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taría fuera de la conciencia del enfermo, mantendría cohe-

sionado con determinados fines un gran material ^íquico


e instauraría un ordenamiento pleno de sentido para su re-
torno a la conciencia. Yo conjeturo que esa inteligencia
segunda, inconciente, es sólo una apariencia.
En todo análisis complicado uno trabaja repetidas veces
—en verdad de continuo— con ayuda de este procedimien-
to (la presión sobre la frente), que ora enseña, desde el
punto en que cesaron las reconducciones del enfermo en la
vigilia, el ulterior camino, pasando por unos recuerdos que
han permanecido notorios; ora llama la atención sobre ne-
xos que cayeron en el olvido, luego convoca y enfila re-
cuerdos que desde muchos años atrás estaban sustraídos de
la asociación, a pesar de lo cual todavía se los puede dis-
cernir como recuerdos, y, como operación suprema de la
reproducción, hace aflorar pensamientos que el enfermo
nunca quiere reconocer como los suyos, que él no recuerda,
si bien admite que el contexto los exige imprescindible-
mente, y, en ese trascurso, se convence de que esas repre-
sentaciones, y no otras, producen el cierre del análisis y la
cesación de los síntomas.

Trataré de exponer algunos ejemplos de los notables lo-


gros de este procedimiento técnico.
Una joven a la que trato padece de una insufrible tussis
nervosa que se arrastra desde hace seis años; es evidente
que se ha cebado en un catarro común, pero es imposible
que no tenga sus fuertes motivos psíquicos. Hace mucho
tiempo ya que cualquier otra terapia se muestra impotente;
intento, pues, cancelar el síntoma por el camino del aná-
lisis psíquico. Ella sólo sabe que su tos nerviosa empezó, a
los catorce años, estando de pensionista en casa de una
tía; de excitaciones psíquicas en ese tiempo no quiere sa-
ber nada, no cree en una motivación del padecimiento. Ba-
jo la presión de mi mano se acuerda, por primera vez, da
un gran perro. Luego discierne la imagen mnémica: era un
perro de su tía que se le había aficionado, la acompañaba a
todas partes, etc. Pues sí: ahora se le ocurre, sin más ayu-
da, que ese perro se murió, los niños lo han enterrado
solemnemente, y cuando volvía de ese sepelio le apareció
la tos. Yo pregunto por qué, pero me veo precisado a ayu-
darla de nuevo mediante la presión; acude entonces este
pensamiento: «Ahora estoy completamente sola en el mun-
do. Nadie me ama aquí; este animal era mi único amigo, y
ahora lo he perdido». — Y prosigue'el relato: «La tos des-

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apareció cuando me fui de casa de la tía, pero reemergió
un año y medio después». — «¿Por qué razón?». — «No
lo sé». — Vuelvo a presionar: se acuerda de la noticia so
bre la muerte de su tío, a raíz de la cual estalló de nuevo
la tos, y una ilación de pensamientos similar. Al parecer,
ese tío había sido el único en la familia que la tratara con
cariño, él la había amado. Esa era, entonces, la representa-
ción patógena: A ella no la aman, prefieren a cualquier
otro antes que a ella, tampoco merece ella ser amada, etc.
Pero a la representación del «amor» iba adherido algo para
cuya comunicación se elevaba tenaz resistencia. El análisis
se interrumpió antes de esclarecerlo.
Hace algún tiempo debí librar de sus ataques de angus-
tia a una dama que por sus cualidades de carácter apenas
si era apta para intentar esta clase de influjo. Desde la me-
nopausia se había vuelto desmedidamente piadosa y todas
las veces me recibía como si yo fuera el mismo demonio,
armada de un pequeño crucifijo de marfil que escondía en
la mano. Sus ataques de angustia, que tenían carácter his-
térico, se remontaban a los comienzos de su doncellez y
supuestamente eran debidos al uso de un preparado de yo-
do con el que habían debido tratarle una inflamación leve
de la tiroides. Desde luego, yo desestimé esa derivación y
procuré sustituirla por otra más acorde a mis opiniones so-
bré la etiología de los síntomas neuróticos. A la primera
pregunta por alguna impresión de su mocedad que se si-
tuara en una trama causal con los ataques de angustia, aflo-
ró, bajo la presión de mi mano, el recuerdo de la lectura
de un llamado «libro edificante» donde había una mención,
harto santurrona, de los procesos sexuales. El pasaje en
cuestión hizo a la muchacha una impresión contraria a la
intención del autor; rompió a llorar y arrojó lejos el libro.
Esto fue antes del primer ataque de angustia. Una segunda
presión sobre la frente de la enferma convocó una remi-
niscencia más próxima, el recuerdo de un educador de sus
hermanos varones que le testimoniaba gran aprecio y por
quien ella había concebido una cálida simpatía. Ese recuer-
do culminaba en la reproducción de una velada en la casa
paterna en que todos ellos, junto con ese joven, estaban
sentados en torno de la mesa y mantenían una plática pre-
ciosísima e incitante. La noche que siguió a esa velada la
despertó el primer ataque de angustia, mucho más relacio-
nado con la revuelta frente a una moción sensual que con
el yodo que simultáneamente le aplicaban. — ¿De qué otra
manera habría tenido yo plenas esperanzas de descubrir
semejante nexo contra lo que la enferma opinaba y aseve-

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