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Manuel Delgado
Resumen
Dentro de la teoría estética difusa que puede hallarse en su obra, Claude Lévi-
Strauss no asigna al cine un lugar central, lo que no impide que, en cuanto
tiene oportunidad, remita al cinematógrafo para ilustrar teorías suyas como las
relativas a la relación entre mito y rito o a la eficacia y la función simbólicas.
Más allá, o acaso antes, Lévi-Strauss reconoce con el cine –y en particular con
el cine clásico americano- una afinidad que no es sólo teórica o estética, sino
biográfica e incluso vital, en la medida que le permite acceder a una cierta
verdad elemental, de la que las imágenes en movimiento sobre la pantalla
serían vehículo y cuya materia primera sería la acción.
Abstract
Within the diffused aesthetic theory that one can find in his work, Claude
Lévi-Strauss does not give cinema a prime position, which nevertheless does
not prevent him, as soon as he has the chance, to refer to the
cinematographer to illustrate his theories, such as those regarding the
relationship between myth and ritual, or the symbolic efficacy and function.
Beyond this, or perhaps before, Lévi-Strauss acknowledges an affinity with
cinema, and particularly classical American cinema, that is not only theoretical
or aesthetical, but biographical and even vital, to the extent that it allows him
access to a certain elemental truth, within which the images moving on the
screen would be the vehicle and the rough material would be the action.
1 Este texto sintetiza dos intervenciones públicas en relación con la figura de Lévi-Strauss: la
primera, el 12 de noviembre de 2009, pocos días después de su desaparición, en la Facultad de
Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla, invitado por su Departamento de Antropología
Social, y la segunda, el 25 del mismo mes, en el Institut d’Estudis Catalans, con motivo de la
presentación del monográfico Lévi-Strauss 2008/100 de la revista Quaderns de l’ICA, núm. 25 (2008),
coordinado por Montserrat Ventura y Àlex Surrallés.
1. El “toque western”
2 Véase Claude LÉVI-STRAUSS, El pensamiento salvaje, FCE, México DF, 2006 [1963]; Mirar,
escuchar, leer, Siruela, Madrid, 1994; Entrevistas con Georges Charbonnier, Amorrortu, Buenos Aires, 2007
[1961].
de la mano del objeto artístico, se verían súbitamente unificadas. Es ese atajo
que a la labor de la inteligencia le presta la contemplación de las obras de arte
lo que provoca esa gratificación emocional que nosotros asociamos al
reconocimiento y disfrute de lo bello.
De todas las artes, sin duda sería la música la deudora de una mayor
atención en la obra de Lévi-Strauss, en primer lugar por su misma
universalidad y, sobre todo, por las analogías que permite con el orden de la
mitología, o acaso la mitología en tanto orden. Un protagonismo parecido le
es atribuida a la poesía, que Lévi-Strauss considera un instrumento a través del
cual los humanos organizan las palabras y las frases con el fin de obtener de
ellos significaciones suplementarias que les permitan trascender, escapar, del
lenguaje del que proceden. La pintura también es un asunto acerca del cual
Lévi-Strauss nos invita a pensar, aunque no toda le merezca la misma
consideración. Lévi-Strauss expresa su admiración por Vernet, por la heráldica
medieval, por la pintura flamenca, por impresionistas como Sisley o Pissarro –
pero también por su maestro, Corot–, por Eugène Delacroix, por Ingress o
por el estilo ukiyo-e japonés. Por lo que hace a la pintura contemporánea, Lévi-
Strauss no disimula ni su afinidad militante con los surrealistas, ni su antipatía
hacia el arte abstracto, con sus pretensiones de haber generado nuevos
códigos, su incapacidad para hacerle ver en él algo más que su aspecto
meramente decorativo, su incompetencia en orden a suscitar preguntas.
Respecto de otras formas de creación, Lévi-Strauss es incapaz de ocultar la
auténtica alergia que le provocan algunas de ellas, como el teatro.
En el marco de esas preocupaciones de Lévi-Strauss por las
producciones estéticas el cine no ocupa el protagonismo que merecen la
poesía, la música o la pintura, pero si que encontramos en su obra
apreciaciones reveladoras sobre la función social e intelectual del
cinematógrafo. Una de esas notas, contenida en el “Finale” de El hombre
desnudo,3 propone pensar sobre el cine en paralelo al ritual y, a partir de ahí,
verlo como una nueva concreción de una constante del espíritu humano cual
es la de hacer inteligible el paso de lo continuo a lo discreto y viceversa.
Es ahí donde se razona cómo la representación cinematográfica sería,
entre otras cosas, una forma de duplicar los mecanismos propios del ritual.
Éste consistiría en un derroche de repeticiones, es decir en la recurrencia
mecánica de un número extraordinario de determinadas fórmulas verbales y
gestuales, separadas por breves intervalos, es decir una tarea consistente en
fragmentar y repetir de una manera que podría antojarse casi maniática.
Formulado de otro modo, tendríamos que las repeticiones rituales generan el
mismo efecto que la película cinematográfica, que descompone el movimiento
en unidades tan pequeñas que su sucesión rapidísima acaba por hacerlas
3 Claude LEVI-STRAUSS, Mitològicas IV. El hombre desnudo, Siglo XXI, México DF, 2006, ps. 606-
10.
indiscernibles, suscitando la impresión de una acción continuada. Como
ocurre con el encadenado de los fotogramas, el ritual introduce diferencias en
un cúmulo de operaciones que podrían parecer las mismas y, al mismo
tiempo, puede reiterar un mismo enunciado hasta cansarse. El ritual y el cine
representan, por tanto, la conducción al límite de los principios antagónicos e
incompatibles de la diferencia y la identidad: distinciones que hemos
convertido en infinitesimales, repetidas casi infinitamente, acaban
produciendo la sensación de unidad.
Así pues, el ritual y por extensión el cine expresan un tipo específico de
operaciones contradictorias pero complementarias, que el pensamiento
humano exigiría ver realizadas siempre y en todos sitios. Tales operaciones
consisten en una labor inmensa e interminable de remiendos y puenteos
destinados a salvar lo vivido de la amenaza que para su racionalización
suponen las discontinuidades, cuando no los desgarros, que no deja nunca de
experimentar. El cine y el ritual serían así “bastardeos consentidos a las
servidumbres de la vida”, una forma como otra de decir que son instrumentos
al servicio de la reconciliación entre el pensar y el vivir. El destino del ritual
sería, de acuerdo con ello, el mismo que el del cine: reconstituir un orden ideal
del mundo que en realidad sólo puede percibirse mediante un acto de puro
ilusionismo, y que permite rehacer lo continuo a partir de lo discontinuo. El
ritual, como el cine, se entrega a la tarea convulsiva de cubrir y coser la
infinidad de grietas que la experiencia humana del mundo sufre a la hora de
distribuir los sentidos y los significados. Lévi-Strauss proponía en otro lugar
un ejemplo de ello, comentando cierto rito de caza entre los indios de la
Columbia británica: “Como las imágenes de un film cinematográfico
examinadas una por una, éste no podrá reconstruir, excepto en el
pensamiento, la invivible experiencia de un hombre que se ha convertido en
cabra. A menos que, como las imágenes del film, un celo piadoso produjera
los ritos en tan gran número y los hiciera desfilar tan rápidamente que, en
virtud misma de esta interferencia, engendraran la ilusión de una vivencia
imposible, porque ninguna experiencia real la ha correspondido ni lo
corresponderá nunca".4
Como se ve, la metáfora cinematográfica le sirve a Lévi-Strauss para
colocar la relación mito-rito en el ámbito de la problemática más general y ya
vieja de la relación entre continuo y discreto. La cuestión de establecer si la
realidad es discreta o continua o cómo y cuándo se pasa de un registro a otro
no es sólo, y desde la polémica entre las escuelas pitagórica y jónica, un asunto
central en filosofía, sino que sería una de las características permanentes del
pensamiento simbólico siempre y en cualquier contexto socio-cultural, aunque
fuera bajo el aspecto de otras oposiciones, como campos-partículas, ondas-
corpúsculos, analógico-digital… Como si el pensamiento, al intentar como sea
6 Marcel MAUSS i Henri HUBERT, “Esbozo de una teoría general de la magia”, en Sociología y
antropología, Tecnos, Madrid, 1992, p. 87.
7 Claude LÉVI-STRAUSS, “Introducción a la obra de Marcel Mauss”, en Mauss, Sociología y
antropología, p. 20.
8 Claude LÉVI-STRAUSS, “El hechicero y su magia” y “La eficacia simbólica”, en Antropología
10 Louis HJELMSLEV, Prolegómenos a una teoría del lenguaje, Gredos, Madrid, 1971 [1943], ps. 109-
110.
11 Gilles DELEUZE, La imagen-tiempo: Estudios sobre el cine 2, Paidós, Barcelona, 1987, ps. 365-6.
la que nos pone directamente en relación”. Sigue más adelante: “El cine
simple, tomado tal cual es, en lo abstracto, desvela un poco esa atmósfera de
trance, eminentemente favorable a ciertas revelaciones. Utilizarlo para contar
historias como una acción exterior, es privarse del mejor de sus recursos, ir en
contra de su fin más profundo. He aquí porque me parece que el cine está
hecho sobre todo para expresar las cosas del pensamiento, el interior de la
conciencia, y, ciertamente, no por el juego de las imágenes, sino por algo más
imponderable que nos restituye con su materia directa., sin interposiciones, ni
representaciones [...] Toda una sustancia insensible toma cuerpo, trata de
alcanzar la luz. El cine nos acerca a esa sustancia”.12
En el trance en que permanece sumido, en silencio, a oscuras, frente a
una acción que vive como radicalmente verdadera, el espectador de cine podrá
acompañar a los protagonistas de su alucinación en sus avatares por diferentes
mundos paralelos: el futuro, el pasado, el más allá, lo lejano, el riesgo, el amor,
lo ridículo y lo cómico, lo absurdo, las pasiones, incluso la Realidad misma, en
el caso del cine documental. Recibe una historia narrada a través de imágenes,
pero, con ella o a través suyo, un amasijo amorfo de accidentes hechos de
entrecruzamientos, rostros, cuerpos, situaciones, miradas, silencios, sonidos,
melodías, diálogos, momentos. Con ello, el espectador de cine fabrica algo así
como una pasta de sensaciones, ideas y sentimientos que conserva en reserva
hasta que cualquier oportunidad le invita a regresar a ella para obtener los
ingredientes de un orden que no está en el mundo, pero si en la prolongación
que éste encuentra en su imaginación. Para eso sirve el cine: para recibir
historias lineales, pero también el protoplasma con que construir cualquier
historia, en cualquier momento, aunque esa historia sea un collage
improvisado con todas las imágenes que resultaron fascinantes y que la
memoria del espectador guarda celosamente y deliberadamente mezcla y
confunde, sabiendo que en cualquier momento le podrían servir para
construir y constituir con ellas no importa qué significado.
Teóricos del cine habrían llegado a una conclusión parecida, es decir la
de advertir de la naturaleza en última instancia prelingüística de lo que fascina
al espectador desde la pantalla. Pier Paolo Pasolini vendría a reclamar para el
cine el estatuto de equivalente de la acción entendida como el lenguaje
primario de las presencias físicas, las cualidades lingüísticas esenciales de la
vida.13 El cine es, por ello y para Pasolini, translingüístico, en el sentido de que
no hace sino convertir –“deponer”, dirá Pasolini– la acción humana, el
primero y principal de los lenguajes, en un sistema de símbolos. A la inversa,
la realidad no sería otra cosa que “cine in natura”. Lo que sabemos del ser
humano lo sabemos, escribirá Pasolini, “gracias al lenguaje de su fisonomía, de
su comportamiento, de su actitud, de su ritualidad, de su técnica corporal, de
3. La verdad americana
14 Como cuando expresa su simpatía teórica con la opinión sobre el arte abstracto del personaje del
secuestrador de “El coleccionista”, de William Wyler, tal y como podemos leer en su valoración de
una exposición en homenaje a Picasso en el Grand Palais de París (“A propósito de una exposición
retrospectiva”, en C. LÉVI-STRAUSS, Antropología estructural dos (Siglo XXI, Madrid, 2009 [1966]).
15 Véase la entrevista que Lévi-Strauss concede a Mercedes Fernández-Martorell y publica Diario 16
el 7 de enero de 1989.
un cierto “ambiente”, un microclima en que puede disfrutar de una soledad
relativa, a veces total, sentado en cómodos butacones y entrando, en cuanto se
apagaban las luces, en una experiencia casi onírica, que, a diferencia de la
lectura, absorbe plenamente y a tiempo completo a quien se sumerge en ella,
puesto que uno cae literalmente prisionero de la película que está viendo.
Este tipo de evocaciones las comparte Lévi-Strauss en una entrevista
concedida en 1964 a Michel Delahaye y Jacques Rivette para Cahiers du
cinema.16 En ella, el creador de la antropología estructural hace inventario de
sus preferencias cinematográficas, al tiempo que sugiere una reflexión mayor
sobre un arte presuntamente menor. De entrada, en esa entrevista, reconoce
su creciente separación de un cine como el que empezaba a estar de moda en
aquel momento, cuando se abren paso las discusiones teóricas entre escuelas y
tendencias, que hacían que el cine perdiera su gran virtud, que había sido el de
sus escasas pretensiones “intelectuales” y su preocupación central por atender
las exigencias de un gran público ávido por dejarse conmover de la mano de
historias hechas con imágenes.
En ese orden de cosas, lo cierto es que los gustos cinematográficos que
proclama Lévi-Strauss podrían haber resultado decepcionantes en un
pensador de su talla. Un universalmente prestigiado intelectual que podía
entregarse a disquisiciones sobre la vigencia de la teoría de la equivalencia
cromática de las notas musicales según Louis-Bertrand Castel, que le
reprochaba a Michel Leiris su atrevimiento al colocar a Leoncavallo a la
misma altura que Puccini y que se sentía concernido por las discusiones
estéticas en la Academia de Pintura francesa a mediados del siglo XVII,
explicita su total desprecio por el cine “filosófico” a lo Bergman o por la
vanguardia que encarna, pongamos por caso Jean-Luc Godard y reconoce su
disgusto por la casi desaparición de la comedia clásica americana. Sus películas
favoritas no son casi ninguna de ella ejemplos de “exquisitez”, sino que
parecen más propias de un asiduo de lo que fueron un día los entrañables
cines de barrio: westerns como “Los siete magníficos” o “El hombre de las
pistolas de oro”; “Lola”, de Jacques Demy –un verdadero cuento de hadas-;
“Picnic”, con Kim Novak y William Holden. De la nouvelle vague rescata a Alain
Resnais, sobre todo su “Marienbad”; menos “Muriel”, y un poco menos
“Hiroshima mon amour”. De Visconti, sólo “Senso”. De Buñuel, sobre todo
“Le chien andalou” y “The Young One”. Desconfianza total hacia las
pretensiones pseudorrealistas del cinema-verité. De Hitchcock, todo, salvo
ciertas objeciones acerca de “Los pájaros”; ¿”Vértigo”? Admirable. Del
llamado cine etnográfico, sólo el estrictamente documental, con un apunte
elogioso sobre algunos filmes de Jean Rouch y con una referencia –en otro
lugar y sin nombrarla-17 a “Navajo Film Project”, la película que Sol Worth y
18 Claude LÉVI-STRAUSS y Didier ERIBON, De prop i de lluny, Orion 93, Barcelona, 1990, ps. 70-
71.
19 Op. cit., p. 103.
exóticas, que abandonó porque “era demasiado mala” y de la que sólo
sobrevivieron el título de la obra –Tristes trópicos– y aquellas pocas páginas.
Lévi-Strauss intentó escribir una novela y tuvo que comprobar como lo
que había acabado produciendo era “drama filosófico”, reconocía con pesar a
Didier Eribon. Su objetivo no había sido ese, sino un libro de aventuras “a lo
Conrad”, cuyo argumento de base era una noticia que había leído en la prensa
en la que se informaba de unos estafadores que habían intentado estafar a los
indígenas de una remota isla del Pacífico, con “un fonógrafo que les hacía
creer que sus dioses volvían a bajar a la tierra”. Los protagonistas deberían
haber sido refugiados políticos y otros de orígenes diversos, que vivirían todo
tipo de dramas entre ellos; unos protagonistas que, por cierto, recuerdan
inevitablemente a los de películas tan presentes en aquel momento como
“Casablanca” o “To Have and Not Have”, de igual manera que el argumento
de la historia no era muy distinto del de las novelitas baratas por entregas que
podían adquirirse en cualquier puesto callejero de cualquier ciudad. Lévi-
Strauss no tiene inconveniente en reconocerlo: “¡Una buena obra de bulevard
es el súmun del género!”.20
Da que pensar que un pensador de la talla de Claude Lévi-Strauss,
reconocido y prestigiado universalmente, viniera a hacer un elogio tan sincero,
y hasta apesadumbrado, por no haber estado a su altura, de esa autenticidad
naïf de la que las novelas de aventuras exóticas y las películas del oeste eran
expresión. En la entrevista de Cahiers se hace referencia a esa ingenuidad que
Lévi-Strauss admiraba y envidiaba como “la verdad americana”.21 Acaso una
forma de referirse a un aspecto de la realidad humana que, literalmente, se le
escapaba y que vendría a ser como ese material básico que es para no importa
que estructura al mismo tiempo su requisito y su negación; algo que no era lo
que Lévi-Strauss habría dejado atrás con su análisis estructural, sino lo que
éste nunca llegaría a alcanzar, y que no era otra cosa que la acción.
20 Es interesante constatar que otro antropólogo de prestigo, el catalán Claudi Esteva Fabregat,
reconocía, en otra entrevista biográfica, una atracción juvenil por ese tipo de lecturas, en las que no
duda en situar las raíces primeras de su vocación profesional. En concreto, Esteva Fabregat
menciona su afición por las novelitas del oeste protagonizadas por Zane Grey como uno de los
factores que le acabaron orientando hacia la antropología. Cf. Claudio ESTEVA FABREGAT,
“Autobiografía intelectual”, Anthropos, 10 (marzo 1982), p. 5.
21 DELAHAYE y RIVETTE, op. cit., p. 22.