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No estoy segura de ser capaz de escribirte una carta.

¿Cómo
empezaría? ¿«Querido Dios»? No me convence llamarte por ese
nombre, el mismo con el que podría invocarse a marduk, a baal
o a zeus. Cuando Moisés te preguntó cómo debería llamarte, le
contestaste con una evasiva: «Soy el que estará contigo» (Éxodo
3,14), que era como pedirle que dejara consumirse en el fuego
de la zarza un deseo que escondía pretensiones de posesión,
para mantenerse atento solamente a tu Presencia inasible e
incontrolable. Por eso llevo tiempo tratando de que mis sentidos
se dejen rozar por ella, segura de que, como decía Job, mi tronco
seco, al olfatear el agua, reverdecerá (Job I4, 8). Y por eso trato
de respirar con atención,por si, entre mil aromas, reconozco el
que se derrama en tu Nombre (Cantar de los Cantares 1,2).
A veces, en alguien o en algo, me parece sentir tu contacto, y mi
corazón atesora entonces con cuidado esos momentos fugaces
de roce para que, cuando la voz de mis sombras intente
convencerme de tu ausencia y mis ojos no sean capaces de
reconocerte en medio de la oscuridad…
Esa memoria me alumbre en medio de la noche. Y así voy
aprendiendo, torpe y lentamente, a no considerarte una ventaja
ni una propiedad a mi disposición, sino a dejarte ser quien eres y
a mostrarte cuando quieras.
Por otra parte, las cartas se escriben cuando hay separación o
ruptura, pero ¿qué distancia puede haber entre nosotros, si
cuando respiro eres Tú quien me estás dando anchura, dilatación
y libertad? ¿Y cómo podría ponerme a «contarte cosas» como si
las desconocieras, si la fe me dice que me muevo en Ti como un
pececito en lo más hondo del océano o como la minúscula semilla
que recibe de la tierra en la que está hundida nutrición y energía
para seguir creciendo?
Llevo tiempo fascinada por aquel personaje de la parábola que
sembró la semilla en su campo y luego dormía y se levantaba
tranquilamente, mientras la tierra por sí misma producía el fruto
(Marcos 4,26-29). Creo que no busco ahora más sabiduría que la
que aprendo ahí: contar con mis ritmos entrecortados de ir o
venir, de hablar o callar, de trabajar o descansar, de acertar o
equivocarme, sabiendo que, por debajo de todo eso, me sostiene
el cantus firmus de tu callada Presencia, que acompaña este
caminar mío, tan vacilante e intermitente.
Cuando me adentro en esa oscuridad en la que ya no soy
observada por nadie de fuera y me quedo sola expuesta a tu
mirada, la del único que ve lo escondido, sé que ya no necesito
hacer ni decir nada que se parezca a hablarte o escribirte. Porque
en ese lugar que me ancla en otro centro y me hace respirar otro
aire, recibo la certeza de ser plenamente sabida y acogida, y eso
aquieta y silencia mi corazón.
Así que… Querido Dios:
Gracias por ser la excelsitud en mi vida.
Porque me diste libertad y me liberaste de más cosas que me
mantenían presa.
Porque mi vida es vida si es contigo y mis imperfecciones toman
color en ti.
Gracias porque me has ayudado a ser una persona más atenta,
siento que todo es un regalo por parte de ti, tengo curiosidad
sobre ti y sed de ti.
Gracias porque últimamente termino exprimiendo el jugo del
fruto del árbol de la escritura. De tú escritura que tiene un aroma
repleto de sabiduría pura, un mundo de virtudes aromáticas que
dejan huellas en el Alma. Conforme más te busco aparecen
nuevas preguntas y retos en mi horizonte de vida.
Gracias por las invitaciones vitales que jamás pensé que podrían
ser para mí. Me invitas a vivir sencillamente tu evangelio.
Y por último pero no menos importante:
Gracias por haberme permitido descubrir el mejor instrumento
con el que uno puede afrontar el difícil reto de vivir, LA FÉ EN TI.

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