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Morir solo en Nueva York

Con cada muerte aparece una historia de vida, tal vez algún significado.
¿Podría explicar alguien el final en soledad de George Bell?

Por N. R. Kleinfield

• Dec. 4, 2015

Su cuerpo apareció en la sala. La policía lo encontró acurrucado sobre una


alfombra sucia. Una vecina dio la alarma, alertada por el olor fétido que
salía del apartamento, en un edificio cualquiera de la calle 79, al norte de
Queens.

La vivienda le pertenecía a un tal George Bell que vivía solo, así que era
fácil suponer que el cuerpo era suyo. Poco más que una suposición. Estaba
descompuesto. Era evidente que el hombre no había muerto el 12 de julio
del año pasado, el mismo sábado que descubrieron su cadáver. Llevaba
tiempo allí.

Sus vecinos le habían visto por última vez seis días antes, el domingo. El
auto que movía de lado a lado de la calle para evitar las multas de tráfico
se había quedado desde el jueves en el lado equivocado con una sanción
en el parabrisas. Su vecina le llamó por teléfono sin obtener respuesta.

Fue entonces cuando el olor a muerto y la visita de la policía explicaron


por qué George Bell no había movido el auto.

Cincuenta mil personas mueren cada año en Nueva York. Una cifra que no
deja de disminuir. Se vive más y mejor. La mayor parte de quienes
mueren tiene amigos y parientes que se enteran de inmediato. Se publican
esquelas. Se escriben tarjetas de pésame. Cuando muere alguien conocido
o asesinan a un inocente, la ciudad entera lo lamenta.

Unos pocos mueren solos, sin testigos. Nadie reclama sus cuerpos, nadie
guarda luto. Apenas un nombre en una lista. En la de 2014, George Bell, de
72 años, fue uno de ellos.

George Bell, nombre simple, dos sílabas. Sin respuestas sobre quién era,
cual fue su vida, qué le preocupó, a quien amó o quién le amó. Como la
mayor parte de los neoyorkinos, su vida transcurrió al margen.

Pero su muerte, aún en soledad, desató un proceso sofisticado. Implicó a


una serie de personas que dependen, en parte o en su totalidad, de la
muerte.
En el caso de George Bell, la casualidad viajó desde Queens hasta el norte
del estado de Nueva York pasando por Virginia y Florida. Docenas de
personas que nunca le conocieron, ruedas del engranaje de la muerte que
mueve la burocracia, terminaron resolviendo los asuntos de un hombre
que dejó el mundo sin hacer ruido.

Con cada muerte aparece una historia de vida, tal vez algún significado.
¿Podría explicar alguien el final en soledad de Bell? Tal vez no. Murió
llevándose secretos. Sobre su vida y quienes le importaron. Sobre penas y
alegrías. Es lo que tiene la muerte. Cierra unas puertas al tiempo que abre
otras.

El apartamento era propiedad de un tal George Bell. Vivía solo.CreditJosh Haner/The New York Times
CUANDO LOS BOMBEROS forzaron la puerta, la policía irrumpió en una
vivienda llena de cosas, la parodia grotesca de un lugar “acogedor”. No
cabía duda de que se trataba de uno de esos ancianos, aquejados de
Síndrome de Diógenes, que lo acumulan todo.

Llamaron al forense, que entra en escena cuando el motivo de la muerte


no está claro o se trata de cuerpos sin identificar. Incluso cuando se trata
de un esqueleto hay que declararlo muerto. Un perito buscó pruebas que
ayudaran a localizar a algún familiar o identificar el cuerpo. En poco
tiempo constataron que no había crimen (sin signos de que se hubiera
forzado la cerradura, heridas de bala o sangre coagulada).

Cerraron la cremallera de la bolsa. Lo llevaron al Hospital de Queens y lo


congelaron en la morgue.

Los vecinos no le conocían parientes. Los agentes encontraron nombres y


teléfonos en el apartamento. Los llamaron sin resultado: No tenía esposa
ni hermanos. La policía calcula que localiza parientes en un 85% de los
casos. No en este.

En la morgue de Queens, los profesionales entraron en escena. Cerca del


90% de los cadáveres que ingresan en los depósitos de la ciudad son
identificados a través de fotografías por parientes o amigos. La mayoría
salen para el cementerio en días. En el resto de los casos, las cosas se
complican.

Lo más fácil suelen ser las huellas dactilares; si no funcionan, se recurre a


los expedientes médicos. Como último recurso, el ADN.

Tardaron días en tomar huellas debido al estado de los dedos. El


resultado tampoco ofreció respuestas.

TRANSCURRIDOS NUEVE DÍAS sin encontrar familiares cercanos, el


forense informó del deceso al albacea de oficio del Condado de Queens,
que opera cerca del edificio de la Corte Suprema del Estado. Sus modestas
instalaciones se encuentran al lado de un Tribunal conocido como de
viudas y huérfanos, que legaliza testamentos y dirime todo lo relacionado
con los fallecidos.

Cada condado de la Ciudad de Nueva York cuenta con un albacea que


gestiona las herencias de quienes fallecen sin testamentar o sin
herederos.

Los albaceas sólo llaman la atención cuando surgen quejas sobre su


capacidad, honorarios o su tendencia a pasar por alto la depredación del
cargo en la que incurren algunos políticos. También cuando actúan
ilegalmente. El año pasado, el contable del albacea de un condado fue
sentenciado a prisión por robarle a los muertos.
Auditorías recientes han sacado a la luz una disfunción alarmante en
ambas instituciones. Sus responsables se defendieron diciendo que son
exageraciones. La última inspección en 2012 no encontró nada
significativo.

El departamento emplea a 15 personas en Queens y procesa unos 1.500


decesos al año. Lo dirige Lois M. Rosenblatt. La mayoría de los casos
vienen de asilos, otros llegan desde medicina forense, tutores legales,
policía, o funerarias. La mayor parte de los patrimonios que gestiona no
llegan a 500 dólares, pero han manejado hasta 16 millones. Las
cantidades pequeñas se procesan rápido. Las grandes llevan entre uno y
dos años.

La oficina cobra una comisión del 5 por ciento por los primeros 100.000
dólares. Esa cantidad disminuye progresivamente. El dinero pasa a la
ciudad. Un 1% se destina a cubrir los gastos de la propia entidad. Su
abogado, Gerard Sweeney, lleva 23 años en el cargo y cobra una cantidad
inicial de 6 por ciento de los primeros $750.000 dólares.

“En Nueva York te puedes morir en total anonimato”, le gusta decir,


“hemos tenido casos de gente que llevaba meses muerta. Nadie los
encuentra, nadie los extraña”.

El hombre que se cree que fue George Bell, para Rosenblatt, un caso más.

Mientras tanto, al forense le bastaría con unos rayos X para confirmar la


identidad. La institución tomó radiografías pero sin registros con qué
compararlas, de poco sirvieron.

El departamento no sabía quiénes habían tratado a este hombre, así que


comenzaron a llamar a hospitales y médicos del barrio. A quien
contestaba el teléfono le preguntaban si George Bell había sido su
paciente.

En la oficina del condado trabajan tres investigadores que peinan las


viviendas de los fallecidos y buscan pruebas de qué pudieron poseer en
vida o de quienes pudieron ser sus familiares. Es un trabajo peculiar ese
de ver lo que alguien guardó, lo que colgó en las paredes o cual era su
desodorante favorito.

El 24 de julio, dos investigadores, Juan Plaza y Ronald Rodríguez,


ingresaron en el apartamento de Bell. Trabajan en pareja para que sea
más difícil que alguno robe.

Habían visto cosas peores. Como una vivienda tan llena de cosas que su
inquilina murió de pie porque era imposible caerse. O un lugar del que
tuvieron que salir espantando pulgas.
Y sí, pocos han visto lo que ellos.

Ronald Rodríguez es uno de los tres investigadores que trabaja para la oficina del albacea de oficio del
Condado de Queens; registra las residencias de los fallecidos, documentando sus pertenencias y buscando
claves para encontrar a sus familiares.CreditJosh Haner/The New York Times

Plaza se dedicaba a la captura de datos antes de comenzar este trabajo en


1994; Rodríguez fue camarero y se interesó por esto en 2002.

¿Qué se requiere para poder desempeñar este empleo? Rosenblatt, su jefe,


lo resume: “Gente que esté dispuesta a entrar a estos apartamentos
nauseabundos”.

Rebuscaron entre la anarquía del apartamento, de 74 metros cuadrados.


El aire, denso y hediondo. Plaza se aplicaba sin parar un Vicks en la nariz.
Rodríguez parecía más duro. El Vicks le molesta.

Por única cama, el sofá. Parecía que alguien había saqueado dormitorio y
baño. La cocina estaba llena de basura, inservible. En una lista de la
compra llena de manchas se leía: sal de mar, ajo, zanahorias, “Guía de
televisión”.

El grifo no funcionaba. Hacía mucho que la estufa no se usaba para


cocinar.

Los hombres hurgaron entre la basura en busca de un testamento,


cuentas bancarias, una libreta de direcciones, una computadora o un
teléfono. Ese tipo de cosas. Fotografías de parientes, ¿la mujer que
aparece sobre la chimenea podría ser la madre o la hermana?
Los objetos de valor se irían con ellos. ¿Es un Vermeer lo que cuelga del
muro? Llévatelo. Una vez encontraron $30.000 dólares en efectivo; otra
descubrieron un Rolex escondido en una radio. Sus expectativas no son
altas: en una ocasión, dieron con una foto del muerto vestido de la Orden
de Malta.

Encontraron 241 dólares en billetes, 187,45 en monedas y un reloj


plateado que no parecía especial, pero que se llevaron por si acaso.

Colgado en el baño, un calendario abierto en el mes de agosto de 2007.

En las paredes una cabeza de oso, cuernos de toro y fotografías de aviones


y barcos de guerra. Sobre el sofá, en la pared, una serie de fotos de un
paracaidista a punto de tocar tierra, junto con un certificado del primer
salto de George Bell en 1963. Cajas vacías de comida china y pizza. Las
estanterías, llenas de cintas de audio y video: “Top Gun” o “Braveheart”.

La acumulación es un trastorno mental que lleva a la gente a actuar de


manera incoherente; compran productos sólo por tenerlos. En el
desorden había media docena de fundas para mesa de planchar o
paquetes de luces navideñas sin usar.

Los investigadores regresaron otras dos ocasiones para llevarse papeles y


otros $95 dólares.

Hurgar entre las posesiones de los muertos, percibiendo su miseria, ha


cambiado a estos hombres.

Rodríguez, de 57 años, divorciado, siente la urgencia. “Trato de vivir la


vida como si fuera el último día”, dice, “nunca sabes cuándo te vas a
morir”.
Juan Plaza, otro investigador, dice que la soledad de tantas muertes ha hecho mella en él.CreditJosh
Haner/The New York Times
“Trato de vivir la vida como si fuera el último día”, dice Rodríguez.CreditJosh Haner/The New York Times

La soledad de tantas muertes ha hecho mella en Plaza, tiene miedo de ser


él quien acabe tirado en el suelo. “Este trabajo enseña mucho”, dijo.
”Aprendes que debes compartirte. La gente se muere sin tener con quien
hablar. Se muere y los parientes salen de quién sabe dónde. ‘Era mi tío.
Era mi primo. Dame lo que tenía’. Dame, dame. Pero en vida nunca le
hicieron una visita. Me cambió la vida desde que trabajo en esta oficina”.

Tiene 52 años, también está divorciado y no tiene hijos, pero sigue


incrementando su número de amigos. Todos los días envía mensajes de
motivación por Instagram: “Con cada amanecer, valoremos cada minuto
que tenemos”; “Sé amable, sonríe al mundo y el mundo te sonreirá”.

“Cuando me muera, alguien se va a dar cuenta el mismo día o al día


siguiente. Desde que trabajo aquí, mi lista de amistades se ha hecho cada
vez más grande. No quiero morir solo”, expresó.
EN SU CUBÍCULO DE QUEENS, con guantes, Patrick Stressler revisaba los
papeles recuperados por los investigadores. Stressler, es el responsable
de hacer un listado de los bienes de Bell. Oficialmente, es “agente de
bienes testamentarios”, título práctico a la hora de iniciar una
conversación en una fiesta. Tiene 27 años. Antes fue cajero en un
restaurante.

Stressler revisa las pertenencias de gente a la que ya nunca conocerá.


Tiene especial interés en las fotografías para “poder darse una idea de la
historia de la persona”.

Las fotos recorren rutinas. Un niño con pistolas de juguete. Un hombre de


uniforme. Hombres de pesca. Una joven sentada en una silla. Un grupo de
estudiantes en un escenario. “Otras épocas”, dijo Stressler.

Pero al final, las fotos no revelaron mucho sobre lo que George Bell había
hecho a lo largo de sus 72 años.

La pila de papeles dio pocas pistas. Un pasaporte sin usar de 2007 a


nombre de George Main Bell, hijo, en el que se veía a un hombre de cuello
grueso y rostro gordo nacido el 15 de enero de 1942 o documentos en los
que consta que su padre, George Bell, murió en 1969 a los 59 años, y su
madre, Davina Bell, en 1981 a los 76 años.

Algunas tarjetas de navidad. Varias de una mujer llamada Elsie Logan de


Red Bank, Nueva Jersey, en las que le agradecía un regalo chocolates
Godiva. Otra, del año 2001, decía: “Llamé el domingo alrededor de las 2,
nadie contestó. Volveré a llamar”. Una tarjeta de Acción de Gracias de
2007 decía: “He intentado llamarte, pero nadie contesta”.

Una tarjeta navideña de 2001 decía: “Con amor por siempre, Eleanore
(Puffy)” y “Rara vez lo dije, pero espero que te des cuenta de lo mucho que
significa para mí tenerte como amigo. Me importas”.
La cocina estaba llena de basura y era inservible desde hacía tiempo; había boletos de lotería de hacía décadas
que no habían salido ganadores.CreditJosh Haner/The New York Times

Repisas repletas de cintas de audio y video.CreditJosh Haner/The New York Times


Entre aquel desorden había media docena de fundas sin abrir para mesas de planchar, varios empaques de
luces navideñas, cuatro medidores de presión para neumáticos.CreditJosh Haner/The New York Times

Tarjetas firmadas por alguien llamado Thomas Higginbotham, dirigidas a


“Big George”, firmadas “tu amigo, Tom.”

Y un hallazgo valioso: declaraciones de impuestos. La última mostraba un


ingreso de 13.207 dólares por jubilación y otro de 21.311 de la Seguridad
Social. Los estados de cuenta bancarios contenían el descubrimiento más
importante: había dejado un saldo de varios cientos de miles de dólares.

Hallaron también un testamento de 1982. En él. George Bell distribuía


todo a partes iguales entre tres hombres y una mujer con quienes parecía
no tener ninguna relación familiar. También especificaba que debía ser
cremado.

Stressler encontró direcciones en Internet y envió varias cartas


pidiéndole a estas cuatro personas que le contactaran. Sólo respondió
Martin Westbrook, que llamó desde Sprakers, al norte de Nueva York. Dijo
que no había hablado con George Bell desde hacía tiempo. El testamento
lo nombraba su ejecutor testamentario. Prefirió renunciar.

Los cabos sueltos comenzaron a unirse. El automóvil, un Toyota RAV4


2005 color plata, fue enviado a subasta. Se supo que George Bell no había
dado respuesta a dos cuestionarios para formar parte de un jurado;
escribieron para explicar que ya no llegaría.
Si en el apartamento se encuentran objetos de valor, las casas de subastas
los ponen en venta. Cuando no hay nada, las empresas de limpieza se
deshacen de todo.

Entre sus documentos había una baja militar de 1966, después de seis
años en la Reserva del Ejército. Se hizo una solicitud al Departamento de
Veteranos, en San Luis, para enterrarlo en uno de sus cementerios y que
el gobierno corriera con los gastos.

Contestaron que Bell no estaba en activo ni había fallecido mientras


formaba parte de la Reserva. El albacea apeló. Una semana después llegó
una respuesta de 16 páginas que se resume de manera concisa: No.

El albacea de oficio también se encarga de que el correo le haga llegar la


correspondencia del difunto. Estados de cuenta o cartas que indiquen el
paradero de parientes. Cuando llegan revistas, se cancelan las
suscripciones y se solicitan reembolsos. Sean de 6,82 o 12,05 dólares, es
parte de la herencia.

No llegó mucho para George Bell: estados de cuenta, un aviso del seguro,
facturas de servicios, correo no deseado.

TODA VIDA MERECE una última morada, pero no todas son bonitas. La
mayoría de las herencias le llegan al albacea después de que el cuerpo ya
fue enterrado por familiares o amigos o siguiendo un plan ya pagado.

Cuando alguien fallece en situación de indigencia el cuerpo se une a los


que yacen en el olvido en el cementerio de los sin recursos: Hart Island en
el Bronx.

Si hay fondos, el albacea honra el testamento y a los parientes. Cuando no


hay quien hable por el difunto, la oficina decide entre dos cementerios
que cobran poco, en Nueva Jersey. De ser posible, los gastos totales son
inferiores a 5,000 dólares. No siempre es fácil en una ciudad en la que el
precio de un funeral puede superar varias veces ese monto.
El 15 de noviembre, John Sommese de la Funeraria Simonson se subió a una carroza fúnebre rentada para
llevar el cuerpo de George Bell a un crematorio.CreditJosh Haner/The New York Times

La Funeraria Simonson fue seleccionada por Susan Brown, asistente del


albacea, para que cremara el cuerpo de Bell. Rotan los casos entre 16
funerarias.

No se trató del primer caso atrapado en el limbo. Hace tiempo otra


persona fallecida esperó semanas en la morgue mientras sus hermanos
decidían los detalles del funeral. La hermana del finado quería que
actuaran un cuarteto y una sección de viento; otro hermano discrepaba. El
Tribunal se pronunció a favor de la hermana.

El médico forense no tuvo suerte con George Bell. Las llamadas en frío
continuaron. Mientras las investigaciones giraban en torno a Queens, las
respuestas eran desalentadoras: ningún George Bell.

Así que firmó un acta de defunción no verificada el 28 de julio; en ella se


determinó que la causa de muerte fue enfermedad cardiovascular,
arterioesclerosis e hipertensión, con obesidad como añadido. La posición
en la que se encontró el cuerpo, la edad y el tamaño empujaron una
decisión de probabilidad estadística. Su ocupación se registró como
“desconocida”.

La ley especifica que los cuerpos deben enterrarse, cremarse o salir de la


ciudad en un lapso de cuatro días posteriores al hallazgo. El forense puede
ordenar el entierro, pero sin identidad no hay cremación. No se puede
revertir.
Otros cuerpos llegaron a la morgue antes de seguir su camino hacia la
tumba, mientras el cuerpo de quien creían era George Bell llegó a su
segundo mes de estancia. Y al tercero.

A PRINCIPIOS DE SEPTIEMBRE del año pasado, un vecino se quejó ante el


albacea de que la nevera de George Bell tenía una fuga que se filtraba por
el techo.

Enviaron una empresa de limpieza para que se llevara el


electrodoméstico. Diego Benítez, el dueño de la empresa, acudió con dos
trabajadores.

La nevera estaba desconectada y en su interior, repleto de cucarachas, se


pudrían restos de comida china. Benítez lo roció con insecticida, lo limpió
y se lo llevó a un centro de reciclaje. Semanas más tarde, otra empresa lo
fumigó todo.

Mientras eso sucedía, el forense siguió buscando radiografías. A finales de


septiembre, tuvo éxito. Alguien había tomado una impresión del pecho de
George Bell en el 2004. La radiografía estaba en el archivo. Llevaría un
tiempo recuperarla.

Pasaron semanas. A finales de octubre, el servicio de radiología


respondió: Lo sentimos, se han destruido. El forense solicitó una
confirmación por escrito. Cuando llegó decía: Nos equivocamos, aquí
estaban las radiografías. Las recibió a principios de noviembre.

Se hizo una comparación de los rayos X y listo. La primera semana de


noviembre, casi cuatro semanas después de su llegada, se confirmó que el
cuerpo era oficialmente el de George Bell, que en paz descanse, de Queens.

HACÍA FRÍO. Caía el sol sobre Queens. Una mañana de sábado, en


noviembre, John Sommese se subió a un coche fúnebre y se dirigió hacia
la morgue. Es el propietario de la Funeraria Simonson. A sus 73 años aún
se mantiene activo.

Allí, un empleado retiró el cuerpo. Forense y dueño de la funeraria


revisaron la etiqueta. El empleado lo colocó en un ataúd. George Bell se
dirigía, por fin, a su última morada.

Lo introdujeron en la parte trasera del coche fúnebre. Sommese colocó


una bandera de los Estados Unidos sobre la caja. Las fuerzas armadas
negaron el entierro militar, pero los años de George Bell en la Reserva del
Ejército fueron suficientes para que el director de la funeraria respetase la
costumbre militar.

La siguiente parada fue el U.S. Columbarium, un crematorio del Middle


Village. Sommese recorrió calles flanqueadas por árboles desnudos. La
pantalla de la radio, sin volumen, indicaba que sonaba “You’re My Best
Friend” interpretada por Queen.

Aunque el director de la funeraria dijo que no se detenía a pensar en


quienes transportaba, aceptó que casos como éste le entristecían: una
persona muere y no aparece nadie, ni funeral ni sacerdote que desee que
descanse en paz.

Era cristiano, y creía que George Bell ya se encontraba en un lugar mejor.


“No creo que todos deban tener un funeral muy lujoso”, dijo con voz
suave, “pero creo que el entierro o la cremación deben hacerse con
respeto, si no, ¿de qué sirve la sociedad? Creo que todos estamos
conectados. Todos fuimos creados por el mismo Dios. ¿Tiene importancia
que este hombre sea cremado con respeto? Sí, la tiene”.

Varios días después de la cremación de George Bell, el superintendente de U.S. Columbarium tomó una urna en
forma de caja de zapatos y la llevó al área donde se almacenan las cenizas.CreditJosh Haner/The New York
Times

Miró por el retrovisor. “A mí me importa este hombre”.

Al llegar al U.S. Columbarium, se dirigió hacia el lugar de descarga, donde


ya esperaba otro coche. Sí, había fila en el crematorio.

Entrecerrando los ojos por el sol, Sommese caminaba de un lado a otro. El


aire, pesado, no se movía. Después de 15 minutos se abrió la puerta y el
director de la funeraria colocó el coche en posición. Cuando los
trabajadores se llevaron el ataúd, guardó la bandera. Como no había
familiares, el director de la funeraria la dobló para volver a usarla.
El proceso de cremación dura casi tres horas y las cenizas se recogen en
un par de días. Por un coste adicional, se entregan el mismo día. No fue
necesario.

El columbario almacena las cenizas de cerca de 40.000 difuntos, casi todas


en bonitos nichos individuales. En la planta baja, cerca de los baños, hay
un almacén con un árbol de bronce sobre la puerta. Es la alternativa
económica. Los nombres se graban en las hojas del árbol. Cuando las hojas
se llenan, se agregan palomas.

Varios días después, Sommese colocó allí una urna. Después clavó una
paloma de metal, con las alas extendidas, sobre el borde del árbol. Había
un recién llegado: “George M. Bell Jr. 1942-2014”.

CADA DOS SEMANAS, LOS JUEVES David R. Maltz & Company, en Nueva
York, subasta más de 100 vehículos; los demás días, subasta de todo. Ya
vendió el Club Campestre de Woodcrest, Nueva York, cuatro máquinas de
una trituradora o 22 franquicias de KFC. Quiebras, embargos, herencias y
un flujo continuo de bienes enviados por el albacea de Queens.

Un 30 de diciembre de esos en que el viento hace volar la basura de la


calle, Maltz subastaba un Mustang convertible 2011, dos vehículos que ni
siquiera encendían y el Toyota 2005 de George Bell. A pesar del modelo,
sólo tenía 4.828 km recorridos, lo que aumentaba su atractivo.

La subasta duró apenas un minuto —“oferta de 3.000; oferta de 3.500,


4.000…”— el coche llegó a 9.500 dólares contra toda expectativa.
Descontados gastos se añadieron $ 8.631,50 a la herencia. El comprador
fue Sam Maloof, asistente habitual, propietario de una distribuidora de
vehículos usados en Brooklyn. Planeaba revenderlo. Después de la
compra, su hermana, Janet Maloof, se enamoró del vehículo. Tenía el
mismo modelo, del año 2005, del mismo color, pero con más de 160.934
km recorridos. Inspirado por el espíritu de la navidad, Maloof le regaló el
auto de George Bell a su hermana.
El 30 de diciembre, David R. Maltz & Company, en Central Islip, Nueva York, subastó el Toyota 2005 de George
Bell. A pesar de ser del año 2005, el vehículo sólo tenía 4.828 km recorridos, lo que aumentaba su
atractivo.CreditJosh Haner/The New York Times

Un par de semanas después, el reloj se puso a la venta en la subasta de


joyería y objetos de colección de Maltz. La puja comenzó en 1 dólar y
terminó en 3. Se lo llevó un desempleado, Tony Nik que murmuraba
malhumorado, aún después de su triunfo, su preferencia por los precios
ajustados.

Al descontar los gastos se añadieron otros $2,31 dólares al patrimonio de


Bell.

Una semana después, seis empleados de un negocio que recoge basura


llegaron al apartamento de Queens para vaciarlo. Sin expresar emoción
alguna, metieron los restos de la vida de George Bell en bolsas de basura.
Rompieron los muebles con martillos. En la radio, sonaba música.

Al observar la basura y cavilando sobre la tristeza que desprendía, alguien


dijo: “Depresión, creo. La gente se deprime y después, Dios los socorra,
nadie se acuerda de ellos”.

Les llevó siete horas meter todo en camiones que lo llevarían a un


basurero.

Se quedaron con algunas cosas. A uno le gustó un juego de platos de


porcelana de Marilyn Monroe. Otro se quedó con un paquete sin abrir de
calcetines Nike y varias esponjas nuevas.
Un trabajador encontró unas botas marrones nuevas en su caja. Se las
probó y le quedaron bien.

Limpió el apartamento de George Bell con sus botas puestas.

LAS PERSONAS QUE SE REPARTEN los bienes conforme al testamento son


los herederos. Habían pasado más de 30 años desde que George Bell los
eligió: Martin Westbrook, Frank Murzi, Albert Schober y Eleanore Albert.
Además, había un beneficiario de sus cuentas: Thomas Higginbotham.

Elizabeth Rooney, la investigadora de parentescos del albacea, se dispuso


a buscarlos. Tenía que notificarles, por si impugnaban el testamento.

Hubo una época en que los bienes de George Bell no podían distribuirse
hasta siete meses después de nombrado el albacea. Es el periodo que
especifican las leyes para que los acreedores ejerzan su opción.

Después de una búsqueda en Internet, Rooney se enteró de que Murzi y


Schober habían muerto. Westbrook estaba en Sprakers y Higginbotham
en Lynchburg, Virginia. Rooney encontró a Albert, que ahora llevaba el
apellido Flemm, al norte de Worcester.

Se sorprendieron al enterarse de que George Bell les había dejado dinero.


Flemm había hablado con él antes de su muerte; los demás no habían
estado en contacto con él en años.

Parte del trabajo de Rooney era elaborar un árbol genealógico que


incluyera tres generaciones. Con ayuda de una empresa de genealogía
buscó en censos y manifiestos de barcos que demostraban que los
familiares de Bell habían llegado de Escocia y elaboró un árbol
genealógico de 1,8 metros de largo.

Rooney creó los árboles materno y paterno, cada uno con docenas de
nombres. Encontró a cinco familiares vivos: dos primos maternos, uno
que vivía en Edina, Minnesotta, y otro en Henderson, Nevada. Ninguno
había estado en contacto con George Bell en décadas ni sabía a qué se
dedicaba.

Por parte de padre, Rooney identificó a dos primos, en Escocia e


Inglaterra, de una tercera prima no localizó nada.

Se llamaba Janet Bell y el protocolo determina que hay que publicar un


aviso en un periódico. En el caso de herencias de tamaño considerable, el
tribunal recurre a The New York Law Journal, donde la factura puede
llegar a los 4.000 dólares. En este caso, eligió The Wave, un semanario de
Queens con una tirada de 12.000 ejemplares por $247 dólares.
La prima podría estar en Tayikistán o en Hog Jaw, Arkansas. Las
probabilidades de que viera el aviso eran casi nulas. Nadie ha respondido
a ninguno de los miles de avisos que Sweneey ha publicado.

Se supo que Flemm había muerto de un ataque al corazón, el 3 de febrero,


a los 66 años. Como había sobrevivido a Bell, la herencia de éste se
sumaría a la suya. Sus herederos eran su hermano, James Albert, detective
privado de Long Island que apenas recordaba haber oído de Bell, y un
sobrino y dos sobrinas en Florida, de las cuales, una ignoraba la existencia
de Bell.

La muerte es un negocio. No necesitas haber conocido a alguien para


recibir su dinero.

Un corredor de bienes raíces de Queens puso a la venta el apartamento de


Bell en 219.000 dólares. Era el último activo que quedaba por liquidar. Lo
visitaron tres posibles compradores y se aceptó una oferta por $225.000
dólares.

Tres meses más tarde, el consejo del edificio se negó a aceptar la venta.
Apareció una pareja de mediana edad que vivía en la misma calle y se lo
vendieron por $215.000 dólares. Le cedieran su hogar a su hijo y se
mudarían, sobrescribiendo la vida de Bell, después de reformar el
apartamento.

Mientras tanto, Sweeney compareció ante el Tribunal para solicitar que se


legitimara el testamento. Además de los dos beneficiarios conocidos,
agregó la posibilidad de que hubiera parientes desconocidos, como la
prima a la que no había podido localizar. El tribunal nombró a un tutor
para que defendiera los intereses de estas personas, que, de hecho,
podrían no existir.

En septiembre, Sweeney hizo el recuento final de los bienes. No hubo


objeción. Sumaban un total de $540.000 dólares. Las cuentas bancarias
tenían $215.000 dólares, el único beneficiario era Higginbotham, que
recibió el dinero. El resultado de la venta del apartamento, un seguro de
vida, el vehículo y el reloj se sumaron al patrimonio: un total de $324.000
dólares.

La ciudad se quedó con una comisión de 13.726 dólares. Los honorarios


del albacea ascendieron a $3.238 dólares, y Sweeney cobró 19.453.

Otros gastos incluyeron el mantenimiento, 7.360 dólares; la factura del


funeral, 4.873; $2.800 de la compañía de limpieza; 1.663 para la
investigación de parentesco; una multa de tráfico costó 222 dólares; El
departamento de Bomberos cobró 704 por la ambulancia; 750 el tutor de
los herederos; la tasación del reloj que se vendió en tres dólares costó
12,50.
El monto resultante, unos $264.000 dólares, se dividió entre Westbrook y
los herederos de Flemm. Catorce meses después de su muerte, los bienes
de Bell fueron liquidados y el producto de su venta se distribuyó.

George Bell después de muerto le daba su dinero a una serie de personas.


Ninguno supo por qué los eligió a ellos.

SU VIDA COMENZÓ modesta, sencilla. Muy apegado a sus padres. Dormía


en un sofá cama en la sala, sus padres en el dormitorio. Continuó
haciéndolo después de que murieran. Ambos eran escoceses. Su padre
fabricaba herramientas y su madre trabajó como costurera.

Después de la secundaria, trabajó con su padre. En 1961, conoció a


alguien en un bar que se dedicaba a las mudanzas. Se hicieron amigos y
George Bell entró en el negocio. Era Tom Higginbotham. Así entabló
amistad con otros tres colegas: Frank Murzi, Albert Schober y Martin
Westbrook, sus herederos. Se dedicaban, sobre todo, a la mudanza de
oficinas. Todos bebían alcohol en grandes cantidades.

George Bell, a la izquierda, en 1956. Bell era muy apegado a sus padres.
“Éramos una banda de alcohólicos”, dijo Westbrook. “Yo era bueno para la
bebida. Pero George me hacía pasar vergüenza. Era un buen tipo, una
especie de ermitaño. Mira que pasamos buenos ratos”.

En palabras de Higginbotham: “Éramos grandes amigos. No sé si se puede


decir de este modo, pero éramos hombres que se amaban entre sí”.

Le llamaban Big George, porque era un hombre corpulento. Pesaba unos


95 kg. Su insaciable apetito lo llevaría a pesar casi 159.

Le gustaban las bromas. Una vez, una mujer los invitó a él y a


Higginbotham a una fiesta en casa de sus padres. Su padre tenía una
pecera con peces tropicales. Le mostró a Bell la pecera. Vio un pez distinto
de los demás y le dijo, “ése es uno caro”. Bell atrapó al pez y se lo tragó.

Otro día, sus amigos estaban haciendo la mudanza de una empresa de


finanzas. Después de llevar los escritorios a las oficinas nuevas, Bell
deslizó notas en los cajones que decían: “Estoy perdidamente enamorado
de ti. Búscame en el dispensador de agua fría”. O: “Hay una bomba debajo
de tu silla. Tu próximo movimiento puede ser el último”.

Bromas tontas. Big George a fin de cuentas.

A sus amigos les costaba trabajo descifrarle. Había cosas que no contaba a
nadie. Y no hacían preguntas.

Su padre murió joven. Al envejecer, su madre quedó incapacitada debido


a la artritis. Él la cuidó, alimentándola y bañándola hasta su muerte.

Comenzó a salir con una mujer cuando ella tenía 19 y él 25. “Nos volvimos
muy cercanos”, dijo ella, “él me hacía sentir especial”.

Planearon casarse. Contrataron un salón de bodas. Él se compró un traje.


Después, les contó a sus amigos que la madre de la novia quería que
firmara un acuerdo prenupcial. Bell dio por terminado el compromiso y
nunca tuvo otra relación seria.

La mujer era Eleanore Albert, el cuatro nombre en el testamento.

Ella se casó con un hombre mayor que ella y se mudó al norte para
convertirse en la Sra. Flemm. En 2002, falleció su esposo.
Le decían Big George porque era un hombre fornido y corpulento, que pesaba unos 95 kg. Después, su
insaciable apetito lo llevaría a pesar casi 159.

Ni tiempo ni distancia mitigaron la cercanía que sentían. Hablaban por


teléfono e intercambiaban mensajes. “El afecto mutuo nunca se desgastó”,
dijo ella. Apenas un año antes, ella le había enviado una tarjeta para San
Valentín: “George, pienso en ti a menudo con amor”.

Sin que ella lo supiera, la había incluido en su testamento.

Sus vidas terminaron de maneras similares. Ella vivía sola en un


remolque. Murió de un ataque al corazón. La encontró un vecino. Había
engordado mucho y la cremaron.

La diferencia es que ella había dejado deudas. Lo que heredaría, decenas


de miles de dólares del dinero de George Bell, nunca llegó a sus manos.

Una parte se le entregó a su hermano. Otra parte llegó a manos de su


sobrino, que conducía un autobús en Disney World. Un amigo de su tía
había sido propietario de un Camaro convertible que a ella le gustaba, y él,
en su honor, compraría un Camaro usado.

Otra parte sería para Sarah Teta, una sobrina jubilada, que vivía en
Altamonte Springs, Florida y decidió guardarlo. “Siempre oyes historias
de gente que no conoces que se muere y hereda dinero. Nunca pensé que
me pasaría a mí”, dijo.

El resto se entregó a otra sobrina, Dorothy Gardiner, camarera jubilada


que trabajaba cuidando enfermos a domicilio, vivía en Apopka, Florida, y
nunca había oído hablar de George Bell. Había sobrevivido a dos cánceres
y debía miles de dólares en gastos médicos. “He estado pagando $25
dólares al mes, que es lo que puedo pagar. Nunca me esperé esto. Es una
locura”, manifestó.

En 1996, GEORGE BELL se lastimó levantando un escritorio en uno de las


mudanzas y su vida dio un giro. Recibió una indemnización y comenzó a
cobrar una discapacidad. Ya no volvería a trabajar.

Solía invitar a sus amigos a ver la televisión. Les cocinaba. Después


dejaron de frecuentarlo. Nadie supo por qué.

Sus antiguos amigos se habían separado. De sus compañeros de


mudanzas, Murzi se jubiló en 1994 y murió en 2011. Schober se jubiló en
1996 y se fue a vivir a Brooklyn. Murió en 2002.

George Bell y un compañero de las mudanzas, Frank Murzi, en una fotografía sin fecha.
Higginbotham renunció al trabajo y se fue a vivir al norte en 1973.
Trabajó para el estado como científico medioambiental.

Ahora tiene 74 años, está jubilado y vive solo en Virginia. La última vez
que habló con George Bell fue hace años. Tenía un código que usaba para
dejar sonar el teléfono y colgar para que George le contestara la llamada.
Con el tiempo, Bell dejó de contestar. Le enviaba tarjetas, suplicándole
que le visitara, sin éxito. La última, meses antes de que Higginbotham se
enterara de que Bell había muerto.

Le costó trabajo aceptar la manera en la que el dinero de George Bell llegó


a sus manos. “He estado preocupado. No he dormido bien. Me duele el
estómago. Me subió la presión. Discutí con él una y otra vez que saliera de
ese apartamento y se gastara el dinero y disfrutara la vida. Le envié tantos
folletos de lugares que podía visitar. Pensé que entendía a George. Ahora
me doy cuenta de que no lo comprendía para nada”.

Higginbotham estaba satisfecho con el rumbo que había tomado su vida:


su modesto apartamento de una habitación, su camioneta de 15 años.
Depositó la herencia en fondos de inversión y pensó que les serviría a sus
tres nietos para pagar la universidad.

En 1994, Westbrook se lesionó la rodilla y dejó las mudanzas. Se fue a


vivir a Sprakers. Tiene 74 años. La última vez que habló con George Bell
fue hace varios años. Bell le contó que no salía mucho. Tenía tres nietos y
quería irse a vivir a un sitio de clima más cálido; planeaba darle parte del
dinero a la viuda de Murzi, su mejor amigo.

“El dinero de Big George hará que mi vejez sea más llevadera”, dijo.

Le conmovió mucho que hubiera muerto solo, sin que nadie lo supiera. “Sí,
eso me pasará a mí”, dijo. “También estoy solo. Podría decir que sólo
hablo con unas cuatro o cinco personas”, agregó.

Sus últimos años, ya sin sus amigos de las mudanzas, la vida de George
Bell se vació. Los vecinos le saludaban en la calle y él les sonreía. Le
contaba historias a una vecina que vivía con sus padres. Hace poco, se
hizo policía. Ella fue quien supo que olía a muerte.

Al final, George Bell parecía conservar sólo un amigo verdadero.

Fue cliente de un bar del vecindario llamado Budds Bar. Llegaba con su
sudadera azul recortada tan a menudo que le conocían como Bell el de la
sudadera.

En abril de 2005, Budds cerró. Varios clientes se fueron a otro bar,


Legends. George Bell fue unas cuantas veces, después se volvió cliente
habitual de otro bar en Long Island. Ahí se encontraba con su amigo.
Frank Bertone, de 67 años, es un inspector jubilado de la compañía de electricidad de Nueva York. Durante la
última década pasó más tiempo con George Bell que ninguna otra persona, pero no siente que lo conociera
realmente. “Si hay algo que puedo decir de George es que nunca hablaba de nada personal. Nunca”,
comentó.CreditJosh Haner/The New York Times

EL LETRERO a la entrada del Bantry Bay dice: “Entran como extraños,


salen como amigos”. Escondido cerca de la ventana se ve a Frank Bertone,
dando sorbos a su sopa y a una bebida. Lo conocen como el Dude. El
último amigo cercano de George Bell.

A principios de los 80 entró a Budds porque necesitaba ir al baño. Un


hombre de gran tamaño, gritó: “Tómate una cerveza”.

Así era George Bell. Con el tiempo, floreció una amistad que se fortaleció a
lo largo de los años de vida que le quedaban a George Bell. Se encontraban
cada sábado en Bantry Bay. Pescaban. Pasaban el tiempo sin hacer gran
cosa y así un día se perdía en el siguiente.

“¿A dónde fuimos?”, dijo Bertone. “A ningún lado. Una vez nos sentamos
durante horas en el estacionamiento de Bed Bath & Beyond. ¿Y de qué
hablamos? De los problemas del mundo. Sólo eso, los dos resolvimos los
problemas del mundo”.

George nunca hablaba de nada personal. Menos aún de su testamento.

Bertone lo invitaba a su casa, pero Bell ponía excusas y nunca lo invitó a la


suya.
Una vez, hace unos ocho años, Bertone apareció en su casa porque pasó
un tiempo sin tener noticias suyas. George Bell abrió la puerta, y le dijo
que se fuera. Había una cortina en el recibidor que ocultaba el caos que
había detrás. Bertone no tenía idea de que Bell había comenzado a
guardarlo todo.

Hacía pocos años, George Bell había ido a parar al hospital por un
problema en el corazón y le pidió que le guardara un dinero. Le entregó
un sobre gordo. En su interior había 55.000 dólares.

Mike Kerins, el camarero, lo interrumpió: “Dos cosas sobre George. Me


daba $100 dólares cada navidad, y nunca fue a comer a un restaurante”.

Varios días después de la cremación de George Bell, el superintendente apiló una urna en el interior del área
de almacenamiento. Después clavó una paloma de metal, con las alas extendidas, sobre la puerta, que
identificaba al recién llegado.CreditJosh Haner/The New York Times

Bell tenía diabetes y se quejaba de dolores en el hombro. Se medicaba


pero alegaba que le sentaba mal.

El Dude y Kerins dijeron que Bell tenía la impresión de que la vida se


había ensañado con él. “George sentía mucho dolor. Creo que esperaba
morirse, había tenido suficiente”, relató Kerins.

Era como si la tristeza hubiera matado a George Bell.

Sus días, predecibles y en un encierro del que sólo salía hasta la puerta
para recoger comida a domicilio.
La última vez que el Dude le vio fue una semana antes de que se
encontrara su cuerpo. Había una oferta de camarón congelado en el
supermercado. George Bell compró algo. Para esa cocina que no usaba.

Bertone no se enteró de que había fallecido hasta que alguien llegó a


Legends con la noticia. Kerins lo escuchó y le contó. Hicieron algunas
llamadas para enterarse de algo, pero no averiguaron nada.

¿Por qué murió solo, sin que nadie lo supiera?

El Dude pensó en eso. “No lo sé. Me gustaría poder darte una respuesta.
Pero no lo sé”, dijo.

En las televisiones que están encima de una barra repleta, una mujer
promocionaba un producto de limpieza. Bajo una luz tenue, Bertone vació
su vaso. “Sabes, lo extraño”, dijo, “me habría gustado ver a George una vez
más. Era mi amigo. Sólo una vez más”.

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A version of this article appears in print on Oct. 17, 2015, on Page A1 of the
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