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y la ciencia
ilustrada
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Índice
Presentación 6
segundo lugar porque permite una visión, en una obra de reducida extensión, del conjunto de
las aportaciones de Jorge Juan a la ciencia de su tiempo, que muchas veces quedan oscurecidas
por su participación en la misión científica de la medición del meridiano terrestre. La lectura
de los distintos artículos deja claro el carácter polifacético del científico y la complejidad del
personaje.
Por tanto, entendemos que esta edición es lo que podría considerarse una «puesta al día»
de una figura clave en el intento ilustrado que en el siglo XVIII trató de equiparar la actividad
científica en nuestro país con la que se desarrollaba en Francia e Inglaterra. Estamos seguros de
que el resultado final será de interés para el lector.
Jorge Juan Santacilia (1713-1773)
En el año 2013, con ocasión de los actos conmemorativos del tercer centenario del nacimiento
del marino y científico Jorge Juan Santacilia, ya advertimos lo complicado que resultaba resu-
mir en pocas páginas una vida tan intensa y fecunda como lo fue la suya. Una vida plagada de
acontecimientos de gran calado científico y político mezclados, en muchas ocasiones, con un
fuerte componente de riesgo y aventura. Desde nuestra perspectiva actual asombra su capaci-
dad para desarrollar tantos y tan diferentes cometidos durante los poco más de sesenta años que
duró su vida. De salud frágil y presa de constantes achaques, tras sufrir diferentes accidentes
a lo largo de su trayectoria vital, la muerte le sorprendió, lamentablemente para la España del
momento, en plena madurez intelectual (Die; Alberola, 2002). Y se perdió un sabio y un gran
marino; pero también un eficacísimo servidor del Estado. Igualmente poníamos de manifiesto
la necesidad de iluminar algunos espacios todavía oscuros en esa vida plena de acontecimientos
en los que se mezclaron la ciencia, la técnica, el afán por educar y la política y que hicieron
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
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que nuestro personaje experimentara la satisfacción que acompaña al éxito profesional, pero
también el vértigo que es propio del riesgo, el peligro o la aventura.
Uno de esos espacios oscuros en la trayectoria vital del marino, sobre los que nos ha sido
posible aportar datos relevantes para su total esclarecimiento, lo constituía precisamente la con-
troversia acerca del lugar de su nacimiento, disputa artificiosa surgida en la última década del
siglo XIX que logró sobrepasar el siglo XX y que, como decimos, ha quedado ya definitivamente
zanjada (Die; Alberola, 2015a: pp. 401-419; Die; Alberola, 2015b: pp. 19-38).
Aunque razones de espacio nos impiden hacer un relato exhaustivo de la cuestión, el punto
de arranque se encuentra en el hecho de que Jorge Juan vino al mundo el 5 de enero de 1713
en una hacienda familiar situada en el término de la villa de Novelda (Alicante), pero fue bauti-
zado en la vecina localidad de Monforte, población que por entonces pertenecía al término de
la ciudad de Alicante. Aunque la familia Juan formaba parte de la pequeña nobleza asentada en
esta urbe, pasaba largas temporadas en la finca de Novelda pues era allí donde se encontraban
sus tierras y sus rentas.
Su padre, el caballero alicantino Bernardo Juan Canicia, había casado en segundas nupcias
con la dama ilicitana Violante Santacilia Soler de Cornellá, ambos viudos y con hijos de sus
anteriores matrimonios. Fruto de su unión fueron otros cuatro hijos, de los que Jorge fue el
segundo, conformándose así un complejo universo familiar de hermanos enteros y medio her-
manos tanto de padre como de madre. Conviene recordar en este punto que, en la sociedad del
Antiguo Régimen, los primogénitos de las familias nobles y acomodadas estaban llamados a he-
redar los vínculos y mayorazgos familiares, teniendo con ello su futuro asegurado, mientras que
los restantes hijos varones —los llamados segundones— habían de optar entre seguir la carrera
eclesiástica o la militar como únicas salidas profesionales dignas de su condición nobiliaria.
El hecho de que, pese a nacer en Novelda, el bautismo de Jorge tuviera lugar en Monforte
obedeció a una hábil y eficaz estrategia ideada y puesta en práctica desde mucho tiempo atrás
por la familia Juan, con el objetivo de que todos aquellos de sus segundones que nacieran en
Novelda pudieran gozar de los derechos «pilongos» que adquirían al ser bautizados en Monfor-
te porque, al ser considerada esta población por aquel entonces «calle» de Alicante, conseguían
con ello el derecho a optar al disfrute de las dignidades y canonicatos de la Iglesia Colegial de
San Nicolás de Alicante, si se inclinaban al estado eclesiástico. Y es que dicha colegiata gozaba,
desde la incorporación de la ciudad a la Corona de Aragón en tiempos de Jaime II, del privile-
gio de que todas sus dotaciones, capellanías y beneficios debían conferirse a sacerdotes nacidos
en Alicante o su término —dentro del cual se encontraba Monforte—; privilegios confirmados
en 1596 por el Papa Clemente VIII (Die; Alberola, 2015b: pp. 19-38). Se trataba pues de una
estrategia familiar que de ese modo garantizaba la futura estabilidad económica y el respeto
social de sus segundones, y que explica por qué fueron bautizados en Monforte todos los de la
familia Juan nacidos en Novelda mientras que no sucedió así con los primogénitos, los cuales,
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cuando nacían en Novelda, recibían el bautismo allí. Podemos concluir por tanto que Jorge
Juan, en su calidad de segundón, fue bautizado en Monforte precisamente por haber nacido
en Novelda.
Otra consecuencia de su condición de segundón fue que, tras quedar huérfano de padre
cuando aún no había cumplido los tres años, su educación corrió de cuenta de su tío y tutor
Cipriano Juan Canicia, caballero de la Orden de San Juan, en la que llegó a ocupar cargos de
gran responsabilidad. Tras estudiar las primeras letras en el colegio de los jesuitas de Alicante,
Jorge marchó con su tío a Zaragoza donde solicitó su ingreso en la Orden de Malta, para lo que
hubo de efectuar las preceptivas pruebas de nobleza y limpieza de sangre. Cipriano consiguió
para su sobrino el nombramiento de paje del gran maestre de la Orden Antonio Manuel de
Villena y, apenas cumplidos los doce años, le envió a Malta, donde permaneció cerca de cuatro
años, al cabo de los cuales se le concedió la encomienda de Aliaga.
Testimonios documentales dispersos confirman que Juan nunca llegó a efectuar las cuatro
preceptivas «carabanas»1 o expediciones navales contra los piratas berberiscos que todo aspi-
rante a profesar en la Orden debía llevar a cabo en sus galeras. La no realización de las mismas
le llevó a suplicar en 1748 del gran maestre Pinto da Fonseca su dispensa, solicitando se le
compensaran con los cuatro años de campañas que durante su etapa de guardia marina había
desarrollado por el Mediterráneo en los navíos del rey de España. Pinto accedió a condición de
que Jorge Juan obtuviera la bula papal, exigencia que no sabemos si llegó a cumplimentar. Sea
como fuere de lo que si tenemos constancia, porque así se contiene en un codicilo o disposición
testamentaria de su madre fechado en 1760, es que en esas fechas todavía se mantenía novicio
sin haber llegado a profesar en la Orden. Y este hecho era decisivo a efectos sucesorios pues el
marino, según declaraba su madre, todavía podía contraer matrimonio y tener herederos legí-
timos, razón por la que lo incluía como segundo en la línea de sucesión del vínculo que había
creado años atrás en cabeza de su hijo menor, Bernardo. Vemos pues que la etapa maltesa de
Juan y su pertenencia a la Orden de San Juan requiere de un esfuerzo investigador en la búsque-
da de nueva documentación que alumbre aspectos todavía oscuros a día de hoy (Die; Alberola,
2015b: pp. 39-40 y pp. 68-71).
A mediados de 1729 Jorge Juan regresó a España y solicitó su ingreso en la Compañía de
Guardias Marinas de Cádiz, para iniciar su formación como oficial de la Armada española,
compaginando el estudio de asignaturas científicas tales como Navegación, Astronomía, Ma-
temáticas, Maniobra naval, Fortificación, etc., con la adquisición de conocimientos y destrezas
sociales como idiomas, esgrima o baile. Todo ello resultaba necesario para el desempeño de sus
comisiones, pues en el transcurso de su vida profesional los marinos representaban a la Corona
española allá donde estuvieran y debían saber moverse en todo tipo de ambientes y situaciones:
1 La palabra «carabana» procede de «cárabo» que era el navío usado por los turcos y los piratas en el Mediterráneo (O’Scanlan,
1831, XLVI).
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navegar y dirigir un buque, desarrollar acciones bélicas, repeler ataques, negociar rendiciones,
comportarse adecuadamente en recepciones, tener habilidades diplomáticas, etc. Juan pasaría
los cuatro años siguientes alternando los estudios en la Academia de la Compañía con la parti-
cipación en diferentes acciones navales por el Mediterráneo, como la que en 1731 condujo al
infante don Carlos para tomar posesión de los ducados de Parma, Piacenza y Toscana o la que
en 1732 reconquistó Orán. De finales de 1733 data su último destino. Embarcado en el navío
León, integrante de la escuadra comandada por Blas de Lezo, patrulló durante varios meses el
golfo de Túnez.
Refiere Guillén Tato que su capacidad intelectual y su dominio de las matemáticas propi-
ciaron que fuera nombrado en enero de 1735, junto con el sevillano Antonio de Ulloa y de la
Torre Guiral, miembro de la expedición geodésica que, organizada por la Academia de Ciencias
de París y autorizada por la Corona española, marcharía al virreinato del Perú para medir un
grado de meridiano por debajo del ecuador y poder determinar la forma exacta y el tamaño de
la Tierra. A finales de mayo de 1735 los dos jóvenes guardias marinas, ascendidos de golpe a
tenientes de navío, partieron para el Nuevo Mundo para encontrarse en Cartagena de Indias
con los comisionados franceses e iniciar una auténtica aventura científica que les retendría en el
continente americano hasta finales de 1744 (Guillén, 1936: pp. 26-35).
Gracias al estudio, ya clásico, de Antonio Lafuente y Antonio Mazuecos sabemos que los
expedicionarios desarrollaron sus trabajos en medio de grandes penurias, en la llanura que se
extiende a lo largo de dos cadenas montañosas entre las poblaciones de Quito y Cuenca (La-
fuente; Mazuecos, 1987: pp. 95-120). Una extensión de unos 350-400 km que midieron a
pie y divididos en dos grupos que marchaban en direcciones opuestas. Para poder realizar las
triangulaciones hubieron de ascender a grandes alturas y soportar fríos extremos y violentas
tempestades. Juan y Ulloa, además de efectuar las observaciones astronómicas, mediciones geo-
désicas y cálculos matemáticos necesarios para determinar la medida del grado de meridiano,
se ocuparon también de recoger datos sobre la sociedad, geografía, historia y situación militar
y política de aquellos territorios (Juan; Ulloa, 1978). Las continuas disputas surgidas entre los
académicos franceses dinamitaron su unidad y afectaron a las tareas de los dos españoles, quie-
nes, además, hubieron de afrontar la animadversión de las autoridades locales y virreinales así
como todo tipo de impedimentos.
Cuando en 1740 Inglaterra y España entraron en guerra, Juan y Ulloa hubieron de atender
los requerimientos del virrey para hacer frente al hostigamiento al que sometía la escuadra
inglesa mandada por Georges Anson a las poblaciones costeras de Chile y Perú. También ve-
rificaron las obras de fortificación de Lima, Guayaquil y otros enclaves, entrenaron las tropas
existentes y acondicionaron, armaron y dirigieron dos fragatas con las que patrullaron durante
meses las desprotegidas costas chilenas y las islas de Juan Fernández. Obviamente, ello les
obligó a desatender su misión geodésica; aunque aprovecharon las circunstancias para levantar
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planos de las costas, bahías y ciudades; anotar rumbos, derrotas, corrientes y vientos y llevar a
cabo observaciones astronómicas, barométricas, de latitud y del péndulo.
Todas estas circunstancias provocaron que las tareas científicas se alargaran casi diez años y
que los marinos españoles las finalizaran en solitario, pues varios de los expedicionarios fran-
ceses regresaron a Europa según fueron concluyendo sus mediciones. A finales de 1744 Juan
y Ulloa zarparon por separado rumbo a Europa. La travesía resultó muy accidentada para el
segundo, pues su embarcación cayó en manos inglesas y él fue hecho prisionero; aunque al
llegar a Londres y demostrar su condición de científico y de integrante de la expedición para la
medida del meridiano fue liberado y, posteriormente, propuesto y aceptado como miembro de
la Royal Society. Por su parte Jorge Juan, tras diez meses de navegación, desembarcó en Brest
a finales de octubre de 1745 y de allí pasó a París, donde la Académie Royale des Sciences le
nombró socio correspondiente.
Finalmente llegó a España a primeros de 1746. Tenía treinta y tres años y, junto con su com-
pañero Antonio de Ulloa que arribó a la capital española pocos meses después, había adquirido
un gran bagaje científico y técnico fruto de la larga y estrecha relación mantenida con los acadé-
micos franceses. Así, los «pequeños filósofos», como denominó despectivamente Voltaire a los
jóvenes marinos diez años atrás, retornaban a su patria magníficamente formados y en calidad
de miembros de las dos instituciones científicas más importantes del momento (Die; Alberola,
2015b: pp. 45-46 y pp. 71-74).
La Corte les acogió con indiferencia. Nadie les conocía, pocos les recordaban, sus antiguos
mentores habían fallecido, reinaba otro monarca —Fernando VI— y dominaba el panorama
político el poderoso Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada, titular de
las carteras de Guerra, Hacienda, Marina e Indias y firmemente decidido a cambiar las estruc-
turas socioeconómicas del país y su imagen en Europa (Abad, 1985; Gómez Urdáñez, 1996
y 2017). Jorge Juan y Antonio de Ulloa consiguieron despachar con él y rendir cuentas de la
misión. Ensenada advirtió su importancia, alentó la publicación inmediata de los resultados
científicos del viaje y garantizó su impresión. De ahí que, en 1748, aparecieran firmadas por
ambos marinos las Observaciones Astronómicas y Physicas hechas de orden de S. Mag. en los Reynos
del Perú y la Relación Histórica del viage a la América Meridional.
La primera de las obras, redactada por Jorge Juan, recogía los resultados científicos de la
medición, evidenciando el dominio, por parte del autor, del cálculo infinitesimal y de la astro-
nomía física newtoniana (Ausejo; Medrano, 2015: pp. 155-178). En la segunda era Antonio de
Ulloa quien proporcionaba abundante e importante información sobre la historia, geografía,
etnografía y muchas otras cuestiones del virreinato peruano. Ambas obras recogían diferentes
planos y dibujos, el mapa de la meridiana medida en Quito y la carta de la Mar del Sur y, pese a
los obstáculos del Santo Oficio, dieron a conocer al mundo, antes que los académicos franceses, las
conclusiones científicas del viaje y proporcionaron fama y reconocimiento a sus autores. En 1749
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su dirección se diseñaron y trazaron los planos para toda clase de buques y sus diferentes piezas,
dando lugar a un nuevo método de construcción naval. Esta aportación de Jorge Juan resulta
fundamental, pues creó un sistema propio de arquitectura de buques en el que aplicó sus cono-
cimientos de mecánica, hidráulica y cálculo diferencial e integral y en el que las innovaciones
no se limitaron a la carpintería del buque sino que abarcaron también el aparejo y disposición
de la jarcia en el navío (Guillén, 1936: pp. 222-228; Rivera, 2011). Tras su aprobación, se im-
plantó en todos los astilleros y estuvo vigente hasta su sustitución, en 1765, por el método del
ingeniero francés François Gautier.
Entre 1750 y 1754 Jorge Juan desempeñó diferentes comisiones en campos tan diversos
como la cartografía, la minería, la hidráulica o la siderurgia, que le obligarían a moverse conti-
nuamente de un extremo a otro del país, tal y como detalla su secretario Miguel Sanz en su Breve
noticia (Sanz, 2013: pp. 62-66 y pp. 73-76). Así, se desplazó a la sierra de Alcaraz para estudiar
la viabilidad de un canal que regara las tierras de Lorca y Totana con las aguas de los ríos Castril
y Guardal; visitó las minas de mercurio de Almadén, para cuyas galerías ideó un sistema de
ventilación, e inspeccionó el astillero de Guarnizo y el complejo siderúrgico santanderino de La
Cavada, donde supervisó la fábrica de cañones allí instalada. Para satisfacer uno de los objetivos
prioritarios del marqués de la Ensenada redactó, de consuno con Antonio de Ulloa, unas Ins-
trucciones para el levantamiento del mapa de España siguiendo estrictas observaciones geodésicas
y astronómicas (Espinosa, 1809: pp. 143-155; Ruiz; Ruiz, 2005; Mas, 2006: pp. 214-238; Gil,
2015: pp. 377-399) y elaboró los estatutos para una Sociedad Real de Ciencias de Madrid que,
como en otros Estados europeos, debía velar por la enseñanza y difusión de las ciencias físicas y
matemáticas (Roca, 1899; Die; Alberola, 2010). Ambas iniciativas quedarían paralizadas tras la
caída, a mediados de julio de 1754, del marqués de la Ensenada (Sanz, 2013: pp. 78-80).
El sustituto de Ensenada en las Secretarías de Marina e Indias fue el bailío Julián de Arriaga
quien, pese a sus escasas dotes y dedicación, permanecería al frente de ambos Ministerios hasta
su muerte en enero de 1776. Un largo mandato en el que la financiación para el incremento y
la reforma de la Armada descendió llamativamente, abocando a esta a un lento pero imparable
declive (Baudot, 2009 y 2010). Fue un período en el que, inicialmente, Jorge Juan perdió la
privilegiada situación de que gozaba en la Corte y la influencia de que había disfrutado hasta
entonces aunque, con el tiempo, Arriaga también habría de recurrir a él encargándole la ela-
boración de informes sobre la Marina o los territorios americanos, dictámenes científicos y
técnicos o enviándole allá donde pensaba que su presencia era indispensable para solucionar el
problema que fuere (Baudot, 2015: pp. 279-303). Nuestro hombre, en suma, continuó siendo
imprescindible, aunque ello le reportara constantes viajes que le quitaban tiempo para el estu-
dio y que su delicada salud iba encajando cada vez peor.
Una de las facetas de Jorge Juan que ofrece mucho campo de estudio todavía es la rela-
tiva a su capacidad para acometer reformas de carácter educativo (Die; Alberola, 2013). En
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La medición del meridiano terrestre
(1735-1748)
Introducción
Desde finales del siglo XV, con el advenimiento de los grandes viajes transoceánicos, los países
europeos con fuertes intereses marítimos, como fueron Reino Unido, Francia, Países Bajos y
España entre otros, tuvieron que hacer frente a dos grandes problemas de origen náutico que
quedaron resueltos, casi a la vez, en la segunda mitad del siglo XVIII.
El primero de ellos era el cálculo de la posición (latitud y longitud) en la mar, cuyo cono-
cimiento era fundamental para la navegación segura de los barcos. Mientras que la latitud, es
decir, a qué altura en el sentido norte-sur del globo terrestre navega un buque, fue conocida con
cierta exactitud desde finales del siglo XV por procedimientos astronómicos (observaciones de
Sol y de estrellas), la longitud, posición que ocupa el buque en el sentido este-oeste, era bastante
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
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más difícil de calcular ya que está ligada al movimiento de rotación de la Tierra. Para resolver
el problema de cálculo de la longitud en la mar se arbitraron diversos métodos, tanto astro-
nómicos como mecánicos, pero el más utilizado, a partir de 1766, fue el de los cronómetros
marinos cuyo impulsor, el relojero inglés John Harrison, genio de la mecánica, fue mejorando
sus prototipos hasta conseguir que estos dieran la exactitud y precisión adecuadas. En esencia,
este método establece que con un buen reloj marino abordo, que mantenga la hora del puerto
de salida del buque con cierta precisión, se puede obtener el valor de la longitud del mismo,
calculando la diferencia horaria entre la hora que marcó el reloj a la meridiana en el puerto de
salida (las 12 del mediodía) y la que marca dicho reloj al pasar el Sol por el meridiano por el
que navega el barco.
El otro problema, que es sobre el que versará esta pequeña contribución, era averiguar la
forma de la Tierra, es decir, ¿la Tierra es esférica?, ¿está achatada por el ecuador?, ¿lo está por
los polos?
La controversia
entre las que destacaron la Royal Society de Londres y la Academia de Ciencias de París, que
rivalizaron en algunos aspectos científicos.
Francia destacó particularmente en el campo de la geodesia, la ciencia que estudia la forma
de la Tierra, y se afanaron en efectuar el mapa terrestre de su territorio y en el estudio de las
dimensiones de nuestro planeta, midiendo en distintas ocasiones la longitud de un grado de
meridiano en las proximidades de París. Medir la longitud de un arco de meridiano consiste en
determinar la distancia que separa dos puntos de un círculo máximo, cuya diferencia de latitud
es conocida. De los resultados de estas mediciones —efectuadas por la saga de la familia Cassini
en varias generaciones, personas de mucho prestigio y credibilidad en Francia y que dirigieron
el Observatorio de París— se desprendía que la longitud del grado de meridiano siempre era
mayor cuanto más hacia el sur eran medidos, prueba inequívoca de que la Tierra era de forma
apepinada, es decir, achatada por el ecuador. Este planteamiento fue asumido por la Academia
francesa, con Descartes a la cabeza, como algo incuestionable e irrefutable.
Sin embargo, un hecho importante que se oponía a la visión francesa del problema era que
Richer, en 1672, observó en Guyana que su reloj de péndulo se atrasaba del orden de 2 minutos
y 28 segundos al día (medido este por el periodo de tiempo que transcurría entre dos culmina-
ciones consecutivas del Sol) en las proximidades del ecuador, mientras que en París marcaba las
horas correctamente. Para devolverle la exactitud perdida debía acortar la longitud del péndulo
en algo más de 2 mm. Como las fuerzas de la gravedad en dichos puntos debían estar en la
misma relación de desigualdad que las longitudes del péndulo (Ley del periodo del péndulo
simple), postuló que los cuerpos perdían peso en las proximidades del ecuador con respecto a
su peso en París y dedujo, por tanto, que París estaba más cerca del centro del planeta que el
ecuador, luego la Tierra estaba achatada por los polos.
Jorge Juan, en sus Observaciones astronómicas, enuncia de esta manera este mismo razona-
miento:
Imagínense dos canales de materia fluida y homogénea, que van el uno desde el centro de la tierra al ecuador
y el otro desde el mismo centro hasta el polo, en los cuales la pesadez de cada partícula de materia se ejerza hacia
el centro; y se verá, que para que se mantengan estos en equilibrio, es preciso que pesen igualmente; pero como
la pesadez de cada partícula de materia en el primero sea menor que en el segundo, es preciso que, para que
queden en equilibrio, haya más cantidad de materia en el primero que en el segundo: luego debe ser más largo
aquel que este: esto es, el radio del ecuador mayor que el semieje: luego la figura de la tierra en toda suposición,
será una esferoide chata hacia los polos.
Por su parte Newton, tras la publicación de sus Principia, junto a la Royal Society abogaba,
en base a diferentes hechos físicos (el movimiento de rotación de la Tierra, la ley del péndulo
simple, la acción de la fuerza centrífuga, los estudios sobre la gravedad terrestre, etc.) por una
Tierra achatada por los polos. En el fondo de estos posicionamientos, que enfrentaban a estas
dos prestigiosas instituciones científicas sobre esta cuestión particular, subyacía una distinta
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
25
concepción de las teorías que, en un contexto general de la ciencia, defendían sus dos máximas
figuras: Newton y Descartes; newtonismo y cartesianismo. La polémica pues estaba servida.
La resolución adoptada
Mientras que los ingleses no mostraron demasiado interés en implicarse de forma activa en
este debate, convencidos de que en base a los hechos científicos citados estaban en posesión de
la razón, los franceses y su Academia, apoyados en la gran experiencia acumulada y avalada a
lo largo de muchísimos trabajos geodésicos, trataron este tema como una cuestión de Estado
y de honor, y sí que estaban dispuestos a hacer lo posible por demostrar que su postura era la
correcta.
No obstante, algunos académicos franceses decían que de ser erróneos los resultados ob-
tenidos por los Cassini se debería, sin lugar a dudas, a haber medido los grados de meridiano
demasiado próximos entre sí, al estar todos ellos en suelo francés, porque entonces, al ser sus
longitudes muy parecidas, casi iguales, podía darse el caso de que cualquier pequeño error fuera
suficiente para disfrazar el resultado, de modo que apareciera como mayor el que en realidad
era menor y viceversa.
Ante la sombra de duda sobre la calidad del trabajo realizado por los Cassini, que reflejaba
este anterior planteamiento, y con el ánimo de zanjar de forma definitiva la cuestión, las autori-
dades francesas, con gran confianza en la amplia y larga experiencia geodésica de sus científicos,
de la que no gozaban sus homónimos ingleses, se comprometieron a financiar y llevar a cabo
dos expediciones científicas con la misión de medir un grado de meridiano en dos latitudes
distintas y alejadas entre sí, así como de París. Los lugares elegidos fueron Laponia, cercana al
polo norte, y otro en un lugar en las cercanías del ecuador. La comparación de las medidas del
grado de meridiano obtenidas en estos tres lugares, suficientemente alejados entre sí, iba a traer,
sin lugar a dudas, la solución a la controversia creada y, según ellos pensaban, con un veredicto
en favor de sus planteamientos.
Como lugar de la medición cercana al ecuador terrestre los franceses eligieron la ciudad de
Quito, situada en el Virreinato del Perú, perteneciente al Reino de España, por lo que el mo-
narca francés Luis XV solicitó a su pariente, el monarca español Felipe V, autorización para que
la citada expedición pudiera llevarse a cabo en tales tierras de su soberanía. La contestación por
parte española no se hizo esperar en el sentido de acceder a lo solicitado, e imponiendo una única
condición, que era que dos científicos españoles debían formar parte de la misma. Los elegidos
fueron Jorge Juan y Antonio de Ulloa, dos jóvenes marinos españoles pertenecientes a la Acade-
mia de Guardias Marinas de Cádiz, que fueron ascendidos con carácter de urgencia a tenientes de
navío para equipararlos en categoría a los académicos franceses que participaban en la expedición.
26
La iniciativa de llevar a cabo este proyecto científico, esto es, el desarrollo de las dos ex-
pediciones, venía propiciada de un lado por la Marina francesa, encargada de llevar a cabo el
proyecto, y de otro por la propia ciencia, la Academia de Ciencias de París, proponiéndolo,
solicitándolo y aportando el personal necesario. Por tanto, la navegación más precisa y segura,
preocupación prioritaria en todas las marinas de la época, fue una de las cuestiones que más
influyó en la toma de esta decisión. Por parte española también se percibió de la misma manera
esta expedición, siendo precisamente elegidos para ayudar a llevarla a cabo personal de la Real
Armada (Juan y Ulloa).
La expedición a Laponia
Durante el desarrollo de la campaña, que se caracterizó por las fuertes penurias económicas
que padecieron a lo largo de toda la expedición, tuvieron que afrontar toda clase de penalida-
des, tales como la tremenda dificultad de tener que enfrentarse a un clima y una orografía muy
adversos y el continuo estado de disputa entre ellos que, en determinados momentos, les hacía
tener que trabajar en solitario y sin ningún tipo de coordinación en los trabajos geodésicos o
astronómicos. Además, sufrieron enfermedades que incluso acabaron con la vida de alguno de
sus miembros, y fuertes epidemias, como una de viruela.
Los marinos españoles, por su parte, tuvieron también importantes enfrentamientos con el
gobernador de la Audiencia de Quito. Además, en diversas ocasiones se les encomendó por las
autoridades del virreinato efectuar dictámenes sobre las defensas y fortificaciones de distintas
plazas, levantaron diversos portulanos de distintos puertos y bahías de algunas de las ciudades
por las que pasaron, y en el periodo de guerra con los ingleses (1739-1748) fueron moviliza-
dos durante alrededor de tres años y, entre otras misiones, estuvieron al mando de dos buques
mercantes de la Armada (Belén y Rosa) navegando por el Pacifico sur y defendiendo las costas
españolas.
En cuanto a la misión geodésica hay que decir que nunca se suspendieron sus trabajos.
Prácticamente desde el principio actuaron en dos grupos de trabajo que, a veces, se convirtieron
en tres. De un lado Juan y Ulloa junto a Godín, y de otro Bouguer con La Condamine, que
también acabaron separándose y presentando sus resultados por separado ante la Academia.
En 1742 se da por terminada la misión y en 1743 cada uno decide su propio regreso a Eu-
ropa como buenamente puede. Solo La Condamine regresa por el curso del Amazonas que es
lo que había previsto la Academia inicialmente. En julio de 1744 y en febrero de 1745 llegan
a París Bouguer y La Condamine, respectivamente, y comienza una agria disputa entre ellos
en la presentación de los resultados. Godin regresa bastante más tarde pues debe quedarse en
el virreinato debido a una fuerte deuda que había contraído, para poder saldarla es nombrado
Catedrático de Matemáticas de la Universidad de Lima.
En 1751 llega a París y al poco tiempo es nombrado, a propuesta de Jorge Juan y Antonio
de Ulloa, Director de la Academia de Guardias Marinas de Cádiz, cargo que ocupó hasta su
muerte en 1760. No publicó nada sobre la expedición y, aunque en un principio fue expulsado
de la Academia francesa, más tarde fue readmitido con todos los honores.
Por su parte, Jorge Juan y Antonio de Ulloa salieron del puerto del Callao con dirección a
Europa en 1745 en dos barcos franceses, el Lys y el Deliverance respectivamente. Regresaron por
vías separadas, y mientras que el primero arribó a Brest a finales de octubre de 1745, el Delive-
rance, buque en el que viajaba Ulloa, fue apresado por el buque Sunderland de la Armada inglesa
y, trasladado a este, llegó a Portsmouth en diciembre de 1745. Jorge Juan pasó por París antes de
llegar a España y fue nombrado académico correspondiente de la Academia de Ciencias de París,
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
29
mientras que Ulloa en Londres fue nombrado miembro de la Royal Society. A mediados de 1746
ambos marinos ascendidos a capitanes de fragata, se encontraban ya en España.
Empieza aquí, verdaderamente, el tratamiento con una cierta profundidad de los aspectos cien-
tíficos de la misión, difíciles de trasladar al lector no iniciado en estos temas. Considero que la
ausencia de esta parte del trabajo desvirtuaría la presentación convirtiéndola en un mero repaso
histórico de estos acontecimientos científicos de relevancia. Quiero hacer hincapié en ellos pues
de la obra de una persona que trabaja en ciencia se trata, más que de la de un historiador, que
no lo soy.
La triangulación geodésica
El método que utilizaron para medir el grado de meridiano en las proximidades de Quito fue
la triangulación geodésica. Desde mediados del siglo XVII hasta 1735, año en que comenzó la
expedición al Virreinato del Perú, los científicos franceses, desde Picard a los Cassini, habían
adquirido mucha experiencia en la medida de distintos grados de meridiano, todos ellos situa-
dos en las proximidades de París, con el fin último de dimensionar la Tierra y, a ser posible,
determinar su forma.
El fundamento teórico del método consiste en trazar sobre una franja del terreno una red de
triángulos concatenados, cuyos vértices sean puntos notables del mismo (cimas de montañas,
o diversos accidentes geográficos bien visibles a distancia, al objeto de poder ser observados),
orientados según el meridiano (la línea polo norte-cenit del observador-polo sur). El primer
vértice del triángulo, más al norte (ver figura 1), se situó en Pueblo Viejo (Mira) y el último
vértice, el situado más al sur, lo estaba en Cuenca. La idea era seleccionar la línea poligonal
formada por los lados de estos triángulos que estuvieran más a poniente, y proyectarla sobre la
línea meridiana a fin de obtener una distancia en toesas (1 toesa = 1,945 metros) de esa porción
de meridiano, limitado por las latitudes de los puntos extremos ya referidos. Había, por tanto,
de determinarse con la máxima precisión posible las longitudes de esos lados de la poligonal
(XY) y, además, su inclinación, su orientación, la diferencia de nivel entre los vértices, etc.
Para dar inicio al establecimiento de la red así diseñada, primero de todo debía efectuarse la
medida rigurosa sobre el terreno de una base fundamental geodésica cuya longitud tuviese una
magnitud significativa, a fin de que los triángulos que se pudiesen formar con dicha base, como
uno de sus lados, estuviesen bien conformados, es decir, sin ángulos excesivamente agudos ni
obtusos.
30
La base elegida estaba situada en un terreno conocido como llano Yaruquí y los extremos
de ella fueron situados en los puntos Carabúru y Oyambáro. Huelga decir que estos puntos no
tenían la misma elevación.
La medida de esta base se efectuó a partir de tres perchas de 6,5 metros de longitud cada
una, que se fueron colocando en horizontal sobre el terreno y en línea recta desde un extremo
al otro de la base, una tras otra. Las perchas se iban retirando de un extremo una vez efectuadas
las medidas correspondientes y se iban trasladando a la derecha. De esta forma llegaron a medir
una distancia entre los dos extremos de aproximadamente 6.272 toesas, mientras que el desni-
vel era de 126 toesas entre dichos dos puntos.
Por la forma como se había efectuado la medida, tratando de evitar las irregularidades del te-
rreno, la distancia obtenida era horizontal. Para iniciar el proceso de cálculo de los elementos de
todos los triángulos (valor de los ángulos y longitud de los lados) se necesitaba que la distancia
horizontal obtenida de la base fundamental se transformase en distancia en línea recta real entre
los dos extremos. Esto se realizó por procedimientos geométricos y cálculos trigonométricos
teniendo en cuenta el valor de las medidas efectuadas de los ángulos de depresión y de elevación
entre los dos extremos de la base, así como el valor de la distancia horizontal medida. El resul-
tado de este cálculo fue que la base fundamental (AB) medía 12.228,1 mts = 6.286,94 toesas.
Una vez obtenida la longitud en línea recta de la base fundamental, se comenzó el cálculo,
es decir, con dicha base cómo lado del primer triángulo, y los puntos extremos de la misma
como los dos primeros vértices, se efectuaron observaciones visuales precisas al tercer vértice, a
fin de obtener el valor de los ángulos adyacentes a la base.
Conocido un lado y los dos ángulos adyacentes de un triángulo, efectuando los correspon-
dientes cálculos trigonométricos, se determinaron el resto de elementos del mismo, es decir,
las longitudes de los otros dos lados y la amplitud angular del ángulo opuesto a la base. Se
hicieron medidas también de los ángulos de elevación y depresión de todos los lados para la
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
31
posterior nivelación. Esos cálculos se extendieron al resto de los treinta y cinco triángulos de la
red, obteniéndose todos los elementos de los mismos. Como prueba de comprobación sobre
la bondad de todo el proceso, midieron una segunda base fundamental (θξ) sobre el terreno,
tal y como habían medido la primera, y compararon las dos longitudes obtenidas por ambos
métodos (medida directa y cálculo a través de toda la red). La diferencia de longitudes rondaba
el medio metro, lo cual da muestra de la calidad de toda la triangulación efectuada, así como
de la exactitud de las observaciones y medidas.
Elegida pues la poligonal occidental formada por los lados más a poniente de los triángulos,
otro aspecto a tener en cuenta era que sus vértices estaban a distintos niveles y, por supuesto,
que toda ella estaba situada en el espacio, es decir, no contenida en un plano. A fin de obtener
la contribución de cada lado de la poligonal a la medida del grado de meridiano (ver figura 2),
había que efectuar, pues, la proyección de cada uno de ellos sobre la línea meridiana.
En primer lugar, por medio de un procedimiento geométrico y trigonométrico a partir de
la longitud conocida de cada lado (XY) de la poligonal en el espacio, y de los ángulos de eleva-
ción y depresión de cada uno de ellos, se calculan las medidas horizontales de cada lado (XY1),
es decir, todos ellos ya en el plano del horizonte (plano XZ), que como sabemos contiene la
meridiana.
Para obtener los ángulos de orientación (α,β,γ....) que nos permitirán proyectar cada lado
(XY1) sobre la meridiana, hay que materializarla y para ello se puede seguir el siguiente proce-
dimiento: por cada uno de los lados (XY) de la poligonal original (ver figura 3) se hace una
representación de la esfera celeste con el vértice más bajo (de menor nivel) como centro, (toma-
remos como ejemplo el lado GK de la poligonal, cuyo extremo G está a menor nivel que el K)
y se puede trazar el vertical que contiene todo el lado (GK). El ángulo de orientación buscado
(K”GK’) es el acimut del vertical que contiene dicho lado (α+H), y este acimut se puede calcu-
lar sumando al acimut observado del Sol, en un instante dado (H), el ángulo comprendido
entre el vertical del Sol y el del lado (α). En la figura Z-K1-Z’ es el vertical que contiene al lado
GK de la poligonal, siendo K1 la intersección de la esfera celeste con la prolongación del lado
GK de la poligonal, y Z-S-Z’ es el vertical que contiene al Sol (S) en un instante dado.
En este proceso se cuenta con los siguientes datos: la latitud del vértice más bajo del lado, el
ángulo de elevación del punto más alto del lado visto desde el más bajo y los datos obtenidos
de la observación del Sol en un instante determinado, como son la altura del Sol observada y
su declinación. Además es preciso medir la distancia astronómica (S-K1), es decir, el ángulo
formado por las visuales dirigidas desde el punto G al K1 y al Sol (S). Con estos datos se puede
efectuar un procedimiento astronómico y trigonométrico para calcular dicho ángulo de orien-
tación (K”GK’), resolviendo dos triángulos esféricos.
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
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Una vez obtenidos (ver figura 2) los ángulos de orientación de cada lado (XY1), con res-
pecto a la línea norte-sur (meridiana), bastará multiplicar cada medida por el coseno de cada
ángulo de orientación conseguido, a fin de obtener la contribución de cada lado de la poligonal
a la medida del grado de meridiano (XY2).
Como último paso había que reducir a nivel del mar todas las medidas de dichas con-
tribuciones (XY2) de los lados de la poligonal al conocimiento del grado de meridiano, ya
que la superficie del mar es la que se utiliza como referencia de la Tierra, y los puntos de
la poligonal real están a distintos niveles. Debido a que la nivelación barométrica parecía
complicada por distintos motivos (poca precisión de los instrumentos barométricos que
llevaban, falta de conocimientos de la teoría a aplicar, poca pericia en el empleo de los
instrumentos, teoría barométrica poco desarrollada en la época, el modelo atmosférico a
emplear no estaba muy experimentado, etc.), decidieron hacer una nivelación geodésica
bastante más sencilla de llevar a cabo, teniendo en cuenta que conocían la altura de uno
de los vértices de la poligonal, Cuenca, que era de 2.755,896 mts = 1.416,91 toesas sobre
el nivel del mar.
Al conocimiento de este dato se refirió toda la nivelación. Les bastaba pues con hallar las
diferencias de altura entre cada dos vértices consecutivos de la poligonal original (XY). Estas
diferencias las calcularon por un procedimiento geométrico y trigonométrico, observando y
midiendo sobre el terreno los ángulos de elevación entre los vértices consecutivos, así como cal-
culando los ángulos que formaban las verticales de dichos vértices, teniendo en cuenta además
las longitudes originales de todos los lados de la poligonal (XY) y la definición de milla náutica.
A partir del cálculo de estas diferencias de altura entre los vértices consecutivos y el valor de la
altura, sobre el nivel del mar, de Cuenca, se hallaron las alturas de todos los vértices sobre el
nivel del mar.
Con estos datos pudieron reducir las distancias de las proyecciones sobre el meridiano cal-
culadas (XY2), a nivel de la menor cota (X o Y), al nivel del mar. Utilizaron para ello un método
geométrico y trigonométrico donde, a partir de las distancias proyectadas sobre el meridiano
(XY2), el ángulo que forman las verticales de los dos puntos en cuestión, obtenido a partir de la
definición de milla náutica, y la altura del vértice de menor altura de los dos sobre el nivel del
mar, todos ellos datos conocidos o calculables, se hacía la transformación al valor de la proyec-
ción sobre el meridiano a nivel del mar (XY3).
Una vez sumadas las contribuciones de todos los lados sobre el meridiano, reducidas a
nivel del mar, se obtuvo como valor de la distancia medida desde Pueblo Nuevo a Cuenca
381.486,632 mts=196.137,085 toesas. Como, por otro lado, la diferencia en grados entre
dichos puntos, en virtud del cálculo de la latitud efectuada de cada uno de ellos, era de
3º 26’ 52,7’’, quedó establecida la longitud del grado de meridiano en 110.640,42 mts =
56884,534 toesas.
34
El cálculo de la latitud
Para efectuar el levantamiento geodésico era necesario, como hemos visto en el apartado ante-
rior, calcular con cierta exactitud al menos la latitud de todos los vértices de la línea poligonal
occidental del levantamiento. Además, la diferencia de la latitud calculada entre los dos puntos
extremos de dicha línea iba a facilitar la distancia angular medida en grados, minutos y segun-
dos, mientras que la medición geodésica iba a proporcionar la distancia en toesas entre esos dos
mismos puntos. Concretamente los puntos inicial y final de la triangulación, como ya se ha
dicho fueron Pueblo Viejo (Mira) y Cuenca.
Los académicos trabajaron dos métodos astronómicos para calcular la latitud tanto de esos
puntos como de otros notables, o ciudades por las que transitaron a lo largo de todo el viaje. El
primero de ellos consistía en la observación del limbo superior del Sol al paso por el meridiano,
y el segundo se llevaba a cabo observando estrellas situadas aproximadamente en el cenit del
lugar, también al paso por el meridiano.
Cuando los astros pasan por el meridiano del lugar, una medición de su altura o de su dis-
tancia cenital (el complemento de su altura) proporciona una forma muy simple de calcular la
latitud del lugar ya que, en el momento de paso por el meridiano, existe una relación simple
entre la latitud del lugar, la declinación del astro y la altura o distancia cenital observada.
En el caso de las observaciones de Sol era necesario tener en cuenta el valor del semidiáme-
tro solar y el valor de la refracción atmosférica, datos que eran conocidos. En ese caso como la
declinación del Sol no es fija sino que varía continuamente, necesitaron arbitrar un procedi-
miento para calcularla justo en el momento de paso por el meridiano.
Siguiendo los trabajos de Jorge Juan y Godin, inicialmente utilizaron para ello unas tablas
de M. de la Hire para calcular la declinación del Sol que, aunque estaban elaboradas con re-
ferencia a París, tenían la posibilidad de adaptarse a cualquier lugar del mundo sin más que
conocer la diferencia horaria con dicha ciudad.
No obstante, más tarde ellos mismos elaboraron una tablas propias para calcular la declina-
ción del Sol que además podían utilizarse para distintos valores de la oblicuidad de la eclíptica
(ángulo variable que forma la eclíptica y el ecuador). Por este método de observaciones de Sol
obtuvieron, al inicio del viaje, las latitudes de Cartagena de Indias, Lima, Guayaquil y otros.
En el caso de las observaciones estelares para el cálculo de la latitud, el valor de la declina-
ción, que era fija, se obtenía de los catálogos estelares de la época. Las estrellas que se utilizaron
fueron ε-Orión, θ-Antonius y α-Acuario. Con ellas se calcularon, entre otras, las latitudes de los
puntos extremos de la red geodésica medida, es decir, Pueblo Viejo (Mira) y Cuenca, además
de las de todos los vértices de la poligonal occidental. La diferencia angular de latitud entre los
extremos daba un valor aproximado de 3º 26’ 52”.
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
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Es de destacar la notable destreza que nuestros aventureros adquirieron en ese tipo de tra-
bajos o cálculos astronómicos.
El cálculo de la longitud
La instrumentación que traían los expedicionarios franceses estaba compuesta, en líneas gene-
rales, por los siguientes equipos: cuartos de círculo, péndulo horario, sectores circulares, toesa
36
patrón y elementos de fortuna para marcar los puntos geodésicos y medir las dos bases geo-
désicas. Jorge Juan y Ulloa solicitaron a las autoridades españolas que se adquiriese en Francia
para ellos una réplica exacta del instrumental que traían los franceses, material que les llegó a
Quito en enero de 1737.
Ese instrumental se deterioró en la misma medida que el de los franceses, perdiendo pre-
cisión, durante el arduo viaje hasta Quito. Por esta circunstancia, en esa ciudad hubieron de
elaborar nuevos instrumentos que incluso superaron en precisión a los que venían de Francia,
lo cual da muestra, sobre todo en Godín, Juan y Ulloa, de la pericia y destreza que llegaron a
adquirir.
Por describir someramente algunos de ellos diremos que:
– El sector circular de 12 pies de radio construido por Graham y que traían desde Euro-
pa es un instrumento que observa estrellas al paso por meridiano y está diseñado para
medir sus distancias cenitales mediante el uso de anteojo y micrómetro. Su misión es
el cálculo de latitudes. Había sufrido durante el viaje severos desajustes que lo dejaron
inservible para observar.
– El sector astronómico de 18 pies de radio fue construido en Quito por Godin para sus-
tituir al de 12 pies anterior. Se empleó en la determinación de la latitud en los puntos
extremos de la triangulación.
– La medida de ángulos se hizo mediante un cuarto de círculo, dispuesto horizontalmente
como plancheta. Medía el ángulo formado por las visuales de ambos anteojos dirigidos
a los vértices geodésicos, normalmente situados en las cimas de montañas a las que era
necesario acceder.
– Reloj de péndulo horario para el cálculo de longitudes.
– Toesa patrón que traían desde Francia para garantizar la exactitud de las medidas linea-
les, fundamentalmente en la medición de las dos bases geodésicas.
Resultados
La misión confirmó los resultados ya conocidos tras la expedición a Laponia, es decir, la forma
de la Tierra era achatada por los polos.
En términos generales, de entre las múltiples medidas efectuadas, he elegido estas tres que
confirman ese hecho:
– Medida del grado de meridiano en Laponia (Maupertuis, 66º de latitud): 57.438 toesas.
– Medida del grado de meridiano en París (C. F. Cassini, 45º de latitud): 57.050 toesas.
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
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– Medida del grado de meridiano en Quito (Juan y Ulloa, 0º de latitud): 56.768 toesas.
Jorge Juan, a partir de estas medidas, se manifiesta diciendo que, al ser distintas las longitu-
des medidas de los distintos grados de meridiano, la Tierra no puede ser perfectamente esférica.
Además, la variación de estas longitudes, en el sentido de que van aumentando con la latitud,
confirma el achatamiento por los polos de nuestro planeta.
De manera intuitiva podría pensarse, equivocadamente, que la longitud de un grado de
meridiano cerca del ecuador es mayor que la longitud de un grado de meridiano en las cerca-
nías del polo. La longitud de un arco de circunferencia es igual al ángulo que abarca ese arco
multiplicado por el radio, pero en el caso de un arco de elipse el radio que debemos emplear es
el de curvatura (círculo osculador que corresponde a cada arco) que, a igualdad de ángulo, es
ostensiblemente mayor en las cercanías del polo que en las del ecuador.
Habría mucho que añadir en este apartado pero no me extenderé. No citaré, por ejemplo,
la importante producción científica que los propios académicos franceses elaboraron y editaron
a su vuelta a Europa, principalmente
Bouguer y La Condamine. Sí habla-
ré de las obras elaboradas y editadas
conjuntamente por Jorge Juan y An-
tonio de Ulloa, por la trascendencia
que para nuestro país tuvieron como,
quizás, las primeras obras científicas
españolas en las que se presentan,
explican y comentan abiertamente
las teorías físicas y matemáticas que
constituyen la base de la interpreta-
ción de esas observaciones y experi-
mentos que ellos llevaron a cabo en
América, y esas teorías no son otras
que las de Newton, Huygens, Gali-
leo, etc.
Las dos primeras fueron publica-
das en 1748 con la ayuda del mar-
qués de la Ensenada y tras no pocos
problemas económicos y con la In-
quisición.
Conclusiones
El resultado del problema de la forma de la Tierra significó un duro golpe para el núcleo de la
Academia francesa que se mantenía fiel al cartesianismo. No obstante, había un amplio sector
de académicos franceses que apoyaban decididamente, desde el principio de la polémica, las
teorías de Newton.
Descartes y su teoría de los vórtices quedaron aparcados para siempre.
En cuanto a la participación de los marinos españoles en dicha expedición hay que decir
que no fueron meros ayudantes de los académicos franceses, sino que trabajaron activamente a
primer nivel científico y sus resultados fueron los más precisos. Es de suponer que tanto Jorge
Juan como Antonio de Ulloa estuvieran bien preparados, desde el punto de vista teórico, para
realizar las tareas astronómicas y geodésicas que debían llevarse a cabo en el Virreinato del Perú,
esto es, medir la longitud de un grado de meridiano. En parte porque quizás conocían algo o
mucho de los trabajos de los Cassini o porque, al ser elegidos para participar en la misión, se
afanarían en buscar publicaciones sobre el tema y tratarían de ponerse al día. No cabe duda de
que su experiencia y pericia a la hora de efectuar observaciones astronómicas les ayudarían de
manera notable en el ecuador. Cuando volvieron a España tras la expedición tenían perfecta-
mente acreditada su condición de científicos, que a nivel internacional fue reconocida, siendo
nombrado Jorge Juan miembro de la Royal Society de Londres, de la Academia de Ciencias de
Berlín y académico correspondiente de la de París, mientras que Antonio de Ulloa fue nombra-
do miembro de la Royal Society de Londres y académico de la Academia de Ciencias de Suecia.
La publicación de las obras bibliográficas referentes a la expedición y su distribución por
Europa fue una importante aportación de nuestro país a la ciencia europea. Tanto Juan como
Ulloa, finalizada ya la expedición científica al ecuador, se convirtieron en personas de mucho
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
39
prestigio a nivel nacional e internacional y jugaron un papel muy importante a la hora de rom-
per el aislamiento científico y tecnológico endémico que tenía España con respecto al resto de
Europa. Por ese camino, a partir de entonces, viajaron por casi todos los países europeos tratan-
do de asimilar los adelantos en todas las áreas, y como auténticos hombres de Estado intentaron
por todos los medios implementar en nuestro país todo ese conocimiento.
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VILLENA PARDO, L. «Jorge Juan y la metrología», Revista del Centro Español de Metrología, Ma-
drid, 2009.
Astrónomos para la Marina:
Jorge Juan y el Real Observatorio
de Cádiz
Tras un periodo de formación inicial en colegios de Alicante y Zaragoza, Jorge Juan llegó con
solo doce años a la isla de Malta. Poco tiempo después entró a formar parte de la Orden de
Malta, una orden de caballeros soldados muy vinculada al mar y a la navegación. Tras su regreso
a España, en 1729, ingresó en la Academia de Guardias Marinas de Cádiz, institución docente
creada unos años antes para la instrucción de los oficiales de la Real Armada. Jorge Juan obtuvo
en ella una sólida formación en matemáticas, astronomía y otras ciencias relacionadas con la
navegación, siendo alumno destacado en todas las materias científicas impartidas en la citada
Academia, cuya biblioteca ya contaba por aquel entonces con ejemplares de las obras de los
autores más destacados de la ciencia moderna y de los mejores libros publicados hasta entonces
sobre matemáticas, náutica, astronomía, geografía, construcción naval, artillería, física o historia
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
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marítima. Gracias al estudio de esos fondos bibliográficos, y a su natural inclinación por las
ciencias, Jorge Juan pudo acceder a un profundo conocimiento de herramientas matemáticas,
como el cálculo infinitesimal, y de las teorías físicas y astronómicas que durante los siglos XVI
y XVII habían favorecido en el resto de Europa el desarrollo del fenómeno intelectual y cultural
conocido como revolución científica.1
Justo en los años en los que Jorge Juan se preparaba en Cádiz como oficial de la Armada, al-
gunos científicos europeos estaban discutiendo sobre uno de los problemas fundamentales para
la ciencia de aquella época: la forma de la Tierra. En Francia, los partidarios de las propuestas de
Giovanni Domenico Cassini describían a nuestro planeta como un esferoide oblongo achatado
por el ecuador. En Londres, mientras tanto, los seguidores de Isaac Newton defendían lo con-
trario, pues para ellos la Tierra debía tener la forma de un esferoide de rotación achatado por
los polos. Fue entonces cuando la Academia Real de Ciencias de París propuso realizar un gran
experimento geodésico que permitiese solucionar la polémica y determinar la verdadera forma
del planeta mediante la medición de un arco de meridiano en dos lugares bien distantes (cerca
del Polo Norte y junto al Ecuador). La citada Academia organizó dos expediciones científicas
para realizar las observaciones y mediciones necesarias: un grupo de científicos tendría que
viajar a Laponia, mientras que otro grupo de expertos debería desplazarse a los territorios del
Virreinato del Perú. En ambos lugares los expedicionarios deberían realizar observaciones para
medir con precisión la longitud de un grado de meridiano, con la intención de comparar los
resultados y cuantificar así la variación de la curvatura de la superficie terrestre según la latitud
de los lugares elegidos.
Como todos sabemos, para permitir las actividades de la expedición científica francesa en
el Virreinato del Perú, el Gobierno español impuso como condición la participación en sus
trabajos de Antonio de Ulloa y Jorge Juan, dos jóvenes oficiales de la Real Armada formados
en la Academia de Guardias Marinas de Cádiz. Ambos trabajaron, entre 1735 y 1744, en las
cercanías de la ciudad de Quito junto a los académicos franceses Louis Godin, Charles Marie
de La Condamine y Pierre Bouguer.2 Tras regresar a Europa, después de casi diez años de au-
sencia, Jorge Juan y Antonio de Ulloa se dedicaron a la preparación y publicación de los resul-
tados obtenidos durante la expedición. Pero esta expedición científica, y la comparación de sus
resultados con los obtenidos en Laponia, no solo sirvió para confirmar la validez de la teoría de
1 Sobre los fondos bibliográficos de la Biblioteca de la Academia de Guardias Marinas de Cádiz durante la primera mitad del
siglo XVIII puede consultarse F. J. González, «Antonio de Ulloa en Cádiz: los libros de la Academia de Guardias Marinas y su
formación como científico», Antonio de Ulloa: la biblioteca de un ilustrado, Sevilla, pp. 65-76, 2015. Véase también M. R. García
Hurtado, «Las bibliotecas de las academias de guardias marinas en el siglo XVIII», Jorge Juan Santacilia en la España de la Ilustra-
ción, Alicante, pp. 123-154, 2015.
2 En el caso concreto de la expedición al Ecuador los expedicionarios realizaron su trabajo en dos fases bien diferenciadas. La fase
geodésica consistió en medir, mediante una triangulación precisa, la distancia entre dos puntos lo suficientemente alejados. Más
adelante, en la fase astronómica de los trabajos, se procedió a determinar la posición de los extremos de la triangulación geodésica
(latitud y longitud) y, con ella, la amplitud del arco de meridiano. Véanse los trabajos de A. Lafuente y A. Delgado, La geome-
trización de la Tierra (1735-1744) (Madrid, 1984) y A. Lafuente y A. Mazuecos, Los caballeros del punto fijo (Barcelona, 1987).
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los seguidores de Newton sobre la forma de la Tierra, gracias a ella los dos jóvenes oficiales de la
Armada volvieron a su país convertidos en científicos reconocidos a nivel internacional, debido
a su participación en los trabajos organizados por los académicos franceses.
Sin embargo, la publicación de los citados resultados tuvo que sortear todo tipo de difi-
cultades, convirtiéndose en una complicada tarea para sus autores. No olvidemos que en la
España de mediados del XVIII aún era general la oposición a la teoría heliocéntrica de Copérnico
y a la física experimental newtoniana que esos resultados presuponían. De hecho, la posición
contraria a esta teoría de personajes como Diego Torres Villarroel, catedrático de Matemáticas
en Salamanca y defensor de los antiguos postulados de Ptolomeo, dio lugar a la intervención
directa de Francisco Pérez de Prado y Cuesta, obispo de Teruel e inquisidor general, en la su-
pervisión de los originales preparados por Jorge Juan y Antonio de Ulloa para ser llevados a la
imprenta. Como consecuencia de ello, para obtener la autorización necesaria para la impresión,
los autores se vieron obligados a aceptar que en el texto se introdujese la frase «dignamente con-
denada por la Iglesia» cada vez que se hiciera alusión a las teorías copernicanas y newtonianas
relacionadas con el movimiento de la Tierra.3
Mientras tanto, en el extranjero la situación era totalmente distinta. Pronto Jorge Juan se
granjeó un gran prestigio en los círculos científicos del resto de Europa, gracias a los grandes
conocimientos sobre la ciencia moderna que se adivinaban en la redacción de las Observa-
ciones astronómicas y physicas..., y a su actitud favorable a la difusión de sus postulados entre
los intelectuales españoles.4 No ocurrió lo mismo en España, donde Jorge Juan continuaba
teniendo problemas como consecuencia de su defensa de los fundamentos de la ciencia mo-
derna. Buena prueba de ello sería el intento fallido de difundir, en 1765, una pequeña obra
titulada Estado de la astronomía en Europa, en la que se mostraba abiertamente partidario del
heliocentrismo copernicano.5 Finalmente, la publicación de este breve ensayo tuvo que ser
3 Finalmente, Jorge Juan y Antonio de Ulloa consiguieron publicar unas obras que han sido consideradas por muchos especialistas
como unas de las más importantes aportaciones de la ciencia española de la Ilustración. Las Observaciones astronómicas y physicas
hechas de orden de S. Mag. en los reynos del Perú... (Madrid, 1748), redactadas por Jorge Juan, presentaron a la comunidad científica
los resultados de las observaciones físicas y astronómicas que confirmaban la teoría de la forma de la Tierra achatada por los polos.
Mientras tanto, la Relación histórica del viaje a la América Meridional... (Madrid, 1748), formada por cuatro volúmenes y redactada
por Antonio de Ulloa, se convirtió en una de las grandes descripciones científicas de América escritas en el siglo XVIII. Véase el artí-
culo de F. J. González, titulado «Jorge Juan y la astronomía: el Real Observatorio de Cádiz», en Revista General de Marina (Madrid),
n.º 265 (agosto-septiembre 2013), pp.349-361.
4 Eso explica, por ejemplo, que el astrónomo inglés John Bevis le dedicase una de las cincuenta láminas de su atlas celeste, con-
cretamente la titulada The constellations south of the ecliptic delineated according to Ptolemy, en cuya dedicatoria podemos leer lo
siguiente: «To Don Jorge Juan Commander of Aliaga in the Order of St John, Captain in the Royal Navy of Spain and F. R. S».
Véase John Bevis, Uranographia Britannica (Londres, ca. 1750).
5 En las páginas de este pequeño ensayo Jorge Juan se preguntaba: «¿Será decente con esto obligar a nuestra Nación a que después
de explicar los Sistemas y la Filosofía Newtoniana, haya que añadir a cada fenómeno que dependa del movimiento de la Tierra:
pero no se crea este, que es contra las Sagradas Letras? ¿No será ultrajar estas el pretender que se opongan a las más delicadas
demostraciones de Geometría y de Mecánica?» Véase Jorge Juan, Estado de la astronomía en Europa... (Madrid, 1773). Citado
por M. Ruiz Morales, «El artículo astronómico de Jorge Juan», en Revista de Historia Naval (Madrid), n.º 109, pp. 23-35, 2010.
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La vuelta de los expedicionarios coincidió con el impulso oficial a diversas reformas diseñadas
para favorecer el fortalecimiento del Estado y de la economía nacional, imprescindible para la
recuperación de España como potencia marítima perseguida por el Gobierno del marqués de
la Ensenada. En ese sentido no podemos olvidar que fueron muchos los intentos oficiales rea-
lizados en la época para introducir en España los avances producidos en el resto de Europa, y
para fomentar la creación de instituciones de carácter científico que garantizasen la formación
de personal cualificado desde el punto de vista técnico y científico. Es en ese contexto en el que
podemos incluir el papel desempeñado por Jorge Juan al frente de la modernización científica
de la Marina, iniciada con su participación en la expedición al Virreinato del Perú y continuada
más adelante con sus misiones de espionaje industrial en Gran Bretaña. Después de participar
en la expedición organizada por la Academia Real de Ciencias de París, y tras su nombramiento
como jefe de la Compañía de Guardias Marinas, Jorge Juan trabajó para la Marina en diversos
ámbitos directamente relacionados con la política de reorganización naval, como la reforma de
las enseñanzas de navegación, la mejora de los arsenales o la fundación y organización del Real
Observatorio de Cádiz.
En aquellos años centrales del siglo XVIII la astronomía europea avanzaba en tres grandes
campos de trabajo. En primer lugar, los astrónomos teóricos progresaban en el estudio de la
mecánica celeste, contrastando las teorías newtonianas con los resultados de las cada vez más
numerosas observaciones astronómicas. Por otro lado, los astrónomos prácticos y los construc-
tores de instrumentos aunaban sus esfuerzos en la búsqueda de precisión de las citadas obser-
vaciones, mediante la mejora de las técnicas de observación y la fabricación de aparatos cada
vez más eficientes. Y por último, los avances obtenidos gracias a la colaboración entre teóricos
y prácticos terminaron impulsando el desarrollo de los trabajos astronómicos directamente
relacionados con las aplicaciones de la astronomía a la náutica y la cartografía, cuestiones de
gran interés político y económico para los Estados con intereses en los territorios de ultramar.
6 No obstante, y a pesar de la existencia de un ambiente más favorable a la ciencia moderna, en aquellos años los científicos e in-
telectuales españoles todavía no estaban a salvo de posibles acusaciones de desviación de los dogmas de la Iglesia, y ello explica la
prudencia del autor en la redacción del título completo de la obra: Estado de la astronomía en Europa y juicio sobre los fundamentos
sobre que se rigieron los sistemas del mundo para que sirva de guía al método en que debe recibirlos la Nación, sin riesgo de su opinión y
de su religiosidad.
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En el caso de España podemos encontrar la huella de Jorge Juan en cada una de las facetas
del progreso astronómico que acabamos de mencionar, especialmente tras su ascenso a capitán
de navío y su destino a Cádiz como capitán comandante de la Compañía de Guardias Marinas.
En el aspecto teórico, Jorge Juan destacó entre sus coetáneos españoles por la defensa de las
teorías copernicanas y newtonianas en sus publicaciones científicas. Por otro lado, desde sus
diversos destinos en la Armada intentó fomentar la mejora del instrumental científico puesto a
disposición de los oficiales de Marina, supervisando personalmente la adquisición de aparatos
de precisión para la observación astronómica. A todo ello habría que añadir que también se
dedicó a impulsar, unas veces con más éxito que otras, diversos proyectos relacionados con
el progreso de la náutica y la cartografía, especialmente aquellos que tenían que ver con la
introducción en España de los nuevos métodos desarrollados para la determinación exacta de
la longitud en alta mar y con la preparación técnica y científica de las nuevas generaciones de
marinos de guerra, destinadas a protagonizar las expediciones marítimas españolas del último
tercio del siglo XVIII.
Desde el punto de vista teórico, la solución al problema de la longitud en la mar, esencial para
la seguridad de la navegación, no es difícil. Dado que existe una relación directa entre la diferencia
de longitud y la diferencia horaria, el valor de la longitud es sencillo de obtener calculando con
precisión la diferencia entre la hora local de la posición de un buque y la de un punto situado
en un meridiano de referencia, por ejemplo el del puerto de partida. No obstante, a pesar de la
aparente sencillez de esta solución, hubo que esperar hasta mediados del siglo XVIII para que dos
de los métodos propuestos para ponerla en práctica, la observación de las distancias lunares y la
utilización de cronómetros marinos, encontrasen un perfeccionamiento definitivo.7
La primera de estas propuestas, el método de las distancias lunares, estaba basada en la utili-
zación del desplazamiento de la Luna respecto a las estrellas como si de un cronómetro univer-
sal se tratase. Para poder practicarlo era necesario predecir con exactitud, y mucha antelación,
las posiciones de determinadas estrellas de referencia y los movimientos de la Luna, además de
disponer de instrumentos de observación capaces de medir las distancias angulares necesarias
con la suficiente precisión. Aunque ya había sido propuesto en el siglo XVI, lo cierto es que este
método no pudo ser practicado hasta la segunda mitad del siglo XVIII, tras la publicación de las
primeras tablas fiables de movimientos de la Luna por Tobías Mayer, el desarrollo de los instru-
mentos de reflexión (octante, quintante y sextante), una nueva generación de aparatos capaces
de medir ángulos desde un buque en movimiento y, por supuesto, la mejora de la formación
astronómica de los navegantes.
Con la propuesta de fundar en Cádiz un observatorio astronómico para la Marina, Jorge
Juan pretendió introducir la práctica astronómica entre los alumnos de la Academia, además de
7 Véase F. J. González, «Del “arte de marear” a la navegación astronómica: Técnicas e instrumentos de navegación en la España de
la Edad Moderna», en Cuadernos de Historia Moderna. Anejo V. Madrid, pp. 135-166, 2006.
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Como ya vimos anteriormente, además del método de las distancias lunares, a mediados del
siglo XVIII fue perfeccionado un segundo método, el de los cronómetros marinos, que pretendía
solucionar el problema de la determinación de la longitud mediante el traslado de la hora. Para
ponerlo en práctica el navegante debía zarpar con un reloj que conservase la hora del meridia-
no del punto de partida y, una vez en alta mar, determinar la hora local del punto donde se
hallaba situada la nave mediante observaciones astronómicas. De esta forma, una vez obtenida
la diferencia horaria entre el buque y el meridiano de origen, se podría deducir fácilmente la
diferencia de longitud entre la posición de la nave y el punto de partida.
Como el de las distancias lunares, este método también había sido propuesto de manera
teórica a principios del siglo XVI. Sin embargo, la construcción de relojes capaces de soportar
una navegación oceánica sin pérdida de precisión resultó bastante problemática hasta las pri-
meras décadas del siglo XVIII. Fue entonces cuando el inglés John Harrison diseñó y construyó
los primeros cronómetros marinos, también conocidos entonces como relojes de longitud, que
fueron sometidos a prueba por marinos y expertos relojeros durante las décadas centrales del
siglo XVIII.
Los primeros cronómetros marinos llegaron a España en fecha muy temprana, cuando
todavía se estaban realizando las pruebas de los prototipos de John Harrison. Fue Jorge Juan
quien planteó, en 1765, a sus superiores la conveniencia de adquirir algunos de esos cronó-
metros. Además, intentó convencerlos de la necesidad de poner en marcha un plan para in-
troducir en España el arte de la relojería, con la idea de conseguir la formación de un personal
especializado en técnicas relojeras de precisión que fuese capaz de realizar el mantenimiento de
los prototipos que proponía adquirir y, a ser posible, emprender en el futuro la construcción
10 Los resultados de este programa observacional, desarrollado entre 1773 y 1776, quedaron plasmados en las primeras obser-
vaciones publicadas por un observatorio astronómico español, las Observaciones hechas en Cádiz, en el Observatorio Real de la
Compañía de Cavalleros Guardias Marinas, publicadas en dos volúmenes (Cádiz, 1776 y 1777).
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11 En un informe sobre los cronómetros de Harrison, fechado el 12 de abril de 1765, Jorge Juan planteaba así sus ideas al respecto:
«Puede ser que ahora en los principios no condesciendan los ingleses a participarnos el secreto, pero es seguro que después de
las próximas experiencias no puedan evitarlo. Las medidas que será preciso tomar son de que se vayan a su tiempo dos o tres
relojeros españoles de los que se conocen aplicados, a que aprendan con el mismo Harrison, procurando contentar a este, pues
aunque llegue el caso de que nos vendan los cronómetros, no es esto suficiente; es preciso que haya después quien los tenga
limpios y corrientes; porque en esto consiste el beneficio; y que si llegase el caso que se rompa una rueda, haya quien la sepa
reparar». Véase el «Informe de Jorge Juan sobre los cronómetros de Harrison», reproducido por C. Fernández Duro, Disquisicio-
nes náuticas, volumen IV (Madrid, 1879). Citado por M. Ruiz Morales, «El artículo astronómico de Jorge Juan», en Revista de
Historia Naval (Madrid), n.º 109, pp. 23-35, 2010.
12 La decidida apuesta de Jorge Juan por la cronometría de longitudes convirtió al Real Observatorio de Cádiz en la única insti-
tución dotada de aparatos de relojería de precisión en la España de la segunda mitad del siglo XVIII, iniciándose así un interés
por la determinación y el control de la hora que ha llegado hasta nuestros días. Véase el Inventario general de los instrumentos
pertenecientes al Observatorio Rl de Marina de Cádiz (1789), Archivo del Real Instituto y Observatorio de la Armada, AH1081.
De hecho, desde 1974 la Sección de Hora del hoy Real Instituto y Observatorio de la Armada tiene como principal misión el
mantenimiento de la unidad básica de tiempo, declarado a efectos legales como Patrón Nacional de dicha unidad, así como el
mantenimiento y difusión oficial de la escala de Tiempo Universal Coordinado UTC (ROA), considerada a todos los efectos
como base de la hora legal en todo el territorio nacional (Real Decreto número 1.308/1992, de 23 de octubre, por el que se
declara al Laboratorio del Real Instituto y Observatorio de la Armada como laboratorio depositario del Patrón Nacional de
Tiempo y laboratorio asociado al Centro Español de Metrología).
13 Según algunos autores, Jorge Juan se convirtió en el pionero de estos cursos de ampliación cuando seleccionó un grupo de alum-
nos destacados de la academia gaditana para profundizar en el estudio del cálculo: «Según sabemos, merced a los escritos de uno
de sus alumnos, el futuro virrey y ministro de Marina Francisco Gil y Lemos, durante su mando de la Compañía de Guardias
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Tras su ascenso a capitán de navío, y muy poco después de haber propuesto al marqués de la
Ensenada la creación del observatorio y la reforma de las enseñanzas náuticas de la Academia,
Jorge Juan fue destinado a Cádiz como capitán comandante de la Compañía de Guardias Ma-
rinas establecida en esa ciudad. A partir de entonces, además de la organización del observato-
rio, Jorge Juan tuvo bajo su responsabilidad la reestructuración de la institución destinada a la
instrucción científica de los oficiales. Jorge Juan se encargó del encauzamiento de las propuestas
consignadas en las Ordenanzas de la Armada de 1748, poniendo especial atención en la con-
tratación de los profesores más adecuados y en la estructuración de unas enseñanzas capaces
de preparar a los oficiales para dirigir un navío. Para ello no dudó en imponer a los alumnos
un profundo estudio de las matemáticas, que debían ser la base de la adquisición de otros co-
nocimientos, promoviendo además la publicación de nuevos libros de texto para ser utilizados
como manuales de estudio.14
No obstante, la definitiva instauración oficial de un curso de estudios de ampliación diri-
gido a un grupo selecto de oficiales se retrasó todavía bastantes años. Finalmente, fue Vicente
Tofiño el encargado de organizar el primero de esos cursos a partir de 1783, año en el que
cuatro oficiales quedaron asignados al Real Observatorio de Cádiz para cursar unos estudios
científicos avanzados. El plan de formación del curso estaba destinado a integrar conocimientos
astronómicos y náuticos mediante el estudio teórico de las técnicas de navegación astronómica
y la realización de un programa de observaciones que ejercitase a los alumnos en el uso de los
instrumentos astronómicos.15 Sin embargo, este ambicioso plan de estudios no pudo ser desa-
rrollado en su totalidad, pues Tofiño fue nombrado poco después jefe de una Comisión hidro-
gráfica destinada al levantamiento cartográfico de las costas españolas. Dicho nombramiento
tuvo como consecuencia directa el abandono de las tareas astronómicas en el Observatorio y el
destino a las campañas hidrográficas de los oficiales alumnos que, de esta forma, se vieron obli-
gados a terminar su formación científica sustituyendo los estudios teóricos por prácticas astro-
nómicas, geodésicas y cartográficas realizadas en la mar. A pesar de todo ello, la Armada obtuvo
unos resultados bien tangibles de la formación especializada adquirida en el Observatorio por
estos oficiales, que gracias a ella pudieron participar en el mayor trabajo de este tipo realizado
en España hasta entonces, el proyecto cartográfico del Atlas Marítimo de España.
La citada Comisión hidrográfica inició sus trabajos de campo en las costas del Mediterrá-
neo, en las que permaneció durante los veranos de 1783 a 1785. Más adelante pasó a las costas
Marinas de Cádiz Jorge Juan había seleccionado a un pequeño grupo de alumnos particularmente brillantes a los que instruyó
en el cálculo diferencial e integral». Véase I. Gil Aguado, «Origen y desarrollo de los estudios mayores o sublimes de matemáticas
en la Real Armada de la Ilustración», en Revista de Historia Naval (Madrid), n.º 122, pp. 31-58, 2013.
14 Fue en esos años cuando Jorge Juan publicó el Compendio de navegación para uso de los Caballeros Guardias Marinas (Cádiz, 1757),
una obra que supuso un paso importante en el tránsito del antiguo arte de navegar a la moderna ciencia de la navegación.
15 Vicente Tofiño pretendía con ese planteamiento docente que los alumnos del curso sumasen la sabiduría del astrónomo a la
experiencia del marino. Véase F. J. González, «Ciencias y enseñanza en el Real Observatorio de Cádiz (1753-1798)», en Estudios
superiores en Cádiz desde 1748. Armada e Ilustración, Cádiz, pp. 109-130, 2009.
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
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de Portugal y Galicia (verano de 1786), a la costa cantábrica (verano de 1787) y, por último, a
las islas Azores (verano de 1788). A lo largo de esos seis años colaboraron en esa gran empresa
hidrográfica una gran parte de los marinos ilustrados que, poco después, protagonizarían la
mayor parte de las expediciones cartográficas organizadas por la Armada española durante la
última parte del siglo XVIII y los primeros años del XIX (ese es el caso de personajes como Dio-
nisio Alcalá-Galiano, José de Espinosa, Alejandro Malaspina, José de Vargas Ponce o Felipe
Bauzá).16
A partir de entonces, los oficiales formados en Cádiz tras la reestructuración de las en-
señanzas de la Academia por Jorge Juan, y bajo la supervisión de Vicente Tofiño y de otros
marinos ilustrados, jugaron un papel protagonista, convirtiéndose en verdaderos explorado-
res de costas y territorios de los que en Europa se poseían aún escasos conocimientos. Todo
ello en una época en la que tanto la Secretaría de Indias como la de Marina no dudaron en
impulsar el reconocimiento y estudio de aquellas rutas marítimas consideradas de importan-
cia para la navegación de los buques españoles, pues el control efectivo del territorio hacía
cada vez más preciso corregir la cartografía, establecer con precisión las longitudes y latitudes
de los principales puertos y ciudades, además de mejorar, en lo posible, la viabilidad de las
grandes rutas comerciales.17
La práctica del método de las distancias lunares, por parte de los oficiales formados tras la
reestructuración de las enseñanzas náuticas impulsada por Jorge Juan, dio lugar a la puesta en
marcha de otro de los grandes proyectos de la Marina en relación con los nuevos métodos de
navegación. Nos referimos a la introducción en España del cálculo de efemérides astronómicas,
imprescindibles para la práctica del citado método de determinación de la longitud en alta mar
que, como vimos anteriormente, fue perfeccionado en el siglo XVIII. Para su aplicación resulta-
ba imprescindible conocer con antelación los movimientos de la Luna y las posiciones de un
grupo de estrellas de referencia, de ahí la importancia de facilitar a los navegantes unas tablas
astronómicas calculadas al efecto.
16 Los resultados de esos trabajos quedaron plasmados en el ya citado Atlas Marítimo de España y en sus dos derroteros complemen-
tarios (Madrid, 1787 y 1789). En 1787 fue publicado el Derrotero de las costas de España en el Mediterráneo y su correspondiente
de África y un primer tomo del atlas con las cartas de las costas mediterráneas. Unos meses después, durante 1789, salieron de
la imprenta el Derrotero de las costas de España en el océano Atlántico y de las Azores o Terceras y el segundo tomo del atlas con las
cartas de las costas atlánticas. El éxito de la publicación fue tal que, durante el mismo año 1789, se hizo una segunda edición del
Atlas Marítimo de España que reunió en un solo tomo todas las cartas levantadas por la Comisión.
17 Sobre el desarrollo y organización de la cartografía náutica española a partir del último tercio del siglo XVIII puede consultarse
L. Martín-Meras y F. J. González, La Dirección de Trabajos hidrográficos (1797-1908): Historia de la cartografía náutica en la
España del siglo XIX (Barcelona, 2003).
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Según todos los indicios, el introductor de ese método en España fue José de Mazarredo,
otro de los grandes marinos ilustrados de la segunda mitad del siglo XVIII. Mazarredo lo aplicó
por vez primera, y mediante cálculos propios, durante un viaje a Manila realizado en 1772.
Poco después, tras la introducción de su estudio en los planes de las academias de guardias ma-
rinas, que desde 1776 eran tres (Cádiz, Ferrol y Cartagena), la Marina se vio en la obligación
de adquirir los instrumentos necesarios para su práctica (octantes, quintantes y sextantes) y
de impulsar la elaboración de un almanaque con las posiciones de los astros de referencia de
características similares al británico.
El cálculo y publicación de unas efemérides astronómicas españolas fue encargado por la
Armada al Real Observatorio de Cádiz, cuyos oficiales recibieron en 1790 la orden de elabo-
rar unas tablas para uso de los navegantes españoles, tablas que debían evitar la dependencia
de las efemérides publicadas en Inglaterra y en Francia, escritas en otros idiomas, referidas a
otros meridianos y difíciles de encontrar en España. Para desarrollar este trabajo fue creada
en el Observatorio una Oficina de Efemérides, dedicada exclusivamente a unas tareas de cál-
culo cuyo primer resultado sería el Almanaque Náutico para el año bisiesto de 1792, impreso
en Madrid en 1791. A partir de entonces, y a pesar de las tremendas dificultades por las que
atravesó la organización de los cálculos y la distribución de los ejemplares entre los buques de
la Armada, localizados en los lejanos puertos de ultramar, el Real Observatorio de la Armada
ha publicado con regularidad anual, y con la suficiente antelación, las efemérides astronó-
micas españolas, las cuartas publicadas en el mundo, después de las de París, Greenwich y
Berlín.18
Jorge Juan murió en Madrid el 21 de junio de 1773, muy poco tiempo después de haber sido
nombrado director del Real Seminario de Nobles (1770). A pesar de su ingente actividad como
impulsor de las observaciones astronómicas en la Armada, y de sus numerosas contribuciones a
la ciencia nacional, dejó pendientes numerosas propuestas directa o indirectamente relaciona-
das con la astronomía y sus ciencias afines. Entre ellas podríamos citar algunas tan interesantes
como el levantamiento de un mapa preciso del territorio nacional, la creación de una Real
Academia de Ciencias o la puesta en marcha del Observatorio Astronómico de Madrid. Sin
embargo, como consecuencia de los acontecimientos históricos que marcaron la historia de
18 Aunque las británicas, diseñadas con una orientación náutica, fueron el modelo seguido en España, las primeras efemérides
astronómicas de carácter anual fueron las tituladas Connaissance des temps, publicadas en Francia a partir de 1678. Las británicas
fueron publicadas por primera vez en 1767, con el título de The nautical almanac. En 1776 fue publicado en Berlín el primer
ejemplar del Berliner Astronomisches Jahrbuch.
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
51
España en las primeras décadas del siglo XIX, esas propuestas tuvieron que esperar casi cien años
para convertirse en realidad.19
El proyecto para el levantamiento de un mapa del territorio nacional, directamente relacio-
nado con su propuesta de aplicar modernas técnicas cartográficas a la descripción geográfica
de España, resultaba de sumo interés por su posible aplicación a los proyectos del marqués
de la Ensenada en relación con la mejora del catastro y la organización de una hacienda na-
cional. No obstante, y aunque se conservan algunos documentos preparados por Jorge Juan
para la ejecución del proyecto, como las Instrucciones para la formación de veinte compañías
de geógrafos, hidrógrafos y astrónomos o el Método de levantar y dirigir el mapa o plano general
de España (fechados en 1751), la idea de llevar a cabo una representación cartográfica precisa
del territorio nacional fue abandonada tras la destitución del marqués de la Ensenada, y no
volvería a ser retomada hasta mediados del siglo XIX con la creación de la Comisión de la Carta
Geográfica de España, ya durante el reinado de Isabel II.
Algo parecido ocurrió con otro de sus proyectos dirigidos al fomento de la ciencia
española, el de la creación de una Academia de Ciencias. Jorge Juan intentó organizar en
Madrid una Sociedad Real de Ciencias, para la que incluso llegó a preparar unas Ordenan-
zas (fechadas en 1753). Finalmente, el proyecto no logró salir adelante, por lo que también
hubo que esperar hasta mediados del siglo XIX para la definitiva creación de una institución
que ha llegado hasta nuestros días, la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Natu-
rales (1847).
Por último, tendríamos que citar también la propuesta de Jorge Juan de erigir un ob-
servatorio astronómico en la Corte. La iniciativa de crear un observatorio astronómico de
carácter nacional en Madrid fue muy bien acogida por Carlos III, que rápidamente ordenó
la construcción de un edificio para tal fin al afamado arquitecto Juan de Villanueva. El
proyecto no se pudo poner en marcha hasta 1790, fecha en la que se inició la formación
de su futuro personal y se llevaron a cabo las primeras adquisiciones de instrumentos. Sin
embargo, los nuevos instrumentos fueron destruidos durante la Guerra de la Indepen-
dencia por las tropas francesas, que utilizaron las instalaciones del observatorio madrileño
como acuartelamiento. Como consecuencia, tanto las instalaciones como el proyecto de
institución dedicada a la observación astronómica quedaron abandonados hasta la refun-
dación del Real Observatorio de Madrid en 1845, por lo que el Real Observatorio fundado
en Cádiz por Jorge Juan, a mediados del siglo XVIII, se convirtió en la única institución
oficial española dedicada a la observación astronómica durante un periodo de casi un siglo
(1753-1845).
19 Véase F. J. González, «Jorge Juan y la astronomía: el Real Observatorio de Cádiz», en Revista General de Marina (Madrid), 265
(agosto-septiembre 2013), pp. 349-361.
52
Bibliografía
ALBEROLA ROMÁ, Armando; MAS GALVÁN, Cayetano y DIE MACULET, Rosario (coords.). Jorge
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Educador de nobles jóvenes
y profesor de sabios científicos
como la que tanto sufrió en Trafalgar, gozaron de una sabiduría nunca antes conocida en este
país. Se retomaba así la gran tradición náutica de la Edad Media y del Renacimiento. Y no solo
eso, pues la influencia de Jorge Juan se dejó sentir, además, en otras instituciones científicas
y docentes.
Sin duda, es muy peculiar la forma de entrada de este marino en la ciencia moderna: si
bien se trata de un noble que ingresa en la Armada para hacer fortuna, posee una excelente
formación académica, como muchos de los militares del siglo XVIII en Europa. Sus estudios
debieron marchar bien, pues fue elegido, junto con Antonio de Ulloa, para acompañar a los
expedicionarios franceses que querían medir el grado de meridiano en Perú. Era una expedi-
ción científica —estudiada por A. Lafuente y A. Mazuecos— que había sido imaginada por la
Academia de Ciencias de París. Junto a las observaciones de Maupertuis en Laponia, las suyas
debían servir para establecer que la forma de la Tierra era achatada por los polos, como los new-
tonianos defendían. La otra hipótesis francesa, más cartesiana, que defendía el achatamiento
por el ecuador, había sido rechazada. Los pactos de familia entre Borbones obligaban a aceptar
a los extranjeros, permiso raro en un imperio que veía con malos ojos la intromisión de otros
en sus tierras. Aun así hubo recelos entre los expedicionarios, lo que no impidió confraterni-
zar a veces y estudiar y aprender mucho siempre. Así, lo importante para España fue que esos
marinos tan jóvenes, que acompañaron a los franceses para controlar a extranjeros en tierras
del imperio hispano, estudiaron y aprendieron la física moderna. Constituían una academia
de marinos, como ellos mismos se consideraban, que serviría más tarde para mejorar nuestras
instituciones científicas y docentes y, a su vuelta, perfeccionaría la Escuela de Cádiz. Armando
Alberola y Rosario Die Maculet han mostrado con cuidado los caminos por los que transitó la
vida de Jorge Juan.
Esta forma peculiar de entrada en el saber moderno no es tan extraña, pues las expediciones
científicas supusieron un cambio notable en el saber de la época moderna. Podríamos remon-
tarnos a los viajes de los sabios griegos, pero no hay que olvidar el precedente —que gravitará
sobre la Ilustración española— del encargo de Felipe II a su médico de cámara, Francisco Her-
nández, de ir a México a estudiar los posibles remedios terapéuticos de la flora novohispana. Ni
tampoco las expediciones que otros imperios, como Francia o Gran Bretaña, organizaron. Así,
los viajes de James Cook fueron un referente obligado en la época, pero la expedición de Juan
y Ulloa —acompañando a los franceses— estuvo a la cabeza de las otras muchas expediciones
científicas organizadas en España por la Corona, el Ejército e instituciones científicas como el
Jardín Botánico o el Gabinete de Historia Natural.
La llegada de los europeos a otros continentes, con ansias de saber, confrontó las herencias
clásicas con un mundo distinto, planteando novedades esenciales para la entrada en la moder-
nidad. Encontrar hombres, animales, plantas, minerales, paisajes y climas muy distintos hizo
dudar del legado clásico e incluso del saber europeo. Además permitió practicar nuevas formas
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de ciencia que fueron probadas y contrastadas. Los expedicionarios españoles sacaron de allí
dos enseñanzas que, posteriormente, transmitirían a la península. Por un lado, la necesidad de
matematizar la física, abandonando la visión aristotélica propia de las universidades españolas,
trajo la herencia de Galileo e Isaac Newton. Por otro, la necesidad de emplear una instrumen-
tación de precisión que impidiera el error, hizo necesario conseguir unas medidas inmutables y
universales; para ello, Juan y Ulloa estudiaron y compararon los patrones para medir franceses,
queriendo así mejorar los vigentes en España. Curiosamente, sería de Francia de donde llegara
esa unificación de medidas, con el Sistema Métrico Decimal, en cuya introducción otro ma-
rino, Gabriel Ciscar, tendría mucha importancia; pero hubo que esperar hasta el reinado de
Isabel II.
Hasta el siglo XVIII eran tres los pilares en los que la Corona española se apoyaba para con-
seguir los saberes y las técnicas necesarios para su gobierno y mejora social y económica. Me
refiero, claro está, a la Universidad, la Iglesia y el Ejército. Las universidades eran instituciones
de fundación doble, real y eclesiástica, destinadas a la enseñanza del derecho, la teología y la
medicina. Las ciencias —como las letras— estaban muy poco representadas, tan solo eran
consideradas las que tenían utilidad para la medicina, es decir, las matemáticas, la astrología,
la historia natural, la física y la química, y su aportación consistía siempre en estudios senci-
llos y preparatorios, o complementarios, para la facultad médica. La Iglesia tenía interés en la
Universidad, sobre todo en el estudio de la teología y del derecho canónico, pero también en
otros tramos de la enseñanza. Y no solo se preocupaba de saberes humanísticos, como el latín
o la religión, también se interesaba por los científicos. Es de recordar la sabiduría de algunos
benedictinos, como Benito Jerónimo Feijoo o Martín Sarmiento, cuyos libros defendieron el
newtonismo, o la notable actividad científica de la Compañía de Jesús, en la que destaca el im-
portante papel del jesuita Burriel en defensa de la publicación de los resultados de la expedición
de Juan y Ulloa a Perú.
Los jesuitas se interesaban por todos los niveles de la educación —era frecuente entre
las órdenes religiosas—, así en la enseñanza de la latinidad o en formar a jóvenes en los
estudios necesarios para una vida distinguida. Gustaban de atraer mancebos con título,
desde luego, pero también acomodados e inteligentes. Muchos hombres ilustres de nuestra
vida cultural, política o económica pasaron por sus aulas. Recordemos a Lope de Vega, o
bien a Calderón de la Barca. Cuando tuvieron colegios en muchas ciudades, comenzaron
a interesarse por las universidades: para la enseñanza del latín, pero también de la teología
o de las ciencias. A principios del siglo XVII propusieron a la Corona el establecimiento
de una universidad en Madrid, alegando que muchas capitales católicas ya la tenían. Sin
duda París o Roma confirmaban sus palabras. La Compañía ignaciana siempre quiso estar
en las cercanías del trono y formar una elite —mejor nobiliaria— que sirviera a la Corona.
Fue un papel que interpretaron bien, tanto con la dinastía de los Austrias como posterior-
mente con la de los Borbones. Esta petición no gustó a otras universidades y la Compañía
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
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ignaciana vio compensada la negativa con la creación del Colegio Imperial. Más tarde
volvieron a la carga y con los Borbones consiguieron varios seminarios de nobles que se
mantuvieron hasta su expulsión, momento en el que muchos de sus bienes pasaron a la
Iglesia o a otras instituciones culturales o docentes. Pero el futuro del seminario madrileño
sería peculiar, entrando así en esta historia.
Los centros de formación de los militares conocieron también una gran mejora con
la nueva dinastía, que en el siglo XVIII estableció muchas novedades. La monarquía de
origen francés quiso que su Ejército se pusiera a la altura de los tiempos, para lo que era
necesario formar nuevos cuadros, apartando a la vieja nobleza de sangre y sustituyéndola
por otra de méritos y estudios. Esos centros superiores eran para jóvenes nobles, pues se
suponía que el valor y el heroísmo eran los méritos necesarios para dicha clase. Como
diría Chateaubriand, en esa época la nobleza ya solo tenía que defender los bienes que sus
antepasados ganaron. Por ello no eran personas muy dadas al estudio, que abandonaban
con frecuencia para acudir al Ejército o a la Marina, donde conseguían méritos para sus
ascensos, o para ocuparse de sus haciendas o acceder a puestos públicos. Desde luego, la
familia y la sangre azul siempre contaban como meritorios valores. Por ello, no es rara
la queja de Jorge Juan —y de otros maestros— sobre las dificultades que tenía con esos
jóvenes poco interesados en la lectura y en el cálculo; pues otras naciones, en especial
los dos imperios rivales —así como las tierras alemanas, italianas e imperiales—, tenían
profesionales de gran calidad con los que competir. Como ejemplo, puede recordarse a
La Condamine y a Maupertuis.
Aparte de los inconvenientes que suponía educar a jóvenes de casa ilustre, más interesados
en mostrar su riqueza y elegancia, su poder y heroísmo, esos centros mostraron importantes
novedades, así la introducción de la enseñanza práctica y de los libros de texto o manuales, y
la elaboración de cuidados programas de enseñanza por parte de los directores militares. La
educación en la universidad tradicional se hacía leyendo gruesos infolios en latín, de los que el
profesor elegía algunas frases que comentaba y discutía. También entre los alumnos, graduados
y profesores se discutía en latín, en forma silogística, sobre los grandes clásicos, como Euclides,
Galeno, Justiniano, Sto. Tomás o Graciano. La enseñanza práctica era inusual, tan solo en las
facultades médicas se realizaban actividades como ir al campo a herborizar (a veces a jardines
botánicos) o al hospital a seguir las lecciones que el maestro y la naturaleza proporcionaban.
También realizaban prácticas de anatomía y, en ocasiones, autopsias. Al terminar la carrera se
acudía a las casas o a las salas atendidas por médicos ejercientes, de prestigio si era posible, y el
Protomedicato comprobaba si se habían adquirido los conocimientos necesarios para ser auto-
rizados a ejercer la medicina o la cirugía.
Sin embargo, en la universidad faltaba la introducción del método docente y científico
de las ciencias. Por tanto fueron esenciales, en la renovación de la enseñanza, la puesta
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en marcha y la mejora de los centros de estudio para militares. Fueran ingenieros, médi-
cos, marinos o artilleros, la enseñanza debía ser proporcionada de forma distinta. Así, los
colegios de cirugía, primero militares y luego seguidos por otros civiles, introdujeron los
laboratorios de física y química, las colecciones botánicas y de instrumentos, los museos y
gabinetes de historia natural o anatomía patológica, los hospitales de enseñanza…, además
de manuales a la altura de la época, por lo que el libro de texto pasó a ser un pequeño vo-
lumen (por ejemplo, en cuarto) en el que se encerraba toda una disciplina, puesta al día y
explicada de forma completa. Aquellos cursos que se proporcionaban en las universidades
—en los que se comentaban fragmentos de clásicos— ya no tenían interés para las nuevas
enseñanzas profesionales. A partir de entonces lo que se quiere es que las matemáticas se
enseñen completas, al día y de forma clara. No queriendo abusar de la memoria —como
en la universidad sucederá—, la práctica del cálculo moderno, la observación telescópica
o microscópica y las enseñanzas prácticas formaron un nuevo mundo al alcance de aque-
llos «violetos» que Cadalso describía en su divulgado libro Los eruditos a la violeta. No es
extraño, puesto que Cadalso, de familia comerciante, se convertiría en oficial del Arma de
Caballería.
Fue la Academia gaditana centro pionero en la reforma de la Marina, donde convergían
intereses varios, sobre todo los referidos a la educación de marinos distinguidos social y
técnicamente. Fue principalmente una escuela de formación, pero también una academia
científica en la que se siguieron las novedades que iban apareciendo. Además de la Acade-
mia, hubo en Cádiz una tertulia de marinos y cirujanos en la que se discutía de ciencia, la
Asamblea Amistosa Literaria, y en la que brillaron Juan y Ulloa. Además, la Academia siem-
pre estuvo dispuesta a atender las necesidades de la Corona, motivando que muchas veces
los profesores tuvieran que atender otros temas, ya fueran técnicos o bélicos, diferentes a
los propios de su oficio. La estancia de los estudiantes en la Academia era, por desgracia,
demasiado breve; por lo que al mediar el siglo se quiso dar una formación más elevada
a los guardiamarinas, siguiendo las directrices de la política del ministro Ensenada y las
ordenanzas de 1748. La necesidad de un buen Cuerpo de marinos llevó al establecimiento
de dos nuevas academias en Ferrol y Cartagena. A la vuelta de sus primeras misiones, Jorge
Juan es nombrado director de la Academia de Cádiz y de la Compañía. En 1757 publica su
Compendio de navegación, en el que establece la importancia de las matemáticas para la ense-
ñanza y práctica de los marinos, tarea para la que también se pudo disponer del Compendio
de matemáticas de Louis Godin, figura señera en la expedición a Perú y, más tarde, profesor
de la Academia junto a Jorge Juan.
En efecto, la incorporación de nuevos profesores fue básica para la mejora de la Academia
de guardiamarinas. De hecho, comenzó a sobresalir cuando el profesorado fue de calidad y
tuvo medios y posibilidades de entregarse a la docencia y al estudio científico. Fue importante
la incorporación de Godin, así como la de otros dos profesores procedentes de la Guardia de
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
61
Corps. Hay que señalar esta profundización en la militarización, pues a mediados de siglo ya
se había formado una Academia para ese Cuerpo, y existía una Sociedad Militar de Matemá-
ticas. Además, los nuevos libros insistían en el saber matemático, que pasaba de la geometría
al álgebra y al análisis. También fue importante el empleo de instrumentos científicos —así el
octante de Hadley—, que pronto aparecerían en las obras de los marinos que nos ocupan. De
la misma forma, hay que señalar el empleo, por parte de Jorge Juan, de modelos en la enseñan-
za, fundamentales para el conocimiento de los navíos y su manejo. Así como la celebración de
certámenes públicos, que a los jesuitas también gustaban y que seguirían en el Seminario de
Nobles, o la creación de la magnífica biblioteca.
La nueva enseñanza abarcaba, sin duda, la teoría y la práctica, introduciendo métodos nove-
dosos en la pedagogía, siguiendo así la herencia de las escuelas militares, pero también de las de
los jesuitas. Ejemplar notable de los nuevos tiempos fue el Examen Marítimo Theórico Práctico,
o Tratado de Mechánica aplicado a la construcción, conocimiento y manejo de los navíos y demás
Embarcaciones de Jorge Juan, publicado en 1771 en Madrid, en la imprenta de don Francisco
Manuel de Mena. Se lamenta en el prólogo el autor de que el pilotaje tan solo se aprendía en la
práctica, y la construcción era oficio de carpinteros, trabajadores y operarios. Y todo ello en una
época en que las matemáticas y la mecánica se habían desarrollado de forma extraordinaria: «En
el Marinero, todo ocupado al riesgo, al trabajo, y a la fatiga, no cabe quietud para estudio tan
dilatado y prolixo; y el estudioso, que requiere suma tranquilidad para la contemplación, no
se acomoda al afán y fatiga extrema del otro, únicas maestras que enseñan con facilidad las re-
sultas que por solo theórica fuera casi imposible descubrir» (Prólogo, p. V). También hace una
cuidadosa consideración de quienes lo han precedido en el estudio de esos temas, mostrando
su extraordinario conocimiento de la historia de la ciencia y del estado de los saberes náuticos
en ese momento.
Entra después en el análisis de la materia de estudio, de forma concisa, en castellano,
haciéndola comprensible a gentes que allí iban por su sangre, su arrojo o por su interés
profesional. Esa unión de teoría y práctica, esa accesibilidad al conocimiento marca una
nueva etapa en la historia de la enseñanza. No es extraño que Jorge Juan recomendara a la
Academia de Bellas Artes madrileña que encargara a Benito Bails la confección de tratados de
matemáticas asequibles. En principio eran para la enseñanza de artistas, que necesitaban no-
ciones de ciencia, así como de perspectiva, geometría, proporciones…, pero posteriormente
sirvieron también para la enseñanza de las matemáticas en la universidad, entrando así en las
aulas la nueva ciencia. Compuso dos libros, uno más extenso y otro compendiado, para ser
empleados según las necesidades, marcando el comienzo de las matemáticas universitarias,
que pronto daría sus frutos a manos de Juan Justo García, José Chaix y José Mariano Vallejo,
entre otros. Norberto Cuesta Dutari y luego M. Hormigón y E. Ausejo estudiaron, tiempo
después, ese proceso de entrada de las modernas matemáticas en las aulas y en los estudios
españoles.
62
El libro de Jorge Juan está dividido en dos tomos, el primero en dos libros y el segundo en
cinco, y estos, a su vez, en capítulos. Son divisiones de un manual sencillo y en castellano, que
era fácil de aprender para los estudiantes. Como buen libro de texto, quería ser asequible al
lector, exponiendo la materia de forma sistemática y moderna. En el primer tomo, en su libro
primero, se ocupa del movimiento y, por tanto, de la gravedad, la fricción o rozamiento, la
percusión…, además de las máquinas simples. Es ya una enseñanza de tipo newtoniano. En el
segundo trata de los fluidos, de los cuerpos sumergidos en estos y también de las resistencias;
una mecánica de fluidos por tanto. En el tomo segundo: de la nave y su construcción en el libro
primero; de las fuerzas, resistencias y movimientos en el segundo; de las máquinas que mueven
y gobiernan el navío en el tercero; de las acciones y movimientos del barco en el siguiente; y, por
último, propone una recopilación sobre construcción y manejo de naves en el quinto. Se trata
por tanto de una amplia propuesta, comprendiendo tanto la construcción como el manejo de
las embarcaciones, además de los necesarios conocimientos de física y mecánica para la forma-
ción de un buen marino ilustrado. Traducido al francés, al inglés y al italiano, Gabriel Ciscar i
Ciscar lo reeditó con ampliaciones de gran interés. Manuel Sellés estudió con detenimiento las
mejoras en la enseñanza que se consiguieron gracias a este marino, en sus excelentes estudios
sobre la náutica en la Ilustración española.
Sin duda, puede considerarse la Academia de Cádiz como la academia de ciencias que fue
deseada en la Ilustración, aunque no existiera hasta el siglo siguiente. Algunas instituciones,
como el Gabinete de Historia Natural, el Real Jardín Botánico o el frustrado proyecto del
Museo del Prado para letras y ciencias, tuvieron esa intención. Pero, sin duda, se tomó Cá-
diz como centro de investigación que ampliara la docencia. Fue un excelente observatorio
astronómico por su situación meridional respecto a los europeos. Tuvo buenos instrumentos
y libros al día. Se planteó fundamentales tareas geográficas y cartográficas. Contó con una
elite de sabios marinos, entre los que se puede destacar a Vicente Tofiño. Fue un Centro
bien conocido por los sabios franceses, participando en la observación del paso de Venus. De
hecho, una década después de la muerte de Jorge Juan se planteó la necesidad de unos estu-
dios superiores de náutica. Al respecto, hay que señalar el esfuerzo y los libros de Ciscar en
Cartagena, así como la publicación, en 1787, del Tratado de navegación de José de Mendoza
y Ríos, en el que la astronomía náutica pasaba a ser estudio necesario en la nueva Marina que
Juan y Ulloa habían deseado. La navegación por estima daba paso a la navegación astronó-
mica, afirma M. Sellés.
La expulsión de los jesuitas supuso la toma por parte de la Corona de un buen número
de instituciones ricas y, muchas veces, sabias. Fue el caso del Seminario de Nobles madrileño,
que de forma curiosa se puso en manos de la Marina (o del Ejército) por algunos años. No
es extraño, pues siempre se trata de la formación de nobles jóvenes. Pensemos además en las
relaciones que Jorge Juan tuvo con la Compañía ignaciana. Desde luego influyó esta en el
ánimo del marqués de la Ensenada para facilitar su labor y la de Ulloa. Cuando se consulta a
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
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a la falta de dinero (antes los cargos los tenían los regulares), de profesores y de un técnico
que manejase los ricos instrumentos de la institución. Se cobra más en ese momento a las
familias, pero quiere ajustar los costes que se les piden según sean burócratas, militares
o particulares. Piensa que serán plantel del Ejército y de la Iglesia, por lo que esta debe
contribuir al menos con los bienes de los expulsos, pero serán los militares los que por
entonces copen las aulas. Jorge Juan, ya enfermo, realizó aquí su último esfuerzo docente.
Y también técnico, pues bajo su dirección se hicieron ensayos con bombas de fuego. Falle-
cido Jorge Juan en 1773, en septiembre de 1774 es nombrado director el capitán de navío
Vicente Doz.
Hay que insistir en el papel de esas instituciones en la enseñanza de jóvenes nobles. La Real
Casa de Caballeros Pajes muestra una historia parecida, pues también se somete a la autoridad
del Ejército. Se interesaron en ella desde Pérez Bayer a Jovellanos, grandes educadores ilustra-
dos. Estudiada por Arantxa Domingo Malvadi, era otra institución para la formación de la
joven nobleza. Con el brigadier Angosto se incorpora al Seminario de Nobles, mostrando ese
fenómeno de empleo del Ejército para la educación de los nobles, influyendo así tanto en sus
estudios como en sus destinos. Sin duda era esencial para la nueva monarquía contar con una
nobleza con la calidad que era considerada necesaria. Y esa formación tenía que ser amplia,
pues eran personajes que debían triunfar en la milicia, pero también en la sociedad. Tanto en
la cultura, como en la moda y en la ciencia. Revisando el índice de la biblioteca de Jorge Juan,
editado por Rafael Navarro Mallebrera y Ana María Navarro Escolano, vemos la presencia de
libros poco esperados. No es raro encontrar en sus listas libros científicos y de pensamiento,
o bien jurídicos y políticos, pero otros nos llaman hoy poderosamente la atención. Así el Tom
Jones de Fielding o alguna novela de Mme. d’Aulnoy. Era la educación necesaria sentimental y a
la moda de la nobleza ilustrada. Recordemos el interés de Cadalso por el romanticismo francés
e inglés. Jorge Juan viajó por Europa, sin duda, pero además leería novelas, si bien es imposible
saber si las mencionadas fueron abiertas y por quién. Pero además vemos en sus anaqueles libros
propios de la educación del gentleman británico, ya sea en sociedad o en su vida hogareña, en
la cocina o con sus criados.
Insiste Jorge Juan en la enseñanza de la astronomía y en la necesidad de un observato-
rio astronómico. Por eso despide a ese profesor de dibujo artístico, pues es necesario que
aprendan a hacer planos para fortificación, artillería y demás actividades de la carrera mi-
litar. Sin duda protegió las matemáticas y a Francisco Subirás y la enseñanza con modelos,
como el de fortificación que hizo Joseph Cortey. Como los resultados no eran muy buenos
en matemáticas, y menos en física experimental, Doz siguió el camino iniciado por Jorge
Juan de reducir los cobros a las familias y aumentar las rentas, incrementar la ciencia y
el apoyo en el Ejército. Del mismo modo quiso un observatorio, o bien la enseñanza de
física experimental, historia natural y griego. Recuerda que ya los clérigos habían pedido
el observatorio y dos cátedras de Astronomía. Vuelve Doz, en 1778, a la Marina, pasando
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
65
consideraba que latía 4.000 veces por hora y ejercía una fuerza de 3.850 metros/kg al día —una
cantidad pequeña para los valores establecidos hoy en día (vid. Zimmermann, 1996).
Justo después de su ensayo De Vita, Daniel Bernoulli publicaba su revolucionaria Hydrody-
namica, sive de viribus et motibus fluidorum comentarii (1738). El trabajo era innovador porque
unía la hidráulica y la hidrostática en una única disciplina. Y nuevamente el punto de partida
era el péndulo de Huygens. Los conceptos centrales eran los de trabajo (vis absoluta), energía
cinética (vis viva) y energía potencial. Y precisamente la consideración en términos energéticos
era lo novedoso (Darrigol, 2005, p. 5). El conjunto de problemas en los que el tratado se cen-
traba eran los relativos a la circulación de aguas canalizadas, o descargadas de un depósito. En
ese contexto analizaba la resistencia de las paredes de canales tanto rígidos como elásticos, en
lo que creía que sería una gran ayuda para entender la fisiología animal (o «economía animal»,
en aquellos tiempos).
La corrección a los cálculos del trabajo del corazón no llegaría hasta 1753, cuando Bernou-
lli gana el concurso de la Academia Royal des Sciences sobre el tema «El método más ventajoso
de suplir la acción del viento en los grandes navíos». En esta memoria, el suizo, basándose en
la existencia de una «economía de las fuerzas y sus efectos», calculaba el máximo de «fuerza
viva» que un hombre podría producir antes de fatigarse, y cómo esta podría aprovecharse al
máximo para mover a remo un navío de gran tamaño. Lo esencial del artículo es la articulación
de dos sistemas: uno fisiológico, el del hombre, y otro mecánico, el del navío. A través de una
serie de suposiciones sobre poleas, impulsos y movimientos pendulares, Bernoulli dibuja el
panorama de la racionalización del trabajo asociada al diseño de los elementos de este sistema
complejo: cuántos hombres, con qué ritmo y tipo de remos y con qué tipo de palada pueden
mover un navío de determinado peso e imprimirle una velocidad determinada, tomando como
punto de partida un experimento con dos barcos y dos remeros (véase figura 1).
No es de extrañar que por primera vez emplee el término «trabajo de corazón»; ni que la
conclusión técnica principal sea que más remeros no producen más velocidad (p. 56), ni que
la filosófica sea que el trabajo humano es sustituible por energías equivalentes. O en palabras
del autor:
Del mismo modo que los hombres son una fuente de «fuerzas vivas», todas las cosas de las nos podríamos
servir para suplir la acción del viento encierran bajo diversas apariencias una cierta cantidad de fuerzas vivas;
tal es la acción del fuego, del aire comprimido, del aire calentado, como el de los vapores, de la pólvora de
cañón, etc.1
Muchos científicos eran escépticos respecto a las posibilidades explicativas de estos modelos
y de los tránsitos entre unos lenguajes y otros. Uno de ellos era el famoso médico y fisiólogo
Albretch von Haller (1708-1777), quien apuntaba:
No se inventó una máquina, aún después de mucho tiempo, que imite el trabajo del corazón, o que siga el
recorrido completo de cualquier fluido por los vasos del cuerpo animal, tal como, de hecho, tiene lugar en la
máquina del corazón.2
Y, desde luego, Jean Le Rond d’Alembert (1717-1783) estaba entonces de acuerdo (D’Alem-
bert, 1744, pp. xxiii-xxiv).
A pesar de estas protestas, a pesar de las dificultades para aplicar a los casos prácticos los
cálculos y conclusiones derivados de los modelos, estos cumplían una función elemental. Or-
denaban sistemas complejos y conectaban el mundo fisiológico y el físico, los interiores y los
exteriores. Claro que esta unificación de mundos no resultaba solo de la aplicación de los
mismos mecanismos para explicar distintos procesos de disciplinas diferentes, y que, por tanto,
subsumían unos en otros (lo que N. Wise llama «mediating machines»). La forma de imaginar
las fuerzas y la materia era importante. Y tenía consecuencias sobre la imagen del mundo, del
hombre y de Dios. Los tres aspectos iban ligados.
Durante el siglo XVIII, términos teóricos como «fuerza», o como vis viva —propuesto por
Leibniz para explicar lo que hoy llamaríamos la conservación de la energía— o «gravedad»,
se referían no solo a entidades matemáticas, sino físicas. Y era en ocasiones difícil determinar
el significado físico de abstracciones como el cuadrado de la velocidad (v2) que, precisa-
mente, estaba implicado en la definición de la vis viva (mv2). En estas ocasiones los bandos
encontrados diferían no solo en cuestiones metafísicas sobre la descripción real del mundo,
sobre qué era exactamente una fuerza, sino en el modo de entender y usar las matemáticas y
1 «[…] de même que les hommes sont une source de forces vives, toutes les choses dont on pourroit se servir pour suppléer à
l’action du vent renferment sous des apparences différentes une certaine quantité de forces vives; telle est l’action du feu, d’un air
condensé, d’un air échauffé, celle des vapeurs, de la poudre à canon &c» (Bernoulli 1753, 94).
2 «Neque unquam machina inventa est, quæ vel e longinquo cordis vires imitaretur, aut ullum liquorem per vasa corporis
animalis omnia urgeret, qualis quidem in corde machina est». Albrech von Haller, Elementa physiologiae corporis humani, t.1,
Neapoli, p. 204, 1761.
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
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en las consideraciones políticas que derivaban de la defensa de cada posición (Terrall, 2004;
Schaffer, 1994).
Los lazos entre Johann Bernoulli (1667-1748), padre de Daniel y maestro de Leonhard Euler
(1707-1783), y la amistad entre estos dos últimos, que coincidirían además en San Petersburgo
entre 1730 y 1733, donde realizaron conjuntamente los numerosos experimentos que aparecen
en la Hydrodynamica; las antipatías entre Daniel y D’Alembert, y entre este y Euler; las confron-
taciones entre los «teóricos» —matemáticos y filósofos— y los «prácticos» —ingenieros navales
y balísticos— son importantes para comprender el desarrollo de la disciplina, aunque no son el
eje principal desde el cual articularla. La fascinación por los problemas, las convicciones sobre
el modo de definirlos, la perplejidad ante las paradojas a las que se llegan, la discusión sobre el
origen de la información, la elaboración de una retórica que es a la vez literaria, gráfica y mate-
mática, van de la mano de la poderosa intuición de que cada respuesta a la combinación de estos
elementos organiza un panorama político distinto. Por eso, crear una polea con fricción mínima
se convertía, como en el caso de la máquina de George Atwood (1745-1807), no solo en una
referencia a la posible raíz empírica de un teorema, o en la demostración del teorema, sino en
un argumento para sostener la autoridad de los académicos que defendían la constitución me-
cánico-newtoniana del mundo, frente a los republicanos y materialistas como Joseph Priestley
(1733-1804), cuya defensa de las fuerzas vivas amenazaba tanto la religión como la institución
newtoniana (vid. Schaffer, 1994, pp. 168-169).
La historia de la dinámica de fluidos no puede, pues, entenderse sin referirnos a las pasiones
sentimentales, políticas o económicas. Pero, sobre todo, a la pasión por las máquinas a escala,
los modelos experimentales, cuya necesidad de elegancia, simplicidad o detallismo era ince-
santemente discutida. A partir de estos modelos, las situaciones imaginarias propuestas por los
físicos, como las atmósferas dispuestas en capas, los flujos en secciones, las porciones de agua
como prismas o las cataratas internas dentro de depósitos de hielo, transitaban de unas narra-
tivas en las que estaban a salvo, amparadas por la demostración del cálculo, a otras en las que
los diferentes matices entre la demostración o la ilustración se descomponían a favor de una
narrativa robusta y prolija de la realidad. Cada modelo tenía que convertirse en un elemento
de esa realidad. Sin fisuras. Y precisamente los modelos y las máquinas hidráulicas ofrecían un
espacio manifiestamente político y económico desde el cual construir la urgencia y la relevancia
de sobrepasar la retórica de la demostración del teorema e introducirse en las complejidades de
las sinergias locales de los sistemas concretos.
El punto de partida de la teoría de fluidos del siglo XVIII eran los principios, la definición de una
situación dada, por ejemplo el estado de equilibrio de un sistema a partir del cual se exploraban
70
modificaciones. Pero no todas las situaciones eran fácilmente imaginables. Los fluidos, y sobre
todo los fluidos «elásticos» (aires), eran difíciles de prever porque era extremadamente complejo
calcular el comportamiento de sus partículas, un requisito extraído de las teorías de Newton.
El propio D’Alembert —que había basado su teoría de la dinámica en el establecimiento de las
condiciones de equilibrio— afirmaba que «sólo la experiencia nos puede instruir sobre las leyes
fundamentales de la hidrostática» (1744, p. ix). Eso no significa, como vimos, que los teóricos
dejaran de imaginar posibilidades y que se volviesen hacia la experimentación y la observación.
Pero señala los límites que estos encontraban para justificar la idoneidad de sus propuestas y las
razones por las que no siempre sus teorías fueron aceptadas por los ingenieros.
Dos conceptos cruciales pero difíciles de analizar dentro de estos modelos eran el de presión
y el de resistencia. En 1743 D’Alembert publica su Traité de dynamique, cuya propuesta central
es describir los sistemas dinámicos sin referencias al «oscuro» concepto de fuerza, partiendo
de la identificación de las condiciones de equilibrio de un sistema de sólidos (Darrigol, 2005,
p. 13). Un año más tarde publica su tratado de dinámica de fluidos, Traité de l’equilibre e du
mouvement des fluides. El objetivo de dicho tratado es demostrar la conservación de las «fuerzas
vivas» en la mecánica de fluidos, pero incidir en las restricciones de esta ley (D’Alembert, 1744,
pp. xvi-xviii). Siguiendo el mismo razonamiento aplicado en su Traité de dynamique, el francés
argumentaba que en el caso de impacto entre dos capas de fluido se producía una destrucción
de las fuerzas vivas; el momento se conservaba siempre, pero no la vis viva (Darrigol, 2005, p.
15; Hankins, 1965, p. 284). La consecuencia de intentar deducir las leyes de la dinámica de
una geometría del equilibrio sin recurrir al concepto de fuerza sería, según Hankins, la confu-
sión entre energía y momento (1965, p. 285). En cualquier caso, su obra se sitúa en ese mo-
mento en un punto intermedio. O mejor dicho, navega entre dos aguas de diferente resistencia:
las de la memoria De legibus quibusdam mechanicis… de 1736, de Daniel Bernoulli, y las de la
Hidrostatica de Johann Bernoulli.
La diferencia entre ambos estriba en que Daniel consideraba la resistencia con un valor el
doble del cuadrado de la velocidad y el fluido como una masa, no como un conjunto de par-
tículas, lo cual le permitía descartar el modelo del impacto o choque de partículas. También
había descubierto que la presión del agua en un tanque está en relación inversa a la velocidad
de salida del fluido, es decir, que la presión no es un fenómeno hidrostático sino hidrodinámico
(Simón Calero, 1996, pp. 36-38). Johan Bernoulli se atenía al modelo newtoniano, es decir,
empleaba las ecuaciones newtonianas de la dinámica, basadas en la teoría del impacto. Johann,
que era un excelente matemático y dominaba el cálculo diferencial, hizo dos aportaciones com-
plementarias: la definición de presión interna y la división de un fluido en partes imaginarias
o elementos diferenciales.
Ambas teorías se complementan, pero mantienen una tensión entre ellas. La misma tensión
que afecta a los modelos subyacentes volvería a presentarse tiempo después. En principio, la
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
71
teoría del impacto perdió verosimilitud a partir de los años cincuenta del siglo XVIII, cuando
D’Alembert propuso su teoría del campo fluido —similar a la de Daniel Bernoulli— en su Essai
d’une nouvelle theorie de la résistance des fluides ([1749] 1752). Según esta teoría, la resistencia
no es producida por el choque de partículas del agua, sino por la presión del canal contiguo al
cuerpo (Simón Calero, 1996, p. 52). Simón Calero afirma que la matematización de los fluidos
por D’Alembert y Euler pasó por su definición como un continuo, «a pesar de que físicamente
se los imaginaba como un agregado de partículas» (1996, p. 10). Pero las expresiones sobre el
valor ontológico, es decir, la existencia de los corpúsculos o del fluido continuo son siempre
dudosas, inestables. En 1752 D’Alembert afirmaba:
C’est avec le secour seul de ces calculs qu’il est permis de pénétrer dans les Fluides, & de découvrir le jeu de
leurs parties, l’action qu’exercent les uns sur les autres ces atômes innombrables dont un Fluide est composé, &
qui paroiffent tout à la fois unis & divisés dépendans & indépendans les uns des autres (1752, p. ix).
Al contrario, Euler dirá en 1756 que la consideración de la resistencia como un efecto del
impacto de los corpúsculos era una quimera (cit. Simón Calero, 1996, p. 189).
Simón Calero, en el que es uno de los más importantes trabajos sobre la dinámica de fluidos
en esa época, alega que a la etapa dorada de la teorización de la hidrodinámica le siguió un
periodo práctico, que apoyó fundamentalmente versiones híbridas o mixtas de ambos modelos.
En realidad, lo que hay es un cambio en la noción misma de modelo. Y la pauta para dicha
transformación venía de la mano de la teoría.
La aproximación del «campo fluido» permitía, en principio, unificar el problema de la
descarga —el problema sobre la presión y la velocidad de descarga de un fluido contenido en
un tanque o canal—, con el de la resistencia —cuyo cálculo dependía, en general, de la teoría
del impacto—. Sin embargo, los cálculos de la resistencia basados en esta teoría y en el modelo
currentilíneo llegaron a la producción de paradojas, como la de Euler en su Scientia navalis y en
sus comentarios a la obra New principles of gunnery (1742) de Benjamin Robins —que traduce
y comenta en 1745—, según la cual la resistencia que un cuerpo en movimiento experimenta
en un fluido era nula (Simón Calero, 1996, p. 48). Un resultado similar al que llega D’Alem-
bert en 1752 (Simón Calero, pp. 253-255). El modelo ofrecía una alternativa plausible a las
teorías del impacto, pero dado que ninguno de los autores contemplaba la viscosidad del flui-
do, la solución matemática carecía de sentido físico: obviamente, los cuerpos experimentaban
resistencia.
Los complejos tratados de Euler y D’Alembert, y en general todo tratado que pretendiese
dar cuenta de los problemas hidrostáticos, iban acompañados de ilustraciones. Estos dibujos
remitían bien a experimentos o a situaciones ideales. En el campo de la teoría de los fluidos,
a medida que el cálculo comienza a dominar la disciplina, los dibujos se vuelven más geomé-
tricos. Esta deriva coincide con el creciente interés en los modelos que señalamos más arriba.
72
Los modelos comenzaron a proliferar en todas las disciplinas, principalmente en Gran Bretaña,
pero también en Francia, Italia y España, y el público comenzó a asistir a exposiciones de mol-
des y modelos artísticos y mecánicos (Baker, 2004, p. 36). Los fracasos del cálculo en asuntos
obvios como el de la resistencia afianzaron la práctica de proponer soluciones más sofisticadas
que las dibujadas. Los dibujos, en vez de demostraciones, se convierten en esquemas de planos
a partir de los cuales elaborar modelos que negociarán la confianza ontológica de las teorías. Es
decir, por un lado se insiste, en palabras de Euler, en que son necesarios «buenos modelos en
miniatura que representen los navíos tal como son»; y por otro, de la mano del mismo autor,
se afirma que «no es necesario que el modelo represente exactamente el navío en su totalidad»
(cit. en Schaffer, 2004, p. 91). Dependiendo de dónde, en qué efectos y en qué espacios,
se considere que el navío está «exactamente representado», los resultados serán más o menos
cuestionables para los académicos o los ingenieros. Para una parte de los ingenieros navales,
familiarizados con el cálculo y con los problemas teóricos, el modelo nunca podía ser otro que
un modelo navegable.
Juan detectó varias inconsistencias en los cálculos desplegados por estos autores, así como las
consecuencias que tenía el aplicar estas teorías a la construcción naval sin un adecuado análisis
de los modelos resultantes (Valverde, 2012, pp. 236-237). En general, su crítica, expresada
pormenorizada mente en el tomo primero de su Examen marítimo (1771) —uno de los grandes
tratados de construcción naval científica de la época— era que si se tenían en cuenta dichos
cálculos los barcos sencillamente no podrían moverse. Por un lado, Pierre Bouguer presuponía,
en su influyente Traité du Navire, de sa construction et de ses movements (1746), que los barcos
no podían correr más que a aproximadamente un tercio (0,273) de la velocidad del viento, lo
cual implicaba que para alcanzar las 11 millas por hora —el máximo que podría alcanzar un na-
vío— se necesitarían vientos de 61 pies ingleses por segundo. Sin embargo, según la experiencia
que Juan tenía como marino, un navío con todo el velamen desplegado no podía soportar un
viento de más de 24 pies por segundo. Y con ese viento la velocidad máxima que podría alcan-
zar, según el francés, era de ¡4,6 millas por hora! La discrepancia con los cálculos de Leonhard
Euler estaba referida, al igual que las críticas a Daniel Bernoulli, al cálculo de las resistencias,
que unas veces estaban sobreestimadas y otras desestimadas.
Euler había calculado que la resistencia que encontraba un cuerpo plano al desplazarse en
un líquido era el doble del peso de la columna de agua que desplazaba. Esta relación solo podía
cumplirse, según Juan, si el cuerpo carecía de volumen, es decir, coincidía con la superficie del
agua (Juan, 1771, vol. I, p. 233). Además, si se introducía la gravedad en el cálculo resultaba
que la resistencia era igual al peso de 64 columnas de agua, «peso espantoso», como diría Juan.
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
73
Por lo tanto, calcular la resistencia en función del agua desplazada no era una buena idea, ade-
más de que la suposición de que solo se desplazaba la columna de agua equivalente al área del
cuerpo movido era arbitraria. El cuerpo, diría Juan apelando a Newton, desplaza una cantidad
de fluido que no se conoce. La crítica a Daniel Bernoulli iba por el mismo camino, con el
agravante de que si el fluido se consideraba elástico la resistencia se estimaba el cuádruple de
la columna de agua. En todo caso, Juan señalaba que la resistencia no podía tenerse en cuenta
como una función de la velocidad.
Juan llevó a cabo un análisis detallado de las diferentes condiciones en las que un cuerpo
parcial o totalmente sumergido en un fluido experimenta la resistencia. Su objetivo era mostrar
que «las resistencias no siguen la ley de las simples velocidades, ni la de los quadrados, sino que
varía según las circunstancias, y disposición de las superficies impelidas en los fluidos» (Juan,
1771, vol. I, p. 241). Y el punto de partida era la distinta resistencia involucrada en el movi-
miento de un cuerpo plano que se desplaza en un fluido en el que se encuentra parcialmente
sumergido. Si se mueve un cuerpo plano sumergido hasta la mitad en un fluido, y se observa
de canto, el resultado serán las figuras 2 y 3. En la figura 2, AH es el perfil o canto del cuerpo,
la línea CD representa la superficie del fluido y el cuerpo se mueve en dirección C → D. El
volumen de agua a la derecha estará impelida por la tabla y realizará una curva de ascenso; al
contrario, la parte de atrás de la tabla dejará una curva inversa, con un vacío en el espacio CEP.
Figura 3.
Extensión en onda
del efecto de la
desnivelación
Fuente: Jorge Juan,
1771
74
Juan llama «superficie impelente» a la que choca contra el fluido y «superficie impelida» a la
que «huye» del fluido. Y analizando todas las posibilidades encuentra que si los cuerpos están
muy sumergidos en el líquido, o si son muy voluminosos, la desnivelación puede despreciarse
y, en ese caso, la resistencia será como las simples velocidades (Juan, 1771, vol. I, p. 268). Pero,
en general, la resistencia horizontal que padece cualquier cuerpo será «como tres cantidades:
una que es como las simples velocidades, otra como los cuadrados de las mismas, y otra como
los cuadrados-cuadrados» (1771, vol. I, p. 284).
El efecto del desplazamiento, como quedaba claro en su crítica a Euler, no podía limitarse a
una columna de agua:
Acompañando sus críticas sobre las consecuencias físicas de determinadas fórmulas, Juan
critica el inconveniente de utilizar el péndulo como modelo general de la hidrodinámica. Lo se-
ñala en su análisis de los experimentos de la resistencia realizados por Newton, donde tampoco
deja pasar la cuestión de la poca utilidad de los modelos o máquinas «pequeños» si se prescinde
de los «considerables efectos» que la fricción tiene en ellos (1771, vol. I, pp. 237-240). Asimis-
mo, al explicar por qué Bouguer y Euler prescinden del cálculo de las resistencias a la hora de
determinar la velocidad angular de un cuerpo en flotación, el oficial español señala:
[Bouguer dice prescindir de ellas] por motivo de que el cuerpo separa muy poco fluido, y ser la acción este
como la del ayre en los péndulos, que casi se hace insensible, á causa de ser la velocidad angular V muy corta; «pero
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
75
el caso resulta tan diverso, como que los péndulos oscilaran aun mas perfectamente sin resistencia: y los cuerpos en
su rotación sobre los fluidos no pudieran subsistir» (Juan 1771, vol. I, p. 391, las comillas son énfasis de la autora).
Aunque la teoría de las desnivelaciones de Juan tiene muchas incongruencias, sobre todo a la
hora de atribuirles sentido físico (Simón Calero, 2001, pp. 230ss), sus trabajos de observación
con modelos estaba entre los primeros en llamar la atención sobre los efectos de la formación de
olas en el proceso de arrastre del barco (Nowacki, 2007, p. 16). En su insistencia sobre la impo-
sibilidad de concebir el cálculo al margen de estos efectos, la obra de Juan es muy moderna. Por-
que, además, hay que considerar que Examen marítimo fue una obra en dos tiempos: su primer
tomo debió de terminarse a finales de la década de los cincuenta del siglo XVIII (cfr. Simón Calero,
2001). Cuando se publicó, hacía ya veinte años que habían empezado a utilizar modelos de navío
en la Academia de Guardias Marinas de Cádiz. De los tres que mandó construir hacia 1751, el
primero era un navío a escala, completamente aparejado, en el que los estudiantes aprendían a
maniobrar y con el que se hacían experimentos. El segundo era un armazón para explicar la cons-
trucción. El tercero era una sección longitudinal de un navío que dejaba ver todas sus secciones y
permitía explorar la distribución de la carga (Sanz, 1773). La bahía de Cádiz, con sus peculiares
vientos, le permitía hacer mediciones de velocidad en un recorrido bien controlado.
El segundo tomo del libro, escrito más tarde, y donde se condensa todo el saber de Juan
como ingeniero naval, fue el reverso de la moneda, el otro lado del modelo, aquel en el que
nos muestra las especificaciones prácticas más relevantes del barco: solidez, impermeabilidad,
aerodinámica, amplitud, estabilidad, simetría y maniobrabilidad. Y allí un aspecto importante
y subyacente a su teoría de fluidos se hace más claro. El barco no puede pensarse, desde una si-
tuación inicial de equilibrio dinámico, sin el hombre. El barco es un cuerpo inestable, sometido
a incesantes fuerzas; saber navegar es saber devolverle el equilibrio. El equilibrio es el resultado
artificial de la destreza del hombre. Pero, obviamente, determinados aspectos constructivos
contribuirán a que esto sea posible, a que el barco sea más veloz, más fácil de maniobrar, más
fácil de estabilizar. Pero no hay barco sin timonel, no hay navío sin navegante:
[...] y como las olas son continuadas, continuados han de ser tambien estos movimientos de orzar y arribar,
y continuado el reparo que con el Timon se debe procurar; y así, por mas que las Velas, y aun el viento no se
alteren, el gobierno no puede dexar de variar, y necesitase un continuado movimiento en el Timon, con mucho
cuidado, y mas experiencia que es la maestra en este asunto (1771, vol. II, p. 390).
Coda
Según Joseph Priestley había dos tipos de modelos, los mecánicos y los filosóficos:
Los instrumentos filosóficos son una fuente inagotable de conocimiento. Por instrumento filosófico, sin
embargo, no entiendo aquí los globos terrestres, las esferas armilares y otros semejantes que son sólo el medio
76
que hombres de ingenio han encontrado para explicar sus propias ideas de las cosas a otros; y que, por lo tanto,
como los libros, no tienen usos de mayor alcance que mostrar el ingenio humano; sino [me refiero] a otros como
la bomba de aire, la máquina de vapor, el pirómetro, que muestran las operaciones de la naturaleza, es decir, del
mismo Dios de la naturaleza (cit. Schaffer, 1994, p. 158, traducción de la autora).
Bibliografía
BAKER, Malcom. «Representing Invention, Viewing Models», Models: the third dimension of
science, S. Chadarevian & N. Hopwood (eds.), Stanford, Stanford University Press, pp.
19-42, 2004.
BERNOULLI, Daniel. «De legibus quibusdam mechanicis, quas natura constanter affectat,
nondum descriptis, earum usu hydrodynamico, pro determinanda vi venae contra
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
77
El viaje de Jorge Juan a Londres, entre marzo de 1749 y abril de 1750, ha sido descrito por
muchos autores como una labor de espionaje industrial. Nosotros a este respecto tenemos una
visión un tanto particular, que atiende a las circunstancias culturales y sociales de la época, en
cuyo seno atribuir a Jorge Juan un sesgo de simple espía está fuera de lugar. De hecho, su acción
en Londres se movía dentro del sofisticado ambiente cosmopolita que en ese tiempo inundaba
la Europa que promovía el desarrollo de la ciencia. En su seno los científicos, en el ambiente
cultural de la Europa ilustrada, se movían con total libertad de un extremo a otro del continen-
te, buscando la ocasión de poner en práctica sus conocimientos. Y esta fue la idea general de la
que se aprovechó Jorge Juan para traer a España varios ingenieros navales y especialistas en la
construcción naval.1
1 La tesis de su consideración como espía aparece en J. Guillén Tato: Los tenientes de navío Jorge Juan y Santacilia y Antonio de Ulloa
y de la Torre-Guiral y la medición del meridiano. Ed. Caja de Ahorros (1972). A. Lafuente y J. L. Peset Reig: «Política científica y
espionaje industrial en los viajes de Jorge Juan y Antonio de Ulloa», Mélanges de la Casa de Velázquez, N.º 17, pp. 233-262, 1981.
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
79
El ambiente político, además, favorecía ese contexto cultural y social. Con la firma de la
Paz de Aquisgrán en 1748 se abrieron de par en par las puertas de toda Europa. En España
los ministros del rey Fernando VI hicieron de Madrid una ciudad cosmopolita y abierta a las
ideas ilustradas. Pero en medio del ambiente pacifista el primer ministro del rey, Ensenada,
preparaba su idea de una «paz armada», es decir, de aprovechar la ocasión para crear una es-
tructura militar que permitiese a España estar entre las potencias continentales, a la altura de
Francia e Inglaterra. Pero para eso era fundamental tener una Marina poderosa y eficaz que,
unida en un momento dado a la francesa, pudiese ser el contrapeso ideal de la poderosa Marina
británica. El resultado del interés de Ensenada en la materia sería la publicación de sus famo-
sas Ordenanzas de la Armada, en 1748, que tomaron como un punto de vista fundamental el
asunto de los astilleros y la construcción naval. Era necesario construir buques buenos, para lo
que se necesitaban los mejores especialistas y las mejores instalaciones. Para esa tarea Ensenada
contaría con la singular ayuda del que sería su gran amigo personal Jorge Juan. Personaje que
era el mejor exponente de la unión, en su singular persona, de un profundo científico, un
gran matemático y un militar con una perfecta vocación. Los dos amigos conocían de primera
mano los problemas que tenían los buques españoles, sobre todo por su mala maniobrabilidad
en la guerra marítima, por ser barcos muy pesados. Los dos pensaban que el modelo inglés era
mejor que el español y por eso se encargaron de la aventura de traer al reino español expertos
en la construcción de buques de ese modelo. Con todo, conviene saber que los ingleses habían
atrapado al navío español Princesa en 1740. Buque construido con el sistema español dise-
ñado por Gaztañeta y cuyas buenas innovaciones habían sido aprovechadas por los ingleses
en sus propios barcos. Con esto resulta que el conocido modelo inglés, en cierto sentido, era
una adaptación del modelo español, un híbrido entre los dos sistemas que estaba dando unos
magníficos resultados. Sistema español que entonces había mejorado notablemente, como lo
demuestra la construcción en esos años de los navíos Fénix y Rayo. Barcos con los que se había
conseguido mejorar las prestaciones de los mejores navíos británicos, como las autoridades
inglesas pondrían de manifiesto. Hecho que vuelve a patentar que catalogar la figura de Jorge
Juan como un simple espía no es del todo correcto, más si nos atenemos a que, al margen de
las circunstancias, los conocimientos científicos viajaban por toda Europa con rapidez y solo
había que estar pendiente de su noticia e interesarse por ellos. En este sentido cabe recordar
que realmente la construcción naval española era buena, pero los dos amigos, Ensenada y Jorge
Juan, pensaban que el modelo inglés era mejor y, para aprovechar su éxito, había que enviar a
Inglaterra a alguien que entendiese de los planos y de las matemáticas de los modelos de dichos
barcos, y, claro, Jorge Juan era el sujeto perfecto.
En Londres Jorge Juan conoció de primera mano el fascinante ambiente científico e inte-
lectual de la ciudad, en cuyo seno se movió como pez en el agua, llegando a ser admitido como
fellow de la Royal Society. En ese contexto Jorge Juan prestó mucha atención a la contratación
de ingenieros navales y sus auxiliares para la construcción naval. Esta labor llegaría a oídos de
80
las autoridades, lo que motivaría la precipitada huida a Francia de Jorge Juan y sus dos acom-
pañantes, los brigadieres José de Solano y Pedro de Mora, para evitar su detención.2 En ese
momento, cuando ya estaba el trabajo de recluta de los técnicos conseguido, Jorge Juan tuvo
que ocultarse de las autoridades, y de su penosa situación hablaba en una carta desde Londres,
de 12 de abril de 1750. Aunque todavía tuvo que seguir escondido más días, como da cuenta
en otra carta de 13 de mayo en la que indica que el propio ministro Bedford dirigía su perse-
cución. Finalmente, en una huida de aventura, consiguió embarcarse de incógnito en el Santa
Ana de Santoña y cruzar el canal, llegando el 9 de junio de 1750 a París.
Cuando Jorge Juan llegó, después de dos semanas, a España se encontró con que todos
los técnicos reclutados en su misión se encontraban en los astilleros españoles. Los ingleses se
alarmarían con la noticia aunque, en un principio, llegaron a pensar que España nunca podría
construir una flota que les pudiese hacer frente. Pronto los hechos demostrarían su equivoca-
ción. Tras las primeras pruebas con los primeros navíos, los proyectos se llevaron a una Junta
convocada en Madrid, en 1752, por Jorge Juan y los ingenieros ingleses. Las conclusiones
adoptadas quedarían fijadas en un curioso memorial llamado Principals dimentions proper for a
ship of each class on de Royal navy, prepared by his Majestic Builders, according to the dimentions
resolved on by the King order. Con ello quedaría fijado el conocido como modelo inglés que sería
adoptado por la Armada española. Modelo que tuvo sus críticas desde el primer momento y
hoy se considera que, en general, no aportó grandes innovaciones. Hasta el punto de que con el
tiempo se abandonaría en favor de la construcción española. De hecho, a partir de 1765, bajo
la dirección del constructor de navíos Gautier, se introdujo un nuevo modelo híbrido entre la
tecnología francesa y la española que acabaría imponiéndose durante el resto del siglo.3
Es ahora nuestro propósito conocer de primera mano el resultado de la misión de Jorge
Juan. Al menos saber algo de la presencia de estos ingenieros y su labor en los astilleros espa-
ñoles. Presencia que fue muy sentida por los constructores de nuestro país, que vieron llegar
una oleada de técnicos extranjeros que amenazaban su forma de vida y organización. El 1 de
julio de 1751 aparecen en las fuentes documentales las primeras referencias de los constructores
ingleses. Tras la llegada de los primeros oficiales y constructores, y dado el éxito conseguido
con su presencia, apenas dos años después se produce una nueva venida de extranjeros a los
astilleros españoles, en lo que sin duda fue un reforzamiento de la política comentada. En-
tre la oleada de 1753 aparecen, además, algunos de los más importantes nombres, con unos
constructores verdaderamente geniales, cuya labor contribuyó decisivamente a la reforma de
la Marina. Extranjeros que aparecen en unión con otros oficiales españoles, síntoma de que el
2 Más datos en R. Die Maculet y A. Alberola Romá: «Jorge Juan Santacilia, síntesis de una vida al servicio del Estado», Revista Ge-
neral de Marina, vol. 265 (agosto-septiembre), pp. 229-250, 2013; y J. L. Morales Hernández: «Jorge Juan en Londres», Revista
General de Marina, vol. 184, pp. 663-670, 1973.
3 E. García-Torralba Pérez: «Las líneas maestras de Jorge Juan para la construcción naval: el sistema inglés», Revista General de
Marina, vol. 265, (agosto-septiembre), pp. 273-296, 2013.
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
81
sistema de la construcción inglesa fue incorporando a naturales que habían ido aprendiendo
las nuevas técnicas.4
La situación de los oficiales ingleses se consolidaría rápidamente, hasta el punto de que su
presencia sería un elemento que se haría notar en toda la estructura del astillero, ocupando
desde su dirección hasta los puestos más intermedios del escalafón. Así aparece en el registro
de los oficiales ingleses de 1755 del astillero de La Carraca, encabezado por Mateo Mullan y su
hijo Ignacio como constructor y ayudante respectivamente. Por debajo de ellos, en ese arsenal
figura el curioso puesto de intérprete de lenguas, encargado de traducir y coordinar las labores
de un equipo de españoles dirigido por ingleses. En cuanto al tema naval, por debajo de Mullan
estaban los contramaestres de construcción Juan Sears y Juan Laughan que, en 1757, se encar-
garían personalmente de las obras de construcción del astillero de La Carraca. Junto a ellos el
carpintero de lo blanco y maestro de diques Eduardo Duff. Más abajo en el escalafón, el escul-
tor Samuel Movv seguido, ya dentro de la escala de oficiales menores, por los segundos aserra-
dores Diego Combay y Thomas Priels, el aprendiz de ayudante de constructor Juan Cook, los
carpinteros de ribera Juan Reynolds, Ricardo Reynolds y Miguel Layons, el carpintero de lo
blanco Juan Canon y el aprendiz de calderero Christian Franleyn.5
Sobre la situación de esos emigrantes en España tenemos alguna información que nos re-
vela la particularidad de su asentamiento y cómo se dejó sentir su presencia, en algunos casos
lo suficientemente numerosa como para que influyeran en la organización social de las villas
donde se asentaron. Podemos poner como ejemplo la estudiada presencia de esos emigrantes en
la villa gallega de Ferrol, donde constituyeron una comunidad muy importante. Su presencia
sería tan sentida que en 1758 se ordenó distinguir por las autoridades a estos ciudadanos, averi-
guando el número de ingleses e irlandeses católicos y protestantes que allí se había establecido.
Del examen realizado se pudo comprobar que había en Ferrol diecisiete ingleses.6 Dato que
viene a demostrar otro aspecto interesante de los mismos y que llamó mucho la atención de
las autoridades religiosas españolas, como fue el que la mayoría de ellos eran de origen protes-
tante, lo que no dejó de causar cierta alarma pensando en los posibles influjos de su presencia
en ciudades y pueblos católicos. Tenemos que destacar que en este sentido fueron respetados,
no dándose ningún caso de persecución por la temible Inquisición, que veía con buenos ojos
aquellos casos en los que se produjera de forma voluntaria la conversión al catolicismo. Sin
embargo, la situación religiosa de los ingleses se acabaría complicando con la guerra con su
país de origen, que duraría hasta la firma del Tratado de París el 3 de septiembre de 1783. En
4 Más datos sobre los ingenieros ingleses y sus auxiliares en A. Serrano Ruiz-Calderón: La construcción naval en España en el siglo
XVIII. Tesis doctoral, Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, 2017.
5 Todos los datos, si no se hace referencia expresa a otra cita, se han extraído de la referencia Archivo General de la Marina Álvaro
de Bazán (AGMAB), libro 3437/1.
6 O. Rey Castelao: «Inmigrantes Irlandeses en la Galicia del Periodo Moderno», en M. Villar García (coord.), La emigración irlan-
desa en el siglo XVIII, Málaga, p. 186, 2000.
82
ese contexto, don Luis Meager, vicecónsul de Inglaterra en Ferrol, escribiría en enero de 1783
que varios oficiales ingleses habían sido expulsados de ese astillero. Noticia matizada por la
conversión del inglés Williams, que había abjurado de su luteranismo y que, el 14 de enero, se
había convertido al catolicismo apadrinado por un religioso franciscano y un dominico irlan-
dés, recibiendo la comunión de manos del mismísimo obispo entre el júbilo de los asistentes y
ganándose el interesado el favor real y el poder quedarse en Ferrol.7
Sobre los grandes ingenieros podemos prestar atención a algunos ejemplos significativos,
empezando con el de Tomás Bryant Smith. Este personaje fue hijo del capitán de fragata don
Eduardo Bryant, que servía en la Real Armada española como constructor e inspector de la
delineación de planos. Como tal, en 1756 sería enviado a su tierra natal inglesa, donde inició
sus estudios de delineación y construcción de barcos hasta que, en 1763, fuese reclamado desde
Cartagena para acabar los estudios bajo la dirección de su padre. Dato que viene a confirmar
la libertad que estos constructores ingleses disfrutaban y que la labor de espionaje de Jorge
Juan parece que estuvo de algún modo admitida por la discrecionalidad que permitía a estos
ingenieros ir de un país a otro con total libertad. Desde ese año de 1763 se dedicó a delinear
toda clase de embarcaciones de guerra bajo la dirección de su padre. Entre ellos se encargó de
los planos de los navíos Velasco, San Genaro, Santa Isabel, San Vicente y San Nicolás. Además
de las fragatas Santa Rosalía y el jabeque Nuestra Señora de África, junto a otras naves menores
y el desempeño de otras tareas en los astilleros. Labor que seguiría hasta el fallecimiento de su
padre, el 27 de abril de 1768, por un accidente de trabajo, tras el cual sería sustituido por Gui-
llermo Turner, mientras Tomás siguió la carrera paterna ingresando definitivamente en el Cuer-
po de Ingenieros de Marina. Con tal calidad quedaría bajo la dirección de Gautier, ingeniero
general de Marina en Cartagena, bajo cuyo desempeño quedaría la construcción del navío San
Joaquín y de la fragata Santa Dorotea. Hasta que el 1 de enero de 1773 fuese destinado con su
mismo empleo a Ferrol, para el cuidado y conservación de los buques allí fondeados. Para el 13
de junio de 1775 volver a Cartagena donde se le encargaría la construcción de las fragatas San-
ta Mónica y Santa Rufina, bajo la dirección del comandante de ingenieros don José Romero.
Éxito en su labor que le serviría para promocionar al puesto de jefe de las carenas de los diques,
en cuyo desempeño estuvo hasta el 6 de mayo de 1777, cuando pasó a ser nombrado encargado
del Departamento de Aprovisionamiento del Cuerpo de Ingenieros de Marina hasta al menos
el 1 de marzo de 1779. Pocas noticias tenemos de él hasta que el 19 de septiembre de 1784
fuese destinado de nuevo a Ferrol con el cargo de ingeniero segundo de la comandancia de
7 En una de las cartas se dice: «Mui señor mío. Lo gustosa que me había sido la noticia que v. m. se sirve darme en su apreciable
carta de 16 del corriente de que el ayudante de construcción don Tomás Williams en un efecto de la infinita misericordia de
Dios ha abjurado públicamente de la heregía que profesaba de Lutero el 14, abrazando la fe católica, comprendo la graduará
v. m., y por ella ofrezco al Todopoderoso las mayores gracias por tan singular beneficio derramado para bien del alma de aquel
catecúmeno, y a v. m. por la atención que tubo en no retardármela. Y conociendo quán bien admitida será del piadoso corazón
del Rey, por el correo de oy la participo con inclusión de la carta original de v. m.; de quien con la mejor boluntad me ofrezco
deseando que Nuestro Señor guarde su vida muchos años. Ferrol 18 de enero de 1783. Señor don Luis María O´Brien». AG-
MAB, Ingenieros 3408/73.
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
83
ese puerto. Momento en el que Bryant, en atención a sus servicios de veinte años y a los de su
padre, el 28 de septiembre de ese año solicita el empleo de ingeniero jefe de Marina. Servicios
que finalmente serían recompensados de acuerdo a sus deseos, el 15 de noviembre de ese año,
con el nombramiento de ingeniero jefe junto a su empleo de capitán de navío.8
Por su parte Rooth, que era considerado por sus contemporáneos como el mejor de los
constructores ingleses, llegaría a España desde Londres e ingresaría en la Escala de Oficiales de
Marina en la que, al final de sus días, llegaría a ser nombrado teniente de navío. Llegado aquí,
sería inmediatamente enviado en 1750 a Ferrol, encargado de dirigir las obras de construcción
de las instalaciones del puerto y el astillero. Tarea que comenzaría acompañado de sus paisanos
Bryant y Mullan, con objeto de que ellos investigasen si el plan de esas obras podría ser de
aplicación en las futuras obras de Cádiz y Cartagena. Tarea que comenzaría con muchos pro-
blemas, entre ellos la falta de contramaestres de la construcción que le ayudasen, lo que motivó
la llegada de los ingleses.9 Situación que causaría no pocos problemas con los trabajadores
españoles, abrumados por la ingente tarea, hasta el punto de que el 27 de julio de 1751 Rooth
informaría de la protesta y motín que llegaron a hacer los trabajadores. Entre ellos destacan
los alborotos de los trabajadores vizcaínos, a los que acabó reprendiendo el propio Jorge Juan
con la elaboración de un reglamento de penas para los operarios.10 Tras acabar las obras Rooth
se trasladaría a Guarnizo donde, entre 1757 y 1759, dirigiría la construcción de buques de se-
tenta cañones, como el Victorioso y el Príncipe.11 Con ese éxito pasaría a Ferrol con objeto de
desarrollar y potenciar la labor de ese hasta entonces mediano astillero en comparación con el
histórico Guarnizo. Misión realizada a la perfección, lo que depararía que Ferrol acabara siendo
el astillero más importante del norte español hasta nuestros días. Lugar donde permanecería
Rooth hasta su muerte el 30 de mayo de 1761. Este constructor diseñó e introdujo nuevas
técnicas en la construcción naval, además de encargarse de la ejecución de determinadas obras
de las instalaciones del arsenal, que supusieron un abaratamiento en los costes de construcción
y gestión de las instalaciones. Entre ellos destaca la modificación, en 1760, del proyecto de la
creación de cuatro diques, las gradas del puerto y la poza de bombas para el arsenal de Esteiro,
bajo la dirección de Francisco Llobet. Ricardo Rooth pensó que era posible hacer la reforma
construyendo solo dos diques en lugar de cuatro, con lo que eso suponía de reducción de costes
en la construcción del proyecto. Esa reforma finalmente sería aprobada por el conde de Vega
Florida, tal y como aparece en una carta, fechada en marzo de 1761, que Núñez Ibáñez remitió
a Julián de Arriaga donde habla de las reuniones mantenidas con Llobet y Rooth sobre la posi-
bilidad de reducir los gastos de las obras del nuevo arsenal de Ferrol. Carta en la que también
se hace referencia a que Rooth no informó sobre la escasez de maderas para los suministros del
arsenal, además de a la reacción violenta que tuvo cuando se le preguntó sobre dicho incidente.
Y es que el mal carácter de este personaje era muy conocido y temido.12
A su muerte su labor sería continuada por Howell, que empezaría trabajando en el Depar-
tamento de Cádiz para desde allí dirigirse a Guarnizo, cuyo astillero dirigió en compañía de
Fernández de Isla con el resultado de la botadura de los navíos Arrogante, Poderoso, Serio y
Soberbio. Misión realizada en paralelo y coordinadamente a la de Rooth en Ferrol, en lo que
fue todo un éxito. Con estos datos no es de extrañar que este Howell fuera el sustituto de Rooth
en Ferrol cuando este falleciera en 1761. El resultado de la misión de estos dos hombres, en
compañía de Turner, en Ferrol sería la botadura del Aquilón, entonces uno de los barcos más
veloces del mar, el Oriente o el Guerrero, este último tan bien construido que llegaría a estar
en servicio más de ochenta años, hasta nada menos que 1844. Su repentina muerte truncó una
carrera profesional que seguramente hubiera dado grandes servicios a la Marina española.13
Otro singular ejemplo es el de Mateo Mullan que, nada más llegar a España, sería destinado
al astillero de Ferrol hasta que en 1750 fuese trasladado al astillero de La Carraca, donde bajo
su dirección se botarían los navíos África, Aquiles, Conquistador, España y Firme.14 En la
ciudad gaditana contraería matrimonio en 1753 con Josefa de Mena, y seguiría su labor como
constructor de navíos y, por lo tanto, oficial más destacado del astillero. Allí sería el encargado
de reformar sus importantes instalaciones, conforme a los nuevos principios de la construcción
naval a la inglesa. Labor que realizaría acompañado de su hijo y futuro sucesor en su obra,
Ignacio, y de un nutrido grupo de oficiales que se habían formado bajo su atenta dirección en
el Departamento de Cádiz, donde seguiría su labor hasta ser recompensada con el rango de
capitán de fragata, otorgado el 12 de febrero de 1767. Cumplida su labor en Cádiz se decidió
su traslado al importante astillero de La Habana, el 5 de diciembre de 1766, donde partiría a
bordo de la urca San Juan el 30 de mayo de 1767.15 Misión que fue conseguida a la perfección
en un corto espacio de tiempo, con lo que ese astillero quedaría en óptimas condiciones para
la construcción naval.16 Mateo Mullan fallecería en la capital cubana en octubre de 1767,
mientras se estaba colocando la quilla al mítico navío Santísima Trinidad, cuya construcción
terminaría su citado hijo Ignacio. El buque, armado con 112 cañones y botado en 1769, ten-
dría importantes modificaciones en los arsenales de Ferrol y La Carraca, alargándose en quilla,
eslora y manga, disminuyéndose un poco el puntal y corriéndosele la cuarta batería, con lo
que se aumentó su capacidad artillera hasta llegar al insólito número de 140 cañones, lo que
lo convirtió en el barco más importante de su época. Con esa potencia llegó a participar en la
12 AGS, Secretaría Marina, legajo 331.
13 AGMAB, Ingenieros 3408/36.
14 AGMAB, Ingenieros 3408/48.
15 AGMAB, Libro 3437/2.
16 AGS, Marina legajo 235.
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
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batalla de Trafalgar —nada menos que con casi cuarenta años de vida útil, lo que en esa época
era verdaderamente prodigioso—, integrado en la primera escuadra que salió de Cádiz el 19
de octubre de 1805. En su puente de mando llevaba al jefe de escuadra Baltasar Hidalgo de
Cisneros y al brigadier Francisco Uriarte como capitán de bandera. Caso que proporciona el
dato interesante de que los ingleses lucharon en esa mítica batalla naval contra una escuadra
cuya nave capitana había sido construida por un compatriota suyo.17
Para acabar estudiaremos el caso de Guillermo Turner, cuya llegada como ayudante coincide
con la de su maestro Rooth, que a título personal lo reclamó a su lado, y se formalizó el 12
de diciembre de 1751.18 Con ese puesto se encargaría de construir los primeros navíos según
el sistema inglés, entre ellos el Oriente II de 74 cañones y el Aquilón de 68.19 Pero su misión
no acabó con esos barcos y seguidamente participó en la construcción de otros importan-
tes buques como Neptuno, Magnánimo, Gallardo, Brillante, Guerrero, Vencedor, Glorioso
y Héctor, a lo largo del año 1753 y bajo su propia dirección en el astillero de Ferrol, ya que
el director principal Rooth se encontraba de baja por una grave enfermedad. Tremendo éxito
que continuó el año siguiente, cuando construyó los navíos Triunfante y Dichoso, siguiendo a
las órdenes de su maestro Rooth hasta 1758. Poco más se puede decir de la capacidad de este
personaje, en principio un simple ayudante de construcción que admiraba a sus coetáneos. Ac-
ciones que realizó antes de la llegada de Jorge Juan, en cuyo momento Turner quedó encargado
de la construcción de los diques del Departamento de Ferrol. Puesto que compatibilizaría con
el de director de las fundiciones de los morteros, bisagras, garzones y demás piezas de bronce
necesarias para que esos diques fueran construidos a la perfección. Tarea que sería reconocida
por el propio Jorge Juan en una carta de 7 de septiembre de 1763, en la que le expresaba su
satisfacción por la tarea de elaboración de las planchas de las puertas de los diques.20 Nuevo
éxito que le supondría, tras la defunción de Rooth, su traslado al Departamento de Cartagena
el 27 de abril de 1768, destino en el que estuvo hasta su fallecimiento. Allí, a las órdenes del
entonces capitán de fragata Bryant, sería nombrado ingeniero constructor interino el 13 de
mayo de 1768, pasando a finalizar la construcción de la fragata Mahoma. Pero su capacidad no
acabó con este encargo y dio nuevas muestras de ello, otra vez como simple ayudante nom-
17 J. Torrejón Chaves: «La construcción naval militar española en el siglo XIIII: tendencias, programas y constructores», Arsenales y
construcción naval en el siglo de la Ilustración, Cuaderno n.º 41 del Instituto de Historia y Cultura Naval, Madrid, pp. 131-180,
2002.
18 Sus datos se encuentran en las referencias AGMAB, Ingenieros 3408/69 y 3409/20.
19 Á de la Piñera y Rivas: «La construcción naval en España durante el siglo XVIII», Revista de Historia Naval, año XX, n.º 79,
Madrid, p. 27, 2002.
20 «Mui señor mío. Respondo la carta de v. md. con fecha de 31 del pasado, en que se sirve avisarme haber concluido la fundición
de planchas sobre que deben girar las puertas del segundo dique, de que quedo enterado, y muy gustoso; pues aunque la una
haya salido algo defectuosa, esto se puede remediar fundiendo otro pequeño trozo, conforme también se hizo con el primero,
cuya operación podrá hacerse al mismo tiempo que los clavos, para salir de una vez de esta comisión, que celebraré concluya v.
md. con igual felicidad, disfrutando siempre cumplida salud, y mandándome, si en algo le puedo servir, con las veras que pido
a Dios guarde su vida muchos años. Madrid y septiembre 7 de 1763. De v. m. su mayor servidor. Jorge Juan.»
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brado el 3 de junio de 1770, como demostró con la construcción de los navíos San Nicolás y
San Rafael, las carenas de los navíos Monarca y Serio y la fragata Marroquina, hasta la llegada
del que sería finalmente nombrado ingeniero, el general Gautier. Su entonces jefe contaría con
él y le encargaría el reconocimiento de los bosques y el asiento de la madera necesaria para la
construcción de seis navíos más. Desempeño al que seguiría el encargo de la construcción del
navío San Dámaso, a las órdenes del ingeniero segundo y capitán de fragata Romero, junto con
la construcción, a título personal, de la bombarda Santa Rosa de Lima, lo que le valdría ser
nombrado alférez de fragata graduado el 6 de diciembre de 1776. Acabada esta tarea, durante
1779 volvería a la administración de la corta de madera de los bosques del Departamento de
Cartagena hasta que en abril de 1780 fue destinado al cargo de jefe de la intendencia del mismo
centro relevando a Hertevens. Posteriormente, el 13 de noviembre de ese mismo año, volvió
de nuevo a la administración de los bosques, por cuyos servicios Turner sería promocionado al
rango de teniente de fragata el 26 de abril de 1783.
Pese a sus servicios Turner acabaría sus días abandonado por todos, coincidiendo con la
definitiva consagración del nuevo modelo de construcción naval. De hecho, cuando pidió su
ascenso tuvo que enfrentarse a la animadversión que le mostraba su jefe Romero, que hizo todo
lo posible por desacreditar a nuestro Turner presentando un informe demoledor en contra de su
aspiración y méritos. En ese informe hablaba Romero de los fracasos de Turner en la construc-
ción del barco Campeón y el suceso del navío San Rafael en la grada del arsenal de Cartagena.
El primer navío acabó siendo innavegable y el segundo sufrió un desgraciado incendio durante
su construcción. Finalmente se acabaría concediendo el ascenso a Turner el 20 de julio de 1789,
siendo a la sazón teniente de fragata graduado, el empleo de ingeniero ordinario y destinándo-
sele al astillero de Mahón a las órdenes de su propio yerno, el ingeniero jefe Bouyon. En todo
caso Turner seguiría la estela de su yerno, como lo demuestra el hecho de que lo acompañase
cuando fue destinado al importante arsenal de La Habana, en lo que fue toda una promoción.
Parece que ese traslado de Bouyon fue confirmado el 26 de mayo de 1792, quedando Turner
interinamente en su reemplazo de Mahón hasta que el 3 de julio de 1792 fue trasladado a La
Habana. De esa época al menos sabemos de su estancia en dicho astillero merced a un informe
que realizó su yerno y que fue enviado el 31 de octubre de 1794, cuando Turner ya tenía nada
menos que 73 años y seguía ejerciendo de ingeniero.
Con todos estos ejemplos podemos afirmar que la misión de Jorge Juan en Londres fue
un verdadero éxito. Al margen de las vicisitudes del conocido como modelo inglés de cons-
trucción naval, la presencia de los ingenieros ingleses en España fue fundamental para dos
aspectos. El primero el de la construcción de las instalaciones de los astilleros, hasta el punto
de que a su genio puede atribuírsele su puesta en marcha. La Carraca, Guarnizo, Cartagena,
Ferrol y La Habana fueron instalaciones construidas por estos ingenieros, que contaron
con la mejor tecnología de la época. El segundo y fundamental fue el del abastecimiento y
funcionamiento industrial de los astilleros, promoviendo los ingenieros ingleses acertadas
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
87
aunque en general y a falta de otros medios se consideraba aceptable, iba a mejorar mucho con
la introducción del octante de Hadley, precedente directo del más moderno sextante.
En cuanto a la longitud, si bien podía determinarse aceptablemente en tierra, no podía co-
nocerse en el mar sino por medios indirectos. Por ello en el clásico arte de navegar se considera-
ba la existencia de los llamados «cuatro términos» de la navegación, que permitían determinar,
con más o menos precisión, la posición del barco sobre la carta náutica, que se marcaba a diario.
Estos términos eran la longitud, la latitud, el rumbo y la distancia recorrida por él. Con tres
de ellos, dejando de lado la longitud, se podían determinar —o «echar», como se decía— tres
puntos, conocidos como el de escuadría, el de fantasía y el de fantasía y altura. El punto de
escuadría se echaba conociendo el rumbo y la latitud, el de fantasía mediante el rumbo y la
distancia navegada, y el de fantasía y altura mediante la latitud y la distancia. No era nada raro
que estos puntos no coincidiesen entre sí, en cuyo caso los tratados de navegación establecían
una serie de procedimientos a seguir para efectuar las correcciones del mejor modo posible.
En tales circunstancias se comprende que la obtención de un método para determinar la
longitud en el mar fuese un asunto de gran importancia. Tradicionalmente se le llamó el pro-
blema de la determinación «del punto fijo», y se propusieron distintos procedimientos para
resolverlo, algunos correctos pero inviables, otros más descabellados y sin éxito, hasta que fi-
nalmente, en la segunda mitad del siglo XVIII, uno de ellos se hizo posible: La determinación
por medio de las llamadas «distancias lunares». Consiste en que la Luna, además de compartir
el movimiento general diurno de los cielos, de este a oeste, tiene un movimiento propio que
la hace retroceder al este aproximadamente medio grado por hora, por lo que va recorriendo
el trasfondo estrellado cual si fuese una especie de aguja de reloj astronómico. Para aplicar el
método lo que se necesitaba era conocer con antelación las horas, a intervalos determinados, de
las posiciones de la Luna respecto de esas estrellas en un meridiano de referencia. Provisto con
tablas, el navegante podría observar las distancias de la Luna desde el buque y podría estable-
cer la diferencia de hora y, por tanto, de longitud con dicho meridiano. Pero esto no era fácil
de conseguir. Por una parte se necesitaba de un instrumento bastante preciso para realizar la
observación —algo que vendrían a resolver los octantes y sextantes—, y por otro era necesario
conocer el movimiento de la Luna con la exactitud suficiente y, además, elaborar tablas y pro-
cedimientos de cálculo adaptados al uso por el navegante. También era preciso disponer de un
reloj que conservase, razonablemente bien, la hora local del buque durante el intervalo entre
la determinación de esta y la observación de la distancia lunar. Todo esto no se consiguió hasta
que apareció el Nautical Almanac inglés para el año 1767, fecha a partir de la cual se publicaría
anualmente, y pudo ser aplicado el procedimiento.
A continuación repasaremos el papel desempeñado por Jorge Juan en la introducción en
España de todos estos desarrollos. Juan falleció en 1773, poco después de que se habilitase
el método de las distancias lunares, por lo que poco pudo hacer respecto a su implantación.
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No obstante, fueron su previsión y disposiciones las que hicieron posible que un Almanaque
Náutico español para el año 1792 aclimatase el método en nuestro país. Pero no solo eso. Sus
aportaciones hicieron posible que en España se produjese el tránsito, a mediados del siglo, des-
de el que podríamos llamar el arte de navegar, en buena medida basado en reglas a aplicar por
el piloto, a la ciencia de la navegación, donde los problemas se resolvían directamente desde la
geometría y la trigonometría.
La que podríamos considerar primera aportación de Juan a la práctica de la navegación tuvo
que ver con su participación, junto con Antonio de Ulloa, en la expedición geodésica que la
Academia de Ciencias francesa envió al Virreinato del Perú para determinar la figura de la Tie-
rra. Ya en el viaje de ida ambos realizaron anotaciones en su diario contrastando la precisión de
los procedimientos empleados para la determinación de la posición del buque en alta mar. En
concreto, señalaron la escasa exactitud de la corredera, empleada para conocer la distancia reco-
rrida por el buque en un intervalo de tiempo dado. La corredera era un dispositivo o barquilla
de madera diseñado para permanecer en el agua de la manera más estable posible; se arrojaba
por la borda unida a una cuerda que tenía nudos a intervalos (de ahí la medida de la velocidad
de los barcos en «nudos») y que se iba largando a medida que el buque avanzaba. Utilizando
una ampolleta o reloj de arena para medir el tiempo, se contaba el número de nudos largados
en el intervalo de tiempo marcado. Con ello se establecía la velocidad del buque en ese momen-
to. El procedimiento no era muy preciso, no solo porque la ampolleta no era un instrumento
exacto (aunque por construcción lo fuese, el roce de la arena en el cuello del instrumento lo
desgastaba aumentando la velocidad con que caía) sino, sobre todo, por la determinación del
intervalo entre los nudos de la cuerda. El número de nudos contados debía coincidir con el
número de millas náuticas recorridas a la hora, y una milla náutica, por definición, es la lon-
gitud de un minuto de arco de latitud terrestre. Depende, pues, de las dimensiones de nuestro
planeta, entonces no muy bien conocidas y cuya magnitud iba a resultar precisamente de los
datos obtenidos en esta expedición y en otra enviada a latitudes altas, a Laponia. Gracias a estos
resultados, la distancia entre nudos se hizo mucho más precisa y, por decirlo así, el punto de
fantasía menos imaginario.
Juan y Ulloa publicaron el relato y los resultados de la expedición en sendas obras, Las
Observaciones astronómicas y physicas […] de las cuales se deduce la figura, y magnitud de la Tie-
rra, y se aplica a la navegación (1748) y la Relación histórica del viaje a la América meridional…
(1748), en la que, como apéndice, figuraba la primera descripción en español del octante de
Hadley y se explicaba su manejo y la forma de ajustarlo.
A la vuelta de su expedición a tierras americanas, Juan y Ulloa se habían convertido en los
mayores expertos de los que disponía la Marina, precisamente en un momento en el que el
marqués de la Ensenada buscaba promover amplias reformas. Ambos fueron enviados al ex-
tranjero con misiones de espionaje científico e industrial. Juan fue a Inglaterra. Era el momento
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
91
acierto». Entre las novedades incluyó la descripción pormenorizada del octante, sus ajustes y
sus errores, «pues»—escribía— «por nuevo merece explicarse muy por extenso».
El nuevo plan de estudios mejoró la formación de los guardiamarinas, pero el Observatorio
no cumplió con las expectativas de Juan. A su retorno de Londres estuvo más que ocupado
desempeñando distintas comisiones, entre las que no fue en absoluto la menor la creación de
tres arsenales (Cádiz, Ferrol y Cartagena) y el lanzamiento de un programa de construcción
naval español, para el que redactó una obra que contenía una nueva propuesta de mecánica
de fluidos, publicada más tarde con el título de Examen marítimo (1771). Respecto del Ob-
servatorio, Juan había pretendido que formase parte, no solo de la Academia, sino también de
un núcleo científico gaditano. El nombramiento como nuevo director del astrónomo francés
Louis Godin, quien encabezaría la expedición de académicos franceses al Virreinato del Perú,
garantizaba la presencia de un astrónomo experimentado y bien conectado internacionalmen-
te. Y la constitución de la que se llamó «Asamblea Amistoso-literaria», de la que junto a otros
formarían parte tanto Godin como diversos profesores de la Academia, permitía centrar di-
versas actividades científicas. Pero, como se ha dicho, Juan estuvo ausente casi todo el tiempo,
ocupado en variadas comisiones para el Ministerio, y Godin tampoco pasó mucho tiempo en
Cádiz, entre ausencias por enfermedad y reivindicaciones en la Academia parisina por los pro-
blemas surgidos con los otros académicos durante la expedición al Perú y su perdida condición
de pensionado; así que las observaciones iniciales, realizadas entre 1753 y 1755, no tuvieron
apenas continuidad. Además, los instrumentos del Observatorio eran demasiado delicados para
servir de instrucción a los alumnos de la Academia —a quienes, por otra parte, les bastaba con
saber manejar bien un octante y estudiar los cálculos particulares del pilotaje, entre otras dis-
ciplinas inherentes a la formación de un oficial de Marina— y, con las ausencias mencionadas,
quedarían sin uso y sin un objetivo definido. Carente de programas de investigación propios, la
actividad del Observatorio se limitó en esa época a la colaboración internacional en la observa-
ción de eventos astronómicos puntuales y destacados. Además, el hecho de que la Academia se
trasladase a la Isla de León en 1769 dejó al Observatorio aislado en el torreón del viejo Castillo
de Guardias Marinas. Con todo, fue un año significativo para la institución. Por un lado, se
realizó la desgraciada expedición de Vicente Doz y Salvador Medina a California, para observar
el tránsito de Venus de ese año (desgraciada, pues gran parte de los miembros de la expedición
murieron a causa de una epidemia), que puso de nuevo bajo el punto de mira la necesidad
de participar en empresas astronómicas de interés internacional. Por otro, recalaron en Cádiz
diversas expediciones científicas destinadas a probar los nuevos métodos de determinación de
la longitud en el mar, el de las distancias y, sobre todo, el de los cronómetros marinos que se
estaban construyendo en Francia. Por parte española, durante un viaje a Manila los marinos
José de Lángara y José de Mazarredo ensayaron el método, primero mediante los trabajosos cál-
culos astronómicos directos y luego gracias a los volúmenes del Nautical Almanac que pudieron
adquirir de un buque inglés. A su retorno a Cádiz se instituyó un curso especializado, en 1773,
Jorge Juan y la ciencia ilustrada
93
para difundir el procedimiento, que más tarde pasaría a formar parte del plan de estudios de
los guardiamarinas. Esto supuso la reactivación del Observatorio, donde dos profesores de la
Academia, Vicente Tofiño y Joseph Varela, realizaron observaciones más o menos sistemáticas,
fundamentalmente entre los años 1773 y 1775.
Con todo, el programa de observaciones que llevaron a cabo era de tipo general, más propio
de un Observatorio ligado a una academia nacional de ciencias que a otra de la Armada. Las
exigencias docentes acabaron por hacer que tuviesen que desistir de las tareas en el Observato-
rio, muy difíciles de llevar a cabo dado que la Academia se había trasladado a San Fernando.
Aunque el trabajo no se perdió, pues sus observaciones fueron publicadas.
Hasta ese momento el Observatorio había estado en busca de una identidad propia den-
tro de la Marina. Y justamente por entonces iba a encontrarla de la manera que Juan había
defendido. Como se ha mencionado, él había querido formar un núcleo científico en Cádiz,
donde precisamente había acabado residiendo el piloto mayor de la extinta Casa de Con-
tratación sevillana, cargo que coincidió con la dirección de la Academia, ocupando ambos
cargos Pedro Manuel Cedillo. Poco se hizo en este terreno, no obstante, hasta que en las Or-
denanzas de 1748 se establecieron escuelas de pilotos de la Armada en los tres departamentos
marítimos, que comenzaron a impartir sus enseñanzas en 1751. Pero esas no eran todas las
competencias de la antigua Casa de Contratación, que contaba entre las mismas la elabora-
ción de cartas náuticas y aun la construcción o el examen de instrumentos de navegación,
tareas estas últimas que quedaron abandonadas; y, tras la expulsión de los jesuitas, también
quedó vacante el cargo de Cosmógrafo de Indias. Juan quiso estas competencias para el Ob-
servatorio, y aun que se nombrase personal fijo para el mismo, pero desde el Ministerio no
acabó de tomarse ninguna resolución. Aunque los tiempos estaban cambiando, y marcaban
el compás, las expediciones francesas e inglesas a diversas partes del mundo requerían que
España controlase bien su territorio y, para ello, se embarcase en un amplio programa hi-
drográfico, pues los nuevos métodos de determinación de la longitud no solo mejoraban las
navegaciones atlánticas: también abrían el Pacífico. El Observatorio encontró su lugar como
depósito de instrumentos para las expediciones que iba a emprender el Gobierno español
y como centro de formación y semillero de hidrógrafos experimentados. A las órdenes de
Tofiño se iban a cartografiar los litorales, dando lugar a la publicación del Atlas Marítimo de
España (1789), del Derrotero de las costas de España en el Mediterráneo… (1787) y del De-
rrotero de las costas de España en el océano Atlántico… (1789). Le siguieron, entre otras, una
expedición destinada al reconocimiento del estrecho de Magallanes, dirigida por Antonio de
Córdoba, y la más que conocida expedición dirigida por Alejandro Malaspina, desarrollada
entre 1789 y 1794, sin contar con el cartografiado de las costas de la América septentrional
por sendas divisiones dirigidas por Cosme Churruca y Joaquín Francisco Fidalgo. El pro-
grama hidrográfico español, el más importante emprendido en la época, solo se abandonaría
cuando la penuria de los tiempos obligase a ello.
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Bibliografía