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Paisaje peruano

“Ningún hombre es una isla”, dice John Donne. Me atrevo a añadir a esta
maravillosa sentencia que ningún hombre ni ninguna mujer es una isla, pero que
cada uno de nosotros es una península, con una mitad unida a tierra firme y la otra
mirando al océano. Una mitad conectada a la familia, a los amigos, a la cultura, a
la tradición, al país, a la nación, al sexo y al lenguaje y a muchos otros vínculos. Y
la otra mitad deseando que la dejen sola contemplando el océano. Amos Oz

Plaza Mayor

Diseñada con cuidado y destreza, la Plaza Mayor es un cuadrado atrayente, vistoso,


bien resguardado por la devoción cristiana en la Catedral, el poder del pueblo en su
palacio gris y la confraternidad del vecindario en su edificio municipal. Respeta así,
transcurridos casi quinientos años, su disposición original.

Ahora ya parece leyenda la historia de Francisco Pizarro eligiendo el valle de Lima


como lugar propicio para levantar una Capital, leyenda parece el relato de los trece
guerreros que asistieron con estandarte y espadas en mano a la consagración
religiosa y festiva de la fundación de la ciudad, donde un profundo tajo sobre un
tosco madero y los gritos de proclamación, desafío y ejecución, sellaron el
nacimiento de la comunidad. Claro, parece leyenda el descampado, la tierra, el olor
a mar, cuando las palomas revolotean cada mañana, los fotógrafos de Polaroid
laboran uniformados, se estaciona en una esquina el percherón y su carruaje, y, por
supuesto, muchas personas divierten el domingo en familia, sentados en el mármol
de sus banquetas mientras confunden la garúa con la alegría, o, tal vez, recorren la
Plaza Mayor con el apuro que siempre nos imprime el lunes, a paso urgente,
dibujando la equis de su arquitectura. Pero en épocas antiguas (ayer, centurias atrás),
fue el núcleo del desorden, porque entre pregoneros y mercachifles sirvió de asiento
para el comercio ambulatorio, el griterío y la chismografía.

Pensando en las mujeres ataviadas con saya y manto que nos trae como un rumor la
memoria del coloniaje, atendiendo a los varones de familias encopetadas, a los
hombres del Ande forzados a terminar sus días en la costa, a los mulatos
parlanchines que pasaban la vida construyéndose una patria, muchas palabras
podrían asistir a describir lo remoto: diversidad, privilegio, oposición, desdén,
ausencia… reproduciendo un tiempo en que el lejano Rey dejaba sentir su fuerza de
tinta y papel, tiempo en que la presión devota del clero imponía “Padrenuestros” y el
pueblo, cándido siempre, confiaba su destino a un notable elegido.

Se imponen muchos siglos para hablar de ayer. Lima se reescribe todos los días
copiando a perpetuidad sus líneas argumentales más íntimas. Por eso, visitar su
Plaza Mayor es enfrentar el pasado y vislumbrar el futuro, descubriendo bajo sus
piedras cinceladas una nacionalidad múltiple, fracturada: siempre una promesa
pendiente. Así, no hay lugar más adecuado para iniciar un recorrido urbano que
refleje el Perú, que hacerlo desde su arquería con la imagen del atrio monumental a
la espalda.

Jirón De La Unión: Primera cuadra de la excursión

Con su orgullo nacional las hamburguesas de ese restaurante de comida rápida


bicolor, que es Bembos, han sabido destronar a franquicias foráneas como Mc
Donald’s o Burger King. Son jugosas, variadas y enormes. Son Inca Kola y sabor
peruano; pero también son una forma de sentirnos globalizados, de ser modernos,
porque es alimento al paso para nuestras jornadas sin pausas; en buena cuenta, una
apropiación aventajada de la imagen norteamericana. Comer casi de pie y en
autoservicio es hábito reciente y además prestado. Sin embargo, ha calado entre
muchachos y oficinistas, quizá hasta en abuelos bonachones. Todo ahí es divertido y
socializador; es decir: el zumo de la nueva libertad. Por eso el Bembos del Cercado
de Lima siempre está colmado de gente, ofreciendo un local aséptico y asegurando
el mejor saludo para iniciar nuestro recorrido turístico con su colorido y aroma. En
su local, que es una versión remozada de una casona antigua, aderezada con colores
llamativos, espejos y mamparas, sobran los uniformes limpios, y los pedidos invitan
al nombre de pila, como suele tratarse a los amigos. Si bien esta práctica es común,
también en otros establecimientos, tal vez solo en Bembos no parece abiertamente
confianzuda o desdichadamente impostada. El “tal vez” campea siempre el Jirón de
la Unión.

La otra cara de la moneda se encuentra exactamente al frente, al precio de un nuevo


sol con noventa céntimos, como si fuera una oferta perpetua. Otra cara de la
moneda, porque la idea que gobierna es la misma en ambos locales; pero su
aplicación, distinta. Como hermanos de un mismo vientre, guardan semejanzas y
diferencias. La sencilla pizzería Aquí Estamos también se apropia de un producto
foráneo y lo hace peruano en su modestia, acompañando su producto elemental
(masa, queso, jamón y salsa) con algún café instantáneo. Por supuesto, tampoco
adolece de clientela, todos sus trabajadores tienen uniformes rojiblancos y la
arquitectura interna se adapta a fuerza al horno descomunal, a las sillas, al griterío.
Vistos desde afuera, Bembos y Aquí Estamos podrían pasar por establecimientos
parientes, con sus anuncios a color, sus toldos de estación, sus olores de pase usted.
Pero hay contrastes que no van, esencialmente por el precio, por el orden, por la
sazón, están en los sueños. Porque esta primera cuadra también alberga bocaditos
chinos, zapatos de cuero hechos a mano, ropa amontonada que se vende al contado y
se ofrece en cuartos de docena ansiando la codiciada estabilidad, persiguiendo la
ilusión del negocio próspero. Pues durante las extensas jornadas de trabajo, hecho a
trompicones, patinando sobre la informalidad, se atesora las ganas de una vida un
poquito mejor.

Jirón De La Unión: Segunda cuadra de la excursión

No se equivoca la rigurosa Beatriz Sarlo cuando explica el horizonte de los grandes


locales comerciales como territorios liberados de identidad local, porque si el Jirón
de la Unión no es un dechado de virtudes cuando es desordenado, sucio, inseguro y
estrecho; ahí en lo que tardan dos pasos está Falabella para remediar el problema,
ofreciendo al caminante el orden, limpieza, seguridad y amplitud deleitables de sus
salones, articulado todo por su prestigio mercantil, su oferta mundial como
trasnacional del expendio por departamentos.

Falabella pretende negar en su resplandor a la ciudad que la alberga. Afuera, los


llamados pirañitas, tan jovenzuelos como peligrosos al montón, se pueden
aprovechar de tu billetera, o quizá algún olor insultará tu recorrido; pero adentro, de
acuerdo con lo que parecen sugerir las enormes estanterías, espera un mundo
distinto: el dinero es una tarjeta y un código a cambio de la belleza anhelada.
Prendas, muebles o licores, algunos de nacionalidad peruana y otros, extranjeros, se
venden a todas letras en remates y con porcentajes de descuento. Es el universo de lo
neutro, el monstruo comercial, no de lo foráneo, pues andar por sus pasillos no es
recorrer Buenos Aires, París o Nueva York, es recorrer la misma idea de tienda que
puebla diferentes ciudades. Así, buscar un jean, probarse un zapato, apoltronarse en
un sillón, es encajarse con regusto en el laberinto de la transacción financiera, es
enseñorearse en la dimensión paralela de la compra y venta. Será por eso que afuera,
por diez soles, sin regateo, todos podemos aprender, mediante un CD y un libro sin
pie de imprenta que promociona una muchacha, las virtudes del francés, el arrojo del
italiano, la eficiencia del alemán, la necesidad del inglés; ya que adentro, en la
tienda por departamentos, tan brillante y lustroso desde sus espejos hasta sus
anfitrionas, siempre se permanece en Lima; mientras que afuera, my name is y
bonjour madame, creen afirmar las ventajas de ser distinto.

No es extraño entonces que los feos y opacos balcones que resisten en Jirón De la
Unión, huella estética del universo virreinal y del poderío oligárquico, se noten cada
vez más irrelevantes al enfrentar sus miserias con el barullo que agiliza la calzada,
como le ocurre a una astilla perdida en aserrín. Al fin y al cabo es poco el dinero que
se moviliza para adquirir algún artículo de vida contada, y en otras ocasiones, como
comprando un disco de idiomas, la amarga fantasía del paraíso lejano.

Jirón De La Unión: Tercera cuadra de la excursión

La tercera cuadra del recorrido es la más pequeña, aunque también la más


apretujada, pues alberga con esfuerzo a una sucursal electrónica de Falabella, la
imponente seguridad de una entidad bancaria y la ornamentada devoción de la
Iglesia La Merced. Comercio, dinero y religión se acumulan en contados metros
para confundir al andariego, cautivándolo con sus promesas desiguales.

Parece que el tiempo del Ángelus o la misa consagrada está derrumbándose día tras
día, ya que ahora la fe se manifiesta al paso, entre oficina y almuerzo, si nos
atenemos a los jovencitos o señoras que ingresan por la nave principal de los
mercedarios para recoger un Ave María y, mejor, una comunión sin confesión, como
una manera de aligerar el espíritu… Continúan luego sus recorridos un tanto
orondos, menos culposos. Al visitar el KFC, que se encuentra al final de la cuadra,
ocurre algo similar: con adquirir una porción de papas fritas para el camino, se
alcanza una satisfacción fugaz; fugaz, pero apreciable. Será que ahora toma más
tiempo una gestión urgente en la sucursal crediticia de columnas y enrejados que
una visita contrita al sagrario que observa desde el frente; será que ahora auscultar
las bondades de una computadora entre tanta propuesta de modelos y precios exige
mayor atención que un tiempo para la reflexión silenciosa, apacible.

Quizá la respuesta se encuentra en la calle, deambulando siempre a las puertas de La


Merced, ataviadas de oscuro, sonrientes y cargosas. Por una moneda de un nuevo sol
cualquier parroquiano incrédulo puede asegurarse la inmanencia, si acepta en el
pecho el detente obligado de San Martincito (santo mulato de la cristiandad) o La
Sarita (postulante a la cristiandad). Sencillísimo, como quien canjea vajilla nueva
con tres tapas de gaseosa. Insolente administración de la piedad ajena, impertinente
afán de lucro, llamémosle como nos plazca. Lo cierto es que muchas señoras
adecúan, con experiencia y maña, una solución a sus arcas, mientras aligeran
nuestras creencias de vida apresurada.

Muy poca calle para tanta nación, mucha celeridad para tan escaso juicio. Así, el
problema no radica en que los católicos huyan por pereza de las liturgias, cada
evangelista prefiera la elocuencia de su pastor, pululen los agnósticos o los ateos de
razón, sino que se ha dejado ya atrás el tiempo en que tomar asiento en una banca de
parque implicaba rememorar nostalgias entre sonrisas, meditando en quienes
confiar; y, aún peor, pertenecen al territorio del olvido los anhelos que antes
atesoraban en intimidad, cuando soñar era asunto de todos, no solo de locos, poetas
y niños.

Avenida Emancipación

Recordemos: Don José de San Martín desembarcó en 1820 al sur de Lima con un
ejército de entusiastas patriotas chilenos, argentinos y pocos peruanos, decidido a
dar a los habitantes de la Capital muchos motivos para deshojar margaritas. Porque
la independencia ponía en peligro las ventajas de tener esclavos y ostentar la fuerza
de apellidos frondosos: ¿cuántos virreyes valen un Libertador?, ¿a qué precio
ofertamos el coloniaje si nos dan una República?, rumiarían en sus amplias casonas
los patricios nacionales, hostigados por la incertidumbre. Pero las noches de
diálogos entre prohombres se sucedieron con diligencia y buena ventura, hasta que
se proclamó la emancipación. Patria, Libertad, Independencia, gritaron en
mayúsculas castellanas los apostadores bajo el balcón de nuestra oportunidad
democrática. Pasado el tiempo, dos batallas serranas y un combate marítimo en el
Callao, contrariaron la sujeción del negro y el silencio del indígena; sin embargo
(circunstancia curiosa), mientras se imponían los presidentes y todas sus
constituciones, aquellos nunca tuvieron ocasión de inventarse ilusiones. Ahora la
Emancipación continúa en su esfuerzo de mantenernos unidos, y es también una
avenida.

Jirón De La Unión: Cuarta cuadra de la excursión

Hasta hace menos de una década el Aero Club del Perú, mantenía su ubicación en
mitad de la calle, como un oasis de exclusividad en un entorno de mercadeo. Los
barrotes que resguardaban su gran portón, y la caseta de guardianía, dejaban sentado
que la entrada solo se abría a los socios y contadas visitas. Dentro, un avión que
repetía en todos sus detalles al Bleriot en que voló Jorge Chávez cuando traspasó, en
rumor de héroe, las cimas de los Alpes, las alfombras rojas, las enormes arañas en el
techo, varios bustos egregios y faroles colgantes, confirmaban la singularidad del
lugar. Sin embargo, no había transeúntes peleándose por ingresar, impacientes
contra el hierro y poniendo en aprietos al vigilante; tampoco asomaban a su entrada
los ambulantes, animosos por incomodar sus salones; puesto que las mañanas y las
noches en su patio central o en sus corredores eran tranquilas, si es que no,
desoladas. Quizá el anuncio de privilegio en letras de molde tras de la puerta poco
tenía de advertencia a quienes afuera caminaban con desinterés, con cierta
indiferencia, y, así, por el contrario, su humilde función era insinuar que, en el
Cercado de Lima, todavía quedaban lugares que ansiaban la diferencia, la distinción
entre tanta diversidad… Quedaban.

El Aero Club del Perú, como si fuera una fragancia pasada de moda, fue un
dinosaurio que resistió poco tiempo más antes de ver extinguidas sus características:
espantado por la escasa afluencia de parroquianos, y ejercitando una modalidad del
comunitarismo comercial, optó por abrir sus puertas a los comensales que
apetecieran un buen almuerzo con espectáculo de piano en vivo y pisco de bajo
precio. El carné de asociado sencillamente caducó hace un quinquenio. “Pase usted,
señor”, decía la azafata desde las verjas limpias, nueve horas al día, con lluvia o
niebla. Es decir, entre la garúa y sin el brillo del sol, porque Lima es así, niega
cuando afirma y acepta cuando cancela: ese no se qué, que queda balbuciendo, diría
el poeta.

Mientras escribo estas líneas del Aero Club del Perú queda cada vez menos, incluso
en el plano arquitectónico: si pasó de ser un lugar exclusivo a restaurante
alternativo; ahora funciona, en el recinto, una tienda que oferta zapatos para damas y
caballeros. Huele a plástico y demasiada gente transita descalza. De seguro cuando
este libro esté impreso y ocupe su rectangular superficie en las librerías de Lima,
Valencia y Munich (por darle tres nombres a la ilusión), en la casona se habrá
instalado un complejo para el cambio de moneda extranjera, un remedo de casino o
una dependencia del Estado. Y es que, muchas veces la realidad viaja delante de la
letra impresa, como suelen tolerar su prestigio los diccionarios, tan tortugas frente al
habla de la calle. La calle, que cambia y cambia más, otra vez.

La historia del Aero Club del Perú poco tiene de extraña o extravagante, ya que es el
tipo de relato que suele experimentarse en las ciudades, e, incluso, las explica: las
modificaciones suelen ser veloces e implacables; no obstante, algo tiene de trágico
el hecho, como también tiene su tragedia el destino que le ha tocado sobrellevar en
la última década al legendario Palais Concert de tertulia y café, ubicado en la
esquina (“El Perú es Lima, Lima es el Jirón de la Unión, el Jirón de la Unión es el
Palais Concert y el Palais Concert soy yo”, sentenció el escritor hace casi un siglo).
Unos años atrás el Palais Concert fue convertido en discoteca; después en un
engendro cultural que hacía del sincretismo su escudo, y del mal gusto, su bandera.
El estruendo de la música, como si fuera una bailódromo; los afanes de poetas
bisoños en recitales de viernes y las efigies marmóreas que han mal sufrido el
transcurrir de las décadas, conviven aún sin armonía, transpirando paciencia…
Pronto será una tienda por departamentos. En media cuadra ambos locales son el
aullido silente y avergonzado de un tiempo de esplendor fatuo que se ha ido al
diablo.

Conmovedor y razonable es el destino que le tocó vivir al local de la Fuerza Aérea


del Perú, instalado en el imperio de la pluralidad que persigue peregrinos y
consumidores, que invita en gritos de pase usted, señorita; compre aquí, caballero;
las máquinas aquí son rápidas, chocherita. Para quienes ejercitan la nostalgia por las
opulentas reuniones y los bailes que se celebraban en este Club y en el Palais
Concert, quedan todavía en pie las fachadas casi intactas; el resto es novedad contra
el pasado, reorganización de la memoria: los ritmos tropicales y caribeños son los
soberanos del presente.

Jirón De La Unión: Quinta cuadra de la excursión

El dólar ostenta el poder de su jerarquía, a pesar de una crisis que tiene tanto de
profecía; el yen, la excentricidad de su progreso; el euro, la fortaleza que nace de la
concordia entre dos países que se desangraron; el peso argentino, la sorpresa de
encontrarse latinoamericano en su debacle. Pero cuando el nuevo sol peruano los
observa, cautivo también en la mano del cambista uniformado, chaleco amarillo
como la alegría, se siente abrumado, pequeñito en su condición de economía
emergente. Porque siendo útil al ama de casa en el mercado o al niño para la compra
de sus juguetes; el orondo billete verde es el que todavía se ocupa de las
transacciones financieras, con la sobrecarga de su tambaleante estabilidad. Así,
nuestra moneda, cotidiana como la sopa o el peloteo de calle, descree del esplendor
de su crecimiento porcentual y revela su ruina de desempleo perpetuo.

De esta forma, competir con la vitrina multicolor de lo extranjero se torna difícil, ya


que lo foráneo sabe sonar atractivo siempre, aunque pueda esconder la desdicha tras
la virtud. Sobran experiencias a favor y, por supuesto, en contra. Estudiantes,
empresarios o desposeídos alcanzan en patrias ajenas la ventura del progreso, al
mismo tiempo que sus paisanos de la esquina siguiente se hunden en una pena de
bolsillos ociosos. Cada destino es trabajo y albur; pero la oferta, como toda
propuesta comercial, deslumbra con primores, atrae con melodías, estimula el
ensueño.

Quizás la distancia sea sinónimo de oportunidad; sin embargo, siempre es sinónimo


de añoranza. Ahí radica su contrasentido, porque los migrantes del Ande y la
montaña se arriesgaron a tomar esta Capital con la ilusión de la prosperidad a
rastras, cuando ya los hijos de una generación hacen de Lima una plataforma para
asediar la bonanza, ahora en países lejanos, instituyendo la indolencia del
desarraigo.

Todos tenemos derecho a perseguir un futuro mejor; pero cada uno tiene el deber de
recorrer un presente dichoso en lo íntimo y en lo público, donde el abrazo franco no
sea una reminiscencia del pasado, ni la calidez de la frase una urgencia telefónica de
minutos por monedas. Acaso el prestigio de tierras extrañas incube en su
prosperidad prometida y, a veces, conseguida, la melancolía de tarde y lluvia que
ningún metal acuñado puede resolver.

Plaza San Martín

Cuando el Perú se convirtió en República, luego de siglos de existencia virreinal, se


enfrentó a una irrepetible oportunidad: la oportunidad de construir una nueva nación.
Pero el poder fue apetito individual del caudillo, en vez de un anhelo colectivo, que
derribara exclusiones, intenso como el silencio. Así, cada año los tiranos depuestos
engrosaban las filas de mesías que América le prestaba a la Europa de los destierros;
con lo cual se despreció por décadas la ocasión de hacer del Perú un espacio para el
sueño y no solamente un nombre con escarapela e himno de composición intangible.
Ni siquiera una guerra larga y brutal contra el ejército chileno, resistida en la
frontera dispersa y tolerada con espanto en las ciudades, sirvió para que el nombre
patrio involucrara en anhelos a toda la población.

Los años pasaron como el salitre y los trenes. Los años llegaron como el teléfono, la
magia de la radio y el reinado de la televisión. Sin embargo, la reluciente
democracia, orgullosa de sus virtudes, siguió siendo excepción al militarismo
cuando lo espiaba desde afuera y, lo que es peor, inoperancia cuando actuó desde
adentro, generando tantos despotismos como miseria.

Los gobiernos no son el gran orgullo peruano, pero es preciso preguntarnos si


nosotros, los habitantes que crecemos, trabajamos y morimos todos los días, estamos
a la altura de nuestras propias expectativas; ya que al cabo de casi dos siglos de
independencia, las ilusiones más íntimas y germinales: prosperidad, ventura,
igualdad, continúan expresándose mejor como promesa que admitiéndose como
logros sostenidos o victorias perdurables.

Parece una historia de descalabros y realidad dispareja el derrotero de la República


peruana; pero con letanías de lamentaciones no se levanta una sociedad, sino
cosiendo finalmente las venas abiertas y entregando el máximo esfuerzo en las
labores y encargos por venir. Porque si un paisaje peruano de calles y plazas; una
excursión que nos revela el desorden, que denuncia las contradicciones y que
expone la pujanza de los informales trabajadores, logra revelar desde una minúscula
pero significativa porción del territorio a buena parte del país, quizá las soluciones
son posibles y las respuestas, alcanzables; siempre y cuando la pregunta se formule
con transparencia y humildad. ¿La pregunta? ¿Cuál?, interroga el pordiosero, el
joven de los tatuajes, la chica de los bocadillos chinos, el señor de la filigrana, la
anciana que canta por no llorar. ¿Cuál? Pues aquella que nos encuentre unidos...
¿Para quedarnos, hacia dónde deseamos partir?
Juan Manuel Chávez

(Lima, 1976)

Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es


novelista, cronista y hombre de radio. Tiene reconocimientos como el Premio de
Ensayo de Radio de la Universidad Nacional Autónoma de México 2016, con
Las voces y el mundo: la radio, y el Copé de Plata en la XII Bienal de Cuento
2002, con su obra Sin cobijo en palomares. Se destaca como uno de los mejores
escritores contemporáneos con sus libros La derrota de Pallardelle (2004) con el
que obtuvo la primera mención del Premio Nacional de Novela Federico
Villarreal, Ahí va el señor G (2009) y Limanerías (2012) de donde fue extraído el
ensayo publicado en esta edición; además tiene la columna “Sin brújula” en la
revista SoHo

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