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Crónica - Paisaje Peruano
Crónica - Paisaje Peruano
“Ningún hombre es una isla”, dice John Donne. Me atrevo a añadir a esta
maravillosa sentencia que ningún hombre ni ninguna mujer es una isla, pero que
cada uno de nosotros es una península, con una mitad unida a tierra firme y la otra
mirando al océano. Una mitad conectada a la familia, a los amigos, a la cultura, a
la tradición, al país, a la nación, al sexo y al lenguaje y a muchos otros vínculos. Y
la otra mitad deseando que la dejen sola contemplando el océano. Amos Oz
Plaza Mayor
Pensando en las mujeres ataviadas con saya y manto que nos trae como un rumor la
memoria del coloniaje, atendiendo a los varones de familias encopetadas, a los
hombres del Ande forzados a terminar sus días en la costa, a los mulatos
parlanchines que pasaban la vida construyéndose una patria, muchas palabras
podrían asistir a describir lo remoto: diversidad, privilegio, oposición, desdén,
ausencia… reproduciendo un tiempo en que el lejano Rey dejaba sentir su fuerza de
tinta y papel, tiempo en que la presión devota del clero imponía “Padrenuestros” y el
pueblo, cándido siempre, confiaba su destino a un notable elegido.
Se imponen muchos siglos para hablar de ayer. Lima se reescribe todos los días
copiando a perpetuidad sus líneas argumentales más íntimas. Por eso, visitar su
Plaza Mayor es enfrentar el pasado y vislumbrar el futuro, descubriendo bajo sus
piedras cinceladas una nacionalidad múltiple, fracturada: siempre una promesa
pendiente. Así, no hay lugar más adecuado para iniciar un recorrido urbano que
refleje el Perú, que hacerlo desde su arquería con la imagen del atrio monumental a
la espalda.
No es extraño entonces que los feos y opacos balcones que resisten en Jirón De la
Unión, huella estética del universo virreinal y del poderío oligárquico, se noten cada
vez más irrelevantes al enfrentar sus miserias con el barullo que agiliza la calzada,
como le ocurre a una astilla perdida en aserrín. Al fin y al cabo es poco el dinero que
se moviliza para adquirir algún artículo de vida contada, y en otras ocasiones, como
comprando un disco de idiomas, la amarga fantasía del paraíso lejano.
Parece que el tiempo del Ángelus o la misa consagrada está derrumbándose día tras
día, ya que ahora la fe se manifiesta al paso, entre oficina y almuerzo, si nos
atenemos a los jovencitos o señoras que ingresan por la nave principal de los
mercedarios para recoger un Ave María y, mejor, una comunión sin confesión, como
una manera de aligerar el espíritu… Continúan luego sus recorridos un tanto
orondos, menos culposos. Al visitar el KFC, que se encuentra al final de la cuadra,
ocurre algo similar: con adquirir una porción de papas fritas para el camino, se
alcanza una satisfacción fugaz; fugaz, pero apreciable. Será que ahora toma más
tiempo una gestión urgente en la sucursal crediticia de columnas y enrejados que
una visita contrita al sagrario que observa desde el frente; será que ahora auscultar
las bondades de una computadora entre tanta propuesta de modelos y precios exige
mayor atención que un tiempo para la reflexión silenciosa, apacible.
Muy poca calle para tanta nación, mucha celeridad para tan escaso juicio. Así, el
problema no radica en que los católicos huyan por pereza de las liturgias, cada
evangelista prefiera la elocuencia de su pastor, pululen los agnósticos o los ateos de
razón, sino que se ha dejado ya atrás el tiempo en que tomar asiento en una banca de
parque implicaba rememorar nostalgias entre sonrisas, meditando en quienes
confiar; y, aún peor, pertenecen al territorio del olvido los anhelos que antes
atesoraban en intimidad, cuando soñar era asunto de todos, no solo de locos, poetas
y niños.
Avenida Emancipación
Recordemos: Don José de San Martín desembarcó en 1820 al sur de Lima con un
ejército de entusiastas patriotas chilenos, argentinos y pocos peruanos, decidido a
dar a los habitantes de la Capital muchos motivos para deshojar margaritas. Porque
la independencia ponía en peligro las ventajas de tener esclavos y ostentar la fuerza
de apellidos frondosos: ¿cuántos virreyes valen un Libertador?, ¿a qué precio
ofertamos el coloniaje si nos dan una República?, rumiarían en sus amplias casonas
los patricios nacionales, hostigados por la incertidumbre. Pero las noches de
diálogos entre prohombres se sucedieron con diligencia y buena ventura, hasta que
se proclamó la emancipación. Patria, Libertad, Independencia, gritaron en
mayúsculas castellanas los apostadores bajo el balcón de nuestra oportunidad
democrática. Pasado el tiempo, dos batallas serranas y un combate marítimo en el
Callao, contrariaron la sujeción del negro y el silencio del indígena; sin embargo
(circunstancia curiosa), mientras se imponían los presidentes y todas sus
constituciones, aquellos nunca tuvieron ocasión de inventarse ilusiones. Ahora la
Emancipación continúa en su esfuerzo de mantenernos unidos, y es también una
avenida.
Hasta hace menos de una década el Aero Club del Perú, mantenía su ubicación en
mitad de la calle, como un oasis de exclusividad en un entorno de mercadeo. Los
barrotes que resguardaban su gran portón, y la caseta de guardianía, dejaban sentado
que la entrada solo se abría a los socios y contadas visitas. Dentro, un avión que
repetía en todos sus detalles al Bleriot en que voló Jorge Chávez cuando traspasó, en
rumor de héroe, las cimas de los Alpes, las alfombras rojas, las enormes arañas en el
techo, varios bustos egregios y faroles colgantes, confirmaban la singularidad del
lugar. Sin embargo, no había transeúntes peleándose por ingresar, impacientes
contra el hierro y poniendo en aprietos al vigilante; tampoco asomaban a su entrada
los ambulantes, animosos por incomodar sus salones; puesto que las mañanas y las
noches en su patio central o en sus corredores eran tranquilas, si es que no,
desoladas. Quizá el anuncio de privilegio en letras de molde tras de la puerta poco
tenía de advertencia a quienes afuera caminaban con desinterés, con cierta
indiferencia, y, así, por el contrario, su humilde función era insinuar que, en el
Cercado de Lima, todavía quedaban lugares que ansiaban la diferencia, la distinción
entre tanta diversidad… Quedaban.
El Aero Club del Perú, como si fuera una fragancia pasada de moda, fue un
dinosaurio que resistió poco tiempo más antes de ver extinguidas sus características:
espantado por la escasa afluencia de parroquianos, y ejercitando una modalidad del
comunitarismo comercial, optó por abrir sus puertas a los comensales que
apetecieran un buen almuerzo con espectáculo de piano en vivo y pisco de bajo
precio. El carné de asociado sencillamente caducó hace un quinquenio. “Pase usted,
señor”, decía la azafata desde las verjas limpias, nueve horas al día, con lluvia o
niebla. Es decir, entre la garúa y sin el brillo del sol, porque Lima es así, niega
cuando afirma y acepta cuando cancela: ese no se qué, que queda balbuciendo, diría
el poeta.
Mientras escribo estas líneas del Aero Club del Perú queda cada vez menos, incluso
en el plano arquitectónico: si pasó de ser un lugar exclusivo a restaurante
alternativo; ahora funciona, en el recinto, una tienda que oferta zapatos para damas y
caballeros. Huele a plástico y demasiada gente transita descalza. De seguro cuando
este libro esté impreso y ocupe su rectangular superficie en las librerías de Lima,
Valencia y Munich (por darle tres nombres a la ilusión), en la casona se habrá
instalado un complejo para el cambio de moneda extranjera, un remedo de casino o
una dependencia del Estado. Y es que, muchas veces la realidad viaja delante de la
letra impresa, como suelen tolerar su prestigio los diccionarios, tan tortugas frente al
habla de la calle. La calle, que cambia y cambia más, otra vez.
La historia del Aero Club del Perú poco tiene de extraña o extravagante, ya que es el
tipo de relato que suele experimentarse en las ciudades, e, incluso, las explica: las
modificaciones suelen ser veloces e implacables; no obstante, algo tiene de trágico
el hecho, como también tiene su tragedia el destino que le ha tocado sobrellevar en
la última década al legendario Palais Concert de tertulia y café, ubicado en la
esquina (“El Perú es Lima, Lima es el Jirón de la Unión, el Jirón de la Unión es el
Palais Concert y el Palais Concert soy yo”, sentenció el escritor hace casi un siglo).
Unos años atrás el Palais Concert fue convertido en discoteca; después en un
engendro cultural que hacía del sincretismo su escudo, y del mal gusto, su bandera.
El estruendo de la música, como si fuera una bailódromo; los afanes de poetas
bisoños en recitales de viernes y las efigies marmóreas que han mal sufrido el
transcurrir de las décadas, conviven aún sin armonía, transpirando paciencia…
Pronto será una tienda por departamentos. En media cuadra ambos locales son el
aullido silente y avergonzado de un tiempo de esplendor fatuo que se ha ido al
diablo.
El dólar ostenta el poder de su jerarquía, a pesar de una crisis que tiene tanto de
profecía; el yen, la excentricidad de su progreso; el euro, la fortaleza que nace de la
concordia entre dos países que se desangraron; el peso argentino, la sorpresa de
encontrarse latinoamericano en su debacle. Pero cuando el nuevo sol peruano los
observa, cautivo también en la mano del cambista uniformado, chaleco amarillo
como la alegría, se siente abrumado, pequeñito en su condición de economía
emergente. Porque siendo útil al ama de casa en el mercado o al niño para la compra
de sus juguetes; el orondo billete verde es el que todavía se ocupa de las
transacciones financieras, con la sobrecarga de su tambaleante estabilidad. Así,
nuestra moneda, cotidiana como la sopa o el peloteo de calle, descree del esplendor
de su crecimiento porcentual y revela su ruina de desempleo perpetuo.
Todos tenemos derecho a perseguir un futuro mejor; pero cada uno tiene el deber de
recorrer un presente dichoso en lo íntimo y en lo público, donde el abrazo franco no
sea una reminiscencia del pasado, ni la calidez de la frase una urgencia telefónica de
minutos por monedas. Acaso el prestigio de tierras extrañas incube en su
prosperidad prometida y, a veces, conseguida, la melancolía de tarde y lluvia que
ningún metal acuñado puede resolver.
Los años pasaron como el salitre y los trenes. Los años llegaron como el teléfono, la
magia de la radio y el reinado de la televisión. Sin embargo, la reluciente
democracia, orgullosa de sus virtudes, siguió siendo excepción al militarismo
cuando lo espiaba desde afuera y, lo que es peor, inoperancia cuando actuó desde
adentro, generando tantos despotismos como miseria.
(Lima, 1976)