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La autoestima y su reverso tenebroso

Uno de los conceptos centrales en la era del yo es el de la autoestima. Como muchos términos científicos del ámbito psico,
experimentó una gran difusión en la cultura popular. Por todos lados parece que se apuesta a favor de nuestra autoestima.
Aunque uno se lo proponga, resulta muy difícil esquivar los mensajes que nos empujan a querernos más y mejor. ¿Y cómo
quejarse de eso sin parecer un amargado o un rencoroso? ¿Quién puede estar en contra de reforzar la autoestima de los
demás? Estos enunciados hiperpositivos esconden una trampa, como cualquier proposición que no admita réplica por
ser totalmente positiva.

Durante mi residencia de psiquiatría una de mis maestras me dio un consejo que no pude apreciar completamente en su
momento, pero que cada vez me ha parecido más sensato. Ante mis ansias polemistas y guerreras a nivel teórico, me
aconsejó «intentar encontrar siempre la intención positiva del concepto, incluso rechazándolo». Desde entonces, siempre
que mi mente repudia categóricamente algo, intento ponerme en el lugar de las personas que lo pensaron. Ningún concepto
o teoría es un completo despropósito sino que generalmente surgen con una cierta intención de mejora y progreso. Pero,
claro, por múltiples motivos algunos conceptos o constructos se convierten en auténticos agujeros negros de consecuencias
no previstas, muchas de ellas negativas. Algo de esto ha sucedido con la autoestima. Nació con una pretensión de otorgar
un estatus científico al amor propio, pero se ha convertido en un gigantesco coladero con el que poder justificar ante los
demás actitudes de aprobación incondicional o bien de independencia extrema. La AE ha evolucionado —en gran medida
contra las pretensiones iniciales de quienes la definieron— como un pretexto para no sentirnos mal rechazando al otro. Ha
ido soltando el lastre de cualquier limitación o negatividad para convertirse en una agrupación de cualidades positivas que
permitan una alta competencia social.

Parte de esta evolución es debida a la propia estructura del término. Se suele decir que la AE es el componente valorativo
del autoconcepto. Este último es definido en el ámbito de la psicología cognitiva como el conocimiento y las creencias que
el sujeto tiene de sí mismo en todas las dimensiones y aspectos que lo configuran como persona. Se trataría de este modo
de una descripción supuestamente objetiva de la persona sobre sí misma —mentira, ya que todos hacemos trampas al
solitario— que daría lugar posteriormente a una valoración emocional o etiqueta evaluativa, la AE.

Entrar en las razones por las cuales la AE colonizó todo Occidente nos llevaría demasiado lejos. Sí que es importante
observar cómo en la historia de las ideas psicológicas tenemos que dar la razón a Marx cuando decía a quien quisiera
escuchar que los grandes sucesos históricos aparecían primero como tragedias y después como farsas. El psicoanálisis
freudiano es profundamente trágico, hijo de una época en la que el imperialismo de la razón daba sus últimos coletazos.
Definió un sujeto-héroe clásico rehén de un destino inconsciente. A caballo entre Edipo y Narciso. Freud nunca pretendió
otra cosa que ser un científico natural, aunque a veces pueda parecer lo contrario. La tragedia fue iluminar los aspectos
inconscientes de la mente y la resistencia feroz que ello generó en cuanto que supuestamente devaluaba la ratio y al ser
humano. Hubo enfrentamientos teóricos fabulosos, traiciones, herejías. Pero la polémica acabó amainando y la sociedad
hizo un pacto de silencio con los descubrimientos psicoanalíticos. Se pasó del rechazo furibundo de lo reprimido
inconsciente a asumir que el nuevo sujeto occidental debía ser un sujeto liberado, emancipado, empoderado. He aquí la
farsa, no en el sentido de engaño sino en el de comedia. Este proceso de conversión fue fantásticamente descrito
por Adam Curtis en su documental El siglo del Yo.

De alguna manera en la sociedad se convirtió la tragedia íntima de la represión psicosexual en la comedia de la liberación.
El sujeto tenía que estar liberado de todo tipo de cadenas, pudores, vergüenzas y limitaciones. Estaba naciendo el sujeto
total, que únicamente goza. Es verdad que ciertas corrientes del psicoanálisis —generalmente norteamericanas—
contribuyeron alegremente a este proceso, mientras que otras lo combatieron de forma activa. Pero la sociedad aceptó en
gran medida lo inconsciente al precio de convertir el proyecto psicoanalítico de liberación en una farsa. Y en esas estamos
cuando hoy en día aparecen imágenes en TV de una pareja haciendo el amor en el metro a la vista de todos y dicha acción
es considerada por cierta izquierda como un acto de liberación, como una respuesta a la opresión. Pero, al mismo tiempo,
se ha producido una privatización a la fuerza del espacio y la mirada pública, un avasallamiento del otro. ¿Cómo denunciar
ciertos actos profundamente agresivos y realizados en nombre de la autonomía y el empoderamiento sin caer en un ánimo
represor? He ahí el problema en el que cae frecuentemente el ciudadano que se pretende ilustrado. Y, por cierto, he ahí una
de las trampas de la socialdemocracia. Falta en la sociedad andamiaje teórico que sostenga la importancia del vínculo con
los demás. El sujeto político de las democracias liberales ha caducado. Desgraciadamente, están siendo los partidos
políticos populistas quienes lo han recuperado a su manera disparatada. En este tipo de escenas se produce la pinza
perfecta entre represores y liberados, en tanto ambos vienen a evacuar cualquier consideración hacia los otros. Los
primeros, en nombre de la ley y las tradiciones; los segundos, en nombre del sujeto y el progreso. El problema es que la
libertad, como sostiene Byung-Chul Han, es una palabra relacional; uno se siente libre en una relación lograda, en una
coexistencia satisfactoria.

Todo lo anterior no es más que uno de los factores que dan cuenta de esta transformación del sujeto, de la represión a la
liberación prácticamente sin solución de continuidad. Maslow y su simplista jerarquización de las necesidades humanas dio
el espaldarazo definitivo a la autoestima. La situó del lado de la autorrealización y siempre por encima de la necesidad de
aceptación social, de seguridad y de las necesidades fisiológicas. A día de hoy ya se ha rechazado esta visión teocrática y
cartesiana de las necesidades humanas, pero no es menos cierto que sigue marcando la mentalidad actual. Maslow
y Rogers comenzaron a difundir la aceptación incondicional del cliente-paciente. Se asumía que los problemas psicológicos
se derivaban del sentimiento de autodesprecio e indignidad, lo cual habría que erradicar mediante respeto, estimación y
amor hacia el cliente. Imposible oponerse a esto, ¿verdad?

De este modo se sentaron las bases para la explosión de la autoestima, que tuvo lugar en los años ochenta. De forma muy
progresiva, los otros significativos en la vida de cada uno fueron desalojados. Mejor dicho, podían permanecer mientras
fueran meros espectadores que estuvieran de acuerdo con la valoración que el sujeto hacía de sí mismo. Si la valoración de
los otros significativos no encajaba con la del sujeto, dichas personas eran expulsadas porque entorpecían el desarrollo de
una alta autoestima. Se dejó atrás un ideal de salud en el que la persona se acepta tal y como es, la verdadera autoestima.
Y se evolucionó a un ideal de persona-compendio de cualidades positivas, que excluía cualquier negatividad o limitación. El
empresario de sí mismo. Es por esto que Han comenta que hoy mucha gente ya no busca en sí mismo pecados sino
pensamientos negativos. La valoración de sí mismo perdió todo rigor para convertirse en un cajón de sastre donde meter
todo aquello que supuestamente impulsa al sujeto. Nada de autoaceptación, ¿qué tienen que ver mis relaciones con si yo
me quiero o no? Había que jugar a la ruleta. O tienes una alta autoestima o eres un perdedor. Uno de los personajes que
mejor ha encarnado esta lógica endiablada es el de Jake Gyllenhaal en Nightcrawler, quien navegaba continuamente entre
esos dos extremos, pero siempre desde el rechazo frontal al otro-competidor-enemigo.

Sin pretenderlo seguramente, la autoestima se ha convertido en una ruta que muchas veces acaba en el aislamiento. Parte
del desastre se debe a la extirpación académica de lo inconsciente y la erogeneidad, lo que nunca va a encajar del todo en
nuestra vida. Afortunadamente, las últimas teorías científicas y disciplinas como el neuropsicoanálisis lo han recuperado
para el debate. Cuando se equipara vida psíquica a conciencia y voluntad, se tensionan las relaciones de forma
insoportable. De este modo, o uno se ata a las valoraciones que hacen los demás de nosotros o impone sus propias
valoraciones de sí mismo a los demás. Cara o cruz, actividad o pasividad. La autoestima como lucha supone una
reactualización moderna de la parábola hegeliana del amo y el esclavo. Ambos luchan a muerte por ver quién somete a
quién. Como se diría hoy, quién tiene baja y alta autoestima. No hay mejor ejemplo de ello que un anuncio en TV de estos
días de una conocida marca de automóviles, según el cual la gente se divide solamente —para qué otras consideraciones—
en «dos clases de personas, los pilotos y los copilotos, los que llevan las riendas y los que no». Amo y esclavo en toda su
crudeza, para que luego digan que la filosofía no sirve de referente. El inconsciente no es una oculta caja de mierda —
crítica pertinente al psicoanálisis clásico que se le ha hecho en otras épocas— sino precisamente aquello que no encaja,
aquello que nos vincula con otros sin saber muy bien por qué, aquello que se resiste a ser atrapado por el yo. El
psicoanálisis moderno ha pasado de entender lo inconsciente como lo malo debajo de la alfombra a algo más vivo, algo que
nos une a los otros o al pasado de forma autónoma, algo que ya no está solamente en la mente de uno.

La autoestima llevaba en sí misma el potencial desarrollo negativo que aquí tratamos. Es uno de los constructos que más
ha contribuido al surgimiento del individuo que se explota a sí mismo, en aras de la positividad total. En los manuales de
educación se considera en gran medida que la identidad se basa en el autoconocimiento. Sin ánimo de querer cargar
excesivamente contra ellos, es fácil comprender que eso es falso a todas luces. La identidad es un proceso que tiene lugar
tras la incorporación de otras personas significativas, que actúan como modelos identificatorios, muchas veces de forma
inesperada para el sujeto. ¿En serio alguien fanático del Barça cree que su identidad tiene que ver con un autoconocimiento
total de las razones por las que se siente culé? De ninguna manera, es algo que sale de las tripas, de lo afectivo-
inconsciente, de experiencias interpersonales tempranas que le marcaron.

Evidentemente hay una intención positiva en tales manuales y pautas pedagógicas. Pero esa forma de ver la realidad
puede llegar a suponer una auténtica cárcel mental en tanto que «la respuesta que una persona da en las diferentes
situaciones de su vida depende de lo que piense de sí misma […] nuestra manera de relacionarnos, el modo en que nos
enfrentamos a las nuevas situaciones y estímulos, incluso nuestra apariencia externa… todo llevará el sello de ese juicio».
¡Vaya presión hacia el sujeto! Tú eres el responsable de tu suerte, porque tú eres el responsable de tu autoestima y si te va
mal en la vida, es que tú no te quieres lo suficiente. Mensaje repetido de forma compulsiva en los últimos años como todo el
mundo sabe, especialmente en los manuales de autoayuda más chuscos. He ahí los efectos de extirpar el vínculo
inconsciente con los otros y asimilar sujeto=conciencia. En otro manual para educadores se considera que «la autoestima
es una experiencia íntima que habita en mi interior: es lo que yo pienso y siento respecto a mí mismo, no lo que otra
persona siente y piensa respecto a mí». De ahí a la consideración del otro como enemigo y amenaza a mi autoestima hay
solamente un paso. Para ser honesto, en estos manuales se intenta siempre considerar la dignidad de las personas, pero
no es menos cierto que se abusa de fomentar la adquisición de identidad a toda costa, lo cual siempre tiene lugar por
exclusión de los demás. No hay nunca definición e identidad sin descarte de otros elementos. ¿Por qué hay que tener tan
claro quién es uno? ¿Alguien me puede decir qué aporta eso?

De este modo se dio vía libre al refuerzo de la autoestima, que saltó desde la psicología a la pedagogía y de ahí a la calle.
Si hay problemas, son de falta de amor propio y demasiada sumisión a la valoración de los demás. Independencia a toda
costa. O el vínculo con los amigos y demás familiares ayuda a construir una alta autoestima o debe ser erradicado
porque lastra al niño. ¿Y dónde encaja el humor en todo eso? O el humor es solamente positivo o también sobra. Todos los
compañeros del colegio nos poníamos motes, nos reíamos un poco del profesor que se atoraba con la informática,
calentábamos la punta del boli Bic rayándolo a saco contra la mesa para después quemar al compañero de al lado,
dibujábamos barbaridades sexuales en el libro del compañero que se tenía que levantar a escribir en la pizarra… Yo no sé
si eso fomentaba mi autoestima… pero desde luego me hacía sentirme vivo y conectado, amén de descojonarme. «La
autoestima es de nosotros, reside en nosotros y se refiere a nosotros». ¡Toma ya! Básicamente los demás no pintan nada,
excepto para ver el espectáculo. El lazo con los demás se convierte en irrelevante porque nunca es utilitarista, si es
genuino. El puro placer de sentirte conectado con otra persona, de conversar por conversar, de reírte con y de alguien, de
hacer el payaso, de soltar una maldad, de disfrutar haciendo el amor, de lograr quedarte en silencio con un amigo sin
comerte la cabeza, de olvidarte de ti un rato cuando se está en grupo… todo se puede llegar a convertir en amenazas a la
autoestima. ¿Por qué? Porque son actividades que nos vinculan, que nos amarran al otro en el buen sentido y que… nos
ponen a su merced. Alta autoestima ha sido convertido en sinónimo de no estar a merced de nadie. A esto se
refería Houellebecq con la Ampliación del campo de batalla.

Bajo el paraguas del refuerzo de la autoestima se han legitimado socialmente relaciones tremendamente asfixiantes. ¿Si
estoy reforzando el amor propio del niño… por qué debería tener algún límite? Pensamiento que, por cierto, hace muy
complicado frustrarle, no vaya a ser que se lesione su autoestima. Se ha exacerbado la expresión de los sentimientos
amorosos hasta la náusea, hasta convertir el amor en muchos casos en una auténtica parodia. En psicoanálisis es bien
sabido que una de las rebeliones más exitosas no es la lucha sino precisamente la parodia, la farsa, lo grotesco. Ahí
tenemos a los rebeldes idiotas de la película de Lars Von Trier como uno de los ejemplos más bellos. No hay más que
pensar en un conocido programa de radio que se ha convertido en una auténtica fábrica de psicopatología, de sufrimiento
futuro tapizado con emocionalidad pornográfica. En dicho programa, el locutor —que pasó de instigar frikis a la ñoñería más
ordinaria, no es casualidad— llama por ejemplo a una niña pequeña y le pasa el mensaje de su padre, quien le dice entre
llantos e hipos a la niña cosas del pelaje de no sé qué haría en mi vida sin ti, eres el centro de mi vida, me levanto todos los
días por ti, me has salvado la vida, etc. Esto supone una crueldad extrema en toda regla y un acto de egoísmo salvaje en
tanto extirpa a los niños uno de sus derechos más fundamentales, el de vivir despreocupados de las cosas de los adultos.
Como haríamos todos, la pobre niña se creerá que efectivamente es el centro de la vida de su padre y otras patrañas
semejantes, llenando su pequeña vida de prematuras angustias, tristezas y tensiones. ¡Todo sea por el amor! ¡No puede
haber nada malo en el afecto!

Hay que prestar especial atención al hecho de que los teóricos de la autoestima la consideran una respuesta afectiva a los
pensamientos relacionados con el autoconcepto. Nuevamente una falacia científica —la idea falsa de que la corteza
cerebral controla arriba-abajo los afectos y los procesos corporales— que ha sido refutada hace tiempo desde diferentes
disciplinas. O sea, los afectos de la persona son producto y nada más de los pensamientos que ella tenga de sí misma.
Pero la verdad es bastante diferente, de modo que los afectos están muy relacionados con las expectativas y las
pretensiones que tenemos hacia alguien. Pero nuevamente esto no ha llegado a los reforzadores de la autoestima… si el
niño está triste, es que no se quiere lo suficiente, ergo hay que insistir en la autoestima y apartar relaciones tóxicas que
perturben este proceso.

Volviendo a la carga negativa de la AE, es fácil ver los efectos destructivos que está teniendo en las familias. Como
decíamos antes, se ha convertido en uno de los principales legitimadores de las relaciones de exclusividad total. Se puede
dar la matraca al niño o niña sin freno porque lo hacemos por su autoestima, ahora los padres pueden presentarse ante los
hijos como todo amor. Contra lo que se pueda pensar y los diagnósticos apocalípticos tertuliano-cuñadistas, la familia nunca
ha tenido antes el poder casi ilimitado del que goza hoy en día. En otras épocas los padres se veían obligados a compartir
la crianza con otras instituciones: club social, otros padres, ateneo, iglesia, bar del pueblo, club deportivo, etc. Esto no
quiere decir que en aquellos lugares todas las opiniones fueran acertadas, pero implicaban de facto un elemento más con
derecho a opinión. Un freno ante el atosigamiento familiar. De igual manera que una pareja a veces se desangra en
discusiones infinitas precisamente porque falta un tercer elemento que pueda hacer de mediador y freno. Siempre nos
cortamos un poco cuando hay otro ojo mirando. Gran parte de las cansinas polémicas educativas tienen que ver con que
precisamente no se acepta la influencia emocional que puede tener un profesor, al que se trata de reducir a un paria
suministrador de pura información cognitiva. Aceptar que el niño desarrolla un vínculo afectivo con él implica la idea de
compartir crianza y tolerar la no exclusividad, tolerar la presencia de un tercer foco. Hoy en día esto se acepta…
malamente. La AE ha propagado la idea de que nuestros hijos deben ser extensiones nuestras, y punto. No deben tener
otras identidades, nadie más debe influir. El hecho de que el poder de la familia actual prácticamente sea ilimitado en ese
sentido —líbreme Dios de decir algo en contra del sacrosanto derecho de las familias a la crianza completa— es uno de los
factores que más daño está haciendo en los vínculos familiares. No hay paradoja aquí. La asfixia —la sobreprotección no
existe, como me dijo otro maestro— es de tal calibre a veces que ello dinamita los sanos vínculos familiares.

Además de la familia, la explosión de la AE ha dado lugar a relaciones infumables, o tóxicas según se dice ahora. Esta es
una de las razones por las que el humor —lo negativo homeopático— se proscribe y por las cuales la indignación
generalizada llega a ser estomagante. El amor propio acaba siendo tan exagerado que cualquier maldad, chorrada, tontería
se convierte en blanco de la ira. O el humor me hace quererme más y mejor, o debe ser acallado. Pero lo malo es que
muchas veces nos reímos de aquello que va claramente en contra de nuestra moralidad, de nuestras convicciones o de
nuestra tan preciada identidad. No se trata de tener la piel fina sino de la resistencia fanática a asumir cierta carga de
negatividad inconsciente en uno. Ello equivaldría a tener baja autoestima. ¡No puede ser! En la explanada de lapidación
virtual en que se ha convertido Twitter todo ello se lleva al paroxismo, a la épica. Aparecen como setas sujetos que se
dedican laboriosamente a buscar causas para indignarse. Cuando uno se identifica con el amor, con lo bueno, lo positivo o
con la gente, se da vía libre a crucificar al otro. Lo que implica que todo lo negativo está fuera, claro. Ningún trol tuitero
piensa en sí mismo como indigno, equivocado o fanático. Y los efectos de esto se pueden ver en la calle, en los trabajos, en
las amistades, etc.

Los vínculos humanos se resisten a ser clasificados como únicamente positivos, pero lo cierto es que, como animales
sociales, necesitamos vínculos. Fomentar el ideal del sujeto charltonhestoniano que solo confía en sí mismo, que ve todo
vínculo como sospechoso, que cree no necesitar nada de nadie es una barbarie, además de ser anticientífico. Denigrar los
vínculos humanos no es aislar al sujeto, es amputar al sujeto. Que no nos extrañe entonces cuando el sujeto amputado,
alienado, desvinculado, escoja opciones políticas extremas. Son las únicas desgraciadamente que han puesto la cuestión
del vínculo en primer plano. De hecho, es la pura esencia del proyecto populista. Como ya dijo Freud, se trata del hombre
fuerte que dará amor a toda su gente por igual, el que nos permitirá sentirnos hermanos otra vez. ¿Nos suena de algo
últimamente? Por supuesto son patrañas. Pero, como estamos viendo por la fuerza de los hechos, las fantasías no dejan de
tener fuerza. El resto de opciones políticas, desde la socialdemocracia clásica hasta el liberalismo contemporáneo, han
dejado desierto este campo de juego, han escamoteado el debate convirtiendo al sujeto político en una pura abstracción, un
ente etéreo —perdón por la cacofonía— que sobrevuela las relaciones humanas sin mojarse con nadie.

No existen cerebros ni mentes aislados, ni en la infancia ni en la edad adulta. Las perturbaciones graves de los vínculos de
apego en la infancia pueden llegar a alterar el desarrollo estructural del cerebro. Hasta ese punto llega la importancia del
vínculo. Es fácil reconocer la motivación positiva que albergaban los teóricos de la AE, pero lo cierto es que el omnipresente
refuerzo de la AE ha degenerado en una parodia de alta autoestima, capacitación y positividad. El desarrollo de una alta
autoestima —de un individuo que lo va a petar— se ha convertido en un fabuloso pretexto para dar carta blanca a
relaciones irrespirables en las que un tercero externo se convierte sistemáticamente en el que viene a joder. ¿Cómo
destacar la importancia del vínculo, cómo salir de la dictadura de la positividad sin caer en el cinismo?

Marta Sanz: «Sufrir no nos hace más fuertes,


normalmente nos debilita»

Marta Sanz (Madrid, 1967) acaba de recibir el Premio Herralde por su recién publicada Farándula, una novela crítica que
toma como excusa el mundo del teatro para abordar sin miramientos cuestiones sociales y culturales. Lenguas
muertas, Susana y los viejos o La lección de anatomía son otros de sus trabajos narrativos. Además de colaborar en
medios como el ABC o Viento Sur, en su obra también encontramos poemarios y ensayos. Ácida sin mutilar la ternura, en
sus libros cuelga la trama de una percha.

Nos sienta entre libros y fotografías después de abrirnos la puerta de su casa. Conocemos a una mujer que no se desdobla
en individuo y autora y que nos habla de lo que le duele y lo que le inquieta.

Hay un porcentaje bastante elevado entre las mujeres nacidas en los setenta y ochenta que elegimos no ser madre.
¿Es un monstruo la mujer que no quiere procrear?

Yo creo que no. No creo que seamos seres tremendamente monstruosos. Lo cuento en La lección de anatomía: cuando yo
elijo no ser madre, no lo hago por ningún motivo ideológico, ni grandilocuente, ni político, ni de teoría de género, ni de nada
por el estilo. Decido no ser madre por miedo y no por un miedo que tenga que ver con lo psicológico o lo económico, con las
posibilidades de darle a un hijo una educación, alimento, vestirlo. Se trata de un miedo físico, que arranca de los relatos
sucesivos del parto de mi madre con los que mi madre me instruye prácticamente desde que tengo uso de razón.

Solo con palabras, nada de imágenes.

En absoluto, en aquella época era muy raro, tal vez imposible, grabar un vídeo del parto. Hoy hay gente que lo graba y te
pone el vídeo, cosa que me parece de un mal gusto tremendo, igual que me parece que no tiene mucho sentido lo de
enseñar las ecografías. Yo normalmente no veo nada. No sé si el niño es guapo o feo.

El caso es que los relatos de mi madre eran orales y minuciosos, y lo que cuento en La lección de anatomía creo que es
verdad, constituye esa mitología fundacional de cada uno de nosotros que forma parte de nuestras verdades.

Por una parte, esos relatos de mi madre hacen que decida no ser madre por miedo físico a que una cosa tan grande pueda
salir por un sitio tan pequeño; por otra parte, me invitan a narrar: me considero heredera en la palabra escrita de los relatos
orales de mi madre, de la minuciosidad, del gusto por lo escatológico.

¿Esa animalidad no te atrae en ningún aspecto?

¿Por animalidad te refieres al hecho del parto? El hecho del parto no me atrae bajo ningún punto de vista, ni ético, ni
estético, ni en mi vinculación con la naturaleza, ni en nada de nada. Simplemente me produce miedo y me hace pensar en
un dolor enorme. Tal vez tendríamos que reivindicar más las cosas artificiales en un momento en que se reivindica tanto la
naturalidad y lo natural. Siempre digo que soy partidaria de la anestesia y de los artificios que lo que hacen es paliar los
excesos y las brutalidades de la naturaleza. Me parece muy respetable —¡menos mal!— que muchas mujeres tengan ese
contacto con su instinto que hace que el mundo siga. Me parece muy respetable y admirable, pero a mí no me pasa.
Entonces, lo único que yo pido básicamente es que a estas mujeres que decidimos no ser madres por los motivos que sean
no se nos considere monstruosas o no se nos considere mujeres. Lo que me parece completamente impúdico en la
sociedad en la que vivimos es que se vincule de una manera unívoca maternidad-feminidad. No. Yo no soy madre y soy una
mujer.

En tus novelas hay descripciones muy bestias.

Igual que hay cosas dentro de mi literatura que sí que puedo racionalizar y sé por qué quiero contarlas y de qué manera,
también hay imágenes, hay expresiones, que no sabría explicar por qué surgen. Quizá, si me pongo a pensarlo, tienen que
ver con esa repulsa hacia lo primario que casi siempre se asocia con la mujeres y que de alguna manera recorre toda la
literatura. Creo que todos mis textos son una manera de contradecir tópicos, frases hechas de nuestra civilización… Una de
ellas es la que vincula la racionalidad con el señor, y la naturalidad y la tierra y la visceralidad con la figura de una mujer que
casi siempre es madre o fuente de una maldad despiadada. De algún modo, todo eso se traduce en distintas metáforas que
van salpicando la historia de la literatura universal…

La mujer siempre ha sido «la loca».

La loca, la irracional, la histérica, la visceral.


Dices que ahora, en el parto, respetas mucho que las mujeres, haciendo caso de su instinto, quieran parir de una
forma natural. ¿Eso realmente es instinto o solo mercadotecnia?

Mira, en estas cosas quiero ser cauta. Quiero ser respetuosa tanto con la mujer que decide amamantar a su criatura hasta
los diez años como con la que decide darle un biberón al poco de nacer porque tiene grietas o porque se tiene que ir a
trabajar y sus condiciones económicas no le permiten ser «una buena madre» desde la perspectiva de los nuevos códigos.
Entiendo que en este sentido cada mujer es un mundo, aunque comparto contigo que todas estamos absolutamente
condicionadas por ciertos discursos y ciertos eslóganes que además van fluctuando con el paso del tiempo y que tienen que
ver, por una parte, con las exigencias del mercado y, por otra, con los comportamientos y creencias con los que rellenamos
la palabra «feminismo». Hay una imagen que me parece muy representativa de todo esto.

Recuerdo un relato de Alice Munro en el que habla de un personaje que acaba de tener un hijo, una hija, no recuerdo, y,
para desvincularse del punto de vista animal de la maternidad —porque ella reivindica su condición de mujer más allá de la
maternidad, más allá de la naturalidad y de las vísceras—, ella, mientras amamanta a su hija, fuma. Ese gesto, que hoy se
consideraría egoísta y brutal, singularizaba a una mujer feminista en los años sesenta y setenta. Ahora se ha dado una
vuelta de tuerca completamente diferente, estamos en la época del arraigo, de la lactancia a demanda, del colecho y
demás. Es un mundo que yo personalmente no he vivido y no sé lo que haría si tuviera un hijo, pero mucho me temo que
incluso por edad y por educación sería más parecida a Alice Munro. Aunque he dejado de fumar.

Por otra parte, con esto del fumar y no fumar de las mujeres, de cuidar la salud y hacer deporte, de comer sano, tanto
nosotras como vosotros, creo que corremos el riesgo de ser muy moralistas. Parece que una de las imágenes más
rechazables por la comunidad es la de una mujer embarazada fumando. O tomando un poquito de vino. Como si fueras una
asesina, es terrible.

En tu última novela, Farándula, la trama discurre entre bambalinas; ¿qué relación tienes con el teatro?

Tengo una relación con el teatro psicoanalítica y completamente familiar. Cuando era niña mis padres estaban en una
compañía de teatro de aficionados en Benidorm, que es donde pasé mi infancia. En aquella época sentía una empatía
brutal con mi madre y me daba mucho miedo que se confundiera, que no se supiera bien el papel. Este miedo me generó
un rechazo físico al teatro. Mi madre subía al escenario y a mí se me secaba la boca, se me revolvían las tripas, como
cuando te va a preguntar el profesor en el colegio y no te sabes la lección. Todo esto hizo de mí una espectadora teatral
nefasta, absolutamente nefasta. No he disfrutado de los espectáculos teatrales hasta que he sido muy mayor y me han
explicado que no había necesidad de que me pusiera así, que para eso estaban los profesionales del teatro. Esta reacción
física tan poderosa que tenía frente al teatro era algo que quería contar en Farándula porque ese es el tipo de vínculos
entre el emisor de un discurso artístico y el receptor de un discurso artístico que a mí me gustaría recuperar. Ese tipo de
profundidad, ese tipo de fisicidad, ese tipo de violencia y de sentirse completamente concernido y vulnerable frente a lo que
te están contando.

Y esta es la excusa para abordar en la novela un trasfondo mucho más social.

Efectivamente, esa es la excusa para abordar el tema de la cultura tal y como lo hago en Farándula: dar mi visión de este
cambio de modelo cultural que va de lo analógico a lo digital. Por el camino nos estamos perdiendo muchas cosas. Me
molesta que desde las mentalidades más progresistas y más abiertas, incluso más de izquierdas, cuando te atreves a hacer
una pequeña crítica a los avances de la era de internet, automáticamente eres acusado de reaccionario: creo que de lo que
se trata es de intentar aprovecharnos de las virtudes pero siendo muy conscientes también de los problemas y las
limitaciones que acarrea.

En ocasiones has dicho que en tus novelas haces un ejercicio voluntario de demolición de la trama. ¿Con qué
objeto?

Dentro de los elementos narrativos que constituyen el género, hay uno, el de la construcción de la trama, que es el que
permite dentro de una novela crear intriga, suspense, generar misterio, que el lector se haga preguntas que tengan que ver
con el desenlace de la historia. Me parece que ese elemento narrativo tiene mucho que ver con el discurso de seducción
que predomina en unas sociedades de ideología neoliberal donde de lo que se trata es de complacer al lector como un
cliente. Por eso, desde que comienzo a escribir, la trama para mí es un elemento muy secundario dentro de las ficciones o
incluso un elemento a batir. Puedo contar una historia, puedo transmitir una emoción, puedo dar un punto de vista sobre lo
que está sucediendo y hablar de las cosas que duelen, sin tener que agarrarme necesariamente al mecanismo de las
tramas, me interesa más la construcción de los personajes. El punto de vista y la voz. El punto en el que confluyen lo
interno y lo externo en las narraciones: el sujeto y la comunidad, el texto y el contexto. Me interesa más la prospección
psicológica, me interesa más el lenguaje. Y me interesa más la calidad de página que propiamente lo que es la trama.

Hace poco vi la película documental sobre Hitchcock y Truffaut, que a mí me ha parecido interesantísima, y hubo un
comentario de Martin Scorsese con el que me sentí muy identificada. Él cuenta que en Vértigo de Hitchcock la trama
simplemente es el alambre o la percha para colgar la poesía de las imágenes. Creo que hay veces que en los textos que
escribo la trama funciona de esa manera, otras veces está ahí para ser fracturada, para contradecir el deber ser y la
ortodoxia de ciertos géneros altamente codificados, para suscitar preguntas sobre la realidad desde la «conspiración»
contra cierta retórica literaria, ese es el caso de Black, black, black o de Un buen detective no se casa jamás.

En El frío haces ese ejercicio de utilizar la trama como «percha».


El frío es un ejemplo de cómo un texto más que una trama, más que una historieta, en el mal sentido de la palabra, salpica.
Pero lo que intento, tanto en El frío como en Daniela Astor, como en otras novelas mías, es contraponer dos discursos, ver
cómo un discurso rebota en el otro discurso y cómo con eso se puede generar interés y se construye significado, sin
necesidad de que yo te esté poniendo a ti una zanahoria delante del hocico para que tú te la comas.

Ignacio Vidal-Folch, en la presentación de la revista Granta, se preguntaba cómo es posible que el futuro de la
condición humana esté en manos de cuatro intrépidos de Silicon Valley sin que los pensadores más progres tomen
partido. ¿Estás de acuerdo?

Pues sí, estoy de acuerdo. De hecho, otro de los estímulos de Farándula es la narración de ese tránsito de lo analógico a lo
digital que está modificando nuestras conciencias, que está cambiando nuestra visión del ser humano y de la relación que
establece el ser humano con su cultura, tiene que ver con eso. Me parece de una perversidad absoluta cómo se cambia el
significado de las palabras y cómo, de repente, en internet todos los discursos se colocan en una línea horizontal,
convirtiendo la democracia en demagogia. Me parece absolutamente perverso cómo la palabra libertad cambia de
significado: en el momento en el que nosotros estamos aparentemente ejerciendo nuestra máxima libertad, al mismo tiempo
estamos siendo vigilados por un ojo tremebundo que es capaz de captar todos nuestros datos. Esto lo cuenta con una
sencillez y una claridad aterradoras el filósofo coreano Byung Chul Han en Psicopolítica. Deberíamos hacernos preguntas.

También nos deberíamos hacer preguntas de cómo de repente la militancia política se convierte en una cosa que ya no es
militancia política sino que se llama activismo o que se llama buena voluntad de la gente, y militar políticamente significa
firmar una petición de Change.org. Punto. En este sentido estoy completamente de acuerdo con César Rendueles cuando
dice en Sociofobia que tenemos que volver a reivindicar los vínculos fuertes frente a los vínculos débiles, la fraternidad, la
potencia, la violencia del teatro, la presencia física, la caligrafía, lo real… Y también creo que desde esta ideología de
Silicon Valley hay una especie de ingenuidad forzada hacia la alegría que te responsabiliza a ti de los males que en realidad
no son responsabilidad tuya. A mí la república independiente de mi casa me aterroriza. La crisis como oportunidad me
aterroriza. Lo estamos viendo todos los días en todas las cosas. Pienso que deberíamos ser infinitamente más críticos.

Entonces, ¿cualquier tiempo pasado fue mejor?

No creo que cualquier tiempo pasado sea mejor. Como decía al principio, confío en que la mente humana y la civilización
sean capaces de corregir la barbarie de la naturaleza y espero que vayamos cada vez a mejor y que los hombres y las
mujeres podamos ser cada vez más libres, más felices y más iguales. Soy una persona que tiene una visión de la historia
que quiere ser progresista y progresiva, pero creo que para eso lo que no podemos hacer es caer en todas las trampas
publicitarias y, sobre todo, no nos podemos dejar acoquinar ni perder el sentido crítico frente a lo que está de moda o a lo
que interesadamente se llama progreso, como si por debajo de ese progreso no hubiese una carga ideológica muy potente
que dudo mucho que nos vaya a traer la felicidad.

¿Cómo se consigue independencia económica y moral en la cultura?

Como en cualquier otro oficio. En la cultura hay lucha de clases, en la cultura hay ricos y hay pobres, en la cultura hay gente
que lleva a cabo su trabajo con dignidad e intentando ser lo más honesta posible, sabiendo que vivimos en una sociedad de
mercado, y hay gente que no, que no es honesta o gente que se autocensura o gente que escribe lo que cree que debe
escribir para vender muchos libros y complacer a muchos lectores.

¿Por miedo?

Por miedo, es una forma de miedo económico. A veces se formula de forma consciente y la mayoría de las veces es una
presión que interiorizamos sin hacernos preguntas. Es un poco como la pescadilla que se muerde la cola. Si yo como
escritora no te complazco a ti, lectora, y a muchísimos más, eso significa que a lo mejor yo no voy a vender muchos libros y,
si no vendo muchos libros, se me cierra la puerta de las editoriales y, si se me cierra la puerta de las editoriales, al final la
escritura se convierte en un acto onanista y autosatisfecho, donde no se cumple el proceso comunicativo que culmina
cuando yo soy capaz de trasladarte a ti, receptor, mis inquietudes, mis incertidumbres, mis experiencias, mis emociones, mi
visión del mundo, mi ideología. De compartir y de establecer una conversación no tanto de tú a tú como en términos de
comunidad. Entonces, al final todas las razones de estos miedos son económicas: se relacionan con cómo funciona el
sistema y los engranajes del sistema.

Pero insisto, siendo conscientes de que estamos en una sociedad de mercado, en un sistema capitalista, yo lo que procuro
es utilizar mis oportunidades para ser escuchada, intentar utilizar mis megáfonos, intentar practicar la crítica desde dentro,
desde el interior de la ballena o del caballo de Troya y ser honesta con lo que cuento. En este sentido, para mí el Premio
Herralde, sumado a una trayectoria de veinte años de escritura pública, ha sido completamente decisivo. Yo cuento en cada
momento lo que quiero contar, lo que me duele y me inquieta, con premio o sin premio; a veces esas cosas no interesan. Y
no llegan a un público grande. Sin embargo, otras veces eres capaz de sintonizar con un público más grande: ese ha sido el
caso de Farándula y en eso soy muy consciente de que los premios funcionan como mecanismos de publicitación de textos,
autores y editoriales.

En España…

En España, sí. Los que fomentan las propias editoriales, sí. Los premios que no son a obra ya publicada, sí.

Hablas de la necesidad de no separar lo político de lo literario. ¿Esto es algo que has tenido claro desde que
empezaste a escribir?
Más que la necesidad de no separar lo político de lo literario, creo que ningún texto literario, ningún texto que salga a la
plaza pública, ni literario, ni publicitario, ni económico, ni del tipo que sea, se puede separar nunca de lo ideológico. Tú
generas un texto en un contexto y eso implica un posicionamiento del texto en el ámbito de los discursos posibles que se
producen en una sociedad. En ese sentido, creo que todos los textos son a la fuerza ideológicos, lo que no creo es que
todos los textos sean políticos, porque si todos los textos fueran políticos eso significa que ninguno lo sería. Es decir,
ninguno tendría la capacidad de rebelarse o de intentar introducir un discurso político crítico o corrector dentro del sistema.
Desde este punto de vista, no sé si todas mis novelas son políticas: lo que sí tengo clarísimo es que son ideológicas. Como
también lo es la literatura blockbuster, las Sombras de Grey o Buscando a Nemo.

¿La intención del desvío está?

Está la intención del desvío. De lo que desconfío mucho es de los generadores de discursos culturales que intentan decir
que su discurso no es ideológico, que es aséptico.

¿Por ejemplo?

Pues por ejemplo…

Hay que clarificar.

Te voy a decir por qué no clarifico. Estamos en un mundo en el que nos encanta a todos ser Torquemada. Nos encanta a
todos señalar con el dedo a los culpables. Y nos encanta a todos muchísimo insultar, hacer daño y joder la marrana. Ese
«malismo» se confunde con el sentido crítico y a menudo solo es resentimiento, ignorancia y una fantasía espuria del propio
valor y la propia libertad. Hablar mal se ha convertido en una actitud espectacular y morbosa que genera adhesiones.
Porque todo el mundo está muy cabreado. Y con razón.

Pero hay que hacer pedagogía, ¿no? Si tú lo dejas en el aire y no sé a lo que te refieres…

Piensa por ejemplo en lo que fue la cultura española o una gran parte de la cultura española posterior a la muerte
de Franco. Piensa lo que fue la cultura española del posfranquismo y de la Transición.

¿Por qué buscas un estilo que perturbe?

Busco un estilo que perturbe probablemente porque yo como receptora disfruto con los libros y con las películas, o con la
música, que no me deja igual que cuando empecé. Valoro mucho la literatura de la que no salgo indemne. Valoro mucho la
literatura que de algún modo me golpea en el buen o mal sentido de la palabra y lo que hace es ampliar mi visión del
mundo, mi manera de ver las cosas. Por eso quizá busco un lenguaje dentro de mis novelas que sea perturbador y pueda
sacar a los lectores del espacio de confort. Que genere inquietud, que plantee preguntas, que ayude a ver las cosas de otro
modo, incluso que genere disconformidad. Y adopto esta actitud porque en los textos literarios me parece que lo que se dice
es lo mismo que la manera de decirlo. El estilo es la ideología, y el estilo y la ideología pueden coincidir, o no, con el estilo
canónico y el discurso dominante.

Cuando comentabas que la trama seductora es un invento neoliberal…

No es que la trama seductora sea un invento neoliberal. La trama es algo que ha estado ahí siempre, de toda la vida, desde
el nacimiento de los relatos, la épica y la novela como género remontándonos a los griegos, a la novela bizantina,
a Apuleyo o a donde haga falta. Lo que digo es que dentro de una sociedad neoliberal se explota extremadamente esa
forma. Esa forma, porque, como te decía antes, considero que todas las formas son ideológicas. La decisión estética de
privilegiar la trama por encima de otros elementos narrativos, esa estrategia estética, es la expresión de una ideología
neoliberal que busca la asequibilidad y la comercialidad de los textos. El reconocimiento por parte del lector, la familiaridad y
el «no molestar».

¿El sí de los perros de Juan Vilá es neoliberal? La trama engancha…

Lo que valoro mucho de El sí de los perros de Juan Vilá es la rabia de la voz. Esa mirada que cristaliza en una voz rabiosa y
a veces tremendamente antipática en un campo literario en el que buscamos ser como una reunión de gente encantadora y
seducir también a los lectores a través de la cursilería de los buenos sentimientos y del confort. A mí lo que me gusta mucho
de la propuesta de Juan Vilá es eso, y la lucidez y la valentía de expresar la idea de que tal vez no cambia nada porque no
estamos dispuestos a perder nada. Vilá hace visible nuestra cobardía. La trama me parece un elemento secundario dentro
de sus novelas.

¿Hay talento en las nuevas generaciones de autores españoles?

Yo creo que sí. No me importa nada dar nombres y apellidos. Me interesan muchísimo los escritores españoles nacidos en
la década de los setenta y ochenta. Me parece que algunos de ellos nos están dando lecciones a los nacidos en los
sesenta que estábamos demasiado anclados a la literatura de prestigio en la época de la Transición, estábamos muy
condicionados por los autores de la nueva narrativa. Creo que los autores nacidos en los setenta y en los ochenta se
atreven a dar un salto cualitativo. La primera gran sorpresa fue Isaac Rosa. Isaac Rosa me parece un escritor con una
mirada muy original y además con una caligrafía literaria envidiable.

Es muy político.
Muy político desde el principio. Sara Mesa me parece una escritora estupendísima. Me gusta mucho Cristina Morales, que
es una mujer muy joven. Sergio del Molino, la novela que escribió sobre la muerte del hijo, La hora violeta, me parece una
novela estupenda. Y Carlos Pardo. Y Mar Gómez Glezy muchos otros de los que ahora seguramente me olvido
injustamente.

De hecho, Sara Mesa en Cicatriz empieza citándote. ¿Cómo te sienta?

Me siento como una señora mayor y en realidad lo soy, aunque ahora vivamos en la apoteosis de los elixires de la eterna
juventud y en esa ingenua creencia de que nunca nos vamos a morir, que curiosamente se complementa con una
hipocondría permanente. Digo mucho lo de mi propia vejez y mi marido y mis coetáneos se cabrean conmigo, pero yo creo
que a mi generación nos ha afectado lo de la obsolescencia electrodoméstica. Pero aplicada a los seres humanos. De
repente nos hemos visto bombardeados por muchísimas cosas que somos incapaces de entender. Ayer, hablando con mi
marido, me decía: «Marta, ¿tú te das cuenta de que llegará un momento en el que no exista el dinero en papel?». Y yo le
decía: «sSeguro, no existirán ni las tarjetas de crédito, todo será con los móviles». Al día siguiente vimos anunciada en la
televisión nuestra fantasía de ciencia ficción. Entonces, de repente, te quedas así sobrecogida y piensas, ¿sabré yo vivir en
este mundo?, ¿me podré adaptar a todas estas cosas?, ¿me dará la gana?, ¿seré una especie en extinción?, ¿la función
hace al órgano y el órgano es mi conciencia?, ¿se nos alargará hasta el infinito el dedo índice?, ¿qué pasa con las google
glasses?, ¿volveremos a las reivindicaciones de El planeta de los simios? En el caso de lo de Sara, aparte de la broma de
la obsolescencia, para mí fue un privilegio y un honor. Es una escritora a la que admiro y además cogió un fragmento de
una novela, Amour fou, que es poco conocida y con la que tuve muchos problemas.

Dices que todos los productos culturales de éxito podrían ser objeto de desconfianza por parte de los receptores
críticos. Supongo que también incluyes revistas culturales con entrevistas de quince mil palabras que leen un
millón y medio de personas en España.

Nos incluye a todos, os incluyo a vosotros, me incluyo a mí. Por ejemplo, me gustaba mucho la frase, creo que de Juan
Goytisolo —habría que mirarlo, no me acuerdo—, que dice algo así como que estamos en un mundo corrupto y perverso y,
si tienes cierto éxito, eso significa que algo estás haciendo mal, que en algo te estás equivocando. Eso así, en términos
absolutos, resulta excesivo. Posiblemente es una cuestión de grado. Cuando escribí Farándula y gané el Premio Herralde
de novela, me di cuenta de que estaba escribiendo un texto que me colocaba a mí misma en una situación de vulnerabilidad
por mi propia aproximación a la cultura y a las posibilidades de crítica cultural dentro del sistema. Y lo asumo.

Es una contradicción, ¿no?

Bueno, es una contradicción hasta cierto punto, porque, vamos a ver, ¿qué opciones hay? Os he explicado antes lo que
para mí significa ser honesto dentro del campo literario. ¿Qué hago yo? ¿Me pongo a autoeditarme? ¿Me abro un blog?
¿Olvido toda mi trayectoria literaria y me pongo a tocar el tamtam en la calle a ver si llego por señas a más gente? Creo que
lo que tenemos que hacer es intentar aprovechar nuestros pequeños picos de notoriedad y no caer en un prejuicio
paralizante que desactiva nuestra capacidad de intervención política: si tu campo te reconoce, ya no tienes derecho a abrir
la boquita ni a «morder la mano que te da de comer»; ¿cómo que no?, más que nunca. Mi padre escribió un aforismo muy
bueno sobre que solo los perros bien enseñados dejan de morder la mano que les da de comer. El hecho de que te
reconozcan no significa que debas renunciar a tu sentido crítico. No sé hasta qué punto el medio es verdaderamente el
mensaje o ese eslogan mcluhaniano nos incapacita y deberíamos aprovechar todos los micrófonos disponibles cuando nos
los colocan delante de la boca. Aunque se corra el riesgo de que tu lenguaje se vaya pareciendo peligrosamente al lenguaje
del género o del medio que te ampara —no confío tanto en mis propias fuerzas—, debemos intentarlo. Volviendo al asunto
de la notoriedad del escritor, me parece que tendríamos que asumir que se trata de una notoriedad minimísima, porque
pensar que los escritores pintamos algo en este mundo también es una cosa muy ingenua. Y creo que pintamos muy poco
porque nos lo hemos ganado a pulso. Durante muchos años lo que hemos hecho es pensar que habíamos llegado al mejor
de los mundos posibles y la literatura ya no tenía un valor de diagnóstico de la realidad, de posible intervención o
transformación de la realidad, y entonces para lo único que servía la literatura era para complacer al lector-cliente,
divertirnos y entretenernos un rato.

Yo creo que la literatura sirve para entretener, creo que el discurso literario provoca placer, displacer, alegría y cantidad de
emociones. También genera pensamiento. No solo emoción, y esto lo matizo, porque las emociones son un concepto que
se ha malversado, reduciendo su significado al territorio de lo blando y de lo cursi. En fin, que la literatura entretiene, pero
también creo en la literatura o los discursos artísticos intrépidos que intentan asumir el riesgo de compartir con la
comunidad algo distinto y ampliar el campo de visión. Es verdad que a veces tenemos una visión bastante reduccionista del
placer. No sé cómo hemos podido llegar a semejante barbaridad pero cuando la gente habla de aburrimiento o de
entretenimiento no sé muy bien a qué nos estamos refiriendo. Cuando hablamos de actividades intelectuales casi siempre
se meten en el saco de lo aburrido. Y todo tiene que ser rápido, vertiginoso y poco profundo. ¿Y lo lento? ¡Uy, como vayas a
ver una película lenta! «Es que es muy lenta» es lo peor que se puede decir de una película. Bueno, pues una película
puede ser lenta y al mismo tiempo ser divertida y amena. Pero de lo que estábamos hablando es de la dejación de
funciones de los escritores que empiezan a pensar que su trabajo desde un punto de vista social y comunitario no tiene
ningún valor. Nosotros mismos hemos jugado a eso por lo que es normal que nadie te tome en serio,¿para qué?

Cuando dices que hay que hacer otro tipo de literatura, ¿incluirías también las que se centran en la estructura,
como la de los oulipianos? ¿O la forma y el fondo tienen que están siempre engarzadas?

Para mí en la literatura los fondos y las formas son absolutamente indisolubles. Entonces, el hecho de que en una
construcción narrativa te preocupes especialmente de las estructuras está denotando una posición ideológica dentro de tu
campo cultural y dentro del campo general del contexto en el que vives. No se puede separar. La visión constreñida por
reglas y experimental de Queneau respecto al lenguaje es una de las modalidades del optimismo más singulares de la
literatura del siglo XX. Su opción formal, su formalismo y sus juegos matemáticos, el concepto de literatura incómoda, tienen
repercusiones éticas. No son una voluta manierista, hueca, donde el lenguaje literario solo refleja su idea de sí mismo
circularmente, haciendo bucle, y esa idea siempre tiende a lo bonito y lo grandilocuente. El hecho de que yo ahora haya
escrito una sátira y, dentro del género, consecuentemente opte por la hipérbole, la exageración y las enumeraciones, esa
opción estilística para mí es ideológica. Es lo que estoy contando. Me coloca en una posición excéntrica dentro de lo que se
entiende por buen estilo dentro del campo literario y, a la vez, ideológicamente, me posiciona en un lugar de disconformidad
respecto a las cosas que pasan en el ámbito de lo real. La forma de la literatura es lo que estoy contando. En ese sentido,
no creo que haya contradicción.

Respecto a las reseñas literarias dices que desconfías tanto de las lecturas indocumentadas como de las grandes
alabanzas. ¿Qué te parecen blogs como el de Tongoy? ¿Y Estado Crítico?

No sé decirte qué me parece exactamente el blog de Tongoy. Tendría que pensarlo muy despacio. Creo que crítica como la
que hace Tongoy probablemente es necesaria, pero, por otra parte, hay muchos de los criterios que él maneja que no
comparto. Por ejemplo, creo que tiene una obsesión con ciertas formas y fórmulas y personajes de la literatura española e
hispánica y, sin embargo, se produce una estupenda sobrevaloración de referentes estadounidenses que a mí me interesan
poco. Quiero decir, que haya una crítica que pueda ser más agresiva no me parece mal siempre que esté argumentada y se
haga con gracia. Creo que hay textos de Tongoy que son muy graciosos en el buen sentido de la palabra. Lo que ocurre es
que yo no comparto su visión de la literatura, por lo menos al cien por cien, ni tampoco comparto ciertas maneras de
abordar sus críticas con argumentos absolutos del tipo «a mí no me gustan los cuentos». A partir de ahí resulta difícil
mantener una conversación.

Al final es un contrapoder, ¿no?

Hombre, a lo mejor contrapoder es una palabra demasiado grande. Tongoy te puede dar un disgusto. Es un espacio donde
se les da tirones de orejas a escritores semicentrales en el campo literario o a escritores emergentes que a veces son muy
poco visibilizados —o nada— por los medios culturales hegemónicos. Es un espacio donde a veces se genera bronca y la
bronca funciona como incentivo para el comentario y la supervivencia misma del blog. Yo creo que medios
como Diagonal o Rebelión tienen más vocación de contrapoder en el ejercicio de la crítica cultural. También te digo que me
da la impresión de que no muchos escritores estarían dispuestos a hablar del blog de Tongoy. Y que ese silencio, que obvia
y desprecia, me parece un error. En cuanto a Estado Crítico me parece un blog de grandes lectores, muy documentados,
inteligentes, que intentan estimular a la lectura y hacer pedagogía sin caer en resabios humanistas ni dejarse llevar por la
corriente dominante.

¿Te produce repugnancia juzgar a la gente?

Esta pregunta es muy difícil, ¿eh?

Sacada de tus textos.

En el ámbito de la realidad me produce mucha repugnancia juzgar a la gente. O siendo un poco más específica, me
produce repugnancia juzgar a los débiles o a los orillados por las creencias convencionales y los tabúes. No debería
repugnarme juzgar a los poderosos que practican el latrocinio y la violencia económica sistemática. En el ámbito literario no
me produce repugnancia juzgar a la gente, pero también lo hago con matices: en Farándula dedico cinco folios a matizar el
concepto de «gente», entre otras razones porque creo que hay términos demasiado amplios, que recogen demasiadas
cosas, que están atravesados por el concepto de clase… También porque creo que una de las posibles «utilidades» de la
literatura es resignificar las palabras que nos han robado. Aunque a lo mejor las palabras que estamos usando son
demasiado gruesas…

Tienen demasiada carga.

Tienen demasiada carga, demasiado peso. Yo me juzgo permanentemente a mí misma, hasta el punto de que escribo una
novela como Farándula que, como te decía antes, me coloca en una situación de vulnerabilidad. En la misma medida en
que yo conmigo misma soy una persona bastante autocrítica, bastante exigente y que se juzga mucho, me parece que
tengo capacidad no tanto para juzgar a los otros, sino para intentar describirlos y comprenderlos. Y en ese acto de
descripción y de comprensión a veces se está viendo mi mirada y se están viendo mis valores. Es inevitable, cuando
escribes un libro estás juzgando. Y tus máscaras te desnudan.

Vulnerable estás en todas tus novelas.

Sí, yo creo que hay una característica fundamental en los libros que tiene que ver otra vez con ese estilo que es indisoluble
de mi visión del mundo: la manera en que suelo mezclar lo crudo y lo cocido, lo violento y lo tierno. Entonces, es verdad que
hay páginas mías que parecen de una gran agresividad, incluso mis propias declaraciones sobre las cosas destilan a
menudo agresividad, pero creo que en el fondo, detrás de esa agresividad, lo que hay es una mirada tierna, pero no desde
el punto de vista blandengue con que solemos entender la ternura en el mundo en el que vivimos. En mis libros hay amor. Y
distintas modalidades de empatía.

Uno de tus referentes es Jesús López Pacheco y compartes su preocupación por que la revolución del lenguaje no
desplace el lenguaje de la revolución. ¿Puedes explicarnos en qué consiste ese juego de palabras?
El juego de palabras tiene que ver con el juicio o la opinión fundamentada y crítica que a Jesús López Pacheco le merecía
el experimentalismo literario. Lo que le preocupaba es que la literatura se pudiera convertir en una especie de depósito
manierista en el cual la forma de alguna manera fuera hueca. Por eso él decía que a ver si con toda esta chunga de tanto
experimentalismo formal y tanta historia pues resulta que estábamos sustituyendo el lenguaje de la revolución por la
revolución del lenguaje, porque a él le parecía inoportuno olvidar el lenguaje de la revolución. Consideraba que todavía
había cosas desde el punto de vista ético y político que había que reivindicar o transformar a través de ese lenguaje de la
revolución. Y en ese sentido, estoy bastante de acuerdo con Jesús López Pacheco y hay muchas veces que también pienso
que los que juegan a construir un tipo de literatura en la que aparentemente solo se privilegia lo formal, los que están
jugando a construir cáscaras, en el fondo, lo que tienen es un discurso asertivo respecto al poder.

En tu libro Metalingüísticos y sentimentales, antología de la poesía española (1966-2000): 50 poetas hacia el nuevo
siglo, ya desde el título abogas con romper las dicotomías excluyentes… ¿llevas bien tus contradicciones?

Tengo contradicciones como todo ser humano, imagino, y creo que las llevo bien, con bastante coherencia. «Llevar las
contradicciones con coherencia» es posiblemente una expresión muy complicada, pero a la vez creo que también es muy
común. El problema es que mis contradicciones pueden ser muy molestas, porque digamos que mis contradicciones tienen
puntas y tienen aristas y me pueden generar muchos enemigos. Además, una cosa es tener contradicciones y otra ir
aprendiendo, cambiando de visión respecto a ciertos asuntos. Durante mucho tiempo me creí el discurso posmoderno de
que los límites no existen o se desdibujan, y lo que importa son los grises y la bruma y las nebulosas y todo ese espacio de
ambigüedad que es supuestamente donde está el relieve del ser humano y el interés del arte y la literatura. El prestigio
literario. Con el paso del tiempo a veces pienso que ese gusto por la nebulosa también es una especie de eslogan
publicitario, de runrún para negar que en la realidad existen oposiciones dialécticas y límites marcados. Están los de arriba y
los de abajo, están los de la izquierda y los de la derecha, están los hombres y las mujeres, todas estas cosas que tienen
límites por cómo está organizado el mundo.

Me acuerdo siempre de nuestro amigo Warren Buffet, este estupendo capitalista estadounidense que nos dio a todos una
lección magistral el día que salió diciendo «ustedes andan diciendo por ahí que la lucha de clases se ha acabado, están
ustedes muy equivocados, no se ha acabado y la vamos ganando nosotros». Resulta que un tipo como Warren Buffet tiene
que venir a abrirte los ojos a ti que eres un ingenuo y que piensas que ya se han limado estas asperezas. Estos
diagnósticos y análisis del mundo, tanto las tesis como las hipótesis e incertidumbres, de alguna manera se tienen que
encarnar en formas literarias. Lo que pretendo hacer cuando escribo un libro es indagar en de qué manera puedo yo contar,
primero, que nada es verdad ni es mentira y todo depende del color del cristal con que se mire. Luego que no, que eso es
falso y que no todo depende del color del cristal con que se mira, sino que hay veces que la verdad está ahí fuera y existe y
que hay realidades que no son discutibles ni dependen de si se mira desde arriba o desde abajo. En mis libros pretendo
contar esas cosas. Para ello, a veces discuto el discurso ético-político a través de la resistencia o la sátira hacia ciertas
formas de prestigio de ese discurso estético que sirve para contar una visión del mundo que yo no comparto. Ese es el
problema. Yo diría que, más que contradicciones personales, soy un ente pensante. Y muto porque tengo la ilusión de que
aprendo. Voy evolucionando, no soy especialmente dogmática y siento empatía hacia los seres humanos. Eso me hace
cambiar.

¿Qué opinas dela escasa presencia femenina en la RAE?

Creo que la escasa presencia femenina en la RAE, igual que el papel de desventaja que las mujeres siguen teniendo en el mundo de la
literatura, responde a una realidad donde la mujer sigue estando global, socialmente, en desventaja. Aunque nosotras mismas a veces
impostemos el discurso de que no estamos en desventaja.

En Metalingüísticos y sentimentales hay cincuenta poetas del nuevo siglo de los cuales diez son mujeres, casi la misma proporción
que de mujeres hay en la RAE. En la RAE hay ocho de cuarenta y tres, y en Metalingüísticos diez de cincuenta.

¿Sabes cuál es la razón de eso? Se explica en el prólogo de Metalingüísticos y sentimentales. La razón es que el libro no es en realidad
una antología donde yo estuviera expresando mis preferencias literarias o quisiera configurar mi propio canon, sino que en realidad era
una antología que quería reflejar el estado de la cuestión de la poesía hegemónica y de la poesía más publicitada en España. Esa antología
era un reflejo de los poetas y las poetas que habían recogido los medios y que habían tenido más repercusión en el ámbito académico y en
el de los suplementos literarios, desde 1966, año de la aparición de Arde el mar de Pere Gimferrer, hasta el año 2000. No había una
intención de interferir, sino de reflejar una realidad.

¿Piensas que la mujer podrá llegar a liberarse de la objetivización a la que es sometida y dejará de ser reducida a un estereotipo o
simple objeto de contemplación?

Creo que nosotras tenemos ese peso de la historia sobre nuestros hombros y nos va a ser muy difícil pasar de ser, como muy bien has
dicho, el objeto de la mirada al sujeto de la mirada, al sujeto de nuestras propias historias. Dejar de ser musas para ponernos a pintar con
un lenguaje que nos es a la vez propio y ajeno. Con la pretensión de que quizá podamos construir un lenguaje y una historia en la que se
concrete un punto de vista diferente. Es algo que vamos haciendo poco a poco.

¿Eres optimista?

Soy pesimista en el pensamiento, pero optimista en la voluntad y las acciones: confío en los libros que escribimos, los cuadros que
pintamos o las músicas que componemos. Insisto, creo que hay muchas mujeres que hemos renunciado a nuestra vocación secular de
musas para intentar tener un papel más activo en el arte y el mundo de la cultura en general que dé una visión distinta de nosotras. Por
otra parte, soy muy pesimista cuando veo que también hay muchas mujeres que hacemos de nuestro propio cuerpo un templo en el mal
sentido de la palabra y cada vez practicamos más sobre nosotras mismas violencias quirúrgicas, y lo hacemos, que es lo espectacular, no
porque creamos que con esa violencia quirúrgica estamos respondiendo a una expectativa masculina sobre lo que la mujer debe ser, sino
que creemos que respondemos a nuestras propias expectativas.

¿Por qué tantas mujeres acaban pasando por la violencia quirúrgica para sentirse bellas?

Porque tenemos interiorizado un discurso que no es nuestro y encima hemos hecho nuestro y, como te comentaba hace un segundo,
pensamos que no respondemos a una expectativa masculina. Pero antes me preguntabas sobre las renuncias. Creo que, durante bastante
tiempo, la mujer ha pensado que para colocarnos en un nivel de igualdad teníamos que neutralizar cualquier diferencia, esto suponía, en
gran medida, escribir como un hombre. Teníamos que impostar el mismo tipo de voces, que preocuparnos por las mismas cosas que un
hombre, porque las preocupaciones de los hombres siempre se han identificado con los grandes temas universales. Yo creo que nos
equivocamos: es necesaria una visión y un discurso que compense todo eso que forma parte de nosotras. Porque nosotras nos hemos
educado en ese discurso y forma parte de nosotras. No voy a renunciar a la mirada de Galdós o a la de Tolstoi ni a la de Rubén Darío,
naturalmente esto forma parte de mí.

Pero tal vez ha llegado el momento de que sepamos que a lo mejor las cosas se pueden contar de otra manera, que los géneros se pueden
transformar desde una mirada de clase y de género, me refiero a los géneros literarios y a los géneros sexuales-biológicos-culturales-
civilizatorios o como les queramos llamar. En ese sentido, durante una temporada renunciamos a temas y últimamente se están
recuperando. Hace poco leía un libro de Belén García Abia que se llama El cielo oblicuo que tenía una visión sobre la maternidad y la
escritura muy peculiar, que probablemente sería impensable en un libro escrito por un hombre. Los libros que escribimos, tanto los
hombres como las mujeres, los escribimos desde lo que somos. No podemos hacer abstracción de lo que somos. Hacer abstracción de lo
que somos muchas veces es plegarse al discurso dominante de «lo que debe ser» la literatura.

¿Conoces la teoría sobre el IVA del coño de Caitlin Moran, ese impuesto oculto?

Me encanta Caitlin Moran, también me encantó cómo aborda el tema del aborto. Es algo sobre lo que yo no había reflexionado y me
abrió los ojos cuando dice: no hay aborto bueno ni hay aborto malo, hay aborto. No abortas más legítimamente porque hayas sido
violada, no hay buenas o malas razones para tomar esta decisión. Creo que esto se relaciona con lo que hablábamos antes: asumimos
como propias expectativas que no son nuestras, sino expectativas que son de ellos y, para eso, pasamos por todo tipo de torturas chinas.

¿Crees que por el hecho de ser mujer es mucho más complicado para una creadora construirse una identidad?

No me gusta la palabra creadora, porque creo que el concepto de creador se vincula con una noción de las personas que nos dedicamos a
los oficios culturales basada en que estamos en contacto directo con los dioses y disfrutamos de la emanación divina. Creo que las
personas de los oficios culturales hemos dejado de tener esa especie de aura sacerdotal y no somos los sacerdotes del templo ni tenemos
ningún poder para conjurar los demonios, ni tenemos una comunicación especial con el más allá; tal vez deberíamos tenerla con el más
acá. Me interesa mucho más esa visión del escritor, del cineasta o del músico que se considera una persona que practica un oficio y que lo
dignifica construyendo textos: conjuga una determinada manera de mirar el mundo, su capacidad de observación, con las herramientas
que tiene para plasmar esa visión del mundo. Trabajas, trabajas y trabajas. Intentas hacerlo con coherencia, dignidad, eficacia, incluso con
belleza y con amor, pero lo que estás haciendo es trabajar y necesitas que tu trabajo como tal se valore. Y una manera de valorarlo es
pagarlo. Los trabajos se pagan siempre aunque surjan de lo vocacional. Si eres un creador, tienes un don divino, haces algo que te gusta y
para lo que estás llamado, tienes un regalo y un privilegio de Dios, de modo que ¿cómo te atreves a pedir que, además, te paguen?

¿Y la palabra autor?

La palabra autor a mí no me molesta. Sé que está mucho más de moda la actitud cooperativa y la interacción con el lector, este buen rollo
comunicativo. La palabra autor me gusta y no porque me la pueda aplicar a mí misma sino porque, llámame fetichista, pero es que hay
autores a los que he admirado y admiro, de los que he aprendido una barbaridad. Creo que deberíamos ser lo suficientemente maduros
para saber que la igualdad y la democracia tienen que ver con que todos disfrutemos de los mismos derechos económicos, sociales,
igualdad de oportunidades en la vida; con que a nadie se le niegue el acceso a nada por no tener dinero, el acceso a la salud, la
educación… Todo eso tiene que ver con la igualdad.

Pero luego hay otro plano en el que los seres humanos tenemos que ser lo suficientemente maduros para saber que si me ha salido un
grano negro tengo que ir al dermatólogo que es el que sabe de granos negros. De la misma manera hay otras personas que, por cómo han
construido su mirada desde que son niños, por sus aptitudes lingüísticas, por su lucidez, por sus lecturas, por sus estudios o por su
sensibilidad o por lo que sea, me pueden contar cosas que yo no sé a través de un libro. No hay que tener miedo a eso. Puede haber otras
formas de interacción artística en las que se decida hacer una obra colaborando con los lectores o que el autor no decida nada y se decida
todo en asamblea, yo qué sé, pero la palabra autor no me molesta. Igual que no me molesta la palabra lector: otra de las columnas de El
Cultural que me gustó escribir fue esa en la que reflexionaba sobre el desprestigio de la figura del autor, mientras que el lector no se
equivoca nunca, respondiendo a la lógica de que el cliente siempre tiene la razón. Igual que existe la posibilidad de que los autores nos
equivoquemos y que se nos ponga a parir por equivocarnos continuamente, también existe la posibilidad de que haya lectores que se
equivoquen. Incluso existe la posibilidad de que haya autores y lectores ignorantes.

Cuando te enfrentas a una novela, normalmente, ¿dejas bastante espacio, bastante aire, bastante libertad o tienes todo
controlado?

Esto también ha ido cambiando mucho con el paso de los años y tiene que ver con la cantidad de novelas que llevas a cuestas, con la
experiencia o la inexperiencia y también con el género que trabajas. Cuando empecé a escribir necesitaba tenerlo todo atado y bien
atado. A priori, necesitaba tener un mapa muy cerrado de actuación aunque luego lo cambiara sobre la marcha. A medida que me he ido
haciendo mayor necesito menos esto, a lo mejor porque tengo el esquema organizado en la cabeza. En cualquier caso, lo bonito del
proceso de construcción de un texto literario, sea una novela, sea un poemario, sea lo que sea, es que hay cosas que sabes de antemano y
quieres contar y compartir con los demás, pero también hay un territorio estupendo que es el que te hace aprender mientras escribes. La
escritura es una herramienta de conocimiento. Cuando me enfrento al proceso de escribir voy aprendiendo cosas que antes no sabía.

Entonces es que creces con la novela.

Claro y creo que los lectores lo notan, lo tienen que notar.

Al respecto de la lectura de El mundo deslumbrante, de Siri Hustvedt, afirmas que casi no te queda espacio para la respiración de
una idea propia. Pero, lejos de sentirte acorralada, te sientes deslumbrada. Esa sensación, ¿es algo que buscas como lectora? ¿Es
Marta Sanz fácil de deslumbrar?

Para mí esa es una novela fuertemente intelectual con la que me lo pasé pipa, me divertí muchísimo. También me hizo cuestionarme lo
que decíamos antes, hasta qué punto se ha pervertido el significado de la palabra entretenimiento. Esta mujer me enseñaba, incluso me
mostraba nombres, me ofrecía conocimientos sobre cantidad de escritoras, de novelistas, de filósofas, sobre las que no tenía la menor idea
y le agradecí enormemente la información en el texto literario, más allá de que me pareciera brillante como tal. Pero por ejemplo ahora,
en lo que se considera literatura de prestigio, parece que lo informativo está mal visto. Una de las ideas que me ronda por la cabeza, que
aún no tengo nada clara y respecto a la que me contradiré quinientas veces, y cambiaré de opinión y vete tú a saber, es la que se interroga
sobre a qué le llamamos escribir bien y por qué le llamamos escribir bien a lo que le llamamos escribir bien. A lo mejor lo que tendríamos
que hacer es escribir mal. A qué le llamamos escribir bien, a qué le llamamos un narrador ágil, por qué escribir bien se asocia con ser un
virtuoso constructor de tramas, en cuatro rasgos, con no ser informativo, con no hablar de política en la literatura, con ser expresivo y no
explicativo.

¿Y eso de dónde lo sacas?

De todos los talleres de escritura del mundo mundial y de casi todos los criterios que se usan para hacer crítica.

Entonces, hay un pequeño círculo literario que establece el canon de lo que es escribir bien.

Probablemente el círculo no sea tan pequeño y se nutre de lo que han sido las ideas hegemónicas a lo largo del proceso histórico.
Probablemente forma parte de esas creencias que tenemos interiorizadas y naturalizadas, y sobre las que no nos hacemos preguntas. Pero
yo cada vez estoy más lewiscarrolliana: Lo importante no es saber lo que las palabras significan, lo importante es saber quién es el que
manda, eso es todo. Lo dice Humpty Dumpty.
Coetzee escribe bien, cumple todos los argumentos que has dado y además vende y le han dado el Premio Nobel.

Cada historia tiene su lenguaje, en función de lo que quieras contar tienes que buscar las mejores estrategias para poder contar eso que
quieres. Aquí cabe todo y no hay que ser sectario ni ortodoxo, pero el problema es que dentro de lo que se considera escribir bien y dentro
de los prescriptores culturales hay ortodoxia y sectarismo y esos prejuicios ideológicos se reflejan en un modelo, no ya solo en el canon
de cuáles son los buenos escritores, sino de cuáles son las buenas conductas en el estilo literario que nos permiten seleccionar una nómina
literaria u otra. Últimamente estoy reflexionando sobre esas buenas conductas y por eso un día me dio por escribir un poema en el que
hablaba de que hay que escribir feo de lo feo o cosas así. O, por ejemplo, por eso me dio por hacer enumeraciones de cuatro páginas y ser
absolutamente antieconómica y excesiva en Farándula.

La lección de anatomía se volvió a editar en mayo de 2014 (2008 fue la primera) con ampliaciones, correcciones y alguna
modificación estructural. ¿Cómo te enfrentas a la revisión de una obra que ya se dio por finalizada y que se publicó años atrás?
¿En qué se ha basado concretamente la reestructuración de La lección de anatomía?

El estímulo fundamental para que yo reescriba La lección de anatomía surge de una razón contextual que afecta al campo literario y al
mercado literario. Esa razón se llama Jorge Herralde, que considera que la versión publicada en 2008 en RBA no llegó a la cantidad de
público que debía llegar y me dio la oportunidad de releer y reescribir porque me la iba a volver a publicar.

¿Tenías en cuenta al público totalmente, entonces?

No, no tenía en cuenta al público en el sentido en el que tú lo preguntas. Siempre se escribe desde la conciencia de la recepción y de la
dimensión comunicativa de la literatura, pero eso no es lo mismo que plegarse ante las expectativas, necesidades o preferencias del lector
como target comercial. Escribes una novela y la publicas en una editorial que a lo mejor no le da demasiado bombo y la pierde y no llega
a los lectores. Hay un editor que te dice: «Me parece una tropelía que de este libro que a mí me gusta mucho vendieras quinientos
ejemplares, yo te lo voy a volver a publicar, ¿quieres revisarlo?». En ese ofrecimiento yo lo releí y me di cuenta de que en esa novela me
quedaban cuentas de amor pendientes. Había personas que tenían que salir que no habían salido en la primera versión. La reelaboración
consistió en introducir tres capítulos con los que saldaba esas cuentas de amor pendientes con mujeres que habían sido muy significativas
en mi vida y que no estaban en la primera versión. Por otra parte, en la corrección se produjo una reorganización del material literario:
antes era un libro todo corrido y en la nueva versión se constituyen tres bloques, niñez, juventud y madurez. También desgrasé el estilo.
Había palabras que no me gustaban, busqué palabras más precisas, limé algunos excesos, subrayé otros. Hice una revisión general de toda
la prosa. Esto nos pasa a casi todos los que escribimos. No creo que ningún escritor esté lo suficientemente seguro de sí mismo como para
decir «Este es el texto definitivo». Si te dan la oportunidad de releerlo y cambiarlo, por muy satisfecho que te encuentres, probablemente
vas a encontrar algo que no te convence del todo y lo vas a intentar hacer mejor.

¿Es la nostalgia un lugar paralizante? Como los personajes de tus libros, ¿prefieres no frecuentarla?

La nostalgia es un filtro que te hace hermosear la historia y el pasado y, en ese sentido, te desactiva como sujeto crítico. Esto significa que
pierdes capacidad para corregir errores y para que las cosas vayan mejor. Procuro no ser nostálgica en mis novelas, no jugar a ese juego
esteticista. Sin embargo, sí que procuro volver la vista atrás y analizar la historia y ver cómo los individuos se construyen junto con los
demás en un marco histórico y cultural. Por eso, La lección de anatomía es una novela autobiográfica que tiene la peculiaridad de hablar
del yo desde el nosotras. El nosotros queda un poco más de refilón. Aparecen el padre, el marido, un tío, un novio… En la literatura hay
un procedimiento habitual. Cuando escribes una historia seleccionas y lo haces en función de lo que quieres contar, decides lo que dejas
dentro y lo que dejas fuera. Yo quería contar una historia de mujeres y eso no significa que desmerezca a los hombres, quería contar una
historia de por qué soy la mujer que soy en mi relación con otras mujeres. Sé que es un argumento manido pero es verdad, curiosamente,
que si un señor escribe un libro solo de hombres nunca le preguntarían por qué no hay una mujer. Forma parte de lo normal, no habría
ninguna ausencia significativa.

¿Has sido muy fiel a la realidad? ¿Te has permitido muchas licencias?

En La lección de anatomía creo que fui fiel a la realidad. Simplemente lo que hice fue reelaborar mis recuerdos e intentar retratar de la
manera más realista posible a las mujeres que yo he querido, que han sido significativas en mi vida, pero cuando hablo de realismo
siempre estoy hablando de la subjetividad del ojo que mira . Me acordaba de mi tía Pili, de mi tía Marisol, de mi abuela. Intenté ser lo
más fiel posible al recuerdo que conservaba de ellas y me di cuenta de que, curiosamente, eso era lo que me hacía no incurrir en el
estereotipo, esa vocación de naturalismo, de hiperrealismo si me apuras.

Y para que la nostalgia no hiciera mella, ¿fuiste más dura de lo que de forma natural habrías sido?

No impuse ninguna dureza, fui muy fiel a mi manera de mirar las cosas. En principio soy inclemente pero al final se destila mucho cariño
por los sujetos retratados. Al principio de La lección de anatomíahay una cita que explica lo que es la parresia, una figura retórica según
la cual aparentemente estás hablando mal de alguien pero en el fondo lo que estás haciendo es hablar muy bien de alguien. Es un
mecanismo que tengo incorporado a mi ojo y a la manera de decir, del que no me puedo desprender.

¿Entiendes el fracaso como elemento imprescindible en la evolución del pensamiento de un autor y de su obra?

El fracaso, además de un estado real, a veces también es una sensación subjetiva permanente, creo que la sensación de fracaso es algo
inmanente a muchas de las personas que nos dedicamos a la escritura, o por lo menos en mi caso lo es. Igual que la tendencia a
magnificar lo malo y minimizar lo bueno, o la tendencia a la insatisfacción, o la sensación de que eres más vulnerable de lo que realmente
eres o de que eres más invisible de lo que realmente eres. Creo que hay un pesimismo, en mi caso, que forma parte de mi forma de ser y
de la de muchas personas que nos dedicamos a actividades artísticas. Luego ese pesimismo se reconvierte en optimismo cada vez que
generas un texto y recuperas la confianza en los receptores. El final de Farándula apunta precisamente en esa dirección.
¿Sería una buena metáfora la Marta niña llorando delante de un espejo, disfrutando de ese llanto y de lo mal, lo triste y
miserable que se siente, para luego sentir placer?

Efectivamente, es una buena metáfora que está en La lección de anatomía. Pero en esa exageración y en esa sátira que hago de mí misma
se refleja también una crítica a una actitud que se nos ha vendido desde siempre a las mujeres: el imperativo de que tenemos que sufrir, y
el prejuicio de que las mujeres no tenemos sentido del humor. Tenemos que ser sufridoras, sensibles, se nos perdona muy poco el sentido
crítico y la sátira. Estamos hechas para sufrir y compadecernos de los demás y ser piadosas. Y sufrir no nos hace más fuertes sino que
normalmente nos debilita. Igual que la pobreza, que, en lugar de provocarnos justa ira, resentimiento y espíritu revolucionario, lo que nos
hace es más débiles y nos quita capacidad de reacción y nos va restando las fuerzas. Esto lo saben los neoliberales y la gente que
desahucian de sus casas y necesita el apoyo de toda la comunidad para poder salir adelante.

Recomiéndanos un libro.

Estoy leyendo Mala letra de Sara Mesa, voy por el último cuento y, como siempre en el caso de esta autora, tiene la capacidad de
sobrecogerme. Es un libro que por una parte le da la vuelta al tópico de la protección, la coloca en un lugar donde puede ser muy mala, y,
en este sentido, me recuerda a una escritora canadiense que admiro mucho, Margaret Atwood; por otro lado, Mala letra desde su título
es un tratado sobre la escritura con el que me siento muy identificada por lo que decía antes de escribir feo de lo feo, tener un ojo educado
desde que eres pequeña para ver las cosas malas en lugar de las buenas. Un ojo que podríamos llamar «patriciahighsmithiano» y que
reconozco mucho en los cuentos de Sara. Es un libro estupendo.

Fotografía: Lupe de la Vallina

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deslumbrante

13 comentarios

1.

Jotatrol

08/03/2016 at 13:50 · Reply

Ignacio Vidal-Folch, en la presentación de la revista Granta, se preguntaba cómo es posible que el futuro de la condición humana esté en manos de cuatro intrépidos de
Silicon Valley sin que los pensadores más progres tomen partido. ¿Estás de acuerdo?
Equivalencia de esta pregunta.
¿Que opina de los que construyen en el futuro no escuchen todo lo que tienen que decir los que opinan sobre el mismo?
Cada día soy mas de la opinión de que el pensador/intelectual es en el 90% de los casos alguien que no sabe de nada y por lo tanto opina de todo.
Quizá aquel discurso de P. I. diciendo que abominaba de la energía nuclear por que era muy contaminante, para hacer una defensa del carbón como camino hacia la
autosuficiencia energética, sumado al hecho de que muchos de sus seguidores le consideran un intelectual, me condiciona.

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6.
Zandra Fernández

14/03/2016 at 16:19 · Reply

Me gustó el artículo, hay muchos prejuicios auto impuestos que no hacen vivir preocupados y angustiados, uno de ellos es que debemos sufrir para aprender, que
debemos conocer el sacrificio para evolucionar, y que debemos ocuparnos de las cosas solo cuando salen mal y el resultado es adverso. todo esto porque no se nos enseña
a desarrollar la conciencia y la anticipación http://fullde95.blogspot.com/2016/03/el-resultadismo-cronico.html Aquí les dejo este link con un ejemplo que espero que
contribuya al debate

7.

Renée Michel

14/03/2016 at 20:35 · Reply

Maravillosa entrevista, aunque sorprenda la escasez de comentarios. Entre el público masculino se entiende, las mujeres inteligentes casi siempre hacen retroceder en una
calculada prudencia a esa especie tan de Jot Down que es el machirulo ilustrado. Pero…..¿entre las mujeres?

o
Comodoro

15/03/2016 at 11:23 · Reply

Pues a mi no me ha gustado mucho la entrevistada. Estando de acuerdo con algunas de las cosas que dice, todas sus respuestas tienen un tufillo de prepotencia que no me
atrae nada. Todo tiene una especie de elitismo que yo creo que sobra: diria que esta encantada de haberse conocido.
Si no habia comentado no es porque las mujeres inteligentes me hagan retroceder sino porque no he leido nada de ella y tal vez si la hubiera leido pudiere entender mejor
sus respuestas. Por pudor preferi no decir nada. Pero ya que nos animas, esa es mi reflexion (ahora me caeran los palos por machista).

Lara

18/03/2016 at 14:03 · Reply

Por qué le parece prepotente? La entrevistada contesta las preguntas del periodista y da su visión sobre diversos temas. Es lo que uno espera de una entrevista, no una
mera presentación de sus libros. La autora no sólo es escritora, sino doctora en literatura y, quizás, eso sí se note en la manera de abordar las respuestas. Debe alguien
aparentar que sabe menos para no parecer prepotente?


tralará

18/03/2016 at 18:03 · Reply

Si es mujer sí, siempre es conveniente parecer un poco tonta. Si es un tío no, pues ya le juzgamos de otra manera.

Poquetacosa

19/03/2016 at 11:22 · Reply

Yo es que en cuanto ha empezado a autocitarse en presente me ha entrado una pereza…


Y eso que he encontrado su argumento casi enternecedor.

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