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El Jesús que nunca conocimos

En las Escrituras, el mundo hecho por el Creador es unificado pero tiene dos dimensiones. El
cielo y la tierra fueron hechos el uno para el otro; la historia de la creación en Génesis 1 se basa
en la idea de construir un templo, un edificio donde el cielo y la tierra se unen. El tabernáculo en
el desierto en Éxodo era un modelo a escala de toda la creación, con Aarón el Sumo Sacerdote
tomando el papel de Adán y Eva, los portadores de la imagen de Dios. Cuando Salomón
construyó el primer Templo en Jerusalén, era también un microcosmos, un modelo a escala de
toda la creación, con el rey y los sacerdotes como portadores de la imagen. La mayoría de la
gente nunca piensa en el Templo de Israel así, y esa es una razón por la que no entendemos a
Jesús.

El Templo en Jerusalén siempre era una señal de la intención de Dios de renovar toda la
creación. Estaba en el centro de la vida nacional de Israel como una señal de que Israel era el
portador de la promesa divina para el mundo entero. Pero recuerda lo que pasó en la época de
Jeremías. El templo era visto como un talismán, una garantía automática de seguridad contra el
mundo exterior, sin importar lo que la gente y los sacerdotes hacían, y el resultado fue la
destrucción y el exilio. Más tarde, en los días de Jesús, los sumos sacerdotes que dirigían el
sistema eran mundanos y adinerados. Igualmente, para muchos aspirantes a revolucionarios el
Templo era el foco de su ideología de violencia nacionalista. Y aunque el Monte del Templo
conservaba el sentido de la promesa y la presencia divinas, tal como el Muro de Lamentaciones
en Jerusalén todavía lo hace para millones de judíos, había un sentido igualmente fuerte de que
las grandes promesas aún no se habían cumplido. Los profetas seguían prometiendo que YHWH
regresaría al Templo. Pero aún no lo había hecho. Isaías había dicho que verían el Dios de Israel
volver “con sus propios ojos”, y que todo el mundo se enteraría; pero en ninguna parte de ese
prolongado exilio nadie dijo que eso había sucedido.

Aquí es donde el Jesús que nunca conocimos de repente se hace presente, tan inesperado
entonces como ahora. Estamos acostumbrados a Jesús el maestro ético, Jesús salvando almas
para el cielo, Jesús quizás como un revolucionario social o, por otro lado, Jesús como un tipo de
Superman haciendo cosas imposibles para probar su poder divino. Aunque no estemos de
acuerdo con alguna o ninguna de estas imágenes, al menos son familiares. Incluso la
perturbadora imagen de Jesús, el marinero ahogado, de Leonard Cohen es una imagen poética
que entendemos y con la cual podemos relacionarnos. Pero Jesús como la encarnación viviente
del Dios de Israel que regresa y rescata, Jesús que lleva a su clímax no sólo la historia de Israel,
sino la historia del mundo – no estamos acostumbrados a eso y no es lo que los contemporáneos
de Jesús estaban esperando.

Lo inesperado de lo que sucedió es una de las señales más claras de que esta historia no fue
inventada por escritores ingeniosos una generación o dos más tarde. Por el contrario: es evidente
que a los seguidores más cercanos de Jesús les tomó tiempo entender lo que estaba sucediendo y
lo que todo significaba. No tenían un patrón preparado en el que pudieran encajar a Jesús. Jesús
rompió los patrones existentes y parecía insistir en que lo que estaba haciendo era el nuevo punto
focal alrededor del cual las ideas anteriores debían reorganizarse. El reino de Dios, decía, es así -
y así - y así, y cada “así” indicaba otra cosa extraordinaria, la curación de una mujer lisiada, la
resucitación de una niña muerta, la descarada fiesta con la gentuza, la exagerada cantidad de
peces que sacaron, y todo ello acompañado de pequeñas y brillantes historias que rompían los
modelos existentes de lo que podría ser el reino y crearon un nuevo mundo imaginativo en el que
sus oyentes fueron invitados a entrar si se atrevían. Un mundo donde un padre avergonzado da la
bienvenida a su hijo disoluto. Un mundo donde es el Samaritano quien muestra lo que significa
el amor por el prójimo. Un mundo en el que las semillas de la cosecha final producirán una gran
cosecha, pero sólo cuando las tres cuartas partes de ellas parecen no haber funcionado. Un
mundo en el que el agricultor buscará fruta pero no encontrará nada; en el cual el propietario del
viñedo enviará a su hijo para recoger lo que se le debe y los inquilinos lo matarán. Un mundo en
el que Dios se convertirá en rey, pero no en la forma en que todos esperaban. Un mundo en el
cual la plena revelación de la gloria divina no será un resplandor de luz y fuego que venga a
morar en el Templo, sino más bien en una vida y una muerte de amor sacrificado absoluto que,
para los que tienen ojos para ver, reflejará el amor sacrificado de la propia creación...

En la cultura occidental, por lo general la gente ha imaginado que la palabra ‘Dios’ es unívoca,
que siempre significa lo mismo. Así no es y nunca lo ha sido. Hay diversas opciones. Si le
preguntas a alguien ... si cree en Dios, lo más probable es que piense en el dios de la imaginación
occidental moderna, es decir, el dios deísta del siglo XVIII - lejano, distante, desapegado pero
aún amenazante - o incluso las divinidades epicúreas más lejanas, haciendo de lo suyo mientras
el mundo hace lo que le da la gana. La reacción de muchos a eso hoy en día, al igual que en el
mundo antiguo, es dejarse seducir por el panteísmo - hay una fuerza divina en todo y todos
formamos parte de ella - pero eso tampoco tiene mucho que ver con el mundo de Jesús, centrado
en una historia y en el Templo. Muchos cristianos pensarán en términos platónicos, de un mundo
en el piso superior donde el alma pertenece a Dios, en oposición al mundo desordenado y
destartalado de la vida física y la política. No es de extrañar que nunca conociéramos a Jesús,
aunque, por gracia y misericordia, él se da a conocer a pesar de nuestras ideas equivocadas e
imaginaciones desacertadas. Pero cuando empiezas con la historia de un regreso tan esperado del
exilio que es también el perdón de los pecados; cuando empiezas con la narración todavía
incompleta de YHWH y su relación con su pueblo; cuando en tu mente te aferras a la promesa de
que cuando toda otra ayuda falla, el Dios de Israel vendrá en persona para rescatar y liberar; y
cuando empiezas con el símbolo del Templo, en el que el cielo y la tierra se unen como señal de
creación y nueva creación, con un ser humano, un rey o un sacerdote que se presenta para
completar el cuadro al ofrecer un verdadero sacrificio; entonces tiene sentido, un sentido
glorioso, un sentido transcendental, un sentido de cielo-y-tierra, ver a Jesús de Nazaret como el
clímax de esta historia, el cumplimiento de este símbolo, la encarnación viviente de este Dios.

Y los cuatro evangelios que narran su historia rica y poderosa son una invitación. Aquí, dicen,
está la historia del verdadero Dios del mundo. No lo conocías, pero él te conocía. No lo querías,
a decir verdad, porque vino para herir y no solo para curar, para advertir y no solo para dar la
bienvenida. Pero los cuatro evangelios cuentan su historia y te invitan a leerla y hacerla suya. A
leerla en oración, humildemente y con asombro, pidiendo que tu propia vida se reoriente
alrededor de esta vida, esta vida divina, esta vida humana. Jesús extiende su mano como a un
niño que se ahoga, y nosotros que sentimos que nos estamos hundiendo bajo el peso de la
sabiduría del mundo encontraremos que él, con su espíritu quebrantado, tocará el nuestro, y que
él en su desamparo nos encontrará en el nuestro.

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