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LOS INCAS Y SUS

CONTRADICCIONES

Por: Juan José Vega

L
a vida política en el Tahuantinsuyo fue muy agitada.
Contrariamente a lo que por lo común se cree, abundaron motines
y rebeliones. La causa fundamental de estos movimientos radicó
en la carencia de unidad nacional del Estado que crearon los cuzqueños.
Numerosas aristocracias provincianas se negaron tenazmente a aceptar
la dominación orejona. Así resultaron frecuentes las conspiraciones
contra el poder incaico.
El ejército intervino en pro del orden público con suma frecuencia. La
inestabilidad política hizo que los Incas desearan tenerlo muy de su lado,
pues de lo contrario el trono peligraba. Podían decir a sus herederos,
como cierto emperador romano: "Hijo mío, preocúpate del ejército; y olvída-
te de lo demás".
Huáscar Inca perdió cetro y vida por su distanciamiento de las fuerzas
armadas y su marcada aproximación hacia el clero. Las armas, y no las
preces, decidieron la guerra civil entre los hijos de Huaina Cápac, cuando
los mejores generales y la flor y crema de las huestes imperiales alinearon
con Atao Huallpa, el bastardo.
La historia incaica, confusa en sus orígenes, adquiere contornos claros
con los tres últimos reyes. Es, así, fácil apreciar los esfuerzos de Huaina
Cápac por mantener la integridad del imperio. Apenas subido al trono,
en su mocedad, enfrenta la siniestra confabulación de Apo Huallpaya;
regente del reino por la corta edad del monarca. Más tarde, sofoca la
insurrección del poderoso Chimu Cápac, eterno enemigo del Cuzco.
Domina luego la rebelión del régulo de Antahuaillas, descendiente sin
duda de aquellos príncipes chancas que siglos atrás estuvieron a punto de
domeñar a la raza incaica. No mucho después se enfrenta Huaina Cápac
a la revolución de los chonos y huancahuillcas, drásticamente reprimida.
Sanguinaria fue también la represión del movimiento de los recién
vencidos cayambis. Todavía se llama Yaguarcocha, laguna de sangre, el
lugar en el cual Huaina Cápac liquidó a esa confederación tribal norteña.
Y no es posible, tampoco, olvidar, el amotinamiento de la alta oficialidad
orejana durante las guerras de conquista en el extremo septentrional del
imperio. En esa ocasión la aristocracia incaica y el comando militar en su
integridad se opusieron a la prosecución de la campaña contra los
Caranquis.
Huaina Cápac, en su cuartel general de Tumipanpa, afrontó en aquel
momento una situación asaz difícil, muy semejante a la de Alejandro en
la India, cuando las falanges macedonias se niegan a seguir adelante; o a
la de Julio César, ante el pedido de licenciamiento presentado por su
mejor cuerpo, la décima legión; o a la de Napoleón en la campaña de
Francia, frente al cansancio de sus mariscales. El Inca, sin embargo, logró
solucionar tan grave crisis invocando a los dioses tutelares del imperio y
ofreciendo cuantioso botín a los más encumbrados jefes del ejército.
Otro movimiento aplastado por las tropas de Huaina Cápac fue el de
los belicosos paltas. En verdad, nunca reposó este batallador gobernante.
Impuso orden y ensanchó fronteras. Mas quizá hizo crecer en demasía el
imperio de los Incas. Cuando falleció, la inseguridad era tal que, confor-
me lo había dispuesto, sus dignatarios no publicaron su muerte. Según
Guamán Poma, “en andas lo trajeron por vivo al Cuzco su cuerpo, porque no
se alzasen los indios”. Y no andaba desacertado el prudente emperador con
esa precaución, pues “las provincias del reino, sabida la muerte del rey, se
alzaron todas”. Como gran estadista, supo prever la posibilidad de la
desintegración del Estado incaico. Comprendía que la cuzqueñización
era aun muy leve en la mayor parte del Tahuantinsuyu.
Así fue de complicado el desenvolvimiento político peruano desde los
tiempos de Manco Cápac. Complicadísima es la historia de la fundación
incaica del Cuzco. Escaso trecho avanzó Sinchi Roca en la tarea de
implantar un nuevo orden definitivo en el valle imperial. Su hijo Lloque
Yupanqui pasó por tales aprietos que los propios Quipucamayos recono-
cían que “sofocó muchas rebeliones y tuvo el señorío en puntas de perder”.
Cápac Yupanqui afrontó la conspiración de Punanu Uma, quien tratara
de ganar fuerza “atrayendo a los soldados con dádivas”. Maita Cápac, según
varias crónicas, pereció envenenado; y no es una casualidad que de inme-
diato ascendiera al poder una nueva dinastía: la de los Hanan Cuzco.
Los Incas enfrentaron terribles rebeliones de los collas y de los huan-
cas, cuyos príncipes jamás soportaron de buen grado la tributación
impuesta por el Cuzco, hasta que al fin fueron asimilados de modo total al
imperio. Caso trascendente fue, asimismo, el de los Chachapoyas, nación
india reacia siempre a cualquier sujeción extraña. Por dos veces se suble-
varon contra el Cuzco; la última, en plena guerra civil contra Quito.
También los trabajadores mitayos se sublevaban. Tenemos constancia
histórica de por lo menos un caso: el motín gigante contra Inca Urcon,
tras la muerte de miles de obreros.
En cuanto a los atentados contra los Incas, el más sonado fue el que se
produjo contra Túpac Inca Yupanqui. Este rey fue víctima de un feroz
golpe en la cabeza, que sufrió hallándose en la corte; fue parte de una de
las tantas conjuras de la época. En medio de gran agitación transcurrió el
reinado de Túpac Inca Yupanqui. Debeló la insurrección de Túpac Cápac
(que trató de armar a la población civil); y años después a las de Cuyo
Cápac y Chaguar Chuchuca. Igualmente, hizo frente a la primera gran
sedición de los siervos yanaconas.
Y no podemos olvidar que Pachacuti Inca Yupanqui, realmente,
arrancó el poder de las manos de su padre el Inca Vira Cocha, quien pen-
saba entregarlo a su hijo favorito, el príncipe Urco Inca. Por su lado Inca
Vira Coca tuvo que ahogar una de las más serias rebeliones en la historia
del Tahuantinsuyo: la del clero solar; movimiento que, en medio de
tumultos populares, terminó con notoria disminución de la influencia y
de la riqueza de los sacerdotes. La más famosa de las rebeliones es la de
Apu Ollanta, quizás más legendaria qué histórica.
Así fue de compleja la vida política en el Antiguo Perú: Los castellanos
presenciarán los últimos momentos de la rebelión de Atao Huallpa con-
tra el Cuzco. Contemplarán en toda su magnitud el amotinamiento del
general plebeyo Rumi Ñahui contra el cautivo Atao Huallpa, a quien
desconoció como señor hasta su muerte. Y, por último aprovecharán
contra el poder incaico las insurrecciones de los huancas, cañaris, cha-
chapoyas, yauyos, yungas y chinchas, opulentos señoríos que se aliaron
con España contra el poder imperial incaico. Se valdrán, asimismo, de los
alzados yanacunas.
Al margen de las crónicas, hallamos información sobre estos temas en
los diccionarios del quechua clásico del siglo XVI. El Anónimo de 1568
registra el término rebelarse: quiuicuni. Fray Domingo de Santo Tomás, en
1560, anota la palabra rebelde: manahuñic; y el verbo derrocar: urmachini.
Diego González Holguín, más pródigo, recoge en la segunda mitad del
siglo de la conquista, varios vocablos al respecto.
El quechua conocía un término propio para la expresión amotinarse:
queuicuni. Es bueno notar que qquericuni y huananacum significaron rebe-
larse un ejército y quitar la obediencia a su rey. Y que en nuestra vieja
lengua indígena existía una expresión que definía el delito más castigado
entre todos los que registran los códigos militares de ayer y de siempre:
tacurichipayani: amotinarse en guerra.

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