistente (C): el niño se siente muy perturbado
Vocalizaciones
por la separación y busca el contacto tras el
—Conducta
5. Primer episodio de reunión. La regreso, pero la madre no logra sosegarlo y puede
oral (chupar,
madre saluda y/o calma al niño, luego mostrar fuerte resistencia ante ella.
morder, etc.)
trata de que vuelva a jugar. Después la Categorías de
madre sale diciendo adiós. interacción
Búsqueda de
6. Segundo episodio de separación. contacto
Evitación
7. Continuación de la segunda Resistencia Desorganizado/desorientado (D): desorden en las
separación. Entra la extraña y adapta Interacción a secuencias temporales, exhibición simultánea de
su conducta a la del niño. distancia patrones de conducta contradictorios, movimientos
y expresiones estereotipados, confusión, aprensión
8. Segundo episodio de reunión. Entra y rigidez en la conducta.
la madre, saluda al niño y lo coge en
brazos. Mientras, la extraña se va
discretamente.

* Este episodio dura 30 seg. El resto de los episodios dura cada uno 3 minutos. Sin embargo, en los episodios de
separación (4, 6 y 7) pueden acortarse si el niño está demasiado perturbado por la separación. Así mismo, el
episodio de reunión con la madre (5) se puede alargar si es preciso para que el niño se tranquilice y vuelva a jugar.

Inicialmente se definía un tipo de apego seguro, el tipo B 5 , y dos estilos de apego


inseguro, el inseguro evitante (A) y el inseguro resistente (C). El patrón
desorganizado/desorientado surgió en los estudios de Main y Solomon (1986) con niños
maltratados que, en un alto porcentaje, resultaban inclasificables en los tres tipos
anteriores y mostraban una o varias de las conductas siguientes: desorden en las
secuencias temporales esperadas, exhibición simultánea de patrones de conducta

194
contradictorios, movimientos y expresiones incompletos que incluyen estereotipias,
índices claros de confusión y aprensión, y rigidez en la conducta.
Desde el punto de vista de la influencia de la cultura son muy numerosos los estudios
comparativos. En primer lugar hay que destacar que las comparaciones entre países y
entre distintos grupos dentro de un mismo país han mostrado diferencias muy notables
en cuanto a los porcentajes de niños clasificados en cada categoría de apego. Se puede
destacar, por ejemplo, la práctica inexistencia del patrón de apego inseguro-evitante en
algunas muestras de niños criados en kibbutz en Israel (Sagi et al., 1994) y en Japón
(Takahashi, 1990), mientras que este patrón es el más frecuente en algunas muestras
tomada en el norte de Alemania (Grossman et al., 1981). Los autores han asociado estas
diferencias con normas de crianza infantil, por ejemplo, en Japón suele fomentarse
mucho la intimidad y la cercanía madre-hijo en los primeros años, lo que favorecería el
predominio de un apego seguro. En cuanto a los niños criados en los kibbutz, la
diversidad de cuidadores dificultaría las discriminaciones hacia una figura de apego y, al
existir varias personas con las que el bebé interactúa y diferencias en sus formas de
reacción al niño, aumentaría la probabilidad de apegos resistentes. Finalmente, en las
familias alemanas estudiadas, donde se observó una tendencia a fomentar desde pronto
la independencia del niño respecto a la madre, explicaría la presencia del tipo de apego
calificado como evitante. Estos y muchos otros resultados de comparaciones nacionales
e internacionales (Thompson, 1998, tabla página 44) generan cierta confusión, pero
permiten pulir las explicaciones teóricas sobre el origen del apego y los factores que
influyen en su forma y desarrollo.
Asociadas a la conducta de apego, los investigadores suelen describir dos reacciones
del bebé que coinciden en el tiempo: el temor a la separación y el miedo a los extraños,
si bien las explicaciones difieren según el enfoque teórico (véase el cuadro 7.3). En lo
que se refiere a la situación extraña, para clasificar al niño en una de las categorías de
apego, se observa cómo se comporta cuando se separa de la madre y cuando entra una
mujer extraña en la sala experimental.

Cuadro 7.3 Diversas explicaciones de las reacciones de temor a los extraños y ansiedad
ante la separación, conductas que acompañan la aparición de manifestaciones de apego
TEMOR A LOS EXTRAÑOS

Explicaciones:

— Todas las especies evitan el peligro y un extraño es un peligro potencial (etología).


— Está asociado a perder a la persona a la que se está apegado (psicoanálisis y aprendizaje social).
— A los 6-8 meses surge el esquema de las caras familiares. Lo discrepante con el esquema produce temor —
se quedan mirando al extraño mientras comprueban la hipótesis de si encaja o no con su esquema, por eso
tardan un poco y si no encaja lloran (cognitivo-evolutivo).

ANSIEDAD DE SEPARACIÓN

Teorías:

195
— Reacción innata que ayuda a proteger al joven miembro de la especie de los peligros que habría si se
separara del cuidador. Cuando el cuidador ha sido base segura pueden tolerar mejor la separación (etología).
— Los niños han aprendido que el displacer es más intenso cuando no está la madre (aprendizaje social y
psicoanálisis).
— Cuando algo no se puede explicar se produce una reacción de miedo (cognitivo-evolutivo).

Ainsworth y colaboradores ya publicaron en 1971 unas categorías de conducta de la


madre que se relacionaban con los tipos de apego de sus hijos (Ainsworth et al., 1978).
Eso ha supuesto un paso importante para indagar en la conducta materna como posible
causa de la modalidad de apego infantil. Las conductas de la madre dirigidas a su bebé
pudieron clasificarse en cuatro categorías bipolares: Sensibilidad-insensibilidad,
Aceptación-rechazo, Cooperación-interferencia y Accesibilidad-ignorancia. La
dimensión de conductas maternas más relacionada con el apego segu- ro fue la
sensibilidad. Las madres de los niños de apegos inseguros fueron claramente insensibles
a las señales y comunicaciones de sus hijos. Por esta razón la sensibilidad materna ha
sido objeto de muchos estudios posteriores. Las otras dimensiones presentaron
resultados más matizados que definían comportamientos maternos de subgrupos de cada
categoría de inseguridad.

4.2 Actualizaciones y revisiones

La profusión de estudios que han utilizado la situación extraña para avanzar en el


conocimiento del apego infantil, no significa que no se hayan presentado objeciones y
modificaciones posteriores 6 .
Uno de los ajustes en los criterios de clasificación ha sido, como hemos visto, el
realizado por Main y Solomon (1986) para integrar a los niños maltratados. En una
publicación posterior (Main y Solomon, 1990) estos investigadores hacen una minuciosa
descripción de los indicadores del patrón D y alertan de que después de los 18 meses
estos niños pueden presentar conductas que muestran control, pero que pueden ser
engañosas. También encontraron que los padres de los niños clasificados como D en
muestras de bajo riesgo solían presentar traumas no resueltos en sus experiencias
infantiles de apego.
Una clara alternativa al procedimiento de la situación extraña es el Attachment Q-
Sort, clasificación de conductas de apego mediante 90 tarjetas con frases descriptivas de
la conducta infantil (Waters y Deane, 1985). Las puntuaciones permiten clasificar a los
niños en patrones de apego más o menos seguro, con más flexibilidad que en la situación
extraña (porque permite la observación en entornos naturales) y también poseen criterios
para clasificarlos en sociabilidad y dependencia. Además, este método se puede utilizar
con niños desde los 12 meses hasta los 5 años. Sin embargo, existe polémica en cuanto a
la convergencia entre los dos métodos y hay sospechas de que están evaluando aspectos
ligeramente distintos de la seguridad en el apego.

196
Es importante también la aportación de Crittenden (1988): el Care-Index (Índice de
cuidados) que permite registrar en la observación del juego libre filmado entre la madre
y el niño una serie de conductas que configuran patrones conductuales en ambos
miembros de la díada (véase tabla 7.3).

Tabla 7.3 Conductas observadas en el Care-Index y las categorías de interacción obtenidas de la madre y
del niño

Conductas observadas de interacción Modos maternos de Comportamiento infantil en la


madre-bebé interacción interacción

Expresión facial
Expresión vocal Cooperación
Posición y contacto corporal Sensibilidad Dificultad
Expresión del afecto Control Pasividad
Organización de turnos Indiferencia Obediencia
Control de la actividad compulsiva
Elección de la actividad

4.3 Estudios sobre los factores que influyen en la formación de los


distintos patrones de apego

Se ha comprobado la influencia del entorno físico y social, especialmente cuando es muy


peculiar o presenta carencias. Pero, en principio, el origen de las diferencias se puede
situar en los dos protagonistas de la relación, la madre y el bebé. Si comparamos el peso
relativo de una y otro encontramos que es la madre la que tiene más influencia. Bowlby
(1998), revisando las observaciones de David y Appell de 1966, recuerda que los bebés
reaccionaban de forma prácticamente igual ante la madre: respondían siempre a sus
intentos de interacción. Por el contrario, las madres variaban entre sí mucho en sus
pautas de interacción, algunas reaccionaban a la mayoría de las iniciativas del bebé y
otras casi nunca lo hacían. Por otra parte estas diferencias son muy lógicas puesto que la
conducta de un adulto puede alcanzar un nivel alto de complejidad y verse influenciada
por expectativas y factores simbólicos que aún no son accesibles a un bebé. Este último
presenta un repertorio muy limitado de conductas.

4.3.1 Factores del niño

Al estudiar la contribución del bebé a la formación de un patrón u otro de apego se han


considerado básicamente tres aspectos: su temperamento, sus experiencias previas (de
carencias o maltrato) y su patología.
Los estudios sobre el efecto del temperamento del bebé son muy numerosos, pero, a
la vista de ciertos datos, algunos autores han considerado que el temperamento influye
más en la forma de comportarse el bebé en el episodio de separación de la madre

197
(cuando se utiliza la situación extraña de Ainsworth) que en la seguridad de apego
propiamente dicha. Esto es porque la irritabilidad, el temor, y otras variables del
temperamento del niño pueden introducir variaciones en su reacción ante la separación
que no se explican desde el vínculo afectivo sino desde la exageración del malestar por
la separación.
Cuando se utiliza el Attachment Q-Sort, varios investigadores observan una relación
negativa significativa entre la tendencia del bebé a mostrar emociones negativas y la
seguridad en el apego, es decir, cuanto más intensas y frecuentes son esas emociones
negativas más probable es que el apego sea inseguro. En cuanto a la relación entre el
temperamento del niño y el tipo de apego que establece con la madre, Cantero y Cerezo
(2001) encuentran que, en niños de temperamento difícil (algunas de las características
del temperamento se describen en el capítulo 6), es más probable que se desarrolle un
apego inseguro aunque el temperamento fácil no garantiza un apego seguro. Estos datos
corroboran los anteriores.
Los investigadores también se han interesado por los síndromes o patologías
infantiles que pueden influir negativamente en la formación del apego. Entre ellos,
numerosos estudios muestran que el autismo, las enfermedades coronarias congénitas e
incluso el nacimiento prematuro, están asociados en mayor o menor grado con
dificultades en la formación del vínculo afectivo. Sin embargo, se ha comprobado que el
efecto de la patología infantil sobre la formación del apego es muy inferior al que ejerce
la patología materna.

4.3.2 Factores maternos

Sabemos que los seres humanos somos complejos y que nuestras reacciones ante una
misma situación estímulo no desencadenan, como en el caso de muchos animales, unas
conductas programadas y similares a las de los otros miembros de la especie. Los
humanos adultos atribuimos sentido a las situaciones y a las personas, y nuestro
comportamiento hacia ellas depende de las experiencias pasadas y de las expectativas de
futuro. Por esta razón, en las madres podemos esperar actitudes y comportamientos
bastante variados respecto a sus hijos, al margen de los cambios hormonales que
predispongan al cuidado de los mismos. Como sucede en el caso del niño, la patología
de la madre es un factor que incide negativamente en la formación de apego seguro.
Ainsworth y colaboradores (1978) estudiaron la correlación entre patrón de apego y
pautas de maternaje y concluyeron que a la formación de un apego seguro contribuyen
especialmente:

— la sensibilidad de la madre a las señales del bebé y el hecho de que ésta intervenga
en el momento adecuado, y
— la regularidad de la conducta materna y de los resultados de la misma, puesto que
hacen que el bebé tenga la sensación de que controla el entorno.

198
La característica más estudiada en las madres por su supuesta relación con el apego es
la sensibilidad. Ainsworth, Bell y Stayton (1974) la definieron como una serie de
tendencias de respuestas que incluyen la atención a las señales del bebé, la interpretación
adecuada y la respuesta pronta y apropiada. Implica tener al bebé presente y respetarlo.
Los estudios sobre el efecto de la sensibilidad materna sobre el apego seguro son
demasiado numerosos para ser citados. Algunos muestran una relación clara y en otros
no lo es tanto. En general se mantiene que la sensibilidad materna contribuye al apego
seguro (en Isabela, 1995, se encuentra una revisión). Los estudios de intervención, que
enseñan a las madres a responder de forma más adecuada a las conductas del bebé (Van
der Boom, 1994) también avalan la idea. Cuando se han hecho meta-análisis sobre
estudios relacionando sensibilidad materna y apego seguro se encuentra un efecto
positivo significativo, aunque modesto. Las razones de estas limitaciones en los datos
pueden encontrarse en la variedad de contextos, métodos y definiciones de ambos
constructos. También es conveniente considerar que la sensibilidad materna se puede ver
afectada por acontecimientos del medio —como separaciones, enfermedades, muerte de
seres queridos, etc.— y cambiar en grado y modo durante la crianza, y que las
características del bebé —lloros excesivos, umbral alto de estimulación, etc.— pueden
afectar a corto y medio plazo a la disposición materna. Lo que no explica la sensibilidad
materna son las diferencias entre los dos apegos inseguros, el evitante y el resistente.
Cantero y Cerezo (2001), analizando dos posibles modelos de influencia, encuentran
que cuanto mayor es la sensibilidad materna a las necesidades y expresiones del bebé,
menor es la probabilidad de un apego inseguro, y encuentran también que la sensibilidad
afecta especialmente en el segundo semestre de vida más que en los primeros meses.
Respecto a las variables de personalidad materna, se ha visto que las madres muy
controladoras suelen provocar conductas de evitación del bebé mientras que las madres
indiferentes suscitan con igual probabilidad las dos formas de apego inseguro, la
evitación y la resistencia.
Por último, hay que mencionar que se han realizado varias investigaciones
relacionando la depresión de la madre con el tipo de apego infantil. En general, la
depresión materna se asocia al aumento de apego inseguro, pero la relación parece ser
indirecta, es decir, las madres con depresión grave lo que hacen es provocar un aumento
de los riesgos del entorno —estrés, conflictos, etc.— que dificultarán la constitución de
apegos seguros.
También existen varias investigaciones sobre el efecto del consumo de drogas. De
nuevo, parece que el consumo de la madre incide en la conducta de interacción de la
díada y será esa relación la que explique el tipo de apego que pueda establecer el bebé.

4.4 Alternativas a las interpretaciones clásicas del apego

Una forma alternativa e interesante de interpretar la conducta infantil en torno a la madre

199
es la propuesta por Chisholm (1996) que pone el énfasis en la idea de que los niños lo
que hacen es tratar de adaptarse al patrón de cuidados maternos que les ha tocado en
suerte. La explicación que proporciona este autor de los tres patrones clásicos de apego
es la siguiente:

— Cuando la madre se comporta de forma responsable y sensible ante las necesidades


de la cría, ésta percibe un bajo nivel de riesgo en el entorno, lo que le permite
despreocuparse de la relación, jugar y explorar. Apego seguro.
— Cuando la madre no se ocupa lo suficiente de la cría ni le proporciona unos
mínimos de supervivencia, ya sea por razones de opción personal o por dificultades
reales en su vida, los niños de apego inseguro resistente se aferrarán a la madre
para obtener algo de lo poco que ésta pueda proporcionarles.
— Por su parte, los niños inseguros evitantes reaccionarían a la inhibición de la
madre en una implicación insuficiente en su cuidado buscando prematuramente
una independencia para obtener, por otros medios y en otras personas, esos
mínimos de seguridad.

La evolución de estas conductas muestra que los niños criados en condiciones


carenciales, pero bien adaptados, pueden no sólo pegarse a la madre en un determinado
periodo, sino, en edades sucesivas, competir duramente con hermanos y compañeros, o
buscar otras fuentes de apoyo.
El modelo Dinámico-Madurativo que propone Crittenden (2002) trata de avanzar en
la resolución de algunos problemas que plantea la continuidad de los patrones en el ciclo
vital, cuando surgen nuevas capacidades en el niño y cuando las situaciones de
interacción son más sofisticadas y requieren estrategias más sutiles. Para describir la
evolución de los niños en etapas en las que ya está bien desarrollado el lenguaje, como
años preescolares, niñez media y adolescencia, reformula los tipos y subtipos de apego
ya descritos por Mary Ainsworth y colaboradores.
Para Crittenden, la base de la calidad del apego no es tanto la seguridad como la
información relevante que se obtiene en la relación para predecir el peligro y protegerse
de él. En ocasiones, para protegerse del peligro la mente en desarrollo puede llegar a
«distorsionar» la información. Este concepto es similar al que propuso en su momento
Bowlby bajo el nombre de exclusión defensiva. En el curso de la vida de una persona,
gran parte de la información que le llega es excluida del procesamiento para evitar una
sobrecarga de su atención y capacidades. Por tanto, casi toda exclusión selectiva resulta
tanto necesaria como adaptativa. Sin embargo, otra razón para excluir información es su
incompatibilidad con alguna otra o el hecho de que dicha información sea muy dolorosa
para la persona. En este caso, se trata de la exclusión defensiva, que puede resultar
adaptativa a corto plazo pero que genera problemas a largo plazo, porque lo que procesa
el individuo no se corresponde con toda su realidad vivida.
Obviamente, un niño que ha construido un lazo afectivo con la madre en condiciones

200
adecuadas, y que por lo mismo se siente seguro, podrá manejar información verdadera y
podrá también ir integrando la información sobre afectos con la información cognitiva, y
tener bien organizados los acontecimientos de su vida. Sin embargo, las condiciones
inadecuadas de crianza pueden provocar en algunos niños mecanismos defensivos que
distorsionen la información. Concretamente, para Crittenden los niños que desarrollan un
apego inseguro seguirán dos trayectorias distintas y típicas en su procesamiento mental.

— Los niños tradicionalmente llamados evitantes, o de tipo A, Crittenden los


denomina defensivos porque se ven obligados a disimular sus reacciones contra sus
madres mediante estrategias defensivas. Estos niños tienen madres poco afectuosas
o claramente hostiles. Por esa razón se defienden contra los afectos, que en su caso
son escasos o negativos, y tienden a distorsionar la información afectiva o a no
procesarla. Como contrapartida, procesan la información cognitiva pero la
despojan de afecto. Este mecanismo les permite soportar la relación sin sufrir
excesivamente por la carencia afectiva.
— Los niños de apego resistente, de tipo C, construyen su carácter como reacción a
una madre de conducta impredecible o inconsistente. Es cariñosa o rechazante
dependiendo de su estado de ánimo o de las circunstancias. Por esa razón, al no
poder establecer una lógica en el comportamiento materno y no poder tener
expectativas estables, estos niños se refugian en los mensajes afectivos y se
defienden contra la cognición. Crittenden los denomina ambivalentes.

Una de las aportaciones interesantes de este modelo es que permite explicar la


evolución de las conductas de apego al avanzar la edad de los niños. En el primer año de
vida, la conducta de los niños con apego inseguro es la descrita en la situación extraña, y
es común a ambos grupos el hecho de que la madre no posea la característica de
aportarles seguridad para explorar, a diferencia de lo que ocurre con los niños de apego
seguro.
Al final del segundo año se producen una serie de cambios cognitivos que requieren
una reorganización de las defensas:

— Aparece el lenguaje y la expresión de los afectos se puede verbalizar.


— El niño controla más su conducta y pone a prueba a los adultos para ver hasta
dónde llega su capacidad de control.
— Se aprende a disimular los estados afectivos y aparece el falso afecto y el afecto
exagerado (véase en el capítulo 6 la referencia a las emociones aparentes y reales).
— La percepción de los otros comienza a hacerse por vía simbólica.

Los bebés pequeños pueden mostrar enfado cuando se ven frustrados, porque los
adultos viven ese enfado como inofensivo, pero a partir de los dos años mostrar su rabia
puede provocar reacciones no deseadas en los adultos. Por ello, a partir de esa edad la

201
expresión del enfado o la rabia deberá irse controlando de forma voluntaria para regular
la conducta de los otros. Además, aparece en los niños la llamada conducta encantadora
y desarmante que se asemeja a la que pone en marcha un animal cuando pierde una pelea
y quiere reconocer el dominio del otro pero buscando su protección y cuidado. En los
carnívoros, por ejemplo, esta conducta consiste en mostrar el vientre, ofrecer el cuello,
abrir la boca pero sin mostrar los dientes y dirigir miradas intermitentes que no se
confundan con la mirada fija que es señal de agresión. Es un modo de reconocer el
dominio del otro pero adoptando una posición infantilizada y sumisa que detenga la
agresión. Los niños a partir de los dos años pueden utilizar una forma similar de
conducta para evitar la agresión de los padres. ¿Cómo afectan estos cambios a las
defensas de los niños que tienen un apego inseguro?
Pues bien, los niños de tipo A (evitantes) no pueden seguir mostrando las reacciones
de evitación del contacto con la madre que presentaban cuando eran bebés porque, con
dos años o más, los adultos consideran que esa evitación abierta es ofensiva y se pueden
enfadar con ellos. Por lo tanto, sustituyen la evitación conductual por la inhibición
psicológica: no se muestran groseros sino correctos y fríos. Sus afectos van siendo
menos intensos o se van falseando. Pasan a ser defensivos, se defienden de los afectos.
Los niños de tipo C (resistentes) han aprendido que pueden esperar manifestaciones
opuestas e inconsistentes de afecto de sus madres, dependiendo de su estado de ánimo.
No pueden predecir cuándo la madre estará a su disposición y se mostrará cálida y
cuándo estará enfadada. No pueden extraer una coherencia lógica de su conducta. Sin
embargo se han hecho expertos en la expresión extrema de afectos. Por eso estos niños a
partir de los dos años pueden manipular el afecto y pasar de la expresión de una rabia
extrema para llamar la atención de los adultos, a una conducta encantadora y desarmante
cuando el enfado provocado en los adultos por su conducta no pueda ser controlado de
otra manera. Falsean la expresión de los afectos y la exageran para controlar la conducta
de los otros. De este modo su mundo es predominantemente emocional y carente de
consistencia lógica. Pasan a ser ambivalentes, se defienden de la cognición.
Como vemos, Crittenden trata de explicar la conducta de interacción social infantil
desde los modos peculiares de procesar la información. Se basa en dos criterios
clasificatorios:

— Si la información manejada es cierta o es falsa.


— Si se integra la información referente a las relaciones afectivas con la referente a
acontecimientos vividos y organizados causal y secuencialmente en el tiempo o la
información afectiva y cognitiva permanecen desintegradas circulando por cauces
distintos o falseándose, ambas o una de ellas.

A partir de esta concepción, Crittenden (2002) 7 propone un modelo que relaciona los
clásicos patrones de apego con tipos de carácter que, en ciertos casos, coinciden con
síndromes psicopatológicos (véase el cuadro 7.4).

202
Cuadro 7.4 Modelo de Crittenden de modalidades de apego derivadas de cómo se
procesa la información cognitiva y afectiva, de si es cierta o falsa y de su grado de
integración

Finalmente, la descripción de alternativas actuales a los estudios clásicos sobre apego


no pueden pasar por alto la línea de continuidad representada por el Grupo de Trabajo
MacArthur para el estudio del Apego en el Periodo de Transición (niñez temprana)
formado en 1983 por investigadores de muy diversa formación. Greenberg, Cicchetti y
Cummings, (1990) presentan como editores trabajos teóricos y empíricos que
representan el esfuerzo por avanzar en el seguimiento del apego, diseñando nuevos
procedimientos de evaluación adecuados para la niñez. Además, reflexionan sobre las

203
modificaciones que la adaptación irá produciendo en la conducta y en los modelos
mentales de los niños con diversas pautas de apego.
También desde el punto de vista de cómo evoluciona el tipo de apego con la edad,
surge la pregunta: ¿es estable la modalidad de apego asignada? Son muy numerosos los
trabajos de seguimiento, tanto de niños criados en condiciones normales como de niños
con diversos factores de riesgo. La inestabilidad del apego se puede deber tanto a
factores coyunturales y de error de medida como a cambios reales en la relación de
apego.
En general, se puede afirmar que los apegos seguros son más estables en el tiempo
que los inseguros. También se encuentra que los apegos en clases medias son más
estables que los de clases bajas o de grupos de riesgo (probablemente por estar ambos
más sometidos a problemas y dificultades que introducen más ansiedad en la relación).
Los acontecimientos estresantes inciden en la modificación de un apego seguro, que
puede devenir en apego inseguro. También se ha descrito el nacimiento de un hermano,
la pérdida de estatus de la familia, el cambio en el trabajo, la separación de los padres,
etc., como factores inductores de inseguridad.

5. De la conducta a la representación mental

Las investigaciones sobre la construcción de modelos de representación, es decir,


modelos mentales que facilitan la comprensión de vivencias pasadas y la generación de
expectativas futuras, pueden describirse siguiendo un orden evolutivo. Las pruebas más
tempranas de que lo sucedido durante el primer año de vida del niño afecta a su conducta
en los años posteriores las presenta el equipo de Perris, Myers y Clifton (1990) al
demostrar que los bebés que habían vivido ciertas experiencias tempranas con
determinados entornos y objetos se comportaban dos años después con más familiaridad
ante los mismos que los niños que no habían tenido estas experiencias (grupo control).
Stern describió en 1985 los RIGs (Representaciones de Interacciones que han sido
Generalizadas) para referirse a experiencias muy tempranas en el sistema de apego que
permiten al bebé tener unas expectativas sociales básicas sobre el comportamiento
materno. Nelson y Gruendel (1981) mostraron también que, en torno a los dos años,
algunas rutinas familiares se organizan como representaciones de acontecimientos que
permiten posteriormente la anticipación de los mismos, y Hudson (1993) mostró que
desde los 2 años los niños se incomodan cuando se les cambian las rutinas.
Bretherton (1993) ha avanzado en las formulaciones teóricas de Bowlby sobre la
emergencia gradual de los modelos de trabajo del niño durante los años preescolares, y
ha desarrollado procedimientos de evaluación para conocer esas representaciones en
niños pequeños. Así mismo, Crittenden (1994) ha ampliado la teoría describiendo tres
sistemas de memoria en los modelos de trabajo. El modelo de memoria procedimental se

204
asocia con expectativas de conducta, el de memoria semántica con generalizaciones
codificadas verbalmente y el de memoria episódica con recuerdos inconscientes cuando
el individuo encuentra experiencias perturbadoras o inexplicables. Esta clasificación de
tipos de memoria se complementa con las investigaciones de Nelson (1993) que observa
que el discurso de los padres cuando recuerdan ante sus hijos acontecimientos pasados
interfiere en la memoria episódica de los niños. De esta forma se irá constituyendo una
memoria autobiográfica, en torno a los 3 años, en la que se entremezclan los recuerdos
directos de acontecimientos del niño (memoria episódica) con las narraciones e
interpretaciones paternas (memoria semántica).
Como ya hemos mencionado, la función de los modelos mentales es explicar las
vivencias pasadas y generar expectativas plausibles de futuro. Los elementos centrales
del modelo serán uno mismo y las principales figuras de apego. Además, dependiendo
de las experiencias afectivas previas, la visión del mundo tendrá un tono más o menos
positivo. Los modelos constituyen una línea de continuidad entre las experiencias
afectivas tempranas y la manera de relacionarse socialmente en etapas evolutivas
posteriores o en la edad adulta. Por esta razón se han realizado muchas investigaciones
para poner a prueba esta tesis. Una de las hipótesis más frecuentes es suponer que
aquellos individuos que han tenido vivencias tempranas dramáticas habrán construido
modelos mentales que reflejarán distorsiones en la concepción del mundo. Esto es lo que
pusimos a prueba nosotras (García Torres y García-Calvo, 2000), y pudimos comprobar,
comparando las expectativas de niños abandonados con las de niños criados con su
familia, que las concepciones sobre las relaciones madre-hijo diferían significativamente
en varios aspectos: en la atribución de afecto positivo, en el sentido de justicia y en
atribución de responsabilidad y castigo. Por ejemplo, los niños abandonados tendían a
culpar del maltrato al propio niño que lo sufre, más que a sus padres, es decir,
consideraban justo que recibiera el castigo y no reconocían la conducta inadecuada
materna.

6. Formación de apego en condiciones anómalas: adopción y


maltrato

La importancia de estas dos situaciones extremas de crianza es de orden muy diferente.


La adopción es uno de los temas de mayor interés social, y conocer de antemano los
riesgos y dificultades que presenta evitaría situaciones muy dolorosas para los niños y
para las familias que los adoptan. En las situaciones de adopción, los factores de riesgo
que suelen detectarse en las investigaciones se relacionan con:

— la edad del niño cuando es adoptado,


— el sufrimiento psíquico y físico que haya podido vivir antes de su adopción,

205
— las dificultades de encuentro o relación entre los padres adoptivos e hijos debidas a
diferencias de carácter, de expectativas y de temperamento.

Una investigación bastante amplia en cuanto a las variables consideradas ha sido la de


Stams, Juffer y van Lisendoorn (2002). Estos autores estudiaron a 146 niños adoptados
antes de cumplir seis meses y pertenecientes a varios países, y los siguieron hasta los
siete años. Como datos generales se puede mencionar que la adaptación de las niñas fue
más fácil que la de los varones. La sensibilidad materna temprana y posterior se pudo
relacionar con desarrollos superiores, tanto sociales como cognitivos. El temperamento
del bebé predijo claramente su ajuste en la niñez media, y el temperamento difícil del
niño se asoció a niveles inferiores de desarrollo social y cognitivo y a una mayor
incidencia de problemas de interiorización (ansiedad, depresión) ) y exteriorización
(hiperactividad, conducta disruptiva).
Como podría esperarse, los resultados de la adopción son peores cuanto más
carencias previas han tenido los niños y cuanto mayores son al ser adoptados. Chilholm
(1998), por ejemplo, comparó niños provenientes de orfanatos rumanos entre sí: un
grupo que había pasado al menos 8 meses en el orfanato (grupo 1), y otro que fue
adoptado antes de los 4 meses (grupo 2), con niños no adoptados ni institucionalizados
(grupo 3). Evaluó el apego y lo que se denomina conducta indiscriminadamente
amistosa, un indicador de que el niño no ha establecido una relación afectiva con
ninguna persona en especial. A pesar de no encontrar diferencias significativas entre los
grupos en seguridad en el apego, observó que los niños del grupo 1 mostraban
significativamente más conducta indiscriminadamente amistosa que los de los otros
grupos. También encontró que los patrones de apego inseguro de los niños del grupo 1
no parecían asociados a características de su entorno institucional sino a características
concretas del niño y de la familia. En particular, las variables más asociadas al apego
inseguro fueron los problemas de conducta del niño, el tener menos inteligencia y el que
sus padres adoptivos expresaran más estrés que los padres de niños del mismo grupo
pero con patrones de apego seguro. Sin embargo, puede apreciarse que todas estas
variables interaccionan de tal modo que resulta prácticamente imposible aislarlas y
estudiar su influencia por separado.
Especialmente dramáticos son algunos resultados de estudios con niños adoptados
que previamente habían pasado sus primeros meses o años en instituciones muy
carenciales. Por ejemplo, Beckett y colaboradores (2002) describen los problemas de
niños criados en este tipo de instituciones en Rumanía, en periodos que iban de unas
pocas semanas a 43 meses, y adoptados en Inglaterra. Las conductas de estos niños
incluían acunarse o balancearse, dañarse a sí mismos, así como problemas de
alimentación e intereses sensoriales peculiares (por ejemplo, cierta atracción por olores
desagradables). Aunque el porcentaje de conductas fue disminuyendo con el tiempo,
todavía a los 6 años un 18% se seguía acunando, un 13% se autodañaba, un 13%

206
manifestaba intereses sensoriales peculiares y un 15% seguía teniendo problemas para
masticar y tragar comida sólida. Los investigadores consideran que el factor más
determinante de la persistencia de estas conductas era la cantidad de tiempo pasado en
condiciones inhumanas.
En conjunto, y a pesar de lo abrumador de la información, los datos sobre adopción
permiten una lectura más optimista:

— Algunos niños son claramente supervivientes o resilientes 8 y se recuperan parcial


o suficientemente de los traumas sufridos.
— Los porcentajes de conductas inadecuadas siempre disminuyen con el seguimiento.
— Cada vez hay más información y asesoramiento psicológico para los padres
adoptivos.

En cuanto al desarrollo del apego en niños que sufren maltrato por parte de sus
padres, los investigadores han prestado especial atención a estos casos pues, como
indicamos al principio, la teoría del apego ha querido considerar lo patológico en un
continuo desde lo normal. El estudio de la evolución psíquica de aquellos que han vivido
situaciones muy carenciales o dramáticas en su crianza representa una oportunidad
especial para poner a prueba las hipótesis sobre los efectos de las primeras experiencias
afectivas.
Main y Solomon (1990) describen a los niños maltratados como carentes de
estrategias de organización para manejar la separación y posterior reunión con la figura
de apego. Afirman que el patrón de apego tipo-D (desorganizado/desorientado) que
representa sólo un 20% en la población normal, alcanza en algunos estudios el 82% en
niños maltratados. Estos niños tienen apegos inseguros y atípicos, que si se generalizan
después a otras relaciones presentarán el mismo tipo de conflicto de acercamiento-
evitación y, posteriormente, patrones de mala adaptación con la pareja.
Aunque los niños maltratados presentan, en comparación con los que no sufren
vejaciones, un mayor número de vínculos inseguros (evitante, resistente y
desorganizado), hay ciertas diferencias según el tipo de maltrato. Por ejemplo, los niños
físicamente maltratados suelen presentar vínculos evitantes o desorganizados pero
también, en algunos casos, vínculos seguros. Por el contrario, los niños que sufren
negligencia y otros tipos de maltrato psicológico (madre no disponible psicológicamente,
rechazo emocional del bebé, etc.) suelen establecer vínculos resistentes o mixtos, es
decir, resistente-evitante, siendo mucho menor la frecuencia de vínculos seguros. En la
tabla 7.4 se resumen algunas funciones que desempeña la madre en la crianza del bebé y
que se ven profundamente alteradas en los casos de maltrato.

Tabla 7.4 Funciones en la crianza

207
Madre Bebé

Cuidados y disponibilidad emocional. => Apego (seguridad y curiosidad).

Protección. => Atención.

Estructura organizada de conducta. => Regulación psíquica, sosiego.

Enseñanza. => Aprendizaje.

Disciplina. => Autocontrol.

Placer compartido. => Aceptación.

FUENTE: Basada en Robert N. Emde (1989), «The infant’s relationship experience: Developmental and affective
aspects» (pág. 35). En A. J. Sameroff y Robert. N. Emde (eds.) Relationship disturbances y early childhood. A
developmental approach. Nueva York, Basic Books.

Por último, un hallazgo interesante respecto a este tema tiene que ver con el curso
evolutivo del apego en niños con o sin experiencia de maltrato. En general, se ha
encontrado que la estabilidad del apego es muy diferente en niños maltratados,
comparados con los que no sufren esta condición. En los primeros, si el apego que han
establecido con sus padres es inseguro, la probabilidad de que se mantenga como tal es
alta, mientras que si el apego era inicialmente seguro, es bastante probable que se
transforme en inseguro con el paso del tiempo. En los niños no maltratados la pauta es
opuesta: un apego inseguro puede transformarse con el tiempo en apego seguro, mientras
que un apego seguro suele ser bastante estable.
En términos muy generales vamos a recordar algunas de las consecuencias del
maltrato descritas en muchas investigaciones (en García-Calvo y García Torres, 2000, se
pueden encontrar referencias bibliográficas de los datos expuestos):

— Un niño que no ha sido capaz de establecer un vínculo seguro y una base desde la
cual explorar el mundo y a la cual acudir cuando se halla en dificultades
difícilmente podrá confiar en sí mismo. Tampoco es sorprendente que vea el
mundo como algo imprevisible y hostil y responda con miedo e inseguridad.
— Cuando los niños son frecuentemente castigados pueden responder con una
conducta hipervigilante, quizá en un intento de adelantarse a los deseos y
pensamientos de los otros con respecto a ellos para poder así evitar un castigo y/o
agradar al otro.
— Muy unida a la hipervigilancia, aparece la obediencia compulsiva. Este rasgo es
más frecuente en niños que han sido maltratados físicamente, ya que al haber
experimentado mucha agresividad materna, formarán modelos de sus madres como
dominadoras y rechazantes y aprenderán a inhibir las conductas que en el pasado
habían provocado la ira materna y a realizar aquellas que provocan el placer de la

208
madre y su atención.
— La característica más curiosa a nuestro entender es la persistencia que tienen estos
niños en culparse en conflictos con los padres, incluso cuando es evidente para los
observadores que la culpa no es de ellos. Bowlby describió un modelo de
representación que denominó madre buena-niño culpable y que supone una
deformación cognitiva muy frecuente en niños maltratados. Estos niños parecen
preferir aceptar la versión de los padres acusándolos de merecer el trato que
reciben que aceptar la versión lógica de su experiencia que les llevaría a reconocer
que sus padres no les quieren. Este modelo distorsionado de la realidad lo hemos
podido comprobar también en muestras de niños abandonados 9 .

Conclusiones

En este capítulo hemos seleccionado y resumido la extensísima información que se ha


ido acumulando en los últimos años sobre la incipiente capacidad de amar en los niños
pequeños, sobre los cambios entre el nacimiento y los 3 años, y sobre las vicisitudes y
los factores que influyen en esa evolución.
Al revisar lo expuesto parece oportuno hacer algunas precisiones. Una de ellas se
refiere a la trascendencia y peculiaridad de las experiencias tempranas. Los datos
muestran con feroz insistencia que lo que sucede en esa etapa de vida inicial permanece
en el repertorio psíquico de la persona y afecta mucho en todos los ámbitos de su
desarrollo. Hemos visto que los esquemas de interacción se forman muy pronto, en los
primeros meses de vida, y que van constituyendo modelos de representación del mundo
que influyen en la conducta. También importa recordar que cuando no existe aún un
lenguaje y un pensamiento lógico las vivencias se asimilan mediante reacciones
viscerales muy primitivas que se expresan mediante emociones de aparición temprana
como la rabia, el temor o el placer. Dicho de otro modo, se generan en el bebé estados
anímicos, de los que no es consciente (inconscientes) pero que afectarán a su modo
futuro de percibir la realidad, a sí mismo y a los otros. Esas vivencias tempranas no las
puede comprender fácilmente la persona cuando es adulta porque no se ajustan a la
lógica ni han sido procesadas desde un sistema lingüísticamente comprensible. Sin
embargo son muy persistentes.
La otra precisión se refiere a la diversidad de conductas y sentimientos que se asocian
al afecto. La dependencia, el intento de control del otro, la seducción interesada, la
manipulación del deseo del otro, el temor a la pérdida de seguridad, y otras conductas
similares, constituyen un complejo mosaico de formas de relación afectiva perversa
(etimológicamente, que va por caminos equivocados), «adaptaciones» para la
supervivencia, que no ayudan al individuo a hacerse persona. Hemos visto también que
el germen de esas conductas puede surgir en la primera infancia.

209
Por todo ello, se puede afirmar que la trascendencia de las primeras relaciones en la
vida posterior es tanta que si los padres fueran plenamente conscientes de las
consecuencias de su comportamiento con sus hijos pequeños podrían hacer mucho más
para mejorar la salud psíquica de los mismos. Aunque la experiencia con las familias nos
conduce a recordar que las madres no hacen lo que quieren, sino lo que pueden, la toma
de conciencia de las tareas de maternaje y de sus consecuencias (véase tabla 7.4) puede
ayudar a tener presente la responsabilidad adulta en los cuidados infantiles.

1 Como ejemplo de esta idea uno de los autores más influyentes en Psicología Clínica, Seligman, propone en las
presentaciones de su nuevo libro, hablar de la salud, de las formas de alcanzar la salud psíquica desde el
conocimiento de la patología, que ha venido siendo el interés tradicional de las décadas anteriores.

2 Bowlby, J. (1998) [1969] EL APEGO. El apego y la pérdida-1 Barcelona: Paidós. Esta reedición revisada y
actualizada de Attachment and Loss. I. Attachment, publicada por primera vez en 1969 por Hogarth Press en
Londres, ha sido cuidadosamente traducida por Mercedes Valcarce, primera especialista en España en el tema, y
es probablemente el mejor acercamiento al conocimiento del autor por los lectores españoles.

3 Robertson registró en varias películas, que financió el Tavistock Institute de Londres, y en varios artículos las
reacciones de los niños ante la separación de sus madres. Algunas de estas referencias se encuentran citadas en
Bowlby (1969) (y por tanto en la versión española de 1998, ya comentada).
4 En esta monografía se reúnen y se describen varias investigaciones realizadas con el método de registro y
clasificación denominado situación extraña. Las publicaciones previas de este grupo de investigadores las
omitimos aquí por razones de espacio pero están recogidas en esta monografía.

5 Para simplificar, hablamos de los tipos puros de apego, pero en las clasificaciones se describen tres modalidades
de apego seguro: B1, B2 y B3; dos modalidades de apego inseguro evitante: A1y A2, y dos de apego inseguro
resistente: C1 y C2.
6 En Cantón y Cortés (2000) se describen otros métodos para edades posteriores que pueden interesar al lector
español y que no cabe incluir aquí por razones de espacio.

7 Esta edición de Crittenden (2002) Nuevas implicaciones clínicas de la teoría del apego, editada en Valencia por
Promolibro, permite a los lectores españoles acceder a la traducción de varios artículos de esta investigadora
gracias a la iniciativa de María Teresa Miró, compiladora y presentadora de los mismos.

8 La resiliencia es un concepto tomado de la mecánica que se refiere a la capacidad de recuperación de un metal


después de ser golpeado. Es un concepto de enorme interés en psicología del desarrollo y son numerosas las
investigaciones que tratan de buscar los factores que explican esa resistencia en niños que han padecido maltrato o
carencias y, sin embargo, pueden recuperarse y adaptarse con éxito al medio.

9 En García Torres y García-Calvo (2000) encontramos que comparados con el grupo control los niños
abandonados culpan al niño del castigo materno en tres situaciones diferentes en una proporción
significativamente superior.

210
8

La concepción del bebé en la psicología actual


Juan Delval e Ileana Enesco

Introducción

El recién nacido y el bebé que nos describe la psicología actual dista mucho de la imagen
popular de un ser que pasa la mayor parte del tiempo durmiendo, y cuyas funciones
principales cuando está despierto son comer, digerir y eliminar los productos de desecho.
Ésta ha sido la visión predominante durante siglos, incluso hasta la mitad del siglo XX,
quizá porque las notorias limitaciones motoras del bebé hacían suponer que el resto de
sus capacidades, ya fueran sensoriales o emocionales, eran también prácticamente nulas.
A lo largo de buena parte del siglo XX, las concepciones dominantes sobre el
desarrollo del bebé fueron, por una parte, las conductistas, y, por otra, la explicación
piagetiana 1 . Pese a tratarse de enfoques muy diferentes, ambos compartían la idea de
que existen mecanismos generales para el aprendizaje o la formación del conocimiento.
Sin embargo, en el último tercio del siglo XX, el panorama teórico cambió radicalmente
al surgir una fuerte corriente innatista en la explicación del desarrollo humano. Los
motivos de este giro teórico son diversos y no podemos extendernos en un análisis
profundo, pero apuntaremos dos de ellos.
Por un lado, parte de ese cambio hay que atribuirlo a la influencia de la obra de
Chomsky que, aunque se desarrolla en el ámbito de la lingüística, termina por trascender
sus límites. Como se sabe, Chomsky hizo una crítica muy aguda a la explicación de
Skinner sobre la adquisición del lenguaje, según la cual los mismos mecanismos de
aprendizaje subyacen a logros tan simples como aprender a evitar sustancias nocivas
para el organismo, y tan complejos como aprender a hablar. Ciertamente, muchos
aspectos del desarrollo del lenguaje difícilmente pueden explicarse por mecanismos de
aprendizaje generales como los propuestos por el conductismo o neoconductismo, pero
Chomsky no sólo pone de manifiesto las insuficiencias de estas explicaciones, sino que
postula que existe un dispositivo innato para la adquisición del lenguaje.
Por otro lado, al tiempo que esta perspectiva innatista se extiende entre muchos de los
investigadores del lenguaje, a partir de los años ochenta empiezan a proliferar estudios
sobre las capacidades del bebé. La aplicación de nuevas técnicas en la investigación con
recién nacidos permite descubrir aspectos insospechados de su visión, oído u otros
sistemas sensoriales. Además, la precocidad con que aparecen muchas capacidades, se

211
interpreta como indicio de que el bebé nace dotado de ellas. En una línea análoga a la de
Chomsky, algunos incluso defienden que si no existieran ciertos contenidos o
representaciones a priori del mundo, sería imposible llegar a conocerlo. Uno de los
argumentos más extendidos en apoyo del innatismo es que el entorno ofrece muy poca
«ayuda» al aprendiz (ya sea de la lengua o de otros aspectos del mundo) porque los
estímulos son normalmente pobres, fragmentados, desordenados... Por tanto, el que
lleguemos a aprender adecuadamente tantas cosas del mundo puede realizarse gracias a
que nacemos con capacidades para ello.
Durante aproximadamente 20 años, la influencia de este tipo de ideas innatistas ha
sido muy poderosa en la psicología del desarrollo temprano, y hoy sigue habiendo
muchos investigadores que participan de la idea de que el bebé nace siendo bastante
«competente» (mucho más de lo que nunca se había imaginado) y que esta competencia
se debe atribuir a su dotación genética.
Recientemente, sin embargo, ha ido creciendo la influencia de otros enfoques
psicológicos que proponen una explicación distinta de las precoces capacidades del bebé.
Se trata básicamente de los modelos conexionistas que, sin acudir abusivamente a
conocimientos y reglas preespecificados (innatos), pero sin negar las restricciones que
sin duda tiene nuestro sistema nervioso, intentan mostrar que podemos aprender cosas
muy complejas mediante algoritmos de aprendizaje relativamente sencillos. Además,
sostienen que el entorno tiene unas regularidades mucho mayores de lo que se suponía,
una especie de estructura latente que, junto a la inigualable capacidad humana de
aprender, haría posible interacciones muy complejas entre el individuo y su entorno. En
el cuadro 8.1 se resumen algunas de las características de las distintas concepciones del
bebé en la segunda mitad del siglo XX.

Cuadro 8.1 El bebé visto por los distintos teóricos


Siguiendo a Karmiloff-Smith (1996), describimos de modo sencillo las distintas concepciones que ha habido
sobre el bebé durante el siglo XX. ¿Cuál es el estado del recién nacido, cómo experimenta el mundo?, serían las
preguntas a las que cada enfoque teórico responde de modo distinto:
El bebé conductista empieza su vida sometido a sensaciones cambiantes y caóticas. Al no tener nada que le
permita organizar los estímulos que llegan a sus sentidos (la metáfora de la tabula rasa), su mundo es
desordenado y confuso. Pero, afortunadamente, dispone de mecanismos generales para aprender (que son
comunes a otras especies animales) y eso le permite acumular información sobre los rasgos físicos del mundo,
el lenguaje, etc. A lo largo de su vida actúan los mismos mecanismos sin que haya cambios cualitativos en su
estructura.
El bebé piagetiano dispone de unos mecanismos generales de carácter biológico, que son compartidos
también con otras especies y que son comunes al funcionamiento de todos los seres vivos (asimilación,
acomodación, equilibración). Al principio, experimenta el mundo como algo muy poco organizado, pero su
actividad le lleva pronto a encontrar regularidades y a dotar de sentido a sus experiencias. Su conocimiento
evoluciona en etapas sucesivas, de creciente complejidad, y cada una supone una reorganización de sus
estructuras cognitivas. Como hemos señalado, la posición conductista y la piagetiana comparten la idea de que
los mecanismos por los que se aprende o se avanza en conocimiento son de dominio general.
El bebé innatista, por el contrario, no se ve sometido a impresiones sensoriales caóticas pues nace bien
preparado para procesarlas y organizarlas desde el principio. Cuenta con algunas representaciones
preespecificadas, cada una dispuesta a procesar un tipo de estímulos: caras, lenguaje, espacio, número,

212
interacción social y posiblemente muchas otras cosas (Karmiloff-Smith, 1996, p. 1).
El bebé conexionista 2 , por último, no sabe nada del mundo antes de tener experiencias (como sostienen
conductistas y piagetianos) y aprende a través de relaciones entre estímulos y respuestas pero a partir de un
sustrato que sí tiene sus limitaciones. Ese sustrato o arquitectura (redes neurales) no es una tabula rasa como
sostendría el conductismo clásico, sino que tiene sus propias restricciones para procesar los estímulos que se
van asociando en redes de acuerdo con sus diferentes pesos. La forma de procesar los estímulos, las conexiones
espaciales entre las unidades de la red, la velocidad con que se producen, etc., están determinadas en parte por
la arquitectura mental. Las redes que se forman aprenden lentamente asimilando los estímulos a través de
pequeños cambios cada vez que se procesa un estímulo. Según Karmiloff-Smith, este enfoque tiene muchos
puntos en común con el piagetiano, aunque también diferencias. La principal semejanza estaría en que el
sistema aprende, que ese aprendizaje afecta al modo en que procesa los nuevos estímulos, y que el propio
sistema puede reorganizarse (explotarse internamente) dando lugar a propiedades nuevas (emergentes) que no
estaban dadas de antemano.

Dada la influencia que han tenido las tesis innatistas en los últimos decenios, en este
capítulo revisamos algunas de las ideas que más penetraron en la investigación con
bebés en este tiempo. Como señala Karmiloff-Smith, ha habido un número
sorprendentemente grande de psicólogos supuestamente evolutivos que han sido
influidos por lo que en esencia es una forma de teorizar no evolutiva (1996, pág. 2). Por
eso nos parece importante considerar con cierta profundidad estas teorías.

1. Diferentes formas de innatismo

El innatismo contemporáneo ha adoptado formas muy variadas y, como Proteo, ha


cambiado a menudo de aspecto haciendo difícil, a veces, reconocer las mismas ideas
bajo distintas expresiones.
Empecemos por recordar la hipótesis de Fodor, una versión radical de innatismo,
según la cual la mente está compuesta por módulos «específicos de dominio, fijados de
modo innato, compactos, autónomos, y no ensamblados» (Fodor, 1983, pág. 63).
Aunque la idea de módulo proviene de la neurociencia, en otras disciplinas (como la
propia psicología) adopta una forma mucho más imprecisa y especulativa. En su libro La
modularidad de la mente, Fodor presenta varias condiciones para decidir si un sistema
de procesamiento de la información es o no modular. Entre ellas, pueden destacarse las
siguientes: 1) el individuo no es consciente o su acceso al módulo es limitado, 2) la
información está encapsulada, es decir, otros sistemas no tienen acceso a ella, 3) las
respuestas (o outputs) se producen de forma necesaria, obligatoria y rápida, 4) el
desarrollo del módulo sigue una secuencia que es universal (para todos los miembros de
la especie), 5) debe haber una localización específica del módulo en el sistema neural, 6)
si se produce un deterioro éste sigue unas pautas fijas, no variables, y 7) los módulos
trabajan sólo con un tipo de información (relevante para la especie, como es el caso del
lenguaje para los humanos) y, en ese sentido, se dice que son específicos de dominio.
Aunque Fodor reconoce que algunas de estas condiciones pueden darse en conductas

213
aprendidas que han llegado a automatizarse (consideremos, por ejemplo, la habilidad
adquirida para montar en bicicleta cuando se domina plenamente), criterios como 5 y 6
tienen un estatus biológico que convierte en diferentes a los módulos de las conductas
adquiridas. No es posible entrar aquí en una discusión más profunda de la propuesta de
Fodor, pero cabe señalar que las pruebas empíricas del fundamento neural de los
módulos (como estructuras innatas, no como resultado del desarrollo cerebral) son muy
débiles, y los datos que proporciona la patología clínica no tienen una interpretación
unívoca (para una discusión de estos temas, puede consultarse el nº 39 de Cortex, 2003,
especialmente el artículo de Karmiloff-Smith, Scerif y Ansari, sobre el fenómeno de la
«Disociación Doble», una de las patologías que más han usado los innatistas para llevar
el agua a su molino).
Dentro de la psicología del desarrollo, propiamente, una perspectiva emparentada con
la anterior es suponer que nacemos con algunos principios generales que nos permiten
entender las propiedades básicas de la realidad, tanto las del mundo físico como social.
La idea común sigue siendo que el conocimiento es especializado en cada dominio y,
por tanto, que la mente no es un mecanismo de propósito general sino un conjunto de
mecanismos especializados. Veamos algunas de las propuestas recientes.
Muchos autores, sin asumir todas las ideas de Fodor, se suman sin embargo a la
propuesta de dominios específicos. Por ejemplo, Wellman y Gelman plantean el
problema de la siguiente forma:
Cada vez se acepta en mayor medida que el conocimiento puede diferir de forma sustancial en diferentes áreas o
dominios (Chomsky,1975; Fodor,1983; Gallistel,1990). En época reciente se han presentado argumentos a favor
de: una facultad única para aprender el lenguaje; diferentes sustratos neuronales para el conocimiento acerca del
espacio; predisposiciones en la infancia para atender a los números frente a las caras o frente al habla; una
inteligencia social de primate muy evolucionada; la existencia de islas específicas de pericia sobre asuntos tales
como dinosaurios, física y ajedrez. La afirmación general es que la mente está de alguna manera
compartimentalizada o «modularizada»; es decir que la comprensión conceptual humana de un tipo (por ejemplo
sobre el espacio) es probablemente muy diferente en carácter, estructura y desarrollo de la comprensión de otro
tipo (por ejemplo sobre el lenguaje) (Wellman y Gelman,1992, pág. 338).

Carey y Spelke (1994, pág. 243) escriben:


Postulamos que el razonamiento humano está orientado por una cantidad de sistemas de conocimiento de dominio
específico. Cada uno de esos sistemas se caracteriza por un conjunto de principios básicos que definen cuáles son
las entidades que abarca ese dominio y sustentan el razonamiento acerca de ellas. Desde esta perspectiva, el
aprendizaje consiste en un enriquecimiento de los principios básicos y su consolidación...

Una perspectiva complementaria de este tipo de innatismo la adoptan autores que,


como Mehler y Dupoux (1990), defienden que en el desarrollo temprano hay procesos de
«desaprendizaje» consistentes en una progresiva selección y eliminación de capacidades
que ya están presentes en el recién nacido. Usando sus términos, el bebé nacería
humano, sabiendo del mundo, pero perdería aquellos «conocimientos» (en realidad,
discriminaciones perceptivas) que no le son útiles para sobrevivir en su entorno. En
cuanto al habla, por ejemplo, el oído del bebé sólo conservaría las distinciones fonéticas

214
que son relevantes para la lengua que le ha tocado hablar, perdiendo las que están
ausentes en dicha lengua. Lo que resulta dudoso en argumentos como éste no es que el
progreso en la discriminación fonética sea selectivo sino que sus raíces estén codificadas
en el genoma.

2. El desarrollo como enriquecimiento

Si el conocimiento inicial del bebé es parte de su dotación genética, ¿qué se puede añadir
en los años sucesivos? Muchos autores innatistas sostienen que el conocimiento inicial
constituye el núcleo de lo que será el conocimiento maduro. Recordemos que Spelke
(1995), al describir las capacidades del bebé para detectar objetos como entidades
separadas, sostiene que eso es así porque disponen de principios tales como que los
objetos sólo pueden moverse en una trayectoria continua (principio de continuidad), o
que se mueven en trayectorias que no están obstruidas (principio de solidez por el que
dos objetos nunca pueden ocupar el mismo lugar a la vez). Pues bien, a partir de estos
principios básicos que gobiernan la física de los objetos (o los que rigen las interacciones
sociales, etc.) se desarrollarían otras nociones relacionadas.
Sugiero que [...] el conocimiento inicial resulta central para el razonamiento de sentido común a lo largo del
desarrollo. El conocimiento intuitivo de objetos físicos, de personas, de conjuntos y de lugares, se desarrolla por
enriquecimiento alrededor de un núcleo constante, de tal manera que el conocimiento que guía los primeros
razonamientos de los bebes está situado en el centro del conocimiento que guía el razonamiento intuitivo de los
niños mayores y los adultos (Spelke, 1995, pág. 441).

En este aspecto, la posición de Spelke recuerda las ideas defendidas antaño por los
conductistas en lo que se refiere al proceso de enriquecimiento, aunque su punto de
partida sea tan distinto. Por otra parte, según lo que dice en el párrafo anterior, no está
claro si supone que los bebés están razonando sobre los fenómenos físicos o
simplemente los están percibiendo, o haciendo algo que tiene las propiedades de los dos.
A veces parece como si sostuviera que el razonamiento deriva directamente de la
percepción 3 , o que sencillamente son dos formas de la misma capacidad. Se puede
aceptar que en las primeras fases del desarrollo no siempre es fácil definir las fronteras
entre percepción y cognición, pero resulta inaceptable para la mayor parte de la
psicología actual asimilar procesos como el razonamiento y la percepción.
Aunque para Spelke el proceso de enriquecimiento parece central a la hora de
explicar el desarrollo, no descarta que haya algún proceso de cambio conceptual. Así por
lo menos lo admite en un artículo escrito con Carey, clara defensora de que existen
cambios genuinamente conceptuales, pero que también comparte posiciones innatistas
(Carey y Spelke, 1994). Esta precisión que Spelke introduce a su teoría posiblemente
surge de la necesidad de explicar el cambio científico. Si sólo se aceptara el
enriquecimiento, no podríamos dar cuenta del progreso de la ciencia, al menos tal como

215
lo explican las teorías modernas incluyendo a Kuhn, Lakatos o Laudans.

3. ¿Qué debemos entender por innato?

Brevemente se han descrito las ideas generales de algunos de los autores que en la
actualidad asumen una perspectiva innatista del desarrollo. Pero quizá muchos lectores
tengan la impresión de que el término «innato» es escurridizo y poco claro. Por tanto,
conviene precisar qué se está diciendo cuando se afirma que algo es innato.
A primera vista puede parecer sencillo decidir si una conducta es innata o adquirida,
pero en realidad no es así. La idea general es que si la investigación demuestra que los
bebés son «competentes» en algún área en la que aún no han tenido posibilidad de
experiencia previa, entonces se puede afirmar que nacen dotados de esa capacidad. Si, al
contrario, la conducta en cuestión aparece tardíamente y requiere de experiencia y
práctica repetida, entonces se atribuye al aprendizaje. El problema se resolvería sin
dilación si los bebés hablaran sin haber tenido antes oportunidad de oír el habla de sus
congéneres, si desarrollaran capacidades aritméticas sin que nadie de su entorno les
hubiera sensibilizado a ello, si reconocieran el rostro humano y lo distinguieran de otros
estímulos visuales sin haber visto antes caras... Pero esto es ciencia-ficción y de mala
calidad, no sólo por razones éticas sino también porque, en realidad, nadie piensa en la
actualidad que existan rasgos o conductas que dependan únicamente de lo codificado
en el genoma del mismo modo que no existen conductas que dependan sólo del
ambiente. Es decir, ni los innatistas ni los empiristas más extremos niegan el papel de
ambos factores y cierto grado de interacción entre ellos.
Sin embargo, no por decir que en toda conducta «hay factores genéticos y
ambientales» se resuelve el problema que estamos tratando porque, de hecho, lo que se
discute es cuánto hay de conocimiento o reglas o sesgos codificado en el genoma. Los
innatistas, como se ha visto, proponen que bastante y por tanto merece la pena seguir con
el análisis de qué es innato.
Como se ha dicho, la aparición precoz de una conducta (sea preferencia por la cara
frente a otro estímulo; reconocimiento de la voz materna, etc.) es uno de los criterios
empíricos que para los innatistas mejor apoya sus tesis. Hay que reconocer que, por el
momento, es difícil encontrar otras formas de abordar el problema que no sea la
observación de lo que «está presente» y lo que «está ausente» en el neonato.
Ahora bien, el problema es más complicado de lo que parece porque actualmente hay
mucha investigación psicobiológica que muestra claramente que

1) un rasgo o conducta puede depender de la determinación genética propia de la


especie, pero no por eso aparecer en el momento del nacimiento (como ocurre con
muchos hitos del desarrollo motor, sexual, etc.), o
2) puede aparecer en el recién nacido o bebé de poco tiempo sin que se trate de una

216
disposición innata (puede haber aprendizaje en el útero de ciertos rasgos de la voz
materna, por ejemplo). Por tanto, toda cautela es poca a la hora de extraer
conclusiones a partir de datos de aparición precoz o tardía de una conducta.

Existen además, otros problemas adicionales que resultan más difíciles de superar.
Por un lado,

3) los investigadores pueden no coincidir en sus criterios sobre cómo definir o


identificar la capacidad en cuestión (un ejemplo de ello es la «imitación» del
neonato que hemos tratado en los capítulos 1 y 3). Por otro lado,
4) los métodos de estudio del bebé no son, lógicamente, perfectos y los resultados que
se obtienen se prestan a distintas interpretaciones. Este último aspecto, dada su
importancia, lo desarrollamos en el siguiente epígrafe.

Una aportación muy interesante a esta discusión la constituye el libro de Elman,


Bates, Johnson, Karmiloff-Smith, Parisi y Plunkett (1996) cuyo sugerente título es
Rethinking Innateness (Repensando el innatismo). Los autores discuten en profundidad
los distintos problemas del innatismo y su alcance desde la perspectiva de la arquitectura
cerebral y desde la conducta. Además, proporciona abundante información sobre lo que
sabemos acerca del cerebro explorando el alcance de los modelos conexionistas recientes
que, según los autores, serían más plausibles (biológica y psicológicamente) que los
modelos modularistas de la mente. Seguiremos algunas de sus propuestas para delimitar
el concepto de innato (Elman et al., 1996, págs. 20 y siguientes).
Una primera acepción es la siguiente: innato es aquello que está especificado en el
genoma en forma de instrucciones acerca del funcionamiento de la mente. Sin embargo,
esta posición es poco sostenible desde la perspectiva biológica actual, ya que se sabe que
existen interacciones en muy diferentes niveles, empezando por las interacciones entre
los genes y el resto del propio organismo. Pero además se sabe que la información
incluida en el genoma se expresa de formas muy diferentes según el ambiente, y la
influencia de éste está presente desde el comienzo.
Un criterio menos radical para caracterizar lo innato sería el siguiente: innato es
aquello que se manifiesta de una manera inevitable para una especie dada, es decir,
aquellas características que aparecen en todos o la mayoría de los miembros de una
especie, que lo hacen de la misma forma y en momentos del desarrollo semejantes. En
otras palabras, lo que es invariante y común en el desarrollo de los individuos, sería
innato. Tampoco este criterio parece satisfactorio porque, como se ha dicho, hay muchas
regularidades en el ambiente (físico y social) de cada especie que pueden explicar la
regularidad de las conductas de sus miembros. Por ejemplo, la gravedad es un aspecto
del ambiente inevitable, por lo menos mientras los seres humanos nazcan en la tierra y
no en el espacio. Hay otros muchos aspectos del ambiente que, sin ser inevitables, son
semejantes para todos los individuos y que podrían explicar la uniformidad en el

217
desarrollo. Todos recibimos estímulos sensoriales (excepto aquellos que nacen con
déficit en este terreno, como los ciegos, o sordos). Todos, o la mayoría, estamos
expuestos al lenguaje, todos nacemos en un medio social en el que existen otros
congéneres con los que nos relacionamos.
Incluso en el nivel de la vida social, hay muchos aspectos que, aunque presenten
formas diversas, afectan a todos los individuos. Por ejemplo, en todos los grupos
humanos la relación con los congéneres se desarrolla dentro de instituciones sociales,
por muy distintas que puedan ser. En todas las sociedades existen formas de agrupación
familiar y de cuidado de las criaturas, aunque haya diversos tipos de organización; todas
tienen algún sistema para obtener los recursos necesarios para subsistir (actividad
económica); en todas existen formas de transmisión del saber acumulado, de la cultura,
aunque en algunas sociedades esa función la ejerzan los adultos y en otras las escuelas;
todas las sociedades construyen lugares en los que vivir y protegerse de las inclemencias
del tiempo; todas se dotan de normas para regular la vida en comunidad (normas
morales, jurídicas, costumbres, etcétera), todas tienen algún sistema de jerarquías y
gobierno (organización política), y así sucesivamente. Por tanto, también en estos
aspectos que parecen depender más de cada tipo de sociedad, o de las experiencias de
cada individuo, existen universales que afectan a la mayoría de los individuos. Por esto
se puede decir que las conductas que aparecen de forma inevitable a lo largo del
desarrollo pueden ser producto de una interacción compleja entre las disposiciones
generales de la especie (pero no entendidas como conocimientos a priori) y las
experiencias que, en realidad, tienen mayor constancia de lo que a simple vista parece.
Es paradójico que, como señalan Elman y colaboradores (1996, pág. 20), el término
innato haya desaparecido de muchas disciplinas, entre ellas de la etología (donde más
uso se hizo en sus primeras etapas históricas), porque la investigación ha mostrado que
muchas de las conductas que se creían innatas en realidad eran producto de interacciones
con el ambiente pre o postnatal. Algo parecido ha sucedido en la genética
contemporánea que ha mostrado que los genes interactúan con el ambiente en todos los
niveles, incluido el molecular, por lo que no hay aspectos interesantes del desarrollo que
sean estrictamente genéticos. Parece que el único residuo donde se habla todavía de
innatismo es en la psicología.

4. ¿Qué nos dicen los experimentos con recién nacidos?

Conviene tener presente que la discusión del problema del innatismo puede abordarse
desde dos perspectivas. Una de ellas es examinar los experimentos con recién nacidos y
bebés muy pequeños para analizar sus capacidades tratando de encontrar pruebas
empíricas de que son innatas. La otra forma es reflexionar sobre el alcance explicativo de
las teorías innatistas, desde la perspectiva de la epistemología y la filosofía de la ciencia,

218
apoyándose en todos los datos de que disponemos de la genética, la biología molecular,
la teoría de la evolución y la psicología. Vamos a hacer algunas observaciones sobre lo
que nos enseñan los experimentos con recién nacidos y bebés.
Como se ha visto a lo largo de este libro, el estudio de los bebés requiere métodos
indirectos ante la imposibilidad de preguntarles qué piensan o sienten, qué prefieren
mirar u oír, o cómo resuelven las tareas. Para conseguir respuestas de los bebés, los
investigadores han tenido que desarrollar procedimientos que no requieran la
«colaboración» voluntaria del sujeto ni el intercambio verbal. Entre éstos, junto a las
medidas electrofisiológicas (como el ritmo cardiaco) tan usadas como técnicas
complementarias en la investigación con bebés, los procedimientos «estrella» han sido la
habituación y la técnica de preferencias. La gran ventaja de estos métodos es que
proporcionan datos que presumiblemente son más significativos desde un punto de vista
psicológico que los datos que aportan las medidas fisiológicas. En efecto, que un bebé
gire su cabeza para mirar una cara en lugar de otra, nos informa más de su percepción
que el que sus pupilas se dilaten o su tasa cardiaca aumente. Además, estos métodos
conducen a resultados que son bastante precisos y cuantificables (por ejemplo, dirección
y tiempo de la mirada). Sin embargo, presentan dos problemas generales: por un lado, no
pocas veces ocurre que un pequeño cambio en las condiciones del experimento produce
cambios importantes en los resultados; por otro, incluso si se confirma la misma
tendencia en distintos estudios, los hallazgos no son interpretables de forma unívoca.
Respecto al primer problema, en los capítulos 3, 4 y 5 hemos visto varios casos de
investigaciones donde se aborda un problema específico llegando a cierto resultado que
apoya cierta hipótesis. Luego, se suceden réplicas y contrarréplicas introduciendo
modificaciones que aparentemente no son cruciales para los objetivos del experimento
original. Pese a ello, a menudo los nuevos hallazgos no van exactamente en la misma
dirección o van precisamente en dirección opuesta.
El segundo problema es, si cabe, más importante pues apunta a la interpretación de
conductas. Por ejemplo, ¿qué significa exactamente que el bebé mire más un objeto que
otro? ¿Se debe a que le «interesa» más? ¿No podría ser que evita mirar al otro porque le
desagrada 4 ? Supongamos, no obstante, que «mirar más A que B significa mayor interés
por A que por B». Si es así, ¿le interesa más por ser novedoso o por ser familiar?, ¿por
ser algo inesperado que «rompe sus» esquemas, valga la expresión, y entra en
contradicción con su «idea» de cómo es el mundo?, ¿no será que A tiene ciertos rasgos
perceptivos que resultan un poderoso «atractor» para el bebé, y que el investigador, pese
a su cuidado, no ha considerado o ni siquiera contempla? En realidad, aunque el número
de hipótesis con que trabajan los psicólogos es relativamente pequeño —y se ha ido
reduciendo conforme aumentaba el número y el control de las investigaciones—,
actualmente 1) no se ha llegado a un consenso sobre cómo interpretar exactamente la
conducta del bebé, y 2) no podemos descartar que hipótesis alternativas a las usuales
puedan dar cuenta de los resultados.

219
Pero, además, cuando examinamos con cuidado los experimentos realizados con
bebés, encontramos que en el recién nacido se manifiestan pocas conductas de forma
inequívoca, sobre todo conductas que pongan de manifiesto que nace con una
determinada concepción del mundo. Muchos de los experimentos con bebés muestran
que a una edad temprana tienen preferencias por ciertos estímulos (la voz humana, las
caras, etc.) aunque en muchos de ellos esas preferencias no se manifiestan hasta pasados
unos días, semanas o incluso meses de vida. Aunque es evidente que los hallazgos de los
últimos decenios han mostrado que los bebés tienen bastantes capacidades
(fundamentalmente, perceptivas), muchas más de las que se habían supuesto en épocas
anteriores, hay que insistir en que su precocidad no es una prueba de su naturaleza
innata, porque unos pocos días o semanas de vida suponen ya una considerable
experiencia con el entorno.
Nadie puede negar que, al cabo de uno o dos meses de vida, el bebé ha tenido ya
miles de experiencias con su entorno físico y social: objetos que ha chupado y tocado,
olores que ha experimentado, ruidos y voces que ha escuchado, imágenes que se han
presentado ante sus ojos desde múltiples perspectivas, interacciones con la madre y con
otros seres humanos, etc. Tan solo en la primera semana de vida, los bebés muestran
cambios muy notables en su conducta y, si se observa en detalle lo que ocurre en esos
días, es difícil descartar que surjan de la propia experiencia y de la capacidad
autoorganizativa 5 del sistema cognitivo. Debe insistirse, por supuesto, que esta hipótesis
no está en contra de la existencia de restricciones de procesamiento de nuestro sistema
nervioso central en distintos niveles.
Pese a todo ello, los autores que parten de supuestos innatistas fuertes (por ejemplo,
Mehler y Dupoux, 1990), tienden a pasar por alto los cambios que se observan en las
primeras semanas de vida del bebé o lo explican como emergencia de un plan genético
que requiere la experiencia como mero desencadenante.
Por consiguiente, los resultados de los experimentos por sí solos no pueden zanjar el
problema de la existencia de características innatas, porque los datos que se obtienen no
son inequívocos y requieren de mucha interpretación por parte del investigador,
interpretación que no puede resolver el propio experimento. La dependencia de los
hechos respecto a las teorías es algo que la filosofía de la ciencia acepta con pocas
reservas, sobre todo desde los trabajos de Hanson (1958).

5. ¿Y qué dicen otros especialistas?

Algunos autores en campos de la biología o antropología sostienen ideas que tienen algo
en común con esa perspectiva de la naturaleza humana como algo biológicamente dado.
Cosmides y Tooby (1994), por ejemplo, señalan que el ser humano moderno posee un
cerebro con grandes capacidades que es resultado de dos fuerzas independientes: el azar

220
y la selección natural. Hasta aquí todos de acuerdo. Sin embargo, añaden que nuestra
mente ha evolucionado de manera que se ha ido adaptando a las regularidades del mundo
hasta el punto de que, en la actualidad, hemos desarrollado capacidades muy específicas
para procesar distintos tipos de información y adaptarnos al entorno. En otras palabras,
la estructura de nuestra mente sería un reflejo de la estructura de la realidad, y se
preguntan cómo se ha podido llegar a esto. Su respuesta, sin embargo, es poco plausible
desde un punto de vista evolucionista pues sostienen que el azar tiene un papel limitado
en la evolución y sólo puede explicar la aparición de propiedades simples y triviales
(pág. 133). Por ello hablan de la existencia de un diseño funcional complejo que no sería
producto del azar. En concreto, dicen que las modificaciones por azar no pueden llegar a
configurar sistemas funcionales tales como la visión, la facultad del lenguaje o el control
motor. Pero entonces ¿de que serían producto?, ¿tendríamos que admitir la existencia de
una finalidad en la evolución, o de un designio en la naturaleza?
Sin necesidad de realizar «saltos en el vacío», como parecen hacer Cosmides y
Tooby, otros autores ofrecen explicaciones muy interesantes del proceso evolutivo.
Gottlieb (2002), por ejemplo, se opone a lo que él llama la tradición «genocéntrica no
evolutiva» de la biología que descuida el hecho de que la actividad normal de los genes
depende de señales que provienen del entorno interno y externo durante el curso de
desarrollo normal. Respecto al sistema nervioso, Gottlieb insiste en que no se
desarrollaría plena y normalmente sin el beneficio de la experiencia normal (entendiendo
por ella aquella que es común a la especie) y señala que el problema de cómo llegamos a
desarrollar las capacidades superiores que nos hacen genuinamente humanos no se
puede resolver en el nivel del genoma.
El biólogo Richard Dawkins (1976) ha desarrollado en un libro que se hizo famoso,
El gen egoísta, algunas ideas evolutivas bastante radicales. Para entender el proceso de
evolución y adaptación del humano, Dawkins (así como otros autores, Bonner, 1980)
señalan la importancia de diferenciar entre la transmisión genética y la cultural, e
introduce el término meme, como contrapuesto a gen, para referirse a la «unidad de
transmisión cultural» 6 que sería la información transmitida mediante distintos sistemas
conductuales, entendido esto en sentido amplio, es decir, incluyendo los sistemas
notacionales que han permitido la acumulación del saber (véase un resumen en Delval,
2000, págs. 15 y ss.).
Pese a que Cosmides y Tooby (1994) se apoyan en ideas de Dawkins, no parecen
prestar atención a la diferencia entre la adaptación biológica y la adaptación cultural.
Cosmides y Tooby comparan punto por punto la adaptación biológica y la cultura (por
ejemplo, la capacidad de eliminación de sustancias tóxicas por el hígado, con elegir
compañero) y afirman que para sobrevivir y reproducirse nuestros antepasados del
Pleistoceno tenían que resolver problemas tales como «recolectar para comer, orientarse
en el espacio, elegir un compañero, ser padres, participar en el intercambio social,
manejar las amenazas externas, evitar la contaminación patógena, evitar los

221
depredadores, evitar las toxinas de las plantas, evitar el incesto y muchos otros».
Efectivamente, éstos serían sin duda algunos de los problemas a los que se enfrentaban
nuestros antepasados, pero la conclusión de que «es imposible que un único sistema
computacional general pudiese ayudar a resolverlos», es un salto al vacío en la
argumentación.
Mediante las adaptaciones biológicas a situaciones pasadas sería difícil explicar la
capacidad de adaptación a situaciones nuevas: ¿cómo hemos podido adaptarnos tan
rápidamente a vivir en grandes ciudades, a usar el automóvil, a viajar en avión, o a usar
métodos anticonceptivos, sin haber tenido que esperar decenas de miles de años? Sin
embargo, Cosmides y Tooby (pág. 139) insisten en que «una pequeña cantidad de
mecanismos de dominio general no pueden dar cuenta del comportamiento adaptativo».
Y asumen que la evolución de la relación entre los principios de la mente y las
regularidades del mundo ha hecho que nuestra mente refleje muchas de esas
regularidades (Cosmides y Tooby, 1994, pág. 151). Insistimos en que la dificultad para
estos autores es explicar cómo se produce la capacidad de adaptación a situaciones
nuevas, sin tener que esperar miles de años para que eso ocurra. Exceptuando las
propiedades puramente físicas del entorno que no han cambiado, ¿qué tiene que ver la
estructura de la sociedad actual con la de los cazadores recolectores de hace miles de
años?
Parece más razonable aceptar, con muchos biólogos y etólogos contemporáneos, que
en los seres humanos hay dos formas de transmisión de la información y que buena parte
del éxito adaptativo de nuestra especie se debe a que tenemos una mente muy flexible y
plástica, capaz de recibir la información que han acumulado nuestros antepasados a
través de la cultura. Como señala Rosser:
Si la conducta de un organismo estuviera completamente determinada por el genoma, entonces cualquier
circunstancia debería estar codificada de algún modo en el ADN. La «receta» para el desarrollo sería muy larga y
requeriría gran cantidad de ADN. Esta concepción del patrimonio genético es muy poco razonable, primero,
porque el ADN es algo caro, segundo, porque la flexibilidad conductual propia de los mamíferos no podría
conseguirse mediante una especificación completa a priori. Un sistema más eficiente sería aquél en el que el
patrimonio genético sirviera para «preparar» al organismo más que para dictar su conducta (Rosser, 1994, págs.
16-17).

6. De vuelta al concepto de una mente

Aunque las tesis innatistas han tenido una profunda influencia en la psicología del
desarrollo durante los últimos 20 años, recientemente están sufriendo críticas
importantes 7 . Desde el punto de vista de la investigación empírica, hay una creciente
revisión de resultados e interpretaciones de los hallazgos. Así, varios autores destacan
que las competencias tempranas del bebé podrían explicarse por principios más simples
de tipo perceptivo y atencional, por lo que la hipótesis de un conocimiento nuclear
innato se convierte en innecesaria si no errónea. Se acepta que el bebé nace con ciertas

222
predisposiciones que le permiten seleccionar algunos estímulos (inputs) y excluir
muchos otros. En el proceso evolutivo de los sistemas sensoriales, por ejemplo, se sabe
que hay estímulos que se seleccionan negativamente no atendiendo a ellos, de manera
que el bebé sólo procesa algunas pautas visuales, auditivas, etc., y no toda la información
latente en el ambiente. La falta de maduración de algunos de sus instrumentos
perceptivos elimina esa parte de la información. Se acepta asimismo que tal proceso
selectivo convertiría el mundo del bebé en un lugar mucho menos confuso de lo que se
suponía antes.
Con los datos de que disponemos hoy, ¿se puede explicar el desarrollo del bebé en
distintas áreas (percepción, cognición, etc.) sin necesidad de presuponer que nace
sabiendo? En su conocido libro Más allá de la modularidad, Karmiloff-Smith (1992)
intentó conciliar algunos aspectos de la teoría de la modularidad de Fodor con las tesis
constructivistas de Piaget. A partir de conceptos como el de redescripción
representacional, que define como un modelo sobre «la capacidad específicamente
humana de enriquecerse desde dentro, explotando el conocimiento ya almacenado y no
simplemente explotando el ambiente» (1992, pág. 236), esta autora sostiene que el ser
humano reorganiza internamente sus conocimientos y llega a ser un sistema modular,
pero como resultado del desarrollo y no como punto de partida. Al formularlo así, la idea
no sólo es plausible sino aceptable desde posiciones no innatistas (como el
constructivismo o las formas actuales de conexionismo). Es interesante destacar que en
un trabajo posterior con varios autores (Elman et al., 1996) Karmiloff-Smith parece
renunciar a algunos de los presupuestos que mantenía en su libro de 1992. En particular,
abandona la hipótesis de que ciertos conocimientos podrían tener un fundamento
genético.
En la actualidad, pues, el debate ya no es si existen mecanismos o disposiciones
generales preespecificadas por nuestra arquitectura cerebral puesto que la gran mayoría
de los psicólogos del desarrollo lo asumen. El desafío es precisar cómo ocurre el proceso
evolutivo, sin decir que sencillamente «nacemos así».
Cohen, Chaput y Cashon (2002) han realizado mucha investigación empírica sobre
procesos perceptivos y cognitivos en el bebé ofreciendo explicaciones constructivistas de
lo que ocurre durante esos primeros meses de vida, dentro de un modelo conexionista.
Proponen una serie de principios básicos que pueden dar cuenta del desarrollo en
distintos ámbitos. El primero de ellos supone asumir que el bebé nace dotado con un
sistema general de procesamiento de la información que le permite acceder a la
información del entorno en un nivel muy básico (orientación, sonido, color, textura y
movimiento). Sin embargo, el carácter jerárquico (integrador) del sistema permite que el
procesamiento de unidades perceptivas simples se vaya integrando en unidades de orden
superior, y así sucesivamente. La integración de unidades en otras más complejas se basa
en regularidades estadísticas de esas unidades. Por ejemplo, en el campo de la visión, el
bebé puede empezar procesando las dos líneas de un ángulo de 45º como si fueran

223
unidades separadas, pero dado que las líneas mantienen la misma orientación espacial
relativa —aunque el ángulo rote— el bebé terminará por percibir la relación entre las
líneas (y ya no las líneas independientes) 8 (algo así ocurriría con el procesamiento de
rostros). Además, este proceso se repite a lo largo del desarrollo en niveles cada vez más
complejos (por ejemplo, la integración de líneas en ángulos, seguiría luego en figuras y
volúmenes). Hay una tendencia o sesgo a procesar la información usando las unidades
más complejas disponibles, pero si eso falla se usan unidades de nivel anterior. Este
sistema de aprendizaje y procesamiento de información está presente a lo largo del
desarrollo y en distintos dominios, lo que proporciona un sólido fundamento a la
hipótesis. En resumen, se trata de un sistema computacional que propone que el
desarrollo cognitivo es constructivo y jerárquico, de «abajo-arriba», de lo simple a lo
complejo, coherente con los datos neurológicos y que explica muchos datos empíricos en
distintos dominios (percepción, causalidad, etc.), incluidos los datos que otros autores
interpretan desde una perspectiva innatista.
La ventaja de explicaciones como la de Cohen y colaboradores es que no recurre a
una multiplicidad de supuestos ad hoc. Además, tiene un sólido fundamento empírico
pues no sólo se apoya en investigaciones con bebés sobre distintos aspectos del
desarrollo perceptivo y cognitivo, sino que sigue de cerca su curso evolutivo buscando
las formas más elementales de una conducta y prosiguiendo en edades posteriores
bastante más avanzadas (algo que no es usual en la investigación con bebés donde
muchos se limitan a cortos periodos de edad).

7. ¿Cómo se podrían establecer las diferencias de dominios?

Siguiendo con las explicaciones constructivistas, se puede sostener que el desarrollo del
conocimiento a lo largo de la ontogénesis consiste en el establecimiento de modelos
sucesivos del funcionamiento de la realidad, cada uno de los cuales tiende a abarcar más
fenómenos y adquiere mayor poder explicativo. Es decir, en el proceso de construcción
de esos modelos, el niño va delimitando propiedades de la realidad que se ajustan cada
vez más a lo que acontece, en el sentido de que permiten hacer predicciones mejores.
Uno de los trabajos que tiene que realizar el que investiga sobre estos asuntos es
identificar las propiedades mínimas que el individuo debe atribuir a una parcela de la
realidad para que pueda llegar a entenderla y explicarla.
A diferencia de las explicaciones modularistas, el constructivismo (desde el
piagetiano hasta los nuevos modelos que hemos comentado) concibe la diferenciación de
dominios conceptuales como un resultado gradual del desarrollo, no como el punto de
partida ni como algo dado de una vez por todas. La posición a este respecto es bien clara:
la tarea conceptual de definir fronteras entre distintos ámbitos de la realidad no está
contenida en la «dotación genética» inicial del homo sapiens aunque, obviamente, sí lo

224
está la capacidad de abstraer propiedades de la realidad que conocemos, de organizarlas
y diferenciarlas.
Aunque la psicología evolutiva actual presta más atención a los logros conceptuales
del niño que a sus limitaciones (en parte, como reacción a la caracterización piagetiana
clásica del periodo preoperatorio, definido más en términos de déficit que de logros) hay
datos actuales que indican que los niños pueden tener dificultades en diferenciar algunos
aspectos característicos de cada dominio (físico, psicológico, etc.) y cometer errores
como, por ejemplo, atribuir propiedades biológicas a entes físicos inertes (Richards y
Siegler, 1986). Explicar este tipo de resultado diciendo que «les falta información» o que
se trata de un déficit de atención, es aplazar el problema pues sabemos, igualmente, que
proporcionar información específica al niño puede no modificar casi nada de sus
conocimientos previos.
Volviendo al asunto de los dominios, podrían identificarse cuatro dominios básicos
en la organización de la realidad: el dominio de los objetos físicos, el de los seres vivos,
el de las entidades psicológicas y el de las entidades sociales. Aunque podrían añadirse
otros, como el de las entidades matemáticas (tal como proponen otros autores), el de los
valores, y más en general, de las ideas, también se puede considerar que todos esos entes
están en la mente del sujeto psicológico.
Cada tipo de «objeto», dentro de cada dominio, tiene algunas características que son
específicas y únicas, mientras que otras pueden ser compartidas por los objetos de otros
dominios. Así, las personas no somos sólo objetos psicológicos y sociales, sino también
objetos físicos y biológicos.
Al interactuar con objetos, personas y hechos sociales, en general, los niños (como
los adultos) se enfrentan a restricciones diferentes según la naturaleza de aquéllos. Los
objetos físicos, por ejemplo, presentan un tipo particular de resistencia a nuestras
acciones, pero no tienen la capacidad de actuar por sí mismos, de modo autónomo y
autoprovocado, lo que en inglés se denomina agency. Tienen sus propias leyes, que
podemos conocer pero que no podemos modificar, por lo que consideramos que ese
mundo es independiente de nuestra voluntad. El mundo biológico tiene, además de las
físicas, otras características, como mantenerse en equilibrio con el ambiente e
interaccionar con él, junto a la capacidad de perpetuarse o reproducirse. El mundo que
podemos denominar de los fenómenos humanos, en general, incluye no sólo las
anteriores características, sino también la particular propiedad de que esos «objetos»
están dotados de capacidades mentales (son objetos con mente, como titulaba Rivière su
excelente libro) que les permiten entender nuestras acciones y las suyas propias: son
organismos psicológicos. Pero además esos organismos viven en sociedades, dentro de
instituciones sociales, y en consecuencia, su comportamiento está determinado no sólo
por las características psicológicas sino también por el desempeño de funciones
establecidas socialmente. De ese modo, se llega a establecer una diferenciación entre la
acción humana individual y la acción humana colectiva, y la tarea del niño que está

225
construyendo su conocimiento de esos fenómenos es identificar cuáles son los aspectos
que lo hacen conceptualmente diferente.
A través de la acción repetida sobre los distintos tipos de objetos, los niños van
precisando sus rasgos distintivos y estableciendo una ontología de cada dominio cada
vez más precisa, sin que sea necesario presuponer que nacen conociendo sus
propiedades. Por ejemplo, los estudios con bebés sobre su conducta de exploración de
los objetos físicos muestran hasta qué punto es su acción y exploración, y no solo su
percepción, lo que permite el salto a la comprensión de las relaciones causales entre
ellos, aunque el logro de esta comprensión sea resultado de un proceso lento
(Schlesinger y Langer, 1999) (véase cap. 3).

Conclusiones

En este último capítulo hemos querido esbozar lo que, a nuestro juicio, ha sido una
atribución abusiva de competencias innatas al bebé, por parte de muchos psicólogos del
desarrollo. En cierto sentido, no debe sorprendernos que el descubrimiento de
habilidades tempranas en el bebé haya llevado a muchos autores a adoptar con
entusiasmo posiciones innatistas: si los bebés son tan precoces es porque nacen con
capacidades para reconocer a los miembros de su especie, para comprender las leyes que
gobiernan el mundo físico y las que gobiernan el psicológico, para captar las propiedades
del mundo numérico, y por supuesto, para hablar. Sin embargo, proponer que las cosas
transcurren de una determinada manera porque estamos hechos así es eludir el problema,
o trasladarlo a un ámbito distinto: el de la biología. Hay ejemplos históricos de ello, y no
muy lejanos. En el siglo XIX, por influencia de las nuevas teorías evolucionistas, se
atribuía a los seres humanos una gran cantidad de instintos que explicaban sus
conductas. Si las madres se ocupan de sus hijos es porque tienen un instinto maternal; si
los individuos mantienen conflictos violentos entre ellos es por su instinto de agresión; a
la gente le molesta que invadan su casa porque tiene un instinto territorial; las personas
se asocian y viven en comunidad porque tienen un instinto social; la gente acumula
riquezas por un instinto de propiedad, algunas personas tienen a cometer delitos porque
nacen con un instinto criminal, y así sucesivamente.
Es evidente que nuestro cuerpo y, en particular, nuestro sistema nervioso, tiene una
determinada arquitectura y composición, que nuestro sistema perceptivo sólo puede
recibir cierto tipo de información (no podemos percibir directamente ondas de
determinadas longitudes que están fuera del espectro visible o de nuestras capacidades
auditivas). Sin embargo, lo que resulta maravilloso es que no hemos tenido que esperar a
que se produzca una adaptación para poder percibir la luz infrarroja o ultravioleta, con
los rayos X, sino que hemos podido construir, gracias al funcionamiento de nuestra
inteligencia, aparatos que nos permiten registrar esos fenómenos ondulatorios. En este

226
sentido, las posiciones innatistas reducen a poca cosa el gigantesco proceso que
constituye el desarrollo cognitivo ofreciendo pruebas que, en la mayoría de los casos,
son circunstanciales (es decir, la presencia de tal conducta podría explicarse de otra
manera).
Cuando se empieza a recurrir a una multiplicidad de elementos ad hoc para dar
cuenta de un fenómeno que podría explicarse con menos elementos, entonces estamos
ante una explicación o teoría poco parsimoniosa. La ciencia ha progresado tratando de
encontrar mecanismos generales que expliquen una multitud de problemas. Así, la
explicación de Newton sobre la gravedad tuvo una acogida unánime porque permitía
explicar mediante un único principio fenómenos tan diversos como la caída de un
cuerpo, la atracción entre los planetas o las mareas. Y lo mismo podemos decir de la
teoría de la selección natural de Darwin. Por lo tanto, en la ciencia, hay que procurar
evitar el aumento de presuposiciones o elementos específicos para explicar los
fenómenos, y esto es lo que subyace en la metáfora de la navaja de Occam.
Desde la perspectiva de la explicación científica, se puede decir que el innatismo
resulta poco parsimonioso y, cuando se llega al extremo de explicar las conductas del
adulto (el lenguaje, la lógica, etc.) postulando que están contenidas de alguna manera en
la dotación hereditaria, se está renunciando al reto de comprender qué es el desarrollo.

1 Dejando aparte la explicación psicoanalítica que, pese a su influencia en las concepciones de la infancia, tiene
un carácter más interpretativo que experimental.
2 Aunque Karmiloff-Smith se refiere a dos tipos de conexionismo, el que ella denomina de la «Edad de Piedra»
refiriéndose al trabajo de Rumelhart y McClelland publicado en 1986, y el conexionismo actual, más próximo a
las teorías de sistemas dinámicos no lineales, aquí nos referimos sólo a este segundo.

3 Lo más sorprendente es que Spelke atribuye esta idea a Piaget, lo que representa una grave distorsión. Por
ejemplo, Spelke (1991, pág. 133) escribe: «Piaget propone que las concepciones de los niños están
inextricablemente ligadas a sus percepciones: La percepción y el pensamiento son dos aspectos de una única
capacidad en desarrollo». Si Piaget leyera esto posiblemente se revolvería en su tumba (como dice el título del
trabajo de Karmiloff-Smith, 1996), pues dedicó muchos escritos a combatir esa idea. Publicó un artículo titulado
«El mito del origen sensorial de los conocimientos científicos» (Piaget, 1957) y dedicó numerosas páginas a
establecer las relaciones complejas entre la percepción y la inteligencia (por ejemplo, Piaget, 1961).
4 Esta hipótesis no suele plantearse en los estudios sobre percepción o noción de objeto en bebés. Sin embargo, sí
se han formulado hipótesis parecidas en relación con las respuestas emocionales o la conducta de apego en bebés.

5 En las teorías conexionistas actuales se asume que el sistema (cognitivo) es autoorganizativo para explicar las
transformaciones que sufren las asociaciones en redes neurales.
6 Dawkins (1976, pág. 281) escribe que «al igual que los genes se propagan en un pozo de genes al saltar de un
cuerpo a otro mediante los espermatozoides o los óvulos, así los memes se propagan en el pozo de memes al saltar
de un cerebro a otro mediante un proceso que, considerado en su sentido más amplio, puede llamarse de
imitación»

7 Las posiciones innatistas radicales nacieron en la psicología anglosajona y, en particular, entre teóricos
estadounidenses. Las críticas mejor fundamentadas provienen, igualmente, del mundo anglosajón.
8 Cohen y Younger (1984) encontraron que bebés de 6 semanas procesaban sólo la orientación de cada línea y no

227
el ángulo, mientras que los de 14 semanas procesaban el ángulo.

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Mehler y R. Fox (eds.), Neonate cognition: Beyond the blooming buzzing confusion, Hillsdale, Nueva Jersey:
Erlbaum.

238
Edición en formato digital: 2014

© Carolina Callejas Alejano, Juan Delval Merino, Ileana Enesco Arana, Belén García Torres, Silvia Guerrero
Moreno, Laura Jiménez Márquez, M.ª Oliva Lago Marcos, Alejandra Navarro Sada y Purificación Rodríguez
Marcos, 2003
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2014
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
alianzaeditorial@anaya.es

ISBN ebook: 978-84-206-8818-3

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239
Índice
Relación de autores 7
Prólogo 8
1. El legado de Piaget 15
Introducción 15
1. Para entender a Piaget: algunos conceptos básicos 16
1.1 La acción: motor del desarrollo 16
1.2 Los esquemas: ladrillos del conocimiento 17
1.3 Asimilación y acomodación: dos caras de la misma moneda 18
1.4 La noción de objeto permanente 20
2. El periodo sensoriomotor 21
2.1 Estadio I (0 a 1 mes). La dotación del neonato: los reflejos y su
21
capacidad de acción
2.2 Estadio II (1-4 meses). Más allá de los reflejos: aparecen los primeros
22
hábitos
2.3 Estadio III (4-8 meses). Hay cosas interesantes en el mundo: ¿cómo
28
producirlas?
2.4 Estadio IV (8-12 meses). Metas que quiero alcanzar… 31
2.5 Estadio V (12-15/18 meses). Un científico empírico… en ciernes 34
2.6 Estadio VI (18-24 meses). Puedo resolver problemas imaginando… 38
Conclusiones 40
2. Antes de nacer 42
Introducción 42
1. El desarrollo prenatal 43
1.1 Fases del desarrollo 43
1.2 Desarrollo del cerebro 55
1.3 Movimientos espontáneos y movimientos reflejos 57
2. Alteraciones en el desarrollo prenatal 61
3. El recién nacido 64
3. El desarrollo de la percepción 67
Introducción 67
1. La investigación con bebés 68
1.1 Clasificación de los procedimientos 68
2. El desarrollo de la visión 72

240
2.1 Procesos visuales básicos 72
2.2 ¿Percibe el bebé la profundidad? 74
2.3 La percepción de la forma 80
2.4 Las constancias perceptivas 87
2.5 La percepción de los objetos 89
3. El desarrollo de la audición 93
3.1 ¿Oye el recién nacido? 93
3.2 Las preferencias auditivas 94
3.3 El caso de la percepción del habla 95
4. Relacionando distintos sentidos: la percepción intermodal 100
4.1 La coordinación visión-audición 100
4.2 La coordinación tacto-visión 101
4.3 Un caso especial de coordinación: la imitación de gestos faciales 102
Conclusiones 104
4. El mundo de los objetos 106
Introducción 106
1. La mente del bebé: ¿punto de partida o de llegada? 107
2. Nuevas formas de abordar el estudio de la noción de objeto 108
3. Reinterpretando las limitaciones de cada estadio 110
3.1 Los primeros meses: ¿fuera de la vista, fuera de la mente? 110
3.2 ¿Por qué el bebé del estadio III no busca el objeto cuando se esconde
123
por completo?
3.3 ¿A qué se debe el error A, no B? Hipótesis sobre el error del estadio IV 126
3.4 ¿Por qué no infiere desplazamientos invisibles? Hipótesis sobre el error
129
del estadio V
Conclusiones 132
5. El bebé y los números 134
Introducción 134
1. Los orígenes del conocimiento numérico 135
1.1 El aspecto cardinal del número 135
1.2 ¿Son sensibles los bebés a las relaciones ordinales? 140
1.3. Las habilidades aritméticas de los bebés 143
2. La naturaleza del conocimiento numérico 147
2.1. Los modelos numéricos 148
2.2 Los modelos no numéricos 152

241
3. ¿Cambio o continuidad en la competencia numérica temprana? 155
6. El desarrollo emocional 158
Introducción 158
1. ¿Cómo estudiar las emociones del bebé? 159
2. El desarrollo de las emociones 161
2.1 Las emociones primarias 162
2.2 El desarrollo de emociones secundarias o autoconscientes 167
2.3 El papel de las prácticas de crianza 171
2.4 La autorregulación emocional 171
3. El desarrollo del temperamento 172
3.1 Las dimensiones del temperamento 173
3.2 Estabilidad del temperamento y efectos a largo plazo 175
3.3 La influencia del medio social 176
4. Emociones, conducta y diferencias individuales: el caso de las relaciones
177
entre hermanos
5. Más allá de la infancia: la comprensión de las emociones 179
5.1 Emoción aparente y emoción real 180
Conclusiones 182
7. Las relaciones afectivas del bebé 184
Introducción 184
1. Primeras investigaciones sobre el apego 185
2. ¿Por qué se forman vínculos afectivos entre el bebé y la madre? 187
2.1 Prerrequisitos del bebé 188
2.2 Condiciones maternas que facilitan el apego 191
3. Etapas en la formación del apego 191
4. Modalidades de apego en humanos 192
4.1 Estudios clásicos 192
4.2 Actualizaciones y revisiones 196
4.3 Estudios sobre los factores que influyen en la formación de los distintos
197
patrones de apego
4.4 Alternativas a las interpretaciones clásicas del apego 199
5. De la conducta a la representación mental 204
6. Formación de apego en condiciones anómalas: adopción y maltrato 205
Conclusiones 209
8. La concepción del bebé en la psicología actual 211

242
Introducción 211
1. Diferentes formas de innatismo 213
2. El desarrollo como enriquecimiento 215
3. ¿Qué debemos entender por innato? 216
4. ¿Qué nos dicen los experimentos con recién nacidos? 218
5. ¿Y qué dicen otros especialistas? 220
6. De vuelta al concepto de una mente 222
7. ¿Cómo se podrían establecer las diferencias de dominios? 224
Conclusiones 226
Bibliografía 229
Créditos 239

243

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