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UNA CRIATURA EN EL MATORRAL

Por carlos Caballero Alayo.

Otra vez el viejo se tardó más de lo debido. Y él lo sabe bien. Había salido al
caserío cercano para hacer algunas diligencias, se encontró con unos amigos y
se citaron para beber licor barato en una bodega oscura y mal ventilada. En la
conversación animada, las copas que iban y venían no se dio cuenta del paso
del tiempo y que una hora no dura más de sesenta minutos.

Pero, ahora, al despedirse de sus amigos, con el agrio sabor de coca en la


boca, está muy consciente que la penumbra ha pintado de negro el paisaje.
Esboza una sonrisa y promete dentro de sí, que nunca más se quedará fuera
de casa hasta tan tarde.

Don Herminio tiene una personalidad vigorosa: agricultor y ganadero,


abuelo de catorce nietos, entusiasta del reñido fútbol de su caserío y el más
comprometido con las actividades de su comunidad. Aunque le gusta tomar y
charlar con sus amigos, en realidad nunca se emborracha. Es conversador y
alegre. Le apasiona comentar sobre la política, y cree tener siempre la razón,
por supuesto los demás lo respetan tanto que siempre se la dan. Además es un
hombre corpulento que mide 1.80 metros y pesa 104 kilos.

Conoce el camino a casa tan bien que podría caminarlo con los ojos
vendados, y lo haría gustoso de día. Pero hoy es de noche y cuánto daría
porque fuese más temprano. Nadie lo sabe pero este hombre tan grande tiene
miedo, y un miedo especial al pasar por el lugar pantanoso del camino, sobre el
cual se alza un matorral que llena de sombras el sendero. Su rostro puede
dejar traslucir un desasosiego que su tez está pálida. Parece que le falta el
resuello cuando empieza a dar pasos acelerados en un camino que de día
luce tan hermoso y que ahora está erizado de espinos, peñas y pumas
invisibles. Ahora es para él una senda excéntrica, al tiempo que ante sí el
mundo entero parece alterar su orden y convertirse en algo cada vez más
incomprensible.
Sus pasos acelerados ya lo acercan al matorral. El sudor le empapa la
frente y jadea como un atleta después de la carrera. Un perro lanza un
aterrador aullido que hiere el aire de la noche y le produce más escalofríos y
más agitación en su corazón ya acelerado. Cualquiera que viera al viejo
Herminio en este preciso momento sentiría lástima por él. Pero nadie lo ha
visto así. Al llegar a casa suele pasar por la fuente, toma agua, recobra la
compostura y se siente de perlas.

Esta ocasión es particular, el cielo tiene pocas estrellas y la noche está más
oscura que nunca. El viento mece las ramas, se escucha los chirridos de
insectos nocturnos y croar una rana. La bota del viejo se hunde en el lodo
produciendo un sonido que le sobresalta. Cree que en ese momento saldrá una
criatura espantosa a interponerse en su camino. El miedo lo paraliza. La
soledad del aprieto le resulta desgarradora. Tiene tan alterado sus reflejos que
no puede dar un paso más. Se compadece de sí mismo, cree ser el
protagonista de una amarga y ruin tragedia, que tiene que arrastrar una carga
inmensa y que vive separado del resto de la humanidad a causa de su
infortunio, vociferando porque los matorrales, de todo el mundo, cobijan
criaturas maléficas que salen en las noches para atacarlo.
Desposeído de su valor sereno, de su lozanía, de su lógica comprensión de
la vida y la naturaleza. Sabía guiar embravecidos bueyes, recorrer cualquier
camino desconocido, conversar con autoridades y personas influyentes de la
ciudad. Pero no puede pasar por el matorral en la pesada noche.

De pronto escuchó la voz de un niño, el hijo de su vecino, quien no se dio ni


la menor cuenta de si tribulación y sencillamente saludó:

-Buenas noches don Herminio, cuánto frío está haciendo.

El chico cargaba un pequeño morral a la altura de la cintura y del cuello le


pendía una quena. Don Herminio, se fijó en su rostro regordete y alegre, y en la
quena. Entonces le pregunto:

-¿Qué tal tocas la quena?


-Alguito, don Herminio. Le dedico esta canción.

Entonces se llevó el instrumento a los labios y tocó una bella melodía


andina. El chico concluyó de tocarla al terminar el matorral. Al ir tocando para el
viejo Herminio, este se dio cuenta de lo irrazonable de su miedo. El paisaje
recuperó su sencillez apacible, su diáfana quietud. De hecho, le pareció que de
noche, el paisaje se veía aún más bello. El chico ahora entonó con una
agradable voz una de las canciones folclóricas predilectas de don Herminio.

Jamás había experimentado tal serenidad. El mundo ahora se le antojaba


maravilloso y ameno. Llegaron a la casa de don Herminio, el muchacho se
despidió y siguió su camino. El viejo entró cantando a casa, feliz como nunca.
Su mujer creyó que estaba borracho y se sorprendió.

Al siguiente día, muy temprano, don Herminio fue a visitar a la casa del
chico. Sabía que él había obrado un milagro y estaba endeudado. Para resarcir
la deuda, deseaba que escogiera la oveja que mejor le pareciera para
obsequiársela.

-¡Qué! ¿No se enteró don Herminio? - sollozó el padre del muchacho- mi


hijo murió hace dos semanas. Lo llevó su tía a su ciudad; ahí un carro lo
atropelló. Lo enterramos allí nomás.

Don Herminio se quedó paralizado. Blanco como la nieve.

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