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Carroggio,
Barcelona, 2003. 399 pp.
A pesar de residir en la Corte (no realizó ningún viaje fuera de los Sitios
Reales), era un mal cortesano, al menos en los usos y costumbres de la época.
No le divertían los grandes espectáculos, ni la ópera ni la música. Su vida era
metódica y rutinaria. Todas las mañanas, después oía misa, pasaba a ver a sus
hijos y más tarde despachaba asuntos políticos en privado y recibía las visitas
de sus ministros o del cuerpo diplomático. Por las tardes salía a cazar hasta
que anochecía. A diferencia de otras cortes europeas del momento, la carolina
se comportó siempre con una evidente austeridad. Carlos fue un rey de
profunda religiosidad, de misa y rezo diarios, preocupado por actuar según los
dictados de la Iglesia Católica.
Carlos III, de acuerdo con las ideas políticas imperantes en el siglo XVIII, es
representante del Despotismo Ilustrado: el monarca concentra todos los
poderes pero es el primer servidor del estado, gobernando para lograr el
beneficio y la felicidad del pueblo, haciendo reformas pero sin modificar
sustancialmente el orden político, social y económico imperante. Él era quien
elegía a sus ministros y quien supervisaba sus principales acciones de
gobierno.
Su reinado se caracterizó por una serie de cambios moderados y progresivos
en la economía, en la sociedad y en la cultura, que no tenían como meta última
la de finiquitar el sistema imperante sino dar a la monarquía una mejor visión
que le permitiera ser más competitiva en el marco internacional y mejorar su
vida interna, fines ambos que eran vasos comunicantes en el pensamiento
carolino.