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Juan Carlos Portantiero La Sociologia Clasica
Juan Carlos Portantiero La Sociologia Clasica
EL ORIGEN DE LA SOCIOLOGIA.
LOS PADRES FUNDADORES
Emile Durkheim
El origen de la sociología
En ese sentido, nace íntimamente ligada con los objetivos de estabilidad social
de las clases dominantes. Su función es dar respuestas conservadoras a la
crisis planteada en el siglo XIX. Es una ideología del orden, del equilibrio, aun
cuando sea, al mismo tiempo, testimonio de avance en la historia del saber, al
sistematizar, por primera vez, la posibilidad de constituir a la sociedad como
objeto de conocimiento. Al romper la alienación con el Estado, los temas de la
sociedad –de la sociedad civil– pasan a ser motivo autónomo de investigación:
es el penúltimo paso hacia la secularización del estudio sobre los hombres, y
sus relaciones mutuas; el psicoanálisis, en el siglo XX, conquistará un nuevo
territorio, el de la indagación sobre las causas profundas de la conducta.
Esta vinculación con Comte –quien señaló siempre su deuda con de Maistre y
de Bonald– parece chocar con una imagen difundida de Saint-Simon como
precursor del socialismo, como “socialista utópico”. En primer lugar, cabe
señalar que el pensamiento de Saint-Simon está plagado de tensiones internas
que alternativamente pueden ofrecer una perspectiva revolucionaria o
conservadora. En segundo lugar no es al propio Saint-Simon a quien se debe
adscribir al socialismo utópico sino sobre todo a sus discípulos, en especial
Bazard y Enfantine, quienes entre las revoluciones del 30 y del 48 avanzaron
resueltamente en una dirección social y política anticapitalista. En Saint-Simon
se fusionan elementos progresivos y conservadores. Por un lado, admiraba el
orden social integrado del medioevo, pero por el otro ha quedado en la historia
del pensamiento como un teórico del industrialismo y como un profeta de la
sociedad tecnocrática. Tenía sobre la “escuela retrógrada”, como la llamaba,
de de Maistre y de Bonald un doble juicio. Por un lado –dice– han establecido
“de una manera elocuente y rigurosa” la necesidad de reorganizar a Europa de
manera sistemática, “necesaria para el establecimiento de un orden de cosas
sosegado y estable”. Por otro lado, al intentar “restablecer la tranquilidad”
reconstruyendo el poder teológico, y al señalar que “el único sistema que
puede convenir a Europa es aquel que había sido puesto en práctica antes de la
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reforma de Lutero” yerran totalmente, pues “al sentido común repugna
directamente la idea de retroceso en civilización”. La pasión dominante del
sentido común es “la de prosperar mediante trabajos de producción y (...) por
consiguiente no puede ser satisfecha más que mediante el establecimiento del
sistema industrial”.
Esta apertura la ensancharán sus discípulos que, en 1828, tres años después
de la muerte de Saint-Simon, crean la escuela saintsimoniana y comienzan a
desarrollar una tarea que violentará en mucho las conclusiones del maestro.
En 1825 Francia había sido sacudida por una primera crisis general: las
consecuencias sociales del sistema industrial comenzaban a estar a la vista y
entre 1830 y 1848 la lucha de clases sacudirá al país. Los saintsimonianos
cambiarán de auditorio: ya no escribirán para los industriales sino,
preferentemente, para los intelectuales y para el pueblo, aunque no siempre
con buena fortuna. Ideas que no aparecían en Saint-Simon, como la de lucha de
clases o críticas violentas a la propiedad privada y a la nueva explotación
capitalista son comunes en sus textos, ellos sí adscriptos al socialismo
utópico. En su sistema de pensamiento, economía, sociedad y política
aparecen íntimamente relacionadas en una visión crítica y totalizadora.
Spencer fue mucho más positivista –en el sentido de intentar aplicar a lo social
el método científico-natural– que Comte, a quien incluso atacó. Para Spencer
no existían diferencias metodológicas en el estudio de la naturaleza y de la
sociedad. El principio que unificaba ambos campos era el de la evolución; las
leyes de la misma, propuestas por la biología, eran universalmente válidas. Es
notorio que detrás de Spencer están las teorías de Darwin, quien publica El
origen de las especies en 1859, tres años antes de que comiencen a aparecer
los copiosos tratados de Spencer, diez volúmenes que abarcan la sociología, la
psicología, la ética y la biología.
Su pregunta central es, pues, una pregunta sobre el orden: ¿cómo asegurarlo
en la compleja sociedad industrial en donde los lazos tradicionales que ataban
al individuo a la comunidad están rotos?
El orden moral es, pues, equivalente al orden social. Este, a su vez, se expresa
como un sistema de normas que, por su parte, se constituyen en instituciones.
La sociología es el análisis de las instituciones; de la relación de los individuos
con ellas.
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Esta preocupación aparece nítida desde sus primeras obras. En 1893 publica su
tesis de doctorado, La división del trabajo social, cuyo eje problemático es ya
la relación entre el individuo y la sociedad. El supuesto es que hay una
primacía de la sociedad sobre el individuo y que lo que permite explicar la
forma en que los individuos se asocian entre sí es el análisis de los tipos de
solidaridad que se dan entre ellos. Durkheim reconoce dos: la solidaridad
mecánica y la solidaridad orgánica.
En el primer tipo, vinculado a las formas más primitivas, la conexión entre los
individuos –esto es, el orden que configura la estructura social– se obtiene
sobre la base de su escasa diferenciación. Es una solidaridad construida a
partir de semejanzas y, por lo tanto, de la existencia de pocas posibilidades de
conflicto.
En los tres casos es la relación entre el individuo y las normas lo que lo lleva al
suicidio; se trata de fenómenos individuales que responden a causas sociales;
a “corrientes suicidógenas” de distinto tipo que están presentes en la
sociedad. Por ello, ese caso extremo, exasperado, de aparente individualismo
que es el suicidio, puede ser tema de la sociología.
Weber está trabajado por una doble determinación. Por un lado, la vigencia en
Alemania de la discusión sobre el status científico del estudio de lo social,
expresada en la ya comentada dicotomía entre “ciencias de la naturaleza” y
“ciencias del espíritu”. El intentará superar esa polémica, pero no a la manera
durkheimiana, es decir, naturalizando a la sociedad para transformar así a la
sociología en una ciencia empírica, sino diseñando un método de tipo histórico-
comparativo que le permita recuperar a la vez la particularidad y la
universalidad del hecho social.
Pero la segunda determinación que opera sobre Weber tendrá quizás más
importancia como estímulo para su labor específica. En el momento en que él
madura su obra, el peso de la orientación marxista es grande en Alemania,
mientras en Francia es casi nula. Weber “dialoga” permanentemente con Marx
o, mejor, con el marxismo vulgar de tipo economicista, al que trata de superar,
pero teniéndolo permanentemente como interlocutor intelectual. Se ha dicho
que el objetivo de Weber era completar la imagen de un materialismo
económico con un materialismo militar y político; el tema central que le
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permitirá poner en práctica esa propuesta es el origen y el carácter del
capitalismo, preocupación absorbente en la obra weberiana.
El método por el cual llega Weber a aislar la causa fundamental del capitalismo
es el histórico-comparativo. Si, comparando sociedades diferentes, logramos
igualar las principales variables –económicas, sociales, políticas, culturales,
etc.– que aparecen en ellas, quedando una y solo una cuyas características no
son compartidas por la totalidad, queda claro que es la decisiva para explicar
la diferencia específica. Sería el caso del papel que juega la ética protestante
en los orígenes del capitalismo como sistema social.
El círculo abierto a mediados del siglo pasado para oponer una nueva ciencia
de la sociedad al fantasma del socialismo se ha cerrado sin que la sociedad
haya recuperado el equilibrio perdido.
NOTAS
1. Robert Nisbet, La formación del pensamiento sociológico, Buenos Aires, Amorrortu, 1969, tomo I, pág. 29.
2. Saint-Simon, Catecismo político de los industriales, Madrid, Aguilar, 1960, pág. 190.
5. Talcott Parsons, La estructura de la acción social, Madrid, Guadarrama, 1968, tomo II, pág. 816.
6. Max Weber, Economía y Sociedad, México, FCE, 1964, tomo I, pág. 15.