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¿Genes contra el incesto?

¿A qué se debe que a lo largo y ancho del mundo cause náusea, asco, horror e indignación
descubrir que padre e hija, madre e hijo, o hermano y hermana se han acostado juntos? ¿Es posible que
un hecho tan extendido y poderoso como el tabú contra el incesto sea también producto de una
selección cultural, en vez de natural? Sí, estoy en buena medida convencido de ello. Para ser más con-
creto, creo que estos tabúes son en el fondo una manifestación más del principio del intercambio.
Enseguida explicaré lo que quiero decir.

La teoría que propone que la evitación del incesto se encuentra sujeta a un riguroso control
genético sostiene que, dada su práctica universalidad, la selección natural no puede explicar las
prohibiciones que afectan a las relaciones madre-hijo, padre-hija y hermano-hermana. Se trata, no
obstante, de una inferencia muy poco sólida. Una práctica universal puede resultar igual de fácilmente
de la selección cultural que de la selección natural. Todas las sociedades actuales sin excepción hacen
fuego, hierven agua y cocinan los alimentos. ¿Significa esto que tales prácticas se hallan sujetas a un
estricto control genético? Por supuesto que no. Ciertos rasgos culturales son sencillamente tan útiles
que se transmiten de unas culturas a otras o se inventan y reinventan sin parar. Por lo tanto, la
extendida presencia de los tabúes contra el incesto podría indicar simplemente que revisten gran
utilidad, no que son innatos.

Además, este tabú tampoco es tan universal. Los gobernantes de algunos reinos e imperios de
la antigüedad estaban autorizados a contraer matrimonio con sus hermanas de sangre. Los elementos
de juicio siguen siendo escasos por lo que respecta a la frecuencia efectiva de tales enlaces, pero el
hecho es que se producían. En el antiguo Perú, Tupac Inca desposó a su hermana de sangre; su hijo,
Huayna Capac, también se unió a una hermana de sangre, y Huáscar, uno de los hijos que Huayna
Capac tuvo con otra esposa, también se casó con una hermana de sangre. Ocho de los trece faraones de
la dinastía ptolemaica de Egipto tomaron entre sus esposas a hermanas de sangre o hermanastras. Entre
la realeza hawaiana, los emperadores de China y diversos reinos de Africa oriental prevalecían,
asimismo, pautas matrimoniales que consentían o prescribían el matrimonio entre hermanos.

Este tampoco se encontraba confinado a la realeza. Durante los tres primeros siglos de nuestra
era, los plebeyos egipcios lo practicaban ampliamente. Keith Hopkins, historiador que ha realizado un
profundo estudio de este período, reseña que dichas uniones estaban reputadas como formas de
relación perfectamente normales y que se mencionaban sin tapujos en documentos referentes a asuntos
familiares y en las diligencias relativas a ventas de cosechas, pleitos judiciales y presentación de
peticiones ante las autoridades.

Por lo demás, no tenemos manera de saber cuál es la incidencia real del incesto en sociedades
en que los infractores de los tabúes se exponen a severos castigos en caso de ser descubiertos. En los

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Estados Unidos de nuestros días, psiquiatras, asistentes sociales y estamentos judiciales denuncian un
crecimiento de los abusos sexuales cuyas víctimas son niños. El incesto entre padre e hija, una de sus
formas más corrientes, se castiga con penas que pueden llegar a los treinta o cuarenta años de prisión.
Si los humanos tienen una inclinación congénita a evitar el incesto, ¿por qué insisten en cometerlo, aun
a riesgo de recibir castigos tan severos? Dados los antecedentes hipersexuales de nuestra especie,
nuestra continua receptividad y disposición al acto sexual, la elevada incidencia de los «líos»
extramaritales y otras formas de relación prohibidas por la opinión pública o la ley, ¿no será más bien
el incesto una tentación que muchos experimentan pero que evitan por miedo a ser descubiertos, sufrir
castigos y caer en pública desgracia?

Los defensores de las teorías genéticas reconocieron hace mucho la escasa probabilidad de
que los genes transportaran instrucciones precisas para amortiguar las pulsiones sexuales en presencia
de hermanos de sangre, hijos y padres. Siguiendo las teorías de Edward Westermarck, proponen, en
cambio, que entre personas de distinto sexo se da una tendencia a encontrarse nulamente atrayentes
desde el punto de vista sexual si se han criado en estrecha proximidad física durante la primera
infancia y la niñez. El principio de Westermarck goza de gran aceptación entre los sociobiólogos
porque facilita una solución al dilema que representan los índices relativamente elevados que a veces
puede llegar a alcanzar el incesto entre hermanos en casos como el del Egipto romano, por ejemplo. Si
el hermano y la hermana se crían separados, en casas distintas o al cuidado de nodrizas o personas
diferentes, es muy posible que, de acuerdo con el citado principio, se encuentren lo suficientemente
atractivos como para emparejarse.

A la teoría de Westermarck y otras explicaciones genéticas subyace el supuesto de que una


estrecha endogamia aumenta las probabilidades de que los inviduos portadores de genes anómalos se
unan entre sí y procreen descendientes con cuadros patológicos que merman sus tasas de reproducción.
Además, sólo con reducir el grado de diversidad genética de una población, la endogamia puede tener
efectos adversos sobre la capacidad de ésta para adaptarse a nuevas enfermedades o nuevos peligros
medioambientales. En consecuencia, cabe pensar que los individuos cuyo deseo se «extinguió» debido
al efecto Westermarck evitaron la endogamia, tuvieron tasas más altas de reproducción y sustituyeron
gradualmente a los que sí se sentían atraídos por sus parientes próximos.

Esta parte del razonamiento presenta diversos puntos débiles. Es cierto que en las grandes
poblaciones contemporáneas el incesto va acompañado de un porcentaje elevado de abortos y de
descendientes minusválidos y portadores de enfermedades congénitas. Pero este resultado no se tiene
que derivar por fuerza de la práctica de una estrecha endogamia en sociedades preagrícolas de
dimensiones reducidas. En éstas, en cambio, lleva a la eliminación progresiva de los genes recesivos
porque tales sociedades muestran escasa tolerancia respecto de recién nacidos y niños con taras o
defectos congénitos. Privando de apoyo a tales niños, se eliminan las variaciones genéticas
perjudiciales en generaciones futuras y el resultado son poblaciones que portan una «carga» de
variantes genéticas perjudiciales mucho más reducida que la de las poblaciones contemporáneas.

Para contrastar la teoría de Westermarck no cabe invocar la mera incidencia de la evitación


del incesto. Se debe demostrar que el ardor sexual se enfría cuando las personas se crían juntas, con
independencia de cualesquiera normas existentes que exijan la evitación del incesto. Como esto no se
puede realizar experimentalmente sin controlar las vidas de los sujetos humanos, los defensores de la
teoría acuden con frecuencia a dos célebres monografías que supuestamente demuestran la pérdida de

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ardor sexual que aquélla predice. La primera de ellas tiene por objeto una forma de matrimonio
taiwanés denominada «adoptar una hija/desposar una hermana». Un matrimonio de cierta edad adopta
una joven procedente de otra familia y la crían junto al hijo con la intención de convertirla en su
esposa. Como el hijo y su esposa van a permanecer con los padres de éste tras la boda, los padres
inculcan actitudes de sumisión en la hija adoptiva, de manera que luego reine la armonía en la casa.
Ciertos estudios han demostrado que estos matrimonios en los que la esposa y el marido han crecido
juntos en un entorno muy próximo tienen menos descendencia y presentan índices más elevados de
divorcio que los matrimonios normales en que los futuros esposos se han criado en unidades
domésticas separadas. Estas observaciones, sin embargo, apenas confirman la teoría de Westermarck.
Los taiwaneses reconocen expresamente que la fórmula «adoptar una hija/desposar una hermana»
constituye una clase de matrimonio inferior, por no decir humillante. Para un vínculo matrimonial, las
familias de los novios suelen intercambiar una cantidad considerable de bienes en señal de apoyo a los
recién casados. Pero estos intercambios son más reducidos o brillan completamente por su ausencia en
el sistema de «adoptar una hija/desposar una hermana». De ahí que resulte imposible demostrar que la
esterilidad de la pareja se deba al desinterés sexual y no al desengaño y la decepción que produce
recibir un trato de ciudadanos de segunda clase.

El segundo caso utilizado para confirmar la teoría de Westermarck se refiere a la supuesta


falta de interés sexual constatable en muchachos de ambos sexos que han sido compañeros de clase
desde la guardería hasta los seis años en las comunidades cooperativas israelíes denominadas
kibbutzim. Presuntamente, estos muchachos mostraban tal desinterés que entre los matrimonios
contraídos por personas criadas en cierto kibbutz ninguno de los contrayentes eran hombres o mujeres
que se hubiesen educado juntos desde el nacimiento hasta la edad de seis años. Esto parece muy
convincente, pero la explicación tiene un fallo decisivo. De un total de 2.516 matrimonios, había 200
en los que los contrayentes se habían criado en el mismo kibbutz, aunque no estuvieran necesariamente
en la misma clase durante seis años. Teniendo en cuenta que todos los jóvenes de los kibbutzim eran
llamados a filas y que en el ejército convivían con miles de cónyuges potenciales antes de casarse, la
cifra de 200 matrimonios entre parejas procedentes del mismo kibbutz es mucho más elevada de lo que
cabría esperar según las leyes del azar.

De los 200 matrimonios entre personas procedentes de los mismos kibbutzim, cabe
preguntarse a continuación, ¿qué probabilidades había de que en ninguno de los casos los contrayentes
hubiesen sido compañeros de clase? Dado que por lo general las muchachas eran tres años más jóvenes
que los muchachos a quienes desposaban, cabría esperar una cifra sumamente baja de matrimonios
entre personas educadas en la misma clase durante seis años. De hecho, el resultado fue que hubo
cinco matrimonios entre jóvenes criados juntos durante parte de los seis primeros años de sus vidas.
Como la teoría de Westermarck no predice cuánto tardan en perder todo interés mutuo los chicos y
chicas que se crían juntos, estos cinco matrimonios desmienten efectivamente su teoría.

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