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BORGES Y ALBERTO

El 24 de agosto del año 1986, después de ochenta y siete junios cumplidos, fallecía el escritor
argentino Jorge Luis Borges. Tenía ya acostumbrada la vista a las tinieblas insondables de la
muerte y sus temblorosas manos se aferraban siempre al bastón que lo acompañaba a cualquier
evento que asistía como si se tratara de un fiel lazarillo. Sus ojos habían perdido todo signo de
expresividad y las arrugas en su rostro empezaban a superar en número a sus cabellos plateados
por el tiempo. Una lluvia de homenajes y ediciones conmemorativas empaparían su obra
después de su muerte y su figura se cubriría de inmortalidad. El mundo de las letras perdía a
uno de sus más grandes representantes.

El primer acercamiento que tuve con Borges fue en el colegio, ya en el último año. Mi profesor
de Comunicación no se cansaba de alabarlo y explicaba, con la boca roída por la emoción, la
calidad insuperable de su prosa. Recuerdo que una vez llevó un ejemplar del conjunto de
cuentos titulado el “Aleph”, y, mientras hacía una introducción de su biografía, agitaba el libro
ante la atención perdida del puñado de escolares que solo pensaban en la hora de recreo.

No solo fue Borges, sino también un sinfín de nombres que desfilaron en mi clase de
Comunicación; un sinfín de obras que tuvimos que analizar y controles de lectura que aprobar
(los cuales medían más nuestra capacidad para memorizar que para comprender libros). Y, de
entre toda esa lista de escritores, no recuerdo haber analizado alguno regional. Creyendo de
esta forma que o no eran muy importantes o que había tan pocos que no valía la pena prestarles
atención. Ya en la Universidad, después de intentos fallidos de acercarme a la obra de Borges,
hurgué en su biografía para así, tal vez, poder entender mejor aquellos cuentos que, si bien eran
un respetable homenaje a la brevedad, no lo eran así para la simpleza. Fue en ese momento que
encontré, entre los laberintos de una vida dedicada al estudio, la relación que sostuvo con un
escritor arequipeño, en los años de la juventud, cuando aún no contaba con la fama y gloria
efervescente que lo acompañaría después.

Alberto Hidalgo, poeta nacido en Arequipa dos años antes que Borges, tuvo una infancia
marcada por el desastre y desamparo, perdiendo a sus dos padres cuando tenía cuatro años. En
un primer momento ingresó a la facultad de Medicina, pero el tiempo se empecinó en mostrarle
que su verdadero camino estaba marcado por la pluma y no por el bisturí. Conoció a Abraham
Valdelomar en una visita que realizó a Arequipa y, después de un año, el escritor iqueño
prologaría uno de sus poemarios. La ciudad blanca, que para ese entonces respiraba más como
una provincia en desventaja con la capital, figuraría en parte de su producción, pero no sería
suficiente para alimentar sus ambiciones literarias. Reside un tiempo en Lima, entregándose a
la vida bohemia y vinculándose con escritores de diversas escuelas, para, finalmente, partir a
Argentina. Además de poesía, había empezado a incursionar en textos panfletarios y rebosantes
de venas libelistas. Esto le granjeó muchos enemigos y lo orillaron a la necesidad de abandonar
su país. Pasaría el resto de sus días en el país albiceleste.

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