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Del clamor y sus límites

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César A. Salgado February 16, 2019

Desvelos de Tapia ante el cabotaje esclavista y la separación familiar

Del clamor

¿Qué ocasiona un clamor? ¿Cómo se constituye? ¿Cuánto se aclama, se


declama o se reclama cuando se clama? ¿Qué tipo de acción ocurre al clamar?
¿Es afirmación o negación, proacción o reacción, idea articulada o pasión
bruta? ¿Lo forman palabras o gestos, ruidos o bramidos? ¿Cuántas voces
caben en un clamor? ¿Qué es lo que decimos cuando clamamos?

Los diccionarios no proveen una solución clara al enigma polisémico de este


término. Por una parte, clamor puede significar cacofonía o barullo
ensordecedor. Tal alboroto no tiene que ser emitido por voces humanas. Así
pues puede haber un clamor de máquinas en una fábrica. Por otra, puede
representar una circunstancia colectiva de aclamación y entusiasmo, el
aplauso unánime de una multitud. Así pues un atleta o un artista puede recibir
el clamor de la fanaticada.

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Según el Tesoro de la lengua castellana de Sebastián de Covarrubias, primer
diccionario monolingüe del idioma (1611), el verbo clamar se refería, en sus
comienzos, a toda exclamación hecha de profundis, es decir, desde una
condición infernal de bajeza y abandono, lejos del cielo y el favor divino.
Clamar aquí es la expresión quejumbrosa del dolor más íntimo y abyecto
desde la oscuridad más espesa y atribulada. Se clama cuando se toca fondo
en las tinieblas de un calabozo o en la cruel inmensidad de un desierto,
cuando se alcanza el timbre más extremo y gnóstico del sufrir, cuando este se
vuelve insoportable y enloquecedor. Este lamento se torna a su vez en una
súplica ciega y desgarrada de socorro a un Dios o a un prójimo que insiste en
ignorar una angustia absurda e intolerable. Así lo explica sucintamente
Covarrubias, citando como ejemplo cómo figura el término en los salmos:
“CLAMAR, dar voces lastimosas y compasibles, pidiendo favor y ayuda, del
verbo Lat. clamo, as. David, De profundis clamavi ad te, Domine. Psalmo 129 (De
lo profundo, oh Jehová, a ti clamo)”.

Sin embargo, acto seguido, Covarrubias complica el asunto cuando pasa a


definir clamor como sustantivo, aclarando cómo, en otros pasajes de la Biblia,
el término asume nuevos significados, distintos al de la lamentación como
ruego visceral. Clamor puede también connotar una expresión colectiva de
inconformidad y exigencia justiciera: “Pero también clamar, y clamor, significa
algunas veces dar voces amonestando y previniendo. Otras pidiendo
venganza”. Tal clamor puede involucrar instrumentos de sonido que ayuden a
congregar las voces de un grupo de suplicantes en una suerte de coro o
armonía doliente, tal como los metales de un campanario a rebato sirven para
convocar a un réquiem: “Clamor algunas veces significa el toque de campanas
cuando tañen a finados, que llaman clamorear, o porque debemos clamar a
Dios, rogando por ellos, o porque en esa façon [se agranda] el coro con las
demás preces”.

Clamar puede ser entonces un modo, manera o estrategia (façon) para facilitar
el tránsito del dolor más solitario y mudo hacia la protesta más vehemente y
masiva. Un estrépito creciente de voces y resonancias traducen la dolencia
aislada que sufren algunos en una demanda multitudinaria de reparación.
Clamando pasamos del ruego a la exigencia, de una impotente pasividad a
una movilización agresiva. El clamor es un lamento lúcido y expansivo que no
necesita de grandes palabras o argumentos para denunciar con elocuencia un
estado inmerecido de indignidad. Basta con que muchos digan “¡Basta!” en el
estruendo de un mismo trueno.

Del clamor hoy y sus imágenes: furores contra la “Tolerancia Cero”

La imagen viajó por las redes; estremeció multitudes; fue reproducida hasta el
vértigo por los medios; fue desmentida por autoridades crueles y
oportunistas; desató un inusitado revuelo global. Una niña, presintiendo que
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está a punto de ser arrebatada de sus familiares por agentes de inmigración,
llora confundida y desconsolada ante el descomunal abuso que se avecina. La
cámara pudo captar el instante cuando comienza a clamar. Quizás a su edad
no sea capaz de articular oraciones complejas pero le basta con elevar este
turbado clamor para lograr una comunicación suprema y diáfana. Las fotos
son mudas y miles de millas y varios meses ya nos separan de este momento,
pero no importa. Aún escuchamos cómo su súplica se torna en protesta
porque es el habla de sus ojos.

En una grabación difundida viralmente por la agencia ProPublica y comentada


en el pleno del senado norteamericano, diez niños centroamericanos de edad
preescolar, puestos aparte de sus familias según la política de “Tolerancia
Cero” tras ser detenidos al cruzar la frontera entre México y Estados Unidos,
sollozan en coro. Nervioso ante cómo los plañidos se van sumando y
resonando, el guardia a cargo del centro de confinamiento bromea, “Aquí
tenemos una orquesta, solo falta el maestro”. Captando tanto la vacilación
como la condescendencia de su captor, los niños aúnan su determinación e
intensifican su protesta duplicando el volumen de su queja con plena
maestría. Estaban, en efecto, orquestando su clamor.

Lo que comunicaban estos niños es indiscutible y transparente: entendemos


que estaban clamando por sus padres, que es lo mismo que decir, por sus
derechos. No se trata de un desvarío o un capricho irracional, de un pataleo o
llantén sin ton ni son. Todo lo contrario. No importa cuan enorme sea su
desconcierto o su inocencia, todo clamor infantil acarrea en su fondo una
exigencia, la promesa de una ética y hasta de todo un lenguaje, de un código
familiar y nacional. Su clamor es una suerte de enunciado cósmico, una
alarma de emergencia en el orden natural, un campanazo o sirena al que hay
que responder a toda costa. Resulta imposible de ignorar no porque sea
persistente o irritante, sino porque penetra más allá de los tímpanos hasta
llegarnos hasta la médula misma de los huesos, in profundis (en lo profundo).
Allí hace vibrar ese metal recóndito que conecta al cuerpo con el alma, a la
carne con la conciencia.

Sabemos que, sea cual sea la edad, la raza, el sexo, la procedencia, la clase, la
nacionalidad o el estado de salud, unx niñx clama por aquello que le debemos: el
ser justxs. Acatamos (o deberíamos) este llanto exigente, venga de quien
venga, como un mandato o una música profunda contra el desamparo
injustificado. Ocurre pues un enorme clamor social cuando esta incuria se
vuelve endémica y el abandono ya no solo es el de un infante, sino el de un
sector, una clase, una raza o un país al que se le substraen siniestramente sus
protecciones naturales y sus derechos civiles o políticos. El clamor es la
exigencia urgente de una colectividad por corregir una injusticia estructural y

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deshumanizada. Se trata de un fenómeno eminentemente comunitario, algo
que crece, resuena y se expande entre muchos como una gran sinfonía de la
resistencia.

Del clamor ayer y sus desvelos: Mis memorias de Tapia

Alejandro Tapia y Rivera nos ofrece lecciones sobre el clamor al haber sido
testigo de la separación injusta y traumática de varias familias bajo el sistema
esclavista y el más crudo coloniaje español. En sus memorias Tapia da
constancia de la turbación terrible que vio en varios niños esclavos cuando
fueron arrancados de sus padres por fuerzas oficiales. El clamor de estas
voces perturbó su conciencia, permaneció en su memoria y encaminó su
activismo letrado y político por buena parte de su vida.

Mis memorias: Puerto Rico como lo encontré y como lo dejo, fue como Tapia
tituló un manuscrito que empezó a redactar en 1880 a los 53 años, pero dejó
inconcluso al morir de repente el 19 de julio de 1882. Tras una larga
trayectoria como dramaturgo, escritor y promotor del reformismo liberal en
la isla, Tapia decide emprender uno de nuestros intentos literarios más
ambiciosos para hacer memoria. Solo le dio el tiempo para repasar sus
primeros treinta años de formación personal, artística y profesional en San
Juan, Málaga y Madrid. La muerte interrumpe su relato justo cuando le toca
recordar los nueve años que pasó como empleado migrante en Cuba para
sostener económicamente a su madre y a sus hermanas, trabajando como
dependiente y contable en un consorcio tabaquero mientras intentaba abrirse
paso en el mundillo literario de la Habana.

Aún así, la riqueza de detalles y jugosas digresiones sobre la historia de la


imprenta, la moda, la mueblería, los poquísimos centros de instrucción, el
trazado urbano y la juguetería, entre muchos otros temas sanjuaneros, han
hecho de estas memorias un referente imprescindible tanto en la literatura
como en la historiografía local. Desde su publicación póstuma en 1925, varios
lectores han considerado este texto incompleto como una posible piedra de
fundación para un canon de la puertorriqueñidad. Así lo resume Roberto
Ramos Perea en su reciente y muy enjundiosa biografía de Tapia: “…nos
quedamos cortos al tratar de resumir la importancia de este texto para los
puertorriqueños. Es como tratar de explicar por qué el Quijote es importante
para los españoles” (853). Contamos ahora con una exhaustiva edición crítica
de Mis memorias, el resultado de la devota erudición de Eduardo Forasteri-
Braschi.

La mayor digresión —la más poderosa e inquietante, a mi parecer— ocupa


todo el capítulo treinta. Tapia lo dedica entero a recordar el rol del régimen
esclavista como estrategia para perpetuar el despotismo colonial y la
hegemonía de los españoles incondicionales y anti-reformistas en las dos
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Antillas que estaban bajo su control entonces. Tapia cristaliza un lúcido
diagnóstico clínico de las taras del esclavismo como una enfermedad social
que corrompe y animaliza más a los amos que a los propios esclavos,
obstruyendo así cualquier adelanto sociopolítico: “La esclavitud africana, en
que aquella sociedad estuvo basada por tres siglos, y de la cual también se
hizo responsable […] trató de sostenerla aun después de condenada por la
nueva época. Ella contribuyó, no poco, a la par del funesto sistema colonial
absolutista de que formaba parte, a impedirle todo descogimiento en la senda
del progreso” (98). Tapia destaca, sobre todo, un aspecto particularmente
tóxico de la esclavitud en las Antillas. Se trata de una institución que “destruye
la familia” por separar a los padres de sus niños cuando éstos eran revendidos
masivamente, “como acontecía con los hijos, que cada cual iba por un lado,
solo y sin afectos siguiendo a distintos amos” (98).

Aunque no lo declara de forma explícita, lo que Tapia denuncia aquí, en


específico, son las leyes de cabotaje que permitieron la continuación legal del
comercio esclavista a nivel intercolonial. Es decir, dentro de los confines
territoriales del imperio español en ultramar, en vez de disminuir, se mantuvo
y se incrementó la compra y venta de esclavos tras que España finalmente
firmara, entre 1817 y 1837, varios convenios internacionales que prohibían la
trata de nuevos africanos a través del Atlántico. Sin bien tales convenios no
lograron impedir el tráfico ilegal de más africanos a Cuba (tal contrabando
continuó hasta 1867), sí dificultaron y encarecieron el suministro de esclavos
bozales. Pero la demanda cubana por más esclavos no menguó sino que se
intensificó, incitando la codicia y las maquinaciones de banqueros,
funcionarios y especuladores de ambas islas antes activos en la trata africana.

Según el especialista Joseph C. Dorsey, para el 1848 estos intereses corruptos


coordinaron un cambio en los patrones de abastecimiento esclavista. Si, por
una parte, muchos oficiales coloniales en Cuba siguieron haciéndose de la
vista larga ante el desembarco clandestino de africanos ilegales, la cúpula del
régimen decidió recalibrar aranceles e impuestos para prioritizar y facilitar la
reventa y el traslado intercolonial de esclavos “criollos”, profiriendo las
ventajas de su mayor nivel de hispanización y cristiandad. Habían, de hecho,
tramado solapadamente lo que Dorsey llama un cabotaje unidireccional. Esta
conspiración buscaba nada menos que activar la exportación masiva y sin
retorno de afroboricuas (los “criollos” susodichos) para suplir las necesidades
de mano de obra en las plantaciones de Cuba afectadas por los convenios
transatlánticos. Es decir, fue un gran plan biopolítico para precipitar una
radical redistribución afrodemográfica en la Antillas españolas a través de la
manipulación del mercado.

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En sus investigaciones, Dorsey documenta los cambios de rutas y flujos del
cabotaje esclavista intercolonial en España y sus territorios durante varios
procesos de independencia y abolición. En el caso particular de Puerto Rico,
Dorsey habla de un todo un “éxodo” afroboricua, una sangría poblacional a
partir del 1848 que facilitaron gobernadores tanto liberales como
incondicionales. Este tráfico unidireccional cobró brío y se consolidó bajo la
gobernación del notorio Juan Pezuela y Ceballos (1848-1852), quien se tildaba
a sí mismo de abolicionista y llegó a alegar absurdamente que tal cabotaje
aceleraría la extirpación de la esclavitud en la isla. Entre otras medidas,
Pezuela limitó la capacidad de los amos de poder devengar ingresos del
alquiler de sus esclavos e impuso impuestos adicionales por cada esclavo en
faenas fuera de su dotación para así hacer la alternativa de su venta a Cuba
lucir más lucrativa. También estableció la odiosa libreta de trabajo forzado
para remplazar con campesinos realengos la mano de obra esclava que el
cabotaje exportase. Estas medidas fueron efectivas de inmediato: en 1848 se
transportaron a Cuba 800 esclavos afroboricuas; en 1851 la cifra pasó de
1200.

Varios intendentes objetaron a las gestiones de Pezuela con protestas morales


(las medidas habían causado revuelo y gran resistencia tanto en familias
esclavas como propietarias que entendieron el cabotaje como una liquidación
desalmada de seres queridos) y económicas (los campesinos no servían para
los fragores de la zafra y la falta de brazos dejaría a las mayores haciendas de
azúcar en la quiebra). Por varios años elevaron sus pleitos ante el Consejo
Real y la Junta de Ultramar, exigiendo remedios para contrarrestar el éxodo.
Estos siempre respondieron contundentemente a favor de la masificación del
tráfico unidireccional. En 1855 la Junta estableció que cualquier restricción al
cabotaje esclavista entre las islas sería “una profanación de los derechos de la
propiedad privada”.

¿Cuántos afroboricuas fueron de pronto puestos en venta o secuestrados,


sometidos a “exportarse” contra su voluntad y la de sus familias durante este
contubernio? Dorsey anota que es difícil hacer el cálculo ya que, para
apaciguar el escándalo, el régimen disimuló el origen boricua de esta
“mercancía”. En los anuncios comerciales en la prensa cubana figuran como
esclavos “criollos”, sin identificar su procedencia insular o municipal. En su
brillante estudio de 2005 sobre los procesos de liberación y proletarización de
los esclavos de la región de Guayama entre 1873-76, el historiador Luis
Figueroa registra que hubo una baja inusitada de 20% en la población esclava
a partir de los 1850s y especula sobre sus causas: manumisión programada
por los dueños ante la certeza inminente de la abolición o una aceleración en
la taza de esclavos coartados que lograron comprar su libertad. Calculo que
esta más bien podría ser la proporción de la población afrodescendiente
relocalizada a la fuerza en Cuba gracias a las leyes de cabotaje. Es decir, cabe
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la posibilidad de que, a partir de 1848, por lo menos uno de cada cinco esclavos
afroboricuas terminó en Cuba en contra de su voluntad y la de los suyos. Si
reflexionamos que fueron sobre todo esclavos jóvenes los seleccionados para
la exportación, podemos asumir que no hubo familia esclava que no
padeciera el terror de ver a alguno de los suyos arrancado para siempre de
sus vidas, de su comunidad y de su isla.

De los clamores contra el cabotaje

Para resumir: la imbricación simbiótica-colonial de la economía de plantación


en Cuba y Puerto Rico traumatizó aún más a las familias esclavas en Puerto
Rico cuando intereses negreros y mercantiles, al dificultarse el traslado directo
de nueva “mercancía” desde el África, tramaron, con el apoyo de las
autoridades, la exportación masiva de esclav@s jóvenes en Puerto Rico para
revenderlos en Cuba a un precio mucho mayor y hacer pingües ganancias del
quebrantamiento de sus familias.

Anota Dorsey que este brutal desplazamiento demográfico desató un “furor”


de protestas —es decir, todo un clamor— a través de toda la isla, tanto de
parte de las familias esclavas afectadas como de su propietarios —los dueños
de centrales que percibieron un chantaje en la insistencia a que vendieran sus
dotaciones— y tanto entre los liberales más moderados como entre los
abolicionistas más vocales. Este clamor asumió varias formas, muchas
extremas, desde la súplica y la lamentación pública hasta el litigio judicial y el
alboroto callejero, desde el homicidio por retribución hasta el suicidio por
exasperación. “The traffic and its horror stories mounted”, escribe Dorsey. “In
addition to the lamentations of slaves who witnessed the forced departures of
family members, there were judicial protests, riotous protests, homicides,
attempted suicides, and successful suicides” (115). Cuenta Dorsey sobre un
esclavo que intentó ahogarse antes de ser exportado y que solo desistió
cuando le prometieron que intervendría el síndico a cargo de asuntos
esclavistas; que muchos comerciantes solían atar de manos y pies a las
madres esclavas que se resistían furiosamente a ser vendidas sin sus hijos;
que antes de embarcarlos solían encerrar en la cárcel del puerto a los esclavos
por miedo a que se fugaran en la víspera. La única clemencia que mostró la
corona durante este periodo fue prohibir la separación entre esposos y entre
madres e hijos menores de tres años, vano remedio. En el capítulo treinta de
Mis memorias Tapia da cuenta de muchos de estos clamores. Estos años de
desesperación colectiva debieron calar hondo en la conciencia de Tapia y la de
toda su generación. Seguro sellaron tanto su convicción abolicionista como las
de Ramón Emeterio Betances, Segundo Ruiz Belvis, Baldorioty de Castro, Julio
Vizcarrondo y José Julián Acosta.

La visión de la separación masiva de niños esclavos de sus padres afroboricuas


parece perseguir a Tapia como una pesadilla o una alucinación. Aunque
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hayan pasado décadas, el clamor desgarrado de esta separación quedó
impreso, indeleble y resonante, en su memoria. Uno de los sofismas que Tapia
denuncia con más fiereza es la hipocresía de síndico —el fiscal colonial
encargado de atender los reclamos de los esclavos si sus amos les abusaban
más allá de la ley— cuando se hacía cómplice haciendo la vista gorda al ocurrir
esta separación. Escribe Tapia:

Y no se me diga, que había síndicos para velar por los pseudos derechos del
siervo, pues en la mayor parte de los casos, los síndicos eran amigos de los
amos, o partidarios de los intereses de esta clase a la cual pertenecían o
podían pertenecer, siendo excepciones raras que la sindicatura recayese en
un Hernández Arvizu, abogado liberal que solía oponerse al tráfico de esclavos
entre Puerto Rico y Cuba [mi énfasis], a donde algunos mercaderes, por el cebo
del mayor precio allá, transportaban los esclavos de muestra, separándolos
para siempre, con engaño de sus familias, afecciones y país, y vendiéndolos en
aquellos ingenios. [En e]stos desmanes, por lo escandaloso que llegaron a ser,
[…] hubo esclavo que se suicidó a la hora del embarque […]

Ya que he nombrado a un síndico Arvizu, nombraré también a otro, don Pólux


Padilla, quien oponiéndose algunos años más tarde (1872) a que llevasen a la
Habana unos niños esclavos para venderlos allí, se puso enfrente del Gobierno
General, impidiendo a todo trance el embarque y por último comprándolos
para darlos enseguida libres. (101)

En su estudio Dorsey ofrece una documentación más completa de este caso


de 1872 en el que intervino Padilla como síndico. Ante la inminencia de la
abolición en Puerto Rico y con la Ley Moret en vigor, el negrero Joseph
Beaupied engatusó a la esclava Gregoria, convenciéndola de embarcarse a
Cuba con sus cuatro hijos; cuando estos cambian de parecer y se resisten,
Beaupied encierra a la familia en Dorado e intenta sacarlos por Palo Seco.
Según Dorsey, al enterarse, la comunidad de negros libres que allí residía se
amotinó: “Intimidated by the crowd’s riotous protest, the slave trader ordered
the captain to leave without him […] the crowd so thoroughly harassed him
that he relinquished the children gratis. Padilla immediately drew up papers to
declare them legally manumitted” (121). Los hijos sobrevivieron el trance, pero
Gregoria desapareció sin rastro; el caso se cerró tres meses después de
proclamarse la abolición. Al conmemorar los nombres de los síndicos liberales
que se opusieron a esta infamia, Tapia tiende desafortunadamente a exaltar el
heroísmo desinteresado de los criollos blancos ilustrados y, como
consecuencia, a descontar la intervención de los afroboricuas para lograr su
propia liberación, algo que documenta Dorsey sin ambages. Por otra parte,
hay que reconocer que Tapia insiste en poner en claro los traumas de los
afrodescendientes ante este cruento despotismo: el suicidio como protesta y
resistencia, la vulnerabilidad absoluta de los niños, los desmanes a los
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derechos de los afroboricuas a criar y hacer familia. En este capítulo Tapia
parece clamar desde el estrado en un juicio para exigir reparaciones
históricas: ¿Cuántos negros puertorriqueños terminaron relocalizados en
Cuba a raíz de este artilugio? ¿Quiénes se lucraron de este tráfico infame?
¿Cuántas familias quedaron quebradas? ¿A qué padres les quitaron sus niños,
a qué niños les robaron sus padres? ¿Dónde están hoy esos niños?

Del clamor y sus límites, entonces y ahora

¿Dónde están hoy esos niños? Me refiero ahora a los inmigrantes que fueron
arrebatados de sus padres en la frontera el pasado junio, cuando se
implementó por unas semanas el desastroso programa de separación familiar
que tal clamor global inspiró. Se trató de un furor unánime, masivo y mundial,
un llamado universal a la indignación. A esta apabullante protesta se sumaron
cientos, miles, millones, tal vez billones, en calles y cortes, alcaldías y capitales,
en campañas de recaudación de fondos, en blogs y hashtags, en múltiples
declaraciones, manifiestos y manifestaciones actuales y virtuales, no solo en
los Estados Unidos, sino por todo el planeta.

Un cotejo por Google sobre la reacción pública ante esta desacertada


maniobra anti-migratoria de la administración de Donald Trump genera 171
millones de resultados. Las denuncias llovieron de todas partes, de todos los
partidos, de todas las dirigencias, de todos los países y de toda franja
ideológica: de republicanos amigos de Trump como el senador Lindsay
Graham de Carolina del Sur y el representante Will Hurd de Texas y no tan
amigos como el ex-senador Jeff Flake de Arizona y toda la familia Bush; de
líderes internacionales desde Theresa May en Inglaterra y Justin Trudeau en
Canada hasta Zeid Ra’ad al-Hussein en las Naciones Unidas, desde el Papa
Francisco hasta Marine Le Pen, líder de la derecha en Francia. Celebridades de
todo tipo, rango y calibre denunciaron clamorosamente, como medidas
inhumanas, la separación familiar y los centros de detención para niños
orquestados por ICE, la Oficina de Inmigración y Aduana. (Mientras que
muchos comentaristas visualizaron estos centros como jaulas, en vistas
congresionales los cínicos oficiales del ICE optaron por describirlas como si
fueran edificantes campamentos de verano.) Casi como si se tratara de un
nuevo cabotaje esclavista, miles de pancartas con consignas como “Abolish
ICE”, “Not Our America”, “Keep Families Together”, “No Jails for Babies”
aparecieron en numerosísimas manifestaciones. Un estrépito creciente de voces
y resonancias tradujeron la dolencia aislada que sufrían algunos en una demanda
multitudinaria de reparación. Este clamor global logró que se abolieran estas
medidas el 20 de junio de 2018, apenas dos meses tras ser anunciadas, y que
se ordenase la reunificación inmediata de tres mil niños inmigrantes con sus
padres.

Pero, como bien entendió Tapia, el clamor tiene sus límites. Varias
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investigaciones recientes de fuentes reputadas como el Houston Chronicle,
National Public Radio y el New York Times estiman que el número de niños
inmigrantes detenidos, en vez de eliminarse, se ha triplicado, sumando más de
15,000 y sobrecargando más de cien albergues para su retención; se trata
ahora de niños que, en su gran mayoría, viajan solos. Peor aún, también se
estima que, en línea con la industria de cárceles privadas que operan bajo
contrato en muchos estados, muchos centros de detención para inmigrantes
menores de edad están siendo administrados con fines de lucro. La
contratación para su manejo por compañías privadas (GEO Group, Core Civic)
y aun otras inscritas legalmente como organizaciones benéficas (Southwest
Key) está rindiendo enormes ganancias para ejecutivos, propietarios y
accionistas, motivando por ende no solo la perpetuación, sino también la
expansión de estos centros como empresa. Ahora mismo (10/2/2019) las
negociaciones presupuestarias para evitar otro cierre gubernamental se han
paralizado por la insistencia de ICE y el Partido Republicano de seguir
subcontratando indefinidamente, contra las protestas de los demócratas, más
centros de detención sin aceptar límite alguno “al número de camas” (¿no
valdría lo mismo decir “nuevas jaulas”?). Pretenden confinar a aún más
inmigrantes, no solo los detenidos en la frontera, sino también en las redadas
con las que, con mayor frecuencia, ICE sigue acosando a comunidades
trabajadoras a través del país. Todo parece parte de una estratagema para
favorecer una industria de detención tan lucrativa y desalmada como lo fue el
cabotaje esclavista hace 170 años. Tal como el comercio humano que alarmó
a Tapia y a tantos otros, persiste aún en la frontera un tráfico de cuerpos
jóvenes del cual medran ciertos mercaderes entendidos con el gobierno.

Tanto clamor no pudo al fin suspender el encierro, el abuso, la racialización, la


cosificación y la explotación reiterada de infantes y jóvenes, ni entonces ni
ahora. Vale observar que Tapia decide escribir sus amargos recuerdos del
cabotaje esclavista en 1882, justo cuando se aproxima la conmemoración de
los primeros diez años de la aprobación del Proyecto de Abolición. Este fue
inspirado por las atrevidas propuestas de los diputados puertorriqueños a la
Junta Informativa de 1866 en la que él había servido de asesor. Pero Tapia no
escribe aquí para hacer una celebración triunfal del magno logro de sus
correligionarios reformistas o para festejar los avances del progreso ilustrado
en su país. Escribe tan plagado de espectros que parece, de hecho, como si la
institución infame aún prevaleciera, como si la abolición no hubiera ocurrido.
En vez de celebrar, sigue clamando, reportando, denunciando, exigiendo
justicia. Tapia ve con lucidez que el esclavismo es un mal social insidioso y
difícil de liquidar y que aún no ha desaparecido a pesar de todos los
procedimientos legales asumidos. Tal vez sea porque el clamor, estrategia al

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fin y al cabo reformista porque presume que a la larga obtendrá la buena
voluntad y la justa escucha de los que gobiernan, no basta cuando el sistema
mismo está sordo.

Obras citadas

Dorsey, Joseph C. “Seamy Sides of Abolition: Puerto Rico and the Cabotage
Slave Trade to Cuba 1848–73”. Slavery and Abolition 19:1 (1998), 106-128

Figueroa, Luis. Sugar, Slavery, and Freedom in Nineteenth-Century Puerto Rico.


Chapel Hill, N.C.: University of North Carolina Press, 2005.

Tapia y Rivera, Alejandro. Mis memorias. Puerto Rico como lo encontré y como
lo dejo. Edición crítica de Eduardo Forastieri-Braschi. San Juan, P.R.: Academia
Puertorriqueña de la Lengua Española/Editorial Plaza Mayor, 2015.

Ramos-Perea, Roberto. Tapia: El Primer Puertorriqueño. Tratado biográfico


sobre el dramaturgo puertorriqueño don Alejandro Tapia y Rivera (1826-1882).
San Juan, Puerto Rico: Publicaciones Gaviota, 2015.

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