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La Teologia de La Medicina - Thomas Szasz
La Teologia de La Medicina - Thomas Szasz
La teología de la
medicina
ePub r1.0
Titivillus 31.05.15
Título original: The Theology of
Medicina. The Political - Philosophical
foundations of Medical Ethics
Thomas Szasz, 1977
Traducción: Antonio Escohotado
Retoque de cubierta: Titivillus
En el Occidente no comunista, la
oposición al suicidio, al igual que la
oposición al control de la natalidad y al
aborto, se apoya en fundamentos
religiosos. Con arreglo a las religiones
judía y cristiana, Dios creó al hombre, y
el hombre sólo puede actuar según los
caminos admitidos por Dios. Evitar la
concepción, abortar o matarse son, para
esta imaginería, pecados: cada uno de
ellos constituye una violación de las
leyes de Dios, establecidas por las
autoridades teológicas que pretenden
hablar en su nombre.
Pero el hombre moderno es un
revolucionario. Como todos los
revolucionarios, disfruta quitando a los
que tienen para dar a los que no tienen,
y, en particular, a sí mismo. Así pues, le
arrebató el hombre a Dios para dárselo
al Estado (con el cual el revolucionario
se identifica con frecuencia más de lo
que cree). Por eso nos arrebata a su vez
el Estado tantos derechos que son
nuestros, y por eso consideramos tan
natural que el Estado se sitúe in loco
parentis con respecto al ciudadano-
niño. (De ahí, el rechazo lingüístico a
designar la abolición de ciertas
prohibiciones —por ejemplo, la del
aborto, o la de las apuestas— con la
palabra legalización).
Pero todos estos arreglos dejan al
suicidio en un peculiar limbo moral y
filosófico. Porque, si la vida del hombre
pertenece al Estado (como antes
pertenecía a Dios), el suicidio significa,
por supuesto, arrebatar una vida que no
pertenece a quien se priva de ella, sino
al Estado.
El dilema que suscita esta
transferencia simplista de la propiedad
del cuerpo de Dios al Estado deriva de
la diferencia fundamental que existe
entre el criterio religioso y el secular, en
particular cuando el primero supone la
existencia de una vida después de la
muerte, y el segundo no (e incluso la
niega enfáticamente). Hablando claro, el
dilema deriva del problema de cómo
castigar el suicidio con éxito. La Iglesia
católica romana solía castigarlo, por
tradición, negando al suicida una
sepultura en un cementerio cristiano. Por
lo que sé, esa práctica es tan poco
frecuente en los Estados Unidos que
podría considerarse virtualmente
inexistente. Los suicidas reciben hoy
cristiana sepultura, pues se considera un
hecho rutinario el que se hayan quitado
la vida, ya que estaban locos.
El Estado moderno, con la
psiquiatría como aliada secular-
religioso, no ofrece castigo alguno que
se le compare. ¿Será ésta una de las
razones por las cuales castiga sin éxito,
aunque con tanta severidad —con tanta
más severidad que, en otros tiempos, la
Iglesia— el suicidio? Porque, de hecho,
considero que la etiqueta, «riesgo de
suicidio», que impone el psiquiatra a las
personas, y su encarcelamiento en
instituciones psiquiátricas son formas de
castigo, y muy severas. En realidad,
aunque no pueda apoyar mi opinión con
estadísticas, creo que los métodos
psiquiátricos, aceptados como de
prevención del suicidio, suelen más bien
empeorar que aliviar los problemas del
suicida. Cuando leemos acerca de la
trágica relación que tuvieron con los
psiquiatras personas como James
Forrestal, Marilyn Monroe o Ernest
Hemingway, tenemos la impresión de
que se sintieron profundamente
degradados y heridos por el tratamiento
psiquiátrico indigno que recibieron y de
que, tras esas experiencias, se vieron
aún más desesperadamente impulsados
al suicidio. En resumen, sugiero que las
intervenciones psiquiátricas forzadas
más que disminuir pueden incrementar el
deseo de auto-destrucción.
Pero otro aspecto de las
dimensiones morales y filosóficas del
suicidio debe mencionarse aquí. Me
refiero a la creciente influencia del
actual pensamiento individualista, en
particular la convicción de que los seres
humanos tienen ciertos derechos
inalienables. Algunas personas han
llegado así a creer (o quizás sólo a creer
que creen) que tienen derecho a la vida,
a la libertad y a la propiedad. Eso crea
algunas complicaciones interesantes
para la actual postura legal y
psiquiátrica ante el suicidio.
La actitud individualista ante el
suicidio podría enunciarse de este
modo: la vida de una persona le
pertenece. Por lo tanto, tiene derecho a
quitársela, o sea a suicidarse. Desde
luego, este criterio reconoce que esta
persona puede también tener una
responsabilidad moral para con su
familia y para con otros, y que, al
quitarse la vida, niega esas
responsabilidades. Pero éstos son daños
morales que la sociedad, en su
capacidad corporativa como Estado, no
puede castigar adecuadamente. Así pues,
el Estado debe evitar cualquier intento
de legitimar esta actitud mediante
sanciones formales, como leyes penales
o de higiene mental.
La analogía entre vida y propiedad
viene a reforzar esta línea de
argumentación. Tener derecho a la
propiedad significa que una persona
puede disponer de ella, aunque, al
hacerlo, se dañe a sí mismo y a su
familia. Un hombre puede regalar, o
perder, su dinero en el juego. Pero —lo
cual es significativo— no puede decirse
que se roba a sí mismo. El concepto de
robo requiere, por lo menos, dos partes,
una que roba y otra a la cual se roba. No
se da el caso del auto-hurto. El término
suicidio de por sí anula esta dualidad.
La historia del término indica que el
suicidio fue considerado, durante largo
tiempo, como una forma de homicidio.
De hecho, cuando alguien quiere
condenar el suicidio, lo llama auto-
asesinato. Schulman, por ejemplo, dice:
«Desde luego, el auto-asesinato cae
dentro del ámbito de la ley»[78].
Algunos de los resultados de mi
encuesta, relacionados con todo esto,
son de interés. En ella, hacía dos
preguntas sobre el suicidio. Una era:
«En su opinión, ¿en qué proporción es el
suicidio con éxito (en las democracias
occidentales contemporáneas) un acto
racional, motivado por el deseo de
morir?». La otra era la misma pregunta
sobre el suicidio frustrado. De los 430
analistas que respondieron, sólo dos, el
0,50%, opinaron que el suicidio con
éxito era siempre un acto racional, y
sólo un analista, el 0,25 %, reconoció
que el suicidio frustrado también lo era.
Sólo dos personas más respondieron que
el suicidio con éxito era un acto racional
en más del 75 % de los casos, y dos que
el suicidio frustrado era un acto racional
en más del 75 % de los casos. La
abrumadora mayoría de los encuestados,
aproximadamente el 80 % para las dos
preguntas, expresó el criterio de que el
suicidio, con o sin éxito, nunca es un
acto racional, o lo es en menos del 5 %
de todos los casos[79]. En resumen, los
psicoanalistas formaron un bloque
homogéneo a la hora de considerar que
la conducta suicida, con o sin éxito, era
un acto irracional y, por lo tanto, un
síntoma de enfermedad mental. Sobre
esas imágenes del suicidio que
confunden y son confusas, se basan
nuestras actuales prácticas psiquiátricas
de prevención del suicidio.
La prostitución y la homosexualidad
ocupan un lugar destacado en el reino de
los males[138].
Desde el punto de vista del psiquiatra,
tanto la homosexualidad como la
prostitución —y también el proxenetismo
— constituyen pruebas de una sexualidad
inmadura y de un desarrollo psicológico
detenido, o en regresión. Llámelo como
quiera el público, no cabe la menor duda en
la mente de los psiquiatras de la
anormalidad de semejante conducta[139].
… en la mente inconsciente, la
masturbación representa siempre una
agresión contra alguien[140].
La hospitalización mental no
voluntaria —o la admisión forzosa a un
hospital, como se dice en Inglaterra— es
la política paradigmática de la
psiquiatría. Allí donde la psiquiatría ha
sido reconocida y practicada como la
especialidad médica encargada de tratar
la locura, la demencia, o la enfermedad
mental, ha habido y hay personas
encarceladas en manicomios, asilos de
locos u hospitales mentales[156].
En años recientes, este tipo de
privación de libertad se ha justificado a
partir de distintos fundamentos, uno de
ellos más popular en los Estados Unidos
y otro más popular en Inglaterra. En los
Estados Unidos, los defensores de la
psiquiatría no voluntaria pretenden que
la salud mental es más importante que la
libertad personal, y que el bienestar del
individuo y de la nación justifican
ciertas infracciones psiquiátricas de la
libertad individual. En Inglaterra, sus
defensores, rehuyendo el dilema de
semejante jerarquización de valores,
pretenden que el problema de las
libertades civiles, inherente a la
hospitalización mental forzosa, es hoy
tan pequeño que resulta
insignificante[157].
De acuerdo con el criterio
norteamericano, el confinamiento
psiquiátrico forzoso es una especie de
ley marcial limitada; mientras que, en el
criterio inglés, constituye una especie de
ley sin vigencia. Pero los pacientes
mentales no amenazan a la sociedad tan
gravemente como para justificar su
supresión mediante medidas no legales,
ni tampoco son suprimidos tan pocas
veces como para justificar que
consideremos insignificantes las
medidas adoptadas contra ellos.
Puesto que la hospitalización mental
no voluntaria sigue siendo la práctica
paradigmática de la psiquiatría coactiva
o institucional, me parece que vale la
pena recapitular brevemente los títulos
de legitimidad expuestos por sus
defensores, y los títulos de su
ilegitimidad expuestos por mí.