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PASOLINI, SADE Y KANT: APUNTES HACIA UNA PROBLEMATIZACIÓN DE LA IMÁGEN EN

LOS SISTEMAS DE CONTROL CONTEMPORÁNEOS


Alfonso Abraham Vill Figueroa
Antes de ejecutar su perverso plan, cuatro hombres se reúnen para pactar las reglas con las que se
desatará su deseo, el cual, contradictoriamente, se asume incontenible. Hay una consciencia clara de la
maquinaria que organizan. El refinamiento de su auto contemplación hace que uno de ellos recite una
cita de Proust donde se afirma que, cuando su interés está en juego, la burguesía no duda en asesinar a
sus propios hijos. Lo horrible no es el contenido de la cita sino su evocación. No hay fatalismo. Ni
siquiera cinismo burlón. Asistimos a la presentación de un hecho indiscutible que no podemos
comprender, ni interpretar, ni rechazar: hay que verlo. El Presidente, el Duque, el Obispo y el
Magistrado se casan con las hijas de uno y otro para unir sus destinos. Después se encierran en una
villa italiana junto con ocho cómplices y cuatro viejas prostitutas para desatar sus placeres sobre el
cuerpo, la mente y las emociones de dieciséis jóvenes secuestrados. Salò o los 120 días de Sodoma es
más que una puesta en cámara de la obra del Divino Marqués, pues la hábil y honesta mirada de
Pasolini ahonda en varios temas y problemas que Sade desenterró del fondo de su desquicio: su
contemplación obsesa encarnó un signo de nuestro tiempo que todavía imprime sentido en la carne de
sus víctimas. Por eso Pasolini hace una recuperación que se asume indiscutible: Sade no ha muerto,
Sade no es la hez enferma de una época convulsa donde era necesario violentar los valores establecidos
para derrocar a la monarquía absoluta, Sade no es una metáfora de nada. Al contrario, Sade es el envés
de un tiempo inevitable, un tiempo que vuelve, extrañamente, a pesar de haber colapsado en su propia
claridad. Los horrores de Sade no son la faz oculta y reprimida de la humanidad razonable, sino su
ejemplificación más clara y distinta.
Hay una paradoja que se antoja insensata y, quizá, vana: la claridad es contradicción, pero es
una contradicción que aparece en un plano anterior a las oposiciones más superficiales. La mirada de
Pasolini habla desde ahí y propone distintos encabezados, títulos dantescos a episodios retorcidos que
desenvuelven una lógica simple cuya naturaleza es trivial y, por eso, terrible: “Círculo de las
Obsesiones”, “Círculo de la Mierda” y “Círculo de la Sangre”. Cada uno desemboca en el siguiente
hasta que todo acaba y se consuma el principio que da origen a la película, la cual se convierte en una
espiral sin fin. Esa completud es otra transformación de lo mismo, del mismo problema que yace en el
fondo de Sade, pero que se ofrece en una dimensión nueva: como imagen movimiento. ¿Qué es lo que
muestra? ¿Qué vemos? ¿Sombras, fantasmas, representaciones? La película acaba, la realidad

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comienza. Queda una pregunta: ¿qué hay de Sade en la imagen movimiento? ¿Por qué Sade,
acompañado por Pasolini, nos habla desde de imagen? Más allá de atender a la posibles consecuencias,
hay que preguntar por las suposiciones: ¿qué ha debido de pasar para que podamos ver a Sade? Este es
nuestro itinerario.

El círculo de la claridad.
En Filosofía en el tocador, Mme. de Saint-Ange explica a Eugenia, su pupila, los motivos por los
cuales las mujeres deben desobedecer las encorsetadas normas sociales y abrazar los deseos y los actos
que aquéllas consideran inmorales: “Desquitémonos, pues, en secreto por todas esas ataduras absurdas,
puesto que nuestros desórdenes en este terreno, cualesquiera que sean los excesos a que seamos
capaces de llevarlos, lejos de ultrajar la naturaleza representan un sincero homenaje que a ella
rendimos: ceder a los deseos que sólo ella ha puesto en nosotras sólo significa obedecer a sus leyes;
sólo cuando le oponemos resistencia le ultrajamos”.1 Las convenciones que fundan los lazos sociales
son fútiles en comparación con los designios de la naturaleza. Si el deber del individuo nace de algún
lugar, es de las leyes de la naturaleza. Sus obligación es escucharlas y ejecutarlas.
Aunque podría pensarse que la complejidad y la distancia que nos separa de ella dificulta su
seguimiento, el simple hecho de que somos parte de la naturaleza permite que ésta hable a través de
nosotros. Su lenguaje es el placer y el deseo que suscita. Por medio de él encarnamos, más allá de toda
ley humana, la agencia última que es el ser de la naturaleza: el goce de la mera actividad: “ […] el
asesinato no es una destrucción; quien lo comete se limita a variar las formas, puesto que devuelve a la
naturaleza los elementos que su diestra mano utiliza inmediatamente para recomponer otros seres; pues
bien: como las creaciones sólo pueden significar goces para quien a ellas se entrega, es evidente que el
asesino prepara tales goces a la naturaleza: le proporciona materiales que ésta utiliza al instante; de
modo que la acción que los tontos han tenido la locura de condenar se convierte en un mérito antes los
ojos de este agente universal”.2 Las personas son excusas para el goce activo de la naturaleza. El origen
del deseo no es personal, sino ajeno al individuo. Al sentirse encauzados hacia la acción que satisface
un placer, la naturaleza actúa en ellos. Puesto que todo impulso de la naturaleza es activo y somete a la
materia a un movimiento determinado y creador, hay una violencia necesaria que la materia padece a
manos de la naturaleza. Debido a que la naturaleza es inseparable de la materia, su actuar implica al

1 Marqués de Sade, Filosofía en el tocador, trad. R. Pochtar, Barcelona, Tusquets, 2009, p. 59.
2 Ibid., p. 78.

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mismo tiempo la creación de algo nuevo y la destrucción de algo viejo en su propio seno. Sólo la
actividad que asuma este principio es realmente vehículo del deseo.
Hay una desigualdad necesaria en la actividad entendida de esta manera. Si dos elementos de la
naturaleza tuvieran la misma capacidad para ejercer su fuerza sobre el otro, habría inmovilidad, pues,
su oposición, al ser equilibrada, impediría el sometimiento de uno al otro y, con ello, el ejercicio de la
actividad. Así, el goce de la naturaleza en su actuar sobre sí misma requiere de la desigualdad de poder.
Hay fuertes y hay débiles. Los primeros someten a los segundos y así efectúan el ser de la naturaleza.
¿Cuál es la clave que lleva del placer a la aceptación de la anarquía del poder como única ley
verdadera? La contradicción es simple: el placer no siempre es claro. A veces el placer se confunde con
el dolor: “Plugo a la naturaleza que sólo podamos llegar al placer a través de las penas”. 3 No pocas
veces la exaltación sensorial que dispone al placer es semejante a la que dispone al dolor. Lo que éstos
opuestos dejan entrever es una apertura a la afectación. Si el placer es una manifestación del goce de la
actividad, cuya ejecución conjuga a la vez una dimensión productiva y otra destructiva, siempre
aparece de la mano con el dolor. La repartición de uno y otro no necesariamente se distribuye entre el
ente que tiene un papel pasivo y el ente que tiene un papel activo, pues cuando aparece el goce se
borran los individuos. Lo único que hay es la realización del ser de la naturaleza. Dónde hay dolor, hay
destrucción. Donde hay destrucción, hay creación. Donde hay creación, hay placer. El ciclo se
consuma: el placer no es contrario al displacer, pues son cambios de tensión necesarios para el
despliegue eterno de la naturaleza. Se gana claridad, se pierde la personalidad. La elucidación que hace
Sade para eliminar la contradicción del placer y el displacer requiere afirmar una dimensión superior de
la que los individuos con sus deseos particulares son sólo una manifestación. La naturaleza extiende su
realidad, que es la de la fuerza. La pura exterioridad del combate, la sumisión y la conquista se impone
por sobre toda aspiración interior. Ya no hay secretos, ya no hay un lado privado del deseo: “ […] es
preciso que todo esté a la vista”.4
Adorno y Horkheimer ya habían denunciado esta articulación conceptual como una
mistificación cuyo fin era justificar contradicciones insalvables en el seno del sistema capitalista. El
poder había apelado a la naturaleza para justificar su injusto proceder. Si Sade comprendía el poder y su
agencia como la dimensión propia de la naturaleza, podía recurrir a cierta noción de vitalidad para
alimentar la finalidad del goce: el goce se perpetúa, se conserva como movimiento sólo gracias al

3 Ibid., p. 33.
4 Ibid., p. 34.

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ímpetu que alimenta en su camino de violencia. Su movimiento es cruel pero permite la vida. Si tuviera
demasiada piedad, se extinguiría. En cambio, Adorno y Horkheimer, al considerar que la apelación a la
naturaleza por parte del poder es contingente y sirve sólo a los intereses de éste, despoja a la dinámica
de la dominación de su finalidad vital, lo cual dibuja un panorama nihilista: la finalidad del poder es
nada. El poder es un movimiento abstracto y ajeno a la vida.
La claridad que se gana al colapsar las contradicciones del placer en un modelo donde impera la
ley -del goce o del deber- es el supuesto bajo el cual se alzan los grandes sistemas racionalistas que,
desde el siglo XVIII, articulan la tragedia de la humanidad. Aparece entonces el parentesco entre Kant
y Sade: “La peculiar estructura arquitectónica del sistema kantiano preanuncia, como las pirámides
gimnásticas de las orgías de Sade y la jerarquía de principios de las primeras logias burguesas -cuyo
cínico reflejo es el riguroso reglamento de la sociedad libertina de Las 120 jornadas-, la organización
de toda la vida vaciada de cualquier fin objetivo”.5 Al igual que Sade, Kant no sabe qué hacer con las
contradicciones del placer. La ley moral que a él le preocupa no tiene nada que hacer con el placer o el
displacer: cada quien encuentra placer o dolor en cosas distintas. No hay universalidad del placer. La
ley que debemos seguir debe, entonces, olvidarse del placer. El principio de universalización de la
máxima como criterio moral es una fórmula para dar claridad al ámbito del deseo móvil del individuo.
La finalidad que guíe sus acciones debe ser siempre pública, pues se acomoda a un sistema de
voluntades donde impera la abstracción que cada individuo es en tanto ser racional. La razón como
ámbito público desplaza al placer y el deseo a la mera contingencia.
Kant y Sade detestan la interioridad. Sus sistemas son un intento de despojar a la acción humana
del registro interior donde se alimenta la contradicción del placer. Cuando se busca algún tipo de
uniformidad del deseo que desenrede las contradicciones del placer, aparece necesariamente un sistema
abstracto donde lo objetivo, lo exterior, lo real se disocia por completo de la manifestación viva y
contradictoria del deseo. La claridad conquistada se resuelve arrojando el deseo al cajón del
irracionalismo, pero al hacerlo, la ley devela su irracionalismo constitutivo: “El irracionalismo limita,
es verdad, a la fría razón en favor de la vida inmediata, pero hace de esta un principio meramente hostil
al pensamiento. Bajo el pretexto de esta hostilidad, el sentimiento, y en definitiva toda expresión
humana, la cultura en cuanto tal, son exonerados de responsabilidad ante el pensamiento, pero con ello
se transforman en elementos neutralizados de la ratio omnicomprensiva del sistema económico que

5 Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la ilustración, trad. J. J. Sánchez, Madrid, Trotta, 2016, p. 133.

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desde hace tiempo se ha hecho irracional”.6 La incapacidad de los sistemas ilustrados de dar cuenta de
las contradicciones del deseo los hizo renunciar a un intento sustantivo de pensar tales contradicciones.
Ni Kant ni Sade escarban en las paradojas del deseo. Prefieren ignorar lo que éstas dicen
escondiéndolas bajo el tapiz de la interioridad irracional y contingente a la que el pensamiento,
comprometido con la claridad exterior pura, no puede llegar.
La propiedad y la realidad esencial del placer se pierden bajo el velo de la alienación. Puesto
que lo real del sujeto se lleva a cabo en la exterioridad donde actúa una ley ajena a él en tanto individuo
particular con interioridad propia, ya sea la racionalidad o el goce, el placer y el deseo que lo busca
aparecen siempre con una sonrisa evanescente de irrealidad. El deseo es alienación. Pero esta
alienación, ¿no implica a su vez una forma de exterioridad? Lacan lo supo ver muy bien cuando
escribió: “Al que no podemos introducir aquí [el objeto del deseo] sino recordando lo que enseñamos
sobre el deseo, que ha de formularse como deseo de Otro, por ser desde su origen deseo de su deseo.
Lo cual hace concebible el acuerdo de los deseos, pero no sin peligro. Por la razón de que ordenándose
en una cadena que se parece a la procesión de los ciegos de Breughel, cada uno tiene sin duda la mano
en la mano del que le precede, pero ninguno sabe a donde van todos juntos”.7 El deseo es mezquino,
nace en un individuo y se dirige a otro individuo indiferenciado. No se preocupa por la totalidad ni por
el sentido general de la misma. Se satisface en la inmediatez más próxima y trivial. Esto es una
consecuencia natural de relegar el deseo a la interioridad opuesta al exterior abstracto y real. La
oportunidad de ser alguien, de individualizarse realmente, consiste en actuar conforme a la ley. Aunque
la ley sea ajena a la vida particular, hay que obedecerla para actuar realmente en el mundo. Lo
impropio se relega entonces a lo interior, que adquiere el matiz de la más evidente debilidad. Es débil
aquel que se preocupa por satisfacer sus deseos antes que abrazar el goce o la razón, pues no alcanza a
contemplar la visión total de la realidad y se queda únicamente con lo que tiene frente a su nariz. Esto
implica que el individuo pierde la oportunidad de ser alguien y prefiere ser cualquiera. Su
individualidad es un cúmulo de contingencias que bien le pudo suceder a alguien más. Su interioridad
se articula entonces como otra exterioridad, pero una donde no hay entes cuyo exceso de poder sirve
para poner las cosas en movimiento. Esta exterioridad es puro azar e igualdad. Hay una dinámica, sí,
pero es una dinámica que nada significa porque los elementos móviles son iguales uno con respecto al
otro. Así como puedo preferir el sabor dulce puedo preferir el sabor amargo y no hay ninguna

6 Ibid., p. 136.
7 Jacques Lacan, “Kant con Sade” en su libro Escritos II, trad. T. Segovia, México, Siglo XXI, 1983, p. 356.

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diferencia. No hay lucha, no hay actividad, no hay afirmación abstracta de un sistema exterior y claro
donde la fuerza determine el ser de las cosas. Esta exterioridad débil está destinada a ser sometida por
la exterioridad fuerte, pensante y que goza.
La interioridad existe sólo para ser dominada. El deseo y el placer que lo suscita son
adecuadamente denominados por Lacan “patológicos” a ojos de Kant y Sade. Al someter a la realidad
débil, la exterioridad de la ley se afirma a sí misma. ¿Cuál es su realidad última? El libre ejercicio del
poder que pone en movimiento lo real. En otras palabras, la exterioridad de la ley domina la
interioridad con el único propósito de justificar la dominación misma como fondo último de lo real. La
interioridad desaparece. No hay espacio para la interioridad singular en un mundo donde impera la ley.
La claridad triunfa gracias a sus leyes pero sólo si paga el costo de voltear la mirada lejos de la
interioridad. Ahí quedan contradicciones. La claridad puede verse a sí misma. Puede deshacer su
interioridad con la mirada sádica de quien, fascinado consigo mismo, no duda en abrirse el vientre para
contemplar sus entrañas.

El círculo de la imagen.
¿Qué hacemos con la interioridad? ¿Hay alguna manera de arrebatarla de las fauces de la claridad
donde, desgarrada, deviene exterioridad dispuesta para ser sometida? Hay que comenzar por señalar
una cualidad indisputable de los sistemas de Kant y Sade. En ambos casos, se refiere la existencia de un
centro -la racionalidad o el goce- a partir del cual se extiende la claridad en forma de discurso. A pesar
de que se presenta una realidad última que encauza la acción humana, que vale universalmente y es
ajena a todo tipo de particularidad individual, es necesario articular un discurso para acceder a ella. La
primer tarea que acomete tal discurso es afirmar sus propios límites, postular sus propias leyes ante
aquello que le es ajeno. Es en tal sentido que la filosofía de Kant es precedida por una crítica de la
misma. En el caso de Sade, es necesaria una pedagogía. Tal es el papel que asume Mme. Saint-Ange y
Dolmancé con Eugenia en Filosofía en el tocador.
En el caso de Kant, la razón ejerce un papel trascendental que nunca es definido en términos
completamente claros. ¿Dónde está la razón? Si no es trascendente, pues ella misma es capaz de pensar
sus posibilidades reales, ¿desde dónde puede contemplarse a sí misma como si estuviera frente a un
espejo y fuera capaz de señalar sus defectos? Sade, debido a que considera que lo viviente es materia
en movimiento, cuyo primer impulso remite a más materia en movimiento, presenta una realidad
mucho más delimitada. Mientras que Kant debe apelar a ciertas categorías auto evidentes que, sin

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embrago, él debe articular bajo el concepto de lar razón trascendental para que tengan sentido, Sade se
remite a una realidad fáctica. La aventura conceptual de Kant tiene ciertos matices especulativos, pues
supone que es necesario presentar un discurso para que la realidad del mismo se haga presente en quien
lo escucha. Así pues, aunque se pretenda cierto desarrollo lógico del sistema, tal sistema no aparece
espontáneamente, se requiere su consumación bajo la forma del discurso y las leyes que lo guían. Su
universalidad y su necesidad están ligadas a su condición de discurso demostrable, derivable. Sade, al
mantener todo dentro de los limites de la materia, hace del discurso mismo un acto. Nace como parte
del movimiento que pone a trabajar a la materia y la hace efectuar el plan de la naturaleza. En Salò, los
secuestrados y los libertinos se reúnen en un salón donde las cuatro prostitutas cuentan historias y
refieren episodios sexuales con el fin de excitar la imaginación de los participantes. En Filosofía en el
tocador las diatribas de Dolmancé contra las normas morales no pocas veces excitan el deseo sexual de
los asistentes. El discurso activa su realización y se inserta en la realidad que él mismo convoca. La
presentación del discurso se deshace de todo matiz especulativo. No hay una completa disociación
entre las palabras y aquello a lo que éstas se refieren, pues pronunciarlas es poner en juego su propio
motivo.
Esta cualidad hace que el sistema de Sade, aunque sea igual de despótico que el de Kant, resulte
más aterrador. Su claridad es una claridad de hechos, no de conceptos. Mientras que no es tan difícil
señalar varias inconsistencias o flaquezas lógicas en el sistema kantiano y, con ello, apuntar hacia una
crítica o reformulación o abandono del mismo, Sade no admite refutaciones, cuando dice lo que tiene
que decir ya es demasiado tarde. Su lógica es, desde la enunciación misma del discurso, una lógica de
la acción, no de los conceptos o las ideas. El registro por excelencia de la conjugación de pensamiento
y acción en Sade es la imaginación. En ella, Sade libera los impulsos intrínsecos del goce que la
debilidad humana olvida. Esta liberación excita, moviliza y tensa. Ya está en juego lo fundamental.
¿Cuál es la cualidad de la imaginación que la hace capaz de mezclar discurso y acto tan
eficazmente? Ella remite ya a la materia en movimiento. La imaginación presenta imágenes visuales,
auditivas, incluso táctiles, que son ya materia en movimiento. La materialidad del mundo es
inseparable de sus representaciones, pues éstas son formuladas por seres materiales movidos por
intereses materiales. La imaginación somete las formas de la memoria y la ensoñación a la ordenación
de imágenes lascivas. La palabra, aunque limitada para presentar lo visual, a diferencia de otros
medios, se vale de las descripciones más precisas para evocar posiciones sexuales. Sade entiende que la
imagen es el más poderoso vehículo del deseo porque ella misma tiene una dimensión material

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indiscutible que el concepto pierde. No es casual que varias de las primeras ediciones de sus obras
fueran acompañadas por ilustraciones explícitas de algunas de sus escenas.
De la misma manera como el discurso actúa, las acciones son discurso. Una mera exposición de
las ideas de Dolmancé hubiera sido insuficiente para que Eugenia las comprendiera en toda su
dimensión. Era necesario que llevara a cabo todos los actos propuestos por sus preceptores para que
asimilara la realidad del discurso con el que ellos la instruían. Así, para Sade, la acción es tan vital para
la comprensión del significado de un discurso como las palabras mismas.
El salto hacia el cine no es complicado. Mucho se ha discutido sobre qué es aquello que está en
la imagen del cine. Las ideas de Pasolini al respecto son muy esclarecedoras al respecto y su
compatibilidad con las ideas de Sade abre un umbral desde donde se puede esclarecer el papel de la
interioridad. Según Pasolini, nunca vamos a comprender cuál es la naturaleza de la imagen si
disociamos ésta de la realidad que captura. Así, una definición de la naturaleza de la imagen debe ir
acompañada de la respectiva caracterización de la realidad que refleja. La realidad fundamental de la
que se nutre el cine no es otra cosa que la acción, el cual, además, se articula como lenguaje: “El primer
lenguaje de los hombres, me parece entonces su accionar. […] Viviendo, pues, nos representamos, y
asistimos a la representación de los demás. La realidad del mundo humano no es sino esta
representación doble, en la cual somos actores y a la vez espectadores: un gigantesco happening, si se
quiere”.8 Al actuar efectuamos un discurso y en el discurso la representación es acto. Esta imbricación
despliega una pragmática donde la unidad última es aquello que se lleva a cabo. No importan tanto los
significados de las palabras sino los actos que ellas cargan. El cine como imagen es la escritura de la
realidad pragmática que contiene, indistintos, actos y significados: “Del gran poema de la acción de
Lenin, a la pequeña página de prosa de acción de un empleado de la Fiat o de un ministerio, la vida se
está alejando indudablemente de los clásicos ideales humanistas y se está perdiendo en el pragma. El
cinematógrafo (con las otras técnicas audiovisivas) parece ser la lengua escrita de este pragma. Pero
es quizá también su salvación, justamente porque lo expresa -y lo expresa desde su misma interioridad:
produciéndose desde él y reproduciéndolo”.9 Los medios particulares con los que cuenta el cine para
expresar la pragmática autorreferente de las imágenes abren un espacio para pensarlas fuera de ellas
mismas. Este espacio es interior porque nunca queda del todo claro. Pues así como no hay un código
último que descifre el lenguaje pragmático de lo real, tampoco hay un código audiovisual que ordene

8 Pier Paolo Pasolini, Cinema, trad. M. B. García, México, UNAM, 2006, p. 49.
9 Ibid., p. 50.

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absolutamente las imágenes capturadas de lo real. Los medios de reproducción audiovisual relativizan
las imágenes al instaurar un código propio, que es un acercamiento desde la interioridad hacia lo real
pragmático.
Pasolini es muy consciente del poder de las imágenes pero también se percató de que los
medios tecnológicos que tenemos para reproducirlas deben ser manejados adecuadamente para que no
se subsuman al poder significante de la realidad. En ello consistió su defensa del cine de poesía frente
al cine de prosa. Mientras que éste oculta el medio propiamente cinematográfico para abrazar los
significados dados en la pragmática de la realidad, aquél articula una sintaxis particular, interior a las
propias capacidades expresivas de los medios reproductivos de las imágenes en movimiento, para
relativizar los significados de la realidad y pensarlos en su expresión audiovisual.
La adaptación que hizo Pasolini de Saló es un intento de pensar a Sade en su nueva realidad. El
alzamiento del fascismo en Europa y los horrores que ello trajo consigo durante la Segunda Guerra
Mundial se alimentaron de discursos encendidos que reproducían en sí mismos la efectuación de sus
ideas ignominiosas. Los nuevos medios audiovisuales, la radio y el cine, desempeñaron un papel
propagandístico fundamental para propagar la popularidad del fascismo. Al presentar a la República de
Salò, Estado títere de los nazis en la Italia de Mussolini, como la encarnación del libertinaje sádico,
Pasolini constata que la sombra de Sade no ha desaparecido: el poder auto afirmativo de las imágenes,
que replica la pragmática de lo real y se presenta como único sentido de lo real -la imagen de este tipo
aspira a la directa asimilación del significado que contiene: es completamente clara- requiere pensarse
en un ámbito propio de interioridad, la cual no puede estar desligada de los medios tecnológicos que
articulan la presentación audiovisual. Esta interioridad no es, en realidad, tan diferente de la que se abre
en el poema. Pero, mientras que las palabras del poema se desligan de los significados habitualmente
atribuidos a ellas, las imágenes expresivas de lo audiovisual cuestionan directamente la realidad que
contienen. Su dimensión es más concreta y menos extensiva que la de la palabra, pero más específica y
más profunda.
Pero, ¿por qué es tan urgente pensar la imagen? La interioridad arrasada por la claridad exterior
de Kant y Sade se resolvía en una traducción de lo interior a una exterioridad débil, lista para ser
sometida. Las imágenes de Sade despojan al discurso de su capacidad crítica, pues el discurso ya es
efectuación de una realidad que lo organiza. No hay espacio dentro del discurso para que la interioridad
se rebele a las leyes crueles de la violencia. Hay que suspender las imágenes, hay que darles una
materialidad propia que las haga pensables en canales distintos al discurso con las que se correlaciona

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inmediatamente. El cinematógrafo, al reproducir la imagen de lo real, le da una nueva materialidad a la
imagen y permite pensarla, pero sólo en términos expresivos y concretos, los cuales, además, están
necesariamente ligados a medios tecnológicos mucho más técnicos que el lenguaje de la palabra. ¿Qué
nos dice todo esto? Que la imagen organiza una vida interior muy distinta a la vida interior con la que
se ensañaron Kant y Sade. Esta vida interior no puede articular un discurso, pero puede expresarse. No
puede valerse de la palabra para evocar su interioridad particular, pues debe acudir a medios
tecnológicos que lo hagan por ella. La realidad interior de la imagen es un estadio que articula muy
adecuadamente el paso entre sistemas de control fundamentados en la claridad y en la totalidad, como
el de Kant y Sade, con la nueva realidad del capitalismo.

El círculo de la libertad.
Byung-Chul Han no escatima profecías fatales para el nuevo milenio. La vida interior ha vuelto y
ahora, en vez de ser negada por la realidad pragmática del capitalismo, ha sido asimilada por ella y la
ha convertido en el frente de batalla de sus principales disputas. La libertad interior se ha sacrificado a
dispositivos de control que la hacen inmolarse voluntariamente: “La sociedad de control digital hace un
uso intensivo de la libertad. Es posible solo gracias a que, de forma voluntaria, tienen lugar una
iluminación y un desnudamiento propios”. 10
Parece que nos enfrentamos a una inversión de términos.
Mientras que en los sistemas ilustrados clásicos la exterioridad devoraba a la interioridad, aquí la
interioridad asume la transparencia de lo exterior sin aceptar la exterioridad como tal, pues rechaza la
ley ajena a sí mismo. La ley se la asume interiormente. En esta nueva versión de los sistemas de
control, la eficiencia se ha optimizado, al igual que el poder de la vigilancia.
Las constantes referencias que hace Han a las tecnologías digitales dejan claro que éstas
desempeñan un papel fundamental en el capitalismo contemporáneo. Sin embargo, no es demasiado
específico al respecto. No hay que pensar demasiado para llegar a artefacto que articula buena parte de
las tecnologías digitales hoy en día: la pantalla. Es la pantalla de la televisión, del cine, de las
computadoras y de los teléfonos celulares lo que ha extendido el uso de las redes sociales y otras
tecnologías digitales que hoy cifran nuestras vidas. La preponderancia de lo audiovisual sobre la
palabra es clara. La dimensión audiovisual, aunque ahora excede por mucho el registro fotográfico,
tiene en éste su punto de partida. Su eficiencia, sin embargo, se puede rastrear hasta Sade.

10 Byung-Chul Han, Psicopolítica, trad. A. Bergès, Barcelona, Herder, 2014, p. 13.

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