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Todd L. Lake
Los relatos de la creación del Génesis finalizan con un verso sorprendentemente franco: “El
hombre y la mujer estaban desnudos, pero ninguno de los dos sentía vergüenza” (Gn 2:25, NVI). Esta
pareja desnuda viviendo ―incluso coqueteando― en el Edén no es materia de las Biblias para
niños. No obstante, es parte del necesario punto de partida para captar el enfoque sin rubores
a la sexualidad humana en la Biblia.
La imagen de Dios
Dios no crea dos clases distintas de seres humanos, sino una humanidad como una contraparte
terrenal de la unidad del único Dios. En el Jardín del Edén, la mujer no es inferior al hombre,
sino que se alude a ella como una “ayuda” (2:20). (Por cierto, la palabra “ayuda” no es un
término despectivo, porque cuando se lo utiliza en otros lugares del Antiguo Testamento,
generalmente se dice que Dios es una “ayuda” respecto a la humanidad). La diferenciación de
género de las personas humanas al interior de esa única humanidad atestigua el hecho de que
Dios subsiste en diferentes personas. Nótese la yuxtaposición de las frases “Dios lo creó”, y
“los creó” (énfasis nuestro). Los pronombres pasan del singular al plural para mostrar que la
unidad no anula la distinción de personas, ni la existencia de distintas personas compromete su
unidad esencial. Además, Elohim, el término hebreo usado para “Dios” en estos versos, es
plural. Aunque este plural para Dios en el texto hebreo no debiera ser interpretado en exceso,
efectivamente apunta hacia la plena comprensión de la unidad-en-diversidad de la Deidad
según se revela en el Nuevo Testamento.
Dios revela la imagen divina (imago Dei) al crear una relación entre dos personas que comparten
una humanidad común. Esto asegura que no se malinterprete a la Divinidad como una unidad
autosuficiente y monolítica. Desde la perspectiva antropológica, es significativo que sea la
relación, y no la independencia, lo que caracteriza a la vida humana desde el comienzo mismo.
Además, esta condición de relación tiene su raíz en la naturaleza de Dios. El hecho de que los
seres humanos no sean hermafroditas, sino dotados de género, subraya la reciprocidad que es
parte de la condición humana tal como Dios la creó.
1Copyright del Center for Christian Ethics, Baylor University para el original y la traducción. Traducción de Elvis
Castro. Traducido y publicado con autorización del Center for Christian Ethics.
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La sexualidad humana es parte de la gloria que corona la creación. La eterna relación de amor
entre las personas de la Deidad recibe su plena expresión terrenal en el amor que lleva a un
hombre y una mujer a donarse a sí mismos de por vida. De hecho, es solo después de la
creación de la humanidad que Dios pasa de decir que la obra de sus manos es “buena”, a
declarar que es “muy buena”. Cualquier visión genuinamente cristiana de la sexualidad debe
comenzar con la afirmación de que es algo bueno.
Aunque cada aspecto del ser humano está afectado por la caída en el pecado, la sexualidad no
está más corrompida que otros deseos humanos. Sin embargo, dada su centralidad en la
naturaleza humana, la sexualidad corrompida tiene consecuencias cuyo alcance puede ser
mucho más extenso que las de otros aspectos de nuestra condición caída. La maldición
pronunciada sobre Eva a causa de su desobediencia a Dios está íntimamente relacionada con
su sexualidad: “tu deseo será para tu marido y él se enseñoreará de ti” (Gn 3:16, RV95). Es crucial
notar que esta relación jerárquica es parte de la maldición, y no de la creación original. No
obstante, aun la dominación de la mujer por parte del hombre no será suficiente para apagar el
deseo de la mujer por el hombre.
La equidad sexual que Dios creó se estropeó con la Caída. Cuando se interpreta todo lo que
ocurre posterior a Génesis 3, no debemos confundir lo que es con lo debería ser. Debemos estar
alertas para no caer en el error de intentar afirmar la maldición y sus consecuencias como “lo
que la Biblia enseña”. Después de Génesis 3, la sexualidad humana es una mezcla del buen
propósito de Dios original, y la pecaminosa anulación de ese propósito de parte de la
humanidad. Con todo, Dios sigue trabajando a través de la historia para redimir a la creación
caída. El Dios que nos creó como seres sexuados desea rectificar nuestra sexualidad a fin de
que podamos vivir de la manera en que Dios se propuso que viviéramos.
Tal como el Génesis es franco al expresar que la sexualidad humana en el Edén era algo bueno,
así también el resto de la Biblia es claro acerca de las diversas formas en que la sexualidad se ha
desfigurado. La primera perversión de la institución del matrimonio consiste en que se vuelve
polígamo. Génesis 2:24 había prometido: “Por tanto dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá
a su mujer y serán una sola carne” (RV95). Sin embargo, bajo la maldición, los hombres forman
una cultura en que la norma es tener varias esposas. Con todo, el pueblo de Dios no olvida
completamente el propósito original para el matrimonio como una apasionada fidelidad entre
un hombre y una mujer para toda la vida. El Cantar de los Cantares, el más extenso tratamiento
del amor erótico en la Biblia, expone la relación entre un hombre y una mujer. El Cantar es
poesía erótica; de hecho, es tan erótica que los rabinos prohibían a sus alumnos leerlo antes de
que cumplieran treinta años.
La Iglesia cristiana, por la mayor parte de los últimos dos milenios, ha aplicado el Cantar de los
Cantares a la relación entre el redimido y el Redentor. Cuando algunos críticos acusan de que
lo anterior es consecuencia de un sesgo anti-sexualidad de los cristianos, lo que hacen es
simplemente entender los hechos al revés. Los cristianos poseen una fe alegórica que les
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permite ver en la unión sexual la mejor metáfora disponible para hablar de la unión entre
Cristo y la Iglesia. La pasión, el amor, y la unidad que el matrimonio exhibe apunta hacia la
consumación última de las bodas del Cordero. Dicha consumación se prevé a menudo en el
Antiguo Testamento en la frecuente metáfora de Israel como esposa y Dios como el esposo.
En el Nuevo Testamento se aplica el mismo simbolismo, siendo el más notable el de Efesios 5.
Pablo llama a los esposos y esposas a practicar el amor de donarse a sí mismo, pero concluye
declarando que este amor en definitiva apunta al matrimonio entre Cristo y la Iglesia.
Los místicos cristianos de la Edad Media tomaron y desarrollaron las imágenes eróticas de la
Biblia para describir la relación entre el alma y Dios. Algunos han malinterpretado esta
espiritualización de las imágenes eróticas aduciendo que son una evidencia de que los místicos
han denigrado la sexualidad. Pero la verdad es lo contrario; los místicos españoles, franceses,
belgas, y alemanes encontraron en el simbolismo sexual gráfico, tomado de una fiel vida
matrimonial, el lenguaje más apropiado para describir la intimidad entre el alma y Dios.
El apóstol Pablo estima necesario escribir a los cristianos de Corinto: “Si alguno piensa que no está
tratando a su prometida como es debido… que se case” (1 Co 7:36, NVI). Esta amonestación solo es
necesaria si el deseo sexual es el impulso principal para casarse. La idea popular de que en los
“tiempos bíblicos” las personas entraban fríamente en matrimonios desapasionados solo para
formar una familia, es una creencia falsa. Decir esto no es negar que la Biblia abunde en
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historias y Salmos que celebran la bendición de tener hijos. Pero la genuina bendición de los
hijos jamás se presenta en la Escritura como la razón fundamental del sexo.
El sexo mismo ocupa un lugar en la “nueva creación” de la cual los cristianos han pasado a
formar parte. Algunas religiones gnósticas, que competían con el cristianismo durante sus
primeros dos siglos, prohibían las relaciones sexuales a sus convertidos. Pero el cristianismo
ortodoxo defendía el hecho de que el Redentor era también el Creador. La sexualidad humana
se había corrompido con la Caída, pero en esencia era buena porque Cristo la había creado. Sin
embargo, la sexualidad humana debe ser santificada y servir a los fines para los que fue creada
en el Edén. Su propósito es permitir que esposos y esposas entrelacen sus vidas incluso en el
nivel físico. Volverse “una sola carne” no es una vana esperanza, sino una expresiva metáfora
para la unión espiritual, emocional, volitiva, y sexual, que es el objetivo que Dios le ha asignado
a cada matrimonio.
A oídos modernos resulta sorprendente la declaración del apóstol Pablo de que es la relación
sexual en sí misma ―no los sentimientos de amor― lo que constituye el único vínculo entre
esposo y esposa. Esto no encaja con las nociones románticas del amor, pero está en
consonancia con el realismo bíblico. Pablo evalúa sobriamente las ventajas de la vida célibe
para los que han sido llamados a seguir a Cristo con una devoción irrestricta. Con todo, él
reconoce que no todos tienen el don de la soltería. A quienes tienen el don del matrimonio, el
apóstol les escribe: “Es preferible casarse que quemarse de pasión” (1 Co 7:9, NVI).
Solo el amor erótico (eros) está reservado para el matrimonio. Los demás tipos de amor, la
amistad (philia), y el amor incondicional (agape), los practican todos los cristianos, y son
apropiados en diversos contextos. Aunque la amistad y el amor incondicional son virtudes
necesarias para los cristianos casados, no son propias de la vida matrimonial únicamente. El
amor erótico queda aparte, porque éste une a dos individuos muy íntimamente. Esto es una
maravillosa realidad cuando aquella unión física va acompañada de una intención de unirse en
el pensamiento, el espíritu y la voluntad. Sin embargo, cuando la íntima unión física ocurre
entre dos personas que no se esfuerzan por unir sus existencias de por vida, el sexo se vuelve
una caricatura del matrimonio. ¡Es por eso que Pablo debe denunciar las visitas que hacían
algunos cristianos a templos de prostitutas! No se debe a inhibiciones respecto a la bondad y el
goce del sexo. Las limitaciones respecto al apropiado comportamiento sexual se deben a que la
Biblia tiene muy presente la impetuosa fuerza del sexo, ya sea que se lo practique de manera
lícita o ilícita. Pablo revela que al tener sexo con prostitutas, los cristianos estaban creando un
vínculo de “una sola carne” que debiera reservarse para el matrimonio. En lugar de establecer
el propósito del matrimonio de ser una carne, el sexo fuera del matrimonio era meramente la
manifestación de un impulso natural. Independiente de lo que los involucrados puedan pensar,
el sexo antes o fuera del matrimonio forja una íntima unión entre ellos, no importa cuán breve
sea el encuentro (1 Co 6:15-16).
Es necesario hacer hincapié en el hecho de que todas las prohibiciones de la Biblia contra el
sexo extramarital deben leerse a la luz del tratamiento afirmativo que ella da al sexo
matrimonial. Lejos de ser remilgada respecto al sexo, la Biblia aborda de manera muy explícita
un amplio espectro de prácticas sexuales. No obstante, ella sí condena aquellas que son
desfavorables para el florecimiento del ser humano. Además, se debe tener en cuenta que la
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Escritura no está dirigida a los incrédulos, sino al pueblo escogido de Dios. Esto hace mucho
más sorprendentes las prohibiciones contra todo tipo de incesto, el sexo prematrimonial, la
bestialidad, el adulterio, y las relaciones homosexuales. Al parecer, todas las formas de
actividad sexual eran prácticas habituales entre el pueblo de Dios.
La Biblia elogia la belleza de las relaciones sexuales, pero no presenta la vida sexual activa
como una condición necesaria para la felicidad humana. Jesús nació en un mundo en que para
ser rabino o senador romano, un hombre debía estar casado. Pero Cristo demostró que se
podía ser un ser humano plenamente integrado sin beneficiarse de las relaciones sexuales. El
celibato de Cristo no es reflejo de una denigración del matrimonio. No obstante, ello sí subraya
el hecho de que el sexo no es necesario para la felicidad humana, sino solo para el
establecimiento de un matrimonio.
Con todo, hay esperanza para nuestros deseos sexuales afectados por la caída, si permitimos
que Dios los ordene adecuadamente. San Pablo escribió dos epístolas a la iglesia en Corinto,
una ciudad conocida por su licencia sexual. Al parecer, la congregación toleraba el pecado
sexual a causa de la equivocada idea de que, a) las acciones físicas no pueden dañar la
espiritualidad de los cristianos, y b) condenar la vida sexual de los demás sería una señal de
inmadurez espiritual. El apóstol Pablo reprende a los corintios por no tomar en serio el pecado
sexual. Él les escribe: “¡No se dejen engañar! Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los
sodomitas, ni los pervertidos sexuales, ni los ladrones… heredarán el reino de Dios”. Suena como un juicio
definitivo, pero luego añade: “Y eso eran algunos de ustedes. Pero ya han sido lavados, ya han sido
santificados, ya han sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Co
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6:9-11, NVI). Dios está presto a poner nuestra sexualidad en su debido orden si estamos
dispuestos a reconocer que ésta, al igual que todos los aspectos de nuestra vida, necesita ser
sanada.
La dominación de los hombres en todas las esferas de la vida se reemplaza por el mandamiento
radicalmente igualitario: “Sométanse unos a otros, por reverencia a Cristo” (Ef 5:21, NVI). Esto se
extiende al mismísimo lecho matrimonial, donde una simetría de mutua entrega reemplaza la
jerarquía de la cultura circundante. En una sociedad donde las mujeres eran consideradas legal
y socialmente propiedad de los hombres, San Pablo escribe: “Tampoco el hombre tiene derecho sobre
su propio cuerpo, sino su esposa” (1 Co 7:4). Aquí la mujer, como la del Cantar de los Cantares, es
una compañera sexualmente activa. Ella no tiene nada en común con la supuesta recién casada
victoriana, a quien se le aconsejaba que en la noche de bodas simplemente cerrara los ojos y
pensara en Inglaterra. La presunta falta de interés en el sexo de parte de las mujeres no tiene
respaldo en la Escritura.
El placer sexual nacido de aquel amor erótico de donarse al otro apunta más allá de sí mismo al
hecho de gozar íntimamente a Dios, goce que está disponible para todos, casados o solteros.
Es para ese fin que el hombre y la mujer fueron creados. En el reino de Dios, no se promete
que todos los solteros finalmente se casarán, sino que todos participarán de las bodas del
Cordero de Dios. Jesús dice que en el cielo “ni se casarán ni se darán en casamiento” (Mt 22:30), no
porque el matrimonio no tenga importancia, sino porque apunta a algo superior a él. Una vez
que llegue el verdadero Novio, comenzará el cumplimiento definitivo de todo anhelo terrenal.
El placer del sexo en la tierra será integrado a la realidad de la unión con el Amado:
Gocémonos, alegrémonos
y démosle gloria,
porque han llegado las bodas del Cordero
y su esposa se ha preparado.
Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero.
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