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Con cada muerte aparece una historia de vida, tal vez algún significado.
¿Podría explicar alguien el final en soledad de George Bell?
Por N. R. Kleinfield
• Dec. 4, 2015
La vivienda le pertenecía a un tal George Bell que vivía solo, así que era
fácil suponer que el cuerpo era suyo. Poco más que una suposición. Estaba
descompuesto. Era evidente que el hombre no había muerto el 12 de julio
del año pasado, el mismo sábado que descubrieron su cadáver. Llevaba
tiempo allí.
Sus vecinos le habían visto por última vez seis días antes, el domingo. El
auto que movía de lado a lado de la calle para evitar las multas de tráfico
se había quedado desde el jueves en el lado equivocado con una sanción
en el parabrisas. Su vecina le llamó por teléfono sin obtener respuesta.
Cincuenta mil personas mueren cada año en Nueva York. Una cifra que no
deja de disminuir. Se vive más y mejor. La mayor parte de quienes
mueren tiene amigos y parientes que se enteran de inmediato. Se publican
esquelas. Se escriben tarjetas de pésame. Cuando muere alguien conocido
o asesinan a un inocente, la ciudad entera lo lamenta.
Unos pocos mueren solos, sin testigos. Nadie reclama sus cuerpos, nadie
guarda luto. Apenas un nombre en una lista. En la de 2014, George Bell, de
72 años, fue uno de ellos.
George Bell, nombre simple, dos sílabas. Sin respuestas sobre quién era,
cual fue su vida, qué le preocupó, a quien amó o quién le amó. Como la
mayor parte de los neoyorkinos, su vida transcurrió al margen.
Con cada muerte aparece una historia de vida, tal vez algún significado.
¿Podría explicar alguien el final en soledad de Bell? Tal vez no. Murió
llevándose secretos. Sobre su vida y quienes le importaron. Sobre penas y
alegrías. Es lo que tiene la muerte. Cierra unas puertas al tiempo que abre
otras.
El apartamento era propiedad de un tal George Bell. Vivía solo.CreditJosh Haner/The New York Times
CUANDO LOS BOMBEROS forzaron la puerta, la policía irrumpió en una
vivienda llena de cosas, la parodia grotesca de un lugar “acogedor”. No
cabía duda de que se trataba de uno de esos ancianos, aquejados de
Síndrome de Diógenes, que lo acumulan todo.
La oficina cobra una comisión del 5 por ciento por los primeros 100.000
dólares. Esa cantidad disminuye progresivamente. El dinero pasa a la
ciudad. Un 1% se destina a cubrir los gastos de la propia entidad. Su
abogado, Gerard Sweeney, lleva 23 años en el cargo y cobra una cantidad
inicial de 6 por ciento de los primeros $750.000 dólares.
El hombre que se cree que fue George Bell, para Rosenblatt, un caso más.
Habían visto cosas peores. Como una vivienda tan llena de cosas que su
inquilina murió de pie porque era imposible caerse. O un lugar del que
tuvieron que salir espantando pulgas.
Y sí, pocos han visto lo que ellos.
Ronald Rodríguez es uno de los tres investigadores que trabaja para la oficina del albacea de oficio del
Condado de Queens; registra las residencias de los fallecidos, documentando sus pertenencias y buscando
claves para encontrar a sus familiares.CreditJosh Haner/The New York Times
Por única cama, el sofá. Parecía que alguien había saqueado dormitorio y
baño. La cocina estaba llena de basura, inservible. En una lista de la
compra llena de manchas se leía: sal de mar, ajo, zanahorias, “Guía de
televisión”.
Pero al final, las fotos no revelaron mucho sobre lo que George Bell había
hecho a lo largo de sus 72 años.
Una tarjeta navideña de 2001 decía: “Con amor por siempre, Eleanore
(Puffy)” y “Rara vez lo dije, pero espero que te des cuenta de lo mucho que
significa para mí tenerte como amigo. Me importas”.
La cocina estaba llena de basura y era inservible desde hacía tiempo; había boletos de lotería de hacía décadas
que no habían salido ganadores.CreditJosh Haner/The New York Times
Entre sus documentos había una baja militar de 1966, después de seis
años en la Reserva del Ejército. Se hizo una solicitud al Departamento de
Veteranos, en San Luis, para enterrarlo en uno de sus cementerios y que
el gobierno corriera con los gastos.
No llegó mucho para George Bell: estados de cuenta, un aviso del seguro,
facturas de servicios, correo no deseado.
TODA VIDA MERECE una última morada, pero no todas son bonitas. La
mayoría de las herencias le llegan al albacea después de que el cuerpo ya
fue enterrado por familiares o amigos o siguiendo un plan ya pagado.
El médico forense no tuvo suerte con George Bell. Las llamadas en frío
continuaron. Mientras las investigaciones giraban en torno a Queens, las
respuestas eran desalentadoras: ningún George Bell.
Varios días después de la cremación de George Bell, el superintendente de U.S. Columbarium tomó una urna en
forma de caja de zapatos y la llevó al área donde se almacenan las cenizas.CreditJosh Haner/The New York
Times
Varios días después, Sommese colocó allí una urna. Después clavó una
paloma de metal, con las alas extendidas, sobre el borde del árbol. Había
un recién llegado: “George M. Bell Jr. 1942-2014”.
CADA DOS SEMANAS, LOS JUEVES David R. Maltz & Company, en Nueva
York, subasta más de 100 vehículos; los demás días, subasta de todo. Ya
vendió el Club Campestre de Woodcrest, Nueva York, cuatro máquinas de
una trituradora o 22 franquicias de KFC. Quiebras, embargos, herencias y
un flujo continuo de bienes enviados por el albacea de Queens.
Hubo una época en que los bienes de George Bell no podían distribuirse
hasta siete meses después de nombrado el albacea. Es el periodo que
especifican las leyes para que los acreedores ejerzan su opción.
Rooney creó los árboles materno y paterno, cada uno con docenas de
nombres. Encontró a cinco familiares vivos: dos primos maternos, uno
que vivía en Edina, Minnesotta, y otro en Henderson, Nevada. Ninguno
había estado en contacto con George Bell en décadas ni sabía a qué se
dedicaba.
Tres meses más tarde, el consejo del edificio se negó a aceptar la venta.
Apareció una pareja de mediana edad que vivía en la misma calle y se lo
vendieron por $215.000 dólares. Le cedieran su hogar a su hijo y se
mudarían, sobrescribiendo la vida de Bell, después de reformar el
apartamento.
George Bell, a la izquierda, en 1956. Bell era muy apegado a sus padres.
“Éramos una banda de alcohólicos”, dijo Westbrook. “Yo era bueno para la
bebida. Pero George me hacía pasar vergüenza. Era un buen tipo, una
especie de ermitaño. Mira que pasamos buenos ratos”.
A sus amigos les costaba trabajo descifrarle. Había cosas que no contaba a
nadie. Y no hacían preguntas.
Comenzó a salir con una mujer cuando ella tenía 19 y él 25. “Nos volvimos
muy cercanos”, dijo ella, “él me hacía sentir especial”.
Ella se casó con un hombre mayor que ella y se mudó al norte para
convertirse en la Sra. Flemm. En 2002, falleció su esposo.
Le decían Big George porque era un hombre fornido y corpulento, que pesaba unos 95 kg. Después, su
insaciable apetito lo llevaría a pesar casi 159.
Otra parte sería para Sarah Teta, una sobrina jubilada, que vivía en
Altamonte Springs, Florida y decidió guardarlo. “Siempre oyes historias
de gente que no conoces que se muere y hereda dinero. Nunca pensé que
me pasaría a mí”, dijo.
George Bell y un compañero de las mudanzas, Frank Murzi, en una fotografía sin fecha.
Higginbotham renunció al trabajo y se fue a vivir al norte en 1973.
Trabajó para el estado como científico medioambiental.
Ahora tiene 74 años, está jubilado y vive solo en Virginia. La última vez
que habló con George Bell fue hace años. Tenía un código que usaba para
dejar sonar el teléfono y colgar para que George le contestara la llamada.
Con el tiempo, Bell dejó de contestar. Le enviaba tarjetas, suplicándole
que le visitara, sin éxito. La última, meses antes de que Higginbotham se
enterara de que Bell había muerto.
“El dinero de Big George hará que mi vejez sea más llevadera”, dijo.
Le conmovió mucho que hubiera muerto solo, sin que nadie lo supiera. “Sí,
eso me pasará a mí”, dijo. “También estoy solo. Podría decir que sólo
hablo con unas cuatro o cinco personas”, agregó.
Sus últimos años, ya sin sus amigos de las mudanzas, la vida de George
Bell se vació. Los vecinos le saludaban en la calle y él les sonreía. Le
contaba historias a una vecina que vivía con sus padres. Hace poco, se
hizo policía. Ella fue quien supo que olía a muerte.
Fue cliente de un bar del vecindario llamado Budds Bar. Llegaba con su
sudadera azul recortada tan a menudo que le conocían como Bell el de la
sudadera.
Así era George Bell. Con el tiempo, floreció una amistad que se fortaleció a
lo largo de los años de vida que le quedaban a George Bell. Se encontraban
cada sábado en Bantry Bay. Pescaban. Pasaban el tiempo sin hacer gran
cosa y así un día se perdía en el siguiente.
“¿A dónde fuimos?”, dijo Bertone. “A ningún lado. Una vez nos sentamos
durante horas en el estacionamiento de Bed Bath & Beyond. ¿Y de qué
hablamos? De los problemas del mundo. Sólo eso, los dos resolvimos los
problemas del mundo”.
Hacía pocos años, George Bell había ido a parar al hospital por un
problema en el corazón y le pidió que le guardara un dinero. Le entregó
un sobre gordo. En su interior había 55.000 dólares.
Varios días después de la cremación de George Bell, el superintendente apiló una urna en el interior del área
de almacenamiento. Después clavó una paloma de metal, con las alas extendidas, sobre la puerta, que
identificaba al recién llegado.CreditJosh Haner/The New York Times
Sus días, predecibles y en un encierro del que sólo salía hasta la puerta
para recoger comida a domicilio.
La última vez que el Dude le vio fue una semana antes de que se
encontrara su cuerpo. Había una oferta de camarón congelado en el
supermercado. George Bell compró algo. Para esa cocina que no usaba.
El Dude pensó en eso. “No lo sé. Me gustaría poder darte una respuesta.
Pero no lo sé”, dijo.
En las televisiones que están encima de una barra repleta, una mujer
promocionaba un producto de limpieza. Bajo una luz tenue, Bertone vació
su vaso. “Sabes, lo extraño”, dijo, “me habría gustado ver a George una vez
más. Era mi amigo. Sólo una vez más”.
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A version of this article appears in print on Oct. 17, 2015, on Page A1 of the
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