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ÍNDICE

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Introducción. “El orgullo de la subalterna” . . . . . . . . . . . . .

I PARTE

Capítulo 1
“No hay Otro del Otro”. La construcción de la alteridad
y la representación del Otro. Entre el Eurocentrismo
y los Estudios Poscoloniales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 2
Volver siempre a Fanon. Narrativas del colonialismo
y el sujeto colonial. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 3
Orientalismo. Exotismo. Lo universal y lo relativo . . . . . . . .
Capítulo 4
Narrativas contemporáneas de la
Modernidad/Colonialidad en los Estudios Poscoloniales . . .
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II PARTE

Capítulo 5
“Mujeres blancas buscando salvar a las mujeres color café
de los hombres blancos y color cafés.”. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 6
Intacta Colonialidad. El discurso de la autenticidad.
El problema del absolutismo étnico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 7
La diferencia colonial. El Pluralismo jurídico
y los Derechos Humanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

III PARTE

Capítulo 8
(Fallido de) Una teoría sobre las voces . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 9
Traducción cultural y Representación . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Capítulo 10
Aniquilamiento del otro I. La esclavitud . . . . . . . . . . . . . . . .
Aniquilamiento del otro II. Guerras difusas y feminicidios .
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AGRADECIMIENTOS

Leí a bell hooks cuando aún era estudiante de sociología en la Uni-


versidad de Buenos Aires. Su libro Yearning. Race, gender and cultural
politics (1990) narra la fortaleza de la comunidad negra para luchar con-
tra el racismo blanco.
Luego, en diciembre de 1996, cayó en mis manos Beloved, de To-
ni Morrison. No imaginaba en aquel momento que esa prosa “racialmen-
te libre” –como la describe su autor en Ojos azules– me abriría camino a
los llamados Estudios Poscoloniales.
Más tarde, mientras escribía mi tesis doctoral, hallé un texto llama-
do “La muerte de Chandra”, del historiador indio Ranajit Guha. A par-
tir de ese momento, la lectura del proyecto político e intelectual de los
Subaltern Studies marcó profundamente mi formación doctoral y pos-
doctoral. Una insaciable y solitaria búsqueda que ya lleva siete años, el
tiempo necesario que, como alguna vez leí, el bambú requiere para hacer
visible su crecimiento. Pues todo ese tiempo se ha desarrollado por deba-
jo de la tierra, formando sus raíces, fortaleciéndose en la oscuridad.
Gayatri Chakravorty Spivak, Homi Bhabha, Dipesh Chakrabarty,
Partha Chaterjee, Chandra Mohanty, por nombrar algunos de estos inte-
lectuales asiáticos, han producido un pensamiento acorde con nuestras
sociedades actuales tercermundistas, por demás iluminador. Las feminis-
tas chicanas, en especial el pensamiento fronterizo y fundamentalmente

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libre de Gloria Anzaldúa y el proyecto latinoamericano Modernidad /


Colonialidad, formado en la producción intelectual del gran sociólogo
peruano Anibal Quijano, han tomado participación en este diálogo, naci-
do tras la significativa caída del Muro de Berlín. Rita Segato, Arturo Es-
cobar, José Luis Grosso y Ned Kaufman han sido importantes interlocu-
tores, con los que me une una gran admiración por su trabajo. Josefina
Ludmer y Eduardo Grüner han enriquecido, sin saberlo, mi formación
posterior.
Mis estudiantes de “La Sociología y los Estudios Poscoloniales”,
que lleva apenas dos años en la Carrera de Sociología de la Universidad
de Buenos Aires y en los posgrados del Instituto de Altos Estudios So-
ciales de la misma universidad me han expresado su interés por este cam-
po de estudios en las clases durante el verano de 2009. A ellos debo, en-
tre otras, la lectura de La edad de hierro, de J. M. Coetzee.
Quiero mencionar especialmente el apoyo del Consejo Nacional
de Investigaciones Científicas y Tecnológicas, de la Universidad de Bue-
nos Aires y la Universidad de San Martín, instituciones prestigiosas en las
que me desempeño como profesora e investigadora.
Este libro ha sido posible a su editor, Andrés Telesca, al estímulo
de Guillermo Wilde y al aliento constante de Alejandro Grimson. Agra-
dezco también el sostén del Dr. Federico Schuster.
A mis amigos y colegas, Matías Palacios, Esteban de Gori, Guiller-
mo Levy y Alberto Fernández, por apuntalar mis ansias de seguir estan-
do. A mis amigas y colegas, Florencia Gómez, Andrea Gigena, Micaela
González, Vanesa V. Laba, Carla Gras, Ana Mariel Weinstock, María
Isabel Hernández Llosa, Adriana Zaffaroni, Ana González, Graciela Di
Marco, Gabriela Karasik. A uno de mis discípulos más brillantes, Santia-
go Ruggero, quien fue el primer lector del manuscrito. A Agustín Scar-
pelli, que me trajo de Chile el último libro traducido de Gayatri Chakra-
vorty Spivak, Muerte de una disciplina, mientras estaba soltando mi área
de estudios originaria, la sociología rural. Al grupo UMMA. A quienes
siempre están, mostrándome el lado oscuro de la luna. M.L y L.L.
A las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes, por
permitirnos participar de sus difíciles espacios de construcción. Son inva-
lorables sus aportes a la cuestión de la colonialidad. También me ubica-
ron en lugares dilemáticos, obligándome continuamente a reflexionar so-
bre el conocimiento y mi lugar en él, como activista y académica aficio-

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AGRADECIMIENTOS

nada al trabajo de campo, que contra sí misma intenta lograr la reconci-


liación entre ambos.
Puedo decir que mi proyecto académico es tan difícil hoy como
hace siete años. Temores disciplinarios inciden en la banalización y, por
momentos, hasta desprecio por los Estudios Poscoloniales. Como expli-
ca Stuart Hall (1996), el concepto mismo de “pos(t)colonial” se ha con-
vertido en portador de catexis inconscientes tan poderosas, un símbolo
de deseo para algunos, así como un significante de peligro para otros”.
Particularmente, siempre existe la perturbación de sentir que se ha
llegado tarde. Como el sujeto negro que describe Fanon: “Llega usted de-
masiado tarde, tardísimo. Entre ustedes y nosotros habrá siempre un
mundo –blanco–… Imposibilidad opera el otro de liquidar de una vez pa-
ra siempre el pasado” (1973: 160).
Escribí este libro con la esperanza de que la demora intelectual no
haya sido lo suficientemente determinante como para permitirme inscri-
bir un aporte a la energía de la descolonización. Por ello, quise volver a
los primeros textos (poéticos) colonialistas para pensar hoy los efectos
desgarradores de la relación capitalismo / colonialidad y su correlato con-
temporáneo, la subalternidad racializada. Estas personas que casi nadie ya
escucha.
A ellas dedico este libro.

Buenos Aires, verano de 2010

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PRÓLOGO

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INTRODUCCIÓN
“EL ORGULLO DE LA SUBALTERNA”

“No era una historia para transmitir. La olvidaron como una pesa-
dilla”, disuade Toni Morrison al lector hacia el final de su novela Belo-
ved.1 ¿Qué es aquello que debe olvidarse prontamente antes de ser trans-
mitido? ¿Qué debe permanecer oculto, silenciado, para no interrumpir y
molestar angustiosamente el fluir de nuestro presente?
La historia que narra Morrison, “aunque reclama, no es reclama-
da”. Lo mismo sucede para el presente histórico habitado por los “pasa-
dos subalternos” (Chakrabarty, 1999), por los pasados no dichos u olvi-
dados, que aunque “se resisten a ser historizados”, al no ser reclamados,
desaparecen disueltos en el tiempo.
“La muerte de Chandra”2 (1995), texto académico escrito por el
historiador subalternista Ranajit Guha, cuyo escenario es la India coloni-
zada por el Imperio Británco3 de 1849, y Beloved, que transcurre (1987)
en los suburbios de Cincinatti, al sur de los Estados Unidos esclavista en
1873, pueden ser leídos como encastres exactos, cada una en la huella que
deja los pies de la otra sobre la arena acuosa. Contemplando aun sus dis-
tinciones en cuanto a su género, los llamaría narrativas femeninas de la
subalternización.
Ciertamente, cuando caminamos sobre sus huellas, nos damos
cuenta de que esas vidas no desaparecen del todo. De lo contrario, si re-

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tiramos nuestros pies, habrá entonces desaparecido todo rastro “como si


nadie hubiese andado jamás por ahí” (Toni Morrison, 2004: 360).
La historia de amor de Chandra transcurre en el año 1255 (de
acuerdo con el año bengalí), alrededor de 1849 d.C para el calendario
cristiano. Tampoco hay fechas históricas precisas en Beloved. Al no otor-
garle mayor trascendencia a las leyes que mantuvieron ese mundo escla-
vista, Toni Morrison pareciera subestimar el peso de la historia.
Al igual que para Sethe, el acontecimiento que cambia la vida de
Chandra es un embarazo no deseado. “¡Aborto o bhek!” son las palabras
pronunciadas por el hombre que, luego de haber obtenido placer sexual,
rechaza a Chandra y se convierte en custodio de la política de vigilancia
apostada sobre la sexualidad femenina. Ellas significan, sin más, la dis-
yuntiva frente a los dos caminos que puede tomar una mujer musulmana
como Chandra, quien, al mantener relaciones amorosas prohibidas para
los miembros de una parentela y quedar, de este modo, embarazada, ha
traicionado su lugar fijado como subalterna en la sociedad patriarcal co-
lonial de la India. Las mujeres de su familia eligen para Chandra el desti-
no de bhek o paria en la sociedad hindú, y le suministran la droga para el
aborto; pero el mismo ungüento que la liberaría de la condena social, la
llevará paradójicamente a la muerte, y a las mujeres de la aldea, a una
complicidad homicida. Ranajit Guha interpretó esta historia como el
cambio de posición de todos los signos. Cómo se vuelve, al ser narrada
por el discurso judicial, una narrativa de la criminalidad, mientras que
desde la desde la mirada de género se convierte en una historia de la soli-
daridad entre las mujeres.
Sethe, la madre esclava que en un acto de amor decide matar a su
hija Beloved para sustraerla de la apropiación de su amo, ya había expe-
rimentado el destino que torcían para Chandra. Era un paria en la socie-
dad postesclavista de los EEUU. La casa agrisada de Bluestone Road 124
tenía un maleficio: “todo el veneno de un bebé” (p.11).
Sethe sufre la muerte social: nadie visita la casa maldecida del 124.
Chandra es muerta en todos los sentidos: materialmente, en el acto mor-
tal de los seres humanos; en el acto de la escritura por parte del escriba de
la aldea, su voz es omitida, silenciada bajo la de un hombre que nunca se-
rá encontrado culpable porque tiene el poder de decidir sobre su cuerpo.
Como narra la madre de Chandra:

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”EL ORGULLO DE LA SUBALTERNA”

“Hacia el final del último Phalgun, Magaram Chasha vino a mi aldea y dijo:
«Durante los pasados cuatro o cinco meses he estado involucrado en una re-
lación amorosa de carácter ilícito (ashnai) con tu hija Chandra Chashani y, a
consecuencia de ello, ha quedado preñada. Tráela a tu propia casa y dispón
que se le administre alguna medicina. De lo contrario, le pondré encima un
bhek»” (Declaración, citada por Guha, 1995: 2).

Por cierto, la mujer es en la India, en Estados Unidos o en cual-


quier otro lugar, la subalterna del subalterno. Es objeto de apropiación
del hombre; su cuerpo, el territorio soberano de la conquista. Y ese cuer-
po como símbolo trasciende los tiempos históricos, las guerras o los men-
sajes mafiosos. Como ayer en la India o en los Estados Unidos, hoy, en
Ciudad Juárez, el cuerpo femenino es trofeo.
Sethe supo lo que significa para una mujer que alejen a sus hijos
cuando sus pechos están llenos de leche, que la golpeen hasta el hartazgo
para quitarle su leche. Fue violada por su amo y por los otros esclavos de
Sweet Home, un eufemismo poco feliz para el nombre de la plantación
que se sostenía bajo un sistema de leyes esclavistas que colaboraron en ese
denigrante destino. Si una esclava se fuga es doblemente castigada, por-
que tras ella se pierde la capacidad reproductiva de fuerza de trabajo es-
clavo. La sociedad esclavista, que debe permanentemente producir nue-
vos esclavos para su reproducción, se ve amenazada.
Ambas son mujeres parias cuyas vidas transcurren en sociedades
fuertemente estratificadas, aunque en civilizaciones disímiles en cuanto a
la concepción del individuo/sociedad:4 una es una sociedad holista, con
una jerarquización atravesada por el sistema de castas en la que la mujer
sufre una doble subalternidad; en la otra reina el individualismo, las ideas
de libertad e igualdad.
En ambos escenarios cabe la afirmación que Sethe designa para esa
vida dolorosa: “En el mundo hay definidos, definidores y definiciones.
Los esclavos son definidos por los blancos” (2004: 329).
Ambas narrativas contemporáneas transcurren en temporalidades
fragmentadas, donde los personajes aparecen muertos o bien, como en Be-
loved, se vuelven fantasmagóricos. Conforman pasados en los que el tiem-
po histórico “se desdobla”, cohabitados por diferentes tiempos históricos
(modernos y no modernos), metaforizados por el término bengalí como
“granthi” o nudos de distintas formaciones como los nudillos de nuestros
dedos o las uniones de un palo de bambú” (Chakrabarty, 1998: 110).

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Los disímiles contextos de enunciación –colonialismo y esclavi-


tud– denuncian diferentes maneras de dar muerte. Como muestran am-
bos textos, no hay sólo una forma de morir. La narrativa de Sethe cambia
nuestro sentido ético cuando comprendemos que en la sociedad nortea-
mericana de entonces, el infanticidio era expresión de la resistencia a la es-
clavitud;5 cuando las madres sabían que las niñas, “que aún no habían
cambiado los dientes de leche eran vendidas sin darles la oportunidad si-
quiera de despedirse de ellas” (2004: 38).
Sethe comete infanticido pero no es infanticida. La narrativa crimi-
nal de Sethe se vuelve una narrativa de liberación. Sethe no mata, libera,
como las mujeres que también quisieron liberar a Chandra.
“Era peligroso que una mujer que había sido esclava amara tanto
algo, especialmente si ese algo eran sus propios hijos”, afirma Toni Mo-
rrison. Es cierto, si algo no pudo perdonársele a Sethe es es su orgullo.
Tampoco se le perdona a Chandra el orgullo de la subalterna.

“Por detrás del garaje pasa un callejón, tal vez te acuerdas, a veces jugabas allí
con tus amigas. Ahora es un sitio desierto y abandonado, donde se acumulan
y se pudren las hojas que arrastra el viento. Ayer, al final de ese callejón, me
encontré una casa hecha de cajas de cartón y plásticos con un hombre encogi-
do dentro, un hombre al que ya había visto por las calles: alto, delgado, con la
piel curtida por la intemperie y unos colmillos largos y cariados, vestido con
un traje gris holgado y un sombrero de ala caída. Llevaba el sombrero puesto
y estaba durmiendo con el ala doblada por debajo de la oreja. Un marginado,
uno de los marginados que rondan por los aparcamientos de la calle Mill, y pi-
den dinero a la gente que va de compras, beben bajo los pisos elevados y co-
men de los cubos de basura. Una de las personas sin hogar para las que agos-
to, el mes de las lluvias, es el peor mes. Dormido en su caja, con las piernas ex-
tendidas como una marioneta, boquiabierto. Lo rodeaba un olor desagrada-
ble: orina, vino dulce, ropa húmeda y algo más. Algo sucio. Me quedé un ra-
to mirándolo, observando y oliendo. Un visitante, llegado para castigarme,
precisamente en un día como ayer” (p. 9).

Así comienza La edad de hierro, ese maravilloso libro escrito por


J. M. Coetzee,6 cuyo escenario es la violencia contemporánea de Sudáfri-
ca post-apartheid, y cuya protagonista, una mujer madura, prototipo de
una burguesa blanca, escribe en la agonía de su enfermedad terminal una
larga carta a su hija, que vive desde hace tiempo en los Estados Unidos,

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alejada de ese infierno. En ella transmite la necesidad de abrazarla cuan-


do, al regresar del médico, arrastrando su vida deshecha, encuentra detrás
del garaje de su casa a un hombre tumbado con quien comienza una re-
lación única. Comprende que, a pesar de la lejanía de clase que la separa
de ese vagabundo negro llamado Vercueil, es en él en quien termina por
reconocerse.

“Seis páginas ya, y todo por un hombre al que no conoces ni conocerás nun-
ca. ¿Por qué escribo sobre él? Porque es yo y no lo es al mismo tiempo. Por-
que en la forma que tiene de mirarme me veo a mí misma en una manera que
puede escribirse” (p. 15).

El cuerpo de esta mujer madura, que va deteriorándose carcomido


por el cáncer que entró en sus huesos, se impone como signo en ésta y en
las dos narrativas anteriores, aunque de un modo totalmente distinto.

“Todavía bajo el hechizo de la música (creo que era Stockhausen), me he senta-


do al piano esta tarde y he tocado algunas de las piezas de antaño (…). He toca-
do tan mal como siempre, equivocándome en los mismos acordes que hace me-
dio siglo, repitiendo errores de digitación que ahora ya han llegado al hueso y
nunca serán corregidos (los huesos más preciados por los arqueólogos, recuer-
do, son los retorcidos por la enfermedad o los mellados por una flecha: huesos
marcados por una historia propia de una época previa a la historia)” (p. 31).

∗∗

Chandra, Sethe y E. C., tres relatos ficcionales de distinto género,


son la puerta de ingreso a este libro. Si bien ciertamente no soy una ex-
perta en este campo,7 sin forzar la lectura, puedo establecer conexiones
entre la literatura mundial y las ciencias sociales, entre la ficción y la rea-
lidad para despejar fantasmas disciplinarios, cruzar fronteras, como ex-
horta Gayatri Chakravorty Spivak en Muerte de una disciplina (2009).8
Después de todo, la esclavitud y la colonialidad son hechos mundiales,
aunque cada sociedad haya procesado su ominosa experiencia de modo
diverso. “La apertura hacia una historia específicamente afroamericana”,
como denota Spivak de su lectura de Beloved, nos permite escapar de las
fronteras disciplinarias y nacionales. Este es también el propósito de unos
estudios poscoloniales, que no pueden quedar “presos en el mero nacio-
nalismo contra el colonialismo” (p. 101)

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Cada uno de los nombres femeninos implica comprender sus ins-


cripciones en lugares que son no-lugares, en distintas temporalidades que
coexisten y desde distintos lugares de enunciación de sus voces femeni-
nas. Entre colonialismo, esclavitud y post apartheid, entre los siglos
XVIII y XXI, estas historias transitan y someten a crítica los dispositivos
coloniales, en que cada cual redescubre el sitio en el que vive/vivió y pue-
de ver en el otro el sí mismo.
Este libro es una búsqueda y, como tal, incierta y, por momentos,
más interrogada, orientada a pensar el sujeto que los estudios poscolonia-
les nombran, precisamente, como “poscolonial”. Migrante, diaspórica/o
o simplemente “el Otro” que irrumpe en la escena de las metrópolis. Pro-
pone repensar la crítica de los estudios poscoloniales en Occidente y las
ideologías imperialistas en nombre de las cuales el Otro y la Otra han si-
do y son exterminados o subalternizados en nombre del progreso, la vio-
lencia ligada a la idea de la razón y cierta concepción del humanismo.
Claro está que, como advierte Samir Amin en Introducción. Franz Fanon
en África y Asia (2009),9

“la historia de la relación de Francia con sus colonias esclavistas es distinta de


la historia de la relación de Gran Bretaña con las Américas esclavistas y distin-
ta de la de Estados Unidos con su colonia esclavista interna. (…) Por supues-
to, a pesar de las profundas transformaciones que la departamentalización pro-
dujo a partir de 1945, los efectos del pasado esclavista y colonial no pudieron
borrarse ni de la memoria de los pueblos afectados, ni de la concepción aguda
de su identidad en sus relaciones con Francia. Piel negra, máscaras blancas pro-
pone, sobre ese terreno, un análisis de una perfecta lucidez. El tratamiento de
los problemas que se abordan en esta obra nos permite percibir la singularidad
(más allá de los banales denominadores comunes) de los desafíos a los que se
enfrentan los negros de Estados Unidos, los de las Antillas británicas, los de
Brasil, los negros de África en general y los de Sudáfrica en particular”.

“Hoy el «subalterno» debe ser repensado”, señala Gayatri Spivak.


Sin dudas, estamos frente a un tiempo histórico singular, en el cual “la su-
balternidad constituye un espacio de diferencia no homogéneo, que no es
generalizable, que no configura una posición de identidad”. Sin embrago,
de acuerdo con su forma de ver el mundo, Spivak piensa que el modo en
que esa subalternidad se presenta “hace imposible la formación de una
base de acción política” (2006).10 Esta afirmación ácida y desilusionante
despertó en mí una búsqueda teórica en la que las voces subalternas inte-

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rrumpieran procesos fijados. Consecuentemente, procuré concentrarme


en la voz y el habla. La reivindicación discursiva acarreará consigo la
agencia, suscitando el quiebre de la débil línea delgada que transita entre
cuerpos antropológicos y cuerpos políticos.
Las narrativas femeninas que atraviesan todo el libro, la de Sethe,
Chandra y E. C., han sido incorporadas como dispositivos discursivos
para pensar estos sitios transhistóricos, temporalidades co-existentes
(Chakrabarty) para “hacer proliferar formas de simbolización para la rea-
lidad de estos tránsitos y de esta circulación, (e) inscribirlos en el patrón
discursivo de la cultura” (Segato, 2003: 16).
Concebí los discursos respecto de la otredad ficticia de la literatu-
ra mundial poscolonial de Toni Morrison o J. M. Coetzee, como prácti-
cas sociales históricamente conformadas, que me permitan dialogar con
mis propios “trabajos de campo”, con las historias subalternas de los in-
migrantes, de los colonizados, de las mujeres. Pues, como explica Homi
Bhabha en El lugar de la cultura (2002), “las historias transnacionales de
los migrantes, colonizados, los refugiados políticos, todas esas condicio-
nes fronterizas, podían ser los terrenos propios de la literatura mundial”
(p. 29). El estudio de esa literatura es un modo de construir alteridades.
En el caso de las escritoras mujeres, Virgina Wolf decía en “Un cuarto
propio”: “uno de los mayores beneficios que trajo la emancipación de la
mujer fue la posibilidad de la escritura de ficciones” (Spivak, 2009: 44).
La primera, una novela sobre la esclavitud, que podría entenderse
precisamente como Goethe en Nota sobre la literatura mundial, intentó
proyectar la literatura mundial a partir de la “confusión cultural produ-
cida por guerras terribles y conflictos mutuos” (Bhabha, 2002: 28). La se-
gunda, una novela de J. M.Coetzee que habla de la violencia del apartheid
en Sudáfrica y de la negritud desde una voz femenina de una letrada blan-
ca. Ambas narrativas están inscritas en la llamada hoy “nueva esclavitud”
y en la “nueva” inmigración africana reciente, empujada a atravesar el
Atlántico. La América africana diaspórica.
De otro género es el texto académico sobre la muerte de Chandra.
Es el historiador indio Ranajit Guha quien aquí narra la historia. Preocu-
pado por cómo se escriben las propias historias de los grupos subalter-
nos, produce en un escenario textual, una arena de lucha por devolver a
la historia lo que llama las “voces bajas” (Guha, 2002).

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La Historia es una materia que se preocupa principalmente de la


fabricación de narrativas (Chakrabarty, 1998). La importancia de este
pensamiento radica en impedir la disolución de la memoria de los que Di-
pesh Chakrabarty llama sabiamente “pasados subalternos”.
La crítica poscolonial reconsidera la historia desde otro lugar, des-
de el de los colonizados, y así intenta recuperar las “voces bajas” (Guha,
2002) de la historia. Cuestiona los estatutos asumidos de la historiografía
occidental, sus omisiones, sus perspectivas. El conocimiento occidental
está colonizado; se trata de des-colonizarlo e incluir otras formas de ge-
nerar conocimiento.
La que opera en la colonización es la narrativa de la historia, que
tiene el objetivo de elevar una voz y silenciar otras para que prevalezca un
discurso que responda a la versión oficial estatal, es decir, de la elite fun-
cional al poder colonial.

“El colono hace la historia y sabe que la hace. Y como se refiere constante-
mente a la historia de la metrópoli, indica claramente que está aquí como pro-
longación de esa metrópoli. La historia que escribe no es, pues, la historia del
país al que despoja, sino la historia de su nación en tanto que ésta piratea, vio-
la y hambrea (…); el colonizado decide poner término a la historia de la colo-
nización, a la historia del pillaje, para hacer existir la historia de la nación, la
historia de la descolonización” (Fanon, 1983: 45).

Con especial afición al “trabajo de campo” de nuestra disciplina,


mi experiencia me indica que es difícil reconciliar el activismo con nues-
tro trabajo académico. Lo que hay en ese espacio de “cruce de fronteras”
epistémicas son aporías, simas irresolubles, ghettización. Feminismo e in-
digenismo. Universalismo y particularismo. La académica aparece en mí,
escindida contra sí misma.
Nuestro locus de enunciación atenderá tanto a las críticas reduc-
cionistas de los estudios culturales que han hegemonizado “lo latinoame-
ricano”, “lo asiático” y “lo africano” a la categoría homogeneizante y re-
sidual de “Tercer Mundo” como a los estudios poscoloniales, en tanto es-
pacio de homologación de los procesos históricos independentistas que
dibujan trayectorias originales y propias.
Al referirme al “eurocentrismo”, comparto el cuestionamiemto a la
exigua mirada unilineal. El análisis debe incluir también, como lo piensa
Edward Said para Oriente y Anibal Quijano para América Latina, a los
subalternos que fueron educados bajo su hegemonía. En efecto, hacia

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1950 el poeta de la negritud, Aimé Césaire, resignificó el concepto mar-


xista de alienación para definir al colonialismo como “condición deshu-
manizante de por sí”, lo que implicaba tanto la objetivación del coloniza-
do como la deshumanización del colonizador.
Los efectos del colonialismo no han sido borrados completamen-
te. Este se instituye como lugar de enunciación de una crítica a la moder-
nidad en sus límites y puntos ciegos.

“Como es una negación sistemática del otro, una decisión furiosa de privar al
otro de todo atributo de humanidad, el colonialismo empuja al pueblo domi-
nado a plantearse constantemente la pregunta: ¿Quién soy en realidad?” (Fa-
non, 1961 (2003: 228).

No ha habido lugar entre estos pensadores para que la voz de la


mujer surja, perturbando el texto colonial. Hay una inquietante cercanía
entre, por un lado, los discursos coloniales y los de algunas representan-
tes del feminismo occidental, que se expresan en términos “salvacionis-
tas” por el camino del modelo occidental o, como afirma bell hooks
(2004), han “silenciado” a las mujeres de color. Cuando el subalterno es
mujer, como sostiene Gayatri Spivak, “su destino se encuentra todavía
más profundamente a oscuras” (1988: 199). Pues bien, hoy no se trata de
dirigir la crítica tan sólo a las mujeres blancas, sino también a interrogar-
se sobre aquellas que frente a la opción fanoniana de la elección psíquica
de “volverse blanco o desaparecer”, han asumido las “máscaras blancas”,
dejando atrás su pasado.
Porque, como explica Lila Abu-Lughod en su libro Feminismo y
modernidad en Oriente Próximo (2002), “las mujeres se han convertido
en símbolos potentes de identidad y de visiones de la sociedad y la na-
ción” (p. 14). Dedicaré gran parte de este libro a discurrir por las narrati-
vas femeninas y la colonialidad, ese lugar inestable de la mujer como sig-
nificante.

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I PARTE
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CAPÍTULO 1
“NO HAY OTRO DEL OTRO”
LA CONSTRUCCIÓN DE LA ALTERIDAD Y LA
REPRESENTACIÓN DEL OTRO. ENTRE EL EUROCENTRISMO
Y LOS ESTUDIOS POSCOLONIALES

“Seis páginas ya, y todo por un hombre al que no conoces ni conocerás nunca.
¿Por qué escribo sobre él? Porque es yo y no lo es al mismo tiempo. Porque en la forma que
tiene de mirarme me veo a mí misma de una manera que puede escribirse. De otra forma,
¿qué serían estas páginas más que una especie de gimoteo, unas veces ruidoso otras silencioso?
Cuando escribo sobre él estoy escribiendo sobre mí misma”.
J. M. Coetzee, La edad de hierro

I. Las culturas y la Otredad. O antropologizar la filosofía

La filosofía ha pensado la otredad, pero desde el Ser. Según Emma-


nuel Lévinas, el término filosofía, ha adquirido, desde Sócrates, un signi-
ficado erróneo. Occidente habría creado una filosofía preocupada por el
ser (la esencia) en detrimento del ente (el sujeto); habría olvidado la dife-
rencia. La suya constituye una crítica a las posturas filosóficas que pro-
ponen una subjetividad centrada en el yo, encerrado en su identidad.
Me interesa discutir dos cuestiones que atravesarán todo el libro:

1. El modo en que desde la filosofía se construyó una metafísica


de la identidad o de lo idéntico a sí mismo, y cómo esto está en
deuda con la construcción de “orientalismos” (Said) o modos
especulares del Otro que son performativos de la alteridad. En
otras palabras, la relación entre metafísica y política.
2. El Otro como imagen de la identidad hegemónica. Conocimien-
to y dominación. Esto es, nuestra relación con ese Otro, cuando
se pasa de manera exultante de la crítica a la colonialidad del sa-
ber a un diálogo basado en relaciones de igualdad. ¿No es acaso

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una colonialidad epistémica reeditada, más perversa aún? ¿Qué


decidimos acoger en nosotros y qué preferimos excluir? ¿Cómo
se realiza la totalización del Uno y el Otro?

Comencemos por Lévinas. Este filósofo promueve otro modo de


ser, tal como se desprende de su libro Totalidad e infinito (1977). Lo que
él describe como un humanismo verdaderamente humano: el Humanis-
mo del otro hombre (Lévinas, 1992). De este modo, rompe con el esque-
ma sujeto-objeto de la filosofía occidental y construye un nuevo esque-
ma: yo-otro. La descentralización del yo y de la conciencia, en cuanto
que yo me debo al otro y es el otro quien constituye mi yo, abre así la po-
sibilidad de acceso a una conclusión decisiva. Implica no el dominio del
otro, sino su respeto y, el punto de partida para pensar, como explica Ji-
ménez, no es ya el ser, sino el otro.
¿Quién es ese Otro al que se refiere Lévinas? ¿Qué tipo de relación
nos implica? En primer lugar, sostiene la autora, rechaza la versión de la
fenomenología defendida por Husserl en la que el sujeto se constituye en
agente donador de sentido. Desde su pensamiento, el sujeto no es alguien
constituido, sino que se constituye conforme entra en relación con el
Otro. “Soy totalmente solo; así, pues, el ser en mí, el hecho de que exis-
to, mi existir, es lo que constituye el elemento absolutamente intransiti-
vo, algo sin intencionalidad ni relación. Todo se puede intercambiar en-
tre los seres, salvo el existir” (Lévinas, 2000: 53; 54).

“Ayer fue también cuando el doctor Syfret me dio la noticia. No era una bue-
na noticia, pero la recibí yo, era mía y solamente mía y no podía rechazarla.
Tenía que cogerla en brazos y apretármela contra el pecho y llevármela a ca-
sa, sin negar con la cabeza, sin lágrimas. Gracias, doctor –le dije–. Gracias por
su sinceridad. Haremos lo que podamos –me dijo él–. Vamos a afrontarlo jun-
tos. Pero en aquel mismo momento, tras la fachada de camadería, vi que ya
empezaba a alejarse. Sauve qui peut. Debía su lealtad a los vivos, no a los
muertos” (p. 10).

Esto nos relata J. M. Coetzee en sus primera páginas de La edad de


hierro: la intercambiablidad de la existencia leviniana y la otredad que nos
constituye. Y continúa:
“Solamente empecé a temblar cuando salí del coche. Después de cerrar la
puerta del garaje me tiritaba todo el cuerpo: para recuperarme tuve que apre-
tar los dientes y agarrar el bolso con fuerza. Fue entonces cuando vi las cajas
y lo vi a él” (p. 10).

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“NO HAY OTRO DEL OTRO”

Lévinas identifica al Otro con las figuras del huérfano, el extranje-


ro y la viuda, con las cuales estoy obligado. El Otro es siempre anterior
a mí, y se impone como límite de mi propia libertad (Lévinas, citado por
Jiménez: 7). Tales afirmaciones le han valido muchas críticas que señalan
que el sujeto se reduciría a un rehén del Otro o perdería su autonomía.11

“La cercanía hacia el otro no es para conocerlo, por tanto no es una relación
cognoscitiva, sino una relación de tipo meramente ético, en el sentido de que
el Otro me afecta y me importa, por lo que me exige que me encargue de él,
incluso antes de que yo lo elija. Por tanto, no podemos guardar distancia con
el otro” (Jiménez).

La ontología como acto de conocimiento reduce el ser al Mismo,


lo atrapa, lo posee. Por este motivo, el filósofo la considera una filosofía
del poder y de la injusticia. De esta manera, según Beatriz de Ita Rubio
(s/f), Lévinas distingue el acto de conocimiento –que le quita al ser su al-
teridad– de la relación metafísica. Respecto de las relaciones de igualdad,
se afirma la necesidad de mantener la separación entre el ser cognoscente
y el conocido, entre el Mismo y el Otro, distinción necesaria para que el
Otro pueda conservar su exterioridad e impedir la totalización, que gene-
raría la unidad y la consecuente pérdida de la alteridad; para evitar, a fin
de cuentas, que uno de los términos sea subsumido en el otro.

“La subjetividad está sustentada en el eros, en el amor, en una relación asimé-


trica en tanto el Otro que se me revela, instaura en mí la responsabilidad ha-
cia él. Este reconocimiento que no está determinado por principios religiosos,
sino éticos, puede representar una vía para alcanzar una auténtica convivencia
intercultural respetuosa, pacífica y equitativa” (Rubio, s/f).

El pensamiento leviniano es comprensible en tanto atravesado por


el nazismo y la amenaza de la guerra nuclear. Así pensaba Lévinas la ci-
vilización y al otro:

“La magnífica ciencia producto de esta civilización mediterránea, que a su vez


surgió de la búsqueda de la verdad, desemboca en amenazas apocalípticas y en
la negación de este ser en tanto que ser. Civilización en que la razón, original-
mente soberana, conduce a la posibilidad de la guerra nuclear” (citado por Ji-
ménez, s/f: 10).

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Otro filósofo, Tzvetan Todorov, también se refiere a la responsa-


bilidad colectiva en el genocidio, pero esta vez de los españoles y de Eu-
ropa en el movimiento de conquista y destrucción de los otros. “Dios ha
de derramar sobre España su furor e ira”, cita.
El modelo ejemplar de la “conquista” es el de las concepciones de-
cimonónicas de la teoría de las razas y, luego, de la identidad nacional. El
Otro es asesinado o llevado al suicidio colectivo, o fagocitado en su dife-
rencia cultural: la “diferencia biológica” lo convertirá en objeto de explo-
tación de su fuerza de trabajo, de su poder sobre el cuerpo de las mujeres
como territorio. Es el otro extraño el que debe desaparecer, es el cuerpo
racializado. “El desconocimiento de los otros se disputa el primer lugar
con el desprecio a priori hacia ellos mismos; este rechazo de los otros va
a convenir perfectamente a la política imperial que se adopta al mismo
tiempo”, afirma Todorov. Al diferenciar a Colón de Cortés, destaca la ca-
pacidad de los europeos para entender a los otros: “Cortés primero se in-
teresa en conocer incluso al precio de cierta empatía” (Todorov, 2003:
294). La conquista del saber lleva a la de poder. ¿Qué quiere decir al sos-
tener que “el otro está por descubrir”?
En su trabajo Mikhaïl Bakhtin: Le principe dialogique (1981), Tzve-
tan Todorov dedica un capítulo a la “antropología filosófica” de Bajtín y
reelabora la concepción bajtiniana del yo y el otro:

“Bajtín empieza por la cuestión más simple: nosotros nunca nos vemos a noso-
tros mismos como un todo; el otro es necesario para lograr, aunque sea provi-
sionalmente, la percepción del yo, que el individuo puede alcanzar sólo parcial-
mente con respecto a sí mismo. Las objeciones posibles se plantean en seguida:
¿acaso en el espejo no se encuentra la visión completa del yo? ¿O, en el caso de
un pintor, en un autorretrato? En los dos casos, la respuesta es: no” (p. 95).

Bajtín (1895-1975) instala en las discusiones lingüísticas los térmi-


nos “heteroglosia” y “polifonía”; este último cuestiona la unicidad del
sujeto hablante, del sujeto que domina todo. El sentido no surge de una
sola voz, no es vertical, sino horizontal; el mismo sujeto no está presente
todo el tiempo. Desde su filosofía “dialógica” del lenguaje, Bajtín entien-
de toda actividad verbal –oral o escrita, literaria o pragmática– como una
enunciación concreta dentro de un diálogo social constante e inconcluso,
jamás resuelto.
Este nuevo sujeto del que habla Bajtín es un sujeto hablante, res-
ponsable de la enunciación, es decir, está presente de manera directa. De-

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“NO HAY OTRO DEL OTRO”

sarrolla una teoría del discurso basada en la intersubjetividad, en la que


expone la idea del “tercero” o “supradestinatario”.
Esta noción está presente en la obra de Todorov con el concepto
de “exotopía” (lo que en Bajtín es “extraposición” o outsideness), esto es,
la capacidad de ponerse fuera de la posición hermenéutica de uno mismo
para aprehender el problema desde un punto de vista distanciado.
Todorov expone estas ideas a través de distintas fases: la primera
consiste en la asimilación del otro al yo; la segunda contempla el movi-
miento opuesto, con el recorte del yo para el beneficio del otro, mientras
que la tercera fase consiste en la renovación de la identidad de uno des-
pués de haber logrado el conocimiento del relativismo cultural, del pre-
juicio de sus propias categorías, etc., es decir, lo que Todorov designa co-
mo “exotopía”.
De este modo, distingue tres dimensiones que determinan nuestra
relación con los otros:

1. una dimensión epistemológica (o el conocimiento del otro);


2. una dimensión ética, “axiológica” (normalmente expresada en
términos de igualdad, superioridad o inferioridad);
3. una dimensión praxeológica, que concierne a la proximidad o la
distancia entre el yo y el otro, la coincidencia o no coincidencia
de sus visiones del mundo (1984b: 185).

Estas tres dimensiones no son mutuamente exclusivas ni necesaria-


mente copresentes. Pueden ser combinadas de diferente manera en con-
textos sociohistóricos disímiles, para apreciar las relaciones intersubjeti-
vas en situaciones particulares.
En su conocido libro La conquista de América (2003), la tesis de
Todorov se basa en la comunicación. Cada parte prefiere un polo diferen-
te de la comunicación: los nativos se comunican con el mundo, mientras
los conquistadores se distinguen en la comunicación intersubjetiva, en
particular en todas las posibilidades que ésta ofrece para la manipulación
o el engaño. Karine Zbinden (2006) explica al respecto:

“Las dos culturas tienen las concepciones del lenguaje, de la interacción y la


organización social y del tiempo muy diferentes, y se encontraban en fases
muy diferentes de la evolución tecnológica. Lo que explica las consecuencias
desastrosas de esta contienda de las civilizaciones, al menos en términos se-
mióticos, es precisamente la imposibilidad de cualquiera de las partes de po-

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nerse fuera de sus respectivas posiciones y verdaderamente respetar la otra.


Pero la responsabilidad ética yace de plano dentro del campo de los conquis-
tadores” (p. 16).

Desde el locus de enunciación de América Latina, el sociólogo perua-


no Anibal Quijano (2003) habla del “Otro de Europa” en estos términos:

“La modernidad y la racionalidad fueron imaginadas como experiencias y


productos exclusivamente europeos. Desde este punto de vista, las relaciones
intersubjetivas y culturales entre Europa, es decir, Europa Occidental y el res-
to del mundo, fueron codificadas como un juego entero de nuevas categorías:
Oriente-Occidente, primitivo-civilizado, mágico/mítico-científico, irracio-
nal-racional, tradicional-moderno. En suma, Europa y no-Europa. Incluso
así, la única categoría con el debido honor de ser reconocida como el Otro de
Europa u «Occidente» fue «Oriente». No los «indios» de América, tampoco
los «negros» del África. Estos eran simplemente «primitivos»” (p. 211).

Esta idea del Otro de Europa12 recoge la producción de los inte-


lectuales del Centre for Contemporary Cutural Studies de Birminghan.
Fundamentalmente Europe and its Others (1985), editado por Homi
Bhabha, Gayatri Spivak y E. Barker, es clave en el despliegue de los estu-
dios poscoloniales.
En este libro, la teórica feminista subalternista de origen indio, Ga-
yatri Chakravorty Spivak, acuña el concepto de “alterización” (othering)
para comprender el mecanismo por el cual Occidente construyó a sus
“otros” y a sí mismo. Este concepto implica la dialéctica por la cual se fi-
ja la superioridad del colonizador concomitantemente con la inferioridad
de los colonizados. La búsqueda es la formulación de una teoría del dis-
curso colonial que, inspirada por Edward Said, analice el colonialismo
como un texto. En otras palabras, la experiencia colonial posee tanto una
dimensión material como simbólica (sistema de representaciones). No
obstante, el intelectual indio Homi Bhabha ha cuestionado una lectura li-
neal o básicamente desde el poder, sobre todo en Orientalismo, obra ge-
neró, para este autor, la visión de un modelo estático de relaciones colo-
niales, omitiendo las resistencias de los colonizados.
Mi posición es, finalmente, que lo que se trata es de trascender al
otro para evitar: desaparecer yo para servir mejor al otro; someter o fago-
citar a los otros a uno mismo (la “totalización” de Lévinas) o la desapari-
ción del yo en el nosotros.13

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“NO HAY OTRO DEL OTRO”

“Me he dirigido a Vercueil (…). Mis palabras han resbalado sobre él como ho-
jas muertas en el mismo momento en que las he pronunciado. Las palabras de
una mujer, por lo tanto, insignificantes; de una vieja, por tanto doblemente in-
significantes; pero sobre todo de una blanca” (J. M. Coetzee, 2005: 92).

“Dejar al otro intacto no es hacerlo vivir, como tampoco lo es obli-


terar enteramente su voz”, advierte Todorov. En otras palabras, encon-
trar la posición justa, lejana y cercana al mismo tiempo, para evitar caer
en el relativismo y la colonización vía la totalización.

II. El Otro como subalterno y colonizado. Subalternidad y su-


balternidades

Difícil es pensar la subalternidad por la heterogeneidad que la cons-


tituye. En nuestro presente requiere ser reflexionada en términos de articu-
lación política de identidades, que ya no obedecen exclusivamente a la cla-
sificación marxista de la propiedad de los medios de producción, sino que
están más cerca, acaso, de la categoría marxiana de lumpenproletariado.
Permítaseme la ironía que traigo a colación del interrogante14 de
un periodista que entrevista a Gayatri Chakravorty Spivak: ¿cuál es la
medida exacta que disponemos las académicas y académicos para definir
entre un proletario del Primer Mundo, hombre, blanco, escolarizado, y
una mujer del Tercer Mundo, de piel oscura, analfabeta quién es el ex-
plotado y quién el subalterno? ¿Cómo establecer un orden de opresiones
entre las identidades de una mujer afrodescendiente y pobre, por ejem-
plo? ¿Es posible pensar la articulación política entre los que pertenecen al
grupo de los explotados y al de los subalternos? ¿Hay definitivamente
como tal, sujetos excluidos?
Antes de ofrecer algunas respuestas provisorias, repasasemos breve-
mente la genealogía del término “subalterno”. Procede de la teoría políti-
ca de Antonio Gramsci, en particular de un ensayo, “Ai margini della sto-
ria (Storia dei gruppi sociali subalterni)” (1934). En un principio, Grams-
ci utilizó en sus escritos el término “subalterno” en alternancia con otros,
como subordinado o instrumental, en el contexto de las descripciones so-
ciales: la palabra “subalterno” se refería a todo aquello que tiene un rango
inferior a otra cosa, y puede aplicarse, al ser una denominación relativa, a

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cualquier situación de dominio, no únicamente a la de clase. Hay quien su-


giere que Gramsci concedía al término un sentido exclusivamente políti-
co, y que lo usaba, quizá, para evitar las palabras clase y proletario del
marxismo ortodoxo, bien por cautela, al escribir desde la cárcel y someti-
do a censura, bien porque deseara introducir matices diferenciales respec-
to de estos términos, o bien porque atribuyera a la palabra una función es-
pecífica: a saber, la de describir los grupos (diversos y heterogéneos) do-
minados y explotados que no poseen conciencia de clase (Vega, 2003).
El Grupo de Estudios Subalternos, surgido a comienzos de los
años ochenta y conformado por un grupo de académicos nacidos en la
India, toman el concepto de “subalterno” tanto en su significación polí-
tica, económica y cultural, como en su rango inferior, como agentes cuya
voz omitida o hablada (la del subalterno) pueda ser recuperada en los tex-
tos históricos. Por cierto, para el Grupo, los grupos dominantes (nativos
y extranjeros, los británicos que dominaron el país durante trescientos
años), tras la independencia de la India han monopolizado tanto el dis-
curso histórico como las ideas nacionalistas (Me detendré en el proyecto
político intelectual del Grupo en el capítulo 3).
Al respecto, en un prefacio a la presentación de una selección de es-
tudios de los historiadores del Subaltern Studies Group publicada en Ox-
ford en 1988, Edward Said definió la palabra “subalterno” en términos
políticos e intelectuales: la palabra subalterno indicaría la dinámica histó-
rica, social y cultural entre la clase hegemónica y el conjunto de personas
que, por medios tanto coercitivos como, sobre todo, ideológicos, se so-
mete a ella (Vega, 2003).
Dado que su fundador, Ranajit Guha, utiliza el término en dos
acepciones, la categoría de excluido no es equivalente a subalternidad.
Por una parte, define el término como un concepto amplio, cuya acep-
ción hallada –provocativamente, según Sivia Rivera– en el diccionario de
la Academia Británica, incluye a todo aquel que esté subordinado bajo re-
laciones de cualquier tipo (casta, género, oficio, disciplinas académicas).
Por otra parte, lo emplea para diferenciar demográficamente al pueblo de
la elite (Guha, 2000),15 por lo cual de acuerdo con esta definición, el su-
balterno existe en relación con las elites.
Si lo pensamos desde Gayatri Chakravorty Spivak, debemos tener
presente que su enunciación es inescindible de su posición política, basa-
da en una lucha emprendida por la desaparición de la subalternidad. En
ella la noción cambia:

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“NO HAY OTRO DEL OTRO”

“Hoy digo que la palabra subalterno trata de una situación en la que alguien
está apartado de cualquier línea de movilidad social. Diría, asimismo, que la
subalternidad constituye un espacio de diferencia no homogéneo, que no es
generalizable, que no configura una posición de identidad lo cual hace impo-
sible la formación de una base de acción política. La mujer, el hombre, los ni-
ños que permanecen en ciertos países africanos, que ni siquiera pueden imagi-
nar en atravesar el mar para llegar a Europa, condenados a muerte por la falta
de alimentos y medicinas, esos son los subalternos. Por supuesto hay más cla-
ses de subalternos” (Entrevista en Revista Ñ, 2006).

Sobre ello establece Spivak su argumento para criticar al subalter-


no como categoría monolítica que se supone una identidad y conciencia
unitaria del sujeto. Su pregunta, “¿puede el subalterno hablar?”, anticipa
una respuesta arrolladora y escéptica: “No”. Es decir, no es posible recu-
perar la voz, la conciencia del subalterno, de aquellas memorias que sólo
son los registros de la dominación. Según Spivak, la pretensión de resti-
tuir la voz de la conciencia (subalterna) podría caer en el espacio de una
violencia logocéntrica ejercida desde el lugar de la experticia. Las voces si-
lenciadas por los poderes son, en sí mismas, irrecuperables. Construir
una extracción representativa de los subalternos desde la historiografía
del poder es sólo extraer las voces de la dominación. No hay una voz a la
que pueda hacerse hablar, sino sólo designaciones en los textos. A su jui-
cio, la empresa subalternista no es más que una ficción teórica que permi-
te justificar un proyecto utópico de lectura.
Para Spivak, el subalterno es una subjetividad bloqueada por el
afuera, no puede hablar no porque sea mudo, sino porque carece de espa-
cio de enunciación. Es la enunciación misma la que transforma al subal-
terno. Poder hablar es salir de la posición de la subalternidad, dejar de ser
subalterno. Mientras el subalterno sea subalterno, no podrá “hablar”.16
Claro que esta postura sólo se comprende cuando Spivak desnuda su po-
sición: la única opción política posible para la subalternidad es precisa-
mente, dejar de ser subalternos; en otras palabras, intensificar la voz, ha-
cerla propia, en algún sentido lejos de la representación.
Subalterno no es simplemente sinónimo de “oprimido”, sino de
aquella persona que no puede ser representada, que no habla ni por la
cual podemos hablar. El subalterno es un sujeto sin voz: es el proletaria-
do, las mujeres, los campesinos, las minorías, etc. que no pueden hablar
porque, si lo hicieran, dejarían de ser subalternos (nos detendremos más
adelante en su obra).

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En todo caso, tanto Guha como Spivak se refieren a sujetos subal-


ternos en el contexto colonial de la India. Ahora bien, el subalterno no
necesariamente es un sujeto colonizado, excepto cuando es silenciado. El
silenciamiento del subalterno es, según mi tesis, otras de las formas que
adoptaron el colonialismo y, contemporáneamente, la colonialidad.
Retorno a Edward Said en su artículo “Representar al colonizado.
Los interlocutores de la antropología” (1996), para delimitar conceptual-
mente el término “subalterno” y “colonizado”. El autor denota allí la
“fugacidad” propia de este último:

“Antes de la Segunda Guerra Mundial, los colonizados eran los habitantes del
mundo no occidental y no europeo que habían sido controlados y hasta vio-
lentamente dominados por los europeos. De acuerdo con esto, el libro de Al-
bert Memmi situó al colonizador como al colonizado en un mundo especial,
con sus propias leyes y posiciones, así como en Los condenados de la tierra
Frantz Fanon habló de la ciudad colonial como dividida en dos mitades sepa-
radas, comunicadas uno con otra por una lógica de violencia y contraviolencia.
Pero ya cuando las ideas de Albert Sauvy sobre los tres mundos se habían ins-
titucionalizado en la teoría y práctica, colonizado se convirtió sinónimo de
Tercer Mundo. Sin embargo, continuó habiendo una continua presencia colo-
nial de potencias occidentales en varias partes de África y Asia, muchos de cu-
yos territorios habían obtenido la independencia desde hacía tiempo, alrededor
de la Segunda Guerra Mundial. Por lo tanto, el «colonizado» no era un grupo
histórico que había ganado soberanía nacional y estaba, por consiguiente, des-
militarizado, sino una categoría que incluía a los habitantes de Estados recién
independizados así como otros sometidos en territorios vecinos, aún ocupados
por europeos (…). Lejos de ser una categoría confinada a expresar servilismo y
autocompasión, la de «colonizado» se ha expandido desde entonces considera-
blemente para incluir a mujeres, clases sojuzgadas y oprimidas, minorías nacio-
nales e, incluso, subespecialidades académicas marginadas o aún no del todo
marginalizadas (…). El estatus de los pueblos colonizados ha quedado fijado en
zonas de dependencia y periferia, estigmatizado en la categoría de subdesarro-
llados, menos desarrollados, Estados en desarrollo, gobernados por un coloni-
zador europeo, desarrollado o metropolitano” (pp. 25/26).

Otro pensador poscolonial, Homi Bhabha, también teoriza sobre


el sujeto colonizado, sobre todo desde Lacan y Fanon y la experiencia de
despersonalización que vive el árabe en su tierra según Fanon: “El árabe,
permanentemente un extraño en su propio país, vive en un estado de ab-
soluta despersonalización” (1970: 157).

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“NO HAY OTRO DEL OTRO”

La otredad construida a partir de la “fijeza” y estereotipo como


una forma fijada de representación: “Dondequiera que vaya, el negro
siendo negro”,17 señala Fanon. Asimismo, independientemente de que
provenga de distintas regiones, “un Negro” dirige su atención hacia la
fantasía del nativo (la fantasía fanoniana de ocupar el lugar del amo), ha-
cia la escisión de la identidad del colonizado y hacia el fenómeno de la
mimetización con el blanco.
Pero frente a la opción fanoniana de la elección psíquica de “volver-
se blanco o desaparecer”, hay para Bhabha una tercera posibilidad: el ca-
muflaje, el mimetismo, la piel negra/máscara blanca (Bhabha, 2000: 150).
El colonizado se encuentra cercado en la situación colonial; inmo-
vilizado. Pero su identidad se constituye en un espacio híbrido, ambiva-
lente, estereotipado, mimetizado (Bhabha, 2002). El sujeto colonizado es
puesto en el lugar del Otro, sobre quien se ejecuta la acción. Sin embar-
go, para Bhabha, ambos, colonizado y colono, se implican mutuamente:
no hay una división neta entre colonizador y colonizado, sino una fron-
tera difusa, una relación compleja, mimética y ambivalente, una final hi-
bridación que es, al cabo, una forma de resistencia. La relación colonial
entraña la disolución del discurso occidental mediante su continua e ine-
vitable interpretación en un medio social, religioso y cultural diverso. No
sólo, pues, el colonizador construye discursivamente al colonizado -co-
mo habría dicho Fanon– sino que también el colonizado construye al co-
lonizador, o éste se construye a sí mismo asumiendo la imagen de sí que
procura la adopción del punto de vista del colonizado (véase Homi Bhab-
ha, El lugar de la cultura, 2002).
Al respeto afirma Fanon:

“Pero en lo más profundo de sí mismo, el colonizado no reconoce ninguna


instancia. Está dominado, pero no domesticado. Está interiorizado, pero no
convencido de su inferioridad (…) en su interior el colonizado sólo obtiene
una pseudopetrificación” (p. 46).

Bhabha piensa el discurso colonial con un efecto de intencionali-


dad de construir al colonizado como una población “degenerada” o “in-
ferior” a causa de su origen racial o de cualquier otra circunstancia, para
justificar así su conquista y establecer sistemas para su administración e
instrucción. Este autor piensa en la sociedad contemporánea, caracteriza-
da por historias de diferencia cultural. Estas diferencias no deben ser leí-
das como

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“… el reflejo de rasgos étnicos o culturales ya dados en las tablas fijas de la tra-


dición. La articulación social de la diferencia, desde la perspectiva de la mino-
ría, es una compleja negociación en marcha que busca autorizar los híbridos
culturales que emergen en momentos de transformación histórica”; hay una
necesidad de pensar más allá de las metanarrativas y “concentrarse en esos
momentos o procesos que se producen en la articulación de las diferencias cul-
turales. Estos espacios entre-medio (in between) proveen el terreno para ela-
borar estrategias de identidad (singular o comunitaria)” (p. 18).

Ahora bien, las diferencias se presentan como amenazas a la iden-


tidad. Por supuesto hay un factor que Fanon llamó “esquema epidérmi-
co” que funciona, para Bhabha, como el fetiche del discurso colonial y
que es lo visible (frente al secreto del fetiche sexual). ¿Depende, entonces,
de las características de un grupo subordinado el tipo de subordinación?
Hay, para Gayatri Spivak, un “espacio catacrésico” en tanto mo-
mento en que el indígena se apropia de los significados del otro y reescri-
be en ellos los signos de la propia marca.
Pensemos en las palabras con las que comienza el film “La Jaine”
(“El odio”), de Mathieu Kassovitz (1996), que representa la problemáti-
ca post y poscolonial con vehemencia:

“¿Has oído del muchacho que cayó de un rascacielos? En su caída, mientras


pasaba cada piso se alentaba a sí mismo diciendo: de momento, todo va bien,
de momento, todo va bien… Lo importante no es la caída, sino el aterrizaje”

Es la voz de Vinz, uno de los protagonistas que transcurre en un


no-lugar (Augé), pues aunque se sitúa en Francia, más específicamente en
Les Muguets, un barrio de los suburbios de París, bien podría ser extra-
polada a cualquier metrópoli occidental de la orbe .
La película narra 24 horas en la vida de tres varones jóvenes: Said,
un joven árabe; Hubert, un afrodescendiente que quiere irse del barrio, y
Vinz, un joven judío que se propone vengar la muerte de Abdel –un ami-
go magrebí18 del barrio, asesinado por la policía durante los disturbios de
los años noventa– con un arma perteneciente a la policía que halló en el
disturbio.
El odio representa, para la crítica,

“Su protesta, su frustración, por la injusticia de un orden que se aprovechó de


sus padres y quiere deshacerse de sus hijos (…) Francia se nutrió para las dos

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“NO HAY OTRO DEL OTRO”

guerras mundiales que padeció, de carne de cañón de las colonias, fomentó su


inmigración a Francia para reconstruir el país tras 1945, se benefició del traba-
jo y los negocios de toda una generación de senegaleses, argelinos, marro-
quíes, vietnamitas, camboyanos, cameruneses, chadianos, congoleños, guinea-
nos, polinesios, antillanos o mascareños, pero olvida a sus hijos, nacidos fran-
ceses, hijos de quienes se esforzaron por la metrópoli buscando una vida me-
jor, los abandona en bolsas de marginación y los cataloga como presencias in-
cómodas, como recién llegados que no optan al derecho de ser plenamente
francés” (http://39escalones.wordpress.com/2008/02/27/cine-para-pensar-el-
odio-de-mathieu-kassovitz/).

La caída puede ser bien una metáfora de esa sociedad francesa y de


otras sociedades, del vértigo y falta de rumbo que caracteriza la vida de
los jóvenes marginalizados que, como los protagonistas, han sido fijados
en su diferencia cultural y comparten lo que Raymond Williams en Mar-
xismo y literatura (1980) denominó “estructuras de sentimiento”: el con-
junto común de percepciones y valores compartidos por una generación
en un espacio y un tiempo determinados, que aún no están fijados sino
que están en “proceso”.
Retornando a nuestras preguntas, ¿en qué relaciones podemos in-
terpretar esos momentos catacrésicos, estereotipos, fetiches? ¿En cuáles
encontramos esas negociaciones entre las diferencias culturales de los
protagonistas? ¿Dónde la posibilidad de articulación política?
Tanto Bhabha (quien lo toma de Cornel West) como Spivak ha-
blan de sinecdoquización o de tener, por ejemplo, la capacidad de ser
ahora mujer, ahora negra, ahora musulmana, posibilidad que se desarro-
lla entre aquellas personas que no se encuentran atadas a una identidad.
Recuerdo un texto iluminador de la feminista afroamericana Yu-
derkis Spinoza, quien desde el feminismo de color se pregunta “¿Hasta
dónde nos sirven las identidades?” (1999) y señala la trampa que éstas nos
interponen:

“Lo que ha pasado innumerables veces es que las mujeres, doblemente subor-
dinadas como mujeres y como «negras», han tenido que priorizar una de sus
opresiones. Sólo para poner un ejemplo traigo aquí el caso de O. J. Simpsom19
donde las mujeres negras estadounidenses se vieron en la encrucijada de optar
por admitir que Simpsom era un homicida y agresor de las mujeres, es decir, de-
nunciar la doble moral patriarcal; o por denunciar la doble moral de la justicia
blanca y, en lo concreto, defenderlo. Como sabemos, las mujeres afroamerica-
nas decidieron que su primera lealtad era con su comunidad negra y se hicieron

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KARINA BIDASECA

así, cómplices del sistema común de subordinación de las mujeres que atravie-
sa tanto a la sociedad blanca como a la afroamericana. «Cuando yo digo soy
mujer o soy negra o soy las dos cosas, ¿a qué sistema de representación de mí
misma estoy apelando? ¿Qué mecanismos de inteligibilidad estoy poniendo en
marcha? ¿Qué significado tiene para quien me escucha el ser negra, el ser mu-
jer? ¿Hay como tal un ser negro, una esencia negra? ¿Podemos, en República
Dominicana, en El Caribe, hablar de una identidad negra?» En este sentido:
«¿Qué pasa cuando un individuo se identifica con múltiples categorías de dife-
rencia? La lesbiana negra, ¿es primero una negra, después una lesbiana, y des-
pués una mujer? ¿O es vista como una lesbiana negra, que primero es una les-
biana, luego una negra, y luego una mujer? El ama de casa blanca, ¿es primero
blanca, luego un ama de casa, luego heterosexual, y luego una mujer?»” (p. 4).

Los migrantes, las minorías étnicas y sexuales, los refugiados, son


los sujetos subalternos diaspóricos que penetran la metrópolis del Primer
Mundo (entendiendo el concepto de diáspora en oposición a las identida-
des nacionales modernas producidas por los Estados-nación). Le intere-
sa a Bhabha el modo en que la gente de color y con pasados coloniales y
subalternos atraviesan la experiencia dolorosa del ingreso a las grandes
urbes (para saciar sus necesidades económicas) cuando “su presencia y di-
ferencia cultural es negada” (Bravo, 2000: 224).
Estos autores analizan cómo ciertas poblaciones fueron represen-
tadas como externas a la “comunidad imaginada de la nación”, según el
conocido libro de Benedict Anderson (1983), y de tantos otros que enfa-
tizaron la nación como Estado. Para Bhabha, la nación es un espacio li-
minal, definida dentro de los antagonismos sociales internos.
Este interés por la nación es compartido por los demás autores su-
balternistas y poscolonialistas. Podemos citar, entre ellos, a Paul Gilroy,
quien investigó la presencia de los afroingleses considerados una amena-
za a la homogeneidad cultural, blanca y occidental de los británicos; en su
análisis para la sociedad británica postatcherista comparte con Stuart Hall
que “la identidad racial es el modo en que se experimenta la pertenencia
de clase”. Asimismo, coincide con Bhabha en la idea de una cultura trans-
nacional en la que los afrobritánicos se autorepresentan como miembros
de una diáspora en diálogo con otras comunidades negras afroamericana
y afrocaribeñas. Sin dudas, el concepto de “in-between” es de una poten-
cialidad teórico-política insoslayable. Es allí, en la “emergencia de esos
intersticios (el solapamiento y el desplazamiento de los dominios de la di-
ferencia) donde se negocian las expresiones intersubjetivas y colectivas de
nacionalidad, interés común o valor cultural” (Bhabba, 2002: 18).

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“NO HAY OTRO DEL OTRO”

Ambivalencia, hibridación y mimetismo son otros conceptos que


Homi Bhabha (2002) toma para pensar las sociedades actuales. Partiendo
de la siguiente cita de Jacques Lacan extraída de La línea y la luz – “El
efecto del mimetismo es el camuflaje (…) No es cuestión de armonizar
con el fondo, sino de volverse moteado sobre un fondo moteado, exacta-
mente como la técnica del camuflaje practicada en la guerra humana”–
(citado por Bhabha, 2002: 111), explica que el discurso del mimetismo se
construye alrededor de una ambivalencia. El autor trabaja la formación
de la identidad individual y la percepción de uno mismo en relación con
el otro. La idea de ambivalencia del mimetismo es “casi lo mismo pero no
exactamente” (p. 112).

“El mimetismo emerge como la representación de una diferencia que es en sí


misma un proceso de renegación. El mimetismo es, entonces, el signo de una
doble articulación; una compleja estrategia de reforma, regulación y discipli-
na, que se apropia del «Otro» cuando éste visualiza el poder. El mimetismo,
no obstante, es también signo de lo inapropiado, una diferencia u obstinación
que cohesiona la función estratégica dominante del poder colonial, intensifica
la vigilancia, y proyecta una amenaza inmanente tanto sobre el saber «norma-
lizado» como sobre los poderes disciplinarios” (Bhabha, 2002: 112).

Queda claro que Bhabha se refiere al mimetismo como un instru-


mento del saber y del poder colonial, y como lectura de la exclusión / in-
clusión del poder. Entre el que se asimila y el que se resiste la asimilación
se instala un hiato insalvable. Piel negra, máscaras blancas…
En uno de sus trabajos más influyentes (“The Other Question: Ste-
reotype, Discrimination and the Discourse of Colonialism”), el autor sos-
tiene que el discurso colonial pretende producir conocimientos sobre los
sujetos coloniales a través de la fijación (fixity). En la obra crítica de Bhab-
ha, el mimetismo es un concepto recurrente de inspiración fanoniana. Es en
“Piel negra…” donde Fanon escogió como título la metáfora de la máscara.
Mientras el sujeto colonizado es fijado en el estereotipo, el mime-
tismo produce fantasías amenazantes que tienden a desestabilizar el dis-
curso del colonizador, que ve huellas de sí mismo en el colonizado, la as-
piración del colonizado a ser como él.
Este deseo de identificarse con el colonizador ha sido tratado ma-
ravillosamente por Toni Morrison en Ojos azules, en cuyo epílogo, la es-
critora explica uno de los tantos problemas que encontrará en los límites
de la escritura:

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“La novela quería tocar el nervio despellejado del autodesprecio racial, sacar-
lo a la luz, luego sedarlo, no con narcóticos sino con un lenguaje que repro-
dujese la acción que yo descubrí en mi primera experiencia de belleza. Porque
aquel momento estuvo tan imbuido de racismo (mi revulsión ante lo que mi
compañera de escuela quería: ojos muy azules en una piel muy negra; el daño
que hacía a mi concepto de lo bello) que la pugna era por hallar una forma de
escribir inequívocamente negra” (2001: 258).

Cuerpo perdido
Aimé Césaire

Yo que Krakatoa
yo que todo mejor que monzón
yo que a pecho descubierto
yo que carraspeo como un árgano viejo
yo que balo mejor que una cloaca
yo que fuera de gama
yo que Zambeze frenético o rombo o
caníbal
quisiera ser cada vez más humilde y más manso
siempre más grave sin vestigio ni vértigo
caer hasta perderme
en la viviente sémola de una tierra bien abierta
Fuera una neblina en lugar de atmósfera no
sería nada sucia
cada gota de agua conteniendo un sol
cuyo nombre idéntico para todas las cosas
sería el ENCUENTRO MÁS TOTAL
de tal suerte que no se sabría a ciencia cierta
si cruza una estrella o una esperanza acaso
o un pétalo de flamboyán
o una retirada submarina
que las antorchas de las medusas aurelias frecuentan
Imagino que entonces la vida me bañaría por completo
mejor la sentiría palpándome o mordiéndome
tendido sentiría llegarme los olores al fin liberados
cual manos caritativas
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que me atravesarían
para mecer largos cabellos
más largos que ese pasado que no puedo alcanzar.
Cosas apartaros, haced sitio
a mi reposo que alza en oleaje
mi cresta terrible de raíces fondeadoras
buscando dónde asirse
oh cosas, yo sondeo y sondeo
yo, el cargador, soy portarraíces
yo peso, fuerzo y arcaneo
y ombligueo
Ah, quien hacia los arpones me lleva
estoy muy débil
silbo, sí, silbo cosas muy antiguas
de serpientes de cosas cavernosas
Soy oro viento paz aquí
y contra mi hocico inestable y fresco
poso contra mi rostro corroído
tu frío rostro de risa descompuesta.
El viento, ay, lo escucharé aún
negro, negro, negro desde el fondo
del cielo inmemorial
un poco menos fuerte que hoy en día
pero demasiado fuerte sin embargo
y ese loco aullido de perros y caballos
que envía a nuestra persecución siempre cimarrona
mas a mi vez en el aire
me alzaré en un grito tan violento
que voy a salpicar al cielo entero
por mis ramas destrozadas
y por el chorro insolente de mi barril herido y solemne
ordenaré a las islas existir.

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CAPÍTULO 2
VOLVER SIEMPRE A FANON.

NARRATIVAS DEL COLONIALISMO


Y DEL SUJETO COLONIZADO

“Toda forma de la existencia empieza en este texto con un fuerte


anclaje en la historicidad. La arquitectura de este trabajo se sitúa en lo
temporal. Todo problema humano demanda ser considerado a partir del
tiempo. Lo ideal sería que el presente sirva para construir el porvenir. Y
ese porvenir no es aquél del cosmos, sino más bien el de mi siglo, de mi
país, de mi existencia. De ningún modo debo proponerme preparar el
mundo que me seguirá. Pertenezco irreductiblemente a mi época”.
Fanon, Piel negra, máscaras blancas.

En los últimos años han aparecido varios textos que invocan la


obra de Frantz Fanon. Según los responsables de la compilación de sus
trabajos, titulada Fanon: A Critical Reader,20 estaríamos transcurriendo
la quinta etapa en los estudios sobre Fanon.
Otros textos como The Fact of Blackness, editado por Alan Read,
el ensayo de Homi Bhabha “Day by Day… with Frantz Fanon” y el de
Stuart Hall “The After-life of Frantz Fanon: Why Fanon? Why Now?
Why Black Skin, White Masks?”, conforman un abanico de relecturas de
la obra fanoniana, aunque con particulares connotaciones. A propósito,
Hall retoma la idea de que una lectura es siempre un nuevo texto para se-
ñalar que la lucha por “colonizar el trabajo de Fanon es un proceso en
marcha desde el momento de su muerte, y la identificación de la escritu-
ra de Fanon en términos de sus «temas marxistas» en los años sesenta y
setenta fue, en sí misma, ya el producto de una re-lectura” (pp. 15-16).

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KARINA BIDASECA

Síntoma de esta reedición de Fanon son ciertas acusaciones sobre


Homi Bhabha por tratar de crear un Fanon para su proyecto teórico. Es
el reproche de Robinson a quienes, según su opinión, desvían a Fanon de
la ruta de las lecturas revolucionarias; un reproche dirigido, por cierto, a
los intelectuales cercanos a la crítica poscolonial (De Oto, 2003).
De otro tenor son las críticas más importantes que provienen del
feminismo. A riesgo de caer en una lectura anacrónica, Lola Young, Ko-
bena Mercer, bell hooks y Ray Chow, por citar algunas de sus represen-
tantes más notorias, consideran que los textos de Fanon son discursos to-
talizantes en los que no hay lugar para pensar a las mujeres.
No obstante, y más allá de estas bifurcaciones y diversas relecturas
y apropiaciones, volver siempre a Fanon significa también interpelar al
colonialismo clásico y repensar conceptos como “historia”, “raza”, “ra-
cismo”, “negritud”, “sexo”, “agencia” en las sociedades actuales, que nos
permitan otro tipo de reflexión teórica sobre el racismo y la colonialidad
contemporáneos. Así lo comprende Susan Buck-Morss, quien en “Hegel
y Haití: la dialéctica amo-esclavo: una interpretación revolucionaria”
(2006) se pregunta “por qué el tópico Hegel y Haití ha sido ignorado du-
rante tanto tiempo. No sólo los especialistas en Hegel han fracasado en
responder a esta pregunta, sino que han fracasado, en los últimos dos-
cientos años, incluso en plantearlo” y plantea que “tal vez Fanon haya si-
do el que estuvo más cerca de ver la conexión entre Hegel y Haití”. La
autora propone que la revolución haitiana de 1804 es la argamasa de la
teoría hegeliana del amo y del esclavo.21
Gérard Chaliand (2003) señala tres obras precursoras a la fanonia-
na: la de su maestro Aimé Césaire, quien antes de la segunda guerra mun-
dial había escrito Carta de un retorno al país natal y Orfeo Negro, que
abría la Antología de las poesía negra y malgache (1947): “¿Qué espera-
bais al quitar la mordaza a esas bocas negras? ¿Qué iban a entonar vues-
tras alabanzas? Esas cabezas que nuestros padres habían doblegado hasta
el suelo por la fuerza, ¿creíais que cuando se levantaran veríais adoración
en sus ojos?”. Por último, Retrato del colonizado (1957) del escritor tu-
necino contemporáneo de Fanon, Albert Memmi, es la tercera obra seña-
lada por Chaliand.
La producción intelectual de Fanon es amplia y heterogénea; escri-
bió algunos libros y varios artículos en revistas.22 En este capítulo me
concentraré en los dos textos, a mi entender, más importantes de su obra:

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VOLVER SIEMPRE A FANON

Piel negra, máscaras blancas o ¡Escucha blanco! –publicado en París en


1952 y caracterizado como un “sociodiagnóstico de la colonización” en
el que es posible encontrar las marcas del colonialismo en su propia bio-
grafía– y Los condenados de la tierra. Este último, publicado postmor-
tem en 1961, es una obra política y militante que ha sido utilizada por nu-
merosos movimientos de liberación nacional tercermundistas y de lucha
por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos de las década de
los años de 1960 y 1970. Estos sujetos relegados a la “sala de espera” de
la historia (Chakrabarty, 2009) respondieron muy tempranamente con
sus movimientos insurgentes al “todavía no” con el “ahora”. Mientras el
sistema de dominación imperial consolidado a fines del siglo XIX por
Europa era seriamente cuestionado, Los condenados de la tierra sale a la
luz para ser testigo de ese derrumbe.
Leer a Fanon (o a C. L. R James, o Aimé Césaire), los primeros tex-
tos anticolonialistas, supone, pues, una crítica temprana al eurocentrismo,
y pueden servir para una reflexión ampliada sobre los estudios poscolonia-
les. Si Fanon afirmaba en Los condenados…, “Europa es literalmente la
creación del Tercer Mundo”, Edward Said parafrasearía sus palabras en
Orientalismo: “Oriente era casi una invención europea” (2004: 19).
Presentaremos una breve biografía de Frantz Fanon para precisar
cómo era el mundo colonial que él vivió, cuáles eran los fundamentos de
ese orden, las jerarquías y legitimaciones de la desigualdad; qué sujetos lo
componían; qué conflictos se suscitaban; cómo se pensaba la “negritud”
y la emancipación del “Hombre Nuevo”.

Breve biografía de Fanon

Frantz Fanon23 nació en Fort-de-France, en la Isla de Martinica, el


20 de julio de 1925, y murió el 6 de diciembre de 1961 en Estados Uni-
dos. Martinica fue uno de los diversos destinos de los esclavos negros que
eran llevados a las colonias de los países occidentales para paliar la falta
de mano de obra local. De ahí provenía también el poeta de la negritud,
Aimé Cesaire, maestro de una generación de jóvenes martiniqueños co-
mo Édouard Glissant y Frantz Fanon, y autor del texto poético “Cuader-
no de un regreso al país natal”.

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KARINA BIDASECA

Fanon nació cuando Martinica era una colonia francesa, en el seno


de una familia relativamente acomodada, con mezcla de antepasados afri-
canos, tamiles y blancos. Después de que Francia se rindiera ante los Na-
zis en 1940, las tropas navales de la Francia de Vichy se establecieron en
Martinica. El racismo colonial francés ejerció una gran influencia en Fa-
non. A los 18 años, abandonó la isla rumbo a Dominica, donde se sumó a
las Fuerzas de Liberación Francesa para alistarse contra la Alemania Na-
zi. Cuando la derrota alemana se hizo inminente y los aliados cruzaron el
Rhin hacia Alemania, el regimiento de Fanon fue “blanqueado”: debido al
color de su piel, él y todos los soldados no blancos fueron apartados del
desfile de honor y concentrados en Toulouse (Tolosa de Languedoc).
En 1945 volvió a Martinica. A pesar de que nunca se declaró comu-
nista, trabajó en la campaña electoral de su maestro Aimé Césaire, uno de
los creadores de la teoría de la negritud, candidato comunista a la Asam-
blea de la Cuarta República Francesa. Regresó a Francia dos años des-
pués, con una beca del Estado para estudiar medicina y psiquiatría en
Lyon, donde conoció a Maurice Merleau-Ponty. Se graduó como psi-
quiatra en 1951 y empezó a ejercer bajo la supervisión del médico catalán
François de Tosquelles, quien concedía importancia a lo cultural en el
tratamiento de la psicopatología. En 1952 Fanon publicó su primer libro,
Piel negra, máscaras blancas.
En 1953 asumió como Jefe de Servicio en el Hospital Psiquiátrico
de Blida-Joinville, en Argelia, donde revolucionó el tratamiento al intro-
ducir prácticas de terapia social basadas en la idea de la relevancia de lo
cultural, tanto para la psicología normal como para la patología.
Al comienzo de la Guerra de Liberación de Argelia (noviembre de
1954) Fanon se unió en secreto al Frente de Liberación Nacional (FLN)
por intermedio de un médico francés. Durante este período viajó muchí-
simo por Argelia, con el aparente propósito de extender sus estudios cul-
turales y psicológicos acerca de los argelinos, y surgieron estudios como
“Los marabout de Si Slimane”. En el verano de 1956 escribió su famosa
Carta Pública de Renuncia al Ministro Residente, donde rechaza su pasa-
do “asimilacionista”, y como consecuencia fue expulsado de Argelia en
enero de 1957. Luego viajó en secreto a Túnez, donde formó parte del co-
lectivo editorial “El Moudjahid”. Los escritos de ese período fueron co-
leccionados y publicados después de su muerte bajo el nombre Hacia la
Revolución Africana. También actuó como embajador del gobierno pro-
visional argelino en Ghana.

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VOLVER SIEMPRE A FANON

En 1959 Fanon participó del II Congreso de Escritores y Artistas


Negros en Roma, y su disertación sobre la cultura nacional integró el li-
bro Los condenados… Después de su viaje al Sahara para abrir un tercer
frente en la lucha por la independencia, le fue diagnosticada su enferme-
dad. Viajó entonces a la URSS y experimentó alguna mejoría. Al regresar
a Túnez, escribió Los Condenados de la Tierra (publicado postmortem
en 1961). Cuando su condición lo permitía, daba clases a los oficiales del
FLN en el borde de Argelia y Túnez, y viajó a Roma para visitar, por úl-
tima vez, a Sartre.
Más tarde se trasladó a los Estados Unidos para recibir un trata-
miento médico. Murió en Maryland. Después de recibir un funeral de ho-
nor en Túnez, fue enterrado en el Cementerio de los Mártires (Chouha-
da) en Ain Kerma (en el este de Argelia). Su deceso ocurrió cuando la in-
dependencia de Argelia era ineluctable. Dice De Oto (2003):

“Fanon se distingue esencialmente de otras obras porque evita caer en una de-
fensa a ultranza del sujeto colonial que no rebasa el protocolo de las buenas
intenciones. La radicalidad de su pensamiento consiste en asumir el principio
de historicidad que rodea tanto al colonizador como al colonizado”.

La obra política de Fanon es controvertida: fue acusado de una vi-


sión maniquea, se ha dicho que sus ideas anteceden a pensadores tales co-
mo Michel Foucault y que son las bases del Posmodernismo y Poscolo-
nialismo. Fue fuente de inspiración de muchos pensadores y movimientos
profundamente críticos o revolucionarios, e influyó indirectamente inclu-
so en corrientes tales como el feminismo y la teología de la Liberación.

“Su hegelianismo devuelve la esperanza a la historia; su evocación existencia-


lista del Yo (self) restaura la presencia de lo marginalizado; su perspectiva psi-
coanalítica ilumina la locura del racismo, el placer del dolor, la fantasía agonis-
ta del poder político” (Homi Bhabha, 2002: 62).

Argelia y la ocupación: el mundo colonial

La ocupación francesa de Argelia se prolongó durante 132 años,


desde 1830 hasta 1962. Argelia es principalmente de habla árabe; una gran
minoría aún habla las lenguas indígenas beréber. Su historia ha estado

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marcada por la expansión del Islam, la arabización, la colonización oto-


mana y francesa, y la lucha por la independencia.

“La apropiación directa de las mejores tierras, el desprecio que se tenía a la


lengua árabe, la ocupación en masa de los puestos administrativos por los eu-
ropeos, la condición de ciudadanos de segunda zona de los musulmanes ha-
cían que la sociedad argelina fuese una de las más desposeídas del mundo co-
lonial” (Gérard Chaliand, 2003: 297)

Como mencionáramos, Los condenados de la tierra es una referen-


cia explícita al primer verso de “La Internacional”, que en francés dice:
Debout! les damnés de la terre! Debout! les forçats de la faim! Esos con-
denados de la tierra no son el proletariado de Marx, sino el lumpen pro-
letariado. Fanon específicamente usa el término para referirse a quienes
no toman parte en la producción industrial, especialmente el campesina-
do pobre que vive en las afueras de las ciudades, porque sólo ese grupo
tiene o conserva la suficiente autonomía del aparato colonizador como
para montar exitosamente una rebelión. Pensaba que el proletariado ur-
bano y las clases burguesas carecen de la motivación o necesidad de po-
ner en acto una revolución, pues son “asimiladas”.
Para Fanon, un pueblo colonizado no es sólo un pueblo domina-
do; en Argelia hay una decisión de ocupar un territorio: “Los argelinos,
las mujeres con haik, las palmeras y los camellos forman el panorama, el
telón de fondo natural de la presencia humana francesa” (1983: 229).
“La colonización –aseveraba Fanon– se presentaba ya como una
gran proveedora de los hospitales psiquiátricos” (1983: 228). Como psi-
quiatra en el Hospital Blida-Joinvile, escribió: “Si la psiquiatría es la téc-
nica médica que apunta a permitir al hombre dejar de ser un desconoci-
do en su medio ambiente, debo afirmar que el árabe, permanentemente
un extraño en su propio país, vive en un estado de absoluta despersona-
lización (…)”. Y sigue: “La estructura social existente en Argelia era hos-
til a cualquier intento de devolver al individuo a su lugar de pertenencia”
(1970: 157).
El pueblo argelino debía ser definido por el colonialismo en térmi-
nos occidentales valorativos negativos, como bárbaro y atroz. Fanon ana-
liza en el último capítulo de Los condenados… cómo antes de 1954, dis-
tintas autoridades (políticos, magistrados, abogados, médicos legistas, pe-
riodistas, etc.) convenían de modo unánime el problema político de “la

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VOLVER SIEMPRE A FANON

criminalidad del argelino” y del norafricano, tratando de dar una explica-


ción científica a las altas tasas de criminalidad argelina, una de las mayo-
res del mundo. Explica Fanon: “El argelino, se afirmaba, es un criminal
nato. Se elaboró una teoría. Se aportaron pruebas científicas. Esta teoría
fue objeto, durante más de 20 años, de enseñanza universitaria” (p. 274).
“Perezosos, mentirosos, ladrones, criminales natos”, esa teoría se susten-
taba en tres afirmaciones:

1. El argelino mata frecuentemente


2. El argelino mata salvajemente
3. El argelino mata por nada

Mientras distintos científicos desarrollaban teorías que enunciaban


las características del indígena (ninguna o escasa emotividad; terquedad
tenaz; etc.) o explicaban la constitución de su corteza cerebral, Fanon lle-
ga a la conclusión de que “la criminalidad del argelino, su impulsividad,
la violencia de sus asesinatos no son consecuencia de una organización
del sistema nervioso (…), sino del producto directo de la situación colo-
nial” (p. 286).
Así, describe densamente la sociedad colonial argelina:

“El mundo colonial es un mundo en compartimentos” (p. 32). (…) Este enfo-
que del mundo colonial, de su distribución, de su disposición geográfica va a
permitirnos delimitar los ángulos desde los cuales se reorganizará la sociedad
descolonizada. El mundo colonizado es un mundo cortado en dos. La línea
divisoria, la frontera, está indicada por los cuarteles y las delegaciones de la
policía (…). La zona habitada por los colonizados no es complementaria de la
zona habitada por los colonos. Esas dos zonas se oponen, pero no al servicio
de una unidad superior. Regidos por una lógica puramente aristotélica, obe-
decen al principio de la exclusión recíproca: no hay conciliación posible, uno
de los dos términos sobra. La ciudad del colono es una ciudad dura, toda de
piedra y hierro. Es una ciudad iluminada, asfaltada, donde los cubos de basu-
ra están siempre llenos de restos desconocidos, nunca vistos ni siquiera soña-
dos. Los pies del colono no se ven nunca, salvo quizá en el mar, pero jamás se
está muy cerca de ellos. Pies protegidos por zapatos fuertes, mientras las ca-
lles de la ciudad son limpias, lisas, sin hoyos, sin piedras. La ciudad del colo-
no es una ciudad harta, perezosa, su vientre está lleno de cosas buenas perma-
nentemente. La ciudad del colono es una ciudad de blancos, de extranjeros. La
ciudad del colonizado, o al menos la ciudad indígena, la ciudad negra, la «me-
dina» o barrio árabe, la reserva es un lugar de mala fama, poblado por hom-
bres de mala fama, allí se nace en cualquier parte, de cualquier manera. Se
muere en cualquier parte, de cualquier cosa. Es un mundo sin intervalos, los

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hombres están unos sobre otros, las casucha unas sobre otras…). La mirada
que el colonizado lanza sobre la ciudad del colono es una mirada de lujuria,
una de deseo. Sueños de posesión. Todos los modos de posesión: sentarse a la
mesa del colono, acostarse en la cama del colono, si es posible con su mujer.
El colonizado es un envidioso. El colono no lo ignora cuándo, sorprendiendo
su mirada a la deriva, comprueba amargamente, pero siempre alerta: «Quieren
ocupar nuestro lugar». Es verdad, no hay colonizado que no sueñe cuando
menos una vez al día en instalarse en el lugar del colono” (p. 33-34) (…) “Pe-
ro en lo más profundo de sí mismo, el colonizado no reconoce ninguna ins-
tancia. Está dominado pero no domesticado. Está interiorizado pero no con-
vencido de su inferioridad (…) en su interior el colonizado sólo obtiene una
pseudopetrificación” (1983: 46).

En este libro, Fanon señala una limitación del marxismo en sus


premisas teóricas, si se pretende extrapolarlas a la sociedad colonial:

“En las colonias la infraestructura es igualmente una superestructura. La cau-


sa es la consecuencia: se es rico porque se es blanco, se es blanco porque se es
rico. Por eso los análisis marxistas deben modificarse ligeramente siempre que
se aborda el sistema colonial. Hasta el concepto de sociedad precapitalista,
bien estudiada por Marx, tendría que ser reformulado. El siervo es de una
esencia distinta del caballero, pero es necesaria una referencia al derecho divi-
no para legitimar esa diferencia de clases. En las colonias, el extranjero venido
de afuera se ha impuesto con la ayuda de sus cañones y de sus máquinas. A pe-
sar de la domesticación lograda, a pesar de la apropiación, el colono sigue sien-
do siempre un extranjero. No son ni las fábricas ni las propiedades, no la
cuenta en el banco lo que caracteriza principalmente a la «clase dirigente». La
especie dirigente es, antes que nada, la que viene de afuera, la que no se pare-
ce a los autóctonos, a «los otros»” (1983: 34-35).

El autor marcó aquí los límites del concepto de “clase” para com-
prender la división social en el mundo colonial, fundado en el racismo co-
mo eje estructurador de las relaciones coloniales. Criticó la consideración
marxista que interpretaba la ideología (racista) como superestructura; la
línea divisoria entre ricos y pobres coincidía con la establecida entre blan-
cos y no blancos o negros. La posición estructural de los sujetos depen-
día del orden social racializado. El racismo no era la superestructura, si-
no el fundamento del orden social colonial. De allí la importancia otor-
gada a la cultura (blanca) para interpretar la alienación del negro.
La cita reproducida contiene, además, la paradójica situación de
que el colono que proviene de un afuera territorial, el extranjero, trans-

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forma en extranjero al nativo. No sólo lo desterritorializa de su tierra, si-


no de su propio cuerpo psíquico. “El alma del negro, explica, es el arte-
facto del hombre blanco”.

Sobre el damné

Como afirma Alejandro De Oto (2003) en su libro Fanon. Política


y poética del sujeto poscolonial,: “Desde que Fanon publicó su última
obra en 1961 ha habido acontecimientos que han transformado la faz de
la Tierra y, en consecuencia, han afectado la producción crítica intelec-
tual. El apartheid sudafricano desapareció. Argelia ya no es la que antes
era. Sartre no está más con nosotros. Muchas de las guerras de liberación
se malograron, otras triunfaron. Pero sobre todo la Unión Soviética dejó
de existir. En medio de estos desplazamientos parece dibujarse un abis-
mo que nos separa de la experiencia histórica conformada durante el pe-
ríodo de la denominada “guerra fría”.
Si tomamos el contexto político de las guerras de liberación nacio-
nal de las décadas de 1950 y 1960, el sujeto alienado al que Fanon deno-
minó damné era un sujeto potencialmente revolucionario. Ahora bien,
¿cuál es el significado del término damné? El condenado de la tierra, ¿a
qué está condenado?

“El damné es el sujeto que emerge en el mundo, marcado por la colonialidad


del ser. El damné, tal y como Fanon lo hizo claro, no tiene resistencia ontoló-
gica frente a los ojos del grupo dominador. El damné es, paradójicamente, in-
visible y en exceso visible al mismo tiempo. Este existe en la modalidad de no-
estar-ahí; lo que apunta a la cercanía de la muerte o a su compañía. El damné
es un sujeto concreto, pero es también un concepto trascendental. Émile Ben-
veniste24 ha mostrado que el término damné está relacionado, etimológica-
mente, con el concepto donner, que significa «dar»”. El damné es, literalmen-
te, el sujeto que no puede dar porque lo que ella o él tiene ha sido tomado de
ella o él. Es decir, damné se refiere a la subjetividad, en tanto fundamental-
mente se caracteriza por el dar, pero se encuentra en condiciones en las cuales
no puede dar nada, pues lo que tiene le ha sido tomado. Esta visión de la sub-
jetividad como fundamentalmente generosa y receptiva ha sido articulada y
defendida con mayor rigor por Emmanuel Lévinas. El filósofo judío lituano-
francés concibe el dar como un acto metafísico que hace posible la comunica-
ción entre el sujeto y el Otro, así como también la emergencia de un mundo
en común” (Nelson Maldonado, 2007: 151).

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“¿Superioridad? ¿Inferioridad? ¿Por qué no intentar, sencillamente, la prueba


de tocar al otro, sentir al otro, revelarme al otro? ¿Acaso no me ha sido dada
mi libertad para edificar el mundo del Tú? (Fanon, 1973: 192).

El Sujeto es un problema crucial en las ciencias sociales. Desde la


crisis del consenso ortodoxo de fines de los sesenta y el fin de los grandes
relatos, esta época es condición de posibilidad para que el pensamiento
sociológico vuelva a pensar la acción individual y social, el acontecimien-
to, la contingencia de los procesos social-históricos, la decisión. Con es-
te giro operaron varios retornos: el retorno del Sujeto y el de la acción co-
mo categorías de análisis.
Autores como Althusser, Pêcheux, Barthes y Foucault en la déca-
da del setenta dan cuenta de la «muerte del sujeto» moderno, de ese suje-
to cartesiano, pilar de todo el proyecto filosófico de la modernidad. Se
produce un desplazamiento de la concepción del sujeto como fundamen-
to de la objetividad del mundo externo (Kant) hacia otra que lo conside-
ra el resultado de procesos de subjetivación y posicionamiento discursi-
vos externos, por los cuales son universalizados y distribuidos socialmen-
te según «posiciones de sujeto». El sujeto de la acción política no es ya un
agente que decide, sino un efecto. O el Sujeto es una totalidad que no cie-
rra: siempre arrojará un resto que impide la saturación: como nos mues-
tra la Historia, el judío, el negro, el proletario, el loco, el homosexual, la
mujer, en síntesis, el fetichismo totalitario de la universalidad como tota-
lidad cerrada. Estamos en el reino de las diferencias, de las multiplicida-
des, de los fragmentos inconmensurables con los que no se pueden esta-
blecer equivalencias (Grüner, 2002: 139). El Sujeto de la Historia, el pro-
letariado, ha sido reemplazado por múltiples identidades fragmentadas:
los “sujetos culturales” que los estudios culturales han teorizado (“suje-
tos desclasados, desnacionalizados, desetnificados e incluso desexualiza-
dos”, como dice Grüner, por el diverso abstracto de una globalización).
El historiador subalternista Dipesh Chakrabarty apunta una ten-
sión que encuentra en el sujeto de Fanon:

“Nombres como «campesinos» (Mao), «subalterno» (Gramsci), «condenados


de la tierra» (Fanon) o «el partido como sujeto» (Lenin / Lukàcs) no tienen ni
precisión filosófica ni sociológica. Es como si la búsqueda de un sujeto revo-
lucionario que-no-fuera-el proletariado (en ausencia de una clase obrera am-
plia) fuera un ejercicio en una serie de desplazamientos del término original.
Un caso revelador al respecto lo constituye el propio Fanon. La expresión

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«los condenados de la tierra», tal y como ha señalado el biógrafo de Fanon,


David Macey, hace alusión a la Internacional Comunista, a la canción («De-
bout, les damnés de la terre» / «Arriba, parias de la tierra») a que, a su vez, ha-
ce clara referencia al proletariado. Y, sin embargo, Fanon la utiliza para refe-
rirse a otra cosa. Ese otro sujeto no puede definirlo bien, pero está seguro de
que, en la colonia, no puede ser el proletariado. No hay más que recordar lo
pronto que en su libro advierte que «habría que estirar ligeramente el análisis
marxista cada vez que tengamos que vérnoslas con el problema colonial» Un
sujeto colectivo, sin nombre propio, un sujeto que sólo es posible nombrar a
través de una serie de desplazamientos del término europeo original, «el pro-
letariado»: ésta es la condición tanto de un fracaso como de un nuevo comien-
zo (Chakrabarty, en Medrazza, 2008: 81).

Las transformaciones conceptuales en torno al sujeto político en


las ciencias sociales en los últimos tiempos (“individuo”, “clase”, “pue-
blo”, “multitud”, “subalterno”, “incontados”, “homo sacer”) están dan-
do cuenta de una transformación en las prácticas de la acción política. Y
el pensamiento ha tenido, como siempre, un protagonismo importante,
tanto para asegurar el establishment (“pensamiento único”) como para
reconstruir una teoría crítica para la cual el marxismo tradicional se
muestra insuficiente, pero no por ello sustituible.
El sujeto en Fanon es pensado radicalmente, desde su identidad ra-
cializada, desde su negritud. Su propia experiencia psiquiátrica en el Hos-
pital Blida-Joinvile, a comienzos de los años de 1950, le permite pensar al
hombre inserto en el contexto del colonialismo y en estado de alienación.
un “desconocido en su medio ambiente”:

“… debo afirmar, dice, que el árabe, permanentemente un extraño en su pro-


pio país, vive en un estado de absoluta despersonalización. (…) La estructura
social existente en Argelia era hostil a cualquier intento de devolver al indivi-
duo su lugar de pertenencia” (1970: 157).

Es en la condición colonial donde la humanidad del hombre y la


historicidad son suspendidas; el racismo colonial sostiene el orden social
de las colonias y la representación del Otro aflora en su escrito:

“No podía más pues sabía que existían leyendas, historias, la historia, y sobre
todo la historicidad que me había enseñado Jaspers. Entonces el esquema cor-
poral atacado en varios puntos se derrumbó, dando paso a un esquema epidér-
mico racial. A esa altura no se trataba ya de un conocimiento de mi cuerpo en
tercera persona, sino en triple persona.” (Piel negra…, p. 103).

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La negritud como construcción histórico-cultural contingente y el


cuerpo como escritura, como es leído por la medicina forense y el femi-
nismo: en cada escritura sobre la escritura no sólo se tapan y muchas ve-
ces se traslapan los conceptos y las categorías (De Oto, 2003). Es claro
Fanon al advertir la negritud como una categoría homogénea por la ne-
gación del blanco de registrar heterogeneidad:

“El colonialismo, que no ha matizado sus esfuerzos, no ha dejado de afirmar


que el negro es un salvaje y el negro no es para el ni el angolés ni el nigeriano.
Hablaba del Negro” (p. 193).

Piel negra, máscaras blancas. Tiempo, mirada, lenguaje

“Él era culpable por negro; ante el mundo, este hecho suponía una maldición,
este dato un destino, esta negrura contingente una tara esencial”.

Este libro habla desde él, desde Fanon, de su propia negritud en un


mundo blanco; en otras palabras, de la colonización del ser.

“El negro quiere ser blanco. El blanco busca apasionadamente realizar una
condición de hombre (...). El blanco está encerrado en su blancura. El negro
en su negrura” (1970: 34).

Y advierte más adelante que:

“El lector se apercibirá que no tienen nada que ver el negro de este capítulo25
con ese otro que aspira a acostarse con la blanca. En este último se descubría
el deseo de ser blanco. En cualquier caso, una sed de venganza. Por el contra-
rio, en esta obra contemplaremos los esfuerzos de un negro que busca encar-
nizadamente descubrir el sentido de la identidad negra. La civilización blanca
y la cultura europea han impuesto al negro una desviación existencial. Ya
mostraremos cómo lo que se llama el alma negra es una construcción del blan-
co (…). Antillano de origen, mis observaciones y conclusiones sólo valen pa-
ra las Antillas, por lo menos en lo que concierne al negro en su tierra” (1970:
39; cursivas en el original).

Sin embargo, hay una pregunta que Fanon formula en Los conde-
nados de la tierra y que puede ser trasladada a Piel negra…:

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“Como es una negación sistemática del otro, una decisión furiosa de privar al
otro de todo atributo de humanidad, el colonialismo empuja al pueblo domina-
do a plantearse constantemente la pregunta: «¿Quién soy en realidad»”? (p. 228).

Existen, a mi entender, tres momentos especialmente canónicos en


tanto constitutivos de la otredad en la obra de Fanon: el del tiempo, la mi-
rada, el lenguaje y el habla.26
El tiempo tiene una dimensión constitutivamente política. La na-
rración del pasado puede incidir en el hoy. Escribe Fanon (1962): “Todo
problema humano requiere ser considerado a partir del tiempo” (p. 26).
Europa construyó una temporalidad de la historia en un trayecto
evolutivo. Los pueblos colonizados, las “razas inferiores”, arribaron tar-
díamente. Es esta la interpretación de Fanon (1962) cuando escribe: “El
pueblo se dispone a reanudar la marcha, a interrumpir el tiempo muerto
introducido por el colonialismo, a hacer la Historia” (p. 62).
Asimismo, en el capítulo 1, “El negro y el lenguaje”, se referirá a
otra dimensión subjetiva del tiempo:

“El negro tiene dos dimensiones. Una con su congéneres, otra con el blanco.
Un mismo negro se comporta diferente con un blanco y con otro negro. Que
esta escisiparidad sea una consecuencia de la aventura colonialista, nadie lo
pone en duda… que alimente su vena principal del corazón de las diferentes
teorías que han querido hacer del negro el lento caminar del mono al hombre,
nadie se atreve ya a ponerlo en duda. Son evidencias objetivas que expresan la
realidad” (1970: 41).

De este modo, Fanon hablará del “retraso del negro”:

“Llega usted demasiado tarde, tardísimo. Entre ustedes y nosotros habrá


siempre un mundo –blanco–… Imposibilidad opera el otro de liquidar de una
vez para siempre el pasado” (Fanon, 1973: 160).

Esta idea de temporalidad tardía puede encontrarse en otros suje-


tos subalternos respecto de la velocidad del capitalismo. Particularmente,
siempre está la perturbación de sentir que se ha llegado tarde a un en-
cuentro, como el sujeto negro que describe Fanon. Esta demora es tam-
bién propia de los intelectuales: “No es la tardanza en iluminar a los os-
curecidos por la desdicha, lo que tarda es el encuentro entre saberes” (Bi-
daseca et al, 2008).

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A propósito de la mirada, Fanon señala el trauma que provoca el


encuentro del sujeto racializado con el otro imperial, en el instante fugaz
de la mirada y el encuentro violento de dos miradas, que imprime una
marca en la subjetividad. Cito el relato de la propia experiencia vivida por
Fanon en su libro ¡Escucha blanco!:

“…Y después un día, hubimos de afrontar la mirada blanca…


¡Mira, un Negro! Era verdad. Yo me divertía.
¡Mira, un negro! El círculo se estrechaba poco a poco. Yo me divertía abierta-
mente.
¡Mamá, mira el negro, tengo miedo! ¡Miedo! ¡Miedo! Quise divertirme hasta
hartarme, pero esto ya no sería posible. Ya no sabía, porque ya por entonces
sabía que existían leyendas, historias, la historia…
Paseaba sobre mí una mirada objetiva hasta que descubrí mi negrura, mis ca-
racteres étnicos. Me rompieron los tímpanos: la antropofagia, el atraso men-
tal, el fetichismo, las taras raciales, los negreros, y sobre todo, sobre todo: ¡el
rico plátano!
¿Qué otra cosa podía ser esto para mí sino una rotura, un desgarramiento, una
hemorragia que coagulaba sangre negra por todo mi cuerpo?
Ya lo habrán notado: esto era sólo la primera fase, la primera «estación», pe-
ro ya el negro se ve desalojado de su propio equilibrio. Ya sin embargo, se ha
requerido de él algo más que un simple asentimiento a este hecho brutal, algo
más que la simple constatación al lenguaje blanco: ¡Mira, un negro! Era «un
negro» y lo admitía (…). Pero además tenía que reconocer que eso era un mal.
Era necesario que lo declarase, lo confesase: era culpable por negro; ante el
mundo este hecho suponía una maldición, este «dato» un destino, esta negru-
ra contingente una tara esencial” (Fanon, 1970: 10).

La colonialidad del ser se asienta sobre la mirada como momento


constitutivo de la diferencia colonial, de la sujeción universal, que es ab-
solutizado por la violencia, para desde allí pensar la (im) posibilidad de lo
que la corriente del giro descolonial denomina “descolonización del al-
ma”. Es decir, el momento político de la emancipación de la dominación
que implanta la mirada donde la mirada es revertida (Sartre, 1943
–2004–). ¿Cómo lograr la descolonización de un cuerpo colonizado en el
que “sabiamente se había inculcado el miedo, el complejo de inferioridad,
el temblor, la genuflexión, la desesperación, el servilismo”?, según las las
palabras del poeta Aimé Césaire en su Discourse sur le colonialismo
(1955) reproducidas por Fanon en la Introducción a este libro.
Especialmente, Frantz Fanon se refiere a la construcción de la alte-
ridad negra amenazante para el blanco respecto de su sexualidad: descrip-

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ciones míticas del órgano sexual masculino o del hombre negro, repre-
sentado como una agresiva bestia sexual que desea violar mujeres, parti-
cularmente blancas; a su vez, la mujer negra es vista como un objeto se-
xual, fundamentalmente promiscua, un ser erótico cuya función primaria
es satisfacer el deseo sexual y la reproducción, siempre lista a la mirada
violadora del blanco.
Por último, respecto del lenguaje y el habla, en el capítulo titulado
“El negro y el lenguaje” se lee en el primer párrafo:

“Damos por supuesto que hablar es existir absolutamente para el otro (…).
Hablar. Esto significa emplear una cierta sintaxis, poseer la morfología de és-
ta o aquella lengua, pero, fundamentalmente, es asumir una cultura, soportar
el peso de una civilización” (1970: 41/42).

El tópico central de este apartado es para Fanon el poder que otor-


ga la posesión de la lengua del imperio:

“El negro antillano será tanto más blanco, es decir, se parecerá tanto más al
verdadero hombre, cuanto más y mejor haga suya la lengua francesa (…). El
colonizado escapará tanto más y mejor de su selva cuanto más y mejor haga
suyos los valores culturales de la metrópoli. Será más blanco cuanto más re-
chace su negrura, su selva” (pág. 42/43). “Todo pueblo colonizado –es decir,
todo pueblo en cuyo seno haya nacido un complejo de inferioridad a conse-
cuencia del enterramiento de la originalidad cultural local– se sitúa siempre, se
encara, en relación con la lengua de la nación civilizadora, es decir de la cultu-
ra metropolitana (…). Hay la ciudad, hay el campo. Hay la capital; hay la pro-
vincia” (1970: 43).

Dispuesto a entender por qué los negros adoptan los valores de los
colonos blancos –“estamos tratando de entender por qué al negro de las
Antillas le gusta tanto hablar francés” (p. 57)– la respuesta que el libro
ofrece es que ser colonizado implica ser dominado física y culturalmen-
te. Ser colonizado es también perder un lenguaje y absorber otro. En sus
palabras, “hablar significa sobre todo asumir una cultura, soportar el pe-
so de una civilización” (p. 65).
La problemática del lenguaje es interpretada por Fanon desde dos
lugares: el lenguaje que los colonizados utilizan entre sí y la diferencia-
ción que se edifica entre ellos frente a sus colonos. Esta idea es ilustrada
cuando Fanon (1970) se refiere al viaje de los colonizados a la metrópoli,
donde imitan la forma de comunicación de los franceses, y a su regreso a

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la tierra natal, donde esta imitación interviene en el modo de comunicar-


se con los otros colonizados:

“Todo idioma es una manera de pensar. El hecho de que el negro recién de-
sembarcado adopte un lenguaje diferente del de la colectividad que le ha visto
nacer expresa un desajuste, una brecha” (p. 50).

Nos interpela el mismo interrogante que Gayatri Spivak se ha for-


mulado tiempo atrás: “¿Puede el subalterno hablar?”. Según su respuesta
desorientadora, tan criticada, confusamente discutida y hasta deshumani-
zante, en el contexto de producción colonial el individuo subalterno no
tiene historia y no puede hablar.
Sin embargo, es interesante leer el peso que Fanon le otorga al len-
guaje en el momento de la descolonización, la impronta en la modificación
de las palabras, la invención de un nuevo léxico entre la resistencia que
permite unificar la causa de la liberación y crear un proyecto político.
Hay una zona de “no-ser”, una región extraordinariamente estéril y
árida, una degradación totalmente deprimida en la cual una auténtica revo-
lución puede nacer”. Tal vez uno de los mejores ejemplos sea el capítulo V
de Piel negra, máscaras blancas, “La experiencia vivida del negro”, donde
Fanon reconoce el carácter parcial de la constitución del sujeto que lleva
adelante la reivindicación cultural de la negritud, pero lo muestra siempre
en posición de una afirmación absoluta sobre la cultura y la identidad.

“La pregunta fanoniana por el cuerpo colonial remite a un lugar doble: el pri-
mero, fuertemente jerárquico, densamente tramado en el interior de las pro-
pias historias coloniales, con la distribución de los seres humanos a partir de
criterios zoológicos, como es el caso de la animalización (…) donde la desi-
gualdad se encuentra en la afirmación desenfrenada de la diferencia por parte
del discurso colonial, y el segundo, que se manifiesta como resto de significa-
do no capturado por la hegemonía que permite poner en juego una noción su-
balterna de política y de cultura en el corazón mismo de la cultura hegemóni-
ca” (De Oto, 2006: 5).

Interrogar a Fanon hoy

Fanon murió sin llegar a ver a Argelia independiente. Si bien su te-


sis sobre la violencia no se ha acabado y la liberación de Argelia no ha lle-

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gado después del fin del colonialismo, Fanon cumplió lo que denominó
la misión histórica de una generación, “la decisión de romper las riendas
del colonialismo” (p. 189).
En varios fragmentos de Los condenados… es posible identificar
que Fanon avizoraba esa realidad y, de este modo, llegó a plantear los di-
lemas que sobrevendrían después de 132 años de colonización, cuando
“se ice la bandera y el último batallón se haya retirado”. Temía la encar-
nación de estos valores en la nación argelina. Aunque la independencia
implica cierta reparación moral para el colonizado, para Fanon, éste se
encuentra frente al desafío de construir su sociedad y de afirmar sus va-
lores. La construcción de la nación sólo era posible, entonces, a través de
la unificación del pueblo por medio de la violencia descolonizadora que
debería ser la partera de un “hombre nuevo”.
“La descolonización, como se sabe, es un proceso histórico (…).
Es el encuentro de dos fuerzas congénitamente antagónicas que extraen
precisamente su originalidad de esa especie de sustanciación que segrega
y alimenta la situación colonial. Su primera confrontación se ha desarro-
llado bajo el signo de la violencia y su cohabitación –más precisamente la
explotación del colonizado por el colono– se ha realizado con gran des-
pliegue de bayonetas y cañones. El colono y el colonizado se conocen
desde hace tiempo” (p. 31), sostiene Fanon en Los condenados de la tie-
rra. La violencia que habitaba esa sociedad colonial “encauzada en vías
muy precisas en el momento de la lucha de liberación, no se apaga mági-
camente después de la ceremonia de izar la bandera nacional”. Si el mun-
do colonial separa, compartimenta, la violencia descolonizadora implica-
ba, para Fanon, la construcción de un mundo común.
Los condenados de la tierra es la expresión de la voz de los coloni-
zados, hablada mediante la pluma del gran militante anticolonialista que
fue Fanon.
En otras palabras, extemporáneamente a Spivak, la pregunta fano-
niana por la emancipación, por la liberación, puede ser sometida a cons-
tatación: ¿hasta dónde puede hablar el sujeto de Fanon si cuando lo hace
el peso de la civilización (blanca) se impone y debe adaptar su lenguaje al
del colonizador? O aún más categóricamente, ¿cuándo su identidad ha si-
do fijada, fetichizado en el lenguaje zoológico, cuándo ha sido animaliza-
do por el discurso colonial? ¿Cuál es el sujeto que emerge del discurso
colonial en la literatura hegemónica contemporánea a Fanon?

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Una anotación de Alejandro De Oto (2003) me impulsó a reflexio-


nar sobre el estatuto del sujeto en la condición colonial. Esta vez remite
al mismo Albert Memmi quien

“con frecuencia reflexiona sobre el hecho de que ser judío y, a la par, criticar
las relaciones coloniales en el contexto del Túnez colonial le asegura una si-
tuación paradójica. Por un lado, percibe que con respecto a la población mu-
sulmana tiene un estatuto privilegiado. Por otro, dicho estatuto no asegura la
separación completa de su subordinación ni tampoco le permite ser parte
completa del grupo de los colonos” (p. 66).

El extranjero de Albert Camus, publicado originalmente en 1949 y


Premio Nobel de Literatura, representa, en este sentido, un punto ciego.
En Cultura e imperialismo, Eward Said (2001) ha llamado la atención de
este escritor “colon, un pied noir”, como lo define. Camus nació y creció
en un lugar de la costa cercana a la ciudad de Argel –Annaba en árabe,
Bône en francés– que se convirtió en un poblado francés entre los años
1880 y 1890. Para Said, las novelas de Camus –que “no era solamente un
observador neutral, era un opositor declarado del Frente de Liberación
Nacional” (p. 73)– son la “expresión del predicamento colonial”. En efec-
to, en 1957 Camus señaló:

“En relación con Argelia, la independencia nacional es una fórmula emocio-


nal; hasta ahora no ha habido una nación argelina” (p. 72).

Similar es el tono con que el primer presidente del Gobierno Pro-


visional de la República Argelina declaraba hacia 1936:

“No moriré por la patria argelina porque esa patria no existe. Yo no la descu-
brí. Inettrogué a la historia, interrogué a los vivos y a los muertos; visité los
cementerios y nadie me habló de ella (…). De hecho nadie cree seriamente en
nuestro nacionalismo” (Citado por Chaliand, 2003: 294).

Me interesa destacar el discurso ambiguo que construye el gran no-


velista para hablar de una Argelia negra y blanca, cristiana y árabe. En ese
libro, Camus narra la vida de Mersault, que llega al asesinato y luego al
encarcelamiento y al patíbulo, sin destellos de rebeldía ni de esperanza;
despersonalizado, no logra abrazar la agencia humana. A través de la his-
toria límite de este personaje –preso del poder colonial– encarna la vio-
lencia fanoniana.

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Traeré aquí la reflexión de Said respecto de Camus a partir de la


construcción del discurso colonial, tal como lo analizan Said y Bhabha, so-
bre el lugar de los textos literarios en el sistema de representaciones, que
surge de la espinosa relación entre el colonizador y el colonizado, y de la
condición violenta y neurótica de esa identidad señalada por Fanon.
En primer lugar se refiere a un conjunto de discursos que operan de
forma colegiada para administrar cultural y conceptualmente las relacio-
nes coloniales e imperiales. Homi Bhabha (2002) caracteriza el discurso
colonial como aquel que construye al colonizado como una población
“degenerada” o “inferior” a causa de su origen racial con el fin ulterior de
justificar así su conquista y de establecer sistemas para su administración
e instrucción. Esta noción del dominio colonial está pues imbricada en un
sistema de representación del que depende estrechamente, entendido co-
mo un aparato de poder. Postula, por tanto, que el discurso colonial cons-
truye el “conocimiento” oficial de los pueblos sometidos, conocimiento
que autoriza las intervenciones de poder y las formas de control imperial,
que establece o destaca las diferencias raciales, y que produce, en fin, un
colonizado plenamente representable y conceptualmente “utilizable”.
El poder colonial introyectado en Mersault se dispone en una serie
de actos en los que se hace presente la supremacía cultural y política blan-
ca. Recordamos el primero de los interrogatorios, donde el juez recurre a
la religión cristiana y al crucifijo para lograr el arrepentimiento del pro-
tagonista. Ese Otro es definido por el juez como “señor Anticristo”.

“Básicamente se levantó, se dirigió a grandes pasos a un extremo del despacho


y abrió el cajón de un archivo. Extrajo de él un crucifijo de plata que blandió
volviendo hacia mí. Y con voz enteramente cambiada, casi trémula gritó: «¿Co-
noce usted a Éste?». Dije: «Sí, naturalmente». Me dijo muy de prisa y de un
modo apasionado que él creía en Dios y que estaba convencido de que ningún
hombre era tan culpable como para que Dios no lo perdonase, pero que para
eso era necesario que el hombre, por su arrepentimiento, se volviese como un
niño cuya alma está vacía y dispuesta a aceptar todo (…). Me interrumpió y me
exhortó por última vez, irguiéndose entero, y preguntándome si creía en Dios.
Contesté que no. Se sentó indignado. Me dijo que era imposible, que todos los
hombres creían en Dios, aun aquellos que les volvían la espalda” (p. 88).

Es en el encierro donde Mersault sueña con la libertad, los mismos


pensamientos que narraba Fanon entre sus experiencias en el Hospital
Psiquiátrico:

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KARINA BIDASECA

“Al principio de la detención lo más duro fue que tenía pensamientos de hom-
bres libres. Por ejemplo: sentía deseos de estar en una playa y de bajar hacia el
mar” (p. 98).

Sueños en movimiento, “los sueños (del indígena) son sueños mus-


culares, sueños de acción, sueños agresivos. Sueño que salto, que nado,
que corro, que brinco. Sueño que río a carcajadas, que atravieso el río de
un salto… Durante la colonización el colonizado no deja de liberarse en-
tre las nueve de la noche y las seis de la mañana” (2003: 45/46).
Otra de las figuras representativas del poder colonial es el alma.
Recordemos que una de las justificaciones empleadas por los españoles
para dominar a los indios era afirmar que éstos no tenían alma. El Abo-
gado General que enjuicia a Mersault, expresa categóricamente a través
de las palabras del acusado:

“Decía que, en realidad, yo no tenía alma en absoluto y que no me era accesi-


ble ni lo humano, ni uno solo de los principios morales que custodian el co-
razón de los hombres” (p. 131).

Semejantes son las palabras de Fanon (2003) cuando escribe:

“No le basta al colono afirmar que los valores han abandonado, o mejor aún,
no han habitado jamás el mundo del colonizado. El indígena es declarado im-
permeable a la ética; ausencia de valores, pero también negación de los valores
(…). La Iglesia en las colonias es una Iglesia de blancos, una Iglesia de extran-
jeros. No llama al hombre colonizado al camino de Dios, sino al camino del
Blanco, del amo, del opresor” (p. 36).

El juicio de Mersualt, uno de los pasajes cruciales del relato, es am-


biguo. El protagonista es acusado finalmente de haber matado a un hom-
bre árabe en función de su moralidad e insensibilidad, medidas en el com-
portamiento que había demostrarlo en el velatorio de su madre, de acuer-
do con el testimonio de los testigos.

“En cierto modo hacían tratar al asunto con prescindencia de mí. Todo se de-
sarrollaba sin mi intervención. Mi suerte se decidía sin pedirme permiso” (p.
127/8).

Dijo el Procurador: “Yo acuso a este hombre de haber enterrado a


su madre con corazón de criminal”. El Otro (del Blanco) es acusado, en-

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tonces, por no haber llorado en el entierro de su madre, por su dudosa mo-


ralidad, por su falta de valores. El Procurador trató de demostrar la preme-
ditación del crimen. “Resumió los hechos a partir de la muerte de mamá.
Recordó mi insensibilidad, mi ignorancia sobre la edad de mamá, el baño
del día siguiente con una mujer, el cinematógrafo, Fernandel…” (p. 126).

“El colonizado siempre se presume culpable –dice Fanon– sobre todo cuando
el vacío de un corazón, tal como se descubre en este hombre –dirá el Procura-
dor– se transforma en un abismo en que la sociedad puede sucumbir” (p. 129).

Edward Said refuerza su crítica a Camus en dos de sus novelas: la


que acabamos de mencionar y La peste.

Mersault, en El extranjero, mata al árabe, de quien Camus no da el nombre ni


la historia; el juicio de Mersault, al final de la novela, es una ficción ideológi-
ca. Jamás ningún francés fue enjuiciado por matar a un árabe en la Argelia co-
lonial. Eso es una mentira. Por consiguiente, él está fabricando algo (p. 72).

En definitiva, Said elabora la crítica a Camus desde su lugar de


enunciación de “testigo colonial”, a partir de una lectura política que se
fija cuando el ensayista se manifiesta en contra de la independencia de Ar-
gelia hacia fines de 1950.
Como explica De Oto (2003), si la condición de judío de Albert
Memmi le creaba a éste una situación paradójica al criticar las relaciones
coloniales en el contexto del Túnez colonial y si su status de privilegiado
respecto de la población musulmana no le asegura la separación completa
de su subordinación ni tampoco le permite ser parte completa del grupo
de los colonos, el ser argelino de Camus no le impidió convertirse en un
escritor universal, que alcanzó el Premio Nobel de Literatura en 1957 y
logró el manejo de la lengua del colonizador (de hecho, el título original
es L´etranger). Aunque, para algunos críticos como para Said, lo debe ha-
cer a costa de su blanqueamieto (en sentido simbólico), de su asimilación
de la cultura francesa como escritor al servicio de la cultura dominante.
En El extranjero, los árabes son representados como los bárbaros,
seres sin nombre, o como seres invisibles en su otra novela, La peste.

“La gente que muere en la ciudad son árabes, pero no se les menciona. Los úni-
cos importantes para Camus y para el lector europeo de entonces, e incluso el
de ahora, son los europeos. Los árabes están ahí para morir” (Said, 2001: 72).

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Las posiciones de enunciación de los escritores nombrados y del


propio Fanon pueden ser identificadas con el concepto in-between de
Homi Bhabha en El lugar de la cultura (2002), aunque quizá la produc-
ción literaria alcanzada por los poetas de la negritud pueda distinguirse
como “literatura menor” respecto de una literatura mayor descrita por
Deleuze y Guattari (1990).
Veamos ahora cómo esta identidad intersticial remite al problema
de la agencia humana en la situación colonial de la otredad racializada del
negro. En palabras de De Oto:

“La idea de ser «parte completa» es una metáfora con la que intento represen-
tar la característica principal de la alienación que Fanon ofrece para el régimen
colonial. Los sujetos emergentes de ella, pero, tal vez, de cualquier otra situa-
ción histórica y cultural, son siempre sujetos escindidos o parciales. Dicha in-
completitud, no vista de manera negativa, implica que las estrategias y los pro-
cesos identitarios se constituyan en intersticios en los que aparecen, además de
los intentos por exorcizar la alienación, los procedimientos complejos de las
identidades al resistir y conformar el mundo contemporáneo: ironía, tragedia,
mimesis, fragmentación” (2003: 66).

Retornando el punto clave en la obra fanoniana, ¿cómo pensaba


Fanon la descolonización de ese sujeto colonial si su “devenir es volver-
se en blanco”? “Damos por supuesto que hablar es existir absolutamente
para el otro”, concluye Fanon. El habla como es tratada en Piel negra…
es la expresión de esa historia de la alienación y de las dificultades que en-
frenta el sujeto colonizado:

“[h]ablar [es] […] soportar el peso de una civilización. Un hombre que posee
el lenguaje posee por contraparte el mundo explicado por ese lenguaje. Todo
pueblo colonizado (con un complejo de inferioridad) […] se sitúa vis-à-vis del
lenguaje de la nación civilizadora, es decir, de la cultura metropolitana” (p. 34).

Fanon advirtió que el deseo de los colonos se restringe a la ambi-


ción de llegar a ocupar el lugar del colonizador:

“La mirada que el colonizado lanza sobre la ciudad del colono es una mirada
de lujuria, una mirada de deseo. Sueños de posesión (…) el colonizado es un
envidioso. El colono no lo ignora cuando, sorprendiendo su mirada a la deri-
va, comprueba amargamente, pero siempre alerta: «quieren ocupar nuestro lu-
gar»” (Fanon: 1963: 34).

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VOLVER SIEMPRE A FANON

La tesis central aquí es la idea que resume el título de su libro Piel


negra, máscaras blancas. Los colonizados tratan de superar su condición
asumiendo el bagaje cultural de los colonos, especialmente el lenguaje. La
asimilación, el blanqueamiento, significa lograr un gran manejo de la len-
gua del colonizador. “El negro” sólo existe frente a y es definido por “el
amo blanco”. Fanon explica que el ser blanco no puede existir sin su com-
plemento, “ser negro”.

“¿Qué busca el hombre? ¿Qué busca el negro? A riesgo de molestar a mis her-
manos de color diré que el negro no es un «hombre»”.

Esta afirmación contundente de Fanon será releída por diferentes


teóricos, como la exponente del post-feminismo, Judith Butler, en Des-
hacer el género (2006). Interpreta que se trata de una crítica doble: al hu-
manismo, que “mostró que la articulación contemporánea de lo humano
está tan plenamente racializada que ningún hombre puede ser calificado
de humano” y a la masculinidad, ya que “implica que el hombre negro es
feminizado” (p. 29).
Al colocarse las “máscaras blancas”, el hombre negro ingresa en la
civilización, pero con un alto costo: los colonizados absorben valores que
son inherentemente racistas. Implica aceptar la definición del colono, que
define qué son los colonizados. En otras palabras, es aceptar que se es
“salvaje”, “no totalmente humano”, “inferior”, etcétera.
El concepto de “negritud”, acuñado por su maestro Aimé Césaire,
es definido como “la antítesis afectiva si no lógica de ese insulto que el
hombre blanco hacía a la humanidad. Esa negritud opuesta al desprecio
del blanco se ha revelado en ciertos sectores como la única capaz de su-
primir prohibiciones y mediciones” (p. 194); es la llave para pensar la
agencia del hombre negro en Fanon.
Sartre comienza así su Orfeo Negro: “¿Pues qué esperábais cuan-
do quitásteis la mordaza que tapaba estas bocas negras? ¿Qué notas en
vuestra alabanza? ¿Pensábais leer adoración cuando se levantasen estas
cabezas doblegadas hasta el suelo por la fuerza?” (Prefacio a la Antología
de la Poesía negra y malgache). Pero Sartre llevaba al extremo el momen-
to de la dialéctica: “…para llevar la dialéctica hasta sus últimas consecuen-
cias: también a nosotros, los europeos, nos están descolonizando; es de-
cir, están extirpando en una sangrienta operación al colono que vive en
cada uno de nosotros” (Prólogo a Los condenados de la tierra, 1961).

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En el prefacio al libro “¡Escucha blanco!”, advierte Jeanson la de-


silusión que Fanon le debe a Sartre,

“cuando aquél le mostró la negritud en Orfeo Negro como un «tránsito», un


«medio», un «momento negativo», un «mito», el tiempo quebrado de una
progresión dialéctica, un «absoluto que se sabe transitorio»: ¿no significaba
esto, precisamente, retirar al negro toda posibilidad de refugiarse en esa ilu-
sión? Sartre, el prologador de Los condenados… interpretó la negritud como
base para la toma de conciencia de los negros hacia la superación de una «so-
ciedad sin razas»”.

Introdujo la negritud en el marco de la dialéctica como momento


de negación y superación de la supremacía blanca. Si bien este intento de
transformación de la negritud como “concepto étnico” a “fuerza históri-
ca” (Mellino, 2008: 58) encontró eco en algunos intelectuales negros, no
fue así en Fanon.
Cuando Sartre escribía: “este momento negativo (puesto como va-
lor antitético contra la afirmación de la supremacía blanca) no se vale por
sí mismo, y los negros que lo usan lo saben muy bien; saben que este mo-
mento apunta a preparar la síntesis o realización de lo humano en una so-
ciedad sin razas…” (1970: 22),Fanon responde de este modo al “duro gol-
pe a la generación de los jóvenes poetas negros” (1952: 116) que provocó
el filósofo existencialista:

“La dialéctica que introduce la necesidad como punto de apoyo de mi liber-


tad, me expele de mí mismo. Rompe mi posición irreflexiva. Siempre en tér-
minos de conciencia, la conciencia negra es inmanente a sí misma. No son otra
cosa en potencia, son plenamente lo que son. No tengo que buscar lo univer-
sal. Ninguna probabilidad toma lugar en mí. Mi conciencia negra no se pone
como una falta. Es. Adhiere a sí misma (…) Lo que es seguro que en el mo-
mento en que intento empadronarme de mí mismo, Sartre, que sigue siendo el
Otro, me arrebata toda ilusión nombrándome. Y entonces es lo que le digo:
mi negritud no es ni torre ni catedral, se hunde en la roja carne de la tierra, se
hunde en la ardiente carne del cielo, atraviesa el opaco abatimiento con su rec-
ta paciencia (…)”.
“Tenía la necesidad de perderme en la negritud absolutamente…, no era la ne-
gritud para él un tránsito, ni un «estado»”, “es puro desbordamiento de sí, es
amor”. (…). “Pretendemos liberar al hombre de color de sí mismo” (…) “y en
verdad de lo que se trata es de desamarrar, soltar al hombre” (1970: 33).

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VOLVER SIEMPRE A FANON

La negritud que entiende Fanon desde Césaire debe diferenciarse


de la que proponen otros intelectuales, como Leopold Senghor. Entre
unos y otros media la historicidad. No hay en Césaire ni en Fanon una
africanidad trascendente o universal, ni un tipo de esencialismo que algu-
nos autores encuentran en Senghor (Parry, citada por Mellino, 2008). Es
un hecho histórico y contingente. Leamos a Fanon en su capítulo: “La
cultura nacional”, la problemática de los intelectuales colonizados.

“El intelectual colonizado que ha partido de la cultura occidental y que deci-


de proclamar la existencia de una cultura no lo hace jamás en nombre de An-
gola o de Dahomey. La cultura que se afirma es la cultura africana. El negro,
que jamás ha sido tan negro como desde que fue dominado por el blanco,
cuando decide probar su cultura, hacer cultura, comprender que la historia le
impone un terreno preciso, que la historia le indica una vía precisa y que tie-
ne que manifestar una cultura negra. Y es verdad que los grandes responsables
de esa racialización del pensamiento, o al menos de los pasos que dará el pen-
samiento, son y siguen siendo los europeos, que no han dejado de oponer la
cultura a las demás inculturas” (pp. 193-4).

La respuesta de los colonizados es, para Fanon, igual que la de los


europeos: continental. “En África la literatura colonizada de los últimos 20
años no es una literatura nacional, sino es una literatura de negros” (p. 194).

“La incultura de los negros, la barbarie congénita de los árabes, proclamadas


por el colonialismo, debían conducir lógicamente a una exaltación de los fe-
nómenos culturales no ya nacionales, sino continentales, y singularmente ra-
cializados. En África, la orientación de un hombre de cultura es una orienta-
ción negro-africana a arábigo-musulmana. No es específicamente nacional
(…). Esta fe proclamada en la existencia de una cultura nacional es en realidad
un retorno ardiente, desesperado, hacia cualquier cosa. Para asegurar su salva-
ción, para escapar a la supremacía de la cultura blanca el colonizado siente la
necesidad de volver hacia las raíces ignoradas, de perderse, suceda lo que su-
ceda, en ese pueblo bárbaro” (pp. 198-199).

Este último fragmento es clave para comprender su pensamiento


respecto de la construcción contingente e histórica de la negritud. Disien-
to aquí de la observación de Pietro Clemente: “La negritud es, para Fa-
non, el primer paso del negro auténtico” (citado por Mellino 2008:58).
Fanon, como explica Said en su libro Cultura e imperialismo
(1996), era consciente de los peligros de retornar a la construcción mítica

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KARINA BIDASECA

de la época precolonial, así como de los abusos del nacionalismo. Para


justificar su aseveración, cita a Fanon:

“No vamos a pelear esta revolución en contra de los franceses para reempla-
zar al policía francés por un policía argelino. No se trata de eso. Queremos li-
berarnos, y la liberación es mucho más que convertirnos en una imagen calca-
da del hombre blanco al que hemos expulsado, para sustituirlo y usar su au-
toridad”.

El concepto de negritud permite, a mi entender, discutir hoy sobre


el esencialismo y el discurso de la autenticidad, la identidad negra o afro,
la diasporía, la agencia y la emancipación de todas y todos los negros
oprimidos (por los blancos) (profundizaremos estas tensiones al interior
del feminismo blanco, denunciadas por el feminismo negro).
Interpelando al canon de la “escucha racializada” y parafraseando
a Spivak (1985), ¿puede el subalterno afrodescendiente diaspórico hablar?
¿Dónde es posible encontrar huellas de esa voz? ¿Por qué tamiz se filtra
la voz del damné de ayer?

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CAPÍTULO 3
ORIENTALISMO. EXOTISMO.
LO UNIVERSAL Y LO RELATIVO

“Hay dos maneras de perderse: por segregación amurallada en lo particular


o por disolución en lo «universal» (...). Mi concepción de lo universal es la de un universal
depositario de (la) profundización y coexistencia de todos los particulares (...).
Universal sí, pero hace ya mucho que Hegel nos mostró el camino:
lo universal, por supuesto, pero no por negación,
sino como profundización de nuestra propia singularidad”
Césaire, citado por Suárez Navaz, 2008: 58/59.

I. Entre dos mundos. Edward Said

Es ya algo común decir que el libro más importante para entender


y estudiar el Oriente Medio es Orientalismo, del gran intelectual Edward
Said.
Esta obra clásica, que marcó un hito en los estudios culturales y en
las disciplinas sociales y humanas, fue publicada por primera vez en 1973.
Una de las tesis principales del libro es que, ya desde Hegel y su defini-
ción de Oriente como “la infancia de la historia”, los escritores occiden-
tales lo han concebido como atrasado e inferior.

“Especialmente desde el punto de vista europeo, Oriente era casi una inven-
ción europea, y desde la antigüedad, había sido escenario de romances, seres
exóticos, recuerdos y paisajes inolvidables y experiencias extraordinarias”
(2004: 19).

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KARINA BIDASECA

No es posible comprender su escritura sin conocer algunos aspec-


tos de su biografía. Edward Said nació en 1935 en Palestina, cerca de Je-
rusalén. Su infancia transcurrió en Egipto, Palestina y Líbano. Completó
sus estudios en Estados Unidos, donde se doctoró en 1962 y donde co-
menzó una carrera de docencia e investigación, que desarrolló fundamen-
talmente en la Universidad de Columbia, en Nueva York, como profesor
de Literatura Comparada.
Comprometido con su tiempo y su lugar de nacimiento, ha escrito
numerosos libros e innumerables artículos sobre la cuestión palestino-is-
raelí y sobre la relación político-cultural entre Oriente y Occidente, qui-
zá sus dos grandes temas, pero también sobre música (era un excelente
pianista y escribía crítica musical en la revista The Nation) y sobre el pa-
pel de los intelectuales (Antonio Duplá, 2003).
Orientalismo es, sin duda, su obra póstuma. En sus palabras, “mi
tesis consiste en que el orientalismo es –y no solo representa– una dimen-
sión considerable cultural, política e intelectual moderna, y, como tal, tie-
ne menos que ver con Oriente que con “nuestro mundo” (p. 35).
Desmonta la imagen tradicional que Occidente ha acuñado sobre
Oriente, fruto de prejuicios, estereotipos y deformaciones interesadas,
que se podrían remontar hasta Esquilo y su tragedia Los Persas, en el si-
glo V a. C. Esta actitud occidental –que Said analiza como una construc-
ción cultural, integrada dentro de las formas de dominación imperialista–
refleja su incapacidad para comprender otras culturas, para analizar a los
otros desde parámetros de igualdad y respeto
En Out of Place (1999), su libro autobiográfico,

“describí a los extraños y contradictorios mundos en los que crecí, proporcio-


nándome a mí y a mis lectores un recuento detallado de los ambientes que,
pienso, me formaron en Palestina, Egipto y Líbano. Pero era un relato muy
personal de todos esos años de mi involucramiento político –que comenzó des-
pués de la guerra árabe-israelí de 1967– y se quedó corto. Orientalismo es un
libro atado a la dinámica tumultuosa de la historia contemporánea. Abre con
una descripción, que data de 1975, de la guerra civil en Líbano, que terminó en
1990. Llegamos al fracaso en el proceso de paz de Oslo, al estallido de la segun-
da intifada, y el terrible sufrimiento de los palestinos de las reinvadidas franjas
de Cisjordania y Gaza. La violencia y el horrible derramamiento de sangre
continúan en este preciso instante. El fenómeno de los bombazos suicidas ha
aparecido con todo el odioso daño que ocasionan, no más apocalíptico y sinies-
tro que los sucesos del 11 de septiembre de 2001 con su secuela en las guerras
contra Afganistán e Irak. Mientras escribo estas líneas continúa la ocupación

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ORIENTALISMO. EXOTISMO. LO UNIVERSAL Y LO RELATIVO

imperial ilegal de Irak a manos de Gran Bretaña y Estados Unidos. Su estela es


en verdad horrible de contemplar. Se dice que todo esto es parte de un supues-
to choque de civilizaciones, interminable, implacable, irremediable. Yo, sin
embargo, pienso que no es así” (Citado por Duplá, 2003).

Una de las discusiones presentes en su libro es la tesis planteada


por Samuel Huntington que sostiene que el binarismo de la guerra fría
fue sustituido por el “choque de civilizaciones”. La respuesta de Said es,
en cambio, que “las culturas son híbridas y heterogéneas (…) las culturas
y las civilizaciones están tan interrelacionadas y son tan interdependien-
tes que es difícil realizar una descripción unitaria o simplemente perfila-
da de su individualidad” (p. 456).
Hace una década, su producción intelectual se enriquecía con otra
obra, Cultura e imperialismo (1996), en la que establecía una conexión di-
recta entre determinadas formas culturales, en particular la novela, y la ex-
periencia imperialista occidental. A través de una serie de obras (de Con-
rad, Austen o Camus, o la Aida de Verdi, entre otras), a las que no nega-
ba su calidad literaria o musical ni su capacidad innegable de producir pla-
cer estético, el autor identificaba una segunda lectura en clave de relacio-
nes de poder y dominación a mayor gloria de la civilización (occidental).
Si bien el trabajo de Said se concentra en obras literarias, su autor indica
que el orientalismo no se refleja solamente en ellas, sino también en el ar-
te, en las relaciones políticas, los medios de comunicación, etc.
En las primeras páginas de Fuera de lugar alude a sus dificultades
para distinguir cuál, entre el árabe o el inglés, fue realmente su primer
idioma, pues ambos habían estado siempre presentes en su vida. Junto a
su amigo, el pianista y director argentino Daniel Barenboim, promovió
un proyecto para unir a músicos jóvenes árabes e israelíes –West Eastern
Diwan– por el cual que les fue otorgado en 2002 el Premio Príncipe de
Asturias de la Concordia. Murió en Nueva York, el 25 de septiembre de
2003.

Orientalismo y el orientalista

Orientalismo es “la distribución de una cierta conciencia geopolítica en unos


textos estéticos, eruditos, económicos, sociológicos, históricos y filológicos;
es la elaboración de una distinción geográfica básica (el mundo está formado
en dos mitades diferentes, Oriente y Occidente) (…); es una cierta voluntad de

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KARINA BIDASECA

o intención de comprender –y, en algunos casos de controlar, manipular e in-


cluso incorporar– lo que manifiestamente es un mundo diferente (…); es so-
bre todo un discurso que de ningún modo se puede hacer corresponder direc-
tamente con el poder político, pero que se produce y existe en virtud de un in-
tercambio desigual con diferentes tipos de poder: político (como el estado co-
lonial o imperial); intelectual (…); cultural (…) moral (…)” (Said, 2004: 34/5).

Estudia en Orientalismo la conexión entre imperio y orientalismo,


pero su intención, como advierte en el Epílogo a la edición de 1995, no ha
sido a la que muchos comentaristas llegaron al calificar al libro de un “su-
puesto antioccidentalismo” que le atribuye la representación de Occiden-
te todo. De acuerdo con este razonamiento espurio, todo Occidente es
enemigo de los árabes y del Islam, u Occidente y un orientalismo unidos
“han violado al Islam y a los árabes” (p. 435) y, de este modo, se constru-
ye un segundo argumento defensor del islamismo y fundamentalismo.

“Apenas sí sé qué hacer con estos cambios ridículos de un libro que para su
autor y por sus argumentos es explícitamente antifundamentalista, radical-
mente escéptico respecto a designaciones categóricas, tales como Oriente y
Occidente y escrupulosamente cuidadoso en cuanto a no «defender» ni si-
quiera a hablar de Oriente y del Islam” (p. 435; cursivas en el original)”.
“La relación entre Occidente y Oriente es una relación de poder y de compli-
cada dominación: Occidente ha ejercido diferentes grados de hegemonía so-
bre Oriente (…). No hay que creer que el Orientalismo es una estructura de
mentiras o de mitos que se desvanecería si dijéramos la verdad sobre ella. Yo
mismo creo que el orientalismo es muchos más valioso como signo del poder
europeo-atlántico sobre Oriente que como discurso verídico sobre Oriente
(que es lo que en su forma académica o erudita pretende ser” (p. 25/26).

Said analiza tres significados relacionados con el término “orienta-


lismo”. En primer lugar, designa un campo de estudios que se remonta al
1300 y, en este sentido, se refiere a la forma en la que se codifica y disci-
plina el conocimiento en una cierta matriz epistemológica que correspon-
de a la manera en la que se legitima y autoriza el conocimiento dentro de
la academia occidental. En segundo lugar, el término se refiere a una “ins-
titución corporativa” que impera sobre una “geografía imaginaria”, “epis-
temológica y “ontológicamente” constituida, que autoriza, augura, insti-
ga, exige y prohíbe declaraciones académicas, literarias, legales, estéticas y
geográficas que vuelven al Oriente disponible, controlable, adquirible. El
orientalismo, en tal sentido, es un dispositivo, es decir, un artefacto de po-

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ORIENTALISMO. EXOTISMO. LO UNIVERSAL Y LO RELATIVO

der-conocimiento que convierte a las culturas y sus territorios en objetos


de conquista y consumo imperiales. Un tercer sentido considerado por
Said es el Vichiano radical, es decir, un término que en su evidente contin-
gencia e indexicalidad histórica nos indica que estas metodologías disfra-
zadas como marcadores geográficos son producto de la historia humana,
que una vez analizados como formaciones históricas nos revelan cuán im-
plicados están y cuán cómplices son «Oriente» y «Occidente» en las fan-
tasías y sueños de dominación de cada uno. El orientalismo, en este tercer
sentido, debe entonces evocar la coproductividad y la codeterminación de
Oriente y Occidente. Como lo expresa Said: “Por consiguiente, tanto co-
mo Occidente mismo, Oriente es una idea que tiene una historia y una tra-
dición de pensamiento, imaginería y vocabulario que le han dado realidad
y presencia en y para Occidente. Así es como las dos entidades geográfi-
cas se apoyan y en cierta medida se reflejan” (Said, 1979).
No podemos pensar, entonces, a Occidente sin su imaginado y ab-
yecto Oriente, ni podemos concebir a Oriente sin la forma como éste a
su vez debe imaginar a su contraparte, Occidente. De hecho, Said había
aludido a este entrelazamiento en la introducción: “La cultura europea
ganó en fuerza e identidad deslindándose de Oriente como una especie de
sucedáneo e incluso de ser subterráneo” (Said, 1979).

Exotismo

Edward Said se dedicó a estudiar los imperios británico, francés y


estadounidense de los siglos XIX y XX y dejó de lado otros, como el
húngaro, el ruso, el otomano, el español o el portugués. La razón de esta
selección metodológica no se basa en que estos últimos hayan sido más
“benignos”, sino en la “centralidad cultural y una coherencia casi única”
de las tres primeras culturas, en las cuales, asimismo, el dominio de ultra-
mar tuvo un lugar privilegiado. También pueden citarse las razones bio-
gráficas, dado que el autor vivió en esas culturas como originario del
mundo árabe y musulmán.

“Por razones objetivas y fuera de mi arbitrio, crecí como árabe pero con una
educación occidental. Desde que tengo memoria he sentido que pertenezco a
los dos mundos sin ser completamente de uno o de otro (…). Y durante lar-
gos períodos he sido un outsider en Estados Unidos, particularmente cuando
éste se impuso frontalmente e hizo la guerra contra las culturas y sociedades
(muy lejanas a la perfección) del mundo árabe” (p. 32; itálicas en el original).

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Los orientalistas Europeos llegaron al Oriente con ciertas expecta-


tivas. “Promovieron la diferencia entre lo familiar (Europa, el Oeste,
«nosotros») y lo extraño (el Oriente, el Este, «ellos») (1978: 3) Para los
orientalistas, el Oriente es también inferior porque es «cultural, intelec-
tual y, espiritualmente un afuera de Europa y de la civilización Europea”
(1978:71; mi traducción).
Aun en los tiempos medievales la religión del Islam era objeto de
prejuicios y fue conocida por “simbolizar el terror, la devastación, lo de-
moníaco, bandas de bárbaros odiados” (1978: 60) (mi traducción). Said
explica que “el Orientalista moderno era, desde su punto de vista, un hé-
roe rescatando el Oriente de la oscuridad, el exilio, y el extrañamiento”
(1978: 121) (mi traducción).
En la Introducción a su libro Cultura e Imperialismo (1996), Said
se refiere a la utilización de figuras retóricas en los discursos africanistas
e indianistas, en descripciones del “Este misterioso”, y a estereotipos so-
bre la “mente africana” (o india, irlandesa, jamaicana o china). Y, de igual
manera, a las nociones acerca de llevar civilización a los pueblos primiti-
vos o bárbaros, las ideas principalmente familiares sobre la necesidad de
las palizas, la muerte o los castigos colectivos requeridos cuando “ellos”
se portaban mal o se rebelaban, porque “ellos” entendían mejor el len-
guaje de la fuerza o la violencia; “ellos” no eran como “nosotros” y, por
tal razón, merecían ser dominados” (p. 11/12).
Una de las críticas a Orientalismo es, precisamente, la omisión de
la resistencia de los colonizados. Homi Bhabha ha señalado críticamente
que Said destaca la imposición del aparato colonial en detrimento de las
resistencias. En el libro arriba mencionado, Said recoge la crítica e indica:

“Sucedió, sin embargo que en casi todo el mundo no europeo la llegada del
hombre blanco levantó, al menos, una resistencia. Lo que yo dejé fuera de
Orientalismo fue precisamente la respuesta a la dominación occidental que
culminaría en el gran movimiento de descolonización todo a lo largo del Ter-
cer Mundo” (p. 12).

Si bien la era del gran imperialismo decimonónico ha cesado, lue-


go de la Segunda Guerra Mundial con la entrega de Francia e Inglaterra
de sus posesiones, sigue impregnada en la memoria, en el tejido social.
Volviendo a las palabras de Fanon en Los condenados de la tierra:

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ORIENTALISMO. EXOTISMO. LO UNIVERSAL Y LO RELATIVO

“Podemos rechazar de plano la situación a la cual nos quieren condenar los


países occidentales. Al retirar sus banderas y sus policías de nuestros territo-
rios, el colonialismo e imperialismo todavía no han pagado sus cuentas. Du-
rante siglos los capitalistas (extranjeros) se han comportado con el mundo de-
sarrollado nada más que como criminales” (1983: 101).

En su artículo citado anteriormente, “Representar al colonizado.


Los interlocutores de la antropología” (1996), Said reflexiona sobre el es-
tatus de los pueblos colonizados que han quedado fijados, según el autor,
en zonas de dependencia y periferia, estigmatizados en la categoría de
subdesarrollados. El término colonizado se convirtió en sinónimo de
Tercer Mundo.
Nada o mucho ha cambiado entre esos pueblos colonizados que
eran libres, porque esa libertad era presa de su pasado colonial (“pasados
subalternos”, Chakrabarty); en el intercambio histórico entre los euro-
peos y sus “otros”, que comenzó según Said sistemáticamente hace me-
dio milenio, “la única idea que apenas ha variado es que existe un «noso-
tros» y un «ellos», cada uno asentado, claro, evidente por sí mismo e irre-
batible” (2003: 30). Said señala en Orientalismo, que la división “nosotros
/ ellos” se remonta al pensamiento griego sobre los bárbaros, pero inde-
pendientemente del iniciador de la reflexión acerca de la “identidad”, du-
rante el siglo XIX ésta se convirtió en el sello de las culturas imperialistas
y también en el de las que trataban de resistir los asedios de Europa. “So-
mos aún herederos de ese estilo por el cual cada uno se define por la na-
ción, que a su vez extrae su autoridad de una tradición supuestamente
continua” (Said, 1996: 30)
Esta herencia se observa en el campo intelectual francés especial-
mente en las figuras de Frantz Fanon y Michel Foucault, igualmente he-
rederos del pensamiento de Hegel, Marx, Freud, Nietzsche y Sartre.
Mientras para Said, Fanon se nutre de ellos para “representar los intere-
ses de un doble ámbito, el nativo y el occidental saliendo del confina-
miento hacia la liberación”, Foucault “va alejándose cada vez más de una
consideración seria y rigurosa de los conjuntos sociales, centrándose en
su lugar en el individuo como un ser disuelto en una «microfísica del po-
der»” (p. 429). De modo similar, la mayoría de los marxistas occidentales
ignoran la cuestión del imperialismo en lo referente a la estética y a la cul-
tura. A modo de ejemplo, Said destaca el silencio de la teoría crítica de la
Escuela de Frankfurt respecto de la resistencia antiimperailista. Mutismo

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que, según Said, no debe ser interpretado como una distracción o descui-
do, pues Habermas en una entrevista señaló que “nada tenemos que de-
cir sobre las luchas antiimperialistas y anticapitalistas del Tercer Mundo”
aun a pesar de que “soy consciente de hecho que esta es una perspectiva
limitada por el eurocentrismo” (citado por Said, 1996: 430).
Todorov, Deleuze y Derrida, en Francia, y Stuart Hall y Williams
en Inglaterra, conforman para Said los teóricos de la excepción. Me de-
tendré en el siguiente apartado en el primero de ellos.

II. El exotismo primitivo y la construcción de la otredad salva-


je. René Chateubriand

Tzvetan Todorov, quien vivió la primera parte de su vida en un


país sometido al régimen stalinista y “experimentó la ruptura entre vivir
y decir”, en su Prefacio al libro Nosotros y los otros (1989), escribió:

“Las doctrinas filosóficas, decía Tocqueville, tienen consecuencias prácticas; y


es por eso también por lo que me afectan. Se comprenderá ahora que, si bien
es materia de este libro la relación existente entre «nosotros» (mi grupo cultu-
ral y social) y los «otros» (aquellos que no forman parte de él), es decir, la que
se da entre la dive+rsidad de los pueblos y la unidad humana, mi elección no
es extraña, sin embargo, ni a la situación presente del país en que vivo, Fran-
cia, ni a la mía propia” (p. 13).

Desde la tesis de que “tampoco las ideas son un puro efecto pasi-
vo” (p. 15), escribe este libro cuyo objeto son las ideologías en Francia en
el período de la historia, comprendido entre comienzos del siglo XVIII e
inicios del XX, y analiza la obra de autores como Montesquieu, Rous-
seau, Chateaubriand, Renan, Lévi- Strauss.
Los alcances de su libro anterior, La conquista de América. El pro-
blema del otro (1982), que revive las narraciones de Colón, Cortés, Moct-
zuma y Las Casas, le indicaron la necesidad de acudir a los pensadores del
pasado para profundizar sus intereses. En aquel libro dice:

“A la pregunta de cómo comportarse frente a otro no encuentro más manera


de responder que contando una historia ejemplar: la del descubrimiento y
conquista de América. Al mismo tiempo, esa investigación ética es una refle-
xión sobre los signos, la interpretación y la comunicación: pues la semiótica
no puede pensarse fuera de la relación con el otro” (Sinopsis del libro).

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ORIENTALISMO. EXOTISMO. LO UNIVERSAL Y LO RELATIVO

En el “encuentro” con los indios, el etnocentrismo europeo buscó,


según Eduardo Grüner, la necesidad de convertir al otro en monstruos,
en lo que bien podríamos llamar la demonización de lo humano. De
acuerdo con el autor, el “encuentro” de culturas es el que corresponde a
un etnocentrismo que podía representar a los indígenas como monstruos,
faunas y floras fantásticas, ensoñaciones sobre montañas de plata y pie-
dras preciosas, mitos como los de El dorado o la Fuente de Juvencia, et-
cétera. Pero también otros discursos buscaron entender, en la Weltangs-
chauung de su época, el “encuentro”: entre otros, Bartolomé de Las Ca-
sas –aunque sustituyera la explotación de los indios por la de los esclavos
africanos– o Shakespeare, quien en su última y gran obra, La Tempestad,
construye el ambiguo mito de la oposición entre el conquistador Próspe-
ro y el conquistado Calibán. un evidente anagrama de la palabra caníbal,
a su vez derivada de los primeros indígenas con los que los conquistado-
res tuvieron un contacto más o menos sistemático, los caribes. Una nue-
va demostración de prejuicio etnocéntrico, puesto que los caribes no
eran, huelga decirlo, “caníbales”, y aun en aquellas sociedades en las que
sí se practicaba alguna forma de antropofagia, ésta no era en modo algu-
no una práctica sistemática, sino parte ocasional de rituales de sacrificio.
Mito ambiguo, insistimos, aunque no falta en Shakespeare ese prejuicio
etnocéntrico compartido con todo hombre de su tiempo que construye la
oposición entre una “naturaleza” pura, salvaje, indomesticada (Calibán)
y otra racional, equilibrada, educada.
A propósito de las descripciones clásicas de la Edad de Oro, fue
Montaigne quien retrató a los “caníbales” por su falta:

“Es una nación, le diría yo a Platón, en la cual no hay ninguna especie de trá-
fico; ningún conocimiento de las letras; ninguna ciencia de los números; nin-
gún nombre de magistrado no de superioridad política; ninguna costumbre de
servicio, de riqueza o de pobreza; ningún contrato; ninguna sucesión; ningu-
na ocupación que no sea ociosa; ningún respeto de parentesco sino el común;
ninguna vestimenta; ninguna agricultura; ningún metal; no usan del vino ni del
trigo. Las palabras mismas que significan la mentira, la traición, el disimulo, la
avaricia, la envidia, la difamación (la malediciencia), el perdón, son inauditas”
(Essais, I, 31, p.204, citado por Todorov, 1991: 306). Sus habitantes son “gen-
te sin letras, sin ley, sin rey, y sin religión alguna”.

Dirá Todorov que el exotismo primitivista es una de las formas ca-


racterísticas del exotismo europeo que acuñó la figura del “buen salvaje”,

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impulsada a partir de los viajes de descubrimiento en el siglo XVI, parti-


cularmente a América, como fue narrada por Colón y Américo Vespucio.
Este último, en una carta de 1503 titulada “Mundus Novus”, caracteriza
a la sociedad de los salvajes con una serie de ausencias: de vestimenta, de
propiedad privada, de jerarquías o subordinación, de prohibiciones se-
xuales, de religión. Asimismo, les atribuye características físicas extraor-
dinarias: los hombres tienen una altura de dos metros y medio y a menu-
do viven hasta los 150 años. Antes de Montaigne, quien había leído la car-
ta de Américo, Tomás Moro se había inspirado también en esta descrip-
ción de América para escribir su Utopía.
En su libro Nosotros y los otros…, Todorov identifica a Homero
como el primer “exotista célebre”. En el canto XIII de la Ilíada, evoca a
los abioi, la población más alejada de las conocidas por los griegos, y afir-
ma que son “los más justos entre los hombres”; asimismo, en el canto IV
de la Odisea, supone que “en los confines de la tierra (…) la vida para los
mortales no es más que dulzura” (p. 306). En este sentido, Todorov ex-
plica que la regla de Homero consiste en atribuir el carácter exótico a los
pueblos más alejados.
Pero fue François-René de Chateaubriand el primer viajero escritor
cuyas narraciones influyeron en la percepción europea de los “otros”.
Fueron dos los viajes más importantes: el realizado en 1791 a América, en
su juventud e ingenuidad, y el que lo llevó entre 1806-1807 a Oriente
(Grecia, Palestina y Egipto), en su madurez. El primero dio lugar a la pu-
blicación de las Mémoires d´outre-tombe (1827) y a un conjunto de obras
de ficción tituladas Les Natchez (1826); del segundo originó Itinéraire de
Paris a Jérusalem (1811). El Occidente (América) es la naturaleza; el
Oriente, la cultura. El conflicto que experimentó respecto de Rousseau tu-
vo lugar antes y después de viajar a América, en un encuentro con unos
“salvajes” que, según Todorov, no le parecían a Chateaubriand mejores
que los franceses. Se diluye la posición radical: había maestros de danzas
en el bosque y los iroqueses sabían hacer la reverencia. En vez de la opo-
sición jerarquizada entre el hombre de la naturaleza y el hombre de la so-
ciedad, Chateaubriand descubre un mundo de cruzamientos” (Todorov,
1991: 327). Según Todorov, las Mémoires… presentaban al viaje al Orien-
te como la historia y la cultura, en oposición al viaje a la naturaleza.
Hay un salto cualitativo subjetivo entre la obra Les Natchez, don-
de critica el mito del buen salvaje, y El Itineraire…, mucho más intole-
rante y etnocentrista, que desprecia aprender la lengua del país que visita

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ORIENTALISMO. EXOTISMO. LO UNIVERSAL Y LO RELATIVO

y agrega una articulación más: indios y árabes son salvajes, pero de dife-
rente modo.

“En pocas palabras, en el americano todo anuncia al salvaje que no ha alcan-


zado en absoluto el estado de civilización, mientras que en el árabe todo indi-
ca al hombre civilizado que ha vuelto a caer en el estado salvaje” (Itineraire…
citado por Todorov, 1991: 343).

Esta afirmación vale para los griegos y egipcios, pero también pa-
ra árabes de Palestina, cuya descripción los acerca a la animalidad (nueva-
mente, como vimos en Fanon). Pero son los turcos el objeto de su des-
precio: “se pasan la vida asolando el mundo o durmiendo sobre una al-
fombra, en medio de mujeres y perfumes”; “son tiranos a los que devora
la sed de oro”. La razón de esta barbarie reside en el Islam: “Se trataba
(…) de saber quién debía triunfar sobre la tierra: si los partidarios de un
culto enemigo de la civilización, favorable por sistema a la ignorancia, el
despotismo, a la esclavitud; o bien, los de un culto que hace revivir entre
los modernos el genio de la doctrina de la Antigüedad y que ha abolido
la servidumbre”. Como advierte Todorov, Chateaubriand distorsiona el
Islam y olvida que, en su misma época, la esclavitud es legal en casi todos
los países cristianos, incluida Francia).
Como explica el autor de La conquista de América, “el desconoci-
miento de los otros se disputa el primer lugar con el desprecio a priori ha-
cia ellos mismos; este rechazo de los otros va a convenir perfectamente a
la política imperial que se adopta al mismo tiempo” (p. 350).
Por último, en Sobre las buenas costumbres de los otros, Todorov
encuentra la siguiente analogía entre exotismo y nacionalismo:

“En forma ideal el exotismo es un relativismo, tanto como lo es el nacionalis-


mo, pero de manera sistemáticamente pues: en ambos casos, lo que se valora
no es un contenido estable, sino un país y una cultura definidos exclusivamen-
te merced a la relación que guardan con el observador. Es el país al que perte-
nezco que posee los valores más altos, cualesquiera que estos sean, afirma el
nacionalista; no, los posee un país cuya única característica pertinente es que
no sea el mío, dirá aquel que profese el exotismo. Se trata, pues, en ambos ca-
sos de un relativismo que en el último instante quedó atrapado en un juicio de
valor (nosotros somos mejores que los otros; los otros son mejores que noso-
tros), pero en el que la definición de las entidades que se comparan, «noso-
tros» y los «otros», permanece puramente relativa” (p. 305).

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III. Azúcar y colonialismo. Los fundamentos del imperialismo


científico

Retomando a Eduardo Grüner (2004), “América es, para Europa,


lo otro, lo extraño, lo ajeno”. A pesar de que Aníbal Quijano no compar-
te este estatus, ambos autores compartirían las observaciones de Grüner:
es el “estado de naturaleza” pre-social de los contractualistas en general,
el espacio del “buen salvaje” de Rousseau, la “sociedad perfecta” de los
utopistas, el paréntesis de no-historia en Hegel, y así sucesivamente. Ese
“afuera” era, para este autor, una suerte de no-lugar (como diría Augé), y
también de no-tiempo, puesto que quedaba congelado en una suerte de
limbo extrahistórico (otro artilugio retórico, no importa cuán incons-
ciente o sinceramente creído fuese, tendiente a demostrar la “exteriori-
dad” de América –y, por supuesto, de África– respecto del universo de la
Historia, a saber Europa).
Una Europa que “descubre”, inventa, nomina desde la perspectiva
del punto 0. A pesar de que las cosas tenían nombre, el colonizador de-
bía nombrar todo de nuevo. Los indios fueron la otredad radical, y la an-
tropometría, el sustento científico ideológico de su explotación.
Como explica Edward Said (1996):

“El racismo se hizo presente como una fuerza decisiva con efectos asesinos en
las feroces guerras coloniales y las políticas rígidas e inflexibles que le siguie-
ron. La experiencia de ser colonizado, por lo tanto, tuvo una gran significa-
ción en regiones y pueblos cuyas experiencias como dependientes, subalternos
y sometidos a Occidente no terminó –para parafrasear a Fanon– cuando el úl-
timo policía blanco fue licenciado y la última bandera europea cayó” (p. 25).

A comienzos del siglo XX, las “expediciones científicas” a Améri-


ca, financiadas por instituciones europeas, han sido señaladas por la
“complicidad” entre antropología e imperialismo. O, como explica nue-
vamente Said, “la conexión entre la política exterior y el otro”, que sos-
tiene un “ejército de investigadores que trabajan política, militar e ideo-
lógicamente” (p. 39); expresión dura, por cierto, que requiere otro espa-
cio de discusión. La “expedición” científica al Ingenio Azúcarero La Es-
peranza –fundado en 1882 y ubicado en San Pedro de Jujuy, en la provin-
cia homónima de Argentina–, es ejemplificador.28
En 1906 partió hacia el extremo norte –casi en el límite con Boli-
via– la “expedición” encabezada por el antropólogo Robert Lehmann-

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ORIENTALISMO. EXOTISMO. LO UNIVERSAL Y LO RELATIVO

Nitsche, encargado de la Sección de Antropología del Museo de La Pla-


ta, junto con el entomólogo Carlos Bruch. Regidos por los principios de
la antropometría, viajaron hasta allí para realizar una serie de observacio-
nes y mediciones sobre los cuerpos de los indígenas. Esta empresa se fun-
daba, según el relato del propio Nietsche, en que dado la “rapidez con
que se extingue la población indígena del continente sudamericano, hay
que apurarse con el estudio de sus caracteres físicos, porque en tiempo no
muy lejano se hará del todo imposible relevamientos exactos de muchas
de estas tribus” (citado por Xavier Kriscautzky, 2007: 33).29
Este viaje había sido posible gracias a la amistad que unía al enton-
ces Director del Museo de la Plata, don Samuel Lafone Quevedo con los
hermanos Roger y Walter Leach, propietarios del ingenio azucarero des-
de su fundación. Así lo relataba Lehmann Niestche en 1907:

“Mr. Walter Leach, uno de los propietarios del gran ingenio azucarero de San
Pedro de Jujuy, a quien fuimos recomendados por el director del Museo, por
su carácter amable y franco y por esa bondad de corazón noble, desde hace
años atrás se había ganado la confianza absoluta de los indígenas así que no re-
sistían a obedecer su indicación de permitirnos una examen somático de sus
personas (…). Don Walter nos hospedó en su casa particular y puso a nuestra
disposición un lugar adecuado para nuestros estudios, y al frente mismo de
nuestra pieza, interesándose vivamente en nuestros trabajos, al conocer su ín-
dole; no se cansaba de mandarnos gente día a día y cada mañana, llevándonos-
la hasta personalmente, para ser examinada (…). Los individuos, ya fuera de
acostumbrado ambiente, son por lo mismo, más accesibles a investigaciones
físicas, y no se oponen a ellas como sucede en el propio terruño” (citado por
Xavier Kriscautzky, 2007: 15).

Los resultados de ese viaje fueron publicados en la revista Anales


del Museo de La Plata, bajo el titulo: “Estudios antropológicos sobre
Chiriguanos, Chorotes, Matacos y Tobas (Chaco Occidental)”, en el año
1907.
Carlos Bruch fue el autor de las fotografías tomadas a los indíge-
nas en 1906, que se encuentran en un libro recientemente publicado por
el fotógrafo argentino Xavier Kriscautzky, Desmemoria de la esperanza,
en el marco del proyecto “Rescate del Patrimonio Histórico-fotográfico
del Museo de La Plata”, coordinado por Xavier Kriscautzky y subsidia-
do por la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Nación.30 Aquellas foto-
grafías representan una selección de más de 160 negativos de vidrio, que
forman parte del Archivo Fotográfico del Museo de La Plata y que per-

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manecieron olvidados en un sótano, a la intemperie de la humedad y en


proceso de oxidación. Para el autor del libro, “dejarlos en el sótano equi-
valía a ser cómplices de la mirada que los había producido” (2007: 8).
Cuenta Xavier Kriscautzky que allí se volcaron no sólo las imáge-
nes fotografiadas por Bruch, sino también tablas y gráficos con las “me-
diciones craneocefálicas y de talla, los tonos del cutis y del iris, la forma
y color del cabello, el estado de la dentadura y contorno de los pies, la
membrana natatoria y hasta las uñas de la mano son descritas con el ma-
yor detalle” (p. 18). También es posible leer el espíritu evolucionista y
positivista de estos investigadores en la búsqueda del “hombre primitivo”
en el hombre toba. O bien, párrafos en los que Lehmann Niestche pien-
sa relaciones entre los “tipos sirios”: “Llama la atención el número rela-
tivamente frecuente de fisonomías hebreas; tiene todos los rasgos carac-
terísticos del judío, la nariz, los labios, etc. la aparición de fisonomías he-
breas en plena América no es un hecho aislado y fue también observada
en otras partes” (citado por Kriscautzky, 2007: 39).
Según la interpretación de Kriscautzky, la fotografía, más que los
detalles escritos, tenía un valor científico crucial, como el mismo Leh-
mann-Nitsche lo afirmara:

“Integrar por completo los formularios que se recomiendan en los gabinetes


de antropología, exige demasiado tiempo, y no da tampoco mayores resulta-
dos; mientras que la fotografía, por el contrario, permite sin palabras de más,
y con ahorro de tiempo, un estudio prolijo en el gabinete” (Citado por Xavier
Kriscautzky, 2007: 18).

A través del libro es posible leer algunos pasajes del propio Robert
Lehmann-Nitsche reproducidos por Xavier Kriscautzky, a saber:

“El indígena proporciona la mano de obra barata y fácil de manejar de que se


sirve uno, cuando la necesita, y que en la época cuando no se trabaja, no oca-
siona gastos ni de casa ni de comida” (p. 32).
“Desgraciadamente el indio es considerado como «mancha negra» y «signo de
retroceso» y se le caza sin misericordia, extinguiéndose así un elemento irrem-
plazable que debió ser destinado a hacer posible la explotación general de las
regiones tropicales y subtropicales” (p. 33).

El momento en que se efectuó el viaje fue absolutamente estratégi-


co. Era el tiempo de la zafra azucarera, cuando se podía interceptar la lle-

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ORIENTALISMO. EXOTISMO. LO UNIVERSAL Y LO RELATIVO

gada de una gran cantidad de indígenas chaqueños que anualmente se


reunían allí para ser empleados como braceros.
Azúcar y esclavitud; azúcar y colonialismo son históricamente in-
separables para analizar el capitalismo y el sistema mundial (Wallerstein,
2002). Como señala Fernando Ortiz en su Contrapunteo del tabaco y el
azúcar, hay canciones y poemas registrados en América que expresan el
penoso trabajo esclavo en las plantaciones de azúcar del Caribe.
En una narrativa esclavista de 1845, Frederick Douglass cuenta la
historia de su nacimiento y de su madre esclava que debía caminar largas
distancias para retornar a su hogar:

“I never saw my mother, to know her as such more than four five times in my
life; and each of these times was very short in duration, an at night. She was
hired by Mr., Stewart, who lived about twelve miles from my house. She ma-
de her journeys to see m e in the night, traveling the whole distance on foot,
after the performance of her day´s work, she was a field hand, an a whipping
is the penalty of not being in the field at sunrise… I do not recollect of ever
seeing my mother by the light of day. She was with me in the night. She would
lie down with me and get me to sleep, but long before I waked she was gone”
(citado por bell hooks, 1990: 44).

Según el estudio de Craton, las plantaciones de azúcar de las Indias


Occidentales dejaban aproximadamente un 20% anual antes de 1700, no
menos del 10% anual entre 1750 y 1775, y alrededor de 7.517 en 1790
(Craton, 1974, citado por Wolf, 1987: 35).
Eric Wolf, en su libro Europa y la gente sin historia (1987), expli-
ca que en el contexto del Nuevo Mundo “la distinción entre europeos so-
metidos a servidumbre por tiempo limitado y esclavos africanos vitalicios
separó a blancos de negros en muchos aspectos legales y sociales” (p. 26).
¿Por qué, entonces, se pregunta, los europeos no emplearon com-
pletamente a los esclavos americanos nativos? Y la respuesta que ofrece
Eric Wolf es la siguiente:

“Los españoles no tuvieron escrúpulos para esclavizar a los indios, principal-


mente en la primera fase de su colonización, en el Caribe. En busca de escla-
vos, recorrieron no sólo la tierra firme de la América Central, sino también los
litorales atlántico y del Golfo de la América del Norte (…). En el siglo XVI,
en Brasil, los portugueses empezaron a usar mano de obra nativa en los distri-
tos azucareros de Bahía, y se dice que en el curso de los siglos XVI y XVII los
esclavistas que operaban en los alrededores de Sao Paulo esclavizaron a unos

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350.000 indios (Curtin, 1977: 6). En la América del Norte, en lo que con el
tiempo sería Carolina del Sur, los colonos ingleses se hicieron de esclavos in-
dios –capturados en la guerra– así como de pieles de venado que les dieron las
poblaciones nativas; a los grupos cazadores de esclavos los premiaban con
mercancías europeas. Dice Gary Nash que los ingleses «subcontrataban la
guerra» con los indios (1977: 117).31 (…) Con frecuencia se aduce como razón
para explicar la preferencia por los esclavos africanos respecto a los america-
nos nativos que eran trabajadores mejores y más confiables. Hacia 1720, ya los
africanos valían más que los indios (véase Perdue, 1979: 152). Sin embargo, pa-
rece ser que el factor determinante fue que la cercanía de los indios a sus gru-
pos nativos alentaba rebeliones y con frecuencia escapadas. Los colonos ingle-
ses también temían que esclavizar a los indios los malquistaría con sus aliados
americanos en las guerras que libraban contra españoles y franceses. Final-
mente, a los grupos americanos nativos se les podía pedir que ayudaran a de-
volver a sus dueños esclavos africanos escapados. Mientras que los siervos
blancos y los esclavos americanos nativos podían contar, hasta cierto punto,
con la ayuda de sus propios grupos, los esclavos africanos no contaban con un
apoyo así. La venta o captura en el extremo africano del comercio los aparta-
ba de sus parientes y vecinos; a su llegada a puertos norteamericanos se mez-
claba deliberadamente a esclavos de diferentes orígenes étnicos y lingüísticos,
a fin de evitar que hubiera el menor asomo de solidaridad entre ellos. Una vez
asignados a sus dueños, su segregación de siervos blancos y de americanos na-
tivos se confirmaba mediante discriminación legal y se alentaba vigorizando el
sentimiento racista. Si huían, el color de su piel era una identificación para los
«patrulleros» que tuvieran deseos de cobrar una recompensa. Así pues, el es-
clavizar africanos brindaba una fuerza de trabajo que podía emplearse en ope-
raciones arduas y continuas bajo la dirección del propietario, y con mínimas
restricciones legales y consuetudinarias. Esto excluía opciones que en el Nue-
vo Mundo estaban abiertas a otros trabajadores” (Wolf, 1987: 25).

Nuestro país no fue ajeno, por supuesto, a esta lógica. Mi tesis en


la provincia azucarera por excelencia, Tucumán, narra la fundación del
Ingenio Santa de la localidad de Monteros, y encuentra en los registros
históricos relevados por algunos historiadores, la presencia de trabajado-
res indígenas y las condiciones de explotación del sistema de plantación
fundado en la evangelización jesuita (inventora del trapiche artesanal) y
en leyendas como la de “El Familiar” (Bidaseca, 2002).32
Luego de que el llamado “oro blanco” permitiera una fortuna con-
siderable, extraída de Sudamérica y su fuerza de trabajo indígena, los an-
tiguos dueños ingleses del ingenio “La Esperanza” –otro eufemismo co-
mo lo fuera Sweet Home en la novela Beloved, o Felicidad, como vere-
mos más adelante– abandonaron este lugar.

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ORIENTALISMO. EXOTISMO. LO UNIVERSAL Y LO RELATIVO

En los últimos tiempos, algunos estudios revisionistas echaron luz


sobre aquellas fortunas que muchas familias hicieron a partir del trabajo
esclavo del Caribe y las plantaciones de azúcar en la historia británica, o
aquellas majestuosas edificaciones transformadas en patrimonio urbano,
detrás de las cuales se esconde la triste historia del azúcar (véase Kauf-
man, 2009). Estos estudios recuerdan que Colón plantó caña de azúcar en
su segunda expedición en 1493; que fue en Inglaterra (el país que lideró
el comercio esclavita) donde nació el hábito de beber té (Kaufman, 2009)
y que el consumo de azúcar por las clases ricas y el contenido energético
y el sabor dulce de esta planta permitiría seguir explotando más trabajo
humano y acumulando más y más capital.
Hoy, cuando estas discusiones permiten plantear la reparación his-
tórica y la justicia interracial, volver sobre las fotografías es no olvidar el
lugar de la ciencia como empresa de conquista y control.
Esas fotografías que ocultan la relación entre “azúcar” y “explota-
ción”, azúcar y esclavitud, como “momentos congelados”, son desancla-
das de la historia de la explotación a una escala impensable. Por ello po-
siblemente hayan tenido un valor excedente para Lehmann-Nitsche.
Invito a volver una vez más a ellas, a través del libro que las resca-
ta del olvido, como momentos de responsabilidad de la ciencia y los cien-
tíficos con el imperialismo, como control de los territorios, de los pue-
blos y de los cuerpos esclavizados.
Si los Estados modernos utilizaron las fotografías –junto con los
censos– como un instrumento de control social, debemos preguntarnos
hasta qué punto esas fotografías no colaboraron en la representación del
indio como un “ser inferior”.
Cuerpos vestidos, cuerpos desnudos, el catálogo de la miseria y la
explotación de mujeres y varones parados frente al fotógrafo, obligados
y sin (poder) ofrecer resistencia, no era simplemente, como explica Xa-
vier Kriscautzky, “antropométrico”. A pesar de las críticas provenientes
de la academia que puedan depositarse sobre la empresa sincera de Kris-
cautzky (“anacronismo”, sería el calificativo), la pluma del propio Leh-
mann confirma el lado perverso de este experimento humano al retratar
los cuerpos desnudos de las mujeres indias:

“…para conseguir algo de variedad y para no cansar la vista, hemos alternado


los relevamientos matemáticos con otros de índole artístico” (Lehmann-Nits-
che, citado por Kriscautzky, 2007: 24).

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KARINA BIDASECA

Las fotografías tomadas, como explica el antropólogo, de frente, de


lado y espalda “para sacar vistas del cuerpo más o menos vestido”, mues-
tran el acto perverso de la cámara; ellas mismas son violencia.
Esta fue la intención de Xavier Kriscautzky al rescatar estas foto-
grafías del olvido. Este prestigioso fotógrafo se justifica, al comienzo de
su libro, ante la posibilidad de que la autoría de estas fotos sea actualmen-
te objetada por el tribunal de la Academia:

“Fundamentalmente hago hincapié en la crueldad de la mirada de fotógrafo,


la pose sugerida a hombres y mujeres, que no escapan a la consabida antropo-
metría y a la perversidad e insensibilidad puesta de manifiesto en cada toma
por el investigador y el fotógrafo en el año 1906” (p. 1).

Su postura pone el desnudo la segura distancia que le da al cientis-


ta social la observación. La mirada y el poder: “El que «ve», aquel cuyo
punto de vista organiza y domina el campo visual, es también el que de-
tenta el poder; ya en la fantasía de Bentham del panóptico, el lugar del po-
der se sitúa en la morada central” (Zizek, 2004: 119). No ha habido en esa
escena ni “mirada impotente” ni “culpa”. Lamentablemente, no dispone-
mos de una fotografía que invierta las posiciones, en la que sean los cien-
tíficos los retratados por los indígenas.
Coincidentemente, Susan Sontag expresa en su ensayo Sobre la fo-
tografía (2006): “hay algo depredador en la acción de hacer una foto. Fo-
tografiar personas es violarlas, pues se las ve como jamás se ven a sí mis-
mas, se las conoce como nunca pueden conocerse; transforma a las per-
sonas en objetos que pueden ser poseídos simbólicamente” (p. 31; el des-
tacado es mío).
“Las mujeres Matacos, no menos sucias y llenas de piojos que los
hombres, dice Lehmann-Nitsche, representan, por lo general, más bien
fisonomías indiferentes y quedan, en parte, bonitas con los años” (citado
por Kriscautzky, 2007: 35).
Seguramente, luego de recorrer las fotografías de este libro que in-
vito a ver, habremos encontrado las razones por las que los indígenas se
niegan a ser fotografiados por nosotros. Será que la memoria opera de
modo decisivo, cuando ellos nos explican que la cámara fotográfica les
“roba el alma”.

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EXCURSUS
NO SOMOS MARIPOSAS…

Por estos tiempos, y no por casualidad, surgieron otras prácticas


no letradas que se resisten a ser “representadas” por el discurso de los
académicos e intelectuales. Voces diferenciales capaces de representarse a
sí mismas, como es el caso que enfrentó legalmente a la antropóloga nor-
teamericana Elizabeth Burgos y la guatemalteca Rigoberta Menchú. Esta
mujer indígena maya, que obtuvo el Premio Nobel en 1992, en su libro
Me llamo Rigoberta, escribe: “Conservo todavía secretos que nadie pue-
de conocer. Ni siquiera los antropólogos y los intelectuales, no importa
cuántos libros hayan escrito, pueden descubrir todos nuestros secretos”.
La crítica literaria y académica Doris Sommer (1991: 32), al defen-
der “el secreto de áreas inviolables en la narración que son capaces de
frustrar a cualquier intelectual hambrienta de una autenticidad asimila-
ble”, permitió repensar los vínculos entre la academia y sus “objetos de
estudio” y los efectos que se desencadenan, como así también los géneros
discursivos. También Rigoberta desnudó esta soberbia intelectual en una
intervención en Ginebra, en la reunión de la ONU sobre los Derechos
Humanos:

“Los indígenas no han sido escuchados con atención. Escúchenlos. Es lo que


ellos desean, porque han conservado tantos valores milenarios. Sin embargo,
en sus países nacen todavía instintos universitarios para estudiar a los indíge-
nas. Nosotros no somos mariposas, somos seres humanos pensantes. ¿Por qué
no se acepta la idea de que los pueblos indígenas podrían enseñar algo al mun-
do de hoy?” (Menchú, 1998: 17).

Rigoberta mostró que, en estos tiempos, el testimonio constituye


un género de la resistencia de la práctica subalterna que se opone a la de-
codificación académica. Burla el límite entre lo traducible y lo intraduci-
ble. Se erige con soberana autonomía respecto de la sujeción de otras téc-
nicas aún dominadas por las ciencias social humanas y sus “científica/os”,
como la entrevista o la historia de vida, y hasta se vislumbra, según mi te-
sis, la posibilidad de que el testimonio pueda eclipsar las herramientas
metodológicas heredadas.

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KARINA BIDASECA

Porque, fundamentalmente, la pretensión (irreal e irreverente) de


develar los secretos de “nuestros” entrevistados (que, en mi opinión, es
pura cosificación y falocentrismo científico) posee connotaciones éticas
que ameritan un artículo en sí mismo. Recuerdo que el gran historiador
inglés E. P.Thompson, en su libro Costumbres en común desliza, por su-
puesto excepto de intencionalidad, que un importante antropólogo de
nuestro tiempo, al haber estudiado las resistencias cotidianas de los cam-
pesinos, las reveló también para el poder.
Sólo cuando reconozcamos que la política es una de las tantas he-
bras que conforman el repertorio metodológico, así como la epistemolo-
gía y la teoría del discurso, y que los métodos de las ciencias sociales se
tejen en ese tiempo-espacio, en el cruce de esos campos, en el escenario
de la violencia epistémica (Spivak) que puede conllevar en su “voluntad
de representación ciertas fantasías heroicas” (Castro Gómez, 1998), ha-
bremos iniciado el camino hacia la autoreflexión. Al pretender nombrar
la diferencia para “salvarla”, la violencia epistémica la destruye en el acto
mismo de la representación. Acaso la entrevista como género salvó su ho-
nor para dilucidar qué responsabilidad le cupo a la ciencia y a su método.
Debemos enfrentar varios dilemas en nuestra práctica de investiga-
dores. Si nuestro argumento fuera cierto, si fuera imposible una comuni-
cación “simétrica” con el Otro, si hubiera un resto incodificable de las
culturas al que no podemos acceder, si la entrevista en sí misma no nos
permitiera desafiar estos dilemas, a distancia de la moderna transparencia
comunicativa, de la comunicación entre iguales,¿qué nos queda?

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CAPÍTULO 4
NARRATIVAS CONTEMPORÁNEAS DE LA
MODERNIDAD / COLONIALIDAD
EN LOS ESTUDIOS POSCOLONIALES

I.

“Europa es literalmente una creación del Tercer Mundo”. Fue Fa-


non quien, de este modo y tempranamente, sostuvo una crítica al euro-
centrismo.
Hacia fines del siglo XX, luego del desencanto experimentado por
la caída de los socialismos reales y el proclamado fin de la historia, los sa-
beres y las disciplinas sociales en el mundo procesaron, de diversas ma-
neras, esta experiencia histórica.
Adelantándose al fin de siglo, y a comienzos de la década de 1940,
Toynbee escribió lo siguiente:

“Aparte de las ilusiones debidas al éxito mundial de la civilización occidental


en la esfera material, su falsa interpretación de la historia –comprendiendo en
ella la suposición de que sólo hay una corriente de civilización, la nuestra, y
de que todas las demás o son tributarias a ella o se pierden en las arenas del de-
sierto– puede asignarse a tres fuentes: la ilusión egocéntrica, la ilusión del

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KARINA BIDASECA

«Oriente inmutable», y la ilusión del progreso como un movimiento que mar-


cha en línea recta” (p. 70; itálicas mías).

La crisis de la idea de la modernidad, tal como fue concebida, se


transforma en una idea rectora de la crítica que estos estudios reconocen
en la Escuela de Frankfurt, en la afirmación “la Ilustración es totalitaria”
(2006: 62). En otras palabras, su verdad se impone como incuestionable
por pretender ser absoluta.
Dado los profusos significados de “modernidad”, la crítica enton-
ces es tanto como modelo civilizatorio universal, como expresión de la
crisis de la sociedad industrial liberal más avanzada del proceso histórico
que señala el futuro de todas las culturas o pueblos. Consecuentemente,
los “otros” en cada época constituyen un obstáculo a la tarea transforma-
dora del desarrollo.
Como expresa el profesor portorriqueño Ramón Grosfoguel (2006)
respecto del sujeto cartesiano, y la llamada, por el filósofo colombiano
Santiago Castro-Gómez, perspectiva del “punto cero” (“el punto de vista
que se esconde y disfraza como si estuviera más allá de un punto de vista
particular, o, el punto de vista que se representa como si no fuera tal”) de
las filosofías eurocéntricas y de las ciencias modernas occidentales:

“Pasamos de la caracterización de «gente sin escritura» del siglo XVI a la ca-


racterización de «gente sin historia» en los siglos XVIII y XIX, a la de «gente
sin desarrollo» en el siglo XX, y más recientemente, a la de comienzos del si-
glo XXI de «gente sin democracia». Pasamos de los «derechos del pueblo» en
el siglo XVI (el debate de Sepúlveda contra de las Casas en la escuela de Sala-
manca a mediados de este siglo), a los «derechos del hombre» en el siglo XVIII
(filósofos de la Ilustración), y a los «derechos humanos» de finales del siglo
XX. Todos ellos hacen parte de los diseños globales articulados a la produc-
ción y reproducción simultáneas de una división internacional del trabajo de
centro / periferia que coincide con la jerarquía racial / étnica global de los eu-
ropeos y no europeos” (p. 23).

La negación del vínculo entre Modernidad y colonialismo por par-


te de las ciencias sociales (ellas también, claro, modernas), la crítica al
marxismo por su desentendimiento y un Marx acusado de “pro-colonial”
reflejaban, evidentemente, un síntoma. Para el marxismo, el colonialismo
como empresa nacida en Occidente era un estadio necesario para el desa-
rrollo del capitalismo (ver sus consideraciones sobre el despotismo asiá-
tico), luego del cual tendría lugar la emancipación de los pueblos.

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NARRATIVAS CONTEMPORÁNEAS DE LA MODERNIDAD / COLONIALIDAD...

No olvidemos que el marxismo inspiró al poeta martiniqués de la


negritud, Aimé Césaire, a tomar el concepto de “alineación” y a definir al
colonialismo como “condición deshumanizante de por sí” que implicaba
la objetivación del sujeto colonizado y la degradación de la humanidad
del colonizador (Mellino, 2008: 55). Aunque Fanon afirmara que en el
mundo colonial, la infraestructura era también superestructura, “se es ri-
co porque se es blanco, se es blanco porque se es rico…” (p. 34).
Ahora bien, el término colonialismo en sentido amplio, como la
conquista, posesión y control directo de territorios pertenecientes a otros
pueblos, definidos en consecuencia “colonias”, puede caracterizar a dis-
tintos períodos históricos (por ejemplo, a la Antigüedad). No obstante, el
colonialismo de la Edad Moderna posee características que lo distinguen:

“Mientras que los distintos tipos de colonialismos precedentes eran de natu-


raleza precapitalista, la expansión colonial de la Edad Moderna tenía como fin
programático el nacimiento y desarrollo del capitalismo mercantil, primero e
industrial, después” (Mellino, 2008: 25).

Desde 1980 hay ciertas presunciones que confunden “postcolonia-


lidad” o “poscolonialidad” con “postmodernidad”.
“¿Cuándo fue lo postcolonial? ¿Qué habría que incluir y qué ha-
bría que excluir de tal marco? ¿Dónde está la línea invisible entre él y sus
«otros» (colonialismo, neocolonialismo, Tercer Mundo, imperialismo),
en relación con cuyo fin se demarca sin cesar, pero sin llegar a sustituir-
los de manera definitiva?”, se pregunta Stuart Hall (2008).

“La ambigüedad epistemológica fundamental del término poscolonial, tal co-


mo expresa Miguel Mellino (2008), puede ser explicada en el conflicto entre lo
que podemos definir como una acepción literal y una metafórica. En sentido
literal, la noción de poscolonial parece reclamar para sí un presunto nuevo es-
tadio histórico, un período sucesivo al proceso de descolonización” (p. 23).

Esto había sido advertido por Stuart Hall (1996: 301):

“El concepto podría ayudarnos a describir o caracterizar el cambio que se ha


verificado en las relaciones globales que marca la transición (necesariamente
no uniforme) de la edad del Imperio al momento de la postindependencia o
posdescoloniazación. Por otra parte, podría ayudarnos (…) a identificar las
nuevas relaciones y disposiciones de poder que están emergiendo en la coyun-
tura presente (…). Esto se refiere a un proceso general de descolonización que,

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KARINA BIDASECA

con la misma colonización, ha signado las sociedades colonizadoras tanto o


más profundamente que las colonizadas” (Citado por Mellino, 2008: 23).

Sin embargo, Mellino advierte el riesgo de predicar el fin de un he-


cho histórico (definido por el prefijo post), de lo que me arriesgo a deno-
minar como la “liberación de los traumatismos del colonialismo.”
Los autores que representan las teorías poscoloniales critican fuer-
temente la idea de que vivimos en un mundo posmoderno caracterizado
por una homogeneización creciente, postulados que el paradigma multi-
culturalista ha funcionalizado. De hecho, existe cierto consenso entre
la/os pensadora/es en que el síntoma del capitalismo tardío –“multicultu-
ralista”– es el racismo posmoderno contemporáneo, y su correlato ideo-
lógico, el multiculturalismo: una forma de racismo negada, que afirma to-
lerar la identidad del Otro y que sustituye las meta-narrativas por una
historia-en-fragmentos, “renunciando casi por completo a toda preocu-
pación por las articulaciones histórico-sociales o político-económicas de
los procesos culturales” (Grüner, 2001: 76). Las conclusiones a las que
arriba Salvoj Zizek son decisivas al respecto:

“El multiculturalismo es la ideología del capitalismo global. El respeto indife-


rente y distante hacia la identidad del «otro» es la máscara con que se recubre
hoy la ideología del universalismo vacío, destilada por la máquina global anó-
nima y abstracta del capital actual. Se trata de la nueva forma –«posmoderna»–
del racismo: ya no se opone al otro los valores particulares de una cultura es-
pecífica, sino que la propia superioridad se reafirma desde el vacío de identi-
dad y el desarraigo cultural total” (Zizek, 1998: 171; el destacado es mío).

El escepticismo posmodernista que afirmaba el fin de la historia y de


las utopías emancipatorias, penetró tan profundamente en los “estudios
culturales” (Reynoso, 2000: 145) que despertó, entre algunas estudiosas y
estudiosos latinoamericana/os, una profunda vacilación a adoptar tal pro-
puesta, “sorprendidos por los argumentos ahistóricos de que este enfoque
ha creado un `nuevo sentido de la modernidad como paradjica y contradic-
toria´” (Mallon, 1995: 89). Ante este vacío intelectual y político, las llama-
das “teorías poscoloniales” o “estudios subalternos” propiciaban un diálo-
go Sur-Sur y, ofrecían una solución casi mágica a la crisis que afligía a la/os
intelectuales del “Tercer Mundo”. Se discutió la idea de un “latinoamerica-
nismo poscolonial” (Castro-Gómez, 1999), como un marco teórico apro-
piado para dar cuenta de las nuevas condiciones de la globalización.

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NARRATIVAS CONTEMPORÁNEAS DE LA MODERNIDAD / COLONIALIDAD...

II. Teorías de la contramodernidad

Los llamados “estudios culturales”, las “teorías poscoloniales” y


los “estudios subalternos” surgen ante un vacío intelectual y político co-
mo alternativas al marxismo. Conocidos como proyectos de descoloniza-
ción del saber, se sitúan en distintos lugares de enunciación. Así, desde
América Latina, el sociólogo peruano Anibal Quijano (2000) afirma: “Es
tiempo de aprender a liberarnos del espejo eurocéntrico donde nuestra
imagen es siempre, necesariamente, distorsionada. Es tiempo, en fin, de
dejar de ser lo que no somos”.
Junto con la teoría del sistema-mundo capitalista (expuesta por
Immanuel Wallerstein y Samir Amin), han emergido, en las tres últimas
décadas, como las grandes novedades teórico-metodológicas que propo-
nen el análisis crítico de las relaciones centro-periferia creadas por el co-
lonialismo.
Un conjunto de estudios provenientes de distintos campos disci-
plinarios dan cuenta de esta emergencia: Orientalismo del pensador pa-
lestino Edward Said (1979), considerada, como vimos, el acta fundacional
de los Estudios Poscoloniales y de la crítica al discurso colonial; los Es-
tudios Subalternos de la India conducidos por Ranajit Guha; el afrocen-
trismo representado por intelectuales africanos, como V. Y. Mudimbe,
Mbembé, Mahmood Mandani, Tsenay Serequeberham y Oyenka Owo-
moyela; el informe Gulbenkian, coordinado por el filósofo estadouni-
dense Immanuel Wallerstein y la “exigencia de abrir las ciencias sociales”
(1996), y el postoccidentalismo (Lander, 2000), se cuentan entre los más
importantes.
Particularmente, los estudios poscoloniales surgen a partir de desa-
rrollos teóricos producidos por intelectuales de las antiguas colonias in-
glesas y francesas que conquistaron su independencia política en el siglo
XX: Gayatri Spivak; Ranajit Guha, Homi Bhahba y Edward Said.
Sus antecedentes más próximos pueden encontrarse en el Grupo de
Estudios Subalternos, dirigido por el historiador de la India Ranajit Gu-
ha. Como mencionamos en el capítulo 2, éste se conformó a fines de los
años de 1970 y, poco después, comenzó a editar en Delhi una publicación
periódica llamada Subaltern Studies. Writings on South Asian History
and Society, cuyo primer número fue publicado en 1982. El artículo inau-
gural de Guha en el primer volumen de la serie Subalternal Studies, pu-
blicada por el grupo a comienzos de 1982, enuncia la pretensión central

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KARINA BIDASECA

del proyecto: desplazar los presupuestos descriptivos y causales utiliza-


dos por los modelos dominantes de la historiografía marxista y naciona-
lista para representar la historia colonial sudasiática (Guha 1988: 37-43).
Inició una crítica epistemológica profunda que ha puesto en evi-
dencia los vínculos entre las prácticas colonialistas occidentales y la pro-
ducción, al interior de las ciencias sociales, de “orientalismos”, esto es, de
imágenes estereotipadas de las culturas no metropolitanas, basadas en una
supuesta exterioridad radical (Said, 1995). Básicamente, este enfoque bus-
ca restituir a los grupos subalternos su voz,38 su memoria –obliterada por
las narrativas imperiales y nacionalistas– y su condición de sujetos de sus
propias historias.
Las teorías poscoloniales tratan de abrir campo para la emergencia
de las diferencias, de las voces silenciadas por los saberes modernos, y las
ubican dentro de los discursos de la contra-modernidad, representados
en el corazón de los países occidentales del Primer Mundo (Europa y Es-
tados Unidos) por Foucault, Lyotard, Derrida, y en experiencias posible-
mente no reconocidas plenamente, como el “antidesarrollismo” promo-
vido en América Latina.
A diferencia de esta región, donde las independencias están a pun-
to de celebrar sus bicentenarios, la descolonización de países de África,
Asia y Medio Oriente fue posterior a 1945, como consecuencia de la cri-
sis del proyecto moderno desde las colonias. Denotan una ruptura epis-
temológica profunda respecto de las narrativas anticolonialistas de los
años sesenta y setenta. Entre sus representantes se destaca la llamada “sa-
grada trinidad”: Edward Said (Medio Oriente); Gayatri Spivak y Homi
Bhabha (India).
Como mencionamos anteriormente, las primeras narrativas antico-
lonialistas se preguntaron por el estatuto epistemológico de su propio
discurso, pero lentamente comenzaron a criticar los principios de la ra-
cionalidad moderna occidental. Mientras su intención era representar la
voz de “los condenados de la tierra” (Spivak, Deconstruyendo la Histo-
riografía…), las nuevas narrativas poscoloniales implican una importante
ruptura epistemológica basada en una fuerte crítica a los supuestos de la
modernidad y a la idea misma de representación: no pretenderán repre-
sentar a los otros (véase la crítica de Gayatri Spivak a Focucault y Deleu-
ze en ¿Puede el subalterno hablar?).38
La teoría poscolonial, como capítulo de los estudios culturales,
adopta el enfoque de la cultura de las sociedades poscoloniales, y sus fun-

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NARRATIVAS CONTEMPORÁNEAS DE LA MODERNIDAD / COLONIALIDAD...

damentos teóricos se nutren en la teoría literaria y estética, la filosofía


postestructuralista francesa (Foucault o Derrida), la historia y antropolo-
gía culturales, el psicoanálisis (lacaniano), el giro lingüístico, el posmar-
xismo de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, etcétera.
Los subalternistas parten de la certeza de que los historiadores oc-
cidentales reproducen las mismas exclusiones de la práctica imperial, ya
que perciben y conceptualizan toda posibilidad de resistencia como una
manifestación nacionalista: de este modo, el nacionalismo aparece siem-
pre como la forma única de oposición al imperio, y se ignoran las otras
historias y las otras formas de resistencia que no están encabezadas y di-
rigidas por la elite nacionalista local, por el “grupo dominante” nativo.
Frente a ello, el Grupo de Estudios Subalternos indaga la actividad histó-
rica de los campesinos (tradicionalmente omitida de las representaciones
y de los discursos historiográficos) o, mejor aún, su historia suprimida
(Guha, 2002).
En este contexto, “subalterno” nombra al que posee un “atributo
general de subordinación”, tanto si se manifiesta en términos de clase,
casta, edad, sexo, oficio o de cualquier otro modo. Ahora bien, a falta de
textos producidos por los mismos subalternos, este proyecto se encuen-
tra con la dificultad de recuperar la “conciencia subalterna” a través de los
textos coloniales y en los archivos y en las narraciones de la historiogra-
fía de la elite, como lo denuncia Gayatri Spivak.
Ahora bien, ¿cuáles son los orígenes de las teorías poscoloniales
como campo académico y qué relación encontramos con los “Estudios
culturales”?
A fines de la década del setenta empieza a consolidarse en algunas
universidades occidentales (especialmente Inglaterra y Estados unidos)
un nuevo campo de investigación denominado “Estudios Poscoloniales”,
cuyos orígenes se vinculan a los desarrollos teóricos producidos por in-
telectuales (refugiados y/o hijos de inmigrantes extranjeros, indios, asiá-
ticos, egipcios, sudafricanos) de las antiguas colonias inglesas y francesas
que, como mencionamos, conquistaron su independencia política en el si-
glo XX. Personas socializadas en dos mundos diferentes en cuanto a su
idioma, religión, costumbres y organización político-social: el mundo de
las naciones colonizadas, que ellos o sus padres abandonaron por alguna
razón, y el mundo de los países industrializados, en donde viven y traba-
jan ahora como intelectuales o académicos. Como cuenta el propio Ho-
mi Bhabha (2000):

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KARINA BIDASECA

“Yo he seguido el mismo trayecto que muchos de los hijos de familias burgue-
sas colonizadas. Fui desde la India a estudiar literatura inglesa en Oxford, y
después a enseñar a Sussex, y ahora estoy en Princeton (…); tengo también
una autobiografía un poco más peculiar que de alguna manera me ha abierto
al tipo de trabajo que he hecho, y es mi propia posición como parsi, una pe-
queña minoría –in-between– que vive entre los hindúes, los británicos y los
musulmanes, siempre en una posición de estar en el medio, una comunidad
que nunca ha estado demasiados segura de su propia identidad. Y creo que mi
interés en abrir dentro de los grandes relatos espacios intersticiales que consi-
dero de primordial importancia para conmover y alterar estos relatos; todo mi
interés en explorar condiciones ambiguas e intermedias, que comúnmente son
oscurecidas por las grandes polaridades o las divisiones binarias, viene de al-
guna extraña y atenuada manera de mi experiencia como parsi” (p. 230).

En síntesis, lo que se denomina crítica poscolonial es un conjunto


de ideas que surge en los espacios académicos occidentales y transnacio-
nales, en el contexto histórico en que se desarrollan fenómenos culturales
específicos. En el campo universitario, la crítica poscolonial desafía los
sustratos de la Ilustración, dado que las ideas iluministas muestran su faz
contradictoria cuando son transferidas a las colonias, tal como lo ha pues-
to en evidencia la primera rebelión “moderna” de esclavos en Haití
(Buck-Morss, 2005).
Los Estudios Culturales no son necesariamente sinónimo de los
Estudios Poscoloniales, ni viceversa, aunque ambos dialoguen asidua-
mente, reconozcan temporalidades emergentes distintas o fuentes teóri-
cas o problemáticas en común.
Haciendo un poco de historia, según el antropólogo Carlos Rey-
noso en su libro Apogeo y decadencia de los estudios culturales (2000),
el concepto de estudios culturales surgió en 1964, en el discurso inaugu-
ral del Centro de Birmingham pronunciado por Hoggart, y se consolidó
mientras el jamaiquino Stuart Hall estuvo frente al centro entre 1969 y
1979. Emergen como una excrecencia de los departamentos de literatura
inglesa y de las contradicciones de clase, tomando como locus de enun-
ciación el estudio de la cultura popular inglesa. Ya desde fines de la déca-
da de 1950, un grupo de intelectuales ingleses –Raymond Williams, Wi-
lliam Hoggart, Eduard P. Thompson y Stuart Hall– había desarrollado,
dentro de una matriz marxista de pensamiento, una crítica del marxismo
dogmático dominante en el Partido Comunista británico (coincidiendo
con la invasión rusa de Hungría). Desde una línea de interpretación de las
prácticas culturales (arte, literatura, etcétera) del marxismo, produciría,

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con el correr de los años, una profunda renovación en la lectura de los fe-
nómenos culturales.
El apogeo de los estudios culturales durante la década del ochenta
y su movimiento de “despolitización” y “academización” hacia mediados
de 1990 pueden leerse como el síntoma de un importante vacío ideológi-
co. A menudo, los estudios culturales se desviaron del pensamiento de
sus fundadores identificándose casi totalmente con el multiculturalismo
(entendido como Zizek, la “ideología del neoliberalismo”): han abando-
nado toda referencia a las contradicciones de clase para analizar las fric-
ciones entre diversas culturas y razas de modo esencialista.
Eduardo Grüner, en su libro El fin de las pequeñas historias. De
los estudios culturales al retorno (imposible) de lo trágico (2002), sostie-
ne, respecto de la decadencia de los estudios culturales –como discipli-
na(s) académica(s)– hacia mediados de los 90: “no nos atreveríamos a de-
cir lo mismo de la teoría poscolonial, ella tiene «por naturaleza» ese ho-
rizonte totalizador, esa perspectiva potencial del gran relato, aunque los
excesos de sus teorías post la coarten con frecuencia” (p. 24).
A diferencia de los Estudios Culturales cuando anclaron en Esta-
dos Unidos, los Estudios Poscoloniales promovieron una crítica episte-
mológica profunda, que ha puesto en evidencia los vínculos entre las
prácticas colonialistas occidentales y la producción, al interior de las cien-
cias sociales, de “orientalismos” (Said, 1995). Pero, como advierte Bhab-
ha (2000),40 debemos ser muy cuidadosos al emplear el término “posco-
lonialidad”:

“Este es un nuevo término globalizador y universalizador, o que la gente di-


ga, por ejemplo en la India: «Si hemos tenido un pasado de colonialismo;
nuestro presente en muchas maneras puede ser neocolonial, con el Banco
Mundial, con las relaciones de explotación de las empresas extranjeras, con di-
ferentes tratados, pero nosotros nos vemos a nosotros mismos construyendo
un objeto diferente; construimos nuestra lucha contra algo que no puede ser
propiamente llamado poscolonialidad» (…). De todas maneras me gustaría
poner el término «poscolonialidad» sur-nature en el sentido derrideano, de
manera de cancela su autoridad. Pero intentando aun ver qué sugiere su som-
bra. Sin producir una metanarrativa quiero decir que yo creo que sí vivimos
en un mundo `poscolonial-uso el término provocativamente y entre comillas”.
(p. 225).

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KARINA BIDASECA

El Grupo de Estudios Subalternos

Como adelantáramos, Ranajit Guha fue el Director del Grupo de


Estudios Subalternos.41 Una breve biografía de Guha permitirá al lector
situarse en las condiciones de su producción intelectual.
Las voces de la historia y otros estudios subalternos, traducido en
2002 al español (Editorial Crítica, Barcelona), recoge las principales con-
tribuciones de Guha. Como nos relata su prologuista, Josep Fontana,42 el
historiador nació en 1922 en un poblado de Bengala occidental, en una fa-
milia de propietarios medios. Su familia lo envió a estudiar a Calcuta. Co-
mo marxista, ingresó al PC de la India, donde militó entre 1942 y 1956,
cuando a raíz de los acontecimientos de Hungría abandonó el partido.
Viajó a Gran Bretaña, donde trabajó en las Universidades de Manchester
y Sussex, durante 21 años. En Manchester escribió su primera obra histó-
rica importante, A rule of property for Bengal. An essay on the idea of
permanent Settlement, publicada en 1963. En 1970/1 volvió a la India. Si
bien había firmado un contrato con una editorial para escribir un libro
sobre Gandhi, su encuentro con estudiantes maoístas lo hizo cambiar de
opinión y decidió dedicarse a estudiar las revueltas campesinas.
El primer artículo escrito sobre el tema, “Neel-Darpan: The image
of a pesant revolt in a liberal mirror” (1972) apareció en 1974 en el Jour-
nal of Peasant Studies 2 (nº 1). Esta investigación culminaría en su segun-
do libro, Elementary aspects of peasant insurgency in colonial India
(1983). Simultáneamente, debatía con un grupo de historiadores indios
que vivían en Inglaterra; de estas controversias surgió el proyecto de edi-
tar los volúmenes de Subaltern Studies. Writings on South Asian history
and society, el primero de los cuales apareció en 1982 en la India y, dado
el éxito (5 reediciones de cada uno), se escribieron más de los 3 pensados
originalmente (el último publicado en 1989 bajo su dirección fue el sex-
to; han seguido después bajo la dirección de los demás integrantes).
Según relata Josep Fontana (2002), su primera obra (A rule of pro-
perty in Bengala…) fue recibida con hostilidad en la India antes de su pu-
blicación en Europa, pues rompía con las ideas establecidas en la histo-
riografía india de enfrentamiento entre dominadores ingleses movidos
tan solo por interés contra indios explotados. Guha muestra allí los efec-
tos perversos de los planes británicos para modernizar la India, pues al
trasplantar las normas que en UK combatieron el feudalismo, generaron
neofeudalismo en la propiedad de la tierra donde buscaban crear capita-

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lismo. De hecho, la ley “Permanent Settlement” (1793) que fijaba im-


puestos sobre la tierra creó una clase media de propietarios absentistas,
como la de su propia familia, al servicio del imperio británico.
En el primer volumen de la selección de Subaltern Studies apareció
un manifiesto, “Sobre algunos aspectos de la historiografía de la India co-
lonial”, que denunciaba el elitismo colonial y nacionalista burgués, inca-
paz de mostrar la contribución del pueblo por sí mismo (las clases y gru-
pos subalternos que constituían la masa de la población trabajadora y los
estratos intermedios en la ciudad y el campo). El problema del sesgo de
las fuentes sería tratado en el segundo volumen, “La prosa de la contrain-
surgencia”
En su libro Elementary aspects of peasant insurgency in colonial
India analizaba los movimientos campesinos influenciado por Gramsci y
reivindicaba una conciencia política habitualmente negada a causa del vi-
cio de identificar lo consiente con aquello organizado que responde a un
programa, y de relegar el resto a lo pre-político.
En el momento de su retirada escribe la “Dominación sin hegemo-
nía y su historiografía”, aparecida en el Volumen 6 (1989); sostiene que la
burguesía, que había conseguido establecer su dominio hegemónico en
Europa, fracasó en Asia, donde tuvo que confiar más en la fuerza que en
el consenso.
Otra de sus grandes contribuciones es “Las voces de la historia”,
Volumen 9 (1996), donde plantea la ideología del estatismo, que implica
la existencia de un Estado que, al escoger determinados acontecimientos
como “históricos”, decide por nosotros sin dejar opción para establecer
nuestra propia relación con el pasado. La voz dominante del estatismo
ahoga las voces de unos protagonistas que hablan en voz baja y nos inca-
pacita para escuchar otras voces que, por su complejidad, son incompati-
bles con los modos simplificadores del estatismo. Guha ilustra estas ideas
con la revuelta de Telangana dirigida por el PC entre 1946 y 1951; mues-
tra el desengaño experimentado por las mujeres ante las promesas de li-
beración de los dirigentes masculinos. Una narración que hubiese inte-
grado esas voces cuestionaría la preponderancia directiva del partido, de
los dirigentes y, en conjunto, de los varones. Este hecho puede dirimirse
con un nuevo tipo de historia que rompa con la lógica del relato estatista
que dicta qué incluir y qué excluir en la historia.
En Las voces de la historia y otros estudios subalternos nos en-
contramos con un clásico, La prosa de la contra la insurgencia. Guha rea-

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liza allí un breve desarrollo de cómo se ha creado la historiografía sobre


las revueltas campesinas en la India colonial, que muchos autores han es-
crito a partir de diferentes formas de establecer el discurso historiográfi-
co. En opinión de Guha, la historiografía marxista quiso reconstruir el
proceso liberacionista de la India en base a paradigmas humanistas euro-
peos, que otorgan protagonismo a la escritura alfabética (Guha, 1988). De
esta forma, la historiografía mencionada ha adoptado, según su sistema-
tización, tres formas discursivas, diferenciadas de acuerdo con el orden de
sucesión en el tiempo, la posición del autor respecto del punto de vista
oficial (estatal) y los componentes distributivos e integradores utilizados
en la narración. Para analizar los componentes del discurso utilizado, re-
curre a la terminología de Barthes y su distinción entre funciones e indi-
cios. Las primeras se retoman como segmentos, como una narración que
ordena los hechos y les otorga un orden lógico a los indicios, creando así
un segmento de análisis secuencial en los cuales las funciones le adscriben
a los indicios un significado especifico de acuerdo con la narrativa imple-
mentada y la perspectiva de la cual se parte. Así, por ejemplo, los campe-
sinos son interpretados como insurgentes. En su análisis sobre las revuel-
tas campesinas en la India colonial identifica tres formas discursivas:
1. Discurso primario: se produce contemporáneamente a las re-
vueltas campesinas por algún agente del organismo oficial (soldados, ad-
ministradores, etcétera). Se caracteriza por la inmediatez, lo que denomi-
na “la historia en bruto”. La principal tarea asignada a la narración es la
de informar, consecuentemente, los componentes utilizados en este tipo
de discurso son indicativos de los hechos acaecidos.
2. Discurso secundario: se produce luego de un tiempo considera-
ble, con cierta lejanía temporal, y no es necesariamente escrito por algún
funcionario. Se basa en el discurso primario como fuente principal, y crea
así un “producto procesado”, con una mayor interpretación, narración y
elaboración por parte del autor. Al no ser el autor del discurso secunda-
rio un actor contemporáneo a los hechos sucedidos, él mismo se presen-
ta como un actor neutral, excento de la relación personal característica de
los narradores del discurso primario. Sin embargo, continúa siendo, mu-
chas veces, un representante del oficialismo, un funcionario convertido
en historiador. Respecto de los componentes de este discurso secundario,
los segmentos utilizados en la narración se producen de manera interpre-
tativa. No obstante, más allá del intento de comprender esas causas de
acuerdo con el contexto que lo rodea, esa perspectiva no deja de ser ses-

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gada al momento de la narración según la interpretación y al contexto


mismo del autor. Así, “… la historiografía revela su carácter como una
forma de conocimiento colonialista (…) que proporciona contexto y
perspectiva” (pp. 73/74).
3. Discurso terciario: no logra solucionar esta problemática. Por su
parte, es aún más distante del fenómeno original, ya que es narrado por
personas completamente ajenas al oficialismo. Puede variar entre una in-
terpretación liberal y otra de izquierda. Esta última trata de recuperar el
punto de vista del actor insurgente, el campesinado, interpretándolo co-
mo positivo y magnificente. En el análisis del contexto, se deja claro su
apoyo al campesinado y su lucha por medio de las armas. En este senti-
do, el objetivo de esta modalidad de discurso es retomar la lucha campe-
sina y ubicarla dentro de los ideales en búsqueda del socialismo, dentro
de un proceso histórico que culmina con el acceso a esta forma de orga-
nización del poder. Esto, inevitablemente, genera el mismo efecto que el
discurso secundario, ya que ignora la capacidad de actuación del actor
campesino que le es propia. “…esto significa negar una voluntad a la ma-
sa de los rebeldes y representarlos meramente como instrumentos de otra
voluntad” (p. 88).
El Grupo de Estudios Subalternos produjo una amplia e interesan-
te obra, apenas conocida en nuestro país. El proyecto editorial fue esti-
mulado por un grupo de intelectuales del “Tercer Mundo”, anticolonia-
listas y políticamente radicales, situados en la tradición de Antonio
Gramsci, Jacques Derrida y Michel Foucault.
En sus comienzos, en el primer volumen de Estudios Subalternos,
fechado en Canberra en agosto de 1981, su fundador, Ranajit Guha, asen-
tó su genealogía gramsciana para reveer la historia de la India e, inspira-
do en las Notas acerca de la historia italiana de Gramsci, demostrar que
en las transformaciones políticas que ocurrieron en la sociedad india co-
lonial y poscolonial, los subalternos43 no sólo desarrollaron sus propias
estrategias de resistencia, sino que contribuyeron a definir las opciones de
la elite (Mallon, 1995: 91). Era inminente, desde este nuevo paradigma, la
crítica al marxismo ortodoxo que pensaba la política atada al concepto de
clase social (como posesión de los medios de producción o en relación
con ellos).
Sin embargo, en la India, la existencia del colonialismo imponía un
giro específico al concepto de subalterno y al papel de los campesinos en
la política subalterna. Debido al alcance limitado del proletariado, los

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campesinos y las comunidades rurales debían agenciarse en el proceso de


construcción de una nación-Estado india.
Esta empresa requería una ruptura con la concepción epistemoló-
gica y metodológica. Fundalmentalmente, el Grupo de Estudios Subal-
ternos debió enfrentar una serie de dificultades propias del método vin-
culadas con la tensión entre la técnica y el compromiso político en el ac-
ceso a las voces subalternas. Pues, resulta hasta cierto punto desconcer-
tante retomar el archivo o regresar al campo después de criticar la trans-
parencia de la empresa, por ejemplo, cuando se plantea cómo recuperar la
voz de las mujeres u otros sujetos subalternos a partir de documentos
construidos por fuerzas patriarcales o coloniales (Mallon, 1995: 106). Es-
te problema ha conducido a la tendencia a privilegiar la crítica literaria so-
bre los archivos y el trabajo de campo, y al debate, entre los precursores
de Derrida, que intentan transformar la categoría de lo subalterno en un
“efecto de discurso” eclipsando su definición sociológica, y los que, co-
mo Mallon, se oponen. La recuperación de prácticas subalternas implica-
ba la utilización de nuevas fuentes o una nueva mirada a las ya revisadas.
Con este fin, el grupo se orientó y combinó la semiótica de Barthes, la an-
tropología estructuralista, la crítica literaria estructuralista rusa y el mar-
xismo althusseriano. Estas técnicas, no obstante, exponían sus tensiones
y límites, señalados por Mallon (1995: 95): “(las técnicas) han cuestiona-
do en último término dos suposiciones centrales para el propósito políti-
co del grupo: que las prácticas subalternas tuvieran cierta autonomía res-
pecto de la cultura de elites y que la política subalterna tuviera una uni-
dad y solidaridad propias”.
Guha identifica las políticas subalternas como un “dominio autó-
nomo”. Una de las críticas más fuertes que se hicieron al Grupo, identi-
ficada por Joseph y Nuggent (1994) fue, precisamente, el exceso de énfa-
sis en la autonomía de “lo popular” o lo subalterno (p. 21).
Más allá de las tensiones que el modelo teórico deparaba, las discu-
siones atravesaron los espacios de pensamiento local y fueron apropiadas
por los estudiosos latinoamericanistas desde distintas disciplinas. La pri-
mera de ellas está fechada en 1990 en el artículo de Gilbert Joseph publi-
cado en la prestigiosa revista Latin American Research Review, titulado
“On the Trail of Latin American Bandits”. En él se proponía reformular
las ideas esencialistas de Eric Hobsbawm quien, en su Rebeldes primiti-
vos (1959), definía al bandolerismo social como “formas arcaicas de mo-
vimiento social” de los campesinos fuera de la ley que representaban for-

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mas de protesta pre-políticas (pp. 7-8).


A partir de este texto, el debate se centra en la “adaptación” ver-
sus la “resistencia” a las estructuras de dominación44 y su legitimación, y
en la relación entre resistencia y violencia a la autoridad. Al respecto, el
libro de Steve Stern Resistance, Rebellion and Consciousness in the An-
dean Peasant World, 18 th to 20 th Centuries (1987) afirma que “en algu-
nos casos la «adaptación de la resistencia» («resistance adaptation») pue-
de incluir ocasionales actos de violencia, y necesariamente el análisis de-
be incluir el estudio de las transformaciones en los usos de la violencia,
más que implicar una pura o simple transformación de formas no violen-
tas a violentas de resistencia” (citado en Joseph, 1990: 31; mi traducción).
El trabajo de Joseph despertó la crítica de Richard Slatta, quien
editó un volumen sobre bandidos latinoamericanos en una crítica al pos-
testructuralismo y, en especial, a la utilización de las obras de Foucault y
Gramsci.45
En esta línea de análisis, los citados estudios sobre Asia de Scott y
del historiador Michael Adams, entre otros, han consolidado un marco
teórico de acuerdo con las categorías que el primero ha denominado “for-
mas cotidianas de resistencia”, o “protesta esquiva” (“avoidance protest”)
en palabras de Adams, para enfatizar que las revueltas son excepcionales
en la vida de los campesinos y que la mayor parte del tiempo ellos se aco-
modan y adaptan.
La lectura “en reversa” (o “against the grain”) de esta historiogra-
fía para recobrar la especificidad cultural y política de las insurrecciones
campesinas tiene, para Guha, dos componentes básicos: identificar la ló-
gica de las distorsiones en la representación del subalterno por parte de la
cultura oficial o elitista, y desvelar la propia semiótica social de las prác-
ticas culturales y las estrategias de las insurrecciones campesinas (Guha
1988: 45-84, citado por Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos,
en Castro y Mendieta, 1998).
A modo de conclusión, lo que se observa claramente en el desarro-
llo de estos tres tipos de discursos sobre las revueltas campesinas en la In-
dia colonial es la contrainsurgencia, la ausencia de la voz del mismo cam-
pesinado en el desarrollo historiográfico contemporáneo y posterior a
esos hechos. Por su parte, el primer discurso demuestra claramente, por
provenir de las cúpulas gubernamentales, su rechazo a los hechos. Poste-
riormente, el discurso secundario parte de premisas colonialistas y libe-
rales y, aunque se trate de comprender el contexto económico, social y

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cultural del campesinado, no deja de otorgarle a la revuelta una interpre-


tación sesgada para evitar a continuación el mismo episodio y continuar
pacíficamente el dominio inglés sobre el territorio. Culminando, la terce-
ra forma discursiva –aun proviniendo de teorías políticas alternativas que
rechazan fervientemente las premisas de las interpretaciones anteriores–
derivan en una negación de las capacidades cognitivas de los propios ac-
tores de la revuelta, niegan su voz en el desarrollo historiográfico realiza-
do por este discurso y solamente lo incluyen en un estructuralismo deter-
minante del rumbo hacia el socialismo.
El lugar de la conciencia del subalterno, de la emergente concien-
cia del subalterno, contrasta con la tendencia del marxismo occidental (y,
fundamentalmente, con la noción de pre-político de Eric Hobsbwam),
que le niega conciencia de clase. Para el Grupo, esta no debe ser leída co-
mo una conciencia en general, sino una forma política e historizada de la
misma, es decir, como la conciencia subalterna. En palabras de Guha:
“Proponemos concentrarnos en esa conciencia como nuestro tema cen-
tral porque no es posible explicar la experiencia de la insurrección sim-
plemente como una historia de acontecimientos carentes de sujeto”.
En el ejemplo del diario de un tejedor de nombre Abdul Majil, el
Grupo muestra una conciencia de “colectividad”: la comunidad, como
una conciencia ambigua, que cabalgaba entre la fraternidad religiosa, la
clase, la qasba (pequeño pueblo) y mohalla (barrio). “La conciencia de sí
mismo (de la tribu) como un cuerpo de insurgentes era de este modo in-
distinguible del reconocimiento de su ser étnico” (Spivak, 1997).
Hoy, situándose en las sociedades contemporáneas, algunos de sus
miembros problematizan los alcances del proyecto. Es el caso del libro
recientemente publicado en Argentina de Partha Chaterjee, La nación en
tiempo heterogéneo (2008), sobre el cual me detendré a continuación.

Asalto a la imaginación subalterna

Hace poco tiempo atrás publiqué, con idéntico título, “La Nación
en tiempo heterogéneo” (2008),48 una reseña sobre el libro de Partha
Chaterjee, uno de los miembros fundadores del grupo de estudios subal-
ternos en India cuya obra destacada prácticamente no estaba disponible
en castellano.
Allí escribí: “Si pudiera precisar con algún término La Nación en
tiempo heterogéneo, es con la expresión osado. El libro de Chaterjee es

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osado en su intencionalidad de explicar por qué el nacionalismo, otrora


un «regalo» exitosamente legado por los europeos a la periferia tercer-
mundista, inicia un camino de retorno a Europa, como una fuerza oscu-
ra, elemental e impredecible”. Producto, ahora, del Tercer Mundo, ocu-
pa el mismo estatus que las drogas, el terrorismo y la inmigración ilegal.
Osado por su pretensión teórica de discutir las implicaciones de
conceptos “fijos”, “fijados” y universalizados por la teoría política euro-
céntrica para Occidente y muchas sociedades no occidentales, y repensar
las obsoletas categorías que gobiernan a los países subalternizados desde
hace siglos.
Osado por afirmar que la democracia debería ser vista como la
“política de los gobernados”.
Osado porque sostiene que las sociedades contemporáneas occi-
dentales hoy se ven desafiadas por la presencia amenazante del “Otro”
inmigrante para la perpetuidad de la idea de una nación homogénea, en el
tiempo heterogéneo de la nación.
Osado, por fin, por cuestionar las diatribas que impugnan lo que
queda por fuera del Occidente moderno, como residuos inextricables, co-
mo temporalidades “otras” arcaicas, como identidades petrificadas en el
tiempo homogéneo, vacío y utópico de la modernidad capitalista. Estos
“otros tiempos”, dirá el autor, no son meras supervivencias del pasado
pre moderno: son los nuevos productos del encuentro con la propia mo-
dernidad.
Por cierto, el gesto rupturista de Chaterjee se remonta a fines de la
década del setenta, concretamente, a un proyecto político iniciado por un
puñado de intelectuales diaspóricos indios afincados en la academia de
Inglaterra y dirigido por el historiador Ranajit Guha. El grupo se reunió
en torno al interés de “devolver a la historia” las voces silenciadas por los
modelos descriptivos y causales utilizados por la historiografía marxista
y nacionalista dominante para representar la historia colonial sudasiática.
Para el grupo, el imperialismo era también un modo de establecer
una normatividad universal de la producción narrativa, que excluyó a las
voces bajas de la historia, omitiéndolas, sofocándolas o bien, distorsio-
nándolas bajo los signos de la violencia epistémica.
La representación de la India y de los indios, construida por el im-
perio británico, marca, en el relato del autor, un antes y un después. Iden-
tificada como un estado de anarquía, ilegalidad y despotismo arbitrario,

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las “degeneradas y bárbaras” costumbres sociales del pueblo indio –san-


cionadas, según creían, por la tradición religiosa– fueron, para Chaterjee,
un elemento central de la justificación ideológica del gobierno colonial
británico.
Las primeras páginas de La Nación en tiempo heterogéneo se re-
trotraen a 1498, fecha de la llegada de la expedición portuguesa de Vasco
da Gama a la costa malabar “en busca de cristianos y especies”, bajo la
impronta europea de que la religión constituía el universal cultural y su-
ponía la condición sine qua non de la inclusión a la civilización. Luego re-
lata la crisis del poderío portugués en la India, la consolidación del impe-
rio mongol y el fin de la hegemonía portuguesa, sustituida por las com-
pañías comerciales holandesa e inglesa.
Influido por las lecturas gramscianas, el proyecto intelectual del
grupo comparte más la preocupación por la “dominación y subalterni-
dad” (o, en términos de Guha, “dominación sin hegemonía”), que por la
“hegemonía y subalternidad”. El dominio británico, concluye Chaterjee,
fue tal que “los una vez colonizados, continuamos hasta hoy sintiendo
una necesidad aparentemente insaciable de amar a Europa”. Un amor que
es un “concepto de Occidente” soldado desde hace 500 años, de modo
que ni siquiera las grandes atrocidades del siglo XX logró fisurarlo en el
sur asiático.
Chaterjee remite, para reforzar este argumento, no sólo a los escri-
tos de los viajeros portugueses, sino también a los indios que navegaron
a la Inglaterra de la época. A cinco siglos “de amor y odio”, para com-
prender la “incomprensión cultural” entre Europa y la India a lo largo de
ese tiempo, el argumento de Chaterjee, tomado de Maquiavelo, es que el
dominio británico en la India introdujo una novedad que lo diferencia de
los gobiernos indios ex ante: “su necesidad manifiesta desde finales del si-
glo XVIII de ser amados por sus súbditos extranjeros”.
No obstante, los 200 años de dominación que oprimieron a la India
no pueden concebirse, advierte Chaterjee, sin entender la alianza entre las
elites extranjeras y nativas, que admiraban a la gran Inglaterra de la ficción
literaria, creada por el nacionalismo y las nuevas clases medias letradas indias
en la formación de los movimientos nacionalistas modernos. Ni tampoco de-
sechando la tesis andersoniana, tan influyente en los últimos tiempos, según
la cual las naciones son “comunidades imaginadas”, de modo que Occiden-
te promovieó el asalto a la imaginación subalterna o, en sus palabras, “nues-
tras imaginaciones deben permanecer colonizadas para siempre”.

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El interés por interpretar la construcción de la nación y el naciona-


lismo aparece ya en los escritos anteriores de Chaterjee. Entre otros, en
The Nation and its Fragments: Colonial and Postcolonial Histories
(1993) analizó cómo el nacionalismo separó el ámbito de la cultura en dos
esferas: la material y la espiritual. Para los escritores nacionalistas, la pri-
mera, si bien los condiciona, estaría fuera de ellos, dado que, dirá Chater-
jee, no tiene importancia. “Lo espiritual, que está adentro, es nuestro ver-
dadero ser; es aquello que es genuinamente esencial”. De este modo,
mientras la India pudiera conservar la singularidad espiritual de su cultu-
ra, podía hacer las concesiones necesarias para adaptarse a los requeri-
mientos del moderno mundo material sin perder su verdadera identidad.
La preservación del campo espiritual como territorio soberano,
aunque alterable, se vuelve entonces, fundamental para comprender el na-
cionalismo anticolonial en India por fuera de la “normalización cultural”
del capitalismo impreso, tal como lo demuestra el autor en el campo de la
lengua nativa y las artes.
Posiblemente, la mayor osadía del planteo de Chaterjee radique en
cuestionar el concepto de “sociedad civil”, el nuevo dogma liberal de la
“participación” que, en tanto ficto, se vuelve una nueva estrategia de go-
bernabilidad.
Al polemizar con Charles Taylor afirmó que los ciudadanos habi-
tan en el dominio de las teorías liberales, y las poblaciones, en el de las
políticas públicas, bajo lo que Nicholas Dirks denominó el “Estado etno-
gráfico”. Mientras la sociedad civil, restringida a un pequeño sector de
ciudadanos ilustrados, representaría el “punto culminante de la moderni-
dad” y de los ideales ficticios de libertad e igualdad, la “sociedad políti-
ca”, tal como la entiende Chaterjee, es el descenso al corazón de las tinie-
blas en el que “el nuevo rival de la modernidad son las formas de la de-
mocracia”.
En esas “zonas oscuras”, donde rige el principio de la desigualdad,
la diferencia y la lógica de la cuenta, se desenvuelven la “cultura lumpen”,
la movilización de los desclasados, de los sujetos refugiados: campesinos
sin tierra, personas sin techo, trabajadores eventuales… que transgreden
la legalidad para sobrevivir, y cuyos reclamos ya no pueden ser ignorados
por el Estado. Esos subalternos imaginan de otro modo la nación. Ese
modo otro, tiempo otro que se sustrae del discurso occidental universa-
lizante postula, en definitiva, la disputa por el tiempo, la posibilidad de
decidir por nosotros mismos. Foucault lo nombró como “heterotopía”.

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Y Chaterjee lo recupera para nuestra contemporaneidad. Los actos de re-


sistencia de la mayoría del mundo moderno ya no podrán ocurrir antes
de tiempo.
A continuación me detendré en la fundación del “Grupo de Estu-
dios Subalternos Latinoamericanos”, cuya finalidad fue establecer un diá-
logo sur-sur con los subalternistas de la India. Este proyecto presentó li-
mitaciones que intentaré reseñar y que se refieren básicamente a nuestra
identidad latinoamericana.

El Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos (1998)

El Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericano, conformado


por un grupo de investigadores pertenecientes a universidades norteame-
ricanas, fue fundado por John Beverley, Robert Carr, Ileana Rodríguez,
José Rabasa y Javier Sanjinés, a comienzos de la década del noventa co-
mo una reflexión sobre la función política del Latinoamericanismo en la
universidad y en la sociedad norteamericana.
Según el Manifiesto,

“se empieza a levantar la sospecha de que los «Area Studies» y, en particular,


los «Latin American Studies» han operado tradicionalmente como discursos
inscritos en una racionalidad burocrático-académica que homogeniza las dife-
rencias sociales, económicas, políticas y sexuales de las sociedades latinoame-
ricanas. El Latinoamericanismo, esto es, el conjunto de representaciones teó-
ricas sobre América Latina producido desde las ciencias humanas y sociales,
es identificado como un mecanismo disciplinario que juega en concordancia
con los intereses imperialistas de la política exterior norteamericana. El ascen-
so de los Estados Unidos como potencia vencedora en la Segunda Guerra
Mundial, los programas de ayuda económica para la modernización del «Ter-
cer Mundo», la globalización posmoderna del American way of life en la épo-
ca del «capitalismo tardío», la política de lucha contra la expansión del comu-
nismo en el sur del continente: todos estos factores habran jugado como con-
diciones empírico-trascendentales de posibilidad del discurso latinoamerica-
nista en la universidad norteamericana” (1998: 1).

Los miembros del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalter-


nos piensan que las teorías de Said, Bhabha y Spivak, y especialmente las
contribuciones de Ranajit Guha y del Grupo, podrían colaborar en la re-
novación poscolonial del Latinoamericanismo. Pues, como ocurre con la
historiografía oficial de la India, también en los Estados Unidos se opera

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con una serie de representaciones literarias, filosóficas y sociológicas so-


bre “Latinoamérica” que ocultan las diferencias. El proyecto teórico-po-
lítico del grupo va dirigido, entonces, hacia la deconstrucción de tales
epistemologías y hacia la apertura de nuevos espacios de acción política
(Beverley 1996: 275). Se busca articular una crítica de las estrategias epis-
temológicas de subalternización desarrolladas por la modernidad para, de
este modo, recortada la maleza, encontrar un camino hacia el locus enun-
tiationis desde el que los sujetos subalternos articulen sus propias repre-
sentaciones (Castro Gómez, 1998).

El subalterno en los estudios latinoamericanos

Los límites de la historiografía elitista en relación con el subalter-


no, denunciados por el Grupo de India hacia 1980, habían sido trabaja-
dos por los latinoamericanistas desde hacía dos década (1960). Para el
Grupo Latinoamericano, detrás de la conceptualización del subalterno
subyace la necesidad de repensar la relación entre el Estado, la nación y
el “pueblo” a partir de las tres grandes transformaciones que también han
moldeado el área de los Estudios Latinoamericanos: las revoluciones me-
xicana, cubana y nicaragüense (1998).
Según el Manifiesto Inaugural publicado en 1998, el

“… proyecto de crear un Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, tal


como el que estamos proponiendo, representa tan solo un elemento, crucial
sin embargo, al interior del campo emergente y mucho más amplio de los es-
tudios culturales latinoamericanos; (…) en la nueva situación de globalización,
el significante «Latinoamérica» hace referencia también a un conjunto de fuer-
zas sociales al interior de los Estados Unidos, que se han convertido ya en la
cuarta o quinta (entre veinte) nación de habla española más grande del mun-
do” (p. 23).

De este modo, el Grupo de Estudios Latinoamericanos expresa su


propósito en el Manifiesto: “Quisiéramos esbozar la relación entre la
emergencia de los Estudios Latinoamericanos y el problema de la con-
ceptualización de la subalternidad en términos de tres grandes etapas,
desde 1960 hasta el presente”. Transcribo a continuación algunos frag-
mentos destacados del Manifiesto, que puede consultarse en Internet
(www.manifiestoinaugural....). http://www.ensayistas.org/critica/teoria-
/castro/manifiesto.htm

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Primera etapa: 1960-1968

“Como es bien sabido, aunque la mayoría de los países latinoame-


ricanos ganaron su independencia en el siglo XIX, los Estados nacionales
resultantes fueron gobernados predominantemente por criollos blancos
que establecieron regímenes coloniales internos con respecto a los indios,
los esclavos descendientes de africanos, el campesinado mestizo y mula-
to, o los nacientes proletariados. La revolución mexicana marcó una des-
viación con respecto a este modelo blanco, patriarcal, oligárquico y euro-
céntrico de desarrollo, pues se fundaba en la agencia de los indios y los
mestizos, no sólo como soldados, sino también como líderes y estrategas
del levantamiento revolucionario. No obstante, durante el México pos-
trevolucionario, en un proceso que ha sido ampliamente estudiado, este
protagonismo fue bloqueado a nivel económico, político y cultural –en
favor de la emergente clase mestiza, alta o media– mediante la supresión
de las comunidades y líderes indios, así como por la resubalternización
del indio, que dejó de ser visto como un sujeto histórico-político para
convertirse en artefacto «cultural» vinculado al nuevo aparato estatal (p.
e. en el muralismo mexicano).
La revolución cubana representó una recuperación parcial del im-
pulso hacia la emergencia del subalterno, en particular gracias al acento
que otorgó al problema del carácter no europeo (o post-europeo) de los
sujetos sociales en América Latina en el contexto de la descolonización,
levantándose así frente a la primacía de la historiografía eurocéntrica y
frente a los paradigmas culturales establecidos. La relectura que hizo Ro-
berto Fernández Retamar de Franz Fanon y del discurso de liberación
nacional en su ensayo Calibán es ejemplo de una nueva conceptualización
de la historia y la identidad latinoamericanas. Este impulso afectó no so-
lamente a escritores del Boom, como Mario Vargas Llosa, Carlos Fuen-
tes y Gabriel García Márquez, sino también a científicos sociales como
André Gunder Frank y los teóricos afiliados a la escuela de la dependen-
cia. Ambos grupos creían en la viabilidad de establecer en América Lati-
na economías y sociedades que «rompieran» radicalmente con las estruc-
turas del sistema dominante; una ruptura que, al menos en teoría, dejaría
campo para el protagonismo de los sujetos subalternos. El concepto del
pueblo como «masa trabajadora» se convirtió en el nuevo centro de la re-
presentación. Entre los resultados más apreciables de este cambio [epis-
temológico] en la esfera de la cultura se encuentran los documentales de
la escuela de Santa Fe creada en Argentina por Fernando Birri, las pelícu-
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las del Cinema Nuovo brasileño y del ICAIC cubano, el concepto de «ci-
ne popular» desarrollado en Bolivia por Jorge Sanjinés y el grupo Uka-
mu, el «teatro de creación colectiva» en Colombia, el teatro Escambray
en Cuba y movimientos afines en los Estados Unidos, como el teatro
campesino. El sujeto de la historia no fue puesto jamás en duda, como
tampoco la idoneidad de sus representaciones (tanto en el sentido mimé-
tico como político) por parte de las sectas revolucionarias, por las nuevas
formas de arte y cultura, o por los nuevos paradigmas teóricos, como la
teoría de la dependencia o el marxismo althuseriano” (p. 12) .

Segunda etapa: 1968-1979

“La crisis del modelo protagónico de la revolución cubana empie-


za con el colapso de la guerrilla del Che Guevara en Bolivia y de los fo-
cos guerrilleros a finales de los sesenta; un colapso basado en parte sobre
la separación existente entre estos focos y las masas que ellos buscaban
impulsar hacia la acción revolucionaria (Una imagen muy vívida de esto
proviene del mismo Che Guevara, quien en su Diario reconoce la falta de
apoyo por parte de la población campesina de lengua Aymará que él es-
taba tratando de organizar).
La «Nueva Izquierda» en los Estados Unidos, el movimiento anti-
bélico, el «Mayo» francés y las manifestaciones de los estudiantes mexi-
canos frente a la matanza de 1968 en Tlatelolco, señalan la aparición del
estudiantado como actor político en el escenario mundial, desplazando a
los tradicionales partidos social-demócratas y comunistas” (p. 13).

Tercera etapa: los años ochenta

“La revolución nicaragüense y la importante difusión teórica y práctica de la


Teología de la Liberación se convirtieron en fuentes primarias de referencia
durante esta etapa. Las palabras clave fueron «cultura», «democratización»,
«globalización» y algunos «post» (postmarxismo, postmodernismo, postes-
tructuralismo). En concordancia con la emergencia de proyectos como el
Grupo de Estudios Subalternos o el Centro de Estudios Culturales en Bir-
mingham, dirigido por el jamaiquino Stuart Hall, los latinoamericanistas em-
pezaron a criticar la persistencia de sistemas coloniales o neocoloniales de re-
presentación en América Latina (cf. Rama, 1984). Este es precisamente el mo-
mento en que emergen los estudios culturales en la universidad anglo-ameri-
cana” (p. 22).

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El concepto de nación es nodal en este proyecto. Entendido como


un “espacio dual (elites metropolitanas / elites criollas; elites criollas /
grupos subalternos), el estudio de la subalternidad en América Latina in-
cluye otras dicotomías estructurales. Al ser un espacio de contraposición
y colisión, la nación contiene múltiples fracturas de lengua, raza, etnia,
género, clase, y las tensiones resultantes entre asimilación (debilitamien-
to de las diferencias étnicas, homogenización) y confrontación (resisten-
cia pasiva, insurgencia, manifestaciones de protesta, terrorismo). El su-
balterno aparece entonces como un sujeto «migrante», tanto en sus pro-
pias representaciones culturales como en la naturaleza cambiante de sus
pactos con el estado-nación. De acuerdo con las narrativas del marxismo
clásico y del funcionalismo sociológico respecto al «modo de produc-
ción», el sujeto migrante aparece cartografiado como formando parte de
los estadios de desarrollo de la economía nacional. En tales narrativas, la
participación de las clases subalternas y su identificación con categorías
económicas sirven para enfatizar el crecimiento de la productividad, que
es el signo del progreso y la estabilidad. El concepto de nación, atado al
protagonismo de las elites criollas en su afán de dominar o administrar a
otros grupos sociales, ha oscurecido desde el comienzo la presencia y rea-
lidad de los sujetos subalternos en la historia latinoamericana” (p. 23).
De este modo, según Mallon (1995), el Grupo de Estudios Subal-
ternos Latinoamericanos, aunque con mayor inclinación a la crítica lite-
raria, elaboraría una declaración de sus fundamentos que, aunque basada
en el texto fundacional de Guha, iría más lejos al criticar al concepto de
nación para comprender la presencia de los sujetos subalternos en la his-
toria latinoamericana. Mallon señalaba que la crítica se basaba en com-
prender la nación como creación de elite y, además, que el grupo sostenía
que el subalterno era una “sujeto migrante, cambiante”, cuya identidad
era variada y situacional por lo cual no debía limitarse a privilegiar gru-
pos subalternos particulares (obreros, campesinos, hombres), “sino tener
acceso al vasto (y móvil) conjunto de las masas” (p. 104).
“El subalterno no es una sola cosa. Se trata, insistimos, de un suje-
to mutante y migrante. Aun si concordamos básicamente con el concep-
to general del subalterno como masa de la población trabajadora y de los
estratos intermedios, no podemos excluir a los sujetos «improductivos»,
a riesgo de repetir el error del marxismo clásico respecto al modo en que
se constituye la subjetividad social. Necesitamos acceder al vasto y siem-
pre cambiante espectro de las masas: campesinos, proletarios, sector for-

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mal e informal, subempleados, vendedores ambulantes, gentes al margen


de la economía del dinero, lumpen y ex-lumpen de todo tipo, niños, de-
samparados, etcétera” (Manifiesto).
Para Guha, y el grupo en general, la preocupación fundamental es
la de “dominación y subalternidad” (o, como lo dice Guha, “dominación
sin hegemonía”) y no la de “hegemonía y subalternidad”.
La crítica más fuerte del Grupo Latinoamericano proviene del li-
bro Introducción al debate post-colonial y de la conversación con los es-
tudios subalternos del sur asiático abierto por Rivera Cusicanqui y Ros-
sana Barragán (1997), donde señala que el norte ha interrumpido el diá-
logo Sur-Sur.
Si nos ubicamos en la década del sesenta, los “teóricos de la depen-
dencia” (como André Gunder Frank) y la llamada “sociología del subde-
sarrollo” analizaron las causas de este último en las sociedades latinoame-
ricanas del Tercer Mundo. En ese contexto, surgieron dos teorías que in-
tentaron explicar las diferencias: la “Teoría de la Sociedad Dual” y la
“Teoría del Desarrollo”. La primera, que enfatiza la falta de integración
y el atraso de distintas zonas, surge dentro de la Sociología a modo de res-
puesta a cambios sociales (principalmente en el Tercer Mundo), como
descolonización, revoluciones sociales, problema del crecimiento econó-
mico, pero fuera de las respuestas marxistas hacia el cambio. Encontra-
mos aquí a Robert Redfield (1941, citado por Rutledge, 1987), un antro-
pólogo que estudia campesinos mexicanos con la idea de “continuum ru-
ral-urbano”, donde las sociedades se analizan como subdesarrolladas, ile-
tradas, con economía de subsistencia y valores de prestigio no económi-
co-racionales. De acuerdo con esta teoría, el progreso es susceptible de al-
canzarse gracias al crecimiento económico capitalista. Es una hipótesis
del cambio social unilateral: “sociedad tradicional” à “sociedad moder-
na”. En esa transición se visualizan obstáculos que es necesario eliminar.
Por otra parte, la “Teoría del Desarrollo”, cuyos exponentes son
Gino Germani, Hoselitz, entre otros, está basada en el mercado y la acti-
vidad comercial. América Latina es vista como una sociedad en transi-
ción, en la que se evidencia un dualismo estructural: dos o más “sectores
o sub sociedades” casi feudales en sus características socioeconómicas. La
existencia de “grupos marginales” que están fuera de la sociedad capita-
lista y se resisten a ser integrados son considerados, por estos teóricos,
como la única solución al subdesarrollo de la zona que genera atraso y
pobreza rural. La única salida es la mercantilización de la economía rural.

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En la década del setenta, cuando el enfoque dependentista –repre-


sentado por Cardozo y Faletto en su famoso libro Dependencia y desa-
rrollo en América Latina, de los años 1960– era conocido y discutido en
el ámbito intelectual latinoamericano, se acuñó el término “colonialismo
interno”, utilizado por primera vez en el contexto latinoamericano por
el agrónomo francés René Dumont en Colombia (Rutledge, 1987: 24).
Pablo González Casanova (1963) postula que la relación entre el centro
y la periferia liga lo avanzado y lo atrasado. Son distintos los mecanis-
mos de dominación política y explotación económica con los que Casa-
nova describe la discriminación jurídica y lingüística. Apartándose de la
posición dualista, señaló que esta relación es distinta de la de la clase, en
la que incide la relación campo-ciudad. Se trata de sociedades con distin-
tos tipos de estratificación internas: en las sociedades mestizas e indíge-
nas encontramos propietarios y trabajadores sin propiedad, diferencia-
das étnicamente, y la heterogeneidad es resultado de un hecho histórico
de violencia original. La discusión que se abre allí es si esa forma adquie-
re rasgos no clasistas. Rodolfo Stavenhagen (1972) demuestra que la si-
tuación de colonialismo interno da cuenta de una dominación de clase
que logra absorber a las relaciones interétnicas debilitando la integración
nacional. Para este autor, la dependencia de América Latina es no sólo
económica, sino intelectual y cultural. Conocida como “Teoría del Co-
lonialismo Interno”, niega esa falta y destaca la explotación que subyace
a la integración existente entre zonas pobre y ricas. Hay total incorpo-
ración de las áreas pobres de América Latina al sistema capitalista basa-
do en la explotación. Así, el atraso es visto como el resultado del tipo de
integración. En este contexto, Eric Wolf cuestionó las tesis de Redfield:
la sociedad industrial y el mercado modifican las relaciones económicas
en el campo. La incorporación de los campesinos de América Latina al
mercado capitalista mundial no le acarreará necesariamente una eleva-
ción de sus estándares de vida si la relación continúa perpetuando la de-
pendencia.
Tales posiciones fueron paradigmáticas, y conocidas las polémicas
como la de Dobb/Sweezy de los años cincuenta, a propósito del carácter
predominantemente “feudal” o “capitalista” de lo que dio en llamarse el
modo de producción colonial, debatido por Puiggrós, André Gunder
Frank y Laclau. Aunque el debate se zanjó, según Grüner, definiendo co-
mo “modo de producción no consolidado” al “modo de producción co-
lonial”, su importancia estriba en el cuestionamiento a las categorías eu-

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rocéntricas feudalismo/capitalismo en su traspolación a los contextos his-


tórico-sociales de las colonias.

III. Posoccidentalismo, giro decolonial y la discutida postcolo-


nialidad de / en América Latina

Como se desprende de lo anterior, fue en América Latina donde,


por primera vez, comenzó a articularse una crítica sistemática del colonia-
lismo.47 Sin embargo, entre los autores latinoamericanistas exponentes de
los “Estudios subalternos” no todos aceptan el término “poscolonial” pa-
ra los estudios homónimos en América Latina, dados los orígenes impe-
rialistas que acuñaron nuestras sociedades, nacidas a la independencia a
comienzos del siglo XIX, con bastante antelación a la conformación del
sistema imperialista (frente a las jóvenes ex colonias francesas e inglesas).
Castro Gómez y Mendieta (1998) explican que este discurso parte
de la hipótesis según la cual, en la segunda mitad del siglo XX se produ-
jo en América Latina un profundo quiebre en la identidad latinoamerica-
na como consecuencia de la globalización y los movimientos migratorios,
que la distancia de la obra que un siglo antes, a comienzos del siglo XX,
el pensador uruguayo José Enrique Rodó representó en su obra Ariel. En
ella contraponía las dos identidades: los latinos (los Arieles) y los sajones
(simbolizados por la figura shakespeareana Calibán). “Se trata, sostienen
Castro Gomez y Mendieta (1998), nuevamente, de la eterna pregunta por
la identidad que ha movilizado gran parte del pensamiento filosófico de
América Latina durante los últimos 200 años” (p. 4).48
La traslación de estas teorías a América Latina no ha estado exen-
ta de críticas. Como explica la colombiana Erna von der Walde (1998: 5):

“Ante la pregunta por los orígenes de la teoría poscolonial, el historiador Arif


Dirlik suministra una respuesta algo insolente, pero muy significativa: «Lo
poscolonial comienza cuando los intelectuales del Tercer Mundo llegan a la
academia del Primer Mundo» (Dirlik 1994, citado por Walde, 1998). Las teo-
rías poscoloniales se encuentran inscritas en esa paradoja. Pues su cuestiona-
miento de las construcciones del Otro por parte de la cultura occidental tie-
nen su mayor fuerza en el ámbito de la academia occidental misma” (p. 6).

La cuestión de la legitimidad del empleo del término “poscolonial”


al interior de los estudios sobre América Latina abría dos frentes:

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1. El de los latinoamericanistas, que buscaba aprovechar las teo-


rías poscoloniales para una nueva lectura de los textos pertene-
cientes al período colonial hispanoamericano (podemos ubicar
aquí a Seed, a la nicaragüense Ileana Rodríguez, Mignolo, Men-
dieta, Coronil, Castro Gómez, Klor de Alva, Von der Walde,
etcétera). En este nuevo marco, estos pensadores consideran
que las “teorías poscoloniales” producidas por estudiosos pro-
cedentes del antiguo imperio británico, podrían ser aprovecha-
das en el contexto latinoamericano para hacer visibles a los “su-
jetos subalternos” del continente.
2. El de aquellos que, como Hugo Achúgar, Nelly Richard y Ma-
bel Moraña, criticaban el uso de las categorizaciones extranjeras
y el descreimiento de las tradiciones del pensamiento latinoa-
mericano. Así, según Achúgar, “los teóricos poscoloniales en-
tendieron que se podía extender sin más al conjunto del plane-
ta [esa perspectiva particular]. No tuvieron en cuenta que Amé-
rica Latina funciona como categoría del conocimiento, por lo
menos desde hace más de un siglo, y que tanto la revisión como
la crítica de dicha noción ha sido y es constante” (1998: 276).

“De acuerdo con la arqueología de Mignolo, las teorías postoccidentales em-


pezaron a formularse en América Latina a partir de 1918, es decir, cuando Eu-
ropa comenzó a perder la hegemonía del poder mundial. Teóricos como José
Carlos Mariátegui, Edmundo O´Gormann, Fernando Ortiz, Leopoldo Zea,
Rodolfo Kusch, Enrique Dussel, Raúl Prebisch, Darcy Ribeiro y Roberto
Fernández Retamar consiguieron deslegitimar epistemológicamente el discur-
so hegemónico y colonialista de la modernidad, que procuraba impulsar el
«tránsito» de América Latina hacia la modernización tecnológica de la socie-
dad” (Castro Gómez, 1998).

En efecto, para Walter Mignolo, profesor argentino radicado en


Duke, la crítica al colonialismo ha encontrado tres formas básicas de arti-
culación, procedentes de tres loci diferenciales: la crítica posmoderna, que
expresa la crisis del proyecto moderno en el corazón de Europa y de los
Estados Unidos; la crítica poscolonial, que corresponde a la experiencia de
las ex-colonias que lograron su independencia después de la Segunda Gue-
rra Mundial, como la India y el Medio Oriente, y finalmente, la crítica po-
soccidental, cuyo lugar natural es América Latina y cuyos antecedentes se
remontan a las primeras décadas del siglo XX (Mignolo, 1996).

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En este sentido, se plantea fortalecer el camino iniciado por el Gru-


po Sudasiático de Estudios Subalternos estableciendo una diferenciación
entre “una crítica postcolonial (o una crítica de la modernidad desde el
Sur Global) en oposición a la crítica postmoderna del Grupo Latinoame-
ricano de Estudios Subalternos (una crítica de la modernidad desde el
Norte Global) (Mignolo, 2000). Estos debates, al decir de otro integran-
te del Grupo, Ramón Grosfoguel (2006: 20). “nos dejaron en claro la ne-
cesidad de descolonizar no sólo los Estudios Subalternos, sino también
los Estudios Poscoloniales”.
En efecto, más recientemente en América Latina surgió una nueva
corriente de pensamiento: el Pensamiento o Giro decolonial.
El grupo de académicos autodenominado “Programa de Investiga-
ción Modernidad / Colonialidad” es transdisciplinario y, aunque se en-
cuentra anclado en Latinoamérica, no corresponde propiamente a esta
geografía, sino a sitios en red en algunos centros académicos, como Qui-
to, Bogotá, Durham-Chapell Hill, Ciudad de México y, más reciente-
mente, Berkely. Se inscribe en una genealogía de pensamiento que inclu-
ye la Teología de la Liberación (1960 y 1970), debates en filosofía y cien-
cia social latinoamericana (Enrique Dussel, Roberto Kusch, Orlando Fals
Borda, Pablo González Casanova, Darcy Ribeiro), teoría de la dependen-
cia, las discusiones de los años ochenta sobre modernidad y postmoder-
nidad y, en 1990, sobre la hibridez en la antropología y los estudios cul-
turales, y el grupo latinoamericano de estudios subalternos en Estados
Unidos (Escobar, 2003). Este autor identifica como principales figuras in-
telectuales a Enrique Dussel, Anibal Quijano y Walter Mignolo.
Para el grupo, este es “un paradigma otro”, “una manera diferente
del pensamiento, en contravía de las grandes narrativas modernistas –la
cristiandad, el liberalismo y el marxismo– localizando su propio pensa-
miento en los bordes mismos de los sistemas de pensamiento e investiga-
ciones hacia la posibilidad de modos de pensamiento no-eurcéntricos”
(Escobar, 2003: 54). Para este Programa, el origen de la modernidad es la
conquista de América y el control del Atlántico después de 1492, despla-
zando así los mojones europeos:

“La conquista y colonización de América es el momento formativo en la crea-


ción del Otro de Europa” (Escobar, 2003: 60).

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Una perspectiva “decolonial” podría modificar y complementar,


según Walter Mignolo, algunas suposiciones del análisis del sistema-
mundo y de los “postcolonial studies” anglosajones. Respecto del prime-
ro, su crítica va dirigida al concepto de “geocultura” como sinónimo de
ideologías globales, que la mayoría de los análisis del sistema-mundo uti-
lizan para analizar cómo la división internacional del trabajo y las luchas
militares geopolíticas son constitutivas de los procesos de acumulación
capitalista a escala mundial. Ese concepto se ubica dentro del paradigma
marxista de infraestructura / superestructura. Sin embargo, manifiesta:

“Creemos que el ámbito discursivo/simbólico que establece una división en-


tre poblaciones blancas y no-blancas no es una «geocultura», en el sentido de
Wallerstein, sino que es un ámbito constitutivo de la acumulación de capital a
escala mundial desde el siglo XVI. Es decir que no se trata de un ámbito «su-
perestructural», derivado de las estructuras económicas, sino que forma con
estas una «heterarquía», es decir, la articulación enredada (en red) de múltiples
regímenes de poder que no pueden ser entendidas desde el paradigma marxis-
ta (Kontopoulos, 1993).

Respecto de su crítica a los “Estudios Poscoloniales” anglosajones,


para Mignolo (2007) “el pensamiento decolonial se diferencia de la teoría
poscolonial o de los estudios poscoloniales en que la genealogía de estos
se localiza en el postestructuralismo francés más que en la densa historia
del pensamiento planetario decolonial”. Encuentra las primeras manifes-
taciones del giro decolonial en los virreinatos hispánicos, en los Anáhuac
y Tawantinsuyu en el siglo XVI y comienzos del XVII (y precisamente
durante el virreinato del Perú en Waman Poma de Ayala, quien envió su
obra Nueva crónica y buen gobierno al Rey Felipe III, en 1616), aunque
también en las colonias inglesas y en la metrópoli, durante el siglo XVIII
(especialmente en el tratado Thoughts and Sentiments on the Evil of Sla-
very de Otabbah Cugoano, un esclavo liberto que pudo publicarlo en
Londres, en 1787 diez años después de la publicación de The Wealth of
Nations, de Adam Smith).
Este enfoque parte de la premisa de que una implicación funda-
mental de la noción de “colonialidad del poder” es que el mundo no ha
sido completamente descolonizado.

“La primera descolonialización (iniciada en el siglo XIX por las colonias es-
pañolas y seguida en el XX por las colonias inglesas y francesas) fue incom-

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NARRATIVAS CONTEMPORÁNEAS DE LA MODERNIDAD / COLONIALIDAD...

pleta, ya que se limitó a la independencia jurídico-política de las periferias. En


cambio, la segunda descolonialización –a la cual nosotros aludimos con la ca-
tegoría decolonialidad– tendrá que dirigirse a la heterarquía de las múltiples
relaciones raciales, étnicas, sexuales, epistémicas, económicas y de género que
la primera descolonialización dejó intactas. Como resultado, el mundo de co-
mienzos del siglo XXI necesita una decolonialidad que complemente la des-
colonización llevada a cabo en los siglos XIX y XX” (Mignolo, 2007:17).

La idea de “colonialidad del poder” es tributaria del conocido so-


ciólogo peruano Aníbal Quijano. Para este autor, el sistema-mundo mo-
derno es organizado mediante la colonialidad del poder, caracterizada
por el capitalismo y el eurocentrismo.50 Remite a la idea de “Encubri-
miento” de América (Lander, 2000), al hecho de que fueran capaces de di-
fundir y de establecer esa perspectiva histórica como hegemónica dentro
del nuevo universo intersubjetivo del patrón mundial de poder” (Quija-
no, 2003: 203). Para este autor, el actual patrón de poder mundial es el
primero efectivamente global, dado que todas las áreas de la existencia so-
cial están controladas por instituciones hegemónicas universales, tales co-
mo la empresa capitalista, la familia burguesa, el Estado nación y el euro-
centrismo. A su vez, la relación entre las instituciones hace del patrón de
poder un “sistema” que cubre la totalidad de la población del planeta. De
esta forma se constituye el primer sistema-mundo global conocido, me-
diante dos procesos históricos:

1. La clasificación a través de la idea de raza de los conquistadores


y conquistados, en primer lugar, y luego, de toda la población
mundial.
2. La articulación de todas las formas históricas de control del tra-
bajo.

“La codificación de las diferencias entre conquistadores y conquistados en la


idea de «raza», una supuesta estructura biológica que puso a algunos en una
situación natural de inferioridad con respecto a otros. Los conquistadores
asumieron esta idea como el elemento fundamental y constitutivo de las rela-
ciones de dominación que impuso la conquista (…). El otro proceso fue la
constitución de una nueva estructura de control del trabajo y sus recursos,
junto a la esclavitud, la servidumbre, la producción independiente mercantil y
la reciprocidad, alrededor y sobre la base del capital y del mercado mundial
(2000b: 533).

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La particularidad del patrón europeo es la de estructurar la divi-


sión del trabajo en el capitalismo moderno con la clasificación racial de la
población mundial.

“En América la idea de raza fue un modo de otorgar legitimidad a las relacio-
nes de dominación impuestas por la conquista (…). Desde entonces ha demos-
trado ser el más eficaz y perdurable instrumento de dominación social univer-
sal, pues de él pasó a depender inclusive otro igualmente universal, pero más
antiguo, el inter-sexual o de género, los pueblos conquistados y dominados
fueron situados en una posición natural de inferioridad y, en consecuencia,
también sus rasgos fenotípicos, así como sus descubrimientos mentales y cul-
turales” (Quijano, 2003: 203).

La dominación colonial, según Quijano, descansa en la premisa de


la superioridad racial de los europeps, que se concebían a sí mismos co-
mo la culminación de un proceso que habría comenzado en un “estado de
naturaleza” –representado por América– y que había evolucionado hacia
la “civilización” –encarnado en Europa–. Es notable, sostiene Quijano,
que los europeos hayan tenido la capacidad para difundir esta creencia
hasta alcanzar la hegemonía de esta perspectiva histórica y la producción
de conocimiento (lo que el autor llama “eurocentrismo”). Su argumento
es que la versión eurocéntrica de la modernidad se apoya en dos mitos
fundantes: el evolucionismo –la civilización humana se entiende como
trayectoria temporal que se desarrolla desde el estado de naturaleza has-
ta desembocar en Europa– y el dualismo –que entiende la diferencia en-
tre Europa y no-europa como una distinción natural-racial– (Quijano,
2000).
El capitalismo mundial fue, desde sus comienzos, colonial/moder-
no y eurocentrado.

“El concepto de raza surge con el descubrimiento de América e implica una


cierta jerarquía que será fundamental para justificar las relaciones de domina-
ción de un nuevo patrón de dominio mundial. Desde Europa se asignan iden-
tidades al resto del mundo: «proceso de re-identificación histórica, pues des-
de Europa les fueron atribuidas nuevas identidades geoculturales». Esas iden-
tidades se basaron principalmente en la colonialidad del nuevo patrón de do-
minación mundial. Una nueva geografía del poder. El «patrón de poder colo-
nial» es un principio organizador que involucra la explotación y la domina-
ción ejercidas en múltiples dimensiones de la vida social, desde las relaciones
económicas, sexuales o de género hasta las organizaciones políticas, las estruc-
turas de conocimiento, las entidades estatales y los hogares (Quijano, 2000).

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Siguiendo esta conceptualización, Ramón Grosfoguel (2006) dife-


rencia “colonialismo” (que refiere a aquellas “situaciones coloniales” im-
puestas por la presencia de una administración colonial, como en el pe-
ríodo del colonialismo clásico) de “colonialidad” (término empleado pa-
ra señalar las “situaciones coloniales” en el período actual, en las que las
administraciones coloniales han sido erradicadas casi por completo del
sistema mundo capitalista). De esta forma, el carácter colonial está carac-
terizado por la opresión / explotación cultural, política, sexual y econó-
mica de grupos subordinados racializados / étnicos por parte de grupos
raciales / étnicos dominantes, independientemente de la existencia de ad-
ministraciones coloniales. Desde este análisis, con la descolonización ju-
rídico-política sólo pasamos de un período de “colonialismo global” al
actual período de “colonialidad global”.
El Programa de Investigación Modernidad / Colonialidad conclu-
ye que “no hay modernidad sin colonialidad, siendo esta última constitu-
tiva de la primera”; la unidad analítica propia para el análisis de la moder-
nidad es la modernidad / colonialidad, y la “diferencia colonial” es espa-
cio epistemológico y político privilegiado (Escobar, 2003: 61).
Quijano considera que “las cuestiones que esa historia permite y
obliga a abrir no pueden ser indagadas, mucho menos contestadas, con el
concepto eurocéntrico de modernidad” (2003: 215), debido a que la mo-
dernidad es de carácter colonial desde su origen: en efecto, en tanto pers-
pectiva de conocimiento “se hace mundialmente hegemónica colonizan-
do y sobreponiéndose a todas las demás, en Europa y en el resto del mun-
do” (2003: 219). La colonialidad y los proyectos decoloniales son consti-
tutivos de la modernidad. El fin de la Guerra Fría terminó con el colonia-
lismo de la modernidad, pero dio inicio, para estos autores, al proceso de
la colonialidad global. “De este modo, preferimos hablar del «sistema-
mundo europeo / euro-norteamericano capitalista / patriarcal moderno /
colonial» (Grosfoguel, 2005) y no sólo del «sistema-mundo capitalista»,
porque con ello se cuestiona abiertamente el mito de la descolonializa-
ción y la tesis de que la posmodernidad nos conduce a un mundo ya des-
vinculado de la colonialidad”.
En efecto, también Grosfoguel destaca la multiplicidad de formas
de dominación, y prefiere no hablar de “sistema capitalista” por su con-
notación específicamente económica. En su reemplazo, propone una
perspectiva que contemple las relaciones de dominación, raciales, sexua-
les, espirituales, epistémicas y de género, así como económicas y políti-

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cas. De esta manera, caracteriza al sistema-mundo como europeo / euro-


norteamericano, moderno / colonial, capitalista / patriarcal, y demuestra
las múltiples jerarquías impuestas que no se visualizan desde el enfoque
economicista del paradigma eurocéntrico. Así, se refiere a jerarquías de
clase, a una división internacional del trabajo entre centros y periferias, a
un sistema inter-estatal global de organizaciones e instituciones político-
militares, a una jerarquía etno / racial global, de género, sexual, espiritual,
epistémica y lingüística. Consecuentemente, en la posición dominante de
todas estas jerarquías se halla el hombre / europeo / capitalista / militar /
patriarcal / blanco / heterosexual / masculino.
Actualmente experimentaríamos, según esta corriente, una “transi-
ción del colonialismo moderno a la colonialidad global”.51 Mignolo
(2007: 27) define de este modo la decolonialidad como concepto y como
“energía”:

“El concepto «decolonialidad» que presentamos en este libro resulta útil para
trascender la suposición de ciertos discursos académicos y políticos, según la
cual, con el fin de las administraciones coloniales y la formación de los Esta-
dos-nación en la periferia, vivimos ahora en un mundo descolonizado y pos-
colonial. Nosotros partimos, en cambio, del supuesto de que la división inter-
nacional del trabajo entre centros y periferias, así como la jerarquización étni-
co-racial de las poblaciones, formada durante varios siglos de expansión colo-
nial europea, no se transformó significativamente con el fin del colonialismo y
la formación de los Estados-nación en la periferia. (…) Desde el enfoque que
aquí llamamos «decolonial», el capitalismo global contemporáneo resignifica,
en un formato posmoderno, las exclusiones provocadas por las jerarquías epis-
témicas, espirituales, raciales/étnicas y de género/sexualidad desplegadas por la
modernidad. De este modo, las estructuras de larga duración formadas duran-
te los siglos XVI y XVII continúan jugando un rol importante en el presente”.

La decolonialidad es, asimismo, una “energía”:

“La decolonialidad es, entonces, la energía que no se deja manejar por la lógi-
ca de la colonialidad, ni se cree los cuentos de hadas de la retórica de la mo-
dernidad (…). Si la colonialidad es constitutiva de la modernidad, puesto que
la retórica salvacionista de la modernidad presupone ya la lógica opresiva y
condenatoria de la colonialidad (de ahí los damnés de Fanon), esa lógica opre-
siva produce una energía de descontento, de desconfianza, de desprendimien-
to entre quienes reaccionan ante la violencia imperial. Esa energía se traduce
en proyectos decoloniales que, en última instancia, también son constitutivos
de la modernidad”.

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Esta energía implica identificarse con los movimientos de descolo-


nización en la rebelión de Tupac Amaru, la revolución haitiana de 1804,
los movimientos anticoloniales de los años sesenta, opuestos a las fuentes
convencionales, como las revoluciones francesa y estadounidense (Esco-
bar, 2003: 61).
Para estos autores, el carácter multicultural de las sociedades com-
porta la necesidad de una forma de organización social que no excluya las
diferencias centralizándose en una entidad hegemónica como el Estado
nación. A su vez, la conceptualización de la colonialidad del poder en
tanto patrón de poder que excede al aparato burocrático administrativo
del Estado nación obliga a replantear las estrategias para la transforma-
ción social. En este sentido, plantea Grosfoguel retomando a Quijano, un
proceso de democratización social y política requiere la apertura de ám-
bitos de autoridad pública no estatales y privados sociales, no necesaria-
mente subsumidos a la lógica del mercado.
Quijano establece un paralelismo entre la colonización externa que
se produce en América (otorgando gran valor al descubrimiento) con el
colonialismo interno que sufren los distintos pueblos europeos tras la
formación de los Estados nación:

“Comenzó como una colonización interna de pueblos con identidades dife-


rentes, pero que habitaban los mismos territorios convertidos en espacios de
dominación interna, es decir, en los mismos territorios de los futuros Estados
nación. Y siguió paralelamente a la colonización imperial o externa de pueblos
que no sólo tenían identidades diferentes a las de los colonizadores, sino que
habitaban territorios que no eran considerados como los espacios de domina-
ción interna de los colonizadores” (Quijano, 2000).

Su propuesta política consiste en “socializar el poder”, esto es, una


redistribución radical del poder entre las gentes, de las condiciones de su
vida cotidiana y de su existencia social, para superar tanto la idea de na-
cionalización estatal de la producción como la de socialismo o capitalis-
mo de Estado. Para este autor, el aparato burocrático administrativo del
Estado reproduce el patrón de poder e impide el desarrollo de un proce-
so de descolonización real, cuya ausencia ha permitido, en América Lati-
na, la coexistencia de un Estado nación formalmente democrático e inde-
pendiente junto con la reproducción de una sociedad de tipo colonial.52
Considero que estos enfoques podrán complementarse cuando su-
peren el desafío de anunciar desde un locus de enunciación tan impreciso

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y homogeneizante como “Tercer Mundo” la especificidad de su objeto de


estudio: la colonialidad. Acordamos con Eduardo Grüner (2002) que
“colonialismo clásico, neo- o semi-colonialismo, imperialismo, depen-
dencia, post-colonialismo, globalización, etcétera, no son «etapas» clara-
mente diferenciadas de una «evolución» lineal, sino diversas instancias o
momentos (en el sentido lógico y no cronológico) de un proceso de con-
junto, sin duda hecho de múltiples particularidades y hasta contradiccio-
nes internas, pero básicamente único. Esto sólo puede apreciarse real-
mente, no obstante, cuando tomamos como «unidad de análisis» no la na-
ción o la región en sentido estrecho, sino lo que Wallerstein ha denomi-
nado el sistema-mundo capitalista que, efectivamente, empezó a confor-
marse ya –simplemente por darle una fecha de origen emblemática– en
1492”.
Asimismo, la referencia al fin de un sujeto de la historia no necesa-
riamente implica que estas corrientes apuesten al abandono de las gran-
des narrativas; por el contrario, creo que ese es su desafío. Sin embargo,
como argumentaré en el apartado que sigue, la dificultad de estos estu-
dios se verifica cuando es el sujeto sexuado el que los interpela.

¿Puede hablar la subalterna desde las teorías de la contra-modernidad?

El Programa de Investigación Modernidad / Colonialidad (MC)


–en su gran mayoría compuesto por académicos varones– ha mostrado
una omisión fundamental que expresó, una vez más, la constitución falo-
gocéntrica de las ciencias sociales y humanas y la imposibilidad de dialo-
gar con otros géneros y otras teorías, como las feministas o las queer. De
que surge la necesidad de explicitar una autocrítica respecto del trata-
miento del género (y también el medio ambiente), tal como lo expone Ar-
turo Escobar:

“Es claro que hasta ahora el tratamiento del género por el grupo de MC ha si-
do inadecuado, en el mejor de los casos. Dussel estuvo entre los pocos pensa-
dores latinoamericanos masculinos que tempranamente discutió con deteni-
miento el asunto de la mujer como una de las categorías importantes de los
otros excluidos. Mignolo ha prestado atención a algunos de los trabajos de las
feministas chicanas, particularmente a la noción de frontera. Estos esfuerzos
difícilmente han retomado el potencial de las contribuciones de la teoría femi-
nista para el encuadre MC” (2003: 72).

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Escobar parece ilustrar estas tensiones en una mención “breve” al


discurso desplegado por la Comandante Ester en la ciudad de México, al
final de la Marcha por el color de la tierra del Ejército Zapatista de Libe-
ración Nacional. “Donde se esperaba que hablara Marcos”, se escuchó la
voz de una mujer indígena para discutir las Leyes Revolucionarias de la
Mujer. En estos términos pareciera que la voz masculina blanca del líder
y universitario otorgó “permiso para hablar” a la mujer indígena de co-
lor. Ninguna mención merece, sin embargo, en esta reflexión, el conflic-
to suscitado entre Marcos y “las feministas”, quienes denunciaron haber
sido expulsadas de las comunidades. Sería importante problematizar es-
tos “des-encuentros” entre la subalternidad para lograr una mejor com-
prensión de la articulación política entre los feminismos, las mujeres in-
dígenas y los movimientos subalternos.
Estos “sitios de tensión”, como los define el autor, fueron señala-
dos por la teórica feminista Elina Vuola, principalmente en los textos de
Enrique Dussel, en los que encuentra la posibilidad de que el sujeto fe-
menino no sea subsumido cuando el “pobre” sea comprendido en su
multiplicidad y heterogeneidad.
En efecto, ello implica pensar en las implicancias políticas de con-
siderar la constitución del sujeto de la diferencia colonial sólo en térmi-
nos de raza y clase, o de interpretar el sujeto mujer como objeto de po-
der y no como sujeto de la agencia.
Asimismo, en sus comienzos, el Grupo de Estudios Subalternos
también debió encarar la fagocitación de las voces femeninas y el trata-
miento en los archivos históricos.
En los textos de Ranajit Guha aparecen tematizadas las voces fe-
meninas básicamente en dos oportunidades: en los movimientos de insur-
gencia campesina en Telangana y en su escrito sobre la muerte de Chan-
dra. En ambos casos Guha plantea la solidaridad de género frente a la
fuerte opresión de la estructura patriarcal.
Sin embargo, y desde adentro, fue Gayatri Spivak quien ha critica-
do fuertemente esta omisión en la constitución del subalterno como su-
jeto (sexuado) o la decisiva instrumentalidad de la mujer como objeto de
intercambio simbólico:

“El grupo es escrupuloso en su consideración hacia las mujeres. En varios lu-


gares, registran momentos en que hombres y mujeres participan conjunta-
mente en la lucha y donde sus condiciones de trabajo o educación sufren dis-

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criminación genérica o de clase. Empero, creo que pasan por alto cuán impor-
tante es la metáfora-concepto mujer para el funcionamiento de su discurso.
Con esta consideración llevaré a término el conjunto de mi argumento. En
cierta lectura, la figura de la mujer es ampliamente instrumental al cambio de
función de los sistemas discursivos, como es el caso en la movilización insur-
gente. Nuestro grupo rara vez se plantea los problemas de la mecánica de es-
ta instrumentalidad. Para los insurgentes, en su mayoría masculinos, la «femi-
neidad» es un campo discursivo tan importante como la «religión»” (1997:
25).

El propósito de Spivak fue “mostrar la complicidad entre sujeto y


objeto de investigación, es decir, entre el grupo de Estudios de la Subal-
ternidad y la subalternidad. Aquí también existe la tendencia de los his-
toriadores, no de ignorar, sino de re-nombrar la semiosis de la diferencia
sexual como “clase” o “solidaridad de casta” (p. 26).
En definitiva, ¿puede la subalterna hablar desde las teorías de la
contra-modernidad cuando ella está a oscuras?

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II PARTE

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