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Índice

A modo de prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

PRIMERA PARTE

Introducción. Una tauromaquia sin imágenes . . . . . . . . . 21

1. El mito de los orígenes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47


Despejando el terreno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 50
El salto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 66
El quiebro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
El cuerpo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79
Síntesis: una memoria incorporada . . . . . . . . . . . . . . . 92

2. Kairós: la tauromaquia como apología del tiempo


oportuno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105
Un arte de la ocasión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106
Un arte efímero para ralentizar el tiempo . . . . . . . . . . 121

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El arte de «los espíritus prontos» . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
El vestido de torear o las luces de la inteligencia . . . . . . 143
Torear no es trabajar: la tauromaquia como antivalor . . . 159

Interludio. En torno a la inevitable presencia de la


muerte. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 167
«El público es la muerte»: de la danza considerada como
una tauromaquia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171
El público de toros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 184
Presentimiento de Manolete . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 202

SEGUNDA PARTE

3. Tauromaquia y experiencia: sentir el toreo . . . . . . . 209


Entre la serenidad y el trance . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 211
Ser y parecer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219
Significación torera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 230
«Lo que cuenta es la intención» . . . . . . . . . . . . . . . . . 236

4. El gesto justo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 243


Ahí queda eso. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245
El desplante o el arte de la displicencia . . . . . . . . . . . . 251
El toreo no es un deporte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 262
La tauromaquia como arte del cuerpo . . . . . . . . . . . . . 268

Epílogo. Nîmes, 16 de septiembre de 2012 o la tauromaquia


del futuro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 289

Bibliografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 303

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He de insistir, sin ánimo de molestar a nadie, sobre el hecho de que sea
precisamente lo nuestro aquello que se nos aparece como más misterioso e
incomprensible.

Antonio Machado, Juan de Mairena

Y cuánto tarda el alado torero en sentir que le nacen o le podrían nacer


las alas de otro modo.
Pues que ello ha de ser la más clara razón del toreo; quedan las oscu-
ras, claro.

María Zambrano, España, sueño y verdad

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A modo de prólogo

La tauromaquia como excepción cultural

A raíz de la conmoción provocada por el torero José Tomás entre


diversos medios de la opinión pública en su esperado regreso a la
plaza de toros de Las Ventas, el escritor y académico de la Lengua
Antonio Muñoz Molina escribió, dentro de la más pura tradición
anti-taurina, un artículo que llevaba por título «Arte de matar» (Ba-
belia-El País 14/06/08). Allí, entre otras cosas, podíamos leer: «Men-
tes selectas han decidido que las corridas de toros son alta cultura:
no debemos extrañarnos que fuera de nuestro país mucha gente siga
pensando que toda nuestra cultura son las corridas de toros. Si yo
fuera pintor español, incluso si fuera pintor español aficionado a los
toros, me causaría cierta desolación que el único artista español dig-
no de la atención del crítico estrella del New York Times sea el tore-
ro José Tomás». A lo que se podría añadir: por algo será. Quizá haya
llegado el momento de tratar sin complejos a la tauromaquia como
lo que es, es decir, como arte contemporáneo.
Evidentemente, no constituyen las corridas de toros «toda

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nuestra cultura», pero resulta innegable que son una parte sustancial
de la misma, mal que les pese a algunos. Para entender un poco me-
jor nuestro rico patrimonio —eso que Antonio Machado denomi-
naba lo nuestro—, deberíamos al menos intentar comprender los
motivos que han podido llevar a numerosos artistas y creadores tan-
to españoles (desde Picasso a Israel Galván, por poner sólo dos
ejemplos paradigmáticos), como no españoles (desde André Masson
a João Cabral de Melo Neto), a ver en las manifestaciones más típi-
cas y tópicas de lo que se entiende genéricamente como lo español,
materia de reflexión estética y origen de creación poética más allá
de los posibles prejuicios adquiridos de antemano. Prejuicios que
estarían directamente relacionados con esa otra visión sesgada e in-
teresada que quiere ver en los toros y en el flamenco la principal
causa de todos los males del tan llevado y traído «atraso cultural» de
España respecto a los grandes centros de poder, donde se reparten
los trozos más grandes del pastel que supone el negocio cultural a
nivel internacional.
Al igual que el mundo árabe, nuestra Península Ibérica quedó al
margen de los procesos políticos y culturales que propiciaron en su
momento la emergencia de la modernidad en los países occidentales,
algo que explicaría en parte los actuales problemas de representa-
ción en lo que se refiere a una identidad cultural española contem-
poránea. A juicio del artista y agitador cultural Pedro G. Romero, la
tauromaquia ha sido uno de los fenómenos socio-culturales que se
ha visto más condicionado por este proceso de amputación históri-
ca. En su momento, el franquismo hizo de la excepción española un
asunto candente, tan inevitable como doloroso. Durante la dictadu-
ra era imposible pensar en algo que no tuviese el adjetivo (por pre-
sencia o ausencia, por exceso o por defecto) de «lo español». Por eso
la transición tuvo una fuerte vocación europeísta. Pero la exacerba-
ción de ciertos nacionalismos periféricos, así como la reemergencia

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reciente de una derecha política y cultural nostálgica de algunos
símbolos y rituales de la españolidad más rancia, han obligado a re-
plantear muchas cuestiones desde la vieja óptica de la nación. La-
mentablemente, para ello ha sido necesario desempolvar el viejo
gabán conceptual de la tragedia irresuelta de las dos Españas, de la
excepción continental, y otros asuntos relativos a nuestra supuesta
idiosincrasia cultural de la cual, en caso de que tal cosa existiera, la
tauromaquia formaría parte no sólo sustancial, sino también indele-
ble. Ningún pueblo debería borrar su pasado cultural.
Lejos de la visión más desprejuiciada que de la fiesta puedan
tener, por ejemplo, en Francia, en España, por el contrario, seguimos
arrastrando un pesado lastre que no acabamos de soltar del todo. Se
trata de un impedimento que sobrevuela —pájaro de mal agüero—
sobre cualquier iniciativa que se plantea en nuestro país en relación
a la defensa, difusión o promoción de la fiesta de los toros. Este obs-
táculo parece estar inscrito en nuestro ADN patrio; a saber, lo que
el crítico taurino Zabala de la Serna ha denominado «la pacata y
falaz ecuación de toros y franquismo o toros y españolismo, la politi-
zación, o sea, de la progresía iletrada y los provincianismos ágrafos».1
¿Hasta cuándo tendremos que soportar esta engañosa y malinten-
cionada equiparación? ¿Por qué en España nos sigue resultando tan
difícil separar y diferenciar los mezquinos discursos partidistas de un
asunto principalmente artístico como es por definición la tauroma-
quia?
En el país por excelencia de las corridas de toros seguimos
inmersos en viejas polémicas estériles mientras al otro lado de los
Pirineos se toman el asunto realmente en serio y defienden aquello
en lo que creen con pasión, conocimiento y argumentos funda-

1. Cfr. el artículo de Vicente Zabala de la Serna «Francia y la envidia insa-


na», en El Mundo (24/04/2011).

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mentados. Desafortunadamente, aquí, en nuestra piel de toro, cada
uno parece hacer la guerra por su cuenta, defendiendo intereses
económicos particulares (muy legítimos, por otra parte), sin tener
en cuenta el alcance global que la fiesta de los toros tiene como
excepción cultural de primer orden. En la actualidad es fundamen-
tal tener altura de miras. Lo que nos estamos jugando es, en defini-
tiva, seguir manteniendo viva esta excepción que, nos guste más o
nos guste menos, nos define y nos distingue como pueblo.
Altura de miras tuvo en su día Pablo Picasso, que siempre se
negó en rotundo a que la fiesta de los toros fuera «secuestrada» ideo-
lógicamente. La profesora Annie Maïllis (doctora del Institut de
Esthétique et des Sciences de l’Art de la Universidad de París, ex-
perta y profunda conocedora de la obra de Picasso y, en particular,
de su faceta taurina) ha tratado de explicar la razón por la que el
pintor malagueño, en un momento determinado de su vida, decidió
mantener una actitud devota y pasional ante la fiesta de los toros en
el sur de Francia, donde el artista mantenía su residencia habitual.
Mirando de nuevo hacia España, es preciso recordar La corrida de la
Victoria (dirigida por Rafael Gil en 1939), aquella primera película
de toros que se rodó después de la Guerra Civil a partir de la fun-
ción con que el gobierno de Franco celebró en la plaza de Madrid
su victoria sobre la República. Basta con volver a ver de nuevo esta
película para comprender hasta qué punto el dictador, desde un pri-
mer momento, le dio una importancia política preferente a la fiesta
de los toros. A pesar de los intentos de Picasso, parece que la fiesta,
en efecto, acabó de alguna manera siendo secuestrada ideológica-
mente.
Sin lugar a dudas, Franco —como un siglo antes había hecho
José Bonaparte, el rey intruso impuesto desde Francia— utilizó a su
favor la pasión que sentían los españoles por las corridas de toros.
¿Debemos acaso seguir arrastrando este pesado lastre que identifica

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la fiesta con el franquismo? Maïllis ha señalado en repetidas ocasio-
nes el interés con que Picasso no sólo pintaba sus célebres tauroma-
quias, sino que también defendía en Francia las corridas de toros a
las que acudía con frecuencia. El propio pintor malagueño no se
cansaba de repetir, cada vez que tenía ocasión de manifestarse en
público, que su participación y la de sus amigos (Cocteau, Leiris,
Castel…) en los toros era, además de un placer, un acto de militan-
cia frente al intento del dictador de secuestrar en su favor y benefi-
cio político la fiesta de toros, ese antiguo rito-espectáculo de pro-
fundo calado popular que era —y sigue siendo— patrimonio
inalienable de todos los franceses, portugueses, colombianos, ecuato-
rianos, mexicanos, peruanos y, por supuesto, de todos los españoles.

La tauromaquia como poética del gesto

El gesto justo es un trabajo con vocación de aproximarse a un tema


tan intangible como central. El asunto en cuestión desborda el ám-
bito específico de la estética taurina para intentar dar respuesta a una
serie de preguntas pertinentes sobre el gesto en el toreo: ¿De qué
modo la tauromaquia y sus imágenes fabrican los gestos de una
época determinada? ¿A través de qué procedimientos? ¿Qué clase
de gestos produce? ¿Cómo se trabaja en esta disciplina artística del
cuerpo que es la tauromaquia en relación a la historia y a la tradi-
ción de los gestos clásicos en otro tipo de artes?
En el espacio suspendido del gesto silencioso asistimos de
pronto a una emergencia temporal que enlaza mito, historia, me-
moria y emoción; lo sagrado y lo profano; lo visible y lo invisible.
Esta naturaleza mistérica, intermediaria, del gesto, observable quizás
en sus mejores manifestaciones artísticas, es el asunto del presente
ensayo. Se trata de sopesar y analizar la particular naturaleza tempo-

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ral del gesto, su articulación compleja entre regímenes de visibilidad
y regímenes temporales. En el gesto emerge algo que permanece,
una supervivencia, una latencia escondida que buscamos desde el
presente.
La historia de la tauromaquia se puede rastrear como una serie
en red de gestos entrelazados. Como algunas luchas orientales, se
trata de un arte del cuerpo cuyos secretos se transmiten directamen-
te de maestro a discípulo. En nuestra mano está la posibilidad de ver
qué gestos, cómo se trenzan y qué hilos determinan el dibujo gene-
ral, el mapa del toreo entendido como disciplina artística. He ahí
nuestra propuesta: ver la tauromaquia del siglo xxi —y la historia
que lo determina y constituye sus raíces—, desde las poéticas del
gesto.
En definitiva, la tauromaquia es un medio privilegiado para la
preservación del lenguaje del cuerpo, pero también supone un mé-
todo de influencia en el comportamiento de los espectadores. A tra-
vés de un recorrido por la historia del toreo desde mediados del
siglo xix hasta la actualidad, cabría realizar un estudio de los gestos
ínfimos e insignificantes para ayudar a reconstruir una serie de có-
digos culturales específicos del ámbito taurino. Los ejemplos son
extensos y variados: el arte de torear va introduciendo gradualmen-
te un nuevo modo de caminar; los modos de saludar y despedirse;
incluso la voz como modelo de carácter; etc. La tradición de los
gestos retóricos en tauromaquia se actualiza constantemente en los
ruedos gracias a una amplia galería de nuevos héroes populares, los
toreros. Este código gestual se transfiere desde la esfera pública a la
personal, estructurando así el espacio íntimo como espacio público.
La supervivencia de estos gestos en la sociedad actual ha dado pie a
una interesante polémica que abordamos con detenimiento al inicio
del capítulo IV, que es el que da título al presente trabajo.
En el ámbito de las artes plásticas, la interpretación de la obra

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pictórica puede y debe hacerse a partir de la gestualidad. Es preciso
poner provisionalmente entre paréntesis la habitual consideración
de los estilos en beneficio del examen de las formas estudiándolas
como lugares específicos de paso, tránsito del significante al signifi-
cado. Según André Chastel, «En otro tiempo se sabía. En la repre-
sentación de la figura humana, el gesto expresivo es el portador
privilegiado de la carga psicológica, o, más exactamente, es el gran
responsable de la capacidad afectiva de la composición».2 En el gesto
del matador de toros podemos ver reflejados ciertos síntomas que
nos dan las claves para cartografiar estos lugares de paso. El cuerpo
del diestro frente al toro viene a ser el significante donde debemos
intentar leer un significado oculto.
Proponemos, por tanto, una apología necesaria del torero en-
tendido como síntesis entre las tres dimensiones del arte: las artes
teoréticas, las artes prácticas y las artes poéticas. Se trata de la figura
del matador de toros como alguien que, en su arriesgada práctica,
pone a prueba la representación del cuerpo y se alza así en sujeto. Si
bien el gesto del diestro es primordial en tauromaquia, cabe pregun-
tarse hasta qué punto puede también un torero convertirse en in-
ventor, o mejor, en descubridor de sus propios actos. La tauroma-
quia equivale así a un conjunto de experiencias del aparecer: parecer,
desaparecer, presentar, dejar huella, afirmar, insistir, borrar, cristalizar,
difundir… La interpretación del gesto en tauromaquia no cesa de
proponernos distintos modos de manifestación del ser en el plano
de la imagen y sus múltiples lecturas.

2. André Chastel, El gesto en el arte, Siruela, Madrid, 2004, p. 18.

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