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Del clamor
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Según el Tesoro de la lengua castellana de Sebastián de Covarrubias, primer
diccionario monolingüe del idioma (1611), el verbo clamar se refería, en sus
comienzos, a toda exclamación hecha de profundis, es decir, desde una
condición infernal de bajeza y abandono, lejos del cielo y el favor divino.
Clamar aquí es la expresión quejumbrosa del dolor más íntimo y abyecto
desde la oscuridad más espesa y atribulada. Se clama cuando se toca fondo
en las tinieblas de un calabozo o en la cruel inmensidad de un desierto,
cuando se alcanza el timbre más extremo y gnóstico del sufrir, cuando este se
vuelve insoportable y enloquecedor. Este lamento se torna a su vez en una
súplica ciega y desgarrada de socorro a un Dios o a un prójimo que insiste en
ignorar una angustia absurda e intolerable. Así lo explica sucintamente
Covarrubias, citando como ejemplo cómo figura el término en los salmos:
“CLAMAR, dar voces lastimosas y compasibles, pidiendo favor y ayuda, del
verbo Lat. clamo, as. David, De profundis clamavi ad te, Domine. Psalmo 129 (De
lo profundo, oh Jehová, a ti clamo)”.
Clamar puede ser entonces un modo, manera o estrategia (façon) para facilitar
el tránsito del dolor más solitario y mudo hacia la protesta más vehemente y
masiva. Un estrépito creciente de voces y resonancias traducen la dolencia
aislada que sufren algunos en una demanda multitudinaria de reparación.
Clamando pasamos del ruego a la exigencia, de una impotente pasividad a
una movilización agresiva. El clamor es un lamento lúcido y expansivo que no
necesita de grandes palabras o argumentos para denunciar con elocuencia un
estado inmerecido de indignidad. Basta con que muchos digan “¡Basta!” en el
estruendo de un mismo trueno.
La imagen viajó por las redes; estremeció multitudes; fue reproducida hasta el
vértigo por los medios; fue desmentida por autoridades crueles y
oportunistas; desató un inusitado revuelo global. Una niña, presintiendo que
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está a punto de ser arrebatada de sus familiares por agentes de inmigración,
llora confundida y desconsolada ante el descomunal abuso que se avecina. La
cámara pudo captar el instante cuando comienza a clamar. Quizás a su edad
no sea capaz de articular oraciones complejas pero le basta con elevar este
turbado clamor para lograr una comunicación suprema y diáfana. Las fotos
son mudas y miles de millas y varios meses ya nos separan de este momento,
pero no importa. Aún escuchamos cómo su súplica se torna en protesta
porque es el habla de sus ojos.
Sabemos que, sea cual sea la edad, la raza, el sexo, la procedencia, la clase, la
nacionalidad o el estado de salud, unx niñx clama por aquello que le debemos: el
ser justxs. Acatamos (o deberíamos) este llanto exigente, venga de quien
venga, como un mandato o una música profunda contra el desamparo
injustificado. Ocurre pues un enorme clamor social cuando esta incuria se
vuelve endémica y el abandono ya no solo es el de un infante, sino el de un
sector, una clase, una raza o un país al que se le substraen siniestramente sus
protecciones naturales y sus derechos civiles o políticos. El clamor es la
exigencia urgente de una colectividad por corregir una injusticia estructural y
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deshumanizada. Se trata de un fenómeno eminentemente comunitario, algo
que crece, resuena y se expande entre muchos como una gran sinfonía de la
resistencia.
Alejandro Tapia y Rivera nos ofrece lecciones sobre el clamor al haber sido
testigo de la separación injusta y traumática de varias familias bajo el sistema
esclavista y el más crudo coloniaje español. En sus memorias Tapia da
constancia de la turbación terrible que vio en varios niños esclavos cuando
fueron arrancados de sus padres por fuerzas oficiales. El clamor de estas
voces perturbó su conciencia, permaneció en su memoria y encaminó su
activismo letrado y político por buena parte de su vida.
Mis memorias: Puerto Rico como lo encontré y como lo dejo, fue como Tapia
tituló un manuscrito que empezó a redactar en 1880 a los 53 años, pero dejó
inconcluso al morir de repente el 19 de julio de 1882. Tras una larga
trayectoria como dramaturgo, escritor y promotor del reformismo liberal en
la isla, Tapia decide emprender uno de nuestros intentos literarios más
ambiciosos para hacer memoria. Solo le dio el tiempo para repasar sus
primeros treinta años de formación personal, artística y profesional en San
Juan, Málaga y Madrid. La muerte interrumpe su relato justo cuando le toca
recordar los nueve años que pasó como empleado migrante en Cuba para
sostener económicamente a su madre y a sus hermanas, trabajando como
dependiente y contable en un consorcio tabaquero mientras intentaba abrirse
paso en el mundillo literario de la Habana.
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En sus investigaciones, Dorsey documenta los cambios de rutas y flujos del
cabotaje esclavista intercolonial en España y sus territorios durante varios
procesos de independencia y abolición. En el caso particular de Puerto Rico,
Dorsey habla de un todo un “éxodo” afroboricua, una sangría poblacional a
partir del 1848 que facilitaron gobernadores tanto liberales como
incondicionales. Este tráfico unidireccional cobró brío y se consolidó bajo la
gobernación del notorio Juan Pezuela y Ceballos (1848-1852), quien se tildaba
a sí mismo de abolicionista y llegó a alegar absurdamente que tal cabotaje
aceleraría la extirpación de la esclavitud en la isla. Entre otras medidas,
Pezuela limitó la capacidad de los amos de poder devengar ingresos del
alquiler de sus esclavos e impuso impuestos adicionales por cada esclavo en
faenas fuera de su dotación para así hacer la alternativa de su venta a Cuba
lucir más lucrativa. También estableció la odiosa libreta de trabajo forzado
para remplazar con campesinos realengos la mano de obra esclava que el
cabotaje exportase. Estas medidas fueron efectivas de inmediato: en 1848 se
transportaron a Cuba 800 esclavos afroboricuas; en 1851 la cifra pasó de
1200.
Y no se me diga, que había síndicos para velar por los pseudos derechos del
siervo, pues en la mayor parte de los casos, los síndicos eran amigos de los
amos, o partidarios de los intereses de esta clase a la cual pertenecían o
podían pertenecer, siendo excepciones raras que la sindicatura recayese en
un Hernández Arvizu, abogado liberal que solía oponerse al tráfico de esclavos
entre Puerto Rico y Cuba [mi énfasis], a donde algunos mercaderes, por el cebo
del mayor precio allá, transportaban los esclavos de muestra, separándolos
para siempre, con engaño de sus familias, afecciones y país, y vendiéndolos en
aquellos ingenios. [En e]stos desmanes, por lo escandaloso que llegaron a ser,
[…] hubo esclavo que se suicidó a la hora del embarque […]
¿Dónde están hoy esos niños? Me refiero ahora a los inmigrantes que fueron
arrebatados de sus padres en la frontera el pasado junio, cuando se
implementó por unas semanas el desastroso programa de separación familiar
que tal clamor global inspiró. Se trató de un furor unánime, masivo y mundial,
un llamado universal a la indignación. A esta apabullante protesta se sumaron
cientos, miles, millones, tal vez billones, en calles y cortes, alcaldías y capitales,
en campañas de recaudación de fondos, en blogs y hashtags, en múltiples
declaraciones, manifiestos y manifestaciones actuales y virtuales, no solo en
los Estados Unidos, sino por todo el planeta.
Pero, como bien entendió Tapia, el clamor tiene sus límites. Varias
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investigaciones recientes de fuentes reputadas como el Houston Chronicle,
National Public Radio y el New York Times estiman que el número de niños
inmigrantes detenidos, en vez de eliminarse, se ha triplicado, sumando más de
15,000 y sobrecargando más de cien albergues para su retención; se trata
ahora de niños que, en su gran mayoría, viajan solos. Peor aún, también se
estima que, en línea con la industria de cárceles privadas que operan bajo
contrato en muchos estados, muchos centros de detención para inmigrantes
menores de edad están siendo administrados con fines de lucro. La
contratación para su manejo por compañías privadas (GEO Group, Core Civic)
y aun otras inscritas legalmente como organizaciones benéficas (Southwest
Key) está rindiendo enormes ganancias para ejecutivos, propietarios y
accionistas, motivando por ende no solo la perpetuación, sino también la
expansión de estos centros como empresa. Ahora mismo (10/2/2019) las
negociaciones presupuestarias para evitar otro cierre gubernamental se han
paralizado por la insistencia de ICE y el Partido Republicano de seguir
subcontratando indefinidamente, contra las protestas de los demócratas, más
centros de detención sin aceptar límite alguno “al número de camas” (¿no
valdría lo mismo decir “nuevas jaulas”?). Pretenden confinar a aún más
inmigrantes, no solo los detenidos en la frontera, sino también en las redadas
con las que, con mayor frecuencia, ICE sigue acosando a comunidades
trabajadoras a través del país. Todo parece parte de una estratagema para
favorecer una industria de detención tan lucrativa y desalmada como lo fue el
cabotaje esclavista hace 170 años. Tal como el comercio humano que alarmó
a Tapia y a tantos otros, persiste aún en la frontera un tráfico de cuerpos
jóvenes del cual medran ciertos mercaderes entendidos con el gobierno.
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fin y al cabo reformista porque presume que a la larga obtendrá la buena
voluntad y la justa escucha de los que gobiernan, no basta cuando el sistema
mismo está sordo.
Obras citadas
Dorsey, Joseph C. “Seamy Sides of Abolition: Puerto Rico and the Cabotage
Slave Trade to Cuba 1848–73”. Slavery and Abolition 19:1 (1998), 106-128
Tapia y Rivera, Alejandro. Mis memorias. Puerto Rico como lo encontré y como
lo dejo. Edición crítica de Eduardo Forastieri-Braschi. San Juan, P.R.: Academia
Puertorriqueña de la Lengua Española/Editorial Plaza Mayor, 2015.
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