Está en la página 1de 3

Fragmento de El Ayudante

Robert Wasler

El último refugio

El tiempo era bueno, caluroso, y el tren fue bordeando un lago azul brillante. Ya al bajar
del vagón encontró muy extraña la ciudad, que tan bien conocía. ¡Cómo una ausencia
relativamente breve puede transformar un lugar y darle una coloración distinta! Joseph
nunca lo hubiera creído: ¡qué pequeño se le antojaba todo! Por el muelle se veían grupos
humanos paseando bajo el ardiente sol de mediodía. ¡Qué caras tan extrañas! ¡Y qué
pobres le parecieron todos esos transeúntes! Cierto es que era gente del pueblo,
modesta y trabajadora, no grandes señores ni señoras, pero algo triste y mezquino, que
nada tenía que ver con la estrechez económica, envolvía aquel luminoso cuadro de
paseantes. Era tan sólo una sensación de extrañeza, de influencia, lo que cegaba a
Joseph, y al tomar consciencia de ella se dijo que después de vivir varias semanas en la
villa Tobler no tenía por qué asombrarse de aquella estampa urbana y de su
extrañamiento. Donde los Tobler había caras más redondas y coloradas, manos más
firmes y pasos más decididos que los que se veían allí, en esa ciudad casquivana donde
la gente enflaquece muy pronto y adquiere una apariencia insignificante. La pequeñez y
la angustia constituyen siempre un mundo bastante grande e impotente de por sí
cuando se ha estado un tiempo sin ver otra cosa, mientras que, por el contrario, lo
realmente vasto e importante parece al principio pequeño e insignificante debido a su
amplitud, extensión y carácter festivo. Lo cierto es que en la casa Tobler habían imperado
desde el comienzo cierta densidad y opulencia pequeñas, que eran muy importantes y lo
embelesaban a uno enseguida, mientras que la libertad y la amplitud nos enfrían, según
parece, con sus extensos panoramas circulares y centrífugos ya que no ofrecen a la vista
solidez alguna. Lo que procura el auténtico bienestar es siempre de aspecto modesto,
mientras que lo tobleriano o tiránico contiene en sí muchas cosas agradables y cordiales
que nos salen al encuentro desde las alcobas de una torre y otros sitios parecidos,
seduciéndonos con infinidad de promesas. El hecho de estar atado, encadenado a un
sitio es a veces más cálido y rico en secretas ternuras que la libertad sin fronteras, que
deja abiertas puertas y ventanas al mundo entero y en cuyas estancias luminosas el
hombre es muy pronto atacado por un frío glacial o un calor opresivo. Aunque la libertad
a que Joseph se refiere era, Dios santo, la cosa más bella y conveniente del mundo, y
contenía una magia inmortal.

Y así, la imagen de la vida dominical en la ciudad dejó pronto de parecerle extraña,


huidiza y áspera, y cuanto más caminaba, más familiaridad iba adquiriendo todo ante sus
ojos y su corazón. Dejó errar la mirada por entre la multitud de paseantes; con su nariz
habituada a la cocina tobleriana volvió a aspirar los olores de la ciudad y del ajetreo
urbano, sus piernas caminaron otra vez a un ritmo ágil sobre suelo urbano, como si nunca
hubieran pisado tierra de campo.
¡Con qué fuerza brillaba el sol y con qué modestia se movía esa gente! ¡Qué hermoso era
perderse entre aquellos paseantes que avanzaban, se detenían o daban vueltas de un
lado a otro! ¡Qué alto era el cielo! ¡Cómo la luz del sol se iba posando en todos los objetos,
cuerpos y movimientos, mientras la sombra se deslizaba entre ellos alegre y ligera! Las
olas del lago no batían con furia los muelles de piedra. Todo era suave, asordinado,
agradable y ligero: todo se había vuelto grande y pequeño a la vez, próximo y lejano,
grueso y delgado, tierno e importante. Todo cuanto Joseph iba viendo pareció
convertirse pronto en un sueño natural, silencioso y benéfico: no muy hermoso, sino más
bien modesto, aunque hermoso de todos modos.

(…) ¡Cuánta humildad había en ese cuadro de paseantes dispersos! ¡Qué amargamente
pobre puede resultar el panorama humano de un domingo! “Volverse sumisos”, pensó
el ayudante, “¡para cuántos es el último refugio en la vida!”.

El Último Refugio

Todo es distinto,
siento una nube triste y mezquina,
un velo cargado de pequeñez humana
salpicando sus calles.
Apenas un breve espacio capaz de desdibujar
olores,
colores,
recuerdos.

¿La ciudad ha cambiado?


¿o acaso es la Villa?
forjando sobre mí la consistencia de mis pasos
que se anclan a sus mínimas abundancias,
tan ajenas al bullicio urbano…

La ciudad es la misma,
tanta libertad la torna en inmensidad inabarcable
tan poco segura
tan segura para disiparse.

La Villa,
todo allí es modesto y es definitivo
me someto a su bosque,
a su viento,
a su glorieta,
a su torre.
Sumiso consiento mi destino.

Aclarados los recuerdos,


los colores,
los olores,
ya nada me es extraño,
mis piernas responden al juego fugaz
de luces y de sombras en suelo urbano.

Al final, siempre está la Villa.


Mi tierra firme.

También podría gustarte