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LOS AFRICANOS EN LA SOCIEDAD DE LA AMÉRICA ESPAÑOLA COLONIAL

Durante el último cuarto de siglo, a medida que la demanda de esclavos se


intensificaba, la unión
dinástica que en 1580 convirtió a España y Portugal en el primer imperio colonial
donde
verdaderamente el sol no se ponía jamás, no pudo ser más fortuita. El
abastecimiento portugués de
negros se reconciliaba con la demanda colonial. Solo dos puertos recibían con gran
magnitud estas
migraciones y fueron Cartagena y Veracruz.
Los negros de la costa occidental de África hablaban una variedad asombrosa de
lenguas y
dialectos. Existía también el mayor e igualmente irritante problema de la
diversidad cultural. Un
africano arrancado del interior de Angola y conducido hasta el puerto de esclavos
de Sao Paulo de
Luanda, podía permanecer allí sólo unos meses o unas semanas antes de emprender la
travesía del
Atlántico hasta (por ejemplo) Cartagena, donde quizás pasaría un intervalo parecido
antes de ser
embarcado de nuevo hasta su destino definitivo según las veleidades del mercado.
El hecho de comprar la libertad y el incremento natural contribuyeron al
crecimiento del número de
hispanoamericanos libres descendientes de africanos, desarrollo más evidente y
significativo en las
zonas urbanas que en el campo. Afrontando grandes dificultades para obtener su
libertad, los negros
rurales una vez libres continuaban trabajando en condiciones de inferioridad. Raras
veces poseían
una propiedad agrícola. Tras la recuperación demográfica, los indios fueron muy
reacios a renunciar
a lo que los hispanoamericanos blancos no habían comprado o robado durante los
primeros siglos
del período colonial, salvo en circunstancias desesperadas.
Con suerte, un negro libre podía comprar una miserable parcela de tierra, podía
hacerse aparcero,
podía volver a trabajar de modo remunerado para su antiguo amo o para otro
terrateniente, pero
poco más. Se dieron casos más extremos. Por ejemplo, en el siglo xviii, en la
región minera de
Chocó los negros libres, ambivalentes hacia los esclavos que estaban por debajo de
ellos y
despreciativos de los blancos que estaban por encima de ellos, se retiraban a las
partes más remotas
de la región y allí se ganaban la vida como mejor podían.

En el subsuelo de las minas de plata en el Alto Perú (la moderna Bolivia) y México,
el esclavo
africano tuvo una importancia. En la agricultura, el trabajo negro fue de vital
importancia. Las dos
colonias más ricas de Hispanoamérica, México y Perú, proporcionan quizás los
ejemplos más
interesantes de los variados modos de utilizar a los esclavos. La mano de obra
empleada en la muy
dispersa industria azucarera mexicana era predominantemente negra, debido, al menos
en parte, a
que el gobierno era reacio a autorizar el empleo de indios en una ocupación tan
ardua.
Los esclavos urbanos no sólo eran útiles por una cuestión de prestigio. Para
beneficio de sus amos,
los esclavos se convirtieron en vendedores de fruta y quincallería; eran
trabajadores no cualificados,
por ejemplo acarreaban ladrillos, pero no sabían cómo colocarlos; o eran
trabajadores en los
famosos talleres textiles (obrajes) que salpicaban el paisaje allí donde se podía
disponer de algodón
o lana para el vestuario.
La suerte de los esclavos en Hispanoamérica fue determinada no tanto por la ley,
como por la
personalidad del amo y por el entorno social y económico que variaba enormemente de
una región a
otra, y de una década a otra. Para algunos esclavos, la relación con sus amos era
semejante a la de
un criado con su jefe, con todas las variantes y sutilezas; esto equivale a decir
que no le afectaba
demasiado el hecho de la esclavitud.
A pesar de que a algunos negros les iba mejor que a otros, sería difícil argumentar
una existencia
fácil para la mayoría de los esclavos africanos. En general, dormían sobre una
tabla que les servía
de lecho, ya fuera en barracones en el patio o en cabañas detrás de la casa
principal. Los negros
urbanos comían la comida más barata que se podía conseguir en el mercado, mientras
que a los
esclavos de las zonas rurales muchas veces se les permitía, y a veces se les
obligaba, a cultivar su
propio alimento, prácticas que implicaban una abundancia de hidratos de carbono y
un mínimo de
proteínas.

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