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Fantasías y palabrerías del mie(d)o

Por: Grupo de estudio en Psicoanálisis y Literatura de estudiantes de la maestría


en Psicoanálisis, subjetividad y cultura de la Universidad Nacional de Colombia.

Integrantes: Paula Niño Morales, David Alfonso Parada, Diana Lucía Alzate,
Zaida Mayorga y María Fernanda Rodríguez Jaime.

Introducción

Desligar la fantasía de la experiencia infantil es quitar la fuente y el motor del juego de


los niños. Éste los impulsa a elaborar la realidad que los envuelve. El mismo Freud
insistió en que el adulto cambia los juegos de la infancia por el fantaseo (Freud:1908,
128) y en esa trasmutación los seres imaginarios y las historias fueron muy importantes.
Cuántas veces nos vimos envueltos en historias que inventamos para comprender
enigmas de la vida, entre ellos el de ser adulto y sus avatares, o el del escenario
colombiano en el que Jairo Anibal Niño siempre señaló que “Hay un culto a la muerte
y el horror, porque con la muerte y el horror dominan y someten” 1. No hay nada más
terrible y horroroso en nuestro tiempo que niños que ya no juegan, que parecen sumidos
en el terror que algunos otros han logrado navegar con el héroe de sus cuentos e
historias favoritas. No se trata de pedir que la fantasía cure, ni de que el mundo sea
fantasía, pero tampoco de quitarle su lugar en la vida psíquica de cada ser humano, pese
a que no todas las fantasías son apaciguadoras, más aún entre la fantasía, el miedo y el
horror también puede haber cierta relación.

Precisamente el interrogante del presente coloquio es a qué le temen los niños. La


pregunta, en primera instancia, arroja muchos significantes difíciles de asir en una
definición concreta: monstruos, fantasmas, brujas, el coco, el agua fría, el brócoli y
otros vegetales, la profesora, algunos animales y la oscuridad. Con todo, lo cierto es que
los niños tienen la facultad de transfigurar sus temores en las más excéntricas y
palpitantes fantasías, lo cual los convierte en los mejores creadores literarios y de
ensueños que colindan con el umbral de lo imaginario y lo simbólico que, de un modo u
otro, transfigura lo real.

De ahí que la literatura sea uno de los caminos más atractivos para acercarse al
interrogante. Para tal fin, nos aproximaremos a Zoro y a Dalia y Zazir, dos obras de la
literatura infantil que dejan al descubierto no solo la paridad entre la propensión infantil
a crear fantasías a causa del miedo, sino también el hecho de que para bordear la
pregunta de a qué le tienen miedo los niños se podría: abordar la perspectiva del autor,
del lector o la del personaje. Como las piezas literarias se tomarán a la letra, haremos
una aproximación a los personajes de estas dos obras, siguiendo sus pasos al detalle: en
un caso se trata precisamente de un niño; en el otro, de animales, personificaciones muy
próximas al mundo infantil. Sin embargo, para poder hacer tal aproximación, es

1 Cf., https://www.youtube.com/watch?v=Aj7YBRqqpdo
necesario clarificar o hacer un intento de definición del miedo, desde un sustrato
teórico.

Entre el miedo y la angustia

En el universo psicoanalítico, hay un concepto que podría confundirse con el miedo,


este es, la angustia. De ahí la importancia de diferenciar ambos términos, considerando
que filosóficamente el miedo se presenta como una afección y la angustia como un
estado ontológicamente existencial. En El ser y el tiempo Martin Heidegger hace una
caracterización distintiva entre miedo y angustia muy próxima a la distinción lacaniana,
por ello, y por sus estimables aportes de profundidad filosófica, no se puede prescindir
de la misma.

En primer lugar, Heidegger delimita tres modos de caracterizar el miedo, entendido


como una disposición afectiva. Estos son: 1. El ante qué del miedo; 2. El tener miedo y
3. El porqué del miedo (Heidegger: 2009, 144). Se tiene miedo ante lo amenazante que
comprende lo perjudicial que a su vez es una zona inquietante e indeterminada, puesto
que puede acercarse o no, o sea, está en una cercanía dominable pero se acerca (1). El
tener miedo es dejarse afectar que libera lo amenazante (2). El porqué del miedo
obedece al Dasein, es decir, al ser arrojado en el mundo, pero también se teme por los
otros (3) (Heidegger: 2009, 144-145).

De este modo, Heidegger caracteriza al miedo como intramundano, la angustia, en


cambio, si bien es una disposición afectiva, saca a la luz el ser del Dasein en tanto lo
lleva a sí mismo (Heidegger: 2009,183). A diferencia del miedo, en la angustia lo
amenazante no está en ninguna parte, ni se puede aproximar porque ya está en el “ahí” y
en ninguna parte (Heidegger: 2009,185). Asimismo, la angustia no obedece a un
determinado modo de ser, ni a una posibilidad del Dasein, ni de los otros, puesto que
“El “mundo” ya no puede ofrecer nada, ni tampoco la coexistencia de los otros. De esta
manera, la angustia le quita al Dasein la posibilidad de comprenderse a sí mismo en
forma cadente a partir del “mundo” y a partir del estado interpretativo público. Arroja al
Dasein de vuelta hacia aquello por lo que él se angustia, hacia su propio poder estar-en-
el-mundo” (Heidegger: 2009, 188).

Por su parte, Lacan se aproxima a estas definiciones, pero psicoanalíticamente lleva el


concepto de angustia a una categoría de orden clínico. En efecto, para Lacan, la
diferencia fundamental entre el miedo y la angustia no es que el miedo sea sobre un
objeto, antes bien, en la angustia también hay objeto, pero de otro orden, considerando
que se define como señal de la presentificación de lo real (Lacan (1962-1963): 2010,
174) y que no es sin objeto (Lacan (1962-1963): 2010, 171).

El miedo no remite a algo amenazante sino a algo desconocido de aquello que se


manifiesta y, a diferencia de la angustia, en el miedo el sujeto no está implicado, ni
afectado en lo más íntimo de sí (Lacan (1962-1963): 2010,173). Asimismo, no
necesariamente el miedo conlleva la huida, pues a veces paraliza y se manifiesta
mediante acciones inhibidoras, desorganizantes, "o arroja al sujeto en el desconcierto
menos adaptado a la respuesta" (Lacan (1962-1963): 2010, 173). Esto podría
considerarse desde una perspectiva clínica, pero el miedo es más bien una respuesta
instintiva frente a algún peligro indeterminado que se avecina, mientras que en la
angustia, la presentificación de su objeto (real) a la vez presentifica el deseo (Lacan
(1962-1963): 2010, 176-180). Ella en lo real apunta a aquello que se presenta como
señal (Lacan (1962-1963): 2010, 188).

Bajo esta perspectiva teórica es pertinente pasar a las obras literarias objeto a través de
una sencilla cadena de relaciones: hay un vínculo entre el miedo y la fantasía, a su vez
hay un nexo entre la fantasía y la literatura. Si bien, ni Zoro ni Dalia y Zazir hacen parte
de la literatura gótica, de suspenso, de terror, ni de aquella influida por Poe, el maestro
de los cuentos de terror, al interior de estas obras se identifican escenas en las que los
personajes son presas del miedo, esa afección en gran parte obedece a la fragilidad y a
la convalecencia eterna del ser humano que se proyecta en los personajes literarios.

Zoro

En Zoro, un niño indígena de 12 años, cuya comunidad está en permanente huida por la
colonización y que, en medio de un ataque al interior de la selva, se separa de su
familia, hay tres referencias más o menos explícitas del miedo, no necesariamente
designado como tal. Estas tres referencias tienen como antesala el sentido de la
afectación determinante del miedo, destacado por el estado de abandono del niño: “…su
pueblo montado en barcas, había desaparecido. Ahora recordaba un confuso griterío y
un estampido de pólvora y un golpe en la cabeza que lo había desvanecido…” (Jairo
Aníbal Niño: 1996, 10). Tal estado de abandono, da lugar a la temibilidad, de esta
manera es como si el afecto preparara el terreno a lo temible, y una vez abonado el
terreno, surge la figuración, la concreción, o mejor, la ubicación del miedo.

Considerando lo anterior, en lo que sigue mencionaremos las tres referencias, sin por
ello, dejar de lado, escenas de la obra que más o menos indirectamente nos llevan a
pensar en el miedo, lo siniestro y la fantasía.

La primera referencia obedece a que Zoro se ha percatado de que, con la detonación,


cayó inconsciente y se separó de su familia: “Desechó la angustia de su corazón y llegó
a la conclusión de que su pueblo, ante el sorpresivo ataque, había corrido veloz por el
río, sin que nadie se hubiera dado cuenta de que él había caído sin sentido en el fondo
de su barca” (Jairo Aníbal Niño: 1996, 10). En esta escena, en la que la consternación
de Zoro se designa como angustia por la libertad prolífica propia del lenguaje literario,
cabría preguntarse si en efecto, se trataría de angustia y no de miedo, puesto que tal
separación conlleva una afección sobre sí mismo de orden ontológico y existencial, en
tanto la comunidad para un niño indígena hace parte intrínsecamente de su ser en el
mundo. Sin embargo, en la angustia habría una indiferencia con respecto al mundo y a
los otros, lo cual aproxima la afección de Zoro al miedo más que a la angustia.

La segunda, conlleva la ubicación fantástica del miedo y ocurre cuando Zoro, en medio
de la selva, ve aproximarse ante él al tigre de vidrio: “(…) Zoro ocultó su cara entre las
manos esperando el zarpazo que le quitara la vida” (Jairo Aníbal Niño: 1996, 11). El
tigre de vidrio es una criatura propia de la selva que en el relato deviene fantástica, Zoro
se cubre el rostro con las manos porque no quiere ver lo que intuye que se aproxima: ser
devorado por la criatura. Esta indeterminación y a la vez presunción de lo que
acontecerá permite caracterizar la afección de Zoro como miedo, así como el hecho de
que el objeto que le produce esa afección, aunque fantástico, hace parte del mundo y es
exterior al niño.

A partir de aquí, como en juego de espejos, el niño y el animal se equiparan en una sola
mirada, como se colige a continuación:

“Zoro levantó la cara, miró al tigre y vio reflejada en sus ojos la historia del
día de la fiera. Lo vio allí, levantarse por la mañana, ocultarse entre los
pastizales y lanzarse en una carrera eterna contra un rebaño de toros de
monte, hacer siesta bajo un cielo de calor, y vio su propio retrato navegar
por el río, atar su caballito flotante a un palo de caimo, dormir, vislumbrara
la polvareda de la luna, ver al tigre en el ojo del tigre, y cubrir su rostro con
las manos del pánico” (Jairo Aníbal Niño: 1996, 12).

Pero casi al instante, el animal se separa de la escena y deja tras su oscura desaparición
una noche de sobresalto:

“El tigre de vidrio dio un salto enorme, y el niño lo vio brincar tras el aleteo sudoroso de
un pato ciego que no encontraba la tierra para posar su agotado cuerpo. Vio desaparecer
al pato entre la boca del tigre y luego vio desaparecer al tigre entre unas nubes negras”.
El niño “no pudo volver a conciliar el sueño” (Jairo Aníbal Niño: 1996, 12).

El animal y la mutación del hombre en animal, son elementos esenciales de la literatura


infantil y privilegiadamente aquellos en los que es ubicado el miedo. Y es en este punto
en el que se toma licencia para encontrar, gracias a la literatura, una suerte de conexión
entre el miedo y el objeto a en tanto resto. Lo antedicho puede ilustrarse con este
párrafo:

“La modorra lo estaba cogiendo al descuido cuando el suelo se estremeció y


apareció una animal que nunca había visto. Colosal, con grandes orejas y
una nariz larguísima que enrollaba y desenrollaba con vigor, y dos dientes
enormes, curvados, dos dientes de hueso amarillo que hendían el aire
amenazadoramente. La bestia se metió al agua y retozó en medio de la
dicha. De pronto, lanzó un silbido de espanto y trató de salir rápidamente.
Se derritió antes de que alcanzara la orilla y se fue río abajo convertida en
una mancha aceitosa del color de las glicinas” (Jairo Aníbal Niño: 1996,
15).

El animal, desconocido, amenazador, se diluye en espanto tras un instante de dicha, se


convierte en una mancha que desvanece bajando por el río. Lo que representa o sugiere
esta bestia, y su vez el tigre, para el amedrentado niño, testigo de la escena, es algo que
conecta con la propia animalidad humana, que al separarse de su interior, deja un resto,
en el texto se trata de una mancha, un resto que aquí retorna en la figuración fantástica
que brinda la literatura y que trata acerca del miedo.

Además de la fantasía que adorna el miedo, encubriéndolo y resaltándolo a la vez, en


los virajes de la escritura el poeta da cuenta de cómo eso primero ominoso puede
tornarse familiar, lo que es en su esencia, y de cómo eso familiar primero puede
tranformarse en ominoso. Con el siguiente párrafo del libro se evidencia que en el
momento preciso del viraje aparece el miedo:

“Al tercer día, en un claro, se toparon con una vaca enorme, de ojos color de
aceituna y con una piel clara y brillante. Se sorprendieron de que junto al
vientre del animal hubiera una escalera de mármol. Subieron por ella y
cuando llegaron al último escalón, se abrió una puerta en la barriga de la
vaca. Descubrieron entonces que el animal, en su interior, era una casa.
Penetraron en una sala que tenía un tapete rojo con flores bordadas en las
orillas, cojines de raso, y un dormitorio con un colchón de plumas de garza.
Del techo pendían varios bejucos transparentes y pronto descubrieron que,
al oprimirlos soltaban un chorro de leche cremosa y fresca. Como estaban
muy fatigados, se tendieron en los cojines y durmieron mecidos por el
ronroneo y las respiraciones del animal” (Jairo Aníbal Niño: 1996, 43).

Al día siguiente,

“Cuando bajaron por la escalera de mármol, descubrieron a unos hombres


altísimos, delgados, vestidos con pieles atigradas… ¿Quiénes son ustedes? –
Preguntó Zoro. Los gigantes de cuerpo de alambre no contestaron. El niño
comprendió que habían caído en una trampa. El viejo Amadeo empezó a
temblar cuando vio que la vaca se había transformado en un puma que lo
miraba con ojos de niebla” (Jairo Aníbal Niño: 1996, 45).

La tercera referencia explícita es el llamado del padre de Zoro para que el niño no se
dejase permear por el miedo, esa afección que a veces resulta paralizante: “”Hijo”, dijo
la voz del recuerdo, “no permitas que el miedo inunde tu corazón. Ningún peligro, por
grande que sea, te debe impedir pensar y reflexionar. Tú puedes pensar y esa es tu mejor
arma. Úsala” (Jairo Aníbal Niño: 1996, 50). El alcance de las palabras del padre se
evidencia en todo el relato, puesto que Zoro nunca se resigna a la quietud respecto al
dominio de los invasores, ni respecto a los peligros de la selva.
Dalia y Zazir

Para el psicoanálisis el sujeto anclado a la estructura del lenguaje no puede nombrarse


así mismo, es el otro quien le nombra, quien le dice “eso eres tú”, autenticando su
imagen y permitiendo su ingreso al mundo de lo simbólico a través de la palabra. La
afirmación que realiza el otro sobre la imagen del niño adquiere importancia, en tanto
sus temores, miedos, espantos y angustias pueden estar relacionados con la
fragmentación de su imagen.

Sobre este tema, Lacan (1949) en su texto El estadio del espejo como formador de la
función del yo (je) tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica, mencionó
que el infans nace con un cuerpo prematuro que no reconoce como propio, las partes
que ve de él no las diferencia del cuerpo de la madre o de su cuidador. Sólo a partir de
los seis meses de edad logra ver la imagen especular de su cuerpo, la cual asume como
propia a partir de un proceso de identificación que conquista desde dos momentos: uno,
cuando ve el movimiento de aquella imagen y lo relaciona con su propio movimiento;
dos, cuando el otro autentica dicha imagen especular al decirle “tú eres eso” (Jacques
Lacan (1949): 2002, 93).

Precisamente, en Dalia y Zazir, encontramos un caballo que emprende un viaje para


intentar descubrir quién es. Su apariencia era similar a la de un caballo cuyo tamaño no
coincidía con el resto de su manada y, además, su piel brillaba como las luciérnagas.
Todo indicaba que su figura no encajaba en la naturalidad de dichos animales. Al
respecto de la imagen y su significación, cabría preguntarse si el personaje es abordado
por el miedo o la angustia.

Dalia y Zazir se envuelven en una aventura fantástica para encontrar al caballo más
antiguo, sabio y pequeño del mundo, del cual quieren beber sus palabras. Zazir
atraviesa la aventura de vivir en un escenario que está siempre en su contra: bestias y
lugares inesperados con los que tropieza en su travesía de búsqueda de un doble que
jamás siente que pueda ser él.

Los dos personajes emprenden un valiente viaje hacia el Valle de la Estrella; viaje con
“(…) un valor iniciático; implica el abandono de lo que le es más familiar, por ello,
comporta el riesgo del encuentro con lo extraño, lo extranjero, lo radicalmente Otro”
(Belén Rocío Moreno: 2002, p. 84). En efecto, los personajes, en el camino, encuentran
como refugio una caverna para pasar su primera noche, allí descubren unas luces color
violeta, que suscitan el siguiente diálogo:

- Creo que es mejor retroceder – dijo Dalia.

- No. Tenemos que averiguar qué hay en el fondo de la caverna.


- ¿Y si nos encontramos de repente con algún enemigo?
- Tendremos prudencia.

El vientre de la rana iba pasando poco a poco de amarillo a verde. El cuerpo


de Zazir iluminaba el camino. La música era cada vez más intensa. En
determinado momento la rana se devolvió, pero al ver que el caballo se
alejaba hacia el fondo, y al sentirse sola, de tres grandes saltos se colocó
otra vez a su lado” (Jairo Aníbal Niño: 2014, 27).

Aquí se observa cómo Dalia es apoderada por el miedo, inicialmente prefiere detenerse
ante eso desconocido que aparece frente a sus ojos, se le manifiesta algo que no sabe de
qué se trata, no le amenaza, pero queda casi petrificada, tanto así que su tono de piel
cambia, no le asusta lo que ve, si no lo que pueda haber más allá; sin embargo, tal
parece que le resulta más espeluznante la soledad, pues decide embarcarse de nuevo con
Zazir. Precisamente, Lacan sostiene que “El miedo paraliza, se manifiesta mediante
acciones inhibidoras, incluso plenamente desorganizantes, o arroja al sujeto en el
desconcierto menos adaptado a la respuesta” (Lacan (1962-1963): 2010, 173).

Así, Dalia y Zazir deciden adentrarse en la caverna, donde se topan con múltiples
puertas metálicas y abren una de ellas, sin saber que esto daría apertura a las demás.

“Detrás de cada puertecita había un aposento con muebles tallados en


diamantes, sobre los que posaban garras y picos, fuertes, afilados, y con el
amenazante filo del metal.

Las garras y los picos salieron de sus habitaciones y se lanzaron contra los
intrusos” (Jairo Aníbal Niño: 2014, 29).

Descripción un tanto monstruosa, que figura una aparición que llega desde lo
inesperado. Trozos de un otro que no es semejante sorprende en la escena a aquellos
minúsculos personajes, intimidan con intentos no fructíferos de agresión y son
representados como amenaza que fragmenta la imagen del yo. Por lo tanto, se lo querrá
esquivar, desaparecer y hasta aniquilar, y no es para menos pues su figuración, se podría
decir desestructura momentáneamente, tacha y hace evidente la falta en el sujeto.

La escena, como ya se mencionó, muestra algo que aparece de manera inesperada en el


registro de lo visible y que podría estar relacionado con la angustia y la ruptura de
significación, o con algo diferente a ésta como el terror. Desde la narración de la escena
realizada por el autor no podemos afirmar de qué se trata, en todo caso podríamos
inferir que lo que genera el miedo, es lo que anuncia la imagen en sí: específicamente
los picos y garras señalan uno de los destinos del yo, su fragilidad, la posibilidad del
cuerpo fragmentado, y también la falsa idea de unidad del cuerpo, de su completud.

En el relato esta cuestión se resuelve de la siguiente manera ante la huida de Dalia y


Zazir:

Corrió con todas sus fuerzas en dirección contraria a la entrada. La nube de


picos y garras lo siguió. Cuando ya estaba a un paso de estrellarse contra la
pared, dio un giro y galopó hacia la entrada.

Muchas garras y picos no tuvieron tiempo de devolverse y se desintegraron


contra el muro (Jairo Aníbal Niño: 2014, 30).
Lo ominoso, eso familiar que se vuelve extraño, tiene gran cabida aquí y confronta al
sujeto con aquello que es tan íntimo que se desconoce.

Un día de espanto, Zazir vislumbró la extraña figura del jaguar de las nubes,
un animal con “patas tan largas que elevaban el cuerpo del felino a por lo
menos noventa y nueve metros de la tierra […] Zazir contempló la figura
del felino y se estremeció. Éste es el fin-dijo […] los jaguares son nuestros
peores enemigos. Y el jaguar de las nubes jamás deja un caballo con vida
[…] El jaguar se detuvo a unos veinte pasos de los dos amigos […] De
pronto, dio media vuelta y echó a correr” (Jairo Aníbal Niño: 2014, 42).

Después de ese tropiezo, creyendo que era el momento de su muerte, Zazir no pudo
conciliar el sueño, no ser devorado tal como lo esperaba generó en él un interrogante
acerca del deseo del jaguar: ¿no puedo creer que no me haya devorado? ¿qué quiere de
mí?, “los jaguares no desprecian un bocado de caballo. He visto a algunos engullir la
hierba que ha soportado durante la noche el sueño de la manada […] (Jairo Aníbal
Niño: 2014, 42).

En esta escena se sitúa la relación con el Otro cuando el sujeto ignora qué es para ese
Otro, es decir, el objeto de su deseo o la presa. Recordemos que el sujeto accede a su
imagen sólo a través de la mediación de la palabra del Otro, lo cual, muestra una
relación entre el sujeto y el deseo del Otro, ya que éste le atribuye una imagen en
conformidad con su deseo. Que el jaguar no actuara como Zazir lo esperaba, generó la
incógnita del deseo del Otro y, aumentó el interrogante sobre su propia imagen: ¿quién
era él para el Otro? Referente a esto, Colette Soler en su libro Declinación de la
Angustia, sostiene que, "lo que angustia es el enigma, sea del Otro, sea del sujeto"
(2007, p. 25), dicho interrogante acompañó a Zazir en todo su viaje hasta que fue
develado el deseo del Otro y su posición ante éste. A través de ese descubrimiento, pudo
ver el rostro de su enemigo y actuar.

Cuando Dalia y Zazir se conocieron, tuvieron la siguiente conversación:

-¿De dónde viene?- Preguntó la rana

- De las praderas- contestó el caballito

- Tengo entendido que los caballos andan en manadas.

-Sí

- Entonces ¿por qué está solo?

- Es una historia larga.

- Cuéntela.

- Ahora no tengo ganas de recordar nada

- Yo no le he dicho que recuerde sino que cuente.


- Es que todo cuento está hecho de recuerdos.

- ¿Y los cuentos que hablan del mañana?

- Creo que están hechos con la memoria del pasado mañana (Jairo Aníbal
Niño: 2014, 9).

Este no querer recordar que es lo mismo que no querer saber sobre aquello que
denominamos pasado. Se puede decir que para Zazir los tres tiempos pasado, presente y
futuro son lo mismo, un eterno pasado. No parece haber otro tiempo para la máquina del
pensar, lo cual, inevitablemente tiene efectos sobre el devenir del sujeto.

Con todo, Zazir y Zoro se lanzan a una aventura hacía lo desconocido y allí, donde la
laguna del recuerdo se instaura y el saber no acude para responder al desconcierto,
aparece el miedo. Con todo, el miedo no es la angustia. En esta última afección, el
sujeto está completamente a merced del Otro porque algo de sí se cierne en esa relación
y hay riesgo de ser devorado por eso, pero la aparición de la fantasía puede constituir
una evidencia de que el sujeto escapa de ser objeto de ese Otro.

De este modo, puede concluirse que las dos piezas literarias permiten suscitar
interrogantes y a la vez ejemplificar situaciones de miedo o angustia que atraviesan los
personajes en escenas concretas. Con todo, ni Zoro, ni Zazir retroceden y a cambio de
quedar petrificados por el recuerdo del terror del desplazamiento forzado, o por la
humillación de no encajar en la manada por su tamaño, prefieren vivir el devenir de una
aventura heroica.

Bibliografía:

Colette, Soler. Declinación de la angustia. (Bogotá: Colección Ánfora, Estudios de


Psicoanálisis, 2007)

Freud, Sigmund. El creador literario y el fantaseo. Obras Completas, Vol. IX (1908


[1907]). (Buenos Aires: Amorrotu Editores S.A, 1992)

Heidegger, Martin. El ser y tiempo. (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2009)

Lacan, Jacques. El seminario 10: La angustia (1962,1963). (Buenos Aires: Paidós,


2010)

Lacan, Jacques. El estadio del espejo como formador de la función del yo (je) tal como
se nos revela en la experiencia psicoanalítica (1949). En: Escritos I (Buenos Aires:
Siglo XXI, 2002)

Niño, Jairo Anibal. Zoro. (Bogotá: Panamericana, 1996)

Niño, Jairo Anibal. Dalia y Zazir (1996). (Bogotá: Panamericana, 2014)

Moreno, Belén. El monstruo con imagen, sin semejanza. En: Revista Desde el jardín de
Freud N°2. (Bogotá: Universidad Nacional, 2002)
En la web:

Entrevista a Jairo Aníbal Niño. Ser maestro. En:


https://www.youtube.com/watch?v=Aj7YBRqqpdo

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