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LA REVOLUCION DE LA CIENCIA DE EUGENIO DÜHRING

("ANTI-DÜHRING")
Federico Engels - 1878

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INDICE GENERAL

PROLOGOS

Prólogo a la primera edición XXIX


Prólogo a la segunda edición XXXII
Prólogo a la tercera edición XXXIX

INTRODUCCION

I. Generalidades 3
II. Lo que promete el señor Dühring 14

SECCIÓN PRIMERA

FILOSOFIA

III. División. Apriorismo 19


IV. Esquematismo universal 28
V. Filosofía de la naturaleza. Tiempo y espacio 34
VI. Filosofía de la naturaleza. Cosmogonía, física, química 44
VII.Filosofía de la naturaleza. El mundo orgánico 54
VIII. Filosofía de la naturaleza. El mundo orgánico (final) 65
IX. Moral y derecho. Verdades eternas 73
X. Moral y derecho. Igualdad 85
XI Moral y derecho. Libertad y necesidad 98
XII. Dialéctica. Cantidad y cualidad 110
XIII. Dialéctica. Negación de la negación 120
XIV. Conclusión 133

SECCIÓN SEGUNDA

ECONOMIA POLITICA

I. Objeto y método 139


II. La teoría de la violencia y el poder 151
III. La teoría de la violencia y el poder (continuación) 159
IV. La teoría de la violencia y el poder (conclusión) 168
V. Teoría del valor 179
VI. Trabajo simple y trabajo compuesto. 191
VII. Capital y plusvalía 197
VIII. Capital y plusvalía (conclusión) 206
IX. Las leyes naturales de la economía. La renta de la tierra 216
X. De la historía crítica 223

SECCIÓN TERCERA

SOCIALISMO

I. Cuestiones históricas 253


II. Cuestiones teóricas 264
III. Producción 282
IV. La distribución 296
V. Estado, familia, educación 311

NOTAS

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Archivo Marx-Engels
Escrito: Por Engels (con contribuciones de Marx)..
Publicado por vez primera: En 1878.
Versión al castellano: Instituto del Marxismo-
Leninismo & Editorial Progreso, Moscú.
Digitalización: Ediciones Bandera Roja.
Esta edición: Marxists Internet Archive, 2003.
pág. XXIX

PROLOGO A LA PRIMERA EDICION

El trabajo que sigue no es en modo alguno fruto de ningún irresistible impulso


interior. Al contrario.

Cuando, hace tres años, el señor Dühring lanzó inesperadamente un reto a su siglo,
como adepto y, simultáneamente, como reformador del socialismo, varios amigos
alemanes se me dirigieron repetidamente con el deseo de que ilustrara críticamente
aquella nueva teoría socialista en el órgano central del partido socialdemocrático,
que era entonces el Volkstaat. Estos amigos lo consideraban absolutamente
necesario si se quería evitar nueva ocasión de confusión y escisión sectaria en el
joven partido que acababa de unificarse definitivamente. Ellos estaban en mejores
condiciones que yo para apreciar la situación alemana; por eso me ví yo obligado a
prestarles fe. Resultó además que una parte de la prensa socialista dispensó al
nuevo converso una calurosa acogida, la cual, aunque sin duda exclusivamente
tributada a la buena voluntad del señor Dühring, permitía adivinar al mismo
tiempo en esa parte de la prensa del partido la buena voluntad para cargar con la
doctrina de Dühring en atención a la buena voluntad del mismo Dühring. Había
incluso personas ya dispuestas a difundir la doctrina entre los trabajadores en
forma popularizada. Por último, el señor Dühring y su pequeña comunidad de
sectarios ejercitaban todas las artes de la publicidad y la intriga para obligar al
Volkstaat a tomar resueltamente posición ante aquella nueva doctrina que se
presentaba con tan desmesuradas pretensiones.

A pesar de todo ello pasó un año antes de que me decidiera, descuidando otros
trabajos, a hincar el diente en esa amarga manzana. Pues era una manzana que
había que comerse del todo si se daba el primer bocado. Y la manzana no era sólo
amarga, sino también muy voluminosa. La nueva teoría socialista se presentaba
como último fruto práctico de un nuevo sistema filosófico. Había, pues, que
estudiarla en la conexión de ese sistema y, por tanto, había que estudiar el sistema
mismo. Había que seguir al señor Dühring por un extenso territorio en el que trata
de todas las cosas posibles y de algunas más. Así surgió una serie de artículos que

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aparecieron desde principios de 1877 en el sucesor del Volkstaat, el periódico de


Leipzig Vorwärts, y que se presentan aquí reunidos. Fue, pues, la naturaleza del
objeto mismo la que impuso a la crítica una prolijidad sumamente
desproporcionada con el contenido científico de dicho objeto, es decir, de los
escritos de Dühring. Pero hay otras dos circunstancias más que pueden disculpar
la prolijidad. Por una parte, el tratamiento prolijo me permitía desarrollar
positivamente, a propósito de los muy diversos terrenos que había que considerar,
mi concepción respecto de puntos problemáticos, hoy de interés general científico o
práctico. Esto se ha hecho en todos los capítulos, y aunque este escrito no puede
tener la finalidad de oponer al «sistema» del señor Dühring otro sistema, es de
esperar que el lector encuentre suficiente coherencia interna en los puntos de vista
que expongo. Ya hoy día tengo pruebas suficientes de que mi trabajo no ha sido
completamente estéril en este sentido.
Por otra parte, este señor Dühring tan «creadoramente sistemático» no es una
excepción aislada en el presente alemán. Desde hace algún tiempo brotan en
Alemania por docenas, de la noche a la mañana como las setas, los sistemas de
cosmogonía, de filosofía de la naturaleza en general, de política, de economía, etc.
El mínimo doctor philosophiae y hasta el mero studiosus se niegan ya a moverse sin
un sistema completo. Del mismo modo que en el Estado moderno se presupone que
todo ciudadano posee madurez de juicio acerca de todas las cuestiones sobre las
cuales tiene que votar; del mismo modo que en economía se supone que todo
consumidor conoce profundamente todas las mercancías que tenga que comprar
alguna vez para su manutención, así también tiene que ocurrir en la ciencia.
Libertad científica significará entonces escribir sobre todo aquello que no se sabe, y
en proclamar que éste es el único método estrictamente científico. El señor Dühring
es uno de los tipos más característicos de esta chillona pseudociencia que aparece
hoy en día en Alemania en primer término de todos los escenarios y que domina
todas las voces con sus tonitruantes y sublimes trompetas. Largas trompetas en la
poesía, en la filosofía, en la política, en la economía, en la historiografía, largas
trompetas en la cátedra y la tribuna, largas trompetas en todas partes, con la
pretensión de superioridad y profundidad de pensamiento, a diferencia de los
sencillos, vulgares y comunes instrumentos de otras naciones: largas trompetas, el
producto más característico y más masivo de la industria intelectual alemana,
barato, pero malo, exactamente

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igual que otros productos manufacturados alemanes, entre los cuales las largas
trompetas no estuvieron representadas, desgraciadamente, en Filadelfia[1] . Hasta
el socialismo alemán, señaladamente desde el buen ejemplo del señor Dühring,
sopla alegremente en las largas trompetas y da de sí unos tales y unos cuales muy
orgullosos de una ciencia de la que realmente no han aprendido nada[2] . Se trata
de una enfermedad infantil, síntoma de la incipiente conversión del académico
alemán a la socialdemocracia e inseparable de ella, pero que sin duda quedará
superada gracias a la naturaleza notablemente sana de nuestros trabajadores.

No es culpa mía el haber tenido que seguir al señor Dühring por terrenos en los
cuales no puedo moverme sino, a lo sumo, con las pretensiones de un aficionado.
En la mayoría de estos casos me he limitado a oponer hechos indiscutidos a las
afirmaciones falsas o deformadas de mi contrincante. Tal ha sido la situación en la
jurisprudencia y en muchos puntos de la ciencia de la naturaleza. En otros se trata
de nociones generales de la ciencia natural teorética, es decir, de un terreno en el
cual también el especialista de la investigación de la naturaleza tiene que rebasar
su especialidad y penetrar en terrenos vecinos, terrenos en los cuales, según la
confesión del señor Virchow, él mismo es tan semiignorante como los demás. Espero
que se me conceda la misma indulgencia que en esos casos se conceden
recíprocamente los especialistas por las imprecisiones y torpezas de expresión.

Concluyendo este prólogo me viene a la mente un anuncio publicitario del señor


Dühring sobre una nueva obra decisiva del señor Dühring: las Nuevas leyes
fundamentales de la física racional y de la química. Aunque soy muy consciente de
la insuficiencia de mis conocimientos físicos y químicos, creo conocer en cambio a
mi objeto, el señor Dühring, y por tanto, aunque no he leído el libro, creo poder
predecir que las leyes de la física y la química formuladas en ese libro podrán
dignamente sumarse, en cuanto a incomprensión o trivialidad, a las leyes de la
economía, el esquematismo universal, etc., previamente descubiertas por el señor
Dühring y estudiadas en este libro; y también que el rigómetro construido por el
señor Dühring, instrumento para la medición de temperaturas muy bajas, va a
suministrar la escala no para la medición de temperaturas altas o bajas, sino
exclusivmente para la medición de la ignorante arrogancia del señor Dühring.

F. ENGELS

London, 11 de junio de 1878.

pág. XXXII

PROLOGO A LA SEGUNDA EDICION

Ha sido para mí una sorpresa que el presente escrito tuviera que aparecer en una
nueva edición. El objeto en él criticado está hoy olvidado prácticamente; y el escrito
mismo, además de haber estado al alcance de miles de lectores en el Vorwärts de
Leipzig, aunque por entregas, en 1877 y 1878, se imprimió también en un volumen
y en gran número de ejemplares. ¿Cómo puede, pues, seguir interesando a alguien
lo que escribí hace años sobre el señor Dühring?

Es muy probable que ello se deba a la circunstancia de que este escrito, como casi
todos los míos que entonces estaban en circulación, fue prohibido en el Imperio
Alemán inmediatamente después de promulgarse la ley contra el socialismo. El
efecto de esta medida tenía que ser claro para todo el que no estuviera aherrojado
por los hereditarios prejuicios burocráticos de los países de la Santa Alianza: el
efecto tenía que ser la duplicación y la triplicación de los libros prohibidos, la
revelación de la impotencia de los señores de Berlín, incapaces de imponer la
ejecución de las prohibiciones que decretan. De hecho, esta amabilidad del gobierno
del Reich me está acarreando más ediciones de mis escritos breves de las que son
compatibles con mi responsabilidad, pues no tengo tiempo suficiente para revisar el
texto como fuera debido, y la mayoría de las veces tengo que mandarlo a la
reimpresión sin más ceremonias.

Pero a eso se añade aún otra circunstancia. El sistema del señor Dühring aquí
criticado abarca un campo teorético muy amplio; esto me obligó a seguirle por todas
partes y a contraponer en cada punto mis concepciones a las suyas. Con ello la
crítica negativa se hizo positiva; la polémica se convirtió en una exposición más o
menos coherente y sistemática del método dialéctico y de la concepción comunista
dél mundo sostenidas por Marx y por mí, y esto ocurrió en una serie bastante
amplia de campos temáticos. Desde que se presentó al mundo por vez primera en la
Miseria de la filosofía de Marx y en el Manifiesto Comunista, esta concepción
nuestra ha atravesado un estadio de incubación de más de veinte años, hasta que
con la aparición de El Capital empezó a abarcar

pág. XXXIII

con velocidad creciente círculos cada vez más amplios, para encontrar actualmente,
rebasando con mucho los límites de Europa, consideración y adhesión en todos los
países en los que haya, por una parte, proletarios, y, por otra, teóricos científicos
sin prejuicios. Parece, pues, que existe un público cuyo interés por la cosa es lo
suficientemente grande como para cargar con la polémica contra las tesis de
Dühring, polémica hoy sin objeto en muchos respectos, en consideración de los
desarrollos positivos dados en añadido a la polémica.

Quiero hacer observar incidentalmente lo que sigue: como el punto de vista aquí
desarrollado ha sido en su máxima parte fundado y desarrollado por Marx, y en su
mínima parte por mí, era obvio entre nosotros que esta exposición mía no podía
realizarse sin ponerse en su conocimiento. Le leí el manuscrito entero antes de
llevarlo a la imprenta, y el décimo capítulo de la sección sobre economía («De la
Historia crítica») ha sido escrito por Marx; yo no tuve sino que acortarlo un poco,
desgraciadamente, por causa de consideraciones externas. La colaboración de Marx
se explica porque siempre fue costumbre nuestra ayudarnos recíprocamente en
cuestiones científicas especiales.

La presente nueva edición es, con la excepción de un capítulo, reimpresión sin


modificar de la anterior. Me faltaba, en efecto, tiempo para realizar una revisión
detallada, aunque desde luego me habría gustado modificar bastantes cosas de la
exposición. Pero tengo el deber de preparar para la imprenta los manuscritos
póstumos de Marx, y esto es mucho más importante que todo lo demás. Por otra
parte, la conciencia se me resistía a toda modificación. Este escrito es polémico, y
creo que debo a mi contrincante la justicia de no corregir yo nada puesto que él no
puede hacerlo. Sin duda habría podido ejercer mi derecho a replicar a la respuesta
del señor Dühring. Pero no he leído lo que ha escrito el señor Dühring sobre mi
crítica, ni lo leeré sin algún motivo imprevisible; teoréticamente he terminado con él.
Por lo demás, me es fuerza respetar a propósito de él las reglas de decoro de la
lucha literaria, tanto más cuanto que posteriormente la Universidad de Berlín le
hizo víctima de una vergonzosa injusticia. Cierto que la Universidad de Berlín ha
sido castigada por ello. Una Universidad que se ha permitido retirar al señor
Dühring la libertad de enseñanza en las circunstancias de todos conocidas no
puede asombrarse de que le impongan la presencia del señor Schweninger, en
circunstancias no menos conocidas por todos.

pág. XXXIV

El único capítulo en el que me he permitido algunos añadidos aclaratorios es el


segundo de la tercera sección: Cuestiones teoréticas. En él, tratándose sólo y
exclusivamente de la exposición de un punto básico de la concepción que propongo,
no podrá quejarse mi contrincante de que yo me esfuerce por hablar más
popularmente y por completar la coherencia de lo dicho. La mejora, por cierto, ha
tenido una motivación externa a la obra. He reelaborado tres capítulos de este
escrito (el primero de la Introducción y el segundo y el tercero de la tercera sección)
para mi amigo Lafargue, que deseaba componer una traducción francesa de los
mismos, de modo que constituyeran un folleto independiente; luego de que la
edición francesa sirviera de base a otra italiana y otra polaca, preparé yo mismo
una edición alemana con el título de La evolución del socialismo desde la utopía
hasta la ciencia. Este folleto ha sido objeto de tres ediciones en pocos meses, y ha
aparecido también en traducciones rusa y danesa. En todas esas ediciones, los
añadidos se limitaban al capítulo en cuestión, y habría sido una pedantería atarme
de nuevo en esta edición de la obra original al texto primitivo, despreciando su
forma posterior y ya internacional.

Los demás cambios que querría hacer se refieren principalmente a dos puntos.
Primero, a la prehistoria humana, cuya clave nos facilitó Morgan en 1877. Pero
como posteriormente a la primera edición de esta obra tuve ocasión de considerar el
material de Morgan en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado,
Zurich, 1884, bastará con remitir aquí a dicha obra posterior.

Y, en segundo lugar, querría modificar la parte que trata de la ciencia natural. Hay
en ella una gran torpeza de exposición, y hoy día podrían formularse más clara y
precisamente varias cosas. Si, pues, no me atribuyo el derecho de corregirme, estoy
en cambio obligado a criticarme aquí a mí mismo.

Marx y yo fuimos probablemente los únicos en salvar la dialéctica consciente de la


filosofía idealista alemana, trasplantándola a la concepción materialista de la
naturaleza y de la historia. Pero una concepción a la vez dialéctica y materialista de
la naturaleza supone el conocimiento de la matemática y de la ciencia natural.
Marx era un matemático sólido, pero ninguno de los dos pudimos seguir los
progresos de las ciencias de la naturaleza sino fragmentaria, irregular y
esporádicamente. Por eso, cuando al retirarme del trabajo comercial y trasladarme
a Londres me encontré con tiempo para ello, hice, según la expresión de Liebig, una
muda completa, en lo posible, de piel matemática y científico-natural, dedicando

pág. XXXV

a ella lo mejor de ocho años seguidos. Estaba precisamente sumido en aquel


proceso de muda cuando tropecé con la necesidad de ocuparme de la sedicente
filosofía de la naturaleza del señor Dühring. Así, pues, es muy natural que en esta
parte del libro no encuentre a veces la expresión correcta, y que me mueva siempre
con bastante torpeza en el terreno de la ciencia teórica de la naturaleza. Pero, por
otra parte, la consciencia de mi inseguridad aún no superada me hizo prudente; no
se me podrán probar verdaderas transgresiones contra los hechos entonces
conocidos, ni exposición incorrecta de las teorías entonces reconocidas como tales.
Sólo un gran matemático, cuyos méritos no parece apreciar nadie, se quejó a Marx
por carta de que yo había herido temerariamente la honra de .[4] —a pesar de
lo mucho bueno y de los muchos fecundos gérmenes que contenía[*] — no podía
bastarnos. Como se

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expone más detalladamente en el presente escrito, la filosofía de la naturaleza,


especialmente en la forma hegeliana, pecó al no reconocer a la naturaleza ninguna
evolución en el tiempo, ningún después de, sino sólo un junto a. Esto tenía sus
raíces, por una parte, en el sistema mismo de Hegel, que no atribuye una evolución
histórica más que al espíritu, pero por otra parte arraigaba también en la situación
general de las ciencias naturales en la época. Así se quedó Hegel muy por detrás de
Kant, cuya teoría de la nebulosa había proclamado ya el origen del sistema solar,
mientras que su teoría de la obstaculización de la rotación de la Tierra por las
mareas anunciaba el fin de dicho sistema. Por último, no podía tratarse para mí de
construir artificialmente, por proyección, las leyes dialécticas en la naturaleza, sino
de encontrarlas en ella y desarrollarlas a partir de ella.

Pero hacer esto de un modo coherente y en cada terreno concreto es una tarea
gigantesca. No sólo es el terreno que hay que dominar casi infinito, sino que
además toda la ciencia natural se encuentra en este terreno sometida a un proceso
de transformación tan imponente que apenas puede seguirlo aquel que dispone
para ello de todo su tiempo. Y desde la muerte de Carlos Marx mi tiempo está
hipotecado por deberes más urgentes, por lo cual he tenido que interrumpir mi
trabajo. Tengo que contentarme por ahora con las indicaciones dadas en el presente
escrito, y esperar si más tarde vuelve a presentárseme una ocasión para reunir y
editar los resultados conseguidos, tal vez junto con los importantísimos
manuscritos matemáticos dejados por Marx.[5]

Mas quizá el progreso de la ciencia teórica de la naturaleza haga mi trabajo


totalmente o en gran parte superfluo. Pues la revolución impuesta a la ciencia
teórica de la naturaleza por la mera necesidad de ordenar los descubrimientos
puramente empíricos que se acumulan masivamente es tal que tiene que llevar a
consciencia hasta de los empíricos más recalcitrantes el carácter dialéctico de los
procesos naturales. Las viejas contraposiciones rígidas, a la moda de los franceses
del siglo XVIII,

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las fronteras tajantes e insuperables van desapareciendo cada vez más. Desde la
licuefacción del último gas auténtico, desde la prueba de que un cuerpo puede
ponerse en un estado en el cual son indistinguibles la forma gaseosa y la de gota,
los estados de agregación han perdido el último resto de su anterior carácter
absoluto. Con el teorema de la teoría cinética de los gases según el cual los
cuadrados de las velocidades con que se mueven las moléculas en los gases
perfectos son, a temperatura igual, inversamente proporcionales a los pesos
moleculares, el calor se suma sin más a la serie de las formas de movimiento
directamente medibles como tales. Mientras que aún hace diez años la gran ley
fundamental del movimiento, entonces recientemente descubierta, se concebía
como mera ley de la conservación de la energía, como mera expresión de la
indestructibilidad del movimiento y de la imposibilidad de crearlo, o sea según su
aspecto meramente cuantitativo, aquella expresión estrecha y negativa es hoy cada
vez más desplazada por la transformación positiva de la energía, con lo que empieza
finalmente a apreciarse el contenido cualitativo del proceso y se borra el último
recuerdo del Creador ajeno al mundo. Ya no hay que predicar como cosa nueva que
la cantidad de movimiento (de la llamada energía) no varía cuando se transforma de
energía cinética (la llamada fuerza mecánica) en electricidad, calor, energía
potencial de posición, etc., y a la inversa; ese hecho es ya el fundamento adquirido
de la investigación, aún mucho más rica en contenido, del proceso mismo de
transformación, del gran proceso básico en cuyo conocimiento se comprime todo el
de la naturaleza. Y desde que en biología se trabaja con la antorcha de la teoría de
la evolución han ido también disolviéndose una tras otra las rígidas líneas de la
clasificación en el terreno de la naturaleza orgánica; cada día aumenta el número
de los eslabones intermedios casi inclasificables, la investigación más detallada
pasa organismos de una clase a otra, y caracteres diferenciales que se habían
convertido casi en artículos de fe pierden su validez absoluta; tenemos ahora
mamíferos ovíparos y, si se confirma la noticia, hasta pájaros de cuatro patas. Si ya
hace años Virchow se vio obligado, a consecuencia del descubrimiento de la célula,
a descomponer la unidad del individuo animal en una federación de estados
celulares, con una concepción más progresista que científico-natural y dialéctica, el
concepto de la individualidad animal (y, por tanto, también de la humana) se
complica hoy aún mucho más por el descubrimiento de esas células blancas de la
sangre que, como amebas, se mueven
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en el cuerpo de los animales superiores. Pero aquellas contraposiciones polares e


imaginadas como irresolubles, aquellas fronteras y diferencias entre clases fijadas
con tanta violencia, fue precisamente lo que dio a la ciencia moderna teórica de la
naturaleza su carácter limitado y metafísico. El reconocimeinto de que esas
contraposiciones y diferencias, aunque efectivamente se presentan en la naturaleza,
no tienen sino una validez relativa, y que en cambio ha sido nuestra reflexión la que
ha introducido la idea de su rigidez y de su validez absoluta, es el punto nuclear de
la concepción dialéctica de la naturaleza. Es posible llegar a esa concepción por el
mero peso de los hechos que van acumulándose en las ciencias de la naturaleza;
pero es más fácil alcanzarla si se percibe el carácter dialéctico de esos hechos con la
consciencia de las leyes del pensamiento dialéctico. En todo caso, la ciencia de la
naturaleza ha llegado ya al punto en el cual no puede seguir sustrayéndose a la
concepción de conjunto dialéctica. Y se facilitará su propio proceso si no olvida que
los resultados en los cuales se compendian sus experiencias son conceptos, y que el
arte de operar con conceptos no es innato, ni tampoco está dado sin más con la
corriente consciencia cotidiana, sino que exige verdadero pensamiento, el cual tiene
a su vez una larga historia de experiencia, ni más ni menos que la investigación
empírica de la naturaleza. Apropiándose, precisamente, los resultados de tres mil
años de desarrollo de la filosofía, conseguirá, por una parte, liberarse de toda
filosofía de la naturaleza que pretenda situarse fuera y por encima de ella, y, por
otra parte, rebasar su propio limitado método de pensamiento, tomado del
empirismo inglés.

F. ENGELS.

London, 23 de septiembre de 1886.

[*] Es mucho más fácil abalanzarse contra la vieja filosofía de la naturaleza, según
el ejemplo del superficial vulgo à la Karl Vogt, que justipreciar su importancia
histórica. La filosofía de la naturaleza contiene mucho absurdo y mucha fantasía,
pero no más que las teorías afilosóficas contemporáneas de ella presentadas por los
investigadores empíricos de la naturaleza; pero también contenía muchas cosas con
sentido y entendimiento, como empieza a verse desde la difusión de la teoría de la
evolución. Así ha reconocido Haeckel con todo derecho los méritos de Oken y
Treviranus. Con su protolimo y sus protovesículas, Oken ha establecido como
postulado de la biología lo que más tarde se ha descubierto realmente como
protoplasma y como célula. Y por lo que hace concretamente a Hegel, puede decirse
que en muchos respectos está por encima de sus contemporáneos empíricos, los
cuales creían haber explicado todos los fenómenos oscuros con adscribirlos a
alguna fuerza subyacente —fuerza de gravedad, fuerza natatoria, fuerza eléctrica de
contacto, etc.—, o bien, cuando eso no era posible, atribuyéndolos a una sustancia
desconocida, como la materia lumínica, el calórico, la sustancia eléctrica, etc. Las
sustancias imaginarias están hoy prácticamente desbancadas, pero la
fantasmagoría de las fuerzas combatida por Hegel, sigue aún haciendo sus
apariciones, por ejemplo, en 1869, en el discurso de Innsbruck de Hemholtz
(Helmholtz, Populare Vorlesungen <Lecciones de divulgación>, II. Heft, 1871, pág.
190). Frente a la divinización de Newton, cubierto de honores y riquezas por
Inglaterra, Hegel destacó que Kepler, al que Alemania dejó sumido en la miseria, es
el verdadero fundador de la moderna mecánica de los cuerpos celestes, y que la ley
newtoniana de gravitación está ya contenida en las tres leyes de Kepler, y hasta
explícitamente en la tercera. Lo que Hegel ha demostrado en su Naturphilosophie,
270 y añadidos (Hegel, Werke <Obras de Hegel>, 1842, vol. VII, págs. 98 y 113-115)
con un par de sencillas ecuaciones, se encuentra como resultado de la más reciente
mecánica matemática en las Vorlesungen uber mathematiscge Physik <Lecciones de
física matemática> 2ª ed., Leipzig, 1877, pág. 10, de Gustav Kirchhof, y
esencialmente en la misma sencilla forma matemática desarrollada por vez primera
por Hegel. Los filósofos de la naturaleza son respecto de la ciencia natural
conscientemente dialéctica lo que los utópicos respecto del comunismo moderno.

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PROLOGO A LA TERCERA EDICION

La presente tercera edición es, salvo unas pocas modificaciones estilísticas de


escasa importancia, una reimpresión de la anterior. Sólo en un capítulo, el décimo
de la segunda sección —De la Historia crítica—, me he permitido añadidos
importantes, y ello por los siguientes motivos.

Como ya se indicó en el Prólogo a la segunda edición, ese capítulo es en lo esencial


obra de Marx. En su primera versión, destinada a aparecer como artículo de
periódico, me ví obligado a abreviar considerablemente el manuscrito de Marx, y
ello precisamente en las partes del mismo en las que la crítica de las concepciones
de Dühring pasa a segundo lugar, detrás del desarrollo propio de temas de historia
de la economía. Pero esas partes del manuscrito son precisamente las que resultan
hoy de mayor y más duradero interés. Me considero obligado a reproducir del modo
más completo y literal posible la exposición en la que Marx asigna a personajes
como Petty, North, Locke y Hume el lugar que les corresponde en la génesis de la
economía clásica; y aún más su aclaración del Tableau económico de Quesnay, ese
enigma de la esfinge, irresoluble para toda la economía moderna. En cambio he
prescindido, en la medida en que lo permitía el contexto, de todo lo que se refería
exclusivamente a los escritos del señor Dühring.

Por lo demás, puedo sentirme completamente satisfecho de la difusión que han


tenido desde la anterior edición las concepciones expuestas en este escrito, tanto en
la consciencia pública de la ciencia cuanto en la de la clase obrera, y ello en todos
los países civilizados del mundo.

F. ENGELS.

London, 23 de mayo de 1894.

INTRODUCCION
I. GENERALIDADES

El socialismo moderno es ante todo, por su contenido, el producto de la percepción


de las contraposiciones de clase entre poseedores y desposeídos, asalariados y
burgueses, por una parte, y de la anarquía reinante en la producción, por otra. Pero,
por su forma teorética, se presenta inicialmente como una ulterior continuación, en
apariencia más consecuente, de los principios sentados por los grandes ilustrados
franceses del siglo XVIII. Como toda nueva teoría, el socialismo moderno tuvo que
enlazar con el material mental que halló ya presente, por más que sus raíces
estuvieran en los hechos económicos.

Los grandes hombres que iluminaron en Francia las cabezas para la revolución en
puerta obraron ellos mismos de un modo sumamente revolucionario. No
reconocieron ninguna autoridad externa, del tipo que fuera. Lo sometieron todo a la
crítica más despiadada: religión, concepción de la naturaleza, sociedad, orden
estatal; todo tenía que justificar su existencia ante el tribunal de la razón, o
renunciar a esa existencia. El entendimiento que piensa se aplicó como única
escala a todo. Era la época en la que, como dice Hegel, el mundo se puso a
descansar sobre la cabeza, primero en el sentido de que la cabeza humana y las
proposiciones descubiertas por su pensamiento pretendieron valer como
fundamento de toda acción y toda sociación humanas; pero luego también en el
sentido, más amplio, de invertir de arriba abajo en el terreno de los hechos la
realidad que contradecía a esas proposiciones. Todas las anteriores formas de
sociedad y de Estado, todas las representaciones de antigua tradición, se remitieron
como irracionales al desván de los trastos; el mundo se había regido hasta entonces
por meros prejuicios; lo pasado no merecía más que compasión y desprecio. Ahora
irrumpía finalmente la luz del día; a partir de aquel momento, la superstición, la
injusticia, el privilegio y la opresión iban a ser expulsados por la verdad eterna, la
justicia eterna, la igualdad fundada en la naturaleza y los inalienables derechos del
hombre.

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Hoy sabemos que aquel Reino de la Razón no era nada más que el Reino de la
Burguesía idealizado, que la justicia eterna encontró su realización en los
tribunales de la burguesía, que la igualdad desembocó en la igualdad burguesa
ante la ley, que como uno de los derechos del hombre más esenciales se proclamó
la propiedad burguesa y que el Estado de la Razón, el contrato social roussoniano,
tomó vida, y sólo pudo cobrarla, como república burguesa democrática. Los grandes
pensadores del siglo XVIII, exactamente igual que todos sus predecesores, no
pudieron rebasar los límites que les había puesto su propia época.

Pero junto a la contraposición entre nobleza feudal y burguesía existía la


contraposición general entre explotadores y explotados, entre ricos ociosos y pobres
trabajadores. Fue precisamente esa circunstancia lo que permitió a los
representantes de la burguesía situarse como representantes no de una clase
particular, sino de la entera humanidad en sufrimiento. Aún más. Desde su mismo
nacimiento la burguesía traía su propia contraposición: no pueden existir
capitalistas sin trabajadores asalariados, y en la misma razón según la cual el
burgués gremial de la Edad Media dio de sí el burgués moderno, el trabajador
gremial y el jornalero sin gremio fueron dando en proletarios. Y aunque a grandes
rasgos la burguesía pudo pretender con razón que en la lucha contra la nobleza
representaba al mismo tiempo los intereses de las diversas clases trabajadoras de la
época, en todo gran movimiento burgués se manifestaron agitaciones
independientes de aquella clase que fue la precursora más o menos desarrollada del
moderno proletariado. Así ocurrió en la época de las guerras religiosas y
campesinas alemanas con la tendencia de Thomas Münzer; en la gran Revolución
inglesa con los levellers; en la gran Revolución Francesa con Babeuf. Junto a estas
manifestaciones revolucionarias de una clase aún inmadura se produjeron
manifestaciones teoréticas; en los siglos XVI y XVII, descripciones utópicas de
situaciones sociales ideales; en el siglo XVIII, ya explícitas teorías comunistas
(Morelly y Mably). La exigencia de igualdad no se limitó a los derechos políticos,
sino que se amplió a la situación social del individuo; no se trataba de suprimir
meramente los privilegios de clase, sino también las diferencias de clase. Y así fue
la primera forma de manifestación de la nueva doctrina un comunismo ascético que
enlazaba con Esparta. A eso siguieron los tres grandes utópicos: Saint Simon, en el
cual la tendencia burguesa aún conserva cierto valor junto a la proletaria; Fourier,
y Owen, que, en el país de la producción

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capitalista más desarrollada y bajo la impresión de las contraposiciones por ella


producidas, desarrolló sistemáticamente sus propuestas para la eliminación de las
diferencias de clase, enlazando directamente con el materialismo francés.

Común a los tres es el hecho de que no se presentan como representantes de los


intereses del proletariado, mientras tanto producido ya históricamente. Al igual que
los ilustrados, estos tres autores no se proponen liberar a una clase determinada,
sino a la humanidad entera. Como aquéllos, quieren implantar el Reino de la Razón
y de la Justicia eterna; pero su reino es abismáticamente diverso del de los
ilustrados. También el mundo burgués instituido según los principios de aquellos
ilustrados ha resultado irracional e injusto, y por eso acaba en la olla de las cosas
recusables, exactamente igual que el feudalismo y que todos los anteriores estadios
sociales. El hecho de que no hayan dominado aún en el mundo la verdadera Razón
y la verdadera Justicia se debe simplemente a que no se las ha conocido hasta
ahora rectamente. Ha faltado, sencillamente, el genial individuo que ahora se
presenta y descubre la verdad; y el hecho de que se presente ahora, y ahora
precisamente descubra la verdad, no es algo que se siga necesariamente de la
conexión del desarrollo histórico, no es un acontecimiento inevitable, sino puro
caso afortunado. Igual habría podido nacer hace quinientos años, y entonces habría
ahorrado a la humanidad quinientos años de error, lucha y sufrimiento.

Este tipo de concepción es en lo esencial el de todos los socialistas ingleses y


franceses y el de los primeros socialistas alemanes, incluyendo a Weitling. El
socialismo es la expresión de la verdad absoluta, de la razón y la justicia absolutas,
y basta con que sea descubierto para que por su propia fuerza conquiste el mundo;
como la verdad absoluta es independiente del tiempo, el espacio y el desarrollo
humano histórico, es meramente casual la cuestión del lugar y el tiempo de su
descubrimiento. Lo que no quita que la verdad, la razón y la justicia absoluta sean
distintas en cada fundador de escuela; y como en cada uno de ellos el tipo especial
de la verdad, la razón y la justicia absolutas está a su vez condicionado por su
entendimiento subjetivo, sus condiciones vitales y las dimensiones de sus
conocimientos y la educación de su pensamiento, este conflicto de verdades
absolutas no tiene más solución posible que el desgaste y limadura de unas con
otras. De ello no podía resultar más que una especie de ecléctico socialismo medio,
que es efectivamente el que domina las cabezas de la mayoría de
pág. 6

los trabajadores socialistas de Francia e Inglaterra; una mezcla, con admisión de


numerosos matices, de las exposiciones críticas menos violentas, los pocos
principios económicos y las representaciones sociales futuristas de los diversos
fundadores de sectas; una mezcla tanto más fácil de conseguir cuanto más se
redondean en la discusión, como los cantos del arroyo, las agudas aristas que
precisan y determinan los diversos elementos particulares. Para hacer del
socialismo una ciencia había que empezar por situarle en un suelo real.

Mientras tanto, junto con la filosofía francesa del siglo XVIII y posteriormente a ella,
había surgido la moderna filosofía alemana, para encontrar en Hegel su cierre y
conclusión. Su mayor mérito fue recoger de nuevo la dialéctica como forma
suprema del pensamiento. Los antiguos filósofos griegos fueron todos innatos
dialécticos espontáneos, y la cabeza más universal de todos ellos, Aristóteles, ha
investigado incluso las formas más esenciales del pensamiento dialéctico. La
filosofía moderna, en cambio, aunque también ella tenía brillantes representantes
de la dialéctica (por ejemplo, Descartes y Spinoza), había cristalizado cada vez más,
por la influencia inglesa, en el modo de pensar llamado metafisico, el cual dominó
también casi exclusivamente a los franceses del siglo XVIII, por lo menos en sus
trabajos específicamente filosóficos. Fuera de la filosofía estrictamente dicha, ellos
también eran capaces de suministrar obras maestras de la dialéctica; bastará con
recordar El sobrino de Rameau, de Diderot, y el Tratado sobre el origen de la
desigualdad entre los hombres, de Rousseau. Vamos a limitarnos aquí a indicar lo
esencial de ambos métodos de pensamiento; más tarde volveremos a tratar
detalladamente este tema.

Cuando sometemos a la consideración del pensamiento la naturaleza o la historia


humana, o nuestra propia actividad espiritual, se nos ofrece por de pronto la
estampa de un infinito entrelazamiento de conexiones e interacciones, en el cual
nada permanece siendo lo que era, ni como era ni donde era, sino que todo se
mueve, se transforma, deviene y perece. Esta concepción del mundo, primaria e
ingenua, pero correcta en cuanto a la cosa, es la de la antigua filosofía griega, y ha
sido claramente formulada por vez primera por Heráclito: todo es y no es, pues todo
fluye, se encuentra en constante modificación, sumido en constante devenir y
perecer. Pero esta concepción, por correctamente que capte el carácter general del
cuadro de conjunto de los fenómenos, no basta para explicar las particularidades
de que se compone aquel cuadro

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total, y mientras no podamos hacer esto no podremos tampoco estar en claro sobre
el cuadro de conjunto. Para conocer esas particularidades tenemos que arrancarlas
de su conexión natural o histórica y estudiar cada una de ellas desde el punto de
vista de su constitución, de sus particulares causas y efectos, etc. Esta es por de
pronto la tarea de la ciencia de la naturaleza y de la investigación histórica, ramas
de la investigación que por muy buenas razones no ocuparon entre los griegos de la
era clásica sino un lugar subordinado, puesto que su primera obligación consistía
en acarrear y reunir material. Los comienzos de la investigación exacta de la
naturaleza han sido desarrollados por los griegos del período alejandrino y más
tarde, en la Edad Media, por los árabes; pero una verdadera ciencia de la
naturaleza no data propiamente sino de la segunda mitad del siglo XV, y a partir de
entonces ha hecho progresos con velocidad siempre creciente. La descomposición
de la naturaleza en sus partes particulares, el aislamiento de los diversos procesos
y objetos naturales en determinadas clases especiales, la investigación del interior
de los cuerpos orgánicos según sus muy diversas conformaciones anatómicas, fue
la condición fundamental de los progresos gigantescos que nos han aportado los
últimos cuatrocientos años al conocimiento de la naturaleza. Pero todo ello nos ha
legado también la costumbre de concebir las cosas y los procesos naturales en su
aislamiento, fuera de la gran conexión de conjunto. No en su movimiento, por tanto,
sino en su reposo; no como entidades esencialmente cambiantes, sino como
subsistencias firmes; no en su vida, sino en su muerte. Y al pasar ese modo de
concepción de la ciencia natural a la filosofía, como ocurrió por obra de Bacon y
Locke, creó en ella la específica limitación de pensamiento de los últimos siglos, el
modo metafísico de pensar.

Para el metafísico, las cosas y sus imágenes mentales, los conceptos, son objetos de
investigación dados de una vez para siempre, aislados, uno tras otro y sin
necesidad de contemplar el otro, firmes, fijos y rígidos. El metafísico piensa según
rudas contraposiciones sin mediación: su lenguaje es sí, sí, y no, no, que todo lo
que pasa de eso del mal espíritu procede. Para él, toda cosa existe o no existe: una
cosa no puede ser al mismo tiempo ella misma y algo diverso. Lo positivo y lo
negativo se excluyen lo uno a lo otro de un modo absoluto; la causa y el efecto se
encuentran del mismo modo en rígida contraposición. Este modo de pensar nos
resulta a primera vista muy plausible porque es el del llamado sano sentido común.
Pero el sano sentido común, por apreciable compañero

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que sea en el doméstico dominio de sus cuatro paredes, experimenta asombrosas


aventuras en cuanto que se arriesga por el ancho mundo de la investigación, y el
modo metafísieo de pensar, aunque también está justificado y es hasta necesario en
esos anchos territorios, de diversa extensión según la naturaleza de la cosa,
tropieza sin embargo siempre, antes o después, con una barrera más allá de la cual
se hace unilateral, limitado, abstracto, y se pierde en irresolubles contradicciones,
porque atendiendo a las cosas pierde su conexión, atendiendo a su ser pierde su
devenir y su perecer, atendiendo a su reposo se olvida de su movimiento: porque los
árboles no le dejan ver el bosque. Para casos cotidianos sabemos, por ejemplo, y
podemos decir con seguridad si un animal existe o no existe; pero si llevamos a
cabo una investigación más detallada, nos damos cuenta de que un asunto así es a
veces sumamente complicado, como saben muy bien, por ejemplo, los juristas que
en vano se han devanado los sesos por descubrir un límite racional a partir del cual
la muerte dada al niño en el seno materno sea homicidio; no menos imposible es
precisar el momento de la muerte, pues la filosofía enseña que la muerte no es un
acaecimiento instantáneo y dado de una vez, sino un proceso de mucha duración.
Del mismo modo es todo ser orgánico en cada momento el mismo y no lo es; en
cada momento está elaborando sustancia tomada de fuera y eliminando otra; en
todo momento mueren células de su cuerpo y se forman otras nuevas; tras un
tiempo más o menos largo, la materia de ese cuerpo se ha quedado completamente
renovada, sustituida por otros átomos de materia, de modo que todo ser organizado
es al mismo tiempo el mismo y otro diverso. También descubrimos con un estudio
más atento que los dos polos de una contraposición, como positivo y negativo, son
tan inseparables el uno del otro como contrapuestos el uno al otro, y que a pesar de
toda su contraposición se interpretan el uno al otro; también descubrimos que
causa y efecto son representaciones que no tienen validez como tales, sino en la
aplicación a cada caso particular, y que se funden en cuanto contemplamos el caso
particular en su conexión general con el todo del mundo, y se disuelven en la
concepción de la alteración universal, en la cual las causas y los efectos cambian
constantemente de lugar, y lo que ahora o aquí es efecto, allí o entonces es causa, y
viceversa.

Todos estos hechos y métodos de pensamiento encajan mal en el marco del


pensamiento metafísico. Para la dialéctica, en cambio, que concibe las cosas y sus
reflejos conceptuales esencialmente en

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su conexión, en su encadenamiento, su movimiento, su origen y su perecer, hechos


como los indicados son otras tantas confirmaciones de sus propios procedimientos.
La naturaleza es la piedra de toque de la dialéctica, y tenemos que reconocer que la
ciencia moderna ha suministrado para esa prueba un material sumamente rico y
en constante acumulación, mostrando así que, en última instancia, la naturaleza
procede dialéctica y no metafísicamente. Pero como hasta ahora pueden contarse
con los dedos los científicos de la naturaleza que han aprendido a pensar
dialécticamente, puede explicarse por este conflicto entre los resultados
descubiertos y el modo tradicional de pensar la confusión ilimitada que reina hoy
día en la ciencia natural, para desesperación de maestros y discípulos, escritores y
lectores.

Sólo, pues, por vía dialéctica, con constante atención a la interacción general del
devenir y el perecer, de las modificaciones progresivas o regresivas, puede
conseguirse una exacta exposición del cosmos, de su evolución y de la evolución de
la humanidad, así como de la imagen de esa evolución en la cabeza del hombre. En
este sentido obró desde el primer momento la reciente filosofía alemana. Kant
inauguró su trayectoria al disgregar el estable sistema solar newtoniano y su eterna
duración después del célebre primer empujón en un proceso histórico: en el origen
del Sol y de todos los planetas a partir de una masa nebular en rotación. Al mismo
tiempo infirió la consecuencia de que con ese origen quedaba simultáneamente
dada la futura muerte del sistema solar. Su concepción quedó consolidada medio
siglo más tarde matemáticamente por Laplace, y otro medio siglo después el
espectroscopio mostró la existencia de tales masas incandescentes de gases en
diversos grados de condensación y en todo el espacio cósmico.

Esta nueva filosofía alemana tuvo su culminación en el sistema hegeliano, en el que


por vez primera y esto es su gran mérito se exponía conceptualmente todo el mundo
natural, histórico y espiritual como un proceso, es decir, como algo en constante
movimiento, modificación, transformación y evolución, al mismo tiempo que se
hacía el intento de descubrir en ese movimiento y esa evolución la conexión interna
del todo. Desde este punto de vista, la historia de la humanidad dejó de parecer
una intrincada confusión de violencias sin sentido, todas igualmente recusables por
el tribunal de la razón filosófica ya madura, y cuyo más digno destino es ser
olvidadas lo antes posible, para presentarse como el proceso evolutivo de la
humanidad misma, convirtiéndose en la tarea del

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pensamiento el seguir la marcha gradual, progresiva, de ese proceso por todos sus
retorcidos caminos, y mostrar su interna legalidad a través de todas las aparentes
casualidades.
No interesa aquí el hecho de que Hegel no resolviera esa tarea. Su mérito, que ha
abierto una nueva época, consiste en haberla planteado. Pues la tarea es tal que
ningún individuo podrá resolverla jamás. Aunque Hegel ha sido —junto con Saint
Simon— la cabeza más universal de su época, estaba de todos modos limitado,
primero, por las dimensiones necesariamente reducidas de sus propios
conocimientos, y, por los conocimientos y las concepciones de su época, igualmente
reducidas en cuanto a dimensión y a profundidad. Y a ello se añadía aún una
tercera limitación. Hegel fue un idealista, es decir, los pensamientos de su cabeza
no eran para él reproducciones más o menos abstractas de las cosas y de los
hechos reales, sino que, a la inversa, consideraba las cosas y su desarrollo como
reproducciones realizadas de la Idea existente en algún lugar ya antes del mundo.
Con ello quedaba todo puesto cabeza abajo, y completamente invertida la real
conexión del mundo. Por correcta y genialmente que Hegel concibiera incluso varias
cuestiones particulares, otras muchas cosas de detalle están en su sistema, por los
motivos dichos, zurcidas, artificiosamente introducidas, construidas, en una
palabra, erradas. El sistema hegeliano es en sí un colosal aborto, pero también el
último de su tipo. Aún padecía una insanable contradicción interna: por una parte,
tenía como presupuesto esencial la concepción histórica según la cual la historia
humana es un proceso evolutivo que, por su naturaleza, no puede encontrar su
consumación intelectual en el descubrimiento de la llamada verdad absoluta; pero,
por otra parte, el sistema hegeliano afirma ser el contenido esencial de dicha verdad
absoluta. Un sistema que lo abarca todo, un sistema definitivamente concluso del
conocimiento de la naturaleza y de la historia, está en contradicción con las leyes
fundamentales del pensamiento dialéctico; lo cual no excluye en modo alguno, sino
que, por el contrario, supone que el conocimiento sistemático de la totalidad del
mundo externo puede dar pasos de gigante de generación en generación.

La comprensión del total error por inversión del anterior idealismo alemán llevó
necesariamente al materialismo, pero, cosa digna de observarse, no al materialismo
meramente metafísico y exclusivamente mecanicista del siglo XVIII. Frente a la
simplista recusación ingenuamente revolucionaria de toda la historia anterior, el
moderno materialismo ve en la historia el proceso de evolución

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de la humanidad, descubrir las leyes de cuyo movimiento es su tarea. Frente a la


concepción de la naturaleza como un todo inmutable de cuerpos celestes que se
mueven en estrechas órbitas, como había enseñado Newton, y de inmutables
especies de seres orgánicos, como lo había enseñado Linneo, el actual materialismo
reúne los nuevos progresos de la ciencia de la naturaleza, segun los cuales también
la naturaleza tiene su historia en el tiempo, los cuerpos celestes y las especies de
organismos, que los habitan cuando las circunstancias son favorables, nacen y
perecen, y los cielos y órbitas, cuando de verdad existen, tienen dimensiones
infinitamente más gigantescas. En los dos casos es este materialismo sencillamente
dialéctico, y no necesita filosofía alguna que esté por encima de las demás ciencias.
Desde el momento en que se presenta a cada ciencia la exigencia de ponerse en
claro acerca de su posición en la conexión total de las cosas y del conocimiento de
las cosas, se hace precisamente superflua toda ciencia de la conexión total. De toda
la anterior filosofía no subsiste al final con independencia más que la doctrina del
pensamiento y de sus leyes, la lógica formal y la dialéctica. Todo lo demás queda
absorbido por la ciencia positiva de la naturaleza y de la historia.
Pero mientras que ese salto progresivo en la concepción de la naturaleza no ha
podido realizarse sino en la medida en que la investigación ha suministrado el
correspondiente material de conocimiento positivo, ya mucho antes se habían
puesto en evidencia hechos históricos que provocaron una decisiva inflexión en la
concepción histórica. En 1831 tuvo lugar en Lyón la primera sublevación obrera;
entre 1838 y 1842 alcanzó su punto culminante el primer movimiento obrero
nacional, el de los cartistas ingleses. La lucha de clases entre el proletariado y la
burguesía se situó en primer término en la historia de los países adelantados de
Europa, en la medida en que se desarrollaban en ellos, por una parte, la gran
industria y, por otra, el dominio político recién conquistado por la burguesía. Las
doctrinas propuestas por la economía burguesa sobre la identidad de intereses
entre el capital y el trabajo, la armonía general y el bienestar universal del pueblo
como consecuencia de la libre competencia, se vieron desmentidas cada vez más
contundentemente por los hechos. Era imposible ya esconder todas esas cosas, o
eliminar el socialismo francés e inglés, que eran su expresión teorética, aunque aún
muy imperfecta. Pero la vieja concepción idealista de la historia, que aún no había
sido eliminada, no conocía ninguna lucha de clases basada en intereses materiales

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ni intereses materiales de ningún tipo; la producción, como todas las


circunstancias económicas, aparecía en esa historia subsidiariamente, como
elemento subordinado de la historia de la cultura.

Los nuevos hechos obligaron a someter toda la historia anterior a una nueva
investigación, y entonces resultó que toda historia sida anterior había sido la
historia de las luchas de clases,[6] que estas clases en lucha de la sociedad son en
cada caso producto de las relaciones de producción y del tráfico, en una palabra, de
la situación económica de su época; por tanto, que la estructura económica de la
sociedad constituye en cada caso el fundamento real a partir del cual hay que
explicar en última instancia toda la sobrestructura de las instituciones jurídicas y
políticas, así como los tipos de representación religiosos, filosóficos y de otra
naturaleza de cada período histórico. Con esto quedaba expulsado el idealismo de
su último refugio, la concepción de la historia, se daba una concepción materialista
de la misma y se descubría el camino para explicar la consciencia del hombre a
partir del ser del hombre, en vez de explicar, como se había hecho hasta entonces,
el ser del hombre partiendo de su consciencia.

Pero el socialismo entonces existente era tan incompatible con esa concepción
materialista de la historia como pudiera serlo la concepción de la naturaleza propia
del materialismo francés con la dialéctica y la nueva ciencia natural. El anterior
socialismo criticaba sin duda el modo de producción capitalista existente y sus
consecuencias, pero no podía explicar uno ni otras, ni, por tanto, superarlos; tenía
que limitarse a condenarlos por dañinos. Se trataba, empero, de exponer ese modo
de producción capitalista en su conexión histórica y en su necesidad para un
determinado período histórico, o sea también la necesidad de su desaparición, y,
por otra parte, de descubrir su carácter interno, que aún seguía oculto, pues la
crítica realizada hasta entonces había atendido más a sus malas consecuencias que
al proceso de la cosa misma. Todo esto fue posible gracias al descubrimiento de la
plusvalía. Con ello se probó que la forma fundamental del modo de producción
capitalista y de la explotación del trabajador por él realizada es la apropiación de
trabajo no pagado; que el capitalista, incluso cuando compra a su pleno precio la
fuerza de trabajo de su obrero, al precio que tiene como mercancía en el mercado,
aún recaba a pesar de ello más valor del que por ella pagó; y que esta plusvalía
constituye en última instancia la suma de valor por la cual se acumula en las
manos de las clases poseedoras la suma de capital en constante

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aumento. Así quedaban explicados tanto el proceso de la producción capitalista


cuanto el de la producción de capital.

Debemos a Marx esos dos grandes descubrimientos: la concepción materialista de


la historia y la desvelación de los secretos de la producción capitalista. Con ellos se
convirtió el socialismo en una ciencia; la tarea es ahora desarrollarla en todos sus
detalles y todas sus conexiones.

Así aproximadamente estaban las cosas en el terreno del socialismo teórico y de la


muerta filosofía cuando el señor Eugen Dühring surgió en el escenario, no sin
considerable fragor, y anunció una subversión radical de la filosofía, de la economía
polítiea y del socialismo.

Vamos a ver ahora lo que promete el señor Dühring, y lo que cumple.

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II. LO QUE PROMETE EL SEÑOR DÜHRING

Los escritos del señor Dühring de oportuna consideración aquí son por de pronto
su Curso de filosofía, su Curso de economía nacional y social y su Historia crítica de
la economía nacional y del socialismo. La primera obra es la que nos ocupará
principalmente para empezar.

Ya en la primera página de la misma el señor Dühring se anuncia en ella como

aquel que asume la representación de este poder [la filosofía] en su tiempo y para el
posterior desarrollo hoy previsible.[7]

El señor Dühring se proclama, pues, único verdadero filósofo del presente y del
futuro hoy previsible. El que discrepe de él discrepará de la verdad. Ya muchas
personas antes que el señor Dühring han pensado eso de sí mismas, pero —
dejando aparte a Ricardo Wagner— él es probablemente el primero que lo ha dicho
con tanta tranquilidad. La verdad de la que se trata en sus escritos es, por cierto,
una verdad definitiva y de última instancia.

La filosofía del señor Dühring es

el sistema natural, o la filosofía de la realidad... la realidad es pensada en este


sistema de tal modo que excluye toda veleidad de concepción del mundo fantasiosa,
subjetivista y limitada.

Esta filosofía es, pues, de tal naturaleza que levanta al señor Dühring por encima
de las innegables fronteras de su limitación subjetiva personal. Cierto que esto es
necesario para que pueda sentar definitivas verdades de última instancia, aunque
por el momento no comprendemos aún cómo va a poder realizarse ese milagro.
Este "sistema natural del saber, valioso ya de por sí para el espíritu" ha "fijado con
seguridad las configuraciones fundamentales del ser, sin perdonar nada en cuanto
a profundidad de pensamiento". Desde su "punto de vista realmente crítico" ofrece
"los elementos de una filosofía real",

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consiguientemente, orientada hacia la realidad de la naturaleza y de la vida, la cual


no deja subsistir ningún horizonte de mera apariencia, sino que, con su poderoso
movimiento de subversión, despliega todas las tierras y todos los cielos de la
naturaleza externa e interna", es un "nuevo modo de pensar", y sus resultados son
"resultados y concepciones radicalmente propios... pensamientos creadores de
sistema... verdades comprobadas". Tenemos ante nosotros "un trabajo que tiene
que encontrar su fuerza en la iniciativa concentrada" cualquiera que sea el
significado de estas palabras; una "investigación que llega hasta las raíces... una
ciencia radical, una concepción estrictamente científica de las cosas y de los
hombres..., un trabajo de pensamiento que lo penetra todo en todas direcciones...,
un proyectar creador de los presupuestos y las consecuencias dominables por el
pensamiento..., lo absolutamente fundamental."

En el terreno político económico no sólo nos da

"amplios trabajos históricos y sistemáticos", destacando además los históricos por


"mi dibujo histórico de gran estilo", los cuales han aportado en economía "creadoras
inflexiones",

sino que incluye además un plan socialista completamente elaborado para la


sociedad del futuro, el cual es el

fruto práctico de una teoría clara y que llega hasta las últimas raíces,

con lo que resulta tan infalible y tan portador de la única salvación como la filosofía
dühringiana, pues

"sólo en el cuadro socialista que he dibujado en mi Curso de economía nacional


puede presentarse un auténtico propio en el lugar de la propiedad sólo aparente y
transitoria o violenta". Según ese cuadro debe regirse el futuro.

Este florilegio de elogios del señor Dühring por el señor Dühring puede fácilmente
multiplicarse por diez. Y es posible que ya haya suscitado en el lector alguna duda
acerca de si está realmente ante un filósofo o ante... Pero será mejor pedir al lector
que se reserve el juicio hasta que conozca más de cerca la citada radicalidad. El
florilegio anterior debe servir sólo para mostrar que no estamos en presencia de un
filósofo y socialista corriente que se limita a formular sus ideas y confiar al ulterior
desarrollo la decisión sobre su valor, sino ante un ser completamente extraordinario,
que afirma ser no menos infalible que el Papa, y cuya doctrina, fuera de la cual no
hay salvación, debe aceptarse sin más, so pena de sucumbir a la más condenable
de las herejías. No estamos, pues,
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en presencia de uno de esos trabajos de que tan ricas son todas las literaturas
socialistas, y recientemente también la alemana: trabajos en los cuales personas de
diverso calibre intentan, del modo más sincero que pueda imaginarse, ponerse en
claro acerca de cuestiones para cuya solución tal vez les falta en mayor o menor
medida el material; trabajos en los cuales, por muchos que sean sus defectos
científicos y literarios, siempre es de apreciar la buena voluntad socialista. Aquí,
por el contrario, el señor Dühring nos ofrece proposiciones que declara son
verdades definitivas de última instancia junto a las cuales, por tanto, toda otra
opinión es desde el principio falsa; y al igual que la verdad exclusiva, el señor
Dühring posee también el único método de investigación rigurosamente científico,
junto al cual son acientíficos todos los demás. O bien tiene razón y entonces
estamos ante el mayor genio de todos los tiempos, ante el primer hombre
sobrehumano, puesto que infalible , o bien no tiene razón, y en este caso,
cualquiera que fuera nuestro juicio, el benévolo respeto a su posible buena
voluntad sería precisamente la ofensa más mortal que podríamos inferir al señor
Dühring.

Cuando se está en posesión de la verdad definitiva de última instancia y del único


proceder científico riguroso, es inevitable sentir bastante desprecio por el resto de la
humanidad, errada y acientífica. No puede, pues, asombrarnos que el señor
Dühring hable de sus predecesores con el mayor desprecio, ni que sólo unos pocos
grandes hombres excepcionalmente nombrados por él mismo hallen gracia a los
ojos de Su Radicalidad.

Oigámosle hablar sobre los filósofos:

Leibniz, desprovisto de todo pensamiento discreto..., el mejor de todos los


filosofadores cortesanos posibles.

Aún Kant resulta, si malamente, tolerado al menos; pero tras él todo ha sido
confusión:

se produjeron las "brutalidades y las insanias, tan necias como hueras, de los
primeros epígonos, señaladamente las de un Fichte y un Schelling... monstruosas
caricaturas, obra de ignorantes filosofastros de la naturaleza... las monstruosidades
postkantianas" y las "febriles fantasías", coronadas por "un Hegel". Este hablaba la
"jerga hegeliana" y difundió la "epidemia hegeliana" por medio de su "manera, que
por si eso faltaba, es acientífica incluso en la forma", y por medio también de sus
"crudas expresiones".

No es mejor la suerte de los científicos de la naturaleza; pero sólo aduce por su


nombre a Darwin, y así tenemos que limitarnos a éste:

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La semipoesía y el truco de las metamorfosis darwinistas, con su grosera estrechez


de concepción y su embotada capacidad de distinguir... En nuestra opinión, el
darwinismo propiamente dicho, del que hay que distinguir, naturalmente, la
concepción lamarckiana, es una pieza de brutalidad dirigida contra la humanidad.
Pero los que sufren peor suerte son los socialistas. Con la excepción de Luis Blanc
en todo caso el más irrelevante de todos ellos , son todos pecadores y carecen de la
gloria que se pretende tienen antes que (o después que) el señor Dühring. Y no sólo
por lo que hace a la verdad y al carácter científico de su obra, sino también por su
carácter humano. Ni siquiera son "hombres", con la excepción de Babeuf y de
algunos communards de 1871. Los tres utópicos se llaman en la terminología del
señor Dühring "alquimistas sociales". De los tres, Saint Simon sale aún bien librado,
puesto que sólo se le reprocha "exageración", indicándose al mismo tiempo
compasivamente que sufrió una locura religiosa. Pero ante Fourier el señor Dühring
pierde definitivamente la paciencia. Pues Fourier

"revela todos los elementos de la locura... Ideas que por lo común se encuentran en
los manicomios... sueños de lo más frenético... productos de la enajenación mental...
El indeciblemente estúpido Fourier", ese enfermo de "infantilismo", ese "idiota", no
es ni siquiera socialista; su falansterio no es en absoluto un elemento de socialismo
racional, sino "un engendro construido según el esquema del tráfico común".

Y, por último:

Aquel al que no basten... esos ataques [de Fourier contra Newton] para convencerse
de que en el nombre de Fourier y en todo el fourierismo no hay más verdad que la
primera sílaba, debería incluirse a su vez bajo alguna categoría de idiotas.

Por lo que hace a Roberto Owen,

"tenía ideas pobres y muertas... su pensamiento moral, tan grosero... sus lugares
comunes que degeneran en rarezas... su tipo de concepción, absurdo y grosero...
Las concepciones de Owen no merecen una crítica seria... su vanidad", etc.

El señor Dühring caracteriza, pues, con suma agudeza, a los utópicos por sus
nombres del modo siguiente: Saint Simon saint (santo), Fourier fou (loco); Enfantin
enfant (niño); lo único que falta es que añada: Owen o weh!,[8] con lo que le habrían
bastado cuatro palabras para disipar con un trueno un período

pág. 18

muy importante de la historia del socialismo; y el que no lo crea "debería incluirse a


su vez bajo alguna categoría de idiotas".

Por lo que hace a los juicios de Dühring sobre los socialistas posteriores nos
limitaremos a entresacar, por razones de brevedad, sólo los referentes a Lassalle y
Marx:

Lassalle: Ensayos de divulgación pedantes y afectados... escolástica desbordada...,


monstruosa mezcla de teoría general y charlatanería mezquina..., superstición
hegeliana sin sentido y sin forma..., ejemplo espantoso..., propia limitación...,
fanfarronería con las pequeñeces más intranscendentes..., héroe judío...,
panfletista..., ordinario..., inconsistencia interna de la concepción de la vida y del
mundo.

Marx: Estrechez de la concepción..., sus trabajos y realizaciones son en sí, es decir,


consideradas de un modo estrictamente teorético, cosa sin duradera importancia en
nuestro terreno [la historia crítica del socialismo] y desde el punto de vista de la
historia general síntoma de la influencia de una rama de la moderna escolástica
sectaria... Impotencia de las capacidades de concentración y ordenación... Carácter
informe de los pensamientos y del estilo, tono indigno del lenguaje... vanidad a la
inglesa..., engaño..., burdas concepciones que no son de hecho sino bastardas de la
fantasía histórica y lógica..., gestos engañosos..., vanidad personal..., manierismo
desdeñoso..., petulante..., lindezas y trucos de literato..., erudición chinesca...,
atraso filosófico y científico.

Y así sucesivamente, pues tampoco esto es sino un pequeño florilegio superficial del
jardín del señor Dühring. Como es natural, por el momento no nos importa en
absoluto saber si esos amables insultos, que por poco educado que fuera el señor
Dühring deberían impedirle llamar a nada desdeñoso y petulante, son también
verdades definitivas de última instancia. También nos abstendremos por ahora de
dudar de su radicalidad, no vaya a ser que se nos prohiba incluso elegir nosotros
mismos la categoría de idiotas a la que pertenecemos. Nos hemos considerado
obligados exclusivamente, por una parte, a dar un ejemplo del lenguaje al que el
señor Dühring llama

lo selecto de un modo de expresión sin contemplaciones, y al mismo tiempo


modesto en el auténtico sentido de la palabra,

y, por otra parte, a comprobar que la recusación de sus predecesores es para el


señor Dühring cosa no menos firmemente establecida que su propia infalibilidad.
Tras de lo cual moriremos sumidos en el más profundo respeto por el genio más
poderoso de todos los tiempos. A condición de que todo sea efectivamente como él
dice.
Sección Primera

FILOSOFIA

pág. 21

III. DIVISION. APRIORISMO

La filosofía es, según el señor Dühring, el desarrollo de la forma suprema de la


consciencia del mundo y de la vida, y comprende en un amplio sentido los
principios de todo saber y todo querer. Siempre que se trata de cualquier serie de
conocimientos o móviles, o de cualquier grupo de formas de existencia propuesto a
la consciencia humana, los principios de esas formaciones tienen que ser un objeto
de la filosofía. Estos principios son los elementos sencillos, o hasta el momento
supuestos como simples, a partir de los cuales puede componerse el múltiple saber
y querer. La constitución general de las cosas puede reconducirse a formas y
elementos fundamentales como la constitución química de los cuerpos. Estos
elementos últimos o principios, una vez adquiridos, no valen sólo para lo
inmediatamente conocido y accesible, sino también para el mundo que nos es
desconocido e inaccesible. Los principios filosóficos constituyen, pues, el
complemento último que necesitan las ciencias para convertirse en un sistema
unitario de explicación de la naturaleza y de la vida humana. Aparte de las formas
fundamentales de toda existencia, la filosofía no tiene más que dos objetos propios
de investigación, a saber, la naturaleza y el mundo humano. De ello resultan sin la
menor violencia, para la ordenación de nuestra materia, tres grupos, a saber, la
esquemática universal general, la doctrina de los principios naturales y, finalmente,
la del hombre. En esta sucesión está además contenido un orden lógico interno,
pues los principios formales que valen de todo ser van los primeros, y los terrenos
materiales en los que hay que aplicarlos siguen luego en la gradación de su
jerarquía.

Hasta aquí el señor Dühring, y casi literalmente.

Se trata, pues para él de principios formales inferidos del pensamiento, no del


mundo externo, y que hay que aplicar a la naturaleza y al reino del hombre, es
decir, según los cuales tienen que regirse la naturaleza y el hombre. Pero ¿de donde
recibe el pensamiento esos principios? ¿De sí mismo? No, pues el propio señor
Dühring dice: el terreno puramente ideal se limita a esquemas lógicos y a
configuraciones matemáticas (y esto último es además falso, como veremos). Los
esquemas lógicos no pueden referirse sino a formas de pensamiento; pero aquí no
se trata sino de las formas del ser, del mundo externo, y el pensamiento no puede
jamás obtener e inferir esas formas de sí mismo, sino sólo
pág. 22

del mundo externo. Con lo que se invierte enteramente la situación: los principios
no son el punto de partida de la investigación, sino su resultado final, y no se
aplican a la naturaleza y a la historia humana, sino que se abstraen de ellas; no es
la naturaleza ni el reino del hombre los que se rigen según los principios, sino que
éstos son correctos en la medida en que concuerdan con la naturaleza y con la
historia. Esta es la única concepción materialista del asunto, y la opuesta
concepción del señor Dühring es idealista, invierte completamente la situación y
construye artificialmente el mundo real partiendo del pensamiento, de ciertos
esquematismos, esquemas o categorías que existen en algún lugar antes que el
mundo y desde la eternidad. Igual que... un Hegel.

Efectivamente. Pongamos la Enciclopedia de Hegel, con todas sus febriles fantasías,


junto a las definitivas verdades de última instancia del señor Dühring. Con el señor
Dühring tenemos, primero, la esquemática universal general, que en Hegel se llama
Lógica. Luego tenemos en uno y otro la aplicación de esos esquemas, o categorías
lógicas, a la naturaleza: esto es la Filosofía de la Naturaleza; y finalmente tenemos
su aplicación al reino del hombre, que es lo que Hegel llama Filosofía del Espíritu.
El "orden lógico interno" de la sucesión temática de Dühring nos lleva, pues, "sin la
menor violencia", a la Enciclopedia de Hegel, de la que está tomado con una
fidelidad que conmoverá hasta las lágrimas al judío eterno de la escuela hegeliana,
el profesor Michelet de Berlín.

Todo esto pasa cuando se toma tranquila y naturalísticamente la "consciencia", "el


pensamiento", como algo dado y contrapuesto desde el principio al ser, a la
naturaleza. Porque entonces hay que asombrarse por fuerza de que consciencia y
naturaleza, pensamiento y ser, leyes del pensamiento y leyes de la naturaleza
coincidan hasta tal punto. Mas si se sigue preguntando qué son el pensamiento y la
consciencia y de dónde vienen, se halla que son productos del cerebro humano, y
que el hombre mismo es un producto de la naturaleza, que se ha desarrollado junto
con su medio; con lo que se entiende sin más que los productos del cerebro
humano, que son en última instancia precisamente productos de la naturaleza, no
contradigan, sino que corespondan el resto de la conexión natural.

Pero el señor Dühring no puede permitirse este sencillo tratamiento del problema.
No sólo piensa en nombre de la humanidad —lo cual sería ya por sí mismo una
cosa muy bonita—, sino, además, en nombre del ser consciente y pensante de todos
los cuerpos cósmicos.

pág. 23

Sería, efectivamente, "una humillación de las formaciones básicas de la consciencia


y del saber el limitar, o simplemente poner en entredicho, su validez soberana y su
pretensión de verdad absoluta mediante el epíteto humana".

Así, pues, para que nadie dé en la sospecha de que en algún otro cuerpo celeste dos
por dos son cinco, el señor Dühring se ve imposibilitado de llamar humano al
pensamiento, y tiene así que separarlo del único fundamento real que nos importa,
a saber, el hombre y la naturaleza; con eso cae torpemente y sin salvación en una
ideología que le obliga a aparecer como epígono del "epígono" Hegel. Por lo demás,
tendremos ocasión de saludar al señor Dühring varias veces en otros planetas.
Es obviamente imposible fundar sobre una tal base ideológica ninguna doctrina
materialista. Más tarde veremos que el señor Dühring se ve más de una vez
obligado a atribuir a la naturaleza acciones conscientes, esto es, a hacer de ella lo
que en alemán se llama Dios.

Pero nuestro filósofo de la realidad tenía además otros motivos para trasladar el
fundamento de toda realidad desde el mundo real hasta el mundo del pensamiento.
La ciencia de ese esquematismo universal general, de esos principios formales del
ser, es precisamente el fundamento de la filosofía del senor Dühring. Cuando
queremos inferir el tal esquematismo universal no de la cabeza, sino sólo mediante
la cabeza, partiendo del mundo real, y los principios del ser partiendo de lo que es,
no necesitamos filosofía alguna, sino conocimientos positivos del mundo y de lo que
en él ocurre; y lo que entonces resulta no es tampoco una filosofía, sino ciencia
positiva. Pero entonces el libro del señor Dühring sería trabajos de amor perdidos.

Además: si deja de ser necesaria cualquier filosofía, también dejará de serlo


cualquier sistema, aunque sea un sistema natural de filosofía. La comprensión de
que la totalidad de los procesos naturales se encuentra en una conexión
sistemática mueve a la ciencia a mostrar esa conexión sistemática en todas partes,
en el detalle igual que en el conjunto. Pero la correspondiente exposición científica
completa de esa conexión, la composición de una reproducción mental exacta del
sistema del mundo en que vivimos, nos es imposible y sería imposible para todos
los tiempos. Si en algún momento de la evolución de la humanidad se compusiera
un tal sistema definitivo y concluso de las conexiones del mundo físico, espiritual e
histórico, quedaría con ello cerrado el reino del conocimiento

pág. 24

humano, y quedaría también cortada la posterior evolución histórica a partir del


momento en que la sociedad se encontrara instituida de acuerdo con aquel sistema:
todo lo cual es un absurdo y un puro contrasentido. Los hombres se encuentran,
pues, situados ante una contradicción: reconocer, por una parte, el sistema del
mundo de un modo completo en su conexión de conjunto, y, por otra parte, no
poder resolver jamás completamente esa tarea, tanto por su propia naturaleza
humana cuanto por la naturaleza del sistema del mundo. Pero esa contradicción no
sólo arraiga en la naturaleza de los dos factores —mundo y hombre—, sino que es
además la palanca capital de todo el progreso intelectual, y se resuelve diariamente
y constantemente en la evolución progresiva infinita de la humanidad, del mismo
modo que, por ejemplo, determinados ejercicios matemáticos se resuelven en una
sucesión infinita o en una fracción continua. De hecho, toda reproducción mental
del sistema del mundo queda limitada objetivamente por la situación histórica, y
subjetivamente por la constitución física y espiritual de su autor. Pero el señor
Dühring declara desde el primer momento que su concepción excluye toda veleidad
de concepción del mundo subjetivamente limitada. Hemos visto antes que el señor
Dühring es ubicuo y se encuentra en todos los cuerpos celestes. He aquí ahora que
es también omnisciente. El señor Dühring ha resuelto las últimas tareas de la
ciencia y aherrojado finalmente el futuro de todas las ciencias.

El señor Dühring piensa poder sacarse ya lista de la cabeza la entera matemática


pura, de un modo apriorístico, es decir, sin utilizar las experiencias que nos ofrece
el mundo exterior, exactamente igual que las conformaciones básicas del ser.
En la matemática pura, el entendimiento tiene que ocuparse "de sus propias libres
creaciones e imaginaciones"; los conceptos de número y figura son "su objeto
suficiente, producible por él mismo", y con ello tiene la matemática "una validez
independiente de la experiencia particular y del real contenido del mundo".

Claro que la matemática pura tiene una validez independiente de la experiencia


particular de cada individuo; pero lo mismo puede decirse de todos los hechos
establecidos por todas las ciencias, y hasta de todos los hechos en general. Los
polos magnéticos, la composición del agua por el oxígeno y el hidrógeno, el hecho de
que Hegel ha muerto y el señor Dühring está vivo, son válidos independientemente
de mi experiencia o de la de otras personas, y

pág. 25

hasta independientemente de la experiencia del señor Dühring en cuanto que éste


se duerma con el sueño del justo. Pero lo que no es verdad es que en la matemática
pura el entendimiento se ocupe exclusivamente de sus propias creaciones e
imaginaciones. Los conceptos de número y figura no han sido tomados sino del
mundo real. Los diez dedos con los cuales los hombres han aprendido a contar, a
realizar la primera operación aritmética, no son ni mucho menos una libre creación
del entendimiento. Para contar hacen falta no sólo objetos contables, enumerables,
sino también la capacidad de prescindir, al considerar esos objetos, de todas sus
demás cualidades que no sean el número, y esta capacidad es resultado de una
larga evolución histórica y de experiencia. También el concepto de figura, igual que
el de número, está tomado exclusivamente del mundo externo, y no ha nacido en la
cabeza, del pensamiento puro. Tenía que haber cosas que tuvieran figura y cuyas
figuras fueran comparadas, antes de que se pudiera llegar al concepto de figura. La
matemática pura tiene como objeto las formas especiales y las relaciones
cuantitativas del mundo real, es decir, una materia muy real. El hecho de que esa
materia aparece en la matemática de un modo sumamente abstracto no puede
ocultar sino superficialmente su origen en el mundo externo. Para poder estudiar
esas formas y relaciones en toda su pureza hay, empero, que separarlas totalmente
de su contenido, poner éste aparte como indiferente; así se consiguen los puntos
sin dimensiones, las líneas sin grosor ni anchura, las a y b y las x e y, las
constantes y las variables, y se llega al final, efectivamente, a las propias y libres
creaciones e imaginaciones del entendimiento, a saber, a las magnitudes
imaginarias. Tampoco la aparente derivación de las magnitudes matemáticas unas
de otras prueba su origen apriórico, sino sólo su conexión racional. Antes de que se
llegara a la idea de derivar la forma de un cilindro de la revolución de un rectángulo
alrededor de uno de sus lados ha habido que estudiar gran número de rectángulos
y cilindros reales, aunque de forma muy imperfecta. Como todas las demás ciencias,
la matemática ha nacido de las necesidades de los hombres: de la medición de
tierras y capacidades de los recipientes, de la medición del tiempo y de la mecánica.
Pero, como en todos los ámbitos del pensamiento, al llegar a cierto nivel de
evolución se separan del mundo real las leyes abstraídas del mismo, se le
contraponen como algo independiente, como leyes que le llegaran de afuera y según
las cuales tiene que disponerse el mundo. Así ha ocurrido en la sociedad y en el
Estado, y así precisamente
pág. 26

se aplica luego al mundo la matemática pura, aunque ha sido tomada


sencillamente de ese mundo y no representa más que una parte de las formas de
conexión del mismo, única razón por la cual es aplicable.

Pero el señor Dühring, lo mismo que se imagina deducir de los axiomas


matemáticos, los cuales

no pueden tener ni necesitan fundamentación, ni siquiera según la representación


lógica pura,

toda la matemática pura sin ningún añadido empírico y luego poder aplicarla al
mundo, así también se imagina que puede engendrar por de pronto en su cabeza
las configuraciones básicas del ser, los elementos simples de todo saber, los
axiomas de la filosofía, deducir luego de ellos la filosofía entera, o esquematismo
universal, y conceder finalmente por supremo decreto esa constitución a la
naturaleza y al mundo humano. Pero, desgraciadamente, la naturaleza no es en
absoluto, y el mundo humano lo es en escasísima medida, como los prusianos de
Manteuffel de 1850.[9]

Los axiomas matemáticos son expresión de los rudimentarios contenidos de


pensamiento que la matemática tiene que pedir a la lógica. Esos contenidos pueden
reducirse a dos:

1. El todo es mayor que la parte. Esta proposición es una mera tautología, pues la
represcntación "parte", concebida cuantitativamente, se refiere ya desde su origen
de un modo determinado a la representación "todo", a saber, de tal modo que
"parte" significa sin más que el "todo" cuantitativo consta de varias "partes"
cuantitativas'. Los llamados axiomas no hacen más que formular eso explícitamente,
con lo que no avanzamos ningún paso. Y hasta es posible probar en cierto sentido
esa tautología diciendo: un todo es aquello que consta de varias partes; una parte
es aquella entidad que, con otras, constituye un todo; consecuentemente, la parte
es menor que el todo; la vaciedad de la repetición subraya aun entonces la vaciedad
del contenido.

2. Si dos magnitudes son iguales a una tercera, son iguales entre sí. Este
enunciado, como mostró ya Hegel, es una inferencia garantizada por la lógica, es
decir, un enunciado demostrado, aunque fuera de la matemática pura. Los demás
axiomas sobre la igualdad y la desigualdad son meras ampliaciones lógicas de esa
inferencia.

Estos enunciados tan pobres de contenido no tienen por sí mismos ningún atractivo
ni en la matemática ni en ningún otro campo. Para poder avanzar tenemos que
añadirles contenidos reales,

pág. 27

relaciones y formas espaciales tomadas de cuerpos reales. Las representaciones de


líneas, superficies, ángulos, polígonos, cubos, esferas, etc., proceden todas de la
realidad, y hace falta una buena porción de ingenua ideología para creer la
exposición de los matemáticos, según la cual la primera línea ha surgido por el
movimiento de un punto en el espacio, la primera superficie por el movimiento de
una línea, el primer cuerpo por el movimiento de una superficie, etc. Ya el lenguaje
mismo se subleva contra ese uso. Una figura matemática de tres dimensiones se
llama cuerpo, corpus solidum, en latín, es dccir, cuerpo tangible: su nombre mismo
no procede de la libre imaginación del entendimiento, sino de la sólida realidad.

Pero ¿por qué perder tanto tiempo en esto? Luego de haber cantado con entusiasmo
en las páginas 42 y 43 de su obra la independencia de la matemática pura respecto
del mundo experiencial, su aprioridad, su dedicación a las libres creaciones e
imaginaciones del entendimiento, el señor Dühring dice en la página 63:

"A menudo se pasa por alto, en efecto, que esos elementos matemáticos ["número,
magnitud, tiempo, espacio y movimiento geométrico"] no son ideales más que por su
forma... mientras que las magnitudes absolutas son algo plenamente empírico,
cualquiera que sea el género a que pertenecen"..., pero "los esquemas matemáticos
son susceptibles de una caracterización aislada de la experiencia y, sin embargo,
suficiente".

Lo cual, ciertamente, es en mayor o menor medida verdad de toda abstracción, pero


no prueba en absoluto que la abstracción no proceda de la realidad. En el
esquematismo universal la matemática pura nace del pensamiento puro; en la
filosofía de la naturaleza es en cambio algo plenamente empírico, tomado del
mundo externo y luego aislado de él. ¿En qué vamos a quedar?

pág. 28

IV. ESQUEMATISMO UNIVERSAL

El ser que todo lo abarca es único. No tiene, en su autosuficiencia, nada junto a sí


ni por encima de sí. Añadirle un segundo ser sería convertirle en lo que no es, a
saber, en una parte o constituyente de un todo más amplio. Al entender como
marco nuestro pensamiento unitario, nada que tenga que insertarse en esa unidad
de pensamiento puede conservar en sí una duplicidad. Ni tampoco puede
sustraerse nada a esa unidad de pensamiento... La esencia de todo pensamiento
consiste en la unificación de elementos de la consciencia en una unidad... El
pensamiento es el punto de unidad y reunión del que ha nacido el indivisible
concepto del mundo y por el cual se conoce el universo, como ya indica su nombre,
como algo en lo cual todo se une en una unidad.

Así el señor Dühring. El método es matemático:

Toda cuestión debe decidirse a base de simples configuraciones básicas y


axiomáticamente, como si se tratara de sencillos... principios de la matemática.

Este método se usa por de pronto aquí.

"El ser que todo lo abarca es único." Si tautología significa la simple repetición en el
predicado de lo que ya está dicho en el sujeto, y si eso constituye un axioma,
entonces tenemos un axioma de lo más puro. En el sujeto nos dice el señor Dühring
que el ser lo abarca todo, y en el predicado afirma impertérrito que no hay nada
fuera del ser. ¡Qué colosal "pensamiento creador de sistema"!

Es efectivamente creador de sistema. En menos de seis líneas de su texto, el senor


Dühring ha transformado la unicidad del ser, por medio de nuestro unitario
pensamiento, en la unidad del ser. Como la esencia de todo pensamiento consiste
en la reunión en una unidad, el ser, en cuanto pensado, es pensado unitariamente,
el concepto del mundo es indivisible, y como el ser pensado, el concepto del mundo,
es indivisible, también es el mundo real, el ser real, una unidad indivisible. Y, por
tanto.

deja de haber lugar para las trascendencias en cuanto que el espíritu ha aprendido
a concebir el ser en su homogénea universalidad.

pág. 29

He aquí una rápida campaña ante la cual palidecen completamente Austerlitz y


Jena, Koniggratz y Sedán. En unas pocas frases que apenas llenan una página, una
vez movilizado el primer axioma, hemos suprimido, eliminado y aniquilado todas las
trascendencias, Dios, las cohortes celestiales, el cielo, el infierno y el purgatorio
junto con la inmortalidad del alma.

¿Cómo pasamos de la unicidad del ser a su unidad? Representándonoslo,


simplemente. En cuanto extendemos en torno suyo, como marco, nuestro unitario
pensamiento, el ser único se convierte en el pensamiento en un ser unitario, en una
unidad de pensamiento, pues la esencia de todo pensamiento consiste en la
unificación de elementos de la consciencia de una unidad.

Este último enunciado es sencillamente falso. En primer lugar, el pensamiento


consiste tanto en la separación de objetos de consciencia en sus elementos cuanto
en la unificación de elementos correspondientes en una unidad. No hay síntesis sin
análisis. En segundo lugar, el pensamiento, si no quiere incurrir en arbitrariedades,
no puede reunir en una unidad sino aquellos elementos de la consciencia en los
cuales —o en cuyos prototipos reales— existía ya previamente dicha unidad. Si
reúno los cepillos de los zapatos bajo la unidad "mamíferos", no por ello conseguiré
que tengan glándulas mamarias. Lo que había que probar era precisamente la
unidad del ser desde el punto de vista de la justificación de su concepción como
unidad, y cuando el señor Dühring nos asegura que él piensa el ser unitariamente,
y no como duplicidad, no pasa de declararnos su nada decisiva opinión.

El curso de su pensamiento, si es que interesa exponerlo en su pureza, es como


sigue: empiezo con el ser. Por tanto, estoy pensando el ser. El pensamiento del ser
es unitario. Pero el pensamiento y el ser tienen que concordar, se corresponden, se
"cubren". Por tanto, el ser es unitario también en la realidad. Así, pues, no hay
"trascendencias". Pero si el señor Dühring se hubiera expresado así de
abiertamente, en vez de declamarnos tan dramáticamente las anteriores frases de
oráculo, la ideología habría sido inmediatamente visible. Pretender probar por la
identidad del ser y el pensamiento la realidad de cualquier resultado del
pensamiento fue precisamente la más insensata y febril fantasía... de un Hegel.

Pero aunque su argumentación fuera correcta, el señor Dühring no habría aún


conquistado con ella a los espiritualistas ni una pulgada de terreno. Pues los
espiritualistas pueden contestarle contundentemente: también para nosotros es el
mundo simple; la escisión
pág. 30

en inmanencia y trascendencia existe sólo desde nuestro punto de vista específico,


terrenal y manchado por el pecado original; pero en sí mismo, es decir, en Dios,
todo el ser es algo único. Y los espiritualistas acompañarán al señor Dühring por
esos cuerpos celestes a los que es tan aficionado, y le enseñarán uno o varios en los
que no reine el pecado original, ni por tanto exista contraposición entre inmanencia
y trascendencia, con lo que la unidad del mundo será un artículo de fe.

Lo más gracioso de todo este asunto es que el señor Dühring utiliza la demostración
ontológica de la existencia de Dios para probar la inexistencia de Dios a partir del
concepto del ser. El argumento ontológico es del siguiente tenor: al pensar a Dios le
concebimos como suma de todas las perfecciones. Pero en la suma esencial de
todas las perfecciones está ante todo la existencia, pues un ser inexistente es
necesariamente imperfecto. Por tanto, tenemos que incluir la existencia entre las
perfecciones de Dios. Por tanto, Dios tiene que existir. Exactamente igual razona el
señor Dühring: al pensar el ser lo pensamos como un concepto. Lo comprendido en
un concepto es unitario. El ser no correspondería, pues, a su concepto si no fuera
unitario. Por tanto, tiene que ser unitario. Luego no hay Dios, etc.

Cuando hablamos del ser y meramente del ser, la unidad no puede consistir más
que en lo siguiente: que todos los objetos de que se trate son, existen. En la unidad
de ese ser están reunidos, y en ninguna otra, y la común afirmación de que todos
ellos son no sólo no puede atribuirles ninguna otra propiedad, común o no común,
sino que incluso excluye por de pronto de la consideración toda otra propiedad.
Pues en cuanto que nos apartemos, aunque sólo sea un milímetro, del hecho
sencillo y básico de que el ser compete en común a todas esas cosas, en ese mismo
momento empiezan las diferencias entre esas cosas a presentarse ante nuestra
mirada; y el que esas diferencias consistan, por ejemplo, en que las unas son
blancas y las otras negras, las unas animadas y las otras inanimadas, las unas
acaso inmanentes y las otras trascendentes, no es nada que podamos decidir en
base al hecho de que a todas ellas se atribuye uniformemente la mera existencia.

La unidad del mundo no estriba en su ser, aunque su ser es un presupuesto de su


unidad, ya que tiene que ser antes de poder ser uno. Pues el ser es una cuestión
abierta a partir del límite en el que se interrumpe nuestro horizonte. La real unidad
del mundo estriba en su materialidad, y ésta no queda probada por unas pocas

pág. 31

frases de prestidigitador, sino por un largo y laborioso desarrollo de la filosofía y de


la ciencia de la naturaleza.

Sigamos con el texto. El ser del que nos habla el señor Dühring no es

aquel ser puro idéntico a sí mismo, carente de toda determinación particular y que
no representa en realidad sino una contrafigura del pensamiento de la nada o de la
ausencia de pensamiento.

Mas veremos muy pronto que el mundo del señor Dühring arranca de un ser
carente de toda interna diferenciación, de todo movimiento y transformación, y es,
por tanto, de hecho una mera contrafigura de la nada mental, es decir, una nada
real. A partir de ese ser-nada se desarrolla el actual estado diferenciado del mundo,
el cual es cambiante y presenta una evolución, un devenir; y sólo después de haber
comprendido esto llegamos a "mantener idéntico a sí mismo el concepto del ser
universal", incluso en esa misma transformación eterna.

Tenemos, pues, ahora el concepto del ser a un nivel superior en el cual incluye a la
vez la fijeza y la modificación, el ser y el devenir. Llegados a este punto hallamos
que

género y especie, y lo universal y lo particular en general, son los medios de


distinción más simples, sin los cuales no puede concebirse la constitución de las
cosas.

Mas esos conceptos son los medios de distinción de la cualidad; y luego de estudiar
ésta seguimos adelante:

frente a los géneros se encuentra el concepto de magnitud, como el concepto de


aquella homogeneidad en la que no tienen ya lugar diferencias específicas;

es decir, pasamos de la cualidad a la cantidad, la cual es siempre medible.

Comparemos ahora esa "rigurosa distinción de los esquemas generales de acción" y


de su "punto de vista realmente crítico" con las crudezas, groserías y febriles
fantasías de un Hegel. Descubrimos enseguida que la Lógica de Hegel empieza con
el ser —como el señor Dühring; que el ser se presenta luego como la nada— como
el señor Dühring; que se pasa de ese ser-nada al devenir, cuyo resultado es la
existencia, es decir, una forma del ser superior y más plena —exactamente igual
que en el señor Dühring. La existencia

pág. 32

lleva a la cualidad, y la cualidad a la cantidad— exactamente igual que el camino


del señor Dühring. Y para que no falte ninguna pieza esencial, el señor Dühring nos
cuenta en otra ocasión:

Del reino de la insensibilidad sólo se pasa al de la sensibilidad, a pesar de toda la


paulatina continuidad cuantitativa, mediante un salto cualitativo del que...
podemos afirmar que se diferencia infinitamente de la mera gradación de una y la
misma propiedad.

Esto es simple y totalmente la línea nodal hegeliana de las relaciones cuantitativas,


en la que aumentos o disminuciones meramente cuantitativos provocan en
determinados puntos nodales un salto cualitativo; como ocurre, por ejemplo, con el
agua que se calienta o enfría, en cuyo caso los puntos nodales son el punto de
ebullición y el de congelación, en los que tiene lugar el salto cualitativo, en
condiciones de presión normal, hacia un nuevo estado de agregación, es decir, en
los que tiene lugar el paso de la cantidad a la cualidad.

Nuestro estudio ha intentado también alcanzar las raíces, y ha encontrado como


raíces de los radicales esquemas básicos de Dühring nada menos que las "febriles
fantasías" de un Hegel, las categorías de la Lógica de Hegel, Parte primera, Doctrina
del ser, y en su "sucesión" más ortodoxamente paleo- hegeliana, y sin apenas
intentar encubrir el plagio.
Pero no contento con sustraer a su predecesor más intensamente calumniado toda
su esquemática del ser, el señor Dühring, después de tomar incluso el ejemplo
recién recordado de la transformación brusca de la cantidad en cualidad, tiene la
sangre fría de decir de Marx:

¡Qué infinitamente cómica es la apelación [de Marx] a la confusa y nebulosa imagen


hegeliana de que la cantidad se transforma en cualidad!

Confusa y nebulosa imagen... ¿Quién se transforma aquí, señor Dühring, y quién


resulta cómico?

Todas esas lindezas están muy lejos de haber sido "decididas axiomáticamente"
según lo prescrito, sino que han sido tomadas sencillamente de fuera, es decir, de
la Lógica de Hegel. Y ello de tal modo que en todo el capítulo no hay ni rastro de
conexión interna, salvo en la medida en que la toma de Hegel, y que el conjunto del
desarrollo culmina en una fantasmagoría huera sobre el espacio y el tiempo, la
fijeza y la transformación.

Hegel pasa del ser a la esencia, a la dialéctica. En ese punto

pág. 33

trata de las determinaciones de la reflexión, de sus internas contraposiciones y


contradicciones, como, por ejemplo, lo positivo y lo negativo; pasa luego a la
causalidad, o relación de causa y efecto, y termina con la necesidad. Lo mismo hace
el señor Dühring. Lo que Hegel llama doctrina de la esencia se encuentra traducido
por el señor Dühring como propiedades lógicas del ser. Estas consisten ante todo
en el "antagonismo de las fuerzas", en contraposiciones. En cambio, el señor
Dühring niega radicalmente la contradicción; más tarde volveremos a tocar este
tema. Luego pasa a la causalidad y de ésta a la necesidad. Cuando, pues, el señor
Dühring dice de sí mismo

Nosotros, que no filosofamos desde una jaula,

debe querer decir que está filosofando en una jaula, a saber, la jaula del
esquematismo categorial de Hegel.

pág. 34

V. FILOSOFIA DE LA NATURALEZA. TIEMPO Y ESPACIO

Llegamos ahora a la filosofía de la naturaleza. También aquí está el señor Dühring


cargado de motivos para sentirse descontento de sus predecesores.

La Filosofía de la Naturaleza "cayó tan bajo que dio en una seudopoesía


pornográfica grosera y basada en la ignorancia", hasta "caer en manos de los
prostituidos filosofastros del tipo de Schelling, individuos que manipulaban con el
sacerdocio de lo absoluto para engañar al público". El cansancio nos ha salvado de
esas "figuras deformes", pero sólo para dejar el campo libre a la "ausencia de
actitudes"; "y por lo que hace al gran público, es sabido que para él la retirada de
un gran charlatán no es a menudo sino ocasión para que un sucesor menor, pero
más experimentado, repita los trucos del anterior bajo otro rótulo". Los científicos
de la naturaleza, por su parte, tienen poca "afición a realizar excursiones por el
reino de las ideas comprehensivas del universo", y por eso cometen "erradas
precipitaciones" en el terreno teorético.

Hay que salvarse urgentemente, y por suerte está aquí dispuesto el señor Dühring.

Para estimar rectamente las siguientes revelaciones acerca del despliegue del
mundo en el tiempo y de su limitación en el espacio tenemos que apelar de nuevo a
algunos pasos del "esquematismo universal".

Se atribuye al ser la infinitud, también de acuerdo con Hegel (Enciclopedia, 93) —y


precisamente la que Hegel llama mala infinitud— y entonces se investiga dicha
infinitud.

"La forma más precisa de una infinitud pensable sin contradicción es la ilimitada
acumulación de los números en la serie numérica... Del mismo modo que siempre
podemos añadir a cualquier número otra unidad, sin agotar nunca la posibilidad de
seguir contando, así se añade a cada estado del ser otro estadio más, y la infinitud
consiste en la ilimitada producción de esos estados. Esta infinitud exactamente
pensada no tiene, por eso mismo, más que una única forma fundamental y una
única dirección. Pues aunque para nuestro pensamiento es indiferente proyectar
una dirección contrapuesta, de acumulación de los estados, la infinitud que
progresa hacia

pág. 35

atrás no es más que una precipitada construcción de la representación. Pues como


en la realidad habría que recorrerla en esa dirección invertida, tendría siempre a la
espalda, en cualquiera de sus estados, una serie numérica infinita. Pero con esto se
cometería la inadmisible contradicción de una serie numérica infinita enumerada, y
así resulta absurdo admitir una segunda dirección de la infinitud."

La primera consecuencia inferida de esta concepción de la infinitud es que el


encadenamiento de causas y efectos en el mundo tiene que haber tenido algún
comienzo:

Un número infinito de causas que se suponen ya seriadas es impensable por el


hecho de que presupone como contada la infinitud numérica.

Con eso queda probada una causa primera.

La segunda consecuencia es

"la ley de la cantidad discreta determinada: la acumulación de lo idéntico de


cualquier género real de entidades independientes no puede pensarse más que
como formación de un número determinado". No sólo el número de cuerpos celestes
existentes tienen que ser en cada momento determinado, sino que tiene que serlo
incluso el número total de las partes mínimas individuales de la materia que
existen en el mundo. Esta última necesidad es el verdadero motivo por el cual no
puede pensarse composición alguna sin átomos. Todo estado de división real tiene
siempre una determinación finita, y tiene que tenerla para que no se produzca la
contradicción de la infinitud contada. No sólo tiene que ser, por la misma razón, el
número actual de revoluciones de la Tierra alrededor del Sol un número
determinado, aunque no aducible, sino que todos los procesos naturales tienen que
haber tenido algún principio, y toda diferenciación y todas las multiplicidades de la
naturaleza que se siguen en el tiempo tienen que arraigar en un estado idéntico
consigo mismo. Este sí que puede haber existido sin contradicción desde la
eternidad, pero también esta representación debería excluirse si el tiempo mismo
constara de partes reales, si no fuera más bien simplemente dividido
arbitrariamente por nuestro entendimiento con la posición ideal de las posibilidades.
Asunto propio es el contenido real y diversificado del tiempo; este real relleno del
tiempo con hechos de diversa especie, así como las formas dc existencia de este
ámbito, pertenecen precisamente, a causa de su diversidad, a lo enumerable.
Imaginemos un estado o situación sin transformaciones y que no ofrezca en su
autoidentidad ninguna diferencia de sucesión: entonces el especial concepto de
tiempo se convierte en la idea general del ser. Y no se puede imaginar en qué
consistiría la acumulación de una duración vacía."

El propio sehor Dühring, cuya exposición hemos reproducido hasta aquí, se siente
muy edificado por la importancia de este descubrimiento. Por de pronto se limita a
esperar que "por lo menos

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no será considerado como una verdad de poca monta"; pero luego dice:

Recuérdese el modo sumamente sencillo con el cual hemos llevado los conceptos de
infinitud y su crítica hasta un alcance hasta ahora desconocido... los elementos de
la concepción universal del espacio y del tiempo, tan sencillamente construidos por
nuestra presente agudización y profundización.

Hemos, pues, llevado esos conceptos hasta ese alcance. Y con nueva profundización
y agudización. ¿Quién somos ese nosotros y cuándo es ese hasta ahora? ¿Quién
profundiza y agudiza?

Tesis. El mundo tuvo un comienzo en el tiempo y está también limitado en cuanto


al espacio. — Prueba: supóngase que el mundo no tiene un comienzo temporal, de
tal modo que hasta cualquier punto dado del tiempo ha transcurrido una eternidad
y, por tanto, ha discurrido en el mundo una serie infinita de estados sucesivos de
las cosas. Ahora bien: la infinitud de una sucesión consiste precisamente en que
nunca puede consumarse por síntesis sucesivas. Por tanto, una sucesión universal
infinita y al mismo tiempo ya transcurrida es imposible, lo que quiere decir que el
comienzo del mundo es condición necesaria de su existencia, que es lo primero que
había que demostrar. — Por lo que hace a lo segundo, supóngase también, por de
pronto, lo contrario: entonces el mundo será un todo infinito dado de cosas que
existen simultáneamente. Ahora bien: no podemos pensar la magnitud de un
quantum que no esté dado dentro de ciertos límites de toda percepción si no es
mediante la síntesis de las partes, ni la totalidad de dicho quantum si no es por la
síntesis realizada o por repetido añadido de la unidad a sí misma. Por tanto, para
pensar como un todo el mundo que ocupa todos los espacios habría que considerar
realizadas las síntesis sucesivas de las partes de un mundo infinito, lo que quiere
decir que habría que considerar transcurrido un tiempo infinito en la enumeración
de todas las cosas coexistentes, lo cual es imposible. Por tanto, un agregado infinito
de cosas reales no puede considerarse como un todo dado, ni, consiguientemente,
como dado simultáneamente. Luego un mundo no es infinito desde el punto de
vista de la extensión en el espacio, sino que está contenido en sus límites; y esto era
lo segundo que había que probar.

Esas frases están literalmente copiadas de un libro muy conocido que apareció por
vez primera en 1781 y se titula Crítica de la razón pura, de Immanuel Kant, en el
que todo el mundo puede leerlas, en la primera parte, segunda sección, segundo
libro, segundo apartado, segundo epígrafe: "Primera antinomia de la razón pura". Al
señor Dühring no pertenece en esto más gloria que la de haber pegado a una idea
expuesta por Kant el nombre de ley de la cantidad discreta determinada, así como el
haber descubierto que

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hubo un tiempo en el que no había tiempo, aunque sí había un mundo. Para todo
lo demás, es decir, para todo lo que tiene sentido en la exposición del señor
Dühring, "nosotros" somos Immanuel Kant, y el "ahora" tiene cincuenta años. Es,
desde luego, "sumamente sencillo". Y es también notable el "alcance hasta ahora
desconocido".

Pero ocurre que Kant no formula en absoluto esos enunciados como resueltos por
su demostración. Antes al contrario: en la página contrapuesta a ésa afirma y
prueba lo contrario, a saber: que el mundo no tiene ningún comienzo en el tiempo
ni fin en el espacio; y en esto ve precisamente la antinomia, la irresoluble
contradicción de que lo uno es tan demostrable como lo otro. Gentes de menor
calibre habrían quedado tal vez meditabundas al ver que "un Kant" halló aquí una
dificultad irresoluble. No es ése el caso de nuestro audaz creador de "resultados y
concepciones radicalmente propios": él escribe impertérrito la parte de la antinomia
kantiana que le sirve y tira el resto.

La cosa misma se resuelve con sencillez. Eternidad en el tiempo, infinitud en el


espacio consisten por de pronto, y según el simple sentido de las palabras, en no
tener por ningún lado un final, ni hacia adelante ni hacia atrás, ni hacia arriba ni
hacia abajo, ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Esta infinitud es
completamente diversa de la de una sucesión infinita, pues ésta empieza siempre
con un uno, con un primer miembro. La inaplicabilidad de esa idea de sucesión a
nuestro objeto se aprecia enseguida que la aplicamos al espacio. La sucesión
infinita traducida a términos espaciales es la de una línea trazada hasta el infinito
en determinada dirección y desde un punto determinado. Pero ¿queda con eso
expresada ni lejanamente la infinitud del espacio? Al contrario: hacen falta seis
líneas trazadas a partir de ese punto en tres direcciones contrapuestas dos a dos
para concebir las dimensiones del espacio, con lo que tenemos seis de esas
dimensiones. Kant vio esto tan claramente que no proyectó directamente su serie
numérica sobre la espacialidad del mundo, sino indirectamente y por un rodeo. El
señor Dühring, en cambio, nos obliga primero a aceptar seis dimensiones
espaciales, y luego no encuentra palabras bastantes para expresar su indignación
contra el misticismo matemático de Gauss, que no quiso contentarse con las tres
dimensiones corrientes del espacio.[10]

Aplicada al tiempo, la línea infinita por ambas partes, la sucesión de unidades,


tiene cierto sentido figurativo. Pero cuando nos
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imaginamos el tiempo como una línea contada a partir del uno o trazada a partir de
un punto determinado, estamos diciendo ya que el tiempo tiene un comienzo:
estamos presuponiendo lo que debemos probar. Damos a la infinitud del tiempo un
carácter unilateral y a medias; pero una infinitud unilateral y partida es ya una
contradicción en sí, lo contrario, precisamente, de una "infinitud pensada sin
contradicción". No podemos superar esa contradicción sino admitiendo que el uno
con el que empezamos a contar la sucesión, el punto a partir del cual medimos la
línea, son, respectivamente, un uno arbitrario de la sucesión y un punto arbitrario
de la línea, siendo la línea o la sucesión indiferentes a la decisión que tomemos
respecto a la fijación de los mismos.

Pero ¿qué hay de la contradicción de las "sucesiones numéricas infinitas y sin


embargo contadas"? Podremos estudiarla mejor en cuanto que el señor Dühring nos
exhiba la habilidad de contarlas. En cuanto que haya conseguido contar de
(menos infinito) hasta cero podrá volver a adoctrinarnos. Está claro que, empiece a
contar por donde empiece, dejará a sus espaldas una sucesión infinita, y, con ella,
la tarea que tiene que resolver. Que invierta su propia sucesión infinita 1 + 2 + 3 +
4... e intente contar desde el final infinito hasta el uno; se trata obviamente del
intento de un hombre que no ve de qué se trata. Aún más. Cuando el señor
Dühring afirma que la serie infinita del tiempo transcurrido está contada, afirma
con eso que el tiempo tiene un comienzo, pues en otro caso no podría empezar
siquiera a "contar". Por tanto, está siempre dando como presupuesto lo que tiene
que probar. La idea de la sucesión infinita y sin embargo enumerada, o, dicho de
otro modo, la ley dühringiana universal de la cantidad discreta determinada, es,
pues, una contradictio in adjecto, contiene una contradicción en sí misma, y más
precisamente una contradicción absurda.

Está claro que la infinitud que tiene un final, pero no tiene un comienzo, no es ni
más ni menos infinita que la que tiene un comienzo y no tiene un final. La más
modesta comprensión dialéctica habría debido decir al señor Dühring que el
comienzo y el final van necesariamente juntos como el Polo Norte y el Polo Sur, y
que cuando se prescinde del final el comienzo se convierte en final, es decir, en un
final de la sucesión, y a la inversa. Toda esa ilusión sería imposible sin la
costumbre matemática de operar con sucesiones infinitas. Como en la matemática
hay que partir de lo determinado y finito para llegar a lo indeterminado y
desprovisto de final, todas las sucesiones matemáticas, positivas o negativas,

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tienen que empezar con un uno para poder calcular con ellas. Pero la necesidad
ideal del matemático está muy lejos de ser una ley necesaria y constrictiva del
mundo real.

Por lo demás, el señor Dühring no conseguirá jamás pensar sin contradicciones la


infinitud real. La infinitud es una contradicción y está llena de contradicciones. Ya
es una contradicción el que una infinitud tenga que estar compuesta de honradas
finitudes, y, sin embargo, tal es el caso. La limitación del mundo material lleva a no
menos contradicciones que su ilimitación, y todo intento de eliminar esas
contradicciones lleva, como hemos visto, a nuevas y peores contradicciones.
Precisamente porque la infinitud es una contradicción, es infinita, un proceso que
se desarrolla sin fin en el espacio y en el tiempo. La superación de la contradicción
sería el final de la infinitud. Esto lo vio perfectamente Hegel, y por eso trató con el
desprecio merecido a los caballeros que se dedican a fantasear sobre esa
contradicción.

Pasemos delante. Así, pues, el tiempo ha tenido un comienzo. Y ¿qué había antes
de ese comienzo? El mundo en un estado idéntico a sí mismo e inmutable. Y como
en ese estado no se siguen transformaciones, el especial concepto de tiempo se
transforma en la idea más general del ser. Ante todo, lo que importa en esta
cuestión no es en absoluto cuáles son los conceptos que se transforman en la
cabeza del señor Dühring. No se trata del concepto de tiempo, sino del tiempo real,
del que el señor Dühring no conseguirá liberarse a tan bajo precio. En segundo
lugar, por mucho que se transforme el concepto de tiempo en la idea más general
del ser, eso no nos hará adelantar nada. Pues las formas fundamentales de todo ser
son el espacio y el tiempo, y un ser situado fuera del tiempo es un absurdo tan
descomunal como un ser fuera del espacio. El "ser atemporalmente sido" de Hegel y
el "ser inmemorial" neoschellingiano son incluso nociones racionales, comparados
con este ser filera del tiempo. Por eso el señor Dühring procede, en efecto, muy
cautelosamente: se trata realmente de un tiempo, pero de un tiempo al que en el
fondo no debe llamarse tal, pues naturalmente que el tiempo en sí no consta de
partes reales, sino que es nuestro entendimiento el que le divide arbitrariamente;
sólo un conjunto de cosas distintas que ocupen el tiempo pertenece a lo
enumerable, y no se sabe qué puede significar la acumulación de una duración
vacía. No es aquí del todo indiferente, en efecto, lo que puede significar esa
acumulación; lo que se pregunta es si el mundo en el estado presupuesto por el
señor Dühring dura, recorre un lapso de

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tiempo. Sabemos hace mucho tiempo que no puede obtenerse ningún resultado
midiendo una duración sin contenido, como tampoco se conseguirá nada haciendo
mediciones sin finalidad y sin objetivo en un espacio vacío; precisamente por eso,
por esa ociosidad del procedimiento, Hegel llamaba mala a esa infinitud. Según el
señor Dühring, el tiempo existe exclusivamente por la transformación, no la
transformación en y por el tiempo. Y precisamente porque el tiempo es diverso e
independiente de la transformación es posible medirle con ayuda de la
transformación, pues en el medir es necesario siempre algo diverso de lo que hay
que medir. Y el tiempo en el que no se produce ninguna transformación perceptible
está muy lejos de no ser ningún tiempo; es más bien el tiempo puro, sin afectar por
nada ajeno, es decir, el tiempo verdadero, el tiempo como tal. De hecho, cuando
queremos concebir el concepto de tiempo en toda su pureza, aislado de toda mezcla
ajena y heterogénea, nos vemos obligados a poner entre paréntesis todos los
diversos acaecimientos que se producen simultánea y sucesivamente en el tiempo,
para imaginarnos así un tiempo en el que no pasa nada. Con esto no dejamos
disolverse el concepto de tiempo en la idea general del ser, sino que llegamos
finalmente al concepto puro de tiempo.

Pero todas esas contradicciones e imposibilidades no son sino juegos de niños al


lado de la confusión en que se sume el señor Dühring con su estado inicial e
inmutable del mundo. Si el mundo estuvo una vez en un estadio en el cual no se
producía en él absolutamente ninguna transformación, ¿cómo ha podido pasar de
ese estado al de las transformaciones? Lo absolutamente inalterado, y aún más si
se encuentra desde toda la eternidad en ese estado, no puede en modo alguno salir
de él por sí mismo para pasar al del movimiento y la alteración. Por tanto, tiene que
haber venido de afuera, de fuera del mundo, un primer impulso que le pusiera en
movimiento. Pero "primer impulso" es, como se sabe, otro nombre de Dios. El Dios y
el Más Allá que el señor Dühring pretendía haber eliminado tan lindamente en su
esquematismo universal vuelven a introducirse aquí por obra suya, agudizados y
profundizados, y en la misma filosofía de la naturaleza.

Sigamos. El señor Dühring dice:

Cuando la magnitud afecta a un elemento fijo del ser permanece sin alterar en su
determinación. Esto sale... de la materia y de la fuerza mecánica.

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La primera proposición, dicho sea de paso, ofrece un delicioso ejemplo de la


grandilocuencia axiomático-tautológica del señor Dühring: cuando la magnitud no
cambia, se mantiene inmutada. En sustancia, la cantidad de fuerza mecánica
presente una vez en el mundo sigue siendo eternamente la misma. Prescindamos
por de pronto de que, en la medida en que es correcta, esta afirmación ha sido ya
sabida y dicha por Descartes en filosofía hace casi trescientos años, y de que en la
ciencia de la naturaleza la doctrina de la conservación de la fuerza florece desde
hace veinte años; y prescindamos también del hecho de que al limitarla a la fuerza
mecánica el señor Dühring no mejora esa doctrina en absoluto. Pero ¿dónde se
encontraba la fuerza mecánica én la época del estado sin alteración? El señor
Dühring se niega tenazmente a darnos respuesta a esta pregunta.

¿Dónde, señor Dühring, estaba entonces la fuerza mecánica eternamente idéntica a


sí misma? ¿Y a qué se dedicaba? Respuesta:

El estado originario del universo, o, por caracterizarlo más precisamente, de un ser


de la materia desprovisto de alteración y sin ninguna acumulación temporal de
alteraciones, es una cuestión que sólo puede rechazar aquel entendimiento que vea
en la amputación de su propia fuerza genesíaca el colmo de la sabiduría.

O sea: o aceptáis sin discusión mi estado originario inalterado o yo, el genesíaco


Eugen Dühring, os declaro eunucos espirituales. Es posible que esta perspectiva
asuste a alguien. Pero nosotros, que hemos visto ya algunos ejemplos de la
capacidad genesíaca del señor Dühring, podemos permitirnos pasar por alto el
elegante insulto, al menos por ahora, y volver a preguntar: pero, señor Dühring, por
favor, ¿qué hay de lo que preguntábamos sobre la fuerza mecánica?

El señor Dühring se turba entonces:

De hecho, balbucea, "la identidad absoluta de aquel inicial estado- límite no ofrece
por sí misma ningún principio de transición. Pero recordemos que la misma
situación se presenta incluso con el menor nuevo miembro de la cadena de la
existencia que ya conocemos. Así, pues, el que pretenda suscitar dificultades en
este punto capital hará mejor en proponerlas en ocasiones menos aparentes.
Además, la posibilidad de inserción de estados intermedios progresivos y graduados
queda abierta, y con ella el puente de la continuidad, para proceder hacia atrás
hasta la consunción de la interacción. Cierto que desde un punto de vista
estrictamente conceptual esa continuidad no llega a superar el pensamiento
principal, pero ella es para nosotros la forma básica de toda legalidad y de toda otra
transición conocida,
pág. 42

de tal modo que tenemos cierto derecho a utilizarla como mediación también entre
aquel equilibrio primero y su perturbación. Pero si pensáramos el equilibrio por así
decirlo [!] inerte según los criterios y conceptos que hoy se admiten, sin especial
rigor [!], en nuestra actual mecánica, sería ciertamente imposible indicar cómo ha
podido llegar la materia al juego de las alteraciones". Además de la mecánica de las
masas hay, según el señor Dühring, una transformación del movimicnto de las
masas en movimiento de partículas mínimas, pero "no disponemos hoy de ningún
principio general" acerca de cómo se produce esa transformación, "y por eso no
puede asombrarnos el que estos procesos discurran hasta cierto punto en la
oscuridad".

Eso es todo lo que tiene que decirnos el señor Dühring. Y efectivamente tendríamos
que ver el colmo de la sabiduría, no ya en la autoamputación de la fuerza genesíaca,
sino en la ciega fe del carbonero, para contentarnos con esas tristes escapadas y
vacías frases. El señor Dühring confiesa que por sí misma la absoluta identidad no
puede llegar a la alteración. No hay en esa identidad ningún medio por el cual el
equilibrio absoluto pueda pasar al movimiento ¿Qué hay entonces? Tres insanas
formas de palabrería.

Primera: que no es menos difícil mostrar la transición desde el menor miembro de


la conocida cadena de la existencia hasta el siguiente. El señor Dühring parece
tomar a sus lectores por niños de pecho. La indicación argumentada de las
particulares transiciones y conexiones de los mínimos miembros de la cadena de la
existencia es precisamente el contenido de la ciencia de la naturaleza, y cuando en
el cumplimiento de esa tarea hay algo que no sale, nadie, ni el señor Dühring,
piensa en explicar el movimiento partiendo de la nada, sino siempre por la
comunicación, transformación o continuación de un movimiento anterior. De lo que
se trata, y según confesión de parte, es de hacer surgir el movimiento de la
ausencia de movimiento, es decir, de nada.

Segunda: el "puente de la continuidad". Este puente, como es natural, no nos


ayuda, desde un punto de vista puramente conceptual, a superar las dificultades,
pero tenemos cierto derecho a utilizarlo como mediación entre la ausencia de
movimiento y el movimiento. Desgraciadamente, la continuidad de la ausencia de
movimiento consiste en no moverse; por tanto, sigue siendo más misterioso que
nunca el modo como puede producirse así el movimiento. Y por más que el señor
Dühring divida su transición de la nada de movimiento al movimiento universal en
partículas pequeñísimas, y por más que le atribuya una duración larguísima, no
habremos progresado ni una diezmilésima de milímetro. Sin acto de

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creación no podemos pasar de nada a algo, aunque el algo sea tan pequeño como
un infinitésimo matemático. El puente de la continuidad no es, pues, ni siquiera un
pons asinorum, sino que sólo es transitable para el señor Dühring.

Tercera: mientras siga vigente la actual mecánica, que es, según el señor Dühring,
una de las palancas más esenciales para la educación del pensamiento, es
imposible indicar cómo se pasa de la ausencia de movimiento al movimiento. Pero
la teoría mecánica del calor nos muestra que el movimiento de las masas se
transforma en ciertas circunstancias en movimiento molecular (aunque también
aquí el movimiento procede de otro movimiento, jamás de la ausencia de
movimiento), y esto, indica tímidamente el señor Dühring, podría ofrecer tal vez un
puente entre lo rigurosamente estático (en equilibrio) y lo dinámico (en movimiento).
Pero esos procesos tienen lugar "en la oscuridad". Y en la oscuridad nos deja
plantados el señor Dühring.

A este punto hemos llegado con toda la profundización y la agudización: nos hemos
hundido cada vez más profundamente en un absurdo cada vez agudizado, para
aterrizar finalmente donde por fuerza teníamos que hacerlo, "en la oscuridad". Esto,
empero, inquieta poco al señor Dühring. Ya en la página siguiente tiene la
tranquilidad de afirmar que ha

podido dotar al concepto de la fijeza idéntica a sí misma, de un modo inmediato,


con un contenido real tomado del comportamiento de la materia y de las fuerzas
mecánicas.

Este es el hombre que llama "charlatanes" a otros.

Por suerte, en toda esta inerme confusión y extravío "en la oscuridad" nos queda un
consuelo que es realmente como para levantar los ánimos.

La matemática de los habitantes de otros cuerpos celestes no puede basarse en


axiomas diversos de los nuestros.

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VI. FILOSOFIA DE LA NATURALEZA.


COSMOGONIA, FISICA, QUIMICA

En el ulterior desarrollo llegamos a las teorías sobre el modo como se ha originado


el mundo actual.

Un estado universal de dispersión de la materia ha sido ya, según nuestro autor, la


idea inicial de los filósofos jónicos, pero, especialmente desde Kant, la suposición de
una nebulosa primitiva ha desempeñado un nuevo papel, posibilitando la
gravitación y la irradiación de calor la formación paulatina de los cuerpos celestes
sólidos particulares. La contemporánea teoría mecánica del calor permite formular
de un modo mucho más preciso las inferencias referentes a los anteriores estados
del universo. Pese a todo esto, "el estado gaseoso de dispersión no puede constituir
un punto de partida de serias deducciones más que en el caso de que se consiga
caracterizar más precisamente el sistema mecánico dado en él. En otro caso no sólo
queda muy nebulosa en la práctica la idea, sino que la nebulosa originaria se va
haciendo realmente, en el curso de las deducciones, cada vez más densa e
impenetrable...; por de pronto se queda todo en la vaguedad y lo informe de una
idea de difusión que no es ulteriormente precisable", y así tenemos "con ese
universo gaseoso una concepción realmente muy nebulosa".

La teoría kantiana del origen de todos los cuerpos celestes actuales a partir de
masas nebulosos en rotación ha sido el mayor progreso conseguido por la
astronomía desde Copérnico. Por vez primera se osó atentar contra la idea de que la
naturaleza no tiene historia alguna en el tiempo. Hasta entonces los cuerpos
celestes se habían considerado fijos desde el primer momento en órbitas y estados
siempre idénticos; y aunque los seres vivos se extinguieran en los cuerpos celestes
particulares, los géneros y las especies se consideraban también inmutables. Sin
duda la naturaleza se encontraba, de un modo obvio, en constante movimiento,
pero ese movimiento parecía la repetición incesante de los mismos procesos. Kant
abrió la primera brecha en esa representación, tan conforme

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con el modo metafísico de pensar, y lo hizo de modo tan científico que la mayoría de
los argumentos utilizados por él siguen siendo hoy válidos. Cierto que la teoría
kantiana sigue siendo hoy día, hablando con rigor, una hipótesis. Pero tampoco el
sistema copernicano es más que eso hoy día, y tras la prueba espectroscópica de la
existencia de tales masas incandescentes de gases en el espacio, prueba que
destruye toda resistencia, la oposición científica a la teoría de Kant se ha sumido en
el silencio. Tampoco el señor Dühring consigue llevar a cabo su construcción del
mundo sin un tal estadio nebular, pero se venga de ello exigiendo que se le muestre
el sistema mecánico existente en dicho estado de nebulosa, y cubriendo entonces
de despectivos adjetivos la hipótesis de la nebulosa por el hecho de que es
imposible indicarle dicho sistema mecánico. La ciencia contemporánea no puede,
en efecto, caracterizar ese sistema de un modo que satisfaga al señor Dühring. Del
mismo modo se encuentra imposibilitada de dar respuesta a muchas otras
preguntas. Por ejemplo, a la pregunta ¿por qué no tienen cola los sapos? tiene que
limitarse por ahora a contestar: porque la han perdido. Pero si ante esto
decidiéramos indignarnos y decir que todo esto se mantiene en la vaguedad y lo
informe de una idea de pérdida no precisable ulteriormente y una concepción
sumamente nebulosa, una tal aplicación de la moral a la ciencia de la naturaleza
no nos haría avanzar en absoluto. En todo caso es posible formular esas
expresiones poco amables de enfado, y precisamente no suelen aplicarse a nada y
en ningún campo. ¿Quién impide al señor Dühring mismo descubrir el sistema
mecánico de la nebulosa originaria?

Por suerte descubrimos ahora que la masa nebular kantiana

está muy lejos de coincidir con un estado plenamente idéntico del medio cósmico o,
dicho de otro modo, con el estado idéntico a sí mismo de la materia.

Esto es una verdadera suerte para Kant, el cual pudo contentarse con la posibilidad
de retroceder desde los cuerpos celestes actuales hasta la esfera nebular, sin soñar
siquiera en un estado de la materia simpre idéntico consigo mismo. Sea dicho de
paso, el que en la actual ciencia de la naturaleza la esfera nebular de Kant se
designe como nebulosa originaria debe entenderse, como es obvio, de un modo
meramente relativo. Se trata de una niebla originaria, por una parte, como origen
de los cuerpos celestes hoy existentes y, por otra parte, como la forma más antigua
de la materia a la que

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hoy podemos retrotraernos. Lo cual no excluye en modo alguno, sino que


condiciona más bien la posibilidad de que la materia haya atravesado antes de la
nebulosa originaria una serie infinita de otras formas diversas.

El señor Dühring se da cuenta de que en este punto puede jugar con cierta ventaja.
En el lugar en que nosotros tenemos que detenernos, con la ciencia, junto a la
nebulosa por ahora originaria, él puede seguir mucho más allá, con la ayuda de su
ciencia de la ciencia, hasta aquel

estado del medio cósmico que no pucde concebirse ni como puramente estático en
el actual sentido de la representación ni como dinámico

—es decir, que no puede concebirse de ninguna manera—.

"La unidad de materia y fuerza mecánica a la que llamamos medio cósmico es, por
así decirlo, una fórmula lógico- real, que sirve para indicar el estado, idéntico
consigo mismo, de la materia como presupuesto de todos los estadios de desarrollo
enumerables".

Está claro que aún nos falta mucho para liberarnos del estado originario y
autoidéntico de la materia. Aquí se le llama unidad de materia y fuerza mecánica, lo
cual es una fórmula lógico- real, etc. Así, pues, en cuanto termine la unidad de
materia y fuerza mecánica empezará el movimiento.

La forma lógico- real no es más que un tímido intento de aprovechar las categorías
hegelianas del en- sí y el para- sí para la filosofía de la realidad. Para Hegel, la
identidad originaria de las contraposiciones sin desarrollar y ocultas en una cosa,
un hecho o un concepto, consiste en el en- sí; en el para- sí aparece la
diferenciación y separación de esos elementos ocultos, y empieza su pugna.
Tenemos, pues, que representarnos el inmóvil estado originario como unidad de
materia y fuerza mecánica, y la transición al movimiento como separación y
contraposición de una y otra. Lo que con ello hemos ganado no es la prueba de la
realidad de aquel estado originario fantástico, sino, simplemente, la posibilidad de
concebirlo bajo la categoría hegeliana del en- sí, así como la de concebir su no
menos fantástico final bajo la categoría del para- sí. ¡Socórrenos, Hegel!

La materia, dice el señor Dühring, es la portadora de todo lo real, por lo cual no


puede haber fuerza mecánica alguna fuera de la materia. La fuerza mecánica es un
estado de la materia. Ahora

pág. 47

bien: en el estado originario, en el que nada sucede, la materia y su estado, la


fuerza mecánica, eran una sola cosa. Luego, cuando empezó a ocurrir algo, el
estado en cuestión tiene evidentemente que haberse diferenciado de la materia. Y
con estas místicas frases tenemos que contentarnos, junto con la garantía de que el
estado idéntico a sí mismo no era estático ni dinámico, no se encontraba en
equilibrio ni en movimiento. Seguimos sin saber dónde estaba la fuerza mecánica
en aquel estado, ni cómo vamos a pasar de la absoluta inmovilidad al movimiento
sin un primer impulso externo, es decir, sin Dios.

Los materialistas anteriores al señor Dühring hablaban de materia y movimiento. El


reduce el movimiento a la fuerza mecánica, como supuesta forma fundamental del
mismo, y se imposibilita con eso el entendimiento de la real conexión entre materia
y movimiento, la cual, por lo demás, también fue oscura para todos los
materialistas anteriores. Y, sin embargo, la cosa es suficientemente clara. El
movimiento es el modo de existencia de la materia. Jamás y en ningún lugar ha
habido materia sin movimiento, ni puede haberla. Movimiento en el espacio cósmico,
movimiento mecánico de masas menores en cada cuerpo celeste, vibraciones
moleculares como calor, o como corriente eléctrica o magnética, descomposición y
composición químicas, vida orgánica: todo átomo de materia del mundo y en cada
momento dado se encuentra en una u otra de esas formas de movimiento, o en
varias a la vez. Todo reposo, todo equilibrio es exclusivamente relativo, y no tiene
sentido más que respecto de tal o cual forma determinada de movimiento. Por
ejemplo: un cuerpo puede encontrarse en la Tierra en equilibrio mecánico, puede
estar mecánicamente en reposo; pero esto no impide que participe del movimiento
de la Tierra y del de todo el sistema solar, del mismo modo que tampoco impide a
sus mínimas partículas físicas realizar las vibraciones condicionadas por su
temperatura, ni a sus átomos atravesar un proceso químico. La materia sin
movimiento es tan impensable como el movimiento sin la materia. El movimiento es,
por tanto, tan increable y tan indestructible como la materia misma; lo cual ha sido
formulado por la antigua filosofía (Descartes) diciendo que la cantidad de
movimiento presente en el mundo es constante. El movimiento no puede pues,
crearse, sino sólo transformarse y transportarse. Cuando el movimiento pasa de un
cuerpo a otro, puede sin duda considerársele en la medida en que se transfiere, en
que es activo, como la causa del movimiento, y como pasivo cuando es el objeto
transferido.

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Llamamos fuerza a ese movimiento activo y manifestación de fuerza al pasivo. Con


lo que queda claro como el agua que la fuerza es tanta cuanta su manifestación,
pues en ambos casos lo que tiene lugar es el mismo movimiento.

Por todo ello, un estado inmóvil de la materia resulta ser una de las
representaciones más vacías y desdibujadas, una pura "fantasía febril". Para llegar
a ella hay que representarse el equilibrio mecánico relativo en el que puede
encontrarse un cuerpo en esta Tierra como un reposo absoluto, para generalizarlo
luego al conjunto del universo. Esto queda sin duda facilitado por la reducción del
movimiento universal a mera fuerza mecánica. Y entonces esa limitación del
movimiento a mera fuerza mecánica ofrece además la ventaja de poder
representarse una fuerza como algo en reposo, atado, es decir, ineficiente por el
momento. Pues si la transmisión del movimiento es, como ocurre muy a menudo,
un proceso un tanto complicado con diversos eslabones intermedios, puede
entonces diferirse la transmisión real a un momento cualquiera, abandonando
simplemente el último eslabón de la cadena. Así ocurre, por ejemplo, cuando se
carga una escopeta y uno se reserva el momento en el cual, oprimiendo el gatillo, va
a tener lugar la descarga, es decir, la transmisión del movimiento liberado por la
combustión de la pólvora. Así puede uno imaginarse que mientras ha durado el
estado inmóvil e idéntico consigo mismo la materia estaba cargada de fuerza, y esto
es lo que parece entender el señor Dühring —si realmente entiende algo— por
unidad de materia y fuerza mecánica. Esta idea es absurda, porque generaliza en
términos absolutos al universo un estado que es por su naturaleza relativo, y al
cual, por tanto, no puede estar sometido en un momento dado más que una parte
de la materia. Pero, aun prescindiendo de esto, sigue en pie la dificultad: primero,
¿cómo llegó el mundo a estar cargado de fuerza, siendo así que hoy día las
escopetas no se cargan por sí mismas?, y segundo: ¿de quién es el dedo que luego
apretó el gatillo? Hagamos lo que hagamos, bajo la dirección del señor Dühring
llegamos siempre al Dedo de Dios.

Nuestro filósofo de la realidad pasa de la astronomía a la mecánica y la física, y se


lamenta de que, una generación después de su descubrimiento, la teoría mecánica
del calor no haya hecho ningún progreso esencial y se encuentre en la situación a
la que poco a poco la llevó Robert Mayer. Aparte de eso, el asunto mismo le parece
aún bastante oscuro:

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tenemos "que recordar insistentemente que junto con los estados de movimiento de
la materia están también dados estados estáticos, y que estos últimos no pueden
medirse por el trabajo mecánico...; si antes hemos caracterizado a la naturaleza
como una gran trabajadora y ahora tomamos con rigor esa expresión, tenemos que
añadir que los estados idénticos consigo mismos y en reposo no representan ningún
trabajo mecánico. Volvemos, pues, a echar de menos el puente de lo estático a lo
dinámico, y si el llamado calor latente ha seguido siendo hasta ahora para la teoría
una piedra de escándalo, tenemos que reconocer también aquí una imperfección
innegable, sobre todo en las aplicaciones al cosmos".

Todo este discurso de oráculo se reduce de nuevo a una expresión de mala


consciencia, la cual se da perfectamente cuenta de que ha entrado insalvablemente
en un callejón sin salida con su producción del movimiento a partir de la
inmovilidad absoluta, pero se avergüenza al mismo tiempo de tener que apelar a su
único salvador posible, esto es, al Creador del Cielo y de la Tierra. Si el puente entre
lo estático y lo dinámico, entre el equilibrio y el movimiento, no puede encontrarse
ni en la mecánica, incluida la del calor, ¿cómo puede obligarse al señor Dühring a
encontrar el puente entre su estado inmóvil y el movimiento? Con esta
argumentación se considera nuestro autor felizmente a salvo de esa obligación.

En la mecánica común, el puente entre lo estático y lo dinámico es, simplemente, el


impulso externo. Si se sube una piedra de un quintal de peso a una altura de diez
metros y se suspende libremente allí, de tal modo que quede colgada en un estado
idéntico consigo mismo y en reposo, habrá que llamar a un público de niños de
pecho para poder afirmar sin protestas que la situación actual de ese cuerpo no
representa ningún trabajo mecánico, o que su distancia respecto de su anterior
posición no puede medirse con el trabajo mecánico. Todo transeúnte que contemple
su obra hará fácilmente comprender al señor Dühring que la piedra no ha llegado
por sí misma a sujetarse allá arriba en la soga, y cualquier manual de mecánica
puede enseñarle que si deja caer a la piedra esta va a suministrar al caer tanto
trabajo mecánico cuanto fue necesario para subirla a aquella altura de diez metros.
Hasta el simplicísimo hecho de que la piedra está colgada allí arriba representa
trabajo mecánico, pues si se la deja allí el tiempo suficiente, la soga acabará por
romperse en cuanto que, a consecuencia de la corrosión química, deje de ser capaz
de soportar la piedra. Ahora bien: todos los procesos mecánicos pueden reducirse a
tales configuraciones básicas, por usar el léxico del señor Dühring, y aún está por
nacer el

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ingeniero incapaz de encontrar un puente entre lo estático y lo dinámico si dispone


de suficiente impulso externo.

Sin duda es hueso duro de roer y píldora verdaderamente amarga para nuestro
metafísico el que el movimiento deba encontrar criterio y medida en su contrario, en
el reposo. Se trata de una flagrante contradicción, y toda contradicción es, según el
señor Dühring, un contrasentido. Pese a lo cual es un hecho que la piedra colgada
representa una determinada cantidad de trabajo mecánico, utilizable de cualquier
modo y precisamente medible de varias maneras —por ejemplo, por caída directa,
por caída en el plano inclinado, por rotación de un torno— , igual que la escopeta
cargada. Para la concepción dialéctica, la expresabilidad del movimiento en su
contrario, el reposo, no ofrece absolutamente ninguna dificultad. Toda la
contraposición es para ella, como hemos visto, meramente relativa; no hay reposo
absoluto ni equilibrio incondicionado. El movimiento individual tiende al equilibrio,
y el movimiento total suprime de nuevo el equilibrio. Reposo y equilibrio son,
cuando se presentan, resultados de un movimiento limitado, y está claro que ese
movimiento es medible por su resultado, expresable en él, y reproducible de nuevo
a partir de él de una forma u otra. Pero el señor Dühring no se permite la
tranquilidad de contentarse con tan sencilla exposición de la cosa. Como buen
metafísico, empieza por abrir entre el movimiento y el equilibrio un amplio abismo
inexistente en la realidad, y luego se asombra de no poder encontrar ningún puente
que supere ese abismo de fabricación propia. Igual daría que montara en su
metafísico Rocinante y se dedicara a perseguir la "cosa en sí" kantiana, pues eso es
precisamente lo que se oculta tras este puente inhallable.

Pero ¿qué hay de la teoría mecánica del calor y del calor latente o ligado que sigue
siendo para esa teoría una "piedra de escándalo"?

Cuando se transforma una libra de hielo a la temperatura del punto de congelación


y a presión normal, mediante el calor, en una libra de agua a la misma temperatura,
desaparece una cantidad de calor que sería suficiente para llevar esa misma libra
de agua desde 0º a 79 4/10º centígrados, o para aumentar en un grado la
temperatura de 79 4/10 libras de agua. Si se calienta esa libra de agua hasta los
100º y se la transforma en vapor a 100º desaparece, si se prosigue hasta convertir
totalmente el agua en vapor, una cantidad de calor siete veces mayor
aproximadamente, y suficiente para aumentar cn un grado la temperatura de 537
2/10 libras de agua. Se

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llama latente a ese calor desaparecido. Si por enfriamiento vuelve a transformarse el


vapor en agua y el agua en hielo, la misma cantidad de calor antes latente se hace
libre, es decir, perceptible y medible como calor. Esta liberación de calor al
condensarse vapor y congelarse agua es la causa de que el vapor, aunque se enfríe
hasta los 100º , no se transforme en agua sino paulatinamente, y de que una masa
de agua a la temperatura del punto de congelación no se transforme en hielo sino
muy lentamente. Estos son los hechos.[11] La cuestión es: ¿qué es del calor
mientras se encuentra latente?

La teoría mecánica del calor, según la cual el calor consiste en una vibración de las
partículas físicas activas mínimas de los cuerpos (moléculas), mayor o menor según
la temperatura y el estado de agregación, en una vibración, pues, que, en ciertas
circunstancias, puede transformarse en cualquier otra forma de movimiento,
explica el hecho declarando que el calor desaparecido ha realizado un trabajo, ha
sido transformado en trabajo. Al fundirse el hielo se suprime la estrecha y firme
conexión de las moléculas entre ellas, y se transforma en una laxa acumulación; al
vaporizarse el agua en el punto de ebullición se produce un estado en el cual las
moléculas particulares dejan de ejercer influencias perceptibles unas en otras, y
hasta se dispersan en todas direcciones bajo la influencia del calor. Está claro que
las moléculas de un cuerpo en estado gaseoso están dotadas de una energía mucho
mayor que la que tuvieran en el estado líquido, y en el líquido mayor que en el
sólido. El calor latente no ha desaparecido, por tanto, sino que se ha transformado
sencillamente y ha tomado la forma de la fuerza de tensión molecular. En cuanto
cese la condición por la cual las moléculas pueden presentar esa libertad absoluta o
relativa las unas respecto de las otras, en cuanto que —en nuestro ejemplo— la
temperatura descienda por debajo de los 100º y 0º, respectivamente, dicha fuerza
entrará en acción y las moléculas se acercarán con la misma fuerza con la que
fueron antes separadas; y dicha fuerza desaparecerá, pero sólo para volver a
aparecer como calor, y precisamente como la misma cantidad de calor que antes
era latente. Esta explicación es, naturalmente, una hipótesis, como toda la teoría
mecánica del calor, puesto que nadie ha visto hasta ahora una molécula, por no
hablar ya de una molécula en vibración. Sin duda estará, por tanto, llena de
defectos, como toda esta joven teoría; pero puede al menos explicar el proceso sin
caer en ningún momento en pugna con la indestructibilidad e increabilidad del

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movimiento, y hasta es capaz de dar exacta cuenta de la conservación del calor en


el marco de su transformación. El calor latente o ligado no es, pues, ninguna piedra
de escándalo para la teoría mecánica del calor. Antes al contrario, esta teoría aporta
por vez primera una explicación racional del hecho, y el único escándalo posible
consiste en que los físicos siguen llamando "ligado", con una expresión anticuada e
inadecuada, al calor transformado en otra forma de energía molecular.

Así, pues, los estados idénticos consigo mismos, las situaciones en reposo de los
estados físicos de agregación solido, Iíquido y gaseoso, representan efectivamente
trabajo mecánico, en cuanto el trabajo mecánico es medida del calor. Tanto la
sólida corteza terrestre cuanto el agua del océano representan en su actual estado
de agregación una cantidad perfectamente determinada de calor liberado, el cual
corresponde obviamente a una cantidad no menos determinada de fuerza mecánica.
En el paso de la esfera gaseosa de la que ha surgido la Tierra al estado líquido y
luego al estado en gran parte sólido, se ha irradiado un determinado quantum de
energía molecular en el espacio, en forma de calor.

No existe, pues, la dificultad de la cual tan misteriosamente va murmurando el


señor Dühring, y en las mismísimas aplicaciones cósmicas podemos sin duda
tropezar con defectos y lagunas, imputables a nuestros imperfectos medios de
conocimiento, pero en ningún lugar con obstáculos teoréticamente insuperables. El
puente entre lo estático y lo dinámico es también aquí el impulso externo: el
enfriamiento o el calentamiento, provocados por otros cuerpos y que obran sobre el
objeto que se encontraba en equilibrio. Cuanto más profundamente penetramos en
esta filosofía dühringiana de la naturaleza, tanto más imposibles resultan todos los
intentos de explicar el movimiento por la inmovilidad o de encontrar el puente por
el cual lo puramente estático y en reposo pueda llegar, sin más motor que sí mismo,
a lo dinámico, al movimiento.

A partir de este momento podemos vernos felizmente libres del estado originario
idéntico consigo mismo, aunque no sea más que por algún tiempo. Pues el señor
Dühring pasa a la química y aprovecha la ocasión para revelarnos tres leyes de
fijeza de la naturaleza, descubiertas hasta ahora por la filosofía de la realidad. A
saber:
1ª: la persistencia cuantitativa de la materia general; 2ª: la de los elementos simples
(químicos); 3ª: la de la fuerza mecánica; las tres son inmutables.

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Así, pues, el único resultado positivo que es capaz de ofrecernos el señor Dühring
como fruto de su filosofía natural del mundo inorgánico es la increabilidad y la
indestructibilidad de la materia, así como las de sus elementos simples —en la
medida en que los tenga— y las del movimiento, o sea tres hechos de antiguo
conocidos y que él formula muy imperfectamente. Son todas ellas cosas sabidas
desde antiguo. Pero lo que no sabíamos es que se tratara de "leyes de la fijeza" y,
como tales, de "propiedades esquemáticas del sistema de las cosas". Es el mismo
tratamiento al que antes vimos sometido a Kant: el señor Dühring se apodera de
cualquier venerable lugar común por todos sabido, le pega una etiqueta
dühringiana y llama al resultado

concepciones y resultados radicalmente propios... pensamientos creadores de


sistema... ciencia radical.

Pero no hay que desesperarse por ello ni mucho menos. Cualesquiera que puedan
ser los defectos de la ciencia radicalísima y de la mejor organización social, hay algo
que el señor Dühring puede afirmar con la mayor resolución:

El oro existente en el universo tiene que haber sido siempre la misma cantidad, y
no puede ni aumentar ni disminuir, del mismo modo que no puede hacerlo la
materia general.

Desgraciadamente, el señor Dühring no nos dice qué podemos comprar con ese "oro
existente".

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VII. FILOSOFIA DE LA NATURALEZA. EL MUNDO ORGANICO

Una escala única y unitaria de conexiones se extiende desde la mecánica de la


presión y el choque hasta el enlace de las percepciones y los pensamientos.

Con esta tajante afirmación se ahorra el señor Dühring el tener que decir algo más
acerca del origen de la vida, aunque de un pensador que ha seguido la evolución del
mundo hasta el estado idéntico consigo mismo, y que tan familiarmente se
encuentra en los demás cuerpos celestes, podía esperarse sin duda que supiera
sustanciosos detalles también sobre este punto. Por lo demás, aquella afirmación es
sólo a medias correcta, mientras no se complete con la línea nodal hegeliana, ya
citada, de relaciones cuantitativas. Pese a toda la paulatinidad, la transición de una
forma de movimiento a otra es siempre un salto, una inflexión decisiva. Tal es el
caso de la transición entre la mecánica de los cuerpos celestes y la de las masas
menores situadas en uno de ellos; también la transición de la mecánica de las
masas a la mecánica de las moléculas, la cual incluye los movimientos que
estudiamos en lo que suele llamarse propiamente física: calor, luz, electricidad,
magnetismo; así también tiene lugar la transición entre la física de las moléculas y
la de los átomos la —química—, con un salto decisivo; y aún más visiblemente es
éste el caso en la transición de la acción química común al quimismo de la
albúmina, al que llamamos vida. Dentro de la esfera de la vida los saltos se hacen
cada vez más escasos e imperceptibles. Otra vez es Hegel el que tiene que corregir al
señor Dühring.

El concepto de fin suministra al señor Dühring la transición conceptual al mundo


orgánico. También esto está tomado de Hegel, el cual pasa en la Lógica —en la
doctrina del concepto— del quimismo a la vida con la ayuda de la teleología o
doctrina de los

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fines. Miremos adonde miremos, en la obra del señor Dühring tropezamos siempre
con algún "crudo" pensamiento hegeliano, presentado tranquilamente por nuestro
autor como ciencia propia y radical. Nos llevaría demasiado lejos el estudiar aquí
hasta qué punto está justificada y es adecuada la aplicación de las ideas de fin y
medio al mundo orgánico. En todo caso, hasta la aplicación del "fin interno"
hegeliano —es decir, un fin que no procede de un tercero intencionalmente activo,
la sabiduría de la Providencia por ejemplo, sino que se encuentra en la necesidad
de la cosa misma— da constantemente lugar, en gentes que no están
suficientemente educadas desde el punto de vista filosófico, a una subrepticia e
inconsciente introducción de la acción conscientemente intencional. El mismo
señor Dühring, que tan desmesuradamente se indigna ante la menor manifestación
"espiritista" de otras personas, nos asegura

con resolución que las sensaciones instintivas han sido creadas principalmente por
la satisfacción que comporta su juego.

Y nos cuenta que la pobre naturaleza

tiene que mantener constantemente en orden el mundo de los objetos, y aún tiene
aparte de ése otros asuntos que resolver "los cuales exigen a la naturaleza más
sutileza que la que comúnmente se le reconoce". Pero la naturaleza no sólo sabe por
qué ha creado esto y aquello, no sólo tiene que realizar servicios de doméstica, y no
sólo tiene sutileza, lo cual es ya gran cosa incluso en el pensamiento subjetivo
consciente, sino que, además, tiene una voluntad: pues el añadido a los instintos,
un añadido que consiste en que, de paso, satisfacen reales condiciones naturales,
como la alimentación, la reproducción, etc., "no puede considerarse como hechos
directamente queridos, sino sólo como indirectamente queridos".

Con esto hemos llegado a una naturaleza que piensa y obra conscientemente, es
decir, que hemos llegado al "puente" que va, no ciertamente de lo estático a lo
dinámico, pero sí al menos del panteísmo al deísmo. ¿O es tal vez que ha tentado
también al señor Dühring el hacer un poco de semipoesía "filosófico-natural"?

Imposible. Todo lo que nuestro filósofo de la realidad sabe decirnos acerca de la


naturaleza orgánica se reduce a la lucha contra la semipoesía filosófico- natural,
contra "la charlatanería con sus superficialidades frívolas y sus mistificaciones
sedicentemente científicas", contra los "rasgos de mala poesía" del darwinismo.

Lo que ante todo reprocha a Darwin es el haber trasladado a


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a ciencia de la naturaleza la teoría maltusiana de la población, el estar preso en la


mentalidad del criador de animales, el hacer semipoesía acientífica con la lucha por
la existencia y el haber construido con el darwinismo, si se exceptúa lo que ha
tomado de Lamarck, una pieza de brutalidad dirigida contra la humanidad.

Darwin concibió en sus viajes científicos la opinión de que las especies de las
plantas y los animales no son fijas, sino que se transforman. Para seguir trabajando
esa idea en su patria no encontró mejor campo de estudio que el cultivo de las
plantas y la ganadería o cría de animales. Inglaterra es precisamente el país clásico
de estas actividades; los logros de otros países —de Alemania, por ejemplo— no
pueden dar ni de lejos la medida de lo conseguido en Inglaterra en este campo.
Además, los éxitos más sobresalientes corresponden a los últimos cien años, de tal
modo que la comprobación de los hechos resultaba poco difícil. Darwin halló, pues,
que este tipo de cultivo y cría había producido en animales y plantas de la misma
especie diferencias mayores que las que se encuentran entre especies generalmente
reconocidas como diversas. La transformabilidad de las especies quedaba, pues,
probada hasta cierto punto, y, por otra parte, quedaba fundamentada la posibilidad
de que organismos que poseen diversos caracteres específicos tengan antepasados
comunes. Darwin se preguntó entonces si no existen en la naturaleza causas que —
sin la intención consciente del criador o cultivador— tengan que producir a la larga
en los organismos vivos alteraciones análogas a las que produce la cría artificial.
Halló esas causas en la desproporción entre el gigantesco número de gérmenes
creados por la naturaleza y el escaso número de los organismos que realmente
llegan a la madurez. Y como todo germen tiende a desarrollarse, surge
necesariamente una lucha por la existencia, que se manifiesta no sólo como directo
combate físico o aniquilación y consumo, sino también, por ejemplo, como lucha
por el espacio y por la luz, hasta en las plantas mismas. Y es obvio que en esta
lucha tienen las mejores perspectivas de llegar a madurez y de reprodncirse
aquellos individuos que poseen propiedades individuales ventajosas para la lucha
por la existencia, por modestas que ellas sean. Estas características individuales
favorables tienen, pues, la tendencia a transmitirse por herencia, y cuando se
presentan en varios individuos de la misma especie tienden además a
incrementarse, por herencia acumulada, en la dirección inicialmente tomada,
mientras que los individuos que no poseen esas pecualiaridades sucumben más
fácilmente en la lucha por la existencia y desaparecen

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paulatinamente. De este modo se transforma una especie por selección natural, por
supervivencia de los individuos más aptos.

El señor Dühring dice contra esa teoría de Darwin que el origen de la idea de lucha
por la existencia se encuentra, como el propio Darwin confiesa, en una
generalización de los puntos de vista del economista y teórico de la población
Malthus, y que, por lo tanto, está manchada por todos los defectos propios de las
sacerdotales concepciones maltusianas sobre la acumulación de la población.
Ahora bien: la realidad es que a Darwin no le pasa siquiera por la mente decir que
el origen de la idea de lucha por la existencia se encuentra en Malthus. Lo único
que afirma es que su teoría de la lucha por la existencia es la teoría de Malthus
aplicada a todo el mundo animal y vegetal. Por grande que sea la torpeza de Darwin
al aceptar en su ingenuidad la doctrina de Malthus tan irreflexivamente, todo el
mundo puede apreciar de un solo vistazo que no hacen falta las lentes de Malthus
para percibir en la naturaleza la lucha por la existencia, la contradicción entre el
innumerable masa de gérmenes que produce pródigamente la naturaleza y el
escaso número de los que consiguen llegar a la madurez; contradicción que se
resuelve efectivamente en gran parte mediante la lucha por la existencia, a veces
sumamente cruel. Y del mismo modo que la ley del salario sigue en pie mucho
tiempo después de que se arrumbaran las argumentaciones maltusianas en que la
basó Ricardo, así también puede tener lugar la lucha por la existencia en la
naturaleza sin necesidad de interpretación maltusiana. Por lo demás, también los
organismos de la naturaleza tienen sus leyes de población, prácticamente sin
estudiar en absoluto, pero cuyo descubrimiento será de importancia decisiva para
la teoría de la evolución de las especies. ¿Y quién ha dado el impulso decisivo en
esa dirección? Darwin precisamente.

El señor Dühring se guarda muy bien de tocar este aspecto positivo de la cuestión.
En vez de eso sigue atacando exclusivamente a la lucha por la existencia. Imposible
hablar, dice, de lucha por la existencia entre plantas inconscientes y pacíficos
herbívoros:

en un sentido exacto y determinado, la lucha por la existencia está ciertamente


representada en el seno de la brutalidad, en la medida en que la alimentación tiene
lugar mediante la rapiña carnicera.

Y luego de haber reducido el concepto de lucha por la existencia a esos estrechos


límites, el señor Dühring puede dar libre curso

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a su plena indignación por la brutalidad de ese concepto limitado por él mismo a la


brutalidad. Pero esta ética indignación no puede dirigirse sino contra el mismo
señor Dühring, que es el único autor de la lucha por la existencia en esta limitación
y, por tanto, también el único responsable de la misma. No es, pues, Darwin

el que busca las leyes y el entendimiento de toda acción natural en el dominio de


las bestias,

pues Darwin ha incluido precisamente en la lucha toda la naturaleza orgánica, sino


que el autor de ese entuerto es un fantástico ogro fabricado por el mismo señor
Dühring. El nombre "lucha por la existencia" puede por lo demás abandonarse sin
perjuicio en honor de la cólera sublimemente ética del señor Dühring. Toda pradera,
todo campo de trigo y todo bosque puede probarle que la cosa misma existe
también entre las plantas, y lo que importa no es el nombre, ni si la cosa debe
llamarse "lucha por la existencia" o "escasez de condiciones de existencia y efectos
mecánicos"; de lo que se trata es de saber cómo obra en la conservación o la
alteraración de las especies ese hecho. Sobre este punto se aferra el señor Dühring
a un tenaz silencio idéntico consigo mismo. La cosa, pues, se queda por ahora en la
selección natural.

Pero el darwinismo "produce de la nada sus transformaciones y diferencias"

Es verdad que al tratar de la selección natural Darwin prescinde de las causas que
han producido las alteraciones en los individuos particulares, y trata por de pronto
del modo como esas desviaciones individuales se convierten progresivamente en
características de una raza, variedad o especie. Para Darwin se trata por de pronto
no tanto de descubrir las causas —que hasta ahora son en parte desconocidas del
todo, y en parte sólo aducibles muy genéricamente— cuanto de establecer una
forma racional según la cual se consolidan sus efectos, cobran importancia
duradera. El hecho de que Darwin haya atribuido a su descubrimiento un ámbito
de eficacia excesivo, que le haya convertido en palanca única de la alteración de las
especies y de que haya descuidado las causas de las repetidas alteraciones
individuales para atender sólo a la forma de su generalización, todo eso es un
defecto que comparte con la mayoría de las personas que han conseguido un
progreso real. Además: si fuera verdad que Darwin produce a partir de la nada las
alteraciones de

pág. 59

los individuos, y que se limita a aplicar la "sabiduría del ganadero y el cultivador",


entonces el criador mismo debería producir también de la nada sus
transformaciones de las formas animales y vegetales, las cuales no son nada
meramente imaginado, sino algo muy real. Y el que ha dado el impulso para
estudiar por qué se producen propiamente esas transformaciones y diferencias es,
repitamos, Darwin.

Recientemente, y sobre todo por obra de Haeckel, se ha ampliado la idea de


selección natural y se ha concebido la transformación como resultado de la
interacción de adaptación y herencia, siendo la adaptación el aspecto activo del
proceso y la herencia el aspecto conservador. Tampoco esto le gusta al señor
Dühring.

Una verdadera adaptación a las condiciones de la vida tal como la naturaleza las
ofrece o las sustrae es algo que presupone impulsos y actividades determinadas por
representaciones. En otro caso la adaptación es mera apariencia, y la causalidad
que en ella actúa no está por encima de los bajos niveles de lo físico, lo químico y la
fisiología vegetal.

También aquí es el nombre lo que irrita al señor Dühring. Pero llame al hecho como
más le guste, la cuestión es si por esos procesos se producen modificaciones en las
especies de los organismos. Y el señor Dühring se abstiene también aquí de dar una
respuesta.

Si una planta toma en su crecimicnto el camino por el cual recibe la mayor


cantidad de luz, este efecto del estímulo no es más que una combinación de fuerzas
físicas y actividades químicas, y si se insiste en hablar a propósito de ello de
adaptación no en sentido metafórico, sino propio, esto tiene que introducir en los
conceptos una confusión espiritista.

Tan riguroso es con los demás este hombre que sabe precisamente por qué
finalidad hace la naturaleza esto o aquello, el hombre que habla de la sutileza de la
naturaleza y hasta de su voluntad. Hay efectivamente confusión espiritista, pero
¿en quién? ¿En Haeckel o en el señor Dühring?

Y no sólo hay confusión espiritista, sino también confusión lógica. Hemos visto que
el señor Dühring insiste enérgicamente en dar vara alta al concepto de finalidad en
la naturaleza:
La relación entre medio y fin no presupone en absoluto una intención consciente.

Mas ¿qué es la adaptación sin intención consciente, sin mediación de


representaciones, contra la que tanto se indigna, sino precisamente una acción
teleológica inconsciente?

pág. 60

Ni la rana de zarzal ni los insectos que se alimentan de hojas tienen color verde
porque se lo hayan apropiado intencionalmente o según ciertas representaciones; lo
mismo vale del color amarillo arenoso de los animales del desierto, y del color
predominantemente blanco de los animales terrestres del Polo; antes al contrario,
esos colores no pueden explicarse más que por fuerzas físicas y acciones químicas.
Pero es innegable que con esos colores dichos animales resultan adaptados al
medio en el que viven, porque resultan menos visibles para sus enemigos. Del
mismo modo, los órganos con que ciertas plantas apresan y devoran a los insectos
que se posan en ellas están adaptados a esa actividad, y hasta teleológicamente
adaptados. Si el señor Dühring insiste en que la adaptación tiene que ser producida
por representaciones, lo que hace es decir con otras palabras que la actividad
finalística tiene que estar también mediada por representaciones, ser consciente e
intencionada. Con lo que nos encontramos de nuevo, como es corriente en la
filosofía de la realidad, con el Creador finalista, con Dios.

En otro tiempo se llamaba deísmo a tal salida, y no se la tenía en mucho aprecio —


dice el señor Dühring—; ahora, en cambio, parece que se haya retrocedido también
desde este punto de vista.

De la adaptación pasamos a la herencia. También en esto se encuentra el


darwinismo, según el señor Dühring, en un callejón sin salida. Todo el mundo
orgánico, afirma Darwin según el señor Dühring, procede de un protoser, es, por así
decirlo, la pollada de un ser único. La coordinación independiente de productos
naturales análogos o la mediación en la descendencia son, según Darwin,
inexistentes, y, por tanto, sus concepciones retrospectivas tienen que cortarse
enseguida que se le rompa el hilo de la reproducción, del tipo que sea.

La afirmación de que Darwin deriva todos los organismos de un solo ser originario
es, por expresarnos cortésmente, una "propia y libre creación e imaginación" del
señor Dühring. Darwin dice explícitamente en la penúltima página del Origin of
Species, sexta edición, que ve

a todos los seres no como creaciones particulares, sino como descendencia, en línea
recta, de unos pocos seres.

Y Haeckel va aún bastante más allá y supone

un árbol completamente independiente para el reino vegetal, un segundo para el


reino animal y, entre ambos, "una serie de troncos independientes
pág. 61

de protistos, cada uno de los cuales se ha desarrollado en completa independencia


a partir de una forma propia arquígona de mónera"[12] (Historia de la Creación, pág.
397).

El señor Dühring se ha inventado ese ser originario para desacreditarle poniéndole


en paralelo con el judío originario, Adán. En lo cual tiene además el señor Dühring
la desgracia de ignorar que los descubrimientos de Smith sobre los asirios han
identificado al judío originario como semita originario, y que toda la historia bíblica
de la Creación y del Diluvio es una pieza del ciclo religioso legendario arcaico y
pagano común a los judíos, los babilonios, los caldeos y los asirios.

Sin duda es duro e irrefutable el reproche hecho por el señor Dühring a Darwin de
que su estudio termina en cuanto que se le corta el hilo de la descendencia.
Desgraciadamente, ese reproche afecta a toda nuestra ciencia de la naturaleza. En
cuanto se le corta el hilo de la descendencia tiene que terminar. Hasta ahora, en
efecto, no ha conseguido producir seres orgánicos sino por descendencia; ni
siquiera ha podido producir sencillo protoplasma u otras proteínas a partir de los
elementos químicos. Por eso no puede decirnos sólidamente hasta ahora sobre el
origen de la vida sino que tiene que haberse producido por vía química. Pero tal vez
sea la filosofía de la realidad capaz de ayudarnos en este punto, puesto que ella
dispone de productos de la naturaleza coordinados y que no están mediados por
descendencia unos de otros. ¿Cómo han podido surgir dichas producciones? ¿Por
generación espontánea? Pero hasta el momento ni los más audaces representantes
de la generación espontánea se han atrevido a engendrar de este modo más que
bacterias, gérmenes de hongos y otros organismos muy bajos, no insectos, peces,
pájaros ni mamíferos. Si, pues, estos productos de la naturaleza —orgánicos, que
son los únicos que nos interesan aquí— son coordinados y no están relacionados
por la descendencia, entonces ellos mismos o aquel de sus antepasados que se
encuentra en el lugar en que "se corta el hilo de la descendencia" tiene que haber
aparecido en el mundo por un particular acto de creación. Ya estamos, pues, otra
vez con el Creador y con lo que se llama deísmo.

El señor Dühring condena, además, como una gran superficialidad de Darwin el


haber hecho

del mero acto de la composición sexual de las cualidades el principio fundamental


del origen de dichas cualidades.

pág. 62

Esto es de nuevo una libre creación e imaginación de nuestro radical filósofo.


Darwin explica, por el contrario, muy claramente que la expresión "selección
natural" incluye sólo la conservación de las variaciones, no su producción (pág. 63).
Esta nueva atribución a Darwin de cosas que él no ha dicho es empero muy útil
para llevarnos a la siguiente muestra de profundidad dühringiana:

Si se hubiera buscado en el esquematismo interno de la generación algún principio


de la transformación independiente, esta idea habría sido perfectamente racional;
pues es una idea natural la de reunir el principio de la génesis general con el de la
reproducción sexual en una unidad, y el contemplar la generación espontánea,
desde un punto de vista superior, no como contraposición absoluta a la
reproducción, sino como una producción.

Y el hombre que es capaz de redactar ese galimatías se permite reprochar a Hegel


su "jerga".

Pero dejemos ya las molestas y contradictorias quejas y murmuraciones con las que
el señor Dühring descarga su enfado por el colosal avance que la ciencia natural
debe al impulso de la teoría darwinista. Ni Darwin ni los científicos que le siguen se
proponen empequeñecer en lo más mínimo los méritos de Lamarck; ellos son, por el
contrario, los que han resucitado su pensamiento. Pero no debemos olvidar que en
tiempos de Lamarck la ciencia no disponía aún, ni mucho menos, de material
suficiente para poder dar respuesta a la cuestión del origen de las especies, si no
era mediante una anticipación por así decirlo profética. Aparte del enorme material
que se ha acumulado luego en la botánica y la zoología descriptivas y anatómicas,
han surgido desde los tiempos de Lamarck dos nuevas ciencias cuya importancia es
aquí decisiva: el estudio del desarrollo de los gérmenes animales y vegetales
(embriología) y el estudio de los restos orgánicos conservados en las diversas capas
de la superficie terrestre (paleontología). Hay, en efecto, una característica
coincidencia entre la evolución gradual de los embriones hasta el estado de
organismo maduro y la sucesión de las plantas y animales que han aparecido
sucesivamente en la historia de la Tierra. Esta coincidencia es precisamente lo que
ha dado a la teoría de la evolución su fundamento más sólido. Pero la teoría de la
evolución es aún demasiado joven, por lo que es seguro que el ulterior desarrollo de
la investigación modificará muy sustancialmente también las concepciones
estrictamente darwinistas del proceso de la evolución de las especies.

¿Qué puede positivamente decirnos la filosofía de la realidad sobre la evolución de


la vida orgánica?

pág. 63

"La... transformabilidad de las especies es un supuesto aceptable". Pero al lado de


eso hay que afirmar "la coordinación independiente de producciones de la
naturaleza del mismo nivel, sin relaciones de descendencia".

Esto parece querer decir que las producciones de la naturaleza que no son del
mismo nivel, es decir, las especies en transformación, proceden unas de otras,
mientras que las del mismo nivel no proceden unas de otras. Pero tampoco es
exactamente esto, pues también en especies heterogéneas

es la mediación por descendencia, al contrario, un acto natural muy secundario.

Hay, pues, descendencia, pero "de segunda clase". Alegrémonos de que la


descendencia, a pesar de lo mucho malo y oscuro que ha dicho el señor Dühring
sobre ella, consiga finalmente permiso para entrar por la puerta trasera. Lo mismo
ocurre con la selección natural, pues después de toda aquella indignación moral
sobre la lucha por la existencia por medio de la cual se realiza la selección natural,
leemos de repente:

El fundamento más profundo de la constitución de las formaciones debe, pues,


buscarse en las condiciones de vida y las relaciones cósmicas, mientras que la
selección natural subrayada por Darwin no puede tener sino una importancia
secundaria.

Tenemos, pues, selección natural, aunque de segunda clase también; y con la


selección natural tenemos la lucha por la existencia, y con ella también la
acumulación clérico-maltusiana de la población. Y esto es todo; para cualquier otra
cosa el señor Dühring nos remite a Lamarck.

Por último, nos pone en guardia contra el abuso de las palabras "metamorfosis" y
"evolución". Dice que metamorfosis es un concepto poco claro y que el concepto de
evolución no es admisible sino en la medida en que pueden probarse realmente
leyes de la evolución. En vez de una y otra debemos decir "composición", con lo que
todo queda arreglado. Nos encontramos con la historia de siempre: las cosas se
quedan como estaban, y el señor Dühring se queda plenamente sastisfecho con que
cambiemos el nombre. Cuando hablamos de la evolución del polluelo en el huevo
estamos creando confusión porque no podemos indicar sino muy deficientemente
las leyes de ese desarrollo. Si en cambio hablamos de su composición, queda todo
claro: el polluelo se compone estupendamente

pág. 64

y debemos felicitar al señor Dühring por ser no sólo digno de situarse con noble
autoestimación al lado del autor de El anillo del nibelungo, sino también porque
puede hacerlo en calidad de compositor del futuro.

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VIII. FILOSOFIA DE LA NATURALEZA. EL MUNDO ORGANICO (FINAL)

Considérese... todo el conocimiento positivo incluido en nuestra sección filosófico-


natural, con objeto de precisar todos sus presupuestos científicos. Subyacen a esa
sección, por de pronto, todos los logros esenciales de la matemática, y luego las
tesis capitales del saber exacto de la mecánica, la física, la química, así como, en
general, los resultados científico-naturales de la fisiología, la zoología y análogos
campos de la investigación.

Tan segura y resueltamente se expresa el señor Dühring acerca de la erudición


matemática y científico-natural del señor Dühring. La verdad es que contemplando
la flaca sección en cuestión, y aún menos sus pobres resultados, no se ve la
radicalidad de conocimiento positivo que la subyace. En todo caso, para asimilarse
el oráculo dühringiano sobre física y química basta con saber en física la ecuación
que expresa el equivalente mecánico del calor, y, en química, que todos los cuerpos
se dividen en elementos y combinaciones de elementos. Y el que además de eso,
como hace el señor Dühring en su página 131, decida hablar de "átomos en
gravitación", no probará sino que está "en la oscuridad" por lo que hace a la
diferencia entre átomo y molécula. Como es sabido, los átomos no existen para la
gravitación, ni para ninguna otra forma de movimiento mecánica o física, sino sólo
para la acción química. Y si se lee el capítulo sobre la naturaleza orgánica, es
imposible evitar, ante la vacía cháchara contradictoria y sin sentido en el punto
decisivo, la impresión de que el señor Dühring está hablando de cosas de las que
sabe asombrosamente poco. Esta impresión se convierte en certeza cuando se llega
a su propuesta de eliminar en la ciencia del ser orgánico (biología) la palabra
"evolución" para usar "composición". La persona capaz de proponer una cosa así
prueba que no tiene la menor idea de la formación de los cuerpos orgánicos.

Todos los cuerpos orgánicos, con excepción de los que ocupan el más bajo nivel,
constan de células, pequeños acúmulos proteicos que no pueden verse sino con
muchos aumentos y que poseen en

pág. 66

el interior un núcleo. Por regla general, la célula desarrolla también una membrana
externa, y el contenido es más o menos fluido. Los cuerpos celulados más sencillos
constan de una célula; la gran mayoría de los seres orgánicos es pluricelular,
consta de un complejo coherente de muchas células que en los organismos
inferiores son aún iguales, mientras que en los superiores cobran formas,
agrupaciones y actividades cada vez más diferenciadas. En el cuerpo humano, por
ejemplo, los huesos, los músculos, los nervios, los tendones, los ligamentos, los
cartílagos, la piel, en una palabra, todos los tejidos, se componen de células o
proceden de ellas. Pero desde la ameba, que es un acúmulo de proteína
generalmente sin membrana y con un núcleo en el interior, hasta el hombre, y
desde la más pequeña desmidiácea unicelular hasta la planta más desarrollada, es
común a todos el modo como se reproducen las células: por división. El núcleo de la
célula se estrecha primero por el centro; la faja estrecha que separa las dos partes
del núcleo se va acusando cada vez más; al final se separan aquellas dos partes y
constituyen dos núcleos. El mismo proceso tiene lugar en la célula, y cada uno de
los nuevos núcleos se convierte en centro de una acumulación de materia celular
aún unida con la otra por una zona cada vez más estrecha, hasta que al final las
dos se separan y siguen viviendo como células independientes. Mediante esta
repetida división celular se desarrolla progresivamente el animal a partir del germen
del huevo y una vez ocurrida la fecundación; del mismo modo tiene lugar en el
animal adulto la sustitución de los tejidos agotados. Una persona que pretenda
llamar a ese proceso una composición y que declare "pura imaginación" la
designación del mismo como desarrollo o evolución no puede saber nada de todo
esto, por difícil que resulte imaginar hoy un ignorante así, pues el proceso lo es
exclusivamente de desarrollo, y en su decurso no se compone absolutamente nada.

Más adelante tendremos aún algo que decir acerca de lo que el señor Dühring
entiende en general por vida. Particularmente piensa en lo siguiente:

También el mundo inorgánico es un sistema de mociones que se actúan a sí


mismas; pero sólo puede hablarse estricta y rigurosamente de vida propiamente
dicha en el momento en que empieza la propia articulación y la mediación de la
circulación de las sustancias por canales especiales a partir de un punto interno y
según un esquema germinal comunicable a una formación menor.

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Esta proposición es en sentido riguroso y estricto un sistema de mociones que se


actúan a sí mismas (cualesquiera que sean esas mociones) en el absurdo, incluso
prescindiendo de la gramática insalvablemente confusa. Si la vida empieza
realmente donde empieza la verdadera articulación, ya podemos dar por muerto a
todo el reino haeckeliano de los protistos y seguramente a muchas cosas más,
según como se entienda el concepto de articulación. Si la vida empieza en el lugar
en que esa articulación es transmisible por un esquema germinal, entonces no vive
ningún organismo inferior, incluidos todos los unicelulares. Y si la característica de
la vida es la mediación de la circulación de las sustancias por canales especiales,
entonces tenemos que tachar de la lista de los seres vivos, además de a los
anteriores, a toda la clase de los celentéreos, con la excepción, en todo caso, de las
medusas, o sea todos los pólipos y demás zoófitos. Mas si lo esencial de la
caracterización de la vida es que esa circulación de las sustancias por canales
especiales tenga lugar a partir de un punto interno, entonces hay que declarar
muertos a todos los animales que no tienen corazón o que tienen varios. Entre ellos
se cuentan, además de todos los citados, todos los gusanos, las estrellas de mar y
los rotíferos (Annuloida y Annulosa de la clasificación de Huxley), una parte de los
crustáceos (cangrejos) y hasta un vertebrado, el Amphioxus. A los que hay que
añadir, naturalmente, todas las plantas.

Así, pues, al decidirse a caracterizar la vida propiamente dicha en sentido riguroso


y estricto, el señor Dühring da cuatro características contradictorias de la vida, una
de las cuales condena a la muerte eterna no sólo al reino vegetal entero, sino
también a medio reino animal. En verdad que nadie podrá quejarse de que nos
haya engañado al prometemos "resultados y concepciones radicalmente propios".

En otro lugar leemos:

También en la naturaleza subyace a todas las organizaciones, desde la más baja


hasta la más alta, un tipo simple, y este tipo "puede encontrarse ya en la más
modesta moción de la planta más imperfecta, pleno y completo en su ser general".

También esta afirmación es plena y completamente absurda. El tipo más sencillo


que puede encontrarse en toda la naturaleza orgánica es la célula, y sin duda
subyace a las organizaciones superiores. Pero en cambio se encuentran entre los
organismos inferiores muchos que están por debajo de la célula: la protoameba, un
simple

pág. 68

grumo de proteína sin diferenciación, toda una serie de otras móneras y todas las
sifonadas. La única vinculación de todos estos seres con los organismos superiores
consiste en que su componente esencial es la albúmina y que, consiguientemente,
realizan las funciones propias de ésta, es decir, que viven y mueren.[13]

Nos cuenta también el señor Dühring:

Fisiológicamente la sensación depende de la existencia de un aparato nervioso, por


sencillo que sea. Por eso es característico de todas las formaciones animales el ser
capaces de sensación, es decir, de una concepción subjetiva consciente de su
estado. El límite preciso entre la planta y el animal se encuentra en el lugar en que
se realiza el salto a la sensación. Este límite es imposible de borrar por las
conocidas formaciones de transición pues precisamente estas formaciones
externamente indecisas o indecidibles hacen de esa frontera una necesidad lógica.

Y luego:

En cambio, las plantas carecen totalmente y para siempre del más pálido rastro de
sensación, y carecen también de toda disposición para la
Empecemos por recordar que en la Filosofía de la naturaleza, 351, añadido, Hegel
dice que

la sensación es la diferencia específica, lo que caracteriza de un modo absoluto al


animal.

He aquí de nuevo una "grosera crudeza" de Hegel que, mediante la anexión por el
señor Dühring, asciende al estamento noble de una verdad definitiva de última
instancia.

En segundo lugar: aquí notamos por vez primera que se habla de formaciones de
transición externamente indecisas o indecidibles (¡hermoso galimatías!) entre la
planta y el animal. Que existan esas formas intermediarias, que haya organismos
de los que no podemos decir si son plantas o animales, que no podamos, pues,
trazar de un modo rotundo la frontera entre la planta y el animal, eso es
precisamente para el señor Dühring lo que suministra la necesidad lógica de
establecer una característica diferencial de la que en el mismo momento confiesa
que no es concluyente. Pero no es necesario que retrocedamos hasta el ambiguo
terreno entre las plantas y los animales: ¿realmente no presentan el más pálido
rasgo de sensibilidad ni tienen disposición alguna para ella las plantas sensitivas
que pliegan las hojas al menor contacto, o cierran

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las flores, o las plantas insectívoras? Ni el señor Dühring puede afirmar esto sin
"acientífica semipoesía".

En tercer lugar: también es una libre creación e imaginación del señor Dühring su
afirmación de que la receptividad está psicológicamente[14] vinculada con la
existencia de un aparato nervioso, por simple que sea. Ni los animales inferiores ni
los zoófitos, por lo menos en su gran mayoría, presentan rastro de aparato nervioso.
Sólo a partir de los gusanos se encuentra regularmente un tal aparato, y el señor
Dühring es el primero en afirmar que aquellos animales no tienen sensibilidad
porque no tienen nervios. La sensibilidad no está necesariamente vinculada a
nervios, aunque sí a ciertos cuerpos proteicos que hasta el momento no ha sido
posible precisar.

Por lo demás, los conocimientos biológicos del señor Dühring quedan


suficientemente caracterizados por la cuestión que se atreve a suscitar, dirigiéndola
a Darwin:

¿Es que el animal se ha desarrollado a partir de la planta?

Una pregunta así no puede proceder más que de alguien que no sepa nada ni de
animales ni de plantas.

Por lo que hace a la vida en general, el señor Dühring se limita a decirnos:

El metabolismo, que tiene lugar por medio de una esquematización de


conformación plástica [¿qué querrá decir esto?], es siempre una característica
denotativa del proceso vital propiamente dicho.
Esto es todo lo que se nos dice sobre la vida, y tenemos que quedarnos hundidos
hasta las rodillas en el absurdo galimatías de la "esquematización de conformación
plástica" de la jerga dühringiana. Si queremos saber lo que es la vida, no tendremos
más remedio que buscar por nuestra cuenta.

Desde hace ya treinta años los especialistas de la química fisiológica y de la


fisiología química han dicho innumerables veces que el metabolismo orgánico es el
fenómeno más general y característico de la vida; lo único que hace el señor
Dühring es traducir eso a su elegante y claro lenguaje. Pero definir la vida como
metabolismo orgánico equivale a definir la vida diciendo que es la vida, pues
metabolismo orgánico, o metabolismo con esquematización plásticamente
formadora, es una expresión que requiere a

pág. 70

su vez aclaración por la vida misma, aclaración, esto es, mediante la diferencia
entre lo orgánico y lo inorgánico, entre lo vivo y lo no vivo. Con esta explicación no
adelantamos, pues, ni un paso.

El intercambio químico tiene también lugar sin vida. Hay toda una serie de
procesos en la química que, si llega suficiente suministro de materias primas,
reproducen constantemente sus propias condiciones, y de tal modo que un
determinado cuerpo aparece como portador del proceso. Así ocurre en la fabricación
de ácido sulfúrico por combustión de azufre. Se produce en este proceso dióxido de
azufre, SO2, y al añadir vapor de agua y ácido nítrico el dióxido de azufre toma
hidrógeno y oxígeno y se convierte en ácido sulfúrico, SO 4H2. El ácido nítrico pierde
oxígeno y da por reducción óxido de nitrógeno; este óxido de nitrógeno toma en
seguida oxígeno del aire y se transforma en óxidos superiores del nitrógeno, pero
sólo para volver a ceder en seguida ese oxígeno al dióxido de azufre y repetir de
nuevo el proceso, de modo que teoréticamente una ínfima cantidad de ácido nítrico
bastaría para transformar en ácido sulfúrico una cantidad ilimitada de dióxido de
azufre, oxígeno y agua. El intercambio químico tiene también lugar cuando
sustancias líquidas atraviesan membranas orgánicas muertas, y hasta membranas
inorgánicas, como ocurre con las células artificiales de Traube. Queda, pues, claro
que el metabolismo, el intercambio químico, no nos hace avanzar en absoluto, pues
el intercambio químico específico que debe explicar la vida necesita en realidad ser
explicado por la vida. Tenemos, pues, que proceder de otro modo.

La vida es el modo de existencia de los cuerpos albuminoideos, y ese modo de


existencia consiste esencialmente en la constante autorrenovación de los elementos
químicos de esos cuerpos.

Cuerpos albuminoideos se entiende aquí en el sentido de la química moderna, la


cual reúne con esa expresión a todos los cuerpos compuestos análogamente a la
común albúmina o blanco del huevo; esos cuerpos se llaman también sustancias
proteínicas. El primer nombre es muy poco apropiado, porque la albúmina del
huevo desempeña, entre todas las sustancias emparentadas con ella, el papel más
muerto y pasivo, pues no es más que sustancia alimenticia, junto a la yema del
huevo, para el germen en desarrollo. Pero mientras se sepa tan poco sobre la
composición química de los cuerpos albuminoideos, el nombre es de todos modos
mejor que los demás, porque es más general.

Cuando encontramos vida la hallamos siempre vinculada a un


pág. 71

cuerpo albuminoideo, y siempre que encontramos un cuerpo albuminoideo que no


esté ya en descomposición, hallamos también sin excepción fenómenos vitales. Sin
duda para producir especiales diferenciaciones de esos fenómenos vitales es
necesaria la presencia de otras combinaciones químicas en un cuerpo vivo; pero no
son imprescindibles para la mera vida, salvo en la medida en que, habiendo sido
absorbidas como alimento, se transforman en albúmina. Los seres vivos de nivel
más bajo que conocemos no son sino simples grumitos de albúmina, y presentan ya
todos los fenómenos esenciales de la vida.

Mas ¿en qué consisten esos fenómenos vitales siempre presentes en igual medida y
en todos los seres vivos? Ante todo, en que el cuerpo albuminoideo toma de su
medio otras sustancias adecuadas y se las asimila, mientras que otras partes viejas
del cuerpo se descomponen y se disimilan. Otros cuerpos no vivos se transforman
también, se descomponen o se combinan en el curso de las cosas naturales, pero
con ello dejan de ser lo que eran. La roca disgregada por los agentes atmosféricos
no es ya una roca; el metal oxidado pasa a ser un óxido. En cambio, lo que en los
cuerpos inertes es causa de la desaparición es para la albúmina condición básica de
la existencia. A partir del momento en que se interrumpe en el cuerpo albuminoideo
esa constante reposición de los elementos, esa permanente alternancia de
alimentación y eliminación, deja de ser el propio cuerpo albuminoideo, se
descompone, es decir, muere. La vida, el modo de existencia de un cuerpo
albuminoideo, consiste, pues, ante todo en que en cada instante es él mismo y otro;
y esto no a consecuencia de un proceso al que esté sometido desde fuera, como
puede ser el caso también en cuerpos inertes. La vida, por el contrario, el
intercambio químico que tiene lugar por la alimentación y la eliminación, es un
proceso que se autorrealiza y es inherente, innato, a su portador, la albúmina,
hasta el punto de que ésta no puede existir sin él. Y de esto se sigue que si alguna
vez la química consigue producir artificialmente albúmina, esta albúmina mostrará
necesariamente fenómenos vitales, por débiles que ellos sean. Quedará,
naturalmente, la cuestión de si la química será también capaz de descubrir
simultáneamente la alimentación adecuada para esa albúmina.

Todos los demás factores simples de la vida se derivan entonces de ese intercambio
químico mediado por la alimentación y la eliminación, como función esencial de la
albúmina, y de su propia plasticidad: la excitabilidad, que se encuentra ya incluida
en la

pág. 72

interacción entre la albúmina y su alimento; la contractibilidad, que se manifiesta


ya a un nivel muy bajo en la toma del alimento; la posibilidad de crecimiento, que
incluye ya en el nivel más bajo la reproducción por división; el movimiento interno,
sin el cual no son posibles ni la toma ni la asimilación del alimento.

Nuestra definición de la vida es, naturalmente, muy insuficiente, pues lejos de


incluir todas las manifestaciones de la vida tiene que limitarse a las más generales
y sencillas. Todas las definiciones son de escaso valor científico. Para saber de un
modo verdaderamente completo qué es la vida, tendríamos que recorrer todas sus
formas de manifestación, desde la más baja hasta la más alta. Pero, desde un
punto de vista operativo, esas definiciones son muy cómodas y a veces
imprescindibles; tampoco pueden perjudicar mientras no se olviden sus inevitables
deficiencias.

Pero volvamos al señor Dühring. Aunque le vaya un tanto mal en el ámbito de la


biología terrena, sabe consolarse refugiándose en su cielo estrellado.

No ya la especial constitución de un órgano sensible, sino todo el mundo objetivo


está orientado a la producción de placer y dolor. Por esta razón admitimos que la
contraposición de placer y dolor, y precisamente en la forma que conocemos, es
universal y tiene que estar representada en los diversos mundos del todo por
sentimientos esencialmente análogos... Esta coincidencia significa no poco, pues es
la clave del universo de las sensaciones... Por ella el mundo cósmico subjetivo no
nos es mucho más ajeno que el objetivo. La constitución de ambos reinos debe
concebirse según un tipo concordante, y con esto tenemos los fundamentos de una
doctrina de la consciencia que tiene un alcance mayor que el meramente terrestre.

¿Qué suponen unos pocos errores veniales en la ciencia terrestre de la naturaleza


para aquel que tiene en el bolsillo la clave del universo de las sensaciones? Allons
donc! [15]

pág. 73

IX. MORAL Y DERECHO. VERDADES ETERNAS

Nos abstendremos de dar muestras del revoltijo de sentencias triviales y de oráculo,


del vulgar cuento que el señor Dühring ofrece a sus lectores durante cincuenta
páginas enteras como ciencia radical de los elementos de la consciencia. No vamos
a citar más que lo siguiente:

El que sólo es capaz de pensar de la mano del lenguaje no sabe aún lo que significa
pensamiento propio y peculiar.

Según esto, los animales son los pensadores más propios y peculiares, pues que su
pensamiento no está jamás turbado por la imperiosa mezcla del lenguaje.
Ciertamente, ante los pensamientos dühringianos y el lenguaje que los expresa se
ve lo poco que están hechos esos pensamientos para ninguna lengua, y lo poco que
está hecha la alemana para esos pensamientos.

De todo esto nos libera finalmente la cuarta sección del libro, la cual nos ofrece,
además de aquellas fluidas gachas verbales, algo tangible de vez en cuando acerca
de la moral y el derecho. La invitación al viaje por los demás cuerpos celestes se nos
presenta esta vez nada más empezar:

...los elementos de la moral tienen que "hallarse también en todos los seres no
humanos en los cuales un entendimiento activo tiene que ocuparse del orden
consciente de mociones vitales instintivas, y ello de un modo concordante... Pero
nuestra atención a dichas consecuencias será escasa... Por otra parte, es siempre
una idea que amplía benéficamente el horizonte la de que en otros cuerpos celestes
la vida individual y colectiva tiene que partir de un esquema que... no consigue
suprimir ni obviar la constitución básica general de un ser que obra según el
entendimiento.
El hecho de que la validez de las verdades dühringianas para todos los demás
mundos posibles se coloque esta vez al principio del capítulo correspondiente, en
vez de al final, tiene su razón suficiente. Una vez establecida la validez de las ideas
dühringianas

pág. 74

de moral y justicia para todos los mundos, resulta más fácil ampliar benéficamente
su validez para todos los tiempos. Y también aquí se trata de verdades definitivas de
última instancia. Nada menos.

El mundo moral tiene "como el del saber general... sus principios permanentes y
sus elementos simples"; los principios morales están "por encima de la historia y
por encima de las actuales diferencias entre las constituciones de los pueblos... Las
específicas verdades con las que se constituyen en el curso de la evolución la plena
consciencia moral, y por así decirlo, la conciencia, pueden pretender, una vez
reconocidas hasta sus últimos fundamentos, una validez y un alcance análogos a
los de las concepciones y las aplicaciones de la matemática. Las verdades
auténticas son inmutables..., de tal modo que es una necedad presentar la rectitud
del conocimiento como afectable por el tiempo y por las transformaciones reales".
Por eso la seguridad del saber riguroso y la suficiencia del conocimiento común no
nos permiten desesperar, a la luz de la reflexiva prudencia, de la validez absoluta de
los principios del saber. "Ya la duda duradera es un enfermizo estado de debilidad,
y simple expresión de ruda confusión, la cual intenta a veces conseguir en la
consciencia sistemática de su nulidad la apariencia de una actitud algo sólida. En
las cuestiones éticas, la negación de principios generales se aferra a la multiplicidad
geográfica e histórica de las costumbres y de los principios, y si se le concede la
inevitable necesidad de lo malo y lo perverso ético, se cree definitivamente más allá
del reconocimiento de la validez seria y de la real eficacia de los coincidentes
impulsos morales. La skepsis corrosiva, que se dirige no contra particulares
doctrinas falsas, sino contra la capacidad humana de desarrollar la moralidad
consciente, desemboca finalmente en una nada real, y hasta en algo que es peor
que el mero nihilismo... Se vanagloria de poder dominar en su confuso caos de
disueltas y baratas representaciones morales, y abrir las anchas puertas al arbitrio
sin principios. Pero se equivoca grandemente, pues la mera apelación a los
inevitables destinos del entendimiento por el error y la verdad basta para revelar
mediante esa sola analogía que la natural falibilidad no excluye necesariamente la
realización de lo acertado.

Hemos ido recogiendo tranquilamente hasta el momento todas esas pomposas


sentencias del señor Dühring sobre verdades definitivas de última instancia,
soberanía del pensamiento, absoluta seguridad del conocimiento, etc., porque había
que llevar primero el desarrollo hasta el punto al que hemos llegado. Hasta ahora
bastaba con una investigación acerca de la medida en la cual las diversas
afirmaciones de la filosofía de la realidad tienen "validez soberana" y "pretensión
incondicionada a la verdad"; ahora llegamos a la cuestión de si hay productos del
conocimiento humano en general que puedan tener validez soberana y pretensión
incondicionada a la verdad, y cuáles son ellos. Y al decir conocimiento

pág. 75

humano no lo hago en absoluto con intención de ofender a los habitantes de otros


cuerpos celestes, a los que no tengo el honor de conocer, sino sólo porque también
los animales conocen, aunque no soberanamente. El perro reconoce en su dueño a
su Dios, aunque ese dueño puede ser el mayor sinvergüenza.

¿Es soberano el pensamiento humano? Antes de poder contestar sí o no tenemos


que averiguar qué es el pensamiento humano. ¿Es el pensamiento de un individuo?
No. Pero no existe sino como pensamiento individual de muchos miles de millones
de hombres pasados, presentes y futuros. Si digo que este pensamiento, unificado
en mi imaginación, de todos esos hombres, incluidos los futuros, es soberano,
capaz de conocer el mundo existente, siempre que la humanidad dure lo suficiente
y siempre que ni los órganos ni los objetos contengan límites a ese conocimiento, no
digo más que una trivialidad bastante estéril. Pues el resultado más valioso de esa
reflexión debería consistir en hacernos sumamente desconfiados respecto de
nuestro actual conocimiento, ya que según toda probabilidad nos encontramos aún
bastante al comienzo de la historia humana, y las generaciones que nos corregirán
serán probablemente mucho más numerosas que aquellas cuyo conocimiento
corregimos nosotros, con bastante desprecio a menudo.

El propio señor Dühring declara necesario que la consciencia, y por tanto también
el pensamiento y el conocimiento, tenga que manifestarse sólo a través de una serie
de seres individuales. No podemos atribuir soberanía al pensamiento de cada uno
de esos individuos más que en el sentido de que no conocemos ningún poder que
sea capaz de imponerle por la fuerza, estando él sano y despierto, algún
pensamiento. Mas por lo que hace a la validez soberana de los conocimientos de
cada individuo, todos sabemos que es imposible afirmarla, y que, según toda la
experiencia conocida, esos conocimicntos contienen sin excepción muchas más
cosas corregibles que imperfectibles o correctas.

Dicho de otro modo: la soberanía del pensamiento se realiza en una serie de


hombres que piensan de un modo nada soberano; el conocimiento con pretensión
incondicionada a la verdad se realiza en una serie de errores relativos; ni la una ni
el otro pueden realizarse plenamente sino mediante una duración infinita de la
humanidad.

Tenemos aquí de nuevo la misma contradicción encontrada antes entre el carácter


del pensamiento humano, necesariamente representado como absoluto, y su
realidad en hombres individuales

pág. 76

de pensamiento obviamente limitado; es una contradicción que no puede resolverse


más que en el progreso infinito, en la sucesión, prácticamente al menos infinita
para nosotros, de las generaciones humanas. En este sentido el pensamiento
humano es tan soberano cuanto no soberano, y su capacidad de conocimiento es
tan ilimitada como limitada. Soberano e ilimitado según la disposición, la
inspiración, la posibilidad, el objetivo histórico final; no soberano, limitado, según la
realización individual y la realidad de cada momento.

Lo mismo ocurre con las verdades eternas. Si alguna vez llegara la humanidad al
punto de no operar más que con verdades eternas, con resultados del pensamiento
que tuvieran validez soberana y pretensión incondicionada a la verdad, habría
llegado con eso al punto en el cual se habría agotado la infinitud del mundo
intelectual según la realidad igual que según la posibilidad; pero con esto se habría
realizado el famosísimo milagro de la infinitud finita.
Pero ¿no hay verdades tan firmes que toda duda a su respecto nos parece locura?
Por ejemplo, que dos por dos son cuatro, que los tres ángulos de un triángulo
suman dos rectos, que París está en Francia, que un hombre sin alimentar muere
de hambre, etc. ¿Hay, pues, verdades etemas, verdades definitivas de última
instancia?

Ciertamente. Es de antiguo sabido que podemos dividir todo el ámbito del


conocimiento en tres grandes sectores. El primero comprende todas las ciencias que
se ocupan de la naturaleza inerte y que son más o menos susceptibles de
tratamiento matemático: la matemática, la astronomía, la mecánica, la física, la
química. El que guste de aplicar palabras majestuosas a cosas muy sencillas,
puede decir que ciertos resultados de estas ciencias son verdades eternas,
definitivas verdades de última instancia: razón por la cual se ha llamado exactas a
estas ciencias. Pero no todos los resultados. Con la introducción de las magnitudes
variables y la ampliación de su variabilidad hasta lo infinitamente pequeño y lo
infinitamente grande, la matemática, tan rigurosa en general en sus costumbres, ha
cometido su pecado original; ha comido la manzana del conocimiento, la cual le ha
abierto la vía de los éxitos más gigantescos, pero también de los errores. Se perdió
para siempre el virginal estado de la validez absoluta, de la inapelable demostración
de todo lo matemático; empezó el reino de las controversias, y hemos llegado ahora
a una situación en la cual la mayoría de la gente diferencia

pág. 77

e integra no porque entienda lo que hace, sino por mera fe, porque el resultado ha
sido hasta ahora siempre correcto. Aún peor es lo que ocurre en la astronomía y la
mecánica, y en la física y la química uno se encuentra en medio de hipótesis como
en medio de un enjambre de abejas. Ni tampoco es la ciencia posible de otra
manera. En física nos encontramos con el movimiento de moléculas, en química
con la formación de moléculas a partir de átomos y, a menos que la interferencia de
las ondas luminosas sea una fábula, no tenemos perspectiva alguna de poner
jamás ante nuestros ojos esos interesantes objetos y verlos. Las verdades definitivas
de última instancia van a resultar curiosamente escasas con el tiempo.

Aún peor estamos con la geología, la cual, por su naturaleza misma, se ocupa de
procesos en los cuales no hemos estado presentes ni nosotros ni ningún hombre.
La cosecha de verdades definitivas de última instancia es consiguientemente cosa
de mucho esfuerzo y, por tanto, muy escasa.

La segunda clase de ciencias es la que comprende la investigación de los


organismos vivos. En este terreno se despliega una tal multiplicidad de
interacciones y causalidades que toda cuestión resuelta, plantea una multitud de
cuestiones ulteriores, y cada cuestión particular no puede generalmente resolverse
sino a pasos parciales, mediante una serie de investigaciones que a menudo
requieren siglos; y la necesidad de concepción sistemática de las conexiones obliga
siempre y de nuevo a rodear las verdades definitivas de última instancia con todo
un bosque exuberante de hipótesis. Piénsese en la larga serie de estados
intermedios que han sido necesarios, desde Galen hasta Malpighi, para establecer
correctamente una cosa tan sencilla como la circulación de la sangre en los
mamíferos, o lo poco que sabemos del origen de los corpúsculos de la sangre, o la
cantidad de eslabones intermedios que nos faltan, por ejemplo, para enlazar las
manifestaciones de una enfermedad con sus causas en una conexión racional.
Frecuentemente se producen además descubrimientos como el de la célula, que nos
obligan a someter a una revisión total todas las verdades definitivas de última
instancia registradas hasta el momento en el campo de la biología, y a eliminar para
siempre un gran montón de ellas. Por tanto, el que en este ámbito quiera establecer
auténticas verdades inmutables tendrá que contentarse con trivialidades como:
todos los hombres tienen que morir, todos los mamíferos hembras tienen glándulas
mamarias, etc.; ni siquiera podrá decir que los animales

pág. 78

superiores digieren con el estómago y los intestinos y no con la cabeza, pues la


actividad nerviosa centralizada en la cabeza es necesaria para la digestión.

Pero aún peor es la situación de las verdades eternas en el tercer grupo de ciencias,
el grupo histórico, que estudia las condiciones vitales de los hombres, las
situaciones sociales, las formas jurídicas y estatales con su sobrestructura ideal de
filosofía, religión, arte, etc., en su sucesión histórica y en su resultado actual. En la
naturaleza orgánica nos encontramos por lo menos con una sucesión de procesos
que, en la medida en que se trata de nuestra observación inmediata, se repiten con
bastante regularidad en el seno de límites bastante amplios. Las especies orgánicas
siguen siendo a grandes rasgos las mismas que en tiempos de Aristóteles. En
cambio, en la historia de la sociedad las repeticiones de situaciones son
excepcionales, no son la regla, en cuanto rebasamos las situaciones primitivas de la
humanidad, la llamada edad de piedra, y cuando se producen tales repeticiones no
tienen lugar nunca exactamente en las mismas condiciones. Así ocurre, por ejemplo,
con la presencia de la propiedad colectiva originaria de la tierra en todos los
pueblos cultos y la forma de su disolución. Por eso en el terreno de la historia
humana estamos con nuestra ciencia mucho más atrasados que en el de la
biología; aún más: cuando excepcionalmente se llega a conocer la conexión interna
de las formas de existencia sociales y políticas de una época, ello ocurre por regla
general cuando esas formas están ya en parte sobreviviéndose a sí mismas y
caminan hacia su ruina. El conocimiento es, pues, aquí esencialmente relativo, en
cuanto se limita a la comprensión de la coherencia y las consecuencias de ciertas
formas de sociedad y estado existentes sólo en un tiempo determinado y para
pueblos dados, y perecederas por naturaleza. El que en este terreno quiera salir a la
caza de verdades definitivas de última instancia, de verdades auténticas y
absolutamente inmutables, conseguirá poco botín, como no sean trivialidades y
lugares comunes de lo más grosero, como, por ejemplo, que los hombres no pueden
en general vivir sin trabajar, que por regla general se han dividido hasta ahora en
dominantes y dominados, que Napoleón murió el 5 de mayo de 1821, etc.

Pero es muy curioso que las supuestas verdades eternas, las verdades definitivas de
última instancia, etc., se nos propongan las más de las veces precisamente en este
terreno. En realidad, sólo proclama verdades eternas como el que dos y dos son
cuatro, el que los pájaros tienen pico u otras afirmaciones semejantes, aquel

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que procede con la intención de basarse en la existencia de verdades eternas en


general para inferir que también en el terreno de la historia humana hay verdades
eternas, una moral eterna, una justicia eterna, etc., las cuales aspiran a una
validez y un alcance análogos a los de las nociones y aplicaciones de la matemática.
En este caso podemos esperar con toda seguridad que dicho amigo de la
humanidad va a aprovechar la primera ocasión para declararnos que todos los
anteriores fabricantes de verdades eternas fueron más o menos asnos y charlatanes,
estuvieron todos presos en el error y fracasaron completamente; tras de lo cual
considerará que la existencia del error de aquéllos y de su falibilidad es una ley
natural y prueba de la existencia de la verdad y el acierto en él; él, el profeta último,
trae la verdad definitiva de última instancia, la moral eterna, la justicia eterna, ya
lista y terminada en su mochila. Todo esto ha ocurrido tantos centenares y miles de
veces que hay que asombrarse de que haya hombres lo suficientemente crédulos
para creer eso no ya de otros, sino de sí mismos. Pese a lo cual estamos ahora al
menos en presencia de un tal profeta, sumido en cólera altamente moral, según
vieja costumbre, cuando otras gentes se niegan a admitir que algún individuo sea
capaz de suministrar la verdad definitiva de última instancia. Esa negación, incluso
la mera duda, es, según él, un estado de debilidad, grosera confusión, nulidad,
skepsis corrosiva peor que el mero nihilismo, confuso caos y otras tantas cosas
amables más. Como en todos los profetas, tampoco aquí se procede por
investigación crítico-científica para alcanzar el juicio, sino que se condena sin más
con truenos morales.

Habríamos podido añadir a las ciencias citadas antes las que investigan las leyes
del pensamiento humano, es decir, la lógica y la dialéctica. Pero tampoco en ellas es
mejor la situación de las verdades eternas. El señor Dühring declara que la
dialéctica propiamente dicha es un contrasentido, y los muchos libros que sobre
lógica se han escrito y siguen escribiéndose prueban suficientemente que también
en esto las verdades definitivas de última instancia crecen mucho más dispersas de
lo que algunos creen.

Por lo demás, no tenemos en absoluto que aterrarnos porque el nivel del


conocimiento en el que hoy nos encontramos sea tan poco definitivo como todos los
anteriores. Es ya un estadio que abarca un gigantesco material de comprensión y
experiencia y exige una gran especialización de los estudios de todo aquel que
quiera familiarizarse con alguna rama. Mas el que se empeñe en aplicar el criterio
de la verdad auténtica, inmutable y definitiva

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de última instancia a conocimientos que por la misma naturaleza de la cosa o bien


van a ser relativos para largas series de generaciones, sin poder completarse sino
parcial y progresivamente, o bien, como la cosmogonía, la geología, la historia
humana, ya por las deficiencias del material histórico serán siempre incompletos y
con lagunas, ese tal no prueba con ello más que su propia ignorancia y
desorientación, incluso en el caso de que, a diferencia de lo que ocurre con nuestro
autor, el fondo verdadero de su posición no sea la pretensión de infalibilidad
personal. Verdad y error, como todas las determinaciones del pensamiento que se
mueven en contraposiciones polares, no tienen validez absoluta más que para un
terreno extremadamente limitado, como acabamos de ver, y como también el señor
Dühring vería si tuviera un poco de familiaridad con los rudimentos de la dialéctica,
los cuales se refieren precisamente a la insuficiencia de todos los contrapuestos
polares. En cuanto que la aplicamos fuera de aquel estrecho ámbito antes indicado,
la contraposición de verdad y error se hace relativa y, con ello, inutilizable para un
modo de expresión rigurosamente científico; por lo que, si intentamos seguir
aplicándola como absolutamente válida fuera de aquel terreno, llegamos
definitivamente a la quiebra; los dos polos de la contraposición mutan en su
contrario, la verdad se hace error y el error se hace verdad. Tomemos como ejemplo
la conocida ley de Boyle según la cual a temperatura constante el volumen de los
gases es inversamente proporcional a ]a presión que soportan. Regnault descubrió
que esta ley no vale en todos los casos. Si hubiera sido un filósofo de la realidad, se
habría visto obligado a decir: la ley de Boyle es mutable; por tanto, no es una
verdad auténtica; por tanto, no es ninguna verdad en absoluto; por tanto, es un
error. Pero con esto habría cometido un error bastante mayor que el contenido en la
ley de Boyle; su grano de verdad habría desaparecido en un montón de arena del
error; habría convertido su resultado, inicialmente correcto, en un error, en
comparación del cual la ley de Boyle, junto con el elemento de error que la afecta,
parecería la verdad. Como hombre de ciencia, Regnault no cayó en tal infantilismo,
sino que siguió investigando y halló que la ley de Boyle no es en general sino
aproximadamente correcta, y particularmente que pierde su validez en gases que
por presión puedan licuarse, y ello en cuanto que la presión se acerca al punto en
el cual se presenta la licuefacción. La ley de Boyle resulta, pues, correcta sólo
dentro de determinados límites. Mas ¿es absolutamente, definitivamente válida
dentro de esos límites?

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Ningún físico hará tal afirmación. Dirá más bien que tiene validez dentro de ciertos
límites de presión y temperatura y para determinados gases; y tampoco excluirá
que dentro de esos mismos límites estrechos exista la posibilidad de que futuras
investigaciones pongan aún una limitación más estricta o den de la misma una
nueva versión.[*]

Tal es, pues, la situación de las verdades definitivas de última instancia en la física,
por ejemplo. Por eso los trabajos realmente científicos evitan sistemáticamente
expresiones dogmático- morales tales como error y verdad, mientras que estas
expresiones nos salen constantemente al paso en escritos como la filosofía de la
realidad, en los que una vacía cháchara quiere imponersenos como el resultado
más soberano del soberano pensamiento.

Pero un lector ingenuo podría preguntarse: ¿Dónde ha dicho explícitamente el señor


Dühring que el contenido de su filosofía de la realidad sea verdad definitiva y
precisamente de última instancia? ¿Dónde? Pues, por ejemplo, en el ditirambo a su
sistema (pág. 13) que citamos parcialmente en el capítulo segundo. O cuando, en la
frase antes citada, dice que las verdadcs morales, en cuanto reconocidas hasta su
fundamento último, reivindican validez análoga a la de las nociones matemáticas. Y
¿no afirma el señor Dühring que, desde su punto de vista realmente crítico y por
medio de su investigación que llega hasta las raíces, ha penetrado hasta esos
fundamentos últimos, hasta los esquemas básicos, con lo que ha dado a las
verdades morales carácter definitivo de última instancia? Pues si el señor Dühring
no ha sentado esa pretensión para sí mismo ni para su época, si sólo quiere decir
que alguna vez, en el gris y nebuloso futuro, pueden formularse verdades definitivas
de última instancia, si, pues, quiere decir lo mismo, aproximadamente aunque más
confusamente, que la "skepsis corrosiva" y la "grosera confusión", entonces ¿para
qué todo ese ruido, qué es lo que desea este señor?

Si con la verdad y el error no hemos podido hacer mucho

[*] Esto parece haberse confirmado desde que lo escribí. Tras las nuevas
investigaciones de Mendeleiev y Boguski con aparatos más precisos, todos los gases
auténticos han mostrado una relación variable entre la presión y el volumen; el
coeficiente de expansión ha resultado positivo en el hidrógeno para todas las
presiones aplicadas hasta ahora (el volumen disminuyó más lentamente de lo que
aumentaba la presión); para el aire atmostérico y los demás gases estudiados se
halló para cada uno un punto cero de presión, de tal modo que para presión menor
aquel coeficiente es positivo, y para presión mayor negativo. La ley de Boyle, aun
prácticamente utilizable hasta hoy, va a necesitar, pues, como complemento toda
una serie de leyes especiales. (Ahora —1885— sabemos que no hay en absoluto
gases "auténticos". Todos han sido reducidos a estado fluido-líquido.)

pág. 82

camino, con el bien y el mal vamos a hacer aún menos. Esta contraposición se
mueve exclusivamente en el terreno moral, es decir, en un terreno perteneciente a
la historia humana, y en él las verdades definitivas de última instancia se
encuentran precisamente con la mayor escasez. Las nociones de bien y mal han
cambiado tanto de un pueblo a otro y de una época a otra que a menudo han
llegado incluso a contradecirse. (Alguien podrá sin duda replicar que el bien no es el
mal ni el mal el bien, y que si se confunden el bien y el mal se suprime toda
moralidad y cada cual puede hacer o dejar de hacer lo que quiera.) Esta es también
la opinión del señor Dühring, en cuanto se le quita todo el estilo sentencioso de
oráculo. No obstante, la cuestión no es tan fácil de liquidar. Si tan sencilla fuera,
tampoco habría discusión sobre el bien y el mal, todo el mundo sabría lo que son el
bien y el mal. Pero ¿cuál es hoy la situación? ¿Qué moral se nos predica hoy? Hay,
por de pronto, la cristiano-feudal, procedente de viejos tiempos creyentes, que se
divide fundamentalmente en una moral católica y otra protestante, con
subdivisiones que van desde la jesuítico-católica y la protestante ortodoxa hasta la
moral laxa ilustrada. Se tiene además la moral moderno-burguesa y, junto a ésta,
la moral proletaria del futuro, de modo que ya en los países más adelantados de
Europa el pasado, el presente y el futuro suministran tres grandes grupos de
teorías morales que tienen una vigencia contemporánea y copresente. ¿Cuál es la
verdadera? Ninguna de ellas, en el sentido de validez absoluta y definitiva; pero sin
duda la moral que posee más elementos de duración es aquella que presenta el
futuro en la transformación del presente, es decir, la moral proletaria.

Mas al ver que las tres clases de la sociedad moderna, la aristocracia feudal, la
burguesía y el proletariado, tienen cada una su propia moral, no podemos sino
inferir de ello que en última instancia los hombres toman, consciente o
inconscientemente, sus concepciones éticas de las condiciones prácticas en que se
funda su situación de clase, es decir, de las situaciones económicas en las cuales
producen y cambian.

Pero en las tres teorías morales antes indicadas hay cosas comunes a todas: ¿no
puede ser esto, por lo menos, una pieza de la moral válida para las tres? Aquellas
teorías morales representan tres estadios diversos de una misma evolución
histórica. Tienen, pues, un trasfondo histórico común, y, ya por eso,
necesariamente, muchas cosas comunes. Aún más. Para estadios evolutivos
económicos iguales o aproximadamente iguales, las teorías morales tienen que

pág. 83

coincidir necesariamente en mayor o menor medida. A partir del momento en que


se ha desarrollado la propiedad privada de los bienes muebles, todas las sociedades
en las que valía esa propiedad privada tuvieron que poseer en común el
mandamiento moral "No robarás".

¿Se convierte por ello este mandamiento en mandamiento moral eterno? En modo
alguno. En una sociedad en la que se eliminen los motivos del robo, en la que a la
larga no puedan robar sino, a lo sumo, los enfermos mentales, sería objeto de burla
el predicador moral que quisiera proclamar solemnemente la verdad eterna "No
robarás".

Rechazamos, por tanto, toda pretensión de que aceptamos la imposición de


cualguier dogmática moral como ley ética eterna, definitiva y por tanto inmutable,
por mucho que se nos exhiba el pretexto de que también el mundo moral tiene sus
principios permanentes, situados por encima de la historia y de las diferencias
entre los pueblos. Afirmamos, por el contrario, que toda teoría moral que ha
existido hasta hoy es el producto, en última instancia, de la situación económica de
cada sociedad. Y como la sociedad se ha movido hasta ahora en contraposiciones de
clase, la moral fue siempre una moral de clase; o bien justificaba el dominio y los
intereses de la clase dominante, o bien, en cuanto que la clase oprimida se hizo lo
suficientemente fuerte, representó la irritación de los oprimidos contra aquel
dominio y los intereses de dichos oprimidos, orientados al futuro. Todo esto no nos
hace dudar de que, al igual que en las demás ramas del conocimiento humano,
también en la moral se ha producido a grandes rasgos un progreso. Pero todavía no
hemos rebasado la moral de clase. Una moral realmente humana que esté por
encima de las contraposiciones de clase, y por encima del recuerdo de ellas, no será
posible sino en un estadio social que no sólo haya superado la contraposición de
clases, sino que la haya además olvidado para la práctica de la vida.

Con esto podrá apreciarse el orgullo del señor Dühring que, desde el corazón de la
sociedad de clases, presenta la pretensión de imponer a la sociedad futura y sin
clases, en vísperas de una revolución social, una moral etema, independiente de la
época y de las transformaciones reales. Aun suponiendo —cosa para nosotros hasta
el momento desconocida— que el señor Dühring entendiera por lo menos en sus
rasgos fundamentales la estructura de esa sociedad futura.

He aquí, por último, una revelación "básicamente propia", pero

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no por ello menos "penetrante hasta las raíces": por lo que hace al origen del mal,

contamos con el hecho de que el tipo del gato, con su correspondiente falsedad, se
encuentra presente en una formación animal, con la circunstancia de que en el
mismo nivel se halla en el hombre también una conformación análoga del carácter...
El mal no es, pues, nada misterioso, a menos que se quiera rastrear en la existencia
del gato o del animal de presa en general algo místico.

El mal es el gato. El diablo, pues, no tiene cuernos ni pezuña, sino uñas retráctiles
y ojos verdes. Y Goethe cometió un error imperdonable al presentar a Mefistófeles
como perro negro en vez de bajo la forma del sudodicho gato. El mal es el gato. Esta
es la moral no sólo para todos los mundos, sino también ¡para el gato!
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X. MORAL Y DERECHO. IGUALDAD.

Hemos conocido ya varias veces el método del señor Dühring. Ese método consiste
en descomponer cada grupo de objetos del conocimiento en sus elementos
supuestamente simples, aplicar a esos elementos axiomas no menos sencillos y
supuestamente evidentes y seguir operando con los resultados así conseguidos.
También una cuestión del ámbito de la vida social

se decide axiomáticamente con particulares y simples formaciones fundamentales,


como si se tratara de simples... formaciones fundamentales de la matemática

Y así la aplicación del método matemático a la historia, la moral y el derecho tiene


que darnos también aquí certeza matemática sobre la verdad de los resultados
conseguidos, caracterizarlos como verdades auténticas e inmutables.

Se trata sencillamente de otra formulación del viejo amable método ideológico que
solía llamarse apriorístico, y que consiste en no registrar las propiedades de un
objeto estudiando el objeto, sino en deducirlas demostrativamente a partir del
concepto del objeto. Primero se forma uno un concepto del objeto a partir del objeto;
luego se da la vuelta al espejo y se mide el objeto por su imagen, el concepto. El
objeto debe regirse por el concepto, no el concepto por el objeto. En el caso del
señor Dühring, el servicio comúnmente realizado por el concepto es cosa de los
elementos simples, es decir, de las últimas abstracciones a las que consigue llegar;
pero esto no altera en nada el método; estos elementos simples son, en el mejor de
los casos, de naturaleza puramente conceptual. La filosofía de la realidad muestra,
pues, también aquí que es pura ideología, deducción de la realidad no a partir de sí
misma, sino a partir de la representación.

Si, pues, un tal ideólogo se dispone a construir la moral y el derecho no con las
condiciones sociales reales de los hombres que le rodean, sino a partir del concepto
o de los supuestos elementos

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simples de "la sociedad", ¿qué material tiene para esa construcción? Lo tiene
obviamente de dos tipos: primero, el escaso resto de contenido real que tal vez
quede en aquellas abstracciones puestas como fundamento; segundo, el contenido
que nuestro ideólogo vuelva a introducir en ellas partiendo de su propia consciencia.
Y ¿qué encuentra en su consciencia? Sobre todo, concepciones morales y jurídicas
que son expresión más o menos adecuada —positiva o negativa, conformista o
polémica— de las condiciones sociales y políticas en las que vive; luego tal vez
nociones tomadas de la literatura principal; por último, quizá, manías personales.
Nuestro ideólogo puede revolver todo lo que quiera: la realidad histórica que ha
echado por la puerta vuelve a entrar por la ventana, y mientras cree estar
proyectando una doctrina ética y jurídica para todos los mundos, está ejecutando
en realidad un retrato de las corrientes conservadoras o revolucionarias de su
época, deformado porque, separado de su suelo real, es como un rostro reflejado
por un espejo cóncavo e invertido.

El señor Dühring descompone, pues, la sociedad en sus elementos simples y


descubre al hacerlo que la sociedad más simple se compone por lo menos de dos
seres humanos. Con estos dos seres humanos se pone, pues, a operar
axiomáticamente. Y entonces se presenta con mucha naturalidad el axioma moral
fundamental:

Dos voluntades humanas son como tales plenamente iguales una a la otra, y la una
no puede por de pronto imponer positivamente nada a la otra. Con esto "se
caracteriza la forma fundamental de la justicia moral"; y también la de la justicia
jurídica, pues "para el desarrollo de los conceptos jurídicos de principio no
necesitamos más que la relación plenamente simple y elemental entre dos seres
humanos".

Que dos seres humanos o dos voluntades humanas como tales son plenamente
iguales no sólo no es un axioma, sino que es incluso una gran exageración. Dos
hombres pueden ser por de pronto, incluso como tales seres humanos, desiguales
por el sexo, y este sencillo hecho nos lleva en seguida a este otro —si nos
permitimos por un momento seguir al señor Dühring en su infantilismo— , a saber,
que los dos elementos simples de la sociedad no son dos hombres, sino un
hombrecito y una mujercita, los cuales fundaron una familia, la forma de
asociación primera y más sencilla para la producción. Pero esto no satisface cn
absoluto al señor Dühring. Pues, por una parte, hay que igualar lo más posible a
los dos fundadores de sociedad y, por otra parte, ni el mismo señor Dühring

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sería capaz de construir partiendo de la familia primitiva la equiparación jurídica de


hombre y mujer. Una de dos, pues: o bien la molécula social dühringiana, por cuya
multiplicación tiene que constituirse la sociedad, está desde el principio condenada
a la ruina, pues dos hombres no conseguirán jamás con su colaboración producir
un niño, o bien tenemos que imaginar esos dos hombres como dos cabezas de
familia. Y en este caso todo ese simple esquema básico se convierte en su contrario:
en vez de la igualdad entre los seres humanos prueba a lo sumo la igualdad de los
cabezas de familia y, como no se pregunta nada a las mujeres, prueba además la
subordinación de éstas.

Tenemos que comunicar aquí al lector la desagradable nueva de que a partir de este
momento no va a conseguir perder de vista a esos dos famosos hombres por algún
tiempo. Los dos desempeñan en el terreno de las relaciones sociales un papel
parecido al asumido hasta ahora por los habitantes de otros cuerpos celestes, de
los que esperamos habernos despedido ya. En cuanto se presenta una cuestión de
la economía, la política, etc., los dos hombres se ponen inmediatamente en marcha
y liquidan "axiomáticamente" el asunto en un momento. Se trata de un
extraordinario descubrimiento creador, y creador precisamente de sistema, que ha
hecho nuestro filósofo de la realidad: aunque desgraciadamente, si es que queremos
hacer honor a la verdad, hay que decir que no ha sido él el que ha descubierto a los
dos hombres en cuestión. Son más bien comunes a todo el siglo XVIII. Se presentan
ya en el tratado de Rousseau sobre la desigualdad, en el que —sea dicho de paso—
sirven para probar axiomáticamente lo contrario de las afirmaciones dühringianas.
Desempeñan un papel capital en los autores de la economía política, desde Adam
Smith hasta Ricardo; pero en estos autores los dos hombres son por lo menos
desiguales por el hecho de que cada uno de ellos desempeña un oficio distinto —por
lo general, los oficios de cazador y pescador— y en que se intercambian sus
respectivos productos. Por lo demás, en todo el siglo XVIII nuestros dos hombres
sirven principalmente como mero ejemplo, y la originalidad del señor Dühring
consiste exclusivamente en haber ascendido ese método de ejemplificación a la
categoría de método fundamental de toda ciencia de la sociedad y a criterio de todas
las formaciones históricas. Cierto que es imposible facilitarse más la "concepción
rigurosamente científica de las cosas y los hombres".

Para conseguir el axioma fundamental de que dos hombres y

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sus voluntades son totalmente iguales entre sí y ninguno de ellos puede mandar
nada al otro, no podemos en modo alguno tomar dos hombres cualesquiera. Tienen
que ser dos seres humanos tan liberados de toda realidad, de todas las situaciones
nacionales, económicas, políticas y religiosas que se dan en la Tierra, de toda
particularidad sexual y personal, que no queda ni de uno ni de otro más que el
mero concepto "ser humano"; entonces sí que son "plenamente iguales" entre sí.
Son, pues, dos plenos fantasmas conjurados por ese mismo señor Dühring que en
todas partes rastrea y denuncia mociones "espiritistas". Los dos fantasmas tienen
que hacer, naturalmente, todo lo que les pide su conjurador, razón por la cual
todos los números que realizan son sumamente indiferentes para el resto del
mundo.

Pero consideremos ulteriormente la axiomática del señor Dühring. Las dos


voluntades están absolutamente imposibilitadas de pretender nada positivo una de
otra. Si, a pesar de ello, una lo hace así e impone por la fuerza su pretensión, se
produce una situación injusta, y con este esquema básico el señor Dühring explica
la injusticia, la violencia, la servidumbre y, en una palabra, toda la condenable
historia sida. Ahora bien: en el escrito antes aludido Rousseau ha argüido
precisamente lo contrario partiendo de los dos hombres, y de modo no menos
axiomático, a saber: que dados los dos hombres, A no puede someter a B por la
fuerza, sino sólo poniendo a B en una situación en la cual no pueda prescindir de A,
lo cual representa para el señor Dühring una concepción ya demasiado materialista.
Digamos, pues, lo mismo de otro modo. Dos náufragos se encuentran solos en una
isla y fundan una sociedad. Sus voluntades son formalmente iguales, y los dos lo
reconocen así. Pero desde el punto de vista material hay una gran desigualdad. A es
decidido y enérgico; B es indeciso, lento y perezoso; A es despierto, B es romo.
¿Cuánto tiempo pasará antes de que A imponga su voluntad a B, por persuasión
primero, luego por hábito, regularmente, aunque siempre bajo forma de
voluntariedad? Se respete o se pisotee la forma de la voluntariedad, sumisión es
siempre sumisión. El ingreso voluntario en la servidumbre se ha mantenido
durante toda la Edad Media, y en Alemania incluso hasta después de la Guerra de
los Treinta Años. Cuando, tras las derrotas de 1806 y 1807, se suprimió en Prusia
la servidumbre y, con ella, la obligación para los nobles señores de curar de sus
siervos en la miseria, la enfermedad y la vejez, los campesinos pidieron al rey que se
les dejara en servidumbre, pues ¿quién iba a curar de ellos en la

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miseria? El esquema de los dos hombres está, pues, tan "orientado" a la


desigualdad y la servidumbre cuanto a la igualdad y la ayuda recíproca; y como,
bajo pena de extinción, tenemos que imaginarnos a los dos hombres como cabezas
de familia, tenemos ya incluida en el esquema la servidumbre hereditaria.
Pero dejemos todo eso en este punto por un momento. Supongamos que la
axiomática del señor Dühring nos hubiera convencido y que fuéramos ya
entusiastas de la plena equiparación de las dos voluntades, de la "general soberanía
humana", de la "soberanía del individuo", colosos verbales frente a los cuales el
"Unico" de Stirner, con su propiedad, es un chapucero, aunque también él podría
reivindicar su parte de paternidad en aquella construcción. Todos somos, pues,
ahora plenamente iguales e independientes. ¿Todos? Pues no; no todos.

Hay también "dependencias admisibles", pero éstas se explican "por motivos que no
hay que buscar en la actuación de las dos voluntades como tales, sino en un tercer
ámbito, como, por ejemplo, cuando se trata de niños en la insuficiencia de su
autodeterminación".

Efectivamente. Los motivos de la dependencia no deben buscarse en la actuación de


las dos voluntades como tales. Naturalmente que no, puesto que lo que ocurre en la
dependencia es que se impide precisamente la actuación de una de las voluntades.
Sino es un tercer ámbito. Y ¿cuál es ese tercer ámbito? La concreta determinación
de la voluntad oprimida como insuficiente. Tanto se ha alejado de la realidad
nuestro filósofo de la misma que frente a la abstracta y vacía locución "voluntad" el
real contenido, la determinación característica de esa voluntad, le parece ya un
"tercer ámbito". Pero sea de ello lo que fuere, hemos de registrar que la
equiparación tiene en todo caso su excepción. No vale para una voluntad afectada
por la insuficiencia de la autodeterminación. Retirada número 1.

Sigamos:

Cuando la bestia y el hombre se encuentran mezclados en una persona puede


entonces preguntarse en nombre de una segunda persona plenamente humana si
la conducta de ésta puede ser la misma que sería, caso de encontrarse, por así
decirlo, ante personas exclusivamente humanas... Por tanto, nuestra suposición de
dos personas moralmente desiguales, una de las cuales participa en algún sentido
del carácter propio de la bestia, es la forma básica típica de todas las relaciones...
que pueden presentarse en grupos humanos y entre grupos humanos según esa
diferencia.

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Dejamos al lector el trabajo de consultar por sí mismo la triste diatriba que sigue a
esa tímida escapatoria y en la que el señor Dühring se revuelve y agita como un
jesuita para establecer casuísticamente hasta qué punto puede el hombre humano
proceder contra el hombre bestial, en qué medida puede utilizar contra él la
desconfiánza, la astucia bélica, expedientes violentos, incluso terroristas y de
engaño, sin pecar por ello frente a la moral inmutable.

Así, pues, la igualdad desaparece también cuando dos personas son "moralmente
desiguales". Pero entonces no valía absolutamente la pena conjurar a aquellos dos
hombres plenamente iguales, pues no hay ni dos personas que sean plenamente
iguales desde el punto de vista moral. Pero la desigualdad consiste, según parece,
en que la una es una persona humana, mientras la otra lleva en sí una buena
porción de bestia. Ahora bien: la descendencia del hombre a partir del reino animal
conlleva la circunstancia de que el hombre no se libere nunca plenamente de la
bestia, de tal modo que no podrá tratarse nunca sino de un más o un menos, una
diferencia de grado en cuanto a bestialidad y humanidad. Aparte de la filosofía de la
realidad, sólo el cristianismo —que por eso tiene consecuentemente su juez
universal, para practicar la división— conoce una distribución de los hombres en
dos grupos claramente delimitados, hombres- hombres y hombres- bestias, buenos
y malos, corderos y cabritos. Mas ¿quién será juez universal en la filosofía de la
realidad? Tendrá probablemente que ocurrir como en la práctica del cristianismo,
en el cual las piadosas ovejitas asumen ellas mismas, y con el éxito sabido, la
función de juez universal contra sus mundanales prójimos cabritos. Si alguna vez
llega a formarse, la secta de los filósofos de la realidad no les cederá seguramente
en nada en este respecto a los hombres de Dios. Pero la cosa puede dejarnos
indiferentes; lo que nos interesa es la confesión de que, a consecuencia de la
desigualdad moral entre los hombres, la igualdad vuelve a disiparse. Retirada
número 2.

Sigamos otra vez:

Cuando el uno obra según la verdad y la ciencia y el otro según cualquier preiuicio
o superstición..., tienen que presentarse nonnalmente perturbaciones recíprocas...
Alcanzado cierto grado de incapacidad, rudeza o mala tendencia del carácter,
tendrá que producirse siempre un choque... La fuerza es el último recurso no sólo
contra niños y locos. La mala conformación de enteros grupos naturales y clases
culturales de hombres puede convertir en una necesidad inevitable la sumisión de
su voluntad, hostil por su deformación, en el sentido de una reconducción de la
misma a los vínculos comunes. La voluntad ajena sigue aquí considerándose como
equiparada;

pág. 91

pero por la deformación de su actuación lesiva y hostil ha provocado una


compensacíón, y si esa voluntad sufre entonces la acción de la fuerza, no hace sino
cosechar el contragolpe de su propia injusticia.

Así, pues, no sólo la desigualdad moral, sino incluso la intelectual basta para
eliminar la "plena igualdad" de las dos voluntades y para elaborar una moral según
la cual todos los crímenes de los civilizados estados rapaces contra pueblos
atrasados, incluyendo las monstruosidades de los rusos en el Turquestán, pueden
justificarse. Cuando en el verano de 1873 el general Kaufmann asaltó la tribu
tártara de los yomudas, mandó quemar sus tiendas y acuchillar "a la caucásica",
como decía la orden, a sus mujeres y a sus niños, afirmó también que la sumisión
del pueblo de los yomudas, hostil por su deformación, en el sentido de su
reconducción a los vínculos comunes, se había hecho una necesidad inevitable, y
que los medios que él había utilizado eran los más adecuados, pues el que quiere el
fin tiene también que querer los medios. Sólo que no fue lo suficientemente cruel
como para burlarse encima de los yomudas diciendo que, puesto que los degollaba
por compensación, estaba precisamente respetando su voluntad como equiparada.
Encima de eso, los que se reservan el decidir qué es superstición, prejuicio, rudeza,
mala tendencia del carácter, y cuándo son necesarios para la compensación la
sumisión y la fuerza, son en este conflicto los elegidos, los que obran
sedicentemente según la verdad y la ciencia, es decir, en última instancia, los
filósofos de la realidad. La igualdad es, pues, ahora la compensación por la fuerza, y
la primera voluntad reconoce como equiparada a la segunda por el procedimiento
de someterla. Retirada número 3, que ya aquí degenera en vergonzosa huida.
Dicho sea de paso, la fraseología según la cual la voluntad ajena es considerada
como equiparada precisamente en la compensación o el restablecimiento del
equilibrio por la fuerza, es una simple deformación de la teoría hegeliana según la
cual la pena es un derecho del delincuente;

...que la pena se considera como conteniendo su propio derecho, y en ella se hace


honor al delincuente como ser racional (Filosofía del derecho, § 100, observación).

Con esto podemos dejar el tema. Sería superfluo seguir aún al señor Dühring por
su progresiva destrucción de la igualdad tan axiomáticamente establecida, de la
soberanía humana general, etc.,

pág. 92

u observar cómo, aunque consiga producir la sociedad con dos hombres, necesita
un tercero para construir el Estado, pues —por decirlo brevemente— sin ese tercero
es imposible constituir una mayoría y sin ella, es decir, sin el dominio de la mayoría
sobre la minoría, es imposible que exista un Estado; o cómo se desvía luego
paulatinamente hacia las aguas más tranquilas de la construcción de su Estado
socialitario del futuro, en el que tendremos el honor de ir a visitarle una hermosa
mañana. Hemos visto ya suficientemente que la plena igualdad de las dos
voluntades no subsiste sino mientras esas dos voluntades no quieren nada; que en
cuanto que dejan de ser voluntades humanas como tales y se convierten en
voluntades reales, individuales, en las voluntades de dos hombres, queda
suprimida la igualdad; que la infancia, la locura, la supuesta bestialidad, el
supuesto prejuicio, la supuesta superstición y la sospechada incapacidad, por un
lado, y la imaginada humanidad, la comprensión de la verdad y de la ciencia, por
otro, que toda diferencia, pues, en la cualidad de las dos voluntades y en la de las
inteligencias que las acompañan justifica una desigualdad, la cual puede llegar
incluso a la sumisión; ¿qué más vamos a pedir, una vez que el señor Dühring
mismo ha derribado tan radicalmente y desde los fundamentos su propio edificio de
la igualdad?

Pero si hemos terminado ya con el tratamiento trivial y chapucero de la idea de


igualdad por el señor Dühring, eso no nos libera de considerar esa idea misma, en
el importante papel agitatorio, teórico principalmente en Rousseau, práctico en la
gran Revolución y desde ella, que sigue desempeñando aún hoy en el movimiento
socialista de casi todos los países. El establecimiento de su contenido científico
determinará también su valor para la agitación proletaria.

La idea de que todos los seres humanos en tanto que tales tienen algo en común y
que son además iguales dentro del alcance de ese algo común es, naturalmente,
antiquísima. Pero la moderna exigencia de igualdad es completamente distinta de
esa noción; la idea moderna consiste más bien en deducir de aquella propiedad
común del ser-hombre, de aquella igualdad de los seres humanos como tales, la
exigencia de validez política o social igual de todos los hombres, o, por lo menos, de
todos los ciudadanos de un Estado o de todos los miembros de una sociedad.
Tuvieron que pasar, y pasaron, milenios antes de que de aquella primitiva
representación de igualdad relativa se explicitara la inferencia de una equiparación
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en el Estado y la sociedad, y hasta que esa inferencia pudiera incluso parecer algo
natural y evidente. En las más antiguas comunidades naturales, la equiparación no
tenía sentido, sino, a lo sumo, entre los miembros de la pequeña comunidad;
mujeres, esclavos y extranjeros quedaban obviamente excluidos de ella. Entre los
griegos y los romanos las desigualdades de los hombres tenían bastante más
importancia que cualquier igualdad. Habría parecido por fuerza a los antiguos una
insensatez la idea de que griegos y bárbaros, libres y esclavos, ciudadanos y
protegidos, ciudadanos romanos y súbditos sometidos (por usar una expresión muy
genérica) pudieran pretender una situación política igual. Bajo el Imperio Romano
fueron disolviéndose paulatinamente todas esas diferencias, con excepción de la
diferencia entre libres y esclavos; surgió así, al menos para los libres, aquella
igualdad privada sobre cuyo fundamento se desarrolló el derecho romano, la más
perfecta formación del derecho basado en la propiedad privada de la que tengamos
conocimiento. Pero mientras subsistió la contraposición entre libres y esclavos, era
imposible hablar de consecuencias jurídicas de la igualdad general humana; así lo
hemos visto aún recientemente en los estados esclavistas de la Unión
norteamericana.

El cristianismo no conoció más que una igualdad de todos los hombres, a saber, la
de la igual pecaminosidad, la cual correspondía plenamente a su carácter de
religión de los esclavos y oprimidos. Junto a ella conoció a lo sumo la igualdad de
los elegidos, la cual, empero, no se subrayó sino muy al comienzo. Las huellas de la
comunidad de bienes que se encuentran también en los comienzos de la nueva
religión son más reducibles a la solidaridad de los perseguidos que a reales ideas de
igualdad. Muy pronto la consolidación de la contraposición sacerdote- laico termina
también con este rudimento de igualdad cristiana. La marea germánica que cubrió
la Europa occidental suprimió para siglos todas las ideas de igualdad, con la
paulatina edificación de una jerarquía social y política de naturaleza más
complicada que todo lo conocido hasta entonces; pero, al mismo tiempo, aquella
invasión introdujo a la Europa occidental y central en el movimiento de la historia,
creó por vez primera un compacto territorio cultural y, en ese territorio y también
por vez primera, un sistema de estados de carácter predominantemente nacional y
en relaciones de influencia y acoso recíprocos. Con esto preparó el suelo en el cual
podría hablarse más tarde de equiparación humana y derechos del hombre.

La Edad Media feudal desarrolló además en su seno la clase

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llamada a convertirse, en su ulterior desarrollo, en portadora de la moderna


exigencia de igualdad: la burguesía. Estamento feudal al principio ella misma, la
burguesía había desarrollado la industria —predominantemente artesana— y el
intercambio de productos en el seno de la sociedad feudal hasta un nivel
relativamente elevado, cuando a fines del siglo XV los grandes descubrimientos
marítimos le abrieron una nueva carrera más amplia. El comercio extraeuropeo,
hasta entonces sólo practicado entre Italia y el Levante, se amplió hasta América y
la India, y rebasó pronto en importancia tanto el intercambio entre los diversos
países europeos cuanto el tráfico interior de cada país particular. El oro y la plata
americanos invadieron Europa y penetraron como un elemento de disolución por
todas las lagunas, ranuras y poros de la sociedad feudal. La industria organizada
artesanalmente no bastó ya para las crecientes necesidades; y así en las principales
industrias de los países adelantados fue sustituida por la manufactura.

A esta gran transformación de las condiciones económicas vitales de la sociedad no


siguió empero en el acto un cambio correspondiente de su articulación política. El
orden estatal siguió siendo feudal, mientras la sociedad se hacía cada vez más
burguesa. El comercio en gran escala, y señaladamente el internacional, así como el
mundial en medida aún mayor, exige la presencia de poseedores de mercancías que
sean libres, que no se vean impedidos en sus movimientos, que se hallen en una
situación de equiparación y que realicen sus intercambios sobre la base de un
derecho igual para todos ellos, por lo menos en cada lugar. El paso de la artesanía a
la manufactura tiene como presupuesto la existencia de cierto número de
trabajadores libres —libres, por una parte, de ataduras gremiales y, por otra, libres
o desprovistos de los medios necesarios para aprovechar ellos mismos su fuerza de
trabajo— , trabajadores que pueden contratar con el fabricante para alquilarle su
fuerza de trabajo, lo que quiere decir que, en cuanto contratantes, se enfrentan con
él en una situación de equiparación. Por último, la igualdad, la igual validez de
todos los trabajos humanos, por ser, y en la medida en que son, trabajo humano en
general, halló su expresión inconsciente, pero sumamente eficaz, en la ley del valor
de la moderna economía burguesa, ley según la cual el valor de una mercancía se
mide por el trabajo socialmente necesario contenido en ella.[*] Pero donde la
situación económica exigía libertad

[*] Marx presentó por vez primera en El Capital esta derivación de las modernas
ideas de igualdad a partir de las condiciones económicas de la sociedad burguesa.

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y equiparación, el orden político le contraponía vínculos gremiales y privilegios


especiales a cada paso. Privilegios locales, aduanas diferenciales y leyes de
excepción de todo tipo afectaban en el comercio no sólo a los forasteros o a los
habitantes de las colonias, sino también, muchas veces, incluso a categorías
enteras de los propios súbditos; por todas partes y continuamente los privilegios
gremiales se atravesaban en la vía del desarrollo de la manufactura. En ningún
lugar había vía libre ni eran iguales las perspectivas para los competidores
burgueses, y, sin embargo, ésta era la reivindicación primera y más urgente.

En cuanto que el progreso económico de la sociedad la puso al orden del día, la


exigencia de liberación respecto de las ataduras feudales y de establecimiento de la
igualdad jurídica mediante la eliminación de las feudales desigualdades tenía que
alcanzar pronto mayores dimensiones. Si se formulaba esa exigencia en interés de
la industria y del comercio, era necesario pedir la misma equiparación para la gran
masa de los campesinos, los cuales tenían que conceder gratuitamente al señor
feudal la mayor parte de su tiempo de trabajo, en situaciones que cubrían todos los
grados de servidumbre, partiendo de la plena de la gleba, y aún estaban además
sometidos a entregar al mismo señor y al Estado innumerables tributos. Tampoco,
por otra parte, podía dejar de reivindicarse la supresión de los privilegios feudales,
la exención fiscal de la nobleza y los privilegios políticos de los diversos estamentos.
Y como no se vivía ya en un imperio universal como había sido el romano, sino en
un sistema de estados independientes y situados a un nivel de desarrollo burgués
aproximadamente igual, es natural que aquella exigencia cobrara un carácter
general que rebasaba a cada Estado particular, o sea que la libertad y la igualdad
se proclamaran como derechos del hombre. Y lo específico del carácter propiamente
burgués de esos derechos del hombre es que la Constitución americana —la
primera que los ha reconocido— confirme simultáneamente la esclavitud de las
gentes de color existente en América: mientras se condenan los privilegios de clase
se santifican los de raza.

Pero, como hemos sabido, desde el momento en que rompe la crisálida de la ciudad
feudal, desde el momento en que pasa de la situación de estamento medieval a la de
clase moderna, la burguesía va siempre e inevitablemente acompañada por su
sombra, el proletariado. Y análogamente las exigencias burguesas de igualdad van
acompañadas por exigencias de igualdad proletarias. Desde

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el momento en que se plantea la reivindicación burguesa de la supresión de los


privilegios de clase, surge junto a ella la exigencia proletaria de supresión de las
clases mismas, y ello, primero, en forma religiosa, apoyándose en el cristianismo
primitivo, y luego basándose en las mismas teorías igualitarias burguesas. Los
proletarios toman la palabra a la burguesía: la igualdad no debe ser sólo aparente,
no debe limitarse al ámbito del Estado, sino que tiene que realizarse también
realmente, en el terreno social y económico. Sobre todo desde que la burguesía
francesa, a partir de la Gran Revolución, ha colocado en primer término la igualdad
burguesa, el proletariado le ha devuelto golpe por golpe con la exigencia de igualdad
social y económica, y la igualdad se ha convertido muy especialmente en grito de
combate del proletariado francés.

La exigencia de igualdad tiene, pues, en boca del proletariado una doble


significación. O bien es —como ocurre sobre todo en los comienzos, por ejemplo, en
la guerra de los campesinos— la reacción natural contra las violentas
desigualdades sociales, contra el contraste entre ricos y pobres, entre señores y
siervos, entre la ostentación y el hambre, y entonces es simple expresión del
instinto revolucionario y encuentra en esto, y sólo en esto, su justificación, o bien
ha surgido de una reacción contra la exigencia burguesa de igualdad, infiere de ésta
ulteriores consecuencias más o menos rectamente y sirve como medio de agitación
para mover a los trabajadores contra los capitalistas con las propias afirmaciones
de los capitalistas; en este caso coincide para bien y para mal con la misma
igualdad burguesa. En ambos casos, el contenido real de la exigencia proletaria de
igualdad es la reivindicación de la supresión de las clases. Toda exigencia de
igualdad que vaya más allá de eso desemboca necesariamente en el absurdo.
Hemos dado ya ejemplos de este hecho y aún encontraremos más cuando
lleguemos a las fantasías futuristas del señor Dühring.

Así, pues, la idea de igualdad, tanto en su forma burguesa cuanto en su forma


proletaria, es ella misma un producto histórico, para cuya producción fueron
necesarias determinadas situaciones históricas que suponían a su vez una dilatada
prehistoria. Será, pues, cualquier cosa, menos una verdad eterna. Y si hoy es para
el gran público —en algún sentido— una cosa evidente; si, como dice Marx, "posee
ya la firmeza de un prejuicio popular", ello no se debe a su supuesta verdad
axiomática, sino que es efecto de la general difusión y la permanente actualidad de
las ideas del siglo XVIII. Si, pues, el señor Dühring puede permitirse tan
tranquilamente
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maniobrar a sus dos célebres hombres por el terreno de la igualdad, eso se debe a
que la cosa resulta muy natural para el prejuicio público. Y, efectivamente, el señor
Dühring llama natural a su filosofía, precisamente porque ella parte de cosas que le
parecen a él muy naturales. Pero no se pregunta, naturalmente, por qué le parecen
naturales.

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XI. MORAL Y DERECHO. LIBERTAD Y NECESIDAD

Por lo que hace al terreno político y jurídico, los principios enunciados en el


presente curso se basan en los estudios especializados más profundos. Por eso
habrá... que partir del hecho de que aquí... se ha tratado de la exposición
consecuente de los resultados de los campos jurídico y de la ciencia del Estado. Mi
primera especialización fue precisamente la jurisprudencia, y le he dedicado no sólo
los tres años habituales de la preparación teórica universitaria, sino además, y
durante otros tres años de práctica jurídica, un estudio continuo y especialmente
orientado a la profundización de su contenido científico... Por lo demás, no hay
duda de que la crítica de las relaciones y la situación del derecho privado y de las
correspondientes insuficiencias jurídicas no habría podido presentarse con la
misma seguridad si no hubiera sido consciente de conocer en todo punto las
debilidades de este campo tan bien como sus aspectos sólidos.

Un hombre que tiene derecho a hablar así de sí mismo tiene por fuerza que inspirar
confianza desde el primer momento, especialmente frente al "estudio jurídico, breve
y descuidado según propia confesión, del señor Marx".

Por eso tiene que asombrarnos que la crítica de la situación del derecho privado,
que con tanta seguridad se presenta, se limite a contarnos que

"el carácter científico de la jurisprudencia... es escaso", que el derecho positivo civil


burgués es la injusticia, pues sanciona la propiedad por la fuerza, y que el
"fundamento natural" del derecho penal es la venganza,

afirmación que presenta a lo sumo la novedad de ese místico revestimiento en un


"fundamento natural". Los resultados por lo que hace a la ciencia del Estado se
limitan a los actos de los consabidos tres hombres, uno de los cuales ha violentado
hasta el momento a los otros dos, a propósito de lo cual el señor Dühring se pone a
investigar con toda seriedad si el primero que ha introducido la violencia y la
servidumbre ha sido el segundo o el tercero.

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Pero recorramos algo más los profundos estudios especializados y la científicidad


profundizada por tres años de práctica judicial de nuestro sólido jurista.

El señor Dühring nos cuenta que Lassalle


fue acusado "de ocasionar el intento de robo de un cofrecillo", "sin que de todos
modos se registrara condena judicial, pues la llamada absolución de la instancia,
que entonces era aún posible..., aquella absolución a medias intervino a su favor".

El proceso contra Lassalle de que aquí habla el señor Dühring se vio en el verano de
1848 ante el Tribunal de Colonia, ciudad en la cual, como en casi toda Renania,
estaba vigente el derecho penal francés. El derecho territorial prusiano se había
introducido excepcionalmente sólo para faltas y delitos políticos, pero ya en 1848
Camphausen suprimió de nuevo incluso esa excepción. El derecho francés no
conoce siquiera la vergonzosa categoría jurídica prusiana de "ocasionar" un delito, y
aún menos, naturalmente, la de ocasionar un intento de delito. No conoce más que
la incitación al delito y ésta, para que sea penable, tiene que realizarse "mediante
regalos, preparativos con dolo o artificios penables" (Code pénal, art. 60). El
ministerio fiscal, formado en el derecho territorial prusiano, perdió de vista, como el
señor Dühring, la esencial diferencia entre el precepto francés, claro y determinado,
y la vaga indeterminación prusiana, intentó un proceso tendencioso a Lassalle y
fracasó brillantemente pues sólo un completo ignorante del moderno derecho
francés puede afirmar que este derecho penal conozca la absolución de la instancia,
esa absolución a medias del derecho territorial prusiano; el derecho penal francés
no conoce más que la condena o la absolución, y ninguna cosa intermedia.

Podemos y tenemos, pues, que decir que el señor Dühring no habría podido
cometer con tal aplomo ese "trazado histórico de gran estilo" contra Lassalle si
hubiera tenido alguna vez en las manos el Code Napoleón. Tenemos, por tanto, que
comprobar que el único código burgués moderno, basado en las conquistas sociales
de la gran Revolución Francesa, conquistas que traduce al terreno jurídico, que el
moderno derecho francés, en una palabra, es completamente desconocido para el
señor Dühring.

En otro lugar, a propósito de la crítica de los jurados por mayoría introducidos en


todo el continente según el modelo francés el señor Dühring nos adoctrina:

pág. 100

Aún más, es incluso posible familiarizarse con la idea, que no carece de ejemplos
históricos, de que una condena con votos en contra debería ser una institución
imposible en una comunidad perfecta... Pero este modo sano y profundamente
espiritual de concebir el problema tiene que pareccr, como ya hemos indicado,
inadecuado para las formaciones tradicionales, pues es demasiado bueno para ellas.

Así, pues, el señor Dühring ignora también que la unanimidad de los jurados es
imprescindible y necesaria no sólo para condenas penales, sino incluso para
sentencias en procesos civiles, según el derecho común inglés, es decir, según el
derecho consuetudinario y no escrito que se encuentra en vigor desde tiempos
inmemoriales, por lo menos desde el siglo XIV. Ese modo de concebir el problema,
serio y profundamente espiritual y, según el señor Dühring, demasiado bueno para
el mundo actual, tiene, pues, en Inglaterra vigencia legal ya en la más tenebrosa
Edad Media, y pasó de Inglaterra a Irlanda, a los Estados Unidos de América y a
todas las colonias inglesas, sin que los más profundos estudios especializados del
señor Dühring permitan rastrear ni una palabra de ello. El campo de la unanimidad
de los jurados es, pues, no sólo infinitamente grande frente al diminuto mundo del
derecho territorial prusiano, sino que es además más extenso que el conjunto de
todos los territorios en los que decide la mayoría del jurado. El señor Dühring no
sólo desconoce el derecho francés, el único moderno, de un modo total, sino que es
además igualmente ignorante por lo que hace al único derecho germánico que se ha
desarrollado independientemente de la autoridad romana hasta los tiempos
modernos y se ha extendido por todos los continentes: el derecho inglés. Claro que
esa ignorancia está justificada, pues el tipo de pensamiento jurídico inglés

no podría hacer frente a la educación en los conceptos puros de los juristas


romanos clásicos que se cultiva en suelo alemán,

dice el señor Dühring; a lo que añade:

¿Qué es el mundo de habla inglesa, con su infantil y vulgar lenguaje, frente a


nuestras primigenias formaciones lingüísticas?

A esa justificación tenemos que contestar con Spinoza: ignorantia non est
argumentum, la ignorancia no es argumento.

Por todo lo visto tenemos que concluir que los profundos estudios especializados del
señor Dühring han consistido en sumirse durante tres años teoréticamente en el
Corpus juris y otros tres

pág. 101

años prácticamente en el noble derecho territorial prusiano. Cierto que ya eso es


muy meritorio, y del todo suficiente para ser un respetable juez prusiano de distrito
o abogado a la antigua usanza. Pero cuando se emprende la tarea de componer una
filosofía del derecho para todos los tiempos y todos los mundos, habría que saber
un poco de la situación jurídica de naciones como la francesa, la inglesa y la
americana, las cuales han desempeñado en la historia un papel muy distinto del
asumido por el rincón de Alemania en el que florece el derecho territorial prusiano.
Sigamos, empero, nuestro estudio.

La abigarrada mezcla de derechos locales, provinciales y territoriales que se


entrecruzan en las más diversas direcciones y de modo muy arbitrario, unas veces
como derecho consuetudinario, otras como ley escrita, a menudo revistiendo la
mayor importancia, en forma estatutaria pura, todo ese policromo mapa de
desorden y contradicción en el que las particularidades anulan lo general y, a veces
y a la inversa, lo general anula a lo particular no es en absoluto adecuado para
posibilitar... que nadie consiga una clara consciencia jurídica.

Mas ¿dónde impera tan confusa situación? Como siempre, en el ámbito de vigencia
del derecho territorial prusiano, en un territorio en el cual, junto a dicho derecho
territorial, tienen los más diversos grados relativos en vigencia los derechos
provinciales, estatutos locales y, en algunos lugares, el derecho común y otros
emplastos más, suscitando en todos los juristas prácticos ese grito de angustia que
el señor Dühring reproduce aquí tan simpatéticamente. Pero no hace ni siquiera
falta que abandone su querida Prusia; basta con que se llegue al Rin para
convencerse de que en esta región no se habla ya siquiera de toda esa confusión
desde hace setenta años, y ello por no hablar ya de otros países civilizados en los
cuales esa situación anacrónica ha sido eliminada hace mucho tiempo.

Adelante:
La ocultación de la natural responsabilidad individual se produce de un modo
menos grosero mediante los juicios secretos, y por lo tanto anónimos, de
colectividades, mediante acciones colectivas de colegios u otras instituciones
burocráticas que enmascaran la participación personal de cada miembro.

Y en otro lugar leemos:

En nuestra actual situación parecerá sin duda una exigencia sorprendente y


sumamente rigurosa la de rechazar el enmascaramiento y recubrimiento de la
responsabilidad individual por acciones colegiadas.

pág. 102

Tal vez parezca al señor Dühring una comunicación sorprendente la de que en el


terreno del derecho inglés todo miembro del colegio judicial tiene que enunciar y
fundamentar individualmente y en sesión pública su propio juicio; que los colegios
administrativos no elegidos y que no actúan ni votan públicamente son una
institución eminentemente prusiana, desconocida en la mayoría de los demás
países, y que, por tanto, su exigencia no puede parecer sorprendente y
extremadamente rigurosa más que en Prusia, precisamente.

Análogamente, sus lamentaciones acerca de la intromisión coactiva de las prácticas


religiosas en el nacimiento, el matrimonio, la muerte y la inhumación no afectan,
entre todos los grandes países civilizados, más que a Prusia, y ni siquiera, a ésta
desde la introducción del Registro Civil. Bismarck ha resuelto mediante una
sencilla ley lo que el señor Dühring no consigue sino por medio de una futura
situación "socialitaria". Del mismo modo la "queja sobre la escasa preparación de
los juristas para su profesión", queja que puede extenderse a los "funcionarios de la
administración", es un lamento específicamente prusiano, y hasta el antisemitismo
que el señor Dühring exhibe a cada paso llevándolo hasta el ridículo es una
cualidad muy propia del este del Elba, si no específicamente prusiana. El mismo
filósofo de la realidad que desprecia soberanamente todos los prejuicios y
supersticiones está tan profundamente atado a sus manías personales que llega a
llamar "juicio natural" basado en "fundamentos naturales" al prejuicio vulgar contra
los judíos procedente de la beatería medieval; por este camino llega a la piramidal
afirmación de que

"el socialismo es el único poder que puede hacer frente a situaciones de la


población con mucha entremezcla judía" (¡qué lengua maravillosamente primigenia!)

Baste con eso. La fanfarronería sobre la sabiduría jurídica no tiene más fondo —en
el mejor de los casos— que los conocimientos profesionales más comunes de un
comunísimo jurista prusiano de la vieja escuela. El terreno jurídico y de la ciencia
del Estado, cuyos resultados nos expone consecuentemente el señor Dühring
"coincide" con el ámbito de vigencia del derecho territorial prusiano. Aparte del
derecho romano, hoy día bastante corriente incluso en Inglaterra, los conocimientos
jurídicos de nuestro autor se limitan estrictamente al derecho territorial prusiano,
ese código del despotismo patriarcal ilustrado, que está escrito en un alemán

pág. 103

como para pensar que el señor Dühring aprendió a escribir con él, y que, con sus
glosas morales, su indeterminación y su inconsistencia jurídicas y sus bastonazos
como medio de tortura y pena, pertenece completamente a la época
prerrevolucionaria. Lo que pasa de eso procede para el señor Dühring del Malo,
tanto el moderno derecho burgués de Francia como el derecho inglés, con su
peculiar desarrollo y su garantía de la libertad personal, desconocida en todo el
continente. La filosofía que "no permite que subsista ningún horizonte aparente,
sino que, con poderoso y subversivo movimiento, despliega todos los cielos y todas
las tierras de la naturaleza interna y externa", tiene como horizonte real las
fronteras de las seis viejas provincias de la Prusia Oriental, y a lo sumo, como
añadidos, las pocas franjas de tierra en las que vale también el noble derecho
territorial. Más allá de ese horizonte no despliega ni cielos ni tierras, ni naturaleza
externa ni naturaleza interna, sino sólo el cuadro de la más crasa ignorancia sobre
lo que ocurre en el resto del mundo.

No es posible tratar adecuadamente de moral y derecho sin tocar la cuestión de la


llamada voluntad libre, de la responsabilidad del hombre, de la relación entre
necesidad y libertad. La filosofía de la realidad tiene para este problema no ya una
solución, sino dos soluciones.

En el lugar de todas las falsas teorías de la libertad hay que poner la estructura
empírica de la situación en la cual la comprensión racional por un lado y las
determinaciones instintivas por otro se unifican, por así decirlo, en una fuerza
intermedia. Los hechos básicos de este tipo de dinámica deben tomarse de la
observación, y deben también estimarse en cuanto a naturaleza y dimensiones, con
la aproximación que sea posible, para la predicción cuantitativa de los
acontecimientos aún no ocurridos. Con esto no sólo se eliminan radicalmente las
necias ilusiones acerca de la libertad interior, que han sido roídas como alimento
por milenios de la humanidad, sino que, además, se las sustituye por algo positivo,
utilizable para la organización práctica de la vida.

Según esto, la libertad consiste en que la comprensión racional tira del hombre
hacia la derecha, los instintos irracionales tiran de él hacia la izquierda, y en este
paralelogramo de fuerzas el movimiento real tiene lugar según la diagonal. La
libertad sería, pues, la media de comprensión e instinto, entendimiento y ceguera, y
su grado en cada individuo podría establecerse empíricamente mediante una
"ecuación personal"[16] por utilizar una expresión de los astrónomos. Pero pocas
páginas después leemos:

pág. 104

Basamos la responsabilidad moral en la libertad, la cual, empero, no significa para


nosotros más que la receptividad respecto de motivos conscientes según el criterio
del entendimiento natural y adquirido. Todos esos motivos obran con inevitable
legalidad natural a pesar de percibirse la posible contraposición en las acciones,
pero precisamente con esa necesidad inexcusable estamos calculando cuando
aplicamos la palanca moral.

Esta segunda determinación de la libertad, que tan desenfadadamente se


desentiende de la primera, no es más que una trivialización extrema de la
concepción hegeliana. Hegel ha sido el primero en exponer rectamente la relación
entre libertad y necesidad. Para él, la libertad es la comprensión de la necesidad.
"La necesidad es ciega sólo en la medida en que no está sometida al concepto." La
libertad no consiste en una soñada independencia respecto de las leyes naturales,
sino en el reconocimiento de esas leyes y en la posibilidad, así dada, de hacerlas
obrar según un plan para determinados fines. Esto vale tanto respecto de las leyes
de la naturaleza externa cuanto respecto de aquellas que regulan el ser somático y
espiritual del hombre mismo: dos clases de leyes que podemos separar a lo sumo en
la representación, no en la realidad. La libertad de la voluntad no significa, pues,
más que la capacidad de poder decidir con conocimiento de causa. Cuanto más
libre es el juicio de un ser humano respecto de un determinado punto problemático,
con tanta mayor necesidad estará determinado el contenido de ese juicio; mientras
que la inseguridad debida a la ignorancia y que elige con aparente arbitrio entre
posibilidades de decisión diversas y contradictorias prueba con ello su propia
ilibertad, su situación de dominada por el objeto al que precisamente tendría que
dominar. La libertad consiste, pues, en el dominio sobre nosotros mismos y sobre la
naturaleza exterior, basado en el conocimiento de las necesidades naturales; por
eso es necesariamente un producto de la evolución histórica. Los primeros hombres
que destacaron de la animalidad eran en todo lo esencial tan poco libres como los
animales mismos; pero cada progreso en la cultura fue un paso hacia la libertad.
En el umbral de la historia humana se encuentra el descubrimiento de la
transformación del movimiento mecánico en calor: la producción del fuego por
frotamiento; en el último estadio de la evolución ocurrida hasta hoy se encuentra el
descubrimiento de la transformación del calor en movimiento mecánico: la máquina
de vapor. Y a pesar de la gigantesca subversión liberadora que produce la máquina
de vapor en el mundo social —acción que no está aún ni en su mitad— , es
indudable que

pág. 105

la producción del fuego por frotamiento la supera en cuanto a eficacia liberadora


del hombre respecto del mundo. Pues el fuego producido por frontamiento dio por
vez primera al hombre el dominio sobre una fuerza natural, y le separó así
definitivamente del reino animal. La máquina de vapor no producirá nunca en la
evolución de la humanidad un salto tan descomunal, por mucho que se nos
aparezca como representante de todas esas poderosas fuerzas productivas que se
apoyan en ella y con cuya imprescindible ayuda se hace posible un estadio social
sin diferencias de clase, sin angustias por los medios de la existencia individual, y
en el que pueda hablarse por vez primera de real libertad humana, de existencia en
armonía con las leyes naturales conocidas. Pero la entera historia humana es aún
muy joven, y sería ridículo el pretender atribuir a nuestras actuales concepciones
alguna validez absoluta, como se desprende del hecho de que toda la historia
transcurrida hasta hoy puede describirse como historia del período que va desde el
descubrimiento práctico de la transformación del movimiento mecánico en calor
hasta el de la transforrnación del calor en movimiento mecánico.

En las obras del señor Dühring, la historia recibe, por supuesto, otro tratamiento.
En general, como historia de los errores, de la ignorancia y la grosería, de la
violencia y el sometimiento, la historia es un objeto que repugna a la filosofía de la
realidad; pero en concreto se divide en dos grandes partes, a saber: 1.ª, desde el
estadio de la materia idéntico consigo mismo hasta la Revolución Francesa, y 2.ª,
desde la Revolución Francesa hasta el señor Dühring, y en ese esquema el siglo XIX

es aún esencialmente reaccionario, y aún más (!) que el XVIII desde el punto de
vista espiritual, a pesar de lo cual lleva en su seno al socialismo y, con él, el germen
de una transformación más gigantesca que todo lo imaginado (!) por los precursores
y los héroes de la Revolución Francesa.
El desprecio de la filosofía de la realidad por la historia transcurrida hasta hoy se
justifica del modo siguiente:

Los pocos milenios para los cuales contamos, con una anámnesis histórica mediada
por documentos originales no tienen mucha importancia con su pasada constitución
humana, si se piensa en la sucesión de los milenios por venir... El género humano
como totalidad es aún muy joven, y cuando un día la anámnesis científica tenga
que contar con decenas de milenios en vez de con milenios, la infantilidad espiritual
e inmadura de nuestras instituciones tendrá el valor de un supuesto obvio para la
comprensión de nuestra época, considerada como historia antigua.

pág. 106

Sin detenernos en la efectiva "formación lingüística originaria" de la última frase,


nos limitaremos a observar dos cosas: primera, que esta "antigüedad" futura va a
ser de todos modos un período histórico de grandísimo interés para todas las
generaciones futuras, porque constituye el fundamento de todo posterior y superior
desarrollo, porque tiene como punto de partida la constitución del hombre a partir
del reino animal, y como contenido la superación de dificultades tales que nunca
volverán a presentarse a los futuros hombres asociados. Y segunda, que el
momento escogido por el señor Dühring para dar por terminada esa antigüedad,
frente a la cual los futuros períodos históricos, liberados ya de esas dificultades y
esos obstáculos, prometen éxitos científicos, técnicos y sociales muy diversos, es un
momento muy extrañamente elegido para dictar a esos milenios venideros
preceptos en forma de verdades definitivas de última instancia, verdades
inmutables y concepciones radicales, todo ello descubierto sobre la base de la niñez
espiritualmente inmadura de nuestro siglo tan "atrasado" y "reaccionario". Hay que
ser el Ricardo Wagner de la filosofía —aunque sin el talento de Wagner— para pasar
por alto que todo desprecio que se proyecte sobre el desarrollo histórico sido afecta
también a sus resultados supuestamente últimos, es decir, a la sediciente filosofía
de la realidad.

Una de las piezas más características de la nueva ciencia radical es la sección sobre
la individualización y la valorización de la vida. El más sentencioso de los lugares
comunes brota y discurre aquí, en incontenible corriente, durante tres capítulos
enteros. Tendremos que limitarnos, desgraciadamente, a unas pocas y breves
muestras:

La esencia más profunda de todo sentimiento, y, con ello, de todas las formas de
vida subjetivas, se basa en la diferencia de situaciones... Por lo que hace a la vida
plena (!), es empero posible mostrar sin más discusión (!) que lo que intensifica el
sentimiento vital y desarrolla los estímulos decisivos es el paso de una situación
vital a otra... La situación aproximadamente igual a sí misma, mantenida, por así
decirlo, en la tenacidad de la inercia y como en el mismo estado de equilibrio,
cualquiera que sea su constitución, tiene poca importancia para poner a prueba la
existencia... La habituación, la inserción vital, por así decirlo, hace de ella algo
completamente indiferente y átono que no difiere mucho de lo muerto. A lo sumo se
añade entonces, como una especie de moción vital negativa, el sufrimiento del
aburrimiento... En una vida que se acumula sobre sí misma, se apaga para los
individuos y para los pueblos toda pasión y todo interés por la existencia. Todos
esos fenómenos resultan explicables por nuestra ley de la diferencia.
pág. 107

La velocidad con que el señor Dühring elabora sus resultados radicalmente propios
supera toda expectativa. Apenas se ha traducido al lenguaje real- filosófico el lugar
común según el cual la persistente estimulación del mismo nervio o la persistencia
del mismo estímulo cansan a todo nervio y a todo sistema nervioso, lo que quiere
decir que en situación normal tiene que haber una interrupción y una alternancia
de los estímulos nerviosos —como puede leerse desde hace años en cualquier
manual de fisiología y como sabe por propia experiencia cualquier semiculto— ,
apenas, pues, ha sido traducida esa arcaica trivialidad a la misteriosa forma según
la cual la esencia más profunda de todo sentimiento se basa en la diferencia de
estados, cuando se transforma sin más en "nuestra ley de la diferencia". Y esta ley
de la diferencia hace "perfectamente explicable" toda una serie de fenómenos que no
son a su vez más que ilustraciones y ejemplos de lo conveniente que es el cambio,
ejemplos que no necesitan explicación alguna ni para la más vulgar inteligencia
adocenada y que tampoco cobran ni un átomo de nueva claridad por la alusión a
esta supuesta ley de la diferencia.

Pero con esto no está aún agotada, ni mucho menos, la radicalidad de "nuestra ley
de la diferencia":

La sucesión de las edades de la vida y la aparición de las modificaciones de las


situaciones vitales vinculadas a ellas suministran un ejemplo muy inmediato para
hacer tangible nuestro principio de diferencia. El niño, el muchacho, el joven y el
hombre experimentan la fuerza de sus sentimientos vitales respectivos menos por
las situaciones ya fijadas en que se encuentran que por las épocas de transición de
una a otra.

Y ni aun esto es todo:

Nuestra ley de la diferencia puede además tener una aplicación más mediata
aduciendo el hecho de que la repetición de lo ya experimentado o ejecutado no tiene
ningún atractivo.

El lector puede añadir por sí mismo las sentenciosas perogrulladas a que dan pie
frases de la profundidad y radicalidad de las recién citadas; el señor Dühring puede
exclamar triunfalmente al final de su libro:

La ley de la diferencia ha resultado teorética y prácticamente decisiva para la


estimación y la intensificación del valor de la vida.

También para la estimación del valor intelectual de su público por el señor


Dühring: el señor Dühring debe creer que su público se compone de asnos y de
cursis.

pág. 108

Más adelante encontramos las siguientes reglas vitales sumamente prácticas:

"Los medios para mantener vivo el interés común por la vida [tarea hermosa para
un club de cursis y para los que quieran ingresar en él] consisten en hacer
desarrollarse o relevarse unos a otros los intereses individuales por así decírlo
elementales, de los que se compone el todo, y ello según lapsos de tiempo naturales.
También al mismo tiempo y para la misma situación deberá utilizarse la gradación
en la sustituibilidad de los estímulos satisfechos más bajos y fáciles por las
excitaciones superiores y más duraderas, para evitar que se produzcan huecos
totalmente desprovistos de interés. Por lo demás, todo consiste en impedir que las
tensiones naturales o que se producen naturalmente en el curso de la existencia
social se acumulen arbitrariamente o sean forzadas o, por el error contrario, se
satisfagan ya a la menor excitación, impidiéndoles así desarrollar una necesidad
capaz de goce. La observancia del ritmo natural es en esto, como en otras partes, la
condición del movimiento armónico y gracioso. Tampoco se debe proponer la
irresoluble tarea de prolongar los atractivos estímulos de una situación más allá del
plazo que les ha sido puesto por la naturaleza o las condiciones", etc.

El hombre de bien que adopte estas solemnes sentencias vacías hijas de una
pedantería dedicada a fantasear sobre las más tibias trivialidades, para hacer de
ellas la regla de la "experiencia de la vida", no podrá, desde luego, quejarse de
"huecos totalmente desprovistos de interés". Necesitará todo el tiempo disponible
para preparar correctamente y ordenar sus goces, de modo que no le quedará ni un
momento libre para ese disfrute mismo.

Tenemos que experimentar la vida, la vida plena. Sólo dos cosas nos prohibe el
señor Dühring: primera: "las suciedades del uso del tabaco", y, segunda, las
bebidas y los alimentos que "tienen propiedades repulsivas o, en general,
rechazables por una sensibilidad refinada".

Como el señor Dühring celebra ditirámbicamente en su Curso de Economía la


destilación del aguardiente, éste no puede estar incluido entre esas bebidas; nos
vemos, pues, obligados a inferir que su prohibición se refiere sólo al vino y la
cerveza. Con sólo que prohiba además la carne, habrá conseguido llevar la filosofía
de la realidad a la misma altura a que se movió con tanto éxito el difunto Gustav
Struve: la altura del puro infantilismo.

Por lo demás, el señor Dühring podría ser un poco más liberal por lo que hace a las
bebidas espirituosas. Un hombre que, según propia confesión, sigue sin encontrar
el puente que lleve de lo

pág. 109

estático a lo dinámico, tendría sin duda buenos motivos para juzgar benignamente
al pobre diablo que, por haber contemplado con demasiada insistencia el fondo del
vaso, busca luego en vano a su vez el puente de lo dinámico a lo estático.

pág. 110

XII. DIALÉCTICA. CANTIDAD Y CUALIDAD

El principio primero y más importante sobre las propiedades lógicas fundamentales


del ser se refiere a la exclusión de la contradicción. Lo contradictorio es una
categoría que no puede pertenecer más que a combinaciones de pensamientos, no a
una realidad. En las cosas no hay contradicciones o, dicho de otro modo, la
contradicción, puesta como real, es ella misma el colmo del absurdo... El
antagonismo de fuerzas que se miden una a otra en direcciones contrapuestas es
incluso la forma fundamental de todas las acciones en la existencia del mundo y de
su esencia. Esta pugna entre las direcciones de fuerza de los elementos y los
individuos no coincide, empero, en absoluto con la idea de absurdos
contradictorios... En este punto podemos estar contentos de haber disipado
mediante una clara imagen del real absurdo de la contradicción real la niebla que
suele surgir de supuestos misterios de la lógica, y de haber demostrado la
inutilidad del incienso que se ha derrochado a veces en favor de la dialéctica de la
contradicción, muñeco de madera de grosera talla que subyace al esquematismo
universal antagónico.

Esto es prácticamente todo lo que se dice sobre dialéctica en el Curso de filosofía.


En la Historia crítica, por el contrario, la dialéctica de la contradicción, y Hegel
señaladamente con ella, reciben un tratamiento muy diverso.

Según la lógica, o más bien doctrina del logos, hegeliana, lo contradictorio no está
en el pensamiento, que por su naturaleza es simplemente subjetivo y
representación consciente, sino que se encuentra objetivamente en ]as cosas y
hechos mismos y puede hallarse en ellos, por así decirlo, de carne y hueso, de tal
modo que el contrasentido no es simplemente una combinación imposible del
pensamiento, sino una fuerza real. La realidad de lo absurdo es el primer artículo
de fe de la unidad hegeliana de lógica e ilógica.. . Cuanto más contradictorio, tanto
más verdadero, o, con otras palabras: cuanto más absurdo, tanto más creíble; esta
máxima, ni siquiera inventada por él, sino tomada de la teología de la revelación y
de la mística, es la muda expresión del llamado principio dialéctico.

El contenido mental de los dos pasos citados puede resumirse en la proposición que
contradicción = contrasentido y, por tanto, no puede presentarse en el mundo real.
Esta proposición puede tener

pág. 111

para gente de entendimiento normalmente sano la misma validez evidente que


pueda tener la proposición de que lo recto no puede ser curvo ni lo curvo recto. Pero
el cálculo diferencial, a pesar de todas las protestas del sano entendimiento, pone
en ciertas circunstancias la igualdad de lo recto y lo curvo, y consigue con ello
éxitos que no consigue jamás el sano entendimiento aferrado a lo absurdo de la
identidad de lo recto y lo curvo. Y ante el importante papel que la llamada dialéctica
de la contradicción ha desempeñado en la filosofía desde los más antiguos griegos
hasta hoy, incluso un enemigo que fuera más sólido que el señor Dühring debería
verse obligado a enfrentarle otros argumentos, y no una afirmación y muchos
insultos.

Mientras contemplamos las cosas como en reposo y sin vida, cada una para sí,
junto a las otras y tras las otras, no tropezamos, ciertamente, con ninguna
contradicción en ellas. Encontramos ciertas propiedades en parte comunes, en
parte diversas y hasta contradictorias, pero en este caso repartidas entre cosas
distintas, y sin contener por tanto ninguna contradicción. En la medida en que se
extiende este campo de consideración, nos basta, consiguientemente, con el común
modo metafísico de pensar. Pero todo cambia completamente en cuanto
consideramos las cosas en su movimiento, su transformación, su vida, y en sus
recíprocas interacciones. Entonces tropezamos inmediatamente con contradicciones.
El mismo movimiento es una contradicción; ya el simple movimiento mecánico local
no puede realizarse sino porque un cuerpo, en uno y el mismo momento del tiempo,
se encuentra en un lugar y en otro, está y no está en un mismo lugar. Y la continua
posición y simultánea solución de esta contradicción es precisamente el movimiento.

Aquí tenemos, pues, una contradicción "que se encuentra objetivamente en las


cosas y los hechos mismos, y puede hallarse en ellos, por así decirlo, en carne y
hueso". ¿Qué dice a esto el señor Dühring? Afirma que no hay hasta ahora "en la
mecánica racional ningún puente entre lo estrictamente estático y lo dinámico".

El lector puede apreciar finalmente qué es lo que hay tras esa frase favorita del
señor Dühring; esto, simplemente: que el entendimiento que piensa
metafísicamente no puede en absoluto pasar del pensamiento del reposo al del
movimiento, porque le cierra el camino la citada contradicción. Como contradicción,
el movimiento es para él completamente inconcebible. Y al afirmar la
inconceptuabilidad del movimiento, reconoce sin quererlo la existencia

pág. 112

de esa contradicción, concede, pues, que hay una contradicción objetivamente


presente en las cosas y en los hechos mismos, la cual es además un poder real.

Si ya el simple movimiento mecánico local contiene en sí una contradicción, aún


más puede ello afirmarse de las formas superiores del movimiento de la materia, y
muy especialmente de la vida orgánica y su evolución. Hemos visto antes que la
vida consiste precisamente ante todo en que un ser es en cada momento el mismo y
otro diverso. La vida, por tanto, es también una contradicción presente en las cosas
y los hechos mismos, una contradicción que se pone y resuelve constantemente; y
en cuanto cesa la contradicción, cesa también la vida y se produce la muerte.
También vimos que tampoco en el terreno del pensamiento podemos evitar las
contradicciones, y que, por ejemplo, la contradicción entre la capacidad de
conocimiento humana, internamente ilimitada, y su existencia real en hombres
externamente limitados y de conocimiento limitado, se resuelve en la sucesión,
infinita prácticamente al menos para nosotros, de las generaciones, en el progreso
indefinido.

Hemos indicado ya que la matemática superior tiene como uno de sus fundamentos
la contradicción de que lo recto y lo curvo tienen que ser en determinadas
circunstancias lo mismo. También construye la contradicción de que líneas que se
cortan ante nuestros ojos tienen que valer, cinco o seis centímetros más allá, como
paralelas, esto es, como líneas que no pueden cortarse al prolongarlas en el infinito.
Y sin embargo, con estas y otras contradicciones aún más violentas, la matemática
superior produce resultados no sólo correctos, sino, además, inalcanzables por la
matemática elemental.

Pero incluso en esta última hormiguean las contradicciones. Es, por ejemplo, una
contradicción que una raíz de A deba ser una potencia de A, y, sin embargo, A1/2 =
. Es una contradicción que una magnitud negativa tenga que ser el cuadrado de
algo, pues toda magnitud negativa, multiplicada por sí misma, da un cuadrado
positivo. La raíz cuadrada de menos uno es, por tanto, no sólo una contradicción,
sino un verdadero contrasentido. Y, sin embargo, es un resultado en muchos
casos necesario de correctas operaciones matemáticas; aún más: ¿qué sería de la
matemática, elemental o superior, si se le prohibiera operar con ?
La matemática penetra en el terreno dialéctico con el tratamiento

pág. 113

de las magnitudes variables, y es característico que haya sido un filósofo dialéctico,


Descartes, el que ha introducido en ella este progreso. El pensamiento dialéctico es
al pensamiento metafísico lo que la matemática de las magnitudes variables a la
matemática de las magnitudes invariables. Lo cual no impide que la gran mayoría
de los matemáticos no reconozca la dialéctica más que en el terreno matemático, ni
que muchos de ellos sigan operando con los métodos conseguidos por la vía
dialéctica al viejo modo limitado y metafísico.

Sólo nos sería posible considerar más de cerca el antagonismo de fuerzas del señor
Dühring y su esquematismo universal antagónico si nos hubiera dicho sobre este
tema algo más que esa mera fraseología. Luego de producirlo el señor Dühring, este
antagonismo no se nos presenta ni una vez en acción en el esquematismo universal
ni en la filosofía de la naturaleza, lo cual constituye la mejor confesión de que el
señor Dühring no es capaz de conseguir absolutamente nada positivo con esa
"forma básica de todas las acciones en la existencia del mundo y su esencia". Una
vez rebajada la hegeliana "doctrina de la esencia" a las trivialidades de unas fuerzas
que se mueven en sentidos contrapuestos, pero no en contradicciones, lo mejor es
desde luego evitar toda aplicación de ese lugar común.

El Capital de Marx ofrece al señor Dühring el segundo punto de apoyo para dar
salida a su cólera antidialéctica:

Falta de lógica natural y comprensible, que es lo que caracteriza las intrincaciones


y los arabescos ideales de la confusión dialéctica...; ya en la parte publicada hay
que aplicar el principio de que desde cierto punto de vista y en general (!), según un
conocido prejuicio filosófico, hay que buscar cada cosa en todo y todo en cada cosa,
y según esa falsa y confusa idea todo es al final uno y lo mismo.

Esta penetración en el conocido prejuicio filosófico capacita al señor Dühring para


predecir con seguridad lo que será el "final" del filosofar económico de Marx, es
decir, el contenido de los volúmenes siguientes de "El Capital", y ello siete líneas
justas después de haber declarado que

no puede propiamente preverse qué va a seguir, dicho humanamente y en buen


alemán, en los [últimos] volúmenes.

Pero ésta no es la primera vez que escritos del señor Dühring se nos ofrecen como
"cosas" en las que "la contradicción está

pág. 114

objetivamente presente y puede hallarse, por así decirlo, en carne y hueso". Lo cual
no le impide continuar victoriosamente:

Pero es previsible que la sana lógica triunfará de su caricatura. La afectada


distinción y la misteriosa confusión dialéctica no atraerán a nadie que aún tenga
un poco de sano entendimiento a... entregarse a Ias deformidades del pensamiento
y del estilo. Con la extinción de los últimos restos de las locuras dialécticas, este
instrumento de engaño... perderá su engañoso influjo, y nadie se creerá obligado a
torturarse para llegar tras ellas a una profunda sabiduría, cuando el núcleo
depurado de toda la confusión muestra en el mejor de los casos los rasgos de
teorías corrientes, cuando no de lugares comunes... Es completamente imposible
reproducir las confusiones de Marx según los criterios de la doctrina del logos sin
prostituir la lógica sana. El método de Marx consiste en "producir milagros
dialécticos para sus fieles", y así sucesivamente.

No nos interesa en este momento la corrección o falsedad de los resultados


económicos de la investigación marxiana, sino sólo el método dialéctico aplicado por
Marx. Pero una cosa es segura: la mayoría de los lectores de El Capital van a saber
finalmente ahora por el señor Dühring lo que realmente leyeron. Y en esa mayoría
va incluido el señor Dühring, que en el año 1867 (Ergänzungsblätter, III, cuaderno
3) aún era capaz de dar una versión del contenido del libro relativamente racional
para un pensador de su calibre, sin necesidad de traducir primero el desarrollo de
Marx al lenguaje dühringiano, cosa que ahora nos declara inevitable. Cuando en
aquella otra ocasión tuvo la desfachatez de identificar la dialéctica de Marx con la
de Hegel, no había perdido, sin embargo, aún completamente la capacidad de
distinguir entre el método y los resultados con él alcanzados, ni de comprender que
los últimos no quedan particularmente refutados con sólo condenar en general el
primero.

La comunicación más sorprendente que nos hace el señor Dühring es, en todo caso,
que para el punto de vista de Marx "todo es al final uno y lo mismo", o sea, por
ejemplo, que para Marx capitalistas y asalariados, modos de producción feudal,
capitalista y socialista "son todo uno", y, al final, incluso Marx y el señor Dühring
son "uno y lo mismo". Para explicar la posibilidad de una tal necedad no queda más
supuesto que la hipótesis de que la mera palabra "dialéctica" pone al señor Dühring
en un estado de irresponsabilidad en el que, en razón de cierta "falsa y confusa
idea", todo lo que dice y hace es finalmente "uno y lo mismo".

Hay aquí una buena muestra de lo que el señor Dühring llama

pág. 115

"mi dibujo histórico de gran estilo", o también "el procedimiento sumario que hace
sus cuentas con el género y el tipo y ni siquiera se molesta en honrar con
refutaciones por micrológicos detalles a lo que Hume llamó el populacho de los
eruditos; este procedimiento de alto y noble estilo es el único compatible con los
intereses de la verdad plena y con los deberes para con el público ajeno a las
ataduras del gremio profesional".

El dibujo histórico de gran estilo y el sumario pase de cuentas con el género y el


tipo es, en efecto, muy cómodo para el señor Dühring, pues con ello puede
descuidar por micrológicos todos los hechos concretos, identificarlos con cero,
limitarse a frases generales en vez de proceder a demostrar, y contentarse con
afirmar y condenar simplemente. El método tiene además la ventaja de no ofrecer al
contrincante ningún efectivo punto de apoyo, de modo que casi no le queda más
posibilidad de respuesta que afirmar también en gran estilo y sumariamente,
producirse en frases generales y condenar a su vez al señor Dühring, es decir,
pagar con la misma moneda, lo cual no es del gusto de todo el mundo. Por eso
tenemos que agradecer al señor Dühring el que de vez en cuando abandone
excepcionalmente el estilo alto y noble para darnos por lo menos dos ejemplos de la
recusable doctrina marxiana del logos:

¡Qué cómica resulta, por ejemplo, la apelación a la confusa y nebulosa idea


hegeliana de que la cantidad se transforma en cualidad y que, por tanto, un
anticipo, al alcanzar un determinado límite, se convierte en capital por este mero
aumento cuantitativo!

La cosa se presenta efectivamente muy rara en esa exposición "depurada" por el


señor Dühring. En la página 313[17] (de la segunda edición de El Capital) Marx
infiere de su precedente investigación sobre el capital constante y variable y sobre
la plusvalía la consecuencia de que "no toda suma cualquiera de dinero o valor es
transformable en capital, sino que para esa transformación hay que presuponer la
existencia de un determinado mínimo de dinero o valor de cambio en las manos del
propietario particular de dinero o mercancías". Marx pone entonces como ejemplo
que en alguna rama del trabajo el trabajador trabaje ocho horas al día para sí
mismo, es decir, para la producción del valor de su salario, y las cuatro horas
siguientes para el capitalista, para la producción de plusvalía que va, por de pronto,
al bolsillo de éste. En este caso alguien tiene que disponer de una suma de valor
que le permita suministrar a dos obreros materia prima, medios de trabajo y salario,
para obtener diariamente la plusvalía necesaria para vivir como uno

pág. 116

de sus trabajadores. Y como la producción capitalista no tiene como objeto la mera


manutención, sino el aumento de la riqueza, nuestro hombre con sus dos obreros
no sería aún un capitalista. Sólo para vivir dos veces mejor que un trabajador
corriente y para retransformar en capital la mitad de la plusvalía producida tendría
ya que poder ocupar a ocho trabajadores, o sea poseer el cuádruplo de la suma de
valor antes supuesta. Y sólo después de esto, y en el curso de otras indicaciones
más, destinadas a aclarar y fundar el hecho de que no toda pequeña suma de valor
puede transformarse en capital, sino que para cada período del desarrollo y para
cada rama industrial existen límites mínimos determinados, observa Marx: "Aquí,
como en la ciencia de la naturaleza, se confirma la corrección de la ley descubierta
por Hegel en su Lógica, según la cual cambios meramente cuantitativos se mutan
en un determinado punto en diferencias cualitativas."[18]

Admiremos ahora el alto y noble estilo gracias al cual el señor Dühring atribuye a
Marx lo contrario de lo que en realidad ha dicho. Marx dice: el hecho de que una
suma de valor no pueda convertirse en capital sino cuando ha alcanzado una
dimensión mínima, distinta según las circunstancias, pero determinada en cada
caso particular, es una prueba de la corrección de la ley hegeliana. El señor Dühring
hace decir a Marx: Como, según la ley hegeliana, la cantidad se muta en cualidad,
por eso ocurre qué "un anticipo, cuando alcanza un determinado límite, se
convierte... en capital". Precisamente lo contrario.

La costumbre de citar falsamente en "interés de la verdad plena" y los "deberes para


con el público ajeno a las ataduras del gremio profesional" se nos ha presentado ya
en el proceso del señor Dühring contra Darwin. Esa costumbre va manifestándose
cada vez más como necesidad interna de la filosofía de la realidad, y es desde luego
un procedimiento muy "sumario". Por no fijarnos ya en que el señor Dühring
atribuye además a Marx el hablar de un "anticipo" cualquiera, mientras que en
realidad se trata sólo del preciso anticipo que puede hacerse en materias primas,
medios de trabajo y salario, y sin fijarnos tampoco en que con ello el señor Dühring
consigue hacer decir a Marx puros sinsentidos. Y luego tiene la cara dura de
encontrar cómico el sinsentido fabricado por él mismo. Del mismo modo que se
fabricó un Darwin de la fantasía para demostrar y probar su fuerza con él, así
tenemos aquí un Marx fantástico que es, efectivamente, un "dibujo histórico de
gran estilo".

pág. 117

Hemos visto ya antes, a propósito del esquematismo universal, que con esta línea
nodal hegeliana de relaciones dimensionales en la que, en un determinado punto de
alteraciones cuantitativas, se produce repentinamente un cambio cualitativo, el
señor Dühring ha tenido la pequeña desgracia de que en un momento de debilidad
la ha reconocido y aplicado él mismo. Dimos allí uno de los ejemplos más conocidos,
el de la transformación de los estados de agregación del agua, que a presión normal
y hacia los 0º C pasa del fluido al sólido, y hacia los 100º C pasa del líquido al
gaseoso, es decir, que en esos dos puntos de flexión la alteración meramente
cuantitativa de la temperatura produce un estado cualitativamente alterado del
agua.

Habríamos podido aducir en apoyo de esa ley cientos más de hechos tomados de la
naturaleza y de la sociedad humana. Así por ejemplo, toda la cuarta sección de El
Capital de Marx —producción de la plusvalía relativa en el terreno de la cooperación,
división del trabajo y manufactura, maquinaria y gran industria— trata de
innumerables casos en los cuales la alteración cuantitativa modifica la cualidad de
las cosas de que se trata, con lo que, por usar la expresión tan odiosa para el señor
Dühring, la cantidad se muta en cualidad, y a la inversa. Así, por ejemplo, el hecho
de que la cooperación de muchos, la fusión de muchas fuerzas en una fuerza total,
engendra, para decirlo con las palabras de Marx, una "nueva potencia de fuerza"
esencialmente diversa de la suma de sus fuerzas individuales.

A mayor abundamiento, en el mismo lugar convertido en su contrario por el señor


Dühring en interés de la verdad plena, Marx había hecho la siguiente observación:
"En esa ley se basa la teoría molecular utilizada en la química moderna y
desarrollada científicamente por vez primera por Laurent y Gerhardt." Pero ¿qué
importaba esto al señor Dühring? Él sabía muy bien que

los elementos formativos eminentemente modernos del modo científico natural de


pensar faltan precisamente en los puntos en que, como ocurre con el señor Marx y
su rival Lassalle, las semiciencias y un poco de filosofería constituyeron el pobre
instrumental de una afectada erudición,

mientras que en el señor Dühring subyacen a toda afirmación —y del modo que
hemos visto— "las afirmaciones capitales del saber exacto en la mecánica, la física y
la química", etc. Pero para que también los terceros puedan decidir, vamos a
considerar algo más detalladamente el ejemplo aducido en la nota de Marx.

pág. 118

Se trata en ella de las series homólogas de enlaces carbónicos, muchos de los


cuales se conocen ya y cada uno de los cuales tiene su propia fórmula algebraica de
composición. Si, como es corriente en química, representamos un átomo de carbono
por C, un átomo de hidrógeno por H, un átomo de oxígeno por O, y el número de
átomos de carbono contenidos en cada combinación por n, podemos expresar del
modo siguiente las fórmulas moleculares de algunas de esas series:

CnH2n+2: serie de la parafina normal


CnH2n+2O: serie de los alcoholes primarios
CnH2nO2: serie de los ácidos grasos monobásicos.

Si tomamos como ejemplo la última de estas series y ponemos sucesivamente n = 1,


n = 2, n = 3, etc., conseguimos los siguientes resultados (ignorando los isómeros):

Punto de Punto
ebullición de fusión
CH2O2: ácido fórmico . . . . . . . . . . . 100º 1º
C2H4O2: ácido acético . . . . . . . . . . . 118º 17º
C3H6O2: ácido propiónico . . . . . . . . . 140º
C4H8O2: ácido butírico . . . . . . . . . . . 162º
C5H10O2: ácido valeriánico . . . . . . . . . 175º

y así sucesivamente hasta C30H60O2, el ácido melísico, que no se funde hasta los 80º
y no tiene punto de ebullición, porque no se puede pasar al estado de vapor sin
descomponerlo.

Aquí tenemos, pues, toda una serie de cuerpos cualitativamente distintos, formados
por simple añadido cuantitativo de elementos, y siempre en la misma proporción. El
hecho se presenta del modo más claro cuando todos los elementos de la
combinación alteran su cantidad en la misma proporción, como ocurre en las
parafinas normales CnH2n+2: la inferior es el metano, CH4, un gas; la más alta
conocida, el hexadecano, C16H34, es un cuerpo sólido que forma cristales incoloros,
se funde a 21º y tiene el punto de ebullición a 278º. En las dos series, cada nuevo
miembro se produce por el añadido de CH2, un átomo de carbono y dos de
hidrógeno, a la fórmula molecular del miembro anterior, y esta alteración
cuantitativa de la fórmula molecular produce cada vez un cuerpo cualitativamente
distinto.

Pero esas series no son más que un ejemplo especialmente

pág. 119

gráfico; casi en todas partes en la química, ya en los diversos óxidos del nitrógeno y
en los distintos oxácidos del fósforo o del azufre, puede verse cómo la "cantidad se
muta en cualidad" y hallarse, por así decirlo, en carne y hueso en las cosas y
procesos esta supuesta idea confusa y nebulosa de Hegel, con lo cual nadie se
siente confuso y nebuloso, salvo el señor Dühring. Y puesto que Marx ha sido el
primero en llamar la atención sobre ello y el señor Dühring ha leído esa alusión sin
entenderla siquiera (pues de otro modo no habría dejado pasar sin más la increíble
blasfemia), ello basta para aclarar, incluso sin apelar a la gloriosa filosofía
dühringiana de la realidad, a quién faltan "los elementos formativos eminentemente
modernos del modo científico natural de pensar", si a Marx o al señor Dühring, y a
quién falta el conocimiento de las "afirmaciones capitales... de la química".
Para terminar, vamos a apelar a otro testimonio más de la mutación de cantidad en
calidad, a saber, Napoleón. Este describe el combate de la caballería francesa, de
jinetes malos, pero disciplinados, contra los mamelucos, indiscutiblemente la mejor
caballería de la época en el combate individual, pero también indisciplinada:

Dos mamelucos eran sin discusión superiores a tres franceses, 100 mamelucos
equivalían a 100 franceses; 300 franceses eran en general superiores a 300
mamelucos, y 1.000 franceses aplastaban siempre a 1.500 mamelucos.

Igual que en Marx una determinada magnitud mínima variable de la suma de valor
de cambio era necesaria para posibilitar su trasformación en capital, así también es,
según Napoleón, necesaria una determinada dimensión mínima de la sección de
caballería para permitir a la fuerza de la disciplina, que reside en el orden cerrado y
la aplicación según un plan, manifestarse y llegar hasta la superioridad incluso
sobre masas mayores de caballería irregular, mejor montadas y de mejores jinetes y
guerreros, y por lo menos del mismo valor personal. Pero ¿qué prueba esto contra el
señor Dühring? ¿No sucumbió Napoleón miserablemente en lucha con Europa? ¿No
sufrió derrota tras derrota? ¿Y por qué? Precisamente por haber introducido en la
táctica de la caballería la confusa y nebulosa idea de Hegel.

pág. 120

XIII. DIALECTICA. NEGACION DE LA NEGACION.

Este esbozo histórico [de la génesis de la llamada acumulación originaria de capital


en Inglaterra] es lo mejor, relativamente, en el libro de Marx, y aún sería mejor si no
se hubiera apoyado en la muleta hegeliana, además de hacerlo en la erudición. La
hegeliana negación de la negación tiene en efecto que prestar aquí, a falta de
medios mejores y más claros, los servicios de comadrona por los cuales surge el
futuro del seno del pasado. La supresión de la propiedad individual que se ha
producido del modo indicado desde el siglo XVI es la primera negación. Le seguirá
una segunda, que se caracteriza como negación de la negación y,
consiguientemente, como restablecimiento de la "propiedad individual", pero en una
forma superior fundada en la posesión común del suelo y de los medios de trabajo.
Cuando el señor Marx llama a esta nueva "propiedad individual" también
"propiedad social", se manifiesta precisamente la unidad superior hegeliana, en la
cual tiene que estar superada la contradicción, a saber, superada y a la vez
preservada, según este juego de palabras... La expropiación de los expropiadores es,
según esto, el resultado, por así decirlo automático, de la realidad histórica en sus
relaciones materiales externas... Pero difícilmente se dejará convencer un hombre
razonable de la necesidad de la comunidad de suelo y capital en base a esa
confianza puesta en palabrerías hegelianas como la negación de la negación... La
nebulosa ambigüedad de las ideas marxianas no asombrará, por lo demás, al que
sepa qué puede conseguirse, o más bien destrozarse, con la dialéctica hegeliana
como fundamento científico. Para el que no conozca estas artes hay que observar
explícitamente que la primera negación es en Hegel el concepto del catecismo que
llamamos pecado original, y la segunda la de una superior unidad que lleva a la
Redención. La lógica de los hechos no puede fundarse en esa arbitraria analogía
tomada de la religión... El señor Marx se queda tan contento en el nebuloso mundo
de su propiedad a la vez individual y social, y confía a sus adeptos la tarea de
resolver por sí mismos el profundo enigma dialéctico.

Hasta aquí el señor Dühring.


Así, pues, Marx no puede probar la necesidad de la revolución social, la necesidad
de una sociedad fundada en la propiedad colectiva de la tierra y de los medios de
producción creados por el trabajo, sino apelando a la hegeliana negación de la
negación, y al fundar su teoría socialista en ese capricho de analogía tomado de la
religión,

pág. 121

llega al resultado de que en la sociedad futura dominará, como suprema unidad


hegeliana de la contradicción superada, una propiedad a la vez individual y social.

Dejemos por el momento tranquila a la negación de la negación y veamos de cerca a


esa "propiedad a la vez individual y soeial". El señor Dühring la considera un
"mundo nebuloso", y esta vez tiene, asombrosamente, razón de verdad. Pero,
desgraciadamente, no es Marx el que se encuentra en ese mundo nebuloso, sino
también esta vez el propio señor Dühring. Del mismo modo que ya antes, gracias a
su habilidad con el "delirante" método de Hegel, pudo establecer sin esfuerzo lo que
tienen que contener los tomos aún incompletos de El Capital, así también consigue
aquí rectificar sin gran esfuerzo a Marx por Hegel atribuyéndole la unidad superior
de una propiedad de la que Marx no ha dicho ni una palabra.

En Marx se lee más bien: "Es negación de la negación. Esta restablece la propiedad
individual, pero sobre la base de los logros de la era capitalista, de la cooperación
de trabajadores libres y de su propiedad colectiva de la tierra y de los medios de
producción producidos por el trabajo mismo. La transformación de la propiedad
privada de los individuos, basada en el propio trabajo y dispersa, en propiedad
privada capitalista, es, naturalmente, un proceso incomparablemente más lento,
duro y difícil que la transformación de la propiedad privada capitalista, basada ya
fácticamente en el proceso social de producción, en una producción social." Esto es
todo. El estadio producido por la expropiación de los expropiadores se caracteriza,
pues, como restablecimiento de la propiedad individual, pero sobre la base de la
propiedad colectiva de la tierra y de los medios de producción producidos por el
trabajo mismo. Para todo el que entienda alemán, eso significa que la propiedad
colectiva comprende la tierra y los demás medios de producción, y la propiedad
individual los productos, es decir, los objetos de consumo. Y para que la cosa
resulte comprensible incluso para niños de seis años, presenta Marx en la página
56[19] una "asociación de hombres libres que trabajan con medios de producción
colectivos y gastan conscientemente como fuerza social de trabajo sus muchas
fuerzas de trabajo individuales", es decir, una asociación organizada de modo
socialista, y dice: "El producto total de la asociación es un producto social. Una
parte de ese producto vuelve a servir como medio de producción. No deja nunca de
ser social. Pero otra es consumida como medios de vida por los miembros de la
asociación.

pág. 122

Por eso hay que distribuirla entre ellos." Lo cual es bastante claro, incluso para la
hegelizada cabeza del señor Dühring.

La propiedad simultáneamente individual y social, ese confuso híbrido, ese absurdo


que necesariamente tiene que producirse con la dialéctica hegeliana, ese mundo
nebuloso, ese profundo enigma dialéctico cuya solución confía Marx a sus adeptos,
vuelve a ser una libre creación imaginaria del señor Dühring. Como supuesto
hegeliano, Marx está obligado a suministrar como resultado de la negación de la
negación una verdadera unidad superior, y como no lo hace al gusto del señor
Dühring, éste tiene que adoptar de nuevo el estilo alto y noble para atribuir a Marx,
en interés de la verdad plena, cosas fabricadas del modo más personal por el propio
señor Dühring. Un hombre tan totalmente incapaz de citar correctamente, ni
siquiera por excepción, puede perfectamente sumirse en ética indignación ante la
"erudición chinesca" de otras personas que citan correctamente sin excepción; pero
con eso no conseguirá sino "disimular malamente la falta de comprensión del
edificio de ideas del escritor aducido en cada caso". El señor Dühring tiene razón.
¡Viva el trazado histórico de gran estilo!

Hemos partido hasta ahora del supuesto de que el falso citar del señor Dühring
procediera, pese a su tenacidad, al menos con buena fe, y se basara o bien en una
propia total incapacidad de comprender, o bien en la costumbre de citar de
memoria, que puede ser característica de la historiografía de gran estilo, pero, por
lo común, se considera grave desaliño. Parece, sin embargo, que hemos llegado al
punto en el cual también para el señor Dühring la cantidad muta en calidad. Pues
si consideramos: primero, que el paso de Marx es en sí perfectamente claro y se
completa además por otro paso del mismo libro que resulta ya imposible
comprender mal; segundo, que ni en la crítica de El Capital en los
Ergänzungsblätter, que hemos citado antes, ni en la primera edición de la Historia
crítica el señor Dühring había descubierto ese monstruo de la "propiedad a la vez
individual y social", sino que no lo ha encontrado hasta la segunda edición, es decir,
a la tercera lectura, y que en esta segunda edición, reelaborada en sentido socialista,
el señor Dühring necesitaba hacer decir a Marx todos los absurdos posibles sobre la
organización futura de la sociedad, para poder presentar tanto más triunfalmente
—como en efecto hace— la "comuna económica que he esbozado económica y
jurídicamente en mi Curso": si consideramos todo eso, se nos impondrá la
conclusión de que el señor Dühring nos está obligando casi a suponer

pág. 123

que en este punto está "ampliando benéficamente" —benéficamente para sí


mismo— las ideas de Marx con toda intención.

¿Qué papel desempeña en Marx la negación de la negación? En las páginas 791 y


siguientes reúne Marx los resultados finales de las investigaciones económicas e
históricas sobre la llamada acumulación originaria del capital realizadas en las
cincuenta páginas anteriores. Antes de la era capitalista existió, por lo menos en
Inglaterra, una pequeña industria sobre la base de la propiedad privada del
trabajador sobre sus medios de producción. La llamada acumulación originaria del
capital consistió aquí en la expropiación de estos productores inmediatos, es decir,
en la disolución de la propiedad privada basada en el propio trabajo. Esto fue
posible porque dicha pequeña unidad industrial no es compatible más que con
estrechos y naturales límites de la producción y de la sociedad, con lo que
alcanzado cierto grado de desarrollo produce los medios materiales de su propia
aniquilación. Esta aniquilación, la transformación de los medios de producción
individuales y dispersos o divididos en medios de producción socialmente
concentrados, constituye la prehistoria del capital. En cuanto los trabajadores se
convierten en proletarios, y las condiciones de su trabajo en capital, en cuanto se
encuentra ya sobre bases propias el modo de producción capitalista, cobran una
forma nueva la ulterior socialización del trabajo y la ulterior conversión de la tierra
y los demás medios de producción, y, por tanto, la ulterior expropiación de
propietarios privados. "Lo que se puede expropiar ahora no es el trabajador en
economía personal, sino el capitalista que explota a muchos trabajadores. Esta
expropiación se realiza por el juego de las leyes inmanentes de la misma producción
capitalista, por la concentración de capitales. Cada capitalista derriba a muchos
otros. Simultáneamente con esa concentración o expropiación de muchos
capitalistas por pocos, se desarrollan la forma cooperativa del proceso de trabajo a
un nivel cada vez más alto, la aplicación técnica consciente de la ciencia, la
explotación común y planeada de la tierra, la transformación de los medios de
trabajo en medios de trabajo sólo utilizables colectivamente y la economización de
todos los medios de producción por su uso como medios de producción comunes de
un trabajo combinado social. Con la constante disminución del número de los
magnates del capital que usurpan y monopolizan todos los beneficios de ese
proceso de transformación, crece la masa de la miseria, la opresión, la sumisión, la
degradación y la explotación, pero también la cólera de la clase obrera, en
constante crecimiento,

pág. 124

y entrenada, unida y organizada por el propio mecanismo del proceso de


producción capitalista. El capital[20] se convierte en rémora del modo de
producción que ha florecido con él y bajo él. La concentración de los medios de
producción y la socialización del trabajo alcanzan un punto en el cual resultan
incompatibles con su revestimiento capitalista. Este salta entonces. Suena la hora
final de la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados."

Y ahora preguntó al lector: ¿dónde están las intrincaciones dialécticas hirsutas, los
arabescos ideales, las ideas ambiguas y falsas según las cuales todo es uno y lo
mismo? ¿Dónde el milagro dialéctico para los fieles, dónde la misteriosa confusión y
las intrincaciones según el modelo de la doctrina hegeliana del logos, sin la cual
Marx, según el señor Dühring, no consigue construir su desarrollo? Marx muestra
simplemente con método histórico y resume brevemente en esos párrafos que, al
modo como en otro tiempo la pequeña industria produjo necesariamente por su
propio desarrollo las condiciones de su aniquilación, es decir, la expropiación de los
pequeños propietarios, así ahora el modo de producción capitalista produce
igualmente las condiciones materiales bajo las cuales tienen que perecer. El proceso
es histórico, y si al mismo tiempo es dialéctico, ello no es culpa de Marx, por mucho
que le disguste al senor Dühring.

Llegado este punto, cuando ha terminado su argumentación histórico económica,


sigue diciendo Marx: "El modo capitalista de producción y apropiación, y, por tanto,
la propiedad privada capitalista, es la primera negación de la propiedad privada
individual basada en el propio trabajo. La negación de la producción capitalista es
producida por la misma producción capitalista, con la necesidad de un proceso
natural. Es negación de la negación", etc. (como hemos citado antes).

Así, pues, al caracterizar el proceso como negación de la negación, Marx no piensa


en absoluto en que con eso pueda probarse que el proceso es históricamente
necesario. Antes al contrario: luego de haber probado históricamente que el proceso
se ha realizado efectivamente en parte y que en parte tiene que producirse, lo
caracteriza por añadido como proceso que se realiza según una determinada ley
dialéctica. Esto es todo. Y el señor Dühring comete, por tanto, otra vez una falsedad
de atribución cuando afirma que la negación de la negación tiene que prestar aquí
servicios de comadrona por los cuales surge el futuro del seno del pasado, o
pág. 125

que Marx pide que por fe en la negación de la negación nos convenzamos de la


necesidad de la comunidad del suelo y del capital (lo cual es una contradicción
dühringiana de carne y hueso).

Ya es una falta total de comprensión de la naturaleza de la dialéctica el que el señor


Dühring la tome por un instrumento de mera prueba, al modo como puede
concebirse, por ejemplo, limitadamente, la lógica formal o la matemática elemental.
Incluso la lógica formal es ante todo método para el hallazgo de nuevos resultados,
para progresar de lo conocido a lo desconocido, y eso mismo es la dialéctica,
aunque en sentido más eminente, pues rompe el estrecho horizonte de la lógica
formal y contiene el germen de una concepción del mundo más amplia. La misma
situación se encuentra en la matemática. La matemática elemental, la matemática
de las magnitudes constantes, se mueve en el marco de la lógica formal, por lo
menos a grandes rasgos; en cambio, la matemática de las magnitudes variables,
cuya parte principal es el cálculo infinitesimal, no es esencialmente más que la
aplicación de la dialéctica a cuestiones matemáticas. La mera prueba pasa aquí
claramente a segundo lugar tras la múltiple aplicación del método a nuevos campos
de investigación. Pero casi todas las demostraciones de la matemática superior, a
partir del primer cálculo diferencial, son, estrictamente hablando, falsas desde el
punto de vista de la matemática elemental. Y ello no puede ser de otro modo al
pretender, como aquí ocurre, demostrar por medio de la lógica formal los resultados
conseguidos a nivel dialéctico. El querer probar algo a un craso metafísico como el
señor Dühring por medio de la mera dialéctica sería trabajo tan perdido como el
que tuvieron Leibniz y sus discípulos para demostrar a los matemáticos de la época
las proposiciones del cálculo infinitesimal. El diferencial les producía las mismas
convulsiones internas que produce al señor Dühring la negación de la negación, en
la cual, como veremos, desempeña cierto papel. Aquellos caballeros cedieron al final,
los que no se habían muerto, con mucha reticencia, y no porque estuvieran
convencidos, sino porque los resultados eran siempre correctos. EI señor Dühring
anda, según él nos cuenta, por los cuarenta años, y si alcanza la elevada edad que
le deseamos, puede experimentar él también lo mismo.

Pero ¿qué es esa terrible negación de la negación que tanto amarga la vida al señor
Dühring, hasta el punto de desempeñar para él el mismo papel que en el
cristianismo el pecado contra el Espíritu Santo? Es un procedimiento sencillísimo,
que se ejecuta en

pág. 126

todas partes y cotidianamente y que puede entender un niño siempre que se lo


limpie de la misteriosa confusión con que lo revistió la vieja filosofía idealista, y
revestirlo con la cual sigue siendo el interés de perplejos metafísicos del tipo del
señor Dühring. Pensemos en un grano de cebada. Billones de tales granos se
muelen, se hierven y fermentan, y luego se consumen. Pero si un tal grano de
cebada encuentra las condiciones que le son normales, si cae en un suelo favorable,
se produce en él, bajo la influencia del calor y de la humedad, una transformación
característica: germina; el grano perece como tal, es negado, y en su lugar aparece
la planta nacida de él, la negación del grano. Pero ¿cuál es el curso normal de la
vida de esa planta? La planta crece, florece, se fecunda y produce finalmente otros
granos de cebada, y en cuanto que éstos han madurado muere el tallo, es negado a
su vez. Como resultado de esta negación de la negación tenemos de nuevo el inicial
grano de cebada, pero no simplemente reproducido, sino multiplicado por diez,
veinte o treinta. Las especies cereales se modifican muy lentamente, y la cebada de
hoy sigue siendo aproximadamente igual que la de hace cien años. Tomemos, en
cambio, una plástica planta ornamental, por ejemplo, una dalia o una orquídea; si
tratamos según el arte de la jardinería la semilla y la planta que nace de ella,
conseguimos como resultado de esta negación de la negación no ya sólo más
semillas, sino semillas cualitativamente mejoradas que producen flores más
hermosas, y cada repetición de este proceso cada nueva negación de la negación,
aumenta dicho perfeccionamiento. Este proceso se realiza de un modo análogo al
visto en el grano de cebada en la mayoría de los insectos, por ejemplo, las
mariposas. Las mariposas nacen del huevo por negación del huevo, realizan sus
transformaciones hasta llegar a la madurez sexual, se aparean y vuelven a ser
negadas, al morir, en cuanto se ha consumado el proceso de apareamiento y la
hembra ha puesto sus numerosos huevos. No interesa aquí todavía el hecho de que
en otras plantas y animales el proceso no se consume con esa simplicidad, sino que
producen varias veces, y no una sola, semillas, huevos o retoños antes de morir; lo
único que pretendemos aquí es mostrar que la negación de la negación tiene
realmente lugar en los dos reinos del mundo vivo. Por otra parte, toda la geología es
una serie de negaciones negadas, una serie de sucesivas destrucciones de viejas
formaciones rocosas y depósito de otras nuevas. La corteza terrestre originaria,
producida por el enfriamiento de las masas fluidas bajo la acción de los agentes
oceánicos, meteorológicos y

pág. 127

atmosférico químicos, es por de pronto desmenuzada, y esas masas desmenuzadas


se depositan en el fondo del mar. Elevaciones locales del fondo marino por encima
del espejo de las aguas exponen de nuevo partes de esa primera estratificación a la
acción de la lluvia, el cambiante calor de las estaciones, el oxígeno y el ácido
carbónico de la atmósfera; a las mismas acciones están sometidas las masas
fundidas, y luego enfriadas, que proceden del interior de la tierra y rompen los
estratos precedentes. Durante millones de siglos van formandose así
constantemente capas nuevas, son sucesivamente destruidas en su mayor parte y
sirven repetidamente como material de formación de nuevos estratos. Pero el
resultado es muy positivo: la producción de un suelo mixto de los más diversos
elementos químicos y en un estado de desmenuzamiento mecánico que posibilita la
vegetación masiva y diversificada.

Lo mismo ocurre en matemáticas. Tomemos una magnitud algebraica cualquiera, a.


Negándola tenemos –a (menos a). Negando esta negación, multiplicando –a por –a,
tenemos +a², es decir, la magnitud positiva inicial, pero a un nivel más alto, a saber,
la segunda potencia. En este punto no tiene relevancia el hecho de que podamos
conseguir la misma a² multiplicando la a positiva consigo misma. Pues la negación
negada está tan firmemente asentada en a² que en todo caso ésta tiene dos raíces
cuadradas, a saber, a y –a. Y esta imposibilidad de desprenderse de la negación
negada, de la raíz negativa contenida en el cuadrado, cobra una significación muy
tangible ya en las ecuaciones de segundo grado. Aún más contundentemente
destaca la negación de la negación en el análisis superior, en aquellas "sumaciones
de magnitudes infinitamente pequeñas" que el propio señor Dühring califica de
operaciones supremas de la matemática, y que en el lenguaje corriente se llaman
cálculo diferencial e integral. ¿Cómo se practica este tipo de cálculo? Tengo, por
ejemplo, en un determinado problema, dos magnitudes variables, x e y, una de las
cuales no puede variar sin que varíe también la otra en una proporción
determinada por la situación concreta. Diferencio entonces x e y, es decir, tomo x e
y tan infinitamente pequeñas que desaparezcan prácticamente ante cualquier
magnitud real, por pequeña que ésta sea, de modo que no quede de x e y más que
su relación recíproca, pero sin su fundamento por así decirlo material: lo que queda
es una relación cuantitativa sin cantidad. dy/dx, la razón entre los dos
diferenciales de x e y, es, pues, = 0/0, pero 0/0 puesto como expresión de x/y.
Indicaré sólo de paso que esta relación entre dos magnitudes

pág. 128

desaparecidas, el momento petrificado de su desaparición, es una contradicción;


contradicción que nos molestará tan poco como ha molestado en la matemática en
general desde hace casi doscientos años. ¿Qué otra cosa he hecho sino negar x e y,
pero no de tal modo que no me tenga que ocupar más de ellas, como niega la
metafísica, sino del modo adecuado a la situación? En vez de x e y tengo, pues,
ahora su negación, dx y dy, en las fórmulas o ecuaciones estudiadas. Sigo entonces
calculando con esas fórmulas, trato a dx y dy como magnitudes reales, aunque
sometidas a ciertas leyes excepcionales, y en un determinado momento niego la
negación, es decir, integro las fórmulas diferenciales, recupero en vez de dx y dy las
magnitudes reales x e y y me encuentro así no como al principio, sino con la
solución de un problema ante el cual la geometría y el álgebra comunes se habrían
roto tal vez los cuernos.

Lo mismo ocurre en la historia. Todos los pueblos de cultura comienzan con la


propiedad común de la tierra. En todos los pueblos que rebasan un determinado
nivel originario, esa propiedad común se convierte en el curso de la evolución de la
agricultura en una traba de la producción. Se supera entonces, se niega, se
transforma en propiedad privada, tras pasar por estadios intermedios más o menos
largos. Pero a un nivel de desarrollo superior, producido por la misma propiedad
privada de la tierra, la propiedad privada se convierte a su vez en una traba de la
producción, como está ocurriendo hoy tanto con la pequeña propiedad del suelo
como con la grande. Destaca entonces con necesidad la exigencia de negarla a su
vez, de volver a transformar la tierra en propiedad colectiva. Pero esta exigencia no
significa el restablecimiento de la propiedad colectiva originaria, sino la producción
de una forma supcrior y más desarrollada de posesión colectiva, la cual, lejos de
convertirse en una traba de la producción, le permitirá más bien finalmente
desencadenarse y aprovechar plenamente los modernos descubrimientos químicos
y los modernos inventos mecánicos.

O también: la filosofía antigua fue materialismo originario, espontáneo. Como tal,


era incapaz de ponerse en claro acerca de la relación del pensamiento con la
materia. Pero la necesidad de aclarar este punto condujo a la doctrina de un alma
separable del cuerpo, luego a la afirmación de la inmortalidad del alma, y
finalmente al monoteísmo. Así fue el viejo materialismo negado por el idealismo.
Pero en el ulterior desarrollo de la filosofía resultó también insostenible el idealismo,
y fue negado por el moderno materialismo. Este, negación de la negación, no es la
mera restauración

pág. 129

del viejo, sino que inserta en los permanentes fundamentos del primero todo el
contenido mental de una evolución bimilenaria de la filosofía y de la ciencia natural,
así como de esa misma historia de dos mil años. Ni siquiera es ya este nuevo
materialismo una filosofía, sino una simple concepción del mundo que tiene que
confirmarse y actuarse no en una selecta ciencia de la ciencia, sino en las ciencias
reales. La filosofía es, pues, aquí "superada",[21] es decir, "tanto superada cuanto
conservada"; superada en cuanto a su forma, conservada en cuanto a su contenido
real. Hay, pues, un contenido real, que se encuentra al examinar bien la cosa,
donde el señor Dühring no ve más que "juego de palabras".

Por último: incluso la doctrina russoniana de la igualdad, de la que la dühringiana


no es más que un eco pálido y falseado, ha necesitado para explicitarse los servicios
de comadrona de la hegeliana negación de la negación y ello, encima, casi veinte
años antes del nacimiento de Hegel. Y lejos de avergonzarse de ello, en su primera
exposición exhibe casi fastuosamente el sello de su origen dialéctico. En el estado
de naturaleza y salvajismo, los hombres eran iguales, y como Rousseau considera
ya al lenguaje como falseamiento del estado de naturaleza, es del todo coherente al
aplicar la igualdad de los animales de una especie también a ésta en todo su
alcance; se trataría en este caso de los hipotéticos hombres animales clasificados
recientemente por Haeckel como alali, es decir, sin lenguaje. Pero esos hombres-
animales iguales tenían una cualidad que les adelantaba a todos los demás
animales: la perfectibilidad, la capacidad de seguir evolucionando, y ésta fue la
causa de la desigualdad. Rousseau ve, pues, un progreso en el origen de la
desigualdad. Pero este progreso era antagonístico en sí mismo, era al mismo tiempo
un retroceso.

Todos los posteriores progresos [más allá del estado originario] fueron otros tantos
pasos, aparentemente, hacia el perfeccionamiento del hombre individual, pero, en
realidad, hacia la decadencia de la especie... El trabajo de los metales y la
agricultura fueron las dos artes cuya invención provocó esta gran revolución [la
transformación del bosque primitivo en tierra cultivada, pero también la
introducción de la miseria y la servidumbre a través de la propiedad]. El oro y la
plata según el poeta, el hierro y el trigo según el filósofo, han civilizado a los
hombres y arruinado al género humano.[22]

Cada nuevo progreso de la civilización es al mismo tiempo un nuevo progreso de la


desigualdad. Todas las instituciones que se da la sociedad nacida con la civilización
mutan en lo contrario de su finalidad originaria.

pág. 130

Es cosa indiscutible y ley fundamental de todo el derecho político que los pueblos
se han dado príncipes para proteger su libertad, no para aniquilarla.

Y a pesar de ello los príncipes se convierten por necesidad en opresores de los


pueblos, y agudizan esa opresión hasta un punto en el cual la desigualdad,
exacerbada hasta el último extremo, muta también en su contrario, en causa de
igualdad: ante el déspota son todos iguales, a saber, iguales a cero.

"Aquí está el grado extremo de la desigualdad, el punto final que cierra el círculo y
toca ya al punto del que hemos partido; aquí se hacen iguales todas las personas
privadas, precisamente porque no son nada, y los súbditos no tienen ya más ley
que la voluntad del señor". Pero el déspota no es señor sino en cuanto tiene el poder,
y, por tanto, "no puede quejarse contra el poder cuando se le expulsa... El poder le
sostuvo, el poder le derriba, y todo discurre según su recto curso natural".
Y así vuelve a mutar la desigualdad en igualdad, pero no en la vieja igualdad
espontánea de los protohombres sin lenguaje, sino en la igualdad superior del
contrato social. Los opresores son oprimidos. Es la negación de la negación.

Tenemos, pues, aquí, ya en Rousseau, una marcha del pensamiento que se parece
a la de Marx en El Capital como una gota de agua a otra, y, además y en detalle,
toda una serie de las mismos giros dialécticos de que se sirve Marx: procesos que
son por su naturaleza antagonísticos, que contienen en sí una contradicción,
mutación de un extremo en su contrario y, finalmente, como núcleo de todo, la
negación de la negación. Si, pues, Rousseau no podía aún hablar la jerga hegeliana
en 1754, está de todos modos muy infectado por el mal hegeliano, la dialéctica de la
contradicción, la doctrina del Logos, la teología, etc., dieciséis años antes del
nacimiento de Hegel. Y cuando el señor Dühring procede a infectar la teoría
russoniana de la igualdad con su victorioso par de hombres, está operando ya en el
plano inclinado por el que resbalará sin remisión hasta caer en brazos de la
negación de la negación. El estado en el cual florece la igualdad de esos dos
hombres, representado también claramente como estado ideal, aparece en la página
271 de la Filosofía caracterizado como "estado originario". Pero este estado
originario queda superado inevitablemente en la página 279 por el "sistema
predatorio": primera negación. Mas ahora hemos llegado, gracias a la filosofía de la
realidad, al momento de suprimir el estado predatorio e introducir en su lugar la
comuna

pág. 131

económica inventada por el señor Dühring y basada en la igualdad: negación de la


negación, igualdad a un nivel superior. Es un espectáculo delicioso, que amplía
benéficamente el campo visual, éste de ver al señor Dühring cometer
personalísimamente el crimen capital de la negación de la negación.

¿Qué es, pues, la negación de la negación? Es una ley muy general, y por ello
mismo de efectos muy amplios e importante, del desarrollo de la naturaleza, la
historia y el pensamiento; una ley que, como hemos visto, se manifiesta en el
mundo animal y vegetal, en la geología, en la matemática, en la historia, en la
filosofía, y a la que el mismo señor Dühring tiene que someterse sin saberlo a pesar
de todos sus tirones y resistencias. Es evidente que cuando lo describo como
negación de la negación no digo absolutamente nada sobre el particular proceso de
desarrollo que atraviesa, por ejemplo, el grano de cebada desde la germinación
hasta la muerte de la planta con frutos. Pues como el cálculo integral es también
negación de la negación, si pretendiera haber dicho con eso algo sobre lo concreto
no afirmaría sino el absurdo de que el proceso vital de una espiga de cebada es
cálculo integral, o acaso socialismo. Y esto es precisamente lo que los metafísicos
imputan siempre a la dialéctica. Cuando digo de todos esos procesos que son
negación de la negación los estoy reuniendo a todos bajo esa ley del movimiento, y
dejo precisamente por ello fuera de consideración la particularidad de cada proceso
especial. La dialéctica no es, empero, más que la ciencia de las leyes generales del
movimiento y la evolución de la naturaleza, la sociedad humana y el pensamiento.

Más puede aún objetarse: la negación aquí realizada no es una verdadera negación;
también niego un grano de cebada cuando lo muelo, un insecto cuando lo aplasto,
la magnitud positiva a cuando la borro, etc. O bien niego la frase "la rosa es una
rosa"; y ¿qué sale en limpio si luego vuelvo a negar esta negación y digo: "la rosa es
sin embargo una rosa?" Estas objeciones son realmente los argumentos capitales de
los metafísicos contra la dialéctica, y plenamente dignos de esa limitación del
pensamiento. En la dialéctica, negar no significa simplemente decir no, o declarar
inexistente una cosa, o destruirla de cualquier modo. Ya Spinoza dice: omnis
determinatio est negatio, toda determinación o delimitación es negación. Además, la
naturaleza de la negación dialéctica está determinada por la naturaleza general,
primero, y especial, después, del proceso. No sólo tengo que negar, sino que tengo
que superar luego la negación. Tengo, pues, que establecer la primera negación

pág. 132

de tal modo que la segunda siga siendo o se haga posible. ¿Cómo? Según la
naturaleza especial de cada caso particular. Si muelo un grano de cebada o aplasto
un insecto, he realizado ciertamente el primer acto, pero he hecho imposible el
segundo. Toda especie de cosas tiene su modo propio de ser negada de tal modo
que se produzca de esa negación su desarrollo, y así también ocurre con cada tipo
de representaciones y conceptos. En el cálculo infinitesimal se niega de modo
diverso de como se hace en la consecución de potencias positivas de raíces
negativas. También esto hay que aprenderlo, como cualquier otra cosa. Con el mero
conocimiento de que la espiga de cebada y el cálculo infinitesimal caen bajo la
negación de la negación, no puedo ni plantar cebada ni deferenciar e integrar con
éxito, del mismo modo que tampoco con las meras leyes de la determinación de las
notas por las dimensiones de las cuerdas puedo sin más tocar el violín. Pero es
claro que en una negación de negación que consista en la pueril ocupación de
poner y borrar alternativamente a o afirmar alternativamente de una rosa que es
una rosa y no lo es, no puede obtenerse más que una prueba de la necedad del que
aplique tan tediosos procedimientos. Pese a lo cual los metafísicos pretenden
demostrarnos que si realmente queremos ejecutar la negación de la negación, ése
es el modo correcto de hacerlo.

Es, pues, de nuevo el señor Dühring el que nos sugiere una mistificación al afirmar
que la negación es un capricho analógico inventado por Hegel, tomado de la religión
y basado en la historia del pecado original. Los hombres han pensado
dialécticamente mucho antes de saber lo que era dialéctica, del mismo modo que
hablaban ya en prosa mucho antes de que existiera la expresión "prosa". La ley de
la negación de la negación, que se cumple en la naturaleza y en la historia
inconscientemente, e inconscientemente también en nuestras cabezas hasta que se
la descubre, fue formulada de un modo claro por vez primera por Hegel. Y si el
señor Dühring quiere proceder él mismo con ella, pero en secreto, y lo único que no
puede soportar es el nombre, debe encontrar un nombre mejor. Mas si lo que quiere
es expulsar la cosa misma del ámbito del pensamiento, tendrá que proceder
primero a expulsarla benévolamente de la naturaleza y de la historia, y también a
inventarse una matemática en la cual –a × –a no sea +a² y en la que esté prohibido
bajo pena severa diferenciar e integrar.

pág. 133

XIV. CONCLUSION

Hemos terminado con la filosofía; lo que en el Curso queda en materia de fantasías


futuristas nos ocupará con ocasión de la subversión duhringiana del socialismo.
¿Qué nos ha prometido el señor Dühring? Todo. ¿Y qué ha cumplido? Nada
absolutamente. "Los elementos de una filosofía real y consecuentemente orientada
a la realidad de la naturaleza y de la vida", la "concepción rigurosamente científica
del mundo", los "pensamientos creadores de sistema" y todas las demás hazañas
del señor Dühring, pregonadas por el señor Dühring con sonoras frases, han
resultado ser, las cogiéramos por donde las cogiéramos, pura patraña. El
esquematismo universal que "sin perdonar nada en cuanto a profundidad de
pensamiento ha fijado con seguridad las estructuras básicas del ser" resultó ser un
eco infinitamente corrompido de la Lógica hegeliana, y compartir con ésta la
superstición de que dichas "estructuras básicas" o categorías lógicas tienen en
algún lugar una misteriosa existencia propia, antes que el mundo y fuera del
mundo al que hay que "aplicarlas". La filosofía de la naturaleza nos ofreció una
cosmogonía cuyo punto de partida es un "estado de la materia idéntico consigo
mismo", un estado sólo imaginable en base a la más insalvable confusión sobre la
conexión de naturaleza y movimiento, y sólo, también, en base al supuesto de un
Dios personal extramundano, el único ser que puede llevar de ese estado al
movimiento. En el tratamiento de la naturaleza orgánica, la filosofía de la realidad,
luego de haber condenado la lucha por la existencia y la selección natural
darwinianas como "una pieza de brutalidad dirigida contra la humanidad", tuvo que
volver a darles entrada por la puerta falsa, como factores activos en la naturaleza,
aunque de segundo orden. Esta filosofía tuvo además ocasión de documentar en el
terreno de la biología una ignorancia que, desde que las conferencias de divulgación
científica florecen por todas partes, habría que buscar con una linterna incluso
entre las jovencitas de la buena sociedad. En el terreno de la moral y del derecho,
esa

pág. 134

filosofía no ha tenido con la trivialización de Rousseau más fortuna que con la


anterior corrupción de Hegel, y por lo que hace a la ciencia jurídica ha mostrado
también, pese a toda la enfática afirmación de lo contrario, un desconocimiento que
no es fácil encontrar ni en los más vulgares juristas de la vieja escuela prusiana. La
filosofía "que no deja en pie ningún horizonte meramente aparente" se contenta
jurídicamente con un horizonte real que coincide con el ámbito de vigencia del
derecho territorial prusiano. Seguimos esperando los "cielos y las tierras de la
naturaleza interna y externa" que esa filosofía prometía desplegar ante nosotros con
su movimiento de poderosa subversión, igual que seguimos esperando las "verdades
definitivas de última instancia" y lo "absolutamente fundamental". El filósofo cuyo
modo de pensar "excluye toda veleidad de presentación subjetivista limitada del
mundo" resulta estar no sólo subjetivamente limitado por sus conocimientos,
probadamente muy deficientes, por su mentalidad metafísicamente limitada y por
su grotesca vanidad, sino incluso por pueriles manías personales. El filósofo no
consigue producir su filosofía de la realidad sin imponer a toda la humanidad,
judíos incluidos, su repugnancia por el tabaco, los gatos y los judíos, como si esa
repugnancia fuera una ley de validez universal. Su "punto de vista realmente
crítico" contra otros autores consiste en atribuirles tenazmente cosas que ellos no
han dicho, pues son fabricación personalísima del señor Dühring. Sus difusas
jeremíadas sobre temas honradamente pequeñoburgueses como el valor de la vida y
el mejor modo de gozar de ella son de una tal afectada trivialidad que explican muy
bien su cólera contra el Fausto de Goethe. Es sin duda imperdonable en Goethe el
haber hecho un héroe del inmoral Fausto, y no del serio filósofo de la realidad
Wagner.[23] En resolución, la filosofía de la realidad, tomada en su conjunto,
resulta ser, para hablar con Hegel, "la más pálida lucecilla de la ilustracioncilla
alemana",[24] lucecilla cuya tenuidad y transparente trivialidad no se adensan ni
enturbian sino por los humos de las sentenciosas palabras que la atraviesan. Y al
terminar el libro del filósofo sabemos tanto como al principio, y nos vemos obligados
a confesar que el "nuevo modo de pensar" y los "resultados y las concepciones
radicalmente propios" y los "pensamientos creadores de sistema" nos han ofrecido
sin duda diversos y nuevos absurdos, pero ni siquiera una línea de la que
pudiéramos aprender algo. Y este hombre que alaba sus artes y mercancías a
fuerza de tambores y trompetas más ruidosos que los del más ordinario pregonero
del mercado, este hombre bajo

pág. 135

cuyas grandes palabras no se esconde nada, absolutamente nada, ese hombre se


permite encima llamar charlatanes a gentes como Fichte, Schelling y Hegel, el más
pequeño de los cuales es aún un gigante en comparación con él. Charlatán,
efectivamente. Pero ¿quién?
Sección Segunda

ECONOMIA POLITICA

pág. 139

I. OBJETO Y METODO

La economía política es, en su más amplio sentido, la ciencia de las leyes que rigen
la producción y el intercambio de los medios materiales de vida en la sociedad
humana. Producción e intercambio son dos funciones distintas. La producción
puede tener lugar sin intercambio, pero el intercambio —precisamente porque no es
sino intercambio de productos— no puede existir sin producción. Cada una de
estas dos funciones sociales se encuentra bajo influencias externas en gran parte
específicas de ella, y tiene por eso también en gran parte leyes propias específicas.
Pero, por otro lado, ambas se condicionan recíprocamente en cada momento y
obran de tal modo la una sobre la otra que podría llamárselas abscisa y ordenada
de la curva económica.

Las condiciones en las cuales producen e intercambian productos los hombres son
diversas de un país a otro, y en cada país lo son de una generación a otra. La
economía política no puede, por tanto, ser la misma para todos los países y para
todas las épocas históricas. Desde el arco y la flecha, el cuchillo de piedra y el
excepcional intercambio y tráfico de bienes del salvaje hasta la máquina de vapor
de mil caballos, el telar mecánico, los ferrocarriles y el Banco de Inglaterra, hay una
distancia gigantesca. Los habitantes de la Tierra del Fuego no han llegado a la
producción masiva ni al comercio mundial, del mismo modo que tampoco conocen
la "pelota" con las letras de cambio ni los cracks bolsísticos. El que quisiera reducir
la economía de la Tierra del Fuego a las mismas leyes que rigen la de la Inglaterra
actual no conseguiría, evidentemente, obtener con ello sino los lugares comunes
más triviales. La economía política es, por tanto, esencialmente una ciencia
histórica. Esa ciencia trata una materia histórica, lo que quiere decir una materia
en constante cambio; estudia por de pronto las leyes especiales de cada particular
nivel de desarrollo de la producción y el intercambio, y no podrá establecer las
pocas leyes muy generales que valen para la producción y el intercambio como tales
sino al final de esa investigación. No hará falta decir que las leyes válidas

pág. 140

para determinados modos de producción y formas de intercambio tienen también


validez para todos los períodos históricos a los que sean comunes dichos modos de
producción y dichas formas de intercambio. Así, por ejemplo, con la aparición del
dinero metálico empiezan a actuar una serie de leyes que son válidas para todos los
países y para todos los lapsos históricos en los que el intercambio está mediado por
el dinero metálico.

El modo de la distribución de los productos queda dado con el modo de producción


y de intercambio de una determinada sociedad histórica y con las previas
condiciones históricas de esa sociedad. En la comunidad tribal o campesina con
propiedad común de la tierra, que es el estadio en el cual, o con cuyos restos muy
perceptibles, han entrado en la historia todos los pueblos de cultura, resulta
obviamente natural una distribución bastante homogénea de los productos; cuando
aparece una desigualdad ya considerable en la distribución entre los miembros, esa
desigualdad constituye al mismo tiempo un signo de la incipiente disolución de
dichas comunidades. La agricultura en grande o en pequeño permite muy diversas
formas de distribución, según las condiciones históricas previas a partir de las
cuales se ha desarrollado. Pero es claro que la agricultura en grande condiciona
siempre en general una distribución muy distinta de la condicionada por la otra;
que la agricultura en explotación grande presupone o produce una contraposición
de clases señores esclavistas y esclavos, señores de la tierra y campesinos obligados
a prestaciones serviles, capitalistas y trabajadores asalariados , mientras que en la
pequeña agricultura la explotación no condiciona en modo alguno una diferencia de
clases entre los individuos activos en la producción agrícola, sino que, por el
contrario, la mera existencia de dicha división anuncia la incipiente decadencia de
la economía parcelaria. La introducción y la difusión del dinero metálico en un país
en el que hasta el momento haya imperado o predominado la economía natural van
siempre acompañadas por una subversión más o menos rápida de la anterior
distribución, y ello en el sentido de agudizarse constantemente la desigualdad de la
distribución entre los individuos, o sea la contraposición entre rico y pobre. La
explotación artesanal, local y gremial de la Edad Media hacía imposible la
existencia de grandes capitalistas y de asalariados de por vida, así como la gran
industria moderna, el actual desarrollo del crédito y el de las dos formas de
intercambio correspondientes, junto con la libre concurrencia, producen
necesariamente dichos fenómenos.

pág. 141

Pero con la diferencia en la distribución aparecen las diferencias de clase. La


sociedad se divide en clases privilegiadas y perjudicadas, explotadoras y explotadas,
dominantes y dominadas, y el Estado —que al principio no había sido sino el
ulterior desarrollo de los grupos naturales de comunidades étnicamente
homogéneas, con objeto de servir a intereses comunes (por ejemplo, en Oriente, la
organización del riego) y de protegerse frente al exterior— asume a partir de ese
momento, con la misma intensidad, la tarea de mantener coercitivamente las
condiciones vitales y de dominio de la clase dominante respecto de la dominada.

Pero la distribución no es un resultado meramente pasivo de la producción y el


intercambio; también actúa a su vez, inversamente, sobre una y otro. Todo nuevo
modo de producción y toda nueva forma de intercambio se ven al principio
obstaculizados no sólo por las viejas formas y sus correspondientes instituciones
políticas, sino también por el viejo modo de distribución. Tienen, pues, que empezar
por conquistarse con una larga lucha la distribución que les es adecuada. Pero
cuanto más móvil es un modo dado de producción y distribución, cuanto más capaz
de perfeccionamiento y evolución, tanto más rápidamente alcanza la distribución
misma un nivel en el cual desborda las formas que la engendraron y entra en
pugna con el tipo de producción e intercambio existentes. Las viejas comunidades
naturales de que ya hemos hablado pueden subsistir durante milenios, como aún
ocurre hoy día entre los indios y los eslavos, antes de que el tráfico con el mundo
exterior produzca en su interior las diferencias de riqueza a consecuencia de las
cuales empieza su disolución. En cambio, la moderna producción capitalista, que
apenas tiene trescientos años y que no se ha convertido en dominante sino desde la
introducción de la gran industria, es decir, desde hace cien años, ha producido en
ese breve tiempo contraposiciones de distribución —concentración de los capitales
en pocas manos, por un lado, y concentración de las masas desposeídas en las
grandes ciudades, por otro— por cuya existencia perece necesariamente.

La conexión entre la distribución de cada caso con las condiciones materiales de


existencia de la sociedad correspondiente se encuentra tan arraigada en la
naturaleza de la cosa que se refleja normalmente en el instinto popular. Mientras
un modo de producción se encuentra en la rama ascendente de su evolución, son
entusiastas de él incluso aquellos que salen peor librados por el correspondiente
modo de distribución. Así ocurrió con los trabajadores

pág. 142

ingleses cuando la implantación de la gran industria. Incluso cuando el modo de


producción se mantiene simplemente como el socialmente normal, reina en general
satisfacción o contentamiento con la distribución, y si se producen protestas, ellas
proceden del seno de la clase dominante misma (Saint Simon, Fourier, Owen), y no
encuentran eco alguno en la masa explotada. Sólo cuando el modo de producción
en cuestión ha recorrido ya un buen trozo de su rama descendente, cuando se está
medio sobreviviendo a sí mismo, cuando han desaparecido en gran parte las
condiciones de su existencia y su sucesor está ya llamando a la puerta, sólo
entonces aparece como injusta la distribución cada vez más desigual, sólo entonces
se apela a la llamada justicia eterna contra los hechos caducados. Esta apelación a
la moral y al derecho no nos ayuda a avanzar científicamente ni una pulgada; la
ciencia económica no puede ver un argumento, sino sólo un síntoma, en la
indignación ética, por justificada que ésta sea. Su tarea consiste más bien en
exponer los males sociales que ahora destacan como consecuencias necesarias del
modo de producción existente, pero también, al mismo tiempo, como anuncios de
su inminente disolución; y en descubrir, en el seno de la forma de movimiento
económica que está en disolución, los elementos de la futura, nueva organización
de la producción y del intercambio, la cual elimina dichos males. La cólera, que
hace al poeta,[25] es muy oportuna en la descripción de aquellos males, y también
en el ataque contra los armonizadores al servicio de la clase dominante, que niegan
esos males o los disfrazan; pero la cólera no prueba nada para ningún caso
concreto, como puede apreciarse por el hecho de que en toda época de la historia
siempre puede encontrarse alimento suficiente para ella.

La economía política, como ciencia de las condiciones y formas bajo las cuales las
diversas sociedades humanas han producido y practicado el intercambio, y bajo las
cuales han distribuido, según aquéllas, sus productos, es una ciencia que está aún
por constituirse con esta extensión. Lo que por el momento poseemos en materia de
ciencia económica se limita casi exclusivamente a la génesis y el desarrollo del
modo de producción capitalista: empieza con la crítica de los restos de formas
feudales de producción e intercambio, muestra la necesidad de su sustitución por
formas capitalistas, desarrolla luego las leyes del modo de producción capitalista y
de sus correspondientes formas de intercambio considerando su aspecto positivo,
esto es, el aspecto por el cual promueven los fines generales de la sociedad, y
termina con la crítica socialista

pág. 143

del modo de producción capitalista, es decir, con la exposición de sus leyes según
su aspecto negativo, probando que este modo de producción tiende por su propio
desarrollo hacia un punto en el cual se hace imposible a sí mismo. Esta crítica
muestra que las formas capitalistas de producción e intercambio se convierten
progresivamente en una traba insoportable para la producción misma; que el modo
de distribución necesariamente determinado por aquellas formas ha producido una
situación de clase cada día más insoportable, la contraposición, cotidianamente
agudizada, entre unos capitalistas, cada vez menos, pero cada vez más ricos, y los
trabajadores asalariados, cada vez más numerosos y, a grandes rasgos, cada vez en
peor situación; y, finalmente, que las masivas fuerzas de producción originadas en
el marco del modo de producción capitalista, y ya indominables por éste, esperan
que tome posesión de ellas una sociedad organizada para conseguir una
cooperación planeada, con objeto de asegurar a todos los miembros de la sociedad
los medios de la existencia y del libre desarrollo de sus capacidades, y ello en
medida siempre creciente.

Para llevar plenamente a cabo esta crítica de la economía burguesa no bastaba con
el conocimiento de la forma capitalista de la producción, el intercambio y la
distribución. Había que estudiar también, al menos en sus rasgos capitales, y
considerar comparativamente las formas que la han precedido o que aún subsisten
a su lado en países poco desarrollados. Dicho en términos generales, sólo Marx ha
emprendido hasta ahora una tal investigación comparativa, y a sus investigaciones
debemos, casi exclusivamente, todo lo sabido hasta ahora sobre la economía
teorética preburguesa.

Aunque nacida hacia fines del siglo XVII en unas cuantas cabezas geniales, la
economía política en sentido estricto, en su formulación positiva por los fisiócratas
y Adam Smith, es esencialmente una criatura del siglo XVIII, y se suma a los logros
de los grandes ilustrados contemporáneos franceses, con todas las excelencias y
todos los defectos de aquella época. Lo que antes dijimos de los ilustrados puede
aplicarse también a los economistas de la época. La nueva ciencia no era para ellos
expresión de la situación y las necesidades de su época, sino expresión de la Razón
eterna; las leyes, por eIla descubierras, de la producción y del intercambio no eran
leyes de una forma históricamente determinada de aquellas actividades, sino
eternas leyes naturales; se desprendían de la naturaleza del hombre. Pero,
examinado con buena luz, ese hombre resulta ser el ciudadano medio en su
transición hacia el tipo del

pág. 144

burgués, y su naturaleza consistía en fabricar y comerciar en las condiciones


históricamente determinadas de la época.

Ahora que ya conocemos por lo largo, por su filosofía, a nuestro "fundamentador


crítico" el señor Dühring, así como su método, podremos predecir sin dificultades
cómo va a concebir la economía política. En el terreno filosófico, cuando no
disparataba simplemente (como le ocurría en la filosofía de la naturaleza), su modo
de concebir las cosas era una deformación de la del siglo XVIII. No se trataba de
leyes evolutivas históricas, sino de leyes naturales, de verdades eternas. Cuestiones
sociales como la moral y el derecho se decidían no según las condiciones
históricamente dadas en cada caso, sino por los célebres dos hombres, uno de los
cuales oprimía al otro o no le oprimía, circunstancia esta última que,
desgraciadamente, no se presentaba nunca. Difícilmente nos equivocaremos, pues,
si inferimos que el señor Dühring va a reconducir también la economía a verdades
definitivas de última instancia, leyes naturales eternas, axiomas tautológicos de la
más yerma vaciedad, introduciendo al mismo tiempo de contrabando, por la puerta
trasera, todo el contenido positivo de la economía, en la medida en que lo conozca,
y que no desarrollará la distribución, como hecho social, partiendo de la producción
y del intercambio, sino que la confiará a su glorioso par de hombres para su
resolución definitiva. Y como se trata de trucos que ya conocemos desde hace
tiempo, nos será posible expresarnos aquí más concisamente.

Efectivamente, nos declara el señor Dühring ya en la página 2[26] que

su economía apela a lo "establecido" en su "filosofía" y "se apoya en algunos puntos


esenciales en verdades ya rematadas en un campo de investigación más alto y que
le están supraordinadas".

Siempre la misma impertinencia del autoelogio. Siempre el triunfo del señor


Dühring a propósito de lo que el señor Dühring ha establecido y rematado.
Rematado, efectivamente, como hemos visto por lo largo; pero como se remata a
moro muerto.[27]

A continuación nos ofrece "las leyes naturales más generales de toda economía".

Lo habíamos adivinado.

Pero estas leyes naturales no permiten una recta comprensión de la historia pasada
más que si se las "estudia en la ulterior determinación que han

pág. 145

experimentado sus resultados por las formas políticas de sometimiento y


agrupación. Instituciones como la esclavitud y la servidumbre del trabajo
asalariado, a las que se agemela la propiedad violenta, deben contemplarse como
formas constitucionales socioeconómicas de naturaleza auténticamente política, y
constituyen en el mundo hasta hoy el marco en cuyo seno exclusivamente pueden
manifestarse los efectos de las leyes económicas naturales" .

Esta es la sinfonía que, como wagneriano motivo, nos anuncia que los dos célebres
hombres han emprendido la marcha. Pero es también algo más, a saber, el tema
básico de todo el libro del señor Dühring. A propósito del derecho, el señor Dühring
no supo ofrecernos más que una mala traducción de la teoría igualitaria de
Rousseau al socialismo, como pueden oírse, pero en mucho mejor, en cualquier
tasca obrera de París desde hace años. Aquí nos da otra traducción socialista, y no
mejor, de las quejas de los economistas por el falseamiento de las eternas leyes
económicas naturales y de sus efectos, a consecuencia de la intromisión del Estado,
del poder. En este punto el senor Dühring se encuentra merecidamente solo entre
los socialistas. Todo trabajador socialista, independientemente de su nacionalidad,
sabe muy bien que el poder se limita a proteger la explotación, pero no la crea; que
el fundamento de su explotación es la relación entre el capital y el trabajo
asalariado, y que esta relación ha nacido por vía puramente económica, y no
violenta.

También se nos informa de que

en todas las cuestiones económicas "pueden distinguirse dos proccsos. el de la


producción y el de la distribución". Además, nos dice, el conocido y superficial J. B.
Say ha añadido un tercer proceso, el del uso o consumo, pero no ha sabido decir
nada interesante sobre ello, como tampoco han sido capaces de hacerlo sus
sucesores. En cambio, el intercambio, o circulación, no es más que una subsección
de la producción, a la cual pertenece todo lo que tiene que ocurrir para que los
productos lleguen a los consumidores últimos y propios.

Al mezclar los dos procesos de la producción y la circulación, esencialmente


diversos aunque se condicionen recíprocamente, y afirmar tranquilamente que si no
se practica esa confusión se producirá inevitablemente "confusión", el señor
Dühring prueba simplemente que no conoce o no entiende el colosal desarrollo que
ha experimentado precisamente la circulación en los últimos cincuenta años; cosa,
por lo demás, que sigue confirmando su libro. Pero esto no es todo. Luego de haber
confundido simplemente

pág. 146

producción e intercambio en una cosa considerada producción en general, coloca


junto a la producción la distribución, como un segundo proceso plenamente externo
que no tiene nada que ver con el primero. Hemos visto, en cambio, que la
distribución es siempre, en sus rasgos decisivos, resultado necesario de las
condiciones de producción e intercambio de cada determinada sociedad, así como
de las previas condiciones históricas de la misma, y ello de tal modo que conociendo
unas y otras podemos inferir el modo de distribución dominante en esa sociedad.
Pero también vemos que si no quiere ser infiel a los principios "establecidos" en su
concepción de la moral, el derecho y la historia, el señor Dühring tiene que negar
esos hechos económicos elementales, sobre todo cuando se trata de introducir de
contrabando en la economía a sus dos hombres imprescindibles. Ahora bien: este
gran acontecimiento puede tener lugar una vez liberada felizmente la distribución
de toda relación con la producción y el intercambio.

Recordemos ante todo cómo se desarrollaba la cosa en la moral y el derecho. Allí


empezaba el señor Dühring con un solo hombre; decía:

Un ser humano, en la medida en que se le piensa como único, o, lo que equivale a


lo mismo, como fuera de toda relación con otros, no puede tener deberes. No hay
para él ningún deber, sino sólo un querer.

Pero ¿quién es ese ser humano sin deberes, pensado como único, sino aquel fatal
"Adán originario" en el Paraíso, donde está sin pecado precisamente porque no
puede cometer ninguno? Mas también a este Adán de la filosofía de la realidad le
espera un pecado original. Junto a este Adán aparece de repente, no una Eva de
ondulantes mechones, pero sí un segundo Adán. Inmediatamente asume Adán
deberes, y los viola. En vez de abrazar a su hermano como equiparado con él, le
somete a su dominio, le subyuga, y toda la historia humana hasta el día de hoy
padece las consecuencias de ese primer pecado, del pecado original del
sometimiento, razón por la cual toda esa historia no vale para el señor Dühring ni
una perra chica.

Y si el señor Dühring —sea dicho de paso— creyó despreciar suficientemente la


"negación de la negación" al presentarla como un eco de la vieja historia del pecado
original y de la Redención, ¿qué vamos a decir de esta su recentísima edición de
dicha historia? (pues también vamos a "acercarnos" —por usar un término de la
lengua de los "reptiles"[28]— con el tiempo a la Redención).

pág. 147

Diremos en todo caso que preferimos la vieja leyenda semítica, en la cual aún valía
la pena para el hombrecito y la mujercita abandonar el estado de inocencia, y que el
señor Dühring tendrá para siempre la gloria sin competencia posible de haber
construido el pecado original con dos varones.

Oigamos, pues, la traducción del pecado original a la economía:

Sólo la imagen de un Robinson que se encuentra aislado con sus energías frente a
la naturaleza y que no tiene nada que compartir con nadie puede dar un esquema
mental adecuado para la idea de la producción... Análoga utilidad tiene para la
presentación intuitiva de lo esencial de la idea de distribución el esquema mental de
dos personas cuyas fuerzas económicas se combinan y que evidentemente tienen
que enfrentarse la una a la otra de algún modo por lo que hace a sus partes. No
hace falta realmente más que este simple dualismo para exponer con todo rigor
algunas de las relaciones de distribución más importantes y estudiar
embrionariamente sus leyes en su necesidad lógica... La colaboración sobre un pie
de igualdad es aquí tan imaginable como la combinación de las energías mediante
el pleno sometimiento de una parte, la cual se ve entonces oprimida como esclavo o
mero instrumento del servicio económico, y no es alimentada sino precisamente
como instrumento... Entre el estado de igualdad y el estado de nulidad por una
parte y omnipotencia y única intervención activa por otra se encuentra una serie de
grados ilustrados con polícroma multiplicidad por los fenómenos de la historia
universal. El presupuesto esencial es aquí una mirada universal a las diversas
instituciones jurídicas y antijurídicas de la historia...

Tras de lo cual toda la distribución se transforma al final en un "derecho económico


de la distribución".

Ahora finalmente vuelve a pisar tierra firme el señor Dühring. Del brazo de sus dos
hombres puede lanzar el reto a su siglo. Pero todavía hay un ser anónimo detrás de
esa tríada.

No ha sido el capital el que ha inventado el plustrabajo. Siempre que una parte de


la sociedad posee el monopolio de los medios de producción, el trabajador, sea libre
o servil, tiene que añadir al tiempo de trabajo necesario para su sustento tiempo de
trabajo suplementario con objeto de producir los medios de vida para el propietario
de los de producción, ya sea este propietario un kaloskagathós[29] ateniense, ya un
teócrata etrusco, ya un civis romanus [ciudadano romano], un barón normando, un
esclavista americano, un boyardo válaco, un landlord[30] o un capitalista moderno.
(Marx, El Capital, I, 2ª edición, pág. 227.[31])
Luego que el señor Dühring supo de este modo en qué consiste la forma básica de
explotación común a todas las formas de producción que han existido —en la
medida en que se mueven en

pág. 148

contraposiciones de clase , no le quedaba más que aplicar a ella sus dos hombres, y
con eso quedaba listo el radical fundamento de la economía de la realidad. No vaciló
un momento en la ejecución de ese "pensamiento creador de sistema". Trabajo sin
contraprestación, que rebasa el tiempo de trabajo necesario para el sustento del
trabajador: éste es el punto. Adán, que en este caso se llama Robinson, manda,
pues, inmediatamente a un segundo Adán, llamado Viernes, que se ponga a
trabajar febrilmente. Pero, ¿por qué trabaja Viernes más de lo que necesita para su
sustento? También esta pregunta tiene parcial respuesta en Marx. Pero la
respuesta es demasiado dilatada para los dos hombres. El asunto se resuelve así
expeditivamente: Robinson "oprime" a Viernes, le reduce "como esclavo o
instrumento al servicio económico" y no le mantiene sino "en cuanto instrumento".
Con esta novísima "versión creadora" mata el señor Dühring dos pájaros de un tiro.
Primero, se ahorra el trabajo de explicar las diversas formas de distribución que
han existido, sus diferencias y sus causas: todas son simplemente recusables, se
basan en la opresión, la violencia. Sobre esto tendremos que volver a hablar más
adelante. Segundo, el señor Dühring traslada así toda la teoría de la distribución
del terreno económico al de la moral y el derecho, es decir, del terreno de los firmes
hechos materiales al de las opiniones y los sentimientos más o menos vacilantes. Ya
no necesita, pues, investigar ni probar, sino que le basta con declamar
torrencialmente, y puede proclamar la exigencia de que la distribución de los
productos del trabajo se rija no por sus causas reales, sino según lo que a él, el
señor Dühring, le parece moral y justo. Pero lo que parece justo al señor Dühring
no es en absoluto cosa inmutable, y, por tanto, está lejos de ser una verdad
auténtica. Pues éstas, según el propio señor Dühring, son "absolutamente
inmutables". En el año 1868 afirmaba el señor Dühring (Los destinos de mi
memorial social...) que

es característica de toda civilización superior la tendencia a dar a la propiedad


forma cada vez más acusada, y la esencia y el futuro del moderno desarrollo están
en esto, no en una confusión de los derechos y las esferas de dominio.

Y, por si eso fuera poco, declaraba no poder entender

cómo puede compadecerse jamás una transformación del trabajo asalariado en otra
clase de actividad lucrativa con las leyes de la naturaleza humana y la articulación
necesaria del cuerpo social.

pág. 149

Así, pues, en 1868 la propiedad privada y el trabajo asalariado son necesarios por
naturaleza, y por tanto justos; en 1876, ambos son emanación de la violencia y el
"robo", y por tanto injustos. Y nos es imposible saber qué es lo que podrá parecer
moral y justo dentro de algunos años a un genio tan tempestuoso, razón por la cual
lo mejor será atenernos, en nuestra consideración de la distribución de las riquezas,
a las leyes reales, objetivas, económicas, y no a las momentáneas ideas de justo e
injusto del senor Dühring, las cuales son mutables y subjetivas.
Si no tuviéramos mejor garantía de la futura subversión del actual modo de
distribución de los productos del trabajo, con sus hirientes contraposiciones de
miseria y sobreabundancia, hambre y disipación, que la consciencia de que ese
modo de distribución es injusto y de que el derecho tiene que triunfar finalmente,
nuestra situación sería bastante mala y nuestra espera bastante larga. Los místicos
medievales que soñaban en un próximo reino de los Mil Años tenían ya consciencia
de la injusticia de las contraposiciones de clase. En el umbral de la historia
moderna, hace trescientos cincuenta años, Thomas Münzer proclamó sonoramente
esa consciencia por el mundo. La misma llamada suena —y se apaga— en las
revoluciones burguesas inglesa y francesa. Y si el llamamiento a suprimir las
contraposiciones y diferencias de clases, que hasta 1830 dejó frías a las clases
trabajadoras y en sufrimiento, encuentra hoy eco entre millones, repercute en un
país tras otro, y precisamente en la misma sucesión y con la misma intensidad con
que se desarrolla en los diversos países la gran industria, si ese grito ha
conquistado una fuerza que puede hacer frente a todos los poderes unidos contra él
y puede estar segura de su triunfo en un próximo futuro, ¿a qué puede deberse
todo ello? A que, por una parte, la gran industria moderna ha creado un
proletariado, una clase que puede formular por vez primera en la historia la
exigencia de suprimir no tal o cual organización de clase o tal o cual privilegio de
clase, sino las clases como tales, y que se encuentra en tal situación que tiene que
imponer esa exigencia so pena de hundirse en la condición del coolí chino. Y, por
otra parte, a que esa misma gran industria ha creado con la burguesía una clase
que posee el monopolio de todos los instrumentos de producción y todos los medios
de vida, pero que en todos los períodos de loca exaltación y en todos los cracks que
siguen a esos períodos prueba ser ya incapaz de seguir dominando las fuerzas
productivas que han crecido más de lo que su poder abarca; una clase bajo cuya
direccion la

pág. 150

sociedad corre hacia la ruina como una locomotora cuyo maquinista fuera
demasiado débil para abrir la bloqueada válvula de escape. Dicho de otro modo:
aquel fenómeno se debe a que tanto las fuerzas productivas producidas por el
moderno modo de producción capitalista cuanto el sistema de distribución de
bienes por él creado han entrado en hiriente contradicción con aquel modo de
producción mismo, y ello hasta tal punto que tiene que producirse una subversión
de los modos de producción y distribución que elimine todas las diferencias de clase,
si es que la entera sociedad moderna no tiene que perecer. La certeza de la victoria
del socialismo moderno se basa en ese hecho material y tangible que se impone con
irresistible necesidad y en forma más o menos clara a las cabezas de los proletarios
explotados; en eso, y no en las ideas de lo justo y lo injusto

pág. 151

II. LA TEORIA DE LA VIOLENCIA Y EL PODER

La relación de la política general con las formaciones del derecho económico está
tan resuelta y, al mismo tiempo, tan peculiarmente determinada en mi sistema, que
no será superflua para facilitar el estudio una especial referencia a este punto. La
formación de las relaciones políticas es lo históricamente fundamental, y las
dependencias económicas no son más que un efecto o caso especial y, por tanto,
siempre hechos de segundo orden. Algunos de los recientes sistemas socialistas
parecen evidentemente presentar una actitud completamente invertida respecto de
ese principio rector, pues desarrollan las subordinaciones políticas como a partir de
las condiciones económicas. Cierto que estos efectos de segundo orden existen
como tales, y son sobre todo perceptibles en el presente; pero lo primitivo tiene que
buscarse en el poder político inmediato, y no en un indirecto poder económico.

Lo mismo encontramos en otro lugar en el que el señor Dühring parte

del principio de que las condiciones políticas son la causa decisiva de la situación
económica, y que la relación inversa no representa sino una retroacción de segundo
orden...; si se concibe la agrupación política no por sí misma, como punto de
partida, sino exclusivamente como medio de lograr el pienso, se conservará siempre
un buen trozo oculto de reacción por más radicalmente socialista y revolucionario
que se parezca.

Tal es la teoría del señor Dühring. Aparece simplemente afirmada, decretada, por
así decirlo, en esos otros muchos lugares. En ninguno de los tres gruesos
volúmenes se hace el menor intento de prueba o de refutación de la opinión
contraria. Y aunque las pruebas fueran tan baratas como las moras, el señor
Dühring se abstendría de darnos prueba alguna, pues el asunto está ya probado
por el célebre pecado original con el cual Robinson sometió a Viernes. Fue un acto
de violencia, es decir, un acto político. Y como esa opresión constituye el punto de
partida y el hecho fundamental de toda la historia pasada, y como la tal acción ha
sido inoculada de injusticia por el pecado original, de tal modo que

pág. 152

en los períodos posteriores se ha suavizado simplemente y se ha "transformado en


las formas, más indirectas, de la dependencia económica" y puesto que en esta
opresión originaria se basa toda la "propiedad violenta" vigente hasta hoy: es claro
que todos los fenómenos económicos tienen que explicarse por causas políticas, o
sea por la violencia. Y el que no se contente con eso es un reaccionario disfrazado.

Observemos ante todo que hace falta estar tan enamorado de sí mismo como lo está
el señor Dühring para considerar esa opinión "peculiar", cosa que no es en modo
alguno. La idea de que lo decisivo en la historia son las acciones políticas del poder
y del Estado es tan vieja como la historiografía misma, y es también la causa
principal de que se haya conservado tan poco acerca del desarrollo de los pueblos,
el movimiento silencioso y realmente impulsor que procede como trasfondo de esas
sonoras escenas. Esta idea ha dominado toda la historiografía del pasado, y no ha
recibido un primer golpe hasta los historiadores burgueses franceses de la
Restauración; lo único "peculiar" es que tampoco de esto sepa nada el señor
Dühring.

Sigamos: aun admitiendo por un momento que el señor Dühring tuviera razón al
decir que toda la historia pasada puede reconducirse al sometimiento del hombre
por el hombre, tampoco habríamos llegado, ni con mucho, al fondo de la cuestión.
Sino que habría que preguntarse por de pronto: ¿cómo llegó Robinson a oprimir a
Viernes? ¿Por mero gusto? Nada de eso. Más bien hemos visto que Viernes es
"oprimido como esclavo o mero instrumento para el servicio económico" y que "no es
sustentado sino como instrumento". Robinson ha sometido a Viernes
exclusivamente para que trabaje en provecho de Robinson. ¿Y cómo puede
Robinson obtener provecho del trabajo de Viernes? Sólo si Viernes produce con su
trabajo más medios de vida que los que tiene que darle Robinson para que sea
capaz de trabajar. Así, pues, contra el explícito precepto del señor Dühring,
Robinson no ha "tomado como punto de partida y por sí misma la agrupación
política" producida por el sometimiento de Viernes, sino que "la ha tratado
exclusivamente como medio de lograr el pienso"; que tenga la bondad de ver cómo se
pone de acuerdo con su señor y maestro Dühring.

El pueril ejemplo arbitrado por el señor Dühring para mostrar que el poder es lo
"históricamente fundamental" prueba, por el contrario, que el poder, la violencia, no
es más que el medio, mientras

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que la ventaja económica es el fin. Y en la medida en que el fines "más


fundamental" que el medio aplicado para conseguirlo, en esa misma medida es en
la historia más fundamental el aspecto económico de la situación que el político. El
ejemplo prueba, pues, lo contrario de lo que tenía que probar. Y en todos los casos
conocidos de dominio y servidumbre ocurre lo mismo que en el de Robinson y
Viernes. El sometimiento ha sido siempre, por utilizar la elegante expresión del
señor Dühring, "medio para lograr el pienso" (entendiendo ese logro del pienso en
su más amplio sentido), y nunca y en ningún lugar una agrupación política
"introducida por sí misma". Hay que ser el señor Dühring para poder imaginarse
que los impuestos no sean en el Estado sino "efectos de segundo orden", o que la
actual agrupación política de burguesía dominante y proletariado dominado exista
"por sí misma" y no por el "logro del pienso" de los burgueses dominantes, esto es,
por la consecución de beneficios y la acumulación de capital.

Pero volvamos a nuestros dos hombres. Robinson, "con el puñal en la mano",


convierte a Viernes en esclavo suyo. Mas para conseguirlo Robinson necesita algo
mas que el puñal. Un esclavo no es útil para cualquiera. Para poder usarlo hay que
disponer de dos cosas: primero, de los instrumentos y los objetos necesarios para el
trabajo del esclavo; segundo, de los medios para su miserable sustento. Así, pues,
antes de que sea posible la esclavitud tiene que haberse alcanzado ya un cierto
nivel de producción y tiene que darse cierto grado de desigualdad en la distribución.
Y para que el trabajo esclavo se convierta en modo dominante de producción de una
entera sociedad, hace falta aún una mayor intensificación de la producción, el
comercio y la acumulación de riquezas. En las viejas comunidades espontáneas,
con su propiedad común de la tierra, la esclavitud no se presenta en absoluto, o
desempeña sólo un papel muy subordinado. Lo mismo ocurre en la primitiva
ciudad de campesinos que fue Roma; en cambio, cuando se convirtió en "capital del
mundo" y la tierra itálica fue concentrándose progresivamente en las manos de una
reducida clase de propietarios enormemente ricos, la población campesina se vio
desplazada por una población de esclavos. Para que en tiempos de las guerras
médicas el número de esclavos fuera en Corinto de 460.000, en Egina llegara a los
470.000,[32] con lo que había diez esclavos para cada miembro de la población libre,
hizo falta algo más que "poder y violencia", a saber, una industria artesanal y
suntuaria muy desarrollada, y un amplísimo comercio. La esclavitud en los Estados
Unidos americano

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se ha basado menos en la violencia que en la industria inglesa del algodón; en las


regiones en que no crecía el algodón, o en las que no había estados limítrofes que
practicaran la cría de esclavos para los estados algodoneros, la esclavitud se
extinguió por sí misma, sin aplicación de la violencia, simplemente porque no era
rentable.

Así, pues, cuando el señor Dühring llama a la propiedad actual propiedad violenta y
la caracteriza como

aquella forma de dominio que se basa no sólo meramente en la exclusión del


prójimo del uso de los medios naturales de la existencia, sino además cosa más
importante, en el sometimiento del hombre a servicio servil.

está invirtiendo literalmente la situación real. El sometimiento del hombre a


servidumbre, en cualquiera de sus formas, presupone en el que lo somete la
disposición sobre los medios de trabajo sin los cuales no podría utilizar al sometido;
y en el caso de la esclavitud presupone además la disposición sobre los medios de
vida sin los cuales no podría mantener al esclavo. En todos los casos se presupone,
pues, una riqueza que rebasa el término medio. ¿Cómo se ha originado esa riqueza?
Es claro que puede ser robada, es decir, basarse en la violencia, pero también está
claro que ello no es en absoluto necesario. Esa riqueza superior al término medio
puede haber sido conseguida con el trabajo, con el robo, con el comercio, hasta con
la ficción y la estafa. Es más: tiene incluso necesariamente que haber sido
conseguida por el trabajo, antes de poder ser robada en algún sentido.

La propiedad privada no aparece en absoluto en la historia como resultado


exclusivo del robo y de la violencia. Antes al contrario: existe ya, aunque limitada a
determinados objetos, en las arcaicas comunidades espontáneas de todos los
pueblos de cultura. Se desarrolla ya en el seno de esas comunidades, primero en el
intercambio con los extranjeros, en forma de mercancía. A medida que los
productos de la comunidad van tomando progresivamente forma de mercancía —
esto es, a medida que va disminuyendo la parte de ellos que se destina al consumo
propio de los productores, y amentando la parte que se produce con fines de
intercambio—, a medida que el intercambio va desplazando, también en el interior
de la comunidad, a la originaria y espontánea división del trabajo, en esa misma
medida va haciéndose desigual la situación patrimonial de los diversos miembros
de la comunidad, va hundiéndose más profundamente la vieja comunidad de la
propiedad del suelo y va orientándose cada vez más rápidamente la

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comunidad hacia su disgregación en una aldea de campesinos parcelarios. El


despotismo oriental y el cambiante dominio de los pueblos nómadas conquistadores
no bastaron durante milenios para destruir esas viejas comunidades; pero la
paulatina destrucción de su industria doméstica y espontánea por la concurrencia
de los productos de la gran industria precipita aceleradamente su disolución. Está
tan poco justificado hablar aquí de violencia como lo estaría a propósito de la
división de la propiedad colectiva de la tierra que aún hoy día tiene lugar en las
"comunidades de labor" del Mosela y de los Vosgos: lo que ocurre es que los
campesinos consideran interés propio que la propiedad privada de la tierra
sustituya a la común y cooperativa. Ni siquiera la formación de una aristocracia
espontánea, como la que tuvo lugar entre los celtas, los germanos y en el Pendjab
indio sobre la base de la propiedad común del suelo, se basa al principio en la
violencia, sino en voluntariedad y costumbre. Siempre que se desarrolla la
propiedad privada, ello ocurre a consecuencia de un cambio en la situación y las
relaciones de producción e intercambio, en interés del aumento de la producción y
de la promoción del tráfico, es decir, por causas económicas. La violencia no
desempeña en ello ningún papel. Pues es claro que tiene que existir previamente la
institución de la propiedad privada para que el bandido pueda apropiarse bien
ajeno, y que, por tanto, la violencia puede sin duda alterar la situación patrimonial,
pero no puede crear la propiedad privada como tal.

Mas ni siquiera para explicar el "sometimiento del hombre a servicio servil" en su


forma más modema, en la del trabajo asalariado, podemos utilizar la violencia ni la
propiedad violenta. Hemos indicado ya el importante papel que la transformación
de los productos del trabajo en mercancías, es decir, su producción para el
intercambio, y no para el propio consumo, desempeña en la disolución de la vieja
comunidad, en la generalización directa o indirecta de la propiedad privada. Marx
ha mostrado meridianamente en El Capital —y el señor Dühring se guarda muy
bien de decir sobre ello ni una sola palabra— que al llegar a cierto grado de
desarrollo la producción mercantil se transforma en producción capitalista, y que a
ese nivel "la ley de la apropiación, o ley de la propiedad privada, basada en la
producción y la circulación de mercancías, muta en su contrario por su propia,
interna e inevitable dialéctica: el intercambio de equivalentes, que aparece como la
operación originaria, se ha invertido tanto que el intercambio es ya ficticio, pues, en
primer lugar, la parte del capital cambiada

pág. 156

por fuerza de trabajo no es más que una parte del producto del trabajo ajeno
aprapiado sin equivalente, y, en segundo lugar, tiene que ser no sólo repuesto por
su productor, el trabajador, sino repuesto con un nuevo surplus [excedente]...
Originariamente la propiedad se nos presentó basada en el propio trabajo... La
propiedad se presenta ahora [al final del desarrollo trazado por Marx], por el lado
del capitalista, como el derecho a apropiarse trabajo ajeno no pagado, y, por el lado
del trabajador, como la imposibilidad de apropiarse de su propio producto. La
separación de propiedad y trabajo resulta consecuencia necesaria de una ley que
partía aparentemente de su identidad." Dicho de otro modo: aunque excluyamos
toda posibilidad de robo, violencia y estafa, aunque admitamos que toda propiedad
privada se basa originariamente en trabajo propio del propietario y que en todo el
ulterior proceso no se intecambian sino valores equivalentes, aun en ese caso
tropezaremos necesariamente, en el curso del desarrollo de la producción y del
intercambio, con el actual modo de producción capitalista, con la monopolización
de los medios de producción y de vida en las manos de una clase poco numerosa,
con el aplastamiento de la otra clase, la de los proletarios excluidos de la posesión y
que constituyen la enorme mayoría, con la alternancia periódica de producción
especulativamente hinchada y crisis comercial, y con toda la actual anarquía de la
producción. Todo el proceso se explica por causas puramente económicas, sin que
ni una sola vez hayan sido imprescindibles el robo, la violencia, el Estado o
cualquier otra intervención política. La "propiedad violenta" no es tampoco más que
una frase vanidosa destinada a disimular la falta de una comprensión del real
curso de las cosas.

Ese curso, dicho históricamente, es la historia de la evolución de la burguesía. Si la


"situación política es la causa decisiva de la situación económica", la burguesía
moderna tiene que haberse desarrollado no en lucha con el feudalismo, sino como
su criatura voluntariamente engendrada. Todo el mundo sabe que lo que ha
ocurrido es lo contrario. El estamento burgués, inicialmente tributario de la nobleza
feudal, compuesto de vasallos y siervos de todas clases, ha conquistado una
posición de poder tras otras a lo largo de una duradera lucha contra la nobleza, y
en los países más desarrollados ha acabado por tomar el poder en vez de ésta; en
Francia lo hizo derribando a la nobleza de un modo directo; en Inglaterra,
aburguesándola progresivamente y asimilándola como encaje ornamental de la
burguesía misma. Mas ¿cómo ha conseguido eso la

pág. 157

burguesía? Simplemente, transformando la "situación económica" de tal modo que


esa transformación acarreó antes o después, voluntariamente o mediante lucha,
una modificación de la situación política. La lucha de la burguesía contra la nobleza
feudal es la lucha de la ciudad contra la tierra, de la industria contra la propiedad
rural, de la economía dineraria contra la natural, y las armas decisivas de los
burgueses en esa lucha fueron sus medios económicos en continuo aumento, por el
desarrollo de la industria, que empezó artesanalmente para progresar luego hasta
la manufactura, y por la extensión del comercio. Durante toda esta lucha el poder
político estuvo de la parte de la nobleza, con la excepción de un período en el cual el
poder real utilizó a la burguesía contra la nobleza para mantener en jaque a un
estamento por medio del otro; pero a partir del momento en que la burguesía, aún
impotente políticamente, empezó a hacerse peligrosa a causa de su creciente poder
económico, la monarquía volvió a aliarse con la nobleza y provocó así, primero en
Inglaterra y luego en Francia, la revolución de la burguesía. La "situación política"
era aún la misma de antes en Francia cuando la "situación económica" la rebasó.
Desde el punto de vista político, el noble seguía siéndolo todo mientras que el
burgués no era nada; desde el punto de vista social, el burgués constituía ahora la
clase más importante del Estado, mientras que la nobleza había perdido todas sus
funciones sociales y se limitaba a percibir bajo forma de rentas el pago de esas
desaparecidas funciones. Aún más: la población de las ciudades se había quedado
coartada en las formas políticas feudales de la Edad Media, formas de antiguo
superadas por la producción burguesa —no ya por la manufacturera, sino incluso
por la artesanal—; la producción quedaba bloqueada en los miles de privilegios
gremiales y en los obstáculos aduaneros locales y provinciales convertidos ya en
meras molestias y ataduras para la producción. La revolución de la burguesía
terminó con eso. Pero no adaptando la situación económica a la política, como
querría el señor Dühring —pues esto precisamente es lo que durante años
intentaron en vano la nobleza y la corona—, sino destruyendo a la inversa el viejo y
podrido mobiliario político y creando una situación política en la cual la nueva
"situación económica" podía existir y desarrollarse. En esta atmósfera política y
jurídica adecuada a ella, esa situación económica se ha desarrollado brillantemente,
tan brillantemente que la burguesía no está ya muy lejos de la posición que
ocupaba la nobleza en 1789: la burgucsía se está haciendo progresivamente no sólo
socialmente

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superflua, sino un verdadero obstáculo social; cada vez se separa más de la


actividad productiva y se convierte, como en su tiempo la nobleza, en una clase
meramente dedicada a la percepción de rentas; y ha producido esa subversión de
su propia posición y el nacimiento de una nueva clase, el proletariado, sin el arte de
birlibirloque de la violencia, sino por vías puramente económicas. Aún más. La
burguesía no ha querido en modo alguno ese resultado de su propio hacer y
agitarse, sino que, por el contrario, ese resultado se ha impuesto con irresistible
poder contra la voluntad y contra las intenciones de la burguesía; sus propias
fuerzas productivas han rebasado el alcance de su dirección y empujan a toda la
sociedad burguesa, como con necesidad natural, hacia la ruina o la subversión. Y
cuando los burgueses apelan ahora a la violencia y al poder para evitar el
hundimiento de la resquebrajada "situación económica", prueban exclusivamente
que se encuentran en el mismo engaño que el señor Dühring, creyendo que "la
situación política es la causa decisiva de la situación económica", imaginándose,
exactamente igual que el señor Dühring, que con lo "primitivo", con "el poder
político inmediato", pueden transformarse aquellos "hechos de segundo orden", la
situación económica y su inevitable desarrollo, y que pueden desterrar
sencillamente del mundo los efectos económicos de la máquina de vapor y de toda
la moderna maquinaria movida por ella, los del comercio mundial y los del actual
desarrollo bancario y crediticio, utilizando precisamente, para esa expulsión,
cañones Krupp y fusiles Máuser.

pág. 159

III. LA TEORIA DE LA VIOLENCIA Y EL PODER

(CONTINUACION)

Pero consideremos algo más detenidamente ese omnipotente "poder" del señor
Dühring. Robinson somete a Viernes "con el puñal en la mano". Pero ¿de dónde ha
sacado el puñal? Ni en las fantásticas islas de las robinsonadas crecen hasta ahora
los puñales como las hojas de los árboles, y el señor Dühring nos debe, por tanto,
respuesta a esta pregunta. Del mismo modo que Robinson ha podido conseguir un
puñal, podemos suponer que Viernes aparece un buen día con un revólver cargado
en la mano, en cuyo caso se invierte toda la relación de "poder": Viernes manda y
Robinson tiene que trabajar. Pedimos perdón al lector por este juego de entrar tan
consecuentemente en la historia de Robinson y Viernes, propia del cuarto de los
niños y no de la ciencia; pero ¿cómo evitarlo? No tenemos más remedio que aplicar
concienzudamente el método axiomático del señor Dühring, y no es culpa nuestra
el que al hacerlo nos movamos siempre en un terreno de pura puerilidad. Así, pues,
el revólver triunfa sobre el puñal, y con esto quedará claro incluso para el más
pueril de los axiomáticos que el poder no es un mero acto de voluntad, sino que
exige para su actuación previas condiciones reales, señaladamente herramientas o
instrumentos, la más perfecta de las cuales supera a la menos perfecta; y que,
además, es necesario haber producido esas herramientas, con lo que queda al
mismo tiempo dicho que el productor de herramientas de poder más perfectas —
vulgo armas— vence al productor de las menos perfectas, o sea, en una palabra,
que la victoria del poder o la violencia se basa en la producción de armas, y ésta a
su vez en la producción en general, es decir: en el "poder económico", en la
"situación económica", en los medios materiales a disposición de la violencia.

La violencia se llama hoy ejército y escuadra de guerra, y ambos cuestan, como


sabemos por desgracia nuestra, "una cantidad fabulosa de dinero". Pero la violencia
no puede producir dinero,

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sino, a lo sumo, apoderarse del dinero ya hecho, y esto no es de mucha utilidad,


como sabemos, también por desgracia nuestra, gracias a los miles de millones
franceses.[33] Así, pues, en última instancia el dinero tiene que ser suministrado
por la producción económica; el poder aparece también en este caso determinado
por la situación económica que le procura los medios para armarse y mantener sus
herramientas. Pero esto no es todo. Nada está en tan estrecha dependencia de las
previas condiciones económicas como el ejército y la escuadra precisamente.
Armamento, composición, organización, táctica y estrategia dependen ante todo del
nivel de producción y de las comunicaciones alcanzado en cada caso. Lo que ha
obrado radicalmente en este campo no han sido las "libres creaciones de la
inteligencia" de geniales jefes militares, sino la invención de armas mejores y la
transformación del material del soldado; la influencia de los jefes militares geniales
se limita, en el mejor de los casos, a adaptar el modo de combatir a las nuevas
armas y a los nuevos combatientes.

A comienzos del siglo XIV, la pólvora llegó a la Europa occidental a través de los
árabes, y subvirtió, como saben los niños de escuela, todo el arte de la guerra. La
introducción de la pólvora y de las armas de fuego no fue empero en modo alguno
un acto de violencia, sino una acción industrial, es decir, un progreso económico.
La industria es siempre industria, ya se oriente a la producción o a la destrucción
de las cosas. Y la introducción de las armas de fuego tuvo efectos radicalmente
transformadores no sólo en el arte mismo de la guerra, sino también en las
relaciones políticas de dominio y vasallaje. Para conseguir pólvora y armas de fuego
hacían falta una industria y dinero, y los que poseían las dos cosas eran los
habitantes de las ciudades, los burgueses. Por eso las armas de fuego fueron desde
el principio armas de las ciudades y de la ascendente monarquía, que se apoyaba
en las ciudades contra la nobleza feudal. Las murallas de piedra de los castillos de
la nobleza, hasta entonces inexpugnables, sucumbieron ante los cañones de los
ciudadanos, y las balas de las burguesas escopetas atravesaron las armaduras
caballerescas. Con la pesada caballería aristocrática se hundió también el dominio
de la nobleza; con el desarrollo de la clase urbana, la infantería y la artillería van
convirtiéndose progresivamente en las armas decisivas; obligado por la artillería, el
oficio de la guerra tuvo que añadirse una sección nueva y completamente
industrial: la de los ingenieros.

El desarrollo de las armas de fuego fuy muy lento. El cañó

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siguió siendo pesado durante mucho tiempo, y el mosquete, a pesar de muchos


inventos de detalle, siguió siendo un arma grosera. Pasaron más de trescientos
años antes de que se produjera un fusil adecuado para armar a toda la infantería.
Hasta comienzos del siglo XVIII no eliminó definitivamente el fusil de chispa con
bayoneta a la pica en el armamento de la infantería. Esta se componía entonces de
los soldados mercenarios de los príncipes, tropa muy rígidamente entrenada, pero
muy poco de fiar, imposible de mantener disciplinada sino con el bastón, y
procedente de los más corrompidos elementos de la sociedad, y, muchas veces, de
prisioneros de guerra enrolados por coacción; la única forma de combate en la que
esos soldados podían utilizar el nuevo fusil era la táctica lineal que alcanzó su
supremo perfeccionamiento con Federico II. La infantería entera de un ejército
formaba un largo cuadrilátero vacío de tres filas por lado y no se movía en orden de
batalla, sino como un todo; a lo sumo se permitía a una de las alas que se
adelantara o retrasara algo. Era imposible mover ordenadamente a esa masa de tan
pocos recursos sino por un terreno completamente llano, e incluso en terrenos tales
el ritmo era muy lento (setenta y cinco pasos por minuto); era imposible toda
modificación del orden de batalla durante el combate, y, una vez entrada en fuego
la infantería, la victoria o la derrota se decidían en poco tiempo y de un golpe.
Frente a esas líneas rígidas y sin recursos aparecieron en la guerra de la
Independencia americana grupos de rebeldes que estaban, ciertamente, poco
entrenados, pero sabían usar muy bien sus carabinas, combatían por sus propios
intereses —lo que quiere decir que no desertaban, como las tropas mercenarias—, y
que no hicieron a los ingleses el favor de enfrentarse con ellos en línea y en campo
abierto, sino en bosques que los cubrieran, y por sueltas guerrillas, de rápidos
movimientos. La infantería de línea resultó impotente y sucumbió a los enemigos
invisibles e inalcanzables. Así se inventó de nuevo el tirador, un nuevo modo de
combatir, a consecuencia de la aparición de una modificación del material soldado.

La revolución francesa consumó también en el terreno militar lo que había


empezado la americana. A los ejercitados ejércitos mercenarios de la coalición, la
Revolución Francesa no pudo oponer más que masas poco entrenadas, pero
numerosas, la fuerza de toda la nación. Con esas masas había que proteger París,
es decir, cubrir un determinado territorio, y esto no podía conseguirse sin una
victoria

pág. 162

en una abierta batalla de masas. No bastaba aquí el mero combate defensivo


aislado; había que inventar también una forma de utilización en masa de aquellos
efectivos: esa forma fue la columna. El orden en columna permitía incluso a tropas
poco entrenadas moverse de un modo bastante ordenado, incluso con una
velocidad de marcha superior a la tradicional (cien y más pasos por minuto);
permitía perforar las rígidas formas de la vieja formación en línea, combatir en
todos los terrenos, hasta en el desfavorable a la formación en línea, agrupar a las
tropas de cualquier modo conveniente y, en colaboración con las formaciones
sueltas dispersas por el terreno, resistir a las líneas enemigas, fijarlas, cansarlas
hasta que llegara el momento de poder romperlas por el punto decisivo con masas
tenidas hasta ese instante en reserva. Este modo de combatir, basado en la
combinación de tiradores y columnas, y en la división del ejército en divisiones o
cuerpos independientes compuestos por todas las armas, fue plenamente
perfeccionado en todos sus aspectos por Napoleón, tanto táctica cuanto
estratégicamente; según lo dicho, lo que ante todo hizo necesario ese modo de
combatir fue la transformación del material soldado de la Revolución Francesa.
Pero tenía además dos importantes presupuestos técnicos: primero el cureñado,
más ligero, de la artillería de campaña inventado por Gribeauval, innovación que
posibilitó el rápido movimiento de esas piezas; y, segundo, la depresión de la culata
del fusil, tomada de la escopeta de caza e introducida en Francia en 1777; hasta
entonces, la culata era prolongación rectilínea del cañón; la innovación permitió
apuntar a un solo hombre sin fallar necesariamente el blanco. Sin este progreso
habría sido imposible el papel del tirador suelto.

El revolucionario sistema representado por el pueblo entero en armas quedó pronto


limitado a un reclutamiento obligatorio (con la posibilidad, para los mozos
acomodados, de hacerse sustituir mediante un pago), y en esta forma fue asimilado
por la mayoría de los grandes estados del continente. Sólo Prusia, con su sistema
de ejército territorial, intentó recoger en masa la capacidad combativa del pueblo.
Prusia fue además el primer estado que dotó a toda su infantería —tras el breve
papel desempeñado entre 1830 y 1860 por el fusil rayado cargado por delante— con
el arma más reciente: el fusil rayado y cargado por detrás. A esas dos innovaciones
debe sus éxitos en 1866.
En la guerra franco alemana se enfrentaron por de pronto dos ejércitos armados
con fusiles rayados de retrocarga, y ambos con

pág. 163

formaciones tácticas esencialmente idénticas a la de los tiempos del viejo fusil de


chispa y sin rayar. La única diferencia era que los prusianos, con la introducción de
la columna de compañía, habían intentado encontrar una forma de combate
adecuada al nuevo armamento. Pero cuando el 18 de agosto, cerca de Saint Privat,
la guardia prusiana intentó tomarse rigurosamente en serio la columna de
compañía, los cinco regimientos que más intervinieron en la operación perdieron,
en dos horas a lo sumo, más de un tercio de sus efectivos (176 oficiales y 5.114
hombres de tropa); a partir de aquel momento quedó condenada la nueva columna,
exactamente igual que la de batallón o que la línea; se abandonó todo intento de
exponer al fuego de fusilería enemigo una tropa cerrada, y por parte alemana la
lucha se continuó exclusivamente con aquellos densos pelotones de fusileros en que
ya por sí misma se había venido disolviendo la columna cuando se encontraba bajo
el fuego graneado del enemigo, orden que hasta el momento el mando había
considerado contrario a todo dispositivo militar; al mismo tiempo el paso ligero se
convirtió en el único tipo de movimiento bajo el fuego de fusilería enemigo. También
esta vez había sido el soldado más listo que el oficial; el soldado había descubierto
instintivamente la única forma de combatir capaz de soportar el fuego del fusil de
retrocarga, y ahora la imponía con éxito a pesar de la resistencia del mando.

La guerra franco-alemana ha significado un punto de inflexión de importancia


diversa de la de todos los anteriores. En primer lugar, las armas se han
perfeccionado tanto, que no es ya posible un nuevo progreso que tenga una
influencia verdaderamente subversiva. Cuando se tienen cañones con los que se
puede acertar a un batallón en cuanto lo distingue la vista, y fusiles que hacen lo
mismo con los individuos como objetivos, y cuya carga cuesta menos tiempo que el
apuntar, todos los demás progresos son más o menos indiferentes para el combate
en el campo de batalla. La era de la evolución está, pues, por este lado, concluida
en lo esencial. Mas, por otra parte, esta guerra ha obligado a todos los grandes
estados continentales a introducir en sus países la versión radical del sistema
prusiano del ejército territorial y, con él, una carga militar que les hará
necesariamente hundirse en pocos años. El ejército se ha convertido en finalidad
principal del Estado, ha llegado a ser fin en sí mismo; los pueblos no existen ya más
que para suministrar y alimentar soldados. El militarismo domina y se traga a
Europa. Pero este militarismo lleva en sí el germen de su desaparición.

pág. 164

La concurrencia de los diversos estados entre sí les obligaa utilizar cada año más
dinero para el ejército, la escuadra, la artillería, etc., es decir, a acelerar cada vez
más la catástrofe financiera; y, por otra parte, a realizar cada vez más en serio el
servicio militar obligatorio, y con ello, en definitiva, a familiarizar al pueblo entero
con el uso de las armas, a capacitarlo para imponer en un determinado momento
su voluntad contra el poder militar que le manda. Y ese momento se presenta en
cuanto que la masa del pueblo —trabajadores y campesinos del campo y la
ciudad— tengan una voluntad. En ese momento el ejército principesco se trasmuta
en ejército popular; la máquina se niega a seguir sirviendo y el militarismo
sucumbe por la dialéctica de su propio desarrollo. El socialismo conseguirá
infaliblemente lo que no consiguió la democracia burguesa de 1848 —precisamente
porque fue burguesa y no proletaria—, a saber: dar a las masas trabajadoras una
voluntad de contenido correspondiente a su situación de clase. Y esto significa la
ruptura del militarismo y, con él, la de todos los ejércitos permanentes, desde
dentro.

Esta es una de las moralejas de nuestra historia de la infantería moderna. La


segunda, la cual nos vuelve al señor Dühring, es que toda la organización y el modo
de combatir de los ejércitos y, por tanto, la victoria y la derrota, resultan depender
de condiciones materiales, es decir, económicas: del material humano y de
armamento, o sea de la cualidad y la cantidad de la población y de la técnica. Sólo
un pueblo de cazadores como el americano podía volver a descubrir la táctica del
tirador en guerrilla; y eran cazadores por razones puramente económicas, del
mismo modo que ahora, también por razones puramente económicas, esos mismos
yanquis de los viejos estados se han convertido en agricultores, industriales,
navegantes y comerciantes, que ya no se dedican a la guerrilla en los bosques, pero
han llegado en cambio muy lejos en el campo de la especulación, en el que saben
muy bien utilizar grandes masas. Sólo una revolución como la francesa, que
emancipó al ciudadano y señaladamente al campesino, podía inventar a la vez los
ejércitos de masas y la libre forma de movimiento contra los cuales se estrellaron
las viejas formaciones en línea rígida, reflejo militar del absolutismo contra el que
combatían. Hemos ido viendo cómo los progresos de la técnica, en cuanto fueron
utilizables militarmente y se utilizaron, provocaron en seguida, casi por la fuerza y
a menudo incluso contra la voluntad del mando militar, modificaciones y hasta
transformaciones completas del modo

pág. 165

de combatir. Por lo que hace a la dependencia de la dirección militar respecto de la


productividad y de los medios de comunicación del retropaís, esto es cosa que hoy
día puede ya explicar al señor Dühring incluso un suboficial que quiera hacer
carrera. En resolución: en todas partes y siempre son condiciones económicas y
medios de poder económico los que posibilitan la victoria de la "violencia", esa
victoria sin la cual la violencia deja de ser tal; y el que quisiera reformar la
organización militar según los principios del señor Dühring y de acuerdo con el
punto de vista contrario, no cosecharía más que palizas.[*]

Si pasamos ahora de la tierra al agua, se nos ofrece, con sólo contemplar los
últimos veinte años, una transformación de radicalidad aún mayor. La nave de
combate de la guerra de Crimea era el barco de madera de dos o tres puentes,
dotado con 60 a 100 cañones y movido aún principalmente a vela, pues su débil
máquina de vapor no era más que un elemento auxiliar. Llevaba principalmente
piezas de 32 libras, con tubos de unos 25 quintales, y algunas pocas piezas de 68
libras con tubos de menos de 50 quintales. Hacia fines de la guerra aparecieron
baterías flotantes y acorazadas de hierro, pesadas, casi inmovibles; pero que para la
artillería naval de la época eran monstruos casi invulnerables. Pronto se adoptó ese
blindaje de hierro también para las naves de combate; la coraza era al principio
delgada: se consideraba que un espesor de cuatro pulgadas era ya una coraza
pesadísima. Pero el progreso de la artillería superó pronto esos blindados; para
cada espesor de los que se aplicaron sucesivamente se encontró una nueva
artillería más pesada que lo atravesaba fácilmente. Y así hemos llegado hoy, por un
lado, a espesores de blindado de diez, doce, catorce y veinticuatro pulgadas (Italia
se propone construir un barco con una coraza de tres pies de espesor), y, por otra,
a piezas artilleras rayadas de 25, 35, 80 y hasta 100 toneladas de peso por tubo, las
cuales lanzan a distancias antes inauditas proyectiles de 400, 1.700 y hasta 2.000
libras. La actual nave de combate es un gigantesco vapor acorazado, movido por
hélice, que desplaza de 8.000 a 9.000 toneladas y cuenta con una fuerza de 6.000 a
8.000 caballos de vapor, lleva torres giratorias, cuatro o, a lo sumo, seis piezas
pesadas, y tiene una proa que termina, bajo la línea de flotación, en un espolón
para hundir por choque los barcos enemigos; es todo él una colosal

[*] Esto lo saben muy bien en el Estado Mayor prusiano. "El fundamento de la
organización militar es ante todo la estructuración de la vida económica de los
pueblos en general", dice el señor Max Jähns, capitán de Estado Mayor, en una
conferencia. (Kölnische Zeitung, 20 de abril de 1876, tercera página.)

pág. 166

máquina unitaria, en la que el vapor no obra sólo el rápido movimiento en el mar,


sino que también posibilita la dirección, las operaciones con el ancla, la rotación de
las torres, la carga y orientación de las piezas, el trabajo de las bombas de agua, el
arriado e izado de los botes —parte de los cuales cuenta también con vapor—, etc. Y
la competencia entre el blindado y la artillería está tan lejos de concluirse que hoy
día un barco se encuentra ya por debajo del rendimiento necesario y está anticuado
antes de la botadura. La moderna nave de combate no es sólo un producto de la
gran industria moderna, sino hasta una muestra de la misma; es una fábrica
flotante aunque, ciertamente, una fábrica destinada sobre todo a dilapidar dinero.
El país en que más se ha desarrollado la gran industria tiene casi el monopolio de
la construcción de estos buques. Todos los acorazados turcos, casi todos los rusos,
la mayoría de los alemanes, están construidos en Inglaterra; casi sólo en Sheffield
se producen planchas para blindado que sean algo útiles; de las tres industrias
metalúrgicas que son capaces de suministrar las piezas más pesadas de artillería,
dos (Woolwich y Elswick) son inglesas, y la tercera (Krupp) alemana. Aquí se aprecia
del modo tnás tangible cómo el "poder político inmediato", según el señor Dühring
"causa decisiva de la situación económica", está por el contrario completamente
sometido a la situación económica, y cómo no sólo la producción, sino incluso el
manejo del instrumento de ese poder en el mar, la nave de combate, se ha
convertido en una rama de la gran industria moderna. Y a nadie puede molestar
esa evolución más que al poder precisamente, al Estado, al que un barco cuesta
ahora tanto como antes toda una pequeña escuadra; el Estado tiene que
contemplar cómo esos caros buques quedan anticuados, sin valor, antes de llegar al
agua; y seguramente encuentra tan desagradable como el señor Dühring el que el
hombre de la "situación económica", el ingeniero, sea ahora a bordo mucho más
importante que el hombre del "poder inmediato", el capitán. Nosotros, por el
contrario, no tenemos motivo alguno de enfado al ver cómo en esta carrera entre la
coraza y el cañón el barco de guerra se desarrolla hasta un extremo de artificialidad
que le hace tan caro como inservible para la guerra,[**] y cómo esta carrera
manifiesta, también en el ámbito de la guerra naval, aquellas internas leyes
dialécticas por las cuales el militarismo,

[**] El perfeccionamiento del último producto de la industria para la guerra naval, el


torpedo de autopropulsión, parece realizar esto; con él el más pequeño torpedero
resultaría superior al acorazado más imponente. (Recuérdese, por lo demás, que el
texto ha sido escrito en 1878.)

pág. 167

como todo otro fenómeno histórico, sucumbe por las consecuencias de su propio
desarrollo.

También aquí vemos, pues, con meridiana claridad, que no hay que buscar en
absoluto "lo primitivo en el poder político inmediato, en vez de en un poder
económico indirecto". Al contrario. ¿Qué resulta ser precisamente lo "primitivo" del
poder? La potencia económica, la disposición de los medios de poder de la gran
industria. El poder político en el mar, basado en los modernos buques de guerra, no
resulta nada "inmediato", sino precisamente mediado por la potencia económica,
por el alto desarrollo de la metalurgia, la utilización de técnicos hábiles y de ricas
minas de carbón.

Pero ¿para qué seguir? Dése en la próxima guerra naval al señor Dühring el mando
supremo, que él aniquilará sin torpedos ni demás artificios, sino con el simple
medio de su "poder inmediato", todas las escuadras acorazadas sometidas a la
situación económica.

pág. 168

IV. LA TEORIA DE LA VIOLENCIA Y EL PODER

(CONCLUSION)

Es una circunstancia importante la de que de hecho se haya dado en general el


dominio de la naturaleza por la del hombre [¿Qué querra decir que se ha dado un
dominio en general?] La explotación de la propiedad de la tierra en zonas grandes
no se ha realizado nunca y en ningún lugar sin un previo sometimiento del hombre
a algún tipo de trabajo esclavo o servil. La instauración de un dominio económico
sobre las cosas ha tenido como presupuesto el dominio político, social y económico
del hombre sobre el hombre. ¿Cómo podría imaginarse a un gran propietario de la
tierra sin incluir en la imagen todo su señorío sobre esclavos, siervos u hombres
indirectamente sometidos? ¿Qué podría y qué puede significar para un extenso
cultivo de los campos la fuerza de un solo individuo, a lo sumo ayudada por la de la
familia? La explotación de la tierra, o la extensión del dominio económico sobre la
misma, en unas dimensiones que rebasen las fuerzas naturales del individuo, no ha
sido posible hasta ahora en la historia más que por la introducción del
correspondiente sometimiento del hombre, antes o al mismo tiempo que se
establecía ese dominio del suelo. En los períodos posteriores se ha suavizado ese
sometimiento... su actual forma en los países más civilizados es un trabajo
asalariado realizado en mayor o menor grado bajo un dominio policíaco. En este
último se basa, pues, la posibilidad práctica de ese tipo de riqueza actual que se
presenta en el extenso dominio del suelo y (!) en la gran propiedad territorial. Como
es natural, todas las demás especies de la riqueza distributiva se explican
históricamente de modo anólogo, y la dependencia indirecta del hombre respecto
del hombre, que actualmente constituye el rasgo fundamental de las situaciones
económicas más desarrolladas, no puede entenderse ni explicarse por sí misma,
sino como herencia, algo modificada, de un anterior sometimiento directo y una
anterior expropiación directa.
Hasta aquí el señor Dühring.

Tesis: el dominio de la naturaleza (por el hombre) presupone el dominio del hombre


(por el hombre).

Prueba: la explotación de la propiedad de la tierra en zonas grandes ha sido


siempre y en todo lugar realizada por siervos.

Prueba de la prueba: ¿Cómo puede haber grandes propietarios de la tierra sin


siervos, puesto que el gran propietario con su

pág. 169

familia y sin siervos no podría cultivar sino una reducida parte de sus posesiones?

Así, pues, para probar que el hombre, con objeto de someter a la naturaleza, tiene
que empezar por someter al hombre, el señor Dühring transforma sin más "la
naturaleza" en "propiedad de zonas grandes", y esta propiedad territorial —¿sin
determinar de quién?— se transforma en seguida en sus manos en propiedad de un
gran señor, el cual, naturalmente, no puede cultivar sus tierras sin siervos.

En primer lugar, "dominio de la naturaleza" y "explotación de la propiedad de la


tierra" no son en modo alguno lo mismo. El dominio de la naturaleza se realiza en la
industria a una escala bastante más colosal que en la agricultura, la cual hasta hoy
tiene que dejarse mandar por el tiempo atmosférico, en vez de dominarlo.

En segundo lugar, cuando nos limitamos a la explotación y administración de la


propiedad de la tierra por grandes extensiones, lo que importa es a quién pertenece
esa tierra. Y al principio de la historia de todos los pueblos de cultura no
encontramos a los "grandes propietarios del suelo" que nos desliza aquí el señor
Dühring con ese su habitual estilo de prestidigitador al que él llama "dialéctica
natural", sino que encontramos comunidades tribales o de aldea con propiedad
común de la tierra. Desde la India hasta Irlanda, la explotación de la propiedad de
la tierra en grandes superficies ha tenido lugar inicialmente por obra de esas
comunidades tribales o aldeanas: unas veces mediante el trabajo en cooperación a
cuenta de la comunidad; otras veces en forma de explotación individual de parcelas
concedidas temporalmente por la comunidad a las familias, pero manteniéndose al
mismo tiempo el uso comunitario de bosques y pastos. También aquí es
característico de los "profundísimos estudios especializados" del señor Dühring en
el "terreno jurídico y político" el que no sepa nada de eso y el que sus obras
completas manifiesten una total ignorancia de los decisivos trabajos de Maurer
sobre la constitución primitiva de las marcas germánicas, fundamento de todo el
derecho germánico; igualmente ignora el señor Dühring toda la literatura, en
constante aumento, inspirada por Maurer, destinada a probar la comunidad
primitiva de la propiedad del suelo en todos los pueblos de cultura asiáticos y
europeos, y a exponer sus diversos modos de existencia y disolución. Del mismo
modo que en el terreno del derecho francés y del inglés el señor Dühring se había
"conquistado por sí mismo su propia ignorancia", con lo grande que ella era, así
también
pág. 170

ha conseguido conquistarse otra aún mayor en el campo del derecho germánico. El


hombre que tan grandilocuentemente se irrita por la limitación de horizonte de los
profesores universitarios sc encuentra hoy a lo sumo, en el terreno del derecho
germánico, donde estaban los profesores hace veinte años.

Pura "libre creación e imaginación" del señor Dühring es su tesis de que


terrateniente y siervos hayan sido imprescindibles para la explotación de la tierra
en grandes superficies. En todo el Oriente, donde la comunidad o el Estado es
propietario del suelo, falta incluso la palabra "terrateniente" en las lenguas, sobre lo
cual puede informarse el señor Dühring cerca de los juristas ingleses que se
martirizaron en vano en la India con la pregunta ¿quién es propietario de la tierra?,
como el difunto príncipe Enrique LXXII de Reuss-Greiz-Schleiz-Lobenstein-
Eberswald con la pregunta ¿quién es guardián nocturno? Los turcos introdujeron
por vez primera en las tierras orientales por ellos conquistadas una especie de
feudalismo agrario. Grecia entra en la historia, en su época heroica, ya con una
organización en estamentos que es evidentemente resultado de una larga
prehistoria desconocida; pero incluso allí la tierra es principalmente cultivada por
campesinos independientes; las grandes propiedades de nobles y príncipes
constituyen la excepción y desaparecen además poco después. Italia ha sido
roturada principalmente por campesinos independientes; cuando en los últimos
tiempos de la república romana las grandes posesiones, los latifundios, desplazaron
a los campesinos de sus parcelas y los sustituyeron por esclavos, sustituyeron al
mismo tiempo la agricultura por la ganadería y arruinaron a Italia, como ya Plinio
sabía (latifundia Italiam perdidere). Durante la Edad Media domina en toda Europa
(señaladamente en las zonas de roturación de tierras vírgenes) el cultivo por
campesinos independientes; para lo que discutimos ahora es indiferente que
tuvieran que rendir prestaciones a algún señor feudal, así como la entidad de éstas.
Los colonos de la Frisia, la Baja Sajonia, Flandes y el Bajo Rin, que pusieron en
cultivo la tierra arrebatada a los eslavos al este del Elba, lo hicieron como
campesinos libres y aprovechando tasas de interés muy favorables, en modo alguno
sometidos a "algún tipo de trabajo servil". La mayor parte de la tierra
norteamericana ha sido abierta a la agricultura por el trabajo de campesinos libres,
mientras que los grandes terratenientes del Sur, con sus esclavos y su cultivo
destructor, agotaron el suelo hasta que ya no fue capaz de alimentar más que
abetos, de tal modo que el algodón tuvo que ir emigrand

pág. 171

cada vez más al Oeste. En Australia y Nueva Zelanda han fracasado todos los
intentos del Gobierno inglés de producir artificialmente una aristocracia de la tierra.
En resolución: si exceptuamos las colonias tropicales y subtropicales, en las que el
clima impide al europeo realizar trabajos agrícolas, el gran señor de la tierra que
rotura el suelo por medio de sus esclavos o siervos, sometiendo así la naturaleza a
su dominio, resulta una pura imagen de la fantasía. La verdad es lo contrario.
Cuando en la Antigüedad se presenta el gran terrateniente, como en Italia, no
convierte tierra agreste en campo fértil, sino que transforma la tierra de labor
preparada por el campesino en pastos para el ganado, despuebla y arruina todo el
país. Sólo en tiempos modernos, desde que una población más densa ha
aumentado el valor del terreno, y señaladamente desde que el progreso de la
agronomía ha hecho aprovechable también la tierra mala, ha empezado la gran
propiedad territorial a intervenir en gran escala en la roturación de tierras vírgenes
y de pastos, y ello principalmente robando a los campesinos sus tierras comunales,
igual en Inglaterra que en Alemania. Pero ni siquiera esto ha carecido de contrapeso.
Por cada acre de tierras comunales que los grandes terratenientes han roturado en
Inglaterra, han transformado en Escocia por lo menos tres acres de tierra ya
roturada en pastos para ovinos, y, al final, incluso en cotos de caza mayor.

Nos estamos interesando aquí exclusivamente por la afirmación del señor Dühring
según la cual la roturación de grandes extensiones de tierra —es decir,
aproximadamente toda la zona de cultivos— no ha tenido lugar "jamás ni en ningún
lugar" sino por medio de grandes terratenientes y de siervos; hemos visto que esa
afirmacion tiene "como presupuesto" una ignorancia histórica verdaderamente
inaudita. Pero no nos preocupamos aquí de si en diversas épocas los esclavos han
cultivado terrenos ya roturados, o roturados en gran parte (como ocurrió en la edad
del florecimiento griego), o de si lo han hecho los siervos (como ocurrió en las
explotaciones serviles desde la Edad Media); tampoco discutimos ahora cuál ha sido
la función social de los grandes terratenientes en diversas épocas.

Y tras habernos presentado este magistral cuadro fantástico en el que no se sabe


qué admirar más, si el arte de prestidigitador con que está compuesto o la
falsificación histórica en que consiste, el señor Dühring exclama triunfalmente:

pág. 172

Como es natural, todos los demás géneros de riqueza distributiva se explican


históricamente de un modo análogo.

Con lo que se ahorra, naturalmente, el tener que decir una palabrita siquiera sobre
el origen del capital, por ejemplo.

Si el señor Dühring no quiere decir con su dominio del hombre por el hombre, como
condición previa del dominio de la naturaleza por el hombre, sino que nuestra
actual situación económica, el grado de desarrollo hoy alcanzado por la agricultura
y la industria, es el resultado de una historia social desarrollada a través de
contraposiciones de clase, relaciones de dominio y servidumbre, entonces está
diciendo algo que desde el Manífiesto Comunista ha tenido tiempo de sobra para
convertirse en un lugar común. Lo que importa es explicar el origen de las clases y
de las relaciones de dominio, y si el señor Dühring no dispone para esa explicación
más que de la repetida palabra "violencia", no nos puede hacer avanzar ni un paso.
El simple hecho de que los dominados y explotados son en todo tiempo mucho más
numerosos que los dominantes y explotadores —lo que quiere decir que la fuerza
real está del lado de aquéllos— basta para poner de manifiesto la necedad de toda
esta teoría de la violencia y el poder. Hay que explicar aún las relaciones de dominio
y servidumbre.

Estas han nacido de dos modos.

Los hombres entran en la historia tal como primitivamente salen del reino animal
en sentido estricto: aún semianimales, rudos, aún impotentes frente a las fuerzas
naturales, aún sin conocer las propias, pobres, por tanto, como los animales, y
apenas más productivos que ellos. Domina cierta igualdad en la situación vital, y
también, para los cabezas de familia, una especie de igualdad en la posición social:
por lo menos, hay una ausencia de clases sociales, ausencia que aún perdura en
las comunidades espontáneas agrícolas de los posteriores pueblos de cultura. En
todas esas comunidades hay desde el principio cierto interés común cuya
preservación tiene que confiarse a algunos individuos, aunque sea bajo la
supervisión de la colectividad: la resolución de litigios, la represión de
extralimitaciones de los individuos más allá de lo que está justificado, vigilancia
sobre las aguas, especialmente en los países calurosos, y, finalmente, funciones
religiosas propias del selvático primitivismo de ese estadio. Tales funciones públicas
se encuentran en las comunidades primitivas de todos los tiempos, en las más
antiguas comunidades de las marcas germánicas igual que en la

pág. 173

India actual. Están, naturalmente, provistas de cierto poder y son los comienzos del
poder estatal. Las fuerzas productivas crecen paulatinamente; la población,
adensándose, crea en un lugar intereses comunes, en otro intereses en pugna entre
las diversas comunidades, cuya agrupación en grandes complejos suscita una
nueva división del trabajo, la creación de órganos para proteger los intereses
comunes y repeler los contrarios. Estos órganos, que ya como representantes de los
intereses colectivos de todo el grupo asumen frente a cada comunidad particular
una determinada posición que a veces puede ser incluso de contraposición,
empiezan pronto a independizarse progresivamente, en parte por el carácter
hereditario de los cargos, carácter que se introduce casi obviamente porque en ese
mundo todo procede de modo natural y espontáneo, y en parte porque esos cargos
van haciéndose cada vez más imprescindibles a causa de la multiplicación de los
conflictos con otros grupos. No es necesario que consideremos ahora cómo esa
independización de la función social frente a la sociedad pudo llegar con el tiempo a
ser dominio sobre la sociedad, cómo el que empezó como servidor se transformó
paulatinamente en señor cuando las circunstancias fueron favorables, cómo, según
las condiciones dadas, ese señor apareció como déspota o sátrapa oriental, como
príncipe tribal griego, como jefe de clan céltico, etc., ni en qué medida durante esa
transformación aplicó también la violencia; ni cómo, por último, las diversas
personas provistas de dominio fueron integrando una clase dominante. Lo único
que nos interesa aquí es comprobar que en todas partes subyace al poder político
una función social: y el poder político no ha subsistido a la larga más que cuando
ha cumplido esa su función social. Los muchos despotismos que han aparecido y
desaparecido en Persia y la India sabían siempre muy bien que eran ante todo los
empresarios colectivos de la irrigación de los valles fluviales, sin la cual no es
posible la agricultura en esas regiones. Los cultos ingleses han sido los primeros
que se han permitido olvidarlo en la India; los ingleses entregaron a la ruina los
canales y las esclusas, y ahora están finalmente descubriendo, a causa del hambre
que regularmente se produce, que han descuidado la única actividad que podía
justificar su dominio de la India en la medida en que había justificado el de sus
predecesores.

Pero junto a la formación de esa clase tuvo lugar la constitución de otra. La división
espontánea del trabajo en el seno de la familia campesina permitió, alcanzado cierto
nivel de bienestar, el añadido de una o más fuerzas de trabajo ajenas a la familia.
Esto

pág. 174

ocurrió sobre todo en las tierras en las que había desaparecido la vieja posesión
comunitaria del suelo, o en las que, por lo menos, el antiguo cultivo colectivo había
pasado a segundo término tras el cultivo separado de las distintas parcelas por las
familias correspondientes. La producción estaba ya lo suficientemente desarrollada
como para que la fuerza de trabajo humana pudiera producir más de lo que
necesitaba para su simple sustento; existían medios para sostener más fuerza de
trabajo, así como los necesarios para ocuparla; la fuerza de trabajo se convirtió así
en un valor. Pero la propia comunidad y la asociación a la que pertenecía no podían
suministrar fuerza de trabajo disponible suplementaria. La guerra la suministró, y
la guerra es tan antigua como la existencia simultánea de varios grupos sociales en
contacto. Hasta entonces no se había sabido qué hacer con los prisioneros de
guerra; se les había matado simplemente, y antes habían sido comidos. Pero en el
nivel de la "situación económica" ahora alcanzado, esos prisioneros cobraron un
valor: se les dejó vivir y se utilizó su trabajo. En vez de dominar la situación
económica, el poder y la violencia quedaron, pues, constreñidos al servicio de la
situación económica. Así se inventó la esclavitud. La esclavitud se convirtió pronto
en la forma dominante de la producción en todos los pueblos que se habían
desarrollado más allá del viejo tipo de comunidad; pero al final fue también una de
las causas principales de su decadencia. La esclavitud posibilitó la división del
trabajo en gran escala entre la agricultura y la industria, y, con esa división del
trabajo, posibilitó también el florecimiento del mundo antiguo, la civilización griega.
Sin esclavitud no hay Estado griego, ni arte griego, ni ciencia griega; sin esclavitud
no hay Imperio Romano. Y sin el fundamento del helenismo y del romanismo no
hay tampoco Europa moderna. No deberíamos olvidar nunca que todo nuestro
desarrollo económico, político e intelectual tiene como presupuesto una situación
en la cual la esclavitud fue reconocida como necesaria y universal. En este sentido
podemos decir: no hay socialismo moderno sin esclavitud antigua.

Es muy fácil enzarzarse en vagos discursos a propósito de la esclavitud y otros


fenómenos análogos, y derramar cólera altamente moral sobre semejantes
vergüenzas. Pero con eso, desgraciadamente, no se hace sino repetir cosas por
todos sabidas, a saber, que esas antiguas instituciones no corresponden ya a
nuestra actual situación ni a los sentimientos determinados por ella. Y con eso no
aprendemos nada acerca de cómo surgieron esas institueiones, por

pág. 175

qué subsistieron y qué papel desempeñaron en la historia. Al atender, en cambio, a


estas cuestiones, tenemos que decir, por contradictorio y herético que ello pueda
parecer, que la introducción de la esclavitud fue en aquellas circunstancias un gran
progreso. Es, en efecto, un hecho que la humanidad ha empezado en la animalidad,
y que, por tanto, ha necesitado medios casi animales y barbáricos para conseguir
salir a flote de la barbarie. Las viejas comunidades primitivas, donde subsistieron a
pesar de todo, constituyen precisamente desde hace milenios el fundamento de la
más grosera forma de Estado, el despotismo oriental, desde la India hasta Rusia.
En cambio, donde aquellas comunidades se desintegraron, los pueblos han
progresado por sus propios medios, y su primer progreso económico consistió
precisamente en el aumento y el desarrollo de la producción por medio del trabajo
esclavo. Está claro que mientras la humanidad fue tan poco productiva que no
pudo suministrar más que un escaso excedente de sus medios de vida necesarios,
el aumento de las fuerzas productivas, la extensión del tráfico, el desarrollo del
Estado y el derecho y el nacimiento del arte y de la ciencia no eran posibles sino
mediante una intensificación de la división del trabajo, la cual requería como
fundamento la gran división básica de dicho trabajo entre las masas que realizaban
el sencillo trabajo manual y los pocos privilegiados dedicados a dirigir el trabajo, el
comercio, los asuntos del Estado y, más tarde, el arte y la ciencia. La forma más
simple y espontánea de esa gran división del trabajo fue precisamente la esclavitud.
Dados los presupuestos históricos del mundo antiguo, especialmente del griego, el
progreso hacia una sociedad basada en contraposiciones de clase no podía
realizarse más que bajo la forma de esclavitud. Hasta para el esclavo se trató de un
progreso; los prisioneros de guerra que suministraban la masa de los esclavos
conservaron al menos la vida, mientras que antes no podían contar más que con
ser muertos e incluso asados.

Añadamos con esta ocasión que todas las contraposiciones históricas conocidas
entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, encuentran su
explicación en esa productividad relativamente subdesarrollada del trabajo humano.
Mientras la población que realmente trabaja está tan absorbida por su trabajo
necesario que carece de tiempo para la gestión de los asuntos comunes de la
sociedad —dirección del trabajo, asuntos de estado, cuestiones jurídicas, arte,
ciencia, etc.—, tuvo[34] que haber una clase especial liberada del trabajo real y que
resuelva esas cuestiones,

pág. 176

y esa clase no dejó nunca de cargar sobre las espaldas de las masas trabajadoras
cada vez más trabajo en beneficio propio. El gigantesco aumento de las fuerzas
productivas alcanzado por la gran industria permite finalmente dividir el trabajo
entre todos los miembros de la sociedad sin excepción, limitando así el tiempo de
trabajo de cada cual, de tal modo que todos se encuentren con tiempo libre para
participar en los comunes asuntos de la sociedad, los teoréticos igual que los
prácticos. Sólo ahora, pues, se ha hecho superfluo toda clase dominante y
explotadora, y hasta se ha convertido en un obstáculo al desarrollo social; y sólo
ahora será despiadadamente suprimida, por mucho que se encuentre en posesión
del "poder inmediato".

Si, pues, el señor Dühring se permite arrugar la nariz ante la civilización griega,
porque ésta se basaba en la esclavitud, puede reprochar a los griegos, con la misma
justificación, que no tuvieran máquinas de vapor ni telégrafo eléctrico. Y cuando
afirma que nuestra moderna servidumbre asalariada no es más que una herencia,
algo transformada y suavizada, de la esclavitud, y no debe explicarse por sí misma
(es decir, por las leyes económicas de la sociedad moderna), o bien está afirmando
que el trabajo asalariado es, como la esclavitud, una forma de servidumbre y de
dominio de clase, cosa que sabe todo el mundo, o bien está sosteniendo una tesis
falsa. Pues con la misma razón podríamos decir que el trabajo asalariado debe
explicarse exclusivamente como forma suavizada de la antropofagia, que es la forma
hoy día generalmente comprobada de utilización primitiva del enemigo vencido.

Con eso estará claro cuál es el papel que desempeña la violencia en la historia,
comparado con el desarrollo económico. En primer lugar, todo poder político
descansa originariamente en una función económica, social, y aumenta en la
medida en que, por disolución de las comunidades primitivas, los miembros de la
sociedad se transforman en productores, con lo que se alejan cada vez más de los
administradores de las funciones sociales colectivas. Luego, cuando el poder
político se ha independizado ya frente a la sociedad, se ha transformado de servidor
en señor, puede actuar en dos sentidos. O bien lo hace en el sentido y la dirección
del desarrollo económico objetivo, en cuyo caso no existe roce entre ambos y se
acelera el desarrollo económico, o bien obra contra este desarrollo, y entonces
sucumbe, con pocas excepciones, al desarrollo económico. Estas pocas excepciones
son casos aislados de conquista en los cuales los salvajes conquistadores aniquilan
o

pág. 177

expulsan a la población de un país, y destruyen o dejan agotarse las fuerzas


productivas con las que nada saben hacer. Así hicieron los cristianos, al conquistar
la España musulmana, con la mayor parte de los ingenios de irrigación en que se
habían basado la agricultura y la horticultura de los moros. La conquista por un
pueblo más atrasado perturba siempre, como es natural, el desarrollo económico, y
destruye innumerables fuerzas productivas. Pero en la inmensa mayoría de los
casos de conquista duradera o consolidada, el conquistador más primitivo tiene que
adaptarse a la "situación económica" más desarrollada tal como ésta queda pasada
la conquista; el conquistador es asimilado por los conquistados y tiene incluso que
adoptar su lengua la mayoría de las veces. Pero cuando —aparte de los casos de
conquista— el poder estatal interno de un país entra en contraposición con su
desarrollo económico, como ha ocurrido hasta ahora, alcanzado cierto estadio, con
casi todo poder político, la lucha ha terminado siempre con la caída del poder
político. Sin excepciones e inflexiblemente, la evolución económica se ha abierto
camino. Hemos citado ya el último ejemplo categórico: la Revolución Francesa. Si la
situación económica y, con ella, la constitución económica de un determinado país
dependieran, como quiere el señor Dühring, simplemente del poder poIítico, no
podría entenderse por qué a pesar de su "magnífico ejército" no consiguió Federico
Guillermo III, luego de 1848, injertar los gremios medievales y otras manías
románticas en los ferrocarriles, las máquinas de vapor y la gran industria de su
país, entonces en pleno desarrollo; ni tampoco por qué el emperador de Rusia, que
aún es mucho más poderoso, no sólo no puede pagar sus deudas, sino que tampoco
consigue siquiera mantener su "poder" sin estar siempre dando sablazos a la
"situación económica" de la Europa occidental.

Para el señor Dühring, el poder es lo absolutamente malo, el primer acto de poder


es el pecado original, y toda su exposición es una jeremíada sobre la inoculación de
pecado original que aquel acto fue para toda la historia sida, sobre el innoble
falseamiento de todas las leyes naturales y sociales por aquel poder diabólico que es
la fuerza. El señor Dühring no sabe una palabra de que la violencia desempeña
también otro papel en la historia, un papel revolucionario; de que, según la palabra
de Marx, es la comadrona de toda vieja sociedad que anda grávida de otra nueva; de
que es el instrumento con el cual el movimiento social se impone y rompe formas
políticas enrigidecidas y muertas. Sólo con suspiros y, gemidos

pág. 178

admite la posibilidad de que tal vez sea necesaria la violencia para derribar la
economía de la explotación del hombre: por desgracia, pues toda aplicación de la
violencia desmoraliza al que la aplica. Esto hay que oír, cuando toda revolución
victoriosa ha tenido como consecuencia un gran salto moral y espiritual. Y hay que
oírlo en Alemania, donde un choque violento —que puede imponerse
inevitablemente al pueblo— tendría por lo menos la ventaja de extirpar el servilismo
que ha penetrado en la consciencia nacional como secuela de la humillación sufrida
en la guerra de los Treinta Años. ¿Y esa mentalidad de predicador, pálida, sin savia
y sin fuerza, pretende imponerse al partido más revolucionario que conoce la
historia?
pág. 179

V. TEORIA DEL VALOR

Han pasado casi cien años desde que apareció en Leipzig un libro que ha tenido
hasta comienzos de este siglo treinta y tantas ediciones, y ha sido distribuido y
difundido en las ciudades y el campo por los funcionarios, los clérigos y los
filántropos de todas clases, además de prescribirse de un modo general a las
escuelas elementales como libro de lectura. El libro es El amigo de los niños, de
Rochow. Ese libro se proponía adoctrinar a los jóvenes retoños de los campesinos y
los artesanos acerca de su oficio y de sus deberes para con sus superiores sociales
y estatales, y enseñarles al mismo tiempo una benéfica satisfacción con su destino
terrenal, con el pan negro y las patatas, el trabajo de prestación servil, el salario
bajo, los bastonazos paternos y otras alegrías semejantes, todo ello se hacía por
medio de la ilustración entonces corriente en el país. Con esos fines se explicaba a
la juventud de la ciudad y del campo cuán sabia es la institución natural por la
cual el hombre tiene que ganarse con el trabajo su sostenimiento y sus goces, y
cuán feliz es consiguientemente el campesino o el artesano, ya que le está permitido
condimentar su comida con amargo trabajo, en vez de estar siempre torturado,
como el rico glotón, por el estómago indispuesto, la retención biliar o el empacho,
de tal modo que sólo con asco puede engullir incluso los más selectos bocados.
Estas mismas vulgaridades que el viejo Rochow consideró adecuadas para la
juventud campesina de la Sajonia electora de su tiempo nos ofrece el señor Dühring
en las páginas 14 y siguientes de su Curso como lo "absolutamente fundamental"
de la más reciente economía política.

"Las necesidades humanas tienen como tales sus leyes naturales, y, desde el punto
de vista de su acrecentamiento, se encuentran encerradas en límites que sólo la
innaturaleza puede rebasar durante algún tiempo, hasta que a la misma siguen la
repugnancia, el tedio vital, el embotamiento, la amputación social y, finalmente,
una salvadora aniquilación... Un juego que consista en puras distracciones, sin
ninguna otra finalidad seria, lleva

pág. 180

pronto a estar de vuelta de todo, o, lo que es lo mismo, a desgastar toda


sensibilidad. El trabajo real en una forma u otra es, pues, la ley social natural de
las figuras sanas... Si los instintos y las necesidades no llevaran consigo un
contrapeso, apenas podrían facilitar una existencia infantil, por no hablar ya de
una evolución histórica progresiva. Si su satisfacción no acarreara trabajo, esos
instintos y esas necesidades se agotarían prontamente sin dejar tras ellos más que
una vacía existencia de pesados intervalos que se repiten... En todos los respectos,
pues, la dependencia en que la actuación de los instintos y las pasiones se
encuentra respecto de la superación de un obstáculo económico es una saludable
ley básica de la constitución externa de la naturaleza y de la interna del hombre",
etc.

Se trata, como se ve, de las más triviales trivialidades de un Rochow honorario, las
cuales celebran en la obra del señor Dühring su centenario, y lo hacen, encima,
como "profunda fundamentación" del único "sistema socialitario" verdaderamente
crítico y científico.
Una vez puesto ese fundamento puede el señor Dühring seguir construyendo.
Aplicando el método matemático, empieza por darnos una serie de definiciones
según el modelo del antiguo Euclides. Este procedimiento es tanto más cómodo
cuanto que le permite componer de tal modo sus definiciones que ya esté
parcialmente contenido en ellas lo que habrá que demostrar con su ayuda. Así
sabemos, por de pronto, que

el concepto rector de la economía es hasta hoy el de riqueza, y la riqueza, tal como


realmente se la ha entendido hasta ahora histórico universalmente, y tal como ha
desarrollado su imperio, es "el poder económico sobre hombres y cosas".

La afirmación es incorrecta por dos razones. En primer lugar, la riqueza de las


antiguas comunidades tribales y aldeanas no era en modo alguno dominio sobre
hombres. Y, en segundo lugar, incluso en las sociedades que se mueven en
contraposiciones de clase, la riqueza, en la medida en que incluye un dominio sobre
seres humanos, es predominantemente y casi exclusivamente un dominio sobre
esos seres gracias a y por medio del dominio sobre cosas. Desde tiempos muy
tempranos, desde que la captura de esclavos y la explotación de los mismos se
constituyeron en negocios distintos, los explotadores del trabajo esclavo tuvieron
que comprar esclavos, o sea tuvieron que conseguir el dominio sobre seres
humanos por medio del dominio sobre cosas, a saber, el precio del esclavo, los
medios de sustento y de trabajo del esclavo. En toda la Edad Media, una gran
posesión de tierras es la condición necesaria para que la nobleza feudal pueda
contar con campesinos tributarios y obligados

pág. 181

a prestaciones gratuitas. Y hoy día, hasta un niño de seis años puede ver que la
riqueza domina hombres exclusivamente por medio de las cosas de que dispone.

Pero ¿por qué tiene que elaborar el señor Dühring esa falsa definición de la riqueza?
¿Por qué tiene que desgarrar la conexión real que ha imperado en todas las
sociedades clasistas que han existido? Lo hace para poder desplazar la riqueza del
terreno económico al terreno moral. El dominio sobre cosas está muy bien, pero el
dominio sobre hombres es cosa mala; y como el señor Dühring se ha prohibido a sí
mismo explicar el dominio sobre hombres por el dominio sobre cosas, puede
practicar de nuevo aquí un audaz pase de prestidigitación y explicarlo
expeditivamente por la conocida violencia. La riqueza como dominio sobre hombres
es "el bandidismo", con lo que llegamos de nuevo a una edición empeorada del
primigenio y proudhoniano "la propiedad es el robo".

Y con esto hemos situado felizmente la riqueza al alcance de los dos puntos de vista
esenciales de la producción y la distribución: riqueza como dominio sobre cosas es
riqueza de producción, el lado bueno de la riqueza; riqueza como dominio sobre
hombres es la riqueza de distribución que ha existido hasta hoy, el lado malo de la
riqueza: ¡afuera con él! Aplicado a la situación actual, ese principio significa: el
modo capitalista de producción está muy bien y puede seguir existiendo, pero el
modo capitalista de distribución no vale y tiene que suprimirse. A esos absurdos
lleva el escribir sobre economía sin haber entendido siquiera la conexión entre
producción y distribución.

Luego de la riqueza se define el valor, del modo siguiente:


"El valor es la validez que tienen las cosas y prestaciones económicas en el tráfico."
Esa validez corresponde "al precio o a cualquier otro nombre equivalente, como, por
ejemplo, el salario".

Dicho de otro modo: el valor es el precio. O más bien, por no ser injustos con el
señor Dühring, sino recoger en lo posible con sus propias palabras el absurdo de su
definición: el valor son los precios. Pues en la página 19 nos dice: "el valor y los
precios que lo expresan en dinero", comprobando, pues, él mismo que un mismo
valor tiene muy diversos precios y, por tanto, con su definición, otros tantos valores
diversos. Si Hegel no estuviera muerto hace mucho tiempo, se ahorcaría al ver estos
resultados. Pues ni con toda su teología habría conseguido él producir este valor
que tiene tantos valores diversos cuantos diversos precios tiene. Hace falta,

pág. 182

en efecto, toda la seguridad del señor Dühring para empezar una nueva y más
profunda fundamentación de la economía con la declaración de que la única
diferencia conocida entre precio y valor es que el uno está expresado en dinero y el
otro no.

Pero con todo esto seguimos sin saber qué es el valor, y aún menos con qué se
determina. El señor Dühring tiene, pues, que añadir más explicaciones.

"De un modo completamente general, la ley fundamental de la comparación y


estimación en que se basan el valor y los precios que lo expresan en dinero se
encuentra por de pronto en el terreno de la mera producción dejando aparte el de la
distribución, que introduce en el concepto de valor un segundo elemento. Los
obstáculos mayores o menores que ponen las condiciones naturales a los esfuerzos
encaminados a procurarse cosas, y por los cuales se les imponen mayores o
menores gastos de energía económica, determinan también... el valor mayor o
menor", y éste se estima según "la resistencia a esa actividad de procura de cosas,
opuesta por la naturaleza y las circunstancias... La medida en la cual hemos puesto
nuestra propia energía en las cosas es la causa inmediatamente decisiva de la
existencia de valor en general y de cualquier cantidad determinada del mismo"

En la medida en que todo eso tiene un sentido, significa lo siguiente: el valor de un


producto del trabajo se determina por el tiempo de trabajo necesario para su
producción, y esto lo sabíamos hace mucho tiempo y sin necesidad de que nos lo
dijera el scñor Dühring. En vez de comunicar sencillamente el hecho, él tiene que
envolverlo en su estilo oracular, el cual acaba por falsearlo. Pues es literalmente
falso que la medida en la cual cualquier persona pone su energía en alguna cosa
(por seguir usando el altisonante lenguaje) sea la causa inmediatamente decisiva
del valor y la cantidad del mismo. En primer lugar, importa saber en qué cosa se ha
puesto esa energía; y, en segundo lugar, también interviene el modo como haya sido
puesta. Si nuestro individuo produce una cosa que no tenga ningún valor de uso
para otros, toda su energía no conseguirá producir ni un átomo de valor; y si se
empeña en fabricar con la mano un objeto producido veinte veces más barato por
una máquina, entonces diecinueve vigésimos de la energía que ha puesto en ello no
producen ni una determinada cantidad de valor ni valor en absoluto.

Por lo demás, también falsea completamente la realidad el transformar el trabajo


productivo que crea productos positivos en una mera y negativa superación de una
resistencia. Si ello fuera así, tendríamos, por ejemplo, que operar del modo
siguiente para

pág. 183

conseguir una camisa: primero superaríamos la resistencia de la semilla de algodón


contra el ser sembrada y el crecer, luego la resistencia del algodón maduro a su
recolección, embalado y transporte, luego su resistencia contra el desembalado, el
peinado y el hilado, luego la resistencia del hilado al tejido, la del tejido al
blanqueado y al cosido, y, finalmente, la resistencia de la camisa ya lista al ser
vestida.

¿Qué utilidad tiene toda esa pueril inversión falseadora de los hechos? La de
permitir pasar del "valor de producción", valor verdadero, pero hasta ahora sólo
ideal, por medio de la "resistencia", al único valor que hasta ahora impera en la
historia, el valor de "distribución" falseado por la violencia:

Además de la resistencia ofrecida por la naturaleza... hay otro obstáculo puramente


social... Entre los hombres y la naturaleza aparece un poder obshculizadar, que es
el hombre mismo. El hombre pensado aislado y solo se enfrenta libremente con la
naturaleza... Pero la situación cambia en cuanto que imaginamos un segundo
hombre que, con el puñal en la mano, ocupa los accesos a la naturaleza y sus
fuentes materiales, y exige un precio de una forma u otra para permitir el acceso a
ellas. Este segundo... grava prácticamente al otro y es así el motivo de que el valor
de lo deseado resulte mayor de lo que podría ser sin la obstaculización social y
política de la procura o producción de las cosas... Son muy diversas las formas
posibles de esta validez artificialmente aumentada de las cosas, la cual tiene,
naturalmente, su paralelo en el correspondiente rebajamiento de la validez del
trabajo... Por eso es una ilusión considerar el valor desde el primer momento como
un equivalente en el sentido propio de la palabra, es decir, como un equilibrio o
como una relación de intercambio constituida según el principio de la igualdad de
prestación y contraprestación... Antes al contrario, el rasgo característico de una
teoría correcta del valor consistirá en que las causas más generales de estimación
que se formulen en ella no coincidan con la específica forma de validez basada en la
constricción de la distribución. Esta cambia con la constitución social, mientras
que el valor económico propiamente dicho no puede ser más que un valor de
producción medido por comparación con la naturaleza, y no puede, por tanto,
modificarse más que con los obstáculos puestos a la producción por causas
puramente naturales y técnicas.

El valor prácticamente imperante de una cosa consiste, pues, según el señor


Dühring, en dos partes: primera, el trabajo contenido en ella, y, segunda, el
suplemento de tributación, impuesto "con el puñal en la mano". Dicho de otro
modo: el valor hoy imperante es un precio de monopolio. Mas si, como dice esta
teoría del valor, todas las mercancías tienen ese precio de monopolio, entonces no
queda más que esta alternativa: o bien todo el mundo pierde

pág. 184

como comprador lo que ha ganado como vendedor, con lo que los precios han
cambiado nominalmente, pero siguen siendo en realidad lo que eran antes, iguales,
y todo sigue como estaba y el célebre valor de distribución es mera apariencia, o
bien los supuestos gravámenes y tributos representan una suma de valor real, a
saber, una suma producida por la clase trabajadora y productora de valor, pero que
se apropia la clase de los monopolistas; esa suma de valor consta entonces de
trabajo no pagado; en este caso, a pesar del hombre con el puñal en la mano, a
pesar de los supuestos tributos y del supuesto valor de distribución, nos
encontramos con la teoría marxiana de la plusvalía.

Examinemos ahora algunos ejemplos de ese célebre "valor de distribución". En las


páginas 135 y siguiente encontramos:

"La formación del precio por medio de la competencia individual debe considerarse
también como una forma de la distribución económica y de la tributación
recíproca...; supóngase que las existencias de una mercancía necesaria disminuyen
de repente de un modo considerable: entonces el vendedor se encuentra con un
desproporcionado poder para explotar...; el aumento puede ser colosal, como
muestran especialmente aquellas circunstancias anómalas en las que se
interrumpe por algún tiempo considerable el suministro de artículos necesarios, etc.
Hay además en el curso normal de las cosas monopolios de hecho que se permiten
un aumento arbitrario de los precios, como ocurre con los fcrrocarriles, las
sociedades de suministro de agua y gas del alumbrado a las ciudades, etc.

Es de antiguo sabido que tales ocasiones de explotación monopolista se dan


efectivamente. Lo nuevo es presentar los precios de monopolio que así se producen
no como excepciones y casos especiales, sino como ejemplo clásico de la
determinación hoy dominante del valor. ¿Cómo se determinan los precios de los
productos alimenticios? El señor Dühring contesta: Id a una ciudad sitiada, con
todos los suministros cortados, informaos de ello. ¿Cómo obra la competencia en la
determinación del precio del mercado? Preguntad al monopolio, que él os lo
explicará.

Por lo demás, tampoco en estos monopolios puede descubrirse al hombre del puñal
en la mano que, según el señor Dühring, tiene que estar tras ellos. Antes al
contrario: en las ciudades sitiadas, el hombre del puñal, el comandante, si
realmente cumple con sus funciones, termina muy pronto con el monopolio, y
confisca las reservas monopolísticas para distribuirlas homogéneamente. Por otra
parte, cuando los hombres del puñal han intentado fabricar un "valor de
distribución", no han cosechado más que malos

pág. 185

negocios y pérdidas de dinero. Con su monopolización del comercio de las Indias


Orientales, los holandeses han arruinado su monopolio y su comercio. Los dos
gobiernos más fuertes que han existido nunca, el gobierno revolucionario
norteamericano y la Convención francesa, se atrevieron a fijar precios máximos, y
fracasaron miserablemente. El gobierno ruso se esfuerza desde hace años por
levantar la cotización del papel moneda ruso —rebajado constantemente por él en
Rusia con la emisión de billetes incanjeables— mediante una compra no menos
constante de letras contra Rusia en Londres. En pocos años le ha costado este
gusto cerca de sesenta millones de rublos, y el rublo está hoy por debajo de los dos
marcos, en vez de por encima de los tres. Si el puñal tiene esa virtud económica
mágica que le atribuye el señor Dühring, ¿por qué no ha conseguido a la larga
ningún gobierno infundir a un dinero malo el "valor de distribución" del dinero
bueno, o a los assignats el del oro? ¿Y dónde está el puñal que asuma el mando en
el mercado mundial?
Hay además una forma principal en la cual el valor de distribución nledia la
apropiación de prestaciones de otros sin contraprestación: es la renta de las
posesiones, es decir, la renta de la tierra y el beneficio del capital. Nos limitamos
por ahora a registrar esto, sólo para poder decir que ello es todo lo que se nos
indica acerca del célebre "valor de distribución". ¿Todo? No, no todo. Escuchemos:

A pesar del dúplice punto de vista que destaca en el reconocimiento de un valor de


producción y un valor de distribución, sigue empero existiendo en la base un algo
común como aquel objeto del que constata todos los valores y con el cual, por tanto,
se miden. La medida inmediata y natural es el gasto de energía, y la unidad más
simple es la energía humana en el más rudo sentido de la palabra. Esta última se
reduce al tiempo de existencia, cuyo autosostenimiento representa a su vez la
superación de cierta suma de dificultades de la alimentación y de la vida. El valor
de distribución o apropiación no existe en forma pura más que cuando se cambia
por prestaciones o cosas de valor real de producción el poder de disposición sobre
cosas no producidas, o, dicho más vulgarmente, esas cosas mismas. Lo homogéneo
que se encuentra indicado y representado en toda expresión de valor, y por tanto
también en los elementos de valor apropiados por la distribución sin
contraprestación, consiste en el gasto de energía humana que se encuentra...
incorporado... a cada mercancía.

¿Qué decir a esto? Si todos los valores de las mercancías se miden por la energía
humana incorporada a ellas, ¿qué queda del valor de distribución, del suplemento
del precio y de la tributación?

pág. 186

El señor Dühring nos dice sin duda que también cosas no producidas, e incapaces,
por tanto, de tener propiamente un valor, reciben un valor de distribución y pueden
cambiarse por cosas producidas, con valor. Pero al mismo tiempo nos dice que
todos los valores, por tanto, también los pura y exclusivamente de distribución,
consisten en la energía incorporada a ellos. Desgraciadamente no nos dice cómo va
a incorporarse energía a una cosa no producida. En todo caso, al final de esa
confusión de valores queda claro que el valor de distribución, el suplemento de
precio impuesto a las mercancías por la posición social, la imposición de tributos
por el puñal, se reducen a nada; el valor de las mercancías se determina
exclusivamente por la cantidad de energía humana, vulgo trabajo, que se encuentra
incorporada en ellas. El señor Dühring dice, pues, aunque confusa y
desaliñadamente, si se prescinde de la renta de la tierra y de los pocos precios de
monopolio, lo mismo que hace tiempo dijo clara y precisamente la teoría del valor
de Ricardo Marx.

Lo dice, y en el mismo momento dice lo contrario. Basándose en las investigaciones


de Ricardo, Marx dice: el valor de las mercancías se determina por el trabajo
humano genérico socialmente necesario que está incorporado en ellas, y que se
mide a su vez por su duración. El trabajo es la medida de todos los valores, y él
mismo no tiene ningún valor. El señor Dühring, en cambio, después de presentar
también al trabajo, en su flamígero estilo, como medida del valor, continúa:

el trabajo "se reduce al tiempo de existencia, cuyo autosostenimiento representa a


su vez la superación de cierta suma de dificultades de la alimentación y de la vida".
Pasemos por alto la confusión entre el tiempo de trabajo, que es lo que importa aquí,
y el tiempo de existencia, que hasta ahora no ha creado nunca valores ni puede
medirlos; esa confusión se debe simplemente al deseo de originalidad. Pasemos
también por alto la falsa apariencia "societaria" que tiene que infundir a ese tiempo
de existencia el "autosostenimiento"; desde que existe el mundo y mientras exista,
todo el mundo tiene que autosustentarse a sí mismo en el sentido de que tiene que
consumir él mismo sus medios de existencia. Suponiendo que el señor Dühring se
hubiera expresado en forma precisa y desde el punto de vista de la economía, la
anterior frase no significa absolutamente nada o significa lo siguiente: el valor de
una mercancía se determina por el tiempo

pág. 187

de trabajo incorporado a ella, y el valor de este tiempo de trabajo se determina por


el de los alimentos necesarios para sustentar al trabajador durante ese tiempo. Y
para la sociedad actual esto significa: el valor de una mercancía se determina por el
salario contenido en ella.

Con esto llegamos por fin a lo que realmente quiere decir el señor Dühring. El valor
de una mercancía se determina por los costes de producción, dicho en el lenguaje
de la economía vulgar;

frente a lo cual Carey "subrayó la verdad de que no son los costes de producción los
que determinan el valor, sino los costes de reproducción". (Historia crítica, pág. 401).

Más tarde consideraremos la cuestión de esos costes de producción o reproducción;


aquí nos limitaremos a indicar que, como es sabido, se componen de salario del
trabajo y beneficio del capital. El salario del trabajo representa el "gasto de energía"
incorporado a la mercancía, el valor de producción. El beneficio representa el
tributo o suplemento de precio impuesto por el capitalista, puñal en mano, gracias
a su monopolio, o sea el valor de distribución. Y así se resuelve toda la
contradictoria confusión de la teoría dühringiana del valor en la más hermosa y
armónica claridad.

La determinación del valor de la mercancía por el salario del trabajo, que en Adam
Smith se entrecruza aún frecuentemente con la determinación del valor por el
tiempo de trabajo, ha sido expulsada de la economía científica desde Ricardo, y no
se mantiene hoy más que en la economía vulgar. Los más triviales sicofantes del
existente orden social capitalista son los que hoy predican la determinación del
valor por el salario del trabajo, presentando al mismo tiempo el beneficio del
capitalista como un tipo superior de salario, un salario de la renuncia (de la
renuncia a gastarse el capital en juergas), como premio del riesgo, como salario de
la dirección de los asuntos, etc. El señor Dühring no se diferencia de ellos más que
por el hecho de declarar robo al beneficio. Dicho de otro modo: el señor Dühring
basa directamente su socialismo en las doctrinas de la economía vulgar de peor
calidad. Lo que ocurra a esa economía vulgar ocurrirá a su socialismo. Ambos se
sostendrán y caerán juntos.

Es claro que lo que un trabajador produce y lo que cuesta son cosas tan distintas
como lo que produce y lo que cuesta una máquina. El valor creado por un
trabajador en una jornada de doce horas no tiene nada en común con el valor de
los alimentos que
pág. 188

consume en esa jornada de trabajo con sus pausas correspondientes. En esos


alimentos puede estar incorporado un tiempo de trabajo de tres, cuatro o siete
horas, según el grado de desarrollo del rendimiento del trabajo. Supongamos que
hayan hecho falta siete horas para producir esos alimentos; entonces la teoría
económica vulgar del valor, que ha aceptado el señor Dühring, significa que el
producto de doce horas de trabajo tiene el valor del producto de siete horas de
trabajo, que doce horas de trabajo son iguales a siete horas de trabajo, o sea que 12
= 7. Aún puede expresarse eso más claramente: pongamos que un trabajador del
campo, independientemente de las condiciones sociales, produce veinte hectolitros
de trigo al año. Supongamos que en este tiempo consume una suma de valores que
se expresa en una suma de quince hectolitros de trigo. Entonces los veinte
hectolitros de trigo tienen el mismo valor que los quince, y ello en el mismo mercado
y en circunstancias que por lo demás se mantienen idénticas. Aquí tenemos que 20
es 15. Y a esto se llama economía.

Toda evolución de la sociedad humana por encima del nivel de salvajismo animal
empezó el día en que el trabajo de la familia creó más productos de los que eran
necesarios para su sustento, el día, esto es, en que una parte del trabajo pudo
aplicarse no ya a la producción de meros medios de vida, sino a la de medios de
producción. El fundamento de todo progreso social, político e intelectual fue y sigue
siendo la existencia de un excedente del producto del trabajo respecto de los costes
de sostenimiento del trabajo, y la formación y el incremento de un fondo social de
producción y reserva procedente de aquellos excedentes. En la historia transcurrida
hasta ahora, ese fondo estuvo en poder de una clase privilegiada, que consiguió con
él también el poder político y la dirección espiritual. La próxima transformación
social hará finalmente social ese fondo de producción y reserva, es decir, la masa
total de las materias primas, los instrumentos de producción y los alimentos, al
sustraerlos a la disposicion de aquella clase privilegiada y adjudicándolos como
bien común a la sociedad entera.

O lo uno o lo otro. O el valor de las mercancías se determina por los costes de


sostenimiento del trabajo necesario para su producción, es decir, en la actual
sociedad, por el salario. Y entonces cada trabajador recibe con su salario el valor del
producto de su trabajo, y resulta imposible la explotación de la clase de los
asalariados por la clase de los capitalistas. Supongamos que en una determinada
sociedad el coste del sostenimiento de un obrero se

pág. 189

exprese por la suma de tres marcos. Entonces, según la anterior teoría de la


economía vulgar, el producto diario del trabajador tiene el valor de tres marcos.
Supongamos ahora que el capitalista que utiliza a ese trabajador añada al producto
un beneficio, un gravamen de un marco, y lo venda por cuatro marcos. Lo mismo
hacen los demás capitalistas. Pero entonces el trabajador en cuestión no va a poder
seguir comprando su sustento diario con tres marcos, sino que necesitará también
él cuatro. Y como se supone que todas las demás circunstancias se mantienen
idénticas, el salario expresado en alimentos tiene que ser el mismo, y el salario
expresado en dinero tiene que subir, y ello precisamente desde los tres marcos
diarios a cuatro. Lo que los capitalistas sustraen a la clase obrera en forma de
beneficio tienen, pues, que devolvérselo en forma de salario. Estamos, pues, otra
vez al principio: si el salario determina el valor, no es posible una explotación del
trabajador por el capitalista. Pero también es imposible la formación de un
excedente de productos, pues los trabajadores consumen, según ese supuesto,
tanto valor cuanto producen. Y como los capitalistas no producen ningún valor, ni
siquiera puede entenderse de qué quieren vivir. Si, pues, existe a pesar de todo
aquel excedente de la producción sobre el consumo, aquel fondo de reserva y
producción, y precisamente en las manos de los capitalistas, entonces no queda
como explicación sino que los trabajadores consumen meramente el valor de las
mercancías para sustentarse, mientras que las mercancías mismas quedan en
manos de los capitalistas para su uso ulterior.

O bien: si ese fondo de producción y reserva existe efectivamente en manos de los


capitalistas, si efectivamente ha surgido por la acumulación de beneficios
(prescindiendo aquí por el momento de la renta de la tierra), entonces consiste
necesariamente en la acumulación del excedente del producto del trabajo,
suministrado por la clase obrera a la clase de los capitalistas, sobre la suma de
salarios pagada por la clase de los capitalistas a la clase trabajadora. Pero en este
caso el valor no se determina por el salario, sino por la cantidad de trabajo; la clase
trabajadora suministra, pues, a la clase capitalista, en el producto del trabajo, una
cantidad de valor mayor que la que recibe como pago en el salario, y entonces el
beneficio del capital se explica, como todas las demás formas de apropiación de
producto del trabajo ajeno y no pagado, como mero elemento de esta plusvalía
descubierta por Marx.

Dicho sea de paso: en todo el Curso de economía no se habla

pág. 190

jamás del gran descubrimiento con el que Ricardo empieza su obra capital:

Que el valor de una mercancía depende de la cantidad de trabajo necesaria para su


producción, y no de la retribución mayor o menor pagada por ese trabajo.[35]

En la Historia crítica, ese descubrimiento de Ricardo se liquida con la siguiente


fraseología de oráculo sibilino:

No se da cuenta [Ricardo] de que la mayor o menor proporción en la cual el salario


puede ser (!) una referencia a las necesidades vitales... tiene que acarrear también
diversas configuraciones de las relaciones de valor.

El lector puede interpretar una frase así del modo que quiera, pero lo más seguro es
no interpretarla de ninguna manera.

Llegados a este punto, el lector puede escoger, de entre las cinco clases de valor que
nos presenta el señor Dühring, la que más le guste: el valor de producción, que
procede de la naturaleza, o el valor de distribución, que ha sido creado por la
maldad del hombre y que se caracteriza por ser medido por el gasto de energía que
no está realmente en él; o, tercero, el valor medido por el tiempo de trabajo; o,
cuarto, el valor medido por los costes de reproducción; o, finalmente, el valor
medido por el salario. La selección es, pues, abundante, la confusión completa, y no
nos queda ya sino exclamar con el mismo señor Dühring:

La doctrina del valor es la piedra de toque de la madurez de los sistemas


económicos.
pág. 191

VI. TRABAJO SIMPLE Y TRABAJO COMPUESTO

El señor Dühring ha descubierto en Marx una chapucería económica de colegial


que constituye al mismo tiempo una herejía socialista, verdadero peligro público.

La teoría marxiana del valor no es más que "la común... doctrina de que el trabajo
es la causa de todos los valores, y el tiempo de trabajo la medida del mismo. Con
esto queda en completa oscuridad el modo como hay que concebir el diversificado
valor del trabajo que suele llamarse calificado... Cierto que, también según nuestra
teoría, sólo el tiempo de trabajo aplicado puede medir los costes naturales y, por
tanto, el valor absoluto de las cosas económicas; pero en este caso debe
considerarse igual en valor el tiempo de trabajo de cada cual, y sólo habrá que
considerar además, a propósito de prestaciones cualificadas, cómo coopera con el
tiempo individual de trabajo de un individuo el de otras personas... por ejemplo, en
la herramienta utilizada. Así, pues, no ocurre, como en la nebulosa concepción del
señor Marx, que el tiempo de trabajo de alguien valga ya en sí más que el de otra
persona, porque haya en él, por así decirlo, más tiempo medio de trabajo
condensado, sino que todo tiempo de trabajo es, sin excepciones y básicamente, del
mismo valor, sin que sea necesario pensar además en un valor medio, y lo único
que hay que hacer ante las prestaciones de una persona, igual que ante cualquier
producto terminado, es advertir cuánto tiempo de trabajo de otras personas puede
estar encubierto en la aplicación de un tiempo de trabajo aparentemente propio. Y
para la rigurosa validez de la teoría no significa ninguna diferencia el que se trate
de una herramienta de producción para uso de la mano, o de la mano misma, y
hasta de la cabeza, cosas todas que sin el tiempo de trabajo de otras gentes no
habrían podido cobrar la propiedad peculiar y la capacidad de rendimiento que
tienen. En cambio, el señor Marx, en todas sus exposiciones sobre el valor, no
consigue liberarse del fantasma, siempre presente en el fondo, de un tiempo de
trabajo cualificado. Lo que le ha impedido liberarse de esta tendencia es la
mentalidad tradicional de las clases cultivadas, para las cuales tiene que ser una
monstruosidad el admitir que el tiempo de trabajo de un peón es, desde el punto de
vista económico, exactamente del mismo valor que el del arquitecto".

El paso de Marx que ha dado ocasión a esa "majestuosa cólera" del señor Dühring
es muy corto. Marx está buscando qué es

pág. 192

lo que determina el valor de las mercancías, y se responde: el trabajo humano


contenido en ellas. Este trabajo, sigue diciendo, "es gasto de simple fuerza de
trabajo, poseída en media por todo hombre normal, sin especial desarrollo, en su
organismo somático... El trabajo complicado se considera simplemente como
trabajo simple potenciado o, más bien, multiplicado, de tal modo que un quantum
menor de trabajo complicado equivale a un quantum mayor de trabajo simple. La
experiencia enseña que esta reducción se practica constantemente. Aunque una
mercancía sea producto del trabajo más complicado, pero su valor la confronta con
el producto del trabajo simple, y por eso ella misma no representa sino un
determinado quantum de trabajo simple. Las diversas proporciones según las
cuales diversas clases de trabajo se reducen a trabajo simple como a unidades de
medida se establecen por un proceso social que tiene lugar a espaldas de los
productores, y por eso les parecen a éstos dadas por la tradición".[36]
En ese texto de Marx se trata por de pronto sólo de la determinación del valor de
mercancías, esto es, de objetos producidos en una sociedad compuesta de
productores privados, por estos y a su cuenta, objetos que se intercambian los unos
con los otros. No se trata, pues, en absoluto del "valor absoluto", exista éste donde
bien le parezca, sino del valor imperante en una determinada forma de sociedad.
Este valor, en esa determinada versión histórica, resulta creado y medido por el
trabajo humano incorporado a las mercancías, y este trabajo humano se presenta
además como gasto de simple fuerza de trabajo. Pero no todo trabajo es mero gasto
de simple fuerza humana de trabajo; muchos géneros de trabajo suponen la
aplicación de habilidades o conocimientos adquiridos con más o menos esfuerzo,
tiempo y gasto de dinero. ¿Producen esas especies de trabajo compuesto, en un
mismo tiempo, el mismo valor mercantil que el trabajo simple, el gasto de mera y
simple fuerza de trabajo? Evidentemente, no. El producto de la hora de trabajo
compuesto es una mercancía de valor superior, doble o triple, comparado con el
producto de la hora de trabajo simple. Mediante esa comparación, el valor de los
productos del trabajo compuesto se expresa en determinadas cantidades de trabajo
simple; pero esta reducción del trabajo compuesto tiene lugar por un proceso social
que se realiza a espaldas de los productores, por un mecanismo que en este punto,
en el desarrollo de la teoría del valor, no se puede sino comprobar, no explicar.

Marx registra en ese texto este simple hecho que se realiza

pág. 193

diariamente ante nosotros en la actual sociedad capitalista. El hecho es tan


indiscutible, que ni el mismo señor Dühring lo discute, ni en el Curso ni en su
historia de la economía, y la exposición de Marx es tan simple y transparente que
seguramente al leerla nadie, excepto el señor Dühring, "queda en completa
oscuridad". A causa de esa su completa oscuridad, el señor Dühring confunde el
valor mercantil, con cuya única investigación está Marx ocupado en ese texto, con
los "costes naturales", los cuales adensan aún aquella oscuridad, y hasta con el
"valor absoluto", que hasta ahora, y que sepamos, no ha tenido nunca curso en la
economía. Mas sea lo que sea lo que el señor Dühring entiende por costes naturales,
y cualquiera que sea también aquella de sus cinco clases de valor que tenga el
honor de representar el valor absoluto, el hecho es que Marx no habla de ninguna
de esas cosas, sino sólo del valor mercantil, y que en toda la sección de El Capital
sobre el valor no hay ni siquiera una vaga alusión a que Marx considere aplicable
también a otras formas de sociedad la teoría del valor mercantil, tal como está, o
ampliada o restringida.

No ocurre, sigue diciendo el señor Dühring, "no ocurre, como en la nebulosa


eoncepción del señor Marx, que el tiempo de trabajo de alguien valga ya en sí más
que el de otra persona, porque haya en él, por así decirlo, más tiempo medio de
trabajo condensado, sino que todo tiempo de trabajo es, sin excepciones y
básicamente, del mismo valor, sin que sea necesario pensar además en un valor
medio".

Es una suerte para el señor Dühring que el destino no haya hecho de él un


fabricante, pues con ello le ha evitado fijar el valor de sus mercancías según esta
nueva regla, y hundirse así infaliblemente en la bancarrota. Pero ¿cómo? ¿Es que
nos encontramos aún en la sociedad de los fabricantes? En modo alguno. Con los
costes naturales y el valor absoluto el señor Dühring nos ha obligado a dar un salto,
verdadero salto mortal, desde el perverso mundo actual de los explotadores hasta
su propia comuna económica del futuro, hasta la límpida atmósfera de la igualdad
y la justicia, razón por lo cual, aunque aún sea prematuro, tenemos que echar ya
un vistazo a ese mundo nuevo.

Cierto que, según la teoría del señor Dühring, también en la comuna económica el
tiempo de trabajo utilizado es lo único que puede medir el valor de las cosas
económicas, pero aquí el tiempo de trabajo de todos debe considerarse por principio
exactamente igual en valor: todo tiempo de trabajo es sin excepción y básicamente

pág. 194

equivalente, y ello sin necesidad de pensar en un valor medio. Y ahora compárese


con ese radical socialismo igualitario la nebulosa idea de Marx, según la cual el
tiempo de trabajo de alguien es ya en sí más valioso que el de otra persona cuando
en él hay condensado más tiempo medio de trabajo, idea en la que le tiene preso la
tradicional mentalidad de las clases cultas, a las que tiene que parecer una
monstruosidad que el tiempo de trabajo del peón y el del arquitecto deban
reconocerse como plenamente equivalentes desde el punto de vista económico.

Desgraciadamente, Marx ha puesto al paso de El Capital antes citado la pequeña


breve nota: "El lector debe observar que aquí no se habla del salario o valor que el
trabajador recibe, por ejemplo, por un día de trabajo, sino del valor de la mercancía
en el que se objetiva su día de trabajo".[37] Marx, que parece haber previsto aquí la
aparición de sus dühringes, toma él mismo precauciones para que sus citadas
palabras no se apliquen siquiera al salario a pagar en la actual sociedad por un
trabajo compuesto, por ejemplo. Y si el señor Dühring, no contento con hacer esa
interpretación excluida por Marx, presenta además esas frases como los principios
según los cuales Marx querría ver regulada la distribución en la sociedad
organizada de modo socialista, comete una falsificación tan desvergonzada que sólo
resulta comparable con la literatura premeditadamente difamatoria.

Pero contemplemos, a pesar de todo, con algo más de detalle la teoría de la igualdad
de valor. Todo tiempo de trabajo es plenamente equivalente, el del peón al del
arquitecto. Así, pues, el tiempo de trabajo, y con él el trabajo mismo, tienen un
valor. Pero el trabajo es el productor de todos los valores. Él es lo único que da un
valor en sentido económico a los productos naturales. El valor mismo no es sino la
expresión del trabajo humano socialmente necesario objetivado en una cosa. Por
tanto, el trabajo no puede tener un valor. Hablar del valor del trabajo y querer
determinarlo es lo mismo que hablar del valor del valor o del peso del peso, no de
un cuerpo pesado, y querer determinarlos. El señor Dühring se desentiende de
personajes como Owen, Saint Simon y Fourier llamándolos alquimistas sociales. Al
especular y fabular sobre el valor del tiempo de trabajo, es decir, del trabajo,
prueba él mismo estar muy por debajo de los verdaderos alquimistas. Y ahora
apréciese la osadía con la que el señor Dühring atribuye a Marx la afirmación de
que el tiempo de trabajo de alguien tiene ya en sí mismo más valor que el de otra
persona, lo que supone afirmar que el

pág. 195

tiempo de trabajo y el trabajo tienen un valor. Eso se atribuye a Marx: a Marx, que
ha sido el primero en exponer que el trabajo no puede tener ningún valor, y por qué
no puede tenerlo.
La comprensión de que el trabajo no tiene valor ni puede tenerlo es de suma
importancia para el socialismo, el cual se propone emancipar a la fuerza de trabajo
humana de su situación de mercancía. Al comprender eso caducan todos los
intentos —heredados por el señor Dühring del espontáneo socialismo obrero— de
regular la futura distribución de los medios de existencia como una especie de
superior salario del trabajo. Además, de aquella comprobación se sigue la ulterior
comprensión de que la distribución, en la medida en que está dominada por puntos
de vista puramente económicos, se regulará por el interés de la producción, y la
producción se promueve del mejor modo mediante una forma de distribución que
permita a todos los miembros de la sociedad desarrollar del modo más polifacético
posible sus capacidades, así como mantenerlas y ejercitarlas. Cierto que a la
mentalidad del señor Dühring, heredada de la de las clases cultivadas, tiene que
parecerle monstruoso que un día deje de haber peones y arquitectos de profesión, y
que el hombre que durante media hora haya dado instrucciones en calidad de
arquitecto pueda llevar también durante un rato la carretilla, hasta que vuelva a ser
útil su actividad como arquitecto. ¡Bonito socialismo es el que eterniza la profesión
de peón!

Si la equivalencia de los tiempos de trabajo quiere decir que todo trabajador


produce en el mismo tiempo el mismo valor, sin necesidad de medirlo por un valor
medio, entonces la afirmación es obviamente falsa. Ya entre dos trabajadores,
incluso de la misma rama profesional, el producto valor de la hora de trabajo
resultará siempre diverso en cuanto a intensidad del trabajo y habilidad; ninguna
comuna económica, o, al menos, ninguna comuna económica situada en nuestro
cuerpo celeste, puede eliminar ese desorden, que no lo es, naturalmente, más que
para gentes à la Dühring. ¿Qué queda, pues, de esa equivalencia de todos los
trabajos? Nada más que la mera frase sonora, sin más fundamento económico que
la incapacidad del señor Dühring para distinguir entre determinación del valor por
el trabajo y determinación del valor por el salario; nada más que el ukase, la ley
básica de la nueva comuna económica: el salario debe ser igual para tiempo de
trabajo igual. Los viejos obreros comunistas franceses y Weitling tenían mejores
motivos para reclamar la igualdad de salario.

pág. 196

¿Cómo se resuelve esta importante cuestión del salario más alto del trabajo
eompuesto? En la sociedad de productores privados, los particulares o las familias
cargan con los costes de formación del trabajador calificado; por eso corresponde a
los particulares el precio, más alto, de la fuerza de trabajo calificada: el esclavo
hábil se vende más caro, y el obrero hábil cobra salario más alto. En la sociedad
organizada de un modo socialista, es la sociedad la que carga con esos costes, y por
eso le pertenecen también los frutos, los valores mayores producidos por el trabajo
compuesto. El trabajador mismo no tiene derecho a reclamar más que los otros. De
lo que se sigue, dicho sea incidentalmente, la práctica aplicación de que la favorita
reivindicación por el obrero del "producto pleno del trabajo" tiene también sus más
y sus menos.

pág. 197

VII. CAPITAL Y PLUSVALIA

"El señor Marx no tiene del capital el concepto económico general, según el cual se
trata de un medio de producción producido, sino que intenta descubrir una idea
más especial, dialéctico histórica, que penetre en el juego de metamorfosis de los
conceptos y de la historia. El capital tiene que proceder del dinero, tiene que
constituir una fase histórica que empieza con el siglo XVI, señaladamente con los
conatos de un mercado muudial ya supuestos en esa época. Es evidente que con
esa versión del concepto se pierde el rigor del análisis económico. En tan groseras
concepciones, que se proponen ser mitad lógicas y mitad históricas, aunque de
hecho no son sino bastardas de fantasía histórica y lógica, se arruina la capacidad
de distinción del entendimiento, junto con todo honesto uso de los conceptos",

y así sigue despotricando por toda una página, declamando que

"con la caracterización marxiana del concepto de capital" no se puede conseguir "en


la doctrina económica rigurosa sino confusión..., ligerezas presentadas como
profundas verdades lógicas..., debilidad de los fundamentos", etc.

Así, pues, según Marx, el capital ha nacido del dinero a principios del siglo XVI. Lo
que es como decir que el dinero metálico ha nacido, hace sus buenos tres mil años,
de las cabezas de ganado, porque en otros tiempos, y entre otras cosas, también las
cabezas de ganado han desempeñado funciones de dinero. Sólo el señor Dühring es
capaz de un modo de expresión tan grosero y desplazado. En la doctrina de Marx, el
dinero aparece como forma última en el análisis de las formas económicas en cuyo
seno tiene lugar el proceso de la circulación de mercancías. "Este último producto
de la circulación de mercancías es la primera forma de manifestación del capital.
Históricamente, el capital empieza en todas partes por enfrentarse con la propiedad
de la tierra en la forma de dinero, como riqueza en dinero, capital mercantil y
capital usurario... La misma historia se desarrolla cotidianamente ante nosotros.
Todo nuevo capital aparece en primera instancia en escena

pág. 198

—esto es, en el mercado, de mercancías, de trabajo o de dinero— en forma de


dinero, dinero que por determinados procesos, se convertirá en capital."[38] Se trata
también aquí de un hecho, y Marx lo registra. Incapaz de discutirlo, el señor
Dühring lo falsea: lo afirmado sería que el capital nace del dinero.

Luego Marx estudia los procesos por los cuales el dinero se transforma en capital, y
halla por de pronto que la forma en la cual el dinero circula como capital es la
inversión de la forma en la cual circula como equivalente general de las mercancías.
El simple propietario de mercancías vende para comprar; vende lo que no necesita,
y compra lo que necesita con el dinero conseguido con la venta. El capitalista en
cierne compra desde el principio algo que no necesita él mismo; compra para vender,
y precisamente para vender más caro, para recuperar el valor en dinero puesto
inicialmente en el negocio de compra, aumentado por nuevo dinero. Y a ese
aumento llama Marx plusvalía.

¿De dónde procede esa plusvalía? No puede deberse a que el comprador compre las
mercancías por debajo de su valor, ni a que el vendedor las venda por encima de él.
Pues en ambos casos se igualan las ganancias y pérdidas de los individuos, en la
que cada uno de ellos es alternativamente comprador y vendedor. Tampoco puede
proceder de extorsiones, pues la extorsión, aunque puede sin duda enriquecer a
uno a costa de otro, no puede aumentar la suma total poseída por ambos, ni
tampoco, por tanto, la suma de los valores en circulación. "La totalidad de la clase
capitalista de un país no puede perjudicarse a sí misma."[39]
Y, sin embargo, vemos que la totalidad de la clase capitalista de cada país se
enriquece constantemente, vendiendo más caro que lo que compró, apropiándose
plusvalía. Estamos, pues, como al principio: ¿de dónde procede esa plusvalía? Hay
que resolver esta cuestión, y por vía puramente económica, excluyendo toda
extorsión, toda inmixtión de cualquier poder. La cuestión es: ¿cómo es posible
vender constantemente más caro de lo que se ha comprado, incluso admitiendo que
siempre se cambien valores iguales por valores iguales?

La solución de esta cuestión es el mérito de la obra de Marx que más decisivamente


ha abierto una época. Esa solución arroja una luz meridiana sobre terrenos
económicos en los que antes los socialistas, igual que los economistas burgueses,
tanteaban a ciegas

pág. 199

en la mayor oscuridad. De esa solución data, y en torno de ella se articula, el


socialismo científico.

La solución es como sigue. El aumento en valor del dinero que va a convertirse en


capital no puede tener lugar en ese dinero, ni tampoco deberse a la compra, pues en
ésta el dinero realiza simplemente el precio de la mercancía y, puesto que
suponemos que se intercambian valores iguales, ese precio no es diverso del valor
de la mercancía. Pero, por la misma razón, el aumento en valor no puede tampoco
proceder de la venta de la mercancía. La transformación tiene, pues, que ocurrir
con la mercancía que se compra, pero no con su valor, pues suponemos que se
compra y se vende a su valor, sino con su valor de uso como tal, o sea: la
modificación del valor tiene que proceder del uso de la mercancía. "Para extraer
valor del uso de una mercancía, nuestro poseedor de dinero habría de tener la
suerte de encontrar... en el mercado una mercancía cuyo valor de uso poseyera la
peculiar constitución de ser fuente de valor, y cuyo uso real fuera, pues,
objetivación de trabajo, por tanto, creación de valor. Y el propietario de dinero
encuentra efectivamente en el mercado una tal mercancía específica: es la
capacidad de trabajo, o fuerza de trabajo".[40] Si, como vimos, el trabajo como tal
no puede tener ningún valor, éste no es en modo alguno el caso de la fuerza de
trabajo. Ésta cobra un valor en cuanto que se convierte en mercancía, cosa que es
hoy efectivamente, y este valor se determina "igual que el de cualquier otra
mercancía, por el tiempo de trabajo necesario para la producción, —o sea, también
para la reproducción— de ese artículo concreto",[41] es decir, por el tiempo de
trabajo que es necesario para la producción de los alimentos que necesita el
trabajador para sostenerse en una situación de aptitud para el trabajo y para la
reproducción de su especie. Supongamos que esos alimentos y medios de vida
representen, un día por otro, un tiempo de trabajo de seis horas. Nuestro naciente
capitalista, que compra fuerza de trabajo para tener en marcha su negocio, es decir,
que contrata un obrero, paga a éste el pleno valor diario de su fuerza de trabajo al
darle una suma de dinero que represente esas mismas seis horas de trabajo. En
cuanto que el trabajador ha trabajado seis horas al servicio de nuestro incipiente
capitalista, ha suministrado a éste el pleno contravalor de su gasto, del pago del
valor diario de la fuerza de trabajo. Pero con esto el dinero no se habría convertido
en capital, no habría producido ninguna plusvalía. Por eso el comprador de fuerza
de trabajo tiene una idea muy distinta de la naturaleza del contrato
pág. 200

concertado. El que basten seis horas de trabajo para mantener al trabajador en


vida durante veinticuatro, no le impide en absoluto a éste trabajar doce de las
veinticuatro horas del día. El valor de la fuerza de trabajo y su utilización en el
proceso del trabajo son dos magnitudes diversas. El propietario de dinero ha
pagado el valor diario de la fuerza de trabajo; por tanto, le pertenece también su
uso durante el día, el trabajo diario. Y el hecho de que el valor que crea su uso
durante un día sea el doble de su propio valor diario es una suerte particular del
comprador, pero, según las leyes del intercambio de mercancías, no es en absoluto
una injusticia contra el vendedor. Según nuestro supuesto, el trabajador cuesta,
pues, diariamente al propietario de dinero el producto valor de seis horas de trabajo,
pero le suministra diariamente el producto valor de doce horas de trabajo.
Diferencia en favor del propietario de dinero: seis horas de plustrabajo no pagado,
un plusproducto no pagado en el que está incorporado el trabajo de seis horas. Se
consumó el juego de manos. Se ha creado plusvalía y el dinero se ha convertido en
capital.

Al mostrar de ese modo cómo surge la plusvalía y cómo no puede producirse sino
bajo el dominio de las leyes qué regulan el intercambio de mercancías, Marx puso al
descubierto el mecanismo del actual modo de producción capitalista y del modo de
apropiación basado en él: desveló el núcleo cristalino en torno del cual se ha
depositado todo el orden social de hoy.

Esta producción de capital tiene empero un presupuesto esencial: "Para la


transformación de dinero en capital, el propietario de dinero tiene que encontrar en
el mercado de mercancías al trabajador libre, libre en el doble sentido de disponer,
como persona libre, de su esfuerzo de trabajo como de mercancía propia, y de no
tener otras mercancías que vender: en el sentido, pues, también de estar libre,
desprovisto y ajeno de todas las cosas necesarias para realizar su fuerza de
trabajo."[42] Pero esta relación entre propietario de dinero o mercancías, por un
lado, y propietarios de nada, salvo la propia fuerza de trabajo, por otro lado, no es
una relación histórico natural, ni es una relación común a todos los períodos
históricos, sino que "es evidentemente ella misma resultado de una anterior
evolución histórica, producto... de la desaparición de toda una serie de anteriores
formaciones de la producción social".[43] Y, de hecho, este trabajador libre se nos
aparece de un modo masivo por vez primera en la historia a fines del siglo XV y
principios del XVI, a consecuencia de la disgregación del modo de producción

pág. 201

feudal. Con esto, y con la constitución del comercio mundial y del mercado mundial,
que datan de la misma época, estaba dado el fundamento sobre el cual la masa de
riqueza móvil existente podía transformarse progresivamente en capital, y en
dominante más o menos exclusivamente el modo de producción capitalista,
orientado a la producción de plusvalía.

Hasta aquí hemos venido repasando las "groseras concepciones" de Marx, esas
"bastardas de fantasía histórica y lógica" en las que "se arruina la capacidad de
distinción del entendimiento, junto con todo honesto uso de los conceptos".
Comparemos ahora esas "ligerezas" con las "profundas verdades lógicas" y la
"cientificidad última y más rigurosa en el sentido de las disciplinas exactas", tal
como nos las ofrece el señor Dühring.
Así pues, Marx "no tiene del capital el concepto económico general, según el cual se
trata de un medio de producción producido"; dice más bien que una suma de
valores se convierte en capital cuando se ufiliza formando plusvalía. Y ¿qué dice el
señor Dühring?

El capital es un tronco de medios de poder económicos para la continuación de la


producción y para obtener partes de los frutos de la fuerza de trabajo general.

Por sibilino y torturado que ello esté dicho, una cosa es segura: el tronco de medios
de poder económicos puede dedicarse a continuar la producción por toda la
eternidad, pero, según las palabras del mismo señor Dühring, no se convertirá en
capital mientras no consiga "partes de los frutos de la fuerza de trabajo general", es
decir, plusvalía o por lo menos plusproducto. El pecado que el señor Dühring
reprocha a Marx, a saber, el no abrigar el concepto económico general del capital,
es pecado suyo, y el además comete otro, a saber, un torpe plagio de Marx "mal
disimulado" por su grandilocuente estilo.

En la página 262 se desarrolla esto más:

El capital en sentido social [el señor Dühring va a tener que descubrir un capital en
sentido no social] es, en efecto, espccíficamentc distinto del mero medio de
producción, pues mientras que el último tiene un carácter meramente técnico y es
necesario en toda circunstancia, el primero se caracteriza por su fuerza social de
apropiación y formación de participaciones. El capital social es sin duda en gran
parte medio técnico de producción en su función social; pero esta función es
precisamente lo que... tiene que desaparecer.

pág. 202

Si consideramos que Marx precisamente ha sido el primero que ha destacado la


"función social" gracias a la cual una suma de valores se convierte en capital, tiene
por fuerza que "quedar pronto claro para todo observador atento de este objeto que
con la caracterización marxiana del concepto de capital no se puede conseguir sino
confusión" aunque no, como dice el señor Dühring, en la doctrina económica
rigurosa, sino, como muestra el ejemplo, exclusivamente en la cabeza del señor
Dühring, el cual ha olvidado ya en la Historia crítica lo mucho que ha asimilado de
dicho concepto de capital en su Curso.

Pero el señor Dühring no se contenta con tomar de Marx, aunque en forma


"depurada", su definición del capital. También tiene que seguirle en el "juego de
metamorfosis de los conceptos y de la historia"; y ello a pesar de saber muy bien
que de ese juego no pueden nacer más que "groseras concepciones", "ligerezas",
"fragilidad de los fundamentos", etc. ¿De dónde procede esa "función social" del
capital que le capacita para apropiarse los frutos del trabajo ajeno y que le
diferencia propiamente del mero medio de producción?

Esa función, dice el señor Dühring, "no se basa en la naturaleza de los medios de
producción ni en su imprescindibilidad técnica".

Así, pues, se ha originado históricamente, y el señor Dühring se limita a repetirnos


en la página 262 lo que ya le hemos oído diez veces al explicar la génesis histórica
de esa capacidad mediante la vieja aventura de los dos hombres, uno de los cuales
transforma desde el comienzo de la historia sus medios de producción en capital,
violentando al otro. Pero no contento con atribuir un comienzo histórico a la
función social por la cual una suma de valores se convierte en capital, el señor
Dühring le profetiza también un final histórico. Ella "es precisamente lo que tiene
que desaparecer". En la lengua cotidiana común suele llamarse "fase histórica" a un
fenómeno que aparece históricamente y desaparece del mismo modo. Así, pues, el
capital es una fase histórica no sólo en Marx, sino también en el señor Dühring, lo
cual nos obliga a inferir que este último opera con las categorías de los jesuitas: dos
hacen lo mismo, pero no es lo mismo. Cuando Marx dice que el capital es una fase
histórica, se trata de una grosera concepción, bastarda de fantasía y lógica, con la
que sucumbe la capacidad de distinción junto con todo uso honesto de los
conceptos. Cuando el señor Dühring presenta a su vez el capital como una fase
histórica,

pág. 203

ello prueba la agudeza del análisis económico y el carácter científico extremo y


rigurosísimo en el sentido de las disciplinas exactas.

Mas ¿en qué se diferencia de la marxiana la idea dühringiana de capital?

"El capital —dice Marx— no ha inventado el plustrabajo. Siempre que una parte de
la sociedad posee el monopolio de los medios de producción, el trabajador, libre o
siervo, tiene que añadir al tiempo de trabajo necesario para su sustento otro tiempo
de trabajo suplementario, para producir los medios de vida del propietario de los
medios de producción."[44] Así, pues, el plustrabajo, el trabajo realizado en añadido
al tiempo necesario para el sustento del trabajador, y la apropiación de ese
plustrabajo por otros, o sea la explotación del trabajo, es común a todas las formas
de sociedad que han existido, en la medida en que se movieran en contraposiciones
de clase. Pero el medio de producción no cobra, según Marx, el carácter específico
de capital más que cuando el producto de ese plustrabajo asume la forma de
plusvalía, cuando el propietario de los medios de producción se enfrenta con el
trabajador libre —libre de ataduras sociales y exento de posesión propia— como
objeto de la explotación, y le explota con el fin de producir mercancías. Y esto no ha
ocurrido en grande sino desde fines del siglo XV y comienzos del XVI.

El señor Dühring, en cambio, declara capital toda suma de medios de producción


que "constituya participaciones en los frutos de la fuerza de trabajo general", es
decir, toda suma de medios de producción que consigan de un modo u otro
plustrabajo. Con otras palabras: el señor Dühring se anexiona el plustrabajo
descubierto por Marx, con objeto de liquidar la plusvalía, también descubierta por
Marx, pero que evidentemente no gusta al señor Dühring. Según éste, pues, es
capital sin distinción no sólo el patrimonio mueble e inmueble de los ciudadanos
corintios o atenienses que producían con esclavos, sino también el del gran
terrateniente romano de la época imperial, y no menos lo era el de los barones
feudales de la Edad Media, en la medida en que sirvieron de un modo u otro a la
producción.

Es, por tanto, el señor Dühring el que no tiene "del capital el concepto
universalmente válido según el cual es medio de producción producido", sino más
bien un concepto radicalmente contrapuesto que incluye incluso el medio de
producción no producido, la tierra y sus fuentes de riqueza naturales. Por otra
parte, la idea
pág. 204

de que el capital es simplemente "medio de producción producido" no es


universalmente válida sino en la economía vulgar. Fuera de ella, tan cara al señor
Dühring, el "medio de producción producido" o una suma de valores en general no
se convierte en capital más que por producir beneficio o interés, es decir, por
apropiarse el plusproducto de trabajo no pagado en la forma dc plusvalía, y ello
precisamente en esas dos formas subordinadas de la plusvalía. En este punto es del
todo irrelevante el hecho de que toda la economía burguesa está presa en la idea de
que la propiedad de producir beneficio o interés compete naturalmente a toda suma
de valores que se utilice en condiciones normales en la producción o en el
intercambio. Capital y beneficio, o capital e interés, son tan inseparables en la
economía clásica, se encuentran en la misma interacción que la causa y el efecto, el
padre y el hijo, el ayer y el hoy. Pero la palabra "capital", en su significación
económica moderna, aparece propiamente en la época en que se presenta la cosa
misma, en la que la riqueza mobiliaria va asumiendo cada vez más la función de
capital, explotando el plustrabajo de trabajadores libres para producir mercancías,
y el término es introducido por la primera nación de capitalistas que ha habido en
la historia, los italianos de los siglos XV y XVI. Al analizar hasta el fondo el modo de
apropiación característico del moderno capital, al poner el concepto de capital en
armonía con los hechos históricos de los que ha sido, en última instancia, abstraído,
y a los que debe su existencia, al liberar ese concepto de las representaciones
oscuras y vacilantes que aún le recubrían en la economía clásica burguesa y en los
socialistas anteriores, Marx precisamente ha sido el que ha procedido de ese modo
científico "último y rigurosísimo" que siempre tiene en los labios el señor Dühring, y
que tan sensiblemente echamos a faltar en él.

El señor Dühring, efectivamente, procede de muy otro modo. El no se contenta con


condenar la exposición del capital como fase histórica por ser una "bastarda de
fantasía histórica y lógica", para exponerlo a continuación él mismo como fase
histórica. Además de eso, declara globalmente capital todos los medios de poder
económicos, todos los medios de producción que "apropian participaciones en los
frutos de la fuerza de trabajo general", o sea también la propiedad de la tierra en
todas las sociedades de clase; lo cual no le impide, en el posterior curso de su
exposición, separar del acostumbrado modo el capital y el beneficio de la propiedad
y la renta de la tierra, ni caracterizar como capital sólo a aquellos

pág. 205

medios de producción que consiguen beneficio o interés, como puede verse por
extenso en las páginas 156 y siguientes del Curso. Lo mismo habría podido el señor
Dühring incluir primero bajo el nombre "locomotora" también a los caballos, bueyes,
asnos y perros, pues también con ellos es posible mover carruajes, y reprochar
luego a los ingenieros actuales que al limitar el nombre "locomotora" a las
modernas máquinas de vapor convierten todo en una fase histórica, caen en
groseras concepciones, bastardas de fantasía histórica y lógica, etc.; tras de lo cual
podría finalmente declarar que los caballos, los asnos, los bueyes y los perros
quedan excluidos de la denominación "locomotora", la cual vale sólo para las
máquinas de vapor. Todo lo cual nos obliga de nuevo a decir que precisamente con
la concepción dühringiana del concepto de capital se pierde toda la agudeza del
análisis y sucumbe toda capacidad de distinción, junto con el uso honesto de los
conceptos, y que las concepciones groseras, la confusión, las ligerezas presentadas
como profundas verdades lógicas y la fragilidad de los fundamentos florecen
precisamente en su obra.

Pero todo eso no quiere decir nada. Queda, a pesar de todo, para el señor Dühring
la gloria de haber descubierto el punto de apoyo en torno al cual se mueve toda la
economía pasada, toda la política y todo el derecho, en una palabra: la historia
entera. Helo aquí:

La violencia y el trabajo son los dos factores capitales que intervienen en la


formación de las conexiones sociales.

En esa proposición yace la constitución entera del mundo económico que ha


existido hasta hoy. Esa constitución es sumamente corta, y dice:

Artículo primero: el trabajo produce.

Artículo segundo: la violencia distribuye.

Y con esto termina también, "dicho humanamente y a la alemana", toda la


sabiduría económica del señor Dühring.

pág. 206

VIII. CAPITAL Y PLUSVALIA

(CONCLUSIÓN)

En opinión del señor Marx, el salario no representa más que el pago del tiempo de
trabajo durante el cual el trabajador trabaja realmente para posibilitar la propia
existencia. Bastan para ello pocas horas; toda la parte restante de la jornada de
trabajo, a menudo muy larga, suministra un excedente en el que está contenido lo
que nuestro autor llama "plustrabajo" y en la lengua común se llama beneficio del
capital. Aparte del tiempo de trabajo contenido, ya en cualquier nivel de la
producción, en los medios de trabajo y sus correspondientes materias primas, aquel
excedente de la jornada de trabajo es la parte del empresario capitalista. Según esto,
la prolongación de la jornada de trabajo es puro beneficio estrujado en favor del
capitalista.

Según el señor Dühring, la plusvalía marxiana no será más que en lo que en la


lengua común se llama beneficio del capital, o, simplemente, beneficio. Oigamos lo
que dice el propio Marx. En la página 195 de El Capital, la plusvalía se ilustra por
las palabras puestas entre paréntesis después de ésa: "interés, beneficio, renta".[45]
En la página 210,[46] Marx da un ejemplo en el cual una plusvalía de 71 chelines
aparece en sus diversas formas de distribución: diezmos, impuestos locales y
estatales, 21 chelines; renta de la tierra, 28 chelines; beneficio e interés del
arrendatario, 22 chelines; total de la plusvalía, 71 chelines. En la página 542, Marx
califica como defecto principal de Ricardo el que éste "no expone la plusvalía en su
pureza, es decir, independientemente de sus formas especiales, como beneficio,
renta de la tierra, etc.", por lo que confunde inmediatamente las leyes de la tasa de
plusvalía con las de la tasa de beneficio; frente a lo cual anuncia Marx: "Más tarde,
en el libro tercero de este estudio, mostraré que una misma tasa de plusvalía puede
expresarse en las más diversas tasas de beneficio, y que diversas tasas de plusvalía,
en determinadas circunstancias pueden expresarse por la misma tasa de beneficio".
En la página 587 se lee: "El capitalista que produce la plusvalía, es decir, que

pág. 207

toma directamente de los trabajadores el trabajo no pagado y lo fija en la mercancía,


es ciertamente el primero en apropiárselo, pero en modo alguno el propietario
último de esa plusvalía. Luego tiene que compartirla con capitalistas que cumplen
otras funciones en el conjunto de la producción social, con los propietarios de la
tierra, etc. Por eso la plusvalía se divide en diversas partes. Sus fragmentos
corresponden a diversas categorías de personas y cobran diversas formas que son
recíprocamente independientes, como el beneficio, el interés, la ganancia comercial,
la renta de la tierra, etc. Hasta el tercer libro no podremos tratar estas formas
modificadas de la plusvalía." Lo mismo leemos en muchos otros lugares.

Es imposible expresarse con más claridad. En toda ocasión llama Marx la atención
sobre el hecho de que su plusvalía no debe confundirse con el beneficio, o ganancia
del capital, y que este último es más bien una forma subordinada, y muy a menudo
sólo una fracción, de la plusvalía. Y pues que el señor Dühring afirma a pesar de
todo que la plusvalía marxiana es, "en la lengua común", el "beneficio del capital", y
todo el libro de Marx gira en torno de este concepto, hay que concluir que no
tenemos más que dos explicaciones posibles: o bien el señor Dühring lo ha
entendido así, y entonces hace falta un impudor sin igual para criticar un libro
cuyo contenido capital no conoce, o bien lo entiende mejor, y entonces comete una
falsificación consciente.

Sigamos:

Es muy fácil de comprender el odio venenoso con que el señor Marx cultiva esta
mentalidad del negocio de explotación. Pero son posibles una cólera aún más
poderosa y un reconocimiento aún más pleno del carácter de explotación de la
forma económica basada en el trabajo asalariado sin necesidad de aceptar la
formulación teorética que se expresa en la doctrina marxiana de la plusvalía.

La bienintencionada pero teoréticamente errada formulación de Marx produce en


éste un odio venenoso contra el negocio de explotación; la pasión, en sí misma
moral, cobra a causa de la falsa "formulación teorética" una expresión inmoral, se
manifiesta en innoble odio y en bajeza venenosa, mientras que la cientificidad
última y rigurosísima del señor Dühring se manifiesta en una ética pasión de la
correspondiente noble naturaleza, en una cólera que incluso por la forma es ética y
cuantitativamente superior al odio venenoso, pues es una cólera más poderosa.
Mientras el señor Dühring

pág. 208

experimenta esa satisfacción de sí mismo, veremos cuál es el origen de tal cólera


más poderosa.

Así surge —sigue diciendo— "la cuestión de cómo los empresarios concurrentes son
capaces de dar al pleno producto del trabajo, y con él al plusproducto, un valor
duradero tan superior a los costes naturales de producción, como muestra la
aludida relación del excedente de las horas de trabajo. En la doctrina marxiana no
puede encontrarse una respuesta a esa cuestión, y ello por la sencilla razón de que
en dicha doctrina no puede siquiera plantearse la pregunta. Esa doctrina no
percibe siquiera seriamente el carácter de lujo de la producción basada en el
trabajo asalariado, no reconoce en modo alguno como fundamento último de la
esclavitud blanca la constitución social con sus posiciones de explotación. Antes al
contrario, según esa doctrina, lo político social tiene que explicarse por lo
económico.

Hemos visto por los pasos antes citados que Marx no afirma en modo alguno que el
plusproducto sea siempre y por término medio vendido a su pleno valor por el
capitalista industrial que es el primero en apropiárselo, como presupone aquí el
señor Dühring. Marx dice explícitamente que también la ganancia del comercio
constituye una parte de la plusvalía, y esto no es posible, en las condiciones
presupuestas, más que si el fabricante vende su producto al comerciante por debajo
del valor, cediéndole así una parte del botín. Tal como el señor Dühring la plantea,
la cuestión no podía, efectivamente, ni plantcarse siquiera a Marx. Pero la pregunta,
racionalmente formulada, dice así: ¿Cómo se transforma la plusvalía en sus formas
subordinadas de beneficio, interés, ganancia comercial, renta de la tierra, etc.? Y
Marx promete resolver esa cuestión en el libro tercero de su obra. Pero si el señor
Dühring no podía esperar a que apareciera el segundo volumen de El Capital, tenía
al menos que examinar más cuidadosamente el primero. Así habría podido leer,
además de los pasos citados, en la página 323,[47] por ejemplo, que, según Marx,
las leyes inmanentes de la producción capitalista se imponen como leyes
constrictivas de la competencia en el movimiento externo de los capitales, y que en
esta forma llegan a conciencia del capitalista individual como motivos impulsores;
que, por tanto, el análisis científico de la competencia no es posible más que
cuando se ha entendido la naturaleza interna del capital, del mismo modo que el
movimiento aparente de los cuerpos celestes no es comprensible más que para
aquel que conoce su movimiento real, pero no perceptible; tras de lo cual Marx
muestra con un ejemplo cómo se presenta y ejerce su fuerza impulsora una
determinada ley, la del valor, en un determinado

pág. 209

caso en el seno de la competencia. Ya de eso podía inferir el señor Dühring que la


competencia desempeña un papel capital en la distribución de la plusvalía; con un
poco de reflexión, bastan en efecto esas indicaciones del primer volumen de El
Capital para comprender, al menos en sus líneas generales, la transformación de la
plusvalía en sus formas subordinadas.

Pero para el señor Dühring la competencia es precisamente el obstáculo absoluto


opuesto a toda comprensión. No consigue entender cómo los empresarios en
competencia pueden infundir duraderamente al pleno producto del trabajo y, por
tanto, al plusproducto, un valor tan superior al de los costos de producción. Aquí
otra vez se ha expresado con su habitual "rigor", que es en realidad chapucería.
Para Marx, el plusproducto como tal no tiene costes de producción, sino que es la
parte del producto que no le cuesta nada al capitalista. Si, pues, los empresarios en
competencia quisieran valorar el plusproducto según sus costes naturales de
producción, tendrían que regalarlo. Pero no nos detengamos en estos "detalles
micrológicos". ¿No valoran de hecho diariamente los empresarios en competencia el
producto del trabajo por encima de los costes naturales de producción? Según el
señor Dühring, los costes naturales de producción consisten en
el gasto de trabajo o energía, y éste puede medirse en su último fundamento por el
gasto de alimentos realizados;

así, pues, en la actual sociedad, consisten en los gastos efectivamente realizados en


materia prima, medios de trabajo y salario del trabajo, a diferencia de la
"tributación", el beneficio, el tributo impuesto con el puñal en la mano. Es empero
sabido por todo el mundo que en la sociedad en que vivimos los empresarios en
competencia no venden su mercancía por los costes naturalcs de producción, sino
que añaden a eso el supuesto tributo, el beneficio, y lo perciben además por regla
general. La cuestión que el señor Dühring, según cree, no necesita más que
plantear para derribar el entero edificio de Marx como Josué, en otro tiempo, los
muros de Jericó, existe también para la teoría económica del señor Dühring.
Veamos qué respuesta le da:

La propiedad de capital —dice— no tiene ningún sentido práctico, ni puede


valorarse sino cuando está al mismo tiempo incluida en ella el poder indirecto sobre
la materia humana. El producto de este poder es el beneficio del capital, y la
magnitud de este último dependerá, consiguientemente, de la magnitud y la
intensidad de este ejercicio del dominio... El beneficio

pág. 210

del capital es una institución política y social, la cual obra más poderosamente que
la competencia. Los empresarios obran en este aspecto como estamento, y cada uno
de ellos sostiene su posición. Una vez domina el correspondiente tipo de economía,
resulta ser una necesidad el que haya cierto grado de beneficio del capital.

Desgraciadamente, seguimos sin saber cómo los empresarios competidores


consiguen valorar duraderamente el producto del trabajo por encima de sus costes
naturales de producción. Es imposible que el señor Dühring desprecie tanto a su
público como para pretender contentarle con la mera frase de que el beneficio del
capital está por encima de la competencia, como en otro tiempo el rey de Prusia
estaba por encima de la ley. Conocemos las maniobras por las cuales el rey de
Prusia llegó a aquella posición de superioridad sobre la ley; pero las maniobras por
las cuales el beneficio del capital llega a ser más fuerte que la competencia son
precisamente lo que tiene que explicarnos el señor Dühring, aunque él se niega
tenazmente a explicárnoslas. Pues tampoco resuelve nada el que, como él dice, los
empresarios obren en este respecto como estamento, sosteniendo así al mismo
tiempo cada cual su posición. Pues no es cosa de creerle sin más que basta con que
cierto número de gente obre como estamento para que cada uno de ellos sostenga
su posición. Los miembros de los gremios medievales y los nobles franceses en
1789 obraron, como es sabido, muy resueltamente en cuanto estamentos, pero a
pesar de eso se hundieron completamente. También el ejército prusiano actuó en
Jena como estamento, pero en vez de sostener su posición tuvo más bien que
retirarse y hasta que capitular luego paso a paso. Tampoco puede tranquilizarnos y
bastarnos la aseveración de que, una vez dominante el tipo de economía actual,
resulta una necesidad que haya cierta magnitud de beneficio del capital, pues de lo
que se trata es precisamente de mostrar por qué ocurre eso. Ni tampoco nos
acercamos ni un paso al objetivo cuando el señor Dühring nos comunica:

El dominio del capital ha nacido y crecido como apéndice al dominio del suelo. Una
parte de los campesinos siervos llegó a las ciudades y se transformó en trabajadores
artesanales y, finalmente, en material de fábrica. Tras la renta de la tierra, el
beneficio del capital se ha desarrollado como una segunda forma de la renta de la
posesión.

Aun prescindiendo de su inexactitud histórica, esa afirmación no pasa de ser mera


afirmación, y se limita a repetir con énfasis

pág. 211

precisamente lo que hay que explicar y probar. Por fuerza tenemos, pues, que
concluir que el señor Dühring es incapaz de dar respuesta a su propia pregunta, a
saber: ¿cómo pueden los empresarios competidores infundir duraderamente al
producto del trabajo un valor superior a sus costes naturales de producción? Esto
quiere decir que el señor Dühring es incapaz de explicar el origen del beneficio. Por
eso no le queda más recurso que decretar que el beneficio del capital es producto
del poder o la violencia, lo cual, por lo demás, coincide plenamente con el artículo 2
de la constitución social dühringiana: el poder distribuye. Lo cual está ciertamente
muy bien dicho; pero entonces "surge la cuestión": el poder distribuye... ¿qué? Algo
tiene que haber para distribuir, porque si no ni el más omnipotente poder
conseguirá, con la mejor voluntad del mundo, distribuir nada. El beneficio que se
meten en el bolsillo los empresarios competidores es una cosa muy sólida y tangible.
El poder puede tomarlo, pero no producirlo. Y si ya el señor Dühring nos niega
tenazmente la explicación de cómo el poder se apodera del beneficio empresarial,
cuando se trata de saber de dónde saca ese beneficio, el silencio de nuestro autor
es sepulcral. Donde no hay nada que distribuir, el emperador, como cualquier otro
poder, pierde todo derecho. De la nada no se obtiene nada, y señaladamente no se
obtiene beneficio. Si la propiedad del capital no tiene ningún sentido práctico y no
es susceptible de valoración más que en la medida en que contiene en sí el poder
directo sobre el material humano, entonces vuelve a surgir la pregunta triple:
primero, ¿cómo consigue el patrimonio en capital ese poder? Esta cuestión no
queda en absoluto resuelta con aquellas pocas afirmaciones históricas antes
citadas. Segundo: ¿cómo se transforma en valoración del capital, en beneficio, aquel
poder? Y, tercero, ¿de dónde toma ese beneficio?

Se tome por donde se tome, la economía dühringiana no permite dar un paso más.
Para todas las desagradables cuestiones que tiene pendientes —beneficio, renta de
la tierra, salarios de hambre, opresión del trabajo— tiene una sola palabra
explicativa: el poder, la violencia, y otra vez el poder, y la "más poderosa cólera" del
señor Dühring acaba por resolverse a su vez en cólera sobre el poder. Hemos visto,
en primer lugar, que esa apelación al poder y la violencia es una torpe escapatoria,
una remisión desde el terreno económico al terreno político, y que es incapaz de
explicar un solo hecho económico, y segundo, que la apelación deja por explicar el
origen del poder mismo, laguna, por lo demás, muy prudente,

pág. 212

pues para rellenarla tendría que llegar al resultado de que toda potencia social y
todo poder político tienen su origen en condiciones económicas previas, en los
modos de producción e intercambio históricamente dados de cada sociedad.

Intentemos a pesar de todo arrancar al inflexible "profundo fundamentador" de la


economía alguna ulterior indicación sobre el beneficio. Tal vez lo consigamos
estudiando su tratamiento del salario.
En ese contexto se lee en la página 158:

El salario del trabajo es la soldada para el sustento de la fuerza de trabajo, y no


interesa por de pronto sino como fundamento de la renta de la tierra y del beneficio
del capital. Para aclararse definitivamente la situación que aquí impera se puede
empezar por imaginar la renta de la tierra, y luego también el beneficio del capital,
de un modo histórico y sin salario del trabajo, es decir, sobre la base de la
esclavitud o de la servidumbre... El hecho de que haya que sustentar al esclavo o
siervo, o al trabajador asalariado, no fundamenta más que una distinción en el
modo de gravar los costes de producción. En cualquier caso, el producto neto
conseguido mediante el aprovechamiento de la fuerza de trabajo constituye el ingreso
del dueño del trabajo... De aquí se desprende que... especialmente la contraposición
fundamental por la cual se tiene, por un lado, alguna clase de renta de la posesión,
y, por otro, el trabajo asalariado sin posesión, no puede encontrarse exclusivamente
en uno de sus miembros, sino sólo en ambos a la vez.

En la página 188 aprendemos que renta de la posesión es una expresión común


para significar renta de la tierra y beneficio del capital. En la página 174 se lee:

El carácter del beneficio del capital es una apropiación de la parte principalísima del
producto de la fuerza de trabajo. Es impensable sin el correlato de un trabajo
sometido de un modo u otro, inmediata o mediatamente.

Y en la página 183:

El salario del trabajo "no es en ningún caso más que una soldada por la cual tienen
que asegurarse en general el sustento y la capacidad de reproducción del
trabajador".

Por último, en la página 195:

Lo que se adjudica a la renta de la posesión tiene que perderse para el salario del
trabajo, y, a la inversa, la parte de la capacidad general de

pág. 213

rendimiento (!) que llega al trabajo tiene que sustraerse a los ingresos de la posesión.

El señor Dühring nos lleva de sorpresa en sorpresa. En la teoría del valor y en los
capítulos siguientes, hasta la doctrina de la competencia, incluyendo ésta misma —
lo que quiere decir: desde la página 1 hasta la página 155—, los precios de las
mercancías, o valores, se dividían en: 1º, costes naturales de producción, o valor de
producción, es decir, las inversiones en materia prima, medios de trabajo y salario,
y 2º, gravamen o valor de distribución, tributación impuesta con el puñal en la
mano en favor de la clase de los monopolistas; ese gravamen, como vimos, no podía
en realidad modificar en nada la distribución de las riquezas, pues tiene que
devolver con una mano lo que toma con la otra; por lo demás, a juzgar por la
información que el senor Dühring nos da acerca de su origen y de su contenido, ese
gravamen ha nacido de la nada y consiste en nada. En los dos capítulos siguientes,
que tratan de las clases de ingresos y ocupan de la página 156 a la página 217, no
se dice ya una palabra de aquel gravamen. El valor de todo producto del trabajo, de
toda mercancía, se divide ahora en las dos partes siguientes: primero, los costes de
producción, incluido el salario del trabajo pagado, y, segundo, "el producto neto
conseguido mediante el aprovechamiento de la fuerza de trabajo", el cual constituye
el ingreso del dueño del trabajo. Y este producto neto tiene una fisionomía muy
conocida e imposible de ocultar por ningún tatuaje ni afeite. "Para aclararse
definitivamente la situación que aquí impera" basta con que el lector se imagine los
pasos del señor Dühring que acabamos de citar impresos al lado de los textos antes
citados de Marx sobre el plustrabajo, el plusproducto y la plusvalía, y el lector
hallará en seguida que el señor Dühring está transcribiendo directamente El Capital,
aunque a su manera.

El plustrabajo en cualquier forma, ya sea la de la esclavitud, la servidumbre o el


trabajo asalariado, es, reconoce el señor Dühring, la fuente de ingresos de todas las
clases dominantes que han existido: tomado del paso, ya varias veces citado, de El
Capital, página 227,[48] donde se dice que el capital no ha inventado el plustrabajo,
etc. Y el "producto neto" que constituye "el ingreso del dueño del trabajo", ¿qué es,
sino el excedente del producto del trabajo sobre el salario, concebido éste también
por el señor Dühring, pese a su superfluo disfraz de "soldada", como lo que tiene

pág. 214

que asegurar en general el sustento y la capacidad de reproducción del trabajador?


¿Cómo puede tener lugar la "apropiación de la parte principalísima del producto de
la fuerza de trabajo" sino porque el capitalista, como dice Marx, arranca al
trabajador más trabajo que el que es necesario para la reproducción de los
alimentos consumidos por él, o sea porque el capitalista hace trabajar al obrero
más tiempo del necesario para reponer el valor del salario pagado? Así, pues, bajo el
"aprovechamiento de la fuerza de trabajo", de que habla el señor Dühring, se
esconde simplemente la prolongación de la jornada de trabajo más allá del tiempo
necesario para la reproducción de los medios de vida del trabajador, o sea el
plustrabajo de Marx, y por lo que hace al "producto neto" que beneficia al dueño del
trabajo, ¿en qué puede expresarse sino en el plusproducto y la plusvalía de Marx?
¿Y en qué se diferencia de la plusvalía de Marx la renta dühringiana de la posesión
sino en su inexacta formulación? Por lo demás, el señor Dühring ha tomado de
Rodbertus la expresión "renta de la posesión"; Rodbertus reunía la renta de la tierra
y la del capital, o beneficio, bajo la común expresión renta, de tal modo que el señor
Dühring no ha tenido más que añadir "de la posesión".[*] Y para que no quede duda
alguna sobre el plagio, el señor Dühring resume a su manera las leyes sobre el
cambio de magnitudes del precio de la fuerza de trabajo y la plusvalía,
desarrolladas por Marx en el capítulo 15 de El Capital (páginas 539 y ss.), de tal
modo que lo que se adjudica a la renta de la posesión se tiene que perder para el
salario, y a la inversa, reduciendo así las diversas leyes marxianas, todas muy ricas
de contenido concreto, a una tautología vacía: pues es obvio que, dada una
magnitud que se divide en dos partes, la una no puede aumentar sin que la otra
disminuya. Y así consigue el señor Dühring consumar la apropiación de las ideas
de Marx de un modo en el cual se pierde del todo la "cientificidad extrema y
rigurosísima en el sentido de las disciplinas exactas", que se encuentra, desde luego,
en la exposición de Marx.

No tenemos, pues, más remedio que admitir que el llamativo escándalo suscitado
por el señor Dühring sobre El Capital en la Historia crítica, y señaladamente toda la
polvareda que levanta con la célebre cuestión que se plantea a propósito de la
plusvalía —y que más le habría valido no plantear, puesto que él mismo no es
[*] Y ni siquiera esto, en realidad. Pues Rodbertus (Sociale Briefe <Cartas Sociales>,
núm. 2, pág 59) dice también: "Renta es según esta [su] teoría todo ingreso sin
trabajo propio, o sea meramente en base a una posesión".

pág. 215

capaz de contestarla—, se reduce todo a astucias de guerra, astutas maniobras


destinadas a disimular el grosero plagio de Marx cometido en el Curso. El señor
Dühring tenía, efectivamente, buenos motivos para desaconsejar al lector el estudio
"del lío al que el señor Marx llama El Capital", el estudio de las bastardas hijas de la
fantasía histórica y lógica, de las nebulosas concepciones, confusiones y chácharas
hegelianas, etc. La peligrosa Venus contra la cual este fiel campeón Eckart pone en
guardia a la juventud alemana había sido ya sigilosamente raptada por él mismo,
para su propio uso, de las marxianas moradas. Felicitémosle por el producto neto
que ha conseguido con este aprovechamiento de la fuerza de trabajo de Marx, y por
la peculiar luz que arroja su anexión de la plusvalía de Marx, bajo el nombre de
renta de la posesión, sobre los motivos de su falsa afirmación, tenazmente repetida
en dos ediciones, según la cual Marx entiende por plusvalía exclusivamente el
beneficio o la ganancia del capital.

Y así tenemos que describir los logros del señor Dühring con sus mismas palabras,
del modo siguiente:

"En opinión del señor" Dühring, "el salario no representa más que el pago del
tiempo de trabajo durante el cual el trabajador trabaja realmente para posibilitar la
propia existencia. Bastan para ello pocas horas; toda la parte restante de la jornada
de trabajo, a menudo muy larga suministra un excedente en el que está contenido
lo que nuestro autor llama "renta de la posesión..." Aparte del tiempo de trabajo
contenido, ya en cualquier nivel de la producción, en los medios de trabajo y sus
correspondientes materias primas, aquel excedente de la jornada de trabajo es la
parte del empresario capitalista. Según esto, la prolongación de la jornada de
trabajo es puro beneficio estrujado en favor del capitalista. Es muy fácil de
comprender el odio venenoso con que el señor" Dühring "cultiva esta mentalidad del
negocio de explotación..."

Menos comprensible es, en cambio, cómo va a llegar el señor Dühring a su "cólera


aún más poderosa".

pág. 216

IX. LAS LEYES NATURALES DE LA ECONOMÍA. LA RENTA DE LA TIERRA

Hasta el momento, y a pesar de nuestra inmejorable voluntad, no hemos podido


descubrir cómo llega el señor Dühring a presentarse en el terreno de la economía

con la pretensión de un sistema nuevo, no sólo satisfactorio para la época, sino


decisivo para ella.

Pero lo que no hemos conseguido ver a propósito de la teoría de la violencia, del


valor y del capital, puede tal vez saltarnos a la vista con claridad meridiana al
considerar las "leyes naturales de la economía nacional" establecidas por el señor
Dühring. Pues, según él se expresa, con su habitual novedad y agudeza,
el triunfo de la cientificidad superior consiste en llegar a las vivas comprensiones
iluminadoras de la génesis, por encima de las meras descripciones y divisiones de
la materia tomada como estática. Por eso el conocimiento de las leyes es el más
perfecto, pues ese conocimiento muestra cómo se determina un fenómeno por otro.

Ya la primera ley natural de toda economía ha sido especialmente descubierta por


el señor Dühring.

Adam Smith "no sólo ha dejado, curiosamente, de situar en cabeza el factor más
importante de todo desarrollo económico, sino que ha omitido incluso
completamente su formulación específica, olvidando así y rebajando
involuntariamente a un papel subordinado aquella fuerza que ha impuesto su
impronta al moderno desarrollo europeo". Esta "ley fundamental que hay que
colocar en cabeza es la del equipamiento técnico o, como podría decirse, del
armamento de la fuerza económica humana naturalmente dada".

Esta "ley fundamental" descubierta por el señor Dühring es del siguiente tenor:

pág. 217

Ley núm. 1. La productividad de los medios económicos, las fuentes naturales y la


fuerza humana se aumenta por los inventos y los descubrimientos.

Asombroso. El señor Dühring nos trata como aquel bromista de Moliere trató al
noble de nueva leva, al que comunicó la noticia de que durante toda su vida había
estado hablando en prosa sin saberlo. Sabemos hace mucho tiempo que inventos y
descubrimientos aumentan en muchos casos la fuerza productiva del trabajo (y en
otros muchos no, como prueba la basura de archivo de todas las oficinas de
patentes del mundo); lo que debemos al señor Dühring es la enseñanza de que esta
antigua trivialidad es la ley fundamental de toda la economía. Si el "triunfo de la
cientificidad superior" en economía, como en filosofía, no consiste más que en dar
al primer lugar común un nombre sonoro, proclamarlo ley de la naturaleza o hasta
ley fundamental, entonces el "más profundo fundamentar" y la subversión de la
ciencia quedan efectivamente al alcance de cualquiera, hasta de la redacción de la
Volks-Zeitung berlinesa. Y entonces también nos veríamos obligados "con todo rigor"
a aplicar al señor Dühring el juicio que él mismo ha emitido sobre Platón, del modo
siguiente:

"Si eso se presenta como sabiduría económica, habrá que decir que el autor de" las
fundamentaciones económicas "la comparte con cualquier persona movida a
formular un pensamiento" —y hasta meras palabras vacías— "a propósito de
alguna obvia trivialidad"

Cuando decimos, por ejemplo, "los animales comen", estamos pronunciando


tranquilamente, en nuestra inocencia, una gran palabra, pues basta con que
digamos que ésa es la ley fundamental de toda la vida animal para que hayamos
subvertido la zoología entera.

Ley núm. 2. División del trabajo: "La separación de las ramas profesionales y la
división de las actividades aumentan la productividad del trabajo."

En la medida en que esa afirmación es verdadera, es además un lugar común desde


Adam Smith. En la tercera sección se mostrará la medida en que es verdadera.
Ley núm. 3. La distancia y el transporte son las causas principales por las cuales se
inhibe y se promueve la colaboración de las fuerzas productivas.

pág. 218

Ley núm. 4. El Estado industrial tiene incomparab]emente más capacidad de


población que el Estado agrícola.

Ley núm. 5. En economía no ocurre nada sin un interés material.

Esas son las "leyes naturales" en las que el señor Dühring basa su nueva economía.
Sigue en esto fiel a su método, ya expuesto a propósito de la filosofía. Unas pocas
trivialidades de tristísima vulgaridad, y encima mal expresadas, constituyen los
axiomas, que no necesitan demostración, las proposiciones fundamentales, leyes
naturales también de la economía. Con el pretexto de exponer el contenido de esas
leyes vacías, se aprovecha la oportunidad para disparar una difusa charlatanería
económica sobre los diversos temas cuyos nombres aparecen en las supuestas leyes,
es decir, sobre inventos, división del trabajo, medios de transporte, población,
interés, competencia, etc., charlatanería cuya grosera trivialidad no tiene más
condimento que unas grandilocuencias sibilinas y, de vez en cuando, alguna errada
concepción o enfática y fantasmal especulación acerca de heterogéneas sutilezas
casuísticas. Luego se llega a la renta de la tierra, el beneficio del capital y el salario
del trabajo; y como en lo que precede no hemos tratado más que las dos últimas
formas de apropiación, estudiaremos ahora brevemente, para terminar, la
concepción dühringiana de la renta de la tierra.

Pasaremos aquí por alto todos los puntos en los que el señor Dühring se limita a
transcribir a su predecesor Carey; lo que nos interesa ahora no es Carey, ni
tampoco defender la concepción ricardiana de la renta de la tierra contra las
falsificaciones y las insensateces de Carey. El único que nos importa es el señor
Dühring, y éste define la renta de la tierra como "el ingreso que el propietario como
tal percibe de la tierra o suelo".

El señor Dühring traduce inmediatamente a términos jurídicos el concepto


económico de la renta de la tierra, que es lo que tenía que aclarar, y así nos
quedamos como antes. Por eso nuestro profundo fundamentador se ve obligado a
dar, lo quiera o no lo quiera, otras explicaciones. Entonces compara el arriendo de
un predio a un arrendatario con el préstamo de un capital a un empresario, pero se
da pronto cuenta de que la comparación cojea como tantas otras.

Pues, dice, "si se quisiera seguir con la analogía, la ganancia que queda al
arrendatario después de haber pagado la renta de la tierra debería corresponder al
resto del beneficio del capital que queda para el empresario que trabaja con capital
ajeno, una vez pagados los intereses. Mas no se está acostumbrado a considerar las
ganancias del arrendatario como ingreso

pág. 219

principal y la renta de la tierra como un resto... Prueba de esta diversidad de


concepción es el hecho de que en la doctrina de la renta de la tierra no se segrega
especialmente el caso de la gestión por cuenta propia, ni se da mucha importancia
a la diferencia cuantitativa que hay entre una renta producida en arriendo y una
renta producida por uno mismo. Por lo menos, nadie se ha creído obligado a dividir
la renta obtenida por la propia gestión de la tierra en una parte que represente algo
así como el interés del terreno y otra el beneficio del empresario. Aparte del propio
capital que haya aportado el arrendatario, parece que su especial ganancia se
considera en la mayoría de los casos como una especie de salario del trabajo.
Aunque es discutible cuaquier cosa que se pretenda decir sobre esto, pues la
cuestión no se ha planteado siquiera de este modo tan preciso. Siempre que se trata
de explotaciones grandes puede apreciarse fácilmente lo inadecuado que es
concebir la ganancia del arrendatario como un salario del trabajo. Pues esa
ganancia se basa precisamente en la contraposición con la fuerza de trabajo
campesina, cuyo aprovechamiento es lo que hace posible aquel tipo de ingresos. La
ganancia del arrendatario es evidentemente una porción de la renta que se queda en
las manos del arrendatario y en cuya misma medida disminuye la renta plena que
el propietario conseguiría si fuera él el gestor de la explotación".

La teoría de la renta de la tierra es una parte específicamente inglesa de la


economía, y tenía que serlo por fuerza, pues sólo en Inglaterra existía un modo de
producción en el cual la renta se hubiera realmente separado del beneficio y del
interés. En Inglaterra dominan, como es sabido, la gran propiedad territorial y las
grandes explotaciones agrícolas. Los terratenientes arriendan sus tierras en
grandes, y a veces grandísimos, lotes a gentes provistas del capital suficiente para
su explotación y que no trabajan ellas mismas, como nuestros campesinos, sino
que, como verdaderos empresarios capitalistas, utilizan el trabajo de domésticos y
asalariados. Aquí tenemos, pues, las tres clases de la sociedad burguesa y el tipo de
ingresos peculiar de cada una: el propietario de la tierra, que obtiene la renta de
ésta; el capitalista, que obtiene el beneficio, y el trabajador, que percibe el salario.
Jamás se le ha ocurrido a un economista inglés, como parece al señor Dühring,
considerar la ganancia del arrendatario como una especie de salario del trabajo, y
aún menos podría parecer discutible a un tal economista la afirmación de que la
ganancia del arrendatario es lo que efectivamente es, indiscutible, evidente y
tangiblemente, a saber, beneficio del capital. Ridícula resulta la afirmación de que
no se ha planteado la cuestión de qué cosa sea la ganancia del arrendatario con la
precisión debida. En Inglaterra no hace falta plantearla, pues ella, igual que la
respuesta, se encuentran en los hechos mismos,

pág. 220

y no ha habido jamás duda al respecto desde los tiempos de Adam Smith.

El caso de la gestión propia, como dice el señor Dühring, o de la gestión por


administradores por cuenta del propietario, que es lo que por regla general ocurre
realmente en Alemania, no altera en nada el fondo de la cosa. Cuando el propietario
de la tierra suministra también el capital y hace administrar por cuenta propia, se
mete en el bolsillo, además de la renta de la tierra, el beneficio de capital, como
resulta obvio por el actual modo de producción, sin que pueda ser de otra manera.
Y cuando el señor Dühring afirma que hasta el momento nadie se ha sentido
movido a dividir la renta (quiere decir los ingresos) procedente de la gestión en
nombre propio, afirma simplemente una falsedad y prueba en el mejor de los casos
sólo su propia ignorancia. Por ejemplo:

Los ingresos derivados del trabajo se llaman salario; los que alguien obtiene por la
aplicación de capital se llama beneficio...; el ingreso que procede exclusivamente de
la tierra se llama renta y pertenece al propietario del suelo... Esos diversos tipos de
ingresos son fáciles de distinguir cuando van a parar a personas diversas; cuando
van a parar a la misma persona, se mezclan frecuentemente, por lo menos en el
lenguaje cotidiano. Un terrateniente que administra por sí mismo una parte de su
tierra debería percibir, una vez deducidos los gastos de administración, tanto la
renta de propietario de la tierra cuanto el beneficio del arrendatario. Pero, al menos
en el lenguaje común, llamará beneficio a toda su ganancia, mezclando la renta con
el beneficio propiamente dicho. La mayoría de nuestros plantadores
norteamericanos y de las Indias occidentales se encuentran en esta situación; los
más cultivan sus propias posesiones, y por eso oímos rara vez hablar de la renta de
una plantación, y se nos habla en cambio del beneficio que produce... Un hortelano
que cultive con sus propias manos su huerta es en una sola persona terrateniente,
arrendatario y trabajador. Por eso su producto debería suministrarle la renta del
primero, el beneficio del segundo y el salario del tercero. Pero corrientemente se
considera el conjunto como fruto de su trabajo; la renta y el beneficio se confunden,
pues, aquí con el salario del trabajo.

Ese texto se encuentra en el capítulo sexto del libro primero de Adam Smith.[49] El
caso de la gestión en nombre propio ha sido, pues, estudiado hace ya cien años, y
las inseguridades y discutibilidades que tanto preocupan en este punto al señor
Dühring nacen exclusivamente de su propia ignorancia.

Al final, nuestro autor escapa de su perplejidad mediante un truco audaz:

pág. 221

La ganancia del arrendatario se basa en la explotación de "fuerza de trabajo


campesina" y es, por lo tanto, evidentemente una "porción de renta", en la cual "se
disminuye la "renta plena", la cual debería acudir propiamente al bolsillo del
terrateniente.

Con esto aprendemos dos cosas. Primera, que el arrendatario "disminuye" la renta
del propietario, con lo que, según el señor Dühring, y a diferencia de lo que se había
pensado hasta ahora, no es el arrendatario el que paga renta al terrateniente, sino
el terrateniente el que la paga al arrendatario, lo cual es ciertamente una
"concepción radicalmente propia". Y, en segundo lugar, sabemos finalmente lo que
el señor Dühring entiende por renta de la tierra, a saber, todo el plusproducto
obtenido mediante la explotación del trabajo campesino en la agricultura. Mas
como este plusproducto se ha dividido siempre hasta ahora en economía —tal vez
con la excepción de algunos economistas vulgares— en renta de la tierra y beneficio
del capital, nos vemos obligados a comprobar que tampoco de la renta de la tierra
tiene el señor Dühring "el concepto universalmente aceptado".

Así, pues, la renta de la tierra y el beneficio del capital no se diferencian, según el


señor Dühring, sino en que la primera se consigue en la agricultura, y el segundo
en la industria o el comercio. El señor Dühring llega inevitablemente a esa
concepción acrítica y confusa. Hemos visto ya que nuestro autor partió de la
"verdadera concepción histórica" según la cual el dominio sobre la tierra está
fundado exclusivamente en el dominio sobre los hombres. En cuanto que la tierra
se cultiva mediante alguna forma de trabajo sometido, surge un excedente para el
dueño de la misma, y ese excedente es sin más la renta, del mismo modo que el
excedente del producto del trabajo sobre la ganancia atribuida al trabajo constituye
en la industria el beneficio del capital.
De este modo queda claro que la renta de la tierra existe en todo tiempo y
precisamente en medida considerable cuando la agricultura se ejerce mediante
alguna forma de sumisión del trabajo.

Dada esa exposición de la renta como totalidad del plusproducto conseguido en la


agricultura, el señor Dühring tropieza por de pronto con el beneficio del
arrendatario a la inglesa y, por otra parte, con la división de aquel plusproducto en
renta de la tierra y beneficio del arrendatario, división presente en toda la economía
clásica y tomada de aquella situación; con esto se encuentra ante

pág. 222

la concepción pura y precisa de la renta. ¿Qué hace entonces? Hace como si no


supiera una sola palabra de la división del plusproducto agrícola en beneficio del
arrendatario y renta de la tierra, es decir, de toda la teoría de la renta de la
economía clásica; como si jamás hasta ahora se hubiera planteado "de ese modo
tan preciso" en toda la economía la cuestión de qué es propiamente el beneficio del
arrendatario; como si se tratara de un tema hasta ahora no investigado en absoluto
y del que no se conocieran más que apariencias e inseguridades. Y huye de la
terrible Inglaterra, donde el plusproducto de la agricultura, sin intervención de
ninguna escuela teorética, se encuentra despiadadamente dividido en sus
componentes, renta de la tierra y beneficio del capital, para refugiarse en su
queridísimo ámbito de vigencia del derecho territorial prusiano, en el que florece
patriarcalmente la autogestión, y la opinión de los señores Junker sobre la renta se
presenta aún con la pretension de ser decisiva para la ciencia, por lo que el señor
Dühring puede todavía esperar que conseguirá deslizarse con su confusión de
conceptos sobre la renta y el beneficio, y hasta hallar quien preste fe a su novísimo
descubrimiento de que no es el arrendatario el que paga la renta al terrateniente,
sino éste el que la paga a aquél.

pág. 223

X. DE LA "HISTORIA CRITICA"

Echemos, por último, un vistazo a la Historia crítica de la economía nacional, esa


"empresa" que, como dice el propio señor Dühring, "carece totalmente de
predecesores". Tal vez acabemos por hallar aquí aquella cientificidad última y
rigurosísima tantas veces prometida.

El señor Dühring rodea de grandes aspavientos el descubrimiento de que la


"doctrina económica" es "un fenómeno enormemente moderno" (pág. 12).

Efectivamente, se lee en El Capital de Marx: "La economía política... como ciencia


sustantiva, aparece en el período manufacturero".[50] Y en la Contribución a la
crítica de la economía política, página 29, se lee que "la economía política clásica...
empieza en Inglaterra con William Petty, en Francia con Boisguillebert, y termina en
Inglaterra con Ricardo, y en Francia con Sismondi". El señor Dühring sigue esta vía
que encuentra trazada, con la diferencia de que la economía superior empieza para
él con las lamentables inmundicias que ha dado a luz la ciencia burguesa una vez
extinguido su período clásico. Nuestro autor, en cambio, exclama triunfalmente, y
con todo derecho, al final de su introducción:
Y si esta empresa carece totalmente de precursores ya en sus características
externamente perceptibles y en la nueva mitad de su contenido, ella me pertenece
aún mucho más y característicamente por sus puntos de vista críticos internos y
por su punto de vista general. (Página 9.)

Pues, efectivamente, el señor Dühring habría podido anunciar su "empresa (la


expresión industrial no está mal elegida), tanto por su aspecto externo como por su
aspecto interno, con el título: El Único y su propiedad.[51]

Dado que la economía política, tal como ha aparecido históricamente, no es de


hecho más que la comprensión científica de la economía del período de producción
capitalista, en los escritores de la antigua sociedad griega, por ejemplo, no pueden
encontrarse

pág. 224

proposiciones y teoremas al respecto más que en la medida en que son comunes a


ambas sociedades algunos fenómenos, como la producción de mercancías, el
comercio, el dinero, el capital que produce intereses, etc. Cada vez que los griegos
hacen ocasionales excursiones por este terreno, muestran en él la misma genialidad
y originalidad que les caracteriza en todos. Por eso sus concepciones constituyen
históricamente los puntos de partida teoréticos de la ciencia moderna. Oigamos
ahora al señor Dühring como historiador universal.

Según esto, no habría propiamente (!) que recordar absolutamente nada positivo,
por lo que hace a la teoría económica científica, de la Antigüedad, y la Edad Media,
totalmente acientífica, aún ofrece menos motivo para ello" [¡menos motivo para no
decir nada!]. Pero como al amaneramiento que consiste en afectar vanidosamente la
aparieneia de erudición ha deteriorado el carácter puro de la ciencia moderna,
habrá que aducir por lo menos como indicación algunos ejemplos.

Y el señor Dühring aporta entonces ejemplos de una crítica que realmente está libre
incluso de toda "apariencia de erudición".

La frase de Aristóteles según la cual

doble es el uso de todo bien: el uno es propio de la cosa como tal, y el otro no, como,
por ejemplo, de una sandalia, el servir para calzar y para el trueque; ambos son
usos de la sandalia, pues también el que la cambia por algo de que carece, dinero o
alimento, utiliza la sandalia como sandalia; pero no en su uso natural, pues la
sandalia no existe por el trueque,

no sólo está, según el señor Dühring, "dicha muy trivial y pedantemente", sino que,
además, los que descubren en ese texto una "distinción entre valor de uso y valor
de cambio" cometen la "humorada" de olvidar que el valor de uso y el valor de
cambio han cuajado en "tiempos recentísimos" y "en el marco del sistema más
adelantado", que es, naturalmente, el del propio señor Dühring.

También se ha querido descubrir en el escrito de Platón sobre el Estado... el


moderno capítulo de la división económico nacional del trabajo

Esto se refiere probablemente al paso del capítulo XII, 5, de El Capital, página 369
de la tercera edición,[52] en el que, en realidad, se establece, por el contrario, que la
visión de la división del trabajo propia de la Antigüedad clásica se encuentra "en la
más radical contraposición" con la moderna. La exposición de la división del

pág. 225

trabajo por Platón, genial para su época, no merece del señor Dühring más que
cejas fruncidas y nariz arrugada; Platón la expone como fundamento espontáneo de
la ciudad (que para el griego era lo mismo que el Estado). La razón del desprecio es
que Platón no cita —¡pero lo hace el griego Jenofonte, señor Dühring!—[53] la
"frontera"

que pone la extensión del mercado en cada caso a la ulterior ramificación de las
profesiones y a la división técnica de las operaciones especiales; la idea de esta
frontera es aquel conocimiento con el cual se convierte finalmente en una verdad
económica de importancia un concepto que en otro caso apenas si puede llamarse
científico.

El "profesor" Roscher, tan despreciado también por el senor Dühring, ha trazado


efectivamente esa "frontera" con la cual la idea de la división del trabajo se hace
finalmente "científica", y por eso también ha considerado explícitamente a Adam
Smith como descubridor de la ley de la división del trabajo. En una sociedad en la
cual la producción de mercancías es la forma dominante de la producción, "el
mercado" —por hablar esta vez según la manera del señor Dühring— ha sido una
"frontera" muy conocida siempre por las "gentes de negocios". Pero hace falta más
que "el saber y el instinto de la rutina" para comprender que no ha sido el mercado
el que ha creado la división capitaiista del trabajo, sino que, a la inversa, la
disolución de antiguas conexiones sociales y la subsiguiente división del trabajo son
las que han creado el mercado capitalista. (Véase El Capital, I, capítulo XXIV, 5: El
establecimiento del mercado interno para el capital industrial.)

El papel del dinero ha sido en todo tiempo el primer estímulo capital de los
pensamientos económicos (!). Mas, ¿qué sabía de ese papel un Aristóteles? Sólo,
evidentemente, lo contenido en la idea de que el intercambio por la mediación del
dinero ha seguido al intercambio natural primitivo.

Pero si "un" Aristóteles se permite a pesar de todo descubrir las dos diversas formas
de circulación del dinero, aquella en la cual actúa como mero medio de circulación,
y aquella en la cual actúa como capital dinero,[54]

entonces no hace más que expresar, según el señor Dühring, "una antipatía moral".

Y cuando "un" Aristóteles llega a la osadía de querer analizar el dinero en su "papel"


de medida del valor,[55] y hasta llega a

pág. 226

formular efectivamente de un modo correcto este problema tan decisivo para la


teoría del dinero, entonces "un" Dühring prefiere silenciar totalmente, y por muy
sólidos, secretos motivos, tan condenable audacia.

Resultado final: en la imagen que proporciona la "indicación" dühringiana, la


Antigüedad griega no presenta, efectivamente, más que "vulgarísimas ideas" (pág.
25), admitiendo que tales "tonterías" (pág. 19) tengan aún algo que ver con ideas,
vulgares o no.

Por lo que hace al capítulo del señor Dühring sobre el mercantilismo vale más leerlo
en el "original", es decir, en el Sistema nacional de F. List, capítulo 29, "El sistema
industrial, erróneamente llamado mercantil por la escuela". Lo cuidadosamente que
sabe evitar también aquí el señor Dühring toda "apariencia de erudición" puede
verse, entre otras cosas, por lo siguiente:

En su capítulo 28, "Los economistas italianos", dice List:

Italia ha precedido a todas las naciones modernas, en la teoría de la economía


política igual que en su práctica.

y cita entonces como

primera obra sobre economía política escrita en Italia el escrito de Antonio Serra, de
Nápoles, sobre los medios para procurar a los reinos abundancia de oro y de plata
(1613).

El señor Dühring acepta satisfecho esa indicación y puede consiguientemente


considerar el Breve trattato de Serra

como una especie de inscripción situada en la puerta de la moderna prehistoria de


la economía.

A esta "charlatanería literaria" se reduce su consideración del Breve trattato.


Desgraciadamente, en la realidad las cosas pasaron de otro modo, y en 1609, es
decir, cuatro años antes del Breve trattato, publicó Thomas Mun A Discourse of
Trade, etc. Este escrito tiene además ya en su primera edición la significación
específica de orientarse contra el primitivo sisterna monetario, aún defendido
entonces en Inglaterra como práctica estatal; ese trabajo representa, pues, la
consciente autoseparación del sistema mercantilista respecto del que le engendró.
Ya en su primera versión tuvo el libro varias ediciones y ejerció una influencia
directa en la legislacion inglesa. En la edición de 1664, totalmente revisada por el
autor y publicada después de su muerte con el título de Englands Treasure, etc.,

pág. 227

el libro fue durante cien años más el evangelio mercantilista. Si, pues, el
mercantilismo tiene alguna obra que haya hecho época y esté "como una especie de
inscripción" en su puerta, se trata de la obra de Mun, y precisamente el libro ni
siquiera existe en la "historia atentamente observadora de las relaciones de
jerarquía" que profesa el señor Dühring.

Del fundador de la moderna economía política, Petty, nos comunica el señor


Dühring que

poseyó "una buena cantidad de pensamiento ligero", y careció de "sensibilidad para


las distinciones íntimas y finas de los conceptos"..., tuvo una "versatilidad que
conoce muchas cosas, pero pasa de una a otra con ligero pie, sin echar en ningún
pensamiento raíces profundas"... Petty "procede aún muy groseramente desde el
punto de vish de la economía nacional", y "llega a ingenuidades cuyo contraste...
puede entretener de vez en cuando al pensador más serio".

Es, pues, una condescendencia imposible de sobrestimar la que tiene el "más serio
pensador" señor Dühring al consentir dar noticia de "un Petty". Y ¿cómo lo hace?

Las frases de Petty sobre "el trabajo, y hasta el tiempo de trabajo, como medida del
valor, de lo que se encuentran en su obra... indicios imperfectos", no vuelven a
citarse salvo en esa breve indicación. Indicios imperfectos. En su Treatise on Taxes
and Contribution (primera edición, 1662), Petty da un análisis plenamente claro y
correcto de la magnitud de valor de las mercancías. Al exponerla de un modo
intuitivo basándose en la equivalencia de metales nobles y trigo que cuesten la
misma cantidad de trabajo, Petty enuncia la primera y última palabra "teorética"
sobre el valor de los metales nobles. Pero también dice en términos claros y
generales que los valores de las mercancías se miden por el trabajo igual (equal
labour). Luego aplica su descubrimiento a la solución de diversos problemas,
algunos muy complicados, e infiere repetidamente, en diversas ocasiones y diversos
escritos, importantes consecuencias de la proposición principal, incluso en
ocasiones en que no vuelve a formularla. Ya en su primer trabajo dice:

Afirmo que esto [la valoración por trabajo igual] es el fundamento de la


compensación de los valores; pero reconozco que de la posterior construcción y en
sus aplicaciones prácticas hay muchas cosas varias y complicadas.[56]

Así, pues, Petty ve con la misma claridad la importancia de su descubrimiento y la


dificultad de su aplicación en detalle. Por eso intenta también otro camino para
ciertas finalidades de detalle.

pág. 228

Así, por ejemplo, sostiene que hay que encontrar una relación natural de igualdad
(a natural par) entre la tierra y el trabajo, de modo que pueda expresarse
arbitrariamente el valor "en cada uno de ellos o, aún mejor, en los dos".

Hasta esta falsa ruta es genial.

En cambio, el señor Dühring opone a la teoría del valor de Petty la siguiente aguda
observación:

Si hubiera pensado más agudamente, no sería posible encontrar en otros lugares de


su obra indicios de una concepción opuesta, de los que ya antes hemos hablado,

es decir, de los que "antes" no se ha dicho más que en esos "indicios" son
"imperfectos". Este es un procedimiento muy característico del señor Dühring:
"antes" alude a algo con una frase vacía, y "después" hace creer al lector que ya
"antes" se le ha dado conocimiento de la cosa principal, por debajo de la cual se
escurre en realidad, antes y después, nuestro autor.

En Adam Smith, ciertamente, se encuentran no sólo "indicios" de "concepciones


contrapuestas" del valor, y no sólo dos, sino hasta tres, e incluso, tomando la cosa
muy comineramente, hasta cuatro concepciones del valor crasamente
contrapuestas, las cuales discurren pacíficamente juntas y una tras otra. Y lo que
era natural en el fundador de la economía política, el cual se ve obligado a tantear,
experimentar, a luchar con un caos de ideas que está sólo empezando a tomar
forma, puede ya sorprender en un escritor que puede reunir y revisar
investigaciones realizadas en más de siglo y medio, cuando sus resultados han
pasado ya en parte de los libros a la consciencia general. O, por pasar de lo grande
a lo pequeño: como hemos visto, el mismo señor Dühring nos ofrece también cinco
especies diversas de valor, para que elijamos a nuestro gusto, y con ellas,
naturalmente, otras tantas concepciones contrapuestas. Cierto: "si hubiera pensado
más agudamente", no habría necesitado tanto trabajo para llevar al lector desde la
concepción del valor de Petty, completamente clara, hasta la más completa
confusión.

Un trabajo de Petty verdaderamente redondo, fundido en una pieza, es su


Quantulumcunque concerning Money, publicado en 1682, diez años después de su
Anatomy of Ireland (la cual apareció "por vez primera" en 1672, y no en 1691, como
copia el señor Dühring de las "más accesibles compilaciones de manual"). Los

pág. 229

últimos rastros de concepciones mercantilistas que se encuentran en otros escritos


suyos han desaparecido completamente en éste. Es por su contenido y por su forma
una pequeña obra maestra, razón por la cual el señor Dühring no cita siquiera su
título. Es muy normal que frente al investigador económico más genial y original, la
mediocridad pedantemente hinchada no sepa sino gruñir su disgusto y su
escándalo porque los luminosos chispazos teoréticos no se presentan
orgullosamente en fila como "axiomas" ya listos, sino que surgen dispersamente por
la profundización en "groseros" materiales prácticos, como los impuestos.

El señor Dühring procede con la fundación de la "aritmética política", vulgo


estadística, de Petty igual que con sus trabajos propiamente económicos. El señor
Dühring se encoge despectivamente de hombros ante la extravagancia de los
métodos utilizados por Petty. Mas ante los grotescos métodos que el mismo
Lavoisier empleó cien años después en ese campo, y teniendo en cuenta la gran
distancia a que aún hoy se encuentra la estadística del objetivo que le señaló Petty
con su poderoso y ambicioso esquema, la satisfecha pedantería del señor Dühring
aparece ahora, doscientos años post festum, en toda su desnuda necedad.

Las principales ideas de Petty, de las que se recoge realmente poquísimo en la


"empresa" del señor Dühring, son, según éste, meras ocurrencias sueltas,
casualidades del pensamiento, manifestaciones ocasionales a las que en nuestro
tiempo se ha atribuido una significación que en sí misma no tienen, citándolas con
abstracción de su contexto; esas ideas no desempeñan, por tanto, ningún papel en
la real historia de la economía política, sino sólo en libros modernos que se
encuentran por debajo del nivel de la crítica radical y de la "historiografía de gran
estilo" del señor Dühring. Este parece haber pensado, al empezar su "empresa", en
un público lector dotado de la fe del carbonero y nunca dispuesto a exigir la prueba
de las afirmaciones. Volveremos a hablar de esto (a propósito de Locke y de North),
pero ahora tenemos que contemplar brevemente lo que ocurre con Boisguillebert y
Law.

Por lo que hace al primero destacaremos el único descubrimiento propio del señor
Dühring. Este ha descubierto una relación entre Boisguillebert y Law, desconocida
hasta el momento. Boisguillebert afirma, en efecto, que los metales nobles podrían
sustituirse por dinero crédito (un morceau de papier), o dinero fiduciario, en las
normales funciones de dinero que desempeñan en el marco de la circulación de las
mercancías.[57] Law, en cambio,

pág. 230

se imagina que un "aumento" cualquiera de esos "pedazos de papel" aumenta la


riqueza de una nación. De esto infiere el señor Dühring que la "concepción" de
Boisguillebert "contiene ya una nueva versión del mercantilismo", es decir, la de
Law. Y lo demuestra con meridiana claridad:

Bastaba exclusivamente con atribuir a los simples "pedacitos de papel" el mismo


cometido que deben desempeñar los metales nobles, para tener con eso una
metamorfosis del mercantilismo.

Del mismo modo puede realizarse sin más la metamorfosis de un tío en una tía.
Cierto que el señor Dühring añade para limitar la cosa: "Por lo demás,
Boisguillebert no tenía esa intención."

Naturalmente, señor mío: ¿cómo iba a tener la intención de sustituir su concepción


racionalista del papel de los metales nobles como dinero por la supersticiosa
concepción de los mercantilistas, sin más razón que la sustituibilidad, por él
afirmada, de los metales nobles en aquella función por el papel?

Y el señor Dühring continúa con su seria comicidad:

A pesar de todo, puede reconocerse que nuestro autor ha conseguido aquí y allá
alguna observación realmente acertada. (Página 83.)

Respecto de Law, el señor Dühring consigue exclusivamente la siguiente


"observación realmente acertada":

Tampoco Law, como se comprende, ha conseguido nunca extirpar totalmente el


fundamento último [a saber, "la base de los metales nobles"], pero ha llevado la
emisión de papel hasta el extremo, esto es, hasta el hundimiento mismo del sistema.
(Página 94.)

Pero, en realidad, las mariposas de papel, meros signos del dinero, debían
revolotear por entre el público no para "extirpar" la base de metales nobles, sino
para traspasarla de los bolsillos del público a las vacías arcas del estado.

Para volver a Petty y al papel poco glorioso que le hace desempeñar el señor
Dühring en la historia de la economía, oiremos por de pronto lo que nos dice sobre
los sucesores inmediatos de Petty, Locke y North. El mismo año de 1691
aparecieron las Considerations on Lowering of Interest and Raising of Money de
Locke y los Discourses upon Trade de North.

Lo que [Locke] escribió sobre el interés y la moneda no se sale del marco de las
reflexiones corrientes bajo el dominio del mercantilismo e inspiradas por los
acontecimientos de la vida del Estado. (Página 64.)
pág. 231

Con esto tiene que quedar completamente claro para el lector de esta "información"
por qué el Lowering of Interest de Locke tuvo en la segunda mitad del siglo XVIII tan
importante influencia en la economía política de Francia e Italia, y ello en diversas
direcciones.

Más de un hombre de negocios había pensado igual [que Locke] sobre la libertad de
la tasa de interés, y también el desarrollo de la situación real suscitaba la tendencia
a considerar ineficaz cualquier obstaculización o limitación del interés. En un época
en la que un Dudley North podía escribir sus Discourses upon Trade con la
tendencia al librecambio, tenían que estar ya en el aire, por así decirlo, muchas
cosas que bastan para que la oposición teorética contra las limitaciones del interés
no resulte nada inaudito. (Página 64.)

Locke, pues, tenía que meditar las ideas de tal o cual "hombre de negocios" de su
época, o bien sorber mucho de lo que en su tiempo estaba "como en el aire", para
poder teorizar y no tener que decir nada "inaudito" sobre la libertad de la tasa de
interés. Pero el hecho es que ya en 1662, en su Treatise on Taxes and Contributions,
Petty había contrapuesto el interés como renta del dinero, al que llamamos usura
(rent of money which we call usure), a la renta de la tierra y el suelo (rent of land and
houses), y había adoctrinado a los terratenientes —que querían refrenar legalmente
no la renta de la tierra, pero sí la del dinero— sobre la vanidad y la esterilidad de
dictar leyes civiles positivas contra la ley de la naturaleza (the vanity and
fruitlessness of making civil positive law against the law of nature). Por eso declara
en su Quantulumcungue (1682) que la regulación legal del interés es tan necia como
una regulación de la exportación de los metales nobles o de la cotización de los
títulos cambiarios. Y en el mismo escrito dice lo decisivo sobre el raising of money
(el intento, por ejemplo, de dar a medio chelín el nombre de un chelín por el
procedimiento de acuñar una onza de plata en el doble número de chelines).

Por lo que hace al último punto, Locke y North se limitan casi a copiarle. Mas,
respecto del interés, Locke continúa el paralelo de Petty entre el interés del dinero y
la renta de la tierra, mientras que North contrapone generalmente el interés como
renta del capital (rent of stock) a la renta de la tierra, y los lores del stock a los lores
de la tierra. Locke recoge con limitaciones la libertad del interés exigida por Petty;
North la recoge en términos absolutos.

pág. 232

El señor Dühring se supera a sí mismo cuando, actuando como mercantilista aún


más impenitente, aunque en sentido "más sutil", liquida los Discourses upon Trade
de Dudley North con la observación de que están escritos "con la tendencia al
librecambio". Es como decir de Harvey que ha escrito "con la tendencia a la
circulación de la sangre". El escrito de North, prescindiendo ahora de sus demás
méritos, es una discusión clásica, consecuente y sin reservas, de la doctrina
librecambista, tanto por lo que respecta al tráfico interior como por lo que hace al
exterior. En el año 1691 la cosa era, desde luego, bastante "inaudita".

Aparte de eso, el señor Dühring informa a su lector de que North fue "un
comerciante", y una mala persona, y que su escrito "no consiguió el aplauso de
nadie". ¡Y sólo faltaba eso! ¡Que ese escrito hubiera conseguido "aplauso" en
tiempos de la victoria definitiva del proteccionismo aduanero en Inglaterra, y con la
gentuza entonces dominante! Pero ello no impidió que el libro tuviera efectos
teoréticos inmediatos, comprobables en toda una serie de trabajos económicos
aparecidos en Inglaterra inmediatamente después que el suyo, algunos aún en el
siglo XVIII.

Locke y North nos han suministrado la prueba de cómo los primeros y audaces
pasos que Petty dio en casi todas las esferas de la economía política fueron
recogidos por sus sucesores ingleses y ulteriormente elaborados separadamente.
Las huellas de este proceso durante el período que va desde 1691 hasta 1752 se
imponen ya al observador más superficial por el hecho de que todos los escritos
económicos de importancia pertenecientes al período enlazan con Petty de un modo
positivo o negativo. Por eso este período, lleno de cabezas originales, es el más
importante para el estudio de la progresiva gestación de la economía política. La
"historiografía de gran estilo" que reprocha a Marx, como pecado imperdonable, el
dar tanta importancia a Petty y a los escritores de aquel período, suprime el período
mismo de la historia. Salta inmediatamente desde Locke, North, Boisguillebert y
Law hasta los fisiócratas, y luego presenta en la entrada del templo auténtico de la
economía política... a David Hume. Con permiso del señor Dühring restableceremos
el orden cronológico y volveremos a poner, como es natural, a Hume antes que los
fisiócratas.

Los Essays económicos de Hume aparecieron en 1752. En los ensayos Of Money, Of


the balance of Trade, Of Commerce, que constituyen una unidad, Hume sigue paso
a paso, y a menudo incluso en pequeñas manías, el Money answers all things de
Jacob

pág. 233

Vanderlint Londres, 1734. Por desconocido que sea este Vanderlint para el señor
Dühring, el hecho es que aún se le cita en escritos económicos ingleses hacia fines
del siglo XVIII, es decir, ya en la época post-smithiana.

Al igual que Vanderlint, Hume trata el dinero como mero signo del valor; copia casi
literalmente de Vanderlint (y esto es importante, porque habría podido tomar
también de otros muchos escritos la teoría del signo del valor) el argumenta que
explica por que la balanza comercial no puede estar constantemente contra o en
favor de un país; enseña, como Vanderlint, el equilibrio de las balanzas, el cual se
establecería de un modo natural, según las diversas posiciones económicas de los
distintos países; predica el librecambio, también como Vanderlint, aunque menos
audaz y consecuentemente; destaca con Vanderlint, aunque más opacamente, el
papel de las necesidades como impulsoras de la producción; sigue a Vanderlint en
el error de atribuir al dinero bancario y a todo papel valor público una determinada
influencia en los precios de las mercancías; rechaza con Vanderlint el dinero
fiduciario; piensa como Vanderlint, que los precios de las mercancías dependen del
precio del trabajo, es decir, del salario; le copia incluso en la manía de que el
atesoramiento mantiene los precios bajos, etc. El señor Dühring había ya gruñido
mucho, en su sibilino estilo, sobre la incomprensión de la teoría del dinero de Hume
por parte de otros, y señaladamente había aludido muy amenazadoramente a Marx,
el cual, por si todo ello fuera poco, ha hablado en El Capital subversivamente, de las
secretas conexiones de Hume con Vanderlint y con J. Massie, del que aún no
hemos dicho nada.
Lo de la incomprensión es como sigue. Por lo que hace a la real teoría del dinero de
Hume, según la cual el dinero es mero signo del valor y, por tanto, si no cambian
las demás circunstancias, los prccios de las mercancías suben en la misma
proporción en que aumenta la masa de dinero en circulación, y bajan en la misma
proporción en que esa masa disminuye,[58] el señor Dühring tiene que limitarse,
incluso con la mejor voluntad, a repetir lo que han dicho sus equivocados
predecesores, aunque lo haga con el luminoso estilo que le es propio. Hume, en
cambio, una vez establecida dicha teoría, se objeta a sí mismo (como ya antes había
hecho Montesquieu, partiendo de los mismos presupuestos),

que es "seguro" que desde el descubrimicnto de las minas americanas "la industria
ha aumentado en todas las naciones de Europa excepto en la de

pág. 234

los propietarios de esas minas" y que esto "entre otras cosas, es efecto del aumento
de oro y plata".

Hume explica el fenómeno diciendo que

"aunque el alto precio de las mercancías es una consecuencia necesaria del


aumento de oro y plata, no se sigue de todos modos inmediatamente de dicho
aumento, sino que requiere algún tiempo hasta que el dinero circula por todo el
estado y realiza sus efectos en todas las capas de la población". Y en ese interludio
obra benéficamente sobre la industria y el comercio.

Al final de la discusión, Hume nos dice también por qué ocurre eso, aunque su
explicación es mucho más unilateral que las de varios de sus predecesores y
contemporáneos:

Es fácil seguir al dinero en su progreso por toda la comunidad, y al hacerlo


encontraremos que el dinero tiene que estimular la aplicación de todo el mundo
antes de aumentar el precio del trabajo.

Dicho de otro modo: Hume está describiendo el efecto de una revolución en el valor
de los metales nobles, y precisamente una depreciación, o, lo que equivale a lo
mismo, una revolución en el criterio de medida del valor de los metales nobles.
Hume establece correctamente que, en el paulatino curso de compensación de los
valores de las mercancías, esa depreciación no "aumenta el precio del trabajo",
vulgo salario, sino en última instancia, o sea que aumenta el beneficio de los
comerciantes e industriales, "estimula la aplicación", a costa de los trabajadores
(cosa que le parece muy oportuna). Pero Hume no se plantea siquiera la cuestión
propiamente científica a saber: si un aumento de los metales nobles, mantenidos al
mismo valor, influye sobre los precios de las mercancías, y, en caso afirmativo, en
qué medida influye , y confunde todo "aumento de los metales nobles" con su
depreciación. Hume hace, pues, exactamente lo que Marx dice que hace (en la
Contribución a la crítica, etc., pág. 173). Aún volveremos a tocar de paso este punto,
pero ahora vamos a atender al essay de Hume sobre el "interest".

Toda la argumentación explícitamente dirigida por Hume contra Locke y según la


cual el interés no está regulado por la masa del dinero presente, sino por la tasa de
beneficio, y todas sus demás explicaciones sobre las causas que determinan que la
tasa de interés sea alta o baja, se encuentran, mucho más exacta y menos
elegantemente, en un escrito aparecido en 1750, dos años antes del essay

pág. 235

de Hume: An Essay on the Governing Causes of the Natural Rate of Interest, wherein
the sentiments of Sir W. Petty and Mr. Locke, on that head, are considered. Su autor
es J. Massie, un escritor activo en diversos campos y, como resulta de la literatura
inglesa de la época, también muy leído. La explicación de la tasa de interés por
Adam Smith se parece más a la de Massie que a la de Hume. Ambos, Massie y
Hume, lo ignoran todo y no dicen nada de la naturaleza del "beneficio" que en
ambos desempeña cierta función.

"En general —sermonea el señor Dühring— se ha partido de prejuicios en la


estimación de Hume, y se le han atribuido ideas que él no abrigaba."

Es cierto que el propio señor Dühring nos da más de un ejemplo característico de


este "método".

Así, por ejemplo, el ensayo de Hume sobre el interés empieza con las siguientes
palabras:

Con razón no hay nada que se tenga por señal tan segura del floreciente estado de
una nación como la modestia de la tasa de interés; aunque yo creo que la causa de
ello es diversa de la que corrientemente se supone.

Ya en su primera frase, pues, aduce Hume la opinión de que una tasa de interés
baja es la señal más segura de la floreciente situación de una nación,
presentándola como un lugar común que ya en su tiempo era trivial. Y,
efectivamente, esta "idea" había tenido sus buenos cien años para llegar a ser
corriente y callejera. En cambio

"La idea principal que hay que destacar de sus opiniones [las de Hume] sobre la tasa
de interés es que ésta es para él el verdadero barómetro de la situación [¿de qué
situación?] y que su pequeñez es señal casi infalible del florecimiento de una
nación." (Pág. 130.)

¿Quién es el "preso en prejuicios" que así habla? El señor Dühring.

Esto, por cierto, provoca en nuestro crítico historiador un ingenuo asombro: que, al
descubrir una determinada idea afortunada, Hume "no se presente siquiera como
descubridor de la misma". Ello, desde luego, no le habría ocurrido al señor Dühring.

Hemos visto que Hume identifica todo aumento de los metales nobles con el
aumento de los mismos acompañado de su depreciación, de una revolución en su
propio valor, es decir, en la medida del valor de las mercancías. Esta confusión era
inevitable para

pág. 236

Hume, que carecía de toda comprensión de la función de los metales nobles como
medida del valor. Y no podía tener esa comprensión porque tampoco sabía una
palabra del valor mismo. El término "valor" aparece quizá una sola vez en sus
escritos, y ello precisamente para estropear el error de Locke, según el cual los
metales nobles sólo tienen "un valor imaginario", diciendo que dichos metales
tienen "principalmente un valor ficticio".

En este punto anda Hume muy por debajo no sólo de Petty, sino también de varios
de sus contemporáneos ingleses. El mismo "atraso" manifiesta cuando celebra, aún
al modo antiguo, al "comerciante" como motor principal de la producción, cosa que
ya había superado cumplidamente Petty. Y por lo que hace a la categórica
afirmación del señor Dühring, según la cual Hume se ha ocupado de "las relaciones
económicas fundamentales", basta traer a colación el escrito de Cantillon citado por
Adam Smith (y aparecido, como los ensayos de Hume, en 1752,[59] pero muchos
años después de la muerte de su autor), para asombrarse de la estrechez de
horizonte de los trabajos económicos de Hume. Como se ha dicho,[60] Hume es
respetable también en el terreno de la economía política —y a pesar de la patente
que le extiende el señor Dühring—, pero no es en él en ningún modo un
investigador original, ni menos un autor que haya hecho época. La influencia de
sus ensayos de economía en los círculos cultivados de su tiempo se debió no sólo a
la excelente exposición, sino también, y aún mucho más, a que eran una
magnificación progresista y optimista de la industria y el comercio entonces
florecientes en Inglaterra, o sea de la socicdad capitalista que entonces se imponía
rápidamente: en ella tenían por fuerza que encontrar "aplauso". Baste sobre esto
una fugaz indicación. Es sabido que, precisamente en tiempos de Hume, la masa
del pueblo inglés combatió apasionadamente el sistema de impuestos indirectos
utilizado sistemáticamcnte por el malfamado Robert Walpole para beneficiar a los
terratenientes y a los ricos en general. En el ensayo sobre los impuestos (Of Taxes),
en el que, sin nombrarle, Hume polemiza con su hombre de confianza y siempre
presente, Vanderlint, que era el mayor enemigo de los impuestos indirectos y el más
resuelto abanderado de la imposición de la tierra, podemos leer:

"Ellos [los impuestos sobre el consumo] tendrían que ser en realidad muy fuertes, y
estar puestos muy sin razón, para que el trabajador no fuera capaz de pagarlos
mediante un aumento de su aplicación y de su espíritu de ahorro, sin aumentar el
precio de su trabajo."[61]

pág. 237

Da la impresión de estar oyendo al propio Robert Walpole, sobre todo si se añade a


eso el paso del ensayo sobre el "crédito público" en el cual, refiriéndose a la
dificultad de una imposición de los acreedores del Estado, Hume dice:

La disminución de sus ingresos no quedará disimulada por la apariencia de ser una


mera partida de los impuestos indirectos o de los derechos aduaneros.

Como no podía menos de ocurrir en un escocés, la admiración de Hume por la


actividad económica burguesa era todo lo contrario que platónica. Pobre de
nacimiento, Hume llegó a contar con unos ingresos anuales de un redondo,
redondísimo millar de libras. Y como no se trata de Petty, el señor Dühring lo
expresa profundamente diciendo

Gracias a una buena economía privada, y partiendo de medios muy limitados,


Hume había llegado a una posición en la que no tenía que escribir al dictado de
nadie.
Y por lo que hace a la ulterior afirmación del señor Dühring, que Hume "no hizo
nunca la menor concesión a la influencia de los partidos, de los príncipes o de las
universidades", es sin duda cierto que no tenemos la menor prueba de que Hume se
haya asociado literariamente nunca con un "Wagener",[62] pero sí sabemos que fue
un inflexible partidario de la oligarquía whig, que glorificó la "Iglesia y el Estado" y
que, como pago de ese servicio, consiguió primero el cargo de secretario de
embajada en París y luego el cargo, mucho más importante y rentable, de
subsecretario de Estado.

"Políticamente era y fue siempre Hume conservador y de mentalidad rígidamente


monárquica. Por eso los partidarios de la Iglesia de la época no le atacaron tan
violentamente como a Gibbon", dice el viejo Schlosser.[63]

"Este egoísta Hume, ese falsificador de la historia", retrata a los monjes ingleses
como gordos individuos sin mujer ni familia que viven de la mendicidad; "pero él no
tuvo nunca familia ni mujer, y era también un mozo bastante gordo, cebado en
considerable medida con dineros públicos que no había merecido por ningún
servicio realmente prestado al público", dice Cobbett,[64] "groseramente" plebeyo.
"En el tratamiento práctico de la vida", Hume "supera en mucho a un Kant en
direcciones esenciales" dice el señor Dühring.

Pero ¿por qué se concede a Hume en la Historia crítica un lugar tan exagerado?
Simplemente, porque este "serio y sutil pensador"

pág. 238

tiene el honor de representar el Dühring del siglo XVIII. Pues al modo como Hume
sirve de prueba de que

"la creación de toda esta rama de la ciencia [la economía] ha sido obra de la filosofía
más ilustrada".

así el antecedente de Hume da la mejor garantía de que toda esa rama de la ciencia
va a encontrar su culminación visible por ahora en este hombre fenomenal que ha
subvertido la filosofía simplemente "más ilustrada" para hacer de ella la filosofía de
la realidad, cuya luminosidad es absoluta, y en el cual, como en Hume, cosa, por
cierto,

sin ejemplo hasta ahora en tierra alemana..., se encuentran apareados el cultivo de


la filosofía en sentido estricto y el esfuerzo científico en economía

Y así encontramos a Hume, que, en definitiva, resulta respetable también como


economista, hinchado hasta presentarse como estrella económica de primera
magnitud, cuya importancia ha sido ignorada hasta ahora por aquella misma
envidia que también está silenciando tenazmente los logros "que hacen época" del
señor Dühring.

Como es sabido, la escuela fisiocrática nos ha legado, con el cuadro o Tableau


économique de Quesnay, un enigma que ha resultado demasiado duro de roer para
todos los críticos e historiadores de la economía hasta el presente. Este Tableau,
que se proponía visualizar la representación fisiocrática de la producción y la
circulación de la riqueza total de un país, ha sido en realidad una cosa bastante
oscura para la posteridad de los economistas. El señor Dühring va a encender
también a su propósito la luz definitiva.

Lo que "pretende significar" esta "representación económica de las relaciones de la


producción y la distribución por Quesnay mismo, dice el señor Dühring, no puede
precisarse sin "analizar antes exactamente los peculiares conceptos que dirigen su
concepción". Y ello tanto más cuanto que hasta ahora dichos conceptos han sido
expuestos con una "vacilante imprecisión", de modo que ni siquiera en la obra de
Adam Smith pueden "reconocerse sus rasgos esenciales".

pág. 239

El señor Dühring va a terminar para siempre con esa "frívola información"


tradicional. Y a continuación se burla cumplidamente de su lector durante sus
buenas cinco páginas, cinco páginas en las cuales hinchados giros de todas clases,
constantes repeticiones y calculados desórdenes sirven para disimular el hecho
decisivo de que el señor Dühring no sabe comunicar acerca de los "conceptos que
dirigen la concepción de Quesnay" sino apenas lo que contienen las "más corrientes
compilaciones de manual" contra las cuales pone en guardia tan incansablemente.
"Uno de los aspectos más discutibles" de esta introducción es que ya en ella se
alude ocasionalmente a curiosos detalles del Tableau, hasta el momento
desconocido sino es en cuanto al nombre, para desviarse luego en "reflexiones"
heterogéneas, como, por ejemplo, "la distinción entre gastos y resultados". Aunque
esta distinción "no se encuentra, ciertamente, ya explícita en la idea de Quesnay", el
señor Dühring nos dará un fulminante ejemplo de ella, en cuanto pase de su
extenso e introductorio "gasto" a su "resultado", tan asombrosamente pobre, que es
la aclaración del Tableau mismo. Vamos a reproducir ahora textualmente todo lo
que el señor Dühring considera oportuno comunicarnos acerca del Tableau de
Quesnay.

En el "gasto" nos dice el señor Dühring:

"Le parecía [a Quesnay] evidente que el rendimiento [el señor Dühring acaba de
hablar de producto neto] debe concebirse y tratarse como un valor en dinero... por
eso aplica sus reflexiones (!) inmediatamente a los valores en dinero, presupuestos
por él como resultados de la venta de todos los productos agrícolas en la transición
desde la primera mano. De este modo (!) opera en las columnas de su Tableau con
algunos miles de millones" (es decir, con valores en dinero).

Con esto sabemos tres cosas: que Quesnay en el Tableau opera con los "valores en
dinero" de los "productos agrícolas", incluyendo en ellos el "producto neto" o
"rendimiento limpio". Sigamos el texto:

"Si Quesnay hubiera emprendido el camino de un modo de consideración


verdaderamente natural y se hubiera liberado no sólo del respeto a los metales
nobles y a la masa de dinero, sino también del respeto a los valores en dinero... Pero
como no lo ha hecho, sus cálculos son con puras sumas de valores, y se imagina (!)
a priori el producto neto como un valor en dinero"
pág. 240

Así, por cuarta y quinta vez, se nos informa de que en el "Tableau" no hay más que
valores en dinero.

"Consigue [Quesnay] el mismo [el producto neto] sustrayendo las inversiones y


pensando (!) principalmente [dicho sea con información tradicional, pero aún
especialmente frívola] en el valor que va a manos del propietario de la tierra en
forma de renta."

Seguimos por el momento en el mismo sitio. Pero ahora viene algo nuevo:

"Por otra parte, también de todos modos [este "también de todos modos" es una
verdadera perla] el producto neto entra en la circulación como objeto natural, y se
convierte de este modo en un elemento con el cual... hay que sustentar... a la clase
llamada estéril. Aquí puede observarse en seguida (!) la confusión que se produce
por el hecho de que la argumentación está en un caso determinada por el valor en
dinero, y en otros casos por la cosa misma.

Parece, más bien, y en general, que toda circulación de mercancías padece de esa
"confusión" que consiste en que las mercancías entran en dicha circulación a la vez
como "objetos naturales" y como valores en dinero". Pero aún estamos girando en el
círculo de los valores en dinero", pues "Quesnay quiere evitar un doble asiento del
producto económico".

Con permiso del señor Dühring: en la parte inferior del "Análisis" del Tableau por
Quesnay figuran las diversas clases de productos como "objetos naturales", y arriba
en el Tableau figuran sus valores en dinero. Más tarde, Quesnay ha encargado
incluso a su ayudante, el abate Baudeau, que introdujera en el "Tableau" mismo los
objetos naturales junto a sus valores en dinero.

Luego de tanto "gasto", llegamos finalmente al "resultado" Oígase con asombro:

"Pero la inconsecuencia [respecto del papel atribuido por Quesnay a los propietarios
de la tierra] queda clara en seguida, en cuanto que se pregunta qué ocurre en el
circuito económico con el producto neto apropiado como renta. En este punto, las
concepciones de los fisiócratas y el Tableau económico no han sido posibles sino por
una confusión y una arbitrariedad llevadas ya hasta el misticismo."

El final lo redime todo. El señor Dühring, en resolución, no sabe "qué ocurre en el


circuito económico", representado por el Tableau, "con el producto neto apropiado
como renta". El Tableau es para él la "cuadratura del círculo". Esto equivale a la
confesión

pág. 241

de no entender el abecé de la fisiocracia. Luego de todos los rodeos, la encendida


fraseología, el corte de cabellos en el aire, los saltos de frente y a través, las
arlequinadas, los episodios, las diversiones, las repeticiones y las mezclas de todos
los temas para poner perplejo al lector, todo lo cual tenía que prepararnos para una
poderosa aclaración de lo "que pretende significar el Tableau en Quesnay mismo",
luego de todo eso, tenemos al final la púdica confesión del señor Dühring de que él
mismo no lo sabe.

Una vez sacudido el doloroso secreto, la horaciana negra cura que llevó a cuestas
durante su cabalgata por las praderas fisiocráticas, nuestro "más serio y sutil
pensador" se pone a soplar la trompeta del modo que sigue:

"Las líneas que Quesnay traza en su Tableau, tan sencillo por lo demás (!) [y son
cinco líneas], las cuales quieren representar la circulación del producto neto",
hacen preguntarse si no subyace a "esos maravillosos enlaces de columnas" una
fantasía matemática, si no recuerdan el hecho de que Quesnay se ha interesado por
el problema de la cuadratura del círculo, etc.

Como, a pesar de toda su sencillez, esas líneas son incomprensibles para el señor
Dühring según su propia confesión, éste no puede evitar, según su corriente estilo,
considerarlas sospechosas. Y así puede por fin dar con final satisfacción el golpe de
gracia al fatal Tableau:

"Tras considerar el producto neto según este aspecto, que es el más discutible", etc.

El "aspecto más discutible del producto neto" es, según esto, la obligada confesión
de que el señor Dühring no entiende una palabra del Tableau économique ni del
"papel" que desempeña en él el producto neto. ¡Qué picaresco humor!

Pero para que nuestros lectores no se queden en la misma cruel ignorancia del
Tableau de Quesnay con la que por fuerza tienen que aguantarse los que se queden
en la sabiduría económica "de primera mano" que les ofrece el señor Dühring,
indicaremos brevemente lo que sigue:

Como es sabido, la sociedad se divide, según los fisiócratas, en tres clases: 1ª, la
clase productora, es decir, la clase realmente activa en la agricultura: arrendatarios
y trabajadores agrícolas; se la llama productora porque su trabajo crea un
excedente: la renta. 2ª, la clase que se apropia ese excedente, la cual comprende los
propietarios de la tierra y sus dependientes, el príncipe y, en general, los

pág. 242

funcionarios pagados por el Estado, así como, finalmente, la Iglesia en su especial


condición de sujeto que se apropia el diezmo. Por brevedad designaremos en lo que
sigue a la primera clase por la expresión "los arrendatarios", y la segunda por "los
terratenientes". 3ª, la clase artesano industrial, o estéril, así llamada porque, según
los fisiócratas, no añade a las materias primas que le suministra la clase
productora más que el mismo valor que consume en forma de alimentos y medios
de vida que le suministra la misma clase productora. El Tableau de Quesnay se
propone visualizar cómo circula entre las tres clases y cómo sirve para la
reproducción anual el producto total anual de un país (Francia, en realidad).

El primer presupuesto del Tableau es que esté introducido como régimen general el
sistema de arriendos, y con él la agricultura en grande y sistemática explotación, tal
como se concibe en la época de Quesnay, el cual tiene presente como modelos en
este punto la situación de Normandía, la Île-de-France, la Picardía y algunas otras
provincias francesas. El arrendatario aparece por eso mismo como el verdadero
director de la agricultura, representa en el Tableau toda la clase productora
(agricultora) y paga a los terratenientes una renta en dinero. Se atribuye a la
totalidad de los arrendatarios un capital de inversión, o inventario, de diez mil
millones de libras, una quinta parte del cual —dos mil millones— constituyen un
capital de explotación que hay que reponer anualmente; el modelo inspirador de
esta estimación fueron también las explotaciones en arriendo mejor cultivadas de
las citadas provincias francesas.

Otros presupuestos son: 1.º, que se tienen, por simplificación, precios constantes y
reproducción simple; 2.º, que se excluye toda circulación que tenga totalmente
lugar en el seno de una sola clase, y no se considera más que la circulación entre
clase y clase; 3.º: que todas las compras o ventas que tienen lugar entre una clase y
otra en el curso del ejercicio o año económico se resumen en una única suma total.
Por último, hay que recordar que en la Francia de Quesnay, como ocurría más o
menos en toda Europa, la propia industria doméstica de las familias campesinas les
facilitaba la parte más considerable de las satisfacciones de necesidades no
pertenecientes a la clase de los alimentos y que, por tanto, esos medios de
satisfacer necesidades no alimenticias se computan en el Tableau, como cosa
evidente, como instrumental o medios de la agricultura misma.

El punto de partida del Tableau es la cosecha total, el producto

pág. 243

bruto de los productos anuales del suelo, o "reproducción total" del país —en este
caso Francia—, el cual figura por eso mismo en cabeza del Tableau. El valor de ese
producto bruto se estima según los precios medios de los produetos de la tierra en
las naciones comerciantes. Importa cinco mil millones de libras, suma que expresa
aproximadamente el valor en dinero del producto agrícola bruto de Francia, en base
a las estimaciones estadísticas posibles en la época. Esta es precisamente la razón
por la cual Quesnay "opera con algunos miles de millones" en el Tableau,
exactamente con cinco mil, y no con cinco libras de Tours.

Todo ese producto bruto, que vale cinco mil millones, se encuentra, pues, en las
manos de la clase productora, o sea de los arrendatarios que lo han producido
gastando un capital anual de explotación de dos mil millones, el cual corresponde a
un capital total de inversión, con instalación, de diez mil millones. Los productos
agrícolas, como alimentos y materias primas, etc., necesarios para la reposición del
capital de explotación —lo que quiere decir tambien para el sustento de todas las
personas inmediatamente activas en la agricultura— se toman in natura de la
cosecha total[65] y se gastan para la nueva producción agrícola. Y puesto que, como
queda dicho, se han supuesto precios constantes y reproducción simple en base a
los criterios cuantitativos fijados, el valor en dinero de esa parte del producto bruto
que se retira anticipadamente es igual a dos mil millones de libras. Esta parte no
entra, pues, en la circulación general. Pues, como ya se ha indicado, queda excluida
del cuadro la circulación que se produce sólo en el seno de eada clase particular, y
no entre las diversas clases.

Una vez repuesto el capital de explotación, tomándolo así del producto bruto, queda
un excedente de tres mil millones, uno de ellos en materias primas y dos en
productos alimenticios. La renta que los arrendatarios tienen que pagar a los
terratenientes no constituye, empero, sino dos tercios de ese excedente, o sea dos
mil millones. Pronto se verá por qué sólo esos dos mil millones figuran bajo la
rúbrica "producto neto" o "ingresos limpios".
Además de la "reproducción total" agrícola, que vale cinco mil millones, tres mil de
los cuales entran en la circulación general, existe aún, antes de que empiece el
movimiento representado en el Tableau, todo el "pécule" de la nación, dos mil
millones en dinero líquido, que están en las manos de los arrendatarios. La
situación es como sigue:

Pues que su punto de partida es la cosecha total, el Tableau

pág. 244

constituye al mismo tiempo el punto final de un ano económico, por ejemplo, del
año 1758, tras el cual empieza un nuevo año económico. Durante este nuevo año
de 1759, la parte del producto bruto destinada a la circulación se divide entre las
otras dos clases por medio de cierto número de pagos, compras y ventas
particulares. Estos movimientos sucesivos y dispersos, que cubren todo un año, se
resumen —como necesariamente tenía que ocurrir en el Tableau— en pocos actos
que recogen en una sola cifra todo un año. Así, a fines del año 1758 ha vuelto a
afluir a la clase de los arrendatarios el dinero que pagó a los terratenientes como
renta del año 1757 (y el propio Tableau mostrará cómo ocurre eso), a saber, la
suma de dos mil millones, de tal modo que en 1759 puede volver a lanzarlos a la
circulación. Mas puesto que aquella suma, como observa Quesnay, es mucho
mayor que la necesaria para la circulación total del país (Francia) en la realidad
pues en la realidad los pagos se repiten constante y fragmentariamente , los dos mil
millones de libras en manos de los arrendatarios constituyen la suma total del
dinero circulante en la nación.

La clase de los terratenientes perceptores de la renta aparece por de pronto, como


aún ocurre hoy día (notable casualidad), en el papel de perceptores de pagos. Según
los presupuestos de Quesnay, los terratenientes propiamente dichos perciben sólo
cuatro séptimos de la renta de dos mil millones; dos séptimos van al gobierno, y un
séptimo a los beneficiarios del diezmo. En tiempos de Quesnay, la Iglesia era la
mayor terrateniente de Francia y percibía además el diezmo de todas las restantes
propiedades inmobiliarias.

El capital de explotación (avances annuelles) gastado por la "clase estéril" durante


todo un año consiste en materias primas por valor de mil millones: sólo materias
primas, porque las herramientas, las máquinas, etc., se computan con los
productos de esa clase. Y las muy diversas funciones que desempeñan esos
productos en la producción de las industrias de esa clase no importan en absoluto
al Tableau, del mismo modo que no le interesa la circulación de mercancías o
dinero que se produce exclusivamente en el seno de esa clase. El salario del trabajo
por el cual la clase estéril transforma la materia prima en mercancías
manufacturadas es igual al valor de los productos alimenticios que recibe esa clase
directamente, en parte, de la clase productora, y en parte indirectamente a través
de los terratenientes. Aunque la clase estéril se divide a su vez en capitalistas y
asalariados, en la concepción básica

pág. 245

de Quesnay se presenta como una clase única, a sueldo de la clase productora y de


los terratenientes. También se recoge en una sola totalidad la producción total de la
industria y, por tanto, también su circulación total, repartida en realidad a lo largo
de todo el año que sigue a la cosecha. Por eso se presupone que al comenzar el
movimiento representado en el Tableau toda la producción anual de mercancías de
la clase estéril se encuentra en sus propias manos, o sea que todo su capital de
explotación, o materia prima, con un valor de mil millones, ha sido transformado en
mercancías que valen dos mil millones, representando la mitad de esa suma el
precio de los productos alimenticios consumidos durante la transformación de la
materia prima. En este punto podría objetarse: pero la clase estéril consume
también productos industriales para sus necesidades domésticas; ¿dónde figuran
éstos, si toda su producción pasa por la circulación a las demás clases? A esto se
nos da la siguiente respuesta: la clase estéril no sólo consume una parte de sus
propias mercancías, sino que intenta además quedarse con la mayor cantidad
posible de ellas. Por eso vende por encima de su valor real las mercancías que pone
en circulación; y tiene que hacerlo, puesto que computamos esas mercancías como
si fueran el valor total de la producción de dicha clase. Pero esto no altera en nada
las afirmaciones del Tableau, pues las otras dos clases reciben las mercancías
manufacturadas por el valor de su producción total.

Ahora conocemos ya la posición económica de las tres clases al comenzar el


movimiento representado por el Tableau.

Tras sustituir in natura su capital de explotación, la clase productora dispone aún


de tres mil millones de producto bruto agrícola, y de dos mil millones en dinero. La
clase de los terratenientes figura por de pronto con su pretensión de renta de dos
mil millones, dirigida contra la clase productora. La clase estéril dispone de dos mil
millones de mercancías manufacturadas. Los fisiócratas llaman circulación
imperfecta a una que tenga lugar entre sólo dos de las tres clases, y circulación
perfecta a la que se produce entre las tres.

Vamos, pues, al Tableau económico.

Primera circulación (imperfecta): Los arrendatarios pagan a los terratenientes, sin


contraprestación, la renta que les corresponde, con dos mil millones en dinero. Con
mil millones de los recibidos, los terratenientes compran productos alimenticios a
los arrendatarios, a los cuales refluye así una mitad del dinero gastado para pagar
la renta.

pág. 246

En su Analyse du tableau économique, Quesnay no habla ya más del estado, que


recibe dos séptimos de la renta de la tierra, ni de la Iglesia, que recibe un séptimo
de ella, pues la función social de estas instituciones es conocida y no necesita más
aclaración. Mas por lo que hace a los terratenientes[66] propiamente dichos,
Quesnay dice que sus gastos, entre los cuales figuran todos los de sus servidores,
son en su mayor parte gastos estériles, con la excepción de la pequeña fracción de
los mismos destinada a "la conservación y mejora de sus bienes y al
perfeccionamiento de sus cultivos". Pero, según el "derecho natural", la función
propia de estas personas consiste precisamente en "curar de la buena
administración y de los gastos para el mantenimiento de su herencia", o, como se
precisa más adelante, en las avances foncières, es decir, en gastos para preparar el
suelo y dotar a los arrendamientos con todos los adminículos correspondientes que
permiten al arrendatario dedicar todo su capital exclusivamente al negocio agrícola
propiamente dicho.
Segunda circulación (perfecta): Con los otros mil millones en dinero que aún se
encuentran en sus manos, los terratenientes compran mercancías manufacturadas
a la clase estéril, y ésta, a su vez, con el dinero así recibido, compra productos
alimenticios por la misma suma a los arrendatarios.

Tercera circulación (imperfecta): Los arrendatarios compran a la clase estéril, por mil
millones en dinero, mercancías manufacturadas; una gran parte de esas
mercancías son herramientas agrícolas y otros medios de producción necesarios
para la agricultura. La clase estéril devuelve a los arrendatarios ese mismo dinero,
al comprar con él mil millones de materias primas, en reposición de su propio
capital de explotación. Con esto han refluido a los arrendatarios los dos mil
millones en dinero gastados por ellos en pago de la renta, y el movimiento[67] está
concluido. Y con esto también queda resuelto el gran enigma de "qué ocurre en el
circuito económico con el producto neto apropiado como renta".

Al comenzar el proceso teníamos en las manos de la clase productora un excedente


de tres mil millones. Dos mil de ellos se pagaban como renta a los terratenientes,
como producto neto. Los otros mil millones del excedente constituyen el interés del
capital total invertido por los arrendatarios, o sea, siendo este capital de diez mil
millones, el diez por ciento. Hay que observar que los arrendatarios no reciben ese
interés a través de la circulación; el interés se encuentra in natura en sus manos, y
no lo

pág. 247

realizan por la circulación sino al gastarlo en mercancías manufacturadas del


mismo valor.

Sin ese interés, el arrendatario, agente capital de la agricultura, no adelantaría a


ésta el capital de inversión. Ya por esto la apropiación por el arrendatario de la
parte de plusrendimiento agrícola que representa el interés es para los fisiócratas
una condición de la reproducción, tan necesaria como la clase misma de los
arrendatarios; y por eso también ese elemento no puede incluirse en la categoría del
"producto neto" o "ingreso limpio" nacional, pues el último se caracteriza
precisamente por ser consumido sin consideración alguna de las inmediatas
necesidades de la reproducción nacional. Ese fondo de mil millones sirve, según
Quesnay, sobre todo para las reparaciones y parciales renovaciones del capital de
inversión que se hacen necesarias durante el año, como fondo de reserva contra
accidentes y, por último, cuando es posible, para el enriquecimiento del capital de
inversión y explotación, la mejora del suelo y la extensión de los cultivos.

El proceso en su conjunto es, ciertamente, "bastante sencillo". Han sido lanzados a


la circulación: por los arrendatarios, dos mil millones en dinero para pagar la renta,
y tres mil millones en productos, dos terceras partes de los cuales son productos
alimenticios, y una tercera parte materias primas; por la clase estéril, mercancías
manufacturadas por dos mil millones. De los productos alimenticios, que importan
dos mil millones, los terratenientes, con su apéndice doméstico, consumen la
mitad; la clase estéril consume la otra mitad en pago de su trabajo; las materias
primas, por valor de mil millones, reponen el capital de explotación de dicha clase
estéril. La mitad de las mercancías manufacturadas en circulación por un importe
de dos mil millones va a los terratenientes, y la otra mitad a los arrendatarios, para
los cuales no es más que una forma modificada de interés de su capital de inversión,
obtenido primero de la reproducción agrícola. En cuanto al dinero que el
arrendatario ha puesto en circulación al pagar la renta, refluye a él mediante la
venta de sus productos, y así esa misma circulación económica puede volver a
empezar al año siguiente.

Y ahora admírese la exposición del señor Dühring, tan "realmente crítica", tan
infinitamente superior a la "tradicional y frívola información". Luego de habernos
subrayado cinco veces con gran misterio lo discutible que es el que en el Tableau
Quesnay opere con meros valores en dinero, lo cual es, por lo demás, falso, el señor
Dühring llega al resultado de que en cuanto pregunta

pág. 248

"qué ocurre en el circuito económico con el producto neto apropiado como renta", se
impone la conclusión de que "el Tableau económico no ha sido posible sino por una
confusión y una arbitrariedad llevadas ya hasta el misticismo".

Hemos visto que el Tableau —exposición, tan sencilla como genial para su tiempo,
del proceso anual de reproducción tal como este es mediado por la circulación—
contesta muy precisamente a la pregunta de qué ocurre con aquel producto neto en
el circuito económico nacional, con lo que el "misticismo" y la "confusión" y la
"arbitrariedad" son también en este caso exclusivos del señor Dühring, "aspecto
sumamente discutible" y único "producto neto" de sus estudios fisiocráticos. Y el
señor Dühring domina la importancia histórica de los fisiócratas exactamente igual
que su teoría.

Con Turgot —nos adoctrina— la fisiocracia había llegado en Francia a su final,


práctica y teoréticamente.

Y para "un Dühring" no cuentan los hechos de que Mirabeau es en sus opiniones
económicas un fisiócrata en lo esencial, de que en la Asamblea Constituyente de
1789 Mirabeau es la primera autoridad económica, de que esta Asamblea llevó a la
práctica, con sus reformas económicas, gran parte de las proposiciones de la teoría
fisiocrática, y, señaladamente, gravó con un importante impuesto el producto neto
apropiado "sin contraprestación" por los terratenientes, es decir, la renta.

Del mismo modo que el férreo paréntesis que encierra los años 1691-1752 eliminó a
todos los predecesores de Hume, así también otro paréntesis no menos
impenetrable elimina a sir James Steuart, situado entre Hume y Adam Smith. En la
"empresa" del senor Dühring no se encuentra ni una sílaba de la gran obra de
Steuart, que, independientemente de su importancia histórica, ha enriquecido
duraderamente el ámbito de la economía política. A falta de información, el señor
Dühring lanza contra Steuart el peor insulto de que dispone en su léxico, y dice que
fue un profesor de la época de Adam Smith. La grave acusación es infundada.
Steuart fue, en realidad, un terrateniente escocés, desterrado de la Gran Bretaña
por su supuesta participación en la conspiración estuardiana, y que se familiarizó
con la situación económica de diversos países por su larga estancia y sus viajes en
el continente.

En resolución: según la Historia crítica, todos los anteriores


pág. 249

economistas tienen como único valor el haber sido "conatos" de la más profunda y
"decisiva" fundamentación ofrecida por el señor Dühring, o bien el de dar más brillo
a ésta por el contraste de su condenabilidad. A pesar de lo cual hay en la economía
algunos héroes que no sólo constituyen "conatos" de la "fundamentación más
profunda", sino que incluso han formulado "proposiciones con las cuales la
fundamentación más profunda se "compone directamentc, más que "desarrollarse"
a partir de ella, como quedó prescrito en la filosofía de la naturaleza: ahí está la
"grandeza incomparable" de List, el cual, para provecho y edificación de los
fabricantes alemanes, hinchó en "poderosas" palabras las "sutilísimas" doctrinas
mercantilistas de un Ferrier y otros, o Carey, que descubrió en la siguiente frase el
auténtico núcleo de su sabiduría:

"El sistema de Ricardo es un sistema de la discordia..., tiene como consecuencia la


promoción de la hostilidad entre las clases..., su escrito es el manual del demagogo,
que aspira al poder por medio del reparto de la tierra, la guerra y el saqueo";

y, luego de esos dos, el Confucio de la city londinense, Macleod.

Las personas que en el presente y en el inmediato futuro quieran estudiar la


historia de la economía política andarán, pues, bastante más seguras si conocen los
"aguados productos", las "trivialidades" y las "insípidas sopas bobas" de las "más
accesibles compilaciones de manual" que si se fían de la "historiografía de gran
estilo" del señor Dühring.

¿Cuál es, pues, el resultado final de nuestro análisis del sistema dühringiano,
"personalmente creado", de la economía política? Simplemente el hecho de que con
todas las sonoras palabras y aún más ruidosas promesas hemos sido burlados
exactamente igual que en la Filosofía. La teoría del valor, esa "piedra de toque de la
madurez de los sistemas económicos", nos llevó a comprobar que el señor Dühring
entiende por "valor" cinco cosas totalmente diversas y directamente contradictorias
unas con otras, lo que quiere decir, en el mejor de los casos, que ni siquiera sabe lo
que quiere. Las "leyes naturales de toda economía", enunciadas con tanta pompa
resultaron trivialidades redondas, conocidas por todo el mundo y muchas veces ni
siquiera enunciadas de un modo correcto. La única explicación de los hechos
económicos que sabe darnos el

pág. 250

sistema personalmente creado por el señor Dühring es que dichos hechos son
resultado del "poder" o "violencia", frase con la cual los filisteos de todas las
naciones se consuelan desde hace milenios de todas las desgracias que les ocurren,
y con la cual, por otra parte, quedamos tan a oscuras como antes de que nos la
digan. Mas en vez de estudiar ese poder en cuanto a su origen y a sus efectos, el
señor Dühring nos conmina a tranquilizarnos con gratitud por la mera palabra
"poder", aceptándola como causa última y explicación definitiva de todos los
fenómenos económicos. Cuando se ve obligado a dar más concretas explicaciones
sobre la explotación capitalista del trabajo, la presenta en términos generales como
basada en el gravamen o el recargo, apropiándose en esto la "exacción previa"
(prélèvement) proudhoniana; y luego, en particular, la explica por medio de la teoría
marxiana del plustrabajo, el plusproducto y la plusvalía. Así consigue reconciliar
felizmente dos concepciones que se contradicen sin apelación, y lo consigue por el
elemental procedimiento de escribirlas una detrás de otra. Y al modo como en la
filosofía no encontraba insultos suficientemente groseros contra aquel Hegel al que
estaba saqueando sin cesar —y estropeándolo—, así también en economía, en la
Historia crítica, la ilimitada serie de insultos a Marx sirve simplemente para
encubrir el hecho de que todo lo relativamente racional sobre el capital y el trabajo
que se encuentra en el Curso es también plagio y deteriorización de Marx. La
ignorancia que, en el Curso, se permite colocar al "gran terrateniente" al comienzo
de la historia de los pueblos de cultura, sin saber una palabra de la propiedad
colectiva de las comunidades tribales o aldeanas de la que arranca realmente toda
historia, esa ignorancia hoy día casi incomprensible resulta casi superada por la
que en la Historia crítica se pavonea como "amplitud universal de la mirada
histórica", y de la que nos hemos limitado a dar unos pocos ejemplos para infundir
saludable temor al incauto. En una palabra: primero se tiene el colosal "gasto" de
autoelogio, de trompeteos de mercado, de promesas en pirámide sin fin, y luego el
"rendimiento" igual a cero.
Sección Tercera

SOCIALISMO

pág. 253

I. CUESTIONES HISTORICAS

Vimos en la Introducción cómo los filósofos franceses del siglo XVIII, precursores de
la Revolución, apelaban a la razón como juez único de todo lo que existe. Había que
establecer un Estado razonable, una sociedad razonable, y había que eliminar sin
compasión todo lo que contradecía a la razón eterna. Vimos igualmente que esa
eterna razón no era en realidad más que el intelecto idealizado del ciudadano medio
que entonces cristalizaba en burgués. Por eso cuando la Revolución Francesa hubo
realizado esa sociedad y ese Estado de la Razón, la nuevas instituciones por
racionales que fueran en comparación con la situación anterior, no resultaron en
modo alguno razonables en sentido absoluto. El Estado de la Razón acabó en un
atasco. El contrato social roussoniano había tenido su realización en el período del
Terror, del cual escapó la burguesía, extraviada en su propia capacitación política,
para refugiarse, primero, en la corrupclón del Directorio, y luego bajo la protección
del despotismo napoleónico. La paz eterna prometida se transmutó en una
inacabable guerra de conquista. No habían ido mejor las cosas en la sociedad de la
Razón. La contraposición entre pobre y rico, en vez de disolverse en el bienestar
gcneral, se había agudizado por la eliminación de los privilegios, gremiales y de otro
tipo, que solían tender un puente por encima de ella, así como por la desaparición
de las instituciones benéficas eclesiásticas que la suavizaban. El desarrollo de la
industria sobre bases capitalistas hizo de la pobreza y la miseria de las masas
trabajadoras una condición general de existencia de toda la sociedad. De año en
año aumentó el número de delitos. Mientras que los vicios feudales antes
abiertamente manifiestos a la luz del día pasaban a segundo término, aunque sin
ser ciertamente suprimidos, los vicios burgueses hasta entonces cultivados en el
secreto florecieron tanto más exuberantemente. La "fraternidad" de la divisa
revolucionaria se realizó en los pinchazos y en la envidia de la lucha de la
competencia. En el lugar de la opresión violenta apareció la

pág. 254

corrupción, y en el del puñal como primera palanca social del poder se impuso el
dinero. El derecho de pernada, ius primae noctis, pasó de los señores feudales a los
fabricantes burgueses. El matrimonio mismo siguió siendo, como hasta entonces, la
forma legalmente reconocida y la capa encubridora de la prostitución, pero ahora se
completó con un abundante florecimiento del adulterio. En resolución: comparadas
con las magníficas promesas de los ilustrados, las instituciones sociales y políticas
establecidas por la "victoria de la Razón" resultaron desgarradas imágenes que
suscitaron una amarga decepción. Ya no faltaban más que hombres que
formularan esa decepción, y esos hombres aparecieron con el cambio de siglo. En
1802 aparecieron las Cartas ginebrinas de Saint-Simon; en 1808 se publicó la
primera obra de Fourier, aunque el fundamento de su teoría databa ya de 1799, y el
primero de enero del año 1800 Roberto Owen asumió la dirección de New Lanark.

Pero por entonces el modo capitalista de producción y, con él, la contraposición


entre burguesía y proletariado estaba aún muy poco desarrollados. La gran
industria, que acababa de nacer en Inglaterra, era aún desconocida en Francia. Y
sólo la gran industria despliega, por una parte, los conflictos que hacen de la
subversión del modo de producción una necesidad imperiosa —conflictos no sólo
entre las clases por ella engendradas, sino también entre las fuerzas productivas
que ella crea y las formas de intercambio que impone—; mientras, por otra parte,
desarrolla precisamente con esas gigantescas fuerzas productivas los medios,
también, para resolver dichos conflictos. Si, pues, hacia 1800 los conflictos que
brotan de este nuevo orden social estaban aún naciendo, lo mismo puede decirse,
aún con mayor motivo, de los medios para resolverlos. Si las desposeídas masas de
París habían podido conquistar por un momento el poder, durante el período del
Terror, no habían conseguido probar con eso sino que su dominio era imposible en
las circunstancias de la época. El proletariado que entonces se segregaba de
aquellas masas desposeídas, como tronco de una nueva clase, aún incapaz de
acción política independiente, se presentaba entonces como estamento oprimido y
en sufrimiento, al cual, por su incapacidad para defenderse por sí mismo, no se
podía sino, a lo sumo, aportar ayuda de fuera, desde arriba.

Esta situación histórica dominó a los fundadores del socialismo. A la inmadurez de


la producción capitalista y de la situación de

pág. 255

clases correspondieron teorías inmaduras. La solución de las tareas sociales, aún


oculta en la situación económica no desarrollada, tenía que obtenerse de la mera
cabeza. La sociedad no ofrecía más que abusos y maldades; el eliminarlos era tarea
de la razón pensante. Se trataba de inventar un nuevo y mejor sistema del orden
social, y de decretarlo y concederlo luego a la sociedad desde fuera, mediante la
propaganda y, caso de ser posible, mediante el ejemplo de experimentos modelos.
Estos nuevos sistemas sociales estaban desde el principio condenados a ser
utópicos; cuanto más cuidadosamente se elaboraban en el detalle, tanto más
resueltamente tenían que desembocar en la pura fantasía.

Establecido esto, no nos detendremos ni un instante más ante estos aspectos hoy
plenamente pertenecientes al pasado. Podemos dejar a pequeños merceros literarios
a la Dühring el manipular solemnemente esas fantasías que hoy no pasan de ser
motivo de entretenimiento, y la satisfacción de demostrar la superioridad de su
propio sobrio modo de pensar comparándolo con tales "absurdos". Nosotros
preferimos admirar los geniales gérmenes teóricos y pensamientos que aparecen por
todas partes en aquellos primitivos autores, rompiendo el caparazón fantasioso:
gérmenes para los cuales son completamente ciegos nuestros sesudos filisteos.
Saint-Simon afirma en sus Cartas ginebrinas que "todos los hombres deben
trabajar". En el mismo escrito muestra haber comprendido que el período del Terror
fue el dominio de las masas desposeídas:
Contemplad —grita a esas masas— lo que ocurrió en Francia cuando dominaron
vuestros camaradas; consiguieron producir el hambre.

Presentar la Revolución Francesa como una lucha de clases entre la nobleza, la


burguesía y los desposeídos era en el año 1802 un descubrimiento genial. En 1816,
Saint-Simon enseña que la política es la ciencia de la producción, y predice toda la
disolución de la política en economía. Y aunque con esas frases no expone sino en
germen el conocimiento de que la situación económica es la base de las
instituciones políticas, sin embargo, la transformación del gobierno político sobre
hombres en administración de cosas y dirección de procesos de producción —es
decir, la supresión del Estado, hoy tan ruidosamente difundida— aparece
claramente formulada por Saint-Simon. Con igual superioridad sobre sus
contemporáneos proclama en 1814, inmediatamente después de la entrada de los
aliados en París, y repite en 1815, durante los Cien

pág. 256

Días, que la alianza de Francia con Inglaterra y, en segundo lugar, la de los dos
países con Alemania, es la única garantía de un próspero desarrollo y de la paz en
Europa. Predicar a los franceses de 1815 una alianza con los vencedores de
Waterloo exigía desde luego bastante más valor que declarar a los profesores
alemanes una guerra de chismorreos.[68]

Mientras que en Saint-Simon descubrimos una genial amplitud de horizonte,


gracias a la cual se encuentran germinalmente en su obra casi todas las ideas no
rigurosamente económicas de los socialistas posteriores, en Fourier hallamos una
crítica auténticamente francesa y aguda, mas no por ello menos profunda, de la
situación social existente. Fourier toma al pie de la letra a la burguesía, es decir, a
sus entusiastas profetas de antes de la Revolución y a sus interesados cantores de
después de la Revolución. Revela despiadadamente la misere material y moral del
mundo burgués, y pone frente a ella tanto las brillantes promesas de los ilustrados
acerca de una sociedad en la que sólo reinaría la Razón, acerca de la civilización
que aportaría en todo la felicidad, acerca de la ilimitada capacidad de perfección del
hombre, cuanto las frases rosas de los ideólogos burgueses de su época; prueba
que a las más sonoras palabras corresponde en todas partes la más miserable
realidad, y redondea el inapelable fiasco de aquella fraseología con un sarcasmo que
hace mella. Fourier no es sólo un crítico: su naturaleza, profundamente alegre y
animada, hace de él un satírico y aun de los más grandes de todos los tiempos.
Describe magistral y deliciosamente la especulación deshonesta que floreció con la
decadencia de la Revolución, y la general cominería y mezquindad del comercio
francés de la época. Aún mejor en su crítica del ordenamiento burgués de las
relaciones entre los sexos y de la posición de la mujer en la sociedad burguesa. El
ha sido el primero en decir que en cualquier sociedad el grado de emancipación de
la mujer es el criterio natural de la emancipación general. Pero lo más grande de
Fourier es su concepción de la historia de la sociedad. Divide todo el decurso
anterior de ésta en cuatro estadios de evolución: salvajismo, patriarcado, barbarie y
civilización, coincidiendo esta última con lo que ahora llamamos sociedad
burguesa,[69] y entonces arguye

que el orden civilizado convierte en forma de existencia compleja, doble, ambigua e


hipócrita cada uno de los vicios ejercidos por la barbarie en la simplicidad,
pág. 257

que la civilización se mueve en un "círculo vicioso", en contradicciones que ella


misma reproduce continuamente sin poder superarlas, de tal modo que consigue
siempre lo contrario de lo que quería conseguir, o de lo que pretendía querer. De
modo que, por ejemplo, "en la civilización, la pobreza nace de la misma abundancia".

Como se aprecia por ese ejemplo, Fourier maneja la dialéctica con la misma
maestría que su contemporáneo Hegel. Con la misma dialéctica subraya contra la
cháchara sobre la ilimitada capacidad de perfeccionamiento del hombre que toda
fase histórica tiene, junto con su rama ascendente, también una rama descendente,
y aplica esta concepción también al futuro de toda la humanidad. Fourier ha
introducido en la consideración histórica la futura muerte de la humanidad, igual
que Kant ha introducido la noción de final de la tierra en la ciencia de la naturaleza.

Mientras que en Francia el huracán de la Revolución barría la tierra, se producía en


Inglaterra una transformación más silenciosa, pero no por ello menos importante.
El vapor y las nuevas máquinas-herramientas transformaron la manufactura en la
gran industria moderna, y revolucionaron con ello todo el fundamento de la
sociedad burguesa. El soñoliento ritmo de desarrollo del período manufacturero se
transformó en un verdadero Sturn und Drang[70] de la producción. Con creciente
velocidad fue produciéndose la división de la sociedad en grandes capitalistas y
proletarios desposeídos, entre los cuales tenía una vacilante existencia, en vez de la
anterior y estable clase media, una agitada masa de artesanos y pequeños
comerciantes, la parte de la población que más fluctúa. El nuevo modo de
producción se encontraba aún en los comienzos de su rama ascendente; era todavía
el modo de producción normal, el único posible en las condiciones dadas. Pero ya
entonces engendraba tremendos males sociales: aglomeración de una población
desarraigada en las peores viviendas de las grandes ciudades; disolución de todos
los lazos tradicionales del origen y ascendencia, de la subordinación patriarcal, de
la familia; agotamiento por el trabajo, especialmente de las mujeres y los niños, en
una medida espantosa; desmoralización masiva de la clase trabajadora, lanzada
repentinamente a una situación totalmente nueva. Un fabricante de veintinueve
años se levantó entonces como Reformador, un hombre de una infantil simplicidad
de carácter que llegaba a ser sublime y, al mismo tiempo, un nato director de
hombres como hay pocos. Roberto Owen había asimilado la doctrina

pág. 258

de los ilustrados materialistas, según la cual el carácter del hombre es el producto


de su organización innata, por un lado, y, por otro, de las circunstancias que le
rodean durante su vida, especialmente durante el período del desarrollo. La
mayoría de sus compañeros de clase no veían en la revolución industrial más que
confusión y caos, buenos para pescar en río revuelto y enriquecerse rápidamente.
El, en cambio, vio en esa revolución la oportunidad de aplicar su doctrina favorita y
aportar orden al caos. Ya lo había intentado con éxito en Manchester, dirigiendo
una fábrica de más de quinientos obreros; desde 1800 hasta 1829 dirigió Owen las
grandes hilaturas de algodón de New Lanark, en Escocia, como socio y gerente, en
el mismo sentido en que había obrado antes, pero con mayor libertad de acción y
con un resultado que le valió la fama en toda Europa. Owen se encontró con una
población que poco a poco llegó a las 2.500 almas, formada por los elementos más
heterogéneos y, en su mayor parte, más desmoralizados, y la transformó en una
redonda colonia ejemplar en la que se desconocían el alcoholismo, la policía, el
verdugo, los procesos, los asilos de pobres y la necesidad de la caridad material. Y
lo consiguió, simplemente, colocando a las personas en una situación humana y
digna, y educando sobre todo cuidadosamente a la nueva generación. Owen es el
inventor de los jardines de infancia y parvularios, y el primero que los estableció.
Los niños entraban en esas escuelas a los dos años, y en ellas se divertían tanto
que no querían volver a casa. Mientras que las empresas competidoras trabajaban
de trece a catorce horas diarias, en New Lanark se trabajaba sólo diez horas y
media. Cuando una crisis algodonera impuso un paro de cuatro meses, los
trabajadores parados siguieron recibiendo el salario completo. Y con todo eso la
empresa había duplicado ampliamente su valor y siguió suministrando hasta el
final a los propietarios un beneficio abundante.

Pero Owen no estaba satisfecho con eso. La existencia que había facilitado a sus
trabajadores no era aún ni mucho menos, para su mirada, una existencia digna del
hombre: "aquellas gentes eran esclavos míos". La situación relativamente favorable
en que los había puesto estaba aún muy lejos de permitirles un desarrollo
multilateral y racional del carácter y del entendimiento, por no hablar ya de una
libre actividad vital.

Y, sin embargo, la parte trabajadora de aquellos 2.500 hombres producía tanta


riqueza real para la sociedad cuanta podía, si acaso, producir, apenas medio siglo
antes, una población de 600.000 seres humanos. Por

pág. 259

eso me pregunté: ¿qué ocurre con la diferencia entre la riqueza consumida por las
1.500 personas y la que habrían tenido que consumir 600.000?

La respuesta estaba clara. Esa diferencia se había utilizado para entregar a los
propietarios del establecimiento unos intereses del cinco por ciento sobre el capital
de instalación y, además, 300.000 libras esterlinas largas (6.000.000 de marcos) de
beneficio. Y lo que valía a este respecto para New Lanark valía aún en mayor
medida de todas las fábricas en Inglaterra.

Sin esta nueva riqueza creada por las máquinas no habrían podido sostenerse las
guerras contra Napoleón y por el mantenimiento de los principios sociales
aristocráticos. Y, sin embargo, ese nuevo poder era una creación de la clase
trabajadora.

A ella debían pertenecer también los frutos. Las nuevas gigantescas fuerzas
productivas, utilizadas hasta ahora sólo para enriquecer a individuos y oprimir a
las masas, ofrecían a Owen el fundamento de una nueva formación social, y debían
destinarse a trabajar exclusivamente, como propiedad colectiva, por el bienestar
colectivo.

Así surgió el comunismo de Owen, por la vía mental del hombre de negocios, como
fruto, por así decirlo, del cálculo empresarial. Y siempre mantuvo ese mismo
carácter orientado a lo práctico. Así, por ejemplo, en 1823 Owen propuso suprimir
la miseria irlandesa mediante colonias comunistas, y presentó cálculos completos
de los costes de instalación, las inversiones anuales y el rendimiento previsible. Por
todo eso su definitivo plan del futuro contiene la elaboración técnica de los detalles
con tal conocimiento concreto que, si se admite en general el método de reforma
social de Owen, queda poco que objetar, desde el punto de vista técnico, contra sus
detalles.

El paso al comunismo fue el decisivo punto de inflexión en la vida de Owen.


Mientras se presentó como mero filántropo, cosechó riqueza, aplauso, honor y
gloria. Fue el hombre más popular de Europa. No sólo sus compañeros de clase,
sino incluso estadistas y príncipes le escucharon y aplaudieron. Pero la cosa
cambió inmediatamente en cuanto apareció con sus teorías comunistas. Había
sobre todo tres grandes obstáculos que parecían cerrarle el camino de la reforma
social: la propiedad privada, la religión y la forma vigente del matrimonio. Cuando
los atacó se daba cuenta de lo que le esperaba: la condena general por parte

pág. 260

de la sociedad oficial y la pérdida de toda su posición social. Pero eso no le movió a


dejar de atacar sin reparo aquellos obstáculos, y entonces ocurrió lo que él mismo
había previsto. Desterrado de la sociedad oficial, mortalmente silenciado por la
prensa, arruinado por fracasados intentos comunistas en América, para los que
sacrificó toda su fortuna, Owen se sumió entonces directamente en la clase obrera,
y aún vivió activo en su seno durante treinta años. Todos los movimientos sociales,
todos los progresos reales conseguidos en Inglaterra en interés de los trabajadores,
se enlazan con el nombre de Owen. En 1819, tras cinco años de esfuerzos,
consiguió que se dictara la ley de limitación del trabajo de las mujeres y los niños
en las fábricas. El presidió el Congreso en el cual las Trade-Unions de toda
Inglaterra se unificaron en una grande comunidad sindical. El introdujo, como
transición hacia la organización plenamente comunista de la sociedad, las
cooperativas (de consumo y producción) que desde entonces han suministrado, por
lo menos, la prueba práctica de que el comerciante y el fabricante son personas
muy poco imprescindibles; introdujo también los bazares del trabajo, instituciones
para el intercambio de productos del trabajo por medio de un papel-moneda
fundado en el trabajo y cuya unidad era la hora de trabajo: esas instituciones
tenían que fracasar necesariamente, pero anticipaban el banco de cambio
proudhoniano, que es muy posterior, y del que se diferencian en que no pretende
ser, como éste, la medicina universal para todos los males sociales, sino sólo un
primer paso hacia una transformación mucho más radical de la sociedad.

Esos son los hombres a los que el soberano señor Dühring contempla con desprecio
desde la altura de su "verdad definitiva de última instancia", de la cual dimos en la
Introducción[71] algunos ejemplos. Y ese desprecio tiene ciertamente, en un aspecto,
su razón suficiente se basa, en efecto, en una ignorancia realmente espantosa de
los escritos de los tres utopistas. Así nos dice de Saint-Simon que

su idea básica ha sido en lo esencial acertada, y, si se prescinde de algunas


exageraciones, sigue dando hoy día el impulso rector para verdaderas formaciones.

Mas aunque el señor Dühring parece haber tenido realmente en sus manos algunas
de las obras de Saint-Simon, en vano buscamos por las veintisiete páginas que le
dedica las "ideas básicas" de Saint-Simon; como nos ocurrió antes con lo que
"significaba en
pág. 261

Quesnay mismo" el Tableau económico; al final tenemos que contentarnos con la


frase

que la imaginación y la pasión filantrópica..., con su natural tensión de la fantasía,


dominan todo el círculo de ideas de Saint-Simon.

De Fourier no conoce ni recoge nuestro autor más que el novelesco detalle de las
fantasías futuristas, las cuales, ciertamente, son "mucho más importantes" para
probar la infinita superioridad del señor Dühring sobre Fourier que el investigar
cómo Fourier "intenta de vez en cuando criticar la situación real". ¡De vez en
cuando! A saber: casi en cada página de sus obras, las chispas de la sátira y la
crítica revientan por encima de las miserias de la elogiada civilización. La frase
equivale, digamos, a sostener que el señor Dühring declara sólo "de vez en cuando"
que el señor Dühring es el pensador más grande de todos los tiempos. Y por lo que
hace a las doce páginas enteras dedicadas a Roberto Owen, el señor Dühring no ha
tenido absolutamente más fuente que la miserable biografía del filisteo Sargant, el
cual no conocía tampoco los principales escritos de Owen: los que versan sobre el
matrimonio y sobre las instituciones comunistas. Por eso el señor Dühring puede
atreverse a sentar la audaz afirmación de que no es lícito "suponer en Owen un
resuelto comunismo". Si el señor Dühring hubiera tenido simplemente en las
manos el Book of the New Moral World de Owen, habría encontrado en él, dicho con
todas las letras, no sólo el más resuelto de los comunismos —con obligación igual
de trabajar y derecho igual de todos al producto (según la edad, como añade
siempre Owen)—, sino, además, la elaboración completa del edificio de la
comunidad comunista del futuro, con planta, alzada y panorama a vista de pájaro.
Mas si el "estudio directo de los propios escritos de los representantes del círculo de
ideas socialista" se limita al conocimiento de los títulos y, a lo sumo, del motto de
algunos pocos de ellos, como hace el señor Dühring aquí, entonces, ciertamente, lo
único que sale en limpio son esas afirmaciones necias y literalmente inventadas.
Owen no sólo ha predicado el "comunismo resuelto", sino que además lo ha
practicado durante cinco años (a fines de los treinta y principios de los cuarenta) en
la colonia de Harmony Hall, en Hampshire, cuyo comunismo no deja nada que
desear en cuanto a resolución. Yo personalmente he conocido a varios antiguos
miembros de aquel experimento comunista. Sargant, en cambio, no sabe nada de
ellos, como no sabe nada de toda la actividad de Owen entre 1836 y

pág. 262

1850, razón por la cual la "más profunda historiografía" del señor Dühring se queda
también al respecto en una ignorancia negra como la pez. El señor Dühring llama a
Owen "un monstruo de ]a impertinencia filantrópica desde todos los puntos de
vista". Mas cuando el señor Dühring nos informa del contenido de libros que no
conoce apenas sino por título y motto, no podemos permitirnos decir que él sea "un
monstruo de impertinencia ignorante desde todos los puntos de vista". Pues, dicho
por nosotros, eso sería brutal "insulto".

Los utopistas, como hemos visto, fueron utopistas porque no podían ser otra cosa
en una época en la que la producción capitalista estaba aún tan poco desarrollada.
Se vieron obligados a sacar de sus cabezas los elementos constructivos de una
nueva sociedad, pues esos elementos no eran aún generalmente visibles en la
sociedad vieja misma; los utopistas estaban limitados a apelar a la razón para
establecer los rasgos básicos de su nueva construcción, porque no podían aún
apelar a la historia contemporánea. Pero cuando ahora, casi ochenta años después
de los utopistas. el señor Dühring sale a escena con la pretensión de construir el
sistema "decisivo" de un nuevo orden social, no desarrollándolo a partir del material
histórico presente y cristalizado, y como resultado necesario del mismo, sino
despidiéndolo de su soberana cabeza, de su razón grávida de verdades definitivas,
entonces él mismo, él que huele por todas partes epígonos, es a su vez un mero
epígono de los utopistas, o el más reciente de los utopistas. El senor Dühring llama
a los grandes utopistas "alquimistas sociales", de acuerdo: en su tiempo la alquimia
era necesaria o inevitable. Pero después de aquella época la gran industria ha
tomado las contradicciones que dormían en el modo de producción capitalista y las
ha desarrollado hasta hacer de ellas tan violentas contraposiciones, que el próximo
hundimiento de este modo de producción está, por así decirlo, al alcance de la
mano; que las mismas nuevas fuerzas productivas no pueden mantenerse ni
desarrollarse ulteriormente sino por la introducción de un nuevo modo de
producción que corresponda a su actual grado de desarrollo; que la lucha de las
dos clases engendradas por el actual modo de producción, reproducidas por él en
contraposición cada vez más aguda, afecta ya a todos los países civilizados y se
hace cada día más violenta, y que ya se ha logrado la comprensión de esa conexión
histórica de las condiciones de la transformación social que ella misma hace
necesaria y de los rasgos básicos de esa transformación, también

pág. 263

condicionados por la misma realidad histórica. El señor Dühring, en vez de partir


del material económico ya conseguido, lo fabrica todo con su sublime cráneo,
obtiene así un nuevo orden social utópico, y comete, al hacerlo, no simple "alquimia
social": más bien se comporta como uno que, tras el descubrimiento y la
formulación de las leyes de la química moderna, quisiera restablecer la vieja
alquimia y utilizar los pesos atómicos, las formas moleculares, las valencias de los
átomos, la cristalografía y el análisis espectral exclusivamente para dar con la
piedra filosofal.

pág. 264

II. CUESTIONES TEORICAS

La concepción materialista de la historia parte del principio de que la producción, y,


junto con ella, el intercambio de sus productos, constituyen la base de todo el
orden social; que en toda sociedad que se presenta en la historia la distribución de
los productos y, con ella, la articulación social en clases o estamentos, se orienta
por lo que se produce y por cómo se produce, así como por el modo como se
intercambia lo producido. Según esto, las causas últimas de todas las
modificaciones sociales y las subversiones políticas no deben buscarse en las
cabezas de los hombres, en su creciente comprensión de la verdad y la justicia
eternas, sino en las transformaciones de los modos de producción y de intercambio;
no hay que buscarlas en la filosofía, sino en la economía de las épocas de que se
trate. El despertar de la comprensión de que las instituciones sociales existentes
son irracionales e injustas, de que la razón se ha convertido en absurdo y la buena
acción en una plaga, es sólo un síntoma de que en los métodos de producción y en
las formas de intercambio se han producido ocultamente modificacioncs con las
que ya no coincide el orden social, cortado a la medida de anteriores condiciones
económicas. Con esto queda dicho que los medios para eliminar los males
descubiertos tienen que hallarse también, más o menos desarrollados, en las
cambiadas relaciones de producción. Estos medios no tienen que inventarse con
sólo la cabeza, sino que tienen que descubrirse, usando la cabeza, en los hechos
materiales de la producción.

¿Cuál es la situación del socialismo moderno a este respecto?

El orden social existente ha sido creado, como hoy día concede prácticamente todo
el mundo, por la clase ahora dominante, que es la burguesía. El modo de
producción característico de la burguesía, conocido desde Marx con el nombre de
"modo de producción capitalista", era incompatible con los privilegios locales y
estamentales, igual que con los lazos personales del orden feudal; la burguesía
destruyó el orden feudal y levantó encima de sus

pág. 265

ruinas la constitución social burguesa, el reino de la libre competencia, de la


libertad de movimientos, de la equiparación de todos los propietarios de mercancías
y demás magnificencias burguesas. Entonces pudo desarrollarse libremente el
modo de producción capitalista. Las fuerzas productivas constituidas bajo la
dirección de la burguesía se desarrollaron con velocidad hasta entonces inaudita, y
a escala desconocida desde que el vapor y las nuevas máquinas-herramientas
transformaron la vieja manufactura en gran industria. Pero del mismo modo que,
en otro tiempo, la manufactura y la artesanía ulteriormente desarrollada bajo su
influencia habían entrado en conflicto con las ataduras feudales de los gremios, así
también la gran industria, una vez plenamente formada, entra en conflicto con los
límites a los cuales la reduce el modo de producción capitalista. Las nuevas fuerzas
productivas han rebasado ya la forma burguesa de su aprovechamiento; y este
conflicto entre fuerzas productivas y modos de producción no es un conflicto nacido
en la cabeza de los hombres, como el del pecado original humano con la justicia
divina, sino que existe en los hechos, objetivamente, fuera de nosotros,
independientemente de la voluntad y el hacer de los hombres mismos que lo han
producido. El socialismo moderno no es más que el reflejo mental de ese objetivo
conflicto, su reflejo ideal en las cabezas, por de pronto, de la clase que lo sufre
directamente, la clase trabajadora.

Y ¿en qué consiste ese conflicto?

Antes de la producción capitalista, o sea en la Edad Media, existía en general el tipo


de la pequeña explotación o empresa sobre la base de la propiedad privada del
trabajador sobre sus medios de producción: era la agricultura de los pequeños
campesinos, libres o siervos, y la artesanía de las ciudades. Los medios de trabajo
—tierra, aperos agrícolas, taller, herramientas artesanas— eran medios de trabajo
del individuo, previstos sólo para el uso individual, y, por ello mismo,
necesariamente mezquinos, enanos, limitados. Pero también por la misma razón
pertenecían en general al productor mismo. La función histórica del modo de
producción capitalista y de su portadora, la burguesía, consistió prccisamente en
concentrar esos dispersos y estrechos medios de producción, ampliarlos y
convertirlos en las potentes palancas productivas de la actualidad. En la cuarta
sección de El Capital ha descrito Marx detalladamente cómo realizó históricamente
la burguesía esa tarea desde el siglo XV, pasando por los tres estadios de la
cooperación simple, la manufactura y la gran industria. Pero,
pág. 266

como se muestra también en esas páginas de El Capital, la burguesía no pudo


transformar aquellos limitados medios de producción en potentes fuerzas
productivas sino convirtiéndolos al mismo tiempo de medios de producción del
individuo, que es lo que eran, en medios de producción sociales, sólo utilizables por
una colectividad de seres humanos. En el lugar de la rueca, del telar a mano y del
martillo del herrero, aparecieron la máquina de hilar, el telar mecánico y el martillo
pilón a vapor; en el lugar del taller individual, la fábrica que impone la colaboración
de cientos y miles de personas. Del mismo modo que los medios de producción, se
transformó la producción misma, que pasó de ser una serie de acciones
individuales a ser una sucesión de actos sociales, y así también los productos
pasaron de productos de individuos a productos sociales. Los hilados, los tejidos y
las mercancías metalúrgicas que ahora salían de la fábrica eran producto común de
muchos obreros, por cuyas manos tenían que pasar sucesivamente antes de estar
terminados. Ningún individuo puede decir: esto lo he hecho yo, es mi producto.

Pero siempre que la forma básica de la producción es la división espontánea del


trabajo en el seno de la sociedad, esta división imprime a los productos la forma de
la mercancía, cuyo recíproco intercambio, cuya compra y cuya venta posibilitan a
los productores individuales el satisfacer sus diversas necesidades. Tal fue el caso
en la Edad Media. El campesino, por ejemplo, vendía productos agrícolas al
artesano, y compraba a cambio productos artesanales. El nuevo modo de
producción penetró en esa sociedad de productores individuales, de productores de
mercancías. Y en el seno de esa división del trabajo espontánea, sin plan, ella colocó
la división planeada del trabajo, tal como estaba organizada en las diversas fábricas.
Los productos de ambas procedencias se vendían en el mismo mercado, lo que
quiere decir que se vendían a precios aproximadamente equivalentes. Pero la
organización planeada era mucho más potente que la división espontánea del
trabajo --las fábricas, trabajando socialmente, obtenían sus productos más baratos
que los pequeños productores aislados. Por eso la producción individual fue
sucumbiendo sucesivamente en todos los terrenos, y la producción social
revolucionó todo el modo de producción en general. Este su carácter revolucionario
fue, empero, tan escasamente visto, que ella fue introducida precisamente como un
medio de sostener, levantar y promover la producción de mercancías. La producción
social se relaciona directamente con determinadas

pág. 267

palancas de la producción y el intercambio de mercancías que estaban ya presentes


en la realidad económica: el capital mercantil, la artesanía, el trabajo asalariado. Al
aparecer como nueva forma de producción de mercancías, las formas de
apropiación de la producción de mercancías quedaron, tales cuales, en vigor.

En la producción de mercancías que se había desarrollado en la Edad Media no


podía siquiera plantearse la cuestión de a quién debía pertenecer el producto del
trabajo. Por regla general, el productor individual lo ha obtenido con materias
primas que le pertenecían, a menudo producidas por él mismo, y con propios
medios de trabajo y el trabajo de sus propias manos o el de su familia. No
necesitaba siquiera apropiárselo, porque ya le pertenecía directamente. La
propiedad de los productos descansaba, pues, en el propio trabajo. Incluso cuando
se usaba ayuda ajena, ésta no pasaba por lo general de cosa accesoria, y obtenía
frecuentemente, además del salario, algún otro tipo de remuneración: el aprendiz y
el oficial de los gremios trabajaban menos por el sustento y el salario que por
formarse como maestros. En esa situación ocurrió la concentración de los medios
de producción en grandes talleres y manufacturas, y la transformación de dichos
medios en medios de producción efectivamente sociales. Pero éstos y los productos
sociales siguieron tratándose como si fueran todavía medios de producción y
productos de individuos. Si hasta entonces el propietario de los medios de trabajo
se había apropiado el producto porque, en general, era el producto de su propio
trabajo, mientras que la ayuda ajena era cosa excepcional, ahora el propietario de
los medios de trabajo siguió apropiándose el producto aunque ya no se trataba de
su producto, sino, exclusivamente, del producto de trabajo ajeno. Y así los
productos, ahora conseguidos socialmente, fueron apropiados no por aquellos que
realmente habían puesto en movimiento los medios de producción y realmente
habían producido los productos, sino por el capitalista. Los medios de producción y
la producción misma se han hecho esencialmente sociales. Pero se someten a una
forma de apropiación que tiene como presupuesto la producción privada por
individuos, en la cual cada uno posee su propio producto y lo lleva al mercado.[*]
En esta

[*] No hará falta aclarar que, aunque la forma de apropiación se mantiene idéntica,
el carácter de la apropiación queda tan revolucionariamente cambiado por los
hechos descritos como pueda quedarloa la producción misma. Entre que me
apropie de mi propi producto o del producto de otro hay, naturalmente, una gran
diferencia: se trata de dos especies de apropiación. Dicho sea de paso: el trabajo
asalariado, en el cual se encuentra en germen no pudo desarrollarse en forma de
modo de producción capitalista hasta que quedaron establecidas sus previas
condiciones históricas.

pág. 268

contradicción que da al nuevo modo de producción su carácter capitalista se


encuentra ya en germen toda la actual colisión. Cuanto más se extendió el dominio
del nuevo modo de producción en todos los campos decisivos de la producción
misma y por todos los países económicamente importantes, reduciendo la
producción individual a unos restos irrelevantes, tanto más violentamente hubo que
salir a la luz la incompatibilidad entre la producción social y la apropiación capitalista.

Como queda dicho, los primeros capitalistas encontraron ya desarrollada la forma


del trabajo asalariado. Pero lo que encontraron fue el trabajo asalariado como
excepción, como ayuda, como momento de transición. El trabajador agrícola que se
empleaba temporalmente como bracero tenía unas cuantas yugadas de tierra
propia, que le bastaban, llegado el caso, para sostenerse miserablemente. Las
ordenanzas de los gremios curaban de que el oficial de hoy se convirtiera en el
maestro de mañana. Pero todo eso cambió en cuanto que los medios de producción
se hicieron sociales y se concentraron en manos de los capitalistas.

Progresivamente fueron perdiendo valor el medio de producción y el producto del


pequeño productor individual; al final no le quedó a éste más remedio que ponerse
a salario con el capitalista. El trabajo asalariado, antes recurso de excepción, se
hizo regla y forma básica de toda la producción; lo que antes era ocupación
subsidiaria se hizo ahora única actividad del trabajador. El asalariado temporal se
convirtió en asalariado perpetuo. Además, la masa de los asalariados perpetuos
aumentó colosalmente por el contemporáneo hundimiento del orden feudal:
disolución de los séquitos y mesnadas de los señores feudales, expulsión de los
campesinos, que perdieron sus seguras posiciones serviles, etc. Así se consumaba
la división entre los medios de producción, concentrados en las manos de los
capitalistas, y los productores reducidos a la propiedad exclusiva de su fuerza de
trabajo. La contradicción entre producción social y apropiación capitalista se
manifiesta como contraposición de proletariado y burguesía.

Hemos visto que el modo de producción capitalista se insertó en una sociedad de


productores de mercancías, de productorcs individuales cuyo entrelazamiento
social estaba mediado por el intercambio de sus productos. Pero toda sociedad
basada en la producción

pág. 269

de mercancías tiene la peculiaridad de que en ella los productores pierden el


dominio de sus propias relaciones sociales. Cada cual produce para sí con los
medios de producción que casualmente tiene y para su individual necesidad de
intercambiar. Ninguno de ellos sabe cuánta cantidad de su artículo está llegando al
mercado, cuánta de ella se necesita y usa realmente; nadie sabe si su propio
producto va a encontrar una necesidad real, si va a poder cubrir costes, y ni
siquiera si va a poder vender. Reina la anarquía de la producción social. Mas la
producción de mercancías, como cualquier otra forma de producción, tiene sus
leyes características, inherentes, inseparables de ella, y esas leyes se imponen a
pesar de la anarquía, en la anarquía y a través de la anarquía. Esas leyes se
manifiestan en la única forma de conexión social que subsiste, a saber, el
intercambio, y se imponen frente al productor individual en forma de leyes
constrictivas de la competencia. Las leyes son al principio desconocidas para esos
productores, y ellos tienen que irlas descubriendo paulatinamente y gracias a una
larga experiencia. Se imponen, pues, las leyes sin el concurso de los productores,
contra los productores, como ciegas leyes naturales de su propia forma de
producción. El producto domina a los productores.

En la sociedad medieval, y señaladamente en la de los primeros siglos, la


producción se orientaba esencialmente al propio uso. Satisfacía principalmente y
casi sólo las necesidades del productor y de su familia. Donde existían relaciones de
dependencia personal, como era el caso general en el campo, la producción
contribuía también a satisfacer las necesidades de los señores feudales. Con todo
eso, no tenía lugar ningún intercambio, y por eso los productos no tomaban la
forma de mercancías. La familia del campesino producía casi todo lo que
necesitaba: aperos o herramientas o vestidos, igual que productos alimenticios.
Sólo cuando llegaba a producir un excedente sobre su propio consumo y sobre la
prestación en naturaleza debida al señor feudal, sólo entonces la familia campesina
producía también mercancías; este excedente, en efecto, lanzado al intercambio
social, ofrecido en venta, se convertía en mercancía. Los artesanos urbanos, desde
luego, han tenido que producir para el intercambio ya desde el primer momento.
Pero también ellos conseguían por sí mismos la mayor parte de lo que necesitaban;
tenían huertos y pequeños campos de labor; enviaban sus bestias al pasto comunal,
y del bosque comunal obtenían madera para diversos usos y leña; las mujeres
hilaban el lino, la lana, etc. La producción con fines de intercambio, la producción
de
pág. 270

mercancías, estaba, pues, en sus primeros pasos. De aquí la limitación del


intercambio, la del mercado, la estabilidad del modo de producción, la cerrazón
local hacia afuera, la integración local hacia adentro: la marca[72] en el campo, el
gremio en la ciudad.

Pero con la ampliación de la producción mercantil, y señaladamente con la


aparición del modo de producción capitalista, las leyes de la producción de
mercancías, o mercantil, que hasta entonces habían permanecido bastante en la
sombra, entraron más abierta y poderosamente en acción. Se relajaron las viejas
asociaciones integradoras, se perforaron las viejas fronteras que aislaban las
comunidades, y los productores se transformaron progresivamente en productores
individuales e independientes de mercancías. Se reveló la anarquía de la
producción social, y luego fue exacerbándose progresivamente. Pero el instrumento
capital con el cual el modo de producción capitalista intensificó aquella anarquía de
la producción social era precisamente lo contrario de la anarquía, a saber: la
creciente organización de la producción como actividad social en cada
establecimiento. Con esta palanca terminó con la vieja y pacífica estabilidad.
Cuando se introducía en una rama de la industria, no toleraba ningún otro método
de explotación junto a sí. Cuando se apoderó de la artesanía, aniquiló su vieja
naturaleza. El campo de trabajo se hizo campo de batalla. Los grandes
descubrimientos geográficos y las colonizaciones que los siguieron multiplicaron las
posibilidades de salida de las mercancías y aceleraron la transformación de la
artesanía en manufactura. Y no sólo estalló la lucha entre los diversos productores
locales: las luchas locales crecieron hasta dar lugar a luchas nacionales y a las
guerras comerciales de los siglos XVII y XVIII. La gran industria y el establecimiento
del mercado mundial han universalizado por último esa lucha, y le han dado al
mismo tiempo una violencia inaudita. El favor de las condiciones de producción
naturales o creadas decidía de la existencia entre los diversos capitalistas, igual que
entre enteras industrias y enteros países. El que pierde es eliminado sin compasión.
Es la lucha darviniana por la existencia individual, traducida de la naturaleza a la
sociedad con una furia aún potenciada. La actitud natural del animal se presenta
así como punto culminante de la evolución humana. La contradicción entre
producción social y apropiación capitalista se reproduce como contraposición entre
la organización de la producción en cada fábrica y la anarquía de la producción en la
sociedad en su conjunto.

pág. 271

En estas dos formas de manifestarse la contradicción que le es inmanente por su


origen se mueve el modo de producción capitalista, describiendo ciegamente aquel
"círculo vicioso" que ya descubrió en él Fourier. Pero lo que en su tiempo aún no
podía ver Fourier es que ese círculo vicioso va estrechándose progresivamente, que
el movimiento representa más bien una espiral, y que tiene que alcanzar su final,
igual que el de los planetas, chocando con el centro. La fuerza impulsora de la
anarquía social de la producción, que convierte progresivamente en proletarios a la
gran mayoría de los hombres, y estas mismas masas proletarias, terminarán
finalmente con la anarquía de la producción. Es también esa fuerza impulsora de la
anarquía de la producción social la que hace de la infinita capacidad de
perfeccionamiento de las máquinas de la gran industria una necesidad ineludible
para cada capitalista industrial, obligándole a perfeccionar constantemente su
maquinaria bajo pena de sucumbir. Pero perfeccionamiento de la maquinaria quiere
decir prescindibilidad de trabajo humano. Si la introducción y el aumento de la
maquinaria suponen el desplazamiento de millones de trabajadores manuales por
pocos trabajadores mecánicos, el perfeccionamiento de la maquinaria significa
expulsión de cada vez más obreros mecánicos mismos, y, en última instancia,
creación de un número de trabajadores asalariados disponibles superior a la
necesidad media del capital de emplear asalariados, la creación de lo que ya en
1845[*] llamé un ejército industrial de reserva, disponible para los momentos en
que la industria trabaja a toda máquina, pero arrojado al arroyo por el siguiente y
necesario crack, y siempre en función de cadenas de plomo en los pies de la clase
trabajadora, en su lucha por la existencia contra el capital, al mismo tiempo que
regulador para mantener el salario del trabajo al bajo nivel adecuado a la necesidad
capitalista. Así ocurre, para usar las palabras de Marx, que la maquinaria se
convierte en el más potente medio de guerra del capital contra la clase obrera, que
el medio de trabajo arranca constantemente al trabajador el pan de las manos, y
que el propio producto del trabajador se convierte en un instrumento de su
servidumbre. Así ocurre que la economización de medios de trabajo se convierte por
principio en una dilapidación desconsiderada de la fuerza de trabajo, y en una
destrucción de los presupuestos normales de la función del trabajo; que la
maquinaria, el medio más potente para abreviar el tiempo

[*] Die Lage der arbeitenden Klasse in Englad <La situación de la clase trabajadora
en Inglaterra>, pág. 109.[73]

pág. 272

de trabajo, se transmuta en el medio infalible de convertir la vida entera del


trabajador y de su familia en tiempo de trabajo disponible para la valorización dcl
capital; así ocurre que el agotamiento de unos por el trabajo es presupuesto del
paro y falta de trabajo de otros, y que la gran industria, que recorre la tierra entera
a la busca de nuevos consumidores, limita en su propia casa el consumo de las
masas a un mínimo de hambre, minándose así el propio mercado interno. "La ley
según la cual la sobrepoblación relativa, o ejército industrial de reserva, se
encuentra siempre en equilibrio con la dimensión y la energía de la acumulación
capitalista, encadena el trabajador al capital más firmemente de lo que la cuña de
Hefesto pudo encadenar a Prometeo a la roca. Esa ley determina una acumulación
de la miseria que corresponde a la acumulación del capital. La acumulación de
riqueza en un polo es, pues, al mismo tiempo acumulación de miseria, tortura del
trabajo, ignorancia, bestialización y degradación moral en el contrapolo, es decir, en
la clase que produce su propio producto en forma de capital" (Marx, El Capital, pág.
671). Esperar del modo de producción capitalista otra distribución de los productos
es lo mismo que exigir que los electrodos de una batería, cuando están conectados
con ella, dejen de electrolizar el agua, y que deje de obtenerse en uno de los polos
oxígeno y en el otro hidrógeno.

Hemos visto cómo, a través de la anarquía de la producción en la sociedad, la


extremada capacidad de perfeccionamiento de la maquinaria moderna se convierte,
para el capitalista industrial, en una necesidad ineludible de perfeccionar
constantemente su propia maquinaria, de aumentar constantemente su capacidad
de producción. La mera posibilidad fáctica de ampliar su ámbito de producción se
convierte para él en una necesidad del mismo tipo. La enorme fuerza de expansión
de la gran industria, frente a la cual la de los gases es cosa de niños, se manifiesta
ahora como una necesidad cualitativa y cuantitativa de expansión, la cual se
impone a cualquier contrapresión. La contrapresión es el consumo, la salida de
productos, el mercado de los productos de la gran industria. Pero la capacidad de
expansión de los mercados, tanto la extensiva cuanto la intensiva, se encuentra por
de pronto dominada por leyes muy distintas y de acción bastante menos enérgica.
La expansión de los mercados no puede producirse al ritmo de la expansión de la
producción. La colisión es inevitable, y como no puede conseguirse ninguna
solución mientras no se vaya más allá del modo mismo de produción capitalista, la
colisión se hace

pág. 273

periódica. La producción capitalista origina un nuevo "círculo vicioso".

Desde 1825 en efecto, fecha en la cual estalló la primera crisis general, todo el
mundo industrial y comercial, la producción y el intercambio de todos los pueblos
civilizados y de sus apéndices más o menos barbáricos, salen de quicio
aproximadamente cada diez años. El tráfico queda bloqueado, los mercados se
saturan, los productos se almacenan tan masiva cuanto invendiblemente, el dinero
líquido se hace invisible, desaparece el crédito, se paran las fábricas, las masas
trabajadoras carecen hasta de alimentos por haber producido demasiado, una
bancarrota sigue a otra, y lo mismo ocurre con las ejecuciones forzosas en los
bienes. Esa situación de bloqueo dura años, fuerzas productivas y productos se
desperdician en masa, se destruyen, hasta que las acumuladas masas de
mercancías, tras una desvalorización mayor o menor, van saliendo finalmente, y la
producción y el intercambio vuelven paulatinamente a funcionar. La marcha se
acelera entonces progresivamente y pasa a ser trote; el trote industrial se hace
luego galope, y ésta vuelve a culminar en la carrera a rienda suelta de un completo
steeple-chase[74] industrial, comercial, crediticio y especulativo, para llegar
finalmente, tras los más audaces saltos, a la fosa del nuevo crack. Y así
sucesivamente. Todo eso lo hemos vivido desde 1825 cinco veces, y lo estamos
experimentando en este momento (1877) por sexta vez. El carácter de estas crisis es
tan claramente manifiesto que ya Fourier pudo describirlas todas al llamar a la
primera crise plétorique, crisis pletórica o por abundancia.

La contradicción entre producción social y apropiación capitalista irrumpe en las


crisis con gran violencia. La circulación de mercancías se interrumpe
momentáneamente; el medio de circulación, el dinero, se convierte en obstáculo de
la misma; se invierten todas las leyes de la producción y la circulación de
mercancías. La colisión económica ha alcanzado su punto culminante: el modo de
producción se rebela contra el modo de intercambio, y las fuerzas productivas se
rebelan contra el modo de producción del que han nacido, y al que ya rebasan.

El hecho de que la organización social de la producción dentro de la fábrica se ha


desarrollado hasta un punto en el cual se ha hecho incompatible con la anarquía de
la producción en la sociedad, que existe junto a aquella organización y por encima
de ella, se revela a los capitalistas mismos por la poderosa concentración de
capitales que tiene lugar durante la crisis, a través de la ruina

pág. 274

de muchos grandes capitalistas y de muchos más pequeños. El mecanismo entero


del modo de producción capitalista fracasa bajo la presión de las fuerzas
productivas engendradas por él mismo. Ese mecanismo no puede ya convertir en
capital todas esas masas de medios de producción, las cuales yacen yermas, razón
por la cual tiene que estar también sin aprovechar el ejército industrial de reserva.
Medios de producción, alimentos, trabajadores disponibles, todos los elementos, en
definitiva, de la producción y de la riqueza general, se encuentran en ese momento
a disposición con sobreabundancia. Pero "la abundancia resulta fuente de la
miseria y la escasez" (Fourier), porque esa sobreabundancia es precisamente la que
obstaculiza la transformación de los medios de producción y de vida en capital.
Pues en la sociedad capitalista los medios de producción no pueden entrar en
actividad a menos de transformarse antes en capital, en medios de explotación de
fuerza humana de trabajo. La necesidad de que el capital posea los medios de
producción y de vida está siempre, como un fantasma, entre ellos y los trabajadores.
Y esa necesidad impide que coincidan juntas las palancas material y personal de la
producción: ella es lo único que prohibe a los medios de producción servir para lo
que naturalmente sirven, y a los trabajadores vivir y trabajar. Así, pues, por una
parte, el modo de producción capitalista se encuentra en la crisis ante la
demostración de su propia incapacidad para seguir administrando aquellas fuerzas
de producción. Por otra parte, esas fuerzas productivas presionan cada vez más
intensamente en favor de la superación de esa contradicción, en favor de su propia
liberación de su condición de capital, en favor del efectivo reconocimiento de su
carácter de fuerzas productivas sociales.

Esa contrapresión de las fuerzas productivas, en imponente crecimiento, contra su


condición de propiedad del capital, esa creciente constricción a reconocer su
naturaleza social, es lo que obliga a la clase misma de los capitalistas a tratarlas
cada vez más como fuerzas productivas sociales, dentro, naturalmente, de lo que
eso es posible en el marco de la sociedad capitalista. Tanto el período de alta
presión industrial, con su ilimitada hinchazón del crédito, como el crack mismo,
por el hundimiento de grandes establecimientos capitalistas, empujan hacia aquella
forma de sociación de grandes masas de medios de producción que se nos presenta
en las diversas clases de sociedades por acciones. Algunos de esos medios de
producción y tráfico son ya por sí mismos tan colosales que, como ocurre con los
ferrocarriles, excluyen cualquier otra

pág. 275

forma de explotación capitalista. Pero llegados a un cierto nivel de desarrollo, ya no


basta siquiera esa forma: el representante oficial de la sociedad capitalista, que es
el Estado, se ve obligado a asumir la dirección.[*] Esta necesidad de transformación
en propiedad del Estado aparece ante todo en las grandes organizaciones del
tráfico: los correos, el telégrafo, los ferrocarriles.

Si las crisis descubren la incapacidad de la burguesía para seguir administrando


las modernas fuerzas productivas, la transformación de las grandes organizaciones
de la producción y el tráfico en sociedades por acciones y en propiedad del Estado
muestra que la burguesía no es ya imprescindible para la realización de aquella
tarea. Todas las funciones sociales de los capitalistas son ya desempeñadas por
empleados a sueldo. El capitalista no tiene ya más actividad social que percibir
beneficios, cortar cupones y jugar a la bolsa, en la cual los diversos capitalistas se
arrebatan los unos a los otros sus capitales. Si el modo de producción capitalista
ha desplazado primero a trabajadores, ahora está haciendo lo mismo con los
capitalistas, lanzando a éstos, como antes a muchos trabajadores, a engrosar la
población superflua, aunque no, por el momento, el ejército industrial de reserva.
Pero ni la transformación en sociedades por acciones ni la transformación en
propiedad del Estado suprime la propiedad del capital sobre las fuerzas productivas.
En el caso de las sociedades por acciones, la cosa es obvia. Y el Estado moderno,
por su parte, no es más que la organización que se da la sociedad burguesa para
sostener las condiciones generales externas del modo de producción capitalista
contra ataques de los trabajadores o de los

[*] Digo que se ve obligado. Pues sólo cuando los medios de producción o del tráfico
han rebasado realmente la posibilidad de ser dirigidos por sociedades anónimas,
sólo cuando la estatalización se ha hecho inevitable económicamente, y sólo en este
caso, significa esa medida un progreso económico, aunque sea el actual estadoel
que la realiza: significa la consecución de un nuevo estadio previo a la toma de
posesión de todas las fuerzas productivas por la sociedad misma. Pero
recientemente, desde que Bismarck se dedicó también a estatalizar, se ha
producido cierto falso socialismo —que ya en algunos casos ha degenerado en
servicio al estado existente— para el cual toda estatalización, incluso la
bismackiana, es sin más socialista. La verdad es que si la estatalización del tabaco
fuera socialista, Napoleón y Metternich deberían contarse entre los fundadores del
socialismo. Cuando el estado belga se construyó sus propios ferrocarriles por
motivos políticos y financieros muy vulgares, o cuando Bismack estatalizó sin
ninguna necesidad económica las líneas férreas principales de Prusia, simplemente
por tenerlas mejos preparadas para la guerra y poder aprovecharlas mejor
militarmente, así como para educar a los funcionarios de ferrocarriles como
borregos electorales del gobierno y para procurarse, ante todo, una fuente de
ingresos nueva e independiente de las decisiones del parlamento, en ninguno de
esos casos se dieron, directa o indirectamente, consciente o inconscientemente,
pasos socialistas. De selo éstos, también serían instituciones socialistas la Real
Compañia de Navegación, las Reales Manufacturas de Porcelana y hasta los sastres
de compañía del ejército.

pág. 276

capitalistas individuales. El Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es una


máquina esencialmente capitalista, un Estado de los capitalistas: el capitalista total
ideal. Cuantas más fuerzas productivas asume en propio, tanto más se hace
capitalista total, y tantos más ciudadanos explota. Los obreros siguen siendo
asalariados, proletarios. No se supera la relación capitalista, sino que, más bien, se
exacerba. Pero en el ápice se produce la mutación. La propiedad estatal de las
fuerzas productivas no es la solución del conflicto, pero lleva ya en sí el medio
formal, el mecanismo de la solución.

Esa solución no puede consistir sino en reconocer efectivamente la naturaleza


social de las modernas fuerzas productivas, es decir, en poner el modo de
apropiación y de intercambio en armonía con el carácter social de los medios de
producción. Y esto no puede hacerse sino admitiendo que la sociedad tome abierta
y directamente posesión de las fuerzas productivas que desbordan ya toda otra
dirección que no sea la suya. Con eso el carácter social de los medios de producción
y de los productos —que hoy se vuelve contra los productores mismos, rompe
periódicamente el modo de producción y de intercambio y se impone sólo, violenta y
destructoramente, como ciega ley natural— será utilizado con plena consciencia por
los productores, y se transformará, de causa que es de perturbación y hundimiento
periódico, en la más poderosa palanca de la producción misma.

Las fuerzas activas en la sociedad obran exactamente igual que las fuerzas de la
naturaleza —ciega, violenta, destructoramente—, mientras no las descubrimos ni
contamos con ellas. Pero cuando las hemos descubierto, cuando hemos
comprendido su actividad, su tendencia, sus efectos, depende ya sólo de nosotros el
someterlas progresivamente a nuestra voluntad y alcanzar por su medio nuestros
fines. Esto vale muy especialmente de las actuales gigantescas fuerzas productivas.
Mientras nos neguemos tenazmente a entender su naturaleza y su carácter —y el
modo de producción capitalista y sus defensores se niegan enérgicamente a esa
comprensión—, esas fuerzas tendrán sus efectos a pesar de nosotros, contra
nosotros, y nos dominarán tal como detalladamente hemos expuesto. Pero una vez
comprendidas en su naturaleza, pueden dejar de ser las demoniacas dueñas que
son y convertirse, en manos de unos productores asociados, en eficaces servidores.
Esta es la diferencia entre el poder destructor de la electricidad en el rayo de la
tormenta y la electricidad dominada del telégrafo y del arco voltaico;

pág. 277

la diferencia entre el incendio y el fuego que actúa al servicio del hombre. Con este
tratamiento de las actuales fuerzas productivas según su naturaleza finalmente
descubierta, aparece en el lugar de la anarquía social de la producción una
regulación socialmente planeada de la misma según las necesidades de la
colectividad y de cada individuo; con ello el modo capitalista de apropiación, en el
cual el producto esclaviza primero al productor y luego al mismo que se lo apropia,
se sustituye por el modo de apropiación de los productos fundado en la naturaleza
misma de los modernos medios de producción: por una parte, una apropiación
directamente social como medio para el sostenimiento y la aplicación de la
producción; por otra parte, apropiación directamente individual como medios de
vida y disfrute.

Al convertir en creciente cantidad la mayoría de la población en proletarios, el modo


capitalista de producción crea la fuerza obligada a realizar esa transformación, so
pena de perecer. Al empujar cada vez más hacia la transformación de los grandes
medios sociales de producción en propiedad del Estado, aquel modo de producción
muestra él mismo el camino para realizar aquella transformación. El proletariado
toma el poder del Estado y transforma primero los medios de producción en
propiedad estatal. Pero con eso se supera a sí mismo como proletariado, supera
todas las diferencias y contraposiciones de clase, y, con ello, el Estado como tal
Estado. La sociedad existente hasta hoy, que se ha movido en contraposiciones de
clase, necesitaba el Estado —esto es, una organización de la clase explotadora en
cada caso para mantener sus condiciones externas de la producción, es decir,
señaladamente, para someter por la violencia y mantener a la clase explotada en las
condiciones de opresión dictadas por el modo de producción (esclavitud,
servidumbre de la gleba o vasallaje, trabajo asalariado)—. El Estado era el
representante oficial de toda la sociedad, su resumen en una corporación visible;
pero no lo era sino en la medida en que era el Estado de aquella clase que
representaba en su tiempo a toda la sociedad: en la Antigüedad, fue el Estado de
los ciudadanos esclavistas; en la Edad Media, el Estado de la nobleza feudal; en
nuestro tiempo, el Estado de la burguesía. Al hacerse finalmente real representante
de toda la sociedad, el Estado se hace él mismo superfluo. En cuanto que deja de
haber clase que mantener en opresión, en cuanto que con el dominio de clase y la
lucha por la existencia individual, condicionada por la actual anarquía de la
producción, desaparecen las colisiones y los excesos dimanantes de

pág. 278

todo ello, no hay ya nada que reprimir y que haga necesario un especial poder
represivo, un Estado. El primer acto en el cual el Estado aparece realmente como
representante de la sociedad entera —la toma de posesión de los medios de
producción en nombre de la sociedad— es al mismo tiempo su último acto
independiente como Estado. La intervención de un poder estatal en relaciones
sociales va haciéndose progresivamente superflua en un terreno tras otro, y acaba
por inhibirse por sí misma. En lugar del gobierno sobre personas aparece la
administración de cosas y la dirección de procesos de producción. El Estado no "se
suprime", sino que se extingue. De acuerdo con ese principio hay que calibrar la
fraseología que habla de un "Estado libre popular", y tanto desde el punto de vista
de su temporal justificación para la agitación cuanto desde el de su definitiva
insuficiencia científica, y también con ese criterio puede estimarse la exigencia de
los llamados anarquistas, que quieren suprimir el Estado de hoy a mañana.

La toma de posesión de todos los medios de producción por la sociedad ha estado


más o menos clara a la vista, como ideal del futuro, para muchos individuos y
sectas enteras desde la aparición histórica del modo capitalista de producción. Pero
esa idea no podía convertirse en necesidad histórica sino cuando se presentaron las
condiciones materiales de su realización. Como todos los progresos sociales, éste no
resulta sin más viable porque se haya comprendido que la existencia de las clases
contradice a la justicia, a la igualdad, etc., ni por la mera voluntad de suprimir esas
clases, sino gracias a determinadas nuevas condiciones económicas. La escisión de
la sociedad en una clase explotadora y otra explotada, en una clase dominante y
otra sometida, fue consecuencia necesaria del escaso desarrollo anterior de la
producción. Mientras el trabajo social total no suministra más que un fruto
reducido, que supera en poco lo exigido para la existencia más modesta de todos los
miembros de la sociedad, mientras, pues, el trabajo requiere todo el tiempo, o casi
todo el tiempo de la gran mayoría de los miembros de la sociedad, ésta se divide
necesariamente en clases. Junto a esa gran mayoría exclusivarmente dedicada al
trabajo se constituye una clase liberada del trabajo directamente productivo y que
se ocupa de los asuntos colectivos de la sociedad: dirección del trabajo, asuntos de
Estado, justicia, ciencia, artes, etc. Lo que subyace a la división en clases es la ley
de la división del trabajo. Lo cual no obsta para que esa división en clases se
imponga mediante la violencia y la expoliación, la astucia y el engaño, ni para

pág. 279

que la clase dominante, una vez izada al poder, consolide sistemáticamente su


dominio a costa de la clase trabajadora, y haga de la dirección de la sociedad pura y
simple explotación de las masas.

Mas si de esto se desprende que la división en clases tiene cierta justificación


histórica, ésta vale sólo para un determinado tiempo, para determinadas
condiciones sociales. La división en clases se basó en la insuficiencia de la
producción, y será barrida por el pleno despliegue de las fuerzas productivas
modernas. La supresión de las clases sociales tiene efectivamente como
presupuesto un grado de desarrollo histórico en el cual sea un anacronismo, cosa
anticuada, no ya la existencia de tal o cual clase dominante, sino el dominio de
clase en general, es decir, las diferencias de clase mismas. Tiene, pues, como
presupuesto un alto grado de desarrollo de la producción en el cual la apropiación
de los medios de producción y de los productos por una determinada clase social —
y con ella el poder político, el monopolio de la instrucción y la dirección intelectual
por dicha clase— se haya hecho no sólo superflua, sino también un obstáculo
económico, político e intelectual para el desarrollo. A este punto hemos llegado ya.
Mientras la bancarrota política e intelectual de la burguesía es ya apenas un
secreto para ella misma, su bancarrota económica se repite regularmente cada diez
años. En cada crisis se ahoga la sociedad bajo la exuberancia de sus propias
fuerzas productivas y de sus productos, inutilizables unas y otros, y se encuentra
perpleja ante la absurda contradicción de que los productores no tengan nada que
consumir precisamente porque faltan consumidores. La fuerza expansiva de los
medios de producción rompe las ataduras que les pone el modo de producción
capitalista. Su liberación de esas ataduras es el único presupuesto de un desarrollo
ininterrumpido, del progreso cada vez más rápido de las fuerzas productivas, y, por
tanto, de un aumento prácticamente ilimitado de la producción misma. Pero eso no
es todo. La apropiación social de los medios de producción elimina no sólo la actual
inhibición artificial de la producción, sino también el positivo despilfarro y la
destrucción de fuerzas productivas y productos que son hoy día compañeros
inevitables de la producción y alcanzan su punto culminante en las crisis. Esa
apropiación social pone además a disposición de la comunidad una masa de medios
de producción y de productos al eliminar el insensato desperdicio del lujo de las
clases actualmente dominantes y de sus representantes políticos. La posibilidad de
asegurar a todos los miembros de la

pág. 280

sociedad, gracias a la producción social, una existencia que no sólo resulte del todo
suficiente desde el punto de vista material, sino que, además de ser más rica cada
día, garantice a todos su plena y libre formación y el ejercicio de todas sus
disposiciones físicas e intelectuales, existe hoy por vez primera, incipientemente,
pero existe.[*]

Con la toma de posesión de los medios de producción por la sociedad se elimina la


producción mercantil y, con ella, el dominio del producto sobre el productor. La
anarquía en el seno de la producción social se sustituye por la organización
consciente y planeada. Termina la lucha por la existencia individual. Con esto el
hombre se separa definitivamente, en cierto sentido, del reino animal, y pasa de las
condiciones de existencia animales a otras realmente humanas. El cerco de las
condiciones de existencia que hasta ahora dominó a los hombres cae ahora bajo el
dominio y el control de éstos, los cuales se hacen por vez primera conscientes y
reales dueños de la naturaleza, porque y en la medida en que se hacen dueños de
su propia sociación. Los hombres aplican ahora y dominan así con pleno
conocimiento real las leyes de su propio hacer social, que antes se les enfrentaban
como leyes naturales extrañas a ellos y dominantes. La propia sociación de los
hombres, que antes palecía impuesta y concedida por la naturaleza y la historia, se
hace ahora acción libre y propia. Las potencias objetivas y extrañas que hasta
ahora dominaron la historia pasan bajo el control de los hombres mismos. A partir
de ese momento harán los hombres su historia con plena conciencia; a partir de ese
momento irán teniendo predominantemente y cada vez más las causas sociales que
ellos pongan en movimiento los efectos que ellos deseen. Es el salto de la
humanidad desde el reino de la necesidad al reino de la libertad.
La misión histórica del proletariado moderno consiste en llcvar a cabo esa acción
liberadora del mundo. La tarea de la expresion teorética del movimiento proletario,
la tarea del socialismo

[*] Unas pocas cifras bastan para dar una idea aproximada de la enorme fuerza
expansiva de los modernos medios de producción, incluso bajo la opresión
capitalista. Según las recientes estimaciones de Giffen, la riqueza total de la Gran
Bretaña e Irlanda sumaba en cifras redondeadas:

En 1814: 2.200 millones de libras esterlinas.


En 1865: 6.100 millones de libras esterlinas.
En 1875: 8.500 millones de libras esterlinas.

Por lo que hace a la destrucción de medios de producción y de productos en las


crisis, en el segundo congreso de los industriales alemanes, celebrado en Berlín el
21 de febrero de 1878, se calculó que la pérdida total de la sola industria
siderúrgica alemana en el último crack sumó 455 millones de marcos.

pág. 281

científico, es descubrir las condiciones históricas de aquella acción y, con ello, su


naturaleza misma, para llevar a consciencia de la clase hoy oprimida llamada a
realizarla las condiciones y la naturaleza de su propia tarea.

pág. 282

III. PRODUCCION

Luego de todo lo visto, no puede sorprender al lector que la exposición de los rasgos
fundamentales del socialismo dada en el capítulo anterior no vaya, en modo alguno,
en el sentido del señor Dühring. Al contrario. El señor Dühring no tiene más
remedio que arrojarla al abismo de todas las basuras, junto con las demás
"bastardas de fantasía histórica y lógica", las "groseras concepciones" y las
"confusas y nebulosas ideas", etc. Pues para él el socialismo no es en absoluto un
producto necesario del desarrollo histórico, y aún menos de las condiciones
económicas del presente, groseramente materiales y orientadas a meros fines de
pienso. El señor Dühring lo sabe mucho mejor. Su socialismo es una verdad
definitiva de última instancia: es "el sistema natural de la sociedad", y tiene sus
raíces en un "principio universal de la justicia", y aunque ese socialismo no tiene
más remedio que tomar nota de la actual situación, creada por la anterior
pecaminosa historia, con objeto de mejorarla, esto es ciertamente una desgracia
desde el punto de vista del puro principio de la justicia. El señor Dühring compone
su socialismo, como todo lo demás, por medio de sus dos célebres hombres. Estas
dos marionetas, en vez de ponerse, como hasta ahora, a representar los papeles de
señor y siervo, representan por una vez, y por variar, la comedia de la equiparación,
y con eso queda listo el fundamento del socialismo dühringiano.

Es, por tanto, evidente que el señor Dühring no concede en absoluto a las crisis
industriales la importancia histórica que les hemos atribuido.
Las crisis son para él meras desviaciones ocasionales de la "normalidad", se limitan,
a lo sumo, a dar ocasión para el "despliegue de un orden más normado". El "modo
habitual" de explicar las crisis por la sobreproducción no satisface en absoluto a su
concepción más exacta. Cierto que una tal explicación puede admitirse para crisis
especiales en ciertos ámbitos". Así, por ejemplo, "una plétora en el mercado de
librería causada

pág. 283

por ediciones de obras cuyos derechos han quedado libres, y que son aptas para la
venta en masa.

El señor Dühring puede acostarse desde luego con la conciencia tranquila: sus
inmortales obras no producirán jamás esa universal catástrofe.

Pero en las grandes crisis no es la sobreproducción, sino más bien "el retraso del
consumo popular... el subconsumo artificiosamente engendrado... la ostaculización
de las necesidades populares (!) en su natural crecimiento, lo que hace al final tan
críticamente grande el abismo entre los depósitos y la salida de los productos."

Y hasta ha conseguido felizmente un discípulo para esta su teoría de las crisis.

Pero el hecho es que el subconsumo de las masas, la limitación del consumo de


éstas a lo imprescindible para el sustento y la reproducción, no es en absoluto cosa
nueva. Ha existido siempre que ha habido clases explotadoras y explotadas. Incluso
en los períodos históricos en que la situación de las masas fue especialmente
favorable, como, por ejemplo, en la Inglaterra del siglo XV, estaban en una situación
de subconsumo. Se encontraban muy lejos de poder disponer de su propio
producto anual para el consumo. Si, pues, el subconsumo es un hecho histórico
constante desde hace milenios, mientras que el bloqueo general de la salida de las
mercancías que se produce en las crisis a consecuencia del exceso de producción
no es visible sino desde hace cincuenta años, toda la trivialidad económico-vulgar
del señor Dühring consiste en explicar la nueva colisión no por el nuevo fenómeno
de la sobreproducción, sino por el del subconsumo, que tiene milenios de edad. Es
como si en matemáticas se quisiera explicar la variación de la razón entre dos
magnitudes, una variable y otra constante, no por el hecho de que la variable ha
variado, sino por el de que la constante sigue siendo idéntica. El subconsumo de las
masas es una condición necesaria de todas las formas de sociedad basadas en la
explotación, y, por tanto, también de la sociedad capitalista; pero sólo la forma
capitalista de la producción lleva ese subconsumo a elemento de una crisis. El
subconsumo de las masas es, pues, también una condición de las crisis, y
desempeña en ellas un papel de antiguo conocido; pero nos informa tan poco de las
causas de la actual existencia de las crisis como de las causas de su anterior
inexistencia.

pág. 284

El señor Dühring tiene en general nociones muy curiosas del mercado mundial.
Hemos visto cómo intenta imaginarse verdaderas crisis especiales de la industria,
como un auténtico literato alemán, por medio de imaginarias crisis de la feria del
libro de Leipzig, lo que equivale a intentar comprender una tempestad en el mar
mirando atentamente una tormenta en un vaso de agua. También se imagina que la
actual producción empresarial tiene que "girar en cuanto a su salida
principalmente en el círculo de la propia clase propietaria", lo cual no le impide,
apenas dieciséis páginas después, presentar al modo corriente, como industrias
modernas decisivas, la del hierro y la del algodón, es decir, precisamente las dos
ramas de la producción cuyos productos no consume la clase propietaria sino en
diminuta proporción, y que se orientan necesariamente ante todo al consumo
masivo. Busquemos lo que busquemos, no encontramos en el señor Dühring más
que cháchara vacía y contradictoria. Mas tomemos un ejemplo de la industria del
algodón. Cuando en la sola ciudad de Oldham —que es una ciudad relativamente
pequeña, una de la docena de ciudades de 50.000 a 100.000 habitantes de la zona
de Manchester que se dedican a la industria algodonera— el número de husos
dedicados exclusivamente a producir hilo del 32 ha pasado en cuatro años, de 1872
a 1875, de los dos millones y medio a los cinco millones, de modo que en una sola
ciudad media de Inglaterra hay tantos husos hilando hilo de un solo número
cuantos posee la industria algodonera de toda Alemania, incluida Alsacia, y cuando
la expansión de las demás ramas y localidades de la industria algodonera inglesa y
escocesa ha tenido lugar en general en una proporcion sensiblemente igual, hace
falta una gran dosis de radical cara dura para explicar el actual colapso de la salida
del hilado de algodón y sus tejidos en Inglaterra por el subconsumo de las masas
inglesas, y no por la sobreproducción de los fabricantes ingleses de algodón.[*]

Baste con eso. Es imposible discutir con gentes lo suficientemente ignorantes en


economía como para considerar a la feria del libro de Leipzig como un mercado en
el sentido de la industria moderna. Limitémonos, por tanto, a registrar que, aparte
de lo visto, el señor Dühring no sabe indicarnos respecto de las crisis sino que en
ellas no tiene lugar más que

[*] La explicación de las crisis por el subconsumo procede de Sismondi, y aún tiene
en su obra cierto sentido. De Sismondi la ha tomado Rodbertus, y de Rodbertus la
ha copiado el señor Dühring con su habitual manera trivializadora.

pág. 285

"un juego corriente entre la hipertensión y la relajación"; que la hiperespeculación


"no se debe sólo a la acumulación sin plan de empresas privadas", sino que
también hay que contar "la precipitación de los empresarios particulares y la falta
de prudencia privada entre las causas que producen la superoferta".

Mas, ¿cuál es a su vez la "causa que produce" la precipitaclon y la falta de


prudencia privada? Precisamente la falta de plan, que se manifiesta en la
acumulación sin plan de las empresas privadas. La traducción inconsciente de un
hecho económico en un reproche moral, como medio de descubrir una nueva causa,
es también una notable "precipitación".

Dejemos aquí las crisis. Tras de haber mostrado en el capítulo anterior su


naturaleza de consecuencia necesaria del modo de producción capitalista y su
importancia como crisis de ese modo de producción mismo, como medios
constrictivos de la transformación social, no necesitamos ya oponer ni una palabra
a las falsedades del señor Dühring sobre este tema. Pasemos a sus creaciones
positivas, al "sistema natural de la sociedad".
Este sistema, construido sobre la base de un "principio universal de la justicia", es
decir, libre de toda atención al peso de los hechos materiales, consiste en una
federación de comunas económicas entre las cuales hay "libertad de movimientos y
necesidad de aceptar nuevos miembros según determinadas leyes y normas
administrativas". La comuna económica misma es ante todo

"un amplio esquematismo de alcance histórico-humano", y se encuentra mucho


más allá de las "confusas medias tintas", por ejemplo, de un cierto Marx. La
comuna económica es "una comunidad de personas que están ligadas, por su
derecho público de disposición sobre un ámbito de tierra y sobre un grupo de
establecimientos de producción, a una actividad común y a una participación
común en los frutos". El derecho público es un "derecho sobre la cosa... en el
sentido de una relación puramente publicística con la naturaleza y con las
instituciones de producción".

Los futuros juristas de la comuna económica se devanarán los sesos para conseguir
entender lo que eso quiere decir. Nosotros renunciamos a ello y nos informamos a
continuación de que

la comuna económica no es en modo alguno lo mismo que "la propiedad corporativa


de las asociaciones obreras", la cual no excluiría la competencia, ni siquiera la
explotación salarial.

A propósito de lo cual se abandona de paso

pág. 286

la idea de una "propiedad colectiva", que parece encontrarse en Marx, la cual es


"por lo menos oscura y discutible, pues esa idea futurista cobra siempre el aspecto
de no significar más que la propiedad corporativa de grupos obreros".

Aquí se presenta otra vez esa "vil manierilla" que tiene el señor Dühring de atribuir
falsamente afirmaciones: "cualidad tan vulgar" (como él mismo dice), que "sólo
puede calificarse con la palabra vil"; se trata de una falsedad tan injustificada como
aquel otro invento del señor Dühring según el cual la propiedad colectiva es en
Marx "a la vez propiedad individual y propiedad social".

Algo, en todo caso, resulta ya claro: el derecho publicístico de una comuna


económica sobre sus medios de trabajo es un derecho de propiedad excluyente, al
menos, respecto de las demás comunas económicas, y también respecto de la
sociedad y del Estado.

Pero no tendrá el poder "de proceder excluyentemente hacia afuera... pues entre las
diversas comunas económicas hay libertad de movimientos y necesidad de aceptar
a nuevos miembros según determinadas leyes y normas administrativas...
análogamente... a lo que ocurre hoy con la pertenencia a una formación política y
con la participación en las competencias económicas comunales."

Habrá, pues, comunas económicas ricas y pobres, y la compensación y el equilibrio


tendrán lugar por el paso en masa de la población a las comunas ricas y el
abandono de las comunas pobres. Pues si el señor Dühring pretende eliminar la
competencia en productos entre las diversas comunas por medio de una
organización nacional del comercio, no por ello impide que la competencia siga
subsistiendo. Las cosas se sustraen a la competencia, pero los hombres quedan
sometidos a ella.

Mas todavía no estamos nada en claro acerca del "derecho publicístico". Dos
páginas más adelante nos lo explica el señor Dühring:

La comuna económica no abarca "al principio más que el ámbito político social
cuyos miembros están unidos en un sujeto jurídico unitario, y en esa cualidad
tienen la disposición sobre toda la tierra, las viviendas y las instituciones de
producción".

No es, pues, cada comuna la que dispone, sino la nación entera. El "derecho
público", el "derecho sobre la cosa", la "relación publicística con la naturaleza", etc.,
no es, pues, sólo "por lo menos oscuro y discutible", sino que se encuentra en
directa contradicción

pág. 287

consigo mismo. Es en efecto, por lo menos en la medida en que cada comuna


económica es también un sujeto de derecho, "una propiedad a la vez individual y
social", y esta última "afirmación nebulosa y ambigua" no puede, por tanto,
encontrarse más que en las ideas del señor Dühring.

En todo caso, la comuna económica dispone de sus medios de trabajo para la


producción. ¿Cómo procede esa producción? Por todo lo que nos dice el señor
Dühring, la producción procede exactamente igual que antes, con la única
diferencia de que la comuna aparece en el lugar de los capitalistas. A lo sumo se
nos dice que la elección de la profesión es finalmente libre para todo individuo, que
existe obligación igual de trabajar.

La forma fundamental de toda producción que ha existido hasta hoy es la división


del trabajo, dentro de la sociedad, por una parte, y dentro de cada establecimiento
de producción por otra. ¿Cómo se comporta la "socialidad" dühringiana respecto de
la división del trabajo?

La primera gran división social del trabajo es la separación en ciudad y campo.

Este antagonismo es, según el señor Dühring, "inevitable por la naturaleza misma
de las cosas". Pero "es discutible la idea de que el abismo entre la agricultura y la
industria... sea insalvable. De hecho existe ya cierta continuidad del paso, la cual
promete aumentar aun mucho en el futuro". Ya ahora dos industrias se han
introducido en la agricultura y la empresa agrícola: "ante todo las destilerías, y en
segundo lugar la obtención de azúcar de remolacha..., la producción de bebidas
espirituosas es de tal importancia que hasta ahora se la ha subestimado más que
otra cosa". Y "si fuera posible que, a consecuencia de algunos descubrimientos, se
constituyera un círculo mayor de industrias tales que se produjera la necesidad de
situar las fábricas en el campo y apoyarlas directamente en la producción de
materias primas," se debilitaría la contraposición de ciudad y campo, y "se
conseguirían los fundamentos más amplios del desarrollo de la civilización". Pero,
además, "una cosa parecida podría plantearse por otro camino. Además de las
necesidades técnicas, importan cada vez más las necesidades sociales, y cuando
estas últimas se hagan decisivas para la agrupación de las actividades humanas,
no será ya posible descuidar los beneficios que se desprenden de un próximo y
sistemático enlace de las ocupaciones del campo con las realizaciones del trabajo
técnico de transformación".

Y como en la comuna económica lo quc importa son precisamente las necesidades


económicas, no hay duda de que dicha comuna se apresurará a apropiarse en
plena medida los citados beneficios

pág. 288

de la unificación de la agricultura y la industria. Seguramente no dejará el señor


Dühring de darnos con su acostumbrada prolijidad noticia de la posición de la
comuna económica ante esta cuestión, según sus "más exactas concepciones". Se
engañará el lector que así lo crea. Los anteriores lugares comunes, magros, tímidos,
de nuevo encerrados en el círculo aguardentoso y remolachero del derecho
territorial prusiano, son todo lo que el señor Dühring tiene que decirnos acerca de
la contraposición de la ciudad y el campo en el presente y en el futuro.

Pasemos al detalle de la división del trabajo. En esto es el señor Dühring ya más


"exacto". Habla de

"una persona que tenga que dedicarse exclusivamente a un género de actividad". Si


se trata de la introducción de una nueva rama de la producción, la cuestión
consiste simplemente en saber si un cierto número de existencias que deben
dedicarse a la producción de un solo artículo pueden crearse junto con el consumo
necesario para ellas (!). Ninguna rama de la producción requeriría mucha población
en la socialidad. Y también en la socialidad habrá tipos económicos de hombres,
"separados según el modo de vida".

Según esto, en la esfera de la produccion todo se queda prácticamente como estaba.


Cierto que en la sociedad actual domina una "falsa división del trabajo"; pero acerca
de en qué consista ella y de mediante qué tiene que ser sustituida en la comuna
económica, no se nos dice más que lo siguiente:

Por lo que hace a las cuestiones de la división del trabajo, ya hemos dicho antes
que pueden considerarse liquidadas en cuanto que se tiene en cuenta los hechos de
las diversas ocasiones naturales y las capacidades personales.

Y junto a las capacidades cuenta además la inclinación personal a imponerse:

"El atractivo del ascenso hacia actividades que ponen en juego más capacidades y
más preparación se basaría exclusivamente en la inclinación a la ocupación
correspondiente y en la alegría de ejercitar precisamente esa cosa y no otra"
[¡ejercitar una cosa!].

Con esto se estimula la emulación en la socialidad y

se mantiene en interés la producción misma, y la siniestra empresa que no


considera la producción sino como medio de la ganancia dejará de ser el rasgo
dominante de la situación.
pág. 289

En ninguna sociedad de desarrollo espontáneo de la producción —y la nuestra es


una de ellas— son los productores los que dominan los medios de producción, sino
éstos los que dominan a aquéllos. En una tal sociedad cada nueva palanca de la
producción se muta necesariamente en nuevo medio de esclavización de los
productores a los medios de producción. Y esto vale ante todo de la palanca de la
producción que ha sido con mucho la más poderosa hasta la introducción de la
gran industria, a saber, la división del trabajo. Ya la primera gran división del
trabajo, la separación entre la ciudad y el campo, condenó a la población rural a un
embotamiento milenario, y a la población urbana a la esclavitud de cada cual bajo
su propio oficio. Esa separación aniquiló la base del desarrollo espiritual de los
unos y del desarrollo físico de los otros. Cuando el campesino se apropia la tierra y
el hombre de la ciudad se hace con su oficio, ocurre al mismo tiempo que la tierra
se está apoderando del campesino, y el oficio del artesano. Al dividirse el trabajo se
escinde también el hombre. Todas las demás capacidades físicas y espirituales se
sacrifican al perfeccionamiento de una sola actividad. Este anquilosamiento del
hombre se intensifica en la misma medida en que se agudiza la división del trabajo,
la cual alcanza su supremo desarrollo en la manufactura. La manufactura
descompone el oficio artesano en sus diversas operaciones particulares, encarga
cada una de esas operaciones a un solo trabajador, como profesión de por vida, y le
encadena así perpetuamente a una determinada función parcial y a una
determinada herramienta. "Anquilosa y hace del trabajador un abnorme tullido,
promoviendo la habilidad en el detalle como en invernadero, mediante la represión
de todo un mundo de impulsos y disposiciones productivas... El mismo individuo se
divide, se transforma en motor automático de un trabajo parcial"[75] (Marx): en un
motor que muchas veces no consigue ser perfecto sino gracias a una mutilización,
en sentido literal, física y espiritual del obrero. La maquinaria de la gran industria
degrada al obrero hasta por debajo de la máquina, convirtiéndole en mero accesorio
de ésta. "La especialidad de por vida de manejar una herramienta parcial se
convierte en la eterna especialidad de servir a una máquina parcial. Se abusa de la
maquinaria para convertir al trabajador mismo, y desde niño, en una parte de una
máquina parcial" (Marx). Pero no solo los trabajadores quedan sometidos por la
división del trabajo al instrumento de su actividad, sino también las clases que los
explotan directa o indirectamente: el burgués de espíritu yermo está sometido a su
capital

pág. 290

y a su propia furia de beneficio; el jurista, a sus momificadas ideas jurídicas, que le


dominan como poder sustantivo; las "clases ilustradas" en general, a las diversas
limitaciones locales y unilateralidades, a su miopía física y espiritual, a su
anquilosamiento por una educación orientada a la especialización y por un
encadenamiento perpetuo a su especialidad, incluso cuando esta especialidad es el
puro ocio.

Los utopistas estaban ya plenamente en claro acerca de los efectos de la división del
trabajo, acerca del anquilosamiento del obrero, por una parte, y de la actividad
misma del trabajo, por otra, limitada a la repetición perpetua, monótona y
mecánica, de uno y el mismo acto. La superación de la contraposición entre la
ciudad y el campo es para Fourier, igual que para Owen, la primera condición
básica de la superación de la vieja división del trabajo en general. Según los dos
autores, la población debe distribuirse por el país en grupos de mil seiscientos a
tres mil seres humanos; cada grupo habita, en el centro de su demarcación, un
gigantesco palacio, con comunidad doméstica. Fourier habla de vez en cuando de
ciudades, pero éstas constan simplemente de cuatro o cinco palacios contiguos.
Según los dos autores, cada miembro de la sociedad toma parte tanto en la
agricultura cuanto en la industria; en el caso de Fourier, el papel industrial
principal es desempeñado por la artesanía y la manufactura. Owen, en cambio
piensa en la gran industria, y hasta propone la introducción del vapor y de la
maquinaria en las tareas domésticas. Pero incluso dentro de la agricultura y de la
industIia exigen ambos la mayor diversidad posible de ocupaciones para cada
individuo, y, consiguientemente, la educación de la juventud es una actividad
técnica lo más multilateral posible. Según los dos autores, tiene que desarrollarse el
hombre de un modo universal mediante una ocupación práctica universal, y el
trabajo tiene que recuperar el atractivo perdido por la división; a ello contribuirá
por de pronto la variación y la correspondiente brevedad de la "sesión" (ésta es la
expresión de Fourier) dedicada a cada trabajo particular. Los dos han llegado ya
mucho más allá que la concepción tradicional del señor Dühring, la cual considera
que la contraposición entre la ciudad y el campo es inevitable por la naturaleza de
la cosa, como si en cualesquiera situaciones un cierto número de "existencias"
tuviera que estar condenado a producir un solo artículo; esa concepción quiere
eternizar los "tipos económicos" de hombres distinguidos por el modo de vida, y
perpetuar la existencia de gentes que se alegran de

pág. 291

ejercitar una cosa y ninguna otra, es decir, que han caído ya tan bajo que se
alegran de su propia esclavitud y unilateralidad. Comparado con las ideas básicas
incluso de las más insensatas fantasías del "idiota" Fourier, o con las más pobres
ideas del "rudo, pálido y débil" Owen, el señor Dühring, todavía sometido
totalmente a la división del trabajo, aparece como un impertinente enano.

Al hacerse dueña de todos los medios de producción para aplicarlos social y


planeadamente, la sociedad suprime el anterior sometimiento del hombre a sus
propios medios de producción. Como es obvio, la sociedad no puede liberarse sin
que quede liberado cada individuo. Por eso el antiguo modo de producción tiene que
subvertirse radicalmente, y, en especial, tiene que desaparecer la vieja división del
trabajo. En su lugar tiene que aparecer una organización de la producción en la que,
por una parte, ningún individuo pueda echar sobre las espaldas de otro su
participación en el trabajo productivo, esa condición natural de la existencia
humana, y en la que, por otra parte, el trabajo productivo, en vez de ser un medio
de servidumbre, se haga medio de la liberación de los hombres, al ofrecer a todo
individuo la ocasión de formar y ocupar en todos los sentidos todas sus
capacidades físicas y espirituales, y al dejar así de ser una carga para convertirse
en una satisfacción.

Todo eso ha dejado ya hoy de ser mera fantasía, mero piadoso deseo. Dado el actual
desarrollo de las fuerzas productivas, basta ya el aumento de la producción que
viene dado por la socialización de las fuerzas productivas, por la eliminación de las
inhibiciones y perturbaciones nacidas del modo de producción capitalista, del
despilfarro de productos y medios de producción, para que, con una participación
general en el trabajo, el tiempo de éste pueda reducirse a una duración muy
pequeña desde el punto de vista de nuestros actuales conceptos.
La superación de la vieja división del trabajo no es tampoco una exigencia que
tenga que pagarse con una pérdida de productividad del trabajo. Al contrario. La
gran industria ha hecho ya de ella una condición de la producción misma. "La
operación a máquina supera la necesidad de fijar, al modo de la manufactura, la
distribución de los grupos de obreros entre las diversas máquinas, adaptando
constantemente los mismos trabajadores a la misma función. Como el movimiento
total de la fábrica no parte del obrero, sino de la máquina, puede organizarse un
constante cambio de personal sin interrupción del proceso de trabajo... Por último,
la rapidez con la cual se aprende de joven el trabajo a máquina

pág. 292

elimina igualmente la necesidad de educar a una clase especial de trabajadores de


un modo exclusivo para trabajos a máquina." Pero mientras que el modo capitalista
de utilizar la maquinaria tiene que continuar la vieja división del trabajo con sus
momificadas particularidades, a pesar de que éstas se han hecho técnicamente
superfluas, la maquinaria misma se subleva contra ese anacronismo. La base
técnica de la gran industria es revolucionaria. "Mediante la maquinaria, los
procesos químicos y otros métodos, revoluciona constantemente, junto con los
fundamentos técnicos de la producción, las funciones de los trabajadores y las
combinaciones sociales del proceso de trabajo. Así revoluciona con la misma
constancia la división del trabajo en el interior de la sociedad, y lanza
ininterrumpidamente masas de capital y masas de obreros de una rama de la
producción a otras. La naturaleza de la gran industria condiciona por tanto la
variación del trabajo, el fluido carácter de las funciones, la movilidad omnilateral
del trabajador... Se ha visto cómo esta contradicción absoluta... se desencadena en
la ininterrumpida liturgia del sacrificio de la clase obrera, en el más desmedido
despilfarro de las fuerzas de trabajo y en las destrucciones causadas por la
anarquía social. Este es su aspecto negativo. Pero aunque el cambio de trabajo se
impone hoy día sólo como irresistible ley natural y con el ciego efecto destructor de
la ley natural que tropieza en todas partes con obstáculos, la gran industria está
convirtiendo, por sus mismas catástrofcs, en una cuestión de vida o muerte el
cambio de trabajo y, con él, la mayor multilateralidad posible del trabajador, como
ley social general de la producción, a cuya normal realización hay que adaptar las
condiciones. La gran industria pone como cuestión de vida o muerte la necesidad
de sustituir esa monstruosidad que es la existencia de una población obrera de
reserva, mantenida en la miseria a disposición de las cambiantes necesidades de la
explotación, por la absoluta disponibilidad de los seres humanos para cambiantes
exigencias de trabajo; la sustitución del individuo parcial, mero portador de una
función social de detalle, por el individuo totalmente desarrollado, para el cual
diversas funciones sociales son simplemente modos de actividad que se alternan"
(Marx, El Capital).

Al enseñarnos a transformar los movimientos moleculares que pueden conseguirse


más o menos en todas partes en movimientos masivos útiles para fines técnicos, la
gran industria ha liberado en gran medida a la producción industrial de sus
limitaciones locales. La fuerza hidráulica era local, pero la del vapor es libre.

pág. 293

Mientras que la fuerza hidráulica es necesariamente rural, la del vapor no es


necesariamente urbana. Su aplicación capitalista es la que la ha concentrado
primordialmente en las ciudades, transformando aldeas fabriles en ciudades
industriales. Pero con eso mina al mismo tiempo las condiciones de su propia
explotación. La primera exigencia de la máquina de vapor y la necesidad principal
de casi todas las ramas de la gran industria es contar con un agua relativamente
limpia. Pero la ciudad industrial convierte todas las aguas en un hediondo líquido.
Por eso, en la misma medida en que la concentración urbana es una condición
básica de la producción capitalista, en ella misma tiende siempre cada capitalista
industrial a alejarse de las grandes ciudades que aquella producción ha creado, y a
acercarse a la explotación en el campo. Este proceso puede estudiarse en concreto
en los distritos textiles del Lancashire y el Yorkshire; la gran industria capitalista
engendra allí constantemente nuevas grandes ciudades en su huida de la ciudad al
campo. Análogamente ocurre en los distritos metalúrgicos, en los que causas en
parte diversas producen los mismos efectos.

Este nuevo círculo vicioso, esta contradicción constantemente reproducida por la


moderna industria, no puede tampoco superarse sin superar su carácter capitalista.
Sólo una sociedad que haga interpenetrarse armónicamente sus fuerzas
productivas según un único y amplio plan puede permitir a la industria que se
establezca por toda la tierra con la dispersión que sea más adecuada a su propio
desarrollo y al mantenimiento o a la evolución de los demás elementos de la
producción.

La superación de la contraposición entre la ciudad y el campo no es pues, según


esto, sólo posible. Es ya una inmediata necesidad de la producción industrial
misma, como lo es también de la producción agrícola y, además, de la higiene
pública. Sólo mediante la fusión de la ciudad y el campo puede eliminarse el actual
envenenamiento del aire, el agua y la tierra; sólo con ella puede conseguirse que las
masas que hoy se pudren en las ciudades pongan su abono natural al servicio del
cultivo de las plantas, en vez de al de la producción de enfermedades.

La industria capitalista se ha hecho ya relativamente independiente de las


limitaciones locales dimanantes de la localización de la producción de sus materias
primas. La industria textil trabaja, si atendemos a las grandes cifras, materias
primas importadas. Minerales de hierro españoles se trabajan en Inglaterra y
Alemania; menas españolas y sudamericanas de cobre se trabajan en Inglaterra.

pág. 294

Cada distrito carbonífero proporciona combustible a una zona industrial situada


más allá de sus límites y que aumenta de año en año. Por toda la costa europea se
utilizan máquinas de vapor alimentadas por carbón inglés, y a veces alemán y belga.
Pero la sociedad liberada de la producción capitalista puede ir aún mucho más allá.
Al engendrar un linaje de productores formados omnilateralmente, que entienden
los fundamentos científicos de toda la producción industrial y cada uno de los
cuales ha seguido de hecho desde el principio hasta el final toda una serie de ramas
de la producción, aquella sociedad crea una nueva fuerza productiva que supera
con mucho el trabajo de transporte de las materias primas o los combustibles
importados desde grandes distancias.

La superación de la separación de la ciudad y el campo no es, pues, una utopía, ni


siquiera en atención al hecho de que presupone una dispersión lo más uniforme
posible de la gran industria por todo el territorio. Cierto que la civilización nos ha
dejado en las grandes ciudades una herencia que costará mucho tiempo y esfuerzo
eliminar. Pero las grandes ciudades tienen que ser suprimidas, y lo serán, aunque
sea a costa de un proceso largo y difícil. Cualesquiera que sean los destinos del
Imperio Alemán de la Nación Prusiana,[76] Bismarck podrá irse a la tumba con la
orgullosa conciencia de que su más intenso deseo será satisfecho: las grandes
ciudades desaparecerán.[77]

Y ahora consideremos la infantil idea del señor Dühring de que la sociedad puede
tomar posesión de la totalidad de los medios de producción sin cambiar
radicalmente el viejo modo de producir y, ante todo, sin suprimir la vieja división
del trabajo; según él, todo está listo en cuanto "se toman en cuenta las
disposiciones naturales y las capacidades personales", pero dejando como antes a
enteras masas de existencias esclavizadas por la producción de un solo artículo,
"poblaciones" enteras absorbidas por una sola rama de la producción, y a la
humanidad dividida, como antes, en cierto número de diversos "tipos económicos"
anquilosados, como son los de "peón" y "arquitecto". La sociedad tiene que ser
entonces dueña de los medios de producción en su totalidad para que cada cual
siga siendo esclavo de su medio de producción y pueda sólo elegir el medio de
producción del que quiere ser esclavo. Considérese también el modo como el señor
Dühring considera "inevitable por la naturaleza de la cosa" la separación entre la
ciudad y el campo, sin poder descubrir más que un pequeño paliativo en las ramas
industriales, específicamente prusianas en su situación,

pág. 295

de la destilería de aguardiente y la obtención de azúcar de remo]acha; ese paliativo


hace que la dispersión de la industria por el país dependa de algunos futuros
descubrimientos y de la obligación impuesta a las industrias de apoyarse en la
obtención de sus materias primas —cuando las materias primas se están utilizando
a distancias cada vez mayores de sus lugares de origen—, e intenta al final cubrirse
la espalda con la aseveración de que las necesidades sociales acabarán por imponer
la unión de la agricultura y la industria seguramente contra toda consideración
económica, como si aquella unión fuera un sacrificio económico.

Cierto que para darse cuenta de que los elementos revolucionarios que eliminarán
la vieja división del trabajo, con la separación de la ciudad y el campo, y
subvertirán toda la producción, se encuentran ya contenidos en germen en las
condiciones de producción, de la gran industria moderna, y para entender que el
actual modo de producción capitalista está obstaculizando el despliegue de dichos
elementos, hay que tener un horizonte algo más amplio que el ámbito de vigencia
del derecho territorial prusiano, la tierra en la cual el aguardiente y el azúcar de
remolacha son los dos productos industriales decisivos, y en la cual las crisis
comerciales pueden estudiarse en la feria del libro. Pero para tener ese horizonte
más amplio hay que conocer la verdadera gran industria en su historia y en su
realidad actual, es decir, en el país en el que tiene su patria y es el único en que
hasta ahora ha conseguido su desarrollo clásico; entonces no se pensará siquiera
en corromper el moderno socialismo científico ni en rebajarlo al socialismo
específicamente prusiano del señor Dühring.

pág. 296

IV. LA DISTRIBUCION

Hemos visto ya que la economía dühringiana se resume en la proposición siguiente:


el modo de producción capitalista es muy bueno y puede seguir en pie, pero el modo
de distribución capitalista es malo y tiene que desaparecer. Ahora sabemos que esta
"socialidad" del señor Dühring es exclusivamente la realización de esa proposición
en la fantasía. Resultó, efectivamente, que el señor Dühring no tiene casi nada que
objetar al modo de producción de la sociedad capitalista, como tal modo de
producción; que quiere mantener en todos sus rasgos esenciales la vieja división del
trabajo, razón por la cual apenas sabe decir una palabra sobre la producción en el
interior de su comuna económica. La producción es, ciertamente, un campo en el
cual se trata de cosas muy reales y sólidas, en el cual, por tanto, la "fantasía
racional" puede dar poco espacio al golpe de ala de su alma libre, porque el peligro
de hacer el ridículo es demasiado inminente. Por lo que hace a la distribución, en
cambio, que en opinión del señor Dühring no tiene relación alguna con la
producción, sino que se determina por un puro acto de voluntad, ella ofrece el
campo predestinado para su "alquimia social".

Frente al mismo deber de producción se yergue el mismo derecho a consumir,


organizado en la comuna económica y en la comuna comercial, que abarca a gran
número de las primeras. El "trabajo se intercambia aquí... con otro trabajo según el
principio de la misma estimación...: Prestación y contraprestación representan aquí
real igualdad de magnitudes de trabajo". Y precisamente rige esta "equiparación de
las fuerzas humanas, aunque algunos individuos hayan rendido más o menos, o,
casualmentc, nada en absoluto"; pues toda actividad, en la medida en que requiere
tiempo y fuerzas, puede considerarse prestación de trabajo, también, pues, el jugar
a los bolos o el ir de paseo. Pero este intercambio no tiene lugar entre los individuos,
puesto que la comunidad es propietaria de todos los medios de producción y, por
tanto, también de todos los productos, sino, por una parte, entre cada comuna
económica y sus miembros individuales, y, por otra parte, entre las diversas
comunas económicas y comerciales. "Señaladamente,

pág. 297

las diversas comunas económicas sustituirán en su distrito el comercio al por


menor por empresas plenamente planificadas". Así también se organiza el comercio
grande: "El sistema de la libre sociedad económica... sigue, pues, siendo una gran
institución de cambio, cuya ejecución tiene lugar mediante la base monetaria dada
por los metales nobles. Nuestro esquema se diferencia de todas las nebulosidades
que afean incluso a las formas más racionales de las ideas socialistas hoy en curso
precisamente por haber comprendido la inevitable necesidad de esa propiedad
básica".

La comuna económica, en cuanto que es la primera que se apropia los productos


sociales, tiene que poner para ese intercambio "un precio unitario a cada rama de
artículos" según los costes medios de producción. "Lo que significan hoy para el
valor y el precio... los llamados costes propios de producción, quedará cubierto" en
la socialidad por "...la estimación de la cantidad de trabajo utilizada. Esas
estimaciones que, según el principio del derecho igual, también en lo económico, de
todas las personas, pueden realizarse en última instancia en base al número de
personas utilizadas, arrojarán la relación de precios correspondiente a la vez a la
situación natural de la producción y al derecho social de explotación. La producción
de los metales nobles seguirá siendo, como hasta hoy, decisiva para la estimación
del valor del dinero... De donde se desprende que en la nueva constitución social no
se pierden la base de determinación ni la medida de los valores y de las relaciones
en las cuales se cambian los productos, sino que entonces se consiguen
plenamente."
Lo que quiere decir que se ha realizado finalmente el célebre "valor absoluto".

Pero, por otra parte, la comuna tiene que posibilitar también a los individuos que le
compren los artículos producidos, pagándoles, como contraprestación de su trabajo,
una cierta suma diaria, semanal o mensual de dinero, la cual debe ser la misma
para todos. "Por eso desde el punto de vista de la socialidad es indiferente decir que
ha desaparecido el salario del trabajo o que el salario tiene que ser la única forma
de ingreso económico". Mas los salarios iguales y los precios iguales establecen la
"igualdad cuantitativa del consumo, aunque no la cualitativa", y con eso se ha
realizado económicamente el "principio universal de la justicia".

Sobre la determinación del montante de ese salario del futuro, el señor Dühring nos
dice sólo

que también aquí, como en todos los demás casos, "se cambia trabajo igual por
trabajo igual". Por seis horas de trabajo se pagará, pues, una suma de dinero que
encarne precisamente seis horas de trabajo.

Pero el "principio universal de la justicia" no debe en modo alguno confundirse con


aquel grosero igualitarismo que tanto irrita al burgués contra todo comunismo,
especialmente contra el espontáneo

pág. 298

de los obreros. No es, ni mucho menos, tan radical como tiende a parecerlo.

La "igualdad de principio de las reivindicaciones jurídicas económicas no excluye


que se añada voluntariamente a lo que exige la justicia una expresión de especial
reconocimiento y honor... La sociedad se honra a sí misma al decorar a los tipos de
rendimiento más elevados con un moderado plus de derechos sobre el consumo".

Y el señor Dühring se honra a sí mismo al preocuparse tan conmovedoramente, con


una mezcla de inocencia de paloma y astucia de serpiente, por el moderado
plusconsumo de los Dührings del futuro.

Con esto se ha suprimido definitivamente el modo de distribución capitalista. Pues

"suponiendo que sobre la base de una tal situación alguien dispusiera de un


excedente de medios privados, no podría encontrar ninguna aplicación capitalista
de los mismos. Ningún individuo o grupo le tomaría ese excedente para la
producción sino por vía de intercambio o compra, sin caer jamás en el caso de
pagarle por él intereses o beneficio". Esto pennite admitir un sistema de "herencia
compatible con el principio de la igualdad". La herencia es inevitable, pues "cierta
herencia será siempre fenómeno concomitante necesario del principio de la familia".
Pero tampoco el derecho de herencia "podrá dar lugar a una acumulación de
grandes patrimonios, pues la formación de la propiedad no puede ya nunca más
tener como fin la creación de medios de producción y de existencias puramente
rentistas".

Y con esto está felizmente terminada la comuna económica. Examinemos ahora


cómo administra.
Vamos a suponer que todos los supuestos del señor Dühring estén plenamente
realizados; suponemos, pues, que la comuna económica paga a cada uno de sus
miembros, por un trabajo diario de seis horas, una suma de dinero en la que están
incorporadas precisamente seis horas de trabajo; pongamos que esa suma es doce
marcos. También suponemos que los precios corresponden exactamente a los
valores, o sea, según dichos supuestos, que sólo incluyen los costes de las materias
primas, el desgaste de la maquinaria, el uso de los medios de trabajo y el salario
pagado. Una comuna económica de cien miembros que trabajan produce así
diariamente mercancías por un valor de 1.200 marcos, y al año, contándolo de
trescientos días laborales, 360.000 marcos; esa misma suma paga a sus miembros,
cada uno de los cuales hace lo que quiere con su parte de 12 marcos diarios, o
3.600 marcos anuales.

pág. 299

Al final del año, y lo mismo al final de cien años, la comuna no se ha enriquecido


absolutamente nada. Durante todo ese tiempo no será siquiera capaz de asegurar el
moderado plus de consumo del señor Dühring, a menos de ponerse a destruir su
tronco de medios de producción. La acumulación ha sido completamente olvidada.
Aún peor: como la acumulación es una necesidad social, y el quedarse con el dinero
en vez de gastarlo es una cómoda forma de acumulación, la organización de la
comuna económica llega propiamente a empujar a sus miembros a que acumulen
privadamente, es decir, les lleva a que la destruyan.

¿Cómo puede evitarse esa doble y escindida faz de la comuna económica? Podría
servirse para ello la comuna del celébre "gravamen", o imposición sobre el precio,
vendiendo, por ejemplo, su producción anual por 480.000 marcos, en vez de por
360.000. Pero como todas las demás comunas económicas se encuentran en la
misma situación y tienen que hacer lo mismo, cada una de ellas tendrá que pagar
en el intercambio con las demás tanto "gravamen" cuanto ella misma percibe, con lo
que el "tributo" recaerá exclusivamente sobre sus propios miembros.

O bien la comuna económica puede zanjar el problema cortando por lo sano: pagar
a cada miembro, por seis horas de trabajo, el producto de menos de seis horas de
trabajo, el de cuatro, por ejemplo, lo que quiere decir ocho marcos en vez de doce al
día, pero manteniendo los precios de las mercancías al nivel anterior. En este caso
hace abierta y directamente lo que en el caso anterior buscaba por un rodeo:
constituye lo que Marx ha caracterizado como plusvalía, en una cuantía anual de
120.000 marcos, pagando a sus miembros, de modo exquisitamente capitalista, por
debajo del valor de su prestación, y cargándoles además las mercancías, que sólo a
ella pueden comprar, a su valor pleno. La comuna económica no puede, pues,
conseguir un fondo de reserva sino revelándose como versión "ennoblecida" del
sistema Truck,[*] sobre una amplísima base comunista.

Una de dos, pues: o bien la comuna económica cambia "trabajo igual por trabajo
igual", y entonces no puede, sino que sólo los particulares lo pueden, acumular un
fondo para el sostenimiento y la ampliación de la producción, o bien constituye un
tal fondo, y entonces no puede cambiar "trabajo igual por trabajo igual".

[*] Los ingleses llaman así al sistema, también conocido en Alemania, por el cual los
mismos fabricantes abren tiendas y obligan a sus obreros a comprar en ellas.
pág. 300

Eso por lo que hace al contenido del intercambio en la comuna económica.

¿Y la forma? El intercambio es mediado por el dinero metálico, y el señor Dühring


está muy orgulloso del "alcance histórico-humano" de esa mejora. Pero en el tráfico
entre las comunas y sus miembros, el dinero no es dinero, no funciona como dinero.
Sirve como puro certificado de trabajo, no documenta, por decirlo con Marx, "sino la
participación individual del productor en el trabajo común y su derecho individual a
la parte del producto total destinada al consumo"[78]; en esta función, el dinero "es
tan poco dinero como pueda serlo un billete de teatro". Cualquier signo puede
sustituirle en esta función, como el "libro de comercio" de Weitling, en una de cuyas
páginas se sellan las horas de trabajo, mientras en la otra se registran los disfrutes
y usos obtenidos a cambio de ellas. En resolución: en el tráfico de la comuna
económica con sus miembros, el dinero funciona como el "dinero-hora de trabajo"
de Owen, esa "loca fantasía" que tan distinguidamente desprecia el señor Dühring,
a pesar de lo cual tiene que introducirla en su propia economía del futuro. Para
esta función que aquí cumple es del todo indiferente que el símbolo que identifica la
cantidad de "deber de producción" cumplido, y, consiguientemente, del "derecho de
consumo" así adquirido, sea un trozo de papel, una ficha o una pieza de oro. Para
otros fines no hay tal indiferencia, como se verá.

Si ya en el tráfico de la comuna económica con sus miembros el dinero metálico no


tiene una función de dinero, sino de sello o señal disfrazada del trabajo, en el
intercambio entre las diversas comunas económicas está aún más alejado de
aquella función. Basándose en los presupuestos del señor Dühring, el dinero
metálico es completamente superfluo en este caso. Bastaría de hecho una mera
contabilidad, la cual computará el intercambio de productos de trabajo igual por
productos de trabajo igual mucho más fácilmente si calcula con el natural criterio
del trabajo —el tiempo, la hora de trabajo como unidad— que si empieza por
traducir las horas de trabajo a dinero. Este intercambio es en realidad puramente
natural; todos los saldos favorables pueden compensarse fácil y simplemente
mediante transferencias a otras comunas. Pero si una comuna llegara a
encontrarse realmente en déficit respecto de otras, entonces no bastaría todo "el oro
existente en el universo", a pesar de ser "dinero por naturaleza", para ahorrar a esa
comuna el tener que cubrir el déficit con un aumento del propio trabajo,

pág. 301

si no quiere caer en la dependencia de la deuda respecto de aquellas otras comunas.


El lector, por cierto, cuidará de recordar en todo punto que no estamos haciendo
construcciones sobre el futuro, sino admitiendo, simplemente, los presupuestos del
señor Dühring, para ver qué consecuencias inevitables dimanan de ellos.

Así, pues, ni en el intercambio entre las comunas económicas y sus miembros, ni


en el intercambio entre las diversas comunas, el oro, el "dinero por naturaleza",
puede llegar a realizar esa naturaleza suya. A pesar de lo cual el señor Dühring le
prescribe funciones de dinero también en la socialidad. Tenemos, pues, que buscar
otro ámbito en el cual pueda efectivamente realizar esa función de dinero. Ese
ámbito existe. El señor Dühring, efectivamente, permite y posibilita a todos un
"consumo cuantitativamente igual". Pero es claro que no puede obligar a nadie a
ese consumo. Antes al contrario, está muy orgulloso de que en su mundo cada cual
puede hacer con su dinero lo que quiera. Por tanto, no puede impedir que los unos
ahorren un tesorillo, en dinero, mientras los otros acaso no llegan a fin de mes con
el salario recibido. El señor Dühring llega a hacer esto incluso inevitable, al
reconocer con el derecho de herencia la propiedad común de la familia, de lo que
resulta la obligación de los padres de mantener a sus hijos. Pero con esto el
consumo cuantitativamente igual sale descalabrado. El soltero vive
estupendamente y de fiesta con sus ocho o doce marcos al día, mientras que el
viudo con ocho niños vegeta miserablemente. Por otra parte, al admitir como pago
dinero sin más, la comuna deja abierta la posibilidad de que ese dinero se haya
conseguido de un modo que no sea el del propio trabajo. Non olet.[79] La comuna
no sabe de dónde viene ese dinero. Y con esto están dadas todas las condiciones
para que el dinero metálico, que hasta entonces no había desempeñado más que el
papel de un símbolo del trabajo, entre en verdaderas funciones de dinero. Tenemos
la ocasión y el motivo para el atesoramiento, por una parte, y el endeudamiento por
otra. El que anda mal de dinero lo pide prestado al atesorador. Ese dinero prestado,
y que la comuna acepta como pago de productos alimenticios, vuelve a ser lo que es
en la sociedad actual, encarnación social del trabajo humano, medida real del
trabajo, medio general de circulación. Todas las "leyes y normas administrativas"
del mundo son tan incapaces de alterar esto como de anular la tabla de multiplicar
o la composición química del agua. Y como el atesorador puede exigir del necesitado
el
NOTAS

[1] Alusión a la Exposición Industrial Universal de Filadelfia (julio de 1876), en la


que los productos alemames fueron calificados de baratos, pero malos.

[2] Palabras del contraalmirante Chevalier de Parrat sobre los realistas franceses en
1796.

[3] El aludido es H. W. Fabian. El paso discutido está en el cap. XIII de la primera


sección.

[4] La vieja filosofía de la naturaleza es la especulación del idealismo alemán,


especialmente de Schelling, sobre temas cosmológicos.

[5] Los manuscritos económicos de Marx son más de 1.000 páginas dedicadas
principalmente al cálculo infinitesimal. Aparecen en el vol. 69 de OME.

[6] En el Apéndice II se recoge retoques de Engels a textos del Anti-Dühring para la


publicación de La evolución del socialismo de la utopía a la ciencia. Uno de esos
retoques se refiere a este lugar.

[7] Todas las cursivas en los textos de Dühring son de Engels.

[8] ¡ay!

[9] Ministro prusiano, uno de los principales promotores de la Carta constitucional


reaccionaria otorgada por el rey de Prusia al mismo tiempo que disolvía la Asamblea
Nacional. La nación prusiana recibió dócilmente ambas cosas. A esto alude Engels.

[10] Es una alusión a los trabajos de Gauss sobre geometría no euclidiana y


espacios pluridimensionales.

[11] Las cifras dadas por la ciencia de la época y recogidas por Engels en este
ejemplo son algo inferiores a las hoy admitidas.

[12] En la amplia hipótesis del científico y (sobre todo) filósofo de la naturaleza


Ernst Haeckel (1834-1919), las móneras eran las formas de vida más simples,
intermedias entre la naturaleza inoorgánica y la orgánica. El adjetivo arquígona
quiere decir primera en la génesis. Protistos eran para Haeckel seres vivos
primigenios no clasificables ni como vegetales ni como animales. Todos esos
conceptos de Haeckel han sido abandonados hace ya tiempo.

[13] Esta discusión de Engels se basa en una especulación de Haeckel abandonada


por la ciencia.

[14] Es un lapsus por fisiológicamente.


[15] ¡Vamos, hombre!

[16] En astronomía, que es donde se originó el concepto, determinar la ecuación


personal consiste en intentar precisar el margen en que puede variar la observación
del paso de un astro por el meridiano, realizada por otro observador en las mismas
circunstancias que el primero. Las discrepancias reunidas bajo el concepto de
ecuación personal no son las debidas a errores casuales, sino las que arraigan en la
constitución psicofisiológica del observador, o en otros elementos de su situación,
como la técnica utilizada.

[17] OME 40, pág. 332.

[18] La cursiva es de Engels

[19] OME 40, pág. 89. La cursiva es de Engels.

[20]. Engels utiliza generalmente la segunda edición del libro primero de El Capital
(aunque introduciendo en el texto subrayados).
Pero en este lugar la segunda ediciön no dice "capital", sino "monopolio del capital".

[21] Aufgehoben, que generalmente se traduce en esta edición por superada(o). Aquí
Engels usa el término entre comillas, para llamar la atención sobre su sentido
material.

[22] Todas las cursivas de las citas del Discours son de Engels.

[23] Wagner, el criado de Fausto en la obra de Goethe.

[24] La frase de Hegel y su continuación por Engels están aquí libremente


traducidas para basar el texto castellano en la asociación "ilustración" - "siglo de las
luces". La frase de Hegel es un juego de palabras basado en la asociación entre
abklären (aclarar, p.e., la ropa sucia) y aufklären (ilustrar, de donde viene
Aufklärung, la Ilustración).

[25] Inspirado en la primera sátira de Juvenal.

[26] Del Cursus der National-und Socialökonomie de Dühring, 2ª ed., 1876.

[27] La imagen del texto alemán, traducido libremente aquí, se basa en la idea de
apagar (ausmachen, que significa apagar y también hacer explicito y redundar en).

[28] Reptiles eran, en la frase familiar alemana de la época, los periodistas que
recibían gratificación de Bismarck por escribir en favor del gobierno. Este uso,
retorsión del que inicialmente había hecho Bismarck del término del discurso, se
refleja aún en expresiones como "fondo de reptiles", que designa los dineros fuera
de supervisión utilizados por los gobiernos para comprar servicios a los que no
desean dar publicidad.

[29] en el texto de Marx: hombre libre (y patricio) que puede vivir


según el ideal de la , la hermosura-y-excelencia.

[30] Terrateniente.
[31] OME 40, pág. 256.

[32] Esas son cifras tradicionales, fijadas por la historiografía antigua.

[33] Los cinco mil millones de marcos pagados por Francia al Imperio Alemán como
contribución de guerra, por la de 1870.

[34] Esta discordancia en los tiempos verbales ("está absorvida", "carece", frente a
"tuvo") se encuentra en el texto alemán. Se conserva en la traducción porque podría
revelar, por debajo del mero descuido estitlístico, una vacilación en la formulación
de la tesis.

[35] Engels cita la 3.ª ed., London 1821, pág. 181, de On the principles of political
economy, and taxation.

[36] OME 40, págs. 52-53.

[37] OME 40, pág. 52, n. 15. Las cursivas son de Engels.

[38] OME 40, pág. 161. Cursiva de Engels.

[39] OME 40, pág. 178.

[40] OME 40, pág. 182.

[41] OME 40, pág. 185.

[42] OME 40, pág. 184. Cursiva de Engels.

[43] Ibid.

[44] OME 40, pág. 256.

[45] OME 40, pág. 224, n. 22.

[46] OME 40, pág. 239.

[47] OME 40, pág. 341.

[48] OME 40, pág. 213.

[49] Las cursivas son de Engels.

[50] OME 40, pág. 392.

[51] El libro de Stirner, 1845.

[52] OME 40, págs. 393-394.

[53] En la Ciropedia, VIII, 2.

[54] En la Política, I, 8-10.


[55] En la Ética Nicomaquea, I, 8.

[56] La cursiva es de Marx.

[57] Ésta es la expresión que se encuentra en el manuscrito dado por Marx a Engels
para este capítulo (Randnoten zu Dührings Kritische Geschischte der
Nationalökonomie). Engels transcribió erróneamente "producción de las mercancías".
Los editores de MEW han restituido el texto del manuscrito.

[58] La traducción corrige un descuido del texto (señalado por los editores de MEW)
por el que se trastocan los términos "suben" y "bajan".

[59] En El Capital da Marx correctamente la fecha, aquí equivocada, de la aparición


del Essai sur la nature du commerce en général: 1755.

[60] Esta alusión se refiere al paso que comienza por "Pero, ¿por qué..." y termina
por el asterisco. Ese paso era en las ediciones 1.ª y 2.ª del Anti-Dühring anterior al
recién leído.

[61] La cursiva es de Marx.

[62] Wagener se llamaba el funcionario de Bismarck que pidió a Dühring, y obtuvo


de él, un informe sobre la cuestión obrera.

[63] F. C. Schlosser, autor de una extensa Historia universal (Weltgeschichte für das
deutsche Volk). Marx cita el vol. XVII, Frankfurt am Main, 1855).

[64] William Cobbett, A history of the protestant "reformation" in England and


Ireland..., London, 1824, §§ 149, 116, 130.

[65] En la traducción se corrige un error de tipografía o de lectura (señalado por los


editores de MEW) que presenta la 3.ª ed. del Anti-Dühring respecto del manuscrito
de Marx. Éste escribió Ernte (cosecha) y no Rente (renta).

[66] Se corrige el error (señalado por los editores de MEW) Grundeigentum


(propiedad inmobiliaria) por Grundeigentümer (terratenientes), que es lo que trae el
manuscrito de Marx.

[67] Se corrige el error (señalado por los editores de MEW) Berechnung (cálculo,
cuenta) por Bewegung (movimiento).

[68] Esta alusión de Engels tiene por objeto una campaña crítica que Dühring
realizó contra las costumbres académicas, la organización y el funcionamiento de
las universidades alemanas de la época. En represalia quedó Dühring apartado de
la enseñanza.

[69] Este paso de Anti-Dühring es unos de los últimos lugares en que la voz
"burguesa" tiene un sentido ambiguo entre lo que hoy (1976) se llama burgués y lo
que se llama civil, cívico. Como traducción de bürgerliche Gesellschaft se podría dar
aquí fundadamente "sociedad civil", no necesariamente "sociedad burguesa". Se
trata, en cualquier caso, de una sociedad en la cual lo político (el estado
principalmente) no se presenta como elemento de lo social (economía, cultura,
costumbres no legisladas, etc.), sino separado de ello. En alemán se ha conservado
para ambos sentidos (clase burguesa, sociedad civil con escisión de lo político) un
mismo término, bürgerlich, que es la voz germánica sobre cuya raíz (Burg) han
construido las lenguas neolatinas "burgo", "burgués", "burguesía". El hecho de que
la burguesía del siglo XIX haya sido la clase social que más cerca ha estado de
consumar la separación (por relativa que fuera) entre lo político y lo social ha
consolidado en alemán la ambigüedad de bürgerlich, empujando a los escritores de
estas materias a usar el francés bourgeoisie para referirse a la clase burguesa.

El tratamiento del concepto de sociedad civil por Hegel ha sido importante en la


educación del pensamiento político de Marx y Engels.

[70] "Tormenta y embate", el nombre sel movimiento literario alemán protagonizado


por Schiller.

[71] El llamar "Introducción" a la parte filosófica del libro se debe a su forma


primera de aparición como artículos de periódico.

[72] Sobre esta forma de organización rural escribió Engels un ensayo que publicó
en La evolución del socialismo de la utopía a la ciencia. Es probablemente un
esbozo incompleto o, por lo menos, más reducido que el proyecto inicial. Se
encuentra en OME 34.

[73] OME 6.

[74] Carrera de obstáculos.

[75] OME 40, pág 388.

[76] Sacro Romano Imperio de la Nació Germánica es como los alemanes llaman lo
que en castellano se suele llamar Sacro Imperio Romanogermánico. El imperio
medieval fue uno de los mitos del romanticismo alemán de principios del siglo XIX.
Con la parodia "Imperio aléman de la nación prusiana" Engels tocaba una cuerda
todavía sensible en la Alemania de la época: el desasosiego que produjo el que la
unidad nacional alemana fuera obra del poder más atrasado de Alemania.

[77] El canciller Bismarck había invocado retóricamente terremotos que rayeran a


las grandes ciudades del suelo.

[78] OME 40, pág. 105.

[79] [El dinero] no hiede [denunciando su origen].

[80] El pueblo de Berlín llamaba Zarucker (por deformación berlinesa de zurück,


atrás) a los guardias, aludiendo a la conminación más frecuente de éstos grupos de
personas en manifestaciones o aglomeraciones.

[81] Frase de Federico II de Prusia resolviendo la cuestión de las escuelas católicas


en su estado protestante.

[82] Las cuatro leyes de mayo de 1873 en las que se culminó la política de "lucha
cultural" de Bismarck contra el partido católico.
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