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En lo referido a la evidencia lingüística, carece de fundamento la idea

de que un cambio en la morfología (el uso de “e” para evocar “género


indistinto”) pueda promover un cambio conceptual. Además, el uso de
este cambio morfológico se circunscribe a hablantes altamente
escolarizados, razón por la cual el “lenguaje inclusivo” termina
siendo paradójicamente elitista. En relación con los prejuicios que
alimenta, el “lenguaje inclusivo” cae en la falsa y peligrosa hipótesis
del determinismo lingüístico, según la cual el léxico y la gramática de
la lengua que hablamos crea una trama de hierro para los
pensamientos que elaboramos.

Desde luego, a lo largo de la historia ha habido una gran cantidad de


casos de planificación lingüística, desde la adopción de una lengua
nacional hasta cambios ortográficos muy puntuales. Con todo, la justa
idea de reivindicar grupos oprimidos o estigmatizados por lo
general se encuadra en proyectos amplios que tienen en cuenta a
la comunidad de habla en su conjunto. Por ejemplo, la
modernización léxica del quechua trata de evitar los préstamos del
castellano o el inglés. Entonces, se crean palabras nuevas a partir de
la morfología quechua, lo cual permite valorar la identidad lingüística y
cultural de sus hablantes.

Es muy comprensible que el debate en torno al “lenguaje inclusivo” se


dé en este momento histórico particular porque hay un reclamo
mayoritario y legítimo a favor no sólo de la igualdad de género,
sino también a favor de la igualdad y de la libertad individual
como valores supremos.

Me animo a creer que este debate es una de las tantas expresiones


de una sociedad que se va haciendo cada vez más plural y más
libre, hasta que ya no haga falta escudarse en un cambio
morfológico para promover valores igualitarios y
democráticos. La promoción de esos valores requiere cambios en el
pensamiento de las personas, los cuales son mucho más complejos y
vastos que un cambio premeditado en la morfología nominal.

Nostalgia del estructuralismo: sobre una exclusión del


lenguaje inclusivo, por Andrés Saab
Tapa histórica de la revista Barcelona
del 18 de noviembre de 2028

Desde hace algún tiempo se ha convenido en hablar del fin de las ideologías; esto se

resume en la tesis: las infraestructuras no se tocan. Hacerlo es inútil, y si acaso no

fuera inútil, sería peligroso. En cambio, se deben tocar las superestructuras y tocarlas

tanto más resueltamente cuanto más definitivamente se haya renunciado a tocar las

infraestructuras. Cambiar los nombres y los verbos es, por lo tanto, una cuestión

sociopolítica esencial. Demasiado seria para ser confiada a los que saben, o

simplemente a los que aman la lengua, debe ser asumida por la sociedad entera.

Jean-Claude Milner, El periplo estructural

Lo sígnico y lo simbólico

El Curso de Lingüística General (CLG, de aquí en más) puede considerarse como uno de

los acontecimientos más relevantes de las ciencias humanas del siglo XX. Los ecos de

su influencia, aunque quizás ya un poco lejanos para algunos, se dejan todavía sentir no

solo en los ámbitos académicos, donde el eco estructural muchas veces se presenta

como inefable, con una intención más peyorativa que indescifrable, sino también en el

sentir de nuestras actividades cotidianas y, en especial, las más profundamente

políticas. En este ámbito también el pensamiento estructural incomoda, lo que produce

en muchos de los casos el desprecio estigmatizante típico de cierta suerte de

esnobismo. Estas palabras van dedicadas a ese esnobismo con el propósito de poner en

evidencia lo que toda nostalgia nombra: una ausencia. Aquí, la nostalgia es la de un


debate acerca de la posibilidad de construir un marco verdaderamente explicativo de

ciertos hechos humanos: los semiológicos.

No deja de sorprender que una obra de lingüista(s) dirigida a lingüistas, críptica en su

núcleo, haya sido considerada como el modelo sobre el que toda ciencia humana

debiera construirse. La curiosidad obliga a la pregunta: ¿qué afirmación o afirmaciones

del CLG pudieron motivar un giro tan importante? Para comprender la dimensión de

esta pregunta es bueno recordar el deslumbramiento de Roland Barthes:

El primer momento fue de deslumbramiento. El lenguaje, o para ser más preciso

el discurso, ha sido el objeto constante de mi trabajo, ya desde mi primer libro, es

decir, desde el grado cero de la escritura. En 1956 yo había reunido una especie de

material mítico de la sociedad de consumo, que entregué a la revista Nadeau, Les

Lettres Nouvelles, bajo el nombre de Mitologías; fue entonces cuando leí por primera

vez a Saussure, y tras haberlo leído quedé deslumbrado por esta esperanza:

suministrar por fin a la denuncia de los mitos pequeños burgueses, que nunca hacía

sino, por así decirlo, proclamarse sobre la marcha, el medio para desarrollarse

científicamente. Este medio era la semiología o análisis concreto de los procesos de

sentido mediante los cuales la burguesía convierte su cultura histórica de clase en

cultura universal: la semiología se me apareció entonces, por su porvenir, su programa

y sus tareas, como el método fundamental de la crítica ideológica. Expresé ese

deslumbramiento y esa esperanza en el postfacio de Mitologías, texto que quizás haya

envejecido científicamente, pero que es un texto eufórico, porque infundía seguridad al

compromiso intelectual, proporcionándole un instrumento de análisis

y responsabilizaba el estudio del sentido asignándole un alcance político.

[Roland Barthes [1985], La Aventura Semiológica, 10-11]

Este fragmento de autobiografía intelectual desconcierta cuando se coteja página por

página el CLG con el fin de encontrar alguna pista para tanta euforia. Es válido concluir

que la euforia no pertenece al CLG. Como sea, la cita en cuestión nos devuelve la

pregunta original acerca de qué afirmaciones en el CLG abrieron el debate estructural

en ciencias humanas. En principio, parece inducirnos a la búsqueda de novedades de

relevancia. La noción de diferencia lidera la novedad, en la medida en que hace ver un

orden de hechos sistemáticos no cuantificables en términos positivos. Así, la tesis de

que ser positivamente distinto es irrelevante a los fines de la diferencia lingüística es el

corazón del pensamiento estructural. Sin embargo, no todo es novedad: no menos


cierto es que varias afirmaciones viejas se presentan en una nueva disposición retórica.

El propio Saussure es consciente de esto en varias oportunidades. Consideremos, por

ejemplo, la cuestión de la arbitrariedad del signo lingüístico. Se nos dice que la relación

entre las dos partes constitutivas del signo, el significado y el significante, no guardan

entre sí ningún vínculo lógico o natural. Esto es evidente en la mayoría de los casos:

¿quién podría pensar que la cadena significante /bebé/ se constituye por algún lazo

particular con su contraparte sígnica, el concepto? Saussure es claro al respecto:

El principio de lo arbitrario del signo no está contradicho por nadie; pero suele ser más

fácil descubrir una verdad que otorgarle el puesto que le toca.

[Saussure, [1916], CLG: 139]

Esta nueva disposición de una verdad evidente tuvo consecuencias de largo

alcance en el pensamiento estructural que siguió al CLG: la arbitrariedad

lingüística, puesta en la dimensión que le corresponde, puede considerarse

como un parámetro de organización de ciertos aspectos de lo humano. Pues si

bien el signo es convención, su naturaleza arbitraria lo aleja de otras convenciones

humanas bien establecidas, las instituciones sociales de carácter normativo-racional.

Diremos de aquí en más que el parámetro de la arbitrariedad distingue el orden de lo

simbólico del orden de lo sígnico. Usamos sígnico y simbólico en sentido saussureano

estricto, un sentido prelacaniano, sin dudas. Así, por el orden de lo sígnico

entendemos un orden de hábitos o conductas que queda fuera del alcance del

debate público. El orden simbólico es el opuesto perfecto: su instauración

social es reconocible, tiene la forma de las instituciones sociales. Las conductas

que se siguen de esta dimensión social están sujetas al debate. Son superestructurales,

para decirlo de otro modo. En torno a estos dos dominios, se puede construir una

taxonomía de las prácticas humanas que no es poco reveladora. El orden de lo sígnico

escapa a la comprensión, argumenta Saussure, razón por la que se requiere un nuevo

marco explicativo que dé cuenta de esta dimensión de lo humano. Ese nuevo marco

recibirá luego el nombre de estructuralismo.

Hay entonces al menos una taxonomía de lo humano y un programa de investigación

esbozado para explicar parte de esa taxonomía. En cuanto a esta, se resuelve como una

dualidad entre el orden de lo sígnico y el orden de lo simbólico. La taxonomía abre una

perspectiva nueva, la semiológica o sígnica, que no se reduce al conjunto de hábitos

lingüísticos. Hay toda una trama de lo humano que puede ser concebida en esta
dimensión. La antropología, el psicoanálisis, la teoría de la ideología han tenido mucho

que decir al respecto. Aquel fragmento de autobiografía intelectual de Barthes cobra

otro sentido cuando se entiende lo que el CLG tiene de programático: brindar las

herramientas teóricas para la comprensión de la conducta sígnica.

El signo ausente

Lo que se conoce vagamente como el debate acerca del lenguaje inclusivo

disuelve la tensión entre signo y símbolo en favor del orden simbólico. La

consecuencia directa de este movimiento es la negación de la taxonomía saussureana

ya comentada. Lo que desaparece del debate es la dimensión sígnica y con ella el

proyecto estructural en su sentido más amplio, el barthesiano. Esto tampoco es

novedad. El propio Barthes supo renunciar a su proyecto cuando se vio forzado a

reconocer que los mitos o, en los términos de Elementos de Semiología, los sistemas de

connotación no son objetos inmanentes, sino que están conectados a la vida histórica y

social:

Estos significados [se refiere a los significados de connotación] están en estrecha

comunicación con la cultura, el saber, la historia; mediante ellos, si es lícito expresarse

así, el mundo penetra el sistema; la ideología sería en suma, la forma (en el sentido de

Hjelmslev) de los significados de connotación, en tanto que la retórica sería la forma de

los connotadores.

[Barthes [1985], 77, subrayado nuestro]

No es lícito expresarse así. Está claro. La aceptación de que los sistemas semiológicos

pueden venir “contaminados” desde afuera supone la renuncia de la inmanencia

estructural, que queda plasmada definitivamente en S/Z:

¿Qué es, pues, una connotación? Definicionalmente, es una determinación, una

relación, una anáfora, un rasgo que tiene el poder de referirse a menciones anteriores,

ulteriores o exteriores, que puede ser designada de diversas maneras, siempre que no

se confunda con asociación de idea: está remite al sistema de un sujeto mientras que

aquélla es una correlación inmanente al texto, a los textos o, si se prefiere, es una

operación operada por el texto-sujeto en el interior de su propio sistema. Tópicamente,

las connotaciones son sentidos que no están en el diccionario ni en la gramática de la

lengua en la que está escrito un texto […]


[Barthes [1970], 17-18, subrayados nuestros]

La renuncia de Barthes es el corolario de un intento y su fracaso. El intento fue el de

construir una teoría del sentido en términos estrictamente semiológicos. La

imposibilidad de pasar del significado al sentido (es decir, a la connotación) en términos

algorítmicos llevó al abandono del proyecto estructural en sentido amplio y a una suerte

de “restauración” hermenéutica. Tal restauración devino también en un tipo de

dispersión epistemológica que todavía no ha concluido.

Este fracaso y esta dispersión crearon el ambiente ideal para la estigmatización y el

esnobismo mencionados al comienzo. Concepciones más bien vagas de la relación entre

el lenguaje y la acción política flotan fuera del debate teórico y se instauran como mero

sentido común. Así, algunos defensores del lenguaje inclusivo se comprometen, a veces

más explícitamente que otras, con una serie de ingredientes relacionados en diferentes

dimensiones. Sigue una lista breve de estos ingredientes, comenzando con la obvia

renuncia al orden de lo sígnico:

(A) Dimensión semiológica: Disolución del orden de lo sígnico (i.e., negación

semiológica). Las lenguas humanas pertenecen al orden de las instituciones normativas.

Su orden es jurídico y superestructural.

(B) Dimensión política: Acción política de movimiento descendente (top-down) en

contra de algunas tradiciones marxistas de movimiento ascendente (bottom-up). O sea,

la renuncia a “tocar las infrastructuras”. Esto supone, como ya lo señala el propio

Milner, confianza en el parlamentarismo político y otras acciones de orden normativo.

(C) Dimensión lingüística: Relativismo lingüístico, a pesar de la evidencia científica en

contra. Como se sabe, este movimiento vuelve a instaurar la idea de que, al fin y al

cabo, la evolución lingüística es teleológica. El fin en este caso está justificado

moralmente, y justamente por eso, la consecuencia es una nueva forma de

coerción lingüística. No la coerción ni la moral de la limpieza académica (Fija, lustra y

da esplendor, rezaba el eslogan de la Real Academia Española), sino una moral

irrenunciable de emancipación.

Ya hemos dicho algo respecto de la dimensión semiológica. Su importancia afecta

directamente a las dimensiones política y lingüística. La forma particular en que se

asume la ausencia del orden sígnico (que, insistimos, poco tiene que ver con la renuncia

barthesiana) no deja rastros del eco estructural, lo que clausura toda posibilidad de un
debate político amplio y restaura el mito de la democracia representativa como “el mal

menor”. Sabemos bien hoy qué forma está tomando esta dimensión en Sudamérica y

otras partes del mundo.

Por lo demás, el ingrediente lingüístico no está menos inserto en la trama del

movimiento de lo políticamente correcto, aunque quizás en este caso, la situación esté

trazada también por una serie de lo que a nuestro parecer son malos entendidos de un

lado y otro (u otros). Hay, entendemos, un debate gramatical espurio, producto

de una escolarización que generó representaciones sociales particulares

respecto de, por ejemplo, la marcación de género en español (la vocal o es

masculina, la vocal a es femenina). Muchos gramáticos argumentan

encendidamente contra estas representaciones, pero entendemos que la discusión es

fútil, pues se trata precisamente de representaciones; poco importa que haya razones

para pensar que la e sea “más masculina” que la o, dada su distribución en las pocas

tríadas de “género” en español en las que ambas vocales se oponen

(e.g., este, esta, esto). La propuesta de reducir todo a e (e.g., les chiques) o la

propuesta de crear nuevas tríadas e-a-o (e.g., chiques, chicas, chicos) son

impecables desde el punto de vista formal. En el primer caso, como señala Ángela

Di Tullio (comunicación personal), se trataría de hacer del español una lengua con

nombres exclusivamente epicenos (i.e., del tipo jirafa, rata, ratón). En el segundo caso,

se trata de un sistema tripartito sutilmente regimentado por reglas gramaticales y de

uso. Más allá de las dificultades de implementación que supone la coacción

lingüística (el CLG está lleno de indicaciones al respecto), tales sistemas son

perfectamente concebibles y, de hecho, atestiguados en otras lenguas. Que

algunos se incomoden no sorprende. Como sea, el efecto esperable para el movimiento

de lo políticamente correcto sería que las nuevas comunidades de hablantes

nativos del español incorporen algunos de estos sistemas “ideológicamente

superadores” (teleología). Podríamos imaginar diferentes dialectos: nuevas

generaciones de algún barrio o región de la Argentina usando un español

consistentemente epiceno en cuanto a su sistema de género, y otro barrio o región con

un sistema tripartito más complejo. Es legítimo preguntarse qué concepciones

relativas del mundo tendrían estas nuevas comunidades o qué tipo de efectos

reales tendría sobre el problema esencial de la emancipación. Sabemos que la

ideología misógina contamina todas las comunidades del planeta, incluso aquellas que

hablan lenguas que poseen sistemas de género como los comentados o sistemas

diferentes en los que no hay rastros de una representación misógina. Incluso, como
bien nos señala Pablo Zdrojewski, algunos de esos sistemas se realizan parcialmente en

distintas variedades del español, en particular, en el sistema de pronombres clíticos.

Por ejemplo, el español hablado en el País Vasco usa la forma le(s) para

objetos animados sin diferenciación de género y lo(s)/la(s) para objetos

inanimados. En algunas zonas del español paraguayo, sin embargo, todos los

objetos se reemplazan por le(s) (sistema “epiceno”). Estos hechos no indican

demasiado (quizás nada) respecto de otro tipo de representaciones no gramaticales.

Pero no importa. El experimento mencionado más arriba es válido igual: se trata de

imaginar un mundo cercano en el que diferentes variantes del español

efectivamente se imponen como efectos de la coerción lingüística para todo el

sistema de género. Una conclusión razonable es que las comunidades de estas nuevas

variantes dialectales amen su lengua, sin rastros de la incomodidad que genera hoy en

algunos la imposición de reglas gramaticales y de uso. Es improbable, sin embargo,

que a menos que la acción política sea ascendente en el sentido comentado más arriba

estos nuevos hablantes tengan representaciones distintas por el mero hecho

de hablar nuevos dialectos del español.

Andrés Saab,

Buenos Aires, EdM, octubre de 2018

Referencias:

Barthes, Roland [1957] Mitologías. Buenos Aires: Siglo XXI, 2003.

Barthes, Roland [1970] S/Z. Buenos Aires: Siglo XXI, 2004.

Barthes, Roland [1985] “Elementos de semiología”, en: Barthes, Roland, La aventura

semiológica. Barcelona: Paidós, 1997.

Milner, Jean-Claude [2002] El periplo estructural. Figuras y paradigma. Buenos Aires:

Amorrortu, 2003.

Saussure de, Ferdinand [1916] Curso de lingüística general. Buenos Aires: Losada,

1994.

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