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Carta del ciudadano argentino

José Mármol
A los señores don Salvador María del Carril,
don Mariano Fragueiro y don Facundo Zuviría,
delegados del Sr. Director Provisorio de la
República Argentina

José Mármol
Circular del gobierno delegado de la confederación

Paraná, noviembre 7 de 1853

Al Excmo. Sr. Gobernador de la Provincia de...

Tenemos el honor de participar a V. E. la instalación del Gobierno


Delegado Nacional en esta ciudad de la Provincia de Entre Ríos. Este
acto ha tenido lugar el día seis del corriente con arreglo a los decretos
de su referencia, como se manifiesta por la acta que se acompaña en
copia legalizada.

Al dar conocimiento a V. E, de este hecho, el Gobierno Delegado


juzga útil señalar los motivos que hacen necesaria esta Delegación y las
condiciones del programa que se propone y debe observar.

El general libertador había sido investido por la victoria y por el


acuerdo de San Nicolás de la más amplia dictadura. Es más fácil
imaginarse lo que podía hacerse con este poder, que usarlo realmente
en beneficio de los pueblos, llenando los objetos que la razón indicaba
y podían justificarlo. Si era de temerse que de entre los mismos
escombros de Caseros resultase una autoridad ilimitada apoyada en
los antiguos elementos que la habían conservado y dilatada por el
prestigio de la victoria, era de temerse también que las pasiones de
partido comprimidas y las venganzas acumuladas por largo tiempo
precipitasen el poder en una reacción horrible, dispensándole la
omnipotencia en cambio de su propia satisfacción. Era de temerse
finalmente que la anarquía viniese a devorar a los pueblos
enloquecidos por la posesión de una repentina libertad.

Entre esos escollos el general Urquiza ha retenido el poder


necesario y absoluto que le dieron los hechos y confirmó en sus manos
el voto de los pueblos, adivinando la única condición indispensable
para que fuese útil; es a saber, la de no usarlo. Él comprendió que las
buenas intenciones de un ángel serían alteradas, corrompidas y
pervertidas, como lo serán siempre por la voluntad despótica e
imperiosa del hombre irresponsable. El comprendió que la fusión
debía ser la ley de su política; que en un mismo sepulcro debían caber
Rosas y los odios de partido, y que encima de aquel tremendo túmulo
era conveniente que el patriotismo alzase, como guardianes de las
furias que encerraba, la unión, la justicia y la fraternidad, para hacer de
todos los argentinos una familia, y de todas provincias una nación
constituida bajo el régimen federal, es decir, haciendo a este principio
las concesiones disputadas en una lucha antigua y siempre renovada.
Comprendió igualmente que si los pueblos argentinos habían obrado
de tal manera, o habían sido calumniados hasta hacer desconfiar de la
virilidad de su sentido moral, podían haber madurado en el largo
infortunio de que acababan de salir; y que si era necesario precaverse
contra la anarquía, no era menos necesario hacer el experimento de su
cordura, evitando matar la espontaneidad para el bien bajo de una
estúpida comprensión.

El general Urquiza no se ha equivocado dejando transcurrir el


período constituyente sin mandar, sin gobernar propiamente. Se ha
limitado, con una moderación que la historia ha de saber apreciar, a
conquistar los hechos para sus pueblos, asegurándoles la libertad de
hacer ellos mismos la conquista de los principios que les convenía
practicar. Todos están hoy en posesión de poder juzgar hasta dónde el
resultado ha respondido a tan altas esperanzas.

El general Urquiza en esta noble tarea ha colocado algunos grandes


padrones para que las conciencias más tímidas pudieran alzarse a toda
la elevación de la dignidad humana.

Gracias a estas importantes declaraciones, tenemos la íntima


satisfacción de asegurar que hoy la tiranía es imposible en la
Confederación, porque el general Urquiza la aterró; porque la ha
infamado perdonándola; y porque la ha desacreditado consagrando las
opiniones, prohibiendo como un atentado la pena de muerte por
principios políticos, y el ataque a la propiedad por la confiscación.

No hay prepotencia política usurpadora porque la federación ha


sido consagrada por la ley, el equilibrio establecido, la circulación
interior desembarazada y la libre navegación de los ríos garantida por
solemnes tratados.

Por fortuna de los tiempos que hemos alcanzado, no hay ya


más mazorqueros, ni salvajes, nombres bárbaros con los que se han
guerreado los hechos y los principios consagrados en la constitución
sancionada por la representación nacional, en la que queda establecida
por fin la verdad política reconocida y aceptada con juramento por
todas las provincias. Dentro de su órbita es permitida la manifestación
pacífica de todas las opiniones legítimas, fuera de ella habrá hechos
criminales y propaganda anárquica.

No hay más caudillos, porque los gobernadores de las provincias de


cualesquiera lado que hayan salido, están juramentados para mantener
y hacer observar la constitución y porque ellos y la opinión política que
representan necesitan igualmente de la ley común que los garanta.

Desearíamos poder añadir que no había ningún pueblo disidente.


El general Urquiza tiene la gloria de haber tentado todos los medios
para que los beneficios de la confraternidad general alcanzasen a todas
las provincias y que una misma ley las ciñese: quede a otros el trabajo
de justificar la resistencia de alguna de ellas; pero a él pertenece el
mérito de haber puesto la moderación, la justicia y la verdad de parte
de las trece provincias para que la que falta venga atraída por estas
fuerzas que obran con lentitud pero constantemente, y que vencen
siempre, porque no se interrumpen.

Llegando a este período el Director Provisorio ha sentido que había


venido el momento de establecer el gobierno regular, el gobierno que
debe asegurar la conquista de los hechos y la adquisición de los
principios, haciendo realidad la constitución; aceptando la oblación de
la parte de soberanía de que las provincias han jurado desprenderse;
exigiendo de los gobiernos la obediencia; del voto público el personal
para la inauguración de los poderes constitucionales, y del congreso los
arbitrios necesarios, para imprimir al movimiento administrativo el
primer impulso que lo ponga en acción. Con este propósito ha pensado
que era innecesario y tal vez perjudicial hacer intervenir para nada el
poder discrecional de que se halla investido. Que convenía por
consiguiente, suprimiendo su persona, desnudar hasta de la sospecha
de ambición personal todas aquellas medidas que deben dar por
resultado la erección de autoridades constitucionales.

A esto ha previsto el decreto de 29 de agosto en virtud del cual, con


conocimiento del soberano congreso, se ha delegado el mando político
y administrativo de la Confederación en el consejo de los ministros que
suscriben.

Tenemos por todo caudal de capacidad y aptitudes el patriotismo y


la fe de que las provincias quieren constituirse con aquella voluntad
eficaz que da a las resoluciones de los pueblos el poder inicial y final de
la creación. Consagrados a esta obra juramos exigir de las provincias,
de sus gobiernos y de sus habitantes todo lo que deben a la patria por
la ley y por el corazón. No disponemos de más armas que de nuestras
imperturbables convicciones y de un resto de vida que todo les
pertenece.

A los pueblos argentinos corresponde ahora mostrar que han sido


calumniados por los que los han declarado incapaces de la obediencia a
la ley y de la disciplina de las instituciones. Muéstrense aptos para la
vida democrática, abjurando como infames y deshonrosas esas
parcialidades armadas, que no tienen otro objeto que disputarse el
poder y el mando para vivir de los despojos de los vencidos. El
fenómeno de la lucha sangrienta no se reproduce ni se justifica en la
humanidad sino cuando se combate por la idea con tendencia a
mejorarla; porque es una ley de la existencia de los seres que no se
alimenten de los individuos de su propia especie. Hoy tenemos
destruidas todas las usurpaciones y consagrados todos los principios:
asegurémoslos con la práctica hasta que se encarnen con la
observancia paciente en nuestras costumbres, para que produzcan
todas las ventajas que de ellos debe reportar el bien común. Hemos
resucitado de un abismo profundo, y hoy que respiramos el aura de la
libertad y somos dueños de un inmenso tesoro, echémonos a andar con
el ánimo desembarazado de vanos temores y de ilusiones pueriles, por
la vía de las mejoras materiales y el progreso moral, resueltos a no
reincidir en los extravíos que nos hicieron tan desgraciados.

Se asustan sin razón los que temen la vuelta del arbitrario y del
caudillaje. Las sugestiones de esta política desacordada y
excesivamente tímida no pueden tener sino dos objetos, o el de
renovar las luchas y las batallas que crearon los caudillos de otro
tiempo, o el de hacer de la Confederación una de aquellas casas
abandonadas por temor de los duendes y aparecidos. Los exagerados
temores de los valientes exaltados no son por lo regular sino los
síntomas de la audacia disfrazada de su ambición.

Las condiciones de la Delegación son sencillas pero abrazan un


vasto programa:

1. -La tiranía con sus medios de existencia no debe dejar sino


recuerdos útiles, como un escarmiento y una lección. Solo debe quedar
imperecedera para la nación la gloria de haberla aterrado y vencido.
Sobre sus ruinas la constitución ha legalizado el país, creando los
derechos y los deberes, así como los poderes y magistrados encargados
de conformar las acciones de los pueblos y de los hombres a su
sanción. Así pues, establecer la constitución, plantear el sistema
político federal que ella ha consagrado, y hacer prácticos y respetables
los derechos reconocidos, es la primera y más estricta obligación del
Gobierno Delegado. Castigando y haciendo perseguir todas las faltas
que en adelante se cometieren, pero olvidando y haciendo olvidar
todos los errores pasados, se hará el bien que viene del orden por la
observancia de las leyes, evitando la iniquidad de darles intenciones
retrospectivas. Las revoluciones se hacen por medios violentos, pero
terminan solo por la moderación.

2. -Acostumbradas las provincias a vivir en un estado de


independencia absoluta, que las ha perjudicado, empobrecido y
desmoralizado, no la abandonarán, no obstante, con espontaneidad
aun en los límites marcados por la constitución; porque los hábitos se
impondrán a sus deseos, y los instintos a la razón formulada en el
código fundamental. El gobierno delegado debe tratar de dulcificar los
sacrificios de aquellas aparentes ventajas locales de que son
despojadas; consolarlas de sus pérdidas, y estableciendo la confianza
por medidas de utilidad común, ofrecer a todas esperanza e igual
protección. Con este fin, las leyes orgánicas que tengan por objeto
crear recursos, establecer una circulación uniforme, arreglar las rentas
y proveer a las provincias de los medios indispensables para
desembarazarse de sus deudas y para reparar sus industrias
destruidas o agonizantes, así como para explotar otras nuevas, deben
merecer al gobierno delegado su preferente y asidua atención.

3. -El Gobierno Delegado debe alimentar y sostener pacíficas y


fraternales disposiciones respecto de la provincia de Buenos Aires. La
constitución le ha marcado un lugar muy distinguido en la asociación
argentina, y aquella provincia, siempre que quiera venir a ocuparlo,
debe encontrar a los pueblos de la Confederación dispuestos a
estrecharla con brazos de hermanos. La paz, el olvido, la unión y la
fusión entre hombres y pueblos son las bases de nuestra política,
aceptada y aplaudida por todas las provincias. Pero satisfechas éstas
de haber atendido, en la constitución y en las leyes orgánicas que la
completan, con esmerada solicitud a todos los intereses de aquella
provincia; de haber llenado todos los miramientos que con ella debían
justamente observarse, no consentirán sin repugnancia a que se les
sujete a posición alguna humillante para captar adhesión. No
consentirán tampoco en dejarse perturbar impunemente en el libre y
desembarazado ejercicio de sus derechos políticos y en el de la
soberanía exterior de la Confederación.
Tócanos haceros saber por último, Excmo. Sr., que el Gobierno
Delegado queda instalado después de haber jurado observar y hacer
observar la constitución en todo el territorio de la Confederación.

Dios guarde a V. E. usted muchos años.

Salvador María del Carril.- Mariano Fragueiro.- Facundo Zuviría.


Señores D. Salvador María del Carril, D. Mariano Fragueiro y D.
Facundo Zuviría

Montevideo, noviembre 28 de 1853

Señores:

Colocados vosotros en una alta posición oficial en la república, y yo


en mi humilde condición de ciudadano y en un país extranjero, existe,
sin embargo, entre nosotros la relación primitiva de la patria, para que
crea un avance de parte mía el dirigiros esta carta sobre asuntos de
este centro común de nuestras vidas y de nuestras afecciones. Y tanto
más disculpable, desde que sois vosotros mismos los que me autorizáis
a ello.

En el Circular que habéis pasado a los gobernadores de provincia,


en 7 del corriente, y que ha llegado a Montevideo en los diarios de
Buenos Aires del 22, se encuentra el siguiente párrafo:

«Desearíamos poder añadir que no había ningún pueblo disidente.


El general Urquiza tiene la gloria de haber tentado todos los medios
para que los beneficios de la confraternidad general alcanzasen a todas
las provincias y que una misma ley las ciñese: quede a otros el trabajo
de justificar la resistencia de alguna de ellas».

Noble trabajo que yo acepto con honor, porque nada hay más digno
de la inteligencia de un hombre que la defensa de los derechos de un
pueblo. Trabajo que yo acepto con valor al mismo tiempo, porque creo
poder levantar la resistencia de Buenos Aires a la altura de su justicia y
su razón; y porque es a personas del alta inteligencia vuestra a quien
tengo la fortuna de dirigirme.

En vuestra ilustración se pesará a su tiempo el grado de prudencia


de esa provocación lanzada a Buenos Aires en los momentos actuales.
Pero estad seguros desde ahora que seré sobrio en todo cuanto pueda
agriar el espíritu de pueblos o de personas aun en la exposición de
hechos provocativos de suyo; y que en una carta escrita de prisa y para
el momento no podré descender a prolijas amplificaciones y detalles.

Ahora: establezcamos bien el punto partida:


«Quede a otros el trabajo de justificar la resistencia de Buenos
Aires».

Veamos, primero, a lo que Buenos Aires ha resistido:

1.º A reconocer la autoridad creada el 31 de mayo de 1852 por una


junta de gobernadores en San Nicolás de los Arroyos.

2.º A enviar sus diputados al congreso de Santa Fe; y en este punto


estableceré a su tiempo una excepción.

He ahí a lo que ha resistido Buenos Aires, en lo que dice relación


con la organización nacional. Todas las otras son resistencias de otro
género, supervinientes, accesorias de aquellas que constituyen el fondo
de la resistencia a que os referís.

Si tengo, pues, la fortuna de haber definido con propiedad vuestro


pensamiento; entonces, y de acuerdo en el punto de partida, vamos de
lleno a la cuestión.

El derecho y la razón con que Buenos Aires resistiera a reconocer


como suya la autoridad creada por el acuerdo de San Nicolás, deben
buscarse en la justicia y en la conveniencia del acuerdo mismo: esto es,
me parece, el procedimiento lógico, porque si la institución reposaba
sobre el derecho, y surgían de ella conveniencias claras y positivas, la
resistencia de Buenos Aires debiera ser apreciada como revolucionaria
e irracional.

¿Y en dónde encontrar una definición, una apreciación exacta de la


autoridad que aquel acuerdo creó, y en que vosotros podáis estar
conformes conmigo, para que partamos de un mismo punto y
arribemos a soluciones claras, que es mi vivísimo deseo en esta carta?

«El general libertador [decís] había sido investido por la victoria y


por el acuerdo de San Nicolás, de la más amplia dictadura».

Tal es la apreciación que hacéis de aquella autoridad.

Pero antes de ilustrar por mi parte esa lacónica cuanto exacta


apreciación de la investidura que dio el acuerdo al general Urquiza,
permitidme que, a nombre de los hechos y de los documentos, niegue
enérgicamente que la victoria de Caseros invistiera al general de la más
amplia dictadura, como equivocadamente declaráis.
La dictadura existió antes del acuerdo; es cierto; pero no la creó la
victoria, sino el abuso de la victoria.

La campaña que terminó con el gobierno de D. Juan Manuel Rosas,


emprendida por una alianza de poderes en que el del general Urquiza
entraba como una triple parte, llevaba su programa formulado en
serias declaraciones oficiales, hechas individualmente por cada
gobierno aliado, y colectivamente en un tratado público. Y, como era
natural, la victoria había sido prevista en esos documentos que
caracterizaban los medios y los fines de la cruzada; y declarádose, por
consecuencia, el uso que de la victoria se haría; sin establecer la
mínima reserva para ninguno de los aliados, ni otra cosa que un serio
compromiso de observar lo pactado, tanto más sagrado en este caso
desde que era la sangre humana que debía poner el sello a
compromisos tan solemnes.

Trasladar a esta carta el texto de los documentos a que me refiero;


es decir, la circular pasada en abril por el general Urquiza a las
provincias, sus declaraciones y sus protestas consignadas en sus
proclamas antes y después de Caseros, el tratado con el Imperio del
Brasil y las notas del gobernador de Entre Ríos dirigidas al gobierno
oriental y a los representantes de S. M. I. en Montevideo, sería molestar
la atención de personas que, como vosotros, están en el deber de
conocer documentos que fijan época en la historia de nuestro país.

Pero aun cuando esos testimonios irrecusables no existieran,


monstruoso sería el suponer que el Imperio del Brasil, con sus
principios políticos tan honrosamente conocidos; que la República
Oriental, que acababa de ser la urna sagrada de la libertad del Plata; y
que la emigración argentina, que tomó parte también en esa cruzada y
cuyos principios creo excusado definir, hubieran tenido la idea, y
ofrecido su sangre unos, y su sangre y sus recursos otros, para
derrocar una dictadura y levantar otra al mismo tiempo con la victoria,
fuese o no tan tiránica como la primera.

No, señores, más político, más noble, más grande y más cristiano
fue el uso que los aliados pensaron hacer del triunfo sobre Rosas, y a
que se comprometieron seriamente: a hacer que la victoria invistiese,
no a un hombre de la más amplia dictadura, sino a un pueblo de la más
amplia libertad, del más amplio ejercicio de sus derechos; a que la
victoria revindicase a la humanidad ultrajada por una dictadura que
había empleado su amplitud en la barbarie y en el crimen; a que se
fijasen en la región del Plata los más amplios principios de las
sociedades civilizadas, aniquilados brutalmente por los gobiernos
irresponsables; a que los pueblos tuviesen leyes para que dejase de
existir la sociedad en anarquía con los gobiernos; a que se afianzase la
paz sobre la justicia y el orden convencional, para que la paz sirviese
de garantía eficaz a relaciones francas y cordiales entre estados
continentales y vecinos; y para que la victoria, en fin, sirviese de página
brillante en la historia de los que tuviesen la fortuna de alcanzarla, y no
de objeto justísimo de reproche, sirviendo para levantar una dictadura
sobre los escombros de la otra.

La historia, la dignidad de los aliados, el buen sentido, y hasta las


sombras de los que cayeron en Caseros combatiendo por la libertad de
un pueblo y la dignidad de la América, tienen derecho, señores, de
protestar amargamente contra vuestras palabras, diciéndoos que una
victoria que fue madre de la libertad no pudo abortar de sus entrañas
la dictadura al mismo tiempo.

Se violaron tratados, declaraciones, proclamas, notas; se olvidó la


gloria, el porvenir, hasta lo que convenía y lo que era posible; y
simulando respeto a los derechos de Buenos Aires, y cubriendo con
ciertos tintes el cuerpo informe que se levantaba, la dictadura se
estableció en Palermo al siguiente día de la victoria; dictadura que no
gobernaba pero que mandaba. Se conquistó, no se libertó; se usurpó,
no se recibió; se dio un gobierno al pueblo, pero se reservó el mandar
sobre ese gobierno; se dieron nombres y formas, pero se conservaron
hechos y cosas... ¿Y era la victoria? ¡Eh; no, señores! Era el abuso de la
victoria; era el abuso de la posición; era el abuso de la fuerza, en fin, lo
que daba la amplitud de todos esos elementos de dictadura. Recordad
que así fue, y que no es permitido a nadie, ni por la moral, ni por la
verdad, ni por la justicia, confundir lo que es grande y noble sobre la
tierra con el abuso que de ello hace la mezquindad humana. De lo
contrario, ante vuestra lógica, las más grandes conquistas del bien
serían un mal para la humanidad; y tendríamos que renegar de la
libertad, de la justicia y de la gloria, confundiendo su mérito con el
abuso que de esas virtudes suele hacerse.

Y no se diga que la acumulación de poder en manos del vencedor le


creaba fatalmente esa dictadura, porque yo contestaré que esa tal
acumulación de fuerza no la dio la victoria, sino la usurpación; pues
que, separados del Ejército Grande los elementos extranjeros, la
verdadera acumulación de fuerza debió quedar en la provincia de
Buenos Aires si hubieran sido entregados a su gobierno, como
debieron serlo, los batallones de la provincia.
Así, señores, la violación y la usurpación constituyeron el abuso de
la victoria; y él, y no ella, invistió al general Urquiza de esa la más
amplia dictadura a que os referís.

Poder absoluto de que no hizo uso, según vuestra expresión; y de


que hizo un uso constante, en oposición a sus compromisos, según la
expresión de los hechos y de los documentos, que son siempre a los
que se debe estar para medir los hombres y los sucesos públicos.
Hechos y documentos cuya apreciación debo evitar, y hasta su cita, en
esta carta; porque tal proceder equivaldría a una acta de acusación a la
autoridad de cuyos actos os habéis hecho solidarios; y eso, ni las
conveniencias sociales me lo permiten, ni me lo aconseja la situación
actual, en que todos debemos empeñarnos en evitar los inconvenientes
personales, para buscar el modo de triunfar sobre los inconvenientes
de las cosas, demasiado serios al presente.

Además, el pueblo de Buenos Aires había hecho una especie de


transacción tácita con ciertos abusos de aquella autoridad creada y
sostenida por sí misma, en la esperanza de arribar pronto a un orden
de cosas regular.

Pero llegó de improviso una pretensión, y pasó el límite de lo que


era posible esperar del más lato espíritu de transacción.

Se presentó el acuerdo de San Nicolás ante la provincia de Buenos


Aires.

Para arribar, se la dijo, a la organización nacional, es necesario que


aprobéis este acuerdo que inviste a la persona del general Urquiza de
la más amplia dictadura (observad, señores, que estoy hablando con
vuestras propias palabras).

Y Buenos Aires contestó: que no quería organización que


comenzase por una dictadura, ni quería reconocer como suya
semejante autoridad, que no se había dado, y con tal amplitud de
facultades.

Así sucedía. Y, en un buen procedimiento de discusión, no debería


pretenderse que Buenos Aires se tomase el trabajo de justificar su
resistencia; sino que alguien en el mundo se tomase la molestia de
explicar por qué principio Buenos Aires, u otro pueblo cualquiera, no
debía resistir a semejante pretensión.
Sea por la prevención de leyes anteriores, ora por la simple luz de
la razón humana, un pueblo puede aceptar o crear la dictadura; es
decir, la dictadura regular, no la más amplia e indefinida dictadura,
cuando un grave e inmediato peligro amenaza la suerte del estado.
Entonces, y mientras la duración de ese mal, la dictadura se comprende
y se explica. Pero en quieta paz, sin peligro alguno, y para el ejercicio
de la razón pública aplicada con aplomo y frialdad, por medio de
delegados especiales, a la combinación y redacción de un código
político, venir a decir a un pueblo: «legalizad con vuestro voto una
dictadura que se ha creado sin él; contribuid a hacerla fuerte por los
medios, y más fuerte por el derecho», eso, señores, eso no se propone,
porque hasta el proponerlo es una extravagancia, si no es otra cosa
cuyo nombre es demasiado fuerte para vuestros oídos.

Pero cuando ese pueblo se llama Buenos Aires, es más que una
ironía contra el sentido común; es un sarcasmo amargo y punzante
lanzado contra la historia de ese pueblo, empapada en la sangre
humeante todavía de dos generaciones. En sus campos, en las calles de
sus ciudades, en el hogar doméstico está esculpida con hierro y
bruñida con sangre la ley de 7 de marzo de 1835, en que se estableció
en ese pueblo la dictadura de Rosas.

No abusará de ella fue el tema, y no podía ser otro, de los


sostenedores de esa ley; como no abusará fue el tema de los
sostenedores de esta segunda dictadura. Pero ahí están 17 años de
sangre, de atraso y de barbarie como monumentos eternos e indelebles
de aquel grande error, o de aquel grande crimen.

Y a un pueblo tal, vestido aún con el luto de su larga desgracia;


pálido por la sangre que había derramado; en presencia de los mismos
instrumentos del mal, al lado de la tumba de que acababan de
levantarse la libertad y la justicia, la dignidad humana y los principios
de la moral y del bien, sacrificados en todo aquel tiempo por una
dictadura; a un pueblo así se le viene a decir: «aprobad y legalizad esta
segunda dictadura, porque el dictador no ha de abusar...». Quede a
otros el trabajo de justificar tal pretensión.

Pero, para fijar los hechos con más propiedad y desviarme de toda
exageración que ponga en duda la verdad de las cosas y la
imparcialidad de mis juicios, seré menos severo que vosotros en la
apreciación del acuerdo de San Nicolás.
Yo no diré que aquel acuerdo invistiese al general Urquiza de la
más amplia dictadura; yo observaré solamente que lo investía de esa
autoridad irresponsable en el ejercicio de ciertas atribuciones que se le
confiaban.

Las relaciones exteriores de la nación, el mando efectivo de todas


las fuerzas militares de cada provincia, y la percepción de rentas
aduaneras, formaban el cuerpo de las atribuciones de esa autoridad; y
de esa aplicación no era responsable ante poder alguno de la república.

No intervenía el Director en la administración doméstica de


provincia; no tenía toda la suma del poder público; pero tenía las llaves
del cielo; tenía el ejército y la plata de cada provincia.

Estaba facultado para levantar el ejército al personal que le


conviniese; y podía acumularlo o esparcirlo en la república, a su
albedrío.

Y, al mismo tiempo, quedaba encargado de mantener el orden en


los pueblos, atribución más temible que todas las anteriores, por su
misma vaguedad: emanación de la hipocresía o de la imprevisión
cuando se coloca expresamente entre las facultades de un gobierno;
palabra de que los pueblos europeos han tenido una triste secular
experiencia, y que, el 26 de septiembre de 1815, dos emperadores y un
rey la consagraron especialmente al servicio de su despotismo y al
sacrificio de la libertad ofrecida a sus pueblos. El orden, la concordia, la
paz pública, la salud pública, son siempre el comodín de los gobiernos
arbitrarios, o la expresión de la vaciedad elevada a la categoría de
suficiencia.

Tales eran sustancialmente las principales atribuciones de aquella


autoridad; y fue con esa investidura que vino a presentarse a Buenos
Aires.

Quiero prescindir aquí de la cuestión de las formas: de si pudo o no


pudo el gobernador de Buenos Aires firmar aquel acuerdo,
contribuyendo a crear una autoridad en la cual delegaba no solo las
facultades de que estaba investido por la ley, como gobernador de
Buenos Aires, sino también facultades y atribuciones que no eran
suyas. Y tomando la autoridad que surgía del voto de esa especie de
cónclave, inaugurado para hacer lo contrario de lo que hizo; tomándola
simplemente cual es, yo me atrevería a interpelaros, señores, e
interpelaría al mundo entero, sin el mínimo espíritu de partido, frío,
desinteresado, tranquilo: ¿en qué derecho, en qué principio, en qué
razón pudo apoyarse la pretensión de que Buenos Aires se prestase al
reconocimiento de semejante autoridad, estando en su mano el
aceptarla o no aceptarla?

Si no fue un acto leal el someter al voto legal de la provincia la


aprobación o desaprobación del acuerdo; si hubo dolo, el dolo mismo
hace más justificable la resistencia.

Si fue sincero aquel acto de gobierno; si se reconoció con lealtad el


derecho de Buenos Aires para aprobar o desaprobar aquel acuerdo en
la parte que le correspondía, ¿de qué se le hace cargos? ¿De que no
aceptase? ¿De que no aprobase el acuerdo? Desde que tenía, y se le
reconoció, el derecho de optar, convenid entonces que si la provincia
es responsable de algo, eso no pasa de cierta responsabilidad moral en
que todo pueblo está hacia el respeto de los otros, y de la historia, de
las resoluciones que toma sobre asuntos que se correlacionan con
otros pueblos o con los altos principios de la sociedad. Y esa
responsabilidad, de que Buenos Aires no declina, la satisface franca y
honorablemente con la exposición misma de la institución que se le
sometió a su juicio y a su voto; y que hoy, felizmente, aparece
clasificada por vosotros, que la ejercéis en delegación; diciendo Buenos
Aires, con verdad y con altura, que un pueblo que no tenga prostituida
la conciencia de su dignidad y sus derechos, no puede optar por un
gobierno irresponsable, vago, de ilegal origen y de arbitrarias
facultades, para que fije y dirija sus destinos, cuando está en posesión
de los medios de evitarlo, y en ausencia de necesidad imperiosa que lo
reclame: que no se puede reprochar a pueblo alguno de la tierra que
entre la ley y la arbitrariedad, opte por lo primero y rechace lo
segundo; que no se puede hacer cargos de un pueblo de que defienda
sus instituciones por los órganos legales que se ha dado, y las prefiera a
la institución que levanta el poder de un hombre a más altura que los
derechos del pueblo y la autoridad de la ley; y que si hubiera un pueblo
en la tierra que procediese de contrario modo, no estaría en la plenitud
de su libertad, o no estaría su inteligencia al alcance de sus derechos, o
habría sufrido su moral una completa revolución por algún largo y
corroedor despotismo.

Y si habéis observado, señores, que hablo del pueblo de Buenos


Aires, y no de su Asamblea, que intervino naturalmente en la cuestión
del acuerdo, es porque esa cuestión fue más del pueblo que de aquella,
en su rápida apreciación y en su terminante pronunciamiento. El
pueblo fue más franco, más concluyente que su misma representación.
Desde el primer instante se constituyó en inmensa cámara, cuyo
recinto fueron las calles y las plazas; y allí apreció, y allí falló;
individual y colectivamente, con la expresión de todas sus clases, de
todos sus individuos. El pueblo fue un solo hombre para ese asunto;
una sola voluntad que se movía con calma pero impotente y terrible:
ola inmensa que se levanta sin ruido, pero potente, sobre el océano;
tempestad polar sin rayos, pero adusta, temible, encapotada. Y de ese
mar y de esa tormenta no vibraba sino este sonido: ¡NO!

La vitalidad de ese pueblo joven, comprimida en tantos años por la


mano del despotismo, había conquistado su expansión y traspiraba por
todos los poros de su organismo al calor vivificante de la libertad; y ese
pueblo se presentaba con todo el orgullo de su raza, con toda su
energía meridional, y con la noble ambición de revindicarse de las
interpretaciones odiosas que se habían hecho a su dignidad durante la
dominación de Rosas; y haciendo uso de una prerrogativa que le viene
de Dios, y no del hombre, se abrazaba de sus derechos y los defendía
con su vida.

Sus representantes, ¡y ay de ellos si hubiesen hecho traición a su


voluntad!, fueron sin embargo menos francos y concluyentes que él.

Ellos separaban cortesanamente la persona del general Urquiza en


la discusión, y atacaban tan solo la institución.

Los opositores más fulminantes eran los que más lisonjeaban al


general.

El señor Portela habla largo rato protestando de su estima por el


general Urquiza, demostrando que debe infaliblemente llegar a una
altura gloriosa, pero por medio de la libre expresión de la voluntad de
los pueblos; y halla buenos varios artículos del tratado, aunque ha de
votar contra su admisión.

El señor Mitre dice: «Nosotros convenimos, y esta es mi creencia,


que el general Urquiza no abusará de su poder, que su persona es
una garantía; aun cuando esto no quita que yo no me considere
suficientemente autorizado para dar mi voto a la autoridad de que se le
pretende investir».

Los señores Saguí y Vélez Sarsfield -el atleta de la Sala- también


excluían con respeto la persona del general Urquiza en el debate sobre
el acuerdo. Noble conducta, circunspección honrosa en los
representantes de Buenos Aires, si tres meses después, el 19 de
setiembre, no hubieran firmado un manifiesto en que protestaban
contra la sinceridad de aquel respecto y la buena fe de aquella
creencia; ¡pues que declaraban que el general Urquiza había sido un
tirano desde el 3 de febrero!

Pero el pueblo, repito, era más explícito y más franco: rechazaba el


acuerdo por la institución y por el individuo en quien depositaba la
autoridad irresponsable. Y procedía así por los impulsos del buen
sentido, por la luz de esa filosofía que existe en el fondo de la
conciencia humana, y por esa lógica sencilla pero irresistible con que
los pueblos abogan siempre por la seguridad de sus derechos.

Para la autoridad que se quería crear no veía equilibrio ni


responsabilidad. En la vida pública del general Urquiza, no encontraba
los hábitos constitucionales y la práctica de la moderación del poder
ante las leyes. Por el contrario: toda esa vida se le presentaba
consagrada a la obediencia pasiva de gobiernos irresponsables, o al
dominio absoluto de su voluntad, como gobernante el general.
Consideraba esta organización impetuosa; soldado por naturaleza,
antes que por carrera; espíritu no habituado al choque de las
oposiciones legales, y a las trabas de la opinión, y deducía que, lejos de
ofrecer una garantía, su persona se le presentaba como un peligro más
en el ejercicio de la autoridad que se le daba: tal era la lógica del
pueblo, y es preciso convenir en que era una lógica de fierro.

Ante una rigurosa imparcialidad, el general Urquiza no se presenta,


antes ni después de Caseros, como un hombre temible por su
aspiración a la tiranía, no como poseedor de las dotes necesarias para
elaborar con sigilo la organización de un gobierno absoluto, destinado
a la satisfacción de aficiones bárbaras. No; el que piense lo contrario
expone mucho el crédito de su penetración, o la confianza en su buena
fe. Yo creo, y lo digo -porque yo siempre digo lo que creo, sea que se
enojen gobiernos o que se enojen pueblos-, que el general Urquiza ha
querido de buena fe ver organizada y constituida la república; y que
más de una vez su espíritu ha sido agitado por la pasión noble de
hacerse expectable ante la América de un modo distinguido y
honorable; y creo que ni en sueños tuvo la idea de perpetuarse en la
autoridad que le confería el acuerdo. Como se ve, esta es una cuestión
de intenciones; lo conozco; pero muchas veces se suele mirar en el
fondo del alma sin grande dificultad ni mucha ciencia.
El peligro no estaba en la voluntad, en la intención del individuo.
Pero lo estaba en todos los hábitos de su vida, y en las condiciones de
su carácter. Y, aun con las mejores intenciones del mundo, el general
no podía ser elevado al mando sin que junto con él, al mismo tiempo, se
elevasen los otros poderes del estado para que se estableciese el
equilibrio legal: con la valla de las instituciones, con la responsabilidad
de sus ministros; con los medios en acción de hacerla efectiva, y con
todos los contrapesos de la balanza política y administrativa; para que
el roce a veces chispeante de los sucesos y de las opiniones
encontradas, lo hallare incapaz de ser arrastrado por la reacción de sus
hábitos o por los impulsos violentos de su carácter; y no pudiese
aplicar a grandes intereses sus espontaneidades de hombre, como ya lo
había presenciado Buenos Aires veinte veces, en pequeña escala, pero
con demasiada elocuencia para que no se precaviese en los momentos
de que me ocupo; y como después lo ha presenciado la república, en
grande escala, y que os lo demostraré, señores, cuando os observe que
el Director se ha dejado arrastrar al abuso de la autoridad que se le
confirió.

Tenía, pues, razón el pueblo de Buenos Aires; y decía con ella: no


acepto la dictadura por lo que ella importa, y por la persona que ha de
ejercerla.

Y así es, señores, como se justifica la resistencia de ese pueblo al


acuerdo de San Nicolás de los Arroyos: resistencia fundada en la
naturaleza de las cosas, y apoyada por el derecho y la razón, por la
dignidad y por la conveniencia.

Los medios que se emplearon para hacer eficaz tal resistencia, no


fueron otros que los medios legales, aquellos mismos que los
sostenedores del acuerdo buscaban para su aprobación: se resistió por
el órgano de los delegados especiales de la soberanía del pueblo.

¿Salieron estos del límite de su derecho? No.

La discusión fue alta, seria, grave y solemne como las


circunstancias que la inspiraban. Leed con frialdad, ahora que el
espíritu parece ir volviendo a su estado normal, y hallaréis que la
representación de Buenos Aires cumplió su misión con dignidad, con
entereza y con ilustración.

¿Quién trajo a los debates el conflicto? El ministerio.


Desde el primer momento el ministerio no entró a la Sala a discutir,
a raciocinar, a demostrar, no; entró a batirse. Llevaba la conciencia de
su mala causa: veía separados de él a todos sus amigos; veía la opinión
del pueblo, de la Sala y de la prensa perfectamente uniforme; se veía
perdido, en fin, en esa cuestión; y con una tenacidad injustificable,
olvidando las prácticas de todos los gobiernos representativos en
semejantes casos, descendió al campo de la Asamblea a hacer de ella
una arena de conflictos públicos.

Desdeñoso, altivo, reservado, reconociendo su derrota en la


cuestión, se precipitaba a buscar un triunfo sobre los individuos y una
victoria sobre su autoridad; y no descendiendo al fondo del asunto, se
estrellaba contra los hombres; se iba a las intenciones, a la ciencia, a la
ilustración de cada uno. Hablaba en nombre de la armonía de los
poderes, y establecía la anarquía entre ellos. Reconocía la soberanía de
la Sala, y le desconocía hasta el derecho de llamar a un ministro para
pedirle explicación de un hecho trascendental en el gobierno.

Huía de la cuestión; pero era invasor intrépido de las


susceptibilidades. Un diputado, por ejemplo, tiene un defecto en un ojo,
pide con modestia a un ministro que le dé luz sobre ciertos
antecedentes; el ministro le da una explicación, y concluye así:

«El señor diputado no ha visto claro, lo cual es natural».

El espíritu y el lenguaje parlamentario estaban en la Sala. Pero no


estaba en el ministerio el espíritu ni el tono diplomático.

La misma circunspección de la Sala parecía irritar más al


ministerio, que no conseguía inspirarle la destemplanza y el arrebato.

Toda la fuerza de demostración; toda la potencia de ilustración y de


lógica tranquila pero severa de la Sala en los debates anteriores, vino a
refundirse, a tomar cuerpo, a encarnarse, puede decirse, en el discurso
del señor Vélez Sarsfield.

Y toda la exasperación del ministerio; todo su plan -si es que no


obraban los ministros por los estímulos de su amor propio herido- de
atraer conflictos, ora entre los altos poderes de la provincia, ora entre
la provincia y el general Urquiza, todo vino a refundirse, a encarnarse
diré también, en el discurso del señor ministro de Instrucción Pública.
Estos discursos fueron las dos grandes potencias que se
encontraron en la tribuna.

Cada uno de ellos tiene su mérito especial considerados como


cuadros brillantes de improvisación y de elocuencia. Pero el del
ministro fue una especie de tormenta cuyos rayos caían
indistintamente sobre los diputados, sobre el pueblo, sobre la historia,
sobre los hombres pasados y los presentes.

Nada quedó por desear en esa fulminante improvisación, para


acabar de comprometer el ya difícil estado de las cosas. Y la Sala
levantó su sesión del 22 de junio en la convicción de que un gran
peligro amenazaba desde ese momento a la paz pública, o a la
independencia de la provincia: porque ya era clarísimo el pensamiento
del ministerio; desde que no podía suponerse que los ministros
obraban de modo tan incircunspecto por falta de tacto en
circunstancias tan vidriosas.

Las conjeturas no fallaron.

Al siguiente día, el gobernador de la provincia hace dimisión de su


mando ante la Sala, observando que era irrevocable su resolución. ¿Qué
había de hacer la Sala? No podía obligar al señor gobernador. Aceptó la
renuncia. ¿Y luego? Luego vino la nota del Director Provisorio al
presidente de la Sala diciéndole: «Considero el estado de cosas
completamente anárquico, y en esta persuasión me hallo plenamente
autorizado para llenar la primera de mis obligaciones, que es salvar la
patria de la demagogia, después de haberla libertado de la tiranía. Para
ese fin he acordado como primera medida asumir el gobierno de la
provincia provisoriamente, y declarar disuelta la Sala de
Representantes». Y el mismo día pasa una orden al jefe de policía para
que prenda inmediatamente cuatro diputados y los deporte.

¿Quién había autorizado plenamente al huésped para echar por


tierra las instituciones de la provincia, insultar la soberanía del pueblo
refundida en su asamblea, y saltar sobre un puesto que después del 13
de mayo ya no podía tocarse sino por el ejercicio de la ley? ¿Era acaso
que la victoria de Caseros debía perpetuar en el general vencedor un
poderío de conquistador sobre los pueblos a que él mismo echaba en
cara haberlos libertado de la tiranía? ¿Qué ley ni qué circunstancia lo
hacía apreciador y juez de los destinos de la provincia? ¿En virtud de
qué hacía aplicación de la autoridad dictatorial que le confería el
acuerdo de San Nicolás, sobre una provincia que recién discutía la
aceptación por su parte de semejante autoridad? ¿Dónde el acuerdo
mismo de San Nicolás le confería laplena autorización de derrocar
gobiernos y asambleas?

¿Era un acto de anarquía el examen y la discusión del acuerdo en la


Sala de Representantes? ¿Para qué entonces se sometió a su
deliberación?

¿Eran actos de anarquía la expresión franca del pueblo y de la


prensa sobre la institución que se le presentaba a la provincia? ¿Para
qué entonces se crearon los poderes, se reconquistaron las
instituciones y se dijo que las libertades públicas estaban en ejercicio
después de la victoria de Caseros? Si esa libertad era mentira, si esas
conquistas para el pueblo eran una ficción del vencedor, ¿por qué no
pisó las flores con que lo coronó ese pueblo en gratitud del bien que
creía reportar de la victoria?

Luego no era cierto que lo había libertado de la tiranía, sino de una


tiranía; para imponerle otra.

Luego era verdad que sobraba razón a ese pueblo para negarse a
elevar a principio y a derecho la dictadura que se estableciera sobre el
abuso de la victoria de Caseros.

Ahí tenéis, señores, viva y elocuente como la verdad misma la


justificación de Buenos Aires en la resistencia de que os quejáis.

Ahí tenéis, señores, el acuerdo de San Nicolás en ejercicio.

Ahí tenéis la persona del general Urquiza en la reacción de sus


hábitos y en los estímulos de su carácter.

Yo apelo a los honorables antecedentes de vuestra vida, a vuestra


ilustración y vuestra lealtad, para la apreciación del procedimiento del
general Urquiza el 24 de junio. Llevad vuestra memoria a la plaza del
Retiro, y apreciaréis los hombres y los sucesos en su justo valor. Yo,
entretanto, declino de una cuestión que es de la competencia de los
partidarios del Directorio: de si las resoluciones del 23 y del 24 fueron
inspiraciones del Director, o sugestiones de alguno de los favorecidos
de la época. Para la historia esto puede ser importante. Para Buenos
Aires, no: pues que debía tomar los hechos sobre la responsabilidad de
aquel que los garantía.
He concluido, señores, con lo que tiene relación con el acuerdo de
San Nicolás.

Permitidme ahora que entre al examen de la cuestión de los


diputados al Congreso, más precisa y más sencilla; y completaré el
cuadro que os delineé al principio de esta carta. Porque tengo la
esperanza de que convenís conmigo -y no puede ser de otro modo- en
que la resistencia de Buenos Aires, en lo que dice relación con la
organización actual de la república, no tiene sino dos faces:

Resistencia al acuerdo de San Nicolás.

Resistencia al envía de diputados a Santa-Fe.

Todo lo demás es superviniente y accesorio, como ya he tenido el


honor de decíroslo.

Toda medida arbitraria en el ejercicio de una autoridad, jamás


puede conservarse aislada. Por un principio de conservación de ella
misma, busca la sucesión de iguales actos.

El general Urquiza dio el escándalo de disolver la Sala, y derrocar el


gobierno provisorio, que debía ejercerlo el presidente de ella, por la
renuncia del gobernador propietario; y estos dos avances, estos dos
golpes de la fuerza bruta sobre los derechos de una provincia, no
podían quedar ahí; tenían irremisiblemente que hacerse suceder de
otros iguales; y el general dijo: «asumo el mando de la provincia». Lo
que importaba decir: «la fuerza es mi derecho».

Pero como todo gobierno que se establece por la fuerza tiene que
sostenerse por la violencia, esta debía ser en lo sucesivo el alma de
todos los actos del dictador, y así fue.

El ex-gobernador propietario de la provincia fue colocado de nuevo


en el gobierno por la mano del general, y se hizo acompañar de sus
antiguos ministros; es decir, se organizó esta administración por la
violencia, porque ya la ley no funcionaba, y la opinión pública tenía por
mordaza los cañones del vencedor de la tiranía.

Esta administración, a quien Rosas habría llamado intrusa, siguió


funcionando como si nada hubiera sucedido. Y con mucha seriedad, y
como cosa sin consecuencia alguna, se entendía con el señor Director
Provisorio de la Confederación Argentina, inclusive Buenos Aires que
se encontraba en ella como el médico a palos.

El 19 de julio el señor Director Provisorio pasa una nota al


gobierno para que, según lo dispuesto en el acuerdo de San Nicolás, se
fije el día para la elección de diputados al Congreso. Y el gobierno
decreta muy serio, determinando el día 8 de agosto para la elección de
los diputados por Buenos Aires.

El 8 de agosto llega, y las mesas electorales se duermen en su


soledad y abandono.

Con su no concurrencia, el pueblo protestaba de aquel acto.

Concurrir a las mesas era adherirse tácitamente al acuerdo de San


Nicolás, a cuyo nombre se convocaba para esa elección; y era, por otra
parte, ir a contribuir a una burla del principio electoral, desde que los
diputados estaban electos ya por el Director.

Entretanto, y antes de saberse el resultado de la elección -de


saberse oficialmente, bien entendido-, el vencedor de Caseros se vuelve
a sentar en la silla del gobernador de Buenos Aires; siempre en virtud
de la victoria, o en virtud del acuerdo, o en virtud de cualquier cosa,
pues para tales actos cualquiera cosa era lo mismo.

El 15 de agosto se publica con mucha seriedad el resultado de la


elección de diputados, dando 10214 votos a uno y 10201 al otro:
¡magnífica cifra que no se ha podido reproducir después en ninguna de
las elecciones a que han concurrido libremente todos los ciudadanos
de Buenos Aires!

Sabéis, señores, que el día 8 de setiembre se embarcó el general


Urquiza en Buenos Aires con gran parte de los señores diputados que
las provincias habían elegido del mismo modo que la de Buenos Aires,
en dirección a la ciudad de Santa Fe; después de dejarnos al señor
general Galán hecho de arriba a bajo gobernador de Buenos Aires por
un decreto del señor Director, el 3 de setiembre.

El 8, marchó por agua el señor general Urquiza.

El 11, marchó por tierra el señor gobernador Galán, a comunicarle


al señor Director que el día 8 se había despedido para siempre jamás
de la provincia de Buenos Aires...
La revolución del 11 de setiembre, señores, es el hecho más digno y
más justo que se registra en los anales de nuestra historia política. Los
que sean hombres de personas o de partidos, que clasifiquen la
revolución de setiembre como quieran, y que confundan su origen
puro con los extravíos a que la condenaron después. Pero los que sean
hombres de principios, los que tengan la conciencia de la justicia y de
la libertad de los pueblos; los que respeten la dignidad humana y la
moral cívica, esos, donde quiera que la ola de la revolución los haya
echado, sabrán saludar el 11 de setiembre como a un hecho que hace
altísimo honor al pueblo que reconquistó en ese día sus derechos.

No, no oprimamos la inteligencia y la conciencia con el peso del


egoísmo personal. La altura de un individuo es muy pequeña para esos
dos atributos de la divinidad reflejados en el espíritu del hombre.
Demos paso a su luz; dejemos que se levante a la altura de los altos
principios que rigen a los pueblos que han bebido su vida moral en la
fuente purísima del cristianismo. Dejemos que suban a la altura de la
libertad y la justicia, de la libertad y del honor. No apostatemos del
sacerdocio de los principios para doblarnos ante el culto de las
personalidades humanas. No digamos nunca a un pueblo que no tiene
derecho de defender su libertad, porque ese derecho pueda perjudicar
nuestros estímulos o nuestras simpatías de hombre. No, no digamos
eso; porque eso es el delito, la subversión, la apostasía, si no es acaso la
prostitución.

Estudiad como queráis la revolución de setiembre; y si queréis


protestar contra ella, declaraos antes en rebelión contra la virtud y la
justicia...

Esa revolución volvía las cosas naturalmente a su punto de partida;


es decir, al 23 de junio. Y uno de los primeros actos de la Sala de
Representantes, después de su reinstalación, fue su ley de 21 de
setiembre por la cual el poder ejecutivo debía ordenar el inmediato
retiro de los individuos que llevaban el nombre de diputados de la
provincia de Buenos Aires en el congreso reunido en Santa Fe.

Y esa disposición se fundaba: en que las bases establecidas en el


acuerdo de San Nicolás para la reunión del congreso general
constituyente no habían sido aceptadas por el cuerpo legislativo de la
provincia de Buenos Aires, ni él había autorizado en manera alguna al
poder ejecutivo para proceder a su ejecución y cumplimiento.
Que la elección de los diputados que por la provincia de Buenos
Aires habían concurrido a la ciudad de Santa Fe para la instalación del
congreso general, había sido hecha cuando el gobierno legal de la
provincia y sus leyes más fundamentales fueran destruidas por la
fuerza armada, y regida la provincia por un poder arbitrario.

Que a la elección de dichos diputados no había concurrido el


pueblo de la ciudad y campaña, y que ella se había hecho bajo el
imperio de la fuerza, que se había sustituido al de las leyes e
instituciones que regían.

Tales fueron sustancialmente las razones en que la Sala de


Representantes de Buenos Aires apoyó su ley de 21 de setiembre,
mandando retirar los ciudadanos que habían ido con el título de
diputados de Buenos Aires al congreso reunido en Santa Fe.

Como se ve, ese procedimiento no era sino una consecuencia


natural de las discusiones de junio; pues que si Buenos Aires no había
aprobado el acuerdo de San Nicolás, claro está que no podía asentir
ahora a la aplicación de aquel acuerdo hecha durante la ausencia de
sus autoridades, en la parte relativa al envío de diputados a un
congreso a que la provincia no se había prestado todavía. Y mucho más
desde que por una racional precaución la misma ley a que me refiero
declara que la provincia de Buenos Aires no reconocería ningún acto
de ese congreso como emanado de una autoridadnacional.

Hasta aquí no hay, pues, sino retiro de dos individuos


indebidamente investidos con el carácter de diputados de Buenos
Aires.

¿Debía, o no, mandar nuevos y legales diputados? Ésa es la


cuestión.

Esa proposición tiene dos distinciones: envío de diputados en el


modo y forma establecidos en el acuerdo de San Nicolás.

Envío de diputados con las instrucciones y reservas que a Buenos


Aires conviniesen.

En cuanto a lo primero, la provincia tenía, después del 11 de


setiembre, más razón y más conveniencia puedo decir, para resistir a
ello, que la razón y el derecho en que apoyó su resistencia al acuerdo
de San Nicolás, en junio. Porque si en aquella época había creído
necesario reservarse el derecho de aprobar o desaprobar, en la parte
que le cupiera, la constitución que diese el congreso, elevado y
organizado sobre las influencias del general Urquiza, con mucha más
razón debía insistir en tal reserva después que los últimos
acontecimientos habían establecido relaciones tan encontradas entre
el general Urquiza y la provincia de Buenos Aires.

Esa resistencia no era otra cosa que la prosecución del


pensamiento de junio: conservar en toda su plenitud los derechos de la
provincia. Y es indisputable, señores, que es un derecho innegable de la
provincia de Buenos Aires como de cualquiera de las otras de la
República el examinar, discutir, aprobar o desaprobar, por medio de
las autoridades o cuerpos en que el pueblo deposite su soberanía, las
instituciones que han de regirlo. Derecho tanto más atendible en el
caso presente cuanto que se trataba de un código político en que se
había de consignar, en beneficio de la comunidad, delegaciones
parciales de soberanía y autoridad; acto tanto más grave para Buenos
Aires desde que existía en la república una entidad de quien Buenos
Aires recelaba con justicia.

En tal situación, el envío de diputados al congreso, sujetos a lo


estipulado en el acuerdo de San Nicolás, era evidentemente no solo una
contradicción a la anterior resistencia a dicho acuerdo, sino un
contrasentido de la situación que había creado con la revolución de
setiembre en la provincia de Buenos Aires.

Así fue que ni siquiera a discusión se sometió semejante idea.

Era una resistencia de hecho, lógica y natural. Y no hubo, pues, ni


podía haber, cuestión a este respecto. Ni en ese sentido se puede hacer
a Buenos Aires el mínimo cargo, si es que no quiere hacérsele por su
resistencia al acuerdo de San Nicolás, porque ambas cosas son
inseparables, forman el solo cuerpo de una cuestión.

Sin embargo: entre mandar y no mandar diputados según el


acuerdo de San Nicolás, no puede decirse que no se encuentra un
término medio. Y si yo sostengo el procedimiento de la Sala en cuanto
al retiro de los diputados enviados por el general Urquiza a Santa Fe, y
el que no se pensase siquiera en mandar otros, sujetos al acuerdo en la
parte relativa a la formación del congreso, no diré por eso que se
procedió con acierto en dar por concluido el asunto de los diputados, y
en irse a los extremos a que fue la política del gobierno de entonces.
Yo entiendo, señores, que, aun estando en su mayor plenitud el
libre ejercicio de la opinión pública y de los poderes constitutivos de
un estado, en las circunstancias anormales siempre es uno, dividido en
varios, el que imprime su pensamiento al movimiento de las cosas. Y
ese uno, cualquiera que fuese, pudo bien sacar grandes ventajas de la
situación.

La situación de Buenos Aires después de setiembre era toda ella


política, en que la lealtad y la franqueza debían acompañar todos los
actos del gabinete. El dolo, el embozo, la hipocresía son las armas de
los gobiernos débiles e inmorales.

La provincia de Buenos Aires quedó tan fuerte después de la


revolución de setiembre, que casi puede decirse sin exageración que
aun le estaba de más una organización militar preventiva; porque la
demostración de su fuerza y la de su unidad acababa de ser tan
elocuente, que no sé de qué poder podía temerse en la república.

En este caso, una política previsora y hábil, apoyada sobre el hecho


del poder mismo de Buenos Aires, sin emplearla para cosa alguna,
habría podido trabajar en sentido de estorbar grandes males y de crear
grandes bienes.

Se habría podido empezar por dirigirse a las provincias,


diciéndoles:

«La de Buenos Aires reconoce en vosotras el derecho que tenéis


para haber aprobado el acuerdo de San Nicolás, porque ese derecho es
el mismo de que ella ha usado para reprobarlo en la parte que le
corresponde.

»La autoridad que os habéis dado tiene un carácter nacional: pero


como Buenos Aires la repele por su parte, resulta que no puede haber
comunidad nacional entre las provincias y ella, a respecto de aquella
autoridad; y que esta provincia queda de hecho aislada en la república,
en cuanto al no reconocimiento de otro poder que los que se dio por
sus leyes y acaba de reinstalar por su fuerza.

»Pero este aislamiento al que la han conducido los


acontecimientos, no importa el que Buenos Aires pretenda violentar a
las provincias a que la imiten, ni dejar de asistir, con libertad y con
medios de sostenerla, a todo acto relativo a los destinos de la nación de
que hace parte; sin contraer compromiso anterior que la obligue a lo
que no halle justo y conveniente a la nación y a la provincia.

»En consecuencia, Buenos Aires declara: que su política es de paz


para con toda la república, tanto hacia sus pueblos como a las
autoridades que se han dado o quieran darse. Pero que queda aislada
de toda comunidad nacional en cuanto a relaciones de ningún género
con la autoridad general que las provincias reconocen actualmente.

»Que pues en la ciudad de Santa Fe se reúnen diputados de las


provincias para formar un congreso nacional constituyente, Buenos
Aires, que tiene el derecho de asistir a todo acto en que se funcione a
nombre de la República Argentina, asistirá a ese congreso por su
propia y deliberada voluntad; reservándose el derecho de aprobar o
desaprobar, en la parte que le corresponda, el código o las leyes que
ese congreso sancionare, aun con el voto de los diputados de Buenos
Aires, reconociendo igual derecho a todas las provincias».

En seguida se habría debido dar inmediato cumplimiento a esa


declaración, en lo relativo a los diputados. Y estos, intérpretes de la
opinión, y de acuerdo con la política del gobierno, habrían podido
presentarse al congreso diciendo con altura y franqueza:

«Que la provincia de Buenos Aires no rechazaba el pensamiento de


una constitución nacional, cualquiera que fuese la autoridad que lo
promoviese.

»Que no pretendía examinar el grado de legalidad con que el


congreso actual había sido convocado y elegidos sus miembros.

»Que desde que las legislaturas de provincia y sus gobiernos


sancionaban ese acto, a la de Buenos Aires no le correspondía
fiscalizarlo.

»Que sin calificar derechos ajenos, o la mayor o menor moralidad


en el ejercicio de ellos, ella, la provincia de Buenos Aires, no hacía otra
cosa que reconocer un hecho existente; es decir, la existencia de un
congreso de todas las provincias con facultades y mandato de
constituyente, y que ella, que hacía parte también de la nación
argentina, se consideraba con el derecho de presentarse allí por su
libre voluntad, como se consideró con derecho de resistir a que allí se
le llevase por la fuerza.
»Que libre de toda obligación anterior que no fuera la del vínculo
nacional de 1816 y las que imponen la tradición, la gloria y la desgracia
comunes, se presentaba allí a oír, a opinar y a discutir.

»Que si desgraciadamente resultase de las altas resoluciones del


congreso que los derechos territoriales de la provincia, u otros
cualesquiera de sus fueros de tal, fuesen afectados contra su voluntad
expresa, desde ese momento declaraba la provincia, por el órgano de
sus representantes, que se vería en la necesidad de desaprobar por su
parte solamente las relaciones con aquel carácter sancionadas en el
congreso constituyente».

De esta enérgica franqueza, ¿qué habría resultado? Cuando menos,


nada malo para nadie.

Pero si se examina, señores, la posición de Buenos Aires y la


posición del general Urquiza después del 20 de setiembre, se
comprende entonces los resultados de un plan semejante.

Las fuerzas atractivas del derecho, del poder, de la inteligencia


colectiva, de la riqueza, y de un gran triunfo reciente, son fuerzas
poderosas, señores, en el espacio en que giran los sucesos y los
hombres públicos.

¿Y dónde estaban esas condiciones después del 20 de setiembre?


¿En el general Urquiza o en Buenos Aires? Perdonad, señores, si ofendo
vuestra susceptibilidad; pero hablo con la historia: estaban en Buenos
Aires.

Que no se hubiera irritado, pues, a las provincias, amenazando,


anatematizando, asaltando la autoridad que ellas se habían dado y
reconocían en su plenísimo derecho. Que se hubiese asentido a su
deseo de la organización nacional. Que no se hubiese hablado sino de
paz, de constitución y de utilidades recíprocas. Que un gobierno hábil y
previsor en Buenos Aires no hubiera trabajado en otra cosa que en dar
robustez a la espontánea conformidad de voluntades con que la
provincia acababa de dar el grito de septiembre. Que para la provincia
no hubiese tenido otra política que de tolerancia, de franquicias, de
orden y de administración interna. Que sobre todas estas bases se
hubiese Buenos Aires presentado al Congreso; y dígaseme después
dónde estaba, al cabo de los meses que han durado los debates
constitucionales, el prestigio y la autoridad del general Urquiza. Entre
la alianza personal del general y la alianza de un pueblo más fuerte que
él, yo no hago a las provincias la amarga ofensa de creer que habrían
trepidado. Y entre contemporizar con un hombre y armonizarse con un
pueblo, no insultaré al congreso poniendo en duda su elección.

Si las provincias y el congreso se aferraron a la persona de ese


general, es porque la política del gobierno de Buenos Aires les obligó a
ello desde el 19 de setiembre.

Política sin plan. Política de inspiraciones -pero de malas


inspiraciones-, no sirvió en el gobierno de Buenos Aires sino para la
desgracia de esa provincia, y para la fortuna de su enemigo en el resto
de la república...

Perdonad, señores, que me haya distraído del objeto principal de


esta carta, en que para guardar el método de la exposición del asunto, y
que la abrevie, no debo salir de la defensa que me he propuesto.

Os he manifestado las razones en que se apoya la resistencia de


Buenos Aires al envío de sus diputados al congreso sobre las bases
establecidas en el acuerdo de San Nicolás.

No se habló más de diputados. Pero de esto no puede hacerse un


cargo a Buenos Aires. Se pudo haber empleado un término medio. Pero
de no haberse hecho esto, de no haberse hecho algo en este asunto que
conciliase las dificultades, solo puede deducirse que pesa una grave
responsabilidad sobre los que dirigían los negocios, o cuando menos
una duda picante sobre su capacidad política.

Pero la política de aquel gobierno no era la expresión de la opinión


pública, en toda la provincia; y la prueba fue muy práctica y sangrienta.

Lo único a que se resistió la provincia, por el órgano de sus


representantes, fue al envío de sus diputados del modo y forma como
lo exigía el acuerdo de San Nicolás.

La revolución de diciembre en la campaña, como una consecuencia


inevitable de la política que falseó el principio y los fines de la
revolución de setiembre, vino a perturbar y confundirlo todo; y
entonces ya no se podía pensar en otra cosa que en contener la marcha
de esa reacción de hombres, que invocaba la paz, y elegía medios de
guerra; y peores fines.
Pero en medio de la guerra, cuando llegó una oportunidad, Buenos
Aires se convino a mandar sus diputados al congreso constituyente,
estableciendo ciertas reservas que nadie podía negarle desde que
reconocía igual derecho en las otras provincias para establecerlas por
su parte.

Ya era tarde; pero al fin dio esa muestra de su deseo de concurrir a


la organización nacional, siempre que fuera con independencia del
acuerdo de San Nicolás.

Hizo más en el tratado del 9 de marzo, a que me estoy refiriendo


como sabéis; pues que se desviaba, en obsequio de la paz, del
cumplimiento de la ley de 21 de setiembre en la disposición de su
artículo 1.º: reservándose solamente la facultad que confirió a cada
provincia la ley de 30 de noviembre de 1827.

El general Urquiza, por una fatalidad que parece perseguirlo en


todos los actos conducentes a asegurarle el destino político que se
propuso, y su poder siempre precario y quebradizo, negó su
ratificación a ese tratado; y eligió el camino más corto para la
complicación de las cosas, y su ruina en la provincia de Buenos Aires.
Pero Buenos Aires quedó libre de responsabilidad moral sobre la
cuestión del congreso: pues que llegado el caso, no había sido hostil,
sino por el contrario, transigible en ella.

Después de marzo, el señor Director Provisorio se empeñó en tener


lo más ocupadas posible a las autoridades y a la capital de Buenos
Aires; y convengamos, señores, en que es el modo más suave en que
puedo expresarme, en obsequio al respeto que me merecéis
personalmente.

El ruido que hace el cañón es demasiado estrepitoso para que


pueda oírse otras voces que las que estimulan a la victoria, pues nadie
en el mundo ha peleado para que lo venzan; y el pueblo de Buenos
Aires hizo muy bien en no ocuparse de otra cosa que de la guerra y de
vencer en ella, después del desengaño del tratado de marzo. Estaba
visto que lo que el Director buscaba era su triunfo personal sobre
Buenos Aires; y Buenos Aires no estaba dispuesto a complacerlo.

Todo esto, durante la guerra. Después de la guerra ya no había para


qué pensar en diputados, porque la misión constituyente del congreso
había terminado.
Ahora, ¿quién diría, señores, los cargos que hay que hacer a Buenos
Aires por su proceder en el asunto de que me he ocupado, para tener el
honor de contestarlos?

Todo parte de la cuestión del acuerdo: si alguien hay que


demuestre la bondad o la necesidad de él, y la obligación en que estaba
Buenos Aires de aprobarlo, la cuestión quedará entonces resuelta en
favor nuestro, siendo injustificable la resistencia de la provincia, en las
dos faces en que la he considerado, y que son las únicas que presenta.

El suceso de la comisión del congreso destinada a presentar a


Buenos Aires la constitución de mayo para que la examinase, y la
votase o no, no puede hacer parte de una discusión tranquila y
concienzuda en la cuestión de que me ocupo; pues que a vuestra
ilustración no puede escapar que cuando un pueblo valiente tiene casi
al pecho las bayonetas enemigas, no toma en discusión las leyes que se
han dictado bajo el amparo de aquellas, aun cuando se le presenten con
desinterés y buena fe: si las ha de desaprobar, es inútil su examen; si
las ha de aprobar, no encuentra después quien establezca la línea
divisoria entre la prudencia y la debilidad; y el honor o el amor propio
de las armas es en todas partes y en todas épocas el mismo bruñido
cristal que no quiere duplicar otra imagen que la del acero enemigo o
la victoria.

El congreso obró con la circunspección que debía al enviar su


comisión con aquel objeto. Buenos Aires obró con la dignidad que
debía, al no recibir esa comisión en los momentos en que llegó a sus
puertas. No hubo presentación ni negativa oficial; pero todos sabemos
la situación en ese momento, y fácil es interpretar el silencio de la
comisión del congreso.

Tales son, señores, las razones fundamentales de la resistencia de


Buenos Aires a los actos de carácter nacional que comenzaron el 31 de
mayo de 1852; habiendo tenido el honor de exponéroslas, trazadas a
grandes rasgos, porque el tiempo y vuestra posición así lo exigen; pero
que, no muy tarde, me lisonjeará la esperanza de que os dignaréis
pesarlas en todos sus detalles y circunstancias, en obra de que me
ocupo a ese respecto.

Entre tanto -y protestando del disgusto que sufro al tener que


hablar de algo que se roza con alguna de las personas a quienes me
dirijo-, permitidme que concluya esa carta con algunas observaciones
sobre el uso que ha hecho el general Urquiza de la autoridad que puso
en su persona el acuerdo de San Nicolás; pues que solo así podré cerrar
el cuadro de la justicia, la conveniencia, la razón y la perspicacia con
que la provincia de Buenos Aires estableció su resistencia.

Yo no iré, sin embargo, a pedir a nuestros hermanos de San Juan y


de Tucumán que me muestren los bienes que ha reportado su libertad
después del acuerdo de San Nicolás; ni a que me enseñen el ejercicio de
los derechos públicos protegidos por el Director Provisorio.

Yo no iré a San Luis a que me muestre sus síntomas de vida, como


provincia, como pueblo siquiera, después del 31 de mayo en que dio lo
poco que tenía para recibir en cambio el olvido y la miseria.

Yo no iré a Santiago a preguntar por qué tiene que derramar su


sangre para resistir las agresiones de un vecino, después que puso su
firma en el acuerdo de San Nicolás.

Yo no iré a Salta y a Jujuy y a Catamarca a preguntar si han recibido


algún bien; si alguien se ha acordado de ellas para otra cosa que para
pedirles, cuando menos, después del 31 de mayo.

No pasearé la República Argentina a buscar un madero sobre el


ancho de un río; una pulgada de camino por donde haya pasado la pala
o el nivel, a procurar una posta sujeta a algún sistema, ni esperaré la
hora de un día dado; ni siquiera el día de una semana dada, para ver
pasar a galope un correo, o un postillón con una mala. Ni recorreré las
fronteras para encontrar la línea de guardias que ofrezca al pasajero y
a la mercadería la seguridad de transitar sin el peligro de los salvajes.
No; no haré nada de esto; y desviaré mi vista de los artículos 15 y 16
del acuerdo.

Ni tomaré tampoco la ley que dio el congreso el 22 de enero del


presente año, cuyo artículo 1.º dice:

«Se autoriza al Director Provisorio de la Confederación para que,


empleando todas las medidas que su prudencia y acendrado
patriotismo le sugieran, haga cesar la guerra civil en la provincia de
Buenos Aires, y obtenga el libre consentimiento de ésta al pacto
nacional de 31 de mayo de 1852».

Ni preguntaré enseguida si fue el pensamiento del congreso el que


la guerra cesase en la provincia de Buenos Aires con el triunfo de los
sitiadores sobre la ciudad sitiada; si son medios de laprudencia que la
ley recomienda, el estrechar el sitio y establecer el bloqueo, pedir
contingentes a las provincias, engrosar con ellos las filas de los
sitiadores sublevados, y convertirse el mediador del congreso en alma
y brazo de ellos contra las autoridades legalmente constituidas de una
provincia. Ni si eran medidas sugeridas por el acendrado patriotismo,
invocado por la ley del congreso, el rodearse de hombres que son una
protesta viva contra el patriotismo, y consentir que sus viejos instintos
criminales estuviesen sirviendo de amenaza a la libertad y a la moral
de Buenos Aires, al lado del mediador del congreso. Ni averiguaré si el
Director hizo otra cosa que complicar con sus procederes de enemigo,
y no de conciliador, la situación pública en la provincia de Buenos
Aires; si hizo algo que no fuese comprometer más las relaciones de las
provincias con Buenos Aires, por medio de los contingentes que exigió;
si no humilló la dignidad de su investidura mezclándose en una guerra
civil, y tomando la parte de los sublevados, contra la autoridad; si hizo
otra cosa que exponer el prestigio de su autoridad; que hacer venir los
contingentes para que llevasen ellos mismos la noticia de su derrota,
creando un nuevo antecedente de celos y de amor propio herido entre
los hijos de esa República Argentina tan desgraciada.

No. Para un hecho tan fundamental y tan vasto en sus


consecuencias como la resistencia de Buenos Aires al acuerdo de San
Nicolás, se necesita algo grande también que ponga en relieve, y de un
golpe de vista se perciba, toda la sensatez de aquel pueblo al temer
mucho de aquella autoridad omnímoda que se depositaba en las manos
de un solo hombre.

Algo superior a los hechos que pueden sufrir contestación por el


ingenio, y locales por su naturaleza; algo que se extienda a la nación
entera, y que abrace el presente y el porvenir; porque es en los grandes
rasgos de la política de un gobierno que se estudia con facilidad su
importancia con relación al estado, y su capacidad y su moral al mismo
tiempo: y un rasgo tal se me ofrece en los tratados de 10 y 27 de julio
del presente año, celebrados por el general Urquiza con los
representantes de la Francia, de la Inglaterra y de los Estados Unidos.

Tened la bondad, señores, de escucharme, porque el asunto bien


merece la pena.

Hace algunos años ya que la conveniencia del principio de la libre


navegación de los ríos interiores de la república había dejado de ser
una cuestión entre nosotros.
Como arma de partido, el asunto de los ríos fue más de una vez
puesta a la orden del día por los escritores y tribunos de D. Juan
Manuel Rosas. Pero en este debate no entraba para cosa alguna la
buena fe de parte de ellos, ni los sostenedores del principio le daban el
mínimo valor, persuadidos que ese asunto era apenas una cuestión de
tiempo.

Así fue que caído Rosas a nadie se le ocurrió llamar a discusión tal
idea. Era un hecho establecido en el convencimiento general, una de
esas conquistas pasivas que hacen los progresos del tiempo y la
experiencia; y no se pensó en otra cosa que en poner en práctica el
principio.

Pero al mismo tiempo, a nadie podía ocultarse que la libre


navegación de los ríos, extensiva a más banderas que a la de los
estados ribereños, iba a ser por parte de la República Argentina una
espontánea como ilustrada concesión; pero no el cumplimiento de
obligación de ningún género, pues nadie ignora que los ríos interiores
y la navegación de ellos corresponde solamente a las potencias
ribereñas, y que ellas pueden o no permitirla a las banderas extrajeras:
principio universal en el derecho de las naciones; derecho natural que
a nadie se le ha ocurrido poner en duda todavía.

El general Urquiza, en su calidad de Director Provisorio, había


expedido su decreto de 28 de agosto de 1852, en que concedía la libre
navegación de los ríos Paraná y Uruguay a las banderas extranjeras
mercantes; aun cuando sujetó esta navegación con muchas trabas,
como las arribadas forzosas, las aduanas de registros, etc.

Vino la revolución de setiembre, y la Legislatura de Buenos Aires


por su ley de 18 de octubre reconoció la conveniencia de la libre
navegación del Paraná, por su parte, a todas las naciones; haciendo
este magnífico regalo a la civilización y al comercio del mundo entero
con más altura que el decreto embarazoso de agosto. Pues que Buenos
Aires -como ha dicho su gobierno poco ha-, por la ley que promulgó,
declaró implícitamente que ese derecho a la libre navegación de los
ríos era para las provincias o naciones de la parte superior no un
derecho meramente convencional, sino un derecho nacional gravado
en el territorio por el dedo de la providencia que obligaba a poner el
orden moral en armonía con el orden físico, y mirar en los ríos
navegables el camino común que une el interior del continente con
todos los pueblos del universo.
Por otra ley reconoció Buenos Aires el derecho del Paraguay a que
sus banderas y todas cuantas a ese estado se dirigieren, navegasen
libremente por el Paraná.

Así, pues, tanto el Directorio como el gobierno de Buenos Aires,


habían inmediatamente puesto en práctica el principio de la libre
navegación. Y era natural que así fuese. El mismo Rosas si volviese al
mando no podría poner obstáculos a esa navegación, sin sublevar
contra él más que la opinión, los brazos; ¡tan fija, tan profunda es la
convicción de sus ventajas en toda la república, y tan ligados están con
ella el interés público y el interés individual!

Un estado con otro de los que bañan esos ríos, o una con otra
provincia de cualquiera de ellos, puede ser que alguna vez quisieran
estorbarse parcialmente esa navegación. Pero ni eso alteraría el
principio general, ni serviría para otra cosa que para daño del que
emprendiere una hostilidad contra el comercio, que va ocasionando
felizmente una poderosa revolución moral en estos países a favor de la
paz y del lucro honesto de la especulación y el trabajo.

Pero con todos estos antecedentes, tan frescos en la memoria de


todos, el general Urquiza creyó conveniente que la Francia, la
Inglaterra y los Estados Unidos protegiesen a los argentinos contra los
argentinos mismos; y bajo de esta inspiración celebró los tratados de
julio de cuyo examen paso a ocuparme; y los consideraré, primero
como piezas diplomáticas, luego como obligaciones públicas, y
últimamente como pensamiento político; en la esperanza, señores, de
que este último cuadro de mi carta será el mejor justificativo de la
sensatez con que obró el pueblo de Buenos Aires respecto a la
incompetencia del general Urquiza para manejar asuntos públicos en
la alta escala en que lo colocaba el acuerdo de San Nicolás, sin la valla
de las leyes, de las responsabilidades efectivas y del equilibrio de los
poderes públicos, por más buena voluntad y patriotismo que quisiera
concederle; porque esto último no basta: un hombre puede tener muy
buenos deseos y hacer muy malas cosas. ¡Pobre ejército, señores, aquel
que hubiera de dar una batalla teniéndome a mí por general en jefe! Y
sin embargo, yo deseo mucha gloria para mi patria.

Sabéis, señores, que todo tratado público crea derecho y deberes


recíprocos entre las naciones independientes que lo celebran: como
antes de un tratado no hay deberes positivos entre las naciones, ellas lo
ajustan para crearse entre sí los deberes y los derechos que sus
intereses y sus relaciones aconsejan.
Así pues, la reciprocidad es la base de todo tratado; porque si así no
fuera, dejaría de haber igualdad entre las partes contratantes, dando la
una sin recibir de la otra.

La diplomacia, que es la ciencia de los intereses y relaciones de los


estados entre sí, es la que fija la reciprocidad en los tratados, porque es
la competente para saber apreciar el valor de lo que se recibe y la
importancia de lo que se da.

Sobre esta base que vuestra ilustración no podrá cuestionarme,


veamos el grado de reciprocidad que la diplomacia del Directorio ha
establecido en los tratados.

Pondré al pie de cada artículo la reciprocidad sui generis que en


ellos encuentro.

ARTÍCULO 1.º

La Confederación Argentina, en el ejercicio de sus derechos


soberanos, permite la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay, en
toda la parte de su curso que le pertenezca, a los buques mercantes de
todas las naciones, con sujeción únicamente a las condiciones que
establece este tratado, y a los reglamentos sancionados o que en
adelante sancionare la autoridad nacional de la Confederación.

Reciprocidad

Y los buques de todas las naciones navegarán los ríos interiores; bien
entendido, si hay pasajeros y carga.

ARTÍCULO 2.º

Por consiguiente dichos buques serán admitidos a permanecer,


cargar y descargar en los lugares y puertos de la Confederación
Argentina habilitados para ese objeto.

Reciprocidad

Pero los buques argentinos no encontrarán para ellos puertos ni


lugares habilitados en los ríos interiores de Inglaterra (por ejemplo), y en
su defecto, yo, Inglaterra, no otorgo a los buques argentinos ni al
comercio argentino ningún derecho equivalente ni semi-equivalente.

ARTÍCULO 3.º
El gobierno de la Confederación Argentina, deseando proporcionar
toda facilidad a la navegación interior, se compromete a mantener
balizas y marcas que señalen los canales.

Reciprocidad

Y la Inglaterra se compromete a hacérselo saber a los capitanes de


sus buques para que se sirvan de las balizas y marcas, y naveguen con la
mayor seguridad posible.

ARTÍCULO 4.º

Se establecerá por las autoridades competentes de la


Confederación un sistema uniforme para la recaudación de los
derechos de aduana, puerto, fanal, policía y pilotaje, en todo el curso de
las aguas que pertenece a la Confederación.

Reciprocidad

Y la Inglaterra se compromete a que los cargadores, consignatarios y


capitanes que naveguen los ríos interiores de la República Argentina,
gocen de la comodidad que ofrece un sistema uniforme de derechos
marítimos en esos ríos.

ARTÍCULO 5.º

Las altas partes contratantes, reconociendo que la isla de Martín


García puede por su posición embarazar e impedir la libre navegación
de los confluentes del Río de la Plata, convienen en emplear su influjo
para que la posesión de dicha isla no sea retenida ni conservada por
ningún estado del Río de la Plata o de sus confluentes que no hubiera
dado su adhesión al principio de su libre navegación.

Reciprocidad

Y la Inglaterra se compromete a quedarse con la isla toda vez que


pueda, para que así no interrumpa la libre navegación de los ríos que la
República Argentina ha reconocido por este tratado como propiedad de
todo el mundo, menos de ella.

ARTÍCULO 6.º

Si sucediera, lo que Dios no permita, que la guerra estallase en


cualquiera de los estados, repúblicas o provincias del Río de la Plata o
de sus confluentes, la navegación de los ríos Paraná y Uruguay quedará
libre para el pabellón mercantil de todas las naciones. No habrá
excepción a este principio sino en lo relativo a las municiones de
guerra como son las armas de toda clase, la pólvora, el plomo, las balas
de cañón.

Reciprocidad

Y la Inglaterra se obliga a complacer a la República Argentina no


permitiéndole jamás en lo futuro hacer uso del derecho de bloqueo en los
estados ribereños, aun cuando ese medio fuere para ella tan eficaz como
lícito en cualquiera cuestión superviniente con los estados vecinos. Y al
mismo tiempo la Inglaterra se obliga a establecer sus bloqueos en la
República Argentina o en cualquiera de los estados del Plata, Uruguay,
Paraná y Paraguay, toda vez que así lo entienda por conveniente.

ARTÍCULO 7.º

Se reserva expresamente a S. M. el Emperador del Brasil y a los


gobiernos del Paraguay, Bolivia y del Estado Oriental del Uruguay, el
poder de hacerse partes al presente tratado, en el caso que fuesen
dispuestos a aplicar sus principios a las partes del río Paraná, Paraguay
y Uruguay en los cuales puedan poseer respectivamente derechos
fluviales.

Reciprocidad

Y la Inglaterra se obliga a tener un gran placer si encuentra otro


gobierno que quiera usar de las mismas bondades que el gobierno
argentino en el presente tratado.

ARTÍCULO 8.º

Los principales objetos en vista de los cuales los ríos Paraná y


Uruguay quedan declarados libres para el comercio del mundo siendo
los de desenvolver las relaciones comerciales de los países ribereños y
de fomentar la inmigración, se conviene que no se reconocerá ningún
favor o inmunidad al pabellón o al comercio de cualquier otra nación
que no se extenderá igualmente a los de S. M. la Reina de la Gran
Bretaña.

Reciprocidad
Y S. M. la Reina se compromete muy alta y seriamente a recibir para
sus súbditos todos los favores e inmunidades que en adelante quiera la
República Argentina conceder a otros.

El artículo 9 y último del tratado fija el término de las


ratificaciones, de que me ocuparé.

Tales son los tratados.

Ahora yo me atrevería a preguntar: si se hubiera establecido contra


nosotros una coalición de la Francia, la Inglaterra y los Estados Unidos,
y puesto en estado de hambre y conquista a toda la República
Argentina, y para dejarla libre la hubieran sometido, no a un tratado,
sino a una capitulación sobre su soberanía fluvial, yo pregunto: ¿qué
más habría podido exigírsele, ni que menos darla en compensación?

Yo no trepido en decir, señores, que es el primer tratado del


mundo, no mediando la violencia, en que se haya olvidado tan
inauditamente la dignidad del estado, los usos diplomáticos y hasta el
buen sentido individual. Perdonadme, señores, en la inteligencia de
que si esas palabras son algo fuertes, aparecen como demasiado suaves
al lado de los documentos de que me ocupo.

Un tratado público se hace a nombre de la independencia y de la


soberanía de la nación; queda garantido por ella, como la expresión de
su voluntad y de su razón; el honor nacional lo cubre, y los intereses de
la nación o la sangre de sus hijos tienen que responder de su
cumplimiento. Y con estas cosas, señores, no se juega.

No se hace un tratado para dar todo y nada recibir: de lo contrario


no es un tratado; no es siquiera una capitulación, es un oficio de
rendimiento a discreción, disfrazado con un nombre ajeno.

En los tratados de julio, la República Argentina, de lo que es una


concesión gratuita hace una completa enajenación de derecho. Da todo,
¿y qué recibe? ¿El mínimo favor o inmunidad para el comercio o la
bandera argentina en los ríos o puertos de los estados contratantes?
¿El mínimo privilegio de otra especie cualquiera, si no se podía
establecer ni se pretendía una igualación de privilegios en la
navegación de ríos interiores de uno y otro estado? Nada,
absolutamente nada.
¿Se tiene la candidez de creer que es una compensación
el influjo que se convienen a emplear los estados signatarios
extranjeros para que la isla de Martín García no sea retenida por
ningún estado del Plata o sus confluentes que no hubiera dado su
adhesión al principio de la libre navegación? Pero esto, señores, no es
una concesión de parte de los extranjeros. ¿Es o no es de la República
Argentina la isla de Martín García? ¿Se ha estipulado, o no, a nombre de
la República Argentina en los tratados de julio? Si se ha estipulado a
nombre de la nación, y la isla es de ella, ¿qué estado es ese que no debe
retener la isla si no ha adherido al principio de la libre navegación? De
esa contradicción resulta una de dos cosas: o que la isla no es
argentina, o que el general Urquiza no ha tratado a nombre de la
nación argentina, puesto que reconoce en ésta algún otro estado que
aún no ha dado su adhesión al principio de la libre navegación y que
pueda retener la isla. Y como de este dilema es imposible escapar,
resulta que se ha concedido a los estados extranjeros acción sobre un
territorio ajeno, y esto es una candidez al mismo tiempo que un
avance, o acción sobre un territorio nuestro, y entonces no recibimos si
no que les damos.

Si se cree que el artículo 6.º contiene la verdadera reciprocidad de


ventajas, yo diré que ése precisamente es el artículo que más nos quita
sin darnos nada, pues nos despoja de un derecho inherente a la
soberanía de todo estado, como es el derecho de bloqueo; sin hacerse
extensiva semejante restricción a los estados con que la república ha
tratado. Y todavía, dentro de un momento estudiaré este artículo bajo
otra faz.

¿Dónde, pues, está la diplomacia de ese tratado? ¿Dónde establece


el diplomático y consulta y fija los intereses y las ventajas recíprocas
del pacto? ¡Su lectura pasma! Nada se encuentra de todo eso: ha sido
clavar obligaciones sobre la nación, y dar derecho a manos llenas.

Y para que nada falte a la originalidad de la diplomacia del


Directorio, el artículo último de los tratados es un descubrimiento en
derecho público que no tiene antecedentes, ni tendrá imitadores.

Vosotros sabéis, señores, que todo tratado, para que suba a la


categoría de ley de la nación, necesita que la nación lo sancione con su
aprobación; y que solo hay una corona en el mundo constitucional que
tiene ciertas prerrogativas a este respecto. Por eso todo tratado es
sometido, antes de la ratificación del soberano, a la aprobación del
cuerpo legislativo de la nación; si esta lo aprueba, el soberano entonces
sella el compromiso público, y el asunto queda legalmente concluido.

Pero en los tratados de julio la cosa se hace al revés. Se estipula que


el Presidente, a quien en el preámbulo se llama Director Provisorio,
ratificará primero el acuerdo, y después lo elevará al futuro congreso
legislativo para que lo apruebe. Esto es nuevo.

Pero si dejamos la faz diplomática de esos tratados y entramos a


considerarlos como leyes de la nación, el asunto toma mucho más
abultadas dimensiones.

Dos son las obligaciones sustanciales que esos tratados contienen:

1.º La libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay a los buques


mercantes de todas las naciones.

2.º La libre navegación de los ríos para todas las banderas, aun en
caso de guerra con algún estado ribereño, o de una provincia con otra.

Tales son las obligaciones contraídas por la República Argentina en


los artículos 1.º y 6.º del tratado.

Ya he dicho antes que el principio de la libre navegación de los ríos


no solo no era una cuestión para nadie, sino que todos se habían
apresurado a ponerlo en práctica. ¿Y por qué? Porque era una
conveniencia sensible a todos, y los más altos intereses de la república
así lo requerían. Era un asunto de la competencia de un congreso. Pero
en su defecto el gobierno podía anticipar una disposición, reservando
su aprobación al congreso. Así lo hizo el general Urquiza en agosto del
año pasado, y nadie se lo tuvo a mal en cuanto a la aplicación a un
principio reconocido universalmente. Y más tarde, la Legislatura de
Buenos Aires franqueó la navegación del Paraná, en sus costas, por una
ley especial.

Era, pues, que toda la nación, por sus órganos respectivos,


declaraba ese espléndido y civilizador principio.

Pero la nación podía decir: «Yo quiero dar la cosa, y la doy». Pero
no podía decir: «Yo quiero contraer la obligación de dar tal cosa a las
demás naciones; yo quiero hacer de un acto espontáneo, un acto
obligatorio; en vez de dar tal cosa sin compromiso, yo quiero crear en
los otros un derecho, y en mí una obligación de cumplirlo».
Eso no solo es un contrasentido de las reservas con que todo
estado se esmera en proteger sus derechos y las eventualidades de su
vida ulterior, sino que tiene el sello de la más pasmosa
incircunspección.

Toda vez que una obligación internacional pueda evitarse, tanto


mejor y más conveniente para el estado, tanto más útil y ventajoso
para la política del gobierno.

Y si este principio debe estar presente aun en los casos en que se


trata de contraer obligaciones temporales, tanto más presente debe
estar cuando esas obligaciones tienen un carácter permanente.

A la República Argentina conviene hoy la libre navegación de los


ríos interiores. ¿Qué debía hacer? Declarar que sus ríos estaban
abiertos a todas las banderas. Pero no pasar de ahí. ¿Por qué? Porque
la República Argentina no puede; porque no puede ningún estado de la
tierra divisar las eventualidades de su destino futuro. Y toda vez que
pueda establecer una obligación sin el compromiso de su permanencia
indefinida, es tanto más conveniente y más análogo con la
conservación del mayor número de sus derechos que le sea posible. El
ejercicio de ese privilegio nunca importaría un derecho perfecto a las
naciones extranjeras, como importa la obligación contraída por un
tratado. Para los estados ribereños la República Argentina no hacía
otra cosa que reconocer un derecho prexistente, un derecho natural;
para las demás naciones, no; para éstas era una concesión. Ahora,
¿sobre qué principio de estado, sobre qué filosofía política se ha
levantado esa concesión a la categoría de obligación? Esto es a lo que
nadie podrá contestar sino con estas palabras: «para que otro gobierno
argentino no cierre los ríos».

Si eso fuere dicho con seriedad, no sabría qué contestar a quien se


pusiera a medir los derechos permanentes, la alta política y la dignidad
de mi patria, por el tamaño de aquel recelo.

Pero si es dicho para salir de algún apuro, yo entonces contestaré


con buen humor que, tomando por base aquel principio, deberíamos
enajenar la independencia y soberanía de la nación a favor de la
Inglaterra o de los Estados Unidos, para que no viniese otro gobierno
argentino que nos cortase la cabeza y nos robase.

No, señores, eso no es argumento ante ningún hombre serio.


La obligación a que me refiero sería un acto de la más grave
responsabilidad para el que la ha establecido a nombre de la nación, si
esos tratados hubieran de tener efecto, y si en la nación argentina
hubiesen hombres y poderes que girasen en su órbita legal, y con esa
energía cívica que es el distintivo de las sociedades adelantadas en el
ejercicio de los grandes principios sobre que reposan los derechos y la
dignidad del estado. ¡Pero de esta época estamos muy lejos todavía!

La segunda obligación es la que se estipula en el artículo 6.º.

¿Dónde se hallará un antecedente en la historia diplomática del


mundo, dónde una razón en la filosofía de la política, que autorice a un
gobierno a contraer obligación con naciones extranjeras de no hacer
uso jamás de su derecho, como nación soberana e independiente, de
responder a una hostilidad que puedan hacerle, con los medios que su
poder y su derecho le den? Más que esto, ¿a comprometerse el
gobierno del estado a no emplear el poder público que está en sus
manos dentro de su mismo territorio? ¿Dónde? Pues esto es, señores,
lo que está estipulado en el artículo 6.º.

Por ese artículo, la República Argentina no puede bloquear al


Paraguay, por ejemplo, desde sus costas del Paraná, como por la
naturaleza puede hacerlo, aun cuando el Paraguay le diere justísimos
motivos para ello; ni puede hacer lo mismo con la República Oriental,
en el Uruguay. Pero el Paraguay y la República Oriental, que no se han
obligado a no interrumpir la libre navegación del Paraná y Uruguay,
aun en caso de guerra, podrán cuando quieran interrumpir esa libre
navegación en los puertos argentinos, estableciéndonos un bloqueo.

Si estamos en guerra con el Paraguay, por ejemplo, la República


Argentina no puede decir hoy: «no permito que pasen por mi territorio
marítimo los efectos paraguayos»; porque va un buque inglés, toma los
efectos a su bordo y dice: «yo paso porque la República Argentina se ha
obligado a no interrumpir esa libre navegación de los ríos, aun en caso
de guerra entre los estados ribereños». Y pasa el buque, y nosotros nos
quedamos leyendo el artículo 6.º del tratado.

Un gobierno constitucional se establece en el país; todo marcha en


orden y con arreglo a la constitución. Pero Santa Fe se subleva, por
ejemplo, contra el orden legal. El gobierno no quiere, sin embargo, que
corra sangre. Pero tiene la obligación de someter a los rebeldes, y por
primera medida les manda interrumpir toda comunicación por agua.
Pero se presenta un buque francés o de los Estados Unidos, y dice: «No,
señor, aquí entro yo, porque la República Argentina está obligada a no
interrumpir la libre navegación, aunque estalle la guerra entre las
provincias que la componen». Y entra el buque, y el gobierno se pone a
leer el artículo 6.º del tratado. Artículo hasta inhumano, por cuanto
despoja de los medios de una restricción eficaz a veces, como el
bloqueo, y solo deja los medios bárbaros de la guerra.

Nada de eso podemos nosotros; pero como la Francia, la Inglaterra


y los Estados Unidos, que hacen las cosas como se deben hacer, no han
contraído semejante compromiso, pueden, cuando lo hallen
conveniente, no permitir que entre ni salga una lancha de nuestros
puertos, y estorbar la navegación de nuestra bandera en nuestros
propios ríos.

Esto, señores, no tiene nombre, no tiene ejemplo, no tiene sino el


sello de la más completa insuficiencia y de la más seria responsabilidad
para sus autores.

Pero si dejamos aparte estas monstruosas obligaciones, y


queremos estudiar los tratados como pensamiento político, todavía
tropezamos con dificultades de otro género.

La América, señores, políticamente hablando, tiene un destino


especial en el gran mapa de las naciones. Y como tal, tiene sus
necesidades y sus relaciones naturales.

Para el cristianismo todos los pueblos son iguales. Para la filosofía


todos son fuentes de un idéntico estudio. Para la historia todos son
páginas que se correlacionan y forman el tipo de los siglos y de la
humanidad. Para la política es otra cosa. Para ella cada nación tiene su
vida especial, sus necesidades especiales, y por consiguiente en esa
vida y esas necesidades la política estudia y elige los medios de
satisfacerlas.

Pero como toda nación tiene una vida interior, y otra exterior o de
relación, en esta última, la más difícil por su naturaleza misma, la
política descubre la importancia de estas o de aquellas relaciones, y
elige, estrecha o separa las que le conviene.

El equilibrio es la base de sus apreciaciones, y busca en las


amistades lo que falta intrínsecamente en el estado a que se aplica.
Saber considerar el presente, nunca como un fin, y siempre como
un medio para lo que está por venir, para lo que ha de ser en lo futuro;
es lo que constituye su gran punto de vista.

Aplicando estos principios generales de la política a la República


Argentina, se descubre un desvío lamentable de ellos después de
muchos años.

Ha habido el error de confundir comúnmente las relaciones de


ideas, de ciencia, de comercio y de emigración, con las relaciones
políticas entre la Europa y la República Argentina.

Se han confundido las relaciones de los pueblos con las relaciones


del estado. Y descuidando precisamente aquellas, que son las que nos
convienen, se ha puesto esmero en estrechar las últimas por
obligaciones, en las cuales yo estoy todavía por encontrar una que nos
convenga. Y esto que digo de la República Argentina, lo digo también
de otros estados de lengua española en el continente americano.

La América y la Europa son dos solas potencias llamadas a


constituir el grande equilibrio de la balanza política del mundo. Cada
una de ellas disputa a su modo el porvenir de la humanidad; y una u
otra tendrán, en el andar de los tiempos, que arrebatarse la bandera de
los principios que han de regir al mundo.

Esa marcha está trazada por la mano de la providencia que fija los
períodos de las grandes revoluciones de la humanidad, iniciadas
siempre por la vida política de los estados.

¿Cómo hacer la América para marchar en analogía con esas leyes


de su destino? Ligándose entre sí, siempre y cada vez más, los estados
que la componen: esa es la marcha.

La mancomunidad de los intereses; la defensa mutua, la fuerza del


todo por medio de las fuerzas individuales combinadas de los estados
americanos; tal es el sistema aconsejado por la política alta y filosófica.

Imaginaos a los estados americanos ligados entre sí para todo


cuanto es relativo a solidificar los principios políticos de la revolución,
a la defensa de sus derechos y a la protección de su progreso, y no
podréis decir donde limita el porvenir de la América en el mundo; y
podréis señalar dónde se acaba la influencia de la Europa en América.
¿Pero se procede en sentido de estas grandes adquisiciones? No;
siempre procede en contrario modo. Y ahí tenéis un ejemplo en el caso
actual que nos ocupa.

Pretendiose dar seguridad al principio de la libre navegación de


nuestros ríos, comprendida su importancia, y atendido el peligro de
algunas vicisitudes políticas. Era un grande hecho; un paso gigantesco
dado por el progreso de la América; se abrían a la mano del hombre
esas arterias colosales destinadas a llevar la savia de la vida a las
entrañas muertas de nuestro continente. Los resultados de este gran
suceso se eslabonan, se multiplican y se pierden de vista, todo él es
grandeza y porvenir para la América. ¿Y qué se hace? Se va a buscar a
la Europa para darle el mejor asiento en ese banquete del progreso y
de la libertad americana; y no son convidados a él nuestros aliados
naturales del continente.

Que se hubiese invitado al Brasil, al Paraguay, a Bolivia y al Estado


Oriental para que en congreso con la República Argentina hubiesen
hecho al mundo la espléndida declaración de la apertura de sus ríos; y
esos estados americanos hubiesen estipulado un compromiso de
protección hacia la libre navegación de sus ríos, contra cualquier poder
que intentara estorbarlo en lo futuro; obligándose a emplear su influjo
en protección del estado hostilizado en su navegación; esto se
entiende, porque eso sería un grande pensamiento político, aplicado a
la protección de los más altos intereses americanos.

Desprendida la América del influjo y la política europea, tiene que


buscar en sí misma el progreso de su prosperidad y el afianzamiento
de sus derechos.

Antes de nuestra generación ya hubo quien así lo entendiera.


Bolívar y el gobierno de México comprendieron la necesidad de que la
América se asociase para fijar las bases de su derecho público interior
y exterior, en un congreso general de todos los estados.

A un congreso semejante debiera referirse toda combinación


conducente a afianzar la libre navegación de los grandes ríos que
cruzan el territorio de Sud-América, aun cuando es cierto que cada uno
de los estados puede declararla en principio y hacerla practicable.
Porque es indisputable que la misma magnitud del principio implica la
necesidad de su regularización. Y la regularización y aplicación del
derecho marítimo americano ha debido ser la obra de un sistema
común de los estados de lengua española y portuguesa; así para
facilitarse por mutuas concesiones el desenvolvimiento del comercio y
de la riqueza respectiva, como pero adoptar precauciones eficaces
contra la injerencia violenta de cualquier poder exterior.

Por lo mismo que la libre navegación de los ríos de la América del


Sur ha sido el grande desideratum de las potencias marítimas, ninguno
de los estados americanos haría bien en aislarse para acordar
franquicias o contraer compromisos que pudiesen dañar o trabar la
política o los intereses de sus coterráneos. Una concesión excesiva o
prematura funda precedentes embarazosos a la libertad de las otras
naciones continentales, porque para los poderosos constituye
argumento en apoyo de exigencias extremas.

Un tratado argentino con la Francia, Inglaterra y Estados Unidos,


¿no inducirá a estas naciones, si así les conviniere, a pretender igual
abnegación, por ejemplo, de parte del Emperador del Brasil al tratarse
de la navegación del Amazonas? ¿El arreglo conjunto de los estados
americanos ¿no habría prevenido estas y otras contingencias
semejantes?

La Europa nos ha dado la norma, y por tanto ha perdido el derecho


de exigirnos mayor liberalidad, o postergación de nuestros propios
intereses, que la que ha mostrado para los suyos propios.

Los dos últimos meses de 1814 y los dos primeros de 1815 forman
el antecedente sobre que la América puede basar grandes principios.
Entonces, para fijar las bases del derecho público internacional, las
grandes potencias europeas establecieron por principio que solo a
ellas les competía la palabra y ni el sufragio de los estados débiles fue
permitido en el congreso de los que se creyeron con derecho para
trazar a su antojo el mapa de la Europa y legislar a nombre del mundo
entero. Ya la América contaba una potencia que desde 1801 había
hecho sentir su influencia en la gran cuestión marítima de entonces; y
sin embargo, en 1814 el congreso de Viena legisló sobre lo que a las
grandes potencias convenía, y nada más.

¿Qué es lo que ha podido impedirnos seguir igual rumbo para


dictar mancomunadamente con el Brasil, Paraguay, Bolivia y el Estado
Oriental, las leyes protectoras de nuestros ríos interiores, sin
intervención alguna de Europa?

El desarrollo ascendente de los estados americanos es un fuerte


motivo para negarnos a toda obligación imperecedera, impuesta por
tratados a perpetuidad con ninguna potencia europea; y más fuerte
aún para establecer entre ellos obligaciones recíprocas que impulsen y
protejan su progreso.

Todo eso se entiende, lo repito. Para obrar del modo contrario,


como se ha hecho en el tratado de julio, es, cuando menos, manifestar
un completo desconocimiento de nuestras propias conveniencias;
haciendo cosas que tendrán el nombre que se quiera, menos el serio
nombre de políticas; pues que precisamente se ha seguido un proceder
bastardo de la política.

¡Qué destino, pues, el de estos tratados, que por todas las faces que
se estudian resultan malos, más malos, y peores!

Felizmente, señores, son tan malos, que han dejado todavía un


brazo en la República Argentina que los levante de los hombros de la
madre común, y la liberte de su enorme peso. Y ese brazo será el que
tantas veces alzó el nombre la república para que lo leyese el mundo
con respeto. Será el brazo de Buenos Aires, cuyas cicatrices dicen bien
alto lo que cuestan el nombre y los derechos de la patria para consentir
fácilmente en su sacrificio.

Por fortuna, los tratados tiene en sí todos los vicios de la más


perfecta nulidad. Y si solo una noble voz se levantó en el congreso de
las provincias para contener por algún tiempo a lo menos el mal que
surgía del Directorio; y si sus esfuerzos y el de tres viejos patriotas
fueron vanos entonces, Buenos Aires tratará alguna vez de
reconquistar el derecho y reivindicar el buen sentido de la nación,
sacrificados en los tratados.

Aquí terminaré, señores, este asunto, porque quiero evitar el


examen de las causas y los objetos que se tuvieron en vista para
negociar aquellos; tanto porque están ya al alcance de todos, cuando
porque lo que he dicho es bastante al fin que me propuse: a la
demostración palpable de un grande abuso del directorio;
quedándome la satisfacción de que me haréis justicia persuadiéndoos
de que si apenas siento las bases de las cuestiones graves de que me
ocupo, es porque cuento con vuestra ilustración para el análisis de su
desenvolvimiento.

He querido demostraros que se ha usado mal de la amplia


dictadura, en amplio daño de los que la confirieron. Y si ha tenido la
fortuna de lograrlo, resultará que el pueblo de Buenos Aires fue
previsor y cuerdo al negar su voto a semejante autoridad; a resistirse a
ella, y a levantarse contra ella cuando se le impuso por la fuerza.

Y por último: ya veis, pues, cómo con la vista fija en las premisas
que establecí al principio de esta carta, tomadas de vuestra propia
circular, por medio de la demostración y de la lógica os he traído de
consecuencia en consecuencia a la justificación que deseabais ver;
sujetándome siempre a los hechos innegables y al texto de los
documentos; poniendo esmero en desentenderme de los nombres para
atender a las cosas. Y si os admira este proceder por lo que tiene de
raro en nuestra época, os diré que en mí no es una novedad, sino una
práctica constante en mi vida.

Para terminar esta carta, y por complemento de ella, creo deber


observar que las grandes causas con que se explica y se justifica la
resistencia de Buenos Aires, están dando todavía sus consecuencias
naturales, y la situación actual es una de ellas. Pero en mi opinión,
señores, las tres épocas notables de que me he ocupado, junio,
setiembre y diciembre, son cosas de poquísima importancia
comparadas con la actualidad política del país.

Aquellos eran apenas conflictos de instituciones o gobiernos,


mientras que la presente es cuestión de vida o muerte para lo que se ha
llamado hasta aquí la República Argentina.

Esta situación arranca de los sucesos de junio de 1852; y ante la


rigorosa verdad histórica no puede hacerse a Buenos Aires
responsable de consecuencias que se derivan de un hecho cuya
responsabilidad es de otros, y no de esa provincia.

Buenos Aires no creó la situación de junio. La creó el acuerdo de


San Nicolás; y la revolución de setiembre no fue otra cosa que la
primera y natural consecuencia de los sucesos de junio. Y si Buenos
Aires no es responsable del principio, por ninguna lógica del mundo
puede ser responsable de los resultados.

La revolución de setiembre no solo restableció un derecho, sino


que estableció un hecho al mismo tiempo.

Este hecho fue el aislamiento político de la provincia, que acababa


de quebrar con el orden de cosas sostenido en el resto de la república;
y la comunidad nacional dejó de existir desde ese día, en cuanto al
reconocimiento de poderes y la aceptación de principios orgánicos,
que las provincias todas, a excepción de Buenos Aires, acababan de
aceptar.

Divorciada la Sala de Representantes de Buenos Aires con su


honorable circunspección de setiembre, y entregados los destinos
públicos a la política utopista de un gobierno apasionado en sus
resoluciones y visionario en sus planes, aquel hecho, establecido por el
imperio de las cosas, fue desconocido, y arrancada la revolución de
setiembre de sus bases naturales. Pero los sucesos vinieron pronto a
demostrar con lecciones de sangre que las revoluciones y la política
tienen sus leyes fijas que no es dado a nadie violentarlas sin exponerse
a las reacciones consiguientes; y volvieron las cosas a su primitivo
centro; es decir, el aislamiento en que hoy se encuentra la provincia,
que no es sino el mismo que nació de la revolución de setiembre,
porque las mismas causas existen para ello.

¿Es de Buenos Aires de donde surgieron esas causas? ¿Es Buenos


Aires la que las sostienen todavía? No.

Se comprende que, durante la acción de un gobierno en Buenos


Aires que en la ilusión de derrocar caudillos se lanzaba contra el
derecho que asistía a las provincias de establecer para sí el orden de
cosas que mejor les conviniera, los gobiernos de ellas estableciesen un
centro de resistencia en la persona en quien habían depositado la
autoridad común. Eso se comprende.

Pero cuando ya no hay quien intente nacionalizar revoluciones, y


derrocar autoridades, y exterminar caudillos con la guerra que es la
madre común de todos ellos; cuando Buenos Aires vuelve a los límites
de su revolución de setiembre, y no se empeña en otra cosa que en
restablecer con las provincias los vínculos de la amistad y del
comercio, únicos que le es permitido en su situación; cuando todos
estos son hechos positivos y al alcance de todos; querer todavía las
provincias dar mayor cuerpo y robustez al obstáculo que se interpone
entre ellas y Buenos Aires; querer proseguir reconociendo necesidades
que ya no existen, peligros que han desaparecido; querer, en fin, afocar,
si no más poder, más derecho en la persona del general Urquiza, ya no
Director Provisorio sino Presidente de todas ellas; sacrificando la
alianza de los pueblos a la alianza de un hombre, eso, señores, es
querer cargar con las responsabilidades de lo que venga. ¿Y qué
vendrá? Estudiad despacio la situación, y os asustaréis de lo que puede
venir.
Si Buenos Aires está aislada de las provincias, las provincias
también lo están de Buenos Aires. ¿Pero qué significa el aislamiento,
señores? Él no es otra cosa, como sabéis, que una condición de
circunstancias; una situación anormal impuesta por el imperio de las
cosas; una situación que nadie puede defender como buena en sí
misma; sino como buena en relación a una guerra que destruya todo, o
a una transacción que esclavice.

Pero por lo mismo que es una situación anormal, por más que sea
necesario el aceptarla como la ha sido y lo es al presente en Buenos
Aires, por más que puedan sacarse de él ventajas positivas para el
orden interior de ella y de las provincias que se aíslan también, no
puede decirse, ni sostenerse mucho menos, que el aislamiento deje de
ser un hecho tirante y dificultoso por su misma naturaleza. Y como
ningún pueblo, ni ningún gobierno puede vivir largamente en
situaciones anormales y vidriosas, Buenos Aires por su parte, y las
provincias por la suya, han de tentar salir de situación semejante. ¿Y
por dónde saldrán, si los que pueden salvar el obstáculo se empeñan
en mantenerlo, ya no por períodos pasajeros, sino por largos años?
¿Por dónde, señores? Por los campos de batalla, o por las líneas
divisorias de estados independientes en el suelo de aquella madre
común a que nuestros mayores llamaban República Argentina. Por ahí
saldrán en el andar del tiempo y los sucesos.

El orden de cosas constitucional establecido en las provincias, es


un hecho que ya no puede alterarse fundamentalmente, sin
propenderse a un cataclismo universal; porque no se puede hacer un
juego de constituciones y congresos. Este hecho es preciso reconocerlo,
cualquiera que sea su origen. Pero el reconocimiento de él, y las
modificaciones que puedan hacérsele para allanar dificultades de más
o menos importancia, no es cuestión que pueda alarmar a nadie; ¡y
pobre cosa serían los talentos argentinos si no pudiesen combinar, con
ventaja para todos, los intereses de las provincias constituidas con el
interés de Buenos Aires al entrar de nuevo a la asociación con ellas!

No, señores, esa no es dificultad. El grande escollo es otro.

Del mismo modo que las provincias no darán un paso atrás del
orden constitucional que han aceptado; del mismo modo que es
necesario reconocer ese hecho y respetarlo, como todo lo que está
fundado en el derecho y la conveniencia de los pueblos; del mismo
modo, repito, es necesario reconocer otro hecho existente, en la
provincia de Buenos Aires: allí es un hecho, señores, con toda la
precisión de una conclusión matemática, que nadie acepta al general
Urquiza para cosa alguna, aunque la Iglesia se lo traiga en calidad de
santo.

Tales son los extremos de la cuestión actual. Y sobre aquel que


pueda evitar el mal, y no lo evite, la responsabilidad será medida por el
tamaño de las desgracias públicas que sobrevengan.

He concluido, señores.

Solo la justicia de la causa que he sostenido ha inspirado mi pluma


en esta carta, con el deseo de fijar la verdad histórica de
acontecimientos tan notables; y que son la clave explicativa de la
actualidad política del país.

He tomado la defensa de Buenos Aires por la convicción de su


justicia; nada más. Ningún estímulo personal puede inspirarme. Mi
lejanía, voluntaria hoy, del teatro de los sucesos, muestra bien claro la
medida de mis aspiraciones. Por otra parte, yo no tengo la fortuna de
deber al pueblo de Buenos Aires ni a su gobierno un solo acto que
obligue mi gratitud, y no es por ella que puedo tampoco extraviarme de
la verdad. Mi contrato social para con el pueblo de mi nacimiento está
basado en la misma reciprocidad de vuestros tratados de julio.

Aceptad, señores, las seguridades de la consideración y respeto con


que tengo el honor de saludaros.

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