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Infancia, León Tolstoi

1. El preceptor Karl Ivánich

Hacía exactamente tres días que había celebrado mi décimo cumpleaños y recibido una
serie de regalos que me parecieron verdaderamente magníficos, y eran las siete de la mañana
—la del 12 de agosto de 18…—, cuando Karl Ivánich me despertó al dar un fuerte golpe con su
matamoscas —unas tiras de papel recio atadas a la punta de un palo— a una mosca que se
había posado en la pared, a escasa altura sobre mi cabeza. Lo hizo tan torpemente que, el
matamoscas dio contra el Ángel de la Guarda colocado en la cabecera de mi cama de roble. Sin
embargo, la mosca quedó aplastada y vino a caer en mi cabeza. Entonces bajé el embozo hasta
la nariz, saqué una mano para detener la imagen que seguía oscilando, arrojé al suelo el
cadáver de la mosca, y todavía no despierto del todo, dirigí a Karl Ivánich una mirada de
indignación. Él no pareció advertirlo: con su batín acolchado y ceñido al cuerpo por un
cinturón de la misma tela, con sus holgadas botas de piel de cabra y su bonete rojo adornado
con una borla, seguía yendo y viniendo por los alrededores de mi cama, y dando golpes en las
paredes con el matamoscas.

Yo, entretanto, me decía:

«¿Qué importa que yo sea aún un niño pequeño? ¿Por qué me ha de fastidiar sólo a mí?
¿Es que no se pueden matar moscas al lado de la cama de Volodia? ¡Tantas como hay allí! Pero
eso puede ser, porque Volodia es mayor que yo. Y como yo soy el menor de los hermanos, me
hace la vida imposible. Su único deseo es mortificarme. Bien sabe que me ha despertado y que
me ha dado un gran susto, pero hace ver que no se ha enterado de nada… ¡Es un hombre
odioso! Todo es odioso en él: el batín, el gorro, la borlita…»

Así me lamentaba en mi fuero interno, cuando Karl Ivánich se dirigió a su cama,


consultó el reloj que pendía en la cabecera, colgó en un clavo el matamoscas, volvió la vista
hacia nosotros y, con acento alegre y bondadoso, exclamó:

—Auf, Kinder, auf, s’ist Zeit. Die Mutter ist schon im Saal.1

Dicho esto, vino hacia mí, se sentó a los pies de la cama y hurgó en uno de sus bolsillos,
en busca de la tabaquera. Yo mantuve los ojos cerrados, como si durmiera. Karl Ivánich sorbió
un poco de rapé por la nariz y, después de limpiársela y de sacudirse el polvo de los dedos,
chascándolos ruidosamente, decidió echarme de la cama. Para ello, empezó a hacerme
cosquillas en los pies mientras reía de buena gana.

1
¡Arriba, niños, arriba, que ya es hora! Mamá ya está en el salón.
—Un, num Faulenzer2 —me decía sin dejar de reír.

Aunque nunca he podido soportar las cosquillas, ni salté de la cama ni dije esta boca es
mía. Mi respuesta fue meter la cabeza debajo de las almohadas y patalear haciendo grandes
esfuerzos para contener la risa.

Y entretanto me decía:

« ¡Es un alma bendita! ¡Cómo nos quiere! No comprendo cómo he podido pensar de él
lo que he pensado.»

Me sentía tan enojado conmigo mismo como con él. Tenía ganas de reír y también de
llorar. Había perdido el dominio de mis nervios.

—Ach Lassen sie 3 Karl Ivánich! —grité sacando la cabeza de debajo de las almohadas y
llenos de lágrimas los ojos.

Karl Ivánich dejó al punto de hacerme cosquillas. Estaba sorprendido. Con un gesto
lleno de inquietud, empezó a dirigirme preguntas. ¿Qué me ocurría? ¿Había tenido alguna
pesadilla? La expresión bondadosa de su rostro de facciones típicamente germanas y el
anhelante interés con que trataba de averiguar la causa de mi llanto hacían más copioso el fluir
de mis lágrimas. Me torturaba el remordimiento; me preguntaba cómo era posible que, hacía
sólo un momento, no sintiera ningún cariño por Karl Ivánich, y tampoco comprendía cómo
había podido calificar de odiosos su batín y el gorro de la borlita. Ahora me sucedía todo lo
contrario: Karl Ivánich y todo lo suyo me parecían encantadores. Incluso en la borlita veía una
prenda de la bondad de aquel hombre.

Le respondí que lloraba porque había tenido una horrible pesadilla y le expliqué mi
sueño: mamá había muerto y todo estaba preparado para enterrarla. Esto fue una invención
mía, ya que en mi memoria no quedaba el menor vestigio de mis sueños de aquella noche. Sin
embargo, cuando Karl Ivánich, impresionado por mis palabras, trató de consolarme y
tranquilizarme, me pareció que, en verdad, había tenido aquella espantosa pesadilla, y por eso
seguí llorando.

Karl Ivánich se marchó. Yo me senté en la cama y comencé a introducir mis piececitos en


las medias. Entonces mi llanto se calmó, pero los amargos pensamientos que me habían
asaltado al inventar el espantoso sueño siguieron martirizándome.

2
¡Levántate, holgazán!
3
¡Déjeme!
En esto apareció Nikolai, un hombrecillo pulcro, respetuoso, de grave semblante, que
era muy amigo de Karl Ivánich. Nos traía la ropa y el calzado: las botas altas de Volodia y los
antipáticos zapatos de lazos que yo tenía que llevar aún.

Contuve mis lágrimas definitivamente: me daba vergüenza que aquel hombre me viera
llorar. Por otra parte, el tibio sol de la mañana alegraba ya la habitación, y Volodia, que estaba
ante el lavabo, empezó a imitar a María Ivánovna, la institutriz de mi hermanita, y luego se
echó a reír tan a gusto, que incluso logró arrancar una sonrisa al austero Nikolai, el cual estaba
en pie a su lado, con la toalla al hombro, el jarro del agua en una mano y una pastilla de jabón
en la otra. Sin dejar de sonreír, le dijo:

—¡Vamos, vamos, Vladimir Petróvich! Lávese ya.

Con todo esto, yo había recobrado la alegría.

Karl Ivánich preguntó desde el cuarto de estudios:

—Sind sie bald fertig4?

Dijo esto en un tono lleno de severidad que no se parecía en nada al dulce y bondadoso
que poco antes tanto me había conmovido. Cuando estaba en aquella habitación, Karl Ivánich
se transformaba: entonces sólo era el preceptor.

Acabé de vestirme a toda prisa, me lavé y me dirigí al cuarto de trabajo, mientras


terminaba de peinar con el cepillo mi mojado cabello.

Con los lentes puestos y un libro en la mano, Karl Ivánich estaba sentado en su sitio
habitual, entre la ventana y la puerta. Al lado izquierdo de la puerta había dos estantes; uno
era de Karl Ivánich, y el otro, nuestro. En éste había gran variedad de libros en todas las
posiciones imaginables. La única nota de seriedad la daban dos gruesos tomos de la Histoire
des voyages, encuadernados en rojo, que se apoyaban en la pared. Junto a ellos se amontonaban
libros grandes y pequeños, gruesos y delgados, tapas sueltas y volúmenes sin tapas. Mi
hermano y yo los embutíamos allí de cualquier modo cuando Karl Ivánich, momentos antes
del recreo, nos decía que guardáramos los libros ordenadamente en la «biblioteca», como él la
llamaba.

Karl Ivánich tenía en su estante muchos menos libros que nosotros, pero su colección
aventajaba en originalidad a la nuestra. Recuerdo que uno de ellos era un tomo suelto de la
historia de la guerra de los siete años. Estaba encuadernado en pergamino y tenía uno de los

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¿Cuándo van a estar listos?
cantos chamuscados. Otro era un folleto en rústica, escrito en alemán, que trataba de los
abonos en los campos de coles, y otro una obra en que se explicaba detalladamente la
hidrostática. Karl Ivánich leía tanto, que incluso se había echado a perder la vista; pero sus
lecturas se reducían a estos tres libros y otro titulado La abeja del norte.

Karl Ivánich tenía también en su estante un objeto que no he podido olvidar. Era un
disco de cartón colocado verticalmente sobre un pie de madera y que ostentaba un dibujo
humorístico de una señorita atendida por un peluquero. Nuestro preceptor tenía una
habilidad especial para esta clase de trabajos manuales. Él mismo había ideado y construido
esta original pantalla que utilizaba para proteger sus cansados ojos de las luces demasiado
vivas.

Aún puedo ver con la imaginación aquella alta figura envuelta en el batín acolchado y
coronada por el rojo bonete que dejaba escapar algunos cabellos grises. Está sentado junto al
velador en el que se yergue el disco de cartón, cuya sombra se proyecta en su cara. Sostiene un
libro con una mano y la otra descansa en el brazo del sillón en que está sentado. Sobre el
velador hay también una tabaquera negra, una funda verde de lentes, un pañuelo de hierbas y
un reloj con un cazador pintado en la esfera. Todo está en un orden tan perfecto y colocado tan
cuidadosamente, que ello basta para que el observador deduzca que Karl Ivánich tiene
tranquila el alma y limpia la conciencia.

En más de una ocasión, harto de ir y venir por el piso de abajo, subía sigilosamente al
cuarto de estudios y observaba al preceptor. Estaba solo, acomodado en su sillón y leyendo
alguno de aquellos libros que había leído tantas veces, con semblante apacible y altivo. Pero no
siempre lo encontré leyendo. A veces, sus lentes pendían sobre el extremo de su nariz aguileña,
sus ojos azules y entornados tenían un brillo insólito y en sus labios había una sonrisa llena de
tristeza. En la habitación reinaba el silencio, sólo interrumpido por el tictac del reloj y por la
respiración acompasada de Karl Ivánich.

Si él no advertía mi presencia, yo no pasaba del umbral. Allí me quedaba, diciéndome:


«¡Pobre viejo! Nosotros nos divertimos porque somos muchos y podemos jugar. Pero él está
solo y no recibe de nadie la menor muestra de cariño. ¡Cuánta razón tiene cuando dice que está
solo en el mundo! ¡Y qué horrible es la historia de su vida! La oí cuando se la contó a Nikolai y
no la he olvidado. Debe ser muy triste verse en su situación.»

Y se apoderaba de mí un sentimiento de compasión tan profundo, que me acercaba a él,


le cogía la mano y le decía:

—Lieber5 Karl Ivanich.


5
Querido.
A él le gustaba que le hablara así: siempre se enternecía y me acariciaba.

En el testero estaban los mapas. Casi todos tenían algún desgarrón, pero estaban
hábilmente restaurados por Karl Ivánich. En otra de las paredes estaba la puerta que daba a la
escalera, y a un lado de la puerta se veían dos reglas colgadas. Una nos pertenecía a nosotros y
estaba llena de manchas; la otra, flamante, era de Karl Ivánich y el preceptor la utilizaba más
como instrumento de castigo que para trazar líneas rectas. Al otro lado de la puerta había un
gran encerado donde Karl Ivánich registraba nuestras fechorías: las graves las indicaba con un
círculo; las leves, con una cruz. A la izquierda del encerado estaba el rincón donde
permanecíamos de rodillas cuando el preceptor nos imponía este castigo.

¡Qué grabado tengo este rincón en la memoria! Aún me parece estar viendo la
puertecilla de la estufa con su respiradero, y aún creo oír el ruido que hacía cuando se le daba
vueltas. Más de una vez, cuando llevaba tanto tiempo en esta posición, que ya me dolían las
rodillas y la espalda, me decía:

«Sin duda, Karl Ivánich se ha olvidado de mí. ¡Cómo él está tan bien sentado en su
sillón, leyendo la hidrostática!...»

Y, para recordarle que estaba allí, empezaba a abrir y a cerrar la puertecilla de la estufa.
Otras veces recurría a rascar el revoque de la pared. Entonces podía suceder que se
desprendiera un trozo de yeso demasiado grande y cayera al suelo, haciendo un ruido que me
sobresaltaba hasta el punto de que esto me parecía peor que todos los castigos. En estos casos
me volvía a mirar a Karl Ivánich y veía que continuaba en la misma postura, con el libro en la
mano y ajeno a cuanto ocurría a su alrededor.

Una mesa cubierta por un hule negro y rozado, y cuyos bordes presentaba aquí y allá las
huellas de nuestros cortaplumas, ocupaba el centro de la habitación. Alrededor de la mesa
había varios taburetes, cuya madera sin pintar estaba bruñida por el uso. En la cuarta pared se
veían los huecos de tres ventanas. Exactamente frente a ellas se extendía un camino que yo
conocía palmo a palmo, con todos sus baches, piedras y carriladas, y por el que sentía un
especial afecto. Tras él había una avenida de tilos y, más allá, un prado con una era a un lado y
un bosque al otro. En el bosque, a gran distancia, se divisaba la isba del guarda. La ventana de
la derecha permitía ver un trozo de la terraza donde casi a diario se reunían las personas
mayores antes de comer. Más de una vez, mientras Karl Ivánich me corregía los ejercicios, me
había asomado a aquella ventana y había visto alguna espalda o alguna cabeza, que a veces era
la morena de mi madre, al tiempo que oía las voces y risas de los reunidos. Me contrariaba
profundamente no poder estar allí y me decía:
«¿Cuándo seré mayor para no tener que estar estudiando a todas horas y poder charlar
con las personas que son de mi gusto?»

De la contrariedad pasaba a la amargura, y de tal modo me sumía en mis pensamientos,


que no me daba cuenta de que Karl Ivánich se enojaba por mis faltas.

Este se quitó el batín, se puso un frac azul marino, se arregló la corbata mirándose al
espejo y nos llevó a Volodia y a mí, al piso de abajo para dar los buenos días a mi madre.

2.Mamá

Encontramos a mi madre en la sala, sentada ante una mesita y sirviendo el té. Tenía una
mano en el grifo del samovar y con la otra sostenía la tetera, tan mal centrada, que el chorro de
líquido resbalaba por su superficie y caía en la bandeja. Mi madre tenía la vista fija en la tetera
y el samovar; sin embargo, no se daba cuenta de ello. Tampoco advirtió nuestra llegada.

Cuando nos esforzamos por dar nueva vida en nuestra imaginación a los rasgos de un
ser querido, son tantos los recuerdos que se agolpan en nuestra mente que, a través de ellos,
vemos la amada figura confusamente, como nublada por un velo de lágrimas…, las lágrimas
que derrama nuestra memoria por el ser perdido. Al intentar rehacer en mi imaginación la
figura de mi madre, tal como era entonces, sólo veo sus ojos oscuros, en los que siempre había
un brillo de amor y bondad; el lunar de su nuca, muy cerca del pelo; el cuello blando de su
vestido, y su mano, aquella mano delgada y suave que tanto me acariciaba y en la que tantos
besos ponía yo. Pero, en conjunto, no la puedo captar.

Junto al diván, a la izquierda, había un piano de cola, ya viejo y de marca inglesa. Liuba,
mi hermanita, estaba sentada ante él y, con sus deditos sonrosados que acababa de lavarse con
agua fría, realizaba visibles esfuerzos para ejecutar un estudio de Clementi: su manita no
abarcaba las octavas y había de tocarlas en arpegio. Liuba tenía once años. Su negro cabello
contrastaba con su corto vestido de hilo y sus pantalones blancos orlados de puntillas. María
Ivánovna, la institutriz, estaba sentada al lado de Liuba, luciendo su esclavina azul y una
capota de rosadas cintas. En su rostro acalorado había una expresión de mal humor que se
acentuó visiblemente al aparecer Karl Ivánich. Al saludo del preceptor respondió ella con una
mirada furibunda. Luego, marcando el compás con el pie y con voz enérgica, siguió contando:

—Un, deux, trois; un, deux, trois…

Karl Ivánich, sin dar muestras de haberse enterado de la hostilidad de María Ivánovna,
se dirigió a mi madre para saludarla. Mamá se sobrepuso, sacudió la cabeza para ahuyentar
sus preocupaciones y tendió la mano a Karl Ivánich, el cual la besó mientras ella rozaba con
sus labios la arrugada sien del profesor.

—Ich danke, lieber6 Karl Ivánich —dijo mi madre, y, también en alemán, preguntó si
habíamos pasado buena noche.

El ruido del piano, por una parte, y por otra la sordera de un oído que padecía Karl
Ivánich, le impidieron entender lo que mi madre le decía. Entonces se inclinó más hacia ella y,
apoyando una mano en la mesita y ladeando el cuerpo de modo que todo su peso se
acumulaba sobre un pie, esbozó una sonrisa que era un prodigio de cortesía y refinamiento, se
llevó la mano al gorro con que se cubría, levantándolo sobre su cabeza, y dijo:

—Le ruego, Natalia Nicoláievna…

Karl Ivánich, por temor a que se le enfriara la cabeza, no se quitaba nunca el bonete,
pero, para permanecer cubierto en el salón, pedía permiso.

—No se lo quite, Karl Ivánich —dijo mamá, acercándose más a él y levantando la voz, y
añadió—: Le había preguntado si los niños han pasado buena noche.

Karl Ivánich se quedó tan en ayunas como antes, por lo que sonrió todavía más
finamente, mientras volvía a encasquetarse el rojo bonete.

—¡Un momento, Mimí! —dijo mi madre a María Ivánovna—. Con tanto ruido, es
imposible oír nada.

Mamá dijo esto con una sonrisa. Su rostro, bellísimo, era aún mucho más hermoso
cuando sonreía. Entonces, todo cuanto había en torno de ella parecía impregnarse de alegría. Si
yo hubiera visto esta sonrisa en los momentos críticos de mi existencia, no habría conocido el
dolor. Por cierto, que yo creo que la belleza de un rostro es estrechamente ligada con la sonrisa.
Un rostro es precioso si la sonrisa acentúa su encanto, es vulgar cuando la sonrisa no produce
ningún cambio en él, y si al sonreír pierde atractivo, es un rostro francamente feo.

Me acerqué a mi madre para darle los buenos días. Entonces ella cogió mi cabeza con
sus manos, la echó ligeramente hacia atrás y, mirándome fijamente, me dijo:

—Tú has llorado.

Yo no respondí. Ella me besó en los ojos.


6
Gracias, querido…
—¿Por qué has llorado?

Me hizo esta pregunta en alemán, idioma que dominaba y que empleaba siempre que se
dirigía a nosotros en tono amistoso.

—Es que he tenido una pesadilla, mamá.

Y me estremecí al recordar los detalles del sueño que había urdido mi imaginación.

Karl Ivánich no explicó lo que yo había soñado, pero confirmó que había tenido una
pesadilla.

Después, se habló un poco del tiempo, con la intervención de Mimí, y, seguidamente,


mamá puso seis terrones de azúcar en una bandeja destinada a los sirvientes más importantes
de la casa. Al fin, se levantó y se dirigió a la ventana junto a la cual estaba el bastidor de
bordar.

—Ahora, hijos míos, id a dar los buenos días a vuestro padre. Decidle que no se vaya a
la era sin venir a verme.

De nuevo empezó a oírse el piano, acompañado del un, deux, trois, y resurgieron en los
ojos de Mimí las miradas terribles, mientras nosotros salíamos del salón para ir a visitar a
papá.

Después de cruzar la habitación que desde la época de mi abuelo llamaban «de los
criados», entramos en el despacho de mi padre.

3.Papá

Sentado a su mesa de trabajo y señalando los papeles, sobres y montones de dinero que
había sobre ella, papá hablaba con ardorosa vehemencia al intendente Yákov Mijáilov, el cual
se hallaba en su sitio de siempre, entre la puerta y el barómetro. Yákov escuchaba a mi padre
con las manos en la espalda y moviendo los dedos con celeridad.

Estos movimientos digitales dependían en gran manera del calor con que hablaba mi
padre. Cuanto más se enardecía papá, más frenéticamente se agitaban los dedos de Yákov, y
bastaba que mi padre hiciese una pausa, para que los dedos del intendente dejaran de
moverse. Estos dedos alcanzaban la máxima velocidad cuando era el propio Yákov el que
hablaba: entonces oscilaban vertiginosamente en todas direcciones. Estoy seguro de que por
estos movimientos se habrían podido deducir los pensamientos de Yákov Mijáilov. Por el
contrario, su rostro no olvidaba que era un subordinado, pero, al mismo tiempo, sabía
mantener su dignidad. Su actitud habría podido expresarse con estas palabras: «Estoy seguro
de que la razón está de mi parte, pero como usted es el amo, puede hacer lo que quiera.»

Papá se limitó a decir cuando nos vio:

—Un momento.

Y nos indicó con un gesto que cerrásemos la puerta.

—¡Pero, por Dios, Yákov! —continuó mientras levantaba un hombro con un


movimiento peculiar en él—. ¿Qué diablos te pasa hoy? Los 800 rublos de este sobre…

Yákov cogió el ábacoy marcó esta cifra. Después permaneció inmóvil, esperando. Mi
padre continuó:

—…son para atender a los gastos de la casa hasta mi regreso. ¿Te has enterado?... Por
otra parte, has de cobrar 1.000 rublos del molino y 8.000 de las hipotecas. A esto hay que
añadir lo que te den por el heno. Yo calculo que te lo podrán pagar a 45 kopeks el pud y como
tú crees que podrás colocar 7.000 puds, el ingreso será de 3.000 rublos. De modo que, en total,
reunirás 12.000 rublos. ¿No es eso?

—Exacto.

Sin embargo, el vertiginoso movimiento de sus dedos me hizo comprender que iba a
hacer alguna objeción. Lo cual le fue imposible, porque papá continuó inmediatamente:

—Bien; pues de esos 12.000 has de enviar 10.000 al consejo de Petróskoie. En cuanto al
dinero que tenemos en la oficina…

Yákov, que había marcado en el ábaco 12.000, sustituyó esta cifra por 21.000.

—…me lo das y lo anotas en la cuenta de gastos generales con fecha de hoy.

El intendente pasó la mano sobre las cifras registradas, revolviéndolas, y puso el ábaco
boca abajo. Con ello quería decir, indudablemente, que los 21.000 rublos se esfumarían tan
fácilmente como había desaparecido la cara del ábaco.

—El dinero de este sobre —continuó mi padre— lo entregarás en mi nombre a la


persona que aquí se indica.
Señalaba un nombre escrito en el sobre, y yo lo pude leer, porque estaba muy cerca de la
mesa. El nombre era «Karl Ivánich Mauer».

Mi padre debió advertir mi indiscreción, pues apoyando suavemente su mano en mi


hombro, me apartó de la mesa. Yo le pregunté si debía interpretar aquello como una
demostración de cariño o como una amonestación, y por lo que pudiera ocurrir, besé la mano
que descansaba en mi hombro.

—Perfectamente —dijo Yákov—. ¿Y qué dispone usted sobre el dinero de Jabárovka?

Este era el nombre de una aldea de mi madre.

—Ese dinero debe guardarse en la oficina y no tocarse a menos que yo lo ordene.

Tras una breve pausa, los dedos de Yákov empezaron a moverse con frenesí. De pronto,
dejó la actitud sumisa con que había escuchado las disposiciones de su dueño y adoptó la de
hombre astuto que era corriente en él. Seguidamente, presentó el ábaco a mi padre.

—Perdóneme, Piotr Alexándrovich, pero debo decirle que, por mucho empeño que
pongamos en ello, no es fácil que podamos entregar en su fecha el dinero al consejo. Según
usted ha tenido a bien indicarme —hablaba recalcando las palabras—, dicha suma debemos
obtenerla del molino, las hipotecas y el heno —e iba registrando las cifras en el ábaco a medida
que las citaba—. Pero a mí me parece —añadió tras una breve pausa y mirando
significativamente a mi padre— que nuestros cálculos son erróneos.

—¿Por qué?

—Ahora mismo lo verá. Hablemos primero del molino. El molinero me ha pedido un


aplazamiento por segunda vez y me ha jurado con lágrimas en los ojos que no tiene un
kopek… Por cierto, que en este momento está aquí y, si usted lo desea, puede hablar con él.

Papá hizo un gesto que equivalía a decir que no tenía ningún interés en hablar con el
molinero, y preguntó:

—¿Y qué dice ese hombre?

—¿Qué quiere usted que diga? Que la molienda ha sido insignificante y que el poco
dinero que tenía lo ha dedicado a la presa. Desde luego, podríamos despedirle pero, ¿qué
adelantaríamos con ello? En lo que concierne a las hipotecas, creo que ya le he informado de
que tardaremos en cobrar ese dinero. Hace poco envié a la ciudad, con destino a Iván
Afanásievich, un carro de harina y, con él, una nota en la que le hablaba del asunto. Su
respuesta fue idéntica a la que ya me había dado anteriormente: de buena gana haría lo que le
pedíamos, tratándose de Piotr Alexándrovich, pero la cosa no dependía de él y le sería
imposible presentar el recibo antes de dos meses. Finalmente, ha dicho usted que la venta del
heno puede reportarnos 3.000 rublos.

Echó mano del ábaco y marcó esta cantidad. Luego permaneció unos instantes en
silencio mientras miraba alternativamente al ábaco y a papá con un gesto que podría
traducirse de este modo: «Huelga decir que la cantidad es insignificante. Por otra parte, usted
sabe perfectamente que si vendemos el heno ahora, tendremos que rebajar el precio.»

Viendo que se proponía seguir argumentando, papá atajó:

—No retiro ni una palabra de cuanto acabo de decirte. Sin embargo, si surgiere alguna
dificultad a causa del retraso en los cobros, tomas lo que necesites de los fondos de Jabárovka,
y ¡alabado sea Dios!

—Perfectamente.

El semblante y los dedos de Yákov evidenciaban que la última orden de mi padre le


había producido verdadera satisfacción.

Yákov era un servidor ejemplar, celoso y fiel como pocos. Como todo buen intendente,
defendía con avidez de avaro los intereses de su señor, y tenía sobre este punto las ideas más
singulares. Su único afán era engrandecer la hacienda de su dueño a costa de las propiedades
de su dueña, y ponía el mayor empeño en demostrar que había que dedicar todo el producto
de los bienes de mi madre a cubrir los gastos de Petróvskoie, la aldea en que residíamos. De
aquí que en aquel momento hubiera un resplandor de triunfo en el semblante de Yákov: sus
deseos se habían cumplido.

Entonces cambiamos nuestro diario saludo con papá, lo que él aprovechó para decirnos
que ya habíamos hecho bastante el holgazán en Petróvskoie y que teníamos que empezar a
estudiar de firme, porque ya éramos mayorcitos.

—Ya debéis de saber que esta noche salgo para Moscú y que vosotros me acompañaréis.
Vuestra casa será la de la abuela. Mamá se queda aquí con vuestras hermanas. No necesito
deciros que será un gran consuelo para vuestra madre saber que sois aplicados y que vuestra
conducta es del agrado de todos.

Nosotros ya sabíamos que se avecinaba algo extraordinario, al ver los preparativos que
últimamente se hacían en casa; pero la noticia nos dejó atónitos. Volodia, rojo de emoción y
con voz trémula, dio a papá el recado de nuestra madre. Yo reflexioné:
«Se ha cumplido el mal presagio de mi imaginario sueño. Quiera Dios que no ocurran
cosas peores.»

Sentía una mezcla de pesar por mi madre y de satisfacción ante la idea de que ya éramos
mayores. Pensé:

«Hoy no tendremos clase, puesto que nos hemos de marchar. ¡Qué felicidad! Sin
embargo, me da mucha pena Karl Ivánich. No me cabe duda de que lo van a despedir: por
algo le han preparado el sobre. Preferiría pasar toda la vida en esta aldea y sin dejar de
estudiar, a tener que separarme de mi madre y causar un daño tan grande al pobre Karl
Ivánich. ¡Tan desgraciado como es!

Durante esta reflexión, permanecí inmóvil, con la vista en los lazos negros de mis
zapatos.

Papá, dirigiéndose a Karl Ivánich, hizo algunos comentarios sobre el descenso del
barómetro. A continuación, advirtió a Yákov que no se diera de comer a los perros, pues
aquella tarde quería salir de caza por última vez con objeto de probar unos sabuesos jóvenes.
Finalmente, y para decepción mía, nos envió a dar clase, si bien nos consoló anunciándonos
que iríamos con él de caza.

Nos dirigimos a la escalera para subir a nuestro piso. Cuando llegamos al de la terraza,
me asomé a ella. Allí, tendido al sol estaba Milka, el perro favorito de mi padre. Tenía los ojos
entornados. Le acaricié y le di un beso en el hocico.

—Adiós, Milka. Esta noche nos marchamos. Ya no nos volveremos a ver.

Y estas palabras me enternecieron de tal modo, que me eché a llorar.

4.La clase

Era evidente que Karl Ivánich estaba contrariado; lo denunciaban su fruncido entrecejo,
el gesto con que se quitó el frac, la furiosa violencia con que se ciñó el cinturón del batín y, en
fin, la profunda huella que dejó su uña cuando señaló el punto adonde debíamos llegar en el
libro de diálogos en alemán.

Volodia se enfrascó en seguida en el estudio. Yo, en cambio, no podía fijar la atención en


el libro, tan profundo era mi pesar. Las lágrimas que llenaban mis ojos ante la idea de la
separación inminente, me impedían leer las frases alemanas. Luego Karl Ivánich me invitó a
recitar la lección y se dispuso a escucharme con los ojos cerrados, lo que no presagiaba nada
bueno. Pude pronunciar la pregunta Wo kommen sie her7? y la respuesta Ich komme von Kaffe-
Hause8, pero en este punto prorrumpí en sollozos y ya no me fue posible articular la nueva
pregunta, Haben sie die Zeitung nicht gelesen9?

Después, al escribir la página de caligrafía, derramé sobre ella tantas lágrimas, que la
llené de arrugas y borrones. Parecía que había escrito con agua en papel de envolver.

Entonces, Karl Ivánich perdió la paciencia y me castigó a estar de rodillas en el rincón,


diciéndome que aquello eran niñerías. Me dijo también que parecía estar representando un
papel en una farsa de marionetas (su expresión favorita) y me amenazó con echar mano de la
regla. Finalmente, me exigió que le pidiera perdón, pero yo no lo pude hacer, porque el llanto
me ahogaba. Después, Karl Ivánich debió de darse cuenta de que había sido injusto conmigo,
porque se fue dando un portazo.

Entró en la habitación de Nikolai. Desde mi rincón, le oí decir:

— ¿Ya sabes que los niños se van a Moscú?

—Naturalmente que lo sé.

Sin duda, Nikolai intentó ponerse en pie, porque Karl Ivánich le dijo que no se
levantara. Luego cerró la puerta del cuarto de su gran amigo y yo me acerqué a la del nuestro
para escuchar. Entonces oí que el preceptor decía amargamente:

—Es inútil que uno se sacrifique por el bien de los demás y que tome cariño a la gente:
no se lo agradecen.

Nikolai asintió con un movimiento de cabeza. Estaba sentado junto a la ventana,


remendando zapatos.

—Hace ya doce años que entré en esta casa —continuó Karl Ivánich, alzando la vista y la
tabaquera que tenía en sus manos—, doce años queriéndoles y desvelándome por ellos como
no lo habría hecho por mis hijos, si los tuviese. Ya recordarás que cuando Volodia tuvo
aquellas fiebres, yo me pasé nueve días sin dormir y pegado a la cabecera de su cama.
Entonces Karl Ivánich les parecía a todos un ángel y, como le necesitaban, no le escatimaban
amabilidades ni halagos.

7
¿De dónde viene usted?
8
Vengo del café.
9
¿Ha leído usted el periódico?
Sonrió irónicamente y añadió:

—Ahora los niños ya son mayorcitos y tienen que estudiar de firme. Pero, ¿es que aquí
no estudian? ¿Tú qué crees, Nikolai?

Nikolai dejó la lezna y, mientras tiraba del cabo con las dos manos, repuso:

—¡Vaya si estudian!

—Ahora —prosiguió Karl Ivánich— ya no me necesitan, y me despiden. Pero ¿es que las
promesas no tienen ningún valor? ¿Es que la gratitud no significa nada? Aprecio de veras a
Natalia Nikoláievna y siento gran respeto por ella —afirmó llevándose la mano al pecho—.
Pero esa mujer no tiene autoridad ninguna en esta casa; sus opiniones tienen el mismo valor
que esto —y arrojó al suelo, despectivamente, un desperdicio de cuero—. Bien sé a quién y a
qué se debe todo esto: la causa es que yo no soy adulador como otros. Tengo por norma decir
siempre la verdad.

Dijo esto en un tono de orgullo y terminó:

—En fin, allá ellos. No creo que mi marcha suponga ningún beneficio para esta casa. En
cuanto a mí, con la ayuda de Dios, me parece que no me faltará un pedazo de pan… ¿No lo
crees tú también, Nikolai?

Este levantó la cabeza y miró al preceptor como tratando de descubrir en él una prueba
de que, en efecto, no había de faltarle un trozo de pan. Pero no dijo nada.

Karl Ivánich siguió hablando del mismo tema. Dijo que antes había trabajado en la casa
de un general y que en ella habían sabido apreciar sus servicios como él merecía. Yo sentí
verdadera pena al oír esto, y Karl Ivánich pasó a hablar de Sajonia, de sus padres y de un
sastre amigo suyo que se llamaba Schönheit…

Mi pesar no era menos profundo que el de Karl Ivánich y lamentaba sinceramente que
éste y mi padre, a los que profesaba un cariño casi idéntico, no se hubieran entendido.

De nuevo en mi rincón, arrodillado, pero sentado sobre mis talones, traté de hallar el
modo de que mi padre y el preceptor llegaran a una inteligencia.

En esto, regresó Karl Ivánich, me dijo que me podía levantar y dispuso que
preparásemos los cuadernos para escribir el dictado. Cuando lo tuvimos todo dispuesto, él se
acomodó en su sillón y empezó a dictar con voz cavernosa: Von al-len Leiden-schaf-ten die grau-
samste its… Haben sie greshrieben10? Hizo una pausa, tomó una pulgarada de rapé y continuó
con renovadas energías: Die grausamste ist die Un-dak-bar-keit… Ein grosses U 11. cuando hube
escrito esta última sílaba le miré, esperando que continuara el dictado. Pero él dijo
simplemente: Punctum12. Y luego nos pidió los cuadernos con una sonrisita casi imperceptible.

Leyó una y otra vez, cambiando de tono y con un gesto de evidente satisfacción, la
sentencia que nos había dictado y que tanto se ajustaba a su estado de espíritu, y,
señalándonos una lección de historia, se fue a la ventana y se sentó junto a ella. Su semblante
ya no reflejaba tristeza, sino la satisfacción del hombre que ha sufrido un agravio y se ha
vengado dignamente.

A la una menos cuarto, Karl Ivánich no mostraba todavía la menor intención de dar por
terminada la clase. A una lección seguía otra. El cansancio y el apetito se habían adueñado de
nosotros. Yo estaba pendiente de todo cuanto revelaba la proximidad del almuerzo. Oía el
tintinear de la vajilla en el aparador, el ruido característico de los tableros de la mesa al
extenderse, el de las sillas al colocarse… Mimí regresaba ya del jardín con Liuba y Katia (Katia
era hija de Mimí y tenía doce años). Pero Foká, el mayordomo, no aparecía. Todos los días
venía a anunciarnos que el almuerzo estaba servido, y entonces nosotros podíamos dejar los
libros y salir corriendo sin consultar a Karl Ivánich.

Se oyeron unos pasos en la escalera. Pero no, no eran los de Foká. Estaba seguro de ello
porque conocía perfectamente su modo de andar y el crujido de sus botas, a fuerza de
escucharlos.

De pronto, se abrió la puerta y apareció una persona a la que yo no había visto jamás.

5.El fanático

Era un hombre de unos cincuenta años, de rostro enjuto, pálido y picado de viruelas; de
largos cabellos y pequeña barba de un tono cobrizo. Su estatura era tan extraordinaria que,
para poder cruzar la puerta, no le bastó bajar la cabeza, sino que hubo de doblarse por la
cintura. Su indumentaria consistía en una destrozada prenda que lo mismo podía ser una
sotanilla que un caftán.

Al entrar en la habitación dio un fuerte golpe en el suelo con un recio báculo que llevaba
en la mano. Luego levantó las cejas, abrió la boca y lanzó una espantosa risotada. Era tuerto y
10
Entre todos los vicios el peor es… ¿Ya está?
11
El peor es la ingratitud… Con I mayúscula.
12
Punto.
la niña sin color del ojo inútil se movía de continuo, dando a su feo rostro una expresión
repelente.

—¡Os he cogido! —gritó, y se abalanzó sobre Volodia, se apoderó de su cabeza y


empezó a examinarle atentamente la coronilla. A continuación, con grave continente, dejó a
Volodia, se fue hacia la mesa e hizo el signo de la cruz, a la vez que soplaba debajo del tapete.
De pronto, exclamó—: ¡Qué pena tan grande! ¡Qué dolor!... ¡Levantarán el vuelo!... ¡Pobrecitos!

Mientras así hablaba, con voz velada por la angustia, miraba a Volodia con una
expresión de profundo pesar. Y hubo de secar con la manga unas lágrimas que resbalaban por
su rostro. Su voz era cavernosa y áspera; sus movimientos, nerviosos y rápidos, y se expresaba
de un modo incomprensible e incoherente. Sin embargo, su acento era tan conmovedor, y su
horrible y pálido semblante cobraba a veces expresiones de dolor tan sinceras, que quien le
escuchaba no podía menos de sentirse dominado por un sentimiento en el que se mezclaban el
temor, la compasión y la pena.

Era el fanático, el extraño Grisha.

¿Por qué había elegido la vida errante que llevaba? ¿Quiénes eran sus padres y dónde
había nacido? Misterio. Lo único que pude averiguar es que, cuando tenía quince años, llevaba
ya aquella vida extravagante. Ni en verano ni en invierno usaba calzado alguno; iba
continuamente de un lado a otro visitando conventos y repartiendo estampas de santos a las
personas que le caían en gracia; tenía un repertorio de frases y expresiones incomprensibles
que algunos consideraban como predicciones; siempre llevaba aquella especie de caftán raído,
y conocía a mi abuela, a la que visitaba de vez en cuando. Unos aseguraban que era un alma
bendita, un infeliz abandonado por unos ricos; otros, en cambio, sostenían que no era sino un
mujik enemigo del trabajo. El tan esperado Foká apareció, al fin, y corrimos escaleras abajo,
seguidos de Grisha, que no cesaba de sollozar ni de proferir palabras cabalísticas, mientras
golpeaba con su báculo los escalones.

Cuando llegamos al salón vimos que papá y mamá paseaban por él, cogidos del brazo y
conversando a media voz. La institutriz estaba sentada, rígida y majestuosa, en uno de los
sillones que flanqueaban el sofá con perfecta simetría. Las niñas estaban a su lado y María
Ivánovna les dirigía una serie de recomendaciones en voz baja y tono severo.

Entró Karl Ivánich. Al verle, María Ivánovna le volvió la espalda con gesto altivo y su
semblante cobró una expresión desdeñosa.

Las miradas de las niñas me demostraron que estaban ansiosas de comunicarnos alguna
nueva interesante. Sin embargo, no se movieron; levantarse y venir a nuestro encuentro, habría
significado una infracción de las normas establecidas por la severa Mimí. Primero teníamos
que acercarnos a ella, inclinarnos y saludarla en francés. Hecho esto, ya podrían las niñas
levantarse y charlar con nosotros.

Verdaderamente, María Ivánovna era una persona insoportable. Delante de ella no se


podía abrir la boca; todo cuanto decíamos le parecía incorrecto. Además, no cesaba de
interrumpirnos con estas palabras que estábamos hartos de oír: Parlez donc français13. Y
precisamente nos lo decía cuando mayor era nuestro deseo de hablar en nuestro propio
idioma. En la mesa, tampoco nos dejaba en paz. Cuando más a gusto estábamos comiendo y,
por lo tanto, peor nos sentaba que nos molestasen, nos salía con alguna de las suyas. Magez
donc avec du pain14, o también: Comment est-ce que vous tenez votre fourchette15?

En esos casos, mi hermano y yo nos decíamos:

«Pero ¿qué le importa a ella lo que nosotros hagamos o dejamos de hacer? Que se
preocupe de las niñas, que nosotros ya tenemos a Karl Ivánich.»

El odio que éste sentía por… otros, yo lo experimentaba también.

Cuando las personas mayores se dirigían al comedor, Katia me cogió de la chaqueta.

—Oye, dile a tu madre que tu papá nos lleve también a nosotras de caza.

—Ya se lo diré.

El fanático se quedó a almorzar, pero se le puso una mesita aparte en el comedor. Con la
vista fija en el plato, suspiraba de vez en cuando, y haciendo alguna de sus horribles muecas,
susurraba: «La paloma ha levantado el vuelo… Esto es muy triste, pero irá derecha al cielo…
¡Y en la tumba hay una piedra!» No siempre pronunciaba las mismas frases, pero todas eran
igualmente extrañas.

La preocupación que mi madre había demostrado aquella mañana, parecía agravarse


ante la presencia y la conducta de Grisha.

—¡Ya sé lo que quería decirte! —dijo mamá a mi padre a la vez que le alargaba el plato
lleno de sopa.

—¿De qué se trata?

13
Hablen ustedes en francés
14
Acompañen la comida con pan.
15
¿Qué modo es ése de coger el tenedor.
—Esos perros son unas fieras. Ha faltado poco para que mordieran al pobre Grisha
cuando pasaba por el patio. ¿No podrías decir que los tengan encerrados? Temo que algún día
se arrojen contra los niños.

Grisha, al oír pronunciar su nombre, se volvió a mirarnos, nos mostró los destrozos
causados por los perros en su extraña indumentaria y dijo con la boca llena:

—Su deseo era que me devorasen, pero Dios me ha protegido. Azuzar a los perros
contra una persona es un pecado muy grave. Pero nada de azotes, bolshak16; no hay necesidad.
Dios perdona. Han cambiado los tiempos.

Papá le dirigió una atenta y dura mirada.

—¿Qué diablos dice? No he entendido nada.

—Yo sí que lo entiendo —repuso mamá—, pues me ha explicado que el montero ha


lanzado los perros contra él. Por eso ha dicho que su deseo era que lo devorasen. Después te
ha pedido que no castigues al montero.

—Ya —dijo mi padre—. Pero ¿quién le ha dicho que tengo intención de castigar al
montero? —Y añadió en francés—: Ya sabes que no siento ninguna simpatía por esos locos. Y
éste me es aún menos simpático. No voy a tener más remedio que…

—¡Por favor, no te pongas así! —dijo mi madre, alarmada—. De estas cosas no


entiendes.

—Recibes tantas visitas de esta especie, que conozco bien a tales personas. Todas están
hechas con el mismo molde y sus historias son idénticas.

Se veía que mamá, aun pensando de modo muy distinto, no quería discutir.

—Dame una empanadilla, por favor —dijo a papá.

El cogió una empanadilla y, manteniéndola afuera del alcance de mi madre, exclamó:

—Lo que me indigna es que personas cultas e inteligentes se dejen embaucar por
semejantes individuos.

Al decir esto, golpeó la mesa con el tenedor. Mi madre tendió la mano.

16
Así llamaba al hombre. (N. del A.)
—¿Haces el favor de darme la empanadilla?

—Yo —prosiguió mi padre apartando la mano de mamá— aplaudo a las autoridades


cuando encarcelan a alguno de esos sujetos. Sólo son buenos para trastornar a las personas
nerviosas.

Pero, en vista de que sus palabras desagradaban profundamente a mi madre, sonrió y le


dio la empanadilla.

Mamá respondió:

—Lo único que te diré es que no se puede admitir que un hombre que tiene ya sesenta
años, vaya descalzo incluso en pleno invierno, y no se quite de encima un cilicio que pesa dos
puds, y haya despreciado más de una vez la ocasión de asegurarse una vida tranquila y libre
de dificultades, sólo por ser un holgazán.

Lanzó un suspiro y continuó:

—En lo que concierne a las predicciones, je suis payée pour y croire17. Ya creo haberte
contado que Kiriusha anuncio a mi padre, que Dios tenga la gloria, el día y la hora de su
muerte.

De pronto, papá, sonriendo, se llevó la mano a la boca. Yo presté atención, como siempre
que mi padre procedía así, pues sabía que iba a decir algo gracioso. En efecto, exclamó:

— ¡Nunca te lo perdonaré! Al decirme que siempre va descalzo, he mirado los pies de


ese hombre, y ahora ya no podré dar un bocado más.

La comida se acercaba a su fin y Liuba y Katia se agitaban en sus asientos sin cesar de
hacerme guiños. Comprendí que estas señas significaban: «¡Vamos! Pedid ya que nos lleven a
la cacería.» Y di con el codo a Volodia. Él me respondió con otro codazo, pero, al fin, se decidió
a hablar. Empezó por hacerlo tímidamente, pero pronto su voz fue enérgica y sonora. Dijo que,
ya que aquél era el último día que pasaríamos en la aldea, nos gustaría que Liuba y Katia
vinieran con nosotros a la cacería en el break.

Hubo una breve consulta entre los mayores y la cosa se resolvió a medida de nuestros
deseos. Y, lo que era aún más agradable, mamá dijo que nos acompañaría.

17
Tengo motivos para creer en ellas.
6.Los preparativos

Cuando se sirvieron los postres se llamó a Yákov y se le dio una serie de órdenes
relacionadas con los perros, los caballos de silla y el carruaje, todo ello con extrema
minuciosidad, como se evidenciaba en el detalle de que a cada caballo se le designara por su
nombre. Como la montura de Volodia cojeaba, papá decidió que le preparasen un caballo de
caza. Esta expresión —«caballo de caza»— sonaba en los oídos de mamá a cosa terrorífica.
Como si estos caballos fuesen animales salvajes, daba por seguro que el de Volodia se
desbocaría y que ello había de costar la vida a mi hermano. Papá trató de tranquilizarla y
Volodia le dijo con magnífica arrogancia que no se preocupase, y que a él le encantaban los
caballos cuando se desbocaban. Pero mamá no se dejó convencer y declaró que estaría toda la
tarde con el alma en un hilo.

Terminado el almuerzo, las personas mayores pasaron al despacho para tomar café y los
niños salimos al jardín, donde empezamos a charlar, paseando por los caminos cubiertos de
hojas amarillas. Comentamos la novedad de que Volodia iba a montar un caballo de caza;
luego hablamos de Liuba y Katia, diciendo que no comprendíamos por qué razón mi hermana
debía de correr menos que la hija de Mimí; después, el tema de la conversación fue el cilicio de
Grisha y lo que nos gustaría verlo. Hablamos aún de otras cosas parecidas, pero de nuestra
separación no dijimos una sola palabra.

Nuestra charla cesó cuando oímos el ruido del break que llegaba con un mozo de cuadra
encaramado en cada muelle. Seguían al coche los monteros con los perros, y estos, Ignat, el
cochero, montado en el caballo de Volodia y llevando de la brida a mi vieja cabalgadura.
Corrimos hacia la valla para ver mejor tan interesante comitiva y, seguidamente y con gran
algazara, subimos al piso para vestirnos como el caso requería. Deseando parecernos a los
monteros, introdujimos los camales de nuestros pantalones en las cañas de las botas, y
terminamos a toda prisa, a fin de bajar a ver los perros y los caballos, mientras charlábamos
con los monteros, todo lo cual constituía para nosotros una incomparable diversión.

Hacía calor. Por la mañana había aparecido en el horizonte un enjambre de blancas


nubecillas de las más diversas formas. Después, el viento las había ido acercando y, en algunos
momentos, cubrieron el sol. Pero, por mucho que las nubes volasen y se oscurecieran, se veía
claramente que no tendríamos tormenta y, por lo tanto, que podríamos gozar plenamente por
última vez de nuestra distracción favorita. Más tarde se dispersaron las nubes. Unas se
aclararon y estiraron, a la vez que se alejaban hacia el horizonte; otras, las que estaban sobre
nuestras cabezas, se convirtieron en transparentes vellones. Sólo quedó un negro nubarrón que
permaneció inmóvil en la parte de oriente. Karl Ivánich era capaz de anunciar con precisión el
rumbo que había de tomar cada nube. De aquel nubarrón nos dijo que se dirigía a Máslovka, y
también nos aseguró que, lejos de llover, tendríamos un tiempo magnífico.
Foká se lanzó escaleras abajo con una ligereza impropia de su avanzada edad.

—¡El coche! ¡El coche! —gritaba.

Apenas salió al camino, se plantó con las piernas abiertas entre el pórtico y el punto
donde el break debía detenerse. Procedía con la resolución del hombre que conoce bien sus
deberes.

Aparecieron las damas y, tras un breve cambio de opiniones acerca del reparto de
asientos y de la persona a la que cada cual había de cogerse en caso necesario (aunque esta
necesidad no se presentaría), subieron al coche, se acomodaron y abrieron las sombrillas.

En el momento en que el break se puso en marcha, mamá, señalando el caballo de caza,


preguntó al cochero:

—¿Es ése el caballo de Vladimir Pétrovich?

El hombre dijo que, en efecto, lo era y, al oír esto, mamá volvió la cabeza, horrorizada.

Entretanto, yo, dejándome llevar por mi impaciencia, había montado en mi caballo, y


empecé a dar vueltas por el patio, sin apartar la vista de las orejas del animal, ya que sólo entre
ellas podía ver por dónde iba.

Un montero me advirtió:

—A ver si atropella usted a algún perro.

Yo le miré con gesto altivo.

—¿Crees que es la primera vez que voy a caballo?

Volodia, pese a su entereza de ánimo, no había podido evitar un estremecimiento al


subir a su caballo de caza. Después, sin dejar de acariciarlo, preguntó repetidamente:

—¿Es pacífico?

Al verle a caballo, me pareció más hombre y más arrogante. Sus piernas ceñidas por los
pantalones se amoldaban perfectamente a la silla. Mi sombra proyectada en el suelo,
evidenciaba que mi figura no era tan gallarda, ni mucho menos, y envidié a mi hermano.
Como se oyesen los pasos de papá en la escalera, un criado se apresuró a reunir a los
sabuesos, que correteaban alegremente. Por su parte, los monteros llamaron a los galgos y
subieron a sus monturas. El caballo de mi padre llegó ante el pórtico, conducido por el mozo
de estribo. Al ver a su dueño, los perros de la jauría de papá, que estaban tendidos aquí y allá
en todas las posturas imaginables, se levantaron y corrieron hacia él.

En este momento llegó Milka, con su collar ornado de cuentas y del que pendía una
medalla que tintineaba alegremente. Siguiendo su costumbre, empezó a juguetear con los
perros de la perrera: así los saludaba. Gruñía a éste, olfateaba a aquél, buscaba las pulgas de
alguno…

Montó papá en su caballo y todos partimos.

7.La cacería

Turká, el montero mayor, abría la marcha, en un caballo gris. Se cubría con un gran
gorro de piel; llevaba a la espalda un cuerno de caza y, prendiendo en su cintura, un cuchillo.
Su aspecto era siniestro y feroz; más que en busca de piezas de caza, parecía ir al encuentro de
un enemigo con el que hubiera de sostener una lucha a muerte. Le seguían de cerca los
sabuesos, atados unos a otros, de modo que formaban un bullicioso y abigarrado amasijo. El
desdichado que tenía la ocurrencia de detenerse era digno de compasión. Primero había de
tirar de su compañero desesperadamente, y cuando, al fin, lograba retenerlo, alguno de los
monteros que iban detrás le daba un latigazo al tiempo que gritaba:

—¡Adelante!

Después de cruzar el portón, mi padre decidió que nosotros y los monteros fuéramos
por el camino, en tanto él se lanzaba a campo traviesa por tierras sembradas de centeno.

Era el momento culminante de la siega. Ante nosotros se extendía un campo infinito y


de un amarillo intenso, y, tras él, un oscuro bosque que me dio impresión de lejanía y misterio.
Más allá debía de terminar el mundo o de comenzar una inmensa zona de países deshabitados.
El centenal estaba lleno de gavillas y de gente. Aquí y allá, en el borde de una franja segada, se
veía la espalda de una segadora inclinada sobre el centeno alto y tupido cuyas espigas se
agitaban, como aleteando, cuando ella las agrupaba con sus manos. También había allí, a la
sombra, una mujer inclinada sobre una cuna, y algunos haces dispersos sobre los rastrojos
salpicados de florecillas. En otra parte, equipos de hombres en mangas de camisa cargaban las
gavillas en carros levantando nubecillas de polvo, en sus idas y venidas, por el campo seco.
Allí estaba el alcalde, con sus botas altas, una zamarra echada sobre los hombros y la
vara en la mano. Al ver que mi padre se acercaba, se quitó el gorro de piel de cordero y
empezó a secarse con una toalla la sudorosa cabeza y la barba roja, mientras la emprendía a
gritos con las segadoras.

El caballo alazán en que mi padre cabalgaba avanzaba a paso ligero y alegre, dando
cabezadas —a veces incluso se tocaba el pecho con el hocico—, tirando de las riendas y
ahuyentando con su tupida cola las moscas y los tábanos que no cesaban de molestarle. A
ambos lados del caballo casi pegados a él, corrían y saltaban, levantando las patas cuanto les
era posible para evitar los rastrojos, dos esbeltos galgos. En cuanto a Milka, corría delante del
caballo y, de vez en cuando, doblaba la cabeza como si pidiera alguna de las golosinas que mi
padre le solía arrojar.

Yo percibía y sentía el rumoreo de los trabajadores, el fragor de los caballos y de los


carros, el zumbido de los insectos que pululaban en nutridos enjambres, el alegre canto de la
codorniz; las emanaciones del ajenjo, la paja y el sudor de las caballerías; los infinitos matices
de color y de sombra que el sol ardiente vertía sobre los rastrojos; el bosque azul y lejano, las
blancas nubes, los rutilantes hilos de araña que pendían de los árboles y llegaban a ras de
tierra…

El break estaba ya en el bosque de Kalínovo cuando nosotros llegamos. Nos sorprendió


ver que junto al coche había un carro tirado por un caballo y que sobre el carro estaba nuestro
mozo de comedor. Entre el heno vi el samovar, un cubo, el molde de los helados y otros
objetos y envoltorios prometedores. Evidentemente, íbamos a tomar el té al aire libre, y en él
no faltaría el helado ni la fruta. Al ver el carro, empezamos a proferir alegres gritos: nos
fascinaba la idea de merendar al aire libre, sobre la hierba del bosque, en un sitio donde el
hombre merendaba por primera vez.

Llegó Turká y, tras escuchar con atención las minuciosas instrucciones de mi padre para
la batida (instrucciones que, como de costumbre, olvidaría al punto de proceder a su antojo),
soltó a los perros, ajustó la silla de su caballo con toda parsimonia, montó y se dirigió silbando
a un grupo de tiernos abedules, donde se ocultó. Los sabuesos dieron visibles muestras de
satisfacción al sentirse libres, sacudiéndose y moviendo el rabo. Después echaron a correr en
distintas direcciones, olfateando y sin que cesara el movimiento de su cola.

En esto, papá me preguntó:

—¿Llevas un pañuelo?

Mi respuesta fue sacarlo del bolsillo para que lo viera.


—Bien; pues ponle el pañuelo a ese perro gris, a modo de collar, y cógelo por él.

—¿Te refieres a Zhirán? —pregunté con un gesto de persona enterada.

—Eso es. Luego coges a Zhirán y te vas con él, corriendo por el camino. Llegará a un
claro. Entonces te detienes y permaneces al acecho, mirando en todas direcciones. ¡no quiero
verte volver sin una liebre!

Até el pañuelo al peludo cuello de Zhirán y los dos salimos corriendo hacia el claro. Oí a
mis espaldas la voz de mi padre, que me gritó entre risas:

—¡Corre más si no quieres llegar tarde!

A cada momento, Zhirán se detenía y levantaba las orejas: era que oía las voces de los
monteros. En estos casos, como, por mucho que yo tirase del pañuelo, no conseguía hacerle
dar un paso, le gritaba: «¡Hala, Zhirán!» Y el sabueso echaba a correr con tal ímpetu, que no
siempre podía detenerle: sufrí más de una caída antes de llegar al claro.

Una vez en él, me tendí en la hierba, a la sombra de un alto roble, obligué a Zhirán a
echarse a mi lado, y esperé.

Como suele ocurrir en estos casos, mi imaginación se elevó muy por encima de la
realidad. Ya me veía dando caza a la tercera liebre, cuando en el bosque se oyeron los primeros
ladridos de la jauría de Turká. La voz de éste, potente y alentadora, se extendió seguidamente
entre los árboles. Ladraba un perro con frecuencia creciente. A estos ladridos se unieron otros
más lejanos, y después, muchos más. A veces, cesaban y a veces formaban un coro
ensordecedor, confundiéndose unos con otros. Poco a poco, fueron oyéndose con más
violencia y constancia y, al fin, me pareció escuchar un solo ladrido, incesante y poderoso.

Permanecí inmóvil, como clavado en la tierra. Sonriendo sin advertirlo, fijé los ojos en el
lindero del bosque. El sudor corría copiosamente por mi rostro, pero yo no lo enjuagaba, a
pesar de que me producía un vivo cosquilleo en la barbilla. Era, sin duda, el momento
culminante. Pero semejante estado de tensión no podría durar mucho tiempo. En efecto, los
ladridos que llegaron a oírse en el mismo lindero del bosque, volvieron a alejarse, y esto se
repitió varias veces. Sin embargo, no se veía el menor rastro de liebre. En cuanto a Zhirán, que
al principio no hacía más que ladrar e intentar salir corriendo, acabó por calmarse, cosa que
demostró echándose de nuevo y apoyando el hocico en mis rodillas.

Algunas raíces del roble a cuyo amparo nos habíamos acogido estaban al descubierto y,
en torno de ellas, sobre un tapiz de musgo que amarilleaba, había una segunda capa de hojas y
frutos caídos del árbol, ramitas cubiertas de moho, y también algunas hierbecillas cuyas hojas
surgían como briznas aquí y allá. Entre todo esto, pululaban las hormigas y los caminos
abiertos por ellas dejaban ver la tierra reseca y oscura. Con tenaz diligencia, iban y venían por
los diminutos senderos, unas cargadas y otras sin peso alguno. Crucé una ramita en uno de los
caminos y estuve observándolas con atenta curiosidad. Unas pasaban por encima de la ramita
otras por debajo. Algunas, especialmente las que iban cargadas, se detenían ante el obstáculo,
desconcertadas y vacilantes, y, de éstas, unas intentaban sortear la barrera dando un rodeo,
otras volvían sobre sus pasos y las había también que se encaramaban en la ramita y venían
por ella hacia mi mano, como si buscaran refugio en mi manga.

En esto, atrajo mi atención una mariposa de alas amarillentas que revoloteaba ante mí
graciosamente. De pronto se alejó unos dos metros y se posó en una flor de trébol silvestre,
blanca y ya un tanto marchita. Acaso porque el jugo de la florecilla le gustase; tal vez porque el
sol, que allí le daba de pleno, la deleitaba, lo cierto es que permanecía sobre los blancos pétalos
con evidente complacencia, aleteando de vez en cuando para pegarse más a la flor. Al fin,
quedó inmóvil, y yo, con los codos en las rodillas y la cara entre las manos, seguí
contemplándola, subyugado.

Súbitamente, Zhirán empezó a ladrar, a la vez que tiraba de mi mano, asida al pañuelo,
con tal fuerza, que poco faltó para que me arrastrase.

En el acto miré en todas direcciones y entonces vi que por el límite del bosque, con una
oreja hacia arriba y la otra hacia abajo, pasaba una liebre. Sentí que la sangre se me agolpaba
en la cabeza y perdí el dominio de mis nervios. Lanzando un grito estentóreo, solté a Zhirán y
emprendí en pos de él veloz carrera. Al punto hube de arrepentirme: al oír mi alarido, la liebre
se encogió, dio un gran salto y desapareció.

Turká había llegado con sus perros, que no cesaban de ladrar, a la linde del bosque.
Comprendí que se había dado cuenta de mi imprudencia, y una profunda vergüenza me
invadió. Turká se limitó a decirme mientras clavaba en mí una mirada despectiva:

—Pero ¿qué ha hecho usted?

Sí, sólo dijo esto, pero ¡lo dijo de un modo!... Sus palabras me dolieron más que si me
hubieran colgado de la silla de un caballo, como una liebre.

Me quedé clavado en el sitio, entregado a mi desesperación, sin llamar a Zhirán y


murmurando una y otra vez:

—¡Buena la he hecho! ¡Buena la he hecho!


Y, todavía petrificado, oí que los perros ladraban otra vez, lejos del lindero del bosque, y
que Turká los llamaba tocando su enorme cuerno de caza.

8.Juegos

Cuando regresamos de la caza vimos que, a la sombra de un grupo de abedules, habían


extendido una alfombra. Todos nos sentamos en ella, formando un círculo. Gavrilo, el mozo
del comedor, aplastó la hierba en un trozo del suelo y allí lo dispuso todo. Después de limpiar
los platos, empezó a sacar de una serie de cajitas ciruelas y melocotones envueltos en hojas.

El sol, deslizándose entre las ramas verdes de los abedules, ponía movedizos círculos de
luz en la alfombra, en mis piernas y en la calva, reluciente de sudor, del ajetreado Gavrilo. Un
suave vientecillo que agitaba las copas de los árboles y revolvía mis cabellos, acariciaba y
refrescaba mi acalorado rostro.

Ya habíamos saboreado el helado y las frutas. Por lo tanto, ya no teníamos motivo


alguno para permanecer sentados en la alfombra. Y, sin preocuparnos de que el sol abrasaba,
nos fuimos a jugar.

—¿Sabéis a lo que podemos jugar? —dijo Liuba, mientras saltaba sobre la hierba y
guiñaba los ojos, heridos por el sol—. Al Robinsón.

Volodia, que estaba tendido en la hierba, mordisqueando perezosamente una hoja,


discrepó:

—¿Es que no sabéis jugar a otra cosa? Además, el Robinsón es una sosería. Si os
empeñáis en que juguemos, podríamos construir un cenador.

Volodia hablaba en un tonillo de presunción. Estaba orgulloso de haber montado un


caballo de caza y se fingía extenuado. Pero también podía ser que tuviera ya demasiado juicio,
o que le faltara imaginación, para que el juego del Robinsón le divirtiera. Tal juego estribaba en
representar escenas del Robinson suisse, que habíamos leído recientemente.

—No seas malo, Volodia. Hazlo por nosotras —le rogaban las niñas; y Katia, tirándole
de la manga de la chaquetilla para que se levantase, añadió—: Puedes hacer de Charles, o de
Ernest, de padre; en fin, de lo que prefieras.

—Ya os he dicho que ese juego me parece muy aburrido y que no tengo ningunas ganas
de jugar.
Y Volodia acabó de estirarse con una sonrisa de engreimiento.

Liuba, que por nada lloraba, empezó a lloriquear.

—Para no jugar, había sido mejor quedarse en casa.

Volodia accedió:

—Bueno, vamos a jugar. ¡Pero no llores! Estoy de tus lágrimas hasta la coronilla.

El rasgo de condescendencia de Volodia no nos reportó ningún beneficio. Su actitud


displicente y perezosa quitaba al juego todo su encanto. Para simular que íbamos de pesca, nos
sentamos en el suelo y empezamos a hacer con todas nuestras fuerzas los movimientos de los
remeros. Pues bien; entonces Volodia se cruzó de brazos, postura que no tenía ninguna
semejanza con las que suelen adoptar los pescadores. Así se lo dije, y él me respondió que era
lo mismo que moviéramos mucho o poco los brazos, puesto que, de un modo y de otro, nos
quedaríamos donde estábamos. Hube de reconocer que era verdad.

Después, cuando me dirigí al bosque a cazar, con un palo a modo de escopeta, Volodia
volvió a echarse en el suelo, esta vez de espaldas y con las manos en la nuca, y me dijo que no
me acompañaba, porque él había cazado ya, y de veras. Su conducta y sus palabras nos
desanimaban a todos, y nos desagradaban profundamente, sobre todo porque no podíamos
negar que Volodia tenía razón.

Yo sabía muy bien que con un palo no se puede matar animal alguno, y ni siquiera
disparar contra él. Pero se trataba de un juego. Si nos poníamos a razonar, tampoco se podía
viajar en un mueble, y Volodia no habría olvidado que, durante las largas veladas invernales,
cubríamos un sofá con pañolones, lo cual era suficiente para que lo considerásemos un coche.
Uno de nosotros hacía el papel de lacayo, y el otro el de cochero; las niñas se sentaban en el
centro. Los caballos eran tres sillas. Así realizábamos largos viajes en los que corríamos
infinidad de aventuras. ¡Qué cortas nos parecían, gracias a estos juegos, las veladas invernales!
Si mirábamos las cosas tal como eran, no podríamos jugar a nada. Y, si no jugábamos, ¿qué nos
quedaba de la vida?

9.Una especie de primer amor

Mi hermanita simulaba coger de un árbol frutas tropicales. En una de las hojas que
arrancó había un gran gusano. Aterrada, lanzó un grito, arrojó al suelo la hoja y, con los brazos
en alto, dio un salto atrás, como si temiera que el gusano pudiese envenenarla. Interrumpimos
el juego y nos echamos de bruces en el suelo, juntando las cabezas, para examinar al extraño
bicho.

Katia intentaba coger el gusano con una hoja para acercárselo, y yo observaba estas
operaciones por encima de su hombro.

Yo había advertido que la mayoría de las niñas suelen sacudir los hombros para volver a
su sitio el escote del vestido cuando éste se desliza hacia un lado. Recuerdo que María
Ivánovna se indignaba cuando veía hacer este movimiento. C’est un geste de femme de chambre 18,
decía. Pues bien, Katia lo hizo entonces, en el momento mismo en que el aire levantaba el
pañolito que llevaba en el cuello. Así quedó al descubierto su hombro, cuando éste se hallaba a
dos dedos de mi boca. Dejé de mirar al gusano y fijé mi vista en el hombro de Katia. Un
instante después, estampaba en él un fuerte beso. Ella no se volvió, pero noté que se sonrojaba;
lo vi en su cuello y en sus orejas.

Volodia comentó en tono despectivo, sin ni siquiera levantar la cabeza:

—¡Cuánta ternura!

Se me llenaron de lágrimas los ojos, mientras miraba a Katia fijamente. Siempre la había
querido; siempre me había encantado aquella fresca carita orlada de cabellos rubios; pero
ahora, al mirarla más atentamente, sentí que mi cariño era mucho más hondo.

Cuando regresamos al lado de las personas mayores, papá nos dio una gran alegría al
anunciarnos que, atendiendo a los deseos de mamá, no emprenderíamos el viaje hasta el día
siguiente.

Regresamos todos juntos acompañando al break. Mi hermano y yo íbamos cada uno al


lado del coche, luciendo nuestra gallardía de jinetes y nuestros conocimientos en el arte de la
equitación. Observé que mi sombra era más larga que al principio de la tarde, y ello me hizo
pensar que debía de tener un aspecto arrogante sobre mi cabalgadura. Pero un incidente
imprevisto echó por los suelos mi vanidosa satisfacción. Llevado de mi deseo de deslumbrar a
los ocupantes del break, me rezagué y, de pronto, azucé a mi caballo con la fusta y las rodillas,
a la vez que adoptaba la actitud más apuesta que me fue posible. Mi propósito era pasar como
una exhalación por el lado del coche en que iba Katia. Sólo había dudado en un punto: ¿debía
lanzarme al galope en silencio o profiriendo un grito? Pero de nada me sirvió planearlo todo
con tanto detalle, pues, cuando llegamos al lado de los caballos del break, el mío se detuvo en
seco y yo salí despedido hacia adelante, teniendo que abrazarme al cuello del animal para no
pasar volando por encima de su cabeza.

18
Es un gesto de criada.
10. Así era mi padre

Por ser del siglo pasado, mi padre tenía, como casi todos los hombres de aquel tiempo,
un carácter en el que no faltaban estos elementos: espíritu de empresa, caballerosidad,
confianza en sí mismo, cortesía y libertinaje.

Miraba con desdén a los hombres de nuestro siglo, y ello se debía tanto a su altivez
congénita como a la disimulada amargura de no tener en la época actual juventud ni la
influencia ni el éxito que había tenido en sus años juveniles.

Las dos mayores pasiones de su vida había sido las mujeres y el juego. Había ganado
millones y tenido gran número de amantes de toda índole.

Era alto y de buena presencia; andaba a pasitos cortos y tenía el tic de encoger uno de
los hombros; tenía una nariz grande, aguileña, unos ojos pequeños y alegres y una boca
incorrecta y de movimientos extraños, pero agradable; adolecía de un ligero defecto de dicción
y exhibía una calva que le ocupaba casi toda la superficie de la cabeza. Con este aspecto había
alcanzado fama de hombre à bonnes fortunes19, y resultaba agradable a todos cuantos le
trataban, cualquiera que fuese su condición social, y, especialmente, a aquellas personas a las
que proponía agradar.

Tenía el don de imponerse en sus relaciones con sus semejantes, fueran éstos quienes
fueren. Jamás había pertenecido a la alta aristocracia, pero siempre había tenido tratos con
elementos de esta esfera social y sabido atraerse su respeto. Poseía un arte especial para
mostrar el grado de altivez que le permitía elevarse ante la opinión ajena sin ofender a nadie.

En ningún ambiente se sentía desconcertado: por escogido y brillante que fuera el


medio, daba la sensación de haber vivido siempre en él. Otra de sus cualidades era su facilidad
para apartar de la mente ajena, así como de la propia, esa serie de pequeños contratiempos que
ensombrecen la vida; en este aspecto era un hombre envidiable.

Nada de lo que contribuye a crear placeres y comodidades tenía secretos para él. Se
había formado un selecto círculo de amistades, gracias, por un lado, a su boda con mi madre y,
por otro, a las relaciones que había tenido en su juventud. A muchos de estos amigos los
miraba con una disimulada mezcla de rencor y de envidia, porque ellos habían alcanzado
grados importantes en la carrera militar y él no había pasado de teniente de la guardia de
reserva.

19
Que tiene éxito.
Como es propio de los militares, no vestía a la moda, pero sí con una original elegancia.
Usaba la ropa interior más fina, trajes ligeros y tan holgados como sus cuellos y sus puños
vueltos. Además, todo sentaba bien a su fornida y alta figura, a sus movimientos pausados,
firmes y seguros, e incluso a su calva.

Era sensible y propenso a enternecerse. Cuando leía en voz alta, más de una vez le había
ocurrido que, al llegar a un pasaje conmovedor, la voz empezaba a temblarle y los ojos se le
humedecían. En estos casos, cerraba el libro con un gesto de contrariedad. Le gustaba la
música. Tocaba el piano y cantaba romanzas de un compositor amigo suyo, y también pasajes
de ópera y canciones bohemias. En cambio, la música de altos vuelos no le gustaba. Aun
sabiendo que iba en contra de la opinión general, no se privaba de decir que las sonatas de
Beethoven le aburrían y le producían sueño, y que, en cambio, le parecía delicioso No quiero
que me despierten cantado por Semiónova, y No estoy sola, interpretado por Taniusha, la cantante
gitana.

Mi padre era una de esas personas que, si no tienen público, no pueden hacer nada que
valga la pena, y sólo consideraba bueno aquello que era calificado de bueno por el público.

¿Tenía alguna convicción de índole moral? Nadie lo sabía. Lo cierto es que su vida era
una cadena ininterrumpida de diversiones de toda especie, que no podía tener tiempo para
trazarse normas morales. Por otra parte, era tan feliz, que no necesitaba trazárselas.

Cuando envejeció, sus opiniones y su régimen de vida se fijaron y permanecieron


invariables, pero siempre dentro del sentido práctico que era en él característico. Consideraba
que su sistema de vida, basado en todo aquello que le proporcionaba placer y satisfacción, era
el más razonable y que todo el mundo le debía imitar.

Era un excelente conversador, y tal vez esto contribuía a dar flexibilidad a sus reglas de
conducta. Podría referir un mismo acontecimiento como una simple travesura o como una
odiosa ruindad.

11. La sala y el despacho

Llegamos a casa al anochecer. Mamá se sentó ante el piano. Las niñas, mi hermano y yo
cogimos nuestros lápices, nuestras pinturas y unas hojas de papel, y nos acomodamos ante la
mesa para entregarnos al arte del dibujo. Yo sólo tenía pintura azul, pero no por eso renuncié a
componer el cuadro de caza que me había propuesto a pintar. Reproduje con gran propiedad
la figura de un niño, en azul, montado en un caballo del mismo color y acompañado de unos
perros azules, y, cuando iba a continuar, me asaltó una duda: ¿podría pintar una liebre azul?
Decidí ir a pedir consejo a papá, que estaba en su despacho. Lo encontré leyendo.

— ¿Hay liebres azules, papá? —le pregunté.

Él sin levantar la cabeza, respondió:

—Sí, hijo mío.

Volví a la mesa y le pinté la liebre azul. Luego la borré y pinté en su lugar un arbusto,
por considerar que con ello ganaría el conjunto. Pero el arbusto tampoco me gustó y lo sustituí
por un gran árbol, y éste por un montón de haces, y las haces por una nube de polvo. Entonces
advertí que, con tanto cambio, buena parte del papel era un borrón azul, y lo hice pedazos con
una mueca de disgusto. Seguidamente, me fui a echar un sueñecito en un sillón.

En este momento, mamá estaba tocando el segundo concierto de Field, que había sido su
maestro. Me quedé adormecido y por mi mente empezaron a pasar ligeramente recuerdos
nítidos y luminosos. Luego mamá tocó la sonata patética de Beethoven y en mi imaginación
surgieron sombras tétricas y penosas. Como mi madre tocaba con frecuencia estas dos obras,
recuerdo perfectamente los sentimientos que en mí despertaban. Estos sentimientos tenían
algo de recuerdos; pero ¿qué podían recordarme? Me parecía rememorar algo que jamás había
sucedido.

Como estaba sentado frente a la puerta del despacho, pude ver que entraban en él varios
hombros barbudos y vestidos de caftán. «Ya han empezado los negocios», me dije cuando la
puerta se cerró tras ellos. A mi entender, los asuntos que se trataban en aquel despacho eran
los más importantes del mundo. De aquí que, cerca de aquella puerta, se hablara siempre en
susurros y se andase de puntillas. Ahora, en el despacho se oía la voz potente de mi padre, y
de la habitación salía un aroma que, no sé por qué, siempre me ha deleitado: el de los
cigarrillos puros encendidos.

De improviso, en mi somnolencia, percibí unas pisadas que me eran en extremo


conocidas. Pronto apareció Karl Ivánich, andando de puntillas, pero con semblante adusto y
lleno de resolución. El preceptor, que llevaba en la mano unos papeles, se acercó a la puerta del
despacho y la golpeó ligeramente con los nudillos. Se abrió la puerta y, cuando entró Karl
Ivánich, se volvió a cerrar.

«¡Ojalá no ocurra nada malo! —me dije—. Karl Ivánich está decidido a no callarse nada:
se ve en su sombría cara.»

De nuevo me quedé adormilado.


Afortunadamente, no ocurrió nada malo. Cosa de una hora después, me despertó el
crujido de las botas de Karl Ivánich, y le vi salir del despacho, enjugándose los ojos con un
pañuelo, mientras por sus mejillas resbalaban las lágrimas. Murmurando, se fue escaleras
arriba.

Inmediatamente, salió papá y entró en la sala. Apoyando una mano en el hombro de


mamá, le dijo:

—¿Sabes lo que acabo de decidir?

—¿Qué?

—Pues llevarme a Karl Ivánich con los niños. Cabe perfectamente en la calesa. Los niños
están acostumbrados a su compañía y él no puede pasar sin ellos. No nos arruinaremos por
setecientos rublos al año. Etpuis, au fond, c’est un trés bon diable20.

¿Por qué llamaría mi padre diablo a Karl Ivánich? Nunca lo pude comprender.

Mamá respondió:

—Me alegro de veras. Tanto por los niños como por ese pobre viejo. Tiene un gran
corazón.

—¡Si hubieras visto cómo se ha emocionado cuando le he dicho que se quedase! ¿Y qué
decir de la cuenta que me ha presentado? Es digna de verse.

Y, sonriendo, mostró a mamá una nota de gastos de Karl Ivánich.

«Dos cañas de pescar para los niños, 70 kopeks.

»Papel de color, cantos dorados, una caja —regalo— y un frasco de goma, 6 rublos 55
kopeks.

»Un libro y un arco regalado a los niños, 8 rublos 16 kopeks.

»Pantalón para Nikolai, 4 rublos.

»Reloj de oro prometido por Piotr Alexándrovich en 18…, cuando se hallaba en Moscú,
140 rublos.

20
Además, en el fondo, es un buen diablo.
»Total,159 rublos y 79 kopeks, que Karl Mauer debe cobrar, además de su sueldo.»

Esta relación en que Karl Ivánich incluía, con el propósito de cobrarlo, un dinero
invertido en regalos, e incluso el valor de un obsequio prometido, haría suponer a cualquiera
que aquel hombre era un ser insensible, egoísta e interesado. Sin embargo, Karl Ivánich no era
así.

Al entrar en el despacho con el estudiado discurso en la cabeza y la cuenta en la mano,


estaba decidido a exponer con toda claridad las injusticias de que había sido objeto en nuestra
casa. Sin embargo, cuando empezó su parlamento en el mismo tono conmovedor que
empleaba para sus dictados, sus palabras influyeron más en él mismo que en mi padre. De
aquí que, al llegar a la frase «por mucho que sienta separarme de los niños», le temblara la voz,
perdiera el hilo del discurso y se viera en la precisión de echar mano de su pañuelo de hierbas.

Entonces se salió de la pauta del discurso y dijo con voz velada por las lágrimas:

—Quiero tanto a los niños, Piotr Alexándrovich, que no sé cómo podré vivir sin ellos.
Prefiero conservar mi puesto en esta casa sin cobrar un solo kopek.

Y mientras con una mano se pasaba el pañuelo por los ojos, con la otra presentaba la
relación de gastos.

Estoy convencido de que Karl Ivánich había hablado con absoluta sinceridad, porque le
conocía bien y puedo afirmar que tenía un gran corazón. Lo que no he comprendido jamás es
cómo podía compaginar las cuentas con aquellas expresiones tan llenas de sentimiento.

En respuesta a sus palabras, papá le dijo, cogiéndole de un hombro y zarandeándole


cariñosamente:

—Si a usted le duele la separación, todavía me apena más a mí. por eso he cambiado de
idea.

Faltaba poco para la cena cuando entró Grisha en la sala. No había cesado de suspirar y
llorar desde que había puesto los pies en nuestra casa, lo cual, para aquellos que creían en su
poder de predicción, presagiaba alguna desgracia para nuestra familia. Venía a despedirse,
pues, según dijo, proseguiría su camino al día siguiente.

Yo le hice una seña a Volodia y así salí al pasillo.

—¿Qué ocurre?
—¿No decís que queréis ver el cilicio de Grisha? Pues vamos al desván. Desde él se ve la
habitación donde duerme ese hombre.

—Es una gran idea. Espérame aquí. Voy a avisar a Liuba y Katia.

Llegaron éstas corriendo y los cuatro nos fuimos escaleras arriba. Ante el sobrado,
donde reinaba la más completa oscuridad, nos detuvimos para discutir sobre quién debía ser
el primero en entrar. Resuelta esta cuestión, los cuatro nos deslizamos en el desván y
esperamos la llegada de Grisha.

12. Grisha

Aquellas tinieblas nos atemorizaban a todos por igual. Sin desplegar los labios, nos
apretujábamos unos contra otros. Grisha no tardó en llegar. Entró en la habitación con paso
silencioso. Llevaba en una mano su báculo y en la otra una palmatoria de cobre con una vela
de sebo encendida. Nosotros le observamos conteniendo la respiración.

Con el acento de la persona que repite palabras pronunciadas muchas veces, Grisha
empezó a murmurar:

«Señor mío… Jesucristo… Santísima Madre de Dios… En el nombre del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo…»

Sin interrumpir sus rezos, dejó su báculo en un rincón, examinó la cama y empezó a
quitarse la ropa. Después de desanudar el negro y deshilachado cinturón, se despojó de su
destrozada vestidura, la dobló con todo cuidado y la colgó en el respaldo de una silla. En
aquellos momentos su semblante no reflejaba la mezcla de estupidez y exaltación que era
corriente en él, sino una calma reflexiva y no exenta de grandeza. Todos sus movimientos eran
metódicos y mesurados.

Sólo quedó sobre su cuerpo la larga camisa. Entonces se sentó en la cama con grandes
precauciones, la bendijo a derecha e izquierda y, no sin esfuerzo y haciendo una mueca de
dolor, se ajustó el cilicio.

Estuvo un rato sentado en la cama. Luego examinó atentamente los desgarrones de sus
ropas y, finalmente, se puso en pie. Entonces, siempre rezando, alzó la vela a la altura de una
repisa en la que descansaban varias imágenes, se santiguó y volvió la bujía, de modo que
quedó cabeza abajo. Entre un ruidoso chisporroteo, la llama se apagó.
La luna, casi redonda, se divisaba por las ventanas que daban al bosque. El banco y alto
cuerpo de Grisha recibía por un lado el débil resplandor lunar. La otra mitad de su figura
quedaba en las tinieblas. Su sombra, así como el rectángulo de luz de las ventanas, se extendía
por el suelo, subía por las paredes y llegaba al techo. Entretanto, en el patio, el guarda daba
fuertes golpes a una chapa de hierro.

El fanático estuvo unos momentos inmóvil y callado ante los íconos. Tenía la cabeza
inclinada y las manos cruzadas sobre el pecho. Lanzaba continuos suspiros. Luego se arrodilló
con dificultad y empezó a murmurar oraciones.

Primero repitió los rezos de costumbre, subrayando tan sólo ciertas palabras. Después
dijo estas oraciones otra vez, pero en voz más alta y con acento más apasionado. Al fin,
empezó a improvisar, procurando, no sin gran esfuerzo, expresarse en eslavo. Sus palabras
eran casi incoherentes, pero tenían un algo conmovedor. Oró por todos sus bienhechores —los
que le acogían en sus hogares— y, entre ellos, por nuestra madre y por nosotros. Luego rezó
por sí mismo. Y, tras pedir a Dios que le perdonara sus grandes pecados, imploró una y otra
vez: «¡Dios mío, perdona a mis enemigos!»

Con gran esfuerzo y visible dolor, se levantaba y volvía a arrodillarse, repitiendo las
mismas palabras, sin preocuparse del peso del cilicio ni de los ruidos que producía.

Mi hermano me dio un pellizco en una pierna, pero ni siquiera me volví a mirarle. Lo


único que hice fue frotarme la región pellizcada. No quería perder ni uno solo de los
movimientos de Grisha. Mi espíritu infantil estaba embargado por una mezcla de piedad,
admiración y asombro. Había entrado en el desván creyendo que iba a divertirme, y me sentía
sobrecogido y angustiado.

El fanático estuvo aún durante un buen rato sumido en su éxtasis e improvisando


oraciones. «Señor, apiádate de mí», decía una y otra vez con calor y acento diferentes. O
murmuraba: «Perdóname, Señor, e ilumíname», en el mismo tono que si esperase recibir una
respuesta inmediata a sus ruegos. En algunos momentos, sólo salían de su boca sollozos
desgarradores. Al fin permaneció de rodillas, en silencio y con las manos cruzadas sobre el
pecho.

Con sumo cuidado y conteniendo la respiración, asomé la cabeza por la puerta. Grisha
estaba inmóvil. Hondos suspiros salían de su pecho. La luna hacía brillar una lágrima en la
pupila de su ojo inútil.

De pronto, con acento indescriptible, gritó:


«¡Hágase tu voluntad!»

Y, arrojándose de bruces al suelo, rompió a llorar como un niño.

Desde entonces han ocurrido muchas cosas, y gran parte de mis recuerdos han perdido
para mí nitidez e importancia. Incluso el propio Grisha realizó hace tiempo su último viaje.
Pero la impresión que aquel hombre me produjo y los sentimientos que despertó en mí, jamás
se borrarán de mi memoria.

¡Oh, Grisha! ¡Qué gran cristiano eras! Era tan pura y tan profunda tu fe, que sentías la
proximidad de Dios; y era tan inmenso tu amor a Él, que, cuando le hablabas, las palabras
brotaban de tus labios por su propio impulso, sin el gobierno de la razón. ¡Y qué sublime era tu
ofrenda cuando, por faltarte las palabras, te arrodillabas llorando!

La emoción con que escuchaba a Grisha no duró mucho; en primer lugar, porque mi
curiosidad quedó pronto satisfecha, y en segundo, porque se me habían dormido las piernas al
permanecer tanto tiempo en la misma postura. A mis espaldas, en la oscuridad del desván, oí
murmullos de mis acompañantes y el ruido que producían sus cuerpos al moverse. De pronto,
alguien me cogió de la mano y preguntó muy bajito: «¿De quién es esta mano?» La oscuridad
que nos rodeaba era absoluta, pero reconocí que la mano que tocaba la mía y la voz que había
susurrado a mi oído eran las de Katia.

Sin darme exacta cuenta de lo que hacía, me apoderé de aquella mano y apoyé mis
labios en ella. Katia la retiró con un movimiento de sorpresa y su brazo tropezó con una silla
vieja que había en el desván, derribándola ruidosamente. Grisha levantó la cabeza y miró en
todas direcciones con calma. Luego recorrió los cuatro rincones de la habitación, haciendo la
señal de la cruz. Nosotros huimos a toda prisa, cambiando comentarios en voz baja.

13. Natalia Sávishna

Residía en Jabárovka a mediados del siglo pasado y la llamaban Natashka. Era una
muchacha gruesa y de mejillas encarnadas. Iba descalza y vestía pobremente, pero siempre
estaba de buen humor. Como era una buena chica, mi abuelo, atendiendo los ruegos del padre
de la joven, el tocador de clarinete Savva, se la envió a mi abuela para que la incluyese en su
servidumbre. Natashka demostró ser su niñera, cargo en el que se ganó elogios y recompensas,
por su celo, su lealtad y su afecto a la señorita. Pero Natalia, por razones de su cargo, trataba
de continuo con el camarero Foká, avispado joven de empolvada cabeza y medias ornadas de
lazos, y su corazón, apasionado aunque tosco, se prendó de él. La propia Natashka solicitó de
mi abuelo el permiso para casarse con Foká. Mi abuelo, viendo en ello una ingratitud, se enojó
y, como castigo, envió a la joven a una aldea de la estepa, para que se cuidase de la vaquería.
Pero a los seis meses, en vista de que Natalia era insustituible, se la llamó para que ocupara de
nuevo el puesto de niñera de mi madre. Cuando volvió de su destierro parecía una pordiosera.
Lo primero que hizo fue presentarse ante mi abuelo, arrojarse a sus pies y pedirle que le
devolviera su estimación y olvidar el momento de locura que había tenido, jurándole que
jamás volvería a cometer insensatez semejante. Y cumplió su palabra.

Cuando Natashka volvió a desempeñar sus funciones de niñera, se puso capota y ya no


se le dio el nombre familiar de Natashka, sino que se la llamó Natalia Sávishna. Desde
entonces, dedicó a su señorita todo el caudal de amor que su corazón contenía.

Andando el tiempo, mi madre ya no necesitó niñera, sino institutriz, y entonces Natalia


pasó a ser ama de llaves, de modo que la ropa y los víveres quedaron bajo su custodia. En su
nuevo cargo, cumplió con su celo y entusiasmo habituales. Todo le parecía una amenaza
contra los intereses de sus señores, un despilfarro o una usurpación, y luchaba contra ellos
denodadamente.

Veinte años llevaba sirviendo en casa de mis abuelos cuando mi madre se casó: veinte
años trabajando con empeño, honradez y fidelidad ejemplares… Mamá quiso recompensarla
y, tras expresarle,, con sincera emoción, la gratitud y el afecto que sentía por ella, le entregó un
pliego de papel sellado en el que se concedía la emancipación al ama de llaves. Seguidamente,
mi madre le dijo que se le había asignado una pensión anual de trescientos rublos y que la
cobraría mientras viviese, sirviera o no en nuestra casa. Natalia escuchó a mi madre sin
desplegar los labios. Después fijó su vista en el documento con un gesto de cólera, masculló
unas palabras ininteligibles y salió como un rayo de la habitación, dando un tremendo
portazo.

Mamá, extrañada de esta conducta para ella incomprensible, se dirigió a la habitación de


Natalia y la halló sentada en un baúl, mirando fijamente, y con los ojos enrojecidos por el
llanto, los trozos del documento de emancipación esparcidos por el suelo, mientras estrujaba
un pañuelo con su mano crispada.

Mamá oprimió aquella mano.

—Pero ¿qué te ocurre, querida?

—¿Qué quiere que me ocurra? ¡Me echa de su casa!... Puede estar tranquila: me iré.
Haciendo un gran esfuerzo para contener las lágrimas y desprendiendo su mano de las
de mi madre, intentó salir de la habitación. Pero su mamá la retuvo y la rodeó con sus brazos.
Y las dos se echaron a llorar.

Mis recuerdos de Natalia Sávishna, de su cariño y bondad hacia mí, datan de cuando
empecé a tener uso de razón. Pero sólo ahora puedo darme cuenta de los merecimientos del
ama de llaves. Entonces no era capaz de comprender, y ni lo intentaba siquiera, cuán digna de
admiración era aquella viejecita. Jamás hablaba de sí misma, y casi me atrevería a afirmar que
ni siquiera pensaba en ella. Su vida era mezcla de sacrificio y amor. De tal modo me había
familiarizado con aquel dulce y desinteresado cariño, que me parecía una cosa natural. No
tenía, pues, por qué guardar la menor gratitud a Natalia ni preocuparme de si era o no era
feliz.

Más de una vez, para no tener que recitar alguna lección, pretextaba una necesidad
urgente y salía del cuarto de estudio e iba a refugiarme en el de Natalia, donde podía soñar a
mis anchas y en voz alta, sin que me cohibiese la presencia de la viejecita. Nunca estaba
Natalia mano sobre mano: o hacía media, o arreglaba baúles —había muchos en su habitación
—. O contaba las prendas de ropa…

Yo dejaba correr mi fantasía, diciendo cosas tan absurdas como éstas:

—Cuando sea general, me casaré con la mujer más hermosa del mundo, me compraré
un magnífico caballo alazán, haré que me edifiquen un palacio de cristal y me traeré de Sajonia
a toda la familia de Karl Ivánich.

Y Natalia Sávishna respondía invariablemente:

—Sí, hijo mío.

Cuando me iba a marchar, ella abría una arquilla azul —lo recuerdo como si ocurriese
ahora—, dejando ver en el interior de la tapa la figura en colores de un húsar, una etiqueta de
un tarro de crema de tocador y un dibujo de mi hermano. Seguidamente extraía del cofrecillo
una barrita de madera aromática, le prendía fuego y, mientras la agitaba en el aire, me
explicaba:

—Es madera de Ochákov. Su abuelo, que en paz descanse, la trajo de Turquía cuando
fue a guerrear a aquellas tierras.

Y siempre añadía con un suspiro:

—¡Es la última que me queda!


En la serie de baúles que se alineaba en su cuarto, no faltaba nada. Cuando en casa hacía
falta algo, se preguntaba a Natalia Sávishna, se revolvía el contenido de los baúles y, al fin,
aparecía lo que se buscaba.

Entonces ella exclamaba:

—¡Ah! ¡Qué bien hice en guardarlo!

En aquellos baúles había afinidad de objetos de los que nadie se acordaba, porque a
nadie interesaban lo más mínimo.

En cierta ocasión tuve un desagradable incidente con ella. He aquí lo que sucedió.

Al llenar mi vaso de Kvas, la jarra se me resbaló de las manos y puse perdido el mantel.

Mamá mandó llamar a Natalia.

—Quiero que vea lo que ha hecho su ojo derecho —manifestó.

Llegó el ama de llaves y al ver el empapado mantel, sacudió la cabeza. Entonces, mamá
le dijo algo al oído y ella salió del comedor, amenazándome con la mano.

Después del almuerzo, eché a correr hacia la sala. Iba dando saltos, pues nunca había
estado de tan excelente humor. De improviso, salió Natalia de detrás de una puerta con el
mantel en la mano, me sujetó y, sin que mi resistencia sirviera de nada, empezó a restregarme
por la cara la parte mojada del mantel mientras decía:

—¡Así aprenderás a no ensuciar los manteles!

Me sentí tan profundamente mortificado y fue tal mi indignación, que me eché a llorar.

«¡Es increíble! —me decía, enjugando las lágrimas que corrían por mi rostro, y yendo y
viniendo por la sala—. Natalia Sávishna me ha tuteado y me ha restregado la cara con un
mantel sucio. ¡Me ha tratado como a un chiquillo de la servidumbre!»

Apenas rompí a llorar, Natalia se apresuró a desaparecer y yo seguí paseando por la


sala, tratando de hallar el medio de vengarme del agravio recibido.

Minutos después, Natalia volvió, vino hacia mí tímidamente y empezó a murmurar


palabras de consuelo:
—No llore más, hijito… He sido una tonta… Comprendo que no debí hacer lo que he
hecho… Perdóneme, mi cielo…. Y tenga…

Y me entregó un cucurucho de papel encarnado que me sacó de debajo de la toquilla. En


él había dos caramelos y un higo. Sin atreverme a mirar de frente a la bondadosa viejecita,
acepté el obsequio. Y seguí llorando…, pero mis lágrimas no eran ya de rencor y de rabia, sino
de cariño y vergüenza.

14. La separación

A las once de la mañana del día siguiente, una calesa y un faetón esperaban ante la casa.
Nikolai iba vestido de viaje; llevaba los camales de los pantalones dentro de las cañas de las
botas y una vieja y ajustada levita ceñida por un cinturón. Estaba de pie en la calesa,
introduciendo capotes y almohadas debajo del asiento. Si el montón era demasiado alto, antes
de colocarlo se sentaba sobre él y empezaba a saltar para aplastarlo.

El ayuda de cámara de mi padre, que estaba en el faetón, asomó por la portezuela con
una arquilla en la mano.

—Por lo que más quiera, Nikolai Dmitrich, procure colocar este cofrecillo del señor en
alguna parte. Ya ve que es muy pequeño.

—¿Ahora lo dice, Mijéi Ivánich? —replicó Nikolai, visiblemente contrariado y arrojando


violentamente un fardo de ropa al fondo de la calesa—. No puedo colocar lo que tengo, y
encima me viene usted con cajitas.

Se echó a la gorra hacia atrás y empezó a secarse las gruesas gotas de sudor que
resbalaban por su frente tostada por el sol.

Ante el pórtico, charlando y contemplando los coches, había varios criados. Los hombres
llevaban la cabeza descubierta y vestían levita y caftán, o iban en mangas de camisa; las
mujeres llevaban vestidos viejos y pañuelos listados, y algunas tenían en sus brazos un niño
mientras otros chiquillos correteaban descalzos a su alrededor.

Un viejo encorvado —uno de los postillones—, vestido con casaca y cubierto con un
gorro de invierno, examinaba atentamente y palpaba la vara del faetón. El otro postillón era un
buen mozo; llevaba una camisa blanca con pechera de percal rojo y un gorro de piel de oveja
que se ladeaba a derecha y ensortijado. El mocetón colocó la casaca en el pescante, echó sobre
ella las riendas y dio un latigazo al aire. Después se dedicó a contemplar, ya sus botas, ya a los
atareados cocheros que engrasaban la calesa. Con gran esfuerzo, uno de ellos levantaba el
coche por un lado, mientras el otro engrasaba el eje y el cubo de la rueda, haciéndola girar.

Los caballos eran de color diferente. Todos estaban junto a la verja, agitando sus colas
para espantar las moscas. Algunos dormitaban con los ojos entornados y abiertas las recias y
peludas patas. Otros, con una expresión de tedio, se rascaban o mordisqueaban los tallos del
áspero helecho, de un verde oscuro, que crecía junto al pórtico. Se veían también algunos
galgos tendidos al sol y respirando con dificultad, otros que, buscando la sombra, rondaban
por debajo de los coches y lamían el sebo de los ejes.

El horizonte era de un color grisáceo y en el aire flotaba una neblina polvorienta. No


obstante, en el cielo no se veía la más ligera nube. Del oeste soplaba un fuerte viento que
levantaba masas de polvo en los caminos y en los campos, arqueaba las copas de los tilos y
abedules del jardín y llevaba a gran distancia enjambres de hojas amarillas. Yo estaba sentado
junto a la ventana, esperando con impaciencia que terminasen los preparativos.

En los últimos momentos nos reunimos todos en la sala, alrededor de la mesa redonda,
para estar unos minutos juntos. Yo estaba muy lejos de sospechar los instantes de amargura
que me esperaban. Sólo ideas pueriles pasaban por mi imaginación. Me preguntaba qué
postillón iría delante de la calesa y cuál guiaría el faetón; quienes de nosotros iríamos con papá
y quiénes con Karl Ivánich; por qué diablos se habrían empeñado en que me pusiera una
bufanda y un blusón guateado… «Deben de creerse que soy de mantequilla y que me puedo
helar.» Y finalmente, me dije: «¿Cuándo acabarán los preparativos, y subiremos a los coches y
nos pondremos en camino?»

En esto entró en la sala Natalia Sávishna. Tenía los ojos llorosos y llevaba un papel en la
mano.

—¿A quién he de entregar la lista de la ropa de los niños? —preguntó a mi madre.

—Désela a Nikolai. Después venga a despedirse de los niños.

Natalia Sávishna fue a decir algo, pero no pudo. Con un gesto de dolor, se llevó a la
boca un pañuelo y salió de la sala.

Yo advertí este gesto y sentí que se me oprimía el corazón. Pero en seguida se impuso
en mi ánimo la seducción del viaje y seguí escuchando con indiferencia el diálogo que
sostenían mis padres. Era evidente que tampoco a ellos les interesaban las cosas de que
estaban hablando: lo que habría que comprar para la casa, lo que convenía decir a ciertas
amistades como la princesa Sofía y madame Julie, si el viaje sería tan bueno como todos
deseábamos…

En este momento apareció Foká y, con el mismo acento que pronunciaba «La comida
está servida», dijo desde el umbral:

—Los caballos están enganchados.

Al oír esto, mi madre se entristeció y empalideció como si acabara de recibir una grave e
inesperada noticia.

Entonces se ordenó a Foká que cerrase todas las puertas, lo que me pareció muy
divertido y me hizo pensar: «¿Estaremos jugando al escondite?»

Nos sentamos todos, e incluso Foká lo hizo en el borde de una silla que había al lado de
la puerta. Esta se abrió entonces y todos nos volvimos. Era Natalia Sávishna, que llegó
presurosa y se sentó en un canto de la silla que ocupaba Foká. Aún me parece estar viendo el
rostro de Foká, impasible y cubierto de arrugas, bajo su calva cabeza, y, a su lado, el encorvado
cuerpo de la vieja sirvienta, cubierta con su capota, de la que se escapaban unos mechones
canosos. Los dos se sentían violentos e incómodos en su única silla.

Mi actitud seguía siendo de despreocupación e impaciencia. Sólo unos momentos


estuvimos sentados en torno a la mesa después de cerrarse las puertas, pero a mí aquellos
instantes me parecieron horas.

Al fin, todos nos levantamos y, después de santiguarnos, empezaron las despedidas.

Mi padre y mi madre se abrazaron. Mientras besaba a mamá una y otra vez, papá le
dijo:

—¡No es para tanto, querida! ¡Cualquiera diría que nos vamos a separar para siempre!

—Sin embargo, es muy triste esta separación.

A mamá le temblaba la voz. A duras penas podía contener el llanto. Yo, al oír sus
palabras, percibir el temblor de sus labios y ver sus ojos llenos de lágrimas, me olvidé de todo,
y una mezcla de miedo y angustia se apoderó de mí. Habría dado cualquier cosa por poder
marcharme sin despedirme de ella. Entonces me di cuenta de que, cuando abrazaba a mi
padre, parte de sus abrazos eran ya para nosotros.
Luego besó y bendijo a mi hermano, y fueron tantos los besos y las bendiciones, que yo
me adelanté de una vez, creyendo que ya había terminado con él y que iba a empezar
conmigo. Al fin, me llegó el turno. Me abracé fuertemente a ella y lloré largamente, entregado
de lleno a mi dolor.

La servidumbre nos esperaba en el vestíbulo para despedirse. Esto no fue para mí nada
agradable; los besos que me daban en las manos y en los hombros, y el olor a grasa que
emanaba de sus cabezas, despertaban en mí una irritación muy propia de mi carácter. No es,
pues, extraño que, cuando se acercó a mí Natalia Sávishna deshecha en llanto, me limitase a
besar fríamente su capota.

Tengo tan grabados en la memoria, y con tal claridad, los rostros de los criados, que
podría dibujarlos con toda exactitud. En cambio, la fisonomía y las actitudes de mi madre han
huido de mi imaginación. Tal vez se deba esto a que en aquel último rato que pasamos juntos
no me atreví a mirarla ni una sola vez. Temía que si nuestras miradas se cruzaban, tanto dolor
como el suyo habrían rebasado el límite de lo soportable.

Delante de todos eché a correr hacia el faetón y me acomodé en el asiento de atrás. La


capota del coche me impedía ver el exterior, pero tuve la sensación de que mi madre estaba
allí.

¿Me atrevería a mirarla otra vez, la última?... Me asomé a la ventanilla del coche y miré
hacia el pórtico. Mi madre, que se había acercado con el mismo propósito por el lado opuesto
del faetón, me llamó por mi nombre, y yo, al oír su voz a mi espalda, me volví tan
apresuradamente, que mi cabeza chocó con la suya. Ella sonrió tristemente y me dio su último
y más fuerte beso.

Aún tuve valor para volverme a mirarla cuando el coche se hubo alejado unos cuantos
metros. El pañuelo azul que llevaba en la cabeza revoloteaba a impulsos del viento. Apoyada
en Foká y con el rostro abatido y oculto entre las manos, subía los escalones del pórtico.

A mi lado estaba mi padre, silencioso y pensativo. Yo no podía contener las lágrimas y


algo me oprimía la garganta de tal modo, que temía perder la respiración.

Ya en la carretera, vimos que en uno de los balcones de la casa se agitaba el pañuelo. Yo


saqué el mío y también lo agité en el aire. Este movimiento me calmó un tanto. Sin embargo,
no cesaba de llorar, y me enorgullecía de mis lágrimas, al pensar que demostraban que yo
poseía un alma sensible.
Cuando nos hubimos alejado cosa de una versta de casa, me arrellané en mi asiento y
fijé mi vista en lo que tenía más cerca: los cuartos traseros de uno de los caballos de varas.
Estuve un rato observando a un caballo pío, que agitaba su cola y cuyas piernas se rosaban al
trotar. Observé también el movimiento invariable de sus patas y el culebrear del látigo muy
cerca de la piel. Veía, igualmente, la retranca extendida a lo largo del lomo, que saltaba
agitando sus anillos y la estaba mirando hasta que se cubrió de espuma junto a la cola.

Luego dejé de vagar la mirada en torno nuestro y vi un campo ondulante de centeno ya


maduro y una zona de barbechos, de un tono de ceniza, donde aparecían, aquí un mujik, allí
un arado de madera, más lejos una yegua con su potrillo.

Miré también al cochero que conducía al faetón. Entonces mis pensamientos estaban ya
lejos de mi madre —a la que acaso había dejado para siempre—, aunque las lágrimas no se
habían secado aún en mi rostro. Sin embargo, por cualquier motivo volvía a recordarla. El día
anterior yo había descubierto una seta en la avenida de abedules, y Liuba y Katia estuvieron a
punto de llegar a las manos, porque las dos querían arrancarla. Al recordar este incidente, me
acordé también de cómo habían llorado al despedirse de nosotros.

¡Qué pena me daba haberme separado de ellas!… Y de Natalia Sávishna, y de la avenida


de abedules, y de Foká… E incluso de Mimí, a pesar de su intransigencia… Sí, era muy triste
haber perdido todo esto… Y, sobre todo, a mamá…

Al pensar en ella, otra vez me afluyeron las lágrimas a mis ojos. Pero fue cosa de un
momento.

15. La infancia

La infancia es la época más dichosa y mejor de nuestra vida. Es imposible no amar los
recuerdos que se guardan de ella. En cuanto a mí, estas evocaciones levantan y purifican mi
alma y me proporcionan deleites indecibles.

Nunca olvidaré aquellos momentos en que, harto de corretear, me sentaba a la mesa en


mi alta silla de brazos. Ya era tarde y hacía un gran rato que me había tomado mi tazón de
leche con azúcar. Me caía de sueño, pero yo continuaba allí, escuchando. ¿Cómo no escuchar,
si no es mamá la que habla? ¡Es tan dulce, tan amable su voz…! ¡Cuántas cosas dice a mi
corazón el simple sonido de sus palabras…! Con los párpados entornados miro atentamente su
rostro. De pronto, toda ella se va reduciendo hasta aparecer como una diminuta figurita y su
cara, no mayor que un botón. Pero esto no impide que yo la siga viendo con toda claridad; por
eso advierto que me mira y me sonríe. Me encanta verla tan pequeñita. Entorno los párpados
todavía más y entonces la veo como un niño reflejado en una pupila. Pero hago un movimiento
y el hechizo se desvanece. Intento rehacerlo, entornando los ojos, cambiando de postura y por
todos los medios imaginables, pero no lo consigo.

Entonces me traslado a un sillón, donde me instalo cómodamente y me encojo hasta


hacerme un ovillo.

—Te vas a dormir otra vez, Nikolai —me dice mi madre—. ¿Por qué no vas a acostarte?

—¡Pero si no tengo sueño…!

Sin embargo, en mi mente flotan visiones confusas y hermosas. Es que el sueño, el sueño
puro de los niños, cierra mis ojos. Pronto pierdo por completo la noción de las cosas y me
quedo profundamente dormido.

Así estoy hasta que noto el contacto de una mano delicada. Aunque no estoy despierto
del todo, reconozco esta mano, me apodero de ella y la beso con todas mis fuerzas.

En la sala sólo hay encendida una vela y todos menos mamá se han marchado. Mi
madre ha dicho a los demás que se fueran, que ella se encargaría de despertarme. Entonces se
ha sentado en el sillón donde yo duermo hecho un ovillo, ha pasado su mano suavísima por
mis cabellos y ha murmurado a mi oído con voz llena de ternura:

—Levántate, cielo mío; es hora de irse a la cama.

Como nadie la ve, no le importa sobre mí todo su tesoro de amor maternal.

Yo no me muevo; lo único que hago es besar su mano con más fuerza todavía.

—¡Vamos, ángel mío! Levántate.

Y con su mano libre me hace cosquillas en el cuello. En la sala hay un silencio absoluto y
una suave penumbra. Mi madre está sentada junto a mí. Percibo su contacto, su perfume, su
voz… Me levanto, le echo los brazos al cuello, apoyo en su pecho mi cabeza y murmuro como
en un suspiro:

—¡Cuánto te quiero, mamaíta!

Mi madre me sonríe con su encantadora y triste sonrisa, coge mi cabeza con ambas
manos y la apoya en sus rodillas después de darme un beso en la frente.
—¿De veras me quieres, Nikolai? —me pregunta. Y añade tras una breve pausa—:
Procura quererme siempre así, hijito. Y si algún día te quedas sin mí, no me olvides. ¿Me
recordarás siempre, Nikolai?

Vuelve a besarme, más tiernamente todavía.

Lágrimas de amor y admiración manan de mis ojos a raudales.

—¡Por Dios, mamaíta, no digas esas cosas!

Y beso una y otra vez sus rodillas.

Tras estas escenas, yo subía a mi habitación ante las imágenes. Y qué deliciosa sensación
experimentaba cuando decía: «¡Dios mío, protege a mi padre y a mi madre!»

Y al repetir las oraciones que mis labios infantiles habían aprendido a murmurar al lado
de mi madre, mi amor a Dios y mi amor a ella se fundían en un solo sentimiento.

Terminados los rezos, me encogía debajo del edredón. Me sentía feliz y notaba en mi
alma una resplandeciente ligereza. Entonces empezaba a soñar despierto, y estos sueños eran
indefinibles, pero estaban colmados de amor purísimo y de esperanza de una radiante
felicidad. También pensaba en Karl Ivánich y en su triste suerte. Era la única persona
desgraciada que yo conocía. Por eso sentía tanto afecto y tanta compasión por él, que, con los
ojos llenos de lágrimas, murmuraba: «Que Dios le haga feliz yme permita ayudarle a mitigar
sus penas. Todo lo sacrificaría por él.»

Después ponía junto a la almohada alguno de mis juguetes favoritos —un perrito o una
liebre de porcelana— y estaba un rato saboreando la blandura de mi cama y el bienestar que
sentía. Otra vez rezaba un poco para salir a pasear, y luego daba media vuelta. Entonces las
ideas y los ensueños empezaban a mezclarse, a confundirse y, al fin, me quedaba dormido
dulcemente, cuando todavía mi rostro estaba húmedo de lágrimas.

¿Volverán a mí algún día aquel fresco vigor, aquella necesidad de cariño, aquella
despreocupación y aquella fe inconmovible que me asistieron en mi infancia? ¿Puede haber en
nuestra vida otro tiempo mejor que esa etapa en que sus dos únicos incentivos son dos
virtudes maravillosas: la alegría inocente y un infinito anhelo de amar?

¿Qué se ha hecho de aquel fervor con que murmuraba mis oraciones? ¿Dónde están
aquellas lágrimas llenas de pureza y de ternura, que el ángel del consuelo enjugaba con una
sonrisa para después sugerir los más dulces sueños a mi inmaculada imaginación de niño?
¿Habrá abierto la vida en mi corazón surcos tan terribles, que se hayan apartado de mí
para siempre aquellas lágrimas y aquellas puras pasiones? ¿Es posible que de todo ello no me
queden más que recuerdos?

16. Versos

Ya llevábamos casi un mes en Moscú. Aquel día yo me hallaba en el piso superior de


casa de mi abuela, sentado a una espaciosa mesa. El profesor de dibujo estaba frente a mí,
dando los últimos toques a un dibujo al carbón que representaba una cabeza de turco envuelta
en un turbante. Mi hermano, de pie detrás del profesor, miraba por encima de su hombro,
alargando el cuello. Era el primer dibujo al carbón que Volodia había hecho y tenía que
regalárselo a mi abuela aquel mismo día, pues era el de su santo.

—¿No cree usted que hay que sombrear un poco más aquí? —preguntó Volodia
poniéndose de puntillas y señalando con su dedo índice el cuello del turco.

El profesor guardó los lápices y el carboncillo en una caja y contestó:

—No le falta nada; ha quedado perfecto.

Se puso en pie y, mientras miraba de reojo la cabeza del turco, me dijo:

—Bueno, Nikolai; descúbranos su secreto. ¿En qué consiste su regalo? Yo creo que lo
mejor habríia sido que hubiera dibujado usted otra cabeza. En fin, queden ustedes con Dios.

Y cogió su sombrero y se fue.

Yo compartía la opinión del profesor en aquel momento: debí dibujar una cabeza en vez
de enfrascarme en el trabajo que estaba haciendo. Cuando nos anunciaron que se acercaba el
santo de la abuela y que teníamos que preparar algún regalo, se me ocurrió dedicarle unos
versos. Al punto encontré dos que rimaban perfectamente, y ello me llenó de confianza: me
sería igualmente fácil discurrir todos los demás. No recuerdo cómo tuve esta ocurrencia tan
impropia de mis años, pero sí que la idea me encantó y que decidí no decir a nadie en qué
consistía mi regalo, cosa que declaraba con toda franqueza a quienes me hacían preguntas
sobre el particular.

Y resultó que, lejos de cumplirse mis esperanzas, por mucho empeño que ponía en
seguir adelante, no lograba pasar de los dos versos que tan fácilmente habían acudido a mi
imaginación en el primer momento. Me dediqué a repasar las poesías que figuraban en
nuestros libros de estudio, pero ni Derzhavin ni Dmitriev me ayudaron a salir del atasco en
que me hallaba. Por el contrario, estos maestros de la poesía me convencieron de que yo no
tenía aptitud ninguna para versificar.

En esto recordé que Karl Ivánich era aficionado a componer breves poesías, que
plagiaba de aquí y de allá, y, sin que nadie me viera, empecé a revolver sus papeles. Hallé
varias poesías alemanas y también una rusa que llevaba su firma. La composición poética decía
así:

Señora L… Petróvskoie, 3 de junio de 1828.

Recuerde cuando esté cerca,

Cuando esté lejos también.

No cese de recordarme

Desde hoy y para siempre.

Recuerde que hasta la muerte

Fielmente la sabré amar.

Karl Mauer

La poesía me encantó por el hermoso sentimiento que la había inspirado. Estaba escrita
en impecable redondilla sobre papel de cartas. Me la aprendí de memoria y decidí adaptarme
a ella en lo posible. Desde este momento, mi trabajo progresó. El día del santo de mi abuela, la
poesía estaba completamente terminada, y yo, en el cuarto de estudio, copiaba sus doce versos
en papel de primera calidad.

Ya había roto dos hojas. No es que pretendiera modificar nada, pues mis versos me
parecían admirables; la razón de que hubiera desechado aquellas dos hojas era que los
renglones se me torcían hacia arriba al llegar al final, y de tal modo, que la felicitación me
parecía impresentable.

En la tercera hoja no logré remediar el defecto, pero resolví las cosas como estaban.

Mis versos empezaban por felicitar a mi abuela, luego le deseaban que viviera muchos
años, y terminaban así:

Pondré gran empeño en no disgustarla


Y la querré como a una madre.

En conjunto, la poesía me parecía bien, pero el último verso no me gustaba.

Repetí mentalmente: «La querré como a una madre. La querré como a una madre.»
Luego me dije:

«Si encontrara otra palabra terminada en adre… ¿Encuadre?... ¿Comadre?... No, no… En
fin dejaré lo de madre…. Desde luego, mi poesía es mejor que todas las de Karl Ivánich.»

Después, en mi cuarto, recité mis versos en voz alta, cambiando de tono cuando me
parecía y gesticulando como Dios me daba a entender. La métrica brillaba por su ausencia,
pero yo no lo advertía. Sin embargo, el último verso me produjo ahora peor efecto todavía que
antes.

«¿Por qué —me pregunté sentándome en la cama— se me habrá ocurrido nombrar a la


madre? No había ninguna necesidad. Además, por mucho que quiera y respete a mi abuela, lo
que siento por mi madre es muy diferente… He mentido, y siquiera en unos versos de
felicitación se debe mentir…»

Me distrajo la llegada del sastre. Nos traía dos levitas cortas recién hechas.

«En fin, si me he equivocado, ¿qué le vamos a hacer?», me dije, contrariado.

Y, después de guardar el papel debajo de la almohada, fui a probarme el traje moscovita.

Me pareció sencillamente magnífico. Tanto a Volodia como a mí, aquellas levitas nos
sentaban a maravilla. Eran de un tono castaño, y sus botones, dorados y brillantes. ¡Qué poco
se parecían a los que nos confeccionaban en la aldea, pensando que íbamos a crecer! Los
pantalones eran negros y se ceñían tan perfectamente a nuestras piernas, que hasta los
músculos se notaban a través de la tela.

—¡Gracias a Dios que tengo unos pantalones como deben ser! ¡Y con trabilla!

Y, entretanto, miraba y remiraba mis piernas por los cuatro costados.

Apenas podía moverme; me sentía francamente molesto. Pero me guardé mucho de


decirlo. Por el contrario, afirmé que si algún defecto podía achacarse al traje, era el de estarme
demasiado ancho.
Seguidamente, me acerqué al espejo y estuve ante él largo rato peinando mi cabellera
después de aplicarle gran cantidad de cosmético. Por mucho que me esforzaba, no conseguía
alisar los pelos de mi coronilla: apenas apartaba de ellos el cepillo, se levantaban formando un
círculo que daba a mi cabeza un cómico aspecto.

En otra habitación se estaba vistiendo Karl Ivánich. Había recibido una levita azul y
algunos aditamentos blancos. De pronto, por la puerta que daba a la escalera llegó a mí la voz
de una de las sirvientas de mi abuela. Me asomé para ver qué quería. Llevaba en la mano una
pechera almidonada, tan tiesa que parecía cartón. Me dijo que apenas había dado la pechera, y
que era para Karl Ivánich. Le contesté que yo me encargaría de llevársela y le pregunté si mi
abuela se había levantado ya.

—Hace rato —respondió—. Incluso ha tomado ya el desayuno. Y el arcipestre ya está


aquí.

Después se quedó mirándome y exclamó sonriendo:

—¡Caramba! ¡Qué bien le sienta ese traje!

Noté que me ruborizaba. Sin embargo, hice una exhibición de saltos y contorsiones para
demostrarle la soltura con que yo llevaba los trajes nuevos.

Al entrar con la pechera en la habitación de Karl Ivánich, advertí que había llegado
tarde. Se había puesto otra. Estaba inclinado sobre la mesa, para mirarse en un espejo que
había instalado en ella, y se arreglaba con ambas manos el voluminoso nudo de la corbata.
Después empezó a mover la cabeza para comprobar si su mentón, perfectamente afeitado,
podía pasar sin dificultad sobre el abultado nudo.

Al vernos, Karl Ivánich empezó a dar tirones a nuestros trajes para alisarlos, y luego
rogó a Nikolai que hiciera lo mismo con el suyo. Después salimos los tres de la habitación para
ir a saludar a mi abuela. Cuando recuerdo el olor a cosmético que hacíamos al bajar la escalera,
no puedo menos que reírme.

Volodia llevaba consigo su dibujo; Karl Ivánich, una cajita construida por él mismo; yo,
mis versos. Y los tres íbamos pensando en la frase de felicitación y ofrecimiento del regalo.

Cuando Karl Ivánich abrió la puerta, el sacerdote se estaba poniendo la casulla y ya se


oían las primeras palabras del oficio.

Encogida y apoyada en el respaldo de una silla instalada junto a la pared, mi abuela


rezaba fervorosamente. Papá, que estaba a su lado, se volvió y sonrió ante el gesto de timidez
con que ocultábamos los regalos tras nuestras espaldas. Nos habíamos detenido en el umbral,
pero ya no era posible producir la sorpresa que deseábamos.

Me acerqué a besar la cruz; después me sentí tan cohibido que comprendí que nunca
tendría valor para entregar mi regalo y me coloqué detrás de Karl Ivánich con el propósito de
que no se advirtiera mi presencia.

El preceptor felicitó a la abuela con estudiadas y exquisitas frases, entregó su caja y


retrocedió, cediendo el sitio a Volodia. Mi abuela examinó la caja de cantos dorados y se
mostró entusiasmada. Luego, con una encantadora sonrisa, dio las gracias a Karl Ivánich. Pero
era evidente que no sabía qué hacer con el obsequio, pues entregó la arquilla a papá con el
pretexto de que pudiera apreciar mejor el mérito del trabajo.

Papá la examinó y la pasó al arcipestre, que dio grandes muestras de admiración,


moviendo la cabeza y contemplando alternativamente el maravilloso objeto y al artista que
había sido capaz de producirlo.

Mi hermano fue también alabado por todos cuando entregó su cabeza de turco. Y quedé
yo en puerta. Mi abuela se volvió hacia mí con una sonrisa encantadora.

Las personas tímidas habrán observado que la cortedad va en aumento a medida que se
prolonga la situación que las produce. Y, naturalmente, cuando más crece la timidez, más se
reduce la resolución.

Lo poco que me quedaba de audacia se esfumó y mi timidez alcanzó su punto


culminante cuando Karl Ivánich y Volodia terminaron de entregar sus regalos. Sentí que la
sangre huía de mi corazón y se aglomeraba en mi cabeza, que cambiaba de color, que sudaba
hasta el extremo de sentir cómo corrían las gotas por mi nariz y por mi frente. Las orejas me
echaban fuego, temblaba de pies a cabeza, levantaba primero un pie y luego otro sin moverme
del sitio…

—Ahora —dijo mi padre— te toca a ti, Nikolai. ¿En qué consiste tu regalo? ¿Otra
arquilla…, otro dibujo?...

No había escapatoria. Con mano trémula, tendí el arrugado rollo de papel; pero no logré
articular palabra. Mientras permanecía ante mi abuela silencioso e inmóvil, pensaba, con
profunda desazón, que, en vez de contemplar el dibujo esperado, leerían en voz alta, de modo
que nadie los dejara de oír, mis pobres versos, y que llegarían a las palabras «como a una
madre» que harían pensar a todos que yo ya me había olvidado de la mía porque nunca la
había querido.
Fueron unos momentos de mortal inquietud. Mi abuela empezó a leer en voz alta. Poco
después se detuvo, porque no entendía la letra, y dirigió a papá una sonrisa que me pareció de
burla. Además, no daba a las palabras el tono adecuado. Finalmente, como no pudiera seguir
forzando la vista, suspendió la lectura y entregó el papel a papá, pidiéndole que empezara de
nuevo. A mí me pareció que obraba así porque se había cansado de leer unos versos tan
insulsos y torcidos, y además, para que mi padre leyera con sus propios ojos la última línea,
aquella que demostraba mi falta de amor filial.

Yo esperaba que me arrojase al rostro la poesía y me acusara de ingrato por haber


olvidado a mi madre, pero no ocurrió tal cosa. Por el contrario, cuando papá hubo terminado
la lectura, mi abuela exclamó: «Charmant»21. Y me besó en la frente.

Mi poesía, el dibujo de Volodia y la cajita de Karl Ivánich se colocaron en la tablilla


movible del sillón que habitualmente ocupaba mi abuela, donde ya había dos pañuelos de
batista y una tabaquera con el retrato de mamá.

En esto apareció uno de los gigantescos lacayos que se sentaban en la trasera del coche
cuando mi abuela lo utilizaba, y anunció:

—La princesa Varvara Ilínchna.

Mi abuela no contestó. Estaba absorta contemplando el retrato que decoraba la


tabaquera de carey.

—¿La hago pasar, excelencia? —preguntó el lacayo.

17. La princesa Kornakova

—Sí —respondió mi abuela, arrellanándose en el sillón.

La princesa tenía unos cuarenta y cinco años y era una mujer menuda, seca y de carácter
agrio. Sus ojos, de un tono gris verdoso, producían un efecto desagradable y contrastaban con
el dulce trazo de su boca. Llevaba un sombrero de terciopelo adornado con una pluma de
avestruz, y debajo de él se veían unos cabellos de un tono rojizo claro. Las pestañas y las cejas
eran del mismo color y destacaban vivamente en su cutis de un blanco enfermizo. Sin
embargo, su aspecto general tenía un algo de nobleza y energía, gracias a sus pequeñas e

21
Encantador.
inquietas manos, a la desenvoltura de sus movimientos y a la dureza de todos sus rasgos y
líneas,

La princesa hablaba sin cesar, y en el tono de la persona a la que están contradiciendo,


aunque nadie le dijera nada. A veces levantaba la voz, otra la bajaba para dar de pronto a su
discurso gran vivacidad. Y entonces recorría con la mirada a todos los presentes, que, por regla
general, no le prestaban atención, como para retomar fuerzas y continuar.

A pesar de que le besó la mano y la llamó insistentemente ma bonne tante22, observé que a
mi abuela no le era simpática. Cuando la princesa le expuso los motivos de que el príncipe
Mijailo no hubiera podido felicitarla personalmente, pese a los grandes deseos que tenía de
verla, mi abuela arqueó las cejas de un modo significativo y respondió en ruso y arrastrando
las palabras de forma igualmente significativa:

—Estoy encantada de su atención, querida, y comprendo perfectamente que el príncipe


Mijailo no haya podido venir, dadas sus muchas ocupaciones. Por otra parte, ¿qué atractivo
puede tener para él visitar a una vieja?

La princesa iba a refutar sus palabras, pero mi abuela no la dejó hablar, pues preguntó
acto seguido:

—¿Qué me dice de sus hijos? ¿Cómo están?

—Gracias a Dios, están perfectamente. Se desarrollan, estudian, sus travesuras son cada
vez más terribles… El mayor, Etienne, les gana a todos. No hay medio de frenarle. Pero ¡es tan
listo! Un garçon qui promet23. Escuche usted, mon cousin24 —prosiguió dirigiéndose a mi padre—,
lo que se le ocurrió hace unos días.

Se inclinó hacia mi padre y empezó a referirle la ocurrencia con gran vivacidad. Cuando
terminó su relato, que yo no oí, se echó a reír y preguntó a papá, mirándole fijamente:

—¿Qué le parece a usted? Se merecía unos bueno azotes, pero la ocurrencia fue tan
graciosa y demostraba tanto ingenio, que le perdoné.

Guardó silencio y mantuvo su expresión sonriente, pero ahora mirando a mi abuela.

La cual volvió a arquear las cejas y preguntó:

22
Mi bondadosa tía.
23
Un muchacho que promete.
24
Primo mío.
—Pero ¿usted les pega a sus hijos?

Había subrayado claramente la palabra «pega». La princesa, con voz dulce y tras dirigir
a papá una rápida mirada, respondió:

—¡Ah, ma bonne tante! Conozco sus opiniones sobre este punto, y permítame decirle
que no estoy de acuerdo con usted. He leído y pensado mucho sobre esta cuestión, pero la
experiencia me ha demostrado que sólo por medio del terror se puede influir en los niños. Si
quiere usted llevar por buen camino a una criatura, ha de intimidarla. Y je vous demande25; ¿hay
un medio mejor que el palo para amedrentar a un niño?

Dicho esto, nos dirigió una mirada interrogante, que a mí me atemorizó.

—Un muchacho de doce años, e incluso de catorce —prosiguió—, es todavía un niño.


Ahora bien, si se trata de una niña, el caso es muy distinto.

«¡Qué suerte no ser hijo suyo!», me dije.

—Eso no se lo discuto, princesa —replicó mi abuela, volviendo a enrollar el papel de mis


versos y a dejarlo junto a la caja, como si, después de lo que había oído, juzgase que aquella
mujer no era digna de conocer mi obra—. Pero dígame: dándoles ese trato, ¿podrá exigir
después sensibilidad y delicadeza a sus hijos?

Y mi abuela demostró que consideraba este argumento decisivo, al poner fin al tema con
estas palabras_

—Claro es que cada cual tiene sus puntos de vista sobre esta cuestión.

Varvara Ilínichna no respondió. Se limitó a sonreír con indulgencia, y su sonrisa daba a


entender claramente que perdonaba tales prejuicios en una persona tan apreciada por ella.

—A todo esto, no me han presentado ustedes a los chicos —exclamó, fijando en nosotros
una mirada risueña y amable.

Nosotros nos pusimos en pie y miramos a la princesa preguntándonos qué teníamos que
hacer para presentarnos.

Papá nos sacó del apuro, diciéndonos que besáramos la mano de la princesa.

Esta dijo, mientras besaba a Volodia en el cabello:


25
Yo le pregunto.
—Ya conocéis a otra tía vuestra. Una tía lejana, verdad es; pero yo mido los parentescos
por las relaciones, no por el grado.

Había dicho esto dirigiéndose principalmente a mi abuela. Pero ésta seguía


enfurruñada.

—¡Parentescos! —exclamó—. Eso ya no significa nada en nuestros tiempos.

Papá intervino.

—Este será un hombre de mundo —dijo por Volodia—, y éste, un poeta —añadió por
mí, en el momento en que yo, besando la menuda y seca mano de la princesa, me la imaginaba
empuñando un látigo.

La princesa me retuvo.

—¿Un poeta? ¿A quién se refiere?

Papá sonrió alegremente.

—A éste —dijo señalándome—, al de los remolinos en la coronilla.

No me hizo ninguna gracia que mi padre sacara a relucir mis remolinos. Por eso me
retiré a un rincón, malhumorado.

Mis ideas sobre la belleza eran en extremo originales. Incluso a Karl Ivánich lo
consideraba hermoso. En cambio, me daba perfecta cuenta de que yo no tenía nada de guapo.
Por eso me mortificaba toda alusión a mis rasgos físicos.

Nunca olvidaré que un día, cuando yo contaba seis años, se hablaba en la mesa de mí, y
mamá trataba de hallar algo bello en mi fisonomía. Dijo que en mis ojos brillaba la inteligencia
y que mi sonrisa era encantadora, pero, al fin, se rindió a las observaciones de mi padre y
reconoció que éstas se ajustaban a la realidad, es decir, que yo era feo.

Después de comer, me acerqué a mamá, como de costumbre y ella me dijo:

—No lo olvides, Nikolai: nadie te querrá por tu cara. Por lo tanto, has de procurar ser
bueno y saber mucho.

Y yo quedé convencido, no sólo de que carecía de belleza, sino que debía desarrollar mis
buenos sentimientos y mi inteligencia.
Sin embargo, en ciertos momentos me dominaba la desesperación. Me decía que no
podía haber felicidad en la tierra para un ser como yo, de labios gruesos, nariz ancha y ojos
pequeños y grises. E imploraba a Dios que hiciera el milagro de embellecerme. En aquellos
momentos, por tener un rostro hermoso, habría dado yo cuanto poseía entonces y hubiera de
poseer en el resto de mi vida.

18. El príncipe Iván Ivánich

Después de escuchar mis versos, la princesa me dedicó tales elogios, que mi abuela se
ablandó y empezó a conversar con ella en francés. Ya no la llamó «querida», e incluso la invitó
a que fuera a verla con sus hijos aquella tarde. La princesa aceptó, encantada, y poco después
se marchó.

Durante toda la mañana de aquel día hubo varios coches ante el portal, pues
continuamente llegaban visitantes para felicitar a la dueña de la casa.

Uno de ellos entró en la sala y besó la mano a mi abuela, mientras decía:

—Bonjour, chère cosuine26.

Frisaba en los setenta y era de aventajada estatura. En el cuello de su uniforme militar de


resplandecientes charreteras destacaba una gran cruz blanca. Su rostro reflejaba la calma y la
franqueza de su carácter. En sus ademanes había una naturalidad y una sencillez que me
cautivaron. Sólo le quedaban unos cuantos caballos en la parte posterior de la cabeza, y su
labio superior se hundía , evidenciando que tras él no había dientes, pero sus facciones
presentaban todavía un conjunto extraordinario bello.

Siendo todavía muy joven, el príncipe Iván Ivánich realizó una carrera brillantísima. A
este triunfo contribuyeron su magnífica presencia, la nobleza de su carácter, su valor heroico,
la influencia de sus poderosos y aristocráticos parientes, pero ante todo su buena estrella. No
dejó el servicio activo, y sus aspiraciones se cumplieron hasta el punto de que no quedaron
objetivos para su ambición.

Siempre, desde su mocedad, se comportó como si se ejercitara para ocupar en la


sociedad el alto puesto que la fortuna le reservaba. En su rutilante y un tanto vanidosa vida,
tropezó, como todos, con decepciones y amargas contrariedades, pero ello no le indujo a
apartarse en ningún momento de sus prudentes normas de conducta ni de las reglas

26
Buenos días, querida prima.
fundamentales de la religión y la moral. Y esta constancia y firmeza en su modo de proceder,
más que el alto puesto que ocupaba en la sociedad, le atrajeron el respeto y la simpatía de
todos.

Era una inteligencia corriente. Sin embargo, su posición le permitía observar la vida, con
todas sus menudas pasiones, desde un punto de vista elevado, y la misma elevación tenían sus
pensamientos. En su trato había cierta frialdad y altanería, pero era un hombre sensible y de
buenos sentimientos. Esta aparente incongruencia tenía su explicación. Aquella frialdad era el
arma de que se valía para mantener a raya a la infinidad de aduladores que acudían a él con el
único propósito de beneficiarse de su influencia. No obstante, esta frialdad quedaba atenuada
por sus exquisitos modales de hombre de mundo.

Había leído y estudiado mucho, pero sus conocimientos se reducían a lo aprendido en


su juventud, es decir, a finales del siglo XVIII. Todo lo notable que en dicho siglo se había
producido en Francia en filosofía, oratoria y literatura, lo conocía, y algunas obras tan a fondo,
que podía citar en el curso de sus conversaciones, cosa que le complacía sobremanera, pasajes
de Molière, de Fenelón, de Racine, de Corneille, de Montaigne, de Boileau…

Su erudición mitológica era sencillamente extraordinaria; en Ségur había adquirido un


buen caudal de conocimientos históricos, y había estudiado atentamente la poesía épica de la
antigüedad, a través de traducciones francesas.

En cambio, de la literatura contemporánea sabía tan poco como de física y de


matemáticas, donde sus conocimientos no pasaban de la aritmética. Por eso guardaba un
digno silencio en ciertas conversaciones generales. A veces, hacía algún comentario de cajón
sobre Byron, Goethe, o Schiller, cuya obra desconocía en absoluto.

Pese a esta educación francesa de tipo clásica, de la que existen hoy tan escasas
muestras, conversaba con una sencillez que le permitía, a la vez que poner de relieve su buen
tono, disimular su ignorancia en ciertas cuestiones.

La vida de sociedad era para él algo imprescindible, se hallara donde se hallase. Vivía
con el mismo esplendor en Moscú que en cualquier otra gran ciudad, y sus recepciones
reunían siempre a lo mejor de la población. En Moscú era tan conocido, que quien iba con él
tenía abiertas las puertas de todos los salones. ¡Cuántas lindas jóvenes le ofrecían sus mejillas
sonrosadas! ¡Y con qué aire aparentemente paternal las besaba él! Personas de gran relieve se
sentían dichosas cuando lograban participar en los juegos del príncipe Iván Ivánich.
Contadas personas quedaban ya que fueran de la misma alcurnia, las mismas ideas, los
mismos años e idéntica educación que el príncipe. Por eso conversaba con tanto celo su
antigua amistad con mi abuela y sentía tan gran respeto por ella.

Aquel hombre despertó en mí una profunda admiración. Ante la consideración que


todos le demostraban y la alegría que exteriorizó mi abuela al verle, ante el hecho de que sólo
él no se mostrara cohibido ante ella e incluso se atreviera a llamarla ma cousine, todo esto sin
olvidar sus grandes charreteras, le admiraba tanto o más que a mi propia abuela.

Le entregaron mis versos y él, después de leerlos, me llamó.

—A lo mejor, ma cousine —dijo—, tenemos aquí un segundo Derzhavin.

Al mismo tiempo que hacía este comentario, me dio tal pellizco en una mejilla, que si no
proferí un grito, fue tan sólo porque comprendí que se trataba de una caricia.

Todos los visitantes se habían marchado, y papá y Volodia habían salido del salón. El
príncipe, la abuela y yo nos habíamos quedado solos.

Tras unos instantes de silencio, el príncipe preguntó:

—¿Cómo es que no ha venido Natalia Nikoláievna?

Mi abuela apoyó la mano en la manga del uniforme de su amigo y repuso, bajando la


voz:

—Si ella pudiera hacer lo que desea, mon cher27, estoy segura de que habría venido.
Recibí una carta suya en la que me decía que Pierre la había invitado a venir, pero que ella no
había aceptado, porque este año no han tenido ingreso alguno. «Además —me decía también
en su carta— sería un trastorno que me trasladara con toda la casa a Moscú. Liuba es todavía
muy pequeña. Respecto a los niños, estarán tan bien con usted como conmigo: por eso estoy
tranquila…» Todo esto está muy bien —continuó mi abuela en un tono que evidenciaba que le
parecía muy mal—; pero hace ya tiempo que debieron traer los niños a Moscú para que se
educaran y se acostumbrasen a alternar. Dígame usted qué educación han podido recibir en la
aldea. El mayor va a cumplir trece años y el otro once. Y habrá visto usted, mon cousin, que ni
siquiera saben estar en una habitación.

—Pero a mí me parece —dijo el príncipe— que se quejan por vicio. A él no le faltaban


bienes, y en cuanto a la aldea de Natasha, donde, en mis buenos tiempos, representé algunas

27
Querido.
obritas teatrales, la reconozco perfectamente. Es una heredad magnífica, y debe de producir lo
suyo.

—A usted le puedo decir la verdad, porque es un amigo de confianza —dijo mi abuela


con un gesto de pesar—. Yo creo que todo esto es un pretexto de él para vivir solo y andar de
club y divertirse a sus anchas. Ella no se lo imagina. Ya sabe usted que es un ángel y que ella
confía en él ciegamente. La ha convencido de que tenía que venirse con los niños a Moscú y
ella debía quedarse en la aldea sin más compañía que de una institutriz antipática y necia.

Cambió de postura en el sillón y añadió con un gesto de desprecio:

—Yo creo que igualmente la convencería si le dijera que había de vapulear a los niños,
imitando a la princesa Varvara Ilínichna.

Tras una pausa, cogió uno de los dos pañuelos de batista que tenía junto al sillón, y,
llevándoselo a los ojos, continuó:

—Él no la puede comprender ni apreciar en lo que vale, y ella, pese a su bondad, a su


gran amor por él y a su empeño en disimular s dolor (de que lo disimula tengo la seguridad
más completa), no es feliz con este hombre. Y no olvide lo que voy a decirle. Si él…

No pudo continuar; su rostro desapareció tras el pañuelo.

—¡Eso no, ma bonne amie28! —replicó el príncipe en son de reproche—. Siempre será
usted la misma: se lamenta de desgracias que no existen más que en su imaginación. Conozco
a ese hombre hace tiempo y sé que es un marido atento y cariñoso, y, sobre todo, un parfaiet
honnête homme29.

Yo me di cuenta de que, sin proponérmelo, había oído cosas que no debía saber. Me
sentía profundamente agitado. De puntillas salí del salón.

19. Los Ivin

—¡Los Ivin, Volodia! —grité al ver desde la ventana que tres niños, acompañados de un
joven y acicalado preceptor, cruzaban la calle. Venían derechos a nuestra casa y llevaban una
levita aul marino forrada de pieles y con cuello de castor.

28
Mi buena amiga.
29
Un hombre a carta cabal.
Eran parientes nuestros y tenían, poco más o menos, nuestra edad. A poco de llegar a
Moscú, los conocimos y trabamos con ellos estrecha amistad. Seriozha, el segundo de los
hermanos, era moreno, de cabello rizado, nariz respingona y de trazo enérgico, y labios
frescos, rojos, que casi siempre dejaban al descubierto los dientes de la parte superior,
blanquísimos y un tanto salientes. Su rostro estaba dotado de una gran movilidad y tenía unos
ojos bellísimos, de un azul profundo. Jamás se le veía sonreír: o estaba serio, o reía a
carcajadas, con una risa clara y grata al oído. Su belleza, que no se parecía a ninguna otra, me
impresionó desde el primer momento, y me sentí atraído hacia él con una fuerza a la que en
vano habría intentado resistir. Su simple presencia me hacía feliz. Bastaba que estuviese tres o
cuatro días sin verlo para que sintiera ganas de llorar. Tanto si estaba dormido como despierto,
mis sueños se concentraban en él. Por las noches, cuando cerraba los ojos, lo veía y esta visión
me subyugaba.

Tal valor tenía para mí estos sentimientos, que los envolvía en el mayor secreto. Y él
prefería charlar y jugar con Volodia. Tal vez esto se debiera a que le molestase ver la insistencia
con que yo le miraba; acaso fuera, sencillamente, que yo no le inspiraba ninguna simpatía. No
obstante, esto no me preocupaba: yo no le pedía nada, aunque lo habría dado todo por él.

Su presencia despertaba en mi ánimo otro sentimiento casi tan poderoso como el de la


atracción que ejercía sobre mí: el temor de contrariarle, de disgustarle. Esto podía obedecer a la
expresión altiva de su semblante, o al desdén que le producía mi deplorable aspecto físico, o —
esto es lo más probable— a que me inspiraba tanto temor como afecto, lo que suele ser síntoma
de verdadero cariño.

La primera vez que Seriozha me dirigió la palabra me sentí tan dichoso y turbado, que
no pude contestarle: lo que hice fue palidecer primero y luego sonrojarme.

Cuando se quedaba absorto, fijaba la mirada en un punto cualquiera y empezaba a


parpadear, a la vez que movía las cejas y la nariz. A juicio de todos, esta costumbre lo afeaba,
pero a mí me pareció una gracia más, tanto, que involuntariamente empecé a imitarle. Por eso,
a los pocos días de haberse iniciado mi amistad con Seriozha, mi abuela, al verme parpadear
tan continuamente, me preguntó si me dolían los ojos.

A pesar de que entre nosotros no se había cruzado jamás una palabra de afecto, Seriozha
advirtió el imperio que ejercía sobre mí, y con inconsciente tiranía, hacía uso de él en nuestras
relaciones infantiles. Yo experimentaba un gran deseo de confesarle el afecto que le profesaba,
pero le temía demasiado para atreverme a expansionar mi corazón ante él. Por el contrario,
procuraba indiferente y le obedecía en silencio. En algunas ocasiones, su dominio me
abrumaba y me parecía insoportable, pero no me atrevía a eludirlo.
No puedo evocar sin pena este sentimiento ingenuo y hermoso, este profundo y
desinteresado afecto que se extinguió sin ser correspondido y sin ni siquiera haberse
exteriorizado. Cuando era niño deseaba —sin saber por qué— parecerme a las personas
mayores, y desde que fui persona mayor, más de una vez quise parecer un niño.

En mis tratos con Seriozha ¡cuántas veces estuve a punto de demostrarle mis
sentimientos y me contuve por temor a parecer un niño pequeño! Jamás me atreví a coger su
mano, a darle un beso ni a demostrarle la alegría que experimentaba al verle, aunque más de
una vez lo habría hecho de buena gana. Es más: ni siquiera osaba pronunciar ante él su
nombre y le llamaba Sergei. Considerábamos que cualquier demostración de sensibilidad era
una prueba de infantilismo. Así, antes de adquirir la amarga experiencia que induce a los
adultos a mantenerse cautos y fríos en sus relaciones, el afán de imitarlos nos privaba del
placer puro e inocente que llevan en sí los afectos infantiles.

Recibí y saludé a los Ivin en el vestíbulo, y luego eché a correr hacia las habitaciones de
mi abuela, a la que anuncié la visita con tal entusiasmo, que cualquiera habría dicho que la
noticia significaba la realización de sus más caros deseos. Después seguí a Seriozha al salón,
observando hasta crecido mucho, cosa que escuché con la emoción del artista que oye la
opinión de un crítico autorizado sobre su obra.

El preceptor de los Ivin, herr Frost, pidió permiso a mi abuela para llevarnos al jardín, y
salimos de la casa.

El joven profesor se sentó en un banco, cruzó elegantemente las piernas, después de


colocar entre ellas su bastón de puño de bronce, y encendió un cigarro puro. Todos sus
movimientos demostraban que era un hombre satisfecho de sí mismo.

Era alemán, como Karl Ivánich, pero muy distinto a él. Hablaba a la perfección el ruso, y
el francés con pronunciación deficiente. Tenía, sobre todo entre las damas, fama de hombre
erudito. Lucía unos bigotes rojizos y un alfiler con un gran rubí en medio de la chalina cuyos
extremos quedaban sujetos por los tirantes. Sus pantalones, prendidos a los zapatos por la
trabilla, eran de un tono azul celeste. Además de joven, era guapo y tenía unas piernas tan
musculosas, que este detalle se echaba de ver al punto. Él estaba orgulloso de sus fuertes
piernas, cosa que demostraba colocándolas de modo que todo el mundo las viese. Además, las
movía continuamente, estuviera sentado o de pie, por considerar que estos movimientos eran
irresistibles para las damas. En una palabra, era el prototipo del alemán joven rusificado, amén
de un petimetre con pretensiones de arrogante donjuán.

Nos divertimos de lo lindo en el jardín. Jugamos a ladrones y alguaciles, que era nuestro
juego favorito. Sin embargo, hubo un momento en que pareció que iba a aguarse la fiesta.
Seriozha hacía de bandido e iba persiguiendo a unos viajeros. Cuando más velozmente corría,
tropezó y se dio un tremendo golpe contra un árbol en una rodilla. Yo hacía de alguacil; por lo
tanto, mi obligación era detenerle. Pero no lo hice, sino que me acerqué a él lleno de inquietud
y le pregunté si se había hecho daño. Seriozha se enfureció. Apretando los puños y con una
voz que demostraba que la rodilla le dolía de firme, exclamó:

—Pero ¿qué haces? ¿Por qué no me prendes? ¡Así no se puede jugar!

Mientras decía esto, miraba a Volodia y su hermano mayor, que hacían de viajeros y,
por lo tanto, huían a todo correr. De pronto, lanzó un grito y reanudó velozmente la
persecución, riendo a carcajadas.

Su heroico comportamiento me sobrecogió y me sedujo profundamente. A pesar de su


evidente dolor, no derramó una sola lágrima ni se olvidó del juego.

Poco después, Seriozha me dio otra prueba de su prodigiosa entereza de ánimo, que me
cautivó y asombró más todavía. Esto sucedió cuando se unió a nosotros Ilinka Grap y subimos
todos al piso para estar allí jugando hasta la hora de comer.

Ilinka era hijo de un humilde extranjero que había servido en casa de mi abuelo tiempo
atrás. Mi abuelo había hecho al padre algunos favores, y él se consideraba en el deber de
mostrar gratitud enviándonos con frecuencia al muchacho. Si creía que su trato con nosotros
beneficiaba en algo a su hijo, se equivocaba de medio a medio, ya que no le mirábamos como a
un amigo, y si algunas veces le dedicábamos nuestra atención, era para utilizarlo como blanco
de nuestras burlas.

Ilinka Grap tenía trece años y era alto y delgado, de cara pálida, perfil de ave y
expresión humilde y bondadosa. Vestía con gran modestia; en cambio, llevaba el pelo tan
embadurnado de fijador, que más de una vez habíamos dicho, en son de broma, que los días
de sol fuerte, la grasa se le derretiría en la cabeza, le caería por la nuca y se le deslizaría por el
cuello de la chaqueta. Entonces me parecía un pobre diablo que no merecía que nadie le
compadeciese ni se preocupara de él; hoy, cuando lo recuerdo, me doy cuenta de que era un
muchacho servicial, bondadoso y pacífico.

Ya en el piso, nos dedicamos a exhibir nuestra fuerza y agilidad, ejecutando una serie de
ejercicios gimnásticos. Ilinka nos contemplaba sonriendo tímidamente y un gesto de asombro.
Y cuando le invitábamos a que repitiera nuestros ejercicios, respondía que ni los sabía hacer ni
tenía fuerzas para hacerlos.
Seriozha estaba sencillamente magnífico. Se había quitado la chaqueta y, con el rostro
encendido y los ojos brillantes, reía sin cesar e ideaba una travesura tras otra. Colocó tres sillas
en hilera y las saltó; dio la vuelta a la habitación haciendo girar el cuerpo como una rueda, y,
finalmente, puso varios libros de texto, uno sobre otro, en el centro de la habitación, apoyó la
cabeza en ellos y alzó todo el cuerpo de modo que quedó en posición invertida, a la vez que
agitaba los pies tan graciosamente, que era imposible contener la risa.

Tras este último ejercicio, estuvo reflexionando un momento. Después se acercó a Ilinka
y le dijo sin el menor acento de burla:

—Prueba a hacerlo. Verás qué fácil es.

Grap se puso como la grana al observar que todas nuestras miradas estaban fijas en él, y,
con voz ahogada, aseguró que jamás podría ejecutar aquella acrobacia.

—Pero ¿por qué no quieres hacerlo? ¡Pareces una niña!

Y Seriozha le cogió de un brazo y dijo, dirigiéndose a nosotros:

—¡Hay que obligarle a que se ponga cabeza abajo!

Todos convinimos a grandes voces que, efectivamente, era preciso ponerlo cabeza abajo.
Ilinka palideció y nosotros nos precipitamos sobre él y lo llevamos hacia el rimero de libros.

—¡Me vais a romper la chaqueta! —gritó el infeliz—. ¡Soltadme! ¡Ya iré solo!

Pero estos gritos de desesperación no hacían sino enardecernos, y nos desternillábamos


de la risa al ver cómo se descosían las costuras de la chaqueta del pobre Grap.

Entre el mayor de los Ivin y mi hermano le obligaron a bajar la cabeza y apoyarla en los
libros. Seriozha y yo nos encargamos de sus delgadas piernas: le subimos los pantalones hasta
las rodillas y levantamos aquellas piernas que se agitaban desesperadamente, todo ello
acompañado de estrepitosas risas. El menor de los Ivin se cuidaba de que todo el cuerpo se
mantuviese en posición vertical.

A nuestras carcajadas sucedió un breve silencio, durante el cual sólo se oía la jadeante
respiración del infortunado Ilinka. Y en este momento me asaltó la duda de si lo que
estábamos haciendo era verdaderamente divertido y gracioso.

—¿Te convences de que cualquiera puede hacerlo? —exclamó Seriozha a la vez que le
daba una palmada.
Grap no respondía, pero, en su deseo de verse libre de nosotros, movía las piernas en
todas direcciones. En uno de estos movimientos dio un taconazo a Seriozha, el cual se apresuró
a soltarle para llevarse la mano a la cara. Inmediatamente, dio un fuerte empujón a Ilinka, que
cayó cuan largo era. Echándose a llorar, el infeliz exclamó:

—¿Qué os he hecho para que me martiricéis?

Aquella lamentable figura, aquel rostro cubierto de lágrimas, y el revuelto cabello, y los
pantalones que dejaban al descubierto las sucias cañas de las botas, nos produjeron una penosa
impresión. Estuvimos unos instantes en silencio y haciendo esfuerzos por sonreís. Pero
Seriozha reaccionó en seguida.

—¡No seas llorón! —le dijo mientras le golpeaba ligeramente con el pie—. ¿Es que no se
te puede gastar una broma? ¡Basta ya de lágrimas y levántate!

—¡Eres malo! —respondió Ilinka sin volver la cabeza para mirarle.

Y siguió llorando, tendido de bruces en el suelo.

—¿Habéis oído? —exclamó Seriozha, indignado—. Da taconazos y encima insulta.

Y, cogiendo uno de los libros de texto, empezó a golpear con él al infeliz, que, incapaz
de defenderse, se limitaba a cubrirse la cabeza con ambas manos.

Después, Seriozha dispuso, con una sonrisa forzada:

—Vámonos abajo y que se quede aquí solo. Es lo que se merece el que no sabe aguantar
una broma.

Yo, compadecido, miraba al pobre muchacho tendido en el suelo, medio oculto el rostro
entre los libros, y llorando tan amargamente que los sollozos agitaban todo su cuerpo con
violentas sacudidas.

—¿Crees que está bien lo que has hecho, Seriozha? —le pregunté.

—¡Cómo si tuviera algo de particular! ¿Acaso he llorado yo cuando por poco me rompo
una pierna contra un árbol?

Me dije que tenía razón, que Ilinka parecía una niña llorona y Seriozha era un héroe.
Y es que no comprendía que el pobre Grap no lloraba por los golpes recibidos, sino por
el hecho de que cinco compañeros de juegos, a los que él seguramente apreciaba, se hubieran
puesto de acuerdo, sin razón alguna, para maltratarlo y despreciarlo.

Hoy no comprendo cómo pude comportarme tan despiadadamente. ¿Por qué no me


acerqué a él para consolarle? ¿Cómo compaginar este proceder con la pena y el llanto que me
acometían cuando veía algún pájaro muerto por haber caído del nido, o cuando se mataba a
algún cachorro sobrante, o cuando el cocinero cogía una gallina para degollarla?

¿Sería que mi afecto por Seriozha y el deseo de aparecer a sus ojos tan arrogante como
él, llegaban al extremo de ahogar en mí el sentimiento de la compasión ¡Triste afecto! ¡Deseo
deleznable!

Son las únicas manchas que veo en los recuerdos de mi infancia.

20. Los invitados

Era evidente que aquella noche habría en casa gran número de invitados. Así se deducía
del gran movimiento que se observaba en la repostería, del aspecto de fiesta que el
esplendoroso alumbrado daba al salón y a la sala y, especialmente, del detalle de que el
príncipe Iván Ivánich había enviado a sus músicos.

Cada vez que se oía el ruido de un coche, yo corría a la ventana, formaba un arco con
mis manos, a modo de pantalla, entre mi frente y el cristal, y escudriñaba la calle. Primero sólo
veía tinieblas, pero después iban apareciendo, entre ellas, formas que me eran familiares:
primero, la tiendecilla de enfrente con su farol; a su lado, el gran edificio que a aquella hora
solía tener iluminadas dos ventanas del piso inferior; en medio de la calle, algún faetón vacío o
algún desvencijado simón con viajeros.

Pero una de las veces que me acerqué a la ventana vi que se detenía ante el portal un
magnífico carruaje. Supuse que serían los Ivin, pues nos habían prometido venir lo antes
posible, y me dirigí a toda prisa al vestíbulo. Pero no eran los Ivin, sino que, tras el brazo
uniformado que abrió la puerta, aparecieron dos figuras de mujer, una de tamaño normal y la
otra menudita. Aquella llevaba un abrigo azul con cuello de nutria; ésta una capa verde que la
cubría por entero, dejando ver tan sólo dos diminutos pies calzados con botas forradas de piel.

Me incliné cuando las vi entrar, pero ellas no dieron muestra alguna de advertir mi
presencia. La figurita se acercó en silencio a la figura y ésta la despojó del pañuelo que protegía
su cabeza y de la capa. Entregó ambas cosas a un lacayo de librea, se encargó éste de quitarle
las botas, y entonces, el montoncito de ropas y pieles se convirtió en una encantadora criatura
de doce años, que lucía un vestido de muselina escotado, pantalones blancos y zapatitos
negros. Una cinta de terciopelo de este mismo color ceñía su blanquísimo cuello. Su cabecita
estaba totalmente cubierta de rizos de un color castaño oscuro, que por delante armonizaban
con su hechicero rostro y por detrás con sus hombros desnudos. Contemplando este
maravilloso cabello, me dije que nadie, ni siquiera Karl Ivánich, podría convencerme de que
era posible obtener semejantes rizos manteniendo enrollados los mechones durante todo un
día, y mediante la acción de unas tenacillas puestas al fuego. Daba la impresión de haber
nacido así, con aquella cabecita tan deliciosamente rizada.

Lo más notable de su fisonomía eran sus grandes y rasgados ojos, que contrastaban de
modo singular, pero agradable, con su boca diminuta. El rictus severo de sus labios y la
gravedad de su mirada daban a su rostro el aspecto de esos semblantes de los que no se espera
que sonrían y que, por eso mismo, cuando sonríen nos parecen más seductores.

Procurando que no me viesen pasé al salón y empecé a pasear con aire pensativo. Mi
propósito era fingir que no me había dado cuenta de su llegada y, por otra parte, que estaba
absorto en mis pensamientos. Cuando ambas llegaron al centro del salón, simulé que su
presencia me sorprendía, las saludé y dije que mi abuela estaba en la sala. La señora Valájina
correspondió a mi saludo con una afectuosa inclinación de cabeza. Su cara me encantó porque
se parecía extraordinariamente a la de su hija Sónechka.

Mi abuela mostró gran alegría al ver a Sónechka. Le dijo que se acercara, le arregló un
rizo que le caía sobre la frente y, después de mirar fijamente su carita, exclamó:

—Quelle charmante enfant30!

La jovencita sonrió y se ruborizó, y entonces me pareció tan encantadora, que el rubor


encendió también mi rostro.

Mi abuela cogió la linda carita por la barbilla, la levantó y dijo:

—Deseo que lo pases en mi casa lo mejor posible.

Baila y diviértete mucho.

Seguidamente alzó la vista hacia la señora Valájina.

—Ya tenemos una dama y un caballero.

30
¡Qué niña tan encantadora!
Y al decir «caballero» me señalaba a mí.

Las palabras de mi abuela me aproximaban a Sónechka, y ello fue para mí tan grato, que
me volví a sonrojar.

En esto oí el rumor de otro coche que se acercaba, y como, al mismo tiempo, noté que mi
cortedad iba en aumento, me escabullí de la sala.

En el vestíbulo me encontré con la princesa Kornakova. La acompañaban su hijo y sus


numerosas hijas. Estas eran todas iguales; se parecían a la madre y eran feas como ella; de aquí
que ninguna se destacara de las demás. De pronto, mientras se quitaban los abrigos,
empezaron a charlar con sus agudas vocecitas, a agitarse y a reírse ignoro de qué, tal vez del
numeroso grupo que formaban. El hermano, Etienne, era un muchacho de unos quince años,
considerable estatura, cara demacrada, ojos hundidos y cercados de grandes ojeras, y pies y
manos grandes. Sus movimientos eran torpes y tenía una voz hiriente. Sin embargo, parecía
muy satisfecho de sí mismo. Daba la impresión de ser uno de esos chicos a los que hay que
castigar continuamente.

Permanecimos unos momentos frente a frente, observándonos en silencio. Después nos


acercamos más el uno al otro, sin duda con el propósito de abrazarnos; pero, al vernos más de
cerca, cambiamos de opinión.

Ante nosotros desfiló el batallón de alegres hermanitas, con un rumoreo de vestidos, y


yo, para romper el hielo, pregunté a Etienne si habían ido muy apretados en el coche.

El me respondió con gesto displicente:

—Pues, no lo sé, porque he hecho el viaje en el pescante. Me mareo si voy dentro, y


mamá, que lo sabe, me deja ir al lado del cochero cuando salimos de noche. Es mucho más
agradable, porque se ve todo. Filipp me deja conducir a ratos. Entonces empuño el látigo, y a
los transeúntes que pasan cerca… —hizo un gesto significativo—. ¿Comprendes? Es muy
divertido. En este momento entró un lacayo en el vestíbulo.

—Excelencia —dijo a Etienne—, Filipp me pregunta dónde ha dejado usted el látigo.

—¿Que dónde lo he dejado? ¡Pero si se lo he dado a él!

—Él dice que usted no se lo ha dado.

—¿No? Tal vez lo haya colgado en uno de los faroles del coche.
—No está en los faroles. Filipp lo ha mirado… Lo que ocurre es que usted lo ha perdido,
y ahora Filipp tendrá que pagar el látigo de su bolsillo.

El lacayo había empezado a hablar en un tono de pesadumbre y se había ido animando


progresivamente. Era un hombre de apariencia sombría y respetable. Evidentemente estaba de
parte de Filipp y parecía empeñado en aclarar el asunto del látigo.

Yo fingí no darme cuenta de nada y, con una delicadeza que no sentía porque habría
preferido seguir escuchando, me aparté a un lado. Los lacayos que estaban presentes hicieron
todo lo contrario: se acercaron a su viejo compañero y le animaron con sus miradas de
aprobación.

Ettiene trató de poner fin a la cuestión con estas palabras:


—Bien, pues si lo he perdido, pagaré el látigo y no hay más que hablar.

Dicho esto, se acercó a mí y me condujo hacia la sala.

—Perdóneme, señor —dijo el lacayo—, pero eso no soluciona nada. ¿De dónde va usted
a pagar? ¿Ha pagado acaso los veinte kopeks que debe desde hace siete meses a María
Vasilievna? Y conmigo tiene usted una deuda hace más de un año. Y también a Petrushka le…

—¡Basta! —exclamó Etienne, lívido de ira—. Yo también podría contar muchas cosas.

—¡Muchas cosas! ¡Muchas cosas! —murmuró el lacayo—. Lo que usted hace, excelencia,
no está nada bien.

Dijo esto último en un tono especialmente expresivo, en el momento en que se dirigía


con los abrigos al ropero, mientras nosotros cruzábamos el umbral del salón. Y aún oímos
estas palabras, que pronunció a nuestra espalda una voz desconocida:

—¡Bien dicho! ¡Bien dicho!

Mi abuela tenía un arte especial para demostrar el concepto que le merecían las
personas, utilizando el “tú” y el “usted” en determinados casos y con acentos especiales.
Cuando el travieso príncipe se acercó a mi abuela, ella le habló de usted y le dirigió una
mirada de tan profundo desprecio, que a mí me habría turbado y confundido. Pero Etienne,
por lo visto, tenía un temperamento diferente al mío. Sin que le inquietara lo más mínimo el
recibimiento que le dispensó mi abuela, incluso sin dedicar la menor atención a su persona,
saludó a todos los presentes con más desenfado que cortesía.
Yo estaba pendiente de Sónechka. Recuerdo que mientras conversaba en el salón con
Volodia y Ettienne, en un lugar donde ella podía vernos y oírnos, mis intervenciones estaban,
por decirlo así, dedicadas a ella. Si me ocurría algo que me parecía ingenioso, lo decía en voz
alta y mirando de reojo a Sónechka. Luego nos trasladamos a otro sitio en el que no se nos
podía ver ni oír desde la sala, y entonces la conversación ya no me interesó lo más mínimo.

Tanto el salón como la sala se iban llenando de invitados. Entre ellos, como ocurre en
todas las fiestas infantiles, figuraban algunos muchachos ya crecidos que pretextaba asistir sólo
para complacer a la dueña de la casa, pero que eran los que más deseos tenían de bailar y
divertirse.

La llegada de los Ivin no me produjo la alegría con que recibía siempre a Seriozha. Por el
contrario, me inquietó la idea de que mi amigo iba a ver a Sónechka, y Sónechka a verle a él.

21. Antes de la mazurca

Al salir de la sala, Seriozha exclamó:

—¡Veo que vamos a tener baile! Habrá que ponerse los guantes.

Y sacó unos del bolsillo. Eran de cabritilla y estaban completamente nuevos.

Entonces me di cuenta de que yo no tenía guantes. ¿Qué hacer?

«Voy a ver si encuentro algunos», decidí.

Subí al piso y empecé a buscar en los armarios. Sólo hallé mis manoplas verdes de viaje
y un guante de cabritilla.

En modo alguno podía utilizar este guante viejo, sucio, mucho más grande que mi mano
y al que, por añadidura, le faltaba el dedo de en medio. Sin duda, esto último era obra de Karl
Ivánich, que lo habría cortado para hacerse un dedil. No obstante, me lo puse y me quedé
mirando el dedo desnudo, que era precisamente el que siempre tenía manchado de tinta.

—Si pudiese recurrir a Natalia Sávisnha, no me cabe duda de que ella encontraría en sus
baúles un par de guantes… Así no puedo bajar, porque tendría que estarme sin bailar, y no
sabría qué decir cuando me preguntasen por qué no bailaba. Pero si me quedo aquí me
echarán de menos… ¡Qué conflicto!
Mientras me decía esto, gesticulaba expresivamente.

De pronto, oí pasos veloces; era Volodia que llegaba corriendo.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó—. Va a empezar el baile. Ve en seguida a buscar


pareja.

Le mostré mi mano enguantada y le dije en un tono de desesperación:

—Tú no has pensado en esto, Volodia.

Reprimiendo su impaciencia, miró mi mano.

—¡Ah, los guantes! —exclamó sin la menor inquietud—. Es verdad. Tendremos que
preguntar a la abuela.

Y se fue corriendo escaleras abajo.

Su serenidad ante una situación que a mí me parecía tan grave, me tranquilizó, y eché a
correr tras él, olvidándome de que llevaba puesto el grotesco guante.

Cuando llegué a la sala, me acerqué a mi abuela y le dije:

—Estamos en un apuro, abuela: no tenemos guantes.

Le había hablado tan bajito, que no me entendió. Entonces me acerqué más y, apoyando
ambas manos en el brazo del sillón, le repetí lo que había dicho.

Ella se quedó mirando mis manos y, de pronto, me cogió la izquierda, la del guante, y la
levantó.

—¿Y esto qué es? —preguntó.

Acto seguido, se dirigió a la señora Valájina:

—Voyez, ma chère, voyez comme ce jeune homme s’est fait éléfant pour danrser avec votre fille 31.

Mi abuela retenía fuertemente mi mano mientras miraba todos los presentes con
expresión grave e interrogante. Al final, todos los invitados vieron mi guante y ni uno solo dejó
de reír.

31
Mire, querida, mira qué elegante se ha puesto este caballero para bailar con su hija.
Yo, sonrojado hasta las orejas, trataba inútilmente de desprender mi mano de la de mi
abuela. ¡Qué vergüenza habría pasado si me hubiera visto Seriozha en aquel instante! En
cambio, no me importó que me viera Sónechka. Esta se echó a reír tan de buena gana, que le
soltaron las lágrimas, se le encendió la carita y todos sus rizos se agitaron. Fue una risa
demasiado espontánea y natural para ser burlona. Yo también me eché a reír, y esta risa
común, mientras nuestras miradas se cruzaban, nos aproximó. En fin, que el incidente del
guante tuvo consecuencias muy contrarias a las que yo esperaba, ya que rompió el hielo en el
ambiente de la sala, que era lo más temible para mí.

Mi timidez había desaparecido como por encanto. El malestar de las personas tímidas se
debe a que éstas no saben la opinión que los demás tienen de ellas. Tan pronto como el tímido
conoce esta opinión, cualquiera que sea, el malestar desaparece.

Sónechka Valájina estaba subyugada bailando la quadrille con el desgarbado y joven


príncipe. ¡Cómo me cautivaba la sonrisa que me dirigía cuando me daba la mano en la
«cadena»! ¡Cuán deliciosamente ejecutaba el jeté-assemblé con sus ligeros piececitos y qué
bonita estaba mientras los rizos castaños saltaban sobre la cabeza!

Llegó la quinta figura. Mi pareja se retiró a un lado a toda prisa y yo me preparé para él
solo, que iniciaría en el momento en que la música me lo indicara. Entonces Sónechka se puso
seria, apretó los labios y desvió de mí la vista. Pero yo le demostré que sus temores eran
infundados. Ejecuté con resolución el chassé en avant, el chassé en arrière y la glissade, y cuando,
me acerqué a ella, le mostré alegremente mi destrozado guante. Ella lanzó una sonora
carcajada y sus piececitos se deslizaron por el piso veloz y graciosamente. Nunca olvidaré que
luego, cuando formamos el corro y todos nos cogimos de la mano, ella inclinó la cabeza y
frotó mi guante con su linda y diminuta nariz. Todavía me parece estar viendo todo esto y aún
resuenan en mis oídos las notas de La muchacha del Danubio, que acompañaron a estas escenas.

Después de la segunda quadrille, que bailé con Sónechka, me senté a su lado. Entonces se
apoderó de mí una profunda timidez. No hallaba el modo de iniciar la conversación. El
silencio se hizo tan largo, que empecé a temer que me tomara por tonto y decidí demostrarle a
toda costa que no lo era.

—Vous êtes une habitante de Moscou32? —le pregunté.

Ella contestó afirmativamente y yo dije:

—Et moi je n’ai encore jamais frequenté la capitale33.


32
¿Vives en Moscú?
33
Yo todavía no frecuento los círculos de la capital.
Hablé así con la esperanza de impresionar a Sónechka, sobre todo con el término
frequenté. Desde luego, fue un brillante principio que demostraba mis profundos
conocimientos de la lengua francesa; pero en seguida me turbó la idea de que no me sería
posible mantener toda la conversación a semejante altura.

Aún faltaba un buen rato para que tuviéramos que salir a bailar Sónechka y yo. De
nuevo se hizo el silencio entre nosotros. Yo miraba a Sónechke con una expresión de
tranquilidad. Por una parte, ansiaba saber la impresión que le había producido; por otra,
esperaba que acudiera en mi ayuda.

—¿Dónde has encontrado ese guante tan gracioso? —me preguntó de improviso.

Esta pregunta representó para mí un gran alivio y una íntima satisfacción. Después de
explicarle que el guante era de mi preceptor, le hablé de éste largamente, en un tono de burla.
Le dije que estaba graciosísimo cuando se quitaba su bonete rojo y le conté que una vez, yendo
a caballo, se cayó en un charco y se puso perdido el bekesh verde. El tiempo de la quadrille se
nos pasó volando. Evidentemente, yo había quedado muy bien, pero me preguntaba por qué
razón había empleado aquel tono de burla al hablar de Karl Ivánich. ¿Es que Sónechka me
habría considerado peor si le hubiese dejado entrever el cariño y el respeto que aquel hombre
me inspiraba?

Terminada la quadrille, Sónechka me dio las gracias con un gesto tan encantador y un
tono tan sincero como si realmente hubiera hecho yo algo que me mereciera su gratitud.

Me sentí eufórico hasta el punto de que no me conocía a mí mismo. ¿De dónde demonio
había sacado la entereza de ánimo y la audacia que experimentaba?

«No temo a nada ni a nadie —me decía mientras me paseaba despreocupadamente por
el salón—. No hay nada que yo no sea capaz de hacer.»

Se acercó a mí Seriozha para preguntar si quería ser su vis-à-vis.

—De acuerdo —repuse—. No tengo pareja, pero la buscaré.

Exploré con la mirada todo el salón. Todas las chicas tenían ya pareja. Sólo una, alta y
esbelta, que se hallaba junto a la puerta, estaba sola. A ella se dirigía un muchacho de
aventajada estatura con el evidente propósito de sacarla a bailar. Este estaba muy cerca de la
joven, y yo en el extremo opuesto del salón. Por eso hube de deslizarme velozmente sobre el
entarimado para llegar junto a la muchacha antes que el otro. Uní los tacones y, con voz
segura, invité a la joven para la contradanza. Ella sonrió, indulgente, y me tendió la mano.
El otro se había quedado sin pareja. Yo ni siquiera reparé en su visible contrariedad, tal
era mi exaltación y mi seguridad en mis propias fuerzas. Pero más tarde me enteré de que
había preguntado quién era «aquel chico de cabello revuelto que había conseguido birlarle la
pareja en sus propias narices».

22. La mazurca

Este bailo lo inició el joven al que yo había dejado sin pareja. Llevando a su dama de la
mano, hizo la salida, pero no con el pas de Basques que nos había enseñado Mimí, sino
corriendo, simplemente. Así llegó a un extremo del salón, donde se detuvo. Entonces abrió las
piernas, las volvió a cerrar con un firme taconazo, giró sobre sí mismo y siguió ejecutando los
pasos del baile.

Yo no tenía pareja para la mazurca. Por eso me limitaba a presenciar el espectáculo,


medio oculto tras el sillón de mi abuela.

Y, mientras miraba, reflexionaba:

«Pero ¿qué hace ese chico? Eso no está de acuerdo con las enseñanzas de Mimí. Ella nos
dijo que la mazurca se baila de puntillas y describiendo largas curvas con las piernas. Y ahora
resulta que no es verdad. Ni Etienne, ni los Ivin, ni ninguno de los que están bailando hace el
pas de Basques. Incluso Volodia ha adoptado la nueva norma… ¡Ah! Sónechka acaba de salir a
bailar. ¡Qué bonita está!» Me estaba divirtiendo de veras.

Ya terminaba el baile. Caballeros y señoras de edad se despedían de mi abuela y se


marchaban. Los criados se llevaban las bandejas hacia el fondo de la casa, avanzado
cautelosamente para no tropezar con los invitados. Mi abuela estaba extenuada. Hablaba con
voz desfallecida. Una vez más, los músicos empezaron a tocar el mismo motivo, con evidente
pereza. En una de sus evoluciones, la joven alta con la que yo había bailado me vio y, con una
sonrisita aviesa, se acercó a mí, sin duda para congraciarse con mi abuela. la acompañaban
Sónechka y una de las intocables princesas que había en el salón.

—Rose ou ortie34? —me preguntó.

—¡Hola! —exclamó mi abuela, volviéndose hacia la joven. Y me dijo—: Anda, ve a


bailar.

34
Rosa u ortiga.
Yo habría preferido esconder la cabeza debajo del sillón de mi abuela a perder su
amparo. Pero ¿cómo podía negarme? Me levanté, respondí: «Rose», y dirigí a Sónchka una
tímida mirada. En esto, una mano enfundada en un guante blanco se apoderó de la mía. Y la
princesa, ignorante de que yo desconocía enteramente los nuevos pasos, me condujo hacia el
centro del salón.

Yo sabía muy bien que el pas de Basques estaba en aquel salón afuera de su centro y que,
si lo ejecutaba, me pondría en ridículo; pero los compases de la mazurca, tantas veces
escuchados por mí, despertaron en mi oído ciertos impulsos que los nervios acústicos
transmitieron a mis pies. Y éstos empezaron a ejecutar de puntillas, de un modo automático y
ante el estupor de los espectadores, los fatídicos pasos que describían suaves curvas. En tanto
avanzamos en línea recta, la cosa no fue mal del todo, pero cuando llegó el momento de dar la
vuelta, advertí a tiempo que, si no tomaba mis medidas, me adelantaría a mi pareja, cosa que
produciría pésimo efecto. Por eso me detuve y me dispuse a virar mediante los movimientos
que tan perfectamente había ejecutado el joven de la primera pareja. Pero, cuando ya había
abierto las piernas y me disponía a dar el taconazo, la princesa fijó su vista en mis pies con una
expresión en la que se mezclaban la estupidez, la curiosidad y la sorpresa. Esta mirada fue
fatal para mí. De tal modo me desconcerté, que, a partir de este momento, ya no bailé, sino que
me limité a mover las piernas sin método alguno, del modo más extravagante y sin que tales
movimientos tuvieron relación alguna con la música. Al fin, me quedé inmóvil.

Todos los ojos se fijaban en mí. Y en aquellas miradas había compasión o burla,
curiosidad o sorpresa. Tan sólo mi abuela presenciaba la escena con una indiferencia absoluta.

Oí la voz de mi padre, que, con cierta aspereza, dijo a mi oído:

—Il ne fallait pas danser, si vous ne savez pas35!

Y, apartándome y apoderándose de la mano de mi pareja, dio con ella la vuelta según el


sistema clásico, entre generales rumores de aprobación. Luego condujo a la princesa a su sitio.
Y poco después terminaba la mazurca.

—¡Dios mío! —murmuré—. ¿Qué he hecho yo para merecer tan horrible castigo?

«Todos me desprecian y nunca volveré a ver sino el desprecio a mi alrededor… Todo lo


he perdido y todos los caminos —el del amor, el de la amistad, el de los honores— se han
cerrado para mí. Volodia no debió hacerme aquellas señas que no podían sacarme del aprieto

35
Si no sabes, ¿por qué has salida a bailar?
y que sólo servían para llamar la atención de los demás… ¡No sé por qué dirigía la princesa
aquella estúpida mirada a mis pies!... ¿Por qué Sónechka —¡Ah, qué linda es!— habrá sonreído
en ese instante? ¿Por qué se habrá disgustado papá? ¿Es posible que incluso él se haya
avergonzado de mí? ¡Esto sí que es doloroso! En ningún caso se habría avergonzado mi madre
de su Nikolai…»

Y al evocar la adorada imagen, surgen en mi imaginación recuerdos felices que calman


mi espíritu. Vuelvo a ver los tilos del jardín, la lejana pradera, el estanque sobre el que trazan
las golondrinas círculos veloces, el heno recién segado del que se desprende un fuerte y grato
olor, el cielo azul por el que navegan unas nubes blancas…

23. Después de la mazurca

Cuando nos sentamos a cenar, el joven que había iniciado la mazurca vino a ocupar un
puesto en nuestra mesa, la de los niños, y pronto advertí que tenía conmigo tales atenciones
que si no me sentí halagado fue porque me era imposible sentir nada después de lo que había
sucedido en el salón. Pero él no desistió de devolverme el buen humor y continuó
prodigándome sus amabilidades. Me aseguraba que yo era un chico arrogante, me gastaba
toda clase de simpáticas bromas y, aprovechando las ocasiones en que no le veían las personas
mayores, llenaba mi copa de vinos de todas las clases, servidos de diversas botellas, y después
me animaba a beber. En los últimos momentos del festín, el mayordomo vino hacia nosotros
con una botella envuelta en una servilleta. Era champaña. A mí me sirvió únicamente un
cuarto de copa, pero el joven le obligó a que me la llenase y luego consiguió que yo me la
bebiera sin respirar. Entonces noté que un delicioso calorcillo se difundía por todo mi cuerpo y
sentía una gratitud tan vehemente hacia mi amable compañero y un entusiasmo tan ardoroso,
que, sin justificación alguna, lancé una sonora carcajada.

Las notas del grossvater llegaron a nuestros oídos, procedentes del salón, y como si esto
fuera una señal, todos nos levantamos de la mesa. En este punto terminaron mis relaciones con
mi nuevo amigo, pues él fue a reunirse con las personas mayores y yo no me atreví a seguirle.

Lo que hice fue dejarme llevar de la curiosidad y acercarme a Sónechka, que estaba
hablando con su madre. Me aproximé con disimulo, pues mi propósito era enterarme de su
conversación.

Sónechka rogaba a la señora Valájina que consintiera en quedarse un poco más.

—¡Sólo media horita, mamá!


La madre se negaba, pero la niña insistía, zalamera:

—¡Anda, mamaíta!

—Te he dicho que no… No quiero pasar un mal día mañana.

Pero se le había escapado una sonrisa y esto la perdió. Sónechka empezó a saltar y a
palmotear alegremente.

—¡Sí que quieres! ¡Sí que quieres! ¿Verdad que quieres?

La madre tuvo que rendirse.

—¡Que siempre te hayas de salir con la tuya!

Y, al verme a mí, añadió:

—Mira, aquí tienes pareja para bailar.

Sónechka me tendió la mano y echamos a correr hacia el salón.

Poco después yo me había olvidado por completo del desgraciado incidente de la


mazurca; ello se debió en parte al vino ingerido y en parte al hecho de tener a Sónechka a mi
lado y de que ella estuviese tan radiante de alegría.

Con impetuosa resolución, empecé a ejecutar con los pies los movimientos más
divertidos. Corría, lanzaba al aire las piernas como si fuera un caballo enfurecido, pataleaba
como el carnero que se enfrenta con un perro. Y, entretanto, no cesaba de reír a carcajadas, sin
preocuparme lo más mínimo del efecto de mi proceder pudiera causar en los invitados.

Sónechka no se quedaba corta en esto de reír. Todo le hacía gracia. Se reía del simple
hecho de que diéramos vueltas cogidos de la mano; rió de buena gana al ver que un señor de
edad, para divertir a otros, dejaba un pañuelo en el suelo y pasaba sobre él, levantando
lentamente una pierna primero y después la otra, como si vencer aquel obstáculo exigiera de él
un gran esfuerzo; y, en fin, se desternilló de risa cuando yo, para lucir mi agilidad, empecé a
dar saltos tan enormes, que poco faltaba para que llegase al techo.

En un momento en que hube de entrar en el gabinete de mi abuela, me miré al espejo. Vi


que tenía el rostro acalorado y cubierto de sudor, que estaba completamente despeinado y que
los pelos de mi coronilla parecían las púas de un erizo. No obstante, tenía mi rostro una
expresión tan alegre, y era esta alegría tan sincera y tan sana, que quedé sumamente satisfecho
de mí mismo.

«Creo que si estuviera siempre este aspecto, llegaría a gustar.»

Sin embargo, cuando regresé al salón y vi de nuevo a Sónechka, cuando descubrí en su


precioso rostro, no sólo la expresión de alegría sana y despreocupada que tanto favorecía al
mío, sino también una incomparable y delicada belleza, experimenté una amarga decepción y
me dije que había sido un estúpido al confiar en que pudiera interesarse por mí una criatura
tan hermosa.

Pero, aun comprendiendo lo absurdo de mis esperanzas, me sentía rebosante de


felicidad. Amaba, y ello colmaba mi ser de una alegría que me hacía dichoso. Pedí al cielo que
este sentimiento no me abandonara nunca. Mi corazón parecía aletear como un pájaro,
palpitaba con violencia y despertaba en mí una dulce congoja.

Al pasar, cuando íbamos por el corredor, ante una cavidad oscura que había debajo de
la escalera, me dije:

«¡Qué feliz sería yo si pudiera pasar toda la vida con ella en este oscuro rincón, y sin que
nadie supiera que estábamos aquí!»

—¿Verdad que la fiesta de hoy es magnífica? —murmuré con voz trémula.

Y al punto aceleré el paso, asustado de lo que iba a decir, más de lo que había dicho.

—Desde luego. Ha sido espléndida —respondió Sónechka, mirándome con una


expresión de bondad tan sincera, que desaparecieron mis temores al instante.

—Lo más hermoso ha venido después de la cena —dije—. Usted no puede imaginarse lo
que lamento —mi intención fue decir «lo que me apena», pero me faltó valor— que tengamos
que separarnos dentro de unos instantes, para no volvernos a ver.

—¿Por qué no hemos de volver a vernos? —preguntó Sónechka, con la mirada fija en la
punta de sus zapatillas y pasando el dedo por un biombo que tenía a su lado—. Dos veces por
semana, los martes y los viernes, salgo con mamá. Vamos a la avenida Tverskaia. ¿Usted no
sale nunca de paseo?

—El próximo martes pediré que me dejen salir, y si no me dan permiso, me escaparé. Sé
ir solo a esa avenida.
De pronto, Sónechka exclamó:

—Oye, yo tuteo siempre a unos niños que vienen con frecuencia a mi casa. Hablémonos
también siempre nosotros de tú. ¿No te parece?

Y, levantando la cabecita me miró a los ojos.

En este momento cruzábamos el umbral del salón, mientras se iniciaba la parte más
animada del grossvater.

—Bueno; como usted… Quieras —respondí, aprovechando un momento en que me


pareció que la música ahogaría mis palabras.

Pero Sónechka me oyó y se echó a reír.

—El «usted» sobra. «Como quieras» es más que suficiente.

Terminó el grossvater sin que hubiera tuteado una sola vez a Sónechka, aunque pensé
una serie de frases en que el «tú» se repetía varias veces. No me atreví. Su vocecita cuando
dijo: «El usted sobra», resonaba en mis oídos incesantemente, embriagándome de felicidad.
Para mis ojos no había forma ni imagen que la de Sónechka.

Poco después vi cómo su madre le recogía los bucles y se los echaba hacia atrás, con lo
que aparecieron a mis ojos sus sienes y una parte de su frente que yo no había visto todavía.
Después le envolvieron la cabeza en un chal, tan por completo, que sólo su naricilla quedó
visible, y ella tuvo que abrirse con sus sonrosados deditos un hueco ante la boca para poder
respirar. Y, finalmente, la vi bajar la escalera siguiendo a su madre, volverse rápidamente,
saludarnos con un movimiento de cabeza, cruzar la puerta y desaparecer.

No sólo fui yo el que seguí a Sónechka con la mirada desde lo alto de la escalera:
conmigo estaban Volodia, los Ivin y el joven príncipe, todosigualmente embelesados. No sé a
quién dirigía aquel movimiento de cabeza a modo de saludo, pero en aquel momento yo no
dudaba de que me lo había dedicado a mí.

Poco después, al despedirme de Seriozha, crucé con él unas palabras y le estreché la


mano con gran desenvoltura, y también con cierta frialdad. Tal vez comprendió que había
perdido mi ciego afecto y su dominio sobre mí, y debió de lamentarlo, aunque mostró la
mayor indiferencia.

Por primera vez en mi vida cometía una traición de amor, y por primera vez saboreé el
deleite que produce un acto semejante. Me sentía feliz al reemplazar el sentimiento, ya
gastado, de un cariño habitual por un nuevo amor que tenía mí el incentivo de la novedad y
del misterio. Por otra parte, siempre ocurre que cuando un amor se pierde al mismo tiempo
que se encuentra otro, el segundo tiene más fuerza que el anterior.

24. Cuando estuve


en la cama…

Una vez acostado, me dije:

—¿Cómo habré podido querer durante tanto tiempo y tan profundamente a Seriozha?
Él no ha merecido nunca mi afecto, porque no ha sabido apreciarlo. Ni siquiera lo ha
comprendido. Sónechka, en cambio… El «usted» sobra. «Como quieras» es más que suficiente.

Me estremecí al imaginarme el rostro adorado, me cubrí con el edredón la cabeza, lo


ajusté alrededor de mi cuerpo y cuando ya no quedó entre él y yo el menor resquicio,
experimenté una agradable sensación de calor que me adormeció. Y entonces mi mente
empezó a vagar entre el sueño y la dulzura de los recuerdos.

Con el forro del edredón ante los ojos, veía a Sónechka con tanta nitidez como la había
visto hacía una hora. Empecé a conversar mentalmente con ella y, pese a lo incongruente de la
conversación, experimentaba un placer indefinible ante los «tus» y los «contigo» que se
cruzaban de continuo entre nosotros.

Estas visiones eran tan reales, que me impedían dormirme del todo. De súbito me
acometió el deseo de compartir con alguien mi felicidad.

—¡ Sónechka! —susurré mientras daba media vuelta en la cama—. ¿Estás dormido,


Volodia?

Mi hermano me respondió con voz soñolienta:

—Estoy despierto. ¿Qué quieres?

—Oye, Volodia: estoy enamorado, profundamente enamorado de Sónechka.

—¿Y qué? —preguntó Volodia tras un bostezo.


—No puedes imaginarte lo que siento, Volodia. Ahora mismo estaba hablando con ella y
la veía con tanta realidad, que estoy maravillado. Oye una cosa, Volodia: cuando pienso en
ella, no sé qué me pasa, que me dan ganas de llorar.

Volodia se movió ligeramente en su cama. Yo continué:

—Mi único deseo es verla y estar con ella continuamente. ¿Tú no estás enamorado?
Dime la verdad, Volodia.

No sé por qué en aquellos momentos deseaba que todos estuvieran enamorados de


Sónechka y lo confesaran.

—Es posible —repuso Volodia, dando media vuelta para ponerse de cara a mí—. Pero
eso a ti no te importa.

Al advertir que sus ojos brillaban, exclamé:

—Tú no tienes sueño, aunque quieras hacerlo ver.

Y echando hacia abajo el edredón, añadí:

—Lo mejor será que hablemos de ella. Dime: ¿verdad que es encantadora? Para mí lo es
tanto que si me dijese que me arrojara de cabeza a una hoguera, lo haría con gusto, ¡palabra!
¡Es maravillosamente bonita!

Mientras decía esto, la estaba viendo con toda claridad. Tanto que, para saborear mejor
la contemplación de la adorable imagen, me volví de un salto hacia el otro lado y me eché la
almohada sobre la cabeza.

—Tengo unas ganas tremendas de llorar, Volodia.

—¡Pues sí que eres tonto! —comentó con una sonrisa. Y, tras una pausa, añadió—: Yo
tengo ideas muy distintas a las tuyas. Lo que a mí me gustaría es estar a su lado y charlar con
ella.

—¡Tú también estás enamorado de Sónechka! —le atajé.

Pero él, sin hacerme caso, prosiguió, con una dulce sonrisa:

—Luego le besaría las manos, los ojos, la boca, los labios… La cubriría de besos a toda
ella.
—¡Qué atrocidad! —grité sin sacar la cabeza de debajo de la almohada.

—¡Tú qué sabes! —dijo Volodia, desdeñoso.

—El que no sabe nada eres tú. Por eso no dices más que disparates.

Mi voz estaba impregnada de lágrimas.

—¿Por eso lloras? —dijo Volodia—. ¡Bah! Eres una niña.

25. Una carta

Cerca de medio año después de lo que acabo de relatar, el día 16 de abril, papá subió a
vernos cuando estábamos enfrascados en el estudio, y nos dijo que aquella misma noche
partiríamos con él para la aldea.

Al oír esto me estremecí y mi corazón voló hacia mi madre, en alas de mis


pensamientos.

El motivo de este repentino viaje fue la carta siguiente:

Petróvskoie, 12 de abril.

«Son las diez de la noche y acabo de recibir tu carta de fecha 3 de abril. Siguiendo mi
costumbre, la contesto inmediatamente. Fiódor trajo la carta anoche de la ciudad, pero era ya
demasiado tarde y no se la he dado a Mimí hasta esta mañana. Y Mimí la ha retenido durante
todo el día pretextando que no me encontraba del todo bien. Desde luego, tiene algo de razón,
pues hace ya tres días que estoy en cama, porque me siento algo indispuesta.

»Pero haz el favor de no alarmarte. Ya estoy mejor, y mañana me levantaré si Iván Ilich
me lo permite.

»Las niñas y yo salimos de paseo el viernes pasado, y cuando ya estábamos llegando a la


carretera y pasábamos junto a ese puentecillo al que tanto miedo he tenido siempre, el coche se
atascó en el barro. Como el tiempo era magnífico, me fui a pie hasta la carretera, para
distraerme mientras sacaban el coche del atolladero. Me senté a descansar al llegar a la ermita
—estaba fatigada— y allí estuve la media hora que tardaron en desatascar el coche, pues fue
necesario ir a buscar gente. Llevaba unos zapatos de suela fina y se me habían mojado. Cuando
volví al coche, tenía helados los pies. Por la tarde tuve un poco de temperatura y sentí
escalofríos, pero seguí levantada y haciendo la vida de costumbre.

»Después de merendar, me senté con Liuba al piano para tocar a cuatro manos. (No
puedes figurarte cómo ha progresado. Te vas a quedar boquiabierto.) Pero cuál no sería mi
estupor al advertir que no podía contar los compases. Los números se confundían en mi
cabeza mientras los oídos me zumbaban de un modo extraño. Después de contar «uno, dos,
tres», pasaba a ocho o a quince. Lo chocante es que yo me daba cuenta de estos errores; pero
no los podía evitar.

»Mimí, al notarlo, se me llevó casi a la fuerza a la cama. Y ya sabes, querido, cómo y por
qué me he puesto enferma. Como ves, soy la única culpable.

»Al día siguiente, en vista de que me había subido la fiebre, vino a visitarme nuestro
viejo y buen amigo Iván Vasílich. Ya no se movió de casa y me ha asegurado que muy pronto
me dará de alta. ¡Qué bueno es! Como pasé toda una noche con fiebre y delirando, no se movió
de la cabecera de mi cama, lo que quiere decir que no durmió nada absolutamente. Ahora,
mientras yo escribo, está en la salita con las niñas. Les está contando cuentos alemanes y ellas
se ríen tanto, que las estoy oyendo.

»Está aquí la belle flamande36, como tú la llamas. Su madre se marchó no sé adónde, y la


tengo conmigo desde hace más de una semana. Se desvive por cuidarme y continuamente me
está dando pruebas de su sincero afecto. Todo me lo cuenta, hasta los más íntimos secretos de
su corazón. Por su bondad, su juventud y su hermosura, podría llegar a ser una joven
sencillamente excepcional si estuviera en buenas manos. Pero, por lo que ella misma me
cuenta, vive en un ambiente en el que a la fuerza ha de echarse a perder. Más de una vez he
pensado que realizaría una buena acción encargándome de educarla, y si no lo hago, es porque
tengo tres hijos a los que atender.

»Liuba ha intentado escribirte, pero ha roto ya tres cartas sin terminar. Dice que, con lo
bromista que tú eres, le bastaría hacer una falta para que la fueras pregonando. Katia, tan
graciosa como siempre; Mimí, tan buena y… tan aburrida.

»Hablemos ahora de cosas importantes. Me dices en tu carta que este invierno no te han
ido bien las cosas y que vas a verte obligado a echar mano del dinero de Jabárovka. Me
sorprende que pidas permiso para ello. ¡Cómo si lo mío no fuera tuyo también!

36
La bella flamenca.
»Tu bondad, esposo mío, te lleva a ocultarme, para no afligirme, el verdadero estado de
tus negocios. Deduzco que has tenido grandes pérdidas, pero no temas por mí, pues esto no
me apena en absoluto. Te aconsejo, pues, que si puedes arreglar las cosas, dejes de pensar en lo
que has perdido y no sigas atormentándote inútilmente. Hace tiempo que estoy convencida de
que, para el bienestar de los niños, no puedo contar tus ingresos, ni siquiera con tus bienes…, y
perdóname la franqueza. Tus pérdidas no me preocupan, del mismo modo que no me alegran
tus ganancias. Lo que me apena es tu lamentable pasión por el juego, ya que me arrebata una
parte de tu cariño y me lleva a decirte cosas tan desagradables como las que ahora te estoy
diciendo. No puedes imaginarte el dolor que me causa hablarte así. Continuamente ruego a
Dios que nos libre, no de la pobreza, que esto tiene poca importancia, sino de llegar a una
situación en que nuestros interese no estuvieran de acuerdo con otros que yo me vería
obligada a defender: los intereses de nuestros hijos. Dios me ha escuchado hasta este
momento: no has llegado a ese límite del que no podrías pasar sin emplear unos bienes que ya
no nos pertenecen, porque sus dueños son nuestros hijos… ¡No quiero ni pensar que eso
podría ocurrir! Sin embargo, esta terrible desgracia no deja de amenazarnos. Es una cruz que
Dios nos ha enviado.

»De nuevo insistes en tu carta en lo que ya hemos discutido tantas veces: en que acceda
a enviar a los niños a un colegio. Ya sabes que no tengo ninguna fe en ese método de
enseñanza. Ya sé que tú piensas de otro método de enseñanza. Ya sé que tú piensas de otro
modo, pero te ruego, por el amor que me tienes, que me aseguras que no harás eso nunca, ni
mientras yo viva, ni cuando Dios se me haya llevado, si es que Él decide nuestra separación.

»Respecto a ese viaje que, según me dices, has de hacer a San Petersburgo, porque así lo
exigen tus negocios, sólo te diré que mi deseo es que el Señor te acompañe y que regreses tan
pronto como te sea posible. ¡Nos haces tanta falta a todos!

»Ya ha llegado la primavera, una primavera magnífica. Tan magnífica, que ya hemos
abierto los balcones. Hace cuatro días que el camino del invernadero está seco; los
melocotoneros han florecido; sólo queda nieve en algunos rincones; Liuba me ha traído hoy las
primeras flores de la primavera, y las golondrinas rondan ya nuestra casa. Dentro de tres o
cuatro días yo podré gozar de todo esto, porque Iván Vasílich me ha prometido que no tardará
más tiempo en dejarme salir.

»Adiós, querido. No te preocupes de mi estado de salud ni de tus pérdidas. Procura


terminar cuanto antes tus negocios y ven con los niños. Quiero que paséis aquí todo el verano.
Ya he trazado mis planes y te aseguro que son magníficos. Tan pronto como llegues, los
pondremos en práctica.»
Pero había una segunda carta, escrita en otro pliego, en francés y con letra desigual. He
aquí su traducción exacta:

»No creas lo que acabo de decirte sobre mi enfermedad. Nadie sabe lo grave que estoy.
Yo sí que lo sé: estoy segura de que no volveré a poner los pies en el suelo. Ven cuanto antes;
parte ahora mismo si puedes, y trae a los niños. Tal vez pueda bendecirlos por última vez y a ti
darte mi último abrazo. Esto es lo único que ahora deseo. Ya sé que estas palabras serán para ti
terriblemente dolorosas, pero me digo que da lo mismo que sufras este dolor hoy que mañana.
Soportemos con entereza esta desgracia y confiemos en la divina misericordia, a la vez que
acatamos su voluntad.

»No creas que estoy delirando. Por el contrario, nunca han sido mis pensamientos tan
diáfanos como ahora, y jamás he sentido una calma interior como la que siento en este
instante. Desecha, pues, la vana esperanza de que todo esto sean vagos presentimientos de un
alma atemorizado. Estoy persuadida —¿cómo no, si es Dios quien me lo ha enviado?— de que
me queda muy poco tiempo de vida.

»¿Desaparecerá con mi existencia mi amor a ti y a los niños? No, esto no es posible. Lo


que siento por ti y por nuestros hijos es tan fuerte, que sin ese sentimiento no concibo ninguna
clase de existencia: por eso no puedo admitir que se desvanezca al desaparecer esta vida. Sin el
amor a vosotros, mi alma no podría existir y, sin embargo, su existencia es eterna. ¿Acaso este
infinito amor habría podido nacer para morir algún día? ¿No lleva en sí mismo la
inmortalidad?

»Me separaré de vosotros, pero estoy convencida de que mi amor os acompañará


siempre, que esta seguridad me hace feliz y me lleva a esperar sin temor ni inquietud alguna
muerte que estoy viendo llegar.

»Sí, mi tranquilidad es completa. Siempre he considerado la muerte —bien lo sabe Dios


— como el tránsito a una vida mejor… Sin embargo, ¿por qué me ahogan las lágrimas?, ¿por
qué te he de causar este inmenso dolor?, ¿por qué he de privar a mis hijos de mi presencia, a la
que ellos tanto aman? Y yo ¿por qué he de morir, cuando vivo tan dichosa con vuestro amor...?

»Cúmplase la voluntad divina.

»No puedo continuar: las lágrimas me nublan la vista… Tal vez no volvamos a vernos.
Gracias, esposo mío, por la inmensa felicidad que me has dado en esta vida. Pediré a Dios que
te lo pague… Adiós, querido. No olvides que, aunque mi cuerpo no te acompaña, mi amor irá
a todas partes contigo… Adiós, Volodia, ángel mío; adiós, Nikolai, mi Nikolai…

»¿Me olvidarán algún día? ¿Será esto posible?»

Acompañaba a la carta esta nota de Mimí, escrita en francés.

«El doctor ha confirmado todo lo que su esposa le anuncia en la última parte de su carta.
Ella me dijo anoche que echara inmediatamente la carta al correo, pero yo, por si la había
escrito delirando, la retuve y esta mañana he osado abrirla. Un momento después su esposa
me preguntó si la había echado y me dijo que si no lo había hecho, la quemase. Habla
continuamente de la carta y del espantoso dolor que con ella va a causarle. Venga usted
inmediatamente. De lo contrario, no podrá ver con vida a este ángel. Perdone lo deshilvanado
de esta nota. Hace ya tres noches que no he cerrado los ojos. Ya sabe usted lo mucho que la
quiero.»

Natalia Sávishna, que no se separó ni un minuto de mi madre durante la noche del 11 de


abril, me contó que la enferma, cuando terminó de escribir la primera parte de su carta, la dejó
sobre la mesilla de noche y se quedó dormida.

—A mí la media se me cayó de las manos, y empecé a dormitar en el sillón. Ya era más


de medianoche cuando me pareció (no podía precisarlo porque estaba medio dormida) que su
mamá decía algo. Abrí los ojos y la vi incorporada y llorando amargamente. « ¿Entonces, todo
ha terminado?», murmuró, y se cubrió el rostro con las manos, me apresuré a acercarme a ella
y le pregunté qué le ocurría. Y su mamá exclamó: «¡Si supieras a quién acabo de ver…!» Yo
quise saber a quién había visto, pero no hubo medio de arrancarle una palabra más. Lo que
hizo fue ordenarme que le volviera a acercar la mesita y alargó la carta. Cuando hubo
terminado, me mandó que la cerrase en su presencia y me dijo que la llevara al correo sin
pérdida de tiempo. Desde este momento, las cosas fueron de mal en peor.

26. De vuelta a la
aldea
El coche de viaje llegó el día 18 de abril a Petróvskoie. Al salir de Moscú, Volodia,
viendo el gesto de preocupación de papá, le preguntó si nuestra madre estaba enferma. Mi
padre estuvo un momento mirándole en silencio y con semblante sombrío; después movió la
cabeza afirmativamente.

Durante el largo viaje se fue tranquilizando, pero cuando nos acercábamos a la aldea, la
tristeza reapareció en su rostro.

Ya ante nuestra casa, sus ojos aparecían húmedos de lágrimas y, con voz quebrada por
la angustia, preguntó a Foká, que llegó jadeante.

—¿Cómo está?

El viejo Foká nos miró de reojo, bajó la cabeza y respondió mientras abría la puerta del
vestíbulo:

—Hace ya seis días que está en la cama.

Nuestro fiel Milka, del que supe más adelante que no había dejado de aullar
lúgubremente desde el mismo día en que mi madre se quedó en cama, corrió hacia mi padre y
empezó a saltar a su alrededor y a lamerle las manos mientras lanzaba breves ladridos. Pero
papá lo apartó y entró en la sala. De ella pasó a la salita, contigua al dormitorio de mamá. Su
visible inquietud iba en aumento a medida que se acercaba a la habitación de la enferma. Ya
en la salita, avanzó de puntillas y respirando con dificultad, hacia la puerta de la alcoba. Se
santiguó y puso la mano en el picaporte.

En este momento apareció Mimí, procedente del pasillo. Iba despeinada y tenía los ojos
enrojecidos por el llanto.

—¡Ah, Piotr Alexándrovich! —exclamó, angustiada. Y viendo que papá pretendía hacer
girar el picaporte, añadió susurrando—: Está echada la llave. Desde que está enferma,
entramos por las habitaciones de las muchachas.

Todo esto causaba profunda impresión en mi espíritu infantil, ya preparado para lo


peor.

Nos dirigíamos a una de las habitaciones de las muchachas. Cuando avanzábamos por
el pasillo, nos dimos de manos a boca con Akim, el bobalicón que tanto nos hacía reír con sus
muecas. Ahora, no solamente no me hizo gracia ninguna, sino que me produjo muy mal efecto
la estúpida indiferencia que reflejaba su semblante.
Dos sirvientas que estaban haciendo labores en su cuarto, se levantaron al vernos, y la
angustia que se leía en sus rostros me sobrecogió.

Después de atravesar la habitación de Mimí, mi padre abrió una puerta. La cruzamos y


llegamos ante el lecho de mamá. Había en la alcoba dos ventanas con montones a modo de
cortinas. Al lado de una de ellas estaba Natalia Sávishna, haciendo calceta con los lentes
prendidos en la punta de la nariz. Me sorprendió que, en vez de besarnos, nos mirase a través
de sus lentes con una expresión dolorosa. Sus ojos se llenaron al punto de lágrimas y ello me
contrarió. ¿Por qué se habían de echar a llorar al vernos los que antes de nuestra llegada
mostraban una calma completa?

Al lado izquierdo de la puerta estaba el lecho de mamá, oculto por un biombo, tras el
cual había también un gran sillón en el que dormitaba el médico, un armario lleno de
medicamentos y una mesita. Una joven rubia y bellísima, envuelta en un peinador blanco y
con los brazos al aire, aplicaba trozos de hielo sobre la cabeza de mi pobre madre, cuya cara no
pude ver en ese momento.

La hermosa joven era la belle flamande que había mencionado mi madre en su carta y que
más tarde había de desempeñar uno de los principales papeles en la vida de nuestro hogar. Al
advertir nuestra presencia, retiró una de sus manos de la cabeza de mamá para cerrar el escote
del peinador. Luego dijo en voz baja:

—Está sin conocimiento.

Aunque el dolor me sobrecogía y trataba de n ver nada, me fijé hasta en los menores
detalles. Había un calor sofocante en la penumbra de aquella habitación, en cuyo ambiente
flotaba una extraña mezcla de olores: menta, manzanilla, agua de colonia, medicamentos…
Hasta tal punto hirió mi olfato esta combinación de emanaciones, que aún ahora cuando ya no
lo puedo percibir, me basta recordarla para que aparezca en mi imaginación aquel oscuro
dormitorio, de atmósfera asfixiante, y vuelva a sentir las horribles emociones de aquellos
momentos.

Los ojos de mi madre estaban abiertos, pero ella nada veía. Jamás podré olvidar aquella
mirada espantosa y henchida de sufrimiento.

Nos obligaron a salir de la habitación.

Pero pude saber cómo habían sido los últimos instantes de mamá, porque le pedí a
Natalia Sávishna que me los explicase y ella se prestó a hacerlo.
—Después de salir ustedes de la habitación —me dijo— aún estuvo un buen rato
intranquila. Se revolvía como si sintiera un gran peso sobre el pecho. Al fin, dejó caer la cabeza
fuera de las almohadas y cesó de agitarse: estaba traspuesta y en su semblante se reflejaba una
paz celestial. Salí un momento de la habitación para averiguar por qué no habían traído aún
un calmante que había pedido, y, cuando regresé, vi que tenía las ropas de la cama revueltas y
que llamaba por señas a su papá. Este se inclinó sobre su rostro, y ella trató de decir algo sin
conseguirlo. Era evidente que no tenía fuerzas para hablar. Al fin, pudo decir: «¡Los niños! ¡Los
niños…!» Yo intenté salir en busca de ustedes, pero Iván Vasílich me detuvo. «Es preferible que
no los traiga. Verlos la intranquilizaría más aún.» Entonces empezó a levantar y a dejar caer
una mano. Sólo Dios sabe lo que significaban estos movimientos. Yo creo que les bendecía a
ustedes, aunque no los tenía delante. El Señor no quiso que viera a sus hijos por última vez
antes de dejar este mundo. Después, ¡ángel mío!, se incorporó y, con voz desgarradora, dijo:
«¡Virgen santa, no los abandones!» Sus ojos denotaban un horrible sufrimiento. Y mientras
rompía a llorar, dobló la cabeza sobre la almohada.

—¿Y qué más? —pregunté.

Natalia Sávishna ya no pudo decir nada. Volvió la cabeza y prorrumpió en sollozos.

Mamá había muerto entre espantosos sufrimientos.

27. Dolor

A última hora de la tarde siguiente sentí el deseo de verla una vez más. Abrí la puerta y,
sobreponiéndome al terror que me conminaba, avancé de puntillas hasta el centro del salón.

Allí estaba el féretro. Lo habían colocado sobre una mesa, rodeado de altos candelabros
de plata en los que ardían cirios medio consumidos ya. Con voz monótona, un sacristán leía en
un rincón el libro de los salmos.

Dirigí una mirada en torno mío, pero no pude ver nada. En ello influyó el estado de mis
nervios y la irritación de mis ojos, hinchados de tanto llorar. Ante mi vista se entremezclaba y
confundía todo: terciopelos, brocados, luces…; los candelabros de plata, la almohada de color
rosa adornada de encajes, la toca, la corona y… algo traslúcido, de un amarillo de cera.

Me encaramé en una silla para ver la cara de mi madre, pero, en vez de la cara, vi
aquella cosa, aquel óvalo transparente y amarillo. ¿Sería aquello su rostro? No, me negaba a
admitirlo. Sin embargo, tras observarlo atentamente, empecé a reconocer aquellos rasgos que
me eran tan familiares y a los que tanto amaba. Al fin, me convencí de que aquello era el rostro
de mi madre y me estremecí de horror. Sus ojos cerrados casi desaparecían en el fondo de las
órbitas. Estaba espantosamente lívida, y en una mejilla, bajo la piel traslúcida, tenía una
mancha amoratada. ¡Qué fría, qué adusta era la expresión de aquel rostro de cera! En sus
labios no había vestigio de color, pero tenían un algo bello y majestuoso, dotado de una
serenidad celestial… Al ver aquel rostro y aquellos labios, un escalofrío recorrió mi espalda y
heló la savia de mis cabellos.

Una fuerza extraña e invencible atraía mi vista hacia la faz inmóvil. No podía apartar la
mirada de ella, y, entretanto, en mi imaginación resurgían escenas felices y llenas de vida
relacionadas con el ser amado. Había momentos en que me olvidaba de que aquel cuerpo
muerto que tenía ante mí era el de mi madre, y, sin razonar, lo miraba como a un objeto que
nada representaba en mi pasado. Me la imaginaba en esta o aquella actitud, sonriendo y llena
de animación y de vida, y cuando mis ojos tropezaban con algún rasgo que pregonaba la
muerte en aquel rostro pálido, volvía a la realidad y me estremecía, pero sin apartar la vista
del óvalo amarillo. Y otra vez volvía a mis sueños, y otra vez la evidente realidad los destruía.
Al fin, la imaginación se cansó y abandonó aquel juego de ficciones. Luego desapareció
también la conciencia de la realidad, y entonces perdí por completo la noción de las cosas. No
puedo decir cuánto tiempo permanecí en este estado. Igualmente ignoro en qué consistía. Lo
único que sé es que, pasajeramente, desapareció en mí el sentido de la vida y me invadió una
deliciosa e íntima sensación en la que se mezclaban inexplicablemente lo dulce y lo amargo.

Tal vez fue que el alma hermosa de mi madre, desde aquel mundo mejor al que había
volado, estuviera contemplando con pesar el pobre mundo al que ya no pertenecía, y, viendo
mi dolor y compadeciéndose de él, bajara a la tierra, en alas del amor y con una sonrisa
celestial, para consolarme y bendecirme.

Se abrió la puerta y entró un sacristán que venía a sustituir al otro. Volví a la realidad al
oír aquel ruido, y lo primero que pensé fue que si el sacristán me veía en pie sobre una silla, sin
llorar y en una actitud que nada tenía de triste, podría suponer que yo era un niño insensible
que sólo obraba llevado de la curiosidad. Por eso me santigüé, me incliné sobre el cadáver y
prorrumpí en sollozos.

Cuando recuerdo estas impresiones, advierto que sólo aquellos instantes de


recogimiento fueron de verdadero dolor. Desde luego me sentía apenado y lloré, tanto antes
como después de las exequias, pero, al recordar aquella pena, me sonrojo, pues siempre iba
acompañada de un algo de vanidad. Unas veces me acuciaba el deseo de aparecer más
acongojado que nadie; otras me preocupaba la impresión que produciría en los demás, y
también me dejaba llevar de la curiosidad, como cuando miraba la toca de Mimí y las caras de
los visitantes. Avergonzado de estos sentimientos ajenos al dolor, procuraba disimularlos. Por
eso mi pena pecaba de insinceridad. Por otra parte, me produciría cierto placer el
convencimiento de que era desgraciado, y procuraba exhibir mi desdicha. Era un rasgo de
egoísmo que se oponía más que ningún otro a la sinceridad de mi aflicción.

Aquella noche dormí profundamente, como suele ocurrir después de un día de honda
tristeza, y cuando me desperté, sentía una absoluta calma interior y en mis ojos no había el
menor vestigio de lágrimas.

Eran las diez de la mañana cuando me indicaron que debía asistir a la misa que se iba a
celebrar antes de que se llevaran el cadáver. La capilla estaba repleta de sirvientes y
campesinos de ojos llorosos que deseaban despedirse de su dueña. Al celebrarse el oficio, lloré
y observé con exactitud las reglas del rito, pero sin entregarme con el debido recogimiento a
las oraciones. Estaba algo distraído; pensaba que la chaqueta nueva que me había puesto me
molestaba en los sobacos; al arrodillarme, procuraba que no se me ensuciaran demasiado los
pantalones; con disimulo, mi mirada recorría a toda la concurrencia.

Mi padre, blanco como un papel, estaba en pie junto a la cabecera del féretro. Su alta
figura, cuyo torso se delineaba bajo el frac negro, su rostro pálido y lleno de carácter, la energía
y desenvoltura de sus movimientos cuando se arrodillaba, se santiguaba o tomaba la vela que
le ofrecía el sacerdote, producían excelente efecto. Sin embargo, y aunque sin explicarme el
motivo, me disgustó que en tales momentos causara una impresión tan favorable.

Luego observé a Mimí. Estaba apoyada en la pared y se mantenía en pie con visible
dificultad. Tenía la capota torcida y el vestido sucio y arrugado. Con los ojos hinchados y
enrojecidos, y entre continuas sacudidas de su cabeza, lloraba con desgarradora amargura. De
vez en cuando, se llevaba el pañuelo a la cara, y entonces su rostro quedaba oculto. Yo me dije
que tal vez procedía así para procurarse una tregua en sus fingidos y agotadores sollozos.

El día anterior, Mimí había dicho a mi padre que la muerte de mamá la había
aniquilado, que no confiaba en poder soportar tan cruel dolor, que mi madre —«ese ángel del
cielo», dijo ella— le había demostrado su bondad incluso en las últimas horas de su vida,
expresándole el deseo de dejar asegurada para siempre su situación y la de Katia. Dijo todo
esto mientras las lágrimas salían a raudales de sus ojos. Aunque su aflicción fuese sincera, no
cabía duda de que no era desinteresada del todo.

Luego miré a Liuba, que llevaba un vestidito negro con puños del mismo color. Lloraba
sin cesar con la cabeza baja. A veces, dirigía una mirada al cadáver y entonces su carita sólo
expresaba un terror infantil.

También Katia, que estaba al lado de su madre, tenía cara de pena; pero sus mejillas
conservaban su buen color habitual.
Volodia demostraba la espontaneidad de su carácter incluso en aquellos momentos de
dolor. A veces, se quedaba absorto, con la mirada fija en un objeto cualquiera. De pronto, los
labios le empezaban a temblar y caía de rodillas.

Todas las demás personas allí reunidas me parecían insoportables; no pertenecían a


nuestra familia y habían acudido tan sólo para asistir al entierro. No podía sufrir las palabras
de condolencia que prodigaban a mi padre. «En el cielo estará mejor»… «No era un ser de este
mundo»…

¿Qué derecho tenía aquella gente a preocuparse de mi madre y a llorar por ella? Oí que
algunos nos aplicaban el apelativo de «huérfanos». ¿Creerían acaso que no sabíamos que se
llamaba así a los niños que han perdido a alguno de sus padres, y lo dirían para que lo
aprendiéramos? También podía ser que les gustase ser los primeros en darnos tal nombre, del
mismo modo que a todos les complace llamar por primera vez «señora» a una joven recién
casada.

Finalmente, vi a una viejecita de blancos cabellos que estaba de rodillas en un extremo


del salón, casi oculta por una puerta. Tenía las manos enlazadas y dirigía su mirada al cielo. En
vez de lágrimas, derramaba oraciones. Elevaba su alma a Dios y le pedía que la uniese cuanto
antes al ser que más había querido en la tierra.

—Esto es verdadero amor —me dije, avergonzado de mí mismo.

Cuando hubo terminado la misa, se descubrió el rostro de mi madre, y los concurrentes


empezaron a desfilar junto al féretro para besar a la difunta.

Se me cayó el pañuelo empapado de lágrimas y, cuando me incliné para recogerlo, se


acercó al cadáver una campesina que llevaba en brazos una niña de unos cinco años. Aún
estaba yo recogiendo el pañuelo, cuando oí un grito de horror tan espantoso y agudo, que no
lo podré olvidar mientras viva. Todavía me estremezco sólo al recordarlo. Levanté la cabeza,
sobresaltado, y vi que sobre el taburete que había junto al féretro estaba la campesina con su
hijita en brazos. Esta agitaba los bracitos y echaba la cabeza hacia atrás con tanta
desesperación, que su madre apenas podía sujetarla. Mientras daba tales muestras de pánico,
la niña tenía sus desorbitados ojos fijos en el rostro de mi madre, por lo que comprendí que
había sido ella la que había lanzado aquel alarido de terror. Yo proferí un grito más frenético y
salí a todo correr del salón.

Entonces supe de dónde salía aquel mal olor que, entremezclándose al perfume del
incienso, impregnaba el ambiente. Y esto, unido al hecho de que el rostro que yo tan
profundamente había amado, y que días atrás era tan dulce y hermoso, causara espanto ahora,
me reveló la terrible verdad, y un sentimiento de desesperación llenó mi alma.

28. Últimos recuerdos amargos

Aunque mi madre ya no estaba con nosotros, nuestra vida seguía siendo la de siempre.
Nuestras habitaciones eran las mismas, e idénticas las horas en que nos levantábamos; el
almuerzo, la cena, el té matinal y el de la tarde se seguían sirviendo de acuerdo con las normas
habituales; todos los muebles estaban donde siempre habían estado. Nada, pues, había
cambiado en la casa ni en nuestro régimen de vida. La única diferencia era que faltaba ella.

Yo opinaba que todo debía ser diferente tras una desgracia tan inmensa. Seguir la rutina
diario, me recordaba demasiado vivamente la ausencia de mi madre y se me antojaba una
ofensa a su memoria.

El día que precedió al del entierro, el sueño se apoderó de mí después de almorzar y me


encaminé al aposento de Natalia Sávishna, decidido a echarme en su cama sobre el colchón de
plumas y con el edredón encima. Al entrar, vi que Natalia Sávishna estaba acostada. Supuse
que estaría durmiendo; pero no era así, pues, al oírme, se incorporó, se quitó de la cabeza la
toquilla de lana que la preservaba de las moscas, se arregló la toca y se sentó en el borde del
lecho.

Al no ser la primera vez que yo iba a dormir la siesta en su aposento, dedujo el motivo
de mi llegada y me preguntó:

—Viene usted a descansar un ratito, ¿verdad? Bien, hijito; acuéstese.

Yo le impedí que se levantase, cogiéndola del brazo.

—¡No, no! He venido sólo para… En fin, es usted la que necesita descansar.

Yo sabía que Natalia Sávishna llevaba tres días sin pegar el ojo. Sin embargo, replicó:

—Le aseguro que no necesito dormir más. Además —añadió lanzando un profundo
suspiro—, ¿qué importa ya el sueño?

Mi deseo era hablar con ella de nuestro infortunio. Estaba persuadido de la sinceridad
de sus sentimientos, y por eso quería consolarme llorando con ella.
Me senté en la cama, estuve unos instantes en silencio y, al fin, le pregunté:

—¿Esperaba usted esto, Natalia Sávishna?

La pobre vieja me miró, sorprendida e interesada. Seguramente, no comprendía por qué


le hacía semejante pregunta.

—Nadie podía esperarlo, ¿verdad? —dije.

Me miró dulce y compasivamente y repuso:

—¡Claro que no lo esperaba, hijo mío! Es más, todavía me resisto a creer que en realidad
haya sucedido tan terrible desgracia. Soy yo la que, con los años que tengo, hace ya tiempo que
debía estar enterrada, sin embargo, aquí me tiene, después de haber visto dar sepultura al
príncipe Nikolai Mijáilovich, mi antiguo señor y abuelo suyo, que Dios tenga en la gloria; y a
tres hermanos míos, Anushka y dos varones. Todos eran más jóvenes que yo. Y, finalmente, sin
duda como castigo a mis muchas culpas, la he visto morir a ella… En fin, hágase la voluntad
del Señor. Dios se la ha llevado porque necesita almas buenas a su alrededor y ella era un
ángel.

Estas simples y sentidas ideas aliviaron mi corazón. Natalia Sávishna tenía las manos
cruzadas sobre el pecho y la mirada fija en las alturas. Sus ojos, hundidos y brillantes de
lágrimas, expresaban una tristeza profunda, pero colmada de serenidad. Estaba firmemente
persuadida de que pronto iría a reunirse con el ser al que había dedicado durante tantos años
lo mejor de su corazón.

—Aún tengo presentes aquellos días ya lejanos en que la llevaba en brazos y ella me
llamaba Nasha. ¡Cuántas veces venía hacia mí corriendo, me echaba al cuello los bracitos y
empezaba a besarme y a decirme cosas que a mí me encantaban, como: «¡Nasha bonita, ¡cuánto
te quiero!» Yo entonces solía decirle que no la creía y que en cuanto fuera mayor y se casara, ya
no se acordaría de mí. Y ella replicaba: «Pues si tú no has de venir conmigo, no me casaré. Yo
no quiero separarme de ti.» Pero se ha separado: se ha ido sin esperarme… ¡Ah, cuánto me
quería! Y es natural, porque no había nadie a quien ella no quisiera. No la olvide usted, hijo
mío. No era un ser humano, sino un ángel de Dios. Cuando su alma llegue al cielo, les verá
desde allí y les seguirá queriendo como siempre les ha querido.

—¿Cuándo su alma llegue al cielo? ¿Es que todavía no está allí?

—No, hijo mío —respondió Natalia Sávishna en un susurro y acercándose más a mí


para que pudiera oírla—; su alma está todavía aquí.
Dijo esto último señalando al techo, y con tal acento de convicción, que
involuntariamente levanté la vista, esperando descubrir algo.

—Para que el alma de un justo —continuó— pueda entrar en el cielo, ha de pasar por
cuarenta pruebas. Por lo tanto, puede permanecer aún cuarenta días en su casa.

Durante un buen rato siguió hablando de estas cosas con tanta naturalidad y convicción
como si se refiriera a hechos corrientes de los que nadie podía dudar y que ella misma hubiera
presenciado más de una vez. Yo la escuchaba con gran atención y, aunque no la entendía del
todo, la creía ciegamente.

—Puede creerlo, hijo mío —afirmó—; ahora está aquí y nos ve. Acaso nos esté
escuchando.

Dicho esto, dobló la cabeza sobre el pecho y enmudeció. Hubo de sacar el pañuelo para
secar las lágrimas que afluían de sus ojos. Se puso en pie, dijo en mí su mirada y me dijo con
voz impregnada de emoción:

—Sin duda, el Señor me ha acercado mucho a Él. Ahora, ¿qué queda en el mundo? ¿Para
quién he de vivir? ¿A quién puedo amar?

—¿Es que a nosotros no nos quiere? —repliqué en son de reproche, y tan apenado, que
faltó poco para que me echase a llorar.

—Les quiero, y mucho: bien lo sabe Dios. Pero como la quise a ella, ni he querido ni
podré querer a nadie.

Volvió la cabeza y, una vez más, prorrumpió en sollozos.

Ya ni me acordaba de que había ido allí a dormir la siesta. Estábamos sentados frente a
frente y los dos llorábamos en silencio.

En esto apareció Foká. Al ver nuestros semblandtes, se detuvo en el umbral temeroso de


molestarnos. Nos miraba tímidamente, sin desplegar los labios.

Al verle, Natalia Sávishna se secó los ojos y le preguntó:

—¿Qué quieres, Foká?

—Libra y media de pasas, tres de arroz y cuatro de azúcar para preparar la Kutia37.
37
Arroz cocido con pasas. Se comía después del oficio de difuntos.
—Ahora mismo te lo doy.

Se llevó a la nariz un poco de rapé y luego, a pasos rápidos y cortos, se fue hacia uno de
sus baúles. Apenas había empezado a cumplir sus obligaciones, que tan importante
consideraba, desapareció de su rostro hasta el último vestigio de pesar.

Primero sacó el azúcar y empezó a pesarlo en una balanza. De pronto, refunfuñó:

—Cuatro libras es demasiado. Con tres y media hay más de sobra.

Y mientras decía esto, iba quitando terrones del platillo.

Después se dispuso a pesar el arroz.

—¡Es el colmo! Ayer les di ocho libras y ahora me piden tres más. Pues bien, Foká
Demídich, no hay ahora en la casa. Se habrá creído que no podemos darnos cuenta de estas
cosas. Pero se ha llevado chasco. Con los bienes de los señores no se juega. ¡Pedir más arroz al
día siguiente de haber pedido ocho libras!... ¿Habrase visto?

—Pues no sé cómo va a hacer el arroz: dice que no tiene ni un grano.

—¡Bien, que se lo lleve todo! Aquí tienes el arroz.

Me llenó de estupor el cambio que se había producido en Natalia Sávishna. Del dolor
más sincero había pasado de súbito a la frialdad calculadora y a la cicatería administrativa.
Cuando más adelante pensé en ello, comprendí su actitud. Pese a su profunda amargura, le
quedaba presencia de ánimo suficiente para dedicarse a sus ocupaciones habituales. El
sufrimiento era tan profundo y sincero en ella, que no tenía por qué disimular que podía
ocuparse en ciertos trabajos. Ni siquiera había pensado que tal disimulo pudiera existir.

La vanidad es el sentimiento que peor se compagina con el auténtico dolor. Sin


embargo, está tan arraigada la vanidad en el hombre, que ni las tribulaciones más profundas
suelen eliminarla. En los duelos, la vanidad se revela por el deseo de parecer abrumado por la
desgracia o de mostrar gran entereza de ánimo ante ella. Estos mezquinos propósito que no
confesamos, pero que no nos dejan ni en las aflicciones más profundas, despojan el dolor de
toda consistencia, nobleza y sinceridad. Natalia Sávishna, en cambio, experimentaba tan
profunda y realmente su infortunio, que en su alma no cabía ningún deseo y sólo podía vivir
dejándose llevar de la fuerza de la costumbre.
Una vez hubo entregado a Foká los víveres que le había pedido, le recordó que había
que hacer un pastel para la comitiva, se despidió de él, cogió las agujas y su labor se sentó de
nuevo a mi lado.

Volvimos a hablar del mismo tema, y una vez más lloramos y nos enjugamos las
lágrimas.

Todos los días dialogaba con ella. Sus lágrimas, sus palabras llenas de una piadosa
serenidad, era un gran consuelo para mí.

Pero tuvimos que separarnos. Tres días después del entierro, mi padre levantó la casa y
nos trasladamos a Moscú. Ya no volví a ver a Natalia Sávishna.

Sólo cuando llegamos se enteró mi abuela de la triste noticia. Tal fue su impresión, que
estuvo una semana enferma. Durante estos días no nos permitían entrar a verla, tan
inquietante era su estado. Los médicos temían por su vida. Se negaba a tomar los
medicamentos; no dormía, no comía absolutamente nada, no quería hablar con nadie.

La acometían extraños arrebatos cuando se hallaba a solas en su aposento, sentada en su


sillón. De pronto, se echaba a reír, luego lloraba con violencia, pero sin lágrimas, y, finalmente,
agitada por fuertes convulsiones, profería horribles gritos e insultos espantosos. Era el primer
gran dolor que había sufrido en su vida, y no podía sobreponerse. Sentía la necesidad de
culpar a alguien de lo ocurrido; por eso insultaba y amenazaba con frenética violencia. En
estos casos, se levantaba súbitamente del sillón, daba unos cuantos pasos apresurados y se
desplomaba sin conocimiento.

Una vez conseguí deslizarme en su habitación. Estaba sentada en su sillón, como


siempre, y me pareció serena. No obstante, su mirada me llamó la atención; sus ojos,
desmesuradamente abiertos, tenía una expresión extraña e indefinible. Su vista estaba fija en
mí, pero era evidente que no me veía. De pronto, una leve sonrisa dulcificó el trazo de sus
labios y mi abuela empezó a hablar con suave y conmovedor acento:

—¡Ven, acércate, ángel mío!

En el primer momento, me pareció que se dirigía a mí y empecé a aproximarme a ella.


Pero al punto advertí que no era a mí a quien miraba.

—No puedes figurarte cuánto he sufrido y cuánto me alegro de verte conmigo ahora.

Comprendí que, en su delirio, se imaginaba estar viendo a mamá. Por eso me detuve
antes de llegar al lado del sillón.
Mi abuela prosiguió, frunciendo el ceño.

—Me dijeron que ya no existías. Pero esto es absurdo. ¿Cómo vas a morir tú antes que
yo?

Seguidamente, en un arrebato histérico, lanzó una carcajada pavorosa.

Sentir tan profundamente el dolor es propio de personas capaces de amar con la misma
intensidad. Y, al ser el amor una necesidad en ellas, éste les compensa y les cura del defecto de
sus tribulaciones. Por eso la parte espiritual es más fuerte en el hombre que la corporal. Un
pesar nunca llega a causar la muerte.

Una semana después, nuestra abuela se había desahogado llorando y estaba muy
mejorada. Al recuperar plenamente el sentido, sus primeros pensamientos fueron para
nosotros. El gran cariño que nos tenía pareció acrecentarse con la desgracia. Estábamos a todas
horas a su lado y ella lloraba silenciosamente, nos acariciaba y nos hablaba de mamá.

Nadie podía dudar de que en aquel dolor no había exageración alguna. Las
manifestaciones de su profunda pena tenían la fuerza conmovedora de la verdad. No obstante,
a mí me inspiraba más compasión Natalia Sávishna. Estaba seguro de que nadie había sentido
por mamá un amor tan sincero y puro, ni tanto dolor ante su muerte, como aquel ser todo
pasión e ingenuidad. Estaba seguro y sigo estándolo.

La desaparición de mi madre coincidió con el fin de la feliz etapa de mi infancia y con el


comienzo de otra: la adolescencia. Sin embargo, ya que todos mis recuerdos acerca de Natalia
Sávishna —que tanto y tan benéficamente influyó en mi formación, y a la que ya no volví a ver
— pertenecen a la primera época, a la de la infancia, diré todavía algo más de ella en esta parte
de mis memorias, y, sobre todo, hablaré de su muerte.

Algunas de las personas que se quedaron en la aldea, me refirieron más tarde que,
después de nuestra marcha a Moscú, Natalia Sávishna inició una vida de inactividad que fue
para ella un verdadero martirio. Echaba de menos el bullicio y la agitación de la casa habitada,
así como la presencia de sus dueños, que nunca le había faltado desde que era niña. Por eso era
inútil que tuviera aún que cuidarse de baúles y armarios, cuyo contenido repasaba, cambiaba
de sitio o sacaba para que le diera el aire. Este cambio de vida, la falta de trabajo y el pesar que
ello le producía facilitaron la explosión de una enfermedad senil a la que siempre había sido
propensa. Al cumplirse el año de la muerte de mi madre, se le declaró una hidropesía que la
inmovilizó en el lecho.
No es difícil imaginar lo duro que debió de ser para Natalia Sávishna morir sola, sin que
ningún pariente ni amigo la acompañara, en la casa solariega de Petróvskoie. Todos los que
habitaban en la mansión señorial la respetaban y la querían, pero ella no era amiga de nadie y
se sentía orgullosa de esta actitud. Teniendo a su cuidado tantas cosas y de tanto valor,
consideraba que las amistades la habrían llevado a una condescendencia equivalente a una
traición contra sus dueños, aquellos dueños que habían depositado en ella toda su confianza.
Por todo esto, y también, quizá, porque fuera diferente al resto de la servidumbre, vivía en un
completo aislamiento y se enorgullecía de poder afirmar que no tenía en la casa ningún amigo
y que a nadie consentiría que causara el menor perjuicio a los bienes de los señores.

La oración, al permitirle confiar a Dios sus sentimientos, constituía para ella un consuelo
incomparable. Pero en todo ser humano hay momentos de debilidad en que solo la compañía y
el calor de un ser vivo puede consolarle. En estas ocasiones, Natalia Sávishna acostaba a su
lado a su perrito, fiel animal que le lamía las manos y la miraba con sus ojos amarillos llenos de
bondad; y le hablaba y le acariciaba y lloraba dulcemente. A veces el animalito, empezaba a
lanzar aullidos lastimeros, y entonces ella procuraba calmarlo diciéndole:

—¡Basta, amiguito! Ya sé que está cerca el día de mi muerte.

Un mes antes de este día sacó de sus baúles trozos de indiana y de muselina blancas y
cintas de color de rosa, y con todo ello, ayudada por una sirvienta, se confeccionó una toca y
un vestido. Después, dispuso su entierro sin olvidar ningún detalle.

La operación siguiente fue hacer inventario del contenido de sus baúles, anotarlo todo
en una lista y hacer entrega de ambas cosas a la principal sirvienta de la casa.

A continuación, lo revolvió todo hasta dar con dos vestidos de seda y un chal que mi
abuela le había regalado hacía ya mucho tiempo, así como un uniforme militar bordado en oro,
que había sido de mi abuelo y que también le pertenecía. Tanto los bordados como los galones
de este uniforme se hallaban en perfecto estado gracias a los cuidados de aquella mujer
ejemplar, y en cuanto al paño, la polilla no había causado el menor desperfecto en él.

Poco antes de su muerte, dijo que uno de los vestidos de seda, el de color rosa, se
entregase a Volodia para que se hiciera con él un batín. El otro —a cuadros y de color caldero
— era para que yo tuviera también mi batín o mi beshmet. El chal estaba destinado a Liuba. En
cuanto al uniforme, lo legaba a quel de los dos hermanos —Volodia y yo— que ostentara
primero las insignias de oficial.

Seguidamente, Natalia Sávishna apartó cuarenta rublos para el entierro y el velatorio, y


dispuso que el resto de sus bienes se entregara a su hermano, con el que no había tenido trato
alguno, por ser un hombre de conducta disipada y que vivía desde hacía mucho tiempo muy
lejos de Petróvskoie.

Dos meses estuvo postrada en el lecho, soportando sus sufrimientos con verdadera
resignación cristiana. Ni gruñía ni se quejaba. Continuamente tenía el nombre de Dios en los
labios…

Una hora antes de su muerte confesó y comulgó con perfecta serenidad, incluso con
alegría, y luego recibió la extremaunción.

Finalmente, pidió perdón a todos sus compañeros de servidumbre por las ofensas que
involuntariamente hubiera podido causarles y encargó a su confesor, el padre Vasili, que nos
trasmitiera su gratitud por nuestras bondades con ella, y su deseo de que la disculpáramos si
alguna vez su ignorancia la había llevado a causarnos algún disgusto. Y, sobre todo, le rogó
que nos dijera que jamás se había apoderado ni siquiera de un alfiler de sus señores. Esto, que
ella consideraba como lo más importante, constituía su mayor orgullo.

Se puso el vestido blanco y la toca, y con el codo apoyado en la almohada, empezó a


conversar con el sacerdote, conversación que duró hasta el último momento.

Recordando de pronto que no había dejado nada para los pobres, sacó diez rublos, se los
entregó al confesor y le dijo que los distribuyese entre las personas necesitadas de la parroquia.

Seguidamente, se santiguó, apoyo la cabeza en la almohada y expiró, mencionando a


Dios y con una plácida sonrisa en los labios.

Había dejado la vida sin amargura, sin temor algunos a morir y aceptando la muerte
como un bien. Esto se dice de muchos, pero muy pocas veces es verdad. En Natalia Sávishna lo
era. Ella no podía sentir temor ante la muerte porque murió llena de fe sin reservas y habiendo
sido un ejemplo de amor al prójimo y de noble y desinteresado sacrificio.

Cierto que su fe hubiera podido rayar a más altura, y su vida tener una orientación más
elevada; pero no por eso aquel ser de alma purísima era menos digno del amor y la admiración
de todos.

Hizo una de las cosas más admirables y extraordinarias que se pueden hacer en la vida:
morir sin pena y sin temor.

Ella había manifestado el deseo de que se la enterrara no lejos de la ermita que se yergue
sobre la tumba, y así se hizo. Sus restos reposan bajo un túmulo cubierto de hierbajos y
rodeado de una verja negra. Yo, siempre que visito la ermita, me acerco después a la negra
verja y me inclino profundamente.

Más de una vez me he detenido, pensativo y silencioso, entre la ermita y la verja.


Entonces mi alma se ha llenado de dolorosos recuerdos. Y me he preguntado si la providencia
me habrá unido a estos dos seres para que lamente su pérdida durante toda mi vida.

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