también de Mario Benedetti, de aquel hombre y aquella mujer que, fascinados por ese paisaje de colorido y luz que veían brotar ante sus ojos, se dijeron fascinados: “Vamos a buscar el horizonte”. Caminaban y caminaban, y a medida que avanzaban, el horizonte se iba alejando de ellos. Decidieron apresurar sus pasos, no detenerse ni un momento, desoír los gritos del cansancio, el hambre, la sed…Inútil, por mucho que aceleraron la marcha y multiplicaron sus esfuerzos, el horizonte seguía igualmente lejano, inalcanzable. Cansados y decepcionados, con los pies destrozados de tanto andar y ante el vértigo de la sensación de haberse fatigado inútilmente, se tumbaron sobre el piso y se dijeron derrotados: “¿Para qué nos sirve el horizonte si nunca vamos a alcanzarlo?” Y oyeron una voz que les decía: “¡Para que sigan caminando!”
En educación, como en la vida, no hay camino hecho, se hace
camino al andar. Muchos piensan que el camino ya está hecho y se lanzan a recorrerlo rutinariamente: programas, clases, evaluaciones, notas…Se suceden los cursos y los años siempre iguales. La gran tragedia de la educación es pensar que educar es recorrer rutinariamente caminos trazados por otros y no inventar caminos nuevos. La rutina crea la ilusión de que se camina, pero es un movimiento que, si bien se presenta como fácil, nos va alejando de la meta porque nos va desalmando, nos va agusanando el corazón, nos hace perder el entusiasmo, lleva a convencernos de que no existe horizonte alguno.
Otros hablan de la necesidad de buscar caminos nuevos, de que ya
no sirven los viejos, pero se quedan instalados en sus seguridades, hablando del camino, en lugar de ponerse a trazarlo. Tal vez, cambian sus palabras, asimilan el discurso de los cambios, pero siguen enquistados en las viejas prácticas, rituales y rutinas, que con frecuencia les llevan en dirección opuesta a la que dicen quieren ir o están yendo. Olvidan la pedagogía, esa necesaria reflexión de la práctica para adecuarla a las intencionalidades, para que el hacer pedagógico sea coherente con los fines y las metas, para convencerse de una vez que los frutos que queremos recoger deben estar ya implícitos en la semilla, que es imposible educar para, si no educamos en: Educar en y para la participación, en y para el trabajo, en y para la creatividad, en y para la libertad, en y para la convivencia…
Hay quienes confunden el camino con las superautopistas que nos
brindan las nuevas tecnologías y piensan que si ponemos computadoras e Internet en las escuelas y si incorporamos a las aulas el powerpoint y el videobim, ya tenemos resuelto el problema educativo. Ignoran que las nuevas tecnologías son sólo medios que debemos saberlas aprovechar, pero que ciertamente no nos van a librar del esfuerzo de “hacer camino”.
Otros confunden el camino con el mapa: gastan sus energías en
elaborar una maravillosa planificación estratégica, con su misión y su visión perfectamente redactadas, en la que plantean su proyecto educativo, especificando objetivos y estrategias, pero el proyecto queda ahí, en el papel, no pone a caminar la escuela en un movimiento innovador, consciente y reflexivo, no desrutiniza las prácticas, no enseña a desaprender, no genera participación, investigación, entusiasmo, cooperación.
Tan negativo es no tener horizonte como pensar que ya hemos
llegado a él o peor, creer que somos el horizonte. La autocomplacencia impide avanzar. El único modo de conseguir el horizonte es seguirlo buscando, porque la meta no está al final del camino, sino que consiste precisamente en seguir caminando y buscando siempre, en no claudicar, en administrar la esperanza y seguir fieles en la búsqueda de una educación siempre renovada. Esto exige vivir en estado de éxodo. Cada día exige sus rupturas con prácticas acomodadas, rutinas, hábitos…Supone que los educadores se asuman como constructores de caminos y no como dadores de programas y caminadores de sendas abiertas por otros; como protagonistas de los cambios necesarios, como investigadores en la cotidianidad de las aulas y escuelas, lo que sólo es posible si se hace de la reflexión permanente , de la pregunta, del diálogo de saberes, una práctica habitual, si cada uno se asume más como aprendiz que como docente (“El sabio quiere aprender; el necio enseñar”), lo que supone humildad, un estado de insatisfacción permanente y sobre todo el disfrute: El educador es una persona que goza con lo que hace, que acude con ilusión, “con el corazón maquillado de alegría”, a la tarea diaria, porque entiende y asume la transcendencia de su misión, porque se siente educador, maestro, no por obligación, sino por vocación, y entiende y asume que toda genuina educación supone una propuesta ética, política y pedagógica para la transformación.
Este caminar haciendo camino no puede ignorar el contexto tanto
nacional como mundial, donde cada día resulta más y más difícil educar: Polarización extrema que lleva a vernos como enemigos, renuncia a la crítica (la “verdad” es la “verdad de los míos), incapacidad de diálogo genuino, de escucha profunda para comprender y colaborar, aplastamiento de la diversidad como riqueza, violencia, inseguridad e impunidad, miedo; renuncia de los padres a asumirse como los primeros y principales educadores; relativismo ético( “Todo vale”, si me produce ganancia, poder, placer…El fin justifica los medios), consumismo, mediocridad, insensibilidad, vida light, fe que no se traduce en compromiso de vida, sobreinformación que asfixia el pensamiento….
Este hacer camino al andar, este permanente desaprender, esta
conversión, supone que debe ser:
Un caminar colectivo. Todos somos necesarios en actitud de
búsqueda. Abrir caminos conlleva siempre la aventura y el riesgo de equivocación y de pérdida, pero son aventuras y riesgos de aprendizaje creativo y emancipador. “El que cambia, puede equivocarse. El que no cambia, vive equivocado”. Existir es cambiar. Cerrarse al cambio es darle la espalda a la vida. En el momento en que dejas de buscar el cambio, es que te han cambiado a ti. Los tiempos de incertidumbre y crisis que vivimos, deben espolear el pensamiento crítico y autocrítico, la creatividad y el coraje de los genuinos educadores. No basta con exigir que la educación se adapte a los cambios, sino que ella debe dirigir los cambios en un sentido ético y estético. Por ello, frente a la creciente colonización de las mentes, la educación debe orientarse a formar personas capaces de pensar con su cabeza, de pensarse para constituirse en sujetos autónomos de su propia vida, de pensar la educación para transformarla, de pensar el mundo humano para todos e involucrarse en su transformación.
Un caminar lleno de ilusión y de esperanza. Es imposible educar sin
esperanza. El desencanto, como el miedo, es falta de fe. Para la fe realmente evangélica, enraizada en la paradoja de la cruz, el fracaso no existe; no puede existir el desencanto. Moltman afirma que “la esperanza es el centro de la fe cristiana”, y Gabriel Marcel decía que la “esperanza es la tela de la que está hecha nuestra alma”. Pasar del desencanto al re-encanto. ¡Otro mundo es posible! ¡Otra vida es posible! ¡Otro país es posible! ¡Otro colegio es posible! ¡Otra educación es posible!…. La educación no puede ser meramente un medio de ganarse la vida, sino que tiene que convertirse y ser un medio para ganar a la vida a los demás, para provocar ganas de vivir con sentido y con proyecto. Para aprender a vivir, a defender la vida donde quiera que esté amenazada, a convivir con el otro diferente, a dar vida, a dar la vida. Anatole France decía que: “Nunca se da tanto como cuando se da esperanza”. No podemos renunciar a nuestra vocación de constructores de historia. La educación exige la convicción de que es posible el cambio, implica la esperanza militante de que los seres humanos podemos reinventar el mundo en una dirección ética y estética distinta a la marcha de hoy. Esperanza crítica, no ingenua, que necesita del compromiso y sobre todo del testimonio coherente para hacerse historia concreta. El Derecho a soñar no aparece en la Declaración de los Derechos Humanos, pero sin este derecho y sin el agua que da de beber a los otros, todos los demás derechos se morirían de sed. Soñemos que es posible una educación distinta, una Venezuela fraternal, un mundo humano y humanizador y hagamos del sueño un proyecto de vida. Todas las grandes conquistas de la humanidad comenzaron siendo el sueño de algunos inconformes que entregaron su vida a conseguir el sueño y fueron capaces de arrastrar a otros en la construcción del sueño imposible. Lo imposible de hoy, será la realidad de mañana. Soñemos y hagamos del sueño un diseño, por ello, “disoñemos” el nuevo futuro, la nueva educación, el mundo nuevo. El Cardenal Suenens declaraba: “Felices los que tienen la audacia de soñar y están dispuestos a pagar el precio necesario para que su sueño tome cuerpo en la Historia”. Pero hay que anunciar y vivir una esperanza creíble. No se trata de esperar sentados. Esperamos andando, caminando. Según Marcuse, “la esperanza nos ha sido dada para servir a los desesperanzados”. De esperanza en esperanza caminamos, esperanzándonos, esperanzando (Casaldáliga). No sólo hacemos camino andando. Somos camino.
A continuación, voy a señalar brevemente algunos cambios
necesarios y urgentes en esa perspectiva del desaprender:
1.-De docente a educador (De enseñar conocimientos y materias, a
enseñar a vivir). Hoy la gran tarea de todos es educar, humanizar, ayudar a cada persona a descubrir su misión en la vida y a vivirla en plenitud. En consecuencia, cada docente debe ser, antes que profesor de una materia, un educador. Su tarea primordial es ayudar a cada estudiante a conocerse, aceptarse, quererse, y emprender el camino de su propia realización, para alcanzar la plenitud y la auténtica felicidad. Ahora bien, la plenitud sólo es posible en el encuentro, pues como decía Camus: “Es imposible la felicidad a solas”. De ahí la necesidad de enseñar el amor y enseñar con amor. El amor nos realiza, nos constituye como personas. Desgraciadamente, el corazón no va a la escuela. El amor es donación, entrega. “Amar es querer el bien para el otro en cuanto otro”, como lo definió Aristóteles. Supone salir de uno mismo (egoísmo) para buscar el bien y la felicidad del otro. En definitiva, amar implica buscar la fraternidad universal y cósmica, educar para convivir con el otro diferente, y sobre todo educar para la solidaridad, para el servicio, que es una forma privilegiada de amar. En definitiva, sólo será posible convivir, es decir, vivir con, si hay personas dispuestas a vivir para, a servir, a constituirse en una verdadero regalo para los demás. Este es el sentido verdadero de la espiritualidad cristiana: Seguir a Jesús es proseguir su proyecto, construir la fraternidad, convertirse al Dios de Jesús, a la religión de Jesús, a los valores de Jesús.
No podemos olvidar que todos educamos o deseducamos, pues
“enseñamos lo que somos”. Es imposible educar de un modo neutro. Los alumnos no sólo aprenden de sus educadores, sino que aprenden a sus educadores. Cada profesor, además de su materia, enseña una gran variedad de lecciones: De inclusión o de exclusión; de respeto o irrespeto; de responsabilidad o irresponsabilidad; de cariño o miedo; de amor a la materia, o aborrecimiento; de honestidad o deshonestidad; de igualdad o preferencia; de autoestima o desprecio de sí mismo…(Reflexión sobre los maestros y profesores que hemos tenido. ¿Cómo los recordamos? A algunos con dolor: nos deseducaron; a otros con indiferencia; a algunos con verdadero agradecimiento: nos sentimos comprendidos, valorados, ayudados, queridos…¿Cómo me van a recordar los alumnos que tengo?). .
2.-De la enseñanza al aprendizaje (Del aprendizaje de la cultura, a
la cultura del aprendizaje)
El derecho a la educación es derecho al aprendizaje. Los docentes
enseñamos, pero ¿qué aprenden los alumnos? ¿Aprenden a ser mejores, a convivir con los otros diferentes, a hacer, a resolver problemas, a aprender permanentemente, a lo largo y ancho de toda la vida? Hay que democratizar el derecho al aprendizaje. La pedagogía debe ser paidocéntrica y no magistocéntrica. Los docentes están al servicio de los alumnos, para ayudarles a aprender, y no al revés. La planificación debe partir de los alumnos, de sus saberes e inquietudes, y busca motivarlos para que quieran aprender (no parte del texto, del programa). Los textos y programas están al servicio del alumno y no al revés. Hay que leer la calidad desde el aprendizaje. Hay que garantizar a todos las herramientas esenciales para un aprendizaje autónomo y permanente (lectura, educación lectora, hacer alumnos lectores, multialfabetización: lectura de todo tipo de textos y del contexto, de los nuevos lenguajes digitales; escritura: enseñar a producir, más que a reproducir, la escritura es un medio de pensamiento, de comunicación, de creatividad…; lógica, solución de problemas; ubicación espacio temporal…) y actitudes (curiosidad, investigación, deseos de aprender y de hacer las cosas cada vez mejor, exigencia, esfuerzo…) El fin no es enseñar, sino lograr que todos (discriminación positiva) los alumnos aprendan. Error de confundir memorización con aprendizaje (uno sólo se aprende de memoria lo que no entiende. Hay que cultivar la memoria no como trastero de cosas inútiles, sino como almacén de semillas que van a posibilitar nuevos aprendizajes). No es lo mismo aprendizaje que rendimiento escolar, que notas. Se estudia para pasar, para sacar buenas notas, pero no para aprender. Todo gira en torno a indicadores cuantitativos: cuántos ingresaron, cuántos concluyeron, cuántos desertaron…pero no se mide qué aprendieron y para qué les sirve lo aprendido. La calidad del docente y del sistema se mide por los aprendizajes de los alumnos (calidad integral. Personas: padres, madres, esposos de calidad; ciudadanos de calidad, profesionales de calidad, cristianos de calidad).
Calidad del docente: Valora su profesión y la ejerce con orgullo y
responsabilidad. Va al centro con ilusión, se prepara bien, disfruta enseñando, comunica su entusiasmo, contagia, planifica para motivar, para lograr que sus alumnos disfruten. Vive en formación permanente (como persona, como profesional, como ciudadano) para ser mejor y hacer cada vez mejor lo que hace. Persona cercana y cariñosa (en educación es imposible efectividad sin afectividad, calidad sin calidez). Se preocupa por los alumnos, los quiere (ellos se sienten queridos, valorados, tomados en cuenta; sienten que el profesor está a su servicio, está para ayudarles); quiere su materia (por eso, siempre está buscando, investigando, leyendo, comprando nuevos materiales…). Tiene expectativas positivas respecto a todos y cada uno de sus alumnos. Se responsabiliza por los resultados.
3.-Del individuo a la comunidad.
Los centros educativos deben entenderse y asumirse como comunidades de vida, de participación democrática, de búsqueda intelectual, de diálogo y aprendizaje compartido, de discusión abierta sobre las tendencias socializadoras. Comunidades educativas que rompan las absurdas barreras artificiales entre escuela y sociedad, en las que se aprende porque se vive, porque se participa, se construyen cooperativamente alternativas a los problemas individuales y sociales, se fomenta la iniciativa, se toleran las discrepancias, se integran las diferentes visiones y propuestas, se construye, en breve, la genuina democracia. Maestros y alumnos aprenden democracia viviendo y construyendo realmente su comunidad democrática de aprendizaje y vida. De ahí que el modo de organización y de comunicación, de ejercer la autoridad y el poder, la forma en que se tratan los diferentes miembros de la comunidad educativa, el respeto a la diversidad y las diferencias, la responsabilidad y el compromiso con que cada uno asume sus tareas y obligaciones, la defensa de los derechos de los más débiles, la solidaridad y discriminación positiva que se practica en todos los recintos y tiempos escolares que privilegia a los menos favorecidos y estimula la pedagogía del éxito para todos, la manera como se resuelven los problemas y se enfrentan los conflictos (la calidad de un centro educativo no se determina por si tiene o no conflictos, sino por el modo de resolverlos), los modos de celebración, trabajo y producción, deben en cierta forma expresar el modo de vida y de organización de la nueva sociedad que buscamos y queremos. Se trata, en definitiva, de transformar profundamente nuestros centros educativos para que se transformen en semillas y ya también microcosmos de la nueva sociedad que pretendemos. Esto sólo será posible si nos reculturizamos y vamos pasando progresivamente de la cultura del individualismo que tanto practicamos y fomentamos en los centros escolares a la cultura de la cooperación y la comunidad. Debemos combatir con decisión el aislamiento de los docentes (cada uno se considera en su aula dueño y señor, raramente se visitan en los salones para aprender del compañero, no planifican ni evalúan juntos, no se resuelven los problemas de uno entre todos, no se contrastan ni debaten las propuestas pedagógicas, no hay tiempos para la reflexión cooperativa…); el individualismo e insolidaridad de los alumnos que buscan el éxito académico sin preocuparse por el fracaso de los demás; y el desinterés y desconexión educativa de los padres y representantes. La creación de culturas cooperativas y comunitarias entre directivos, maestros, profesores, alumnos y comunidad contribuye a aprovechar las experiencias de unos y de otros, pone los recursos a disposición de todos, proporciona apoyo y estímulo y crea un clima de confianza en el que no se ocultan, sino que se enfrentan los problemas y se celebran los éxitos. Los alumnos aprenden a compartir, más que a competir.
Y no olvidemos que reculturizar implica reestructurar, lo que a su
vez, implica promover la verdadera participación (no la falsa, la sumisa: padres que vienen cuando los llamamos y hacen lo que les indicamos; alumnos que estudian y obedecen; docentes que cumplen con su deber y nunca proponen nada), y estar dispuestos a redistribuir o democratizar el poder.
Comunidad de aprendizaje (Comunidad inteligente que se
autocorrige y se renueva): En una verdadera comunidad democrática de aprendizaje, docentes, alumnos y comunidad han de estar real y activamente implicados en la elaboración y desarrollo de las decisiones más importantes. El hecho de trabajar juntos no es sólo una forma de establecer relaciones y de resolución de conflictos, sino que es también fuente de aprendizaje: ayuda a reconocer problemas, a allanar dificultades, a responsabilizarse, a instar y afrontar el cambio, a contemplar los problemas como cuestiones a resolver y no como ocasiones para culpar a otro, a valorar las voces diferentes e incluso las disidentes.
Una comunidad de aprendizaje asume la calidad como tarea
colectiva, que compromete a todos. Todos se plantean como reto, tanto personal como colectivo, mejorar. Esto implica estar activamente comprometidos en combatir y superar la cultura de la rutina, de la tarea, del conformismo, de los rituales burocráticos, para hacer de cada centro educativo una organización inteligente, que aprende permanentemente de lo que hace. La organización sólo puede aprender cuando sus miembros lo hacen; sin aprendizaje individual, no puede haber aprendizaje organizacional. Pero el aprendizaje organizacional no se da sin más si los individuos aprenden; sólo se da de la reflexión en equipo acerca de cada uno de los aprendizajes. Senge plantea que las organizaciones que aprenden son aquellas en las que las personas aprenden continuamente y juntas a aprender. Ya no se trata meramente de organizar el aprender, sino también de aprender a organizarse.
El genuino aprendizaje implica cambio en la conducta. Si no hay
cambio, no hay aprendizaje. De ahí que lo verdaderamente difícil para aprender a aprender, es, como lo venimos repitiendo, aprender a desaprender, a transformar la rutina y los modos de hacer las cosas que se han enquistado en la cultura escolar. La organización inteligente es una organización que se autocorrige y se renueva. Todos aprenden y aprenden de todos. Cada miembro (directivo, docente, administrativo, obrero…) se siente parte importante e insustituible de la organización, identificado con su misión y como tal comprometido en su mejora continua, en la solución de los problemas. Más que como docente de un grado o de una materia, o como ejecutor de una tarea, cada uno se percibe como miembro de un proyecto. La identidad con la misión del centro le exige involucrarse activamente en su mejora continua, en la superación de los problemas y en la transformación permanente. Por ello, siente como suyos los logros y los fallos, los éxitos y las carencias. De esta forma, la fidelidad no es tanto con la memoria (el pasado), sino con la imaginación (creatividad). Cada uno se percibe no como un trabajador que cumple con las tareas asignadas, sino como protagonista de los cambios educativos necesarios, como creador de nuevo currículo, de nuevas relaciones, como gestor de la nueva educación de calidad que se pretende.
Cuando un centro educativo se decide a aprender en serio entra en
un círculo vivificador: es un centro en el que se experimenta, se reflexiona, se investiga, se innova, se escribe, se difunde, se lee, se comparte, se compromete. En ese centro, no hay lugar ni para solitarios ni para insolidarios.
Comunidad de vida. Cada uno percibe al otro como compañero,
como aliado, como alguien dispuesto a ayudar y al que se puede ayudar. Todo el personal del centro educativo es un gran equipo, unido en la identidad y en la misión, en el que cada uno asume su trabajo con entera responsabilidad y cuida y se preocupa por los demás. La colaboración y la cooperación combaten el individualismo, la competitividad, el conformismo, pasivismo, mediocridad; nutren a todos e impulsan a cambiar actitudes, superar barreras, desarrollar autonomías. No es posible hoy la verdadera calidad de un docente si no es capaz de trabajar en equipo 4.-De la evaluación punitiva, a la evaluación formadora.
Necesitamos pasar de enseñar para evaluar, a evaluar para
enseñar mejor. Más que juzgar el pasado, la evaluación debe ayudarnos a preparar el futuro. La evaluación debe asumirse como una cultura tanto individual como colectiva y permanente para revisar los procesos y los resultados y emprender los cambios necesarios. Evaluación que ayuda a descubrir tanto al alumno como al docente sus fortalezas, sus carencias, sus necesidades. Evaluar no para clasificar y castigar, sino para ayudar, para evitar el fracaso, para que todos tengan éxito.
No olvidemos que cada docente es evaluado a la luz de los
resultados de las evaluaciones que propone. El único modo de demostrar la idoneidad de un docente es mediante los éxitos de sus alumnos. Si ellos salen mal, él también sale mal. (Hay educadores que se enorgullecen de sus fracasos). La genuina evaluación no castiga nunca el error, sino que lo asume como una maravillosa oportunidad de aprendizaje (si decimos que el error enseña, ¿por qué lo castigamos?).
Es muy necesario pensar bien las evaluaciones, para ver qué
queremos lograr con ellas, para determinar si realmente estamos insistiendo (y logrando) lo importante, lo que habíamos planificado. ¿Qué queremos: alumnos que sepan marcar o que sepan redactar; alumnos capaces de exponer su propio pensamiento o que sepan repetir el de los demás; alumnos egoístas e individualistas o alumnos generosos y solidarios? ¿Alumnos que sacan buenas notas o que van adquiriendo un aprendizaje autónomo y la capacidad y el deseo de seguir aprendiendo siempre? ¿Qué significa que un alumno pasó sociales con 15, si unos meses después no tiene la menor idea de los procesos históricos, sociales, culturales…? ¿Qué miden en verdad las notas o calificaciones? Resulta una verdadera tragedia el comprobar que la mayoría sólo estudia para pasar y no para aprender. El mundo educativo se reproduce a sí mismo. La mayor parte de las cosas que se aprenden en la escuela y el liceo sólo sirven para continuar en ellos, no sirven para la vida, por eso se olvidan y no pasa nada. Si enseñamos a pensar, a producir, a crear, las evaluaciones deben ser ejercicios de pensamiento, de producción, de creación (y en esto es muy difícil copiarse). No olvidemos nunca que la finalidad de un buen maestro es hacerse inútil: es decir, que ha enseñado a sus alumnos de tal modo a aprender que ya no necesitan de él.
5.-De la formación puntual y para obtener diplomas, certificados y
títulos, a la formación permanente para transformar las prácticas y transformarse como persona.
Ser educador es vivir en formación. En estos tiempos de Cambio de
Época, más que Época de cambios, el docente que ha dejado de aprender se convierte en un freno y un obstáculo para el aprendizaje de los alumnos. (En nuestra sociedad de la información, los conocimientos, como los yogures, nos vienen hoy con fecha de vencimiento). ¿Cómo va a provocar el deseo de aprender el docente que no lo tiene? ¿Cómo va a entusiasmar a los alumnos el docente que ha perdido la ilusión?. Hay que seguirse formando siempre, pero no todo estudio es formativo, es transformador. Algunos estudios más que formar, deforman, echan a perder. Algunos se suben a la altura de sus nuevos títulos como si fueran un pedestal y desde allí empiezan a considerarse superiores a los demás. Muchas tesis vacunan contra el verdadero deseo de investigar, de resolver problemas, de presentar aportes. Muchos postgrados son verdaderos procesos de corrupción, donde se venden tesis, se roban ideas, y sin embargo, el graduado no se plantea cómo obtuvo su título, sino que tiene título. Algunos, con sus estudios de postgrado se alejan de los alumnos, de los compañeros, no aceptan las críticas, piensan que uno lo hace bien, que es un buen docente, porque tiene un postgrado… Necesitamos títulos que nos permitan descender, bajar al nivel de los alumnos con más debilidades, para ayudarles a levantarse .Como dice García Márquez: “Nadie tiene derecho de mirar a otra persona de arriba abajo si no es para ayudarle a levantarse”). Estudios que realmente lleven a mejoras en el aprendizaje de los alumnos.
Hay que formarse para transformarse como persona, como
ciudadano, como educador, para ser mejor y hacer mejor. Vivir siempre en proceso de formación. Formarse es construirse, inventarse, soñarse, llegar a ser esa persona, ese padre, esa madre, ese hijo, esa vecina, ese educador que uno aspira ser. Necesitamos conocimientos que lleven a co-nacimientos. Conocimientos que lleven a compromisos, conocimientos que sirvan para servir. Formarse para irse convirtiendo en un profesional de la reflexión, que va sometiendo a crítica todo: lo que es, lo que hace, lo que sucede (reflexiona sobre el ser, sobre el hacer, sobre el aprender, sobre el acontecer). En educación se reflexiona muy poco. Hay un fuerte déficit de pedagogía. Reflexión para irse convirtiendo en un investigador en la acción, de la acción, para la acción. El aula y el centro se van transformando en un taller, en un laboratorio de investigación, de solución de problemas…
El proceso de formación debe ser colectivo: se trata de convertir la
escuela o el liceo en un centro de formación no sólo de los alumnos, sino también de sus docentes, directivos, y comunidad. En ellos se combate con fuerza la rutina, los rituales escolares, esa cultura escolar enquistada desde años y que asfixia todas las innovaciones. Todo suceso (entrada y salida de los alumnos, cantina, utilización del tiempo y del espacio, celebraciones, actos patrióticos, actividades especiales, recreos, visita a la biblioteca, trabajo en los talleres, utilización de las nuevas tecnologías, semana de la escuela, consejos de maestros, reuniones de representantes, jornadas formativas…) se asume con espíritu crítico, como oportunidad para aprender, para mejorar, para cambiar. No podrá enseñar a aprender quien no aprende de su enseñar; en consecuencia, la práctica pedagógica debe ser asumida como un proceso de investigación. Los docentes deben entender que no van al centro educativo sólo a enseñar, sino que van sobre todo a aprender, a hacerse mejores personas, mejores compañeros, mejores profesionales.
Este proceso formativo debe ser permanente: Si uno sigue
necesitando de formadores, es que no ha terminado de comprender en qué consiste la formación. Asumir los nuevos estudios no como etapas definitivas, sino como momentos más intensos y sistemáticos en un proceso formativo inacabado. Es lo que decía el maestro Rodríguez: “Terminó su formación sólo significa que se le dieron los medios y actitudes para seguir aprendiendo”.