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La máscara como estrategia

John O'Leary
2001
Una soleada tarde de 1986 asistí, en la Ciudad de México, a una comida que el entonces presidente de
la República, Miguel de la Madrid, ofreció a deportistas. Por lo general evito ese tipo de reuniones, en
todos los países, porque, en esencia, son lo que el historiador Daniel Boorstin llamó "seudoeventos". Es
decir, no son espontáneos ni tienen importancia alguna, sino que se organizan con el único fin de ser
fotografiados. Todos siguen un guión y, por lo general, la comida es pésima. ¡Ay! La vida política de
nuestros días parece estar por completo construida con base en seudoeventos.
Pero aquella comida en honor de los héroes del deporte fue un seudoevento que no pude resistir,
pues entre los invitados figuraban tres héroes de mi juventud, cuando era estudiante en el México ya
perdido de los años cincuenta: Raúl Ratón Macías, Joe Medel y Kid Azteca. Quizá, pensé, su energía
conjunta podía invocar al espíritu de José Toluco López desde el sitio que ocupa en el cielo del boxeo y
que está situado en alguna parte de la bóveda celeste entre el Tenampa y las calles de Tepito.
Recuerdo que los tres viejos luchadores parecían estar en muy buenas condiciones, llevaban trajes a
la medida y sonreían al abrazar a otros colegas. Caminaban entre la multitud de beisbolistas,
futbolistas, corredores, atletas y tenistas, con la gracia y la serenidad que caracteriza a quienes han
practicado un deporte brutal y sobrevivido. Sin duda, aquel día ellos se veían mejor que el presidente
De la Madrid, que estaba sentado en un templete, en medio de un inalterable charco de gris decepción.
Sus ojos tristes se desviaban hacia el grupo de invitados mientras dos guardaespaldas revoloteaban
atrás suyo, y otros más se mezclaban entre los fotógrafos que estaban abajo del templete. El mandatario
se veía exhausto: por el terremoto y sus ruinas, por las realidades de la política presidencial, por la
absoluta falta de esperanza de alcanzar la gloria propia. Cada vez que los fotógrafos disparaban sus
flashes, parpadeaba. Dio un apretón de manos a los atletas visitantes que estaban del otro lado de su
mesa. Sonreía de forma mecánica. Nada en el mundo parecía sorprenderlo.
Ni siquiera la mesa a su izquierda. Cada una estaba segregada según el deporte que practicaran los
convidados. Todos llevaban traje. Todos se sentaban con la indolente tranquilidad de los deportistas
profesionales. Pero había una diferencia: dos terceras partes llevaban máscara. Máscaras azules.
Máscaras blancas. Máscaras color lavanda. Máscaras con símbolos arcanos. Máscaras diseñadas para
ser feroces o estoicas o impenetrables a súplicas de piedad. Era la mesa de los luchadores. Miré a
Miguel de la Madrid, que en ese momento se agachaba para darle un furtivo golpe a su cigarro, fuera
del alcance de los fotógrafos, y pensé: "Qué maravilla es México".
Era absolutamente imposible imaginar semejante escena en cualquier otro lugar del mundo. ¿Acaso el
Servicio Secreto de los Estados Unidos permitiría que el dignatario de ese país departiera en un salón
donde al menos nueve de los invitados llevaban máscara? ¿En sus años de gloria Charles de Gaulle se
sentaría con toda tranquilidad en medio de nueve enmascarados? ¿Acaso Churchill le daría el golpe a
su puro tras una comida sin siquiera notar a aquellos invitados de máscara feroz? Pero ahí estaba el
presidente de México y, a su derecha, los hombres llamados Blue Demon o El Hijo del Santo o Mil
Máscaras, y nada parecía más normal. En aras de la fraternidad algunos luchadores incluso habían
llevado sus "máscaras de salir a comer".

En cierto modo, la velada subrayó las múltiples continuidades de la cultura popular mexicana y lo
bien que esa cultura se integra a la vida cotidiana. Desde luego la máscara fue una parte decisiva de la
cultura de México durante muchos siglos antes de la llegada de los españoles. Ahora las máscaras
cuelgan en las salas de los museos y han sido objeto de disertaciones académicas extraordinarias. Pero
también son una parte viva de la cultura. Algunas se usan sólo en fiestas tradicionales, pero otras
aparecen como por arte de magia para reflejar eventos actuales. Una mañana el Zócalo se llenó con
vendedores de máscaras con la imagen de Carlos Salinas. La tarde de la reciente elección presidencial
que se llevó a cabo en julio pasado, aparecieron en calles y plazas de toda la ciudad las máscaras con la
efigie de Vicente Fox. La de Salinas expresaba desprecio y repulsión; la de Fox, una especie de
exuberante fingimiento de triunfo. Cada máscara era una señal.
Y, desde luego, el más famoso enmascarado de México se hace llamar Subcomandante Marcos.
Pronto vendrá a la Ciudad de México, al centro de uno de los mayores seudoeventos de la historia
mexicana moderna. Marcos podría, sencillamente, tomar un avión con sus comandantes y volar de San
Cristóbal de las Casas a la Ciudad de México; pero eso sería visualmente banal, así que iniciará un
largo viaje a través de los estados del sur hasta llegar a la capital. Llevará puesta su máscara, y hablará
con hombres de Estado sobre la posibilidad de ponerle fin al conflicto de Chiapas. Estoy seguro de que
ellos se mostrarán tan despreocupados sobre las máscaras como lo estuvo Miguel de la Madrid en
aquella comida que se llevó a cabo en un México muy distinto. Quizás los políticos logren comprender
en sus adentros que ellos también han vivido sus vidas moldeando sus propias máscaras.
El Subcomandante Marcos, el hombre detrás del pasamontañas, es un ser humano astuto e
inteligente, buen escritor y quizás un idealista empedernido con gran ingenio para el drama. De alguna
manera muy profunda, desde que se inició el conflicto en Chiapas entendió que las lecciones de la
cultura popular eran esenciales para alcanzar el éxito. En una entrevista, afirmó que estaba menos
inspirado por Marx que por Carlos Monsiváis y, desde luego, Monsiváis es el mejor de todos los
exploradores de la cultura popular mexicana. Sin su pasamontañas, Marcos es simplemente otra cabeza
parlante, otro intelectual de clase media con esperanzas para su país y para sus ciudadanos más
desposeídos. Marcos enmascarado es un emblema.
Directa o indirectamente, Marcos ha aprendido la lección que extrajo de los legendarios maestros de
la lucha libre. No hay toreros, futbolistas, beisbolistas ni boxeadores enmascarados. Pero los luchadores
portan su máscara con orgullo. El rostro ficticio se vuelve imprescindible para la identidad, tan
importante como el yelmo con visera de un caballero del Medioevo. Ponerse la máscara es un acto
existencial, la decisión de vivir de otra forma. Por lo tanto, resistir todo intento de ser desenmascarado,
desnudado del antifaz, es cuestión de honor. Marcos y sus modernos zapatistas no pueden aceptar que
las fuerzas del Estado los despojen de sus máscaras, de igual forma que un luchador enmascarado no
pude rendir esa parte de su inventado ser a su adversario. Retirarse a la vida común y corriente es una
cosa; perder la máscara en un combate es una humillación.
En una entrevista de 1997 el legendario Blue Demon narró el origen de su inveterada enemistad con El
Santo.

Se remontaba a una noche de 1953:

Mi rivalidad con El Santo, o contra El Santo, fue precisamente porque en la lucha de máscara contra
máscara del Santo y Black Shadow, Black Shadow perdió su máscara, su identidad. Pero yo tuve la
suerte de estarlo asesorando, como su segundo. Y entonces, cuando el Shadow perdió su máscara, El
Santo trató de írsela a quitar y yo intervine. Le di un golpe al Santo, lo derribé y le hice ver que el que
se tenía que quitar la máscara era Black Shadow, no él. Aunque Black Shadow la había perdido, El
Santo no tenía por qué quitársela.
A la mayoría de la gente esto puede parecerle absurdo, pero para el luchador enmascarado es una
cuestión vital. En diferentes entrevistas, Blue Demon y El Santo declararon que sin sus máscaras no
serían nada. Para ellos, al igual que para Marcos, el mejor disfraz sería un rostro desnudo. Para los tres,
su verdadera identidad es la que ellos mismos han diseñado. A los luchadores les parece absurdo
preguntarse si la lucha libre es real —esa pregunta no se le formularía a Mi bella dama—; lo que
importa es que es verdadera. Verdadera con los componentes básicos del drama. Verdadera con el mito.
El luchador enmascarado no está comprometido con un deporte de verdad más de lo que Marcos lo
está con una guerra de verdad. La lucha libre es teatro. De muchas formas, desde los años posteriores a
la declaración de guerra inicial, también lo ha sido el proyecto del EZLN. Durante seis años, las armas
básicas del EZLN han sido la fotografía, el comunicado, el e-mail. Es decir que han usado las
herramientas modernas de la confrontación. La lucha libre, espectáculo basado en la confrontación, es
de hecho un medio diseñado por el hombre para sublimar la violencia humana, para ubicarla en un
espacio de rituales y reglas y así volverla segura. Fue el genio de Marcos, después de los primeros días
sangrientos, el que decidió seguir el ejemplo de los luchadores, es decir, crear la ilusión de una guerra
sin tener que pelearla. Habló. Esperó. Habló más. Descargas de palabras se disparaban desde la selva.
Pero morteros no, artillería no. Hubo incidentes salvajes, y en lugares como Acteal matanza de
inocentes. Pero el EZLN no peleó una guerra.
No quiero decir aquí que Marcos ha sido un jugador cínico en una especie de deporte. Es un hombre
serio, y debe haber sabido que mucha gente lo deseaba muerto. Sabe que hay pocas reglas en el juego
que decidió jugar, mientras que la mayoría de los deportes gozan de millones de seguidores porque
tienen reglas pero no siguen un guión. En un auténtico enfrentamiento deportivo puede predecirse
quién va a ganar, pero no puede saberse a ciencia cierta sino hasta que acaba la contienda. La victoria
es para el atleta (o el equipo) que tenga la mejor combinación de técnica, suerte y voluntad. En la
competencia hay que luchar con todo y, más que nada, ser espontáneo. Cuando una pelea está arreglada
el público se siente indignado, se injuria al atleta corrupto, se acusa al árbitro y al "ganador" se le trata
como fraude. No así en la lucha libre, donde sí existe un guión que es aceptado por los fanáticos. Y en
Chiapas, donde había intenciones pero no guión, no había manera clara de determinar la victoria.

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