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“Si la vida es desventura, ¿por qué continuamos soportándola?

Era finales de agosto del 2017. La ciudad de Villavicencio se preparaba para la visita del
Papa Francisco. Yo por mi parte no me sentía interesado en lo absoluto, sino que lo único que me
angustiaba era no poder viajar a Bogotá a estudiar. Por esos días había mucha especulación sobre
la movilidad durante la visita papal, algunos decían que la ciudad estaría cerrada y que sería
imposible desplazarse con facilidad. Otros decían que habría tanta gente en la ciudad, que sería
imposible salir de la casa, de tal manera que, lo mejor sería abastecerse de víveres y permanecer
encerrados. Estas situaciones me pusieron un poco impaciente y malhumorado.

Tal vez dos semanas antes del evento no se me hubiera ocurrido ir a la misa con el Sumo
Pontífice. Tenía predisposiciones a la multitud, al calor, al hambre, a la sed y también a los
comportamientos de la gente. Me imaginé a las personas botando basura en lugares no previstos
para ello y pensaba, en consecuencia, en la molestia que me causaría ver la incongruencia entre ir
a un encuentro sagrado y no cuidar el lugar preparado para ello. En fin, ni en mis expectativas ni
en mis proyecciones sobre el futuro cercano se encontraba la posibilidad de ver al Papa.

Sin embargo, en una tarde en la cafetería de la Universidad me encontré con una compañera
de trabajo. Ella me contó, de la manera más casual, que un amigo suyo trabaja en la Unidad de
víctimas y la había invitado para ir al encuentro que el Papa tendría con las víctimas del conflicto.
Ella le dijo que no quería ir, pero que tenía un amigo que seguramente sí estaría interesado. Ese
amigo era yo. Cuando ella me contó, cambié de perspectiva sobre la idea de asistir a dicho evento.
Me animé por la posibilidad de escuchar más de cerca a quien vino de tan lejos para encontrarse
con el rostro sufriente de los damnificados del conflicto. Días después del encuentro con mi amiga
en la cafetería, recibí una llamada de la Unidad de víctimas en la que me pedían confirmar mi
asistencia.

El miércoles 6 de septiembre de 2017, en horas de la mañana, todavía tenía el deseo de


viajar a Bogotá. No obstante, en la noche decidí quedarme en Villavicencio para asistir al
encuentro del Papa con las víctimas.

El jueves 7 de septiembre (un día antes de la visita del papa Francisco a Villavicencio) pasé
el día en casa. El calor hacía insoportable la existencia, tal como lo decía García Márquez en El
amor en los tiempos del cólera. Quería leer, pero me distraía fácilmente. Aun así, siempre volvía
a mi libro y leía un par de páginas. La lectura triste no me ayudaba a sentirme más animado. Estaba
leyendo 2666 de Roberto Bolaño. Leía la parte de los crímenes. Cada crimen es tan atroz como los
otros, pero ninguno deja de impactar ni de hacer que algo en el cuerpo y en la mente se sacuda.
Bolaño describe un sinnúmero de asesinatos de mujeres en México. Mujeres generalmente
humildes, en su gran mayoría torturadas, violadas y asesinadas por las personas que ellas amaban,
a saber, sus novios o sus cónyuges.

Después de las seis de la tarde salí a montar bicicleta. Las calles estaban vacías,
precisamente por una restricción para los vehículos motorizados. Esto hacía la diferencia con otros
días cuando montar bicicleta en la ciudad parecía ser un deporte de alto riesgo. Estuve recorriendo
en mi bicicleta las partes altas de Villavicencio. Estuve en un parque empedrado y al aire libre.
Desde este punto contemplé la luna, que estaba roja y enorme. Ella parecía estar tan cercana que
yo imaginaba poder tocarla con uno de mis dedos.

En mi mochila llevaba 2666 de Roberto Bolaño y decidí releer, mientras veía la luna, este extracto:

Si es que es posible transmitir lo que se siente cuando cae la noche y salen las
estrellas y uno está solo en la inmensidad, y las verdades de la vida (de la vida
nocturna) empiezan a desfilar una a una, como desvanecidas o como si el que está
a la intemperie se fuera a desvanecer o como si una enfermedad desconocida
circulara por la sangre y nosotros no nos diéramos cuenta.
¿Qué haces, luna, en el cielo?, se pregunta el pastorcillo en el poema. ¿Qué haces,
silenciosa luna? ¿Aún no estás cansada de recorrer los caminos del cielo? Se parece
tu vida a la del pastor, que sale con la primera luz y conduce el rebaño por el campo.
Después, cansado, reposa de noche. Otra cosa no espera.
¿De qué le sirve la vida al pastor, y a ti la tuya? Dime, se dice el pastor, decía Florita
Almada con la voz transportada, ¿adónde tiende este vagar mío, tan breve, y tu
curso inmortal?
Al dolor nace el hombre y ya hay riesgo de muerte en el nacer, decía el poema.
Y también: Pero ¿por qué alumbrar, por qué mantener vivo a quien, por nacer, es
necesario consolar?
Y también: Si la vida es desventura, ¿por qué continuamos soportándola?
Y también: Intacta luna, tal es el estado mortal. Pero tú no eres mortal y acaso
cuanto digo no comprendas.
Y también, y contradictoriamente: Tú, solitaria, eterna peregrina, tan pensativa,
acaso bien comprendas este vivir terreno, nuestra agonía y nuestros sufrimientos;
acaso sabrás bien de este morir, de esta suprema palidez del semblante, y faltar de
la tierra y alejarse de la habitual y amorosa compañía.
Y también: ¿Qué hace el aire infinito y la profunda serenidad sin fin? ¿Qué significa
esta inmensa soledad? ¿Y yo qué soy?
Y también: Yo sólo sé y comprendo que de los eternos giros y de mi frágil ser otros
hallarán bienes y provechos.

De entre todo el encanto de este texto, que en ese momento solo hacía más bella mi noche,
habría de recordar al día siguiente, mientras contemplaba a las víctimas del conflicto, el siguiente
verso: “Si la vida es desventura, ¿por qué continuamos soportándola?”

Después de comer algo deambulé otro rato por las calles vacías de Villavicencio. Le
agradecí a la luna por su belleza y regresé tranquilo a casa. En el camino pensaba que pedalear y
mover esa maquina maravillosa con mis piernas me hacía sentir la hermosura de la vida. Siempre
me he preguntado qué se podría hacer con la energía que produce el movimiento de las llantas, si
eso podría ayudar a generar otra energía para poder aliviar un poco el planeta que torturamos cada
vez que prendemos un bombillo. Sin embargo, comprendí que la energía va a mi alma, le da
movimiento, la anima para la paz, para la alegría. Casi siempre que salgo a montar bici regreso
feliz a casa, siento que mi cuerpo no pesa, sino que se conecta con el todo armónicamente. Ojalá
todos montáramos bicicleta en Colombia y no nos dejáramos arrastrar por la energía del odio y de
la indiferencia.
Antes de dormir conversé con Pedro, la persona que me ayudaría ingresar, junto al grupo
de víctimas, al evento con el Papa. Me dijo que llegara al hotel Santa Bárbara a las seis de la
mañana. Dormí tranquilo: el efecto de la luna y de la bicicleta. A las cinco de la mañana sonó la
alarma. Lloviznaba. Dormí hasta las cinco y media. Me levanté, tomé una ducha fresca y me puse
una camisa blanca, un jean azul oscuro y unos tenis negros. Busqué mi mochila de lana café y
guardé una botella de agua, un cuaderno y un esfero que me regaló mi Universidad.

Solicité el servicio de taxi. Tenía cierto temor de no encontrar transporte. Para mi fortuna,
cinco minutos después llegó un taxista. Me fui en el puesto del copiloto conversando con el
conductor. Le pregunté si había mucha gente en la ciudad y enseguida me contó que estaba flojo
el trabajo, pues no había mucha gente. También me dijo que muchos comerciantes esperaban
cientos de peregrinos, así que habían dispuesto sus hoteles y sus restaurantes para ellos. El taxista
se mostraba preocupado por ellos, pues aparentemente se quedarían esperando, ya que la ciudad
no estaba tan visitada como lo imaginaban.

Le pregunté qué pensaba sobre la visita del Papa a Villavicencio. Me dijo que le parecía
bien, que sus palabras eran sencillas de entender. Me habló de los pastores y los curas que leen
mucho y así enredan a la gente. Yo le dije que no creía que esos pastores leyeran mucho, sino que
más bien se aprovechaban de la gente que no leía. Si la gente leyera no se dejaría creer todas las
mentiras que les dicen. El señor asintió y después nos quedamos en silencio hasta llegar al lugar
de destino.

Llegué al hotel. En la sala de espera estaba una señora muy alta, con su cabello en trenzas.
Le pregunté si éste era el lugar para el encuentro de las víctimas. No me respondió nada,
simplemente con un gesto señaló a una mujer atractiva, tal vez de treinta años. Antes de
acercármele tuve un poco de nervios, pues su personalidad se veía imponente. Tan pronto la saludé
me preguntó con cara de sorpresa si yo era una de las víctimas y le dije que no. No sabía qué decir,
sólo le conté que era conocido de Pedro, y por demás, profesor de la Universidad santo Tomás.

Esta mujer, con un tono seco y concreto, me dijo que esperara a Pedro. Unos minutos
después llegó él. Para mi sorpresa, me reconoció al instante, aunque nunca me había visto. Me
saludó: “Hola Sáenz”. Me aconsejó que desayunara y le dijo a la mujer atractiva que yo iría con
ellos. Antes de tomar el desayuno le pregunté a Pedro qué decir, y él me dijo: “No te preocupes,
actúa con tranquilidad, mimetízate con los otros.” Me puse a pensar en cómo mimetizarme con
las víctimas. ¿Qué significaba eso? Entonces, me dispuse a observarlas y me di cuenta de su
alegría, de su resistencia frente al miedo, pues no mostraban nada de timidez. Yo, por mi parte, me
veía un poco asustado y sorprendido.

¿Qué podía decir de las víctimas? ¿Cuál era mi imaginario sobre ellas? ¿Acaso me
imaginaba personas enmarañadas en sus sollozos? La primera vez que vi tantas víctimas del
conflicto armado en Colombia fue en el encuentro que tuvieron con el Papa en Villavicencio.
(Todo lo que pude imaginar sobre ellas se llenó al instante por recuerdos que intentaré narrar en
este texto).
Cuando nos subimos al bus había una atmosfera de alegría y sosiego. Por mi parte, iba
sentado, solo. Una de las personas que trabaja en la Unidad de víctimas se sentó junto a mí. No
nos dijimos ni una palabra. Yo tenía sueño. Sin embargo, no quise dormir. Me dediqué a
contemplar las calles de Villavicencio. Hubo una pared que me llamó la atención, un mural en el
cual estaba escrito en letra grande: Cartas de los niños de Villavicencio al Papa. Hubiese querido
leer las cartas, pues ahí también estaban plasmadas. Como no me fue posible leerlas, me fui
pensando en qué le hubiese dicho yo al Papa si yo fuera uno de esos niños. ¿Qué le hubiese escrito?
Las preocupaciones que viví en esa época llegaron a mi mente. Seguramente le hubiese rogado al
Papa que intercediera por la salud de mi madre. En un par de ocasiones sufrí mucho cuando la
hospitalizaban y tenía pesadillas con su muerte. Mi escuela quedaba como a media hora caminando
desde mi casa. Todos los días tomaba una ruta diferente, para así hacer el paseo más entretenido.
Sin embargo, mis peticiones eran las mismas: oraba con fuerza para que mi madre viviera.

También pensé en las cartas de los niños escritas en aquel mural. Pensé que, si eran víctimas
y que además no tenían, paragógicamente, la misma suerte que tuve yo en mi infancia, tal vez
ellos no oraban por la salud de sus madres, sino que orarían para que el conflicto no se las
arrebatara. O en casos mas dramáticos, tal vez algunos de ellos orarían para que sus madres, desde
el más allá, intercedieran por ellos, quienes se habían quedado en medio de esta absurda guerra.

Cuando llegamos al Parque de las Malocas seguía lloviendo. Nos bajamos. Nos pidieron
que alistáramos nuestra cédula. Un par de personas se pusieron bolsas negras en la cabeza para
cubrirse de la lluvia. Una mujer alta, vestida de blanco de pies a cabeza compartió su bolsa
conmigo. Dos personas que venían detrás, víctimas y pertenecientes al grupo LGTBI le decían:
“Gabriela, qué pícara eres, tú lo que querías era estar cerca del señor”. La señora sonreía. Yo
sólo hacía silencio y pensaba en las paradojas de la vida: Gabriela me ofrecía este día la bolsa
negra con alegría para protegernos de la lluvia. Y pensar que, en tantas otras oportunidades, estas
mismas bolsas negras eran utilizadas para cubrir los cuerpos de los mártires de la guerra.

En la recepción nos entregaron una bolsa de tela blanca. En ella había un marcador, una
cartulina y una manilla. Me sentí extraño al estar adentro, pues muchos estaban divididos en
pequeños grupos y yo, en cambio, estaba solo. Se saludaban con efusividad. Era evidente que ya
se conocían. Estuve observando a Gabriela y a sus amigos de la comunidad LGTBI. Se tomaban
selfis, y uno de ellos, un transexual muy alto, con labial negro y pestañas muy oscuras y notorias
por el maquillaje, llevaba puesto un sombrero negro con un velo, que parecía el típico sombrero
que en otra época una mujer devota hubiese utilizado para ir a orar de rodillas al templo. Pensé
que podía ser una manera de protestar, de decir que ahora ella tenía el derecho de ir a un encuentro
con el Papa como ella quisiera ir vestida, incluso utilizando lo que en algún momento se consideró
característico de las mujeres creyentes y devotas. Los observé tanto que tal vez una parte de mí
quería que me invitasen a su mesa, pero no lo hicieron.

Al ver que nadie me iba a invitar a la mesa, me senté en una en donde estaba una mujer.
No la saludé ni le dirigí ninguna palabra. Al cabo de unos minutos, dos personas más se sentaron
con nosotros. Una mujer de unos sesenta años. Después supe su nombre, Amparo. Un hombre de
tal vez 65 años que no tenía los dedos de su mano derecha, José. La mujer que estaba sentada en
la mesa tenía la misma edad de sus acompañantes, Gloria. Ninguno de ellos decía nada, pero sus
posturas no reflejaban rigidez, sino confianza. Esto me hizo saber que ellos ya se conocían. Yo,
por mi parte, tenía sueño, sólo quería dormir. Tal vez dormir sería una manera sencilla de evadir
la realidad, pues en verdad me sentía un poco preocupado por ser un intruso. Pensé que en
cualquier momento me podrían sacar del lugar, por no ser una de las víctimas.

En la bolsa de tela que nos entregaron en la entrada había una manilla. Decidí ponérmela
y me di cuenta de que la señora Amparo también quería hacer lo mismo. No obstante, ella estaba
teniendo dificultades para amarrarla, así que le ofrecí mi ayuda. Ese fue el aguijón que dio inicio
a la conversación. Hablé durante más de una hora con Amparo, José y Gloria. Me contaron que
venían de Soacha. Gloria es una líder comunitaria en sectores con problemáticas sociales
desgarradoras. Ha sido cercana a los desplazados que llegan a Soacha. También ha trabajado con
los drogadictos de su barrio. Gloria decía que el problema en Soacha radica en la falta de esperanza,
en el poco deseo de vivir ante tanta tragedia: “Los jóvenes ahora nacen desesperanzados, no tienen
energía y al parecer nada los llena”.

Amparo, José y Gloria me trataron como si me conocieran desde siempre. Cada vez que
iban a buscar café o agua, traían algo para mí. Yo no llevé nada de comer, mientras que ellos sí
habían llevado galletas y mandarinas, de las cuales me vi beneficiado. Me hablaron con franqueza
y cariño, me enseñaron que hay más alegría en dar que en recibir. Hay algo especial en las personas
sencillas y es que siempre están dispuestas a dar. Viven el día. No les importa si más adelante les
hará falta lo que dieron. No se parecen a quienes generalmente tienen más posibilidades, que
siempre están pensando en que no pueden dar mucho, pues aquello que dan les puede servir más
adelante.

En algún momento quise caminar alrededor del espacio en el que nos encontrábamos. El
encuentro con las víctimas no fue en el mismo lugar de la ceremonia eucarística, fue al lado.
Mientras caminaba contemplaba la diversidad de los pueblos: había indígenas de distintas
procedencias, afrodescendientes, campesinos, jóvenes, viejos y personas de todas las regiones del
país. Sus atuendos buscaban significar algo, su ropa no pretendía mostrar una marca, sino decir
algo. Tal vez los indígenas con su apariencia ancestral querían recordarnos que no solamente hay
una manera de habitar el planeta. Las personas de la comunidad LGTBI, que no hay una sola
manera de amar y, quienes tenían los rostros de sus seres queridos estampados en una camiseta,
que nadie tendría por qué perder a un ser amado y al mismo tiempo verse obligado a vivir un
viacrucis eterno en busca de reparación y justicia.

En mi recorrido hablé con dos mujeres víctimas. Me les acerqué con timidez y les dije que
deseaba escucharlas para poder contarle a los estudiantes sus palabras. Ellas me impactaron por
sus rostros de tristeza y de dolor. Les pregunté sobre qué quisieran que les dijera a los estudiantes.
Creo que la pregunta apresurada se debió a mis nervios y a mi timidez, sin embargo, una de ellas
habló después de quedarse un rato en silencio: “tengo al ejercito atravesado, ellos engañaron a mi
hijo en Soacha. Dígales a los estudiantes que confíen en sus papás. Dígales que le cuenten a sus
papás si les ofrecen un trabajo que promete esta vida y la otra. Así fue que se llevaron a mi hijo...”
La escuché sin saber qué decir, me grabé sus palabras y, por último, les pedí permiso para tomarles
una fotografía. Asintieron, lo hice, me despedí y me marché.

Cuando regresé a la mesa, José me contó cómo perdió los dedos de su mano derecha. Él
perteneció a la Armada Nacional y un día, manipulando una granada, ésta explotó. Por poco tienen
que amputarle una pierna. Le hicieron varias cirugías y permaneció veintisiete días en el Hospital
Militar. Me mostró algunas de las cicatrices que le produjo este accidente. Tenía marcas que
demostraban cómo un bisturí había recorrido su piel. Mientras él me contaba su historia, recordé
un poema de Víctor Serge. El poema se compone de versos como estos: “Oh, la máquina trágica,
ese objeto de acero, de hierro, inerte, que mutila segundos… los segundos se derraman al infinito
– y las vidas caen al gran frío de las tumbas. La máquina que come rasga, revienta, perfora,
excava la carne, se retuerce en la sangre y los nervios… victoria al metal sobre la carne – y en el
sueño – la ley de la muerte”.

Afortunadamente para José, la vida no había terminado en el gran frío de las tumbas. Aún
así, la máquina trágica, que en este caso era una granada, sí perforó su carne y le arrebató los dedos
de una mano. El poema mencionado termina con la siguiente pregunta y con la siguiente
exclamación: “Y esta máquina, nuestras manos y nuestros cerebros construidos. ¡Padre mío!
¿Sabíamos lo que hacíamos?

Esta exclamación y esta pregunta le confieren sentido al encuentro del Papa con las
víctimas. Ahí se revelaron las cicatrices que dejaron las máquinas trágicas, –creadas y utilizadas
para alimentar el odio de hermanos contra hermanos– artefactos que favorecieron el odio y que
posibilitaron la mutilación de miles de seres humanos. No solamente se perdieron partes de los
cuerpos, tal como le sucedió a José, sino que también se les robó a tantos de nuestros hermanos la
alegría, la paz, la inocencia y la oportunidad de luchar por algo más que no fuera morir o dedicarse
a perdonar lo injustificable. Ha sido tanta la destrucción de la máquina trágica accionada por el
hombre, que se hizo necesario traer al encuentro el Cristo de Bojayá. Este Cristo mutilado, con su
rostro intacto, expresaba que acá nada se había salvado, ni siquiera lo que la gente protege bajo la
sacralidad de un templo. Si la barbarie y la destrucción han sido ocasionadas por nosotros, estaría
bien exclamar ¡Padre mío! ¿Sabíamos lo que hacíamos?

Después de esta exclamación se hace necesario recordar y vivir algunas de las palabras del
Papa. Palabras que han de motivarnos a la reflexión y a la acción, pues hoy, en el 2019, dos años
después de este encuentro, la noche no ha cesado: “Cada violencia cometida contra un ser humano
nos disminuye como personas. He venido para que recemos juntos y nos perdonemos. El odio no
tiene la última palabra”.

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