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Historia, antropología y fuente oral, 32 (2010)

LA SUSTANCIA DE LOS SUEÑOS


El cine según Claude Lévi-Strauss1

Manuel Delgado

Resumen

Dentro de la teoría estética difusa que puede hallarse en su obra, Claude Lévi-
Strauss no asigna al cine un lugar central, lo que no impide que, en cuanto
tiene oportunidad, remita al cinematógrafo para ilustrar teorías suyas como las
relativas a la relación entre mito y rito o a la eficacia y la función simbólicas.
Más allá, o acaso antes, Lévi-Strauss reconoce con el cine –y en particular con
el cine clásico americano- una afinidad que no es sólo teórica o estética, sino
biográfica e incluso vital, en la medida que le permite acceder a una cierta
verdad elemental, de la que las imágenes en movimiento sobre la pantalla
serían vehículo y cuya materia primera sería la acción.

Abstract

Within the diffused aesthetic theory that one can find in his work, Claude
Lévi-Strauss does not give cinema a prime position, which nevertheless does
not prevent him, as soon as he has the chance, to refer to the
cinematographer to illustrate his theories, such as those regarding the
relationship between myth and ritual, or the symbolic efficacy and function.
Beyond this, or perhaps before, Lévi-Strauss acknowledges an affinity with
cinema, and particularly classical American cinema, that is not only theoretical
or aesthetical, but biographical and even vital, to the extent that it allows him
access to a certain elemental truth, within which the images moving on the
screen would be the vehicle and the rough material would be the action.

Palabras clave: Lévi-Strauss, antropología estructural, cine, cine etnográfico,


simbolismo, eficacia simbólica, ritual, mito

1 Este texto sintetiza dos intervenciones públicas en relación con la figura de Lévi-Strauss: la
primera, el 12 de noviembre de 2009, pocos días después de su desaparición, en la Facultad de
Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla, invitado por su Departamento de Antropología
Social, y la segunda, el 25 del mismo mes, en el Institut d’Estudis Catalans, con motivo de la
presentación del monográfico Lévi-Strauss 2008/100 de la revista Quaderns de l’ICA, núm. 25 (2008),
coordinado por Montserrat Ventura y Àlex Surrallés.
1. El “toque western”

Es difícil no repetir a estas alturas los elogios y reconocimientos que la


obra de Lévi-Strauss mereciera con motivo de su centenario y, al poco, de su
desaparición. Indiscutible que todas las ciencias sociales, la filosofía, la estética,
la psicología..., de las últimas décadas han existido dialogando con él, ni que
sea de forma crítica, incluso hostil, pero siempre consensuando a todos los
niveles y por todos el vigor, la hondura y la amplitud de un pensamiento que
recorre y abarca de forma determinante buena parte del siglo XX y promete
adentrarse en el futuro de manera no menos fundamental.
Si dentro de su obra nos centrásemos en un ámbito específico como es
el de la estética, no daríamos propiamente con una teoría del arte, ni siquiera
con algo parecido a una estética estructural como la que Lévi-Strauss
reconocía sin dudarlo en la obra de Erwin Panofsky. Diríamos más bien que
Lévi-Strauss se conforma, a la hora de proponer una teoría general de las
prácticas y las formas artísticas, con los esbozos trazados en el primer capítulo
de El pensamiento salvaje; más los desarrollos formulados en Pensar, escuchar, leer
o en la serie de entrevistas concedidas a Georges Charbonier a propósito de
sus predilecciones en materia de creación.2
Aunque sea de esa manera más bien lacustre, por decirlo así, Lévi-
Strauss define una aproximación teórica al arte que lo colocaría a medio
camino entre el conocimiento científico y aquel otro que podríamos llamar
mítico o mágico, apareciendo el papel del artista como instalable entre el del
sabio y el del narrador de mitos o el hechicero de otras sociedades. Como el
decidor de mitos o el mago, el artista trabajaría de una manera parecida a la del
aficionado al bricolage. El bricoleur es, en efecto, alguien que obra con sus
manos, utilizando elementos y medios no originales, indirectos, no diseñados
expresamente, materiales usados que se adaptan a necesidades que van
surgiendo sobre la marcha. Siguiendo ese modelo, el artista desarrollaría y
vería reconocida una especie de propiedad inductora, basada en una
radicalización de los principios de la analogía, cuya tarea consiste en
homologar entre si estructuras constituidas a su vez cada una por todo tipo de
ingredientes, tomados de cualquier sitio: procesos orgánicos, psiquismo
inconsciente, pensamiento reflexivo, relaciones sociales, fenómenos físicos y
naturales, etc. El producto de tal trabajo resultarían ser modelos reducidos o
metáforas a disposición de un pensamiento que encuentra en ellos una
integración entre entidades hasta entonces antinómicas –del tipo
naturaleza/cultura, estructura/acontecimiento, discreto/continuo, etc.–, que,

2 Véase Claude LÉVI-STRAUSS, El pensamiento salvaje, FCE, México DF, 2006 [1963]; Mirar,

escuchar, leer, Siruela, Madrid, 1994; Entrevistas con Georges Charbonnier, Amorrortu, Buenos Aires, 2007
[1961].
de la mano del objeto artístico, se verían súbitamente unificadas. Es ese atajo
que a la labor de la inteligencia le presta la contemplación de las obras de arte
lo que provoca esa gratificación emocional que nosotros asociamos al
reconocimiento y disfrute de lo bello.
De todas las artes, sin duda sería la música la deudora de una mayor
atención en la obra de Lévi-Strauss, en primer lugar por su misma
universalidad y, sobre todo, por las analogías que permite con el orden de la
mitología, o acaso la mitología en tanto orden. Un protagonismo parecido le
es atribuida a la poesía, que Lévi-Strauss considera un instrumento a través del
cual los humanos organizan las palabras y las frases con el fin de obtener de
ellos significaciones suplementarias que les permitan trascender, escapar, del
lenguaje del que proceden. La pintura también es un asunto acerca del cual
Lévi-Strauss nos invita a pensar, aunque no toda le merezca la misma
consideración. Lévi-Strauss expresa su admiración por Vernet, por la heráldica
medieval, por la pintura flamenca, por impresionistas como Sisley o Pissarro –
pero también por su maestro, Corot–, por Eugène Delacroix, por Ingress o
por el estilo ukiyo-e japonés. Por lo que hace a la pintura contemporánea, Lévi-
Strauss no disimula ni su afinidad militante con los surrealistas, ni su antipatía
hacia el arte abstracto, con sus pretensiones de haber generado nuevos
códigos, su incapacidad para hacerle ver en él algo más que su aspecto
meramente decorativo, su incompetencia en orden a suscitar preguntas.
Respecto de otras formas de creación, Lévi-Strauss es incapaz de ocultar la
auténtica alergia que le provocan algunas de ellas, como el teatro.
En el marco de esas preocupaciones de Lévi-Strauss por las
producciones estéticas el cine no ocupa el protagonismo que merecen la
poesía, la música o la pintura, pero si que encontramos en su obra
apreciaciones reveladoras sobre la función social e intelectual del
cinematógrafo. Una de esas notas, contenida en el “Finale” de El hombre
desnudo,3 propone pensar sobre el cine en paralelo al ritual y, a partir de ahí,
verlo como una nueva concreción de una constante del espíritu humano cual
es la de hacer inteligible el paso de lo continuo a lo discreto y viceversa.
Es ahí donde se razona cómo la representación cinematográfica sería,
entre otras cosas, una forma de duplicar los mecanismos propios del ritual.
Éste consistiría en un derroche de repeticiones, es decir en la recurrencia
mecánica de un número extraordinario de determinadas fórmulas verbales y
gestuales, separadas por breves intervalos, es decir una tarea consistente en
fragmentar y repetir de una manera que podría antojarse casi maniática.
Formulado de otro modo, tendríamos que las repeticiones rituales generan el
mismo efecto que la película cinematográfica, que descompone el movimiento
en unidades tan pequeñas que su sucesión rapidísima acaba por hacerlas

3 Claude LEVI-STRAUSS, Mitològicas IV. El hombre desnudo, Siglo XXI, México DF, 2006, ps. 606-

10.
indiscernibles, suscitando la impresión de una acción continuada. Como
ocurre con el encadenado de los fotogramas, el ritual introduce diferencias en
un cúmulo de operaciones que podrían parecer las mismas y, al mismo
tiempo, puede reiterar un mismo enunciado hasta cansarse. El ritual y el cine
representan, por tanto, la conducción al límite de los principios antagónicos e
incompatibles de la diferencia y la identidad: distinciones que hemos
convertido en infinitesimales, repetidas casi infinitamente, acaban
produciendo la sensación de unidad.
Así pues, el ritual y por extensión el cine expresan un tipo específico de
operaciones contradictorias pero complementarias, que el pensamiento
humano exigiría ver realizadas siempre y en todos sitios. Tales operaciones
consisten en una labor inmensa e interminable de remiendos y puenteos
destinados a salvar lo vivido de la amenaza que para su racionalización
suponen las discontinuidades, cuando no los desgarros, que no deja nunca de
experimentar. El cine y el ritual serían así “bastardeos consentidos a las
servidumbres de la vida”, una forma como otra de decir que son instrumentos
al servicio de la reconciliación entre el pensar y el vivir. El destino del ritual
sería, de acuerdo con ello, el mismo que el del cine: reconstituir un orden ideal
del mundo que en realidad sólo puede percibirse mediante un acto de puro
ilusionismo, y que permite rehacer lo continuo a partir de lo discontinuo. El
ritual, como el cine, se entrega a la tarea convulsiva de cubrir y coser la
infinidad de grietas que la experiencia humana del mundo sufre a la hora de
distribuir los sentidos y los significados. Lévi-Strauss proponía en otro lugar
un ejemplo de ello, comentando cierto rito de caza entre los indios de la
Columbia británica: “Como las imágenes de un film cinematográfico
examinadas una por una, éste no podrá reconstruir, excepto en el
pensamiento, la invivible experiencia de un hombre que se ha convertido en
cabra. A menos que, como las imágenes del film, un celo piadoso produjera
los ritos en tan gran número y los hiciera desfilar tan rápidamente que, en
virtud misma de esta interferencia, engendraran la ilusión de una vivencia
imposible, porque ninguna experiencia real la ha correspondido ni lo
corresponderá nunca".4
Como se ve, la metáfora cinematográfica le sirve a Lévi-Strauss para
colocar la relación mito-rito en el ámbito de la problemática más general y ya
vieja de la relación entre continuo y discreto. La cuestión de establecer si la
realidad es discreta o continua o cómo y cuándo se pasa de un registro a otro
no es sólo, y desde la polémica entre las escuelas pitagórica y jónica, un asunto
central en filosofía, sino que sería una de las características permanentes del
pensamiento simbólico siempre y en cualquier contexto socio-cultural, aunque
fuera bajo el aspecto de otras oposiciones, como campos-partículas, ondas-
corpúsculos, analógico-digital… Como si el pensamiento, al intentar como sea

4 Claude LÉVI-STRAUSS, Historia de Lince, Anagrama, Barcelona, 1992, p. 127.


salvar tales antinomias, se pasase el tiempo yendo y viniendo de lo continuo a
lo discreto –es decir intentando extraer algo discreto de un fondo continuo- y
de lo discreto a lo continuo, sin que podamos establecer cuál de esas dos
operaciones –la de la digitalización de lo continuo o la analogización de lo
discreto- es la constitutiva. ¿Acaso el cinematógrafo no sino una técnica
consistente en proyectar sobre una pantalla una enorme cantidad de
fotogramas –es decir de unidades discretas- tan rápida y sucesivamente que el
cerebro acaba percibiendo la impresión de un movimiento continuo?. Lo que
hace Lévi-Strauss no es sino advertirnos de cómo ese efecto buscado por los
humanos no se circunscribe al mundo contemporáneo, ni tuvo que esperar a
que los Lumière inventaran un artefacto que lo produjera para nuestros ojos,
puesto que ya había encontrado en el ritual una de sus variantes.
Ese mismo principio que pone el cine al servicio de un operación
siempre activada usando otros medios y recursos, le sirve a Lévi-Strauss para
extrapolar sus intuiciones al respecto al campo de la historia del arte en
Occidente. Lo hace en el capítulo XI de Mirar, escuchar, leer, cuando contempla
cómo, en su artículo “Enciclopedia”, Diderot aborda el problema con que se
enfrentaba la pintura a la hora de tratar la temporalidad, constreñida por las
limitaciones que le imponía la instantaneidad de su forma de representar.
¿Cómo reflejar la diacronía en una forma de expresión que era por principio
sincrónica? Que es lo mismo que preguntarse cómo se puede reflejar la
continuidad del tiempo a través de la discrecionalidad que la obra pictórica,
pura permanencia, encarna. Uno podría multiplicar cuanto quisiera el número
de escenas representadas, pero siempre existiría una interrupción, un corte,
entre una y otra. Lévi-Strauss llama entonces la atención sobre cómo Diderot
encontraba una superación de esa incompatibilidad en la pintura de Greuze,
en concreto en su cuadro La novia del pueblo, que, con su particularismo
hiperrealista, era capaz de generar la ilusión de duración en el tiempo. Lévi-
Strauss reproduce una cita de Diderot hablando de Creuze, pero nos hace
notar que lo que está haciendo es anticipando las cualidades del primer plano
cinematográfico: “Los estallidos de las pasiones a menudo golpean vuestros
oídos; más estáis lejos de conocer todo el secreto que hay que en sus acentos y
en sus expresiones. No hay ninguno que no tenga su fisonomía; todas esas
fisionomía se suceden sobre un rostro, sin que deje de ser el mismo; y el arte
del gran poeta y del gran pintor consiste en mostrarnos en una circunstancia
fugitiva que se nos había escapado”.5 Virtud parecida, pero en literatura,
atribuía Diderot al realismo de las novelas de Samuel Richardson.
Pero eso es justamente lo que luego le pediremos al arte
cinematográfico, subraya Lévi-Strauss. Porque, ¿qué es la pintura de Creuze
sino “cine instantáneo”? ¿Y en qué reside el valor de la literatura de
Richardson sino en su manera tan particular de estirar y multiplicar en el
tiempo las palabras? Lo que Diderot había encontrado en Creuze y

5 LÉVI-STRAUSS, Mirar, escuchar, leer, p. 55.


Richardson es lo que Lévi-Strauss llama precisamente “el toque western”, esa
cualidad que el filósofo de la Ilustración había descrito como la de
“entremezclar con una arte infinito el movimiento y el repaso; el dia y las
tinieblas; el silencio y el ruido”.

2. La función simbólica en el cine

No es casual ni inadecuada la frecuente analogía que se suele sugerir


entre el cine y la magia. Se habla, en efecto, de la “magia del cine” y es cierto
sus efectos se parecerían mucho a los que la magia lleva siglos produciendo,
entendiendo por magia ese conjunto diversificado de prácticas que –como
Marcel Mauss y Henri Hubert nos hicieron notar en su célebre ensayo de
1902– consisten en poner en contacto lo posible y lo imposible, aproximar lo
remoto, mezclar el pasado, el presente y el futuro, lo cotidiano y lo
extraordinario. Los surrealistas –de los que Lévi-Strauss tan cercano se mostró
siempre- se dieron cuenta enseguida que el cine hacía posible, en lo inmediato,
aquel mismo desplazamiento hacia los “otros mundos que están en éste” que
la labor del chamán, el hechicero otros personajes análogos hacían posible en
otras sociedades. ¿Es que no es el cine lo que mejor se adaptaría al principio
definitorio de la magia: “la más fácil de las técnicas [...] porque consigue
reemplazar la realidad por imágenes”?6 No podríamos encontrar un ejemplo
más claro de las competencias del mago, tal como las definía Lévi-Strauss:
“Llevar a cabo compromisos irrealizables en el plano de la colectividad,
simular transiciones imaginarias, así como a personificar síntesis
incompatibles".7
Los materiales de que se vale el pensamiento para llevar a cabo esa tarea
de simbolización –de la que el mago es un profesional especializado, no se
olvide– son en realidad elementos desorganizados, restos, fragmentos,
residuos, cosas encontradas y recogidas, con las que generar luego conjuntos
cristalizados, dotando de congruencia una masa de experiencias del mundo
que en si mismas carecen de ella. En eso consiste la función simbólica que
teoriza Lévi-Strauss.8 Y es ahí donde el cine encuentra su lugar en el sistema
general de las prácticas mágicas y como la forma actual de ejecución de esa

6 Marcel MAUSS i Henri HUBERT, “Esbozo de una teoría general de la magia”, en Sociología y
antropología, Tecnos, Madrid, 1992, p. 87.
7 Claude LÉVI-STRAUSS, “Introducción a la obra de Marcel Mauss”, en Mauss, Sociología y

antropología, p. 20.
8 Claude LÉVI-STRAUSS, “El hechicero y su magia” y “La eficacia simbólica”, en Antropología

estructural, Eudeba, Buenos Aures, 1989, ps. 195-227.


..
eficacia simbólica. El cine hace justamente eso: proveernos de una masa
informe, casi magmática de materiales extraídos de productos que se
presentan como acabados –las películas–, pero que el espectador descompone,
desguaza, destripa, para reservarse sólo algunos elementos que selecciona de
manera automática: ciertas secuencias, unos cuantos planos, ciertos instantes
sonsacados de un argumento lineal que pronto puede haberse perdido de vista
y no ser recordado…, todo ello disponible en un yacimiento del que pueden
extraerse en cualquier momento para hacer con ellos cualquier cosa,
recomponiéndolos, montándolos de mil maneras, dándoles un valor ya alejado
de la fuente congruente del relato del fueron extraídos.
Ese magma de imágenes que el espectador de cine ha conseguido reunir
y almacenar, luego de haberlas descontextualizado, nos advierte de cómo los
filmes, en última instancia, ponen al alcance de nuestros ojos y nuestra
imaginación una gran cantidad de elementos que son en realidad
prelingüísticos y presignificativos, moléculas carentes de calidad simbólica en
sí mismas pero que precisamente recuerdan aquel “valor simbólico 0” al que
remitía Lévi-Strauss en su ya mencionado elogio de la teoría de la magia en
Hubert y Mauss. “Eso” –que es una nada tan eficiente que podría ser cualquier
cosa y obtener cualquier resultado– es mostrado por Lévi-Strauss como
equivalente al fonema cero al que se refería Roman Jakobson: “Un fonema cero
se opone a todos los demás fonemas del francés en que no comporta ningún
carácter diferencial y ningún valor fonético constante. Pero en cambio el
fonema cero tiene como función propia oponerse a la ausencia de fonema.”9
El valor simbólico 0 no sería entonces otra cosa que un esquema flotante en la
cultura del grupo, que permite organizar significativamente vivencias
intelectualmente indefinidas o afectivamente inaceptables, objetivando estados
subjetivos, formulando impresiones informulables, integrando en un sistema
coherente experiencias inarticuladas.
Tenemos de este modo que el cine vendría a conformarse como gran
proveedor y depósito de ese tipo de materiales sin significado ni valor por sí
mismos, con los que el pensamiento de los humanos contemporáneos estaría
en condiciones de llevar a cabo todas esas operaciones que son propias de lo
que Lévi-Strauss presentara como el pensamiento salvaje, que, recuérdese, no
es el pensamiento de los salvajes, sino el pensamiento en estado salvaje. Ese
gran yacimiento lo sería de lo que todas las semióticas han denominado sentido,
y que es, como el mana mágico, inefable, es decir no puede ser ni descrito ni
definido. Se trataría de lo que permite cualquier transcodificación o paráfrasis
y alimentaría cualquier intencionalidad humana, estando ahí antes de que
cualquier lenguaje obtuviera de él cualquier significación, por lo que es
inaccesible al conocimiento. La noción de sentido deriva de lo que Saussure
había designado bajo el término de sustancia, magma inorganizado y anterior
cuyos elementos escogidos contraen funciones con el principio estructural de

9 LÉVI-STRAUSS, “Introducción a la obra de Marcel Mauss”, p. 23.


la lengua. En la glosemática de Louis Hjelmslev el equivalente lo constituiría la
materia. Definido el signo como aquello que está en lugar de cualquier otra
cosa, la materia es justamente esa “cualquier otra cosa”. Los manifestantes de
cualquier manifestación. Al sentido o materia –Hjelmslev emplea los dos
términos de forma indiferenciada– “se le da forma de un modo específico en
cada lengua y no hay ninguna conformación universal, sino únicamente un
principio universal de conformación el sentido es una forma inmanente o
preformal, puesto que está sin conformar; por sí mismo no está sujeto a
conformación, sino que es simplemente susceptible de conformación, de
cualquier conformación.”10 El cine nos proveería hoy de ese tipo de materiales
inorgánicos y en bruto de que hablan los lingüistas –sustancia, sentido, o
materia–, con los que la lengua o el pensamiento podrían hacer en todo
momento cualquier cosa. Lo que cautiva de las películas no es sino
precisamente su capacidad para darnos acceso a grandes betas de protosignos.
Lo cierto también es que toda la teoría sobre el cine de Gilles Deleuze
no hizo más tarde sino retomar esa intuición de la naturalidad de la
significación del cine y de la intimidad entre éste y la vida. El cine no dice nada
en particular, sino que habla sin parar de las condiciones mismas de cualquier
decir. No representa, sino que es. No duplica la realidad, sino que la prolonga,
o mejor todavía, la restablece. “El cine –escribe Deleuze– no es lengua
universal y primitiva, ni siquiera lenguaje. Saca a la luz materia inteligible que
es como un presupuesto, una condición, un correlato necesario a través del
cual el lenguaje construye sus propios ‘objetos’ (unidades y operaciones
significantes. Es el significable primero, anterior a cualquier significancia. Más
adelante: “Aunque posea elementos verbales, no es ni una lengua ni un
lenguaje. Es una masa plástica, una materia asignificante y asintáctica, una
materia que no está formada lingüísticamente... No es una enunciación ni un
enunciado. Es un enunciable”.11
Pero todo eso Artaud ya lo sabía. Antonin Artaud supo destacar bien
como se podía encontrar una virtud especial en “el movimiento secreto y en la
materia de las imágenes”, como escribiría en un artículo de 1927, que luego
recogería el catálogo para el Festival de Cine Maldito, celebrado en 1949. Allí
se nos hace notar “el valor de las imágenes en sí mismas, el pensamiento que
producen, el símbolo que constituyen. A causa de que el cine presenta los
objetos en solitario, les da una vida aparte, que tiende progresivamente a
hacerse independiente y a despegarse del sentido ordinario de dichos objetos
[...] Hay esa especie de embriaguez física que la rotación de las imágenes
comunica directamente al cerebro. El espíritu se ve sacudido
independientemente de toda representación. Esa especie de potencia virtual
de las imágenes busca en el fondo del espíritu posibilidades no utilizadas hasta
ese momento. El cine es esencialmente revelador de toda una vida oculta con

10 Louis HJELMSLEV, Prolegómenos a una teoría del lenguaje, Gredos, Madrid, 1971 [1943], ps. 109-
110.
11 Gilles DELEUZE, La imagen-tiempo: Estudios sobre el cine 2, Paidós, Barcelona, 1987, ps. 365-6.
la que nos pone directamente en relación”. Sigue más adelante: “El cine
simple, tomado tal cual es, en lo abstracto, desvela un poco esa atmósfera de
trance, eminentemente favorable a ciertas revelaciones. Utilizarlo para contar
historias como una acción exterior, es privarse del mejor de sus recursos, ir en
contra de su fin más profundo. He aquí porque me parece que el cine está
hecho sobre todo para expresar las cosas del pensamiento, el interior de la
conciencia, y, ciertamente, no por el juego de las imágenes, sino por algo más
imponderable que nos restituye con su materia directa., sin interposiciones, ni
representaciones [...] Toda una sustancia insensible toma cuerpo, trata de
alcanzar la luz. El cine nos acerca a esa sustancia”.12
En el trance en que permanece sumido, en silencio, a oscuras, frente a
una acción que vive como radicalmente verdadera, el espectador de cine podrá
acompañar a los protagonistas de su alucinación en sus avatares por diferentes
mundos paralelos: el futuro, el pasado, el más allá, lo lejano, el riesgo, el amor,
lo ridículo y lo cómico, lo absurdo, las pasiones, incluso la Realidad misma, en
el caso del cine documental. Recibe una historia narrada a través de imágenes,
pero, con ella o a través suyo, un amasijo amorfo de accidentes hechos de
entrecruzamientos, rostros, cuerpos, situaciones, miradas, silencios, sonidos,
melodías, diálogos, momentos. Con ello, el espectador de cine fabrica algo así
como una pasta de sensaciones, ideas y sentimientos que conserva en reserva
hasta que cualquier oportunidad le invita a regresar a ella para obtener los
ingredientes de un orden que no está en el mundo, pero si en la prolongación
que éste encuentra en su imaginación. Para eso sirve el cine: para recibir
historias lineales, pero también el protoplasma con que construir cualquier
historia, en cualquier momento, aunque esa historia sea un collage
improvisado con todas las imágenes que resultaron fascinantes y que la
memoria del espectador guarda celosamente y deliberadamente mezcla y
confunde, sabiendo que en cualquier momento le podrían servir para
construir y constituir con ellas no importa qué significado.
Teóricos del cine habrían llegado a una conclusión parecida, es decir la
de advertir de la naturaleza en última instancia prelingüística de lo que fascina
al espectador desde la pantalla. Pier Paolo Pasolini vendría a reclamar para el
cine el estatuto de equivalente de la acción entendida como el lenguaje
primario de las presencias físicas, las cualidades lingüísticas esenciales de la
vida.13 El cine es, por ello y para Pasolini, translingüístico, en el sentido de que
no hace sino convertir –“deponer”, dirá Pasolini– la acción humana, el
primero y principal de los lenguajes, en un sistema de símbolos. A la inversa,
la realidad no sería otra cosa que “cine in natura”. Lo que sabemos del ser
humano lo sabemos, escribirá Pasolini, “gracias al lenguaje de su fisonomía, de
su comportamiento, de su actitud, de su ritualidad, de su técnica corporal, de

12 Antonin ARTAUD, “Cine y brujería”, en El cine, Alianza, Madrid, 1984, p. 13.


13 Pier Paolo PASOLINI, “La lengua escrita de la acción”, en P.P. Pasolini et al., Ideología y lenguaje
cinematográfico, Alberto Corazón, Madrid, 1969, ps. 22-23.
su acción y, finalmente, también de su lengua escrito-hablada”. Y es porque
“el cine lo hacemos viviendo, o sea, existiendo prácticamente, es decir
actuando” y porque “toda la vida, en el conjunto de sus acciones, es un cine
natural y viviente”. Un análisis de las películas debería ser, por ello, idéntico a
un análisis de la vida en carne y hueso, una ampliación delirante del horizonte
de toda semiología o de toda lingüística. Pasolini no se limitaba a suponer al
cine como equivalente simbólico de la acción constitutiva de todo lo real, sino,
más allá de su totalidad, contactaría con su misterio ontológico, algo así como
una memoria reproductiva y sin interpretación de la realidad: un pragma o
protoplasma indiferenciado todavía, del que el cine sería la lengua escrita.

3. La verdad americana

En otro plano, ahora ya personal, Lévi-Strauss tiene con el cine una


relación si se quiere más prosaica, menos “elevada”, en el sentido de que no se
sugiere como metáfora o concreción de su reflexiones teóricas o de sus
emociones estéticas, sino como simple entretenimiento que, de paso, le da qué
pensar y le provee de ejemplos a través de los cuales explicarse mejor.14 Ese
vínculo con el cine tiene más que ver con su propia biografía que con las altas
virtudes que le confiere a otras artes a la hora de vehicular sus ideas teóricas o
sus emociones estéticas. Digamos que Lévi-Strauss va al cine. Entra en salas
que de pronto se oscurecen y le conducen, como en un vuelo chamánico, a
otras dimensiones en las que, mientras dura la proyección, se reconoce
atrapado, estupefacto, casi hipnotizado por la fuerza de las imágenes que se le
aparecen. Esa experiencia tan cercana a la abducción forma parte de la
memoria intima de Lévi-Strauss desde prácticamente su primera juventud,
época de la que puede recordar la extraordinaria fascinación que, por ejemplo,
le despiertan en su momento películas mudas como “Paris qui dort”, de Réné
Clair.15
Luego vendrá su exilio neoyorquino a principios de los años 40. En
aquella época puede pasarse tardes enteras metido en cualquiera de los
pequeños cines de Greenwich Village viendo “cualquier cosa”, en el sentído
de que lo que orienta sus elecciones no es la “calidad artística” o el “nivel
intelectual”, sino por la simple voluntad de dejarse llevar por las historias de
apariencia simple que ofrece el cine que se hacía en Hollywood en aquella
época. Lo que atrae a Lévi-Strauss no son tanto los filmes en sí, sino más bien

14 Como cuando expresa su simpatía teórica con la opinión sobre el arte abstracto del personaje del
secuestrador de “El coleccionista”, de William Wyler, tal y como podemos leer en su valoración de
una exposición en homenaje a Picasso en el Grand Palais de París (“A propósito de una exposición
retrospectiva”, en C. LÉVI-STRAUSS, Antropología estructural dos (Siglo XXI, Madrid, 2009 [1966]).
15 Véase la entrevista que Lévi-Strauss concede a Mercedes Fernández-Martorell y publica Diario 16

el 7 de enero de 1989.
un cierto “ambiente”, un microclima en que puede disfrutar de una soledad
relativa, a veces total, sentado en cómodos butacones y entrando, en cuanto se
apagaban las luces, en una experiencia casi onírica, que, a diferencia de la
lectura, absorbe plenamente y a tiempo completo a quien se sumerge en ella,
puesto que uno cae literalmente prisionero de la película que está viendo.
Este tipo de evocaciones las comparte Lévi-Strauss en una entrevista
concedida en 1964 a Michel Delahaye y Jacques Rivette para Cahiers du
cinema.16 En ella, el creador de la antropología estructural hace inventario de
sus preferencias cinematográficas, al tiempo que sugiere una reflexión mayor
sobre un arte presuntamente menor. De entrada, en esa entrevista, reconoce
su creciente separación de un cine como el que empezaba a estar de moda en
aquel momento, cuando se abren paso las discusiones teóricas entre escuelas y
tendencias, que hacían que el cine perdiera su gran virtud, que había sido el de
sus escasas pretensiones “intelectuales” y su preocupación central por atender
las exigencias de un gran público ávido por dejarse conmover de la mano de
historias hechas con imágenes.
En ese orden de cosas, lo cierto es que los gustos cinematográficos que
proclama Lévi-Strauss podrían haber resultado decepcionantes en un
pensador de su talla. Un universalmente prestigiado intelectual que podía
entregarse a disquisiciones sobre la vigencia de la teoría de la equivalencia
cromática de las notas musicales según Louis-Bertrand Castel, que le
reprochaba a Michel Leiris su atrevimiento al colocar a Leoncavallo a la
misma altura que Puccini y que se sentía concernido por las discusiones
estéticas en la Academia de Pintura francesa a mediados del siglo XVII,
explicita su total desprecio por el cine “filosófico” a lo Bergman o por la
vanguardia que encarna, pongamos por caso Jean-Luc Godard y reconoce su
disgusto por la casi desaparición de la comedia clásica americana. Sus películas
favoritas no son casi ninguna de ella ejemplos de “exquisitez”, sino que
parecen más propias de un asiduo de lo que fueron un día los entrañables
cines de barrio: westerns como “Los siete magníficos” o “El hombre de las
pistolas de oro”; “Lola”, de Jacques Demy –un verdadero cuento de hadas-;
“Picnic”, con Kim Novak y William Holden. De la nouvelle vague rescata a Alain
Resnais, sobre todo su “Marienbad”; menos “Muriel”, y un poco menos
“Hiroshima mon amour”. De Visconti, sólo “Senso”. De Buñuel, sobre todo
“Le chien andalou” y “The Young One”. Desconfianza total hacia las
pretensiones pseudorrealistas del cinema-verité. De Hitchcock, todo, salvo
ciertas objeciones acerca de “Los pájaros”; ¿”Vértigo”? Admirable. Del
llamado cine etnográfico, sólo el estrictamente documental, con un apunte
elogioso sobre algunos filmes de Jean Rouch y con una referencia –en otro
lugar y sin nombrarla-17 a “Navajo Film Project”, la película que Sol Worth y

16 Michel DELAHAYE y Jacques RIVETTE, “Entretien avec Claude Lévi-Strauss”, Cahiers du


cinema, núm. 155 (1964), ps. 19-29. Agradezco a mi colega Roger Canals que me advirtiera en su día
de la existencia de esta entrevista.
17 LÉVI-STRAUSS, El hombre desnudo, p. 604.
John Adair le encargaron a los navajo sobre si mismos, en la que Lévi-Strauss
descubre que los indios han montado los fotogramas mimando la estructura
que sus ritos.
Es curioso, pero, sin explicitarlo, Lévi-Strauss veía en el cine lo que no
encontraba en artes más “respetables”, que es una afinidad con lo que con
frecuencia se desprecia en tanto que “artesanía”, pero que había motivado su
fascinación y en torno a lo cual habría de escribir páginas llenas de admiración
y profundidad analítica. Era este el caso de la cestería, la alfarería o la creación
de máscaras, manifestaciones creativas que Lévi-Strauss no dudaba en
considerar artísticas a todos los efectos. Pero es que además el cine asumía
una vocación social que el grueso del arte contemporáneo había renunciado a
ejercer. En sus charlas con Georges Charbonnier, Lévi-Strauss distingue
claramente entre la función social que la producción artística tenía en las
sociedades llamadas “primitivas” y las “modernas”, sobre todo porque esa
función es, en las segundas, precisamente nada o escasamente social, en la
medida en que se habría producido en ellas una creciente individualización no
del artista, sino de la clientela, cada vez más constituida por una pequeña
minoría de “entendidos”. Además, el arte “primitivo” mantenía un objetivo
con respecto del mundo empírico que era ante todo el de significarlo,
mientras que el arte “moderno”, perdido su vínculo con el grupo y
desactivadas en buena medida sus virtualidades semantizadoras, tendería a
querer más bien representarlo, cuando no a apoderarse de él o restituirlo.
Lo que Lévi-Strauss amaba en las películas made-in-Hollywood que veía en
su exilio neoyorkino era precisamente su anonimato, esa ausencia de
adscripción estética a una u otra escuela, como las que empezaban a despuntar
en el momento de la entrevista –free cinema, nouvelle vague y toda la retahíla de
“nuevos cines” nacionales aquí o allá. El cine, de pronto, se había
“literaturizado” o, peor, había caído en la trampa de querer ser un género ya
no artístico, sino directamente ensayístico. El cine era culpable, a los ojos de
Lévi-Strauss, de haber olvidado, de manera que parecía ya irreversible, su
naturaleza y su dignidad de espectáculo. Por eso, de esa creciente decepción
ante las pretenciosidades en que parecía despeñarse el cine del momento,
Lévi-Strauss rescata el placer ya no estético, sino físico, que le producen las
imágenes suntuosas y transparentes que se proyectaban en panavisión y
technicolor en la gran pantalla de un cine. Reconoce, en relación a ello, que
puede llegar a disfrutar del más mediocre de los westerns, si este comporta
“bellos escenarios”.
Lo que hace que el cine clásico fuera tan valioso es que, a diferencia de
los nuevos academicismos estilísticos de moda en los 60, sus mejores
cualidades eran inconscientes. Era ciertamente una variante de art brut, como
reconoce el propio Lévi-Strauss, una modalidad de creación humana dotada
de lo que califica de un “encanto rústico”. Pero esa predilección por el cine
comercial americano no sólo se justifica por el goce básico que depara su
luminosidad y su amplitud de campo, ni por su elementalidad artesanal, ni por
la meta que asume de interpelar a un gran público, y no a una minoría selecta.
Más adelante, en la entrevista en Cahiers, Lévi-Strauss reconoce que
reencuentra en los westerns y en los grandes melodramas muchas de las
cualidades estructurales de esa ópera que tanto le apasiona. En “Picnic”, por
ejemplo, reconoce una construcción que es inequívocamente operística, “con
sus arias, sus recitativos, sus valentías, sus conjuntos corales e instrumentales”.
El cine, en efecto, le hubiera permitido a la ópera alcanzar su vocación de gran
espectáculo, puesto que sobre un escenario todo lo que puede llegar a mostrar
es “miserable, absolutamente miserable, al lado de lo que un film permitiría”.
Es más, Lévi-Strauss llega a sostener que, en el fondo, “tengo la impresión de
que los grandes creadores de ópera –Wagner y algunos otros- concibieron y
desearon, por anticipación, algo que sólo el cine, si hubiera existido en su
época, hubiera sido capaz de darles: es decir, gracias a la técnica, gracias a
todos los artificios de luz, de montaje, etc., la posibilidad de mostrar la
sustancia de los sueños y de hacerla plausible”.
Pero acaso tendríamos el derecho a ir más allá, a inferir la fuente
insinuada de la fascinación que ejercen el cine clásico americano y géneros
como el western sobre un pensador al que podrían suponérsele gustos
cinematográficos más supuestamente sofisticados. Es ahí, en esa indagación
sobre lo que, parafraseando a Bourdieu podríamos llamar las claves lévi-
straussianas del gusto, donde cabría establecer una conexión entre su
inclinación por un tipo de cine que las elites intelectuales han tendido a
despreciar y determinadas preferencias en materia literaria que también
podrían resultar chocantes en ese mismo sentido, pero que tuvieron un papel
importante en la biografía personal del creador del estructuralismo y que
fueron acaso el origen de una de sus grandes frustraciones.
En la entrevista concedida en este caso a Didier Eribon y que apareció
publicada en 1988 en forma de libro, Lévi-Strauss, al evocar el gran eco que
obtuvo la publicación de Tristes trópicos, reconocía que entre el alud de elogios
recibidos uno le conmovió especialmente: el de Pierre Mac Orlan, un autor de
canciones populares y escritor de novelitas de aventuras –algunas llevadas al
cine, como “La bandera” o “Le quai des brumes”- del que confesaba que
había marcado su juventud y que estaba seguro de que si le había gustado su
libro era porque, sin esperárselo, había encontrado en sus páginas “cosas que
venían de él”.18 Más adelante, en la misma entrevista, Lévi-Strauss admitía que
su gran pesar había sido siempre no haber sido capaz de escribir una obra
literaria.19 Es en ese momento que nos hace partícipes de una confesión: la
explicación del misterio de los renglones impresos en itálica en el capítulo VII
de Tristes trópicos, en los que describe una puesta de sol desde la cubierta de un
barco. El trato tipográfico diferenciado era una forma de marcar la presencia
en el libro de lo que había sobrevivido de una frustrada novela de aventuras

18 Claude LÉVI-STRAUSS y Didier ERIBON, De prop i de lluny, Orion 93, Barcelona, 1990, ps. 70-

71.
19 Op. cit., p. 103.
exóticas, que abandonó porque “era demasiado mala” y de la que sólo
sobrevivieron el título de la obra –Tristes trópicos– y aquellas pocas páginas.
Lévi-Strauss intentó escribir una novela y tuvo que comprobar como lo
que había acabado produciendo era “drama filosófico”, reconocía con pesar a
Didier Eribon. Su objetivo no había sido ese, sino un libro de aventuras “a lo
Conrad”, cuyo argumento de base era una noticia que había leído en la prensa
en la que se informaba de unos estafadores que habían intentado estafar a los
indígenas de una remota isla del Pacífico, con “un fonógrafo que les hacía
creer que sus dioses volvían a bajar a la tierra”. Los protagonistas deberían
haber sido refugiados políticos y otros de orígenes diversos, que vivirían todo
tipo de dramas entre ellos; unos protagonistas que, por cierto, recuerdan
inevitablemente a los de películas tan presentes en aquel momento como
“Casablanca” o “To Have and Not Have”, de igual manera que el argumento
de la historia no era muy distinto del de las novelitas baratas por entregas que
podían adquirirse en cualquier puesto callejero de cualquier ciudad. Lévi-
Strauss no tiene inconveniente en reconocerlo: “¡Una buena obra de bulevard
es el súmun del género!”.20
Da que pensar que un pensador de la talla de Claude Lévi-Strauss,
reconocido y prestigiado universalmente, viniera a hacer un elogio tan sincero,
y hasta apesadumbrado, por no haber estado a su altura, de esa autenticidad
naïf de la que las novelas de aventuras exóticas y las películas del oeste eran
expresión. En la entrevista de Cahiers se hace referencia a esa ingenuidad que
Lévi-Strauss admiraba y envidiaba como “la verdad americana”.21 Acaso una
forma de referirse a un aspecto de la realidad humana que, literalmente, se le
escapaba y que vendría a ser como ese material básico que es para no importa
que estructura al mismo tiempo su requisito y su negación; algo que no era lo
que Lévi-Strauss habría dejado atrás con su análisis estructural, sino lo que
éste nunca llegaría a alcanzar, y que no era otra cosa que la acción.

20 Es interesante constatar que otro antropólogo de prestigo, el catalán Claudi Esteva Fabregat,
reconocía, en otra entrevista biográfica, una atracción juvenil por ese tipo de lecturas, en las que no
duda en situar las raíces primeras de su vocación profesional. En concreto, Esteva Fabregat
menciona su afición por las novelitas del oeste protagonizadas por Zane Grey como uno de los
factores que le acabaron orientando hacia la antropología. Cf. Claudio ESTEVA FABREGAT,
“Autobiografía intelectual”, Anthropos, 10 (marzo 1982), p. 5.
21 DELAHAYE y RIVETTE, op. cit., p. 22.

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