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Teresa Armenta-Deu
Universitat de Girona
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Las postrimerías del siglo XX han sido testigo de una auténtica convulsión en el ámbito de la
justicia penal.
Desde finales de los ochenta en Europa y principios de los noventa en Iberoamérica la gran
mayoría de los códigos procesales penales han sido objeto de reformas totales que han
supuesto mayoritariamente un cambio de paradigma en la orientación un modelo procesal de
difícil calificación dentro del mosaico que conforman los nuevos procesos acusatorios.
Así, la mayoría de las veces, no sólo se incurre en errores de significado sino, lo que es peor,
se impide, consciente o inconscientemente, todo juicio crítico sobre la incidencia de la
reforma en el conjunto del sistema de justicia, obviando, tanto lo acaecido en otros
ordenamientos donde se ha venido aplicando desde hace tiempo, como el conjunto de
circunstancias sociales, políticas e institucionales al que se han ido incorporado reformas
asimilables.
Destaca así la importancia del derecho procesal penal en nuestro tiempo lejos, que de
disminuir conforme a la tendencia nunca conseguida de un “derecho penal mínimo”,
trasladando a su vez un decrecimiento de los casos penales, es a día de hoy uno de las
cuestiones de mayor significación sociológica y política.
Pero además, no cabe negar la relevancia que los casos penales tienen en la sociedad: en
España por ejemplo, han hecho tambalear la Monarquía y la corrupción y su persecución en
los tribunales se interpreta como uno de las causas directas del giro que constituye la
irrupción en la política española de partidos políticos emergentes como “Ciudadanos” o
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“Podemos”, alejados de las formaciones clásicas y de corte populista. No cabe negar que el
juez penal detenta un poder enorme al disponer legítimamente del derecho a la libertad de las
personas, y menos aún que la justicia penal en su conjunto constituye una de las garantías más
relevantes de un Estado de Derecho, pero a la vez, significativamente, tiende a ser objeto de
manipulación por el poder ejecutivo y por el llamado “cuarto poder” (el de los medios de
comunicación) convertidos en arma arrojadiza de intereses en ocasión espurios.
La relevancia del proceso penal por otra parte no impide (o quizás explica) que la justicia
penal sea puesta en entredicho.
Tanto porque la justicia penal o por mejor expresarlo, judicializar los problemas suele ser una
tentación irresistible para encubrir una mala gestión o distraer la atención de temas
“espinosos”; cuanto para destaparlos, como sucede con la corrupción, por no hablar de la
criminalidad organizada o el terrorismo.
Más allá del impacto mediático de los casos penales las reformas del proceso penal son un
termómetro de la estabilidad democrática de muchos países, y desde luego de las tendencias
que orientan su política criminal. Detengámonos sobre este aspecto.
Todos los procesos reformados en el siglo pasado han acogido, con diversas variantes un
“modelo acusatorio”, aunque paradójicamente el resultado lejos de ser homogéneo ofrezca un
aspecto de notable fragmentación.
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Primero. Es necesario dejar claro de una vez el significado de los términos acusatorio,
dispositivo y adversativo, para que al menos utilicemos el “nomen” con un significado
equivalente; de otro modo toda discusión se convierte en un “diálogo de sordos”.
La justicia acusatoria requiere que toda investigación previa al juicio se limite a fundamentar
la acusación, como justificación para iniciar un proceso, siempre y cuando nada de lo
recabado constituya en teoría prueba de cargo.
Exigencia que desde el punto de vista -esta vez del adversativo- acarrearían que una vez
encomendada en exclusiva la acusación al fiscal o a la policía, siempre entendidas como
partes, se reclame de nuevo la igualdad de armas y la necesidad del disclosure, exigencias
cuya dificultad ponen en evidencia reformas como la italiana, ya que o bien no se quieren
adoptar o hacerlo comporta un coste cuando mínimo cuestionable.
Segundo. Las reformas afectan y deben encajarse en un cuerpo cultural social y culturalmente
complejo, heredero de una tradición histórica, que incide y no poco, en el resultado final,
como se infiere claramente si se piensa con detenimiento en la tremenda diferencia que
acarrea la arraigada creencia en la legitimación democrática, que fundamenta toda institución
en los países del “common law”, en relación con la figura y función del fiscal en el proceso,
por ejemplo, en contraste con la confianza en la legalidad y la seguridad jurídica, que empapa
el sentimiento de los países de tradición del "civil law", en relación con la negociación,
pongamos por caso.
En este orden de cuestiones, por citar dos, las anunciadas reformas de la fiscalía propuestas en
la Italia de Berlusconi, las ya alcanzadas en Ecuador, previo referendum, restringiendo la
independencia judicial o diversas pendientes en Argentina y otros países orientadas a limitar
la independencia judicial o dirigir el quehacer de la Fiscalía.
Con todo, y por último, ningún sistema carece de puntos criticables o mejor aún, de múltiples
aspectos que requieren inexcusablemente ponderar las ventajas e inconvenientes en orden a
equilibrar los riesgos que puedan suscitarse. A reflexionar sobres estos aspectos dedicaré los
siguientes apartados.
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2. Riesgos y necesidad de equilibrio
Los riesgos más relevantes, o cuando menos los que quisiera destacar aquí son:
Para procurar arrostrarlos debe afrontarse buscar el necesario equilibrio entre los los
siguientes aspectos:
Estos son algunos, cuando no los más importantes, de los retos del proceso penal en nuestros
tiempos. Procuraré explicarme.
Como también lo es, que cualquier solución que se adopte al efecto debe pasar un “filtro de
garantías mínimas” que podríamos circunscribir, en una línea de mínimos marcada por
aquellas derechos que consagran los textos internacionales, como la Carta Americana de
Derechos Humanos (Pacto de San José) (CADH), la Carta Europea de Derechos Humanos; el
Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y Carta de Derechos Fundamentales de la
Unión Europea. Entre otras cuestiones por su carácter vinculante para aquellos países que los
han suscrito, pero además por su carácter orientador para aquellos que no lo han hecho.
Por lo que respecta a las cuatro cuestiones siguientes, no es posible desglosar ahora la
infinidad de puntos comprometidos en cada uno de ellos.
La consecución de un mejor modelo debe contemplar que varios factores empujan en diversos
sentidos, no ya sólo entre los diferentes sistemas sino en el plano de los derechos, en muchas
ocasiones en direcciones divergentes o incluso enfrentadas. Los ejemplos son múltiples:
-la preocupación por fortalecer los derechos del imputado exige observar formas que
desaceleran el impulso de acciones penales y que pueden complicar la búsqueda de la verdad,
en tanto preocupaciones pragmáticas requieren la simplificación de los procesos, haciendo
preciso una vez más buscar el mejor equilibrio posible con otros objetivos, como preservar
determinadas garantías, para no incurrir en una renuncia desproporcionada que a la postre
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pierda fundamento y probablemente provoque efectos contrarios o cuando menos no
deseados.
Piénsese, por ejemplo, en la conjunción de los juicios rápidos, con la aplicación de soluciones
consensuadas y la fuga hacia métodos no jurisdiccionales, fenómenos que aunque se suelen
asociar a países donde rige un sistema adversativo, hoy en día se han extendido de tal forma
que cualquier valoración exige abstraerse del modelo en cuestión.
Que se publiquen libros sobre la muerte del proceso o el fenómeno del llamado gráficamente
vanishing trial, en unión del incesante incremento de la mediación penal debería dar que
pensar.
Partiremos, para concretar aún más, de la aceptación de un proceso acusatorio como algo
consustancial al Estado de derecho; admitiendo que la nota acusatoria básica es que exista una
acusación que no esté en manos de quien juzga, pero que tampoco arroje dudas sobre la
delimitación de funciones investigadora y de acusación.
A partir de ahí entra en escena la contradicción como facultad para intervenir y ser escuchado
en condiciones de igualdad para todas las partes.
Cuestión distinta será el juego de equilibrios que surja a la hora controlar o no el ejercicio de
la acusación, cuestión que tiene que ver con la división de funciones estatales, su
configuración y el equilibrio en su uso y control.
Entre las múltiples variantes de ejercicio de la acusación penal, las tensiones aparecen con
independencia de la modalidad adoptada, sin que el régimen de monopolio rebaje aquellas
“per se”, más bien al contrario.
La cuestión se hace más compleja cuando a tenor de la confusión denunciada entre acusatorio
y adversativo se requiere que se trata de un proceso "de partes" donde acusador oficial y
acusado deben realizar su investigación y dar cuenta de su resultado a la otra parte.
Resulta paradigmático en este sentido que la búsqueda del modelo adversativo no vaya
acompañado del abandono del monopolio investigativo oficial y la autorización a los
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abogados defensores a llevar a cabo sus propias investigaciones, excepto en Italia, con las
dificultades conocidas.
Claro que así se renunciará al control de la fase investigadora y en buena medida al del
ejercicio de la acusación, pero claramente se alcanzaría una auténtica contienda entre partes,
implicando un sistema equitativo para la revelación mutua de información pero un correlativo
incremento de costos.
Más aún, si como requiere realmente un modelo adversativo, se privara al juez del acceso a la
información del expediente oficial de la investigación y la determinación de los hechos
quedara en manos de las partes, convirtiendo a aquél en un auténtico evaluador de lo aportado
por el acusador y el defensor y no en un buscador independiente de la verdad.
Es imposible pormenorizar aquí la extensa doctrina existente al respecto pero debe recordarse
que su origen, en brevísima aproximación, se sitúa en las postrimerías de la Segunda Guerra
Mundial, cuando se abre una importante discusión sobre la imposibilidad de perseguir todas
las conductas tipificadas conforme a la estricta aplicación del principio de legalidad que
conduce a discriminar o seleccionar tal persecución.
Frente a esta denominada crisis del principio de legalidad, su par correspondiente, el principio
de oportunidad, inició un desarrollo hoy por hoy imparable
Los diferentes ordenamientos jurídicos han adoptado soluciones diversas que cabe inscribir,
tanto en un concepto amplio de principio de oportunidad, como en otro más estricto.
Conforme al primero, se entiende como aplicación del reiterado principio todo tratamiento
penal diferenciado del conflicto social representado por el hecho delictivo, esto es, tanto las
técnicas despenalizadoras cuanto las específicamente procesales.
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Los partidarios de incorporar el principio de oportunidad alegan básicamente:
1) razones de interés social o utilidad pública en una triple vertiente: a) la falta de
interés público en la persecución del delito, por su escasa lesión social; b) estimular la pronta
reparación de la víctima; y c) evitar los efectos criminógenos de las penas cortas privativas de
libertad.
2) contribuir decisivamente a la consecución de la justicia material por encima de la
formal;
3) favorecer el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas; y
4) constituir el único instrumento -desde una perspectiva eminentemente práctica- que
permite tratar de forma diferenciada los hechos punibles que deben ser perseguidos en todo
caso, y aquellos otros en que se considera que la mínima lesión social debe conducir a su no
persecución.
De una parte, aquéllos que atienden al punto de vista constitucional y que se centran en la
lesión del principio de igualdad y de la administración de justicia como función encomendada
exclusivamente a los órganos jurisdiccionales. De otra, los que rechazan el principio de
oportunidad bajo la acusación de poner en peligro los logros que conlleva la estricta sujeción
al principio de legalidad; especialmente, el efecto conminatorio de la sanción penal o la
seguridad jurídica implícita en la certidumbre de que todo hecho que revista los caracteres de
delito será perseguido en términos de igualdad.
En esta dirección, se ha instalado la idea conforme a la cual, el alto número de guilty pleas no
sólo se interpreta como algo consustancial al sistema, sino como elemento imprescindible
para que la justicia penal funcione, de manera que pese a suponer la renuncia a un derecho tan
esencial al sistema adversativo como el derecho de defensa, se consiente, al contribuir a que
éste se mantenga, por así decirlo, en los niveles aceptables de funcionamiento. O como afirma
la jurisprudencia norteamericana, sobreentendiendo, que si todos los imputados buscaran el
ejercicio de sus derechos, el sistema “saltaría”, lo que propicia que la renuncia de muchos
permita cumplir a unos pocos con las garantías que le concede la Constitución
En el caso del sistema mixto-continental sus defensores se han visto obligados a superar el
obstáculo de apartarse radicalmente del principio de legalidad penal, que informaba sus
ordenamientos y representaba uno de los logros más notables en la lucha contra la
arbitrariedad en el ejercicio del poder, renunciando así a un conquista fundamental tras la
superación del Ancien Regime.
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En efecto, el principio de legalidad no es sólo una exigencia de seguridad jurídica, que
permita el conocimiento previo de los delitos y las penas, sino además la garantía política de
que el ciudadano no podrá verse sometido por parte del Estado ni de los jueces a penas que no
admita el pueblo.
Así, el desarrollo del principio de legalidad supone un proceso de decantación de las garantías
individuales y de limitación del poder: primero frente al arbitrio de un sistema de poder difuso
y, en especial, frente a la inseguridad propiciada por la existencia de Derechos locales,
señoriales y consuetudinarios; más tarde, frente a la Corona encarnada en la Administración o
poder Ejecutivo y; finalmente, en el marco del Estado constitucional, frente al propio poder
legislativo.
De ahí que el principio de legalidad sólo sea en rigor predicable con relación a los poderes
públicos -ante los que se presenta como una conquista histórica no siendo, en todo caso, el
que justifica el sometimiento a la Ley de los particulares
Ahora bien, resulta asimismo incuestionable que muchos de tales objetivos se alcanzarían a
través de otros medios como incrementar el número de juzgados (o distribuir mejor los
existentes) o despenalizar determinadas conductas, lo que de paso ayudaría al viejo sueño del
derecho penal como “ultima ratio”.
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5. La búsqueda de elementos comúnmente aceptados
Frente a esta fragmentación existente deben buscarse elementos comúnmente aceptados como
son las Declaraciones Internacionales de Derecho Humanos y la doctrina de los tribunales que
los interpretan.
Unas por su fuerza vinculante, otros por la obligación de los jueces provenientes de los más
diversos sistemas- de resolver conjuntamente sentados en el mismo tribunal (TEDDHH o
Corte Interamericana) conforme a criterios necesariamente cohonestados.
A partir del hecho de que los diferentes Estados asumen un elenco de derechos comúnmente
aceptados se trataría de que los derechos y garantías cuyas declaraciones tutelan dichos
Tribunales Internacionales operaren como “mínimo común denominador” de cualquier
modelo, sin perjuicio, para ser realistas, de encontrar un punto de encuentro con los límites
que marcan, de un lado, las peculiaridades que pudieran existir en los diferentes países o que
procuren una mayor protección, y de otro lado, los límites de las políticas públicas nacionales
que corresponde fijar a aquellos.
Y sin olvidar, que aceptar dicho parámetro implicaría constreñir la valoración de dichos
derechos en un doble sentido: positivo y negativos, es decir, ciñendo la aceptación al ámbito
de los mismos pero sirviendo asimismo para denegar su aplicación, cuando el círculo interno
del ordenamiento al que quiera aplicarse lo rechace por constituir una minoración del ámbito
de tutela interno, en virtud de la “cláusula de progresividad” o “cláusula de no regresión”.
Todo sin olvidar, que ni las reformas ni las importaciones comportan efectos taumatúrgicos
como podría deducirse de la lectura de algún texto legal introductorio.
La explicación es bien sencilla, cada ordenamiento acoge la figura de una manera específica,
propia. La incorporación de las formas de negociación en los ordenamientos europeos no han
supuesto una conversión del proceso en un “proceso de partes”, algo esencial al adversativo,
aunque sí ha obligado a una revisión de las teorías sobre la búsqueda de la verdad en materia
probatoria.
Por no mencionar otro aspecto trascendental, cual es que: dos sistemas de procesos penales no
son sólo una forma de resolver un conflicto o de distribuir funciones entre una serie de
sujetos, sino más fundamentalmente formas de concebir algo tan arraigado en la cultura de un
país como la administración de justicia, que a su vez hunde sus raíces en el devenir histórico y
la conformación de la sociedad (Damaska: la música del derecho cambia, por así decirlo,
cuando los instrumentos y sus intérpretes ya no son los mismos).
Los ejemplos serían innumerables, pero uno ya mencionado anteriormente destaca por su
relevancia: el profundo arraigo de la confianza en la legitimación democrática en la sociedad
norteamericana, que sólo resulta equiparable con el relativo a la igualdad ante la ley en la
historia y cultura continental europea, basado, no se olvide, en un principio de legalidad en la
actualidad en franca retirada.
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La incidencia de esta diversidad es un espejo inigualable para advertir como determinadas
traslaciones comportan un alto riesgo en su efectiva asimilación en el sistema receptor, tal
como se ha puesto de manifiesto en el caso de la reforma del proceso penal italiano dando pie
a comentarios
sobre el profundo compromiso de los sistemas de justicia europeos con la idea de brindar el
mismo trato a los acusados, circunstancia que hace “difícilmente digerible” algo
perfectamente posible en USA: que dos acusados puedan terminar acusados por delitos
diferentes en atención a evidencias semejantes, como sucedió, entre otros casos en
Bordenkircher v. Hayes, en el que el acusado fue acusado por un delito castigado con pena
de hasta 10 años, el fiscal le ofreció una declaración de culpabilidad por cinco años,
advirtiéndole simultáneamente que si insistía podía acusarle como delincuente habitual por
sus antecedentes con hasta cadena perpetua.
Como se ha definido gráficamente: “Para una mente continental Hayes es una pesadilla.
Cohonestar esta y otras divergencias constituye el verdadero reto de un proceso penal cuya
incidencia en la sociedad es cada día más relevante. A tal efecto, deben preservarse la historia
y la cultura jurídica profundamente arraigada en cada país, donde en último término arraiga la
confianza ciudadana que sirve de soporte a la “regulación legal”. De ahí, que las reformas
para que puedan incorporarse al sistema jurídico, se llame como se llame, no deben
ocasionar desajustes o peor aún quiebras insuperables en la sociedad.
Parafraseando al poeta “el proceso penal es un arma cargada de futuro”, siempre y cuando –
añado yo mucho menos poéticamente- se analicen y equilibren los riesgos señalados
anteriormente y con los que terminaré estas líneas.
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propiciar, junto a una justicia autogestionada y una justicia “low cost”, que en clara conexión
con la perenne tendencia a la aceleración a toda costa, propicia el incremento de la remisión a
medios como la mediación penal.
Aun yendo contracorriente no dudo en afirmar que debe recordarse que el principio de
legalidad no es un problema, ha sido la solución a muchos a través de los años y representa
una conquista del Estado de Derecho desde l’Acien Regime.
Expresado en otros términos, estas cuestiones son las que deberían sopesarse en el fiel de la
balance justificando el desequilibrio a favor de la aplicación de su opuesto el p. de
oportunidad
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Cabe admitir que el principio de oportunidad pueda ser útil, imprescindible si se quiere, en
determinado tipos de delitos, incluso que la mediación penal puede encontrar "un lugar bajo el
sol".
Ahora bien, de ahí a que la negociación sea la regla general y tengamos que llegar a afirmar
con los autores de los EEUU de América, que debe renunciarse al derecho al proceso por
parte de muchos para que lo puedan disfrutar unos pocos resulta un balance ciertamente
negativo de la historia de la justicia penal en el último siglo y pico.
A modo de conclusión
Permitir su uso politizado, restringir el conjunto de las garantías que quizás lo alarguen pero
sin duda lo conforman como un aspecto esencial del Estado de Derecho y no digamos huir de
él conllevaría un retroceso de siglos.
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