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AL MARGEN

Revista trimestral
AL MARGEN
SEPTIEMBRE 2007

Ramiro Montoya
Adolescencia de un memorioso y crónicas
de una generación ....................................................................... 6
Eduardo Gómez
Zuleta: el amigo y el maestro .......................................................... 54
José Zuleta Ortiz
Mi padre Mi abuelo
–Mi padre (semblanza de Estanislao Zuleta) ................................. 67
–De mi abuelo (artículos de Estanislao Zuleta Ferrer) .................... 83
–La sonrisa trocada (relato) ......................................................... 97


Boris Salazar
Zuleta y la saudade - Una biografía literaria ................................ 104
F. R. Monteche
Estanislao Zuleta destilado en agua del Corán .............................. 112


El ‘uno’ –Inédito de Estanislao Zuleta sobre
un tema de Heidegger .................................................... 122

DIBUJANTES : Niels de Hoog (pp. 102 y 103), Titus Neyens (resto


de dibujos más portada).
colaboradores

R AMIRO MONTOYA : Colombiano residente BORIS SALAZAR: Escritor, profesor del Depar-
en España. Autor del Diccionario del es- tamento de Economía de la U. del Valle, en
pañol actual en Colombia, Madrid 2005 y donde se graduó como economista. Obtuvo
Bogotá 2006, y de Recuentos y Relatos, de un máster de la New School de Nueva York
próxima aparición. Ensayos de su autoría y realizó estudios de doctorado en la misma
han aparecido en varios números de Al universidad. Ha publicado dos novelas, La
Margen. Su cuento “El amor no tiene otra selva (1991) y El tiempo de las sombras
precio” fue publicado en Al Margen No. (1996), un libro de cuentos, Caravana
11. rmontoya66@telefonica.net (1992), y, con María del Pilar Castillo, un
libro de ensayos teóricos sobre el conflicto
EDUARDO GÓMEZ : Autor de siete libros de colombiano, La hora de los dinosaurios.
poesía y tres de ensayos. Estudió Literatura Conflicto y depredación en Colombia (2001).
y Dramaturgia en la extinguida RDA. Fue En 1996 ganó la V Bienal Nacional de
asistente de dirección en el teatro Berliner Novela José Eustasio Rivera, con El tiempo
Ensemble (fundado por Brecht). Dirigió de las sombras, 1996. Ganó asimismo, con
las publicaciones de Colcultura. Ha sido María del Pilar Castillo y Federico Pinzón,
profesor de literatura europea en la U. el ‘Premio Ascún y El Espectador’ al mejor
de Los Andes. Fue director de la revista trabajo de investigación sobre desplazamien-
Texto y Contexto de la U. de Los Andes. to forzado en Colombia, 2007. Dirige la
Actualmente dirige el programa radial revista Posiciones, publicación institucional
“La poesía en el tiempo”, de la U. Tadeo de la Universidad del Valle.
Lozano. egomez@uniandes.edu.co
F . R . MONTECHE : Comentarista biblio-
JOSÉ ZULETA ORTIZ : Fue director de La gráfico, véase su colaboración en el No.
Fundación Estanislao Zuleta. Ha publicado 14 de Al Margen. Opta al doctorado en
tres libros de poesía: Las alas del súbdito, Filología de la U. Pontificia de Salamanca
La línea de menta, y Mirar otro mar. Ac- con la investigación “Despecho y ero-
tualmente dirige la revista de poesía Clave. tismo en el léxico de las colombianas”.
www.revistadepoesiaclave.com rmonteche66@yahoo.es
!
www.AlMargenOnline.com
6

RAMIRO MONTOYA

Adolescencia de un memorioso
y crónicas de una generación
En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de
cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o
imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas
a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo
disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era
interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la
hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los
recuerdos de la niñez.
J. L. B ORGES , ‘F UNES , EL M EMORIOSO .’

Uno. –Visión con privilegio

M
i visión sobre Estanislao Zuleta tiene un privilegio. Lo
conocí en 1950 cuando él tenía 15 años; el comienzo de
nuestra relación fue de adolescentes compañeros de colegio,
luego se extendió a la primera juventud. Más adelante, entre
1965 y 1968, cuando él contaba de 30 a 33 años, nos vimos con muy poca
frecuencia, tal vez cuatro o cinco veces en ese período; y al final, durante
los últimos 22 años de su vida, no volvimos a coincidir en parte alguna y
anduvimos por caminos distintos, sin que en ese distanciamiento mediara
ningún hecho determinante, puntual, distinto a las decisiones que cada uno
tomó sobre lo que debía ser su vida. Por esas circunstancias, la visión que
tengo de nuestra adolescencia y primera juventud está sesgada por la ideali-
zación que hacemos de nuestros primeros años, exenta de las desavenencias
que generan las relaciones de la madurez y apenas tocada por los conflictos
de tareas comunes y por las frustraciones y logros individuales.
Adolescencia de un memorioso 7

-A-

E l abogado Estanislao Zuleta Ferrer, padre de mi amigo Estanislao Zuleta


Velásquez, era un hombre tan destacado en el ambiente de Medellín
que el día que se mató Carlos Gardel, el 24 de junio de 1935, el titular del
periódico El Colombiano que destacó la noticia fue de este tenor:
La catástrofe de ayer en el aeródromo de Medellín tiene magnas propor-
ciones. 17 muertos y 5 heridos resultaron al chocar e incendiarse luego los
trimotores F 31 y el Manizales a las 3 p.m. Entre las víctimas se cuentan
Estanislao Zuleta Ferrer, Ernesto Samper, Guillermo Escobar Vélez, Jorge
Moreno Olano y el popular tanguista argentino Carlos Gardel.
Cualquier gardeliano y tangófilo se sentiría afectado por esta alteración
en la jerarquía de los nombres, porque si alguien le pregunta a un historia-
dor, iniciado o no en el tango: ¿Qué pasó en Medellín en junio de 1935? ,
¿Cuál es el acontecimiento de mayor resonancia de los ocurridos en Medellín
en la primera mitad del siglo XX?, la respuesta con soporte en los anales y
hemerotecas será esta: Que allí ocurrió la muerte de Gardel.
El titular del periódico refleja el lugar que tenía EZF en el entorno
antioqueño de los primeros años treinta, como miembro de una familia de
renombre, integrante de la clase media-alta de aquella sociedad de provin-
cia. Llegados a Medellín desde el pueblo minero de Remedios, donde había
nacido Estanislao Zuleta Gaviria, padre de EZF, los de ese apellido llevaban
en la nomenclatura local el rótulo de conservadores y gozaban de un cierto
halo de intelectualidad.1 El mayor aporte a la fama de letrados había sido
conseguido por el doctor Eduardo Zuleta, tío de EZF, quien fue escritor,
ministro, diplomático y dirigente de prestigio, autor de la novela Tierra
Virgen y otras obras entre las cuales son las más conocidas Papeles viejos
y nuevos y Manuel Uribe Ángel y los literatos antioqueños de su época. EZG
fue uno de los fundadores de la Escuela de Minas de Medellín, padre de
Alberto y Eduardo Zuleta Angel, abogados y políticos de alguna nombradía.
Un hermano de EZF, Juan Zuleta Ferrer, fue periodista muy conocido por
su figuración en El Colombiano, diario tradicionalista antioqueño, del cual
llegó a ser director hacia los años cincuenta.
Cuando murió de sólo 30 años, EZF era un jurista brillante que en
Medellín compartía oficina e inquietudes intelectuales con sus contempo-

1 A principios del siglo XX, entre las familias raizales de Medellín los Zuleta, por proceder
de Remedios y no tener pretensiones de ricos, eran mirados como pueblerinos emergen-
tes. Así lo recoge un dístico que escuché de niño y que hacía referencia al matrimonio de
Eduardo Zuleta Gaviria con una dama de mayor alcurnia: “Doña Pepa Ángel de Zuleta
/ cayó desde la A hasta la Zeta”.
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ráneos Fernando Isaza y Fernando González, y en Bogotá con el bufete de


abogados de los Zuleta Angel, con quienes además del parentesco tenía
vínculos de tipo profesional.
Margarita Velásquez, que quedó viuda muy joven, contaba que cuan-
do ella salió al aeropuerto de Techo a recibir a su esposo que llegaría de
Medellín, se encontró con el abogado bogotano Alfonso López Michelsen,
que también esperaba a EZF. Esto se explica porque López, cuyo padre era
por entonces presidente de la República, también tenía negocios jurídicos y
clientes comunes con Alberto y Eduardo Zuleta Angel y Estanislao Zuleta
Ferrer.
Huérfano de padre, Estanislao Zuleta Velásquez crece en un medio de
burguesía provinciana, en el interior de una familia con antecedentes inte-
lectuales. Con ayuda de niñeras y sirvientas, su madre y sus tías lo criaron
a él y a su hermana la Nena Zuleta. Por eso ante cualquier situación crítica,
con humor o con tono trágico, EZV decía: “Yo no conocí padre, yo me
crié entre mujeres”, y era en efecto el único varón entre muchas mujeres.
La única figura más o menos paternal que él podía vislumbrar, aunque
lejana, era un tío político, Fernando Isaza, abogado especialista en derecho
de minas y exitoso en su profesión.
A quienes manejan interpretaciones freudianas no debe quedarles difícil
entrar en el análisis de muchos rasgos de la personalidad de Zuleta a partir
de aquel cuadro familiar sin la figura del padre.
¿Y la influencia de Fernando González? Este es un pensador antioqueño,
escritor contestatario y librepensador, aunque en sus últimos escritos terminó
metido en un horroroso pantano misticista que desdice mucho de la lumi-
nosidad de sus primeros libros. Con todo, es tenido como figura clave en
la historia de las ideas en Antioquia. Fernando González había sido amigo
del padre de Zuleta, tanto que una de sus obras se publicó con el título de
Cartas a Estanislao.2 Vivía un poco retirado, en su finca de “Otraparte” en
Envigado y, que yo sepa, no era un frecuente visitante de la casa de Zuleta,
en Medellín, en la calle Cuba. Era una figura intelectual lejana, y lejanas y
llenas de formalidades eran las relaciones que con él mantenía la familia de
Zuleta. Doña Margarita, la madre de Estanislao, iba con éste a hacerle visitas
los sábados o domingos, a tomar el algo, o con un par de amigos íbamos

2 González Fernando, Cartas a Estanislao, Edit. Arturo Zapata, Manizales, septiembre de


1935. En realidad el título puede entenderse como un homenaje del autor a su amigo,
fallecido cuando el libro estaba en prensa aunque no hay en sus páginas ninguna alusión
a su trágica muerte, ocurrida el 24 de junio de 1935. En el contenido del libro, de 47
cartas y artículos sobre temas polémicos de la época y fechados desde septiembre de 1930
hasta mayo de 1935, solamente 11 son cartas dirigidas a EZF.
Adolescencia de un memorioso 9

con Zuleta cargados de expectativas por oírle al maestro alguna genialidad


o frase provocadora, y efectivamente aquellas “tardes de la granja” eran un
monólogo del viejo maestro González. Naturalmente vivíamos deslumbrados
con su obra y leímos y releímos muchas veces El Viaje a pie y todos sus
libros. Para Zuleta puede decirse que, de modo muy pasajero, fue un mentor
intelectual en los primeros años de la adolescencia, sin la profundidad que
más tarde pudieron haber tenido Sartre o Freud. Tampoco era una presencia
familiar y mucho menos la figura que hubiera llenado el vacío del padre.
Conviene aclarar que Fernando González estuvo fuera de Colombia por
ciertos períodos. Durante el gobierno de Rojas Pinilla, entre 1953 y 1957
y por influencia de Carlos Mario Londoño que era su paisano, estuvo de
cónsul en Rotterdam y Bilbao (ya había sido cónsul desde 1932 hasta 1934
en Génova y Marsella). Zuleta se fue a vivir a Bogotá en 1956, por lo tanto
sólo coincidió con González en Medellín desde que tenía 15 hasta que tenía
18 años, entre 1950 y 1953.
Téngase en cuenta que González desde sus primeros libros propone una
búsqueda panteísta a partir de un conflicto individual, y al final en Martina
la Velera y sus últimas obras recorre un sendero místico, muy diferente al
proceso intelectual que Zuleta estaba siguiendo. Por eso, en la medida en
que fuimos conquistados por lecturas de mayor complejidad, las posturas
del maestro de Envigado fueron abiertamente rechazadas.
Mi tesis es que la influencia de González no es tan decisiva. Sí suscita
la curiosidad de Zuleta como lector, pero no es la corriente de pensamiento
que provoca una ruptura con el medio social. No fue bajo su tutoría y su
orientación, como algunos han dicho, que se produjo esa gran explosión
intelectual en los años tempranos de Zuleta. Yo creo que él buscó solo en
la biblioteca de su padre una salida como reacción contra los valores de
su familia y de la sociedad de Medellín, contra un mundo que él rechazó
desde el principio, y esa reacción la canalizó a través de la lectura, pero por
su propia inventiva, apoyado en los libros, en un proceso de asimilación,
pasando de un autor al otro hasta llegar a los más complicados, con un
menú que él mismo se fue diseñando.

-B-

Y o pertenecía al Centro Literario Porfirio Barba Jacob que era laico,


escéptico, y por llevar el nombre del poeta tenía algunos visos de
bohemia. En 1950 hicimos un encuentro con los integrantes del Centro
Edad de Oro, de orientación oficial y más conservadora. La tarea de cada
estudiante era hablar algo sobre literatura y recitar algún poema. Para mi
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sorpresa uno de los representantes del Edad de Oro era un muchacho de


quince años, de buena estatura y robusta presencia, que resultó imbatible en
el desafío de la recitación porque se sabía de memoria más poesías que todos
los presentes, en especial los más extensos poemas de Gregorio Gutiérrez
González y de Guillermo Valencia.
Después de conocerlo en ese encuentro de centros literarios, coincidimos
Zuleta y yo con otros compañeros y amigos comunes y, tal vez por no ser él
de relaciones que transcurrían en la calle, su primera demostración de amistad
consistió en invitarme a su casa, con presentación de su madre y su hermana,
para proseguir allí la aproximación a primerizas inquietudes literarias. También
para mostrarme la biblioteca de su padre, símbolo de un estatus intelectual
poco frecuente en las casas de Medellín, de esa época y de ahora.
En ese rincón de cómodos sillones de cuero que se hundían al peso del
visitante, el vínculo de los adolescentes fue la aproximación a la poesía, llevada
como conversación sobre poetas y como lectura y repetición de versos. Zuleta
tenía una memoria extraordinaria. Siempre se ganaba las apuestas que hacíamos
en esos años y posteriores, en las tardes y noches de cerveza, para ver quién
repetía, sin equivocarse, el poema elegido para la ocasión. Al comienzo de
nuestros encuentros su memoria inmarcesible estaba al servicio de poemas tan
largos y tediosos como “La Tragedia de Job” y “Anarkos” de Guillermo Valen-
cia, o “Memoria del Cultivo del Maíz en Antioquia”, de Gregorio Gutiérrez
González, que transcurre en tres capítulos con 160 cuartetas.
Era la temprana demostración de un don maravilloso que siempre conservó
y cultivó, soporte esencial de su inteligencia; porque quien fue más adelante
un pensador, un analista y un divulgador era ante todo el poseedor de una
pavorosa y extraordinaria memoria. Luego en el resto de su vida no haría
sino memorizar, organizar, analizar y guardar cuanto tuvo a su alcance en
poesía, literatura, filosofía, marxismo y psicoanálisis. Ya en su madurez debe
haber tenido información sobre el prodigio de los computadores, pero antes
de que los conociera su cerebro era igual que esos aparatos: una capacidad
al parecer infinita de memorizar, de organizar, de analizar y de archivar,
con disco especial para las funciones de intertextualidad.
Para alimentar nuestra afición como lectores y recitadores de los poetas
colombianos, en la biblioteca de su casa estaban las antologías y ediciones de
autores regionales como Gregorio Gutiérrez González, Epifanio Mejía y de
los consagrados en el orden nacional como José Asunción Silva, Guillermo
Valencia, Rafael Pombo, Porfirio Barba Jacob, León de Greiff, Rafael Maya,
Alberto Ángel Montoya, Luis Carlos López.
Sacados de los mismos anaqueles, rápidamente pasamos a leer los cuentos
y novelas de los “clásicos” antioqueños (Tomás Carrasquilla, Efe Gómez,
Adolescencia de un memorioso 11

Francisco de Paula Rendón, Jesús del Corral) y las obras completas de Fer-
nando González, sobre todo El viaje a pie que fue nuestro libro de cabecera
por un buen trecho.
En el mismo género y porque también estaban en la biblioteca fami-
liar, algún acercamiento tuvimos con novelistas latinoamericanos del estilo
de Rómulo Gallegos y José Eustasio Rivera (Zuleta, que por esos días no
pudo terminar La vorágine, decía que era imperdonable que alguien hubie-
ra escrito este libro y criticaba a Rivera como un autor que procedía de
la ciudad y no había entendido la selva como material narrativo, luego en
tono jocoso lamentaba que no lo hubieran fusilado por allá en las caucheras
para evitarnos su novela, aunque era admirador de sus sonetos). Muy poco
avanzamos en la lectura de otros latinoamericanos, tal vez algo leímos de
la obras de Borges.
Como nueva oleada del gusto poético de la adolescencia, al dejar los
autores colombianos, llegamos a Pablo Neruda y a César Vallejo (éste últi-
mo, el poeta “de” nuestro amigo Óscar Hernández). Luego pasamos a leer
traducciones de Baudelaire, Rimbaud y Rilke.
Tenía Zuleta una manera muy particular de saltar de un autor a otro,
o salir de una corriente de pensamiento para adoptar otra. Procedía por
deslumbramientos excluyentes. Porque alguien había dicho “es que ustedes
no han leído Luz de agosto, de pronto sentenciaba: “Esto de Dos Passos
es ripio, lo grande es Faulkner”. Y nos sentábamos a leer a Faulkner y
quedábamos convencidos: “Los demás no valen nada, este es el novelista”,
y Zuleta se metía seriamente en la lectura de las obras que encontrara del
escritor sureño. Por ese camino leímos las traducciones de Edgar Allan Poe,
Faulkner, Hemingway, Dos Passos, Sherwood Anderson.
En la casa de la calle Cuba y fuera de allí, la memorización de los poemas
y la lectura de las narraciones tenía momentos compartidos, en que alguno
leía y el otro escuchaba; pero la mayor parte del tiempo cada uno leía lo
suyo por separado. Hacia delante me cuido de no trasmitir la imagen de que
en las avalanchas de libros que luego nos llegaron, llevara yo el mismo paso,
dedicación y profundidad que Zuleta. Él fue desde entonces un profesional
de la lectura literaria y filosófica, con la que yo tuve contacto limitado, por
dedicarme a otros libros y búsquedas.
Siguiendo con la biblioteca del padre, allí se encontraban ediciones de
los clásicos europeos más consagrados, naturalmente Cervantes y Shakespeare.
Había traducciones de franceses (Proust, Balzac y Gide), rusos (Gogol, Tols-
toi), que fueron pasando al registro de aquel lector infatigable y entre los
cuales, parcialmente, hice mis incursiones. No recuerdo con claridad que en
esa biblioteca hubiera obras de Kafka, Thomas Mann ni Dostoyevski; pero
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las que faltaban de estos autores no tardaron mucho en ser incluidas por el
nuevo usuario, que los tuvo como autores favoritos por el resto de su vida.
Lo mismo ocurrió en los años siguientes con las obras filosóficas de Kant,
Hegel; con las de Sartre, Heidegger y demás existencialistas; las de Marx y
Engels y sus discípulos, y las de Freud y los de su escuela.
El hecho de que en la casa de Zuleta hubiera un pequeño salón dedicado
a biblioteca subraya la condición de una familia con cierto sello intelectual
y crea un entorno decisivo en la inclinación de aquel adolescente por los
libros. Pero no sólo de la biblioteca paterna y de las compras en librerías
de Medellín se nutren las lecturas iniciales. Algunos libros en préstamo se
consigue con intelectuales amigos (Fernando González, Fernando Isaza,
Alberto Aguirre) y, para los autores clásicos, queda el recurso de la Biblio-
teca de la Universidad de Antioquia, de la cual Zuleta fue asiduo visitante.
Allí coincidimos con Mario Arrubla y Delimiro Moreno, como lectores y
luego como cómplices, para formar una barra de contertulios en el café que
estaba en la esquina de Ayacucho con Girardot, donde con tinto y cerveza
completábamos las búsquedas librescas.

-C-

D e modo simultáneo con esta dedicación de Zuleta a la lectura, ocurren


en su vida dos acontecimientos que marcarían su personalidad. Uno es
la formación en su entorno de un grupo de amigos que lo acompañan en la
búsqueda de un cambio social con la herramienta de la crítica y la discusión,
con los que comparte la vida de café y crea un núcleo diferenciado de su
generación y de la clase social a que pertenecía. Obviamente participé en ese
núcleo de amigos iniciales con otros jóvenes a quienes, en los años siguientes,
Zuleta hizo sucesivos cómplices de estudio en la biblioteca de la calle Cuba.
Poco a poco fue estableciendo una especie de ritual para el despliegue de
su amistad generosa e inteligencia diferenciada. Llamo “ritual” al compromiso
de meterse con seriedad en los libros, de concurrir al café preferido de cada
temporada y alternar con amigos comunes que iban acreciendo el grupo,
integrado en buena parte por cómplices probados o candidatos a serlo. En
un papel que llamaría de “cómplice principal”, después de mi oportunidad
muy fugaz (1950), tuvieron la suya Delimiro Moreno, muy brevemente
Mario Ochoa y luego Mario Arrubla (1952 en adelante). A comienzos de
1956 Zuleta se trasladó a vivir en Bogotá, donde la dupleta Zuleta-Arrubla
habrá de reencontrarse y profundizar en un tipo de relación diferente.
Obviamente cada uno de nosotros tenía su propio círculo de afines,
de modo que el tejido de inquietudes literarias se extendía por la ciudad y
Adolescencia de un memorioso 13

algunos pueblos, respondiendo con aceptación o rechazo a la influencia del


núcleo inicial. Zuleta por su lado también mantenía otros vínculos, a veces
de estrecha amistad, como el de Óscar Hernández, su compañero del viaje
a Bucarest, y como Gonzalo Arango. Éste promovía paseos hacia el campo,
“para acercarnos a la naturaleza”. Yo recuerdo uno por entre yarumos y
torrentes en la carretera de Las Palmas y otro a una finquita de su familia
en la vereda de Corazón, en el occidente del valle de Aburrá, para leernos
los originales de su novela Después del hombre, de aburridora ampulosidad.
Gonzalo se hizo muy cercano a la familia de Zuleta, pero hacia 1953 ó 1954
se presentó una situación personal muy delicada que produjo un distancia-
miento irreversible. Zuleta le guardó, con toda razón, el más profundo de
los desprecios intelectuales y personales.
El otro acontecimiento decisivo en la adolescencia de Zuleta es el aban-
dono de los estudios de bachillerato. En 1950, cuando tenía quince años,
entró en la lectura de La montaña mágica que lo indujo a ausentarse de
las clases que debía atender en el Liceo de la Universidad de Antioquia.
Presentó y ganó los exámenes de cuarto año, con poco lucimiento porque,
cuando los preparaba, cayó en sus manos el libro Los hermanos Karamasov
de Dostoyevski, a cuya lectura dedicó todo su tiempo. Obviamente no
hubo matrícula para el quinto año de bachillerato, porque su proyecto era
leer libros en su casa y pasar el tiempo con el grupo de amigos en tertulia
intelectual, lejos de la educación formal.
En esos primeros años cincuenta fue llegando a Medellín la avalancha
de novelas famosas que circularon en la post-guerra: Aldous Huxley (Contra-
punto), Malaparte (La piel), Virgil Gheorghiu (La hora veinticinco), Alberto
Moravia (La romana); y seguidamente llegaron las obras de Albert Camus,
Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Maurice Merleau-Ponty, Françoise
Sagan y de los demás existencialistas franceses. Viejos y nuevos números de
la revista Les Temps Modernes completaron un verdadero catálogo de asombros
y materias para discusión y estudio.
Aquellos autores y sus cuentos, novelas y ensayos se convirtieron en
el tema central de la actividad intelectual, aunque la lectura se repartía
de modo irregular; la mayoría leíamos un poco de aquí y allá, algunos
despachaban con entusiasmo un determinado género o autor. Zuleta con-
seguía los libros y revistas de más reciente edición y los clásicos de cada
especialidad y los leía, analizaba, criticaba y archivaba en las gavetas sin
fondo de su memoria y de su comprensión, encontrando los ángulos que
nadie veía ni estimaba.
Este paso a las lecturas de europeos clásicos y contemporáneos marca un
cambio de orientación en los conceptos y actitudes de Zuleta y en los nuestros.
14 AL MARGEN

Los autores colombianos, latinoamericanos e inclusive norteamericanos nos


llevaban a aceptar, como espectadores asombrados, las maravillas ocurridas en
este continente, mientras que de Europa nos llegaba la incitación y el adoctri-
namiento para asumir un conflicto con el mundo familiar, con las condiciones
de la vida local y con el sistema social que la soportaba. De poéticos diletantes
debíamos pasar a proactivos apóstoles del cambio personal y político.
Aunque el ambiente de Medellín era clerical, cerrado y de rechazo a
cualquier apertura de las ideas y del comportamiento, al principio se nos
miraba con alguna tolerancia, tal vez porque eran consideradas como inocentes
esas primeras lecturas de quienes llevaban bajo el brazo una obra de Albert
Camus. La crisis empezó un poco más adelante cuando Zuleta empezó a
leer cosas inauditas y debió enfrentar las observaciones de su familia, de sus
parientes y de los responsables de mantener las buenas costumbres y conser-
var el aislamiento de la comarca contra las perniciosas influencias externas.
Hacia el año 1952, partiendo de la narrativa de Sartre llegó a estudiar sus
ensayos, los escritos de Simone de Beauvoir y de los demás existencialis-
tas; el Ser y la Nada, el resto de obra filosófica sartreana, el pensamiento
de Kierkegaard y Heidegger, y simultáneamente entró en Kant, Spinoza,
Nietzsche. Más adelante, hacia el año 1953, en Hegel, Marx, Engels y el
correspondiente sector de la filosofía alemana, en los grandes conflictos
ideológicos del marxismo y la vasta obra filosófica, ensayística y crítica que
rodea los escritos de Marx y lo que sigue a la cola del marxismo-leninismo.
Como buscaba por todas partes, llegó a Freud, pasando por Stekel y por
Fromm y la psicología de la época.
Para el joven Zuleta el complejo proceso de leer y releer un autor o los
representantes de una corriente del pensamiento o de una escuela literaria era
una navegación sin mapas ni brújulas. Él solo fue descubriendo su camino,
porque tenía una gran capacidad de crítica para avanzar y lo que había leído
un mes antes ya le parecía obsoleto: “Malaparte es literatura para turistas”
–que así dijo– ahora vamos con Proust”, hasta quedarse con los dos novelistas
que le duraron toda su vida, Thomas Mann y Fedor Dostoyevski.

-D-

¿E n qué momento se da la ruptura de Zuleta con su medio social,


con los hábitos burgueses de la familia? No fue un acontecimiento
que irrumpiera en ninguna crisis puntual, sino que fue apareciendo desde
edad muy temprana, con primeras señales en la infancia por su inadaptación
al aprendizaje en las aulas escolares: “Mamá, yo no quiero estudiar en ese
Adolescencia de un memorioso 15

colegio porque me ponen unas tareas que no entiendo”. Algún cura de la


Bolivariana llamó a la madre para decirle: “Vea, doña Margarita, llévese ese
muchacho que es un bruto, es como tarado; llévelo donde un psiquiatra
porque ese muchacho no es normal”.
Cuando llegó al bachillerato la inadaptación se hizo más acentuada, con
cuestionamientos expresos: “Mire lo que me enseñan, esto no es educación”.
Los profesores lo tenían como réprobo porque él entraba desde el primer
día a polemizar, en abierto conflicto con ellos; y él mismo describe en una
entrevista cómo había sido su paso por los colegios pagados de Medellín
donde solamente por “rosca” (influencias de la familia) lo promovían de
curso.
De la Bolivariana, colegio privado y clerical, lo pasaron al Liceo de la
Universidad de Antioquia que era oficial y laico, en el que estudiábamos
muchachos de otros estratos económicos y donde cursó el tercero y cuarto
de bachillerato, sin que llegara a matricularse para quinto año.
Era un hombre inteligente y si se hubiera dedicado cinco minutos
a aprender lo que le enseñaban los profesores habría sacado las mejores
calificaciones; pero él desde que entraba a la clase adoptaba una actitud
contestataria y declaraba la materia como tiempo perdido.
Hay una decisión muy clara desde la infancia en la vida de Zuleta. ¿De
dónde viene? Son los misterios de la personalidad. Él resolvió que lo que
iba a aprender lo aprendería solo, que no admitiría que nadie le enseñara
nada, mucho menos unos profesores acerca de los cuales él anteponía mucho
la valía de la persona antes que sus conocimientos: “Pero ‘Rellena’ ¿cómo
puede ser profesor de literatura? Con esa barriga y esos cachetes ¿cómo puede
enseñar El Quijote?”. Luego asumía en serio la tarea y se leía su Quijote,
pero él no creía en El Quijote de “Rellena”, aunque éste podía conocer muy
bien la obra de Cervantes y explicárnosla al resto de alumnos.
Su actitud fue suavemente contestataria, desde el principio: “¿Tú que
vas a estudiar?” “¿Yo, estudiar? Pero si a mí lo que me gusta es Thomas
Mann”, así, poco a poco, con suavidad frente a la familia. La madre miraba
aquello con mucha tolerancia, pero con la preocupación de saber que su hijo
no sería abogado, ni ingeniero, ni doctor; mientras, los demás parientes y
el entorno social de Medellín daban su descalificación al muchacho que se
dedicaba a leer en vez de conseguir el cartón de bachiller y que, viniendo
de una familia conservadora y burguesa, quería ser intelectual.
La única disciplina que cumplía con persistencia era recibir clases de
alemán, dictadas a domicilio dos o tres veces en la semana por el profesor
Hans, un personaje chaplinesco, de nariz judaica, sobre el cual Zuleta ha-
cía muchos chistes. ¿Para qué estudiar alemán en Medellín, en esa época?
16 AL MARGEN

La aplicación con que seguía esas clases resultaba un hecho muy curioso
en Medellín, así que no faltaron descalificaciones, adicionales a las que ya
recibía, para quien se dedicaba a una lengua tan extraña e inútil en vez de
terminar su bachillerato.3
No encuentro otro símil más exacto sobre lo que era Medellín en 1950
que una sacristía, con la más absoluta censura para el pensamiento o para
la acción cuando éstos se salían del marco establecido por la iglesia católica.
Conseguir un determinado libro, porque era nuevo o estaba “prohibido”,
podía ser muy complicado. Librería que mereciera ese nombre no existía sino
la Continental. La Dante era medio clandestina y allí los libros circulaban
casi por debajo de la mesa, dentro de una atmósfera de misterio.
Zuleta decía algo muy profundo que después dejó escrito en alguna en-
trevista: “Medellín era una ciudad muy cómoda para vivir, donde en pocas
cosas había que utilizar el cerebro, porque a uno le decían lo que tenía que
pensar, lo que tenía que hacer, lo que tenía que decir, con quien tenía que
casarse, cuáles libros podía leer, a qué películas podía ir. Estaban resueltas
además las grandes preguntas de la filosofía: de dónde venimos, qué somos,
para dónde vamos”.
La actitud anti-religiosa era consecuencia lógica de una adopción filo-
sófica humanista y de un pensamiento racional. Sobre esa materia no se
generó en su casa ningún conflicto, porque en Antioquia siempre hubo una
tradición liberal que acepta desde el principio en el seno de la familia que
“ese muchacho no va a misa”. Zuleta a los curas ni siquiera los combatía
ni se les enfrentaba, se limitaba a convertirlos en objeto de sus bromas,
así que cuando alguno de ellos pasaba por la acera frente al café le tiraba
mamoncillos o le jalaba la sotana; o les silbaba a las monjas que se dejaban
ver en la calle.
No éramos de los que entraban a las iglesias a pisotear hostias, como
hicieron algunos de los nadaístas. Ni siquiera llegamos a polemizar con el
clero. Nunca les concedimos ninguna existencia intelectual, porque el ridículo
intelectual que ofrecía, desde el púlpito, desde las procesiones o desde la

3 El profesor Hans era motivo de bromas irrespetuosas por parte de los amigos de Zuleta.
Cuando lo encontrábamos en algún café, el hombre se paraba ante la mesa a saludar a
Zuleta, pero por su timidez era incapaz de despedirse. Lo intentaba, comenzaba algo
así como una frase de despedida, pero la timidez lo frenaba, y empezaba con otro tema.
Los de la barra hacíamos fuerza hasta que al fin Hans lograba balbucir un adiós y seguir
de largo, pero cuando ya se había dado la vuelta y alejado unos pasos, uno del grupo lo
llamaba en voz alta: “Eh, profesor!” Hans se detenía, volvía tras sus pasos y otra vez se
paraba ante la mesa, como quien dice ante el potro de tormento. El ‘Cicuta’ que lo había
llamado guardaba un momento silencio, hasta que decía: “Perdón, profesor. Se me olvidó
lo que le iba a preguntar...”.
Adolescencia de un memorioso 17

vida en religión, era de tal naturaleza que cualquier tema de conversación


con un clérigo caía al nivel de lo risible.
Frente a este ambiente cerrado, su inteligencia desbordante y analítica,
esencialmente crítica, desarrolla una actitud de respuesta y va alimentando
una capacidad de leer, de asimilar, de analizar y de armarse contra aquel
mundo, nunca con odio sino con humor. Su actitud frente a todos esos
rezagos medievales que sobrevivían en el ambiente familiar y parroquial
era de “mamadera de gallo”. Él se moría de la risa de esas cosas: había un
cura que iba por los cafés y con una valija grande pedía limosna, entonces
Zuleta le echaba un centavo de limosna y encima de la moneda le vaciaba
una cerveza dentro la valija.
Contra el ambiente clerical ha existido históricamente en Antioquia una
corriente librepensadora, de radicalismo local que viene desde el siglo XIX.
El general Trujillo ganó una de las pocas guerras civiles a nombre de los
radicales y entró vencedor a Medellín, y detrás de él estaba Juan de Dios
Uribe, “El Indio Uribe”. Luego tuvimos a Rafael Uribe Uribe y Antonio
José Restrepo, anticlerical, y unos pocos pero importantes antioqueños de
pensamiento liberal: B. Sanín Cano, Efe Gómez, Pedro Nel Gómez, Luis
López de Mesa y Gerardo Molina. Ni Zuleta ni ninguno de nosotros era
el primero en la repulsa contra aquella teocracia.
¿Y respecto a las mujeres? Un rasgo muy acentuado en la personalidad
de Zuleta durante su adolescencia y primera juventud es que sufría de una
gran timidez frente a las mujeres. Todos teníamos alguna novia. Él no,
aunque era de figura muy varonil, con simpatía y actitud seductora. En una
época esperaba en la esquina del café Miami que pasara “la inglesa”, una
niña muy bonita y con una figura elegante muy diferente al arquetipo de la
antioqueña. “Ahí viene la inglesa”, y Zuleta se salía del café a verla pasar,
sin decirle nada, sin que ella se enterara de la existencia de ese admirador
que tuvo por años.
Hasta que nos vinimos a vivir a Bogotá en 1956, cuando tenía veintiún
años, muy poco salió de Medellín. Es decir, allí estuvo prácticamente ence-
rrado, como era usual entre los de nuestra generación. Encerrado físicamente,
pero su mente, su capacidad inquisitiva, su enriquecimiento cultural estaban
muy lejos de aquel ambiente pobre, porque había conseguido evadirse por
medio de la lectura y por su actitud de creer posible un mundo diferente.
Respecto a salidas para conocer otras regiones del país, hay memoria de un
paseo en bus a Bogotá, en el que Zuleta participó con Rómulo Naranjo,
Delimiro Moreno y Abelardo Ospina. En cuanto a viajes fuera del país,
sólo viajó una vez, en 1953, a un congreso de juventudes comunistas en
Rumania. Estos congresos se celebraban cada dos o tres años para reunir a
18 AL MARGEN

los jóvenes de izquierda, no necesariamente militantes del Partido Comunista.


Él, que entonces tenía dieciocho años, fue invitado, pero pagando su tiquete.
Se fue con Óscar Hernández a Bucarest y de regreso pasaron por Viena y
por París, deslumbrados con la primera visión del viejo mundo, pero con
bastantes restricciones económicas. Algunos han dicho que disfrutaron de
París y que Zuleta se fue a hablar con Sartre en el Café de Flore y luego
a comprar los últimos libros y publicaciones de vanguardia. Me parece una
idealización romántica, ajena a la realidad. Un par de revistas sí trajo, pero el
centro de su anecdotario eran las operaciones de “rebusque” para sobrevivir
a indecibles limitaciones de dinero en su única salida a Europa.
Ignoro si a su regreso de Bucarest en la interioridad de su pensamiento
se había definido como un hombre de izquierda; pero el medio antioqueño
lo definió desde entonces como de izquierda para el resto de la vida, por-
que cualquiera que hubiera estado en un congreso comunista ya quedaba
matriculado para siempre bajo ese rótulo y él obviamente no estaba para
contradecirlos en esos anatemas.

Dos. –El centro literario Barba Jacob

L os afiliados al Centro Literario Porfirio Barba Jacob eran estudiantes


de últimos años de bachillerato y primeros de carrera, casi siempre de
la Universidad de Antioquia, con rotación que se cumplía cada dos o tres
años, cuando un nuevo grupo de jóvenes inquietos entraba a sustituir a
quienes se iban alejando para cursar los últimos años de abogacía, ingeniería
o medicina.
Yo había ingresado en 1950 y coincidí al principio con Francisco Henao,
Gonzalo Arango, Héctor Tobón, José Osorio Gallego (“Job Ronsel”), Alfredo
Méndez Robayo (que no era estudiante sino obrero o artesano). Después,
en 1951 y 1952 fueron llegando Rómulo Naranjo, Hernando Sierra Mejía,
Delimiro Moreno, León Chávez Villa, Miguel Montoya Vélez, Luis Mejía
García, Ramiro Agudelo, Jaime y Hernán Mejía Valencia, Rodrigo Sánchez
Giraldo (Sangiral) y Estanislao Zuleta. No me da la memoria para los
nombres de dos o tres mujeres, estudiantes del Instituto Central Femenino
(que bajo el gobierno conservador de entonces se llamaba Instituto Isabel
La Católica), a las que, en actitud renovadora, invitamos y que participaron
en las reuniones. Aquéllos y éstas fueron los últimos integrantes del Centro
Barba Jacob, sin que todos los nombres de la lista hayan coincidido en una
fecha determinada porque algunos ingresaron cuando otros ya habían dejado
de asistir. Fue además la última generación que lo integró porque después
de nosotros el Centro se disolvió.
Adolescencia de un memorioso 19

El Centro tenía estatutos, se llevaba –por el secretario– un libro de actas


de las sesiones,4 las cuales, al final del período en que fui socio, se hacían
los sábados por la tarde en la Biblioteca Municipal Santander. En la amplia
casona que la Biblioteca ocupaba en la calle Bolivia, el director Bernardo
Blair Gutiérrez había asignado para las reuniones del Barba Jacob el patio
de atrás que, cubierto con una marquesina y dotado con el mobiliario de
un salón de clases, era escenario para las tardes sabatinas. Como trabajo de
admisión el aspirante debía presentar un escrito de creación literaria. Para
someterlos a la crítica de los demás socios, leíamos nuestros poemas, cuentos,
ensayos o críticas a libros que creíamos novedosos o que iban apareciendo
en ediciones colombianas (como ocurrió con las novelas Una mujer de cuatro
en conducta y El Cristo de espaldas).
Yo fui secretario y presidente reelegido un par de veces. También Zu-
leta ocupó la presidencia, para la cual había cierta rotación. En el calor de
algunas discusiones nos dejábamos llevar a una imitación del parlamento,
entonces cerrado bajo los gobiernos conservadores y la dictadura militar:
“Pido la palabra, señor presidente”. “Solicito una interpelación”. “No con-
cedo interpelaciones”.
Seleccionado un escritor (Guillermo Valencia, Luis Carlos López, León
de Greiff, el mismo Porfirio Barba Jacob), procedíamos a un juicio sobre
su obra, con intervención de un fiscal que se suponía debía atacarlo y un
defensor, con decisión final que se votaba por los demás socios. Alguien
ha dicho que el Centro decretó su propia desaparición cuando los socios
emitimos un fallo condenatorio sobre la calidad de los versos del mismo
Porfirio. Ese episodio no lo tengo claro en mis recuerdos, pero no me pa-
recería extraño un veredicto de esa naturaleza como uno de tantos gestos
iconoclastas que practicábamos.
Había debates religiosos sobre los dogmas y la historia de la Iglesia
Católica y debates políticos alrededor del marxismo, más exactamente de la
ideología comunista-leninista, para atacarla o exaltarla como solución para
los inmensos males que agobiaban a Colombia y a América Latina. Bajo ese
enfoque, las prédicas revolucionarias estaban a cargo de los hermanos Jaime
y Hernán Mejía Valencia y su seguidor Ramiro Agudelo, portadores en esa
época del “sarampión” de los manuales estalinistas. Dignos de memoria son
los términos en que Agudelo manifestaba a veces sus posiciones: ‘Yo estoy
de acuerdo con lo que va a decir Jaime Mejía Valencia...”.

4 Cuando el Centro dejó de funcionar hacia 1955, sus libros de actas quedaron en la casa
que ocupaba la Biblioteca Santander en Bolivia con El Palo. Si alguna otra biblioteca
de Medellín heredó los “papeles varios” de la Santander, ya desaparecida, es posible que
entre ellos se encuentren los archivos del Barba Jacob.
20 AL MARGEN

Actividad importante era la lectura y recitación de versos, pues conviene


recordar que esa generación tenía una especial preferencia por el acceso a la
poesía en forma oral y en voz alta. En la Biblioteca Santander organizamos
algunas sesiones públicas en las que intervinieron recitadores propios e in-
vitados que declamaban poemas de Barba Jacob, Neruda, Vallejo, León de
Greiff y los que estuvieran de moda. Entre esos recitales tuvimos una especie
de foro nacional de poesía con invitados de distintos sitios del país, del cual
fue centro de atención una bella poetisa que se llamaba Dolly Mejía. Fue
una reunión para la que consiguió patrocinio Jorge Montoya Toro, director
del suplemento literario de El Colombiano.
También tratamos de impulsar un monumento a Barba Jacob, y reco-
gimos algún dinero para pagarle a José Horacio Betancur, escultor de la
época, que hizo una hermosa maqueta inspirada en el verso de Porfirio era
una llama al viento… Poco tiempo después de recibir nuestro encargo el
escultor se suicidó. No recuerdo si había fundido el busto alegórico y si
alguien lo colocó en el Cementerio Universal, donde reposan los restos del
poeta y donde teníamos el proyecto de instalarlo.
En público o en privado, en las sesiones sabatinas del Centro y en las
tardes y noches del café, el declamador que nos emocionaba y considerábamos
modelo en la actitud de sentir y decir la poesía se llamaba Rodrigo Sangiral,
pseudónimo que había adoptado Rodrigo Sánchez Giraldo, periodista y cuen-
tista que por años fue socio del Barba Jacob. Era empleado de la fábrica Noel,
ganaba dinero y promovía una bohemia ingenua, en la que pagaba las cuentas
de cerveza, para recitar La estrella de la tarde, La lamentación de octubre, La
elegía de septiembre, La parábola del retorno, Acuarimántima y, cuando la noche
avanzaba, La canción de la vida profunda y Los desposados de la muerte.
Como gran novedad que vino a enriquecer nuestro bagaje de recitadores,
llegó el descubrimiento de César Vallejo, impuesto con entusiasmo por Oscar
Hernández: “Todo eso que ustedes están leyendo es paja, el gran poeta es
Vallejo”, y nos metimos en aquella riqueza insondable que es su poesía y
ahí nos quedamos un tiempo largo. Después hubo otro deslumbramiento
maravilloso de la mano de Carlos Castro Saavedra quien, a su regreso de
algún encuentro literario-político que había tenido lugar en Chile, trajo un
acetato que pudimos escuchar en el tocadiscos que había en la casa de Zuleta.
Allí oímos la voz gangosa y somnolienta de Neruda: Del aire al aire, como
una red vacía, / iba yo entre las calles y la atmósfera, llegando y despidiendo
/ en el advenimiento del otoño la moneda extendida / de las hojas, y entre la
primavera y las espigas, / lo que el más grande amor, como dentro de un guante
/ que cae, nos entrega como una larga luna. Eran las “Alturas de Machu Pi-
chu”. Lo escuchamos tantas veces que nos lo aprendimos sin necesidad de
Adolescencia de un memorioso 21

leerlo en ninguna parte y en mi memoria se conserva hasta ahora, a pesar


de ser un largo poemario. Tenía yo entonces buena capacidad para aprender
versos de memoria, aunque en grado inferior a la de Zuleta.
El Barba Jacob trató de formar su pequeña biblioteca, con libros de en-
sayo o literatura contemporánea que, cuando no estaban prestados a algunos
de los socios, reposaban en una vitrina en el salón que teníamos asignado
en la casona de la calle Bolivia.
La biblioteca Santander nos brindaba un sitio de reunión para el centro
literario, pero muy poco nos ofrecía en cuanto a la lista de los libros que
queríamos leer, ya que sus estanterías y vitrinas estaban llenas de enciclope-
dias y diccionarios para tareas escolares y de las ediciones latinoamericanas y
colombianas más tradicionales y conocidas, menospreciadas por nosotros. La
biblioteca de la Universidad de Antioquia, situada en Ayacucho con Girardot,
disponía de mejores títulos y ediciones y en ella algunos del grupo gastamos
largas horas en lecturas de filósofos y narradores. Zuleta y Delimiro Moreno
eran los más asiduos lectores en compañía de Mario Arrubla, cómplice en
la actitud de escaparse de clases para meterse en la biblioteca o tomar tinto
en el café de Girardot con Ayacucho.
Otro sitio para buscar libros de nuestro interés era la librería Continental
que fue la que mantuvo en Medellín un mínimo aprovisionamiento de las
ofertas europeas y latinoamericanas con escritores clásicos y modernos que se
apartaban de las biografías y demás obras estilo Emil Ludwig y Stefan Sweig,
best sellers de la época. De tanto pasar por la Continental para mirar las
novedades en la vitrina o para preguntar por algún encargo que difícilmente
podíamos financiar, llegamos a ser conocidos del propietario, don Rafael Vega,
y de su ayudante Hugo González. Las ediciones que por años alimentaron la
curiosidad de los lectores de Medellín eran las de Losada, Claridad, Tor, Fondo
de Cultura Económica, Diana, Sopena, Aguilar, con autores argentinos, meji-
canos, unos pocos españoles y traducciones de los europeos y norteamericanos.
(Conservo con orgullo las obras completas de Shakespeare, en un tomo editado
por Aguilar que Zuleta, con exaltada dedicatoria, me regaló cuando terminé
bachillerato). Quedaba otra librería, la Dante, a la cual recurrir para buscar
lecturas del radicalismo decimonónico y otros libros “prohíbidos”. Como no
había más bibliotecas ni librerías en las cuales buscar las obras y revistas que
nos sentíamos obligados a conocer, quedábamos pendientes de los encargos
que con algún amigo hacíamos a Bogotá.
El Barba Jacob no era un grupo de estudio. De modo excepcional
hicimos intentos en esa dirección, como cuando Germán Posada Mejía,
biógrafo de Barba Jacob y estudioso de su obra, nos dictó un cursillo sobre
investigación bibliográfica. Era un centro literario donde se intentaban
22 AL MARGEN

discursos, se leía en voz alta y se recitaban versos con aire trascendental.


A la salida, en las noches del sábado, las recitaciones se trasladaban a la
mesa del café y allí, para quitarle seriedad a los versos, los del grupo,
especialmente Zuleta, teníamos la costumbre de parodiar a poetas consa-
grados o alterar el orden de determinados versos de Guillermo Valencia y
otros versificadores. El juego era tomar, por ejemplo, la primera estrofa de
“Los Camellos” y dar cualquier orden a sus versos: 2,3,4,1; ó 3,4,1,2; ó
4,3,2,1; etc., para demostrar que con esas alteraciones seguía manteniendo
algún sentido:

1. Dos lánguidos camellos, de elásticas cervices,


2. de verdes ojos claros y piel sedosa y rubia,
3. los cuellos recogidos, hinchadas las narices,
4. a granes pasos miden un arenal de Nubia.

En el orden 3,4,1,2 viene a quedar:


Los cuellos recogidos, hinchadas las narices,
a grandes pasos miden un arenal de Nubia,
dos lánguidos camellos, de elásticas cervices,
de verdes ojos claros y piel sedosa y rubia.

Lo mismo se puede hacer con “Cigüeñas blancas”, sobre cuyo primer


cuarteto dejamos al lector el juego de barajar los versos:

1. De cigüeñas la tímida bandada,


2. recogiendo las alas blandamente,
3. paró sobre la torre abandonada
4. a la luz del crepúsculo muriente.

Y con “Anarkos”:

1. En el umbral de la polvosa puerta,


2. sucia la piel y el cuerpo entumecido,
3. he visto, al rayo de una luz incierta,
4. un perro melancólico, dormido.

Pero este privilegio no sólo lo tienen los poemas de Valencia. Veamos


este cuarteto de “La muerte del novillo”, de Epifanio Mejía:

1. Ya prisionero y maniatado y triste,


2. sobre la tierra quejumbroso brama,
3. el más hermoso de la fértil vega,
4. blanco novillo de tendidas astas.
Adolescencia de un memorioso 23

Idéntico juego hacíamos con estrofas escogidas en los sonetos de José


Eustasio Rivera:

1. Atropellados, por la pampa suelta,


2. los raudos potros, en febril disputa,
3. hacen silbar sobre la sorda ruta
4. los huracanes en su crin revuelta.

Tres. –Letras universitarias, Crisis y Junio

E ntre los distintos intentos de crear periódicos y revistas, los que real-
mente existieron y a cuyos grupos de redacción pertenecí en la época
de Medellín fueron la revista Letras Universitarias y el periódico Crisis.
Letras Universitarias era una revista que por muchos años se publica-
ba en la Facultad de Derecho de la Universidad de Antioquia, en forma
discontinua, bajo la dirección de los estudiantes que tuvieran inclinación
por esas actividades. Había que conseguir los artículos, alguna publicidad
que concedían las empresas antioqueñas, y con tales materiales la imprenta
de la Universidad ponía el papel y hacía gratis el trabajo de linotipo y de
impresión. Con la codirección de Francisco Restrepo Vélez publicamos dos
o tres números, hacia 1953. Luego en asocio de Luis Guillermo Velásquez
hicimos lo mismo en 1955, con el resultado comercial de que uno de los
avisos fue canjeado por la empresa de aviación Lansa por un pasaje que
me sirvió para viajar a conocer a Bogotá en ese año y participar como
orador en el Cementerio Central en la tumba de Uriel Gutiérrez, con
motivo de cumplirse el primer aniversario de la muerte de los estudiantes
bajo el gobierno de Rojas Pinilla, hechos que habían ocurrido el 8 y 9
de junio de 1954.
En una de las ediciones de Letras colaboró Zuleta con la que llamó
“Columna del Igúmeno”, bajo pseudónimo tomado de una novela de
Dostoyevski. Más de un lector de la revista se me acercó a protestar por la
oscuridad de aquel texto y a pedirme claves para su interpretación. Segu-
ramente pensé que no tenían la cultura necesaria para entender el análisis
tan trascendental que allí se hacía, hasta que descubrí, años después, que
entre linotipista y armador habían producido un “empastelamiento” de
los párrafos publicados que había dejado al Igúmeno convertido en un
galimatías.
Algunos biógrafos y cronistas han querido convertir la figura de Zu-
leta en una especie de agujero negro que atrae y absorbe los ideales, las
tentativas, las realizaciones (también las frustraciones), los protagonismos
24 AL MARGEN

y hasta muchas de las anécdotas de la generación a la cual perteneció.


Los párrafos siguientes buscan restablecer un par de verdades objetivas en
relación con el periódico Crisis, fundado en Medellín en 1956 por Virgilio
Vargas, Ramiro Montoya, Delimiro Moreno y Mario Arrubla. En realidad
eran estos dos últimos quienes llevaban el peso de la redacción. Nos acom-
pañaron en los primeros números Ramiro Jaramillo y Bernardo Muñoz.
En la “manchette” del periódico apareció siempre un Comité de Redacción
en el cual, de un número a otro, se producían algunos cambios, pero es
de observar que el nombre de Estanislao Zuleta en ese comité, puramente
nominal, no figura sino en el número siete, de doce números que de Crisis
se publicaron. En ninguna edición de Crisis aparecen artículos escritos por
Zuleta, por lo que puede decirse que su relación con tal periódico se redujo
a ser amigo de quienes lo fundaron y lo escribían. Zuleta fue ciertamente
un entusiasta lector de Crisis, en Medellín y Bogotá, a donde le fueron
llegando los ejemplares que con empeño tenaz publicaron sus verdaderos
editores, hasta que el periódico dejó de publicarse en los comienzos de la
década del sesenta.
Cuando fuimos a vivir en Bogotá, yo me vinculé como miembro del
comité de redacción y columnista del periódico Junio, dirigido por Ar-
mando Yepes, en el que participaban Francisco Posada, Eduardo Suescún,
José Arizala, Eduardo Gómez, Carlos Rincón. En algunos números figuró
María del Rosario Ortiz que después fue la primera esposa de Zuleta,
pero éste no figuró entre los redactores y su colaboración se redujo a
algún reportaje o escrito colectivo sobre temática de psicoanálisis. Diga-
mos que sí estuvo en el grupo que se llamó del “Medio siglo” que daba
soporte al periódico y que tuvo alguna participación en el movimiento
estudiantil que culminó con la caída de Rojas Pinilla el 10 de mayo de
1957. Ese movimiento que integrábamos Eduardo Gómez, Rafael Maldo-
nado, Zuleta y otros amigos, bajo la dirección de Raúl Alameda Ospina,
tuvo continuidad después de la caída de Rojas Pinilla con el nombre de
Frente Obrero Estudiantil, el cual en los años sesenta de cierta manera
se transformó en el MOEC.
En 1962 Mario Arrubla y Estanislao Zuleta fundaron el PRS, Par-
tido de la Revolución Socialista, y publicaron la revista Estrategia. Esos
acontecimientos ocurren en una época ubicada más allá de la primera
juventud, límite de estos recuerdos, pero lo traspaso sin extenderme en
el tema para observar que fue Mario Arrubla quien escribió y editó los
textos principales de los tres números que se publicaron de Estrategia, si
bien las ideas esenciales que inspiraron el PRS fueron concebidas por él
y EZ de manera conjunta.
Adolescencia de un memorioso 25

Cuatro. –Paseos al valle del río la Mosca

Para mí la poesía es un género de ficción, como


la novela o las memorias.
J OSÉ M ANUEL C ABALLERO B ONALD

P ara la temporada de diciembre y enero, cuando las familias antioqueñas


tienen la costumbre de organizar su traslado al campo, la de Zuleta
se iba al valle del río La Mosca, al oriente de Medellín, donde el marido
de una de sus tías, de apellido Arbeláez, tenía una finca de recreo, con
amplia casona y suficiente espacio para acomodar a propios e invitados.
Seguramente en su adolescencia y juventud Zuleta disfrutó de otros sitios
para pasar “puentes”, navidades y vacaciones, pero este, sin duda, era el
lugar de sus preferencias, por las seguras rutinas familiares y la belleza
y condiciones del entorno. Me parece recordar que en tres ocasiones lo
acompañé a aquel retiro campesino: en un domingo muy lluvioso que
pasamos recluidos dentro de una fonda, en otro soleado y luego para un
fin de semana de algún enero, cuando los días en esa región son de una
transparencia luminosa.
Por carretera de trazado antiguo, muy adelante del pueblo de Guarne,
siguiendo la orilla del río La Mosca se llegaba en carro hasta la fonda ca-
minera que era el punto de referencia y centro de aquella vereda. Libre de
confines, el valle parecía esperar al viajero, completamente plano y de una
quietud tranquilizante. En todas direcciones la tierra aparecía surcada con
las siembras de papa y arracacha, apenas interrumpidas por la mancha de
los maizales con sus trepadoras de fríjol. “El verde de todos los colores”
asaltaba no sólo la vista sino el sentido del tiempo, trayendo una sensación
de haber retrocedido hacia un instante edénico.
El río serpenteaba por el valle, haciendo pereza en amplios remansos. La
carretera polvorienta con el paso de los buses y los autos, de las cabalgaduras
y alguna recua, llenaba de polvo amarillo los cercados y el corredor frontal
de la tienda a la cual arrimaban los pasajeros de los vehículos y los jinetes
y arrieros. Dentro de la tienda, de pie contra el mostrador o sentados en
bultos de cerveza o costales de papa, nos instalábamos a tomar cerveza “al
clima” y a escuchar bambucos y pasillos. O nos quedábamos en el corre-
dor para conversar “en hiperbólico cuasi mentir”, mientras mirábamos los
cercados que se perdían en el horizonte, hacia donde la vista seguía hileras
infinitas de plantas de fique, los palos de maguey en alto.
En la charla era cuestionado Fernando González porque en alguna de sus
obras sostenía que el paraíso terrenal había estado en el valle de Aburrá, en
26 AL MARGEN

los linderos de Envigado con Itagüí, mientras nosotros teníamos evidencia


en contrario con sólo mirar aquel recodo campesino.
De manera invariable, cumplíamos un ciclo de compenetración con
el ambiente de la fonda: en la mañana, reencuentro con música y paisaje,
sabores y colores; suave euforia de cerveza, preparándonos para el almuerzo,
planeando algún paseo para ir a bañarnos a los charcos del río. Al anochecer,
disfrute del aguardiente que en ese sitio se tomaba acompañado de pedazos de
panela o confites; efusión amistosa que nos llevaba a charlar o bromear con el
dueño o con los otros parroquianos, hombres del lugar que también bebían
o entraban a comprar sus provisiones, y recuerdo de poemas con raigambre
y nostalgia campesina que se adecuaban a la situación: Cordero tranquilo,
cordero que paces / tu grama y ajustas tu ser a la eterna armonía: / Hundiendo
en el lodo las plantas fugaces / huí de mis campos feraces/ un día.
Se pasaba la hora de ir a almorzar a la casa de los parientes de Zuleta
que nos habían invitado y llegábamos retrasados a la suculenta mesa. Pero
al caer la tarde regresábamos a la fonda para integrarnos a un bullicio casi
tumultuoso: a esa hora el público era de campesinos retrasados en su regreso
a la parcela (algunos ya estaban borrachos y discutían entre ellos), de cha-
lanes pretenciosos, acompañados de lindas mujeres de ciudad. Sin apearse,
ellos tomaban trago y ellas pedían gaseosa, mientras las bestias caracoleaban
frente a la tienda que adquiría un aire de feria.
Por la falda abajo del tiempo caen los contornos de una conversación
de hombres jóvenes, en el corredor, mirando las bellas amazonas. Alguno
de nuestro grupo echó mano de un concepto machista: “Hacen bien en no
tomar trago, porque no hay virginidad que aguante tres aguardientes”. ¿Fue
allí o en otra feria? Lo que me atrevo a asegurar es que la observación fue
de Zuleta, quien desde muy joven suplía su falta de experiencia en temas
sexuales con dichos sacados de la ramplonería popular; pero lo hacía en un
curioso tono, como si se burlara de la validez del proverbio.
Entrada la noche, en la fonda, aparecían tipleros enruanados que tem-
plaban para llevar serenatas: (…) Abre el balcón y el corazón / mientras que
pasa la ronda. / Mira mi bien que yo también / tengo una pena muy honda.
/ Para que estés cerca de mí / te bajaré las estrellas…
A veces nos desviábamos del camino entre la casa y la fonda, y tomá-
bamos algún sendero para acercarnos al río que formaba grandes charcos
contra los barrancos. En un día de enero, cuando el aire en esa región es
cálido y transparente, surgió el programa de ir a nadar en aquellas aguas con
fama de ser muy frías. Yo no me metí, porque al aproximarnos me pareció
que el charco era más sombrío y profundo de lo esperado, o simplemente
porque no había llevado pantaloneta de baño. El hecho es que permanecí
Adolescencia de un memorioso 27

en la orilla, un poco alejado del enorme estanque natural. Con deportiva


decisión, Zuleta y alguno de sus parientes se metieron a nadar en el charco
hacia la rivera que tenía apariencia de mayor profundidad.
Un grupo de muchachos de la región tenía armado una especie de recreo
en la misma orilla; los más pequeños jugaban sin meterse al agua, los adultos
bebían a pico de botella “tapetusa”, aguardiente de la región. Me ofrecieron
un trago y me explicaron que era destilado a partir de la penca del maguey,
en alambique escondido de algún personaje de la comarca.
Vi cuando un muchacho campesino empujó a otro, un poco más gran-
de, en el sitio donde el charco parecía más caudaloso. Arrastrado aguas
abajo, el que había sido empujado sacaba sus manos del agua, buscando
el aire, tratando de flotar, pidiendo ayuda en un silencio que se extendió
por segundos.
Como si hubiera estado entrenado para intervenir en aquel dramático
momento, con gran destreza y seguridad, Zuleta se zambulló en el torrentoso
charco y en un instante salió a la orilla con el muchacho cogido del pelo. Todos
corrimos hacia el rescatado, para reanimarlo, los parientes más cercanos para
ayudar a quitarle los zapatos y la ropa chorreante; y los amigos del oportuno
salvavidas para celebrar su hazaña y confirmarlo como un gran nadador.
Con alguna desviación o sin ella, como a una cita ineludible, volvíamos
a la fonda caminera y al intento de integrarnos a aquel mundo de bohemia
rural que nos parecía detenido en el tiempo. Antes de caer la noche, segu-
ramente Zuleta estaba otra vez hablando de La Montaña Mágica, o alguien,
con la sensibilidad afectada por el aguardiente y las resonancias pastoriles,
había empezado a recitar “La estrella de la tarde”: Un monte azul, un pája-
ro viajero, / un roble, una llanura, / un niño, una canción... Y, sin embargo,
/ nada sabemos hoy, hermano mío. / Bórranse los senderos en la sombra; / el
corazón del monte está cerrado; / el perro del pastor trágicamente / aúlla entre
las hierbas del vallado (…)
Versos repetidos, en tono trascendental, en un corredor del valle del río
La Mosca. También, a veces, lo que se decía era algún acomodo de versos,
como éste que he visto recogido por un cuentista en fecha reciente, siempre
renovado material de broma, que utilizábamos bajo distintos ritmos y mé-
tricas: (…) esta rosa fue testigo de esos, que si camellos de elásticas cervices no
fueron, debieron ser potros atropellados por la pampa suelta, que en tu balcón
vinieron sus nidos a colgar.5

5 Octavio Escobar Giraldo, “Nino Bravo que estás en los cielos”, en Un siglo de erotismo
en el cuento colombiano, compilación de Oscar Castro García, editorial U. de A. 2004,
pág. 420.
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Cuatro bis. –Coda sobre otro paseo y otro salvamento

Oh Bolombolo de cacofónico
o de ecolálico nombre onomatopéyico y suave y retumbante,
oh Bolombolo!
L EÓN DE G REIFF , ‘F ANFARRIA EN S OL M AYOR ’

D espués de haber escrito mi crónica de los paseos al valle del río La


Mosca, llegó a mis oídos la historia de que la condición de buen na-
dador que tenía Zuleta había propiciado otra hazaña de salvamento por la
misma época. El paisaje de fondo es completamente distinto porque estos
hechos transcurren en el río Cauca, hacia los lados de Bolombolo.
Desde el clima medio de Medellín la visión que teníamos de las tierras
calurosas, de la naturaleza tropical, era la de un mundo distante, al cual
podíamos acercarnos durante un mes de vacaciones o unos días de excursión
pasajera pero con el cual estaba excluido un trato continuado. La literatura
colombiana estaba invadida por la exuberancia de un territorio que nos
había dejado desde Risaralda de Bernardo Arias Trujillo hasta La vorágine
de José Eustasio Rivera, pero esa narrativa y los demás textos de temática
tropical eran considerados como lecturas de una etapa ya superada. Las úni-
cas referencias al trópico como elemento literario que tenían la aceptación y
entusiasmo del grupo eran las creaciones poéticas de Luis Carlos López sobre
Cartagena y el ámbito caribe, y las de León De Greiff sobre Bolombolo y
las comarcas aledañas al río Cauca.
De Greiff vivió en esa región de 1926 a 1927, como empleado en
las obras del Ferrocarril de Antioquia, y en el Libro de los Signos incluyó
diez poemas sobre el País de Bolombolo, como “Música de Cámara” y
“Al Aire Libre”. Luego en Variaciones Alrededor de Nada publicó “Canción
de Rosa del Cauca” y “Relato de Ramón Antigua”, poemas capitales con
los que completa el ciclo sobre las vivencias en aquella región “salida del
mapa”.
Buscando un acercamiento a los exóticos paisajes descritos por De Greiff,
cinco jóvenes citadinos tomaron rumbo de Medellín a Bolombolo en una
Semana Santa de comienzos de los cincuenta: Zuleta, Delimiro Moreno,
Gonzalo Arango, Mario Arrubla y alguien cuyo nombre no he logrado pre-
cisar. Sin respeto alguno por el río, algunos de ellos cometieron la audacia
de meterse en las caudalosas aguas que por allí se encajonan entre altas
paredes de basalto, formando remolinos y corrientes terriblemente peligrosas.
Los más cautos ni siquiera hicieron intento de bañarse. Delimiro se limitó
a chapucear en un charco de la orilla, con tan mala suerte que perdió el
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control y fue arrastrado hacia aguas profundas. Como era mal nadador fue
llevado por la furiosa corriente, en pocos segundos se hundió, y apenas se
le vio sacar la mano casi una última vez varias decenas de metros corriente
abajo. Zuleta se lanzó al río torrentoso, logró zambullirse y darle alcance,
tomarlo del pelo (que no era mucho), y salvarlo. Fue un rescate hazañoso
y casi milagroso, dado lo terrible del caudal en ese sitio. De un borrador
escrito por Delimiro sobre aquel episodio, reproduzco su versión de los
hechos, vistos a cincuenta años de distancia:

Estaba yo retozando a la orilla del traidor Cauca, cuando de pronto me


hundí. Logré sacar la cabeza y gritar a Zuleta, el único que estaba cerca,
y sumergirme otra vez en el río. Otro esfuerzo, y apenas pude sacar una
mano para hundirme de nuevo, en mi opinión ya sin remedio. Había
leído en “Selecciones del Reader´s Digest” que lo último que sentía un
ahogado era una música, originada por la presión del agua sobre sus
oídos. Escuché la música… y me abandoné a mi suerte hasta cuando
sentí que me cogían del pelo. Colaboré esperanzado con mi salvador y,
apenas saqué la cabeza, Zuleta me gritó: “Hijueputa, que te ahogás”.
Vi entonces el más hermoso paisaje de mi vida: ¡La Naturaleza tenía el
resplandor del primer día! Esa tarde ofrendé a Zuleta el único pez que
los improvisados pescadores habíamos sacado del río, engarzado en mi
anzuelo. Estanislao contaba que apenas escuchó mi primer llamado nadó
hacia el lugar, río arriba, y cuando miró hacia atrás, río abajo, vio mi
mano y se devolvió buscándome. Me encontró y cogiéndome de mis
ralos cabellos, empezó a sacarme, elogiándome después porque en lugar
de lo que hacían otros en similares circunstancias, no me agarré de él
y traté de colaborar nadando. Así, al gran nadador que era Zuleta debo
el no haberme ahogado en el colérico río Cauca.

Cinco. –Moulin-Rouge y los desterrados de París

Divertite, che Carola… Meté ruido y espamento.


Si podés, fajate un viaje, vos que soñás con París…
E NRIQUE C ADÍCAMO –L ETRA DE TANGO .

E ntre las pocas películas que la censura eclesiástica dejaba llegar a Me-
dellín, en 1953 ó 54 vimos Moulin-Rouge dirigida por John Huston.
La primera vez fui a verla con Zuleta y con doña Margarita, su madre.
Luego, en barra de amigos, repetimos función por dos o tres veces en el
cine Ópera de la calle Maracaibo.
Nos impresionaba y atraía la atmósfera del París de 1900 recreada por
Huston. Mucho tiempo la tuvimos por obra maestra, por el tratamiento
de los personajes, la música inolvidable y los experimentos con el colorido
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impresionista para recrear las salas de fiesta, las telas de cortinajes y vestidos
y los carteles del pintor.
En la cinta José Ferrer hace una espléndida interpretación, y los trucos
fotográficos y el maquillaje logran un asombroso parecido físico con la
iconografía del pintor. Actuaba también Zsa Zsa Gabor, por entonces uno
de los íconos de Hollywood.
La música de Georges Auric estaba concebida para transportar al espec-
tador hasta el París de la época, lo que lograba de sobra. Aquella mezcla
con el cancán era desbordante. Muy frecuentemente la he vuelto a escuchar
porque se convirtió en un clásico dentro de la mejor música para el cine.
El mensaje básico que nos llegó era que el arte (la pintura de Toulouse-
Lautrec para el caso) justifica la existencia y con tal de dirigirse hacia sus
logros, el creador debe afrontar las dificultades que la vida le traiga.
Luego, en segundo plano, nos llegaba la trama sobre el heredero aristó-
crata que se enfrenta a su padre retardatario y rico, y es capaz de renunciar a
una existencia inútil para elegir un camino propio, en el que triunfa cuando
sus obras son aceptadas en el Louvre. (Muy claro mensaje existencialista del
tipo “cada uno es artesano de su destino”).
De último, en el subfondo, quedaba la autodestrucción por el alcohol
y sus secuelas, de un hombre atormentado a causa de su limitación física
y su fracaso con las mujeres. Este elemento, que aparecía tan claro en la
película cuando la volvimos a ver años después, no recuerdo que nos llegara
como mensaje, ni como tema de las extensas conversaciones que Zuleta nos
planteó en varias ocasiones a quienes con él habíamos ido ver la historia de
Lautrec. Muy claro síntoma de que el trago que entonces consumíamos en
las mesas de café lo considerábamos una dosis inofensiva y el fracaso con
las mujeres, un problema circunscrito a enanos y jorobados.
La posguerra que nos llegó a Medellín fue la francesa, un poco tardía
y envuelta en papel de libros y revistas. A partir de los años cincuenta
fueron apareciendo en las librerías las traducciones de Camus (La peste, El
extranjero), Francoise Sagan (Bonjour, tristesse), Jean Paul Sartre (El muro, La
náusea, La edad de la razón) y las obras literarias de Simone de Beauvoir. No
pasó mucho tiempo para que tuviéramos a la mano las ediciones francesas
de Gallimard y Du Seuil y ejemplares retrasados de Les Temps Modernes y
de los semanarios L´Express y Nouvel Observateur, pasaportes a un mundo
que creíamos nuestro.
Al lado de esa avalancha de las obras francesas quedaban en segundo
plano otros novelistas europeos de mayor circulación y fama transitoria como
Curzio Malaparte, Virgil Gheorghiu y Alberto Moravia. Leíamos a éstos y
a los norteamericanos en traducciones impresas en Buenos Aires o México,
Adolescencia de un memorioso 31

no siempre de calidad. Pero eran lecturas a distancia, escritos llegados de


mundos lejanos, sin la familiaridad y cercanía de vecindario que le asigná-
bamos a las obras de los franceses de posguerra.
A la admiración del pensamiento de Sartre y de sus personajes de novela,
por ejemplo, agregábamos un seguimiento callejero por los cafés de París,
de modo que nos sentíamos llamados a sentarnos con ellos en el Café de
Flore. Seguros estábamos de que París era el sitio que nos correspondía, y
que por un golpe adverso debíamos permanecer transitoriamente desterrados
en Medellín, hasta que llegara un mundo más justo que nos restablecería a
la Rive Gauche y nos permitiría caminar por los adoquinados del Quartier
Latin.
En el caso de películas como Moulin-Rouge, cada salida del cine, de
regreso a casa o con dirección al café, por las provincianas calles de Mede-
llín, era para nosotros la constatación de que había un sitio mejor, del cual
estábamos exiliados; y cada inmersión en la bohemia de París, un estímulo
a la adquisición y lectura de libros y revistas franceses, eficaces recreadores
del paraíso aplazado.
Zuleta tuvo la oportunidad de ir a Europa en 1953, y estar en París por
dos o tres semanas; y era tal su vocación por aquella ciudad que él mismo
y quienes en esa época éramos sus amigos exageramos la importancia de
tan corta visita. A otras personas que habían vivido en Francia por más
tiempo no les concedíamos reconocimiento alguno, como si no lo merecie-
ran. Nunca una visita tan fugaz fue interpretada como un acontecimiento
tan decisorio en la vida de un personaje como los pocos días de Zuleta en
París. No ha aparecido nadie a decir que fuera decisiva para Francia, pero
sí se le da un significado curiosamente exagerado, que tal vez hunda sus
raíces emocionales en el cine y las lecturas de posguerra que a Medellín nos
llegaron en la primera juventud.

Seis. –Pincelada sobre Fernando Botero

F ernando Botero había terminado su bachillerato en el Liceo Antio-


queño, en 1950, en el grupo en que estaban Gonzalo Arango, José
Osorio Gallego y Carlos Jiménez, que fue su amigo más cercano de aquellos
tiempos. De ese mismo liceo, yo salí en 1952 y Zuleta estaba en el grupo
de los que serían bachilleres en 1954, pero cuando debía ingresar a quinto
curso decidió no matricularse.
Botero había nacido en 1932 y, por actitudes comunes y concurrencia a
los sitios comunes, al café Miami y la tertulia de la France Presse, hacíamos
parte del mismo grupo generacional. Adicionalmente, por algún tiempo
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fue admirador aceptado y asiduo de la Nena Zuleta, la hermana mayor de


Estanislao, que era una muchacha muy bonita. Las visitas del pretendiente
Botero tenían el formato antiguo, es decir que era recibido en la sala de la
casa, con la particularidad de que, mientras transcurría el diálogo galante, el
pintor aficionado dibujaba sobre un papel cualquiera lo que veía: un perfil
de ella, el boceto de un jarrón o de unas flores.
Pasado algún tiempo la Nena le dijo a su hermano: “Mira, Estanislao,
¿qué hago con estos dibujos? ¡Tan querido Fernando, pero yo no sé dónde
ponerlos!”, y le entregó una carpeta con trazos, esbozos y figuras hechas a
mano alzada por aquel admirador que aspiraba a ser pintor. Seleccionados
por temas y distribuidos en varios sobres, los fuimos llevando a un café cerca
del parque de Bolívar, con Óscar Hernández como intermediario, quien le
afirmó al dueño que tenían algún valor: “Son de Fernando Botero, recíbalos
como pago de la cuenta”. Así fue como nuestro anfitrión pagó varias tomatas
de cerveza con dibujos de Fernando Botero que el dueño del café conservó,
“sin saber de qué música era dueño”.
En 1955, el pintor –con un nombre ya reconocido– regresó a Medellín
de su primer recorrido por los museos y escuelas de España, Francia e Ita-
lia, con especial permanencia en Florencia para recibir la influencia de los
maestros del Quatrocento. Así lo indicaban los cuadros que colgó en el Club
de Profesionales de la avenida La Playa. Para la exposición y en testimonio
de la sintonía intelectual que siempre tuvo con Zuleta, Botero le pidió que
hiciera el discurso de apertura. Ambos eran muy jóvenes, pero el pintor con
23 años y el conferencista con 20 dieron en aquella exposición un mensaje
de ruptura con las tendencias del arte y el pensamiento que en Medellín se
tenían como de obligada observancia.
El discurso, publicado por El Colombiano, es una de los primeros textos
salidos del puño y letra de Zuleta. Recuerdo que lo acompañé desde la calle
Cuba donde vivía hasta La Playa donde estaba el Club de Profesionales y
adonde llegó con cierto retraso para presentar la exposición. “Mirá, que ya
son las siete y nos están esperando”, “Dejá, entremos aquí y nos tomamos
otra cerveza, porque todavía me falta terminar algunos párrafos”. Y lo fue
haciendo en las mesas de los cafés. Como siempre he tenido la manía de
meterme a corregir lo que escriben los demás, puedo decir que lo fuimos
haciendo a cuatro manos en alguno de sus párrafos.
Sin que el contenido tenga mayor profundidad ni ningún enfoque ori-
ginal sobre la pintura o el arte, se le cita con alguna frecuencia en especial
en estos apartes: “La pintura de Botero es acto que lo compromete en todos
los frentes. Porque apela en nosotros a una sensibilidad inmediata, a una
humanidad primera que está más allá de todas las dolorosas y arbitrarias
Adolescencia de un memorioso 33

clasificaciones sociales, quiere entablar su diálogo con un hombre más recto


y más libre”. Y finaliza diciendo: “Esperemos que avance por este camino,
que su arte sea la expresión cada vez más profunda y más pura de su exis-
tencia”.

Siete. –Evocación de los cafés

E l café Miami estaba en la esquina de la carrera Junín con la calle Ca-


racas. Al frente, por la puerta norte, estaba el parque de Bolívar. En
la vecindad, por la calle Caracas hacia arriba, estaba La Macarena y por la
misma acera de Junín, el Metropol, que eran cafés más grandes, con salón
de billares al fondo. En estos cafés ocupé mesa para trasnochar en vísperas
de exámenes de la facultad de derecho.
En los primeros años cincuenta, el Miami era punto de encuentro de
estudiantes y gente joven, que tomaban tinto y gaseosa por las mañanas y
cerveza por las noches, en mesas de cinco o seis contertulios en plan de
cerrarse hacia el interior del grupo, de modo que la comunicación entre
mesa y mesa era un asunto de grupo a grupo.
En esos años tuvo la asistencia de barras de “cocacolos”, hijos de fa-
milia de los vecinos barrios de La Metropolitana, El Prado, Los Ángeles
y Boston, en plan de integrarse entre ellos a través de ciertas externidades
como raparse el pelo, que fue distintivo de “la barra de los tusos”, o de
un gamberrismo pendenciero, como la “barra de los macarios”. Por eso el
Miami fue conocido entonces como un café de “cocacolos”.
Antes de que Zuleta concurriera a ese sitio, yo llevaba un par de años
asistiendo los sábados con Alfredo Orozco, Héctor Tobón, Fernando Torres,
Rodrigo Rodríguez y Alfonso Trejos, amigo generoso y curioso personaje
que durante la semana trabajaba como zapatero, era aplicado alumno de
inglés en el Colombo-Americano y los fines de semana alternaba con nuestro
grupo de estudiantes, pagando las cuentas que no eran pequeñas y repitien-
do cada semana su generoso mecenazgo. Trejos era un hombre de los de
auto-superación, con maneras correctas de gran señor, pero no dejaba de
recordarnos la letra del tango Garufa: Durante la semana, meta laburo, / y
el sábado a la noche sos un doctor: / te encajás las polainas y el cuello duro /
y te venís p’al centro de rompedor.
Ya al año siguiente de haberlo conocido, a los 16, Zuleta llegó a en-
grosar la clientela del Miami. Allí nos reuníamos los sábados y domingos,
formábamos tertulias y cumplíamos con el modelo antioqueño de iniciarnos
desde jóvenes en los rituales del café y la consiguiente cultura alcohólica.
Alternando con los “cocacolos”, concurríamos algunos bachilleres que tenía-
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mos inquietudes intelectuales o presumíamos de tenerlas: Fernando Botero,


Carlos Jiménez y Gonzalo Arango –que terminaron bachillerato en 1950–;
Hernando Aguilar y Carlos Betancur –que terminaron en 1951–; Iván Garcés,
Rómulo Naranjo y Rómulo Jaramillo –que terminaron conmigo en 1952.
Aceptado por quienes le llevábamos dos o tres años de edad, Zuleta entró
en el proceso del adolescente que se integra a la “barra” del café y asume
ciertos riesgos al margen de la protección familiar.
Por una temporada no muy larga, los citados estudiantes intentamos que
el Miami fuera un café de intelectuales jóvenes. Desde temprano, los sábados
y domingos leíamos allí los periódicos, los suplementos literarios, las revistas.
Con ansiedad eran esperados los voceadores que anunciaban los diarios y
semanarios de Bogotá. Entre semana, por las tardes, no encontrábamos otro
sitio donde tomar cerveza, armar la charla y aplazar la vuelta a casa. Había
intercambio de libros, préstamos sin devolución, bastante pose sobre gustos
y afiliaciones intelectuales y abundante consumo de ‘Pilsen’ y ‘Costeñita’.
Entre la fanfarronería provinciana, en algunas mesas del Miami empezó
como chiste la idea de crear la UGA (Unión de genios antioqueños), tontería
que se repitió en dos o tres ocasiones como asunto superficial y hasta apareció
en alguna nota perdida en la revista Letras Universitarias. Cincuenta años
después, no hace muchos años, el periodista Humberto López me reprochó
la “chicanería” que suponía esa ocurrencia tonta de la UGA, como si la pose
de quienes la crearon hubiera sido en serio. ¿O lo sería?
Las calles aledañas al parque de Bolívar eran habitadas por familias de
envidiado nivel económico y alta influencia social, ligadas por una compleja
red de parentescos y vínculos comerciales. No muy lejos estaba el barrio El
Prado, enclave de las mansiones más espaciosas. De ese estrato circundante
provenían Mario Sierra, Luis Velásquez, los hermanos Cárdenas Gutiérrez,
que concurrían al Miami con sus condiscípulos de la Bolivariana, de San
Ignacio (colegio de los jesuitas) y de San José (de los hermanos cristianos),
y a diario formaban grupos en dos o tres mesas. Otro tanto hacíamos los
matriculados en bachillerato y facultades de la Universidad de Antioquia.
Después, en los años sesenta, al Miami le pusieron traganíquel con
música de boleros de Leo Marini y caribeñas de Daniel Santos y, junto
con el Metropol y otros sitios aledaños se convirtió en la pasarela de una
promoción de homosexuales exhibicionistas y matones. Fernando Vallejo en
El fuego secreto, que como todos sus libros es a la vez anti-novela y crónica
testimonial en clave, cuenta:
¡Clic! sonó el vaso y cambió el disco al caer una moneda: desde su alma
oscura, insidiosa, el traganíquel, alumbrado de foquitos, empezó a arrastrar
una voz: “Busco tu recuerdo dentro de mi pena…” Era Daniel Santos,
Adolescencia de un memorioso 35

el Jefe, quien cantaba… Un inmenso viento verde de piratas y palmeras


sopló sobre el Café Miami viniendo de muy lejos, de un remoto mar
Caribe de tormenta, donde cargada de oro se iba a pique una goleta y
naufragaban penas de amor.
Afirmándose en esa condición arrabalera el Miami desapareció en un
incendio devastador, descrito con maestría por Fernado Vallejo en el pá-
rrafo final de la citada obra. En la forma de destrucción por el fuego que
describe el novelista se cerró al final de los sesenta no sólo el Miami sino
un concepto tradicional de los cafés aledaños al parque de Bolívar y de los
valores que allí se refugiaban.
Desde tiempo atrás, en los años cuarenta y cincuenta la bohemia todavía
se arropaba en los bambucos de Obdulio y Julián, el Dueto de Antaño, y
Espinosa y Bedoya, cuyos aires tristones envolvían las heladerías y salones
donde ponían música, junto con las voces de Alfonso Ortiz Tirado, Alberto
Gómez, Hugo del Carril y, ya al final de ese período en bares y cantinas
más populares, Leo Marini y Daniel Santos.
Por esa época, no muy lejos del parque de Bolívar, hacia otro punto
cardinal de la ciudad, el más famoso de los cafés de Medellín, La Bastilla,
en La Playa arriba de Junín, sobrevivía con su antigua opacidad como sitio
de encuentro de literatos, periodistas y políticos. Guardaba el recuerdo de
haber albergado a la tertulia provinciana de Tomás Carrasquilla, León Zafir,
Tartarín Moreira y demás contemporáneos de los trece Panidas.
Los sobrevivientes de esa bohemia del trasnocho y la resignación se habían
refugiado en el café Madrid, situado en Calibío cerca del palacio Municipal,
donde continuaron llegando los poetas en peligro de extinción, periodistas,
funcionarios públicos y aspirantes a serlo, acogidos por un ambiente sobrio
y con el mejor tinto de Medellín, justo es reconocerlo.
También perduraban por allí en el centro el Regina, que en sus comien-
zos se llamó “salón”, tomado por contertulios del fútbol o de la política
local. Y dos cafés de variopinto personal, el Pilsen, en Boyacá con Palacé,
frente a la iglesia de la Candelaria, y el Medellín, en Palacé con La Playa,
con ingrediente de finqueros, negociantes y prestamistas. 6
Menciono estas viejas encrucijadas del tinto, la cerveza, el aguardiente,
el día y la noche, porque hacia esos lados más tradicionales nos desplazamos
en 1953 o 54, dejando atrás el Miami. El epicentro de esta nueva vocación
fue La Bastilla, con sus cercanos San Fernando, Continental y Morabar que

6 Según José Ignacio González Escobar, hacia 1949, en el café Medellín operaba Fernando
González como prestamista al dos por cierto mensual. Véase Concordia, años de frenesí y de
guerra, pag. 341. Edición de la Secretaría de Educación y Cultura de Antioquia, 1988.
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tenían disposición y dotación más modernas y meseras más atractivas, por


lo cual se reclamaban de ser “bares”, no “cafés”. En los bajos del edificio
Zoratama, en Colombia con Junín, estaba el café del mismo nombre que
también recibía nuestras visitas de tomadores de cerveza y consumidores de
“perros calientes”, un bocado casi exótico en el Medellín tradicional.
Contribuyeron al trasteo a La Bastilla las pretensiones de haber superado
la época de los “coca-colos” del Miami y las nuevas relaciones e intereses
que giraban alrededor de la cercana oficina de la France Presse, razones que
convirtieron ese café en el “metedero” de Zuleta y los amigos comunes.
Concurrir a La Bastilla era como ser admitido en un club. Había cierta
sensación de “haber llegado” cuando nos veíamos rodeados de cuantos con-
siderábamos nuestros aliados o nuestros adversarios en el esquema político
e intelectual. Allí bajaban a tomar tinto desde su oficina Alberto Aguirre,
Bernardo Hoyos, Estanislao Posada. Allí se pasaban la mañana leyendo el
periódico y comentándolo con nosotros, Carlos Castro Saavedra, Oscar
Hernández, Alberto Upegui. Allí nos citábamos con otros colegas, Delimiro
Moreno, Virgilio Vargas, Juan B. Granados. En una de sus puertas hizo su
aparición, ocupando todo el espacio con su ancha y sonriente boca, Mario
Vélez, a quien no conocíamos sino por referencias; se sentó a nuestra mesa
como un viejo amigo, se vinculó con nuestro grupo y en los siguientes
50 años nos tuvo de espectadores y escuchas de su oficio de “cobero” y
encantador de serpientes.
Para la nocturnidad había otros cafés y cantinas. En las vecindades de
La Bastilla nos esperaban el Escorial, el Londres, el Crillón, con músicos
serenateros y comilonas en cantidad y calidad para trasnochadores. Pero en
materia de música de cuerda nuestra elección era otra: Yendo hacia el lado
de Guayaquil, recoge mi memoria el bar Sociego (con “c”) , propiedad de
una “Sociedad de Ciegos” que lo administraban y lo animaban con ejecución
de instrumentos musicales y entonación de un amplio álbum de tangos y
canciones colombianas. Para servir el aguardiente los clientes teníamos licen-
cia de pasar detrás del mostrador, disponer de copas y destapar la botella;
pero a la hora de pagar la cuenta, el oído de los dueños había controlado
y registrado de modo estricto el tintineo de cada uno de los cristales y el
chin-chin de cada uno de los brindis. Aquellas voces, salidas de la sombra,
resultaban imbatibles en el repertorio que nos gustaba y por eso eran de
obligada visita semanal, con Zuleta y otros amigos. De todos estos, perdura
todavía la voz de Bernardo Ruiz cantando el tango ‘Ninguna’, con letra de
Homero Manzi, que en su voz conocimos, envuelta en la melopea de los
ciegos: Esta puerta se abrió para tu paso, / este piano tembló con tu canción
/ esta mesa, este espejo y estos cuadros / guardan ecos del eco de tu voz. (…)
Adolescencia de un memorioso 37

No habrá ninguna igual, no habrá ninguna, / ninguna con tu piel ni con tu


voz...
Zuleta tenía un gran oído para la música. Mientras sus amigos no es-
tábamos ni iniciados en la música clásica, él podía distinguir un concierto,
hablar sobre su significado, la calidad de la ejecución. En su casa había una
colección de discos que él escuchaba con cierto detenimiento y los entendía
y los tarareaba, sin que fuera una presencia central, como algo marginal; pero
daba por sabido que la música era una forma válida para expresar pasiones
y sentimientos, lo que después él entroncaba con sus lecturas. La Montaña
Mágica influyó mucho en su afición a la música culta. Por lo demás, lo
que oíamos eran los porros y demás músicas tropicales que había en las
rocolas de bares y cafés o los pasillos y bambucos que escuchábamos de los
tipleros inevitables de fondas y cantinas. Pero esos y otros aires populares
de la época pasaban de largo sin tocarnos.
En la búsqueda de ambientes populares intentamos acercarnos a Guayaquil
donde funcionaban centenares de cantinas crapulosas, con surtido completo
de trago y traganíqueles: El Golfo, El Árabe, El Perro Negro, el Patio del
Tango, el Armenonville, el Galicia. Para escuchar un tango en esos sitios
había que esperarlo precedido de boleros, rancheras y pasillos ecuatorianos,
por eso Guayaquil nos resultó algo decepcionante y nunca nos causó el en-
tusiasmo que a otros de nuestros contemporáneos. Esto para testimoniar que
existía la música como un transfondo, con carácter secundario. Lo nuestro
era el culto a la palabra, donde navegábamos era en la Galaxia Gutemberg:
los libros, la página impresa, la letra leída, la poesía, los juegos de palabras.
En eso Zuleta era muy hábil, lo mismo que en los apodos, los retruécanos,
los trastruécanos, las transposiciones.
El impulso para hacernos cultores del tango en ambiente más genuino lo
recibimos de Mario Arrubla que nos indujo a Lovaina y al Barrio Antioquia,
barriadas que le eran familiares y donde conocía los sitios apropiados, las
cantinas con los mejores discos y hasta el repertorio de los distintos traga-
níqueles. En esas cantinas tomábamos cerveza, escuchábamos en estado puro
los tangos recomendados por nuestro asesor, y nos dejábamos convencer por
las letras y la música en un entorno malevo. Hasta llegamos a ensayarnos
en algunos pasos de baile, no sólo de tango sino de música tropical, por las
presiones de otro compinche de aquellas nocturnidades, Virgilio Vargas.
Zuleta reconoció que, a los trece años, su madre lo había matriculado
en clases de baile, para que junto con su hermana pudieran salir airosos en
el compromiso social que implicaban las reuniones con “castigo de baldosa”.
Por eso, a pesar de una inmensa pereza para tales trances, hacía intentos en
el bailoteo de ambiente popular. Arrubla también se defendía, aunque sus
38 AL MARGEN

habilidades para el baile eran muy inferiores a su amplio conocimiento de


las letras de canciones populares. Mi torpeza irremediable se hizo evidente
a pesar de que siempre quise bailar tango. Pero el “bailarín compadrito” de
esas milongas era Virgilio Vargas, capaz de asombrarnos con una pirueta
arrabalera que se llamaba “la caída de la hoja”.
Revisemos la leyenda de que Zuleta decidió con toda claridad abandonar
el bachillerato, para dedicarse a leer en la biblioteca de su casa. Es cierto que
allí se refugió; pero también en el café, donde lo esperaban la cerveza, algo de
pose y mucho de inquietud intelectual y física, como iniciación en una bohe-
mia que con perfiles más absorbentes llegaría después y que traería más trago
y cigarrillo, afiliación a un determinado círculo y actitud contestataria hacia
los valores que el medio y la familia pretendían imponerle. Ni él ni ninguno
del grupo nos escapábamos a cierta influencia tanguística que hubo y habrá
siempre en Medellín. En la atmósfera de ‘Cafetín de Buenos Aires’, de Santos
Discépolo, veo yo aquella generación: Como una escuela de todas las cosas, / ya
de muchacho me diste entre asombros: / el cigarrillo, / la fe en mis sueños / y una
esperanza de amor.(…) En tu mezcla milagrosa / de sabihondos y suicidas, / yo
aprendí filosofía, dados, timba / y la poesía cruel / de no pensar más en mí.

Recuadro

U n buena descripción literaria de la época posterior a nuestra generación,


en que el Miami, el Metropol y La Macarena se convirtieron en el
epicentro de una juventud que asumió el homosexualismo como culpa y
signo de rebeldía, es la de Fernando Vallejo en el siguiente párrafo de su
novela El Fuego Sagrado, edic. Alfaguara:

Como todos los cafés de Medellín, o de Antioquia, el Miami no es un


café: es cantina.
Cafés se llama a las cantinas en un país de borrachos por eufemismo,
por salvarle un poco la cara maltratada a la decencia. Cierto que en la
mañana, y hasta en la tarde, sirven café, pero del café se pasa a la cer-
veza, y de la cerveza al aguardiente, y del aguardiente a la alucinación.
Para las siete u ocho de la noche ya han sido abiertas de par en par las
puertas al cotidiano desvarío.
Centro del centro, corazón de la tierra, el Miami se levanta en la mera
esquina donde desemboca Junín al parque de Bolívar. Y por aquello de
que Dios los hace y ellos se juntan, tarde que temprano allí vamos a
dar todos, convirgiendo desde el extravío.
Antiguamente, en tiempos de Carrasquilla, digo por decir, o sea cuando
yo aún no nacía, debió de ser una casa, o parte de una casa: una de
esas amplias casas del Medellín lejano bajo cuyos techos de teja la vida
Adolescencia de un memorioso 39

transcurría en paz, porque abiertas las ventanas de barrotes corría un aire


límpido, y sus moradores no tenían ni idea de por dónde, ni cómo, ni
con cuánta intención comete un cristiano el pecado mortal. ¿O acaso
sí? Acaso sí. Yo soy muy dado a presumir de que al abrir por primera
vez los ojos el mundo lo descubrí yo.
Sea lo que sea, convertido en una jaula de vidrio con entradas y cris-
tales al parque y a la calle y a los cuatro vientos, el Miami nos exhibía
con desvergüenza a la pública murmuración.
Impávido señor de las conciencias, el aguardiente circulaba. Por la
quinta botella andábamos en el Metropol, de Junín; por la octava o
décima, en el Armenonville, de Guayaquil. Promisorios jovencitos, rá-
fagas de sol sobre la oscura desolación de los tangos, se iban llegando,
en el sucederse de las horas y las botellas, a nuestra mesa: escoltados,
qué remedio, la belleza no anda sola, de sus infaltables acompañantes,
estorbosos acompañantes que le aumentaban a Óscar (no a mí, un
desarrapado) la kilométrica cuenta, y que, bien que mal, brusca o deli-
cadamente, habíamos de sacudirnos, como si fuéramos perros invadidos
de una legión de pulgas, en cada cambio de cantina. Ciencia difícil y
de equilibrista la de botar los estorbos sin ir a tirar las bellezas.
El Metropol es, era, una cantina en un inmenso galpón de billares.
El Armenonville, una cantina a secas: viejas fotos enmarcadas de Juan
Pulido y Juan Arvizu en las paredes de la barra y el traganíquel, y un
cromo de Gardel alumbrado, con una veladora y sobrada razón, como
si fuera la Santísima Virgen. Y ahí vamos por la vida sobre la cuerda
floja, a un paso siempre de caer, por la derecha o por la izquierda, al
mismo despeñadero.

Ocho. –La dudosa existencia del ‘grupo de la France Presse’ en Medellín


y de ‘La Cueva’ en Barranquilla

S i en algún momento le hubieran preguntado a don Ramón Vinyes,


cuando después del año 50 regresó de Barranquilla a su natal Barcelona,
por “el Grupo de La Cueva”, es seguro que habría respondido: — ¿De qué
cueva y de qué grupo me habla usted?
De la misma manera Alberto Aguirre, en Medellín, cuando lea este ar-
tículo dirá: ¿De qué grupo de la France Presse está hablando este pendejo?
¡Ni qué grupo ni qué pan caliente, eso nunca existió!
Los centros literarios formados a la sombra de los establecimientos
educativos tienen una existencia demostrable porque se rigen por estatutos
y elaboran actas de las reuniones. Otros grupos informales, integrados por
jóvenes desconocidos que luego llegan a ser intelectuales y artistas consa-
grados, son más etéreos. Originalmente son simples reuniones de amigos
para beber en un café o tertulias a veces trashumantes, a veces con sitio
40 AL MARGEN

fijo; luego, a posteriori, se bautizan como “grupo X” y por eso su existencia


puede ser difícil de demostrar. Si dentro de una generación ninguno consigue
destacarse en nada, no queda ni el recuerdo de los contertulios del café, de
los acercamientos esporádicos de amigos; pero si alguno alcanza méritos y
fama, no sólo se hablará del “grupo” sino que la pluma de algún cronista
con necesidad de crear mitos locales le pondrá un nombre a la reunión
amistosa y algún biógrafo llevará la historia hasta las páginas del libro. Por
eso el cuento del grupo de la France Presse va a perdurar, porque a esas
oficinas iban hombres que después tuvieron alguna consagración y porque
si Barranquilla se inventó La Cueva ¿cómo Medellín no va a inventarse
la France Presse, existiendo como existen algunos elementos dispersos que
permiten armar ese retablo?
La primera opinión en contra de la existencia del grupo de la AFP es
la de Alberto Aguirre, que era director de la agencia de noticias. En su ya
larga vida ha cumplido con muy variados roles en el contexto de Medellín,
ha sido sucesivamente abogado, juez, magistrado, periodista, cinematogra-
fista, promotor del Cine Club, librero, editor, exiliado en España, profesor,
crítico de cine, literatura y problemática social, siempre líder del sector de la
inteligencia en su ciudad. Aunque fue el director de la AFP en un período
más amplio, esta crónica se refiere únicamente al lapso 1953-1959 del cual
puedo dar testimonio o basarme en el de otros contemporáneos, con quienes
he consultado su veracidad.
Por su misma conexión telegráfica con el mundo, la France Presse era
en Medellín de los años cincuenta el sitio donde día a día se confirmaba
la noticia de que, más allá de nuestras fronteras, había un mundo diferente
y donde llegaban reflejos de la vida en esos otros países. Se formó allí, en
forma de ocasional tertulia, una especie de muestrario intelectual de iz-
quierda, una apertura al pensamiento moderno, en vísperas de una diáspora
que muy pronto dispersó a sus integrantes en la búsqueda de sus destinos
individuales.
Existía en la AFP un cargo de “redactor–traductor”, cuya tarea prin-
cipal era la de “inflar cables”, es decir, traducir lo que llegaba al teletipo
en lenguaje telegráfico, ponerle un título atractivo y redactarlo con alguna
fluidez. Pasaron por allí como redactores, entre otros, Carlos Castro Saave-
dra, Oscar Hernández, León Arboleda, Gonzalo Arango, Delimiro Moreno,
Abelardo Ospina, Mario Arrubla, Estanislao Zuleta, más o menos en ese
orden cronológico. Por decisión del director de la agencia, Castro Saavedra
cobra sueldo aunque su trabajo fuera ninguno. De Gonzalo Arango cuenta
A.A. que no sabía francés ni escribir a máquina a pesar de lo cual le pagó
varias mensualidades, para irse con él a jugar billar, cosa que tampoco sabía
Adolescencia de un memorioso 41

ninguno de los dos.7 También hay testimonios de que Zuleta a la edad en


que pasó por la France Presse no sabía escribir a máquina, ni quiso adap-
tar su francés de estilo literario al argot de corte periodístico que usan las
agencias de noticias, por lo cual duró unos pocos días en aquel empleo, que
vino a ser el primero entre muchos que tuvo en su vida.
Las oficinas de la AFP funcionaban en el tercer piso del edificio Fernan-
do Vélez, en Junín entre La Playa y Colombia, donde también tenían sus
despachos Jaime Isaza Cadavid, Jaime Sierra García, Alberto Posada Ángel
y otros abogados y políticos antioqueños.
Alrededor de Alberto Aguirre y de los que trabajaban en la France Presse
se generó una concurrencia, nutrida e informal, en plan tertulia en las mismas
oficinas de la agencia o punto de partida hacia los cafés vecinos. Sin que en
un momento determinado hayan coincidido todos, por allí desfilaron Carlos
Castro Saavedra (poeta), Oscar Hernández (poeta), Manuel Mejía Vallejo
(novelista), Carlos Jiménez Gómez (abogado y escritor), Fernando Botero
(pintor), Mario Rivero (poeta), Jorge Montoya Toro (poeta); Gonzalo Arango,
fundador del nadaísmo; Eddy Torres, que dirigía el suplemento literario de
El Colombiano; León “Lupo” Arboleda que se fue al monte, fundó el EPL y
murió en la guerrilla; Fausto Cabrera, español, exilado republicano, recitador
y actor de teatro. Y de nuestro grupo, Delimiro Moreno, Abelardo Ospina,
Ramiro Montoya, Mario Arrubla y Estanislao Zuleta.
En la Costa Atlántica, con bastante más publicidad han establecido los
perfiles del Grupo de Barranquilla o de La Cueva cuya existencia queda muy
definida desde que tienen premio Nobel, aunque hay un detalle con ese
grupo y es que García Márquez, figura central de las tertulias y parrandas
de Barranquilla, al sitio de La Cueva no fue sino dos o tres veces, como se
deduce de la lectura de sus memorias, Vivir para Contarla, en los apartes
en que toca el tema.
Heriberto Fiorillo publicó un libro, La Cueva – Crónica del Grupo de
Barranquilla,8 que además de un amplio anecdotario, de sabor acomodaticio,
incluye fotografías de Nereo, Kike Scopell y otros testimonios gráficos como
pruebas de una existencia que algunos han discutido.

7 “Yo tuve a Gonzalo en la France Presse, de la que fui director por allá en 1953, y es, sea
dicho de paso, la razón por la cual yo me metí al periodismo. Tenía dos redactores en el
día, y un redactor nocturno (...) Entonces le di a Gonzalo el puesto de redactor nocturno.
Fue una audacia porque él no sabía escribir a máquina, no sabía francés y no tenía ni
idea de periodismo (…). Para el turno de la noche, el de Gonzalo, yo venía después de
comer, a las 8, y hacía también ese turno, pero se lo pagaba a él. Para mí fue muy bonito,
porque nos la pasábamos charlando”. Alberto Aguirre en Vida de Gonzalo Arango, pág.
web www.gonzaloarango.com (copiado el 15 de septiembre de 2007).
8 Fiorillo Heriberto, Op. cit. Planeta, Bogotá, 2002.
42 AL MARGEN

En artículo de El Tiempo, fechado el 3 de marzo de 2007, Armando


Benedetti Jimeno trae estas afirmaciones: “Tuve el privilegio de ser amigo
cercano de Germán Vargas. Me consta directamente que creía que eso del
Grupo Barranquilla era un embeleco de cuya invención sus integrantes
eran inocentes. Fiorillo mismo se encarga, sin proponérselo, de inventariar
las pruebas de la inexistencia”. “El grupo no existió –como dijo alguna
vez Jacques Gilard– pero fue importante”. Y más adelante el testimonio
de Meira del Mar: “Ellos mismos decían que no habían sido un grupo
literario”.
Por encima de negaciones como la que acabamos de citar, algunos de
los que en Barranquilla constituyeron la tertulia, así como sus cronistas, han
hecho lo posible por aportar pruebas de la vida del grupo y recargarlo de
nombres y de méritos. Los de Medellín, por el contrario, no han concedi-
do ningún valor ni significado a la lista de quienes desfilaron por la AFP.
Orientador de ese escepticismo es Alberto Aguirre, quien resta todo signifi-
cado al cónclave generacional que se reunía en su oficina. Sin embargo los
nombres que he citado coincidieron en un momento determinado en ese
sitio de Medellín y casi todos han conseguido algunos logros en los campos
de la literatura o el arte a que se dedicaron.
El llamado Grupo de Barranquilla se inició en reuniones de periodistas
con bastante trago en los cafés del centro de la ciudad, cerca de las redac-
ciones donde trabajaban algunos de ellos, y luego se trasladó a La Cueva,
un bar que funcionó, regentado por Eduardo Vilá, de 1954 a 1964. Era al
principio un sitio donde iban los cazadores de la ciudad; luego concurrieron
en algún momento Alvaro Cepeda Samudio, Germán Vargas, Alejandro
Obregón, Cecilia Porras, los Fuenmayor (padre o hijo), pero esta etapa de
La Cueva no coincide con la presencia de Ramón Vinyes, el “sabio catalán”
a quien se ha tratado de señalar como centro de aquellas tertulias. Este exi-
liado republicano sí había pontificado en el café Colombia y en algún de los
del centro de la ciudad, pero murió en Barcelona en 1952 y los integrantes
del llamado Grupo de Barranquilla comenzaron sus travesuras en el negocio
de Eduardo Vilá en 1954.
El grupo de la France Presse tenía algunos parecidos con el de La Cue-
va, pero también connotaciones que lo hacían diferente, como vale la pena
recordar. En las oficinas de la AFP había tertulia, no se tomaba trago, pero
se concertaban algunos encuentros para bajar al café Regina, a La Bastilla, al
San Fernando o al Zoratama. No había el exceso de bohemia que distinguió a
La Cueva, antro de bebedores de ron. (Antonio Roda, pintor valenciano muy
valioso, va de Bogotá a Barranquilla en 1955, se los encuentra y los define
como un “Grupo de hijos de familia dedicados a la bohemia fácil”).
Adolescencia de un memorioso 43

Entre los dos grupos se dan estas coincidencias: Son coetáneos de 1953
a 1960. Fernando Botero visita La Cueva hacia 1955 y les regala un cuadro
que posteriormente ha servido de epicentro para establecer en el viejo local
una sala de exposiciones. En 1960 Alberto Aguirre va a Barranquilla a un
festival cinematográfico, le compra a Gabito los derechos de autor de El
coronel no tiene quien le escriba, y publica en Medellín la segunda edición
de esta obra (la primera la había publicado Ediciones Mito en Bogotá).
Hay otro contacto entre los dos grupos. En 1954 Eddy Torres, que dirige
el suplemento literario de El Colombiano y que había conocido en Bogotá a
Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas, publica en Medellín una selección de
poemas de Meira del Mar y algunos cuentos de Cepeda Samudio, Germán
Vargas y García Márquez.
Una figura curiosa, anecdótica, Orlando Rivera, “Riverita”, es el único
personaje que pertenece a los dos grupos. También le decían “Figuritas”
porque publicaba una revista con ilustraciones que se llamaba Figuras. Era
un pintor aficionado con mucho talento, a quien Alejandro Obregón le
ayudaba en Barranquilla regalándole lienzos y colores. En Medellín se casó
con una pintora antioqueña que había sido monja, se quedó en esa ciudad
tratando de vivir como pintor profesional y en otras artes del “rebusque”,
y participaba en las tertulias de la AFP. Era muy bohemio, García Márquez
dice que era de profesión loco, así que en un Carnaval de Barranquilla,
disfrazado de loco, se cayó de una carroza y fue atropellado y muerto por
la que venía detrás.
He hecho una lista de lo que leían unos y otros. Hay unas lecturas
que son comunes a los dos grupos, pero sólo en literatura y en dos poetas
latinoamericanos: León de Greiff y Neruda. Los costeños no leían a Luis
Carlos López, los antioqueños sí. En novelística ellos y nosotros leíamos a
Edgar Allan Poe, William Faulkner, William Saroyan, John Dos Passos, Ernest
Hemingway y Truman Capote. Esas lecturas de americanos son comunes y
también las de estos europeos: James Joyce, Virgina Wolf, Franz Kafka, Jean
Paul Sartre, Albert Camus, Alberto Moravia y Curzio Malaparte.
Los costeños leen literatura, hacen literatura y no tienen más compromi-
so. No dedican la vida a transformar el mundo sino a tratar de disfrutarlo,
escribirlo o pintarlo. Los antioqueños se complican más la vida, y además
de una cierta literatura de consumo obligado leen autores con temas más
complejos y profundos, como Thomas Mann o Dostoyevski; pero sobre
todo el grupo de Zuleta y sus más cercanos pasan a leer a Kant, Nietszche
y luego a Heidegger, Sartre y demás existencialistas, y a partir de esas lec-
turas pretenden elaborar un sistema de pensamiento, que luego completan
con Hegel y Marx y Engels, que creen que el mundo se puede transformar
44 AL MARGEN

y que en el término de una vida el mundo es susceptible de un cambio,


requerido por la justicia. El panorama es todavía más complicado porque
a esa novelística europea y a esos filósofos agregan el estudio de la obra de
Freud. (Sobre los autores últimamente citados no hay testimonio de que el
grupo de Barranquilla tuviera interés alguno).
Para proponer algún significado a estos grupos, además de sus lecturas y
sus parrandas, habría que entrar en el análisis de los escritos que publicaron
y los cuadros que pintaron. Entonces veríamos a los paisas y a los costeños
metidos en procesos de ruptura con lo que heredaron y en contribuciones
a los inicios de la modernidad en Colombia, que me parece es por donde
deben entenderse.

Recuadro

Todo empezó hacia 1954 cuando Álvaro Cepeda Samudio se encontró con
que Eduardo Vilá, hijo de catalán, era un intelectual vergonzante que tenía
un almacén de abasto llamado El Vaivén. Esa misma noche lo convenció
de que regalara toda la mercancía y que convirtiera el lugar en un bar
llamado La Cueva, con la condición de que sólo vendiera cerveza Águila.
Y entonces comenzaron a llegar Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor, Ra-
món Vinyes, Rafael Marriaga, Roberto Prieto Sánchez, Juan B. Fernández
Renowitzky, Alejandro Obregón, Enrique Grau, Cecilia Porras, Orlando
Rivera “Figurita” y otros. Y más tarde, un muchacho huesudo, de aspecto
enfermizo, que fumaba nerviosamente, llamado Gabriel García Márquez.
Venían del Café Colombia, la Librería Mundo, el Bar Japi, el Bar Americano,
el Café Roma y otros puertos de la cultura y de la noche barranquilleras.
Un aviso en la prensa local invitaba así a La Cueva: “Señora, si no
quiere perder su marido, no lo deje ir a La Cueva”. Dentro de las
pocas mujeres que se atrevieron a entrar estaban Cecilia Porras y Feliza
Burzstyn (…)
G ERMÁN S ANTAMARÍA , REVISTA D INERS , JULIO DE 2004.

Nueve. –Deslumbramiento de Bogotá

E n 1965 nos trasladamos de Medellín a Bogotá, ciudad que para nosotros


fue un deslumbramiento. Nos parecía como la puerta de Europa, con
librerías como la Buchholz, la Francesa y la Central que traían lo último en
revistas y libros de Gallimard y demás casas editoriales de vanguardia, con
restaurantes franceses y pizzerías italianas que en Medellín no conocíamos.
Adolescencia de un memorioso 45

Zuleta decía que su vida ahora estaba “organizada” por tener aquellas li-
brerías y restaurantes equidistantes del café Automático, que por entonces
quedaba en la avenida Jiménez con la carrera quinta, y donde nos insta-
lamos con entusiasmo, rodeados de amigos y conocidos y en sintonía con
intereses que dieron un sentido distinto a ciertos aspectos de nuestra vida.
(Años más tarde, Fernando Jaramillo, dueño del Automático, lo trasladó
al parque Santander y luego Enrique Sánchez lo llevó a la calle dieciocho,
sitios igualmente frecuentados por nuestra generación y nuestro grupo).
Los restaurantes franceses, especialmente el Cirus que quedaba en la carrera
séptima con calle veintidós, fueron excluidos de nuestra cartilla de vetos
anti-burgueses, y hacia allá nos dirigíamos cuando un giro de la familia
o el recibo de una quincena lo permitían.
En la época en que llegamos al Automático no sólo asistía León de
Greiff, sino que podían verse otros intelectuales afamados en el parnaso
colombiano, como Ciro Mendía, Juan Lozano, Eduardo Zalamea y Luis
Vidales, y una constelación de estrellas menores con algunas de las cuales
trabamos amistad de mesa de café: Arturo Camacho Ramírez, Álvaro Mutis,
Jorge Gaitán Durán, Jaime Tello, Oscar Delgado, Germán Espinoza, Carlos
Arturo Truque y Gabriel García Márquez, que en ese momento era un
periodista y cuentista costeño que, al igual que la mayoría de los citados,
trataba de abrirse camino con sus primeros escritos. También establecimos
relaciones de tinto y cerveza con un grupo que tenía actividades distintas
a escribir: Hernán Mejía Vélez y Hernando Téllez Blanco, hombres de la
radio; Merino y Chapete, que eran caricaturistas; Marco Ospina y Mar-
doqueo Montaña, escultores; y un contertulio con muchos lazos comunes,
Alfonso “el Sordo” Jaramillo.
El viejo León era muy buen poeta, pero muy hosco, se la pasaba
haciendo crucigramas y refunfuñando, y casi no hablaba con nadie. Una
excepción era Zuleta, a quien sentaba en su mesa para beber aguardien-
te a “puchitos”, jugar ajedrez y discutir jugadas. Reconozco que ser el
compañero de mesa del maestro De Greiff era un privilegio que muchos
le envidiábamos a Zuleta, aunque formaban una pareja silenciosa, que
no trataba temas intelectuales y se pasaban largos ratos sumergidos en el
ajedrez. A esta amistad, que se prolongó por años, se sumaron los hijos
de León de Greiff, Boris y Djalmar, que también iban a veces por el
Automático.
Yo vivía en una pensión de estudiantes de cierto nivel, en la calle trece
con la carrera quinta, la cual podía pagar porque entré como redactor en
una agencia de publicidad con un sueldo decente. A la pensión llegó al
poco tiempo Zuleta diciendo: “Yo también me vine de Medellín”. La dueña
46 AL MARGEN

de la pensión, doña Emma Plata de González, lo instaló con Rómulo


Jaramillo y conmigo en una habitación que compartimos durante algunos
meses. En la habitación del lado vivía Bernardo Guerra, que era como yo
estudiante de derecho en la Universidad Libre. Y en otra vivía Octavio
Vélez Fernández, bebedor de todas las ocasiones y organizador de largas
tenidas, que se integró a la bohemia de nuestro grupo.
Al frente de la pensión de doña Emma Plata de González quedaba un
“Palacé”, especie de panadería o tienda regentada por una bogotana con
capul y pelo negro, de quien todos vivíamos enamorados. En la trastien-
da, que era expendio de aguardiente, nos instalamos por muchas noches
y madrugadas con algunos de los amigos que he mencionado, hablando
de política, de literatura, de las publicaciones que salían en Bogotá, del
Medellín que considerábamos como etapa superada.
Después de la pensión, Zuleta se trasladó a la casa de unas tías suyas,
que ostentaban buen nivel económico y que vivían en la calle diecinueve
(muy estrecha en esa época) arriba de la carrera séptima, frente al café
De la Paz, al que asistían Eduardo y Lucas Caballero Calderón, Jaime
Soto y los colaboradores del radioperiódico “Contrapunto”. Tenía clientela
de otras procedencias y, como elemento folklórico, era frecuentado por
nuestro amigo Cleofás Garcés Rentaría, un negrito de Buenaventura a
quien hacíamos los versos entre Federico Clarkson y yo, y algún subsidio
económico le dábamos; el resto lo conseguía Cleofás con una cartera en
la que anotaba cada mes el cobro de $ 5 que debían darle sus amigos:
“Cicerón Flórez dio $ 3, debe $ 2”. De eso vivía, de sablear a sus amigos
de manera organizada.
Zuleta entró desde entonces en el disfrute de una burocracia esquiva,
con puestos que fueron discontinuos, de ninguna responsabilidad, cero
compromiso y remuneración mediocre. El primer puesto que tuvo fue
en el Instituto de Investigaciones Históricas, cuyo director era Joaquín
Pérez Villa, hombre inteligente, antioqueño, conversador, dicharachero
y… dipsómano. Salían de la oficina a las seis de la tarde los dos, a beber
y a hablar. Allí estuvo como un año sin que le pagaran porque no había
presupuesto de la Nación para la nómina, pero a Zuleta eso no le impor-
taba porque las tías lo tenían acogido en su casa. Cuando le pagaron los
sueldos represados de 10 meses el cheque era muy grande. Lo acompañé
a cambiarlo. “¿Qué hago con toda esta plata?” Y comenzó a beber, ya en
un nivel de bohemia organizada y costosa. Como tenía 22 años era de
ritual irse de mujeres, y nos fuimos para un cabaret a la carrera trece con
calle veintidós, sitio muy elegante; allá, por primera vez, se acostó con
una mujer. Estuvimos esa semana de farra; volvimos donde esas mismas
Adolescencia de un memorioso 47

mujeres y a otro burdel que estaba al lado. El tipo se desató hasta que
se le acabó la plata.
En Bogotá nos encontramos con amigos que habíamos contactado en
Medellín y con otros que reforzaron el círculo, como Jaime Mejía Duque, que
siempre me pareció que no recibía influencia de Zuleta, sino que, al contrario,
procuraba dar la sensación de que cuidaba de él y en algo lo influía.
En ese momento entramos en los antecedentes del 10 de mayo de 1957,
cuando cayó Rojas Pinilla. Yo era líder estudiantil, pronunciaba discursos y
redactaba panfletos que reproducíamos en mimeógrafo y repartíamos en la
calle. En esas actividades Zuleta tuvo alguna participación. Yo lo recuerdo
metido con los estudiantes en los piquetes para pedir el cierre de almacenes
que debían sumarse al paro nacional que ocasionó la caída de la dictadura.
Él seguía en el Instituto de Investigaciones Históricas, concurriendo al Café
De la Paz, y continuaba en sus lecturas de las grandes obras del pensa-
miento moderno, Freud, Marx y seguramente en el leninismo. Formó desde
entonces sus primeros círculos de estudio y análisis de literatura y filosofía
en una labor que no terminaría sino con el final de sus días. Formalizó,
por decirlo de alguna manera, la decisión de entrar en la militancia del
Partido Comunista, inscribiéndose en alguna célula.
En Bogotá, durante los diez años siguientes compartimos muchas oca-
siones y mantuvimos los mismos amigos comunes; pero fueron apareciendo
distancias entre los dos que ninguno hizo nada por acortar. Vio en mí
una actitud de aburguesamiento que no pasó su examen crítico, sobre lo
cual le escuché un par de comentarios. Por mi parte advertí y comenté
con amigos comunes que Zuleta fue desarrollando un talante de maestro
benevolente que sólo aceptaba a su alrededor discípulos que seguían sus
enseñanzas ideológicas y su pautas de comportamiento, labor paternal que
incluía la prerrogativa de un enjuiciamiento diario sobre el iniciado no
sólo en cuanto a la profesión de fe, filosófica y política, sino en cuanto a
su comportamiento familiar o al ejercicio de una profesión u oficio para
ganarse la vida.
Como no volví a verlo a partir de 1968, es decir durante los últimos
22 años de su vida, ignoro si corrigió la forma exigente de evaluar a sus
contemporáneos y a quienes tuvo cerca, mientras abría la amplitud de su
genio para comprender el mundo de los escritores, pensadores y actores
de la inteligencia, con el cual maravillaba al público que lo escuchaba en
escenarios más amplios, desplegando como ha dicho alguien “una capaci-
dad muy especial de asimilar, de apropiarse del pensamiento de los más
grandes autores, exponerlo al mayor nivel y de manera vívida, transmitir
su pasión e iniciar a mucha gente en la más alta cultura”.
Mario Arrubla y Ramiro
Montoya, en 1958, cuando el
primero estaba en Sumapaz.
“Arrubla bajaba a Bogotá y me
llamaba con mucho misterio
desde un teléfono a mi oficina:
–Aquí estoy”.

Estanislao Zuleta, Ramiro


Montoya, Carlos Rincón y
Eduardo Gómez
–Bogotá, 1957. Los llegados
de Medellín –Zuleta y
Montoya– integrados con
sus contemporáneos de
Bogotá.
Adolescencia de un memorioso 49

Diez. –Un desertor de Sumapaz

A la caída de Rojas Pinilla en 1957 había sobre la mesa distintas pro-


puestas para la nueva etapa que se iniciaba en la vida colombiana.
Los viejos partidos vieron la solución inmediata en el Frente Nacional, que
tuvo una gran acogida popular y se impuso a la larga con consecuencias que
otros tienen que analizar; el Partido Comunista apostaba por la revolución
gradualista, en la cual estaba prevista una alianza previa con la burguesía
antes de la gran revolución; los maoístas sacaban del libro rojo pautas dog-
máticas sobre algún tipo de lucha armada. Todavía no había guevarismo, pero
Zuleta, de una manera intuitiva, busca una solución de ese estilo y podría
decirse que es “proto-ché”, porque antes de la revolución cubana resuelve
“irse al monte”, aunque lo hizo de una manera intelectual, es decir a dictar
cursos de adoctrinamiento en marxismo-leninismo a unos campesinos de la
región de Sumapaz, cercana a Bogotá, que por años había sido enclave de
una precaria organización comunista. Lo acompañaron María del Rosario
Ortiz Santos, Mario Arrubla y Mario Vélez.
La razón por la cual se fueron precisamente a Sumapaz puede ser la
siguiente. Una de las personas que convivió con nosotros en Bogotá fue
Rómulo Jaramillo, a quien nombraron juez del municipio de Pasca, Cun-
dinamarca, cuando terminó su carrera de derecho en el Externado. Allí
hizo algunos contactos con los grupos que dirigía Juan de la Cruz Varela
en la zona rural cercana. Estos contactos fueron validados por los dirigentes
comunistas en Bogotá, así que Zuleta y sus amigos viajaron con el visto
bueno de Gilberto (Vieira) y Filiberto (Barrero).
¿Qué hacían en Sumapaz? Según contó alguno de ellos, inducir a los
campesinos a las doctrinas de Hegel, Marx y Lenin mediante la lectura de
sus obras, en las tardes y noches del páramo cuando los discípulos deja-
ban las faenas agrícolas para escuchar las enseñanzas socialistas. María del
Rosario, en un polémico artículo publicado en El Espectador, cuenta que
aquellos campesinos “se dormían a Marx y sobre todo se profundizaban
con Engels”.
Arrubla bajaba a Bogotá y me llamaba con mucho misterio desde un
teléfono a mi oficina: –Aquí estoy. Y entonces había que ayudar a recoger
fondos para que volviera con algunos pesos y comprara mercado en Pasca
para subirlo a las alturas de Sumapaz.
Debió ser sin duda una enriquecedora experiencia para esta mujer y estos
hombres de ciudad. Pero además de que los campesinos no avanzaban en el
estudio de las obras de Marx, Hegel y Lenin, se presentaron otros factores
que después de algunos meses llevaron a la cancelación del proyecto: la dieta
50 AL MARGEN

alimenticia, el embarazo de María del Rosario y la necesidad de leer las no-


ticias de El Tiempo. En aquel páramo de mañanas neblinosas, tardes frías y
noches de ventisca, la alimentación consistía en papas al desayuno, papas al
almuerzo y papas a la comida. El estado de embarazo de María del Rosario
determinó a Zuleta a llevarla a Medellín para esperar el nacimiento de su
primera hija, pero en esa ciudad, por la obvia presión de doña Margarita,
aceptó casarse, como un claro mensaje de que la ruptura con la familia era
en asuntos políticos y no en apariencias formalistas.
Sobre la sensación de aislamiento que afrontaron en Sumapaz, recons-
truyo la versión de Mario Vélez, según la “carreta” tremendista que era su
distintivo: “Lo peor no era la dificultad de hacer que unos montañeros
semi-analfabetos entendieran las lecciones de los teóricos Arrubla y Zuleta,
ni la invariable dieta de papas al desayuno, almuerzo y comida. Alguna
vez pregunté si no era posible conseguir algún cambio en la alimentación
y la compañera encargada de la cocina me dijo: ‘no, porque este año ha
estado muy mala la cosecha de huyucos, hibias y cubios, que son los que
en las buenas épocas complementan la sabanera y la tocana’. Lo peor era la
lejanía e ignorancia de lo que estaría ocurriendo más allá de aquel páramo.
Como no había ni siquiera radio para escuchar noticias de lo que pasaba en
Colombia y en el mundo, el único vínculo con el exterior era un ejemplar
del periódico El Tiempo, conseguido en Pasca los sábados, día de mercado,
cuando alguno de los “compañeros” lo subía. Siguiendo esa costumbre, un
sábado muy temprano encargué el periódico al más despierto de los campe-
sinos que iba para el pueblo. Todo el día me preparé para la lectura que me
actualizaría sobre las últimas noticias. Por la tarde el responsable llegó sin el
periódico y con esta disculpa: ‘Ay, compañero, se me olvidó. Pero tranquilo,
que la otra semana se lo compro’. Acto seguido empaqué mis bártulos y
me dispuse a abandonar aquel lugar de aislamiento donde El Tiempo no
era importante. Me iban a seguir un juicio revolucionario por deserción,
con un agravante que podía endurecer la pena y llevarme incluso hasta el
pelotón de fusilamiento: me acusaban no sólo de abandonar el campo de
batalla sino de preferir El Tiempo al periódico del Partido, que era el único
que estábamos autorizados a leer”.

Once. –Muerte en Atenas

L a muerte de Zuleta tuvo para mí la escenificación y el desgarramiento


de un drama griego, por las circunstancias en que me enteré de tan
aplastante noticia. En esa época, yo vivía en Madrid y recibí una carta cuando
salía hacia el aeropuerto, para coger el avión a Atenas. Iba a Grecia, con
Adolescencia de un memorioso 51

Gladys como celebración de 25 años de matrimonio. Nos sentamos en una


terraza, frente al Partenón, en la tarde bellísima de Atenas y quise abrir la
correspondencia mientras me tomaba un vodka. Era una carta de Delimiro
Moreno en la que me decía que había muerto Zuleta.
Los que hemos estado alguna vez en Grecia frente al Partenón sabemos
que en esa ocasión nos confesamos con nosotros mismos, con lo que somos,
con la historia, con ese punto del universo. Por la noticia, que me cayó
como un rayo, aquel momento era doblemente profundo, y me llevaba a
preguntarme: ¿Por qué estoy yo aquí frente a este sitio de la historia? Quien
tenía que estar aquí era el que sabía de Platón, el que había hecho el segui-
miento de Sócrates, quien recitaba a Aristóteles. ¿Por qué Zuleta no estuvo
aquí frente a este esplendor de la belleza griega? ¿Qué hubiera hecho el
maestro aquí? ¿Por qué el hombre que más cuestionó a Colombia se quedó
siempre dentro de sus fronteras? ¿Por qué Zuleta no tuvo la ocasión, que
parecía tan cercana a él, de ver una dimensión distinta, más exterior, de su
actividad intelectual? ¿Por qué no estuvo en Atenas, por qué no pudo ver
esto? ¿Por qué no subió la colina? Me impresionó para siempre saber que
la persona que había sido mi amigo de la adolescencia venía a morírseme
frente al Partenón.
– Ejercicios de introducción a la lectura –
54

E DUARDO G ÓMEZ

Zuleta: el amigo y el
maestro

S
i había algo importante que tuviera en común con mis contempo-
ráneos de la Colombia de los años cincuenta, algo que permitiera
hablar de una “generación”, era la convicción de que estábamos
en una época en que era posible cambiar el mundo. El desarrollo
de los acontecimientos nacionales pero, ante todo, de los internacionales, así
parecía anunciarlo: la URSS se había consolidado como potencia de nue-
vo tipo que defendía a los pueblos débiles, emulaba con éxito en diversos
campos del saber con EE.UU., y estaba aún fresco el impacto que causó en
la política mundial su heroísmo en la lucha contra el nazismo y su decisiva
actuación en el triunfo de las potencias democráticas; la revolución china
había superado las pruebas de fuego iniciales; la guerra de liberación de
Vietnam contra los franceses había terminado con la derrota de la metró-
poli, y el Vietcong, fortalecido, iniciaba la segunda fase, en lucha contra la
intromisión de EE.UU. Aunque no tan prometedor, el panorama histórico-
social en Colombia parecía ofrecer un futuro mejor porque se había caído la
dictadura conservadora de Laureano Gómez, y el General Rojas Pinilla había
iniciado su gobierno con los logros inmediatos de una relativa pacificación, al
obtener la entrega de las armas por parte de la guerrilla liberal (mayoritaria
entonces) y estaba realizando una serie de obras públicas (la TV, el Centro
Administrativo, el Aeropuerto El Dorado, la Avenida del Dorado, la ayuda
de SENDAS a los pobres, numerosos acueductos, etc.) que le dieron enorme
Zuleta: el amigo y el maestro 55

prestigio. En la gran prensa se lo comparaba con Bolívar, y una manifesta-


ción de apoyo duró dos horas pasando frente a palacio. Todos estos hechos
parecían confirmar los análisis de la oposición de izquierda, en el sentido
de que un cambio radical podría lograrse en un plazo no muy largo. Esa
impresión se hizo más compleja pero no varió en lo fundamental cuando
Rojas Pinilla acentuó su política de inspiración peronista (con consecuencias
negativas inmediatas entre muchos de sus admiradores de la oligarquía) y
sus limitaciones y contradicciones se pusieron cada vez más en evidencia al
tratar de afianzarse como militar católico. El cierre de El Tiempo y de El
Espectador, la encerrona de la Plaza de Toros como venganza al abucheo a su
hija María Eugenia y su complicidad con la masacre de estudiantes el 9 de
junio de 1954 en pleno centro de Bogotá, junto con la exigencia que, por
segunda vez, hizo el General Rojas a los capitalistas mayores de la ANDI y
a los más ricos de pagarle al gobierno un bono para obras sociales, minaron
rápidamente su posición de poder y su prestigio.
Participé activamente en los acontecimientos que desató la masacre de los
estudiantes el 9 de junio, a raíz de los cuales fundamos en la Universidad
Nacional la Federación de Estudiantes Colombianos (FEC), que se convirtió
en la vanguardia agitacional de la lucha contra el gobierno de Rojas Pinilla.
Durante tres años la vida de quienes la fundamos y orientamos cambió
radicalmente: realizábamos hasta tres reuniones diarias, viajábamos a otras
ciudades, organizando congresos y mítines y, según se decía, aglutinamos a
cerca del 70% del estudiantado colombiano. La huelga general que organi-
zamos en la UN, cuando Rojas nombró al Coronel Agudelo como rector,
huelga que derribó a Agudelo en menos de un mes, nos fue cobrada con la
expulsión de siete dirigentes de la FEC. Los expulsados acudimos al rector
de la Universidad Externado de Derecho, doctor Hinestroza Daza (quien
se había distinguido por su oposición al régimen) y logramos salvar el año
lectivo. El eco malicioso que nuestros manifiestos y todo lo que hacíamos
tenía en la gran prensa liberal nos devolvió una imagen exagerada de la
importancia de nuestras modestas acciones políticas (si se tiene en cuenta la
magnitud de los problemas del país), y a ello contribuyó también el hecho
de haber logrado una unidad, en torno a nosotros, de todos los sectores
juveniles de oposición, incluidos los de la clase alta liberal. Era común hacer
reuniones “subversivas” en lujosas mansiones del norte de la ciudad; presti-
giosos profesores de la universidad, como Luis Eduardo Nieto Caballero, se
veían obligados a difundir sus escritos mediante el mimeógrafo.
Cuando Ramiro Montoya (a quien había conocido como uno de nues-
tros principales colaboradores en los sectores estudiantiles de Antioquia) me
presentó, en el café La Paz de la calle 19, a Estanislao Zuleta, las ilusiones y
56 AL MARGEN

vanidades de ese mundo de la política juvenil en el que me hallaba inmerso


comenzaron rápidamente a derrumbarse. Además, el ruido y la importancia
de la FEC habían menguado mucho y la “generación del medio siglo” (“dis-
puesta a escribir su propia historia”) empezaba a dividirse, especialmente a
raíz del homenaje que la dirección liberal rindió a los dirigentes estudiantiles
en el Salón Rojo del Hotel Tequendama.
Hacía dos años que yo había ingresado a la Juventud Comunista (que
había desempeñado un papel secreto y eficaz en la orientación de la FEC),
pero en ese momento ya me sentía extraño en sus filas y vivía una escisión
en mi personalidad, una contradicción grave que se manifestaba como la
existencia de dos yoes: uno era nocturno, morboso, que se regodeaba (no
sin angustia) en una soledad y una vagomanía que a veces se prolongaba
hasta el amanecer, y que se complacía en el trato esporádico con sectores
sórdidos y lumpenizados; el otro era diurno y se esforzaba por interiorizar el
papel de líder nacional estudiantil y por hacer suyas la disciplina piramidal,
el Proletkult, la austeridad pequeñoburguesa y la censura que la burocracia
estalinista había impuesto. Era cierto que los comunistas ayudaron a iniciarme
políticamente en el siglo XX y que en el trabajo de la FEC habían mostrado
sagacidad y cierta lucidez, pero después de un tiempo de militar en sus filas
lo artificial y forzado de mi posición comenzó a tornarse insoportable.
Zuleta captó, de entrada, esas contradicciones y comenzó a cuestionar
con mucho humor la imposibilidad de ese proyecto que él ya conocía en el
trato con otros militantes comunistas y que consideraba típico de esa organi-
zación, en la medida en que se había burocratizado y dogmatizado. Gracias
a él comencé a comprender que nuestro famoso liderazgo estudiantil tenía
algo de parodia de los verdaderos liderazgos, algo lúdico-aventurero (muy
característico de la condición experimental y de aplazamiento del estudiante
universitario). Por otra parte, nuestras “audacias” no corrían muchos riesgos
reales porque la dictadura de Rojas era bastante benigna y, después de la
enorme resonancia que tuvo la masacre de estudiantes, trataba al gremio
universitario con un relativo tacto y hasta paternalismo (de lo cual me doy
cuenta ahora, comparando ese gobierno con los que posteriormente ha so-
portado el país). Zuleta hizo consciente el malestar secreto que corroía mi
papel como líder estudiantil y me mostró la imposibilidad de desligar ese
mundo dual que me desgarraba. Sus análisis sartrianos de la “inautentici-
dad” de mi “situación”, sus observaciones sobre cómo no se puede aspirar
a cambiar el mundo sino “asumiendo” los propios conflictos, suscitaron una
crisis de mis convicciones políticas. Él me cuestionaba con dureza pero sin
ofensas personales y su severidad estaba impregnada de solidaridad y hu-
mor, de voluntad de encontrar la verdad en cada caso. Siempre planteaba
Zuleta: el amigo y el maestro 57

las críticas de manera tal que él estaba también involucrado en ellas, nunca
en forma puramente personal, sino en forma indirecta y teórica, haciendo
continuas citas de sus autores preferidos por entonces como Sartre, Freud,
Simone de Beauvoir, Merleau Ponty, Dostoiesky y Kafka. Pronto comprendí
que la filosofía existencialista, con su descripción fenomenológica, hacía po-
sible pensar la cotidianidad, de tal modo que ninguna experiencia resultaba
insignificante y podía ser redescubierta y relacionada con las cuestiones más
profundas y trascendentes, si se sabían hacer las necesarias asociaciones y
mediaciones. No había, entonces, separación entre lo interior y lo exterior,
entre lo individual y lo social. De esa manera, la literatura (y en especial
la novela y el teatro) adquiría un rango muy alto como forma de conoci-
miento, gracias a las sugerencias de un torrente de imágenes existenciales,
profundamente significativas. Leí apasionadamente los cuentos de El Muro,
leí La Náusea y las obras de teatro de Sartre. ¿Qué es la literatura? me abrió
amplios horizontes, aunque con reservas en lo que se refiere a la poesía. Freud
todavía aparecía como no suficientemente relacionado con el existencialismo
pero ya había un trasfondo intuitivo de sus teorías. En cuanto a Marx, era
mencionado por Zuleta con cautela, respeto y distancia y prefería hacer la
crítica de las deformaciones de que había sido objeto en la praxis política
de los partidos comunistas.
Los diálogos con Zuleta (siempre en el café La Paz), preferiblemente en
horas de la tarde, se hicieron diarios. Durante varias horas bebíamos algunas
cervezas y a veces íbamos a comer. Era una cita tácita sin hora precisa pero
a la que no fallábamos. El café La Paz era un local pequeño y tranquilo de
dos pisos, ubicado en una “muela” de la antigua calle 19 (entonces estrecha y
ciega) y yo lo frecuentaba desde antes de conocer a Zuleta porque tomaba las
tres comidas en la pensión de doña Emelina Velásquez (hermana del famoso
guerrillero Cheíto Velásquez, por entonces ya muerto), situada una cuadra
arriba del café mencionado. Yo había escogido esa pensión para “ayudar a la
hermana de un guerrillero”, y allí me encontraba con algunos conocidos de
la izquierda que vivían o comían en esa vieja casona. Zuleta estaba alojado
al frente del café La Paz, en uno de los venerables apartamentos (propiedad
de sus tías) de un viejo edificio (que todavía existe), situado unos metros
arriba de la Séptima sobre el costado norte. Por entonces, ese café ya era
frecuentado por el grupo de la revista Mito. Allí conocí a Gaitán Durán,
Eduardo Cote Lamus y Hernando Valencia Goelkel, los cuales subían de vez
en cuando a conversar con nosotros. Pronto se fue formando un grupo de
asistentes habituales a la tertulia, entre los que recuerdo a Manuel Gaitán
(sobrino del líder sacrificado), el periodista Rafael Maldonado, el actor y
director de televisión y cine Manuel Franco, Ramiro Montoya (quien se
58 AL MARGEN

perfilaba como cuentista), así como, ocasionalmente, Jorge Child, Francisco


Posada Díaz, joven estudioso de filosofía, y otros. Mi verdadero interés era
la posibilidad de dialogar exclusivamente con Zuleta, porque cuando llega-
ban los otros el diálogo se diluía en temas que me eran indiferentes. Me
asombraba la capacidad de comprensión que mostraba Zuleta no sólo de mis
problemas personales, sino de los teórico-existenciales en general. Me infun-
día una confianza total (nunca antes experimentada) su voluntad ostensible
de superación mediante la profundización en común de los conflictos que
vivíamos. No había en él ninguna pretensión de “ser un escritor”, de figurar
o de dominar al interlocutor. Me olvidaba que él tendría por entonces cerca
de veinte años de edad porque me daba la impresión de estar tratando con
un intelectual mucho mayor y mucho más experimentado. Sus intervenciones
nunca resultaban pedagógicas sino que enseñaban como por casualidad y a
propósito de la inquietud inmediata de que se tratara. Como su humor era
oportuno, espontáneo y punzante, sus intervenciones no estaban imbuidas
de ese “espíritu de seriedad” que tanto cuestionaba Sartre.
Sin embargo, Zuleta no tenía una orientación suficiente, por entonces, en
cuestiones de praxis política. En este campo sus puntos de vista eran todavía
muy abstractos y estaban afectados por una visión intelectualista. No influía
en mí en cuestiones como la concepción de la libertad, pues la afirmación
de Sartre de que “elegimos nuestra existencia” y somos responsables hasta en
el sueño de nuestra conducta, contradecía radicalmente mi experiencia de
toda la vida y los lúcidos criterios histórico-concretos que había aprendido
en Marx. Otro tema en el cual divergía era en el de la poesía, por considerar
que el cuestionamiento general de la poesía que hacía Zuleta no distinguía
las diversas tendencias de la misma. Creo que lo que él cuestionaba era la
manera como yo vivía la poesía, puesto que mis sórdidas aventuras nocturnas
eran inseparables de cierto “amor al fracaso”, como después escribió Sartre en
el análisis de Genet. Estas críticas fueron (a pesar de su injustificable genera-
lidad) eficaces y formativas en la situación que yo vivía entonces. Hasta ese
momento no había querido publicar, sino por excepción, los pocos poemas
que aún conservaba y no se me ocurría pensar en editar un libro. Dejé de
escribir poesía (y esto se prolongaría saludablemente por algunos años) y
me sumergí en la lectura de novelas, ensayos filosóficos o psicoanalíticos y
piezas de teatro, en su mayoría de Sartre. Freud desplazó en buena parte a
Marx y me enseñó que la comprensión de lo social e histórico en toda la
complejidad de sus contradicciones y matices sólo se alcanza a través del
estudio analítico del comportamiento individual, a partir de la infancia y
de las relaciones familiares. Con estos criterios era que nos entendíamos
con más facilidad y provecho. En un momento dado, Zuleta me prestó sus
Zuleta: el amigo y el maestro 59

apuntes autoanalíticos en donde diariamente se cuestionaba y autoanalizaba


con una sorprendente severidad.
Simultáneamente, la política nacional entraba en otra grave crisis: el
derrocamiento de Rojas Pinilla mediante la acción unitaria de la oligarquía
de los partidos liberal y conservador. Lo habían usado para derrocar la
dictadura de Laureano Gómez y cuando Rojas se volvió populista y trató
de prolongar su régimen, lo derrocaron con una huelga patronal organizada
por Alberto Lleras. En lugar de hacer un juicio a los políticos corruptos y a
los asesinos a sueldo que habían apoyado la dictadura de Laureano Gómez
(pájaros, policía chulavita, curas fanáticos, etc.), Lleras pasó por alto los
apoyos y sustentos de esa dictadura, viajó a España, trajo a Laureano, lo
revivió políticamente, conservatizó al liberalismo, persiguió a los sindicatos
y fundó el Frente Nacional (léase oligarca). La extensión y alcance nefastos
de todas estas maniobras no se habían dado todavía en su totalidad pero
ya se percibían síntomas alarmantes. Era imposible que un intelectual de
la capacidad de Zuleta pudiera continuar marginado de la política de ese
momento. Y en efecto, para entonces Zuleta ya se había acercado al mar-
xismo, siempre bajo la influencia de Sartre.
El 10 de mayo de 1957 cayó el gobierno de Rojas y entonces formamos
un grupo de trabajo político con Raúl Alameda (un economista que se había
separado del PC, proclamando su marxismo independiente, y que como
orientador de una larga huelga de los talleres Apolo nos había invitado a
colaborar con los obreros), Zuleta, el periodista Rafael Maldonado, otros
amigos y yo. En un pequeño mimeógrafo editamos e hicimos circular miles
de hojas en las que se analizaba la situación, tomando distancia tanto del
gobierno de Rojas como de la política de Alberto Lleras. La dueña de la casa
donde instalamos el mimeógrafo debió leer alguna de las hojas o escuchar
nuestros comentarios, pues su actitud, súbitamente fría, despertó nuestras
sospechas; entonces resolvimos trasladar rápidamente el mimeógrafo. Está-
bamos dándole la vuelta a la esquina cuando vimos entrar a varios soldados
y un oficial. Fue un momento de grave peligro porque, desde el 9 de abril
del 48, las ideas marxistas se consideraban un delito, y en esa situación de
caos, en que centenares de miles de personas desbordaban las calles de Bo-
gotá, cualquier tipo de violencia intramuros hubiera pasado desapercibida.
No obstante, es necesario reconocer que Rojas entregó el poder sin provocar
un derramamiento de sangre.
Algunos domingos por la tarde nos reuníamos con Ramiro Montoya
en el apartamento de las tías de Zuleta para escuchar la traducción fluida
que éste hacía de los artículos de Les Temps Modernes. Otras veces la lectura
tenía lugar en el café y siempre suscitaba comentarios y discusiones, cada
60 AL MARGEN

vez de un carácter más políticamente especializado. Por mi parte, no había


buscado más a mis compañeros de militancia pero tampoco había roto con
ellos y mantenía con algunos una relación amistosa. Desde la terminación
de la acción política de la FEC, mis noches de vagabundaje habían vuelto
a intensificarse pero ahora había una notable diferencia en la manera de
vivirlas: ya no me sentía culpable y había adquirido un principio de auto-
crítica y control. Desde hacía unos meses, Zuleta era el confidente de mis
más íntimos problemas, sin que jamás abusara de ese saber en el trato con-
migo o cuando nos encontrábamos con el resto de los asiduos a la tertulia.
Tampoco permitía que ese conocimiento fuera causa de familiaridades en
nuestro trato. Mantenía una distancia discreta, al interpretar teóricamente,
con mucha sutileza, todo lo que le contaba. En alguna ocasión me preguntó
cuál podía ser a mi criterio el peligro mayor de la amistad y yo le contesté
sin vacilar: la indulgencia y la complicidad. Y como le manifestara mi pre-
ocupación por que yo no estaba aportándole casi nada a nuestra relación,
él a su vez me contestó: aprovecho y aprendo de nuestra amistad minuto a
minuto. De vez en cuando lo encontraba nervioso y un poco deprimido y,
sin que me lo dijera directamente, intuía que se trataba de un sentimiento
de soledad, pues no tenía una compañera. Tampoco era posible pensar en
que alguien como él buscara relaciones de consolación en aventuras baratas.
Por entonces, le propuse que aprovecháramos la licencia vigente del periódico
Junio que habíamos editado en la FEC (bajo la dirección de Álvaro Paredes
y luego de Armando Yepes) el cual estaba financiado gracias a la gerencia de
María del Rosario Ortiz Santos, eficaz colaboradora de la política de la FEC.
Zuleta se mostró de acuerdo y quiso saber quién era María del Rosario. Le
dije que se trataba de una joven sobrina de Hernando y Enrique Santos,
que se había apartado del liberalismo tradicionalista de los dueños de El
Tiempo y que era muy moderna en sus costumbres. Como primer paso para
la apropiación de Junio, y para su financiación, resolvimos organizar una
modesta fiesta a la que asistiría María del Rosario. A última hora resolví no
asistir pero después me contaron cómo Zuleta y María del Rosario habían
simpatizado inmediatamente e iniciado una relación que pronto desembocó
en el matrimonio.
Un grupo integrado por Zuleta, Carlos Rincón, Armando Yepes –que
figuraba como director–, Ramiro Montoya, José Arizala y quien esto escribe
asumió la tarea de publicar nuevamente Junio, en la que fue su última salida.
Desde el comienzo, la conducta de Zuleta fue muy característica: no escribió
ningún artículo en los tres números que salieron bajo nuestra responsabilidad
pero los editoriales estaban inspirados en sus ideas y en otra ocasión hubo
necesidad de entrevistarlo. ¿Por qué Zuleta era tan reacio a escribir, siendo
Zuleta: el amigo y el maestro 61

que su capacidad para hacerlo era excepcional, como además lo mostraron


después algunos de sus ensayos? Pienso que no quería comprometerse en
forma inapelable, como es la escritura, porque sabía que sus ideas estaban
todavía en formación y tenían aún un carácter muy transitorio. Zuleta era
un socrático vocacional y le daba una importancia muy grande a todo lo que
se expresaba verbalmente. Probablemente conocía el famoso pasaje del Fedro
donde Platón-Sócrates consideran que el verdadero aprendizaje es el de quien
interioriza y vive las ideas, no porque las haya memorizado, sino porque las
ha recreado como suyas. La inmortalidad de un maestro se logra cuando el
discípulo deja de serlo para, a su vez, ser un re-creador del mundo heredado.
Esto –según Sócrates– no puede lograrse si no hay diálogo: “Lo terrible en
cierto modo de la escritura, Fedro, es el parecido que tiene con la pintura:
en efecto, las producciones de ésta se presentan como seres vivos, pero si les
preguntas algo mantienen el más severo silencio. Y lo mismo ocurre con los
escritos: podrías pensar que hablan como si pensaran; pero si los interrogas
sobre algo de lo que dicen con la intención de aprender, dan a entender una
sola cosa y siempre la misma”. Por lo demás, los escritos circulan también
“entre aquellos a quienes nada interesan y no saben a quiénes dirigirse y a
quiénes no. Y cuando los maltratan o los insultan injustamente tienen siem-
pre necesidad del auxilio de su padre porque ellos solos no son capaces de
defenderse…”. Hay necesidad, entonces, de considerar otro discurso: “aquel
que se escribe con ciencia en el alma del que aprende, discurso que es capaz
de defenderse a sí mismo, y que sabe hablar y guardar silencio ante quienes
debe hacerlo”. (Fedro o de la belleza, Platón, O.C. de Aguilar, pág. 882). En
Zuleta se realizó esta concepción socrática puesto que, en la abrumadora
mayoría de los casos, su palabra culminó en el libro solamente después de
haber sido fogueada en miles de diálogos. Es por eso que es palabra viva
que sigue ensanchando el ámbito de su influencia.
Los tres números de Junio provocaron reacciones inmediatas: el perió-
dico conservador El Siglo dedicó un espacio considerable a atacarnos. Un
hermoso cuento de Mario Arrubla (por entonces, todavía en Medellín) fue
muy elogiado, lo mismo que los aportes de Ramiro Montoya. No obstante,
Zuleta se declaró insatisfecho y dijo que Junio todavía “mostraba cierto afán
de figuración”, y el periódico no salió más.
Zuleta había entrado al PC en condiciones singulares, pues con frecuencia
lo llamaban de diversas células para que dictara conferencias teórico-políticas.
Mis lecturas de Freud y la confianza que tenía en mi amigo me llevaron a
proponerle que hiciéramos un psicoanálisis. No sabíamos entonces que los
expertos prohíben el psicoanálisis entre amigos. No obstante, me fue de
enorme ayuda y durante los meses que duró aprendí más sobre Freud que en
62 AL MARGEN

años anteriores de lectura. Apenas se podía llamar psicoanálisis (de acuerdo a


la ortodoxia) pues las “sesiones” seguían siendo en el café La Paz, al calor de
unas cuantas cervezas, y apenas se diferenciaban de nuestras conversaciones
anteriores en que éstas se habían tornado de obligatoria exclusividad entre
Zuleta y yo, y en que ahora era yo el que más hablaba. Desde el principio,
la atmósfera fue muy propicia, como lo verificamos en el análisis de un sueño
que tuve antes de empezar las sesiones. Aprendí el sencillo método de hacer
el propósito de despertarme, después del sueño principal de la noche, para
poder escribirlo en forma más completa, y la frecuente interpretación de
sueños le dio un renovado interés, lleno de sorpresas, a nuestros encuentros.
Era como obtener la comunicación con alguien entrañable, oculto en los
repliegues más recónditos de mi ser y hasta ahora reprimido e ignorado.
Súbitamente, cobraban una enorme importancia sus voces puras, insobor-
nables y sibilinas. Las posibilidades de enriquecimiento que me brindaban
me hacían comprender la necedad de mi arrogancia racionalista anterior
al haberlas despreciado, siendo que siempre estuvieron, de alguna manera,
presentes con sus llamados cifrados y nocturnos.
Entre tanto, los lazos con el grupo de amigos que Zuleta tenía en Me-
dellín (entre los que se destacaban Mario Arrubla y Mario Vélez) entraron
en una nueva etapa, cuando Arrubla y Vélez decidieron venirse a vivir a
Bogotá. Eso constituyó un acontecimiento para nuestra tertulia. Para enton-
ces, yo recibía un modesto sueldo como colaborador de la revista Cromos,
la cual había subido de categoría al encargar de la jefatura de redacción al
respetado intelectual marxista Darío Mesa. Cromos, que hasta ese momento
tenía la mala reputación de ser una “revista de peluquería”, se vendía muy
poco (y eso muestra indirectamente la magnitud de los cambios que el país
experimentaba), por lo cual los hermanos Restrepo resolvieron ponerla a tono
con los tiempos de renovación que corrían. Darío Mesa era un magnífico jefe
de redacción que me dejó en libertad de escoger los temas, que en ningún
momento me exigió horarios rígidos y cuyas observaciones siempre me fue-
ron útiles. Darío venía de una abnegada militancia en el PC a la que puso
término porque su lúcida y amplia cultura no fue debidamente apreciada
entre los camaradas y no se lo estimuló ni apoyó como autor en potencia
que hubiera podido escribir importantes ensayos sobre cuestiones históricas.
El caso de Darío Mesa era uno de los últimos, entre los numerosos anteriores
a él, que ponía en evidencia la subestimación de los escritores e intelectuales
por parte del PC estalinista. Muy pronto afrontarían una situación similar
Estanislao Zuleta, Hernando Llanos, Jaime Mejía Duque y Jorge Villegas, para
no hablar sino de los amigos más cercanos. La idealización del proletariado,
al que se consideraba (y se sigue considerando) como una especie de sector
Zuleta: el amigo y el maestro 63

predestinado a realizar la revolución; la censura que ejerce una burocracia


inculta y esquemática contra muchos grandes autores, pensadores y artistas,
impidió la investigación y estudio sistemático y profundo del país y fue causa
de gravísimos errores en algunas de las intervenciones políticas del PC en el
proceso histórico colombiano. En ese momento, sin embargo, todo (incluso
el PC) parecía estar a punto de cambiar radicalmente y el hecho de que aún
una revista como Cromos acogiera a Darío Mesa y luego a Mario Arrubla,
como redactor y traductor del francés, era bastante sintomático.
Recién llegado a Bogotá, y por los primeros días, Mario Arrubla se alojó
en un pequeño apartamento con terraza que yo había arrendado en el sector
del Centro Internacional. Luego entraría a trabajar en el equipo de Cromos,
se casaría con Socorro Castro y arrendaría un apartamento en el centro de
la ciudad. Su instalación en Bogotá fue relativamente rápida y desde ese
momento se modificó la estructura del grupo que habíamos formado en
torno a Zuleta. Éste, además, había diversificado y ampliado sus relaciones
con múltiples grupos y tendencias y empezaba a ser conocido en los círculos
intelectuales bogotanos. Muy pronto dejamos de concurrir al café La Paz y
lo reemplazamos por el café Lutecia, que funcionaba en un local grande y
destartalado en la calle 17, arriba de la carrera séptima.
Por entonces, las directivas del PC aceptaron nombrar a Zuleta (quien
iría acompañado por María del Rosario), Arrubla y Vélez como instructores
políticos en el Páramo de Sumapaz, (zona de influencia del famoso líder
guerrillero Juan de la Cruz Varela). Zuleta me invitó a participar en ese
experimento pedagógico-político pero no acepté, no sólo por considerarlo
bastante iluso y sin perspectiva, sino porque me conocía a mí mismo lo
suficiente para saber que no aguantaría una semana en esas duras condicio-
nes. Los tres instructores vivieron separados entre sí por grandes distancias,
los campesinos asistían a las conferencias, extenuados de fatiga, se dormían
con frecuencia y no tenían la capacidad de asimilar el lenguaje culto de
los conferencistas. Gilberto Vieira los visitó y pidió a Zuleta y María del
Rosario que se casaran para no darles mal ejemplo a los campesinos. Esto
rebasó la copa. A la decepción por la conducta de los campesinos se unía
el hecho de que ya se acercaba la fecha en que María del Rosario daría a
luz. Resolvieron viajar a Medellín, donde se alojaron por un tiempo en casa
de la madre de Zuleta. Cuando regresaron a Bogotá ya se habían casado
y había nacido Silvia. Se instalaron en un apartamento de la calle 22 con
carrera 5. En una típica manifestación de su noble carácter, Zuleta me au-
torizó (como parte del psicoanálisis) a que lo visitara en su apartamento sin
previo anuncio, en el momento en que lo deseara e incluso en las primeras
horas de la noche. Así alcanzó nuestra amistad sus momentos culminantes.
64 AL MARGEN

Como el mismo Zuleta lo reconoció, yo tomaba cada vez más la iniciativa


en las interpretaciones del análisis, de modo que resolvimos darlo por ter-
minado. Como culminación, me encargó un resumen del proceso. Redacté
más de 30 páginas (que aún conservo) que él encontró interesantes. En
la última página del resumen yo planteaba la necesidad de irme del país
y cambiar radicalmente de medio. Zuleta compartió ese punto de vista y
llegamos a la conclusión de que debía irme a Alemania socialista por unos
años. Como si todo estuviera planeado, me encontré, días después, con
Gerardo Molina e inmediatamente le planteé la necesidad que tenía de una
beca en la RDA. Molina me contestó: “Querido amigo, acaban de llegar
precisamente unas becas para ese país”, y como él presidía la junta que las
otorgaba (en la cual estaban además Jorge Zalamea, Luis Carlos Pérez y
Jorge Villegas, todos conocidos míos), me fue otorgada por unanimidad. A
las pocas semanas me preparaba para viajar a Leipzig e iniciar estudios de
Literatura y Dramaturgia.
La amistad con Zuleta había sido decisiva en este nuevo comienzo.
También para otros muchos amigos –estudiantes y profesores de las nuevas
generaciones– Zuleta jugó un papel igualmente significativo. Muchos fueron
los sucesos y situaciones en que volví a encontrar a mi entrañable amigo
después de los seis años que duraron mis estudios en la RDA. Los colegas
de Zuleta en las universidades (muy pagados de sus títulos académicos eu-
ropeos), al no tener argumentos convincentes para atacarlo, solían (y suelen)
enrostrarle su falta de estudios universitarios y su autodidactismo. Pero
precisamente, esta condición libre de anacrónicos obstáculos formales, de
vanidades y poses, permitió a Zuleta abordar los temas fundamentales de la
filosofía a través de sus vivencias e intereses concretos. De esta manera, sus
“enseñanzas” no aparecían como tales, no tenían un carácter “pedagógico”,
sino que surgían con cierta espontaneidad viva, y más bien como maneras
de compartir y comentar experiencias comunes.
Aunque nuestra relación se hizo distante y esporádica por diversas causas
(entre las que se cuentan el hecho de que Zuleta se trasladó a Medellín y
luego a Cali), los motivos más hondos de esa relación continuaron. Concre-
tamente, coincidíamos en que la poesía reflexiva es la más alta expresión en
el género, y algunas veces él elogió sin reservas mi producción de ese estilo.
También manifestó su aprobación de los ensayos de mi libro, Ensayos de
crítica interpretativa – T. Mann, M. Proust, F. Kafka, que la Universidad de
los Andes había editado, y en los cuales es evidente la fecunda influencia de
Estanislao Zuleta. Me enorgullezco de haberlo lanzado como autor, a escala
nacional, cuando logré (como director de publicaciones de Colcultura) hacer
editar sus conferencias sobre Thomas Mann y la Montaña Mágica, después
Zuleta: el amigo y el maestro 65

de una prolija corrección de los textos de la grabación, ya que Zuleta no


se había ocupado de ellos. Las numerosas conversaciones que tuve con él
constituyeron una preparación y una iniciación en el análisis verbal y en el
ejercicio dialógico de un tema, así como en la prevención y respuesta de
posibles objeciones y preguntas en el desarrollo del mismo. Esto fue muy
importante para mi carrera profesoral. De diversas maneras, esa formación
de expositores y maestros de juventudes es uno de los legados esenciales de
la obra verbal y escrita de Zuleta. Su palabra logró con frecuencia la más
alta categoría: ser principio de una acción transformadora.
Quiero terminar estos recuerdos, evocando la última vez que lo vi. Zu-
leta había vuelto a Bogotá en calidad de consejero o asesor del presidente
Virgilio Barco y se alojaba en el Hotel Continental. Una tarde pasé por allí
y recordé que me había invitado varias veces a visitarlo. Yo sabía que estaba
en los comienzos de una grave enfermedad y resolví anunciarme en la por-
tería. Me invitó a subir y lo encontré tendido y exhausto, en compañía de
un “líder sindical” (según dijo al presentármelo), teniendo a su costado un
montón de papeles con anotaciones. Aunque había bebido bastante estaba
perfectamente lúcido. Casi sin transición empezó a hablar sobre la novela
José y sus hermanos de Thomas Mann, y yo le hice una observación sobre
los “juegos con el poder” de José que resultó alusiva porque Zuleta anunció
que estaba resuelto a renunciar a su alto cargo y a volver a la Universidad
del Valle, y me dio un escrito suyo sobre la violencia que entonces se vivía
(era el momento en que se asesinaban a diario dirigentes y militantes de
la Unión Patriótica). Tuve la súbita certeza de que era la última vez que
conversaba con ese amigo irremplazable. Él también lo sabía porque, de
pronto, empezó a decir con un tono alto y dramático que nunca le había
oído: “¡Yo te quiero mucho!”, y repitió la frase muchas veces. Me sentí un
poco amedrentado y sorprendido porque siempre lo había visto discreto y
dueño de sí, y no supe qué decir. Entonces se irguió, tomó un ejemplar de
su libro La poesía de Luis Carlos López, y escribió con fluidez la siguiente
conmovedora dedicatoria: “Para Eduardo Gómez en testimonio de una amis-
tad, larga, íntima y mutuamente fecunda. De una amistad que no terminará
nunca. Que está hecha de respeto y de crítica. De una amistad en la cual
no hay jueces sino intentos de comprensión. Estanislao”. Como en sueños,
me despedí diciéndole en forma que resultó premonitoria: “Ahora descansa”.
Y alcancé con rapidez la calle, mientras me enjugaba las lágrimas.
66

J OSÉ Z ULETA O RTIZ

Mi padre Mi abuelo

Tres partes componen esta sección: dos escritas y una compilada por José Zuleta
Ortiz, hijo de Estanislao Zuleta. La primera, “Mi padre”, corrige algunos errores
factuales e informaciones imprecisas contenidas en una versión inicial del mismo
texto. La segunda parte, “De mi abuelo”, se compone de artículos publicados en
1930 por Estanislao Zuleta Ferrer, padre de EZ, en seis números diferentes de la
revista Claridad de Medellín, artículos encontrados y conseguidos en fotocopia
por JZO en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, Sala Antioquia. La mayor
parte de los artículos aparecieron bajo el pseudónimo de Micromegas, sólo uno
fue firmado con el nombre real del autor. Escribían en Claridad, entre otros: Efe
Gómez, Fernando González, León de Greiff y Luis Tejada. En fin, la tercera parte
está constituida por el relato “La sonrisa trocada”.
Mi padre Mi abuelo 67

Mi padre

E
l 13 de febrero de 1935 nació en Medellín Estanislao Zuleta
Velásquez. Su padre, Estanislao Zuleta Ferrer, era un abogado con
múltiples inquietudes intelectuales; había escrito varios ensayos
de crítica literaria y de opinión política en la revista Claridad,
que circuló por los años treinta en aquella ciudad. Tenía una tertulia con
Fernando González, Fernando Isaza y otros amigos, con quienes leía a Mon-
taigne y hacía experimentos de hipnosis para observar el funcionamiento
del psiquismo humano. Pertenecían a la corriente de pensamiento radical,
con rasgos anticlericales, que a finales del siglo XIX y principios del XX
existió en Antioquia.
En 1933, Estanislao Zuleta Ferrer se casó con Margarita Velásquez, y
dos años más tarde, a la usanza antioqueña, el matrimonio tenía ya dos
hijos. La familia se había trasladado a Bogotá, donde el joven abogado de
29 años era asesor de una compañía petrolera. Pero como había abierto en
Medellín una oficina con Fernando Isaza, debía viajar con frecuencia a esa
ciudad para atender sus negocios. El 19 de junio Estanislao Zuleta viajó
por última vez a Medellín. El 23 su esposa recibió una marconigrama que
decía: “He terminado mis asuntos. Esta tarde visito a Fernando González.
Mañana viaja SCADTA. Me gustaría verte en el campo. Lleva a los niños.
Un abrazo. Estanislao”. Al día siguiente Margarita arregló a la nena y al
niño, y al mediodía tomó el tranvía del campo de aviación de Techo. Estaba
lloviendo. Margarita miraba por la ventanilla esa ciudad fría y empañada,
donde se sentía extranjera. El niño tenía cuatro meses y tres semanas: era el
24 de junio de 1935. Ya en el aeropuerto se acercó a la oficina de SCADTA
y dijo a una empleada: “Señorita, estoy esperando a mi marido que viene de
Medellín…”. La empleada dejó caer el labio y clavó la mirada en el niño
que Margarita tenía dormido en el hombro. Dijo: “Señora, pasó una cosa
muy horrible. Váyase para su casa. Hubo un accidente: murió Gardel”.
Dos aviones chocaron en la pista del aeropuerto de Medellín y explotaron.
Desde el barrio Manrique se vio una bola de fuego, como un sol anaranjado
y humeante. Desde su finca “Otraparte”, Fernando González se quedó mi-
rando el brillo magnífico de las llamas que consumían a su amigo, y por la
noche, cuando aún no se habían apagado los escombros, luego de escuchar
el radioperiódico, dijo: “Ahora ya no hay con quien hablar en este país”.
68 AL MARGEN

A la edad por entonces acostumbrada Estanislao Zuleta Velásquez in-


gresó a la escuela. Allí nunca se sintió bien. Cuando cursaba el cuarto año
elemental, el profesor de aritmética llamó a Margarita y le sugirió que le
mandara a hacer un chequeo al niño porque “no podía entender, vivía abs-
traído y se asfixiaba en clases”. Los médicos dictaminaron que tenía asma
y que sufría una especie de retardo mental. En adelante, sus relaciones con
la escolaridad y con la salud mental fueron más bien conflictivas.
La ausencia del padre vino a ser compensada por la evocación maravilla-
da y continua que de él hacía Margarita. Ella se sentaba horas enteras con
su hijo y le hablaba del padre, transmitiéndole la imagen de un hombre
extraordinario, mitificado y glorioso. Estanislao no tuvo, pues, un sustituto
de padre: tuvo un padre maravilloso configurado por la narración de la
madre. Fue influenciado para siempre por esas referencias repetidas a diario,
que vinieron a crear en él una inusitada pasión por lo narrado. Esa pasión
se dirigió más tarde a lo que narraban los libros –que fueron ante todo los
libros heredados del padre.
Para Estanislao el mundo quedó dividido en dos: por un lado estaba el
mundo de lo práctico y lo inmediato; por otro lado estaba el mundo de lo
verdadero y lo sublime, que se encontraba oculto y en reposo en el interior
de los libros. Estanislao se fue alejando cada vez más del ámbito cotidiano
de la vida práctica, de las relaciones familiares, de las formas corrientes de
sociabilidad. La timidez y la idealización se apoderaron por completo de
su carácter.
La lectura fue su gran refugio; leía con avidez insaciable. Por esa época
su madre tenía un costurero donde se confeccionaban los trajes de novia de
las niñas ricas de Medellín; allí, en medio de sedas y velos blancos, Estanislao
seguía leyendo, esperando el fin de semana para irse a “Otraparte” a cami-
nar con Fernando González por las quebradas de Envigado y confrontar, en
diálogo con él, las ideas que había tenido en el costurero de su madre. Fue
durante esos paseos con Fernando González cuando Estanislao conoció la
filosofía, pero ese conocimiento, según sus recuerdos, no fue en modo alguno
un conocimiento teórico. “En esas caminadas Fernando se detenía a cada
momento y de pronto se quedaba mirando una hormiga que bajaba por una
rama; entonces me decía: Para ti la hormiga está a determinada distancia del
suelo que pisamos mientras la luz que nos permite verla viene de arriba; pero
para la hormiga las cosas son de otro modo”. Esas consideraciones ingenuas,
esa filosofía de paseante que descorría los velos de lo evidente contribuyó a
formar una mirada reflexiva sobre el mundo en su joven acompañante.
Fernando Isaza, tío político de Estanislao, fue su principal referencia
paternal. Así se refería a él don Gabriel Cano, en un editorial de El
Mi padre Mi abuelo 69

Espectador: “Las condiciones del estilo de Fernando Isaza fueron en él


innatas y consubstanciales, porque no escribía más correcta y elegantemente
al final de sus días que como lo hacía hace 50 años, en plena adolescencia
intelectual, y porque sus lecturas literarias fueron voluntariamente escasas y no
sujetas a método alguno. Ecléctico en literatura como escéptico en filosofía,
sus lecturas se orientaron menos hacia el pensamiento o la doctrina de los
libros, que hacia el estilo y, sobre todo, hacia la personalidad humana de
los autores”. Fernando Isaza regaló a Estanislao Zuleta La montaña mágica
cuando cumplió 14 años, y lo alentaba a que no pensara solamente en las
historias que leía sino también en sus autores, en lo que éstos proponían
con sus vidas. Fernando Isaza rehusaría una candidatura presidencial y varios
ministerios, pero no rehusó ser, al lado del otro Fernando, un maestro y
“alcahuete” en los días de juventud de mi padre.
Cuando Estanislao comunicó a su familia el propósito de abandonar el
colegio, se armó tal revuelo que parecía que iban a romperse para siempre
los vínculos con su parentela. Fernando Isaza, un poco más sereno, reunió
en su casa a la familia y les dijo: “Estanislao no necesita seguir en el colegio
porque el colegio le quita mucho tiempo para sus estudios, además yo lo
apoyo y me hago responsable”. Este fue un acto de afecto paternal que iba
a inaugurar la contravía en la cual iba a desarrollarse su existencia. Con
esa licencia y con la libertad que la autoridad de Fernando Isaza le daba,
Estanislao continuó con el proyecto que se había trazado, cuyo primer paso
era el abandono del colegio.
Entre tanto, hacia 1951-52, un nuevo grupo de adolescentes entró a
formar parte del Centro Literario Porfirio Barba-Jacob, existente desde algunos
años atrás. Entre ellos estaban Ramiro Montoya, Delimiro Moreno, León
Chávez Villa, Miguel Montoya Vélez, Luis Mejía García, Ramiro Agudelo,
Jaime y Hernán Mejía Valencia, Rómulo Naranjo, Hernando Sierra Mejía,
Rodrigo Sánchez Giraldo (Sangiral) y Estanislao Zuleta. Después de las
reuniones, y en medio de la excitación de las discusiones y de la charla,
seguía la bohemia. En distintos cafés de Medellín se oían sus poemas,
recitados por voces jóvenes y ebrias. Al final de la noche esculcaban los
bolsillos, buscando reunir las monedas que permitieran prolongar el exceso
y las palabras.
Por esos días había en Medellín un muchacho que pintaba. Se llamaba
Fernando Botero. Había estado trabajando en unas obras que reunió bajo
el título de “Las mujeres azules” y consiguió que su trabajo fuera expuesto
en el Club de Profesionales. Estanislao se entusiasmó con las obras y realizó
la presentación con un texto que tituló “La pintura de Fernando Botero”.
En ese texto decía:
70 AL MARGEN

“…¿Por qué emociona la pintura? ¿Qué puede ser para que haya hombres
que eligen su vida a través de ella? ¿Qué significa esta lección?
“Sabemos bien que la pintura empezó con el hombre; como todo lo
esencial, nunca pudo ser inventada y permanece igualmente nueva;
tampoco termina nunca, ni se agota, pues como dice Hölderlin: ‘Difí-
cilmente abandona el lugar lo que habita cerca del origen’. Y la pintura
habita cerca del origen, es decir, que está presente como una posibilidad
siempre indicada de nuestra vida en la estructura misma de la conciencia.
Es necesario que nos dirijamos a esta posibilidad original si queremos
comprender realmente la obra de un pintor.
“Los cuadros de Botero parecen imágenes que hubiera encarnado de
pronto. Una preocupación estética muy semejante al amor ha descartado
de ellos todo lo que pudiera reforzar la impresión de existencia real. Los
colores, repartidos en grandes planos, producen una especie de decoración
afectiva; el dibujo se impone ampliamente como en los frescos, destacando
el objeto de su existenica ideal, suprimiendo todas las complicaciones de
la percepción. Son formas sintéticas, sencillas, y presentan la hermosa
característica de que sólo quieren ser lo que son; fantasmas imaginarios,
es decir, productos de una pasión que busca desembarazarlos de lo que
en ellos no sea sensible para todos”.

Mario Ochoa, el amigo más cercano de Estanislao hacia los 16 años, y


relacionado con los miembros de la tertulia, comenzó a derrumbarse psí-
quicamente. Este acontecimiento conmocionó a Estanislao y a Arrubla, que
habían sido ambos condiscípulos de Ochoa en tercer año de bachillerato. La
incógnita sobre los resortes de ese derrumbe emocional indujeron a aquéllos
a lecturas sistemáticas del psicoanálisis.
En 1953 Estanislao había entrado en contacto con el Partido Comunista,
y fue invitado a un evento internacional sobre la paz organizado en Bucarest
por los comunistas. Al viaje se oponían Fernando Isaza y la familia, pero
Fernando González salió en esa ocasión en apoyo del deseo de Estanislao
y le escribió una carta a Fernando Isaza donde le hablaba de la juventud
como la época en que se deben vivir todas las experiencias, sin avaricias, y
concluía diciendo: “En tu caso personal, Fernando, entiendo que te opongas,
porque estás viejo y además has leído mucho Selecciones”. El viaje produjo
una ruptura entre Estanislao y Fernando Isaza, quien, sin embargo, seis años
más tarde fue padrino de su primer matrimonio.
El viaje a Europa, en compañía de Óscar Hernández, fue definitivo en
las lecturas ulteriores de Estanislao. De allí trajo algunos libros de Sartre,
conseguidos en París, y también varios números de Les Temps Modernes. Al
confrontar la vida intelectual de Europa con la que existía en Colombia vio
Mi padre Mi abuelo 71

que era necesario hacer un replanteamiento y trabajar por una cultura más
universal. En especial, era preciso abrirse a nuevas disciplinas, como la antropo-
logía, la lingüística y el psicoanálisis. Asimismo, era preciso integrar esas nuevas
disciplinas en el pensamiento sobre nuestros problemas sociales y políticos. La
vida intelectual de Estanislao se puede definir como esa búsqueda.
Como es obvio, mi conocimiento de esa época de la vida de mi padre
obedece principalmente a sus propios recuerdos y a los de Margarita y mis
tías (secundariamente, a informaciones recogidas de amigos).
El período de Bogotá fue resumido por él en una entrevista, de la cual
transcribo unos apartes:
“Mis primeros estudios –si se descuentan unos pocos inútiles, comple-
tamente estériles, años de bachillerato– fueron hacia 1951 y 52 la lectura
de diversas obras filosóficas, entre las cuales me causaron una muy grande
impresión principalmente Platón y Descartes. En el año de 1952 comen-
cé a leer a Freud, con poca comprensión pero con mucha pasión. Leí los
trabajos que podían denominarse de análisis directo: La interpretación de
los sueños, El chiste, La psicología de las masas, y La psicopatología de la
vida cotidiana.
“Si no recuerdo mal, un poco más tarde, en el año 1954, comencé a
estudiar a Heidegger muy detenidamente, principalmente El ser y el tiempo,
y poco después a Sartre, El ser y la nada y las obras sobre psicología: La
imaginación, Lo imaginario y La Fenomenología de las emociones. Hasta ese
momento había recibido la influencia personal de algunos de los amigos de
mi padre: Fernando Isaza y Fernando González, quien escribió un libro que
se llama Cartas a Estanislao, o sea, mi papá.
“Un poco después, en el año 53 o 54, leí por primera vez un texto de
Marx, Manuscritos del 44. No conocía nada de marxismo, tampoco sus
divulgaciones, pues, como se recordará, hasta ese año del 53 la prohibición
que pesaba sobre el marxismo era supremamente fuerte; ese fue el año en
que subió al poder Rojas Pinilla. El texto de Marx, al que siguieron algu-
nos otros, me llevó a hacer algunos estudios sobre la situación económica
y política y a fundar con unos amigos la primera publicación en que yo
participé: Crisis, una revista de política y economía.
“Más adelante, durante el año 56, viajé a Bogotá. Entonces comencé a
trabajar en el Instituto de Investigaciones Históricas, bajo la dirección de
Pérez Villa, lo que me permitió hacer estudios sobre historia de Colombia;
también me permitió estudiar durante casi un año completo todos los textos
históricos de Hegel: Historia de la filosofía, Las lecciones de filosofía de la
historia, La estética. Entonces participé en otra publicación que había tenido
origen etudiantil, que se llamaba Junio.
72 AL MARGEN

“En el año 1958 se ofrece un viaje a Sumapaz para residir entre campe-
sinos en calidad de instructor. Emprendí entonces la primera lectura de El
capital. En ese año se conocieron también muchos otros estudios de mar-
xismo; era el período –por lo menos para nosotros, a quienes llegaba todo
un poco retrasado– llamado de la desestalinización. Entonces se pudieron
conocer los marxistas polacos. Los textos de Sartre sobre el marxismo, Los
comunistas y la paz, por ejemplo, algunos textos de Merleau-Ponty, entre
ellos Humanismo y terror; eran textos muy anteriores, del 52 al 57, que
finalmente llegaron aquí. En realidad, los estudios sobre el marxismo siguie-
ron en gran parte en dirección a los textos de la llamada desestalinización.
Textos que eran muy próximos entonces al pensamiento que se ha dado en
llamar existencialista, aunque sus propios autores no gustaban mucho de
ese calificativo, ni Sartre, ni Heidegger, y menos Marleau-Ponty. Entonces
estudié ya las obras en conjunto de esos autores, en la medida en que se
conseguían en francés, en inglés o en castellano.
“En el año 59 trabajé en el Ministerio de Trabajo, en una oficina que
se llamaba Seguridad Social Campesina, e hicimos un libro entre varios
autores sobre el departamento de Nariño (publicado precisamente por el
Ministerio de Trabajo), en el cual se puede notar muchísimo la influencia
del marxismo. Publiqué igualmente algunos ensayos en la época, de los que
recuerdo sobre todo uno que fue objeto de múltiples ataques por parte de
la prensa conservadora, que se llamaba Sobre el matrimonio, la prostitución
y el onanismo: tres taras de nuestra sociedad.
“En esa época no existía ninguna corriente marxista organizada diferente
del Partido Comunista que, a pesar de la desestalinización, seguía practi-
cando una forma de organización, una política educativa, cultural y teórica
tan dogmática como la de la época del estalinismo. Por ese motivo, con
algunos amigos, entre ellos Mario Arrubla, Jaime Mejía Duque, Delimiro
Moreno, Eduardo Gómez, fundamos entonces un grupo político con una
publicación propia que se denominó Estrategia. Nosotros estábamos desde
ese año ya en Bogotá; sin embargo, seguíamos participando desde lejos y
colaborando en Crisis.
“A Estrategia se vincularon también otros amigos: Jorge Orlando Melo,
Guillermo Mina y Javier Vélez, que luego se han dedicado a la enseñanza de
la filosofía; sacamos, pues, algunos números de Estrategia; yo escribí allí un
análisis del proceso electoral que se llamaba ‘Clave para las elecciones’. Luego
escribí un estudio sobre las corrientes de izquierda en Colombia: ‘Contribución
a un debate sobre la política revolucionaria’; y finalmente, un estudio en el
que se recogía en el año 63 la principal preocupación teórica que había tenido
en los últimos diez años, que se titulaba ‘Marxismo y psicoanálisis’.
Mi padre Mi abuelo 73

“También en el psicoanálisis, desde luego, se presentaban nuevas corrientes,


principalmente la corriente que encabezaba, desde el 53, Lacan, a quien yo
comencé a leer un poco tardíamente con muy mala comprensión: con más
empecinamiento que comprensión. Desde el año 58 finalmente comenzó a
sernos más accesible, a partir de que volvimos a sus textos publicados en
la revista La Psychanalyse luego de haber leído los textos de sus discípulos,
puesto que los de él mismo vinieron a ser comprendidos a posteriori, lo cual
condujo a una nueva lectura de las obras de Freud, esta vez completa.
“En los años siguientes me interesó cada vez más la aplicación del
psicoanálisis al estudio de la literatura, que había sido una pasión desde la
infancia; especialmente Dostoyevski, Thomas Mann, Kafka, y luego también
la literatura sartriana. Publiqué algunos trabajos poco después sobre psicoa-
nálisis y literatura, por ejemplo un estudio que publicó la Gaceta de Tercer
Mundo y que luego ha sido reproducido en diversas universidades sobre
una novela de Arrubla, denominado ‘Comentarios a La infancia legendaria
de Ramiro Cruz’”.
En el años 56, y luego del viaje a Europa, vinieron grandes cambios
en la vida de Estanislao: la segunda y definitiva salida de la casa materna
y el traslado a Bogotá, donde, en compañía de Ramiro Montoya, Rómulo
Jaramillo, Bernardo Guerra, Octavio Vélez y otros amigos compartía una
pensión de cinco pesos mensuales, que incluía comida y lavado de ropas.
La dictadura de Rojas Pinilla acentuó el interés por los problemas polí-
ticos; la militancia y el estudio del marxismo eran la prioridad en aquellos
días. El interés por los problemas colombianos y la aplicación de la teoría
marxista a la sociedad colombiana produjeron un grupo de estudio, que
daría sus frutos más tarde con los trabajos de Arrubla sobre el subdesarrollo
y de Estanislao sobre la tenencia de la tierra en Colombia.
En aquella época de militancia habría que recordar una aventura que
contribuye a conocer su carácter. La aventura comenzó en una fiesta en la
que María del Rosario Ortiz Santos, sobrina de Calibán y cobijada con el
manto de la casa Santos, se interesó por la joven figura intelectual que había
llegado a Bogotá. Aquella fiesta terminó en la parroquia del Sufragio de Me-
dellín y, más tarde, en las montañas del páramo de Sumapaz, un municipio
donde el Partido Comunista gozaba de muchas simpatías, y donde se hacía
lo que denominaban formación de cuadros. En medio del frío y la mala
alimentación, Mario Arrubla, Mario Vélez y la pareja de Estanislao y María
del Rosario trataban de explicar a los atribulados campesinos los problemas
de la lucha de clases, al tiempo que les enseñaban a leer y a escribir. De
esta montaña, que poco o nada tenía de mágica, regresarían a la ciudad al
cabo de cuatro meses.
74 AL MARGEN

Ya en Bogotá, surgieron algunas publicaciones como Junio, y luego Agi-


tación y Estrategia, revista de crítica contemporánea. Los directores, Mario
Arrubla y Estanislao Zuleta, abrieron una librería con otros amigos que
funcionaba en la calle 19, media cuadra al oriente de la Séptima. El nombre
de la librería era “La Tertulia”, y era la sede de las publicaciones del grupo
político (PRS). El grupo también intentó hacer algunas publicaciones. Jorge
Orlando Melo tradujo Problemas de método de Sartre, bajo el sello Ediciones
Estrategia, que no funcionó económicamente. Finalmente, la librería tuvo
el destino que su nombre sugería: es decir, fue durante casi dos años un
buen tertuliadero sin éxito comercial. Los socios terminaron repartiéndose
los libros y acordaron trasladar la tertulia al café Automático. La crisis se
extendió a Estrategia y a la propia organización política, que no resistió las
proclamas llegadas de Antioquia y El Valle donde estas regionales asumían
una línea terrorista. A ello, para colmo, se sumó la ruptura matrimonial de
Estanislao. A comienzos de 1964 la actividad política quedó completamente
suspendida.
Estanislao, con tres hijos, se vio perseguido por agentes de seguridad
que, en todos los sitios donde trataba de conseguir empleo, informaban que
él era un comunista indeseable. Pero las adversidades nunca interrumpieron
su trabajo intelectual; al contrario, lo hacían más activo. Después de largas
jornadas de lectura, se iba a los cafés Mercantil y Automático, a discutir con
los amigos sobre la situación nacional y hablar sobre lecturas.
León de Greiff fue un amigo que, desde aquellos días hasta la muerte
del poeta, influiría definitivamente en la vida de Estanislao. Una amistad
como todas las de León: incondicional y a la vez distante; elevada sobre el
terreno del arte y la poesía, donde la política y la teorización no estaban
invitadas a la mesa. Sobre ese acuerdo tácito sobrevino una tertulia literaria
que nada tenía de formal y que fue siempre accidental, disculpada en alguna
época por la costumbre de reunirse todos los sábados en casa de Estanislao
para almorzar fríjoles y tomar aguardiente en compañía de Boris, Hjalmar,
Guillermo Mina, Javier Vélez, Oscar Espinosa y otros amigos de la casa.
En 1964 Jorge Orlando Melo se había casado con Margarita González, y
Germán Colmenares con Marina, hermana de aquélla. A una fiesta en casa
de los Melo invitaron a Estanislao y a la hermana menor de Margarita y
Marina, una estudiante del Liceo Francés, de diecisiete años, llamada Yolanda
González, que sentía admiración por los intelectuales. Yolanda fue el gran
amor de Estanislao; con ella vivió veinte años y tuvo dos hijas.
Después del segundo matrimonio, Estanislao trabajó en la Universidad
Libre de Bogotá hasta 1969. La familia vivió en Cali hasta 1971, y luego
se trasladó a Medellín, donde Estanislao fue profesor de la Universidad de
Mi padre Mi abuelo 75

Antioquia hasta 1975. En todo ese período estuvo trabajando demasiado


tiempo para la subsistencia; la escritura se vio muy afectada por ello, aun-
que escribió Psicoanálisis y criminología e impulsó la creación de algunas
publicaciones mimeografiadas, como Contraataque, Polémica y Veinte varas
de lienzo. Su actividad fundamental fue promover la lectura de El capital
de Marx, con los que él llamaba el grupo de Cali y el grupo de Medellín,
de lo cual fueron surgiendo las mencionadas publicaciones.
También al final de este período comenzó a hacer clínica psicoanalítica,
intentado seguir el método freudiano, pero con grandes dificultades en el
orden terapéutico pues en la elección de los pacientes pesaba más el afecto
que tuviera por ellos que la distancia que suponía una relación analítica.
Del grupo de Medellín eran Klaus Meska, Álvaro Tirado, Juan Camilo
Ochoa, Antonio Restrepo, Beatriz Abbad, Gloria Arango, Yolanda González,
Santiago Peláez, Fernando Zambrano, Iván Villegas y otros cuyos nombres se
me escapan. Pero el suicidio de Iván Villegas produjo una crisis que terminó
por disolver el grupo y sumió a Estanislao en una depresión de la cual no
saldría hasta que fue invitado a Cali a hacer parte del recién fundado Centro
Psicoanalítico Sigmund Freud. Allí, como hacía siempre en épocas de crisis,
Estanislao volvió sobre las obras de Thomas Mann, y de esta manera surgió
la exposición sobre La montaña mágica en veinticinco charlas que después,
en 1977, fueron reunidas y publicadas por Colcultura con el nombre de
Thomas Mann, La montaña mágica y la llanura prosaica.
En la época del Centro Psicoanalítico surgieron unos grupos que grababan
lo que Estanislao decía en las charlas y luego lo transcribían para estudiarlo.
De esas charlas grabadas son producto los libros La teoría de Freud al final
de su vida, Editorial Latina, 1978; La propiedad, el matriomonio y la muerte
en Tolstoi, Editorial Nueva Letra, 1980; Comentarios a Así habló Zaratustra,
Univalle, 1981. También existen, en esta época, sin publicar, las charlas sobre
las siguientes lecturas o temas: Inhibición, síntoma y angustia; Teorías de la
infancia; Análisis terminable e interminable; Construcciones en el análisis;
Más allá del principio del placer; el duelo en Chejov, Proust y Mann; El
mercader de Venecia, Ricardo III y El rey Lear, de Shakespeare; la mujer en
Faulkner, Hemingway y Poe; Sobre el amor; La metamorfosis de Kafka; La
náusea de Sartre; El hombre del subsuelo de Dostoyevski; Luces de Chejov;
La fenomenología del espíritu de Hegel; El ser y el tiempo de Heidegger; y
otros textos que fueron parcialmente transcritos o que se perdieron, como
Sartre y el psicoanálisis, y Poe y el alcohol.
Como se ve, en esta época Estanislao vuelve sobre los temas y las lec-
turas más importantes, dejando la lectura de Marx para el consabido grupo
de Cali, que seguía funcionando en su casa los fines de semana y del cual
76 AL MARGEN

surgiría la última publicación política orientada por Estanislao: Ruptura,


de la cual salieron tres números. A partir de aquí, Estanislao rompió para
siempre con la idea de partido de Lenin y abandonó el ideal socialista de
Marx, como se puede ver en los textos que sobre este autor escribiría más
tarde: ‘El fetichismo en Marx’, ‘Marx y los derechos humanos’, y ‘El indi-
vidualismo en Marx’.
Luego surge el texto ‘Elogio de la dificultad’, que daría a conocer en el
acto en que recibió el doctorado Honoris Causa en psicología de la Uni-
versidad del Valle, en 1981, y que introduce una mirada sobre la sociedad
que se había gestado muchos años atrás, de la cual fueron ingredientes
fundamentales el estudio de la antropología, las lecturas de André Gorz,
de Bachelard, de Roland Barthes, de Bahro, de Kautsky, de los nuevos
filósofos franceses. En el texto pedía cuentas al ideal revolucionario y a los
fantasmas contenido en él, y no dejaba de mirar el capitalismo como una
terrible enfermedad de la humanidad.
La democracia surgía entonces como el menor de los males, pero era
necesario repensarla y profundizarla, dentro de los terribles límites de nuestra
sociedad. A esto se refieren los últimos trabajos de Estanislao.
En 1984, Estanislao es nombrado por el gobierno de Belisario Betancur
como asesor de la Secretaría de Integración de la Presidencia de la Repú-
blica, cargo en el cual desempeña múltiples funciones en el proyecto Plan
Nacional de Rehabilitación (PNR) y en la redacción de documentos oficiales
de esa oficina.
En 1985 sobreviene la última gran crisis con la ruptura de la relación
con Yolanda González, y en 1986 debe abandonar la ciudad de Cali por
amenazas contra su vida. Entonces, Naciones Unidas lo nombra asesor en
la Consejería de la Presidencia para los Derechos Humanos, y más tarde
en un proyecto para la autonomía municipal en el departamento del Valle;
su trabajo consistía en dar charlas sobre democracia y participación y en
redactar documentos.
En diciembre de 1988 regresa a Cali y se reincorpora a la Universidad
del Valle, donde trabajaba desde 1976; de sus clases en la universidad tam-
bién surgieron, por el sistema de grabación, algunos textos que publicaría
más adelante la Editorial Percepción. Estos textos fueron: El pensamiento
psicoanalítico, Arte y filosofía y Estudios sobre la psicosis.
En los últimos cuatro años de su vida Estanislao emprendió una lectura
crítica del psicoanálisis, estableciendo una contraposicón con las teorías de
la etología y preguntándose sobre la validez del determinismo inconsciente
que planteaba la teoría de Freud. En esta última mirada sobre el psicoanálisis
se preguntaba por el sistema demostrativo de Freud, con el cual no estaba
Mi padre Mi abuelo 77

ya de acuerdo, más concretamente en lo que se refiere a la interpretación


de los sueños. Así pues, se había propuesto servirse tanto del psicoanálisis
como de la etología para alcanzar una nueva concepción de la inteligencia
humana.
En una de las notas para este trabajo escribió: “La inteligencia, definida
provisionalmente como capacidad de pensar, capacidad de adoptar una actitud
de expectativa exploradora que permita una adquisición cognitiva, un nuevo
saber, capacicad de autorreflexión crítica, es en gran parte imaginación. Pero
no es, desde luego, cualquier tipo de imaginación. No una imaginación
completamente sometida a los fantasmas, reiterativa, compulsiva, como la
que se da en ciertas formas de neurosis. Tampoco las fantasías que podría-
mos llamar compensadoras, principalmente las comandadas por pasiones y
emociones como el odio y la rabia y las que son actualizaciones de omni-
potencia. Por importante que pueda ser el papel de éstas en la economía
del psiquismo, su relación con el pensamiento es más bien pobre, aunque
no son excluyentes. Confieren en todo caso un espacio para pensar mucho
mayor que el paso al acto; significan una primera distancia que permite en
principio la elaboración y la autorreflexión”.
Así pues, vemos a Estanislao indagando al final de su vida sobre los
mismos temas que se planteara al comienzo de su trayectoria intelectual,
porque en su caso personal nunca pretendió escribir una verdad absoluta,
una teoría única que diera cuenta de todo y por siempre. Así, y según la
cita de Hölderlin que traía a cuento a propósito de la pintura de Botero,
podemos decir que “difícilmente abandona el lugar lo que habita cerca del
origen”. En su caso, Estanislao nunca abandonó la pregunta sobre la felici-
dad y la tribulación del pensamiento, que se convirtió en una interrogación
permanente sobre su origen y destino.
Pero, dejando de lado los aspectos biográficos, surge una pregunta: ¿cuál
es la singularidad de Estanislao como pensador? ¿cuál fue su aporte y cuál
la dirección de su trabajo intelectual?
La universidad colombiana, y en general nuestra cultura, ha sido durante
las últimas décadas dominada por un ánimo de especialidad. Las diversas
disciplinas intelectuales han buscado lenguajes y esquemas cada vez más
independientes; las llamadas ciencias sociales reúnen bajo estas dos pala-
bras discursos cada más específicos a cada disciplina, produciendo así un
intrincado mapa de jergas y particularidades que separan y singularizan el
pensamiento y la crítica, creando un mosaico en el cual cada especialista es
celoso de preservar las fronteras de su disciplina. Los historiadores se han
repartido las diversas épocas de nuestra historia, y cuidan de ellas como
feudos. Los filósofos se ubican desde la lógica analítica o desde la filosofía
Bernardo Correa, codirector de A.M., con Estanislao Zuleta en Villa
de Leyva, 1987. Después de recibir anónimas amenazas de muerte,
Zuleta abandonó Cali y, como él decía, se refugió en la Presidencia
de la República –Consejería de Paz. En esa época residió varios
meses en aquella población. (Foto de Andrés Correa).

Uno de sus principales


entretenimientos era resolver
problemas de ajedrez o jugar
de vez en cuando una partida.
80 AL MARGEN

de las ciencias y del lenguaje, tratando de estrechar cada vez más su órbita
de pensamiento. Los psicólogos y los psicoanalistas parecen no tener ya
nada en común. Los profesionales de la disección literaria, por su parte, se
reparten autores y estilos para dar rienda suelta a sus especulaciones. Los
antropólogos se unen y se pierden en sus respectivas tribus en una selva
donde cada uno es cacique de su etnia. Y los violentólogos suman todos los
días más muertos a sus estadísticas, sin alcanzar a comprender los motivos
de tanta sangre.
La vía de Estanislao Zuleta es la de tratar de pensar al hombre y la
sociedad en su conjunto. Dejando de lado el limitado pero seguro refugio
de una disciplina, luchó durante cuarenta años de trabajo y estudio por tras-
pasar los muros que cada disciplina había levantado y poder emprender así
la búsqueda de un pensamiento más universal, que confrontara los distintos
autores y teorías, abriendo preguntas y enriqueciendo el pensamiento.
¿Qué es un pensador? ¿Cómo, viajando solitario por un terreno tan
árido como el nuestro, es posible que ocurra este fenómeno? En el caso de
Estanislao hay un elemento que puede dar alguna luz sobre estas preguntas.
Buscando entre sus papeles, descubrí un grupo de cuadernillos fechados en
1955, cuando Estanislao tenía veinte años. Ellos tienen una característica
común, indicada en el título lacónico que llevan: “Problemas”. Son 556
páginas escritas a mano, en las que, a manera de diario, Estanislao se in-
terroga sobre sí mismo. En alguna parte dice: “Mi proyecto nace de una
contemplación de la situación concreta en el mundo y de la voluntad de
cambiarla y cambiar las circunstancias reales; por el contrario, el sueño, la
aventura imaginaria, nace de un intento de abstraer la situación concreta en
el mundo, de una voluntad de negarla. La distinción principal es la de que
la imaginación no contempla la situación concreta, no repara, imagina que
realiza, no opera en el mundo, lo niega, y por eso nos aísla de él”.
En esta época Estanislao se dio a la tarea de confrontar sus propios
problemas con las teorías de Sartre y de Freud sobre lo imaginario, sobre
la muerte, sobre el amor, y asumió la superación de sus limitaciones como
un gran proyecto intelectual, buscando apoyo en la literatura y en la filo-
sofía para tratar de comprender la problemática humana. En esos diarios
de lecturas y meditaciones es evidente que Estanislao asume su postura
intelectual desde su problemática personal, en continua confrontación con
las teorías y discursos que iban surgiendo de sus lecturas. Tal vez por ello
fue un lector tan agudo y tan poco dado a la acumulación de información
erudita o sistemática, porque para él estaba de por medio su propia vida. Y
fue precisamente Sartre quien introdujo una característica fundamental en la
trayectoria de Estanislao: la exigencia primordial de una conducta paralela
Mi padre Mi abuelo 81

a un pensamiento. Pocos conocen la difícil tarea que es hacer de la vida


un compromiso ético. No es fácil, en un entorno como el nuestro, asumir
la soledad a que obliga la independencia intelectual y la inflexible voluntad
de asumir sus consecuencias.
En el transcurso de su vida, Estanislao tuvo dos influencias que habría
que subrayar: Thomas Mann y Sigmund Freud; pero me refiero a ellos no
como teorías o concepciones del hombre sino, muy especiamente, a sus
personalidades. Me atrevería a decir que los ideales del yo de Zuleta fueron
fundamentalmente estos dos pensadores. Freud y Mann fueron lecturas de
su juventud, pero cuarenta años más tarde seguían siendo los autores a los
que recurría continuamente. Estas dos figuras marcaron los eternos pará-
metros de su búsqueda. Tal vez porque allí estaban condensadas todas sus
idealizaciones, y también todos sus obstáculos.
La familia, tengo que decirlo, fue para él una limitación y un conflicto,
más que una seguridad o un proyecto. Sus múltiples pasiones rebasaban el
ámbito de lo familiar, y aunque su carácter idealizador promovía utopías y
fraternidades, su racionalidad le advertía sobre los peligros de tales deseos y
le regresaba a su habitual distancia de pensador solitario. Si bien Estanislao
entendía el amor como una empresa común, en la cual era necesario tener
una comunidad de ideales y de búsquedas en condiciones de respeto y de
reciprocidad, lo cierto es que dichos ideales y búsquedas generalmente eran
trazados por él de manera unilateral, según sus propios criterios, y se refe-
rían, más que a un proyecto familiar, a la relación con Yolanda, su mujer,
su refugio y su compañera incondicional por muchos años.
Sus relaciones con la parentela fueron prácticamente nulas; aunque
pensaba en su familia y hablaba de ella, prefería no frecuentarla, ni ser
frecuentado por ella.
Los únicos entretenimientos que tenía eran resolver problemas de ajedrez
o jugar de vez en cuando una partida y, al final de su vida, ver películas en
betamax antes de acostarse; por lo demás, siempre dormía muy poco, cuatro o
cinco horas a lo sumo; lo demás era lectura y trabajo y, en algunos períodos
de su vida, alcohol, con el cual, a pesar de ser un excelente contertulio, no
tuvo, según sus propias palabras, buenas relaciones.
No fue nunca mesurado. Al contrario, si uno quisiera definirlo en este
sentido, habría que decir que Estanislao fue un hombre excesivo, excesivo
en el afecto, en la lectura, en las exigencias éticas, en la conversación, en
el humor y en la depresión, en los dos litros diarios de café, en la crítica y
en el aprecio, en los cincuenta cigarrillos mentolados al día, en la bohemia
y en la esperanza en una sociedad distinta a la existente, en la cual cada
día se reconocía menos.
82 AL MARGEN

Estanislao murió el 17 de febrero de 1990 en la mesa de trabajo, donde


preparaba dos cursos que debía dictar ese año: uno sobre la obra de León
de Greiff y otro sobre ética y política. Acababa de cumplir 55 años, vivía
solo con sus libros, en un pequeño apartamento cerca de la universidad. La
víspera de su muerte me dijo: “¿Sabes una cosa? Me está gustando la soledad;
uno se acostumbra y termina por quererla”. Al día siguiente, la empleada lo
encontró: tenía un café y unas tostadas en la mesa. Su apasionado corazón
se había parado para siempre.

En este último tiempo, cuando la muerte parece ensañarse con los seres más
próximos, he pensado en este hecho absoluto y aplastante que nos separa de
la vida y nos muestra que en ella habitan todos los sentimientos, todas las
expectaciones: habitan la historia y el dolor, el gozo, lo sublime y lo ruin;
en la vida hay luz, hay formas, olores y sonidos, y también hay nostalgia.
En la muerte, en cambio, no hay nada. Nada. Y aunque el umbral, la línea
de sombra que separa la vida de la muerte es leve y azarosa, la diferencia
entre estos dos hechos es monstruosamente grande. Entonces entendemos por
qué existen religiones, por qué para ciertos pueblos primitivos era necesario
proveer de alimentos a sus muertos para un largo viaje. También por ello
existen teorías sobre la reencarnación o la transmutación de las almas; pero
también sobre el arte y el pensamiento. El arte y el pensamiento procuran
rasgar la vestiduras de la muerte; así, más allá de la muerte del individuo
creador, su obra continúa. Entonces, el ámbito, el tiempo del artista y del
pensador, no es el tiempo de sus días, no es el tiempo de su tránsito, sino
el tiempo de su obra. En ese sentido aún tenemos a Estanislao.
Mi padre Mi abuelo 83

De mi abuelo

Viaje a pie

H
ace un mes no quedaba en ajena y todo lo ajeno”.
Medellín una sola persona Algunas de esas teorías vienen
aficionada a la literatura que expuestas con fervor de convicción y
no se hubiera leído este libro extraño y otras son ensayos de filosofía humo-
desvergonzado. Se leía desaforadamente rística. El autor ama y profesa algunas
y fatigaba ya el comentario equivocado de las ideas que expone y se burla
sobre las delicias de la obra. Algunos donosamente de otras. Es a veces
amigos del autor conocían y hablaban materialista y a veces místico. En sus
de artículos muy interesantes que ratos de plenitud vital es un filósofo
dedicaban al libro grandes escritores voluptuoso enamorado de las mujeres,
franceses. Los indios sedentarios de del agua, del sol, de todo lo que llega
este estrecho valle, como nos llama acariciador a los sentidos; en sus mo-
Fernando González, recibíamos compla- mentos de depresión nerviosa es un
cidos la burla descarada de este doctor filósofo mítico que tiene miedo a la
aficionado a la filosofía, al amor y al muerte y que busca desesperadamente
buen estilo. Pero no hubo un solo una idea religiosa para explicar el
periódico que se atreviera a elogiar la misterio. Exactamente como cualquier
obra ni un literato o crítico capaz de bicho humano! Sólo que este hombre
analizarla en público. O era el temor es sincero y no tiene inconveniente
de simples anatemas, o envidias lite- en desnudar impúdicamente ante
rarias, o desconcierto ante el tono de los demás su cuerpo y su espíritu.
superioridad intelectual del libro. Ese impudor, que escandaliza a los
Porque esta obra se sale del ambiente conciudadanos del doctor González,
y es superior al medio. No viene a ex- deja adivinar que el libro no pudo ser
poner un sistema filosófico sino a reírse escrito para la publicidad, pero que
agradablemente de muchas ideas viejas el autor, después de hacerle al papel
y a inventar teorías sobre el amor, sobre sus confidencias, las encontró tan
la conservación de la energía, sobre el espontáneas y escritas con tal gracia
origen y el fin del hombre, sobre el y diafanidad de estilo, que no pudo
miedo, sobre todos los problemas vitales resistir a la tentación de mostrarlas.
de “este animal que suda, que digiere, O es tal vez porque al Doctor Gon-
que elimina toxinas, que desea la mujer zález le gusta aterrar a sus conciudada-
84 AL MARGEN

nos. No hay sinceridad de convencido de las cosas y los hombres. Pero este
sino mucha ironía y mucha sorna en filósofo es un hombre nervioso, que
esas páginas sobre el pecado original, padece a veces crisis de pesadumbre,
sobre nuestro padre el homínido y y se vuelve entonces pesimista, líri-
sobre el origen del Diablo. Sería pueril co y religioso. Son desigualdades y
pensar que este autor, que no cree en contradicciones de un temperamento
nada ni en nadie, que le gusta reírse nervioso. El hombre atormentado, de
de todo, fuera a sostener seriamente nervios sensibles, a quien preocupan
esas tesis filosóficas. Es por espantar exageradamente la cosas, el que todo
a los hombres gordos de Medellín! El lo analiza y quiere hallarle la razón a
aspecto religioso y el aspecto político todo, ama la risa como un descanso
del libro no deben tomarse en serio. y se vuelve escéptico y burlón. Vol-
¿Cómo tomar en serio al autor cuando taire, Stendhal, Heine, Cervantes,
habla de la vulgaridad latinoamericana o Ganivet.
cuando dice que los dos únicos hombres El libro de Fernando González tiene
de Suramérica son Bolívar y Carlos E. páginas de ironía y páginas de dolor,
Restrepo? Sería una majadería pensar como lo libros mejores de los grandes
en la sinceridad de esos conceptos, si maestros. Es una obra de literatura
acaso pueden llamarse así. subjetiva, de penetrante observación
Pero que agradable todo y que psicológica, llena de pensamientos
delicioso humorismo el de este libro! profundos, y sobre todo, llena de
Está todo lleno de gracia y mientras gracia. El estilo es ágil, espontáneo.
más disparata es mejor. Es la risa Parece que un fecundo profesional de la
sonora de un filosófico que se siente literatura hubiera querido entretenerse
sano y alegre hace gimnasia. “La sa- escribiendo unos ensayos frívolos sobre
lud, la conservación de la elasticidad el amor y sobre el Diablo.
juvenil, son finalidades del viaje”, dice
el autor. Marchar, alegre, mientras el (Firmado: Micromegas. Claridad,
sol calienta, riéndose apaciblemente marzo 8 de 1930)

El libro doloroso de Remarque

E ste libro está todo lleno de dolor.


Así se explica su éxito prodi-
gioso e inesperado, que sorprendió
libros intensamente sufridos que
describen con todo su horror el
dolor inmenso del hombre. Para las
a su autor y dejó en segundo lugar pequeñas o grandes pesadumbres que
las otras obras que contaron esa amargan toda vida humana, resulta
cosa espantosa que fue la guerra. Y un alivio pensar en una angustia
es porque la humanidad ama estos mayor, en un dolor más intenso.
Mi padre Mi abuelo 85

Toda obra que aspire a ser grande su criterio egoísta de hombre sensible y
ha de parirse con dolor. doliente no tiene explicación esa barba-
Y hay mucho dolor en este libro rie infernal. Porque algunos políticos,
conmovedor de Remarque. Al terminar cómodamente instalados en sus oficinas,
la lectura de la obra queda sonando en hablaban sobre el equilibrio europeo,
los oídos ese tono de angustia y de pe- sobre la defensa del territorio, grandes
sadilla que gritan todas sus páginas. masas de hombres acudían al frente a
Remarque escribió este libro para ser destrozados por la metralla, a vivir
librarse de la pesadilla de la guerra. Fue sucios, rotos y hambrientos en medio
la reacción de un hombre reflexivo, del pánico de la batalla, transidos por el
sensible, tal vez pusilánime, contra ese medio terrible a la muerte inminente.
dolor y esa angustia que habían aniqui- Así ve Remarque la guerra como una
lado su juventud. La nota predominante barbarie injusta e inhumana y quiere
del libro es una rabia violenta contra la informar al mundo sobre una genera-
guerra; es una venganza, premeditada ción “totalmente destruida, aunque se
durante largos años de sufrimiento, salvase de las granadas”. Después de
contra el dolor de la guerra. Remarque cuatro años de angustia, ¿Qué iba a
lo dice: “Los días, las semanas, los años quedar de esos pobres muchachos lan-
de esta guerra, volverán aún una vez; zados desde los diez y ocho al abismo
nuestros camaradas muertos se alzarán del frente? Enfermos, degenerados, tal
entonces para avanzar con nosotros. vez ya definitivamente perdidos. Para
Habrá aquel día claridad en nuestras Remarque les fue mejor a los que
mentes. Tendremos un propósito. Y así acabaron allá, a los que descansaron.
avanzaremos, con nuestros camaradas En la última página del libro cuenta
muertos al costado, con estos años del la muerte del soldado: “Había en su
frente como escolta… ¿Contra quién? rostro una expresión tal de serenidad,
¿Contra quién?” que parecía estar satisfecho de haber
En otra parte: “¿Qué harán nuestros terminado así”. El día de esa muerte
padres cuando algún día nos alcemos, el Cuartel general comunicó esta sola
nos irgamos contra ellos y les pidamos frase: “Sin novedad en el frente”.
cuentas? ¿Qué esperarán de nosotros Con esa ironía amarga termina
cuando vengan los tiempos en que el libro. ¿Quién puede medir todo el
haya terminado la guerra? Durante dolor y toda la rabia reconcentrada
años enteros era nuestro oficio matar; que hay en esa obra? Durante cuatro
era nuestra primera misión en la vida. años estuvieron esos pobres muchachos,
Nuestro saber acerca de la vida se apenas púberes, sufriendo toda clase
reducía a esto: la muerte ¿Qué puede de torturas, en virtud de unas ideas
hacerse después? ¿Qué puede hacerse que ellos tal vez no compartían y de
ya con nosotros?” unas frases sentimentales repetidas por
Sin Novedad en el Frente es la ven- literatos y políticos para lanzarlos a las
ganza que premeditaba Remarque. Para trincheras. No iban a luchar contra
86 AL MARGEN

enemigos. Para Remarque no eran a quienes una orden los hizo enemi-
enemigos, sino pobres seres desgracia- gos: “Una orden hizo de estas figuras
dos, los camaradas del frente opuesto: silenciosas enemigos nuestros. Otra
“Camarada, yo no quería matarte. Si orden podría convertirlos en amigos.
otra vez saltases aquí dentro, yo no lo En cierta mesa, unos hombres firman
haría, siempre que tú fueses razona- tal documento, que nadie de nosotros
ble... Ahora comprendo que eres un conoce... Y durante años enteros todo
hombre como yo. Pensé entonces en nuestro empeño es matar...”.
tus granadas de mano, en tu bayoneta, Con esas ideas, con esos senti-
en tu fusil... Ahora veo a tu mujer, mientos, la guerra parecía como una
veo tu casa, veo lo que tenemos gran matanza salvaje, absurda, estúpida.
de común. ¡Perdóname, camarada! Remarque quiere decírselo al mundo.
Siempre vemos esto demasiado tarde. Quiere vengar esa generación “total-
Porque no nos repiten siempre que mente destruida por la guerra”.
vosotros sois unos desdichados como Para eso le basta describir todo
nosotros, que vuestras madres viven el horror de la catástrofe. Remarque
en la misma angustia que las nuestras; desnuda la guerra y exhibe su cuerpo
que tenemos el mismo miedo a morir, monstruoso. Da una impresión tan
la misma muerte, el mismo dolor... clara de la realidad, que cualquiera
¡Perdón, camarada! ¿Por qué pudiste lector aprovechado pudiera creer que
ser mi enemigo? Si arrojásemos estas estuvo allá. Sorprende la sinceridad,
armas, este uniforme, podrías ser lo la ruda franqueza de este escritor. Es
mismo que Kat, lo mismo que Alberto: maravilloso el estilo sencillo y fácil,
un hermano. ¡Quítame veinte años, que cuenta a veces las cosas más re-
camarada! ¡Levántate; quítame más! pugnantes con las palabras más claras
Porque aún no sé qué debo hacer y fuertes del léxico. Porque Remarque
con mi vida”. no sólo pinta la guerra, sino toda la
En el fondo había un sentimiento miseria humana. No era únicamente la
de cariño y de piedad por los cama- metralla lo que había allá; era el fango,
radas aliados. En una de las páginas los bichos inmundos, los excrementos,
más conmovedoras del libro cuenta la toda la suciedad del hombre.
miseria y el abandono de los prisio-
neros rusos, pobres seres desdichados, (Firmado: Micromegas. Claridad,
de cara infantil, de barbas apostólicas, agosto 30 de 1930)

Jueces y letrados

A lgunos comerciantes de esta


plaza, los vecinos notables,
como dice la ley, no quieren someter
sus controversias a la decisión de
abogados. Tampoco los abogados
aceptamos que esos señores notables
Mi padre Mi abuelo 87

del vecindario, ajenos a veces a las pudieran desviar la atención hacia las
disciplinas mentales, fallen como ideas en detrimento de la preocupación
árbitros los pleitos en los cuales nos económica. Por eso nuestros hombres de
toca intervenir. Hay cierta pugna, negocios son rara vez letrados, a veces
cierta hostilidad unilateral y gratuita, semiletrados, y casi siempre ignorantes
nacida en ese ambiente mercantil, del todo.
como una consecuencia natural del Y para ser Juez en cualquier asunto,
sentimiento predominante de afán de judicial o extrajudicialmente, debiera
lucro. La actividad preponderante ha exigirse siempre como condición indis-
hecho preponderar al hombre que la pensable que la persona designada para
representa y ha ocurrido así que ese desempeñar el cargo fuera al menos
sujeto representativo quiera absolverlo medianamente ilustrada. La antigua
todo y quiera también –algo más legislación española agregaba al título
grave– saberlo todo. Es la única manera de Juez el atributo inseparable de letra-
de explicar esa discusión imposible do. Ya ese solo título de Juez letrado,
que se ha propuesto: si está mejor aunque a veces no correspondiera a
preparado para fallar un pleito como la realidad, podía ser algún estímulo
árbitro un abogado, o si puede fallarlo para las personas que tenían pendiente
mejor un hombre de negocios. su fortuna o su honra del incierto y
¿Pero qué es eso que aquí llaman, falible juicio de un hombre. También
con tanto énfasis, hombre de negocios? nuestras leyes exigen, para ser Juez, estar
Cualquiera diría que es el hombre que versado en la ciencia del Derecho. Y
negocia, el negociante. Por ejemplo, un Juez solo falla en primera instancia,
el que compra por cincuenta y vende y después revisa el Tribunal, y después
por ciento o por doscientos; el que conoce la Corte. Y aún para ser defen-
compra acciones a bajo precio y las sor de ausentes, o curador o partidor
hace subir por medios lícitos para de bienes exige la ley como requisito
venderlas después por un valor más indispensable ser abogado recibido.
alto; el que figura en las Juntas Di- Y para ser árbitro en un pleito, para
rectivas de las sociedades anónimas y dictar una sentencia definitiva contra la
en la liquidación de esas sociedades. cual no hay recurso de apelación, ni de
Eso quiere decir, en lenguaje común, consulta, ni de queja, ni siquiera exige
hombre alto y ha llegado a ser casi la ley saber leer y escribir. Será talvez
un título honorífico. porque el juicio por arbitramiento es un
Sin embargo, es fácil comprender procedimiento especial y extrajudicial.
que para esa clase de actividades de la Pero es, con todo, un verdadero juicio,
compraventa ventajosa no se necesitan más importante y delicado que otro
grandes conocimientos. Algo de inteli- cualquiera y regulado también por las
gencia, mucha malicia, y para ciertas leyes del procedimiento.
ocasiones, bastante amplitud de con- Aun los mismos abogados, después
ciencia. Pero ni ciencias ni letras que de largos estudios y larga práctica, se
88 AL MARGEN

encuentran a veces perplejos, des- cuales depende en gran parte el éxito


concertados y se ven en dificultades de sus negocios, que contradicen de
para encontrar la solución cierta y modo manifiesto esos otros princi-
segura de un pleito. Y esto ocurre a pios de la justicia social. Es por eso
un abogado que ha gastado su vida bastante difícil estudiar las prácticas
sobre los libros y lleva largos años mercantiles de acuerdo con las nor-
dedicado al noble ejercicio de las ideas. mas de la ética. ¿Que relación puede
Toda su vida ha sido estudiar y toda haber entre la justicia social, y esas
su preocupación buscar y aplicar las costumbres comerciales del tanto por
normas de la justicia. Pero nuestro ciento, de la solidaridad de los plutos
hombre de negocios quiere olvidar para acapararlo todo y manejarlo
las ventajas de la especialización y todo, de la mayor ganancia por el
quiere considerar como intuitivos a menor costo, del mayor esfuerzo y
sus compañeros plutos. Estos señores el mayor rendimiento en el trabajo
plutos dicen que los árbitros deben por el menor precio?
fallar en conciencia y que algunos Parece, pues, que eso de la ética
asuntos deben estudiarse con un comercial es un sofisma de nuestros
criterio de ética comercial. hombres de negocios. Por haber
¿Qué será eso de la ética comer- inventado ese concepto abstracto,
cial? Es un poco difícil definir bien indeterminado, pretenden que son
ese concepto, pero se conocen, sin más aptos para fallar un pleito en
embargo, algunas prácticas mercan- conciencia. Pero es más fácil formar
tiles que pueden servir para ilustrar una conciencia en el estudio de la
la cuestión. Entre comerciantes hay a ley que en el ejercicio de las prácticas
veces la costumbre de ejecutar ciertos mercantiles.
actos, jurídicamente dudosos, que
un abogado no podría autorizar. Y (Firmado: Estanislao Zuleta Ferrer.
luego tienen ellos principios, de los Claridad, agosto 30 de 1930)

Los libros deliciosos de Luis de Oteyza

P ara curar el cansancio de la lite-


ratura nada mejor que un libro
de Luis de Oteyza.
de Martí, o algunos de los ensayos
grandilocuentes de Rodó. Resulta eso
una empresa tan difícil y terrible como
Todo lector, por enviciado que la de aguantar una conferencia de ese
esté, tiene épocas en que no puede moreno verboso que anda traficando
soportar ciertos libros. Hay veces en por estas Repúblicas con ideas viejas de
que nadie es capaz de leerse un dis- literatura estimulante. ¡Que los cuatro
curso completo de Donoso Cortés, inmortales escritores me perdonen la
o un libro de Castelar, o un artículo comparación! Solo quise decir que en
Mi padre Mi abuelo 89

ciertos momentos resultan ellos tan de las palabras. El que escribió eso no
empalagosos para un lector fatigado, es este hombre sencillo que piensa
como en toda ocasión resulta inso- bien y expresa lo que piensa con na-
portable, para un público de letrados, turalidad, sino otro hombre afectado,
este moreno impetuoso que vende extraño, que se sentó una vez ante un
ideas viejas con el mismo ademán, los escritorio a hacer grandes esfuerzos
mismos gritos y la misma vulgaridad para recordar palabras esquivas que
de un vendedor de específicos. no querían salir del subconsciente. La
La vida de esta nueva era, agitada, personalidad se perdió en ese juego de
rápida, positivista, ha hecho pasar de filigrana. Es el desencanto de la lite-
moda esa literatura que envuelve las ratura. ¿Por qué no precisar las ideas
ideas en bellas frases sonoras para y exhibirlas claras, desnudas, como en
halagar el oído. Ya los muchachos no una conversación corriente? ¿Por qué
se aprenden de memoria esas frases ha de ser siempre afectado y artificial
tan bonitas. todo buen estilo?
Ahora no hay tiempo para eso; Hay un pudor excesivo para dirigir-
ahora se va al grano. Hay mayor cu- se al público. Todo escritor quiere vestir
riosidad por las ideas, se desea saber sus ideas, muchas veces en menoscabo
muchas cosas, pero gusta una forma de ellas, con el mejor traje. De eso
sencilla y natural, un estilo transparente. resulta la pérdida de la espontaneidad,
La cuestión está en pensar bien, en la facilidad y la sencillez, que son, sin
decir algo interesante. La armonía del embargo, las tres condiciones que hacen
estilo y la sonoridad de las palabras es más agradable un estilo.
cosa secundaria. Antes era más difícil Esas tres condiciones, en grado
escribir que pensar. Cualquiera ve ejemplar y altísimo, reúnen los libros
que debe ocurrir precisamente todo deliciosos de Luis de Oteyza. Oteyza
lo contrario. da la impresión de que se sienta a
Pero es difícil resolverse a escribir escribir lo que primero se le viene
de una manera natural y espontánea. a la cabeza. Parece que no se diera
Todo escritor, en cada escrito, tiene cuenta de que se dirige a un público
la ambición de superarse, de lucirse. y de que sus escritos van a ser leídos
Por regla general sólo le interesa hacer y comentados. Escribe aprisa, comete
bellas frases. No importa que las ideas incorrecciones y disparates, dice todo
sean ciertas o erróneas; lo importante lo que se le antoja, unas veces en serio
es que las gentes admiren el buen y otras en charla, pero siempre con la
estilo. Por eso muchas veces al releer mayor tranquilidad y el mayor descaro,
lo escrito viene el desconcierto y la como si sus escritos no se dirigieran
desilusión y fastidia haber publicado a numerosos lectores, sino a su ami-
eso. El escritor no se encuentra a sí go íntimo. Este escritor no toma en
mismo: se perdió su personalidad y se serio la opinión, desprecia la crítica,
diluyeron las ideas entre la sonoridad y por eso puede ser espontáneo, fácil
90 AL MARGEN

y fecundo. Es a la vez un delicioso ni literatura vernácula, majaderías.


humorista y un erudito insigne. Hay un personaje central en la obra y
Todo lector aficionado conocía ya sus todo lo demás es trama y nudo. De-
estudios históricos, tan agradables e muestra el libro la influencia decisiva
instructivos y sus críticas irreverentes, del ambiente sobre el carácter de una
pero llenas de gracia, sobre las obras persona. Cuenta la aventura de un
más famosas de la literatura. Ahora buen padre de familia, que trabajaba
son libros de viajes donde se cuen- como empleado en una gran fábrica
tan costumbres exóticas y se narran de Barcelona, a quien enviaron...
aventuras extraordinarias. Pero esto ya va largo. Es un
Pero lo más agradable de todo es abuso.
una novela, “El Diablo Blanco”. No ¡Ciertamente es un tipo bien inte-
puede darse nada más interesante y resante este don Luis de Oteyza!
sugestivo. No hay allí enojosas des-
cripciones de paisajes, ni estudio de (Firmado: Micromegas. Claridad,
caracteres, ni diálogos sin importancia, marzo 22 de 1930)

La serena majestad de monseñor Carrasquilla

N o fui discípulo de Monseñor


Carrasquilla ni oí sus célebres
lecciones de metafísica. Pero oí su
pensar y una grande aversión a las
normas. Pasado un tiempo, eran a
veces contraproducentes los efectos de
fama de expositor ameno, elegante esa gran fuerza dialéctica de Carras-
y erudito. Los estudiantes bogotanos quilla. Por eso un bárbaro, un indio
pregonaban la pureza y claridad de llamado Sotero, ministro de otro indio
esa dicción que envolvía en la for- maligno y apático, dijo una vez en el
ma más agradable y diáfana la árida Congreso que la cátedra de metafísica
doctrina tomista. De esa cátedra de era una gran fábrica de liberales. Ese
metafísica salieron y se diseminaron pobre indio adusto y cerrado no podía
por todo el país muchas generaciones entender los efectos de la filosofía.
de aficionados a la filosofía, que des- Por fortuna no oí las lecciones de
pués de unas cuantas lecturas ya no metafísica ni me aficioné a esa ciencia
creían en Santo Tomás. Era que este que produce ahora libros de lascivia
severo moralista, como los jesuitas, filosófica. Conocí al filósofo hace
como todos los maestros de filosofía, apenas cuatro años, cuando era ya un
enseñaba a pensar con normas, pero anciano decrépito y arterioescleroso.
una vez que el estudiante se escapaba Le temblaban las manos y estaba ya
de la fuerza envolvente del silogismo, vencido por el largo camino. Lo lla-
sólo le quedaba un grande afán de maba la tierra que él había golpeado
Mi padre Mi abuelo 91

en sus tiempos de vigor con paso brillo del oro y la pedrería. Las largas
firme y seguro. Pero no obstante esa capas moradas. Los prelados ofician
decadencia senil, quedaba todavía en su con movimientos lentos, graves. En
gesto, en su ademán, en su andar lento, un ambiente de esos, la pompa exte-
un aire de tal majestad y orgullo, que rior de las cosas y el sosiego místico
sobrecogía y daba miedo acercársele. de las almas, contagian a los cuerpos
Alto e inclinado. Ya las mejillas eran de majestad. Ningún gesto humano
flácidas, de un color mate. Pero esa ha podido superar ese gesto solemne,
cabeza grande, esa mesura metafísica grave y sereno de los altos prelados.
de su ademán, de su andar pausado, Están bañados de unción, los cuerpos
esos hábitos talares, esa cara seria, erguidos, serios los rostros. Luego, al
conservaban la majestad del cuerpo salir de los oficios, los espera en la
vetusto. calle, en la casa, en todo lugar donde
Donde aparecía esa figura: en se encuentren, el homenaje y la lisonja
la iglesia, en la cátedra, en el salón, de las gentes. Y la crítica está alejada
llenaba todo el espacio y era el cen- de ellos por una amenaza inhibitoria
tro de la reunión. Tenía un gesto de de excomuniones y anatemas.
superioridad tan firme y sereno, que El estilo y la palabrada de Mon-
anonadaba siempre a su interlocutor. señor Carrasquilla tenían la misma
Para sus discípulos y subordinados era majestad de su porte hidalgo. La
de una simpatía cariñosa y expansiva; dicción era mesurada, académica;
para las altas dignidades de la Iglesia los períodos de sus discursos eran
y de la Política era una cultura fría, rotundos e imperiosos. No sugería
irreprochable, que casi no dejaba una idea, sino que ordenaba aceptar
traslucir el orgullo enorme. algún pensamiento, que emitido por
Ese gesto de superioridad y do- él adquiría la fuerza incontrastable
minio, la expresión permanente de de un dogma. Era terrible el poder
Monseñor Carrasquilla, era natural en de convicción de ese filósofo austero
él, transmitido tal vez por herencia, que había concentrado en su cerebro
como la nobleza de sus sentimientos todas las fuerzas orgánicas.
y su sangre hidalga, y depurado por Esa concentración era producto de la
cuarenta años de lisonja rosarista. mística. Sólo un gran místico, formado
Porque vivió siempre rodeado de una por la meditación y la contención, puede
atmósfera de adulación impúdica. encauzar todas las potencias hacia el
La pompa de la liturgia católica perfeccionamiento del espíritu. De allí
había influido también para imprimir vienen esa inteligencia, ese prodigioso
a su presencia, a sus maneras, ese sello vuelo de la imaginación, esa virtud
de majestad. ¡Ese lujo fastuoso de la de algunos eclesiásticos. Son hombres
Basílica Primada y ese ambiente de concentrados, contenidos por la disci-
recogimiento y de quietud solemne! plina mística. El hombre de mundo,
La profusión de luces y adornos, el que dispersa su atención en todas las
92 AL MARGEN

cosas y satisface todos los antojos de la pero siempre pobre y nunca tuvo la
carne, es a veces pesado como un toro preocupación del dinero.
padre. No puede tener toda esa agilidad Presidentes y ministros, profesores
mental del hombre contenido. y alumnos, altas dignidades del clero,
Monseñor Carrasquilla era uno todos lo reverenciaban y le obedecían.
de los hombres contenidos, llenos de ¿Era porque lo consideraban el más
unción mística. Contaba la fama su profundo filósofo o el literato más
gran bondad. El estudiante cohibido brillante? No: era por su gesto im-
ante aquella majestad, encontraba al perioso, porque nació para dominar,
acercarse unos brazos abiertos. “Que la por la serena majestad de su porte y
Bordadita lo acompañe”, susurraba el de su espíritu.
anciano en la oreja fría del muchacho
asustado. Contaba también la fama su (Firmado: Micromegas. Claridad,
generosidad; que fue siempre caritativo, marzo 29 de 1930)

Maledicencias literarias

¿Q ué se hizo ese hombre feo


y flaco, que despedazaba
reputaciones en las tertulias de los
penetración y de su inteligencia.
No se alejaban por lo que pensaran
de él, sino porque temían lo que él
cafés? No ha vuelto a aparecer esa pudiera pensar de ellos. Sabía leer en
cara malévola: la nariz aguileña, los las almas, conocía todas las flaquezas.
ojillos malignos, la boca fruncida por El contacto humano le repugnaba a
una mueca de desprecio. Hace dos ese hombre que había sido mordido
años animaba todavía los corrillos el por la maledicencia de sus amigos los
ingenio agresivo de ese hombre. Lo literatos. Casi vivía solitario, pero a
rodeaban unos cuantos, pero muchos veces bajaba de la Montaña, como el
se alejaban, le tenían miedo. Si estaba héroe de Nietzsche. Bajaba a fustigar
excitado o andaba de mal humor había a estos hombrecitos que pretendían
que aguantarle unas cuantas ironías negar su obra.
duras, ásperas, de esas que marcan Parece que este hombre había teni-
para toda la vida. do en otras épocas amistades literarias.
Era terrible el desprecio que ese De allí venía talvez el amargo sabor
hombre sentía por sus semejantes. de sus críticas. Las gentes de grupo,
Había asimilado tan bien sus lectu- de corrillo, mantienen la personalidad
ras, conocía tan a fondo la miseria rebajada, y cohibida por el concepto
humana, que había resuelto no so- de sus amigos. Se conocen tan bien,
portar a nadie, sino hacerles sentir que la opinión de cada uno es una
a los demás toda la amenaza de su amenaza permanente para los otros.
Mi padre Mi abuelo 93

Entre amigos y entre amantes hay un desvergonzados, pudo ocurrírseles


mutuo temor parecido al que man- recoger tanta inmundicia.
tiene unidos a los cómplices de un Son terribles, son peores que
delito. A veces alguno se adelanta a comadres, estos hombres que tienen
emprender la maligna labor femenina, por oficio estudiar el animal huma-
porque piensa que la maledicencia ya no. Para escribir sus libros necesitan
ha empezado contra él. Cuando Lope analizar las almas, deben conocer
rompía con una de sus queridas se todos los secretos de la psicología. La
apresuraba a escribir un libelo infa- continua observación de los hombres
mante contra ella antes de que las y las cosas los hace agudos y pene-
mordaces lenguas femeninas iniciaran trantes. Descubren todas las flaquezas.
la ofensiva. Algunos sólo piensan en eso, sólo les
Ha sido ese vicio de comadres preocupa eso. Y acaban despreciándolo
y de literatos. Ni los más grandes todo, con una gran repugnancia por
ingenios pudieron sustraerse a esa la miseria que encubre el vano oropel
debilidad. La historia de la maledi- de las cosas.
cencia literaria ha recogido aquellas Otros son, simplemente, malé-
sátiras y epigramas que se dedicaban volos. Temperamentos débiles que
Cervantes, Lope, Quevedo y Góngora. necesitan defender su flaqueza con
Llovían los denuestos, las injurias. A la suspicacia y la malicia. A veces,
veces se reconciliaban: son tímidos. La timidez viene de un
“Hoy hacen amistad nueva miedo espantoso al ridículo. El tími-
Más por Baco que por Febo do no habla en sociedad, no escribe
Don Francisco de Que...bebo para el público, no obra, porque le
Y Don Lope de la Beba”. ve a todo un aspecto ridículo. Por
Pero ninguno de ellos pudo nunca eso resulta a veces un formidable
tolerar que los otros supieran escribir. ironista y es casi siempre suspicaz
Fue también célebre el caso de Weimar. y malévolo.
Goethe y Schiller disparaban desde la Sobre esto de la maledicencia
revista “Horas” epigramas malévolos. literaria habría tema para escribir
Y cayó sobre Weimar toda una lluvia todo un tratado de psicología. Es
de libelos procaces. Goethe resultó verdaderamente desconcertante que
herido. Las caricaturas lo represen- hombres de tantas ínfulas y méritos
taban como un gran macho cabrío. sean tan pequeños a veces y sufran
Aludían a Cristiana; a la viva, traviesa, de una malignidad femenina. Pero
simpática y fiel Cristiana. están acostumbrados a que el gru-
¿Y quién puede repetir en público, po de sus admiradores celebre y
entre gente decente, lo que los lite- promulgue todas sus ironías. Están
ratos españoles dicen de sus colegas inflados por los elogios, llenos de
los otros literatos? Sólo a Hidalgo orgullo y son de una susceptibilidad
y a Guillén, dos escritores torpes y morbosa ante la crítica. Cuando un
94 AL MARGEN

hombre de esos escribe sólo ve lo las tertulias de los cafés? Hizo bien
que él hace, y todo lo que escriben en no volver a tratar con esa gente.
los otros pasa a un plano inferior. No lo querían, le tenían miedo. Ante
Si alguno pretende recordar a otro esos ojillos malignos quedaban todas
escritor viene la sátira furiosa. las almas al desnudo.
¿Qué se hizo ese hombre feo y
flaco que despedazaba reputaciones en (Firmado: Micromegas. Claridad,
abril 6 de 1930)

En honor de Gandhi

H ace pocos días, el filósofo de


Viaje a Pie ostentaba con orgullo
su gran cabeza rapada. Era una bola
a su regreso de Manizales, cuando le
preguntamos porqué se dejaba crecer
esos respetables pelos.
imperfecta, grande, de color blanco, Le daban cierto aire de seriedad
de la cual emergían a los lados dos que convenía muy bien a su calidad
considerables orejas paradas. Aunque de juez. Pero los litigantes, comple-
no nos atrevimos a tocarlo, por respeto tamente ajenos a esos refinamientos
a las cosas que pudiera haber dentro, metafísicos, empezaban a mirarlo con
fuimos tentados de que debía ser agra- extrañeza y desconfianza.
dable al tacto ese cráneo rasurado. Ya El período judicial terminaba
“la elástica Julia” habría acariciado con pronto y Fernando tuvo que prescindir
sus ágiles dedos esa piel carrasposa. de sus barbas.
Nosotros la miramos de lejos, respe- —Los hombres públicos, decía,
tuosos, y preguntamos al filósofo, de como las mujeres…, debemos agradar
buena fe, si con esa operación había siempre y agradar a todos. Acuérdate
buscado refrescar su cabeza, o si era del mono Yepes y de ese moreno que
por agradar a Julia. acompaña a Camilo.
—No. Es por un motivo filo- Era, pues, forzoso acomodar el
sófico. Me he rapado en honor de tocado a las ideas de los litigantes
Gandhi. cavilosos. Ya el doctor Manuelito
Recordamos entonces, por una había llevado al Tribunal la queja
fácil asociación de ideas, aquel ca- de que ese Juez era un loco, y era
pítulo de “Viaje a Pie” en el cual el un peligro que anduviera suelta por
filósofo cuenta sus impresiones ante esas oficinas la lengua de aquel joven
el retrato de Gregorio Rasputín. maligno.
También esa vez, al contemplar las No volvió a aparecer barbado ni
barbas del Santón, resolvió Fernando rapado el filósofo de Viaje a Pie. “El
dejarse crecer las suyas. cordero que no respete el rebaño será
—En honor de Rasputín, nos dijo, devorado”, decía Trotter. Pero conti-
Mi padre Mi abuelo 95

nuaba honrando a Gandhi. Llevaba precisa del método. También trató


siempre en su cartera una pequeña Fernando de medir con él a varios de
fotografía del filósofo, abogado y as- nuestros personajes políticos. Algunos
ceta indio. Aparecía allí casi desnudo, le resultaron en el primer grado, muy
cubierto apenas parte de su cuerpo pocos llegaban al segundo, otros,
con una ligera paruma tejida en los muy populares, quedaban fuera del
telares indios, Mahatma, el hombre metro.
grato a Dios. Era pequeño, flaco, La explicación de ese método,
macerado por dolorosas penitencias de ese metro psíquico, en sus varios
y ayunos. Solo en su cabeza grande grados y en sus diversas aplicaciones,
y en la extraña expresión de sus ojos la dará Fernando en su libro sobre
hundidos se advertía la fuerza poderosa Bolívar. ¡Que el espíritu de Gandhi
que irradiaba el espíritu. le ilumine y le aliente para que su
Fernando estudiaba esa fuerza estilo vuelva a ser claro y profundo
psíquica de Gandhi. Para medirla como el estilo de “Viaje a Pie” y
había inventado un método, un metro para que todos, hasta los hombres
psíquico, que dividía en varios grados, gordos de Medellín, puedan entender
según los grados de conciencia a que su método!
puede llegar el perfeccionamiento Tal vez Fernando nos diga algo
del espíritu. Había la conciencia sobre Gandhi en su libro sobre Bolívar.
orgánica, la familiar, ciudadana, Al tratar de las ideas revolucionarias
patriótica, continental y conciencia del hombre de acción sería intere-
cósmica. Gandhi le resultaba en el sante referirse al plan emancipador
último grado. Había llegado a percibir del místico. Aunque aquí llegan los
las ondas invisibles que marcan las libros cuando ya están en desuso,
ideas, el curso del pensamiento en Fernando ha logrado, no sabemos
el mundo, las corrientes espirituales como, estudiar las ideas nacionalistas
que van produciendo los fenómenos, de Gandhi. Varias veces le oímos ex-
la razón inmanente que preside las plicar el sistema de la desobediencia
cosas. Había llegado a vislumbrar el cívica. Era una verdadera medida de
alma del mundo porque era grato a anarquía.
Dios y oía sus voces múltiples. —¿Qué puede hacer ahora Ingla-
Entusiasmado con su metro, Fer- terra –nos decía– ante la resistencia al
nando lo aplicaba a algunos grandes pago de los impuestos, ante la huelga
hombres. Bolívar le resultaba en el general, ante la negativa a concurrir
grado de la conciencia continental. a las escuelas y colegios y a aceptar
El alma del libertador estaba com- todo empleo público del orden legis-
penetrada con el alma de América; lativo, judicial o administrativo, ante
veía nacer las naciones americanas, el boicoteo general a todos los produc-
las sentía vivir, predecía el futuro de tos ingleses? ¡Y pensar que nosotros
ellas. Era la aplicación más clara y aspiramos a ser colonia yanqui!
96 AL MARGEN

Gandhi quiere el desarrollo de las y vestidos con el dinero que ellos


industrias nacionales para que todos mismos nos prestan.
los objetos de uso o de consumo en la Yo me he rapado en honor de
India sean fabricados por el artesano Gandhi. Si estos muchachos pudieran,
hindú. Para dar ejemplo, su vestido en honor de Gandhi, dejar el whisky
se reduce a una ligera paruma tejida y volver al dril. Si pudieran al menos
en los telares indios. Quiere desterrar volver a las industrias nacionales, a
de su país, en cuanto sea posible, los los artículos del país y pudieran re-
artículos europeos y los productos solverse a leer algo. Pero estos jóvenes
yanquis. La ruina de la economía elegantes, estos yanquis criollos, de
nacional provenía del cambio de las pantalones anchos, congestionados y
riquezas naturales de la India por sudorosos, en automóvil roadster, con
los venenos, los objetos de lujo, las la panza llena de whisky y la cabeza
películas pornográficas y el whisky vacía; y estas muchachas que quieren
escocés. Allá también debían tener parecerse a esas de las películas; y la
técnicos americanos, ingenieros con- miseria que hay en esta tierra. ¡Dan
tratistas y expertos en sacar el dinero ganas de largarse de aquí!
del país. Exactamente lo mismo que
nosotros. Sólo que aquí les compramos (Firmado: Micromegas. Claridad,
a los yanquis automóviles, películas agosto 9 de 1930)
Mi padre Mi abuelo 97

La sonrisa trocada

E
l 24 de junio de 1935 fue mi último día. Esa mañana luminosa
tenía una cita con Fernando González en la Librería Dante, para
recoger los Ensayos de Montaigne, que habíamos pedido a la
editorial Garnier Hermanos de París.
Cuando llegué, Fernando estaba hojeando uno de los tomos. Al verme,
y a modo de saludo, me leyó: “Nosotros no vamos; somos llevados como las
cosas que flotan, dulce o violentamente, por aguas serenas o enloquecidas”.
—Al fin llega a esta ciudad un poco de sabiduría –dijo, abrazando el
libro contra el pecho y sonriendo con malicia.
Reclamé mis ejemplares y salimos de la librería. Subimos por la carrera
Palacé hacia el barrio del Prado. Hablamos sobre la intención que tenían
algunos comerciantes de convertirse en jueces, y de otras ocurrencias de los
ricos de Medellín. Cuando llegamos a la altura del Seminario nos despedi-
mos; Fernando tenía que ir a ayunar, y yo a almorzar. Cruzó la calle con
su cuerpo ágil, y me miró desde el otro lado, con esa mirada de pícaro y
santo, casi eterna. Fue la última vez que lo vi.
Almorcé temprano en casa de Paulina Velásquez; recogí las maletas, los
encargos, y mandamos a buscar un carro para que me llevara al aeródromo.
Subí las maletas y tomamos la vía de La Playa, hacia el campo de aviación
de Guayabal.
Cuando estábamos llegando vi mucha gente. Pregunté al chofer qué
pasaba.
—Es que Gardel va a hacer una escala en Medellín. Él estuvo aquí hace
tres días, y fue una sensación.
El carro me dejó enfrente del casino de Scadta. Pude ver el avión que
venía con sus tres motores encendidos carreteando hacia el casino. Bajé las
maletas y entré en el cobertizo. Entregué el equipaje y me dirigí a la barra.
Ofrecieron cerveza negra alemana. Oí el ruido de otro avión que aterrizaba;
la gente comenzó a correr hacia la baranda que protege la pista, el avión
se detuvo frente al casino de la Saco, que estaba a unos cien metros del
nuestro.
98 AL MARGEN

Se abrió la portezuela y comenzaron a bajar los pasajeros, sonrientes. En


la portezuela del avión apareció Carlos Gardel. Se quitó el sombrero gris
claro con cinta azul oscura y saludó al público que aplaudía; llevaba un
traje negro, una corbata menta, y en el bolsillo de la chaqueta un pañuelo
blanco de seda. Se dirigió al interior del casino; las gentes gritaban vivas y
querían saludarlo, pero Gardel desapareció dentro del recinto.
—Buenas tardes –me dice con el extraño acento gutural de los alemanes
el copiloto Harmann Furst, con quien había conversado en otros vuelos.
Mi padre Mi abuelo 99

—¿Cómo están hoy las cosas? –le pregunto.


—Muy molestos con el dueño de la Saco; ha publicado un aviso en
el periódico para humillarnos a Thom y a mí, por habernos quitado a
Gardel.
Recordé que durante el último mes las disputas entre las dos compa-
ñías habían sido bastante agresivas y que en Bogotá, el día que venía para
Medellín, los dos pilotos se insultaron y se prometieron venganzas que no
logré comprender. Pensé que peleaban por nosotros los pasajeros, pero no
100 AL MARGEN

estoy seguro. Gardel salió del cobertizo y levantó un vaso para saludar a los
admiradores que continuaban lanzándole vivas. Tenía el sombrero puesto,
apoyada la mano en el hombro de un amigo. Don Jorge Moreno se me
acercó y dijo:
—¡Qué envidia! Ah bueno ganarse la vida cantando por el mundo, ro-
deado de admiradoras y amigos, y vivir en una sola fiesta como ése.
Vino Hartmann y nos invitó a subir al avión. Al salir del cobertizo
había mucho viento. Subí a la nave y me senté en el puesto detrás del
mando, para ver las maniobras de los pilotos. El asiento es de mimbre, no
muy cómodo, pero “no transmite la vibración de los motores”, me explicó
Hartmann una vez. Don Guillermo Escobar y don Jorge Moreno se sentaron
frente a mí; un extranjero que yo no conocía subió con ellos; debe ser otro
alemán, pensé, se están adueñando de todo. Vi por la ventana que el avión
de Gardel también estaba listo para despegar y alcancé a distinguir al jefe
de tráfico colgado de la portezuela, diciendo algo a gritos.
Thom y Hartmann aceleran los motores y el avión hace tal estruendo
que parece que se va a desintegrar; yo no me preocupo, porque Hartmann
me ha dicho que un avión tiene decenas de miles de tornillos. La nave se
mueve hacia la pista unos pocos metros y luego se detiene. Thom y Har-
tmann hablan en alemán, o mejor, gritan para poder oírse. Pienso que ese
idioma es muy apropiado para gritar. Mueven clavijas, botones y esperan.
Don Guillermo está rezando en silencio, no quiere que se note que tiene
miedo. El cabinero nos ofrece algodón para los oídos. El avión que conduce
a Gardel llega a la cabecera de la pista y gira hacia la recta. Ernesto Samper,
piloto y dueño de la Saco, está pletórico con su triunfo: lleva al cliente
más famoso de los últimos tiempos y sólo hace dos días se lo arrebató a su
rival. Pone a rugir los tres motores de su F31 y toma la pista para despegar
a toda marcha. En medio de su soberbia, Samper quiere hacer una gracia
para ridiculizar al alemán; desvía el avión de la recta, quiere pasar rasante
sobre nosotros y darnos un susto. Veo venir el avión volando a baja altura
y confío en que pueda elevarse. Thom y Hartmann miran paralizados y
entonces el avión se incrusta en el nuestro.
Envueltas en llamas, abrasadas por la furia insensata de la competencia, las
dos naves fueron una sola. Dentro de los estuches crepitaban las guitarras; las
gominas y los sombreros de fieltro inglés impregnados de un olor a lavanda,
las letras de canciones, las cartas y contratos del cantor se encogieron sobre
sí antes de convertirse en serpentinas de candela amarillas y azules.
Yo también morí esa tarde.
Todo era confusión: nuestros cuerpos quedaron desparramados por la
pista. Un doctor Montoya trató de hacer las necropsias pero nadie podía
Mi padre Mi abuelo 101

reconocernos. Había humo de todos los colores. Buscaron las argollas para
saber quién era quién, pero el calor había fundido el oro; ahora éramos es-
tatuas de carbón. Buscaron señas entre los rostros ennegrecidos: en el rictus
petrificado de mis labios creyeron ver la sonrisa de Gardel. Comenzaron a
tratarme de manera muy especial; la Paramount mandó una caja metálica
para mí. Empezó entonces mi último peregrinaje: me llevaron por montes,
ríos, valles y selvas hasta el puerto de Buenaventura, de allí en barco a Nueva
York y luego a Buenos Aires, en la Argentina.
Ahora estoy aquí, en el cementerio de la Chacarita. Me visitan miles de
seres desconocidos. Estoy rodeado de placas y mármoles conmemorativos, me
llaman con cariño Morocho, Mudo, Zorzal. Entristece mortalmente saber
que desde hace años, allá en Medellín, mi esposa Margarita le lleva flores,
le reza y le encomienda –¡ay!– nuestros hijos a ese señor que, a decir de
todos los que me visitan, cada día canta mejor.
104

B ORIS S AL AZ AR

Zuleta y la saudade
Una biografía literaria

T
odo el que escribe sobre la de la mano”. Pero, ¿qué quiere decir
vida de otro corre el riesgo ir de la mano con Zuleta? ¿Quién
de terminar escribiendo sobre conduciría a quién? ¿O hacia dónde
la propia. Jorge Vallejo no le teme irían los dos, marchando de la mano
a ese riesgo en su reciente biografía por entre libros, recuerdos y olvidos?
de Estanislao Zuleta.1 Lo dice en la Zuleta, claro, está muerto y Vallejo
presentación del libro, con una frase está vivo y escribiendo. Dirán los mal-
escrita en el estilo del Camilo Torres pensados que el vivo tenía todo a su
a punto de marchar hacia el monte: favor para llevar de la mano al muerto
“Un biógrafo no puede ser neutral. El hacia sus dominios y convertirlo en
que escoge elige” (p. 21). Con otros parte de su texto. No era tan fácil,
biógrafos audaces que eligieron la sin embargo. Mi hipótesis es que el
pasión, Vallejo eligió “ir de la mano” biógrafo, conducido por su objeto,
con su biografiado. Como Stephan terminó descubriendo sus propios
Zweig, como Paco Ignacio Tabio II, gustos literarios y revelando pedazos
como Ian Gibson, a quienes quiere de lo que podría haber sido su vida.
como buena compañía, Vallejo se O la versión literaria de su vida, que
deja tentar por la pasión y decide “ir no es lo mismo. Biógrafo biografiado,
digo. He aquí mi caso.
Toda biografía es literatura. Y no
1 Jorge Vallejo Morillo. La rebelión de un
burgués. Estanislao Zuleta, su vida. Grupo puede evitar la elección de técnicas,
Editorial Norma, 2006. puntos de vista, estilos. Pura ficción
Zuleta y la saudade 105

que regresa, con venganza, para redon- búsqueda permanente de Zuleta de una
dear en una sola vida legible las muchas política de izquierda que no excluyera
vidas de un ser humano. Vallejo eligió ni la libertad ni la democracia. Los
anudar las vidas de Zuleta alrededor suicidas de los tiempos de Medellín
de algunos puntos fundamentales: se quedan en la bruma de su suicidio
el entierro, el padre muerto en un y de su relación con Zuleta.
célebre accidente aéreo cuando Zuleta El paso de los capítulos puede
apenas tenía cuatro meses, la madre, leerse como la preparación necesaria
los amigos, ciertos viajes (a Bucarest, para ir presagiando el final que se
a Sumapaz), ciertos lugares (Cali, deja leer como el de un muerto en
Medellín, un hotel en Bogotá), un vida, que camina por los corredores
autor (Freud), una mujer (Yolanda), de Unicentro, en Cali, con la mortaja
un libro (La montaña mágica), unos encima. El arco que une los puntos
eventos (el doctorado honoris causa, de su vida con el final terrible puede
los derechos humanos), y un estado leerse como un lugar común litera-
que sirve como desenlace (la angustia). rio: una vida sin amor no merece
Salvo por el entierro, situado al inicio ser vivida y por lo tanto no queda
del libro, los demás capítulos siguen otro camino que la muerte. Zuleta
un orden lineal y cronológico: es el murió de saudade, dice Vallejo, esa
devenir de las vidas de Zuleta, visto indefinible enfermedad que no puede
en el orden en el que ocurrieron confundirse con la tristeza, pero que
ciertos eventos en el tiempo de los no podría ser sin ella, que requiere
relojes y de los calendarios. No hay de la música del portugués de los
muchas conexiones entre esos puntos brasileros, y que el autor, en prodi-
que aparecen como capítulos. Los giosa licencia literaria, convierte en
amigos, los grandes amigos de las “enfermedad genética, inmutablemente
lecturas y de las caminatas y de los fatal, que sólo les da a los poetas, a
días por fuera de la escuela no vuelven los despojados, a los nostálgicos y
a aparecer más tarde. La pista, por soñadores, a los grandes de espíritu”
ejemplo, de las relaciones de Zuleta (p. 28). Si era genética, Zuleta nunca
con Mario Arrubla se pierde después tuvo opción: estaba en sus genes que
del capítulo pertinente. La madre sólo moriría de saudade, no en París, sino
regresa en el dolor que rodea el final. en Cali, con polvo y sin aguacero.
La narrativa que hace su primera ¿Y aquello de lo “inmutablemente
esposa, María del Rosario Ortiz, de fatal”? ¿Era fatal lo inmutable? ¿O
la vida que llevaron los dos no es inmutable la fatalidad? Supongamos,
confrontada con ningún otro punto con Vallejo, que la fatalidad era in-
de vista. El Sumapaz se queda en la mutable. ¿Inmutable en el sentido de
lejana militancia de izquierda, con las mutaciones genéticas? Es decir,
campesinos que lo escuchaban hablar ¿que una vez configurada fatalmente
de Hegel, sin ninguna conexión con la nunca cambiaría? ¿O es sólo una frase
106 AL MARGEN

para indicar que la fatalidad no tenía damentos de sus concepciones sobre


rival en su control sobre la vida o las la vida social. No es fácil entender
vidas de Zuleta? por qué el autor no intentó seguir
La combinación de saudade y final las implicaciones de las pistas que
terrible hacen parte de un modelo encontró en su búsqueda. Por qué,
literario, de una forma de contar por ejemplo, ni siquiera escuchó al
una vida, que exige un final visible propio Zuleta y trató de pensar las
para todos, salvo para el muerto implicaciones de lo que decía con
potencial, y un último amor que en respeto a la primacía del pensamiento
forma conveniente se va de la ciudad, en su vida:
para acelerar la saudade y hacer más “Lo único que tiene importancia
inmediato el desenlace. Este modelo en mi vida es el pensamiento.
literario fatalista está superpuesto a No importa cómo haya tenido
los datos que la investigación juicio- lugar un pensamiento: si en el
alcohol, contra el alcohol o al
sa del propio Vallejo nos ha dejado margen del problema; si en cris-
conocer. Sabemos, por él, que Zuleta pada lucha moralista-sartriana
estudiaba a “Lorenz, Köler y Maier contra la ‘vida imaginaria’ o
para entender las posibles afinidades en medio de una fantasía; si
en la desgracia, el duelo, el
en la conducta de seres humanos y sufrimiento o en la dicha: lo
animales” (p. 242), que su interés en que importa es el pensamiento
la etología lo había llevado a escribir mismo, su diferenciación y su
una carta a su hija Yolanducha, en la articulación, su mutación y
continuidad” (p. 266).
que habla de todo lo que podríamos
aprender los humanos de la conducta Resulta casi imposible reconciliar a
estratégica de los ratones y de la “her- quien así pensaba con el alma sensible
mana rata”. Sabemos, por los textos que no podría sino morir de saudade.
publicados después de su muerte, que Fiel a su estilo literario, Vallejo crea
estaba pensando en la evolución del el contexto apropiado para el final
conflicto armado colombiano y en las que ya todos conocemos. “Después de
interacciones entre política y violencia. la caída del Muro de Berlín apareció
Sabemos, por el libro de Vallejo otra una nueva ropa de marca anunciada
vez, que estaba examinando “muchas en las revistas de moda; en Pekín,
cosas que parecían perfectamente ahora Beijing, surgían discotecas y
establecidas en el pensamiento de bares y la ciudad se teñía de neón (?).
Freud” (p. 243). Sangre y frivolidad, concupiscencia
Es difícil establecer la relación y muerte. Eso veía Estanislao en los
entre la saudade que habría matado noticieros de televisión” (Ibíd.) Pero,
a Zuleta y toda la información que ¿por qué habrían de atribular tanto a
el mismo Vallejo revela acerca del Zuleta los acontecimientos contados
optimismo de un hombre que estaba por Vallejo? ¿Lo atribulaba la caída
en pleno proceso de repensar los fun- del Muro de Berlín? No lo creo: más
Zuleta y la saudade 107

bien era un motivo de optimismo. imaginario, inalcanzable para


¿La súbita frivolidad de los chinos, mí, aunque pertinente en sí
mismo? Esto último no lo dudo,
siempre tan austeros? Lo dudo. ¿Y pero no sé si tendré tiempo y
la nueva ropa de marca? Un signo capacidad para llevarlo a cabo
más del consumismo predominante de manera que resulte útil y
en el mundo. bien fundamentado” (p. 243).
En lugar del final fatalista sin Pero esta no es la misma angustia
mujer, en la primacía del pensamiento del último capítulo de la biografía.
uno podría encontrar una explicación En el texto de Zuleta la angustia
para ciertos hechos que Vallejo narra implica búsqueda, lucha, riesgo. Es
en su libro. Si la lucha fundamental un elevado propósito frente al cual
de Zuleta estaba en el campo del Zuleta teme no estar a la altura. En
pensamiento, ¿no habría allí una la biografía, en cambio, la angustia es
explicación para la aparente falta de un estado inevitable de entrega y de
impacto sobre su vida y su obra de derrota: el que solía luchar ya no lo
sus cientos, miles, de seguidores? ¿Y puede hacer más. Es una sensación de
para la aparente ausencia de interlo- no poder vivir, como lo establece el
cutores válidos que Vallejo insinúa diccionario de María Moliner. Entre
en varios lugares de su biografía? No la angustia de Zuleta y la angustia
creo que en Colombia, y en el mundo de la biografía está la distancia entre
de habla hispana, en los últimos cin- el autor y el biografiado. La misma
cuenta años, haya habido un crítico que hay entre la literatura del autor
literario y un lector tan agudo como y la del biografiado. Si una vida está
Zuleta. Quizás su verdadera conver- hecha de palabras y de trazos, de hi-
sación no era con sus interlocutores lachas que las palabras pueden o no
tridimensionales, sino con los textos captar, el secreto del que la escribe
que nunca dejó de leer para pensar y está en los trazos que elija para ha-
para vivir en el pensamiento. Quizás cerlo. Vallejo eligió unos trazos que
el muchacho lector, casi un niño, que hacen de la vida de Zuleta la de un
visitaba cargado de libros a Fernando hombre marcado por la saudade en
González, desplazó a las otras figuras un mundo inclemente. Es una elec-
que aspiraban a darle una trayectoria ción literaria cuyos efectos pueden
a su vida. ser entendidos como la narración de
una de las vidas que Zuleta habría
Lo que me lleva al título del último podido vivir. Sólo que esa vida ter-
capítulo del libro, La angustia. En la mina siendo muy parecida a las vidas
misma carta a su hija ya citada más literarias que han cantado y contado
arriba, Zuleta habla de la angustia. tantas baladas y novelas. De paso,
Dice: el poema de Enrique Buenaventura,
“Y, desde luego, la angustia. con el que el autor cierra el capí-
¿No será este un propósito tulo sobre Cali, brinda un modelo
108 AL MARGEN

literario muy distinto para retratar el esfuerzo de los biógrafos que se


la vida de Zuleta: atreven a contarla. Una vida es muchas
“Tú con tu modo / de tejer la vidas y muchas posibilidades literarias.
razón / y destejerla / hasta las Vallejo eligió una de ellas, pero dejó
hilachas de locura, / cada maña- las pistas, quizás sin proponérselo,
na y cada noche” (p. 163). para que cada lector pudiera armar,
La lectura del libro de Vallejo si tuviera el tiempo y le interesara, su
deja un interrogante flotando en el propia biografía de Estanislao Zuleta.
aire: ¿Y quién era este Zuleta que se La de Vallejo, por ahora, reduce las
murió de saudade en Cali? Difícil vidas de Zuleta a una triste balada
saberlo. Toda vida es capaz de resistir de angustia y desamor.

Página opuesta: Estanislao


Zuleta con su hijo José y con
su segunda esposa, Yolanda
González, hacia 1966.
Arriba: E.Z. con su hijo Fernando. Abajo: con Yolanda.
112

F. R. M ONTECHE

Estanislao Zuleta
destilado en agua del Corán

He visto en televisión un bello documental sobre una caravana de los


Tuaregs, que cruza el desierto del Teneré, una región del Sahara, en
Níger.
Para curar a un camello enfermo, el más sabio de los bereberes es-
cribe un versículo del Corán con una tinta espesa sobre una pizarra, la
que luego lava con agua que cae a un pequeño tazón. De esta manera
el texto licuado del libro sagrado se da a beber al sediento camello el
cual, confiando en Alá, se levantará y continuará su marcha hacia el
lejano oasis.
Fórmula de consagración del texto escrito que supera a la que utilizaba
mi tío Leonidas quien por la imposición de las manos sobre una vaca
gusanienta, al conjuro de una oración recitada de memoria, producía
también un milagro de sanación, aunque en un entorno más mundano
y relegado a la oralidad.
La charlatanería, elevada a las páginas de libro, adquiere credi-
bilidad y permanencia y asegura un formato para mejor transporte y
conservación. Es posible que la facilidad de escribir, editar e imprimir
libros sea una de las peores endemias que hayan caído sobre la especie
humana, creando con la abundancia libresca graves distorsiones a la
difusión del pensamiento racional, disfrazando con la buena presentación
editorial la mala calidad del contenido y socavando la libertad que trajo
el alfabetismo.
Agua del Corán 113

H
abía escrito los anteriores párrafos como reacción al alud de
títulos que inunda las librerías de aeropuertos, en una larga
espera del avión durante un reciente viaje. Motivado por
comentarios de prensa y referencias de contertulios, abordé
el libro La Rebelión de un Burgués – Estanislao Zuleta, su vida, escrito por
Jorge Vallejo Morillo, del sello editorial Norma, 2006. Y he aquí que esos
apuntes que yo había archivado como “políticamente incorrectos”, adquirieron
relevancia y justificación.
Este es un libro mediocre, pero es un par de cosas más. Al inicio le
pusieron como prólogo un artículo de William Ospina, publicado en revista
Semana en 2003. A este texto breve y elogioso del significado de EZ en el
pensamiento colombiano, el promotor comercial se cuidó de hacerle una
alteración (la referencia “hace trece años” fue cambiada por “hace dieciséis
años”), con el propósito de utilizarlo, así “actualizado”, en la contracarátu-
la, como crédito de prestigio en la operación de mercadeo. Se dice que las
contracarátulas, por los términos elogiosos en que suelen estar redactadas,
“las escribe la mamá del autor”. En este caso debemos recordar que algu-
nas editoriales hacen que los autores integrantes de su catálogo aparezcan
acreditándose unos a otros y, también, que en el mercado colombiano W.
Ospina tiene más crédito que J. Vallejo.
El autor del libro advierte desde el principio que “el método no será otro
que el dejarme ir yendo”. Como consecuencia de esto, la falta de rigor en el
tratamiento de citas, entrevistas y trascripciones de textos queda establecida
desde la pág. 26: “Lo que va escrito en cursiva, sin comillas ni pie de página,
pertenece al Zuleta oral, escrito o trascrito. Lo mismo hago con los textos
de Thomas Mann y con las opiniones de las personas entrevistadas”.
Al contrario de lo que se anuncia en la Presentación (pág. 20), no se
trata de una biografía. Para serlo le faltaría como mínimo un recuento
confiable de los hechos históricos, una descripción de los rasgos esenciales
y alguna exégesis del devenir del biografiado. Su cumplimiento de esas ob-
vias expectativas son diez o doce crónicas desordenadas, repetitivas, que no
siguen una secuencia ni una línea de pensamiento.
Las fuentes que se evidencian en las páginas de esta obra son: a) do-
cumentales, b) testimoniales, c) la imaginación del autor, d) la inspiración
poética, e) el demonio de la elocuencia y f ) el duende de las frases incohe-
rentes. Veamos los resultados. Descarga sobre algunas personas una andanada
de insultos, señalándolas como el arquetipo de los males de Colombia o la
raíz de los conflictos de personalidad que distinguieron a EZ. Eleva gratui-
tamente a otros personajes a la categoría de superhombres, como es el caso
de Estanislao Zuleta Ferrer, a quien está dedicado el relato 2. El Padre. En
114 AL MARGEN

pág. 46 se lee: “La personalidad de Zuleta Ferrer correspondía a la de un


librepensador muy culto y refinado, de ideas políticas decantadas, amigo de
los humildes y de los explotados; nada dado a las componendas políticas
de siempre en su país, crítico de las costumbres y de los sistemas (…), fue
una rara avis, un amigo de la causa de Gandhi y de la subversión pacífica,
un amigo de la palabra, de las razones y los argumentos, de la conversación
serena y matizada, un enemigo de atropellos, de los abogados comerciantes,
de los curas apoltronados y del olor a sacristía de casi toda la cultura paisa
y colombiana, de los militares abusivos y de sus métodos prusianos nunca
sometidos a las normas ni de la paz ni de la guerra”. Ante semejante figura
inflada con ligerezas, quienes hemos tenido información sobre la corta vida
de este promisorio abogado conservador no podemos dejar de recordar datos
que cuadran mal con algunas de las virtudes asignadas por el biógrafo, como
la primera línea de la carta que le envió Fernando González el 27 de mayo
de 1935, un mes antes de su muerte: “Querido Estanislao: Recibí el escudo
de Laureano que me mandaste, y no lo comento porque me derrotaron”. 1
El descuido con que se presenta la información en este libro tiene cabal
demostración en pág. 58 con el desfase cronológico de poner a Zuleta Ferrer
a escribir para la revista Antioquia, cuyo primer número apareció en mayo de
1936, casi un año después de su muerte. Los más conocidos intentos de su
producción literaria fueron publicados, con el pseudónimo de “Micromegas”,
en la revista Claridad que circuló en Medellín hacia 1930 y que en el libro
aquí comentado se confunde con la revista de Fernando González. En los
diez números de su revista Antioquia, éste no cita ni comenta ninguno de
los mencionados escritos de Zuleta Ferrer.
Mencionemos otras inexactitudes flagrantes. Dice en pág. 65 y otras que
la casa en que EZ vivió de niño y adolescente hacía parte del “exclusivo
Barrio de El Prado”, cuando en realidad estaba en el cruce de la calle Cuba
con carrera Chile, en un barrio de clase media que se llamaba Los Ángeles,
localización esta que el biógrafo confirma en la pág. 107 como “vecina de
la plaza María Auxiliadora”, muy distante de El Prado. Olaya Herrera asume
el gobierno “a un año de la matanza de las bananeras” (pág. 81), cuando
ésta ocurrió en diciembre de 1928 y la posesión de Olaya fue en agosto de
1930. A propósito de acontecimientos ocurridos hacia 1950, afirma que “a lo
largo de tres décadas, Colombia había sido gobernada por el conservatismo
y por el clero”, seguramente en referencia al régimen conservador que en
realidad duró cuatro décadas y media. Sacco y Vanzetti resultan víctimas

1 Fernando González, Cartas a Estanislao. Editorial Arturo Zapata, Manizales, 1935. La


carta citada es la XLVII, en pág. 208.
Agua del Corán 115

del macartismo (pág. 84), que surgió 25 años después de la ejecución de


aquéllos. A Jorge Eliécer Gaitán –informa el biógrafo– lo asesinan un jueves
9 de abril (pág. 98).
Respecto de los amigos de EZ, el libro en referencia hace toda suerte de
afirmaciones descuidadas. Al padre de Ramiro Montoya, un finquero de me-
diana fortuna, le inventa que era un intelectual (pág. 91). Mario Arrubla, que
era menor que Zuleta, aparece como mayor (pág. 96). Alvaro Vélez tampoco
era mayor, ni le habló del partido comunista (pág. 100), sino que era menor
y era un joven conservador cuando EZ lo conoció. En pág. 180, por citar
informaciones que el autor no confronta, Mario Ochoa es rebautizado como
Óscar. De la pág. 109 a la 112 el marido de Lucy Tejada, Antonio Valencia,
cambia de apellido. Son detalles sin importancia en un contexto histórico,
pero exudan un ambiente de descuido en la información que es dada al lector.
El colmo de la tontería llega con este engendro: “…conversaban, fumaban y
bebían un brebaje inventado por ellos, la catalana, mezcla de alcohol etílico
–que se conseguía en las farmacias– con gaseosas”. El brebaje descrito se
llamaba ‘pipo’ y por supuesto no lo inventaron los jóvenes de que habla el
biógrafo sino los alcohólicos marginales de Medellín (‘piperos’), y nunca fue
consumido por EZ ni por ninguno del grupo de sus amigos.
Tampoco es cierto que el periódico Crisis llegó a tener quince ediciones,
ni fue creado por la célula 40 del partido comunista en Medellín (págs. 127
y 129). A propósito de este periódico, el autor se mete en un territorio donde
los inventos e imprecisiones quedan en evidencia frente a datos documentados
y confrontables: Zuleta no escribió ni un solo artículo en Crisis y su nombre
únicamente aparece en el Comité de Redacción del número siete. La verdad
es que se limitaba a leerlo desde Bogotá, donde vivió a partir de 1956, y su
vinculación se reducía a ser amigo de Mario Arrubla, Delimiro Moreno, Ra-
miro Montoya y Virgilio Vargas, que lo habían creado; los números iniciales
fueron escritos principalmente por Arrubla y Moreno. De igual tono que las
afirmaciones sobre este periódico hay otras a lo largo del libro que atribuyen
a Zuleta los ideales, las tentativas, las realizaciones (también las frustraciones),
los protagonismos y hasta las más variadas anécdotas de la generación a la cual
perteneció. Es la lógica de los procesos mitificadores: una figura merecidamen-
te destacada dentro de un pueblo o una generación se convierte en foco de
condensación de rasgos y hechos notables –reales e hiperbólicos– de muchos
otros individuos, que se hunden en la sombra en aras del personaje mítico.
Miremos otro ejemplo: la fundación del Partido de la Revolución Socialista
–PRS–. Aunque en pág. 130 aparecen dos testimonios textuales sobre los
verdaderos creadores de ese partido, Vallejo los ignora e insiste en afirmar que
“Zuleta, Llanos y un grupo de intelectuales (…) decidieron crear un nuevo
116 AL MARGEN

partido”, y excluye a Mario Arrubla, cofundador y gestor de la organización,


editor de sus publicaciones y autor de los estudios sobre la economía colom-
biana que, de acuerdo con la ortodoxia marxista de la agrupación, debían ser
base de su línea política.
Otro aporte de La rebelión de un burgués al género biográfico es el juego
con lo probable. Consiste en hacer afirmaciones de tipo general (“los paisas
son bebedores”) y deducir para su personaje un atributo o un defecto. En pág.
96, refiriéndose a la adolescencia del biografiado, dice que “él había nacido
en un medio anegado de aguardiente, era bisnieto de un minero, era un paisa
hijo de paisas, los amigos de la familia y los suyos propios era bebedores,
empedernidos unos, circunspectos otros”. Busca así, aguas arriba, raíces para el
alcoholismo de la madurez de EZ, utilizando de paso un sistema generalizador
que podría valer para cualquier individuo con ancestro paisa.
Los berretines poéticos del autor se manifiestan en el uso reiterado de la
metáfora para acercarnos a los perfiles del biografiado. En pág. 63: “El asma
se le agitaba en la escuela. Terminó la primaria ya viejo para el promedio de
edad: once-doce años. Para ese potro desbocado no podía existir pesebrera
alguna; enclaustrado a las malas, se entristecía; amarrado, empezaba a sudar,
a befar, a relinchar como un loco y entonces más se cansaba…”. En págs.
119 y 120 vuelve el símil equino para narrar el matrimonio del biografiado
con una parrafada en que compiten las inexactitudes y la mala literatura:
“Hacia principios de 1957, el mozo de veintidós años era un hombre apuesto,
inteligente, de una memoria deslumbrante y de profundas cosmovisiones.
No tenía más títulos que esos. (…) Para la época, Estanislao era un corcel
brioso, como los auténticos caballos de nuestros llanos orientales. Iba y
venía a su antojo. Era un caballo entero. Brioso en las lides intelectuales,
tenaz para beber, amigo de sus amigos. Brioso y todo, era, sin embargo,
súper tímido con las mujeres. En una fiesta imantada por juventud de mu-
chachos comunistas y de liberales de izquierda conoció a una potranca de
raza, de fina caballeriza, avispada y querendona. La potranca pertenecía al
hato de la familia Santos por parte de su madre y al de la familia Ortiz,
por la del padre. Rancias familias ambas, con heráldica y todo. Su padre
era un diplomático de carrera y hombre culto; su madre la joven esposa de
un diplomático y hermana de los dueños de El Tiempo. María del Rosario
Ortiz Santos no era bonita pero sí muy avispada. Se olieron. Ella lo condujo
a un descampado y lo sedujo. Trotaron un rato. Ella quedó embarazada y
él, paisa raizal, se comprometió a responder como padre y como marido.
Ella estaba entusiasmada, algo enamorada. Él no; se limitaba a responder
por un compromiso creado en la cama. Orbitaron juntos por un tiempo.
Él no la amó; ella apenas acepta recordarlo”.
Agua del Corán 117

La propensión al símil irrumpe en otras páginas, siempre bajo zoomorfismos:


“Saltaban de cima en cima, llevados por el entusiasmo etílico con la presteza
de las águilas para luego precipitarse a las cimas oscuras de la resaca y seguir
aún buscando y creando; reptando, como las serpientes” (pág. 106).
Desde el primer relato aparece una especie de duende travieso que a lo
largo de la obra va dejando frases sueltas e incoherentes. En pág. 21: “El que
escoge, elige”. En pág. 38: “Su entierro no fue fiesta ni una asamblea de los
Alcohólico Anónimos, inclusive lloviznaba”. En pág. 45: “Es posible que los
restos del cantante y los de sus amigos hubieran ido a la morgue a hacer algunas
diligencias médicas antes de embarcarse en un larguísimo periplo…”. En esta
misma página el travieso duende nos trascribe las primeras dos estrofas del
tango canción El día que me quieras, que tiene letra de Alfredo Lepera y música
de Carlos Gardel, muertos en Medellín en el mismo accidente en que murió
Estanislao Zuleta Ferrer; trágico suceso que aprovecha el autor para meterse en
temas de tango y confundir el nombre de una película en que actuó Gardel,
Las luces de Buenos Aires, con el título de un supuesto tango de su autoría. En
pág. 56, refiriéndose a los Panidas dice que “la melena de León de Greiff parece
ser el símbolo de esa agrupación de neuróticos capaces de tumbar gobiernos”.
En pág. 115 se lee: “Un mundo posible, pero imposible” (frase verdaderamente
imposible). En pág. 241: “El viaje de Ucha a Italia le brindó la oportunidad de
ejercitarse en el género epistolar”. En pág. 241: “Zuleta era un polemista sin
televisión”. Estos escarceos cantinflescos alcanzan su plenitud en la pág. 232:
“Contratado para pensar, centró sus energías tanto en el problema teórico y
conceptual de los derechos humanos como en el problema de la vivencia de
los mismos en una sociedad cada día más indolente e insensible frente a las
múltiples formas de violación de los mencionados derechos. En el primer plano
empezó por una revisión ab ovo del tema con el apoyo de sus disciplinas básicas:
la historia, la sociología, la antropología, el psicoanálisis y la economía. Revisó
su marxismo desde su más íntima esencia: la crítica dialéctica. Se instaló en su
tiempo, a sabiendas de que vinculaba el pasado con el presente y a éstos con
los propósitos posibles. Demostró su garra de pensador que se sobrepone a sí
mismo y a sus tragedias personales para producir una visión vigorosa sobre
uno de los aspectos más importantes y de mayor trascendencia para el futuro,
no sólo para Colombia sino para los D.D.H.H”.
El mismo Vallejo nos cuenta que para el acopio de información se do-
cumentó en archivos y bibliotecas y en “la interminable saga de nombres y
de huellas que me llevarían a caminar por buena parte del país” (pág. 25).
Infortunadamente presenta sin rigor y en absoluto desorden las pruebas do-
cumentales así recogidas, como se nos advierte desde el párrafo final de la
Presentación (pág. 26). Sobre la utilización de testimonios es evidente que no
118 AL MARGEN

los somete a ningún análisis ni confrontación y que en los hechos donde hay
lagunas de memoria de los entrevistados, el autor los completa con su propia
imaginación, especialmente cuando se requiere que el cuadro de las idealizaciones
sea creíble. Este recuento de suposiciones es más evidente en los capítulos 1.
El padre, 2. El otro padre, y 6. Bucarest, como veremos enseguida.
En la pág. 55 dice: “Entre los 10 y los 16 años Estanislao frecuentaría
a González casi todos los fines de semana hasta la ruptura por razones po-
líticas”. Es decir entre 1945 y 1951, “casi todos los fines de semana”. Eso a
Vallejo o se lo contaron o se lo imaginó, pero es una fábula. Hasta el mismo
EZ en sus relatos autobiográficos reduce sus contactos con FG a la época de
adolescencia y en ningún caso a tan precoz edad.
Lo que salta a la vista en esos capítulos 1 y 2 es la ausencia de todo
documento o análisis sobre la influencia que tuvo EZF, padre ausente, sobre
el niño tímido y el adolescente desconcertado, porque obviamente aquella
carencia de padre va a ser determinante en los complejos y obsesiones del
hijo huérfano. Las dos vidas, o el bosquejo que de ellas hace Vallejo, son
mostradas sin relación en el tiempo y el espacio y sin intento de interpreta-
ción en las propuestas del “aspirante a biógrafo”, como se autodenomina el
autor en pág. 23.
Más que ningún otro, el capítulo 6. Bucarest puede considerarse un relato
aislado y merece una mención como aporte de la ficción a las fuentes de la
historia y la biografía. Aquí se nos cuentan unas aventuras basadas en el testi-
monio de Óscar Hernández, compañero del viaje, y en los recuerdos de Lucy
Tejada, pintora que se los encontró desorientados y sin recursos en Europa.
Con base en esos dos testimonios el relato se enmarca en una idealización
ingenua, diametralmente opuesta a la descripción realista y socarrona que el
mismo Zuleta hacía de aquella fugaz aproximación a Europa y que el autor
de esta reseña le escuchó más de una vez. También a Oscar Hernández le
hemos oído un relato lleno de más frustraciones que logros, muy distinto de
las proezas que se describen en estas páginas. El grado de fabulación puede
medirse por el siguiente párrafo sobre la capacidad del biografiado para hablar
en rumano, idioma totalmente extraño a los oídos del hispanohablante, a pesar
de las comunes raíces latinas: “Estanislao conoció a unos sindicalistas rumanos
y con ellos compartió conversaciones políticas, filosóficas y literarias. El proble-
ma del idioma se resolvería como siempre en esa clase de ensalada de lenguas
de nuestro romance (por su origen latino, el rumano hace parte del mismo
rizoma lingüístico), por la comprensión global de las ideas y el acercamiento
paulatino de las palabras, sus vertientes comunes y sus diferenciaciones”.
Hay en el libro tres crónicas que se salvan por su coherencia, cada una
centrada en un tema unificador. No profundizan en ningún acontecimiento
Agua del Corán 119

de la época, ni en la personalidad de EZ, pero sí logran buen nivel de co-


municación. Una de esas crónicas es la número 9. Cali, sobre la Universidad
Santiago de Cali, de la que EZ fue vicerrector por el fugaz período de nueve
meses, de marzo de 1969 a junio de 1970; pero el libro describe con clari-
dad la crisis que vivió aquella universidad, los acercamientos de Zuleta a la
educación formal colombiana y las aperturas que propuso hacia las grandes
corrientes del pensamiento occidental como materia de análisis y formación.
Otra crónica pasable es la 10. Medellín, en que se nos cuentan las acti-
vidades del biografiado como profesor de tiempo completo en la facultad de
Economía de la Universidad de Antioquia y sus iniciativas para promover la
creación de grupos de estudio sobre marxismo y psicoanálisis. Es un relato
bien contado, sostenido por el testimonio fiable de estudiantes y profesores
que lo conocieron por aquellos días, testigos de sus clases y conferencias,
de su influencia en el ambiente universitario, y del repentino abandono de
una actividad política de carácter marxista para irse a Cali como director del
Centro Psicoanalítico Sigmund Freud.
La tercera crónica que se deja leer es la 12. Doctorado Honoris Causa que
describe su incorporación al profesorado en la Universidad del Valle, el título
honoris causa que allí recibe, la aceptación que lograron en el estudiantado
sus escritos y sus conferencias sobre Thomas Mann y textos literarios, y sobre
Heidegger, Sartre y temas filosóficos; y el fracaso final como profesor por su
apatía radical con todo formalismo burocrático.
En estos tres casos se logra recrear la atmósfera de ruptura que Zuleta
trajo a los claustros tradicionalistas, por el método oral de sus conferencias,
por el novedoso contenido de éstas y por sus relaciones informales con cole-
gas y estudiantes. La corriente de lecturas de los grandes filósofos y escritores
europeos, y el consiguiente debate y confrontación de sus textos que logró
estimular, todavía perduran como legado intelectual, tanto en Medellín como
en Cali, y así se deduce de estos capítulos.
En los demás relatos, como primera señal de incoherencia, los títulos y los
contenidos caminan en direcciones opuestas. El cap. 1. El entierro nos da un
descaecido relato de ocho páginas sobre el barrio en que EZ vivía cuando murió
en Cali y la vida que llevaba en sus últimos meses (págs. 27 a 35), mientras
el tema del entierro, a través de cuatro páginas, intenta entrar en materia sin
conseguirlo (págs. 36 a 39). De todos modos tiene valor de pincelada cruel la
anotación de que llevaron el cuerpo sin vida “…a la morgue del Hospital…
ya vestido con saco y corbata, maquillado y pulcro” (pág. 36). También ésta:
“Una silenciosa asamblea de borrachos le acompañaba” (pág. 37).
El cap. 11 se llama Freud, pero apenas menciona la actividad del Centro
de Psicoanálisis y nos deja, en cambio, dos relatos de muy diferente significa-
120 AL MARGEN

do. En las págs. 179 a 188 se cuentan los experimentos realizados por EZ en
la crianza y educación de los tres hijos de su primer matrimonio, los cuales
tuvieron su cabal frustración en “la contraescuela Franz Kafka”, de cuyos
resultados en la formación de los dos hijos mayores, Silvia y José, aparecen
dramáticos esquemas en págs. 179 a 182. (La extrema brevedad del relato no
favorece su autenticidad, ya que tema tan delicado exigiría mayor extensión y
profundidad). El resto del capítulo describe la incursión dentro de las intensas
luchas sindicales del Valle del Cauca, hecha con los tres números del periódico
Ruptura y las propuestas sobre cultura y línea política para los líderes obreros.
Reduciendo aquellas actividades a un criterio pragmático, el autor las evalúa
así: “…todo devendría en un imposible social, en un fracaso. Estanislao, como
político, desde los tiempos de Sumapaz sólo conoció descalabros personales”.
(Cito esta frase como reveladora de la perspectiva que Vallejo tiene sobre el
accionar de EZ).
El libro trascurre en un desorden de brochazos sueltos, inconexos, que
no alcanzan a poner ni un poco de coherencia en la descripción y el análisis,
sino que forman una nube errática que pasa sobre EZ y su época. No hay
cortesía hacia el lector que espera fechas precisas, orden en los elementos de
una existencia desordenada, análisis de quien hizo de su vida una constante
preocupación por el pensamiento.
Para quien tenga la intención de leer estas crónicas copio un párrafo
como muestra del estilo que va a encontrar: “Esa casa, la de la sexta, debió
pertenecer a alguna familia muy numerosa por lo grande de la casa. Ahora
se metían decenas y decenas de personas empujándose, codeándose siempre,
embutiéndose para encontrar dónde ubicarse en esa casa tomada por una
nueva familia demasiado grande para una casa ahora chiquita. (pág. 147
–subrayados del reseñador).
Se tiene, además, la impresión de que cuando el biógrafo tenía listo el
original para entregarlo al editor, vertió sobre el escrito, como quien derrama
tinta, largos textos grecolatinos, en especial sobre los males que ha padecido
Colombia y su génesis interna y externa. Me ahorro –le ahorro al lector– la
trascripción de esos apartes; pero si alguien quiere comprobarlo puede leer
las págs. 65, 77 y 83 sobre la violencia; 66 sobre el cardenal Micara; 67 y
68 sobre Zuleta Ángel; 80 sobre el obispo Builes; 106 sobre la vida de los
jóvenes; 265 sobre la situación política en el país y el mundo.
Pienso que si las frases que componen este libro hubieran sido pronunciadas
de viva voz, con el método oral que tanto utilizó EZ, se las habría llevado el
viento. Sólo por haber sido puestas en letra de imprenta y en pliegos encua-
dernados atrajeron nuestra curiosidad de lectores y se colaron como objeto de
reseña en esta revista. Son los prodigios del agua del Corán.

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122

E STANISL AO Z ULETA

El ‘uno’

E
n su análisis del impersonal “uno”, Heidegger toma como base las
formas lingüísticas que suprimen la definición precisa del “quién” y
que remedan, de manera degradada, al sujeto trascendental kantiano,
válido como instancia igualadora de todas las conciencias o identi-
dad esencial de todos los humanos. Ese sujeto impersonal está representado
por el “uno” en frases como:
“a uno no le queda bien…”
“a uno como padre…”
“a uno como hombre…”, etcétera,
y por el “se” de frases como:
“se dice”,
“se piensa”
“se sabe”, etcétera.
La referencia heideggeriana al empleo de estos impersonales es diferente
de la crítica del psicologismo que hacen otros filósofos. Para Heidegger, el
“uno” constituye una tentación inherente al “ser ahí” –que es el existente
humano considerado como el único ente para el cual su propio ser está en
cuestión y salido de sí, abierto “ahí”, en el mundo. El “uno” es una actitud
que puede emplearse en los más diversos tipos de discurso y en las más
diversas conductas, actitud que remite en fin de cuentas a la constitución

NOTA: El presente texto fue establecido y editado por Mario Arrubla con base en una di-
sertación hecha por E.Z. en septiembre de 1978 bajo el título “El cotidiano ‘ser sí mismo’
y el ‘uno’”, parte integrante de una serie de charlas sobre Heidegger entre 1976 y 1978. La
transcripción de las grabaciones que el editor ha tenido a la vista es sumamente deficiente,
llena de blancos y de palabras cambiadas. (Las transcripciones se encuentran en el Archivo
Estanislao Zuleta de la Universidad de Antioquia). Por el carácter oral de la disertación y por
las imperfecciones de la transcripción, el editor se ha tomado muchas libertades en redacción,
pero tratando de respetar al máximo el hilo y sentido del discurso. Las citas destacadas son
todas de Ser y Tiempo, y han sido revisadas consultando la traducción de José Gaos en Fondo
de Cultura Económica, que fue la utilizada por E.Z. en sus charlas.
El ‘uno’ 123

del “ser ahí” como un ser sometido al señorío de los otros. El “ser ahí”,
en su forma cotidiana de “ser uno con otro”, no es “él mismo”, no es “sí
mismo”. En su situación de “ser con”, en su definición como “ser en el
mundo” en términos de un mundo existencialmente compartido con otros,
los otros le han arrebatado el ser a través del imperio del “uno”. Bajo
ese imperio, los otros deciden sobre las posibilidades cotidianas del “ser
ahí”. Pero esos “otros” que deciden del “propio ser de uno” no son ciertos
individuos o cierto grupo, no están personalizados, sino que pueden ser
representados por cualquier otro. O sea, esos otros bajo cuyo señorío, en
la existencia cotidiana, se encuentra el “ser ahí”, no consisten en determina-
dos otros, aunque ello también puede darse. Tal ocurre cuando se depende
personalmente de otro, cuando hemos “elevado” a otro por medio de una
idealización, cuando convertimos en una referencia modélica permanente a
determinado otro con sus convicciones y conductas particulares –otro que
puede ser también un colectivo, como un grupo político o religioso. Pero
este es sólo un problema particular. El fenómeno que estudia Heidegger,
o los móviles de ese fenómeno –como la fuga ante la responsabilidad y la
angustia, de que hablaremos más adelante– pueden ciertamente incluir el
caso de influencias particulares, pero por definición va más allá: el “uno” o
el “se” no constituyen para Heidegger un otro determinado.
El “uno” de que nos habla Heidegger está especificado históricamente,
o sea que no es igual en diversos tiempos o épocas. Lo que “se dice”, lo
que “se piensa”, lo que “se hace” cambia con el curso del tiempo, y su
importancia varía asimismo según los diversos momentos históricos. Este
último punto recibe una atención especial en los comentarios de Heidegger
sobre Nietzsche. En ¿Qué significa pensar? Heidegger insiste también en las
variaciones históricas del peso y la fuerza de esos impersonales. Su peso es
muy elevado en la modernidad, período que Nietzsche llama actual, cuando
predomina el “último hombre”. “Hemos encontrado la felicidad, dicen los
últimos hombres y parpadean”, leemos en Zaratustra.
Si bien la dominación del “uno” puede ser especificada históricamen-
te, tanto en sus modos como en el grado de su fuerza, esa especificidad
–volvemos a decirlo– no es la de un grupo determinado. Si así fuera, no
sería un verdadero “uno”, no sería impersonal. En tal caso, se manifestaría
con una formulación ideológica explícita. Es lo que sucede, por ejemplo,
con la interpretación explícita del mundo que hacen los testigos de Jehová
o los maoístas, interpretación que identifica particularmente a un grupo o
una corriente. En cambio, el “uno” analizado por Heidegger es encubierto,
y encubre al mundo tanto como a sí mismo. El señorío de los otros no
especifica quiénes son esos otros. Dice Heidegger:
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“En cuanto cotidiano ‘ser con otro’ está el ‘ser ahí’ bajo el señorío de
los otros. No es él mismo, los otros le han arrebatado el ser. El arbitrio
de los otros dispone de las cotidianas posibilidades de ser del ‘ser ahí’.
Mas estos otros no son otros determinados. Por el contrario, puede re-
presentarlos cualquier otro. Lo decisivo es sólo el dominio de los otros,
un dominio que no ‘sorprende’, que es desde un principio aceptado por
el ‘ser ahí’ en cuanto ‘ser con’”.
Este es un rasgo muy importante del “uno”: la aceptación de un mun-
do ya interpretado, sin tener conciencia de que se le ve como tal, es decir,
como ya interpretado. Heidegger acentúa la acotación de que esa recepción
de lo ya interpretado se produce sin sorpresa, sin asombro. Esa acotación se
dirige a mostrar –digámoslo desde ahora– que el asombro frente a sí mismo
y frente al mundo es más bien una conquista que un punto de partida. No
es que el mundo deje de asombrar porque ha llegado a ser muy conocido,
sino, contrariamente, que comienza por no asombrar; que se reciben de
entrada, de manera inmediata y no consciente, las interpretaciones ofrecidas
impersonalmente. El “ser ahí” adopta interpretaciones que entran a formar
parte de su constitución sin ninguna conciencia de que le son impuestas en
la forma de un obvio y cotidiano “es así”. En esas condiciones, lo extraño
no es la falta de asombro; lo extraño es más bien que las interpretaciones
recibidas puedan asombrar. Mejor dicho, lo excepcional es que lleguen a
asombrar. Esta observación, en realidad, constituye una reflexión muy an-
tigua. Aristóteles decía: la filosofía es la capacidad de asombrarse. Lo que
significa que la filosofía es la capacidad de ver un misterio allí donde “se ve”
o donde “uno ve” algo evidente, algo cotidiano. A propósito de ese ‘otro’
indeterminado, implicado en el impersonal “uno”, dice Heidegger:
“Uno mismo pertenece a los otros y consolida su poder. ‘Los otros’, a los
que uno llama así para encubrir la peculiar y esencial pertenencia a ellos,
son aquellos que en el cotidiano ‘ser uno con otro’ ‘son ahí’ de manera
inmediata y regular. El ‘quién’ no es este ni aquel; no es uno mismo, ni
algunos, ni la suma de los otros. El ‘quién’ es cualquiera, es ‘uno’”.
En cada caso, ese “uno” está allí a la mano, coincide con el mundo
inmediato, con el mundo circundante público. El concepto de “público” es
muy importante en Heidegger, y tiene varias dimensiones, varios sentidos.
Uno de los más importantes es lo ya interpretado, lo que se impone como
inmediatamente dado. Otro de esos sentidos hace referencia a una interpre-
tación que ha llegado a ser común, pero no por elaboración de interpreta-
ciones diferentes, no por un proceso de confrontación que conduce a una
convicción común, sino porque de antemano se da como común. Una cosa
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es llegar a una convicción común a partir de puntos diferentes, otra cosa es


presentar como yendo de suyo, como punto de partida, una interpretación
que no se reconoce como interpretación sino que se reduce a la aceptación
de lo común como evidente.
“En la utilización de los medios públicos de comunicación, en el em-
pleo de la prensa, todo otro es como el otro. Este ‘ser uno con otro’
disuelve totalmente el peculiar ‘ser ahí’ en la forma de ser de ‘los otros’,
de tal suerte que todavía se borra más lo característico y diferencial de
los otros”.
Heidegger trata a menudo directamente el problema de lo que ahora se
estudia como medios de comunicación. Aunque Heidegger se refiere princi-
palmente a la prensa, que hoy ha visto reducida su importancia dentro del
género, sus análisis son todavía más pertinentes para los modernos medios de
comunicación. Así, subraya el papel notable de los medios en la dominación
del “uno”, y alerta sobre el continuo crecimiento de esa dominación. Esta
concepción sobre el efecto de “lo público” en relación con temas como la
historia y la muerte, así como con muchos otros temas examinados en los
capítulos del mencionado libro, no se agota en los análisis particulares sino
que es fundamental en el enfoque general de Ser y Tiempo. En sus extensos
comentarios sobre Nietzsche y en su obra “¿Qué significa pensar?” –aunque
no sólo allí–, Heidegger insiste en que esta concepción está ya presente en
Nietzsche, si bien éste emplea una terminología diferente. Para referirse al
hombre moderno, dominado por visiones comunes, Nietzsche habla del ‘último
de los hombres’ o, en forma todavía más dura, del ‘rebaño’, y del anhelo de
los hombres modernos por formar parte del rebaño. Dice Heidegger:
“Este ‘ser con otro’ disuelve totalmente el peculiar ‘ser ahí’ en la forma de
ser de ‘los otros’, de tal suerte que todavía se borra más lo característico
y diferencial de los otros. En este ‘no sorprender’, antes bien resultar in-
apresable, es donde despliega el ‘uno’ su verdadera dictadura. Disfrutamos
y gozamos como se goza; leemos, vemos y juzgamos de literatura y arte
como se ve y se juzga; incluso nos apartamos del ‘montón’ como se apartan
de él; encontramos ‘sublevante’ lo que se encuentra sublevante. El ‘uno’,
que no es nadie determinado y que son todos, si bien no como suma,
prescribe la forma de ser de la cotidianidad”. [Ver nota al final].

Esa forma de existencia en que todo está interpretado, valorado, clasi-


ficado, y ello de tal manera que nada resulta sorprendente y que la fuerza
disolvente de lo ya interpretado no es vista como tal, es lo que Heidegger
denomina la dictadura del “uno”. El efecto disolvente de la dictadura del
“uno” consiste en que aquello que es nuevo, inaudito, trastornador (por
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ejemplo, en el orden de la cultura), es rápidamente asimilado y privado de


su carácter sorprendente. De esa manera, leemos y juzgamos como “se” lee
y como “se” juzga. Gran parte de lo que llamamos educación estriba en la
disolución de lo sorprendente en la dictadura del “uno”. Una crítica heidegge-
riana de la educación consistiría precisamente en mostrar los procedimientos
con que se aniquila la capacidad de asombro y se enseña a pensar como
“se piensa”. El escándalo intelectual (en el mejor sentido del término) que
representa, por ejemplo, el concepto de inconsciente, acaba disuelto en un
lugar común, patrimonio del sentido común. Así se dice: “Cada cual tiene sus
problemas inconscientes”, “Cada cual tiene su inconsciente”. La cultura, que
abre interrogantes y que depara verdaderas sorpresas, queda anulada en lo ya
sabido y debidamente clasificado. Si se trata de Dostoyevski, se dice: “Muy
interesante: novela psicológica”. Por ese camino, la cultura queda ignorada
en su capacidad de descubrir el mundo, y nadie sigue las invitaciones que
ella hace para salir de la impersonalidad. Dice Heidegger:
“La mencionada tendencia del ‘ser con’ que llamamos distanciación se
funda en que el ‘ser uno con otro’ en cuanto tal se cura del ‘término
medio’. Este es un carácter existenciario del ‘uno’. Al ‘uno’ le va en su
ser esencialmente tal carácter. Por eso se mantiene ‘fácticamente’ en el
término medio de aquello que ‘está bien’, que se admite o no, que se
aprueba o se rechaza. Este término medio en la determinación de lo que
puede y debe intentarse vigila sobre todo conato de excepción. Todo
privilegio resulta abatido sin meter ruido. Todo lo original es aplanado,
como cosa sabida ha largo tiempo, de la noche a la mañana”.
Como señalamos atrás, las formulaciones más perturbadoras, más escan-
dalosas para el sentido común, son “recuperadas”, reinterpretadas e integradas
a las opiniones corrientes. Esa manera de disolver las conquistas inquietantes
del pensamiento es lo que Heidegger denomina el aplanamiento:
“Todo lo conquistado ardientemente se vuelve vulgar. Todo misterio
pierde fuerza. Esta cura del terreno medio desemboza una nueva ten-
dencia esencial del ‘ser ahí’ que llamamos el ‘aplanamiento’ de todas las
posibilidades del ser”.
Para Heidegger, lo públicamente interpretado no se preocupa por la cohe-
rencia: circunstancias diversas que implican juicios diferentes dan lugar a una
serie de refranes con pretensiones de sabiduría, sin que a nadie le importe
su carácter contradictorio. Procediendo de manera completamente diferente,
Cervantes pone en contraposición el mundo de Sancho, hecho de visiones
ya interpretadas a base de refranes, con la visión más particular, delirante, de
Don Quijote, quien reprende continuamente a aquél por estar enhebrando
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refranes. Sancho funda su sabiduría en refranes; en el habla cotidiana de la


vida moderna, menos rica verbalmente que las charlas del famoso escudero,
se apela con frecuencia a la reiteración como fórmula representativa del sen-
tido común. Es el caso de la señora que, a la amiga que cuenta los desastres
hechos por su marido, le responde: “Sí, querida. Borracho es borracho”. Las
travesuras de un niño se explican de parecida manera: “Niño es niño”. Con
el procedimiento de la más escueta reiteración se accede a una sabiduría que
reduce el lenguaje articulado a su mínima expresión.
“‘Distanciación’, ‘término medio’, ‘aplanamiento’ constituyen, en cuanto
modos de ser del ‘uno’, lo que designamos como ‘la publicidad’. Ésta
regula de manera inmediata toda interpretación del mundo y del ‘ser
ahí’, y tiene en todo razón. Y no porque posea una señalada y primaria
‘relación de ser’ con las ‘cosas’, no porque haga ‘ver a través’ del ‘ser ahí’
en forma singularmente apropiada, sino justo por no entrar en el ‘fondo
de los asuntos’, por ser insensible a todas las diferencias de nivel y de
autenticidad. La publicidad lo oscurece todo y da lo así encubierto por
lo sabido y accesible a todos”.
En ¿Qué significa pensar?, Heidegger examina con ironía otra fórmula: “a
la luz de la sana razón”. Esa fórmula, que es una especie de nombre consa-
gratorio para el sentido común, oscurece todavía más la dictadura del “uno”
en el orden intelectual, en el orden afectivo y en el campo de las decisiones.
Heidegger no denuncia este último punto en nombre de una concepción
del juicio. Sabemos que Heidegger es por completo extraño a una filosofía
del juicio, a una teoría de la verdad definida como una adecuación del
juicio a la cosa juzgada, tal como la encontramos en Aristóteles. Como lo
expone explícita y detalladamente en La esencia del fundamento, la dictadura
del “uno” no se ejerce solamente en los juicios sino en todos los órdenes,
incluidos los sentimientos, las conductas y las decisiones.
Como el “uno” invade los campos del juzgar y del decidir, el “ser ahí”
sometido a su imperio escapa a toda responsabilidad. Heidegger pasa a
centrarse en este problema:
“El ‘uno’ es en y por todas partes, pero de tal manera que siempre se ha
escurrido ya de dondequiera que el ‘ser ahí’ urge a tomar una decisión.
Pero por simular el ‘uno’ todo juzgar y decidir, le quita al ‘ser ahí’ del
caso la responsabilidad. El ‘uno’ puede darse el gusto, por decirlo así,
de que ‘uno’ apele constantemente a él. Puede responder de todo con
suma facilidad, porque no es nadie que haya de hacer frente a nada. El
‘uno’ ‘fue’ siempre, y sin embargo puede decirse que no ha sido ‘nadie’.
En la cotidianidad del ‘ser ahí’ es obra de aquel del que tenemos que
decir que no fue nadie”.
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Volvamos sobre el sentido del argumento citado arriba: “Yo no podría


haber actuado de otro modo. Lo que hice, lo habría hecho cualquier otro”.
Esas frases rechazan toda responsabilidad, se niegan a asumir una decisión
personal con todos los riesgos que ello implica. Cuando, como justificación,
se alega: “A nadie le gustaría que le hicieran tal cosa”, ese “nadie” corres-
ponde al “uno”, el cual puede descubrirse con un simple cambio de forma:
“a uno no le gusta que le hagan tal cosa”. El mismo sentido puede por
tanto transmitirse con “nadie” o con “uno”. Así, el “uno” es a la vez todo
el mundo y nadie, fórmula extrema de la impersonalidad. La justificación
mencionada no suprime necesariamente la culpa, con la que bien puede
cargar el “uno”, o sea que puede ser reconocida por cualquiera. Su función
no es rehuir la culpa sino negar la responsabilidad y con ello escapar a la
angustia. La culpa, la falla personal, puede ser reconocida en las frases del
“uno”, como cuando se dice: “Nadie es perfecto”. El “uno” no es necesaria-
mente una fórmula de autoaprobación, puede incluir autorreproches, pero
de forma que la responsabilidad queda negada.
Para el ejercicio del dominio del “uno”, la forma de la expresión no es
decisiva: el “uno” no tiene que pronunciarse necesariamente como tal, puede
incluso aparecer bajo la forma del “yo”. Así, el “uno” puede estar sobreen-
tendido en frases como “Yo no podía haber actuado de otro modo”, lo que
significa que cualquier otro hubiera hecho lo mismo de encontrarse en la
misma situación. Esa fórmula niega toda responsabilidad, y de esa manera
evita la angustia. Para Heidegger, detrás de esas actitudes está el intento de
escapar a la angustia. La verdadera seducción de la dictadura del “uno” es
que constituye un refugio contra la angustia.
El análisis heideggeriano versa primero sobre el pensamiento y la valo-
ración y luego se extiende a la decisión. Lo ya interpretado públicamente
convierte todo en “interesante”, pero Heidegger precisa que lo interesante es
precisamente lo que no interesa en el sentido fundamental del “inter-esse”,
que consiste en poner el propio ser en cuestión. La materia por excelencia
de los medios públicos de difusión es lo interesante, que el mismo lengua-
je corriente entiende como aquello que no apasiona ni plantea verdaderas
exigencias. Decir de algo que es “interesante” equivale así a decir que carece
esencialmente de interés. A la inversa, cuando algo interesa verdaderamente
no se usa ese término, completamente colonizado por el “uno”. Decir que
Lenin se interesaba por la política sería una idiotez.
“Todos son el otro y ninguno él mismo. El ‘uno’, con el que se responde a
la pregunta acerca del ‘quién’ del ‘ser ahí’ cotidiano, es el ‘nadie’, al cual se
ha entregado en cada caso ya todo ‘ser ahí’ en el ‘ser uno entre otros’”.
El ‘uno’ 129

R esumamos la definición heideggeriana del “uno”. El “uno”, considerado en


su impersonalidad, no debe entenderse como una abstracción en el sentido
tradicional. Una abstracción tradicional es la que hacemos cuando al considerar
una serie de entes concretos desechamos las diferencias y retenemos tan sólo
ciertas similaridades, proceso por el cual obtenemos, por ejemplo, un género.
De la misma manera podemos obtener muestras, definir especies y familias,
hacer toda suerte de clasificaciones en zoología o botánica. Pero ese no es el
proceso por el cual se constituye el “uno”. No es que tomemos a muchos y
los convirtamos en especie. El “uno” no puede ser comprendido así, el “uno”
tiene que ser comprendido como actitud, como una construcción en términos
de refugio. Tampoco el “uno” surge de una comparación respecto a individuos
que concluye en la definición de un rasgo común; el “uno” consiste en un
tipo de relación de cada individuo consigo mismo y con los otros.
Para acceder a una comprensión del sentido del “uno” es preciso que
el enfoque de la filosofía tradicional se modifique hasta convertirse en una
ontología del “ser ahí”, una ontología que considere los dramas inherentes
a una auténtica decisión, que revele, más específicamente, el sometimiento
del “ser ahí” a la dictadura de lo impersonal como fuga ante la responsa-
bilidad y la angustia.

Nota sobre segunda cita de Heidegger en página 125: “Disfrutamos y gozamos como se goza;
leemos, vemos y juzgamos de literatura y arte como se ve y se juzga; incluso nos apartamos
del ‘montón’ como se apartan de él…”. Este texto pertenece a la traducción de Ser y Tiempo
de José Gaos, que fue la traducción utilizada por E.Z. (Fondo de Cultura Económica; ver
página 147 de la primera edición en español, 1951). La última frase contiene un importante
equívoco. El “se” de “nos apartamos del ‘montón’ como se apartan de él” no suena como co-
rrespondiente al pronombre impersonal sino al reflexivo, que indica que la acción del verbo
recae sobre el propio ejecutante (como en los infinitivos “levantarse”, “vestirse”, “alejarse”, y
así: “apartarse”: ponerse a sí mismo aparte). En 1997 apareció otra traducción de Ser y Tiempo,
hecha en Chile por Jorge Rivera, con más valor que la de Gaos como obra de escritura –por lo
que entendemos–, donde ese fragmento aparece en los siguientes términos: “Gozamos y nos
divertimos como se goza; leemos, vemos y juzgamos sobre literatura y arte como se ve y se juzga;
pero también nos apartamos del ‘montón’ como se debe hacer…”. (Ser y Tiempo. Traducción,
prólogo y notas de Jorge Eduardo Rivera. Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1997;
página 151). El “se” de la última frase de Rivera suena menos erróneo: al menos no remite
al ejecutante de la acción, como en Gaos, sino que es un verdadero pronombre impersonal;
pero esa impersonalidad no es la del “se” de Heidegger. Con la fórmula de Rivera se podría
enunciar el imperativo kantiano, diciendo: “Se debe obrar de tal suerte que la máxima del
propio obrar debiera convertirse en ley general”. El “se”, aquí, invoca a todos y cada uno, de
una manera exenta de la marca de inautenticidad propia del “se” y el “uno” examinados por
Heidegger. Como solución, podría pensarse en una fórmula de este estilo: Incluso rehuimos
el “montón” como se lo rehúye… (M.A.).

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